Relatos de Fútbol.

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1 Messi es un perro La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia. Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo, yo me divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta la final de la Champions. Y es que nunca se vio algo parecido adentro de una cancha de fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más. Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco para el Barça en Champions y dos para el Barça en Liga. Diez goles en tres partidos de tres competiciones diferentes. La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un rato, la crisis económica no es el tema de inicio en los noticieros. Internet explota. Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una teoría extraña, muy difícil de explicar. Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si termino de darle vuelo. Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en mitad del cierre de la revista número seis. No debería estar haciendo esto. De casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que no había visto antes. Pienso que es un video más de miles, pero enseguida veo que no. No son goles de Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias. Es un compilado extraño: el video muestra cientos de imágenes —de dos a tres segundos cada una— en las que Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae. No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos en la pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario. Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y agarrones traicioneros; nunca las había visto a todas juntas. Él va con la pelota y recibe un guadañazo en la tibia, pero sigue. Le pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo agarran de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue. Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba familiar en esas imágenes. Puse cada fragmento en cámara lenta y entendí que los ojos de Messi están siempre concentrados en la pelota, pero no en el fútbol ni en el contexto.

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Relatos de fútbol de autores argentinos.

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Page 1: Relatos de Fútbol.

Messi es un perro

La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio

por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del

mejor fútbol de la historia.

Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo, yo me divorciaría y me quedaría

acá por lo menos hasta la final de la Champions. Y es que nunca se vio algo parecido adentro de una cancha de

fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más.

Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco

para el Barça en Champions y dos para el Barça en Liga. Diez goles en tres partidos de tres competiciones diferentes.

La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un rato, la crisis económica no es el tema de inicio en los

noticieros. Internet explota. Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una teoría extraña, muy

difícil de explicar. Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si termino de darle vuelo.

Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en

mitad del cierre de la revista número seis. No debería estar haciendo esto.

De casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que no había visto antes. Pienso que es un video más de

miles, pero enseguida veo que no. No son goles de Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias. Es un compilado

extraño: el video muestra cientos de imágenes —de dos a tres segundos cada una— en las que Messi recibe faltas

muy fuertes y no se cae.

No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos

en la pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta,

ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario.

Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y agarrones

traicioneros; nunca las había visto a todas juntas. Él va con la pelota y recibe un guadañazo en la tibia, pero sigue. Le

pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo agarran de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.

Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba familiar en esas imágenes. Puse cada fragmento en cámara

lenta y entendí que los ojos de Messi están siempre concentrados en la pelota, pero no en el fútbol ni en el contexto.

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El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por la que, muchas veces, caer al suelo es asegurar un penal, o

conseguir que se amoneste al zaguero contrario es propicio para futuros contragolpes. En estos fragmentos, Messi

parece no entender nada sobre el fútbol ni sobre la oportunidad.

Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte

ni el resultado ni la legislación. Hay que mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone estrábicos, como si le

costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista ni aunque lo apuñalen.

¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me resultaba conocido ese gesto de introspección desmedida.

Dejé el video en pausa. Hice zoom en sus ojos. Y entonces lo recordé: eran los ojos de Totín cuando perdía la razón

por la esponja.

Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín. Nada lo conmovía. No era un perro inteligente. Entraban

ladrones y él los miraba llevarse el televisor. Sonaba el timbre y no parecía oírlo. Yo vomitaba y él no venía a lamer.

Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo mismo) agarraba una esponja —una determinada esponja

amarilla de lavar los platos— Totín enloquecía. Quería esa esponja más que nada en el mundo, moría por llevarse

ese rectángulo amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi mano derecha y él la enfocaba. Yo la movía de un lado a

otro y él nunca dejaba de mirarla. No podía dejar de mirarla.

No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el cogote de Totín se trasladaba idéntico por el aire. Sus ojos se

volvían japoneses, atentos, intelectuales. Como los ojos de Messi, que dejan de ser los de un preadolescente

atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten en la mirada escrutadora de Sherlock Holmes.

Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es un perro. O un hombre perro. Esa es mi teoría, lamento que

hayan llegado hasta acá con mejores expectativas. Messi es el primer perro que juega al fútbol.

Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas. Los perros no fingen zancadillas cuando ven venir un Citroën, no

se quejan con el árbitro cuando se les escapa un gato por la medianera, no buscan que le saquen doble amarilla al

sodero. En los inicios del fútbol los humanos también eran así. Iban detrás de la pelota y nada más: no existían las

tarjetas de colores, ni la posición adelantada, ni la suspensión después de cinco amarillas, ni los goles de visitante

valían doble. Antes se jugaba como juegan Messi y Totín. Después el fútbol se volvió muy raro.

Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece interesarle más la burocracia del deporte, sus leyes. Después

de un partido importante, se habla una semana entera de legislación.

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¿Se hizo amonestar Juan exprofeso para saltarse el siguiente partido y jugar el clásico? ¿Fingió realmente Pedro la

falta dentro del área? ¿Dejarán jugar a Pancho acogiéndose a la cláusula 208 que indica que Ernesto está jugando el

Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar demasiado el césped para que los visitantes patinen y se rompan el cráneo?

¿Desaparecieron los recogepelotas cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer cuando se puso dos a

dos? ¿Apelará el club la doble amarilla de Paco en el Tribunal Deportivo?

¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a

causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?

No señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la prensa deportiva, no entienden si un partido es amistoso e

intrascendente o una final de copa. Los perros quieren llevarse siempre la esponja a la cucha, aunque estén muertos

de sueño o los estén matando las garrapatas.

Messi es un perro. Bate records de otras épocas porque solo hasta los años cincuenta jugaron al fútbol los hombres

perro. Después la FIFA nos invitó a todos a hablar de leyes y de artículos, y nos olvidamos que lo importante era la

esponja.

Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su día un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la

historia del hombre. Esta vez ha sido un chico rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos

frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo relacionado con la picaresca humana. Pero con un

talento asombroso para mantener en su poder algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una

llanura verde.

Si lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera blanca a los tres palos todo el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez.

Guardiola dijo, después de los cinco goles en un solo partido:

—El día que él quiera hará seis.

No fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma. Lionel Messi es un enfermo. Es una enfermedad rara que me

emociona, porque yo amaba a Totín y ahora él es el último hombre perro. Y es por constatar en detalle esa

enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que sigo en Barcelona aunque prefiera vivir en otra parte.

Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y de pronto veo el fulgor del pasto iluminado, en ese

momento que siempre nos recuerda a la infancia, digo lo mismo para mis adentros: hay que tener mucha suerte,

Jorge, para que te guste mucho un deporte y te toque ser contemporáneo de su mejor versión, y, trascartón, que la

cancha te quede tan cerca.

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Disfruto esta doble fortuna. La atesoro, tengo nostalgia del presente cada vez que juega Messi. Soy hincha fanático

de este lugar en el mundo y de este tiempo histórico. Porque, me parece a mí, en el Juicio Final estaremos todos los

humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Amsterdam

en el 73, otro dirá: yo era arquitecto en São Paulo en el 62, y otro: yo ya era adolescente en Nápoles en el 87, y mi

padre dirá: yo viajé a Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo escuché el silencio del Maracaná en el 50.

Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas. Y cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie

y diré despacio: yo vivía en Barcelona en los tiempos del hombre perro. Y no volará una mosca. Se hará silencio.

Todos los demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios, vestido de Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito,

estás salvado. Todos los demás, a las duchas.

Hernán Casciari

Lunes 11 De Junio, 2012

Viejo con árbol

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo. Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos. Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos. —Ojo con la vía alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban. —No pasan trenes, casi tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido. —¿No vino la hinchada? ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo. ¿No vino la barra brava?

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Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos. —La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá bromeó alguno. —Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors. Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo. El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción. —¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja. —No sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado. Música dijo después, mirándolo de nuevo. Algún tanguito? —probó el Soda. —Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora. El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo. —Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo. El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa. —Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado. El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.

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—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura... El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo. —Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura. Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció. —Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza... El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León. —Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música... El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable. —Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro. El Soda se tomó la cabeza. —¿Qué cobró? —balbuceó indignado.

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—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió? El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo. —...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo. —Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—...Eso es el fútbol.

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¡No digas nada, no quiero saber

nada! El fútbol, mal que les pese a los filósofos serios, nos ayuda terriblemente a comprender el

sentido de la vida. Y ver la Copa América en diferido es, creo yo, una metáfora sutil del

carpe diem: "¡Vive intensamente, ajeno y ciego a los resultados, como si lo que está

pasando realmente estuviera ocurriendo ahora!" Esto es metafísica: lo demás son

boludeces.

TV3 de Catalunya está pasando los partidos de Argentina a las 11:30 de la mañana del día

siguiente. Es decir: entre que suena el pitido incial en Perú, y hasta que empieza mi partido

en casa, yo me escondo, apago el messenger, desconecto Clarín y no miro mails; suspendo

la realidad durante seis horas, para creer que lo estoy viendo "en directo". A veces me da

miedo lo fácil que resulta engañar a mi cerebro. Pero soy así. Somos así.

La transmisión del fútbol en diferido debería incluirse como materia en la Universidad de

Filosofía y Letras de cada ciudad del mundo. Y es que esta práctica muestra —como

ninguna otra— la textura del alma humana: una mitad de nosotros es crédula y tiene

esperanzas (el alma), mientras que la otra desconfía, se encierra y quiere encontrar las

verdades concretas del mundo (la razón).

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Ver un partido que ya ocurrió como si estuviera jugándose, es un acto de amor

incomparable para con nosotros mismos. ¿Cómo es posible que una misma persona pueda

engañar y caer en la trampa al mismo tiempo? ¿No es ésa, también, la semilla del arte?

A pesar de esto, la Copa América (en vez de hacerme mejor persona) me está poniendo los

pelos de punta. Mi horario de trabajo empieza exactamente cuando acaba el partido "real",

y mi trabajo consiste en coordinar, vía messenger, a un grupo de gente en Buenos Aires

que ha podido verlo en directo y ya sabe el resultado. Yo no lo sé ni lo quiero saber hasta

más tarde. Pero ellos saben que yo no quiero saber, y es cuando empieza la tortura

psicológica.

—No me digas nada de Argentina-Uruguay, que quiero verlo en directo.

—Pero si ya jugaron.

—Vos no me digas nada. Calláte y trabajá.

—Ok. No te digo nada, pero no te pierdas sobre todo el primer tiempo.

¡No, hijo de puta! A veces me dan ganas de echar a todo el mundo a la calle en esta

empresa. Lo peor de todo es cuando te dan estos pequeños datos inocentes. Cuando uno

no quiere saber, es que no quiere saber nada. Será por eso que nunca fui a un vidente.

Los videntes, creo yo, son gente que ya vio el partido de tus días en directo. Y vos, que te

jugás la vida en diferido, vas y le preguntás algunas cosas.

—¿Me va a ir bien en mi matrimonio, Horangel?

—No te pierdas sobre todo el primer tiempo —te dice el brujo—. Son cincuenta dólares;

que pase el que sigue.

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Cuando yo era chico, la mayoría de los partidos eran en diferido. Y Roberto Casciari se

ponía como loco. Apagaba las radios, cerraba las persianas y no atendía los teléfonos. Una

vez había un Boca-Racing e incluso se taponó las orejas con algodón, para no escuchar las

bocinas de los autos, que a veces son las mejores comentaristas del fútbol argentino.

Cuando empezó el partido en la tele, se acomodó en el sillón y le pidió a mi mamá el mate,

previa admonición:

—Si sabés algo —le dijo—, no me digas nada.

Y Chichita, trayendo la bandeja con la pastafrola, sin maldad, le contestó:

—No te voy a decir el resultado, pero goles no hubo.

Ésa fue la vez que estuve más cerca de ser hijo de padres separados. Mi papá se puso

pálido y se le detuvo el corazón; pero no por conocer la verdad como un baldazo de agua

fría, sino por no poder disfrutar cada instante de esos noventa minutos como si no

hubiesen ocurrido nunca.

Lo que nos diferencia del mono es una guerra interna, secreta y despiadada. Por un lado

sabemos que todo lo que hagamos en la vida será en vano. Por otro lado, somos concientes

de que no podríamos vivir sin hacer algo. ¿Paradoja? Nada de eso.

La fuerza que nos mueve, la pasión, vive gracias a estos dos ejércitos en lucha constante.

No creo equivocarme si digo que las grandes obras literarias del siglo veinte, la música

genial de Bartok, la danza moderna y el arte conceptual, surgieron gracias a que ha habido

fútbol en diferido.

Mientras escribo esto, no sé si el domingo nos toca Brasil o Uruguay. Sin embargo, en uno

de estos países hay tambores enloquecidos, y en el otro un silencio ensordecedor.

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Esta magia inusual, este eclipse, habitará en mí hasta las 11:30. Después, mi reloj y el reloj

del mundo volverán a ser los mismos.

Hernán Casciari

Jueves 22 De Julio, 2004

El fútbol ha dejado de

existir Las primeras palabras del papa Juan Pablo II después de los atentados contra las Torres

Gemelas fueron las siguientes: «El mundo, tal y como lo conocemos, ha dejado de existir».

Desde hoy se puede decir lo mismo sobre los Mundiales de Fútbol.

Escribo estas líneas horas antes de que Argentina juegue una semifinal después de muchos

años. Pero también las escribo sabiendo que el fútbol, tal y como lo conocemos, ha dejado

de existir.

Lo que pasó hace un rato en Belo Horizonte lo cambia todo y no puede ser bueno para

nadie. Solo para los alemanes, que son máquinas sin corazón. Pero para nadie más.

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Aunque la Copa la termine levantando Holanda o Argentina, este Mundial será recordado

por otro evento. Aunque Messi o Robben hagan magia el domingo, e incluso tuerzan el

viento del huracán germano, la bisagra de esta época deportiva tendrá su corte histórico en

el Estadio Mineirao, y no en el Maracaná.

Por primera vez en su historia, un Mundial terminó cinco días antes del pitido final.

Y sin embargo veo en Twitter, en la prensa argentina, en la tele, alguna gente muy contenta

por la desgracia brasileña. No puedo entender esa alegría. No me hace feliz en absoluto el

siete a uno de esta tarde.

Hubiera preferido que el pelotazo del chileno Pinilla entrara, en vez de pegar en el

travesaño, y que Brasil se hubiera quedado fuera en octavos o en cuartos; nunca de esta

manera.

Me gusta que Brasil sea nuestro némesis en América, me gusta pensar en ellos como

nuestro peor enemigo. Ah, que rabia me dan sus camisetas amarillas, sus laterales que

suben al ataque, su historia sin mácula, sus cinco estrellitas azules en el pecho… Pero hay

castigos que no se le desean a nadie, ni al peor enemigo.

Podemos desear ganarle a Brasil. Podemos desear que Brasil pierda siempre, si es posible

en tiempo de descuento. Podemos señalar con sorna que, aunque tengan cinco mundiales,

nunca logren ganar los de su casa. Pero desear, o festejar, un siete a uno contra Alemania,

sabiendo que el próximo festín de las máquinas feroces podemos ser nosotros, eso, es

indeseable.

Es indeseable que los alemanes ganen su primer Mundial en América. Es indeseable que

exista la posibilidad de que vuelvan a golearnos como en Sudáfrica. Es indeseable que los

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jugadores argentinos salgan hoy a la cancha pensando que, si le ganan a Holanda, lo que

sigue no será épico, porque la épica ya ocurrió en semifinales.

El siete a uno del Mineirao es el peor resultado del mundo. La maravillosa final esperada

por todos era Brasil y Argentina. Cualquier otro cruce es una mierda pinchada en un palo.

No arropo a Brasil como los falsos progres que pretenden que en el fútbol debe imperar la

unión latinoamericana. Una mierda.

Solamente digo que el viejo y querido balompié de los hombres imperfectos ha dejado de

existir; desde hoy impera el fútbol de las máquinas sin falla. Esas que nos hicieron cuatro

en Sudáfrica y nos dejaron traumas y sufrimientos durante cuatro años. Entre aquel

partido y el de ayer, Alemania le acaba de meter once goles a brasileños y argentinos. Nos

hermanó en la más puta de las desgracias.

Nos dejó solos a un costado, preguntándonos qué se siente. Qué se siente que tu verdadero

papá no sea otro equipo de once jugadores, sino un artefacto infernal. ¿Qué se siente?

Hernán Casciari

Miércoles 9 De Julio, 2014

  

Apuntes del fútbol en Flores En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios. Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del que cincha sin renuncios. La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona. La avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto. Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto, y respetaban a los cracks tanto como a los artistas o a los héroes. Se asegura que los muchachos del Ángel Gris tenían un equipo. La opinión general suele

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identificarlo con el legendario Empalme San Vicente, conocido también como el Cuadro de las Mil Derrotas. Según parece, a través de modestas giras, anduvieron por barriadas hostiles, como Temperley, Caseros, Saavedra, San Miguel, Florencio Varela, San Isidro, Barracas, Liniers, Nuñez, Palermo, Hurlingham o Villa Real. El célebre puntero Héctor Ferrarotti llevó durante muchos años un cuaderno de anotaciones en el que, además de datos estadísticos, hay noticias muy curiosas que vale la pena conocer.

En Villa Rizzo, todos los partidos terminan con la aniquilación del equipo visitante. Si un cuadro tiene la mala ocurrencia de ganar, su destrucción se concreta a modo de venganza. Si el resultado es una igualdad, la biaba obra como desempate. Y si, como ocurre casi siempre, los visitantes pierden, la violencia toma el nombre de castigo a la torpeza. En ciertas ocasiones, los partidos deben suspenderse por la lluvia u otras circunstancias. En ningún caso se extrañara la estrolada, que llegará sin fútbol previo, pura, ayuna de pretextos.

En Caseros hubo una cancha entrañable que tenía un árbol en el medio y que estaba en los terrenos de una casa abandonada.

En un potrero de Palermo, había oculta entre los yuyos una canilla petisa que malograba a los delanteros veloces.

Cierto equipo de Merlo jugaba con una pelota tan pesada que nadie se atrevió nunca a cabecearla.

En un lugar preciso de la cancha de Piraña acecha el demonio. A veces los jugadores pisan el sector infernal, adquieren habilidades secretas, convierten muchos goles, triunfan en Italia, se entregan al lujo y se destruyen.Otras veces los jugadores pisan al revés y se entorpecen, juegan mal, son excluidos del equipo, abandonan el deporte, se entregan al vicio y se destruyen.Hay quienes no pisan jamás el coto del diablo y prosiguen oscuramente sus vidas, padecen desengaños, pierden la fe y se destruyen.Conviene no jugar en la cancha de Piraña.

Las últimas paginas del cuaderno de Ferrarotti contienen historias ajenas. Algunas de ellas muestran un conmovedor afán literario. Veamos.

El tipo que pasaba por ahí

Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia.Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacia jugar. Convirtió seis goles y realizo hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. A1 terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos.Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo.Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con este juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno.

El juez demasiado justo

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El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo.De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver que sancionaba alguna inacción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraría favorecer a los buenos y castigar a los canallas.Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y los compadrones se van al descenso.Parece increíble. Sin embargo, todos hemos conocido árbitros de locura inversa, amigos o lacayos de los sobradores, por temor a ser sus víctimas, inflexibles con los débiles y condescendientes con los matones.Una tarde casi lo matan en Ciudadela. Los Hombres Sensibles de Flores se lamentaron no haber estado ahí para hacerse dar una piña en su homenaje.

El patio de las pelotas perdidas

Los demonios ladrones andan merodeando cerca de las canchas. Cuando la pelota se va lejos, la ocultan entre los yuyales o en las zanjas para que los jugadores no puedan encontrarla. Ya en la noche, llevan las pelotas perdidas a un patio secreto.Los demonios realizan además acuerdos infames con vecinos chúcaros. Y en las madrugadas recorren techos, canaletas y terrazas para comprobar su despojo.Nadie lo sabe, pero en el patio están todas las pelotas perdidas: duras reliquias con tiento, flamantes cueros profesionales, humildes "Pulpo' de goma, infames bolas de plástico que doblan en el aire, ásperas veteranas que han conocido mil costurones.Un día entre los días vendrá del sur un duende bienhechor que ha de sacar las pelotas cautivas para devolverlas a sus dueños Y todos sentirán la emoción de revivir viejos piques olvidados.

Instrucciones para elegir en un picado

Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se disponen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quienes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternativamente a sus futuros compañeros. Se supone que los más diestros son elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector observó que las decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades.Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran tan capaces.El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se

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respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.

El último partido de Rosendo Bottaro

Había jugado muchos años en primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido para que integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno.—Con usted Bottaro no podemos perderBottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta, en su tiro certero.Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito:—Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús...Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar el partido.La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias llanuras de tinieblas donde los wines hacían maniobras invisibles.En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se arriesgan.Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Se mezcló con los delanteros buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre alto.Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo, dejó pasar magistralmente una pelota entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la agudeza.Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los últimos minutos no se vio. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo buscaron para que devolviera su camiseta, pero el hombre había desaparecido. Algunos pensaron que se había extraviado en las sombras del lateral derecho.Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto.Dicen que iba llorando.

Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que veintidós sujetos corren tras de una pelota. La frase, ya clásica, no dice mucho sobre el fútbol, pero deschava sin piedad a quien la formula. El mismo criterio permite afirmar que las novelas de Flaubert son una astuta combinación de papel y tinta. ¡Líbrenos Dios de percibir el mundo con este simple cinismo!El fútbol es —yo también lo creo— el juego perfecto.Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene decirlo apasionadamente.Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo de nuestros futbolistas para encontrar el destino nacional, yo apenas cumplo con homenajear a Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano, a los miles de pioneros atorrantes que impartieron una ética, una estética, tal vez una cultura, cuyo inapelable resultado son los goles superiores, memorables, excelentísimos de Diego Maradona.

  Mudanza. Esto no es un cuento porque no le da el piné para ser un cuento. Le falta estructura, le falta conflicto, le falta tensión dramática. Es apenas un conjunto de imágenes. Tampoco es un guión de cine, porque no tiene diálogos y apenas tiene acciones. En esta historia en la que estoy pensando pasan pocas, muy pocas cosas. Y no se dice nada, excepto un breve diálogo al final.  Si de todos modos tuviésemos que ubicar alguna imagen sería la de un hombre solo, que se asoma por un acceso cualquiera a un estadio vacío. Un estadio en día de semana. En día de semana sin partido, sin entrenamiento, sin nada. Un tipo solo, allá arriba, asomado a esa 

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soledad enorme que es un estadio sin gente. El tipo tiene un objeto en la mano. Una pequeña placa, con unas cuantas palabras escritas. Pongamos que dice “Ernesto Carlos Benítez, 1935­2014”. Con esa concisión que poseen ciertos símbolos, advertimos que es de esas placas que usamos para recordar a los muertos, y que en general se ponen en sus tumbas. No es una placa de bronce. No. Es algo menos solemne, menos aparatoso. Pongamos que el material es un simple acrílico con letras negras. No es de bronce porque la idea de ese hombre, ese que está parado en un escalón de cemento, allá arriba, con el cielo de fondo, es colocar la placa en algún sitio del estadio. No piensa en una vitrina u otro lugar destacado. No. Piensa en un lugar común y corriente, una butaca, un escalón cualquiera. Y cualquiera sabe que una placa de bronce ahí, indefensa en el gentío, puede durar cinco minutos antes de que alguien la arranque y la haga guita.   Por eso mandó a hacer esta otra placa, que dice lo mismo que la que está en el cementerio, pero que no constituye tentación alguna en su acrílico modesto. Y nada de tornillos. Bastará con el pegamento que lleva en un bolsillo. Es posible que, tarde o temprano, de todos modos alguien la rompa obedeciendo a ese deseo simple de hacer daño. Aunque puede ser que no, y que ese respeto oscuro que nos despierta el hermetismo de la muerte la ponga a salvo. Por un tiempo, aunque sea, la ponga a salvo.   El hombre, ahí parado, se conforma con eso. Pero duda. Por eso escribía yo al principio que esto no puede ser un cuento porque no tiene trama. Esta historia no es una historia porque no pasa nada. Lo único que hace el hombre, a lo largo de esta columna, es dudar. Pucha. Les conté el final. No importa. Así nadie se desilusiona. Falta un buen rato para que yo termine, pero si alguno está lo suficientemente decepcionado, puede dejar de leer acá, ahora, mientras el tipo está ahí, inmóvil, apenas a la salida de un acceso, bien arriba en la tribuna. Porque no va a pasar casi nada más. Casi nada más que un hombre que duda.  Lo que duda (aunque no haya demasiados modos de contarlo, aunque no haya ningún modo de filmarlo) es el lugar, el sitio preciso en el que debe fijar la placa. Cuál es el emplazamiento exacto en el que Ernesto Carlos Benítez hubiese deseado que descansara su placa. Dónde, en esa inmensidad de cemento y butacas, o de cemento sin butacas, quiere dejar fija su placa para que el sol y la lluvia la vayan gastando.   Debería colocarla, piensa el hombre, en el lugar donde Ernesto Carlos Benítez se ubicaba cuando iba a los partidos. En su lugar de siempre, se dice. Y ese es el origen de sus dudas. Porque ¿cuál es el lugar “de siempre” de un tipo, se llame Ernesto Carlos Benítez o se llame como se llame, en su cancha? El hombre sabe, porque lo conoció a Benítez, y lo conoció mucho, que el lugar de Benítez fue cambiando a lo largo de su vida.   Alguna vez lo hablaron, de hecho, en esa filosofía gratuita y placentera que uno se regala después de alguna victoria, mientras espera que se esparza un poco ese gentío para evitar los amontonamientos.  

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“Esto es como la casa de uno”, dijo esa vez el hombre que ahora está en la tribuna. “Para mí no”, se permitió disentir Benítez, la vez aquella. “Para mí es como el barrio, o como el pueblo”. Y Benítez se extendió explicando. “Esto es más grande que una casa”, dijo, señalando alrededor, las mismas tribunas que ahora el hombre contempla vacías. “Pero no sólo más grande. Es más distinto, por adentro”, intentó aclarar, aunque las palabras que elegía no fueran las mejores.  “La primera vez que me trajo el viejo fuimos ahí”, dijo Benítez, señalando un lugar en la tribuna popular. Y ahora el hombre mira, como si siguiera el gesto de la mano, al lugar que aquel día Benítez había señalado. Un lugar muy próximo a la esquina. Del banderín del córner, dos, tres metros al costado, veinte escalones para arriba. Ahí lo había llevado el viejo la primera vez. Con la quincena recién cobrada, una popular adulto y una entrada de menor. Desde ahí le había costado un poco, a Benítez, entender lo que pasaba en el otro arco. Al principio, sobre todo. Después se había acostumbrado. Ese lugar de la popular es, entonces, un buen lugar para fijar la placa, piensa el hombre. Pero las cosas no son tan simples. Porque después, de más grande, Benítez se animó a moverse al centro de la tribuna. “Donde iban los muchachos”, había dicho Benítez, cuando se lo contó. Y el hombre sonríe porque claro, en la época en que Benítez se atrevió a aproximarse a la zona belicosa de la popular los pibes de quince, dieciocho, veinte años, no eran “adolescentes” porque la adolescencia, en sus cabezas, no existía. Eran “muchachos”. El hombre que ahora tiene la placa en la mano piensa que no, que ese lugar en medio de la popular no es bueno para pegar la placa, porque va a durar un suspiro. Ahora, en esta época, ahí se instalan los matones y los aprendices de matones. No son ni muchachos ni adolescentes. Son barras. Y ese no es un buen sitio, decide el hombre, mientras sigue repasando la biografía de Benítez en los distintos rincones de esas gradas. Sus varias mudanzas.  “Después vinieron las vacas gordas”, había dicho Benítez, sabiendo o sin saber el origen bíblico de la metáfora. “La fábrica caminaba y de repente me di cuenta de que podía pagar una platea.” Y había señalado hacia el lateral, bien arriba, más bien lejos, pero platea al fin. “Y después las cosas siguieron bien”, había agregado Benítez, señalando más abajo, y el hombre había entendido que ese más abajo significaba una platea más cara, un lugar mejor para ver el fútbol.   Benítez, a esa altura, había soltado una breve carcajada, aunque su voz no sonaba divertida. “Hasta con mi socio nos permitimos, un par de años largos, pagar un palco. ¡Un palco! ¿Te imaginás?” Benítez había negado, mordiéndose el labio, como si algo –la circunstancia del palco, o su optimismo, años después le resultara inverosímil. “Fue justo cuando el Rodrigazo ­agregó Benítez­ así que imaginate. A mi socio le parecía importante que nos hiciéramos notar, que era un buen lugar para hacer relaciones, clientes… Madre mía…”.   El hombre piensa que de ningún modo va a fijar la placa en ese palco efímero, que para Benítez quedó como una demostración palmaria de su inocencia o su osadía. ¿Y si se decide por una de las plateas? ¿La primera, la más alta? ¿La otra más cara, casi al lado del campo de juego?  

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El hombre baja desde el acceso y se sienta en el cemento, para seguir cavilando. Sabe que Benítez, cuando se acomodó un poco con la fábrica, o con lo que quedó de la fábrica, volvió a la cancha. Cansado, herido, pero volvió. A la misma popular a la que había ido con su viejo. Y ciertos espejismos de prosperidad le permitieron, de tanto en tanto, volver a la platea. Pero volvió a abandonarla, esta vez, no por motivos económicos. “Me tienen harto ­le había dicho Benítez al hombre, en otra ocasión­. Estos plateístas me tienen podrido”. Habló de impaciencia, de mala educación, de padres que enseñaban a sus hijos lo peor del fútbol. “Prefiero la popular”, había concluido. “No con esos delincuentes de la barra, pero al costado. Sí, señor”, había dicho Benítez, y había cumplido.  El hombre piensa que tal vez ese regreso a la popular, cerca del banderín del córner, amerite que ese, y no otro, deba ser el lugar para la placa. Pero no quiere ser injusto, porque le falta un capítulo. Ese que Benítez le contó con sorpresa, la misma que le produjo recibir la cuota social con la leyenda “Socio vitalicio”. Desde entonces pudo ir, sin pagar, a ese sector de platea, con otros viejos que cargaban con historias parecidas. “Es bueno el lugar ese”, había dicho Benítez, después de un par de partidos ahí. “La mayoría es gente tranquila, que sabe mirar el fulbo. Claro que algún desubicado tenés ­había dicho, también, rematándolo con una de sus frases preferidas­: Viste cómo es, boludos hay en todos lados”.  El hombre sonríe, evocando la frase de cabecera de Benítez. Sigue indeciso. Cada porción del estadio parece corresponderse con un pedazo de la vida de Benítez. ¿Y las ausencias? se pregunta también el hombre. ¿También la placa debería dar cuenta de ellas? Los largos períodos en los que Benítez dejó de ir a la cancha. Cuando se puso de novio, cuando empezó a construir la casa, cuando el crédito que pidieron para comprar la fábrica, cuando la tablita de Martínez de Hoz, cuando la enfermedad de su mujer. Esos largos vacíos ¿Justifican que lo mejor es no poner la placa? O los simples enojos, esos lapsos más o menos prolongados en los que Benítez decidió que no, que estos matungos me amargan la vida, que estos dirigentes son una manga de ladrones y la cuota no la pago más, que mejor me dedico a otra cosa. Porque también hubo de eso en la vida de Benítez.   Pero no. No va a llevarse la placa de vuelva a su casa. Va a decidir un lugar, y va a fijarla. El hombre encuentra una respuesta: debería fijarla en el sitio en el que Benítez haya sido más feliz. Pero eso el hombre no lo sabe. No lo preguntó. No se lo ocurrió. O no supo preguntarlo. Mira alrededor y lo imagina. De chico, bien protegido, en el rincón. Saltando y cantando, con los muchachos. Encorvado, con la portátil al oído, en la platea. Incómodo, demasiado elegante, en ese palco innecesario. Sumergido en la relativa paz del sector vitalicio. El hombre definitivamente no lo sabe. Y ya pasó el tiempo de preguntarlo.  De repente, al hombre le suena el teléfono celular. Ya sé que si esto fuera un cuento, o una película, una interrupción así, casi llegando al final, cortaría el cllima y arruinaría todo. Pero acá no hay problema en que pase una cosa así, porque este texto no es nada, ni cuento ni película. De modo que sí, que suena el celular y el hombre mira la pantalla. El que lo llama es su hijo.  

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­Hola –dice el hombre.  ­Hola, papá –dice el hijo­. ¿Qué decís?  ­Acá, en la cancha –dice el hombre.  ­¿Hoy? ¿Haciendo qué?  ­Estoy en la popular, pensando. Vine a pegar la placa que me pidió el abuelo, pero no sé dónde ponerla.  Se hace un silencio, en los dos lados del teléfono.   ­¿Querés que vaya? –pregunta el hijo.  El hombre carraspea. Remonta el agua que de pronto le bajó por la nariz.  ­Sí. La verdad que me gustaría que vinieras.  ­Dale. Voy.  ­Avisá en el portón dos. Yo pedí permiso ahí.  ­Un beso, pa. Te veo en un rato.  ­Un beso, petiso.  El hombre guarda el teléfono. Sigue sin saber dónde pegar la placa que le pidió Ernesto Carlos Benítez. Sin embargo sospecha que ahora, dentro de un rato, se sentirá un poco más valiente como para, de una vez por todas, elegir un sitio y fijarla. O un poco menos solo, que significa casi lo mismo. 

 Por Eduardo Sacheri