Derrida, J - «Hay que comer» o el cálculo del sujeto

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“Hay que comer” o el cálculo del sujeto- Jacques Derrida- Página 1 de 37 «Hay que comer» o el cálculo del sujeto * Jacques Derrida Entrevistado por Jean-Luc Nancy ** . Versión castellana de Virginia Gallo y Noelia Billi. Revisada por Mónica Cragnolini., en Confines, n.º 17, Buenos Aires, diciembre de 2005. Texto en francés En su número 20, del invierno de 1989, Cahiers Confrontation, la revista dirigida por René Major, recogió una temática planteada por la revista Topoi. Se trataba de una invitación a pensar la vieja cuestión del sujeto: “quién viene después del sujeto”, pregunta iterada en épocas de discursos de clausura y muerte de un sujeto que parece, por el contrario, continuamente revitalizado. Escribieron, entre otros, Etienne Balibar, Maurice Blanchot, Gilles Deleuze, Philippe Lacoue-Labarthe, Jean- François Lyotard, Jacques Ranciére, Jean-Luc Marion. La contestación de Jacques Derrida es este diálogo con Jean-Luc Nancy, en el que varias cuestiones que atañen a la gramática del sujeto y la ontología de la sustancia son retomadas en torno a la filosofía de Heidegger y Lévinas, entre otros pensadores. El texto permite considerar que el sujeto (ese resto desustancializado, como quería Nietzsche) es aún necesario. Justicia (como hospitalidad incondicional) y derecho (en tanto hospitalidad condicionada) son dos términos que en obras posteriores de Derrida tendrán gran peso a la hora de preguntarse por la política imposible: este diálogo hace patente la necesidad del sujeto del mundo del derecho, y abre la perspectiva –aporética– de las relaciones del mismo con el otro en la justicia (en tanto “exposición no-económica al otro”, como será caracterizada en Espectros de Marx).

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«Hay que comer» o el cálculo del sujeto*

Jacques DerridaEntrevistado por Jean-Luc Nancy**. Versión castellana de Virginia Gallo y Noelia Billi. Revisada

por Mónica Cragnolini., en Confines, n.º 17, Buenos Aires, diciembre de 2005. Texto en francés

 

 

En su número 20, del invierno de 1989, Cahiers Confrontation, la revista dirigida por René Major, recogió una temática planteada por la revista Topoi. Se trataba de una invitación a pensar la vieja cuestión del sujeto: “quién viene después del sujeto”, pregunta iterada en épocas de discursos de clausura y muerte de un sujeto que parece, por el contrario, continuamente revitalizado. Escribieron, entre otros, Etienne Balibar, Maurice Blanchot, Gilles Deleuze, Philippe Lacoue-Labarthe, Jean-François Lyotard, Jacques Ranciére, Jean-Luc Marion. La contestación de Jacques Derrida es este diálogo con Jean-Luc Nancy, en el que varias cuestiones que atañen a la gramática del sujeto y la ontología de la sustancia son retomadas en torno a la filosofía de Heidegger y Lévinas, entre otros pensadores. El texto permite considerar que el sujeto (ese resto desustancializado, como quería Nietzsche) es aún necesario. Justicia (como hospitalidad incondicional) y derecho (en tanto hospitalidad condicionada) son dos términos que en obras posteriores de Derrida tendrán gran peso a la hora de preguntarse por la política imposible: este diálogo hace patente la necesidad del sujeto del mundo del derecho, y abre la perspectiva –aporética– de las relaciones del mismo con el otro en la justicia (en tanto “exposición no-económica al otro”, como será caracterizada en Espectros de Marx).Pero aún los discursos más preocupados por el otro han tenido muy poco en cuenta a ese otro de nosotros que es el animal. Animal que nos coloca en el límite abisal entre lo humano y lo inhumano, y nos cuestiona en lo “propio” de aquello que creemos ser en tanto “hombres”. Porque el problema no es saber si el animal tiene o no logos: la cuestión decisiva (lo dirá Derrida en “L’animal que donc je sois”, en L’animal autobiographique) es saber si “puede sufrir”.Hay que comer, es cierto, hay que ser sujetos de derechos, es obvio, pero ¿es necesario –también– hacer sufrir?

 

JACQUES DERRIDA: —En la pregunta que introduce a esta discusión, pueden ponerse de relieve dos fórmulas:

1. “¿Quién viene después del sujeto?”, el “quién” quizá ya haga señas hacia una gramática que no estaría más sujetada al “sujeto”.

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2. “Un discurso difundido en una época reciente, concluye su sencilla liquidación”.

(Términos de su carta de invitación).

Ahora bien, ¿no es preciso tomar una primera precaución respecto a la doxa que domina, por decirlo así, la formulación misma de la pregunta? Esta precaución no sería una crítica. Sin dudas, si es necesario referirse a tal doxa, no sería solamente para analizarla y eventualmente descalificarla. La pregunta “¿Quién viene después del sujeto?” (esta vez subrayo “después”) supone que, para una cierta opinión filosófica, hoy en día, en su configuración más visible, algo llamado “sujeto” puede ser identificado, así como puede ser identificada su pretendida superación en los pensamientos o los discursos identificables. Esta “opinión” es confusa. La confusión consiste, al menos, en mezclar groseramente un gran número de estrategias discursivas. Si en el curso de los últimos 25 años, en Francia, las más notables de estas estrategias han procedido, en efecto, a una suerte de discusión con “la cuestión del sujeto”, ninguna de ellas ha buscado “liquidarlo” como tal (no sé, por lo demás, a qué concepto filosófico puede corresponder esta palabra, que comprendo mejor en otros códigos: finanzas, bandidaje, terrorismo, criminalidad civil o política; y no se habla, pues, de “liquidación”, más que desde la perspectiva de la ley, incluso de la policía). El diagnóstico de “liquidación” denuncia, en general, una ilusión y un error, él acusa: se ha querido “liquidar”, se ha creído poder hacerlo, no dejaremos que lo hagan. El diagnóstico implica, pues, una promesa: nosotros vamos a hacer justicia, vamos a salvar o rehabilitar al sujeto. Consigna, pues: retorno al sujeto, retorno del sujeto. Sería menester, por otro lado, sea dicho por elipsis, preguntarse si la estructura de todo sujeto no se constituye sino en la posibilidad de esta forma de repetición que llamamos retorno, y si, más seriamente, ella no está esencialmente ante la ley, si no es en función de la ley y la experiencia misma –si la hay– de la ley, pero dejemos esto. Tomemos algunos ejemplos de tal confusión, ayudándonos con algunos nombres propios cual si fueran indicios. ¿Lacan ha “liquidado” al sujeto? No. El “sujeto” descentrado del cual él habla no tiene, indudablemente, los rasgos del sujeto clásico (y aun, habría que mirar más de cerca...), continúa siendo, sin embargo, indispensable para la economía de la teoría lacaniana. Es, asimismo, un correlato de la ley.

 

JEAN-LUC NANCY: –Pero Lacan es, tal vez, el único que ha tendido a conservar el nombre...

J. D.: –Quizá no el único, justamente. Hablaremos más tarde de Philippe Lacoue-Labarthe, pero nótese antes que la teoría althusseriana, por ejemplo, no busca desacreditar una cierta autoridad del sujeto sino que reconoce en la instancia del “sujeto” un lugar irreductible en una teoría de la ideología, ideología a su vez irreductible, mutatis mutandi, tal como la ilusión trascendental en la dialéctica kantiana. Este lugar es aquel de un sujeto constituido por la interpelación, por su ser-interpelado (aun el ser-ante-la-ley, el sujeto como sujetado a la ley y responsable ante ella). Sobre el discurso de Foucault, habría distintas cosas que decir conforme a los momentos de su desarrollo. Tal vez se trata de una historia de la subjetividad que, a pesar de ciertas declaraciones masivas sobre la borradura de la figura del hombre, ciertamente no ha consistido en “liquidar” El Sujeto. Y en su última fase, allí otra vez, retorno de la moral y de un cierto sujeto ético. Para estos tres discursos (Lacan, Althusser, Foucault), para

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ciertos pensamientos que ellos privilegian (Freud, Marx, Nietzsche), el sujeto es quizá reinterpretado, resituado, reinscrito, ciertamente no está “liquidado”. La pregunta “¿quién?”, especialmente en Nietzsche, insiste aquí con tanta más fuerza. Es también verdadero en Heidegger, referencia o blanco fundamental de la doxa de la cual hablamos. La interrogación ontológica que trata sobre el subjectum en sus formas cartesiana y post-cartesiana es todo excepto una liquidación.

 

J.-L. N.: –No obstante, para Heidegger, la época que se clausura como época de la metafísica, que clausura tal vez la epocalidad como tal, es la época de la metafísica de la subjetividad, y el fin de la filosofía es la salida de la metafísica de la subjetividad...

J. D.: –Pero esta “salida” no es una salida, ella no se deja asimilar a un pasar más allá, a una caducidad, menos aun a una “liquidación”.

 

J.-L. N.: –No, pero yo no veo en Heidegger, positiva o afirmativamente, de qué hilo sería aun dable tirar respecto de la temática o de la problemática del sujeto, aun cuando puedo ver que se trata de la verdad, de la manifestación, del fenómeno...

J. D.: –Si. Pero dos cosas. El desarrollo muy sumario que acabo de arriesgar responde rápidamente a aquello que puede tener de sumario, justamente, esta doxa, que no se toma el trabajo de analizar de cerca, de forma diferencial, las estrategias diferenciadas de todos estos tratamientos del “sujeto”. Hubiéramos podido tomar ejemplos más próximos a nosotros, pero dejemos esto. El efecto dóxico consiste en decir: todos estos filósofos creen haber puesto al sujeto detrás de ellos...

 

J.-L. N.: –Así pues, se trataría ahora de regresar, y eso es una consigna.

J. D.: –Es este efecto de consigna a lo que apunto. Segunda cuestión: aquello que tú llamas el “hilo del cual tirar”, en Heidegger resulta quizá, entre otras vías, de aquella de una analogía (a tratar muy prudentemente) entre la función del Dasein en Ser y Tiempo y la de un sujeto en un dispositivo ontológico trascendental, incluso ético-jurídico. El Dasein es irreductible a una subjetividad, desde luego, pero la analítica existenciaria conserva todavía los rasgos formales de toda la analítica trascendental. El Dasein y aquello que en él responde a la pregunta “¿quién?” viene, desplazando ciertamente muchas cosas, a ocupar el lugar del “sujeto”, del cogito o del “Ich denke” clásico. Preserva ciertos rasgos esenciales (libertad, decisión-resolución, para retomar esta vieja traducción, relación o presencia a sí, “llamada” (Ruf)) sobre la conciencia moral, responsabilidad, imputabilidad o culpabilidad originaria (Schuldigsein), etc.) Y cualesquiera hayan sido los movimientos del pensar de Heidegger después de Ser y

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Tiempo y “después” de la analítica existenciaria, no han sido dejados “atrás”, “liquidados”.

 

J.-L. N.: —Tú apuntas, entonces, en mi pregunta, al “venir después” como induciendo algo de falso, o de peligroso...

J. D.: —Tu pregunta se hace eco, por legítimas razones estratégicas, de un discurso de “opinión”, que hay que comenzar, me parece, por criticar o deconstruir. No aceptaría entrar en una discusión en el curso de la cual supusiéramos saber lo que es el sujeto, este “personaje” del cual se daría por sentado que es el mismo para Marx, Nietzsche, Freud, Heidegger, Lacan, Foucault, Althusser, y algunos otros, y que todos estarían de acuerdo en “liquidar”. La discusión comenzaría a interesarme al llegar, más allá de la confusión interesante de esta doxa, a una cuestión más seria, más necesaria. Por ejemplo: si a través de todas estas estrategias diferenciadas el “sujeto”, sin haber sido “liquidado”, se halla reinterpretado, desplazado, descentrado, reinscrito, y en ese caso. (I) ¿Qué ocurre con las problemáticas que parecieran presuponer una determinación clásica del sujeto (objetividad científica u otra, ética, derecho, política, etc.)? y (2) ¿quién o qué es quien “responde” a la pregunta “quién”?

 

J.-L. N.: —Para mí, “quien” designa un lugar, este lugar “del sujeto” que se manifiesta justamente por su misma deconstrucción. ¿Cuál es el lugar que el Dasein, por ejemplo, viene a ocupar?

J. D.: —A fin de elaborar esta pregunta desde una perspectiva topológica (“¿Cuál es el lugar del sujeto?”), tal vez haga falta renunciar a lo imposible, es decir, a reconstituir o a reconstruir aquello que habrá sido deconstruido (y que estaría por otra parte deconstruyéndose “por él mismo”, ofrecido desde siempre a la deconstrucción “por sí mismo”, expresión en la cual se concentra toda la dificultad), y antes bien preguntarse lo siguiente: ¿qué es lo que, en una tradición que sería preciso identificar de forma rigurosa (digamos por ahora aquella que va de Descartes a Kant y a Husserl), se designa bajo el concepto de sujeto de manera tal que, una vez que ciertos predicados son deconstruidos, la unidad del concepto y del nombre son radicalmente afectados? Tales predicados serían, pongamos por caso, la estructura subjetiva como ser-yecto —o puesto-debajo— de la sustancia o del substrato, del hypokeimenon, con sus cualidades de estancia o de estabilidad, de presencia permanente, de mantenimiento en la relación a sí, aquello que enlaza al “sujeto” a la conciencia, a la humanidad, a la historia... y sobre todo a la ley, como sujeto sujetado a la ley, sujeto sometido a la ley en su autonomía misma, a la ley ética o jurídica, a la ley o al poder político, al orden (simbólico o no)...

 

J.-L. N.: —¿Tú propones reformular la pregunta conservando, en un uso positivo, el nombre de “sujeto”?

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J. D.: —No necesariamente, conservo provisoriamente el nombre como índice en la discusión pero no veo la necesidad de conservar a cualquier precio la palabra de sujeto, sobre todo si el contexto y las convenciones del discurso corren el riesgo de reintroducir aquello que está justamente en cuestión.

 

J.-L. N.: —No veo bien cómo conservar este nombre sin enormes malentendidos. Pero en lugar del “sujeto”, hay algo así como un lugar, un punto de paso singular. Es como el escritor para Blanchot: lugar de paso, de emisión de una voz que capta el “murmullo” y se separa de él, pero que no es un “autor” en sentido clásico. Tal lugar, ¿cómo nombrarlo? La pregunta “¿quién?” parece conservar algo del sujeto, tal vez...

J. D.: —Si.

 

J.-L. N.: —Pero el “qué” no es más conveniente, por ejemplo, ¿el “proceso”, el “funcionamiento”, el “texto”?

J. D.: —En el caso del texto, yo no diría un “qué”...

 

J.-L. N.: —¿Podrías precisar eso?

J. D.: —Si, un poco más tarde, eso puede esperar. Yo supuse ingenuamente que debíamos evitar hablar del “sujeto” como lo hemos hecho o lo haremos, tú o yo, pero es idiota. Haremos alusión más tarde. Si, es idiota. Por lo demás, se podría poner [mettre] en escena al sujeto, someter [soumettre] en escena al sujeto en su subjetividad como el idiota mismo (el inocente, lo propio, lo virginal, lo originario, el nativo, el ingenuo, el gran principiante: tan grande, tan erigido, tan autónomo como sometido, etc.).

En el texto o escritura, al menos tal como yo he intentado interrogarlos, hay, yo no diría un lugar (y es toda una cuestión, esta topología de un cierto no-lugar asignable, a la vez necesario e inhallable), sino más bien una instancia (sin estancia, un “sin” sin negatividad) por la cual el “quien”, un “quien” asediado por la problemática de la huella y de la différance,a de la afirmación, de la firma y del nombre llamado propio, de la yección [jet] (antes que todo sujeto [sujet], objeto [objet], proyecto [projet]) como destinerrancia de los envíos. He intentado elaborar esta problemática en numerosos ejemplos.

Volvamos un poco hacia atrás y repartamos de la pregunta “¿quién?” (noto, en primer lugar, como entre paréntesis, que no es quizá suficiente sustituir un “quien” muy indeterminado a un “sujeto” demasiado pesadamente cargado de determinaciones metafísicas, para operar un desplazamiento decisivo. En la expresión la pregunta “¿quién?”, el acento también podría ser puesto más tarde sobre la palabra “pregunta”.

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No sólo para interrogar quién hace la pregunta o a propósito de quien [au sujet de qui] se hace la pregunta (tantas sintaxis determinan ya la respuesta), sino si hay sujeto, y no, del “quien”, antes del poder de preguntar. Aun no sé quién puede interrogar sobre esto, y cómo. Pero ya hemos visto abrirse varias posibilidades: el “quién” puede estar, entonces, antes y como el poder de preguntar (es así como, finalmente, Heidegger identifica al Dasein y lo elige como hilo conductor ejemplar en la pregunta por el ser), o bien puede ser, y esto vuelve a lo mismo, aquello posibilitado por el poder de preguntar de su sujeto (¿quién es quién?, ¿quién es?). [Derrida juega aquí con la equivocidad del término francés “sujet”, que alude tanto a “sujeto” como a “tema”, “argumento”, “materia”. N. de las T.] Pero hay todavía otra posibilidad que me interesaría más en este punto: ella desborda la pregunta misma, la reinscribe en la experiencia de una “afirmación”, de un “sí”, o de un “compromiso” [en-gage] (es la palabra de la cual me sirvo en De l’esprit para describir la Zusageb, este acceso al lenguaje, a la marca, que supone la pregunta más originaria), este “sí, sí”[i] que responde antes mismo de poder concebir una pregunta, que es responsable sin autonomía, antes y con vistas a toda autonomía posible del quien-sujeto, etc. La relación a sí no puede ser, en esta situación, más que de différance, es decir, de alteridad o de huella. No sólo la obligación no se atenúa, sino que, por el contrario, halla aquí su sola posibilidad, que no es ni subjetiva ni humana. Lo cual no quiere decir que sea inhumana o sin sujeto, sino que es a partir de esta afirmación dislocada (entonces sin “firmeza” [fermeté] ni “clausura” [fermeture]) que algo así como el sujeto, el hombre o quien quiera que se sea, puede configurarse. Cierro [Je ferme] este largo paréntesis.)

Volvamos atrás. ¿Qué pretendemos a través de las deconstrucciones del “sujeto” al interrogar aquello que, en la estructura del sujeto clásico, continúa siendo requerido por la pregunta “¿quién?”

A lo que acabamos de nombrar (nombre propio en exapropiación, firma o afirmación sin firmeza, huella, différance de sí, destinerrancia, etc.), añadiría aquello que queda a la vez requerido por la definición del sujeto clásico y por sus últimos motivos no-clásicos, a saber, una cierta responsabilidad. La singularidad del “quién” no consiste en la individualidad de una cosa idéntica a sí misma, no es un átomo. Ella se disloca o se divide al reunirse para responder al otro, cuya llamada precede, por decirlo así, a su propia identificación consigo misma, porque a esta llamada no puedo sino responder, haber ya respondido, incluso si creo responderle “no” (intento explicar esto en otra parte, especialmente en Ulysse Gramophone). He allí, sin dudas, el enlace con las grandes cuestiones de la responsabilidad ética, jurídica, política, en torno a las cuales se constituye la metafísica de la subjetividad. Pero si queremos evitar reconstituir demasiado pronto el programa de tal metafísica y padecer en consecuencia las subrepticias obligaciones, más vale proceder más lentamente y no precipitarse sobre estas palabras...

 

J.-L. N.: -En mi opinión, el sujeto es ante todo, como en Hegel, “aquel que puede retener en sí su propia contradicción”. En la deconstrucción de esta “propiedad” me parece que el “quien”, el “qué” del “sí”, revela el lugar y la pregunta de un quien, que no sería más “a sí” de esta

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manera. Un quien que no tenga más esta propiedad, y no obstante, un quien. Es sobre “él” que yo interrogo.

J. D.: —Siempre a título preliminar, no olvidemos las advertencias de Nietzsche ante aquello que puede enlazar la metafísica y la gramática. Tales advertencias deben ser ajustadas, problematizadas en su turno pero continúan siendo necesarias. Aquello que buscamos a través de la “pregunta ‘¿quién?’” no emerge, quizá, más que de la gramática, incluso de un pronombre relativo o interrogativo que reenvía siempre a la función gramatical de sujeto. ¿Cómo deshacerse de este contrato entre la gramática del sujeto o del sustantivo y la ontología de la sustancia o del sujeto? La singularidad différante que he mencionado no responde tal vez a la forma gramatical “quien” en una frase según la cual “quien” es el sujeto de un verbo que viene después del sujeto, etc. Por otra parte, si el pensamiento freudiano no ha sido en vano en el descentramiento del sujeto del cual se ha hablado tanto estos últimos años, ¿el “yo” es el único, en los elementos de la tópica o en la distribución de las posiciones del inconsciente, en responder a la pregunta “¿quién?”? Y de ser así, ¿cuáles serían las consecuencias?

Entonces, si la “singularidad” es un motivo que retenemos por el momento, no es seguro ni a priori necesario que “singularidad” se traduzca por “quién” o quede un privilegio del “quién”. En el mismo momento en que Nietzsche y Heidegger han señalado, digamos, la desconfianza por la metafísica sustancialista o subjetivista, aunque existan entre ellos diferencias muy importantes, han continuado habilitando la pregunta “¿quién?” y han sustraído el “quién” a la deconstrucción del sujeto. Pero nosotros podemos aun preguntarnos hasta qué punto es esto legítimo. Inversamente, y para multiplicar aun más las precauciones preliminares y no desdeñar el enredo esencial de esta extraña historia, cómo olvidar que aún en el idealismo trascendental más característico, aquel de Husserl, aún allí donde el origen del mundo es descrito después de la reducción fenomenológica, como conciencia originaria en la forma del ego, aún en una fenomenología que determina el ser del ente como objeto en general para un sujeto en general, aún en esta gran filosofía del sujeto trascendental, los interminables análisis genéticos (es decir, pasivos) del ego, del tiempo y del álter ego reenvían a una zona pre-egológica y pre-subjetiva. Hay allí, por consiguiente, en el corazón de lo que pasa y se da para un idealismo trascendental, un horizonte de cuestionamiento que no ha sido dominado tampoco por la forma egológica de la subjetividad o de la intersubjetividad.

En la coyuntura filosófica francesa, el momento en que una cierta hegemonía central del sujeto fue puesta en cuestión, en los años sesenta, fue asimismo el momento en que, estando la fenomenología aun muy presente, comenzamos a interesarnos por aquellos lugares del discurso husserliano en los cuales la forma egológica y más generalmente subjetiva de la experiencia trascendental parece más constituida que constituyente, en suma, tan pronto fundada como precaria. La cuestión del tiempo y del otro se ligó a esto de la génesis trascendental pasiva...

 

J.-L. N.: –Es justamente al penetrar en la constitución husserliana, al “forzarla”, cuando has comenzado tu propio trabajo.

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J. D.: –Es en el interior, si se puede decir (pero justamente hay en ello una fractura del interior) del presente vivo, esta Urform [forma originaria] de la experiencia trascendental, que el sujeto se compone con el no-sujeto o que el ego se halla marcado –sin poder hacerlos experiencia originaria y presentativa– por el no-ego y sobre todo el álter ego. El álter ego no puede presentarse, devenir una presencia originaria para el ego. Sólo hay una apresentación analógica del álter ego. Éste no puede jamás ser dado “en carne y hueso”, resiste al principio de principios de la fenomenología, a saber, la donación intuitiva de la presencia originaria. Tal dislocación del sujeto absoluto desde el otro y desde el tiempo no se produce, no conduce, más allá de la fenomenología, sino en ella, al menos sobre su borde, sobre la línea misma de su posibilidad. Es en el momento en que existe interés en estas dificultades, de manera muy diferente (Lévinas, Tran Duc Tao, yo mismo)[ii] que, siguiendo también otros trayectos (Marx, Nietzsche, Freud, Heidegger), en los años 50-60, se ha comenzado a desplazar la centralidad del sujeto y a elaborar en su lugar este discurso de la “sospecha”, como algunos dicen ahora. Pero si bien ciertas premisas se encuentran “en” Husserl, estoy seguro de que se podría hacer una demostración análoga en Descartes, Kant, Hegel. A propósito de Descartes, se podría descubrir, por ejemplo en la dirección de tu trabajo (cf. Ego Sum, París, 1979), las paradojas, las aporías, las ficciones o las afabulaciones análogas. No idénticas sino análogas. Esto tendría, por lo menos, la virtud de desimplificar, de “deshomogeneizar” la referencia a algo así como el Sujeto. No ha habido jamás para nadie El Sujeto, he allí lo que quisiera comenzar por decir. El sujeto es una fábula, tú lo has mostrado bien, y esto no significa dejar de tomarlo en serio (es la seriedad misma), sino interesarse en aquello que una fábula de este tipo implica en cuanto a palabra y ficción convenida...

 

J.-L. N.: –Todo esto que tú recuerdas vuelve a subrayar que no hay y que no ha habido jamás una presencia-a-sí que no ponga en juego la escisión de sí que esta presencia demanda, en suma. “Deconstruir”, aquí, vuelve a mostrar esta escisión en el seno de la presencia y, al mismo tiempo, eso impide separar simplemente una “metafísica del sujeto” perimida, y otro pensar que estaría, de un solo golpe, en otra parte. Sin embargo, algo ha sucedido, hay una historia del pensamiento del sujeto, y de su deconstrucción. Aquello que Heidegger determina como “época” de la subjetividad, ¿ha tenido lugar, o bien “el sujeto” ha sido siempre tan solo efecto de superficie, una recaída que no podemos imputar a los pensadores? Pero si ese es el caso, ¿de qué habla Heidegger?

J. D.: –Enorme pregunta. No estoy seguro de poder abordarla de frente. En la medida en que yo pueda suscribir al discurso heideggeriano con respecto al sujeto, siempre me he sentido un poco incómodo por la delimitación heideggeriana de la época de la subjetividad. Sus preguntas sobre la insuficiencia ontológica de la posición cartesiana de la subjetividad me parecen sin dudas necesarias pero insuficientes, especialmente en aquello que liga la subjetividad a la representación, y la dupla sujeto-objeto a los presupuestos del principio de razón en su formulación leibniziana. He intentado explicarlo en otra parte. La forclusión de Spinoza me parece significativa. He allí un

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gran racionalismo que no se apoya sobre el principio de razón (en tanto que éste privilegia en Leibniz tanto la causa final como la representación). El sustancialismo racionalista de Spinoza critica radicalmente tanto el finalismo como la determinación representativa (cartesiana) de la idea; no es pues ésta una metafísica del cogito o de la subjetividad absoluta. El riesgo de tal forclusión es tanto más grave y significativo que el hecho de que la época de la subjetividad determinada por Heidegger sea también la de la racionalidad o del racionalismo tecno-científico de la metafísica moderna...

 

J.-L. N.: –Pero si la forclusión de Spinoza depende precisamente del hecho de que Spinoza se separe de lo que, por otra parte, domina: ¿no confirma ésta tal dominación?

J. D.: –No es sólo el caso de Spinoza el que aquí me importa. Heidegger definió una hegemonía moderna del sujeto de la representación y del principio de razón. Ahora bien, si su delimitación opera por forclusión injustificada, es la interpretación de la época la que se expone a devenir problemática. Todo deviene problemático en tal discurso.

Y añado otra consideración en este punto. Nosotros hablamos de la dehiscencia, de la dislocación intrínseca, de la différance, de la destinerrancia, etc. Algunos podrían decir: pero justamente, aquello que nosotros llamamos “sujeto” no es el origen absoluto, la voluntad pura, la identidad consigo misma o la presencia a sí de una conciencia, sino más bien esta no-coincidencia consigo mismo. He allí una réplica a la cual sería preciso que retomáramos. ¿Con qué derecho apelar a este sujeto? ¿Con qué derecho, inversamente, prohibirnos apelar a este “sujeto”? Pienso en aquellos que querrían reconstruir hoy en día un discurso sobre el sujeto que no fuera pre-deconstructivo, sobre un sujeto que no tuviera más la figura del dueño de sí mismo, de la adecuación a sí, centro y origen del mundo, etc., sino que definiera más bien al sujeto como la experiencia finita de la no-identidad consigo, de la interpelación inderivable en tanto ésta viene del otro, de la huella del otro, con las paradojas o las aporías del ser-ante-la-ley, etc. Volveremos, quizá, a encontrar este hilo más tarde. Por el momento, dado que hablamos de Heidegger, déjame añadir lo siguiente. Creo en la fuerza y en la necesidad (también, entonces, en una cierta irreversibilidad) del gesto por el cual Heidegger sustituye por un determinado concepto de Dasein un concepto de sujeto todavía demasiado marcado por los caracteres del ente vorhandene [a la mano], y por ende por una interpretación del tiempo, e insuficientemente interrogado en su estructura ontológica. Las consecuencias de tal desplazamiento son inmensas. Indudablemente, no las hemos aún medido del todo. No es cuestión de desplegarlas aquí improvisadamente, pero quisiera sólo señalar lo siguiente: el tiempo y el espacio de este desplazamiento abrirían un hiato, marcarían una apertura, fragilizarían o invocarían la fragilidad ontológica esencial de los fundamentos éticos, jurídicos, políticos de la democracia y de todos los discursos que podemos oponer al nacional-socialismo bajo todas sus formas (los “peores” o aquellos a los que Heidegger y otros han podido soñar con oponerse). Estos fundamentos eran y siguen siendo sellados por lo esencial en una filosofía del sujeto. Echemos un vistazo rápidamente a la pregunta, que podría ser también la tarea: ¿podemos tomar en cuenta la necesidad de la analítica existenciaria en aquello que ella hace vacilar del “sujeto” y orientarla hacia una ética, un derecho, una política (¿les serían convenientes aun estas palabras?), incluso hacia una “otra” democracia (¿sería

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esto aun una democracia?), en todo caso hacia otro tipo de responsabilidad que resguarde contra lo que llamé muy rápidamente lo “peor” hace un instante? No se espere de mí una respuesta de la dimensión de una fórmula. Creo que somos un determinado número quienes no trabajamos más que en esto, quienes no dejamos de trabajar por esto, que no puede tener lugar sino como un largo y lento trayecto. Esto no depende de un decreto especulativo, menos aun de una opinión. Quizá ni siquiera solamente de la discursividad filosófica. Es decir, sean cuales fueren la fuerza, la necesidad o la irreversibilidad del gesto heideggeriano, el punto de partida de la analítica existenciaria continúa siendo tributario de aquello mismo que pone en cuestión. Tributario de esto, que he aislado de una red de dificultades a las cuales la había asociado al comienzo de De l’esprit (sobre la pregunta por la pregunta, la técnica, la animalidad y la epocalidad), y que se relaciona más estrechamente con la axiomática del sujeto: el punto de partida elegido, el ente ejemplar para una “lectura” del sentido del ser, es el ente que nosotros somos, nosotros los seres interrogantes, nosotros quienes, en tanto que abiertos a la pregunta por el ser y por el ser del ente que nosotros somos, tenemos esta relación de presencia o de proximidad, esta relación a sí, en todo caso, que falta a todo aquello que no es Dasein. Aun si el Dasein no es el sujeto, el punto de partida (por lo demás asumido por Heidegger como ontológico-fenomenológico) continúa siendo análogo, en su “lógica”, a aquello que hereda y que comienza a deconstruir; esto no es un error, es indudablemente una fase indispensable, pero ahora...

 

J.-L. N.: –Quisiera hacerte reparar en lo siguiente: hace poco hiciste todo por apartar, por dispersar la idea de una problemática “clásica” del sujeto. Ahora apuntas a lo que, en Heidegger, continúa siendo tributario del pensamiento o de la posición clásica del sujeto. Esto me parece un poco contradictorio.

J. D.: –No he dicho “no hay problemática del sujeto”, sino: “ella no se deja reducir a la homogeneidad”. Esto no debe prohibir, al contrario, buscar definir –siempre que tengamos en cuenta las diferencias– ciertas analogías o recursos comunes. Por ejemplo, el punto de partida en una estructura de relación a sí como tal y de reapropiación me parece común tanto al idealismo trascendental, como al idealismo especulativo en tanto pensamiento de la subjetividad absoluta, como a la analítica existenciaria que propone la deconstrucción. Ser y Tiempo involucra, cuanto menos, las posibilidades más propias del Dasein en su Eigentlichkeit [propiedad], sea cual fuere la singularidad de esta “propiación” que no es, en efecto, una subjetivación. Además, el punto de partida de la analítica existenciaria en el Dasein no sólo privilegia la relación a sí, sino también el poder de preguntar. Ahora bien, yo he intentado mostrar (De l’esprit, p. 147, n. 1, sq, traducción castellana p. 151, n. 10) lo que esto supone y lo que puede pasarse por alto, en el mismo Heidegger, cuando tal privilegio de la pregunta se complica o se desplaza. En aras de la rapidez, yo diría que es en la relación al “sí” (oui) o a la Zusage presupuestas por toda pregunta, que habría que buscar una nueva determinación (post-deconstructiva) de la responsabilidad del “sujeto”. Pero aun me parece que sería preferible, una vez abierto tal camino, olvidar un poco la palabra. No tanto olvidarla, es inolvidable, sino más bien ordenarla, sujetarla a las leyes de un contexto que ella ya no

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domine desde el centro. Dicho de otro modo, no decirla más sino más bien escribirla, escribir “sobre” ella, como sobre el “subjectil” por ejemplo.[iii]

Insistiendo sobre el como tal, señalo de lejos el inevitable retorno de una distinción dogmática entre la relación a sí humana –es decir, de un ente capaz de conciencia, de lenguaje, de una relación a la muerte como tal, etc.– y una relación a sí no-humana, incapaz del como tal fenomenológico –y es aun la pregunta del animal que retorna.[iv]

Jamás la distinción entre el animal (que no tiene o no es un Dasein) y el hombre ha sido tan radical y tan rigurosa, en la tradición filosófica occidental, como lo es en Heidegger. El animal no será jamás ni sujeto ni Dasein. Tampoco tiene inconsciente (Freud) ni relación con el otro como otro, más cuando no hay un rostro animal (Lévinas). Es a partir del Dasein que Heidegger determina la humanidad del hombre.

¿Por qué yo raramente he hablado de “sujeto” o de “subjetividad”, sino solamente, aquí o allí, de “efecto de subjetividad”? Porque el discurso sobre el sujeto, allí mismo donde reconoce la diferencia, la inadecuación, la dehiscencia en la auto-afección, etc., continúa ligando la subjetividad al hombre. Incluso si reconoce que el “animal” es capaz de auto-afección (etc.), ese discurso no le concede evidentemente la subjetividad —y este concepto queda entonces marcado por todas las presuposiciones que acabo de recordar. Va en ello también, de seguro, la responsabilidad, la libertad, la verdad, la ética y el derecho.

La “lógica” de la huella o de la différance determina la reapropiación como una ex—apropiación. La re-apropiación produce necesariamente lo contrario de aquello que aparentemente pretende. La ex-apropiación no es lo propio del hombre. Se puede reconocer en ella las figuras diferenciales en cuanto hay relación a sí en esta forma más “elemental” (pero no hay nada “elemental” por esta misma razón).

 

J.-L. N.: —Desde el momento en que no quieres limitar una eventual “subjetividad” al hombre, ¿por qué limitarla al animal?

J. D.: —No debemos excluir nada. He dicho “animal” por comodidad y por servirme de un índice tan clásico como dogmático. La diferencia entre el “animal” y el “vegetal” continúa siendo también problemática. Bien entendida, la relación a sí en la ex-apropiación es radicalmente diferente (y es porque se trata de un pensamiento de la différance, no de la oposición) según se trate de aquello que llamamos lo “no-viviente”, el “vegetal”, el “animal”, el “hombre” o “Dios”. La pregunta retorna siempre a la diferencia entre lo viviente y lo no-viviente. He intentado señalar la dificultad que ella presenta tanto en Hegel y Husserl como en Freud o Heidegger...

 

J.-L. N.: —Por mi parte, al trabajar sobre la libertad, fui llevado a preguntarme si la repartición heideggeriana entre Dasein, por un lado, y Vor- o Zu- handensein [ser ante los ojos y ser a la mano, respectivamente] del otro lado, no

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reconstituye, para el todo de los entes, una especie de distinción sujeto-objeto.

J. D.: —Las categorías de Vorhandenheit [ser ante los ojos] y de Zuhandenheit [ser a la mano] están también destinadas a evitar aquellas de objeto (correlato del sujeto) y de instrumento. El Dasein es desde el principio yecto. Lo que volvería a enlazar la analítica del Dasein a la herencia del sujeto, sería tal vez más la determinación del Dasein como Geworfenheit, su ser-yecto originario: no la de un sujeto que llegaría a ser yecto, sino más bien la de un ser-yecto más originario que la subjetividad y, por consiguiente, también que la objetividad. Pasividad más originaria que la pasividad tradicional y que la Gegenstand (Gegenwurf, la vieja palabra alemana para objeto conserva esta referencia a la yección sin estabilizarla aun en la estancia [stance] de un stehen. Me permito reenviar aquí a lo que digo de la desistencia del sujeto según Philippe Lacoue-Labarthe, en Psyché...). Trato de pensar esta experiencia de la yección/del ser yecto del subjectil [subjectile] fuera de los protocolos heideggerianos de los cuales recién hablé, y en el enlace a otro pensamiento de la destinación, del azar y de la destinerrancia (cf. Por ejemplo, “Mes chances”, en Confrontation n° 19; allí he establecido una relación forcluida entre Heidegger y un pensar de tipo democrático).

 

J.-L. N.: —¿Qué deviene el quién de la pregunta en este ser-yecto?

J. D.: —Desde el “nacimiento”, sin dudas antes que él, el ser-yecto se reapropia, o más bien se ex-apropia en las formas que no son aún las del sujeto o del proyecto. La pregunta “¿quién?” deviene entonces “¿quién (es) yecto?” ¿”Quién” deviene “quién” desde la destinerrancia del ser-yecto? Que siempre se trate de la huella, pero también de la iterabilidad (cf. Limited Inc...), significa que esta ex-apropiación no puede ser estabilizada absolutamente en la forma del sujeto. Esto supone la presencia, es decir, la sustancia [substance], la estasis [stase], la estancia [stance]. No poder estabilizarse absolutamente, esto significaría poder solamente estabilizarse: estabilización relativa de aquello que permanece inestable, o más bien no-estable. La ex-apropiación no se cierra más, no se totaliza jamás. No sería necesario tomar estas figuras como metáforas (la metaforicidad supone la ex-apropiación) ni determinarlas conforme a la oposición gramatical activo/pasivo. Entre el yecto y la caída (Verfallen) hay también un lugar de pasaje posible. Porque la Geworfenheit, sin ser puesta en cuestión, se deja al margen después en el pensamiento de Heidegger, es esto lo que es necesario continuar interrogando. Y la ex-apropiación no es un límite, si bajo esa palabra se entiende una clausura o una negatividad. Ella supone la irreductibilidad de la relación con el otro. El otro resiste a toda subjetivación, como así también a la interiorización-idealización de aquello que llamamos el trabajo del duelo. Lo no-subjetivable en la experiencia del duelo, eso es lo que intenté describir en Glas o en Memorias (para Paul de Man). Hay en esto que tú describes como una experiencia de la libertad, en tu último libro, [v] una apertura que resiste también a la subjetivación, es decir, al concepto moderno de la libertad como libertad subjetiva. Pienso que deberíamos retornar allí.

 

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J.-L. N.: —En esto que tú llamas ex-apropiación, en tanto que ésta no se cierra y aunque no se cierra (es decir, en y a pesar de la “pasividad”), ¿no hay también necesariamente algo del orden de la singularidad? En todo caso, es algo del orden de lo singular a lo que he apuntado con la pregunta ¿quién?

J. D.: —Bajo el título de Jemeinigkeit [ser-en-cada-caso-mío], más allá o más acá del “yo” subjetivo o de la persona, existe para Heidegger una singularidad, una irremplazabilidad, lo no-sustituible en la estructura del Dasein. Singularidad o soledad irreductible en el Mitsein [ser-con] (condición también del Mitsein), pero ésta no es la del individuo. Éste último concepto corre todavía el riesgo de estar señalando tanto hacia el ego como hacia una indivisibilidad orgánica o atómica. El Da [ahí] del Dasein [Ser-ahí] se singulariza sin ser reductible a ninguna de las categorías de la subjetividad humana (yo, ser razonable, conciencia, persona), precisamente porque ellas lo presuponen.

 

J.-L. N.: —Tú sales al encuentro de la pregunta “¿quién viene después del sujeto?” devuelta bajo la forma “¿quién viene antes del sujeto?”

J. D.: —Si, pero “antes” no tiene ya un sentido cronológico, lógico, ni siquiera ontológico-trascendental si se tiene en cuenta, como he intentado hacer, aquello que aquí resiste a los esquemas tradicionales de las preguntas ontológico-trascendentales.

 

J.-L. N.: —Pero no entiendo todavía si dejas o no un lugar a la pregunta ¿quién? Si reconoces en esto alguna pertinencia, o si por el contrario no quieres plantearlo, si quieres pasar al lado de toda pregunta.

J. D.: —Aquello por lo cual me encuentro no instalado, sino inquieto, obligado también, es por la necesidad de localizar, en todo lugar en que respondemos a la pregunta “¿quién?” —no solamente en términos de sujeto sino también de Dasein—aquellas oposiciones conceptuales que no han sido aun suficientemente interrogadas, incluso por Heidegger. Hacía alusión a eso hace poco, y es lo que he intentado con todas mis referencias a Heidegger. No se podrá refundir [“refundir” tiene aquí el sentido de “volver a deshacer”. N. de las T.] sino refundar de manera rigurosa un discurso sobre el “sujeto”, sobre lo que tendrá el lugar (o reemplazará el lugar) del sujeto (del derecho, de la moral, de la política, otras tantas categorías sometidas a la misma turbulencia) si no es a través de la experiencia de una deconstrucción —de la cual es preciso recordar una vez más a aquellos que no desean leer que no es negativa, ni nihilista, ni siquiera de un nihilismo piadoso, como he oído decir. Un concepto (es decir, también una experiencia) de la responsabilidad tiene este precio. No hemos terminado de pagarlo. Hablo de una responsabilidad que no sea sorda a las inyunciones [injonctions]c del pensamiento. Como tú has dicho un día, hay un deber en la deconstrucción. Así debe ser, si es que hay, si debe haber, un deber en ella. El sujeto, si debe haberlo, viene después.

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Después: ¡no es que sea necesario esperar el fin tan improbable de una deconstrucción para tomar responsabilidades! Pero para describir el origen, el sentido o el status de esas responsabilidades, el concepto de sujeto permanece todavía problemático. Lo que me molesta no es que él sea inadecuado: sin duda no puede o no debe haber ningún concepto adecuado para eso que llamamos la responsabilidad. Esta lleva en sí, y debe hacerlo, una desmesura esencial. Ella no se regula ni por el principio de razón ni por una compatibilidad cualquiera. Yo diría de manera un poco abrupta que el sujeto es también un principio de calculabilidad –en la política (y hasta en el concepto actual de la democracia que es menos claro, homogéneo y dado de lo que se cree, o se aparenta creer, que demanda sin duda ser repensado, radicalizado, como una cosa del futuro), en el derecho (y yo diría de los derechos del hombre lo que acabo de decir de la democracia) y en la moral. Es necesario el cálculo y yo no he tenido nunca contra el cálculo, tú lo sabes, la reticencia condescendiente, la altura “heideggeriana”. Pero el cálculo es el cálculo. Y si yo hablo frecuentemente de lo incalculable o lo indecidible, no es por simple gusto del juego o para neutralizar la decisión, al contrario: yo creo que no hay ni responsabilidad ni decisión ético-política que no deba atravesar la prueba de lo incalculable o de lo indecidible. No habría, de lo contrario, más que cálculo, programa, causalidad, o mejor, “imperativo hipotético”.

Es entonces más bien una cierta clausura –saturada o suturada– de la identidad a sí, una estructura todavía demasiado estrecha de la identificación a sí que confiere hoy al concepto de sujeto su efecto dogmático. Guardando una distancia que no hay que ignorar jamás, algo análogo se produce tal vez, me parece, para el concepto de Dasein. A pesar de todo lo que abre y da para pensar, cuestionar, redistribuir, ese concepto ocupa todavía un lugar análogo al del sujeto trascendental. Y él se determina, en Sein und Zeit, a partir de oposiciones todavía insuficientemente interrogadas, me parece. Se restablece aquí la cuestión del hombre. Sólo en el hombre –y esa es en suma su definición para Heidegger– es reconocida la posibilidad para el “quien” indeterminado de devenir-sujeto o, más originariamente, de devenir Dasein y Dasein yecto (geworfene) en el mundo. Esto, por oposición a toda otra forma de relación a sí, por ejemplo lo que se llama el viviente en general, noción todavía muy oscura, por las razones mismas de las cuales hablamos. En tanto que no hemos deconstruido esas oposiciones –y ellas son fuertes, sutiles, a veces muy implícitas– se reconstituye bajo el nombre de sujeto, incluso bajo el nombre de Dasein, una identidad ilegítimamente delimitada. ¡Ilegítimamente, pero frecuentemente en nombre del derecho, justamente! De un cierto derecho, porque es para fijar un cierto derecho, un cierto cálculo jurídico-político que se interrumpe así el cuestionamiento. La deconstrucción llama entonces a otro derecho, o más bien se deja llamar por él, un derecho más exigente todavía, que prescribe, de otro modo, más responsabilidad.

No se trata entonces de oponer a esta enorme multiplicidad de discursos tradicionales sobre el hombre, el animal, la planta o la piedra, otro discurso sobre las mismas “cosas”, sino de analizar sin fin y en sus intereses toda la maquinaria conceptual que ha permitido hablar de “sujeto” hasta aquí. Y el análisis es siempre más y otra cosa que un análisis. Transforma –o traduce una transformación en curso. La traducción es transformadora. Eso explica el nerviosismo o la crispación de aquellos que desean mantener todos esos temas, todas esas “palabras” (el “hombre”, el “sujeto”, etc.) al abrigo de toda pregunta y manipulan la sospecha ético-política con respecto a la deconstrucción.

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Si quisiéramos todavía hablar del sujeto jurídico, político, psicológico, etc.– y de aquello que hace comunicar su semántica con la del sujeto de la proposición (distinguido de las cualidades, de los atributos o aún, como la sustancia, los fenómenos, etc.) o con el tema o la tesis (el sujeto de un discurso o de un libro), en primer lugar hay que someter al examen de las preguntas a los predicados esenciales donde todos estos sujetos son el sujeto. Ellos son numerosos y diversos según el tipo o el orden de los sujetos, pero todos ordenados alrededor del ente presente: presencia a sí –lo que implica por tanto una cierta interpretación de la temporalidad–, identidad a sí, posicionalidad, propiedad, personalidad, ego, conciencia, voluntad, intencionalidad, libertad, humanidad, etc. Hay que interrogar esta autoridad del ente presente, pero la pregunta misma no es ni la primera ni la última palabra, he intentado mostrarlo en De l’esprit, por ejemplo, pero también en cualquier lugar donde he hablado del “sí, sí”, del “Ven” o de la afirmación que no se dirige en primer lugar al sujeto. Este más allá o esta víspera de la pregunta es todo excepto pre-crítica. Más allá de la crítica misma, ella sitúa una responsabilidad tan irreductible como rebelde a la categoría tradicional de “sujeto”. Es esto lo que conduce a reconocer los procesos de la différance, de la huella, de la iterabilidad, de la ex-apropiación, etc. Ellos operan en todas partes, es decir, mucho más allá de la humanidad. Un discurso así reestructurado puede intentar situar de otro modo la cuestión de lo que es, tal vez, de lo que debe ser un sujeto humano, una moral, un derecho, una política del sujeto humano. Esta tarea queda por venir, muy lejos delante de nosotros. Ella pasa –particularmente– por la gran pregunta fenómeno-ontológica del como tal, del aparecer como tal del que se piensa que en último análisis distingue el así llamado sujeto humano o el Dasein de toda otra forma de relación a sí o al otro como tal.

La experiencia o la apertura del como tal onto-fenomenológico no es tal vez solamente eso de lo que estarían privados la piedra o el animal, es también aquello a lo cual no podemos ni debemos someter al otro en general, el “quien” del otro que no podría jamás aparecer absolutamente como tal sino desapareciendo como otro. Las grandes preguntas del sujeto, como preguntas del derecho, de la ética y de la política, reenvían siempre a este lugar.

Si se vuelven a tratar en esta semántica del yectar o del “subjectil” que instituye el concepto de sujeto, se debe remarcar que la Geworfenheit (el ser-yecto) del Dasein, antes mismo de ser subjetivado, no caracteriza simplemente un estado, un hecho, el ser-yecto en el mundo al momento del nacimiento. Ella puede también describir una manera de ser yectado, entregado, expuesto a la llamada (Ruf). Recuerda el análisis del Gewissen y del Schuldigsein originario. Heidegger demuestra en particular lo que tiene de insuficiente, desde el punto de vista antropológico-ontológico, tanto la imagen (Bild) del tribunal kantiano como el recurso a las facultades psíquicas o a los actos personales (p. 271) para describir la llamada y la “conciencia moral”. Pero la traducción permanece equívoca. Gewissen no es todavía la “conciencia moral” que ella hace posible, como así tampoco la Schuldigsein es una culpabilidad: más bien, la posibilidad de ser culpable, la pasibilidad o la imputabilidad. Yo estaría tentado de poner en relación esta llamada con lo que Heidegger dice de modo enigmático y elíptico de la “voz del amigo”, de la “comprensión” de esta voz que todo Dasein “lleva en él” (p. 163). Yo lo retomo en otra parte, en un texto que está por aparecer. Pero remarco ya esto: el “quien” de la amistad, la voz del amigo así descripta pertenece entonces a la estructura existenciaria del Dasein. No es una pasión o un afecto entre otros. El “quien” de la amistad precede toda determinación subjectal, como la llamada (Ruf) que provoca o convoca la “conciencia”

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y abre entonces la responsabilidad. Es en la apertura indefinida de esta cuestión que yo estaría tentado de leer tu libro La communauté désœuvrée [trad. cast. La comunidad inoperante, Jean-Luc Nancy], o de leer La communauté inavouable [trad. cast. La comunidad inconfesable, Maurice Blanchot] o aún algunas líneas de L’amitié [trad. cast. en La risa de los dioses] de Blanchot: “Y cuando formulamos la pregunta: `¿Quién fue el sujeto de esta experiencia?’, el hacer esta pregunta puede ser ya respuesta, si, a aquello mismo que la ha conducido, es bajo esta forma interrogativa que ella se ha afirmado en él, sustituyendo el ‘Yo’ cerrado y único por la apertura de un ‘¿Quién?’ sin respuesta; no es que eso no signifique que él no haya necesitado preguntarse: ‘¿cuál es este mí que yo soy?’, sino antes bien, más radicalmente rehacerse sin descanso, no más como ‘Yo’ sino como un ‘¿Quién?’, el ser desconocido y resbaladizo de un ‘¿Quién?’ indefinido” (p. 328). [Traducimos directamente de la cita de Derrida, la cual no está revisada. N. de las T.]

El origen de la llamada que no viene de ninguna parte, cuyo origen en todo caso no es todavía un “sujeto” divino o humano, instituye una responsabilidad que se encuentra en la raíz de todas las responsabilidades ulteriores (moral, jurídica, política), de todo imperativo categórico. Decir de esta responsabilidad, y aún de esta amistad, que ella no es ni “humana” ni “divina”, no es denominarla simplemente inhumana. Es decir, tal vez es más “digno” de la humanidad mantener una cierta inhumanidad, el rigor de una cierta inhumanidad. De todas maneras, la elección no nos es dejada ahí por esta ley. Algo de esta llamada del otro debe permanecer no reapropiable, no subjetivable, de una cierta manera no-identificable, suposición [supposition] sin agente [suppôt], para ser todavía del otro, llamada singular a la respuesta o a la responsabilidad. Es por esto que la determinación del “Quien” singular, en todo caso su determinación como sujeto, permanece siempre problemática. Y debe permanecer [así]. Este deber no es solamente un imperativo teórico.

 

J.-L. N.: –En este sentido, en efecto, la determinación del “quien” es problemática. Pero en otro sentido, el “¿quién?” interrogativo –este que yo he empleado para formular mi pregunta– ¿no es determinante? Quiero decir que él predetermina –como toda pregunta predetermina el régimen de su respuesta– la respuesta de alguno [quelqu’un], de alguien uno [quelque un]. Es quien responde quien está predeterminado, es decir también, llamado. Yo restablecería así, me parece, algo del hilo conductor de tu respuesta. Pero constato, entonces, que en un mismo gesto, o en todo caso en esta misma conversación, tú mantienes a distancia, bajo desconfianza, la pregunta “¿quién?”, y validas cada vez más el “¿quién?”. Lo validas suprimiendo aquello que, a priori, restringiría la pregunta a la humanidad.

J. D.: –Si, eso que la restringiría a una gramática reglada no solamente por un lenguaje llamado occidental sino también por aquello que se cree es la humanidad misma del lenguaje.

 

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J.-L. N.: –Hago una observación secundaria.

En el curso de Heidegger al cual tú te refieres a propósito del animal, hay sin embargo algo extraño, si mi recuerdo es exacto: sobre el final del análisis del animal, Heidegger atribuye a éste una tristeza, una tristeza ligada a su “carencia de mundo”. Por esta sola indicación, ¿Heidegger no contradice una parte de lo que él ha dicho antes? ¿Cómo podría ser la tristeza simplemente no-humana? O bien, ¿cómo tal tristeza no testimoniaría ella, a pesar de todo, una relación a un mundo?

J. D.: –El discurso heideggeriano sobre el animal es violento y embarazoso, a veces contradictorio. Heidegger no dice simplemente “el animal es pobre en mundo (weltarm)”, porque a diferencia de la piedra, él tiene un mundo. Él dice: el animal tiene un mundo en el modo del no-tener. Pero ese no-tener no es tampoco a sus ojos una indigencia, la carencia de un mundo que sería humano. Entonces, ¿por qué esta determinación negativa? ¿De dónde viene ella? No hay categoría de existencia original para el animal: él no es evidentemente Dasein (el ser no puede aparecer, ser ni ser interrogado como tal (als) por el animal) ni vorhandene ni zuhandene. Su simple existencia introduce un principio de desorden o de limitación en la conceptualidad de Sein und Zeit. Para volver a tu observación, tal vez el animal es triste, tal vez parece triste porque él tiene un mundo, desde luego, en el sentido en que Heidegger habla de un mundo como mundo del espíritu, y porque hay una apertura de ese mundo para él, pero una apertura sin apertura, un tener (el mundo) sin el tener. De allí la impresión de tristeza –para el hombre o en relación al hombre, en la sociedad del hombre. De una tristeza determinada en su fenomenología, como si el animal permaneciera como un hombre oculto, sufriente, privado de no tener acceso al mundo del hombre que él sin embargo acosa, ni a la verdad, a la palabra, a la muerte, al ser del ente como tal. Heidegger se esfuerza en vano por defenderse de esta interpretación antropo-teleológica, ella me parece reclamada por lo que hay de más agudo en su descripción del tener-en-el-modo-del-no-tener-un-mundo. Pongamos a prueba, en esta lógica, algunas preguntas. Por ejemplo, ¿el animal entiende esta llamada de la que nosotros hablamos más arriba, en el origen de la responsabilidad? ¿El animal responde? ¿Él pregunta? Y sobre todo, ¿la llamada que el Dasein entiende puede, en su origen, venir al animal o venir del animal? ¿Hay una venida del animal? ¿Puede la voz del amigo ser la de un animal? ¿Hay amistad posible para el animal, entre animales? Como Aristóteles, Heidegger diría: no. ¿Existe una responsabilidad con respecto al viviente en general? La respuesta es siempre no, y la pregunta es concebida, formulada de tal manera que la respuesta sea necesariamente “no” en todo el discurso canonizado o hegemónico de las metafísicas o de las religiones occidentales, incluidas las formas más originales que él puede tomar hoy, por ejemplo, en Heidegger o Lévinas.

Yo no evoco esto para ir en auxilio de un vegetarianismo, del ecologismo o de las sociedades protectoras de animales –lo que yo podría también desear hacer, y accederíamos así al centro del sujeto. Yo desearía sobre todo, y enseguida, poner a la luz esta necesidad, la estructura sacrificial de los discursos a los cuales me estoy refiriendo. No sé si “estructura sacrificial” es la expresión más justa. Se trata en todo caso de reconocer un lugar dejado libre en la estructura misma de esos discursos, que son también de las “culturas”, para un matar [mise a mort] no-criminal: con ingestión,

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incorporación o introyección del cadáver. Operación real, pero también simbólica cuando el cadáver es “animal” (y ¿a quién haremos creer que nuestras culturas son carnívoras porque las proteínas animales serían irremplazables?), operación simbólica cuando el cadáver es “humano”. Pero lo “simbólico” es muy difícil, en verdad imposible de delimitar en este caso, de donde la enormidad de la tarea, su desmesura esencial, una cierta anomia o monstruosidad de eso de lo que hay aquí que responder, o ante lo que (¿quién?, ¿qué?) hay que responder.

Ateniéndonos a las posibilidades típicas originales, tomamos las cosas desde otro costado: no más el de Heidegger, sino el de Lévinas, para quien la subjetividad, de la cual habla de una manera bastante insólita, nueva y fuerte, se constituye primero como la del rehén. Así repensado, este será entregado al otro en la apertura santa de la ética, en el origen de la santidad misma. El sujeto es responsable del otro antes de serlo de él mismo como “yo”. Esta responsabilidad del otro, por el otro, le adviene por ejemplo (pero éste no es un ejemplo más entre otros) en el “No matarás en absoluto”. No matarás en absoluto a tu prójimo. [Tanto Lévinas como Derrida juegan con los múltiples sentidos de “prochain”: prójimo, próximo, cercano. Traducimos por la versión castellana más adecuada al contexto. N. de las T.] Todas las consecuencias se encadenan, y deben hacerlo de manera continua: tú no lo harás sufrir, esto que a veces es peor que la muerte, no le harás mal, no lo comerás, ni siquiera un poquito, etc. El otro, el prójimo, el amigo (Nietzsche prueba disociar estos dos valores en Zaratustra, pero dejemos esto, intentaré volver en otra parte), es sin duda en el alejamiento infinito de la trascendencia. Pero el “No matarás en absoluto” se dirige a él y lo supone. Él se destina a aquello mismo que él instituye, el otro como hombre. Es de él que el sujeto es en primer lugar rehén. El “No matarás en absoluto” –con toda su consecuencia, que es sin límite– no ha sido nunca entendido en la tradición judeocristiana, ni aparentemente por Lévinas, como un “no expondrás a la muerte al viviente en general”. Él ha tomado sentido en las culturas religiosas para las cuales el sacrificio carnívoro es esencial, como el ser-carne. El otro, tal como se deja pensar conforme al imperativo de la trascendencia ética, es ya el otro hombre: el hombre como el otro, el otro como hombre. Humanismo del otro hombre es un título en el que Lévinas suspende justamente la jerarquía del atributo y del sujeto. Pero el otro hombre es el sujeto.

Discursos tan originales como los de Heidegger y de Lévinas trastornan, sin duda alguna, un cierto humanismo tradicional. Estos son, no obstante, humanismos profundos, y ambos lo son a pesar de las diferencias que los separan, en la medida en que ellos no sacrifican el sacrificio. El sujeto (en el sentido de Lévinas) y el Dasein son “hombres” en un mundo donde el sacrificio es posible y donde no está prohibido atentar contra la vida en general, solamente está prohibido atentar contra la vida del hombre, del otro próximo [prochain], del otro como Dasein. Heidegger no lo dice así. Pero eso que él coloca en el origen de la conciencia moral (o más bien del Gewissen) es evidentemente negado al animal. Más allá del Dasein, el Mitsein no le es concedido, si se puede decir, al viviente en general. Solamente pues a este ser-para-la-muerte que hace también del Dasein otra cosa, más y mejor que un viviente. Por más justificada que sea, desde un cierto punto de vista, la crítica obstinada del vitalismo o de las filosofías de la vida por parte de Heidegger, pero también de toda consideración de la vida en la estructura del Dasein, no carece, sin embargo, de relación con lo que llamo aquí la “estructura sacrificial”. Esta me parece (es, en todo caso y por el momento, una hipótesis que intento articular con eso que he llamado en otra parte la estructura “falogocéntrica”) definir el contorno invisible de todos esos pensamientos, sea cual

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fuere la diferencia marcada por Lévinas respecto de la ontología (en nombre de lo que él llama metafísica) o por Heidegger respecto de la metafísica onto-teológica. Para ir acá bastante rápido, intentaré unir la cuestión del “quien” y la cuestión del “sacrificio”.

[No se trataría solamente de evocar la estructura falogocéntrica del concepto de sujeto, por lo menos su esquema dominante. Yo querría un día demostrar que este esquema implica la virilidad carnívora. Yo hablaría de un carno-falogocentrismo si esto no fuera ya una suerte de tautología o más bien de hetero-tautología como síntesis a priori, tú podrías traducirla por “idealismo especulativo”, “devenir sujeto de la sustancia”, “saber absoluto” pasando por el “viernes santo especulativo”: basta con tomar en serio la interiorización idealizante del phallus y la necesidad de su pasaje por la boca, ya sea que se trate de las palabras o de las cosas, de las frases, del pan o del vino cotidiano, de la lengua, de los labios o del seno del otro. Se protestará: ¡hay (reconocido hace poco, tú lo sabes bien) sujetos éticos, jurídicos, políticos, ciudadanos en parte (casi) enteros que son también mujeres y/o vegetarianos! Pero esto no es admitido en el concepto, y en el derecho, sino hace poco y justamente en el momento en que el concepto de sujeto entra en deconstrucción. ¿Es esto fortuito? Y lo que yo llamo aquí esquema o imagen, esto que liga el concepto a la intuición, instala la figura viril en el centro determinante del sujeto. La autoridad y la autonomía (porque aún si ésta se somete a la ley, esta sujeción es libertad) son, por este esquema, más bien concedidas al hombre (homo y vir) que a la mujer, y más bien a la mujer que al animal. Y, bien entendido, más bien al adulto que al niño. La fuerza viril del varón adulto, padre, marido o hermano (el canon de la amistad, lo mostraré en otra parte, privilegia el esquema fraternal) corresponde al esquema que domina el concepto de sujeto. Éste no se desea solamente señor y poseedor activo de la naturaleza. En nuestras culturas, él acepta el sacrificio y come de la carne. Como nosotros no tenemos ni mucho tiempo ni mucho espacio, y a riesgo de hacer aullar (ahí se sabe más o menos a quién), te pregunto: en nuestras regiones, ¿quién tendría alguna posibilidad de llegar a jefe de Estado, y de acceder así “a la cabeza”, declarándose públicamente, y entonces ejemplarmente, vegetariano?[vi] El jefe debe ser devorador de carne (en vistas a ser, por otra parte, él mismo “simbólicamente” —ver más arriba— devorado). Por no decir nada del celibato, de la homosexualidad, e incluso de la feminidad (que solamente es admitida por el momento, y lo es raramente, al frente de lo que sea, y sobre todo del Estado, si ella se deja traducir en un esquema viril y heroico. Contrariamente a lo que se cree a menudo, la “condición femenina”, particularmente desde el punto de vista del derecho, se ha deteriorado en Europa desde el siglo XIV hasta el XIX, alcanzando el peor momento cuando el código napoleónico inscribió en el derecho positivo el concepto de sujeto del cual nosotros hablamos).

Respondiendo a estas preguntas, no tendrás solamente un esquema del dominante, del denominador común del dominante, todavía hoy, en el orden político o del Estado, del derecho o de la moral, tendrás el esquema dominante de la subjetividad misma. Es lo mismo. Si ahora el límite entre el viviente y el no-viviente parece tan poco seguro, al menos como límite oposicional, como aquel del “hombre” y del “animal,” y si en la experiencia (simbólica o real) del “comer-hablar-interiorizar”, la frontera ética no pasa ya rigurosamente entre el “no matarás en absoluto” (al hombre, tu prójimo) y el “no expondrás a la muerte al viviente en general”, sino entre varios modos, infinitamente diferentes, de la concepción-apropiación-asimilación del otro, entonces, en cuanto al “Bien” de todas las morales, la cuestión consistirá en determinar la mejor manera, la más respetuosa y la más reconocedora, la más donante también de relacionarse con el

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otro y de relacionar al otro consigo. Para todo esto que sucede al borde de los orificios (de la oralidad, pero también de la oreja, del ojo –y de todos los “sentidos” en general) la metonimia del “bien comer” será siempre la regla. La cuestión no es tanto saber si es “bueno” o está “bien” “comer” al otro, y a cuál otro. Lo comemos de todas maneras y nos dejamos comer por él. Las culturas llamadas no antropófagas practican la antropofagia simbólica y lo mismo construyen lo más elevado de su socius, incluso la sublimidad de su moral, de su política y de su derecho, sobre esta antropofagia. Los vegetarianos también comen al animal y aún al hombre. Ellos practican otro modo de denegación. La cuestión moral no es entonces, ni lo ha sido jamás: hay que comer o no hay que comer, comer esto y no aquello, al viviente o al no viviente, al hombre o al animal, sino más bien: ya que es bien necesario comer de todas maneras y que eso está bien, y que es bueno, y que no hay otra definición del bien, ¿cómo hay que comer bien? Y ¿qué implica esto? ¿Qué hay que comer?, ¿cómo regular esta metonimia de la introyección? Y ¿en qué la formulación misma de estas preguntas en el lenguaje da todavía de comer? ¿En qué la pregunta, si quieres, es todavía carnívora? La cuestión infinitamente metonímica del sujeto del “Hay que comer bien” no debe ser alimentada solamente por mí, por un yo, que entonces comería mal, ella debe ser compartida, como tú tal vez lo dirás, y no solamente en la lengua. “Hay que comer bien” no quiere decir en primer lugar tomar y comprender en si, sino aprender y dar de comer, aprender-a-dar-de-comer-al-otro. No comemos nunca del todo solos, he aquí la regla del “hay que comer bien”. Esta es una ley de la hospitalidad infinita. Y todas las diferencias, las rupturas, las guerras (podemos decir incluso las guerras de religión) tienen este “comer bien” por apuesta. Hoy más que nunca. Hay que comer bien, he aquí una máxima a la cual bastaría con hacer variar las modalidades y los contenidos. Al infinito. Ella dice la ley, la necesidad o el deseo (yo nunca he creído en la radicalidad de esta distinción a veces útil), la orexis, el hambre y la sed (“es necesario”/”es bien necesario”), el respeto por el otro en el mismo momento en que, mientras hacemos la experiencia (hablo acá del “comer” metonímico como del concepto mismo de experiencia), debemos comenzar a identificarnos con él, a asimilarlo, interiorizarlo, comprenderlo idealmente (lo que no se puede hacer nunca absolutamente sin dirigirse al otro y sin limitar absolutamente la comprensión misma, la apropiación identificante), hablarle con palabras que pasan también por la boca, la oreja y la vista, respetar la ley que es a la vez una voz y un tribunal (ella se oye, está en nosotros, que estamos delante de ella). El refinamiento sublime en el respeto por el otro es también una manera de “Comer bien” o del “Bien comer”. El Bien también se come. Hay que comerlo bien.] Yo no sé, en este punto, quién es “quien” ni tampoco lo que quiere decir “sacrificio”; para determinar esta última palabra, retengo solamente este indicio: la necesidad, el deseo, la autorización, la justificación de la puesta en muerte, la puesta en muerte como denegación del asesinato. La puesta en muerte del animal, dice esta denegación, no será un asesinato. Y yo enlazaría esta “denegación” a la institución violenta del “quien” como sujeto. Inútil subrayarlo, esta cuestión del sujeto y del “quien” viviente está en el centro de las inquietudes más insistentes de las sociedades modernas, se trata del nacimiento o de la muerte, de la axiomática a la obra en el tratamiento del esperma o del óvulo, de las madres portadoras, del genio genético, de la llamada bioética o biopolítica (¿cuál debe ser el rol del Estado en la determinación o la protección de un sujeto viviente?), en la criteriología acreditada por la determinación, incluso la provocación “eutanásica” de la muerte (¿cómo justificar la referencia dominante a la conciencia, al desear, al córtex?), en la extracción y el trasplante de órganos, etc. (recuerdo al pasar que la cuestión del trasplante en general ha sido siempre —y temáticamente desde el comienzo— esencial a la deconstrucción del falogocentrismo).

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Volvamos un poco atrás: ¿en relación a quién, a cuál otro, es el sujeto en primer lugar yectado (geworfen) o expuesto como rehén? ¿Quién es el “prójimo” [prochain] en la proximidad misma de la trascendencia, la de Heidegger o la de Lévinas? Estos dos pensamientos de la trascendencia son tan diferentes como se quiera, tan diferentes o semejantes como el ser y el otro [l’être et l’autre], pero ellos me parecen fieles a un mismo esquema. Eso que queda por venir o que queda enterrado en una memoria casi inaccesible, es el pensamiento de una responsabilidad que no se detenga todavía en esta determinación del prójimo, en el esquema dominante de esta determinación. Se podría, si quisiéramos, mostrar que las inquietudes o las preguntas que formulo acá no conciernen solamente a las metafísicas, a las onto-teologías y a ciertos pensamientos que pretenden excederlos, sino a la etnología de los espacios religiosos en los cuales estos pensamientos han sido “presentados”. Yo había intentado sugerir, particularmente en De l’esprit, que, a pesar de tantas denegaciones, Heidegger fue un pensador judeocristiano. (Sin embargo, una “etnología” o una sociología de las religiones no estaría a la medida de estos problemas si no hubiera estado ella misma dominada, como ciencia regional, por la conceptualidad heredada de esas metafísicas u onto-teologías. Una tal etnología tendría en particular que residir cerca de la compleja historia de la cultura hinduista que representa tal vez la confirmación más sutil y decisiva de este esquema. ¿Es que ella no opone justamente, la jerarquía política —o el ejercicio del poder— a la jerarquía religiosa, prohibiendo, concediendo e incluso imponiendo la alimentación con carne? Para ser todavía más breves, podemos pensar en la jerarquía de los varna, sino de las castas, y en la distinción entre los padres brahmanes, que han devenido vegetarianos y los guerreros kshatriyas que no lo han hecho)...

 

J.-L. N.: —Te interrumpo porque desearía poder todavía, en el tiempo que nos queda, formularte algunas preguntas. Esta en primer lugar: en el desplazamiento, que juzgas necesario, del hombre al animal —para expresarme muy rápida y groseramente—, ¿qué sucede con el lenguaje?

J. D.: —La idea según la cual el hombre es el único ser parlante, en su forma tradicional o en su forma heideggeriana, me parece a la vez indesplazable y altamente problemática. Bien comprendido, si definimos el lenguaje de tal suerte que sea reservado a eso que llamamos el hombre, ¿qué decir? Pero si se reinscribe el lenguaje en una red de posibilidades que no sólo lo circunden sino que también lo marquen irreductiblemente desde el interior, todo cambia. Pienso en particular en la marca en general, en la huella, la iterabilidad, la différance, otras tantas posibilidades o necesidades sin las cuales no habría lenguaje y que no son solamente humanas. No se trata de borrar las rupturas y las heterogeneidades. Sólo contesto que ellas dan lugar a un solo límite oposicional, lineal, indivisible, a una oposición binaria entre lo humano y lo infra-humano. Y esto que adelanto acá debe permitir dar cuenta del saber científico sobre la complejidad de los “lenguajes animales”, el código genético, todas las formas de marcación en el interior de las cuales el lenguaje llamado humano, por original que sea, no permite “cortar” una sola vez ahí donde desearíamos cortar en general. Tú sabes que, aunque no parezca, yo hablo acá de problemas muy “concretos” y muy “actuales”: la ética y la política del viviente. Se sabe menos que nunca dónde cortar –ya sea en el nacimiento o en la muerte. Y esto quiere decir también que no se sabe nunca, que jamás se ha sabido cómo recortar un sujeto. Menos que nunca hoy en día. Si nosotros

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tuviéramos el tiempo y el lugar, me hubiera gustado hablar del sida, acontecimiento que podríamos decir historial en la época de la subjetividad si diéramos aun crédito a la historialidad, a la epocalidad y a la subjetividad.

 

J.-L. N.: Segunda cuestión: ya que, en la lógica que has desplegado, reservas durante largo tiempo la posibilidad de volver o de llegar a interrogar al sujeto de la responsabilidad ética, jurídica, política, etc., ¿qué decir de esta o de estas responsabilidades ahora? ¿No podríamos hablar más que a título de una “moral provisional”? ¿Y qué querría decir esto? A esto enlazaría la pregunta sobre lo que es tal vez hoy reconocido como “la” pregunta, o como “la” figura de la responsabilidad, la de Auschwitz. Ahí donde un consenso más o menos general reconoce una responsabilidad absoluta, y llama a ser responsable para que eso no se reproduzca, ¿tú dices lo mismo –provisionalmente o no–, o dices que hay que diferir la respuesta a esta pregunta?

J. D.: –Yo no suscribiría a la expresión “moral provisional”. La responsabilidad más exigente demanda, al menos, no fiarse ciegamente de los axiomas de los que venimos hablando. Ellos aun limitan el concepto de responsabilidad dentro de fronteras que no permiten responder y constituyen, ellos, en esquemas provisorios, los modelos mismos de la moral y del derecho tradicionales. Pero para ese aumento de responsabilidad al que llama, o a quien llama, el gesto deconstructor del que hablo, ninguna espera es posible ni legítima. La discusión deconstructiva sobre las prescripciones provisorias puede demandar la paciencia infatigable del re-comienzo, pero la afirmación que motiva la deconstrucción es incondicional, imperativa e inmediata - en un sentido que no es necesariamente o solamente kantiano e incluso si esta afirmación, porque ella es doble, como he intentado mostrar, permanece sin cesar amenazada. Es por eso que ella no deja ninguna tregua, ningún descanso. Ella puede siempre alterar, al menos, el ritmo instituido de todas las pausas (y el sujeto es una pausa, una estancia, la detención estabilizadora, la tesis o más bien la hipótesis que nos será siempre necesaria), ella siempre puede encontrar los sábados, los domingos... y los viernes... te dejo completar esta frase monoteísta, es un poco fatigante.

 

J.-L. N.: Tú pensarías, entonces, que el silencio de Heidegger sobre los campos –ese silencio casi total, a diferencia del que fue su relativo silencio sobre su propio nazismo–, ¿pensarías que ese silencio hubiera podido eximir de una tal “discusión deconstructiva”, diferente pero comparable, y que él hubiera intentado conducir en silencio, sin llegar a explicarla? (Podría formular esta pregunta a propósito de otros, Bataille por ejemplo, pero quedémonos en Heidegger por hoy).

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J. D.: Si y no. El aumento de responsabilidad del cual vengo hablando no autorizará jamás silencio alguno. Repito: la responsabilidad es excesiva o no es una responsabilidad. Una responsabilidad limitada, medida, calculable, racionalmente distribuible, es ya el devenir-derecho de la moral; a veces también es el sueño de todas las buenas conciencias, en la mejor hipótesis, de los pequeños o de los grandes inquisidores en la peor hipótesis. Yo supongo, espero que no esperes de mí que diga solamente “Condeno Auschwitz” o “Condeno todo silencio sobre Auschwitz”. Tratándose de esta última frase o de sus equivalentes, yo encuentro un poco indecente, incluso obscena, la mecánica de los procesos improvisados contra todos aquellos a los que se cree poder acusar de no haber nombrado o pensado “Auschwitz”. Compulsión al discurso sentencioso, explotación estratégica, elocuencia de la denuncia: todo eso sería menos grave si se comenzara por decir rigurosamente qué es lo que llamamos “Auschwitz” y en qué se piensa, si es que se piensa algo. ¿Cuál es acá el referente? ¿Se hace un uso metonímico de este nombre propio? Si es así, ¿qué es lo que lo regla? ¿Por qué este nombre antes que el de otro campo, de otros exterminios de masa, etc. (y quién ha respondido seriamente a estas preguntas)? Si no es así, ¿por qué esta restricción olvidadiza y con todo también grave? Si se admite —y esta concesión me parece en todos lados legible— que la cosa permanece impensable, que todavía no tenemos discursos a su medida, si reconocemos que no tenemos nada que decir sobre las víctimas reales de Auschwitz, incluso sobre aquellos que sin embargo nos autorizamos a tratar por metonimia o a nombrar por vía negativa, entonces cesamos de diagnosticar los pretendidos silencios, de hacer confesar las “resistencias” o los “impensados” de todos los otros entre bastidores. Por supuesto, el silencio sobre Auschwitz no será jamás justificable, pero no más que el hablar de una manera también instrumental, y para no decir nada, nada que no caiga por su propio peso, trivialmente, y que no sirva en principio, para darse una buena conciencia, para no ser el último en acusar, en dar lecciones, en tomar posiciones o en pavonearse. En cuanto a eso que tú llamas el “famoso silencio” de Heidegger, creo que para interpretarlo o juzgarlo —lo que no consiste siempre en lo mismo—, habría al menos que tener en cuenta, y eso no es fácil de circunscribir, además de que demandaría más tiempo y lugar, lo que hemos dicho hasta acá del sujeto, del hombre, del animal, pero también del sacrificio. Es decir, de tantas otras cosas. Condición necesaria que remitiría ya a largos discursos. Y en cuanto a ir más allá de esta condición necesaria pero insuficiente, prefiero que esperemos, digamos, otro momento, la ocasión de otra discusión: otro ritmo y otra forma.