Sociología de las enfermedades mentales
Bastide, Roger
Ed. siglo XXI
4ª ed. 1978
Madrid
op. 323 a 334
Nos hemos preguntado, en un capítulo anterior: ¿qué es un caso? ¿Cómo se
puede distinguir lo normal de lo patológico? Vemos ahora mejor, sin duda, que
si esta cuestión se planteaba, era porque la locura (y en este capítulo empleamos
voluntariamente este término vago que a los psiquiatras les gustaría exorcizar)
no es en el fondo una entidad natural, sino una pura relación. Los libros de los
historiadores han hecho pasar, con toda razón, la locura de la naturaleza a la
historia, defniéndola a través del diálogo cambiante de la razón y el desatino.
Y he aquí la primera conclusión que interesa al estructuralismo: no se es loco
sino en relación con una sociedad dada; es el consenso social el que delimita
las zonas, fluctuantes, de la razón y del desatino o sinrazón.
Foucault escribe: "Hacer la historia de la locura quiere decir: hacer una historia
estructural del conjunto histórico - nociones, instituciones, medidas jurídicas y
policíacas, conceptos científcos- que tiene cautiva a la locura, cuyo estado
salvaje no puede restituirse a sí mismo." Ey, cuyo pensamiento hemos resumido
más arriba, pone de relieve únicamente un aspecto de este conjunto estructural,
el de las nociones, en particular, de las nociones flosófcas, políticas o morales,
como las de responsabilidad o libertad. Las instituciones, las medidas jurídicas
aparecen entonces como consecuencias de estas ideologías, en lugar de ser
elementos de una estructura; y de una estructura de la que los locos también
son elementos componentes. Es introducir el principio de causalidad en la
historia y volver al debate: ¿qué es lo más importante, el mundo de los
pensamientos o las (pág. 323) infraestructuras? Otros, en efecto, tendrán
tendencia a poner de relieve los trastornos económicos consecutivos al paso de
la sociedad de las corporaciones a la sociedad de las fábricas, con el desarrollo
del paro, la formación de toda una clase marginal urbana, en que se reclutan los
vagabundos, las prostitutas, los criminales y los locos.
Porque hay ahí un segundo aspecto de estos conjuntos estructurales que
tratamos ahora de captar. Los locos, en cuanto copartícipes, no pueden ser
separados de los otros desviantes. La desviación puede adoptar orientaciones
diversas, según las constituciones individuales, sin duda, pero también según
los sectores sociales de la población;(16)
(16)El estudio ecológico muestra que sin duda hay zonas
de deterioración donde todos los fenómenos patológicos
se concentran, pero en estas zonas hay barrios de
delincuencia que no se confunden con los de las
enfermedades mentales.
pero todas estas manifestaciones, como se ha observado a menudo, presentan
profundas analogías de determinismo y relaciones de suplencia (así, las
estadísticas muestran la oposición, para una sociedad o un grupo dado, entre la
curva de suicidios y la de los crímenes). Toda sociedad secreta en cierta manera
sus desechos y los elimina. Sin querer volver a las comparaciones mendaces
entre el organismo social y el organismo biológico, con todo hay que reconocer
que el organismo social, para funcionar armoniosamente, está obligado a
rechazar todo lo que no puede asimilar dentro de sus tejidos vivos. Quizá el
sociólogo no ha consagrado sufciente atención a las callejas de la ciudad, al
alba, con esos basureros que incesantemente se vacían para volverse a llenar de
todo lo que cada célula, familiar o de apartamento, incesantemente arroja para
su destrucción. Y sin embargo, le bastaría pasearse en una ciudad vieja para
darse cuenta del desnivel profundo existente entre la ciudad romana y la
ciudad de hoy. La ciudad moderna está construida (pág.324) sobre los detritus
de las ciudades anteriores. Nos falta aún una sociología de los basureros.
Ahora bien, hoy esta sociología debería fundarse sobre la constatación de que
nuestra sociedad es una sociedad industrial, que nuestra ideología es una
ideología de la producción, que la desviación se defne por nuestros modos de
producción y que, por consiguiente, la locura es ante todo una forma de
improductividad. Sivadon lo presiente así cuando escribe: "La locura es el
rescate que el hombre tiene que pagar por la nobleza de progresar hacia
adelante"; pero es un puro escritor y no un psiquiatra quien lo ha sentido más
hondamente, A. Béguin, en el prefacio al número de Esprit consagrado a "la
miseria de la psiquiatría": "El margen de los comportamientos que se tienen por
normales se ha reducido en torno a una noción de utilidad y de bien común."
Desde este punto de vista la abertura de los asilos es menos una medida de
flantropía – o, como dice Ey, de un sentimiento más intenso de la dignidad de
la persona humana - que el deseo de utilizar a los desviantes en esta inmensa
máquina de fabricar productos en que se a convertido la sociedad. No en vano
la escuela inglesa de psiquiatría social , como ciertas manifestaciones de la
psiquiatría francesa, defnen el éxito social esencialmente por el éxito
profesional. La farmacología (como antes la lobotomía) ha venido
oportunamente para permitir esta "tímida" reinserción de los enfermos mentales
en los circuitos de la producción, haciendo desaparecer las formas agresivas
reactivas. La moda de los "tranquilizantes" o de las "camisolas químicas" no es
solamente ni sobre todo, como se ha dicho, una consecuencia del
abarrotamiento de los hospitales psiquiátricos, que impide el establecimiento de
auténticas relaciones humanas entre el médico y su paciente - ni un medio para
el primero de exculparse (no ha abandonado a su enfermo y si sigue loco es por
su culpa; el médico ha hecho todo (pág. 325) cuanto estaba de su mano). A un
nivel más profundo, creemos, se trata de una presión de la sociedad global,
que no se interesa por los individuos sino en cuanto productores : poco le
importa que se curen o no, mientras sean "útiles". La farmacología aparece así,
en esta sociología de los basureros, como el equivalente del rastro. Se trata de
escudriñar entre los desechos eliminados y sacar lo que todavía podría, tener
algún valor, aunque sea restringido, industrial (o comercial) para reintroducirlo
en el circuito fabril (o en el circuito comercial de la oferta y la demanda). Lo que
nos ha conducido a esta aserción es que la farmacología no es una invención
reciente; los chamanes o los sacerdotes de las confraternidades de iniciación
utilizan en sus rituales las plantas de las que se extraen los remedios actuales (u
otros de las mismas propiedades terapéuticas) , para sus "baños de yerbas" que
suscitan la gran crisis extática; pero para ellos se trata de poder así "controlar"
los comportamientos antisociales de los psicóticos y hacer de ellos elementos
cooperadores. Lo que ahí predomina es el "bien común" en el noble sentido del
término: restablecer el equilibrio perturbado del grupo. Si la psiquiatría de hoy
redescubre lo ya conocido es porque para nuestras sociedades, en que todo el
mundo debe trabajar, se trata de no dejar perderse la mano de obra, en otro
tiempo internada; la "utilidad" ha sucedido al "bien común". Sin duda se nos
argüirá que esta reinserción de los enfermos en los grupos profesionales tiene
también un valor moral; pero, ¿es este valor el que ha desencadenado el
proceso? La abolición del trabajo servil tenía también un valor moral y los
flántropos han luchado contra la esclavitud; pero no se ha abolido la esclavitud
(no lo olvidemos: por un acto voluntario de los blancos, no por una rebelión de
los negros) sino cuando el desarrollo del capitalismo ha mostrado que el esclavo
costaba más caro y reportaba menos a su dueño que (pág. 326) un productor
libre y cuando la abundancia de la producción ha necesitado la eliminación de
todo el sector de la población que, no teniendo salario, no podía comprar nada
en los mercados.
La defnición misma de lo normal y lo patológico que hemos dado está presa de
esta corriente tecnocrática. La antigua defnición, la de la adaptación, se sitúa en
el cuadro de una sociedad industrial relativamente estable. La nueva, la
defnición por la normatividad, en el cuadro de nuestra nueva sociedad, en que
la velocidad de los cambios técnicos es tal que el trasplante de los obreros de
una industria a otra o de un sector productivo a otro sector sin relación común
con el primero, reclama la adaptabilidad más que la adaptación o, como dicen
los psicólogos, la plasticidad humana. El objetivo del psiquiatra es encontrar
para los enfermos mentales estabilizados nichos que pueden ir desde la
artesanía, para los defcientes mentales o los epilépticos, hasta los diversos
escalones de la condición obrera; ya no se habla mucho, en cambio, en nuestro
mundo de urbanización creciente, de éxodo rural o de industrialización de la
agricultura, de esas "colonias rurales" que hace algunos años abrían el asilo
psiquiátrico hacia la campiña, la tierra y las bestias amigas.
Una sociología de la locura debe articularla a la totalidad de nuestro sistema
social. Y el mérito del estructuralismo consiste en conservar la totalidad de las
conclusiones de nuestros capítulos precedentes, transformando los nexos de
causalidad, objetos de discusión entre genéticos, biólogos y sociólogos, en nexos
de correlaciones. Pero estas correlaciones tienen un sentido, puesto que tanto
los trastornos mentales como las formas normales, son función de un orden
colectivo, al que la propia excepción no deja indiferente, como dice Lévi-
Strauss. A los que, por una u otra razón, se sitúan fuera del sistema, el grupo les
exige "y hasta impone---, como dijimos, (pág. 327) entablar compromisos o
síntesis imaginarias entre los elementos contradictorios del sistema. Porque
siempre "la historia introduce en estos sistemas elementos alógenos, determina
deslices de una sociedad hacia otra y desigualdades en el ritmo relativo de
evolución de cada sistema particular". No en vano los locos, como los
criminales, han sido clasifcados por los especialistas de la "patología social"
entre los "marginales".
Volvamos, pues, a nuestra sociedad, a la que hemos defnido como una
sociedad de Homines fabri; Max Weber ha mostrado admirablemente que lo que
la caracteriza por oposición a las sociedades antiguas es el papel creciente
desempeñado en ella por la racionalización; Mannheim por su parte, aun
queriendo salvar los valores humanos, se ha visto obligado a constatar que la
explotación de la naturaleza, al hacerse científca, tiende a la planifcación
totalitaria. Nos hundimos así poco a poco en el mundo de la técnica, de la
máquina, de los grandes conjuntos llamados "funcionales" y de las diversiones
planifcadas… . Pero quedan todavía, en nuestra sociedad global, sectores
enteros de sociedades condenadas a muerte y que podríamos llamar las
sociedades de lo sagrado. A. Béguin, en el prefacio que escribió al número
especial de Esprit de que hemos hablado, lo dice justamente: de Nietzsche a
Antonin Artaud hay toda una acusación de la sociedad por los locos. Cuando el
racionalismo comienza a implantarse en la época del Renacimiento, Erasmo
pudo contentarse con escribir un Elogio de la locura; hoy es preciso ir más lejos,
hay que hacerse loco para desacreditar a un mundo que se ha vuelto loco.
Nietzsche trata de romper el círculo de la existencia técnica, es decir, del
condicionamiento de medio a fn, predicando en primer lugar la inversión de la
tabla de valores y después realizándola en sí mismo a través del modelo de la
locura. Gérard de Nerval y Antonin Artaud hacen de sus delirios una protesta
contra una (pag.328) medicina que "vela para que no se extienda el campo de la
poesía a expensas de la vía pública”. El sentido "sociológico" de la enfermedad
mental es poner en evidencia el choque dentro de nuestra sociedad global entre
los dos sistemas, de fechas diferentes, de la techné y de la poiesis.
Bachelard, que es flósofo y no sociólogo, se esfuerza en salvar ambos sistemas,
el racionalismo y la poesía, dando a cada uno una esfera diferente de nuestra
vida o de nuestra persona. El sociólogo, en cambio, se siente constreñido a notar
que, con la relajación, el yoga y la cultura de masas, la poiesis se transforma en
techné. Porque hacer de la poesía una contratécnica es también tecnifcarla. No
hay otra solución más que el absurdo. También aquí no en vano se ha vinculado
la pintura moderna a los dibujos de los locos o el lenguaje delirante al letrismo.
Si estéticamente la comparación no es válida, sí lo es sociológicamente: son los
mismos núcleos de resistencia de lo sagrado que ha vuelto a hacerse
"salvaje", las mismas zonas periféricas en relación con nuestro sistema
dominante, los sistemas arcaicos bruscamente exasperados por la corrosión
incesante de la zona central, de la que son el objeto y la víctima. Los locos
realizan la imposibilidad de unir dos sistemas contradictorios de diferente data,
porque es preciso que la poiesis se convierta en techné por contaminación; o que
se erija en condenación, por lo demás inútil, añadamos, porque los sistemas
de comunicación han sido cortados y los enfermos hablan desde
entonces a sordos. No podemos hacer otra cosa sino admirar esta solución
desesperada, la única auténtica, porque los otros núcleos, surrealismo,
dadaísmo, pintura abstracta o concretismo en literatura, no son
sino soluciones hipócritas, los juegos sin peligro de la locura,
jugados por burgueses o candidatos a la burguesía (y juegos que
"rentan") comprometidos, por tanto, en el sistema de la
productividad comercial. (pág. 329)
Quede bien entendido que esta oposición de la poiesis a la techné no agota el
problema del marginalismo de los enfermos mentales. No la hemos dado sino a
título de ejemplo. El mundo de la técnica elimina otros valores como
la afectividad, (17)
(17) Un sistema social, en efecto, para funcionar bien, estáobligado a recurrir a la indiferencia afectiva.
lo irracional, el mundo concebido como "subjetividad". Y
podríamos ver en la locura los islotes de resistencia de lo afectivo,
lo mítico, lo puramente subjetivo en relación con el sistema
dominante. Hubiéramos podido servirnos también de otras categorías
sociológicas como la de la oposición entre la "comunidad" y la "sociedad" y ver
en el mundo de los locos las resistencias de lo comunitario. Porque el loco
nunca está solo, vive en relación dialéctica con los miembros de su familia o
del vecindario, actúa sobre ellos al mismo tiempo que padece la infuencia de
los otros; les hace el chantage; manipula a sus padres o amigos, les encierra en
su mundo cerrado y les perturba con todas sus perturbaciones. Lo que
subsiste del sistema comunitario en nuestra sociedad urbana e
industrial adquiere el aspecto de un grupo minoritario en una
sociedad multirracial, quiero decir que sufre "la marca de la
opresión" del medio ambiente; por eso es por lo que estos
elementos comunitarios se escotomizan, se petrifcan, cesan de ser
vivos para convertirse en fósiles. Es inútil, sin embargo, insistir más; el
primer ejemplo que dimos permite comprender lo que hay que entender por
estos compromisos y estas síntesis fracasadas entre sistemas. El aislamiento que,
para ciertos psiquiatras, defne el mundo del enfermo mental, no es más que la
traducción sobre el plano morfológico de ese marginalismo de los valores
rechazados y reprimidos por la sociedad global; es la búsqueda, en una
organización explayada en el espacio, de nichos en que estos valores puedan
esconderse, (pág. 330)trampear y también defenderse, secretando un caparazón
que fnalmente reduce a su mínimum existencial aquello mismo que se quería
salvar.
La noción de esquizofrenia ha sido a veces atacada por los psiquiatras.
¿Tiene un valor nosológico? No lo discutiremos aquí, dejamos este
cuidado a los psiquiatras. Pero lo que podemos afrmar es que la esquizofrenia
al menos constituye una auténtica categoría sociológica. Ella defne
admirablemente bien a los hombres en un nicho y esos fenómenos que
acabamos de comparar a la secreción de una concha rígida dentro de la cual
pueden mantenerse otros sistemas de valores, pero en cólquido, en protoplasma
de vida solamente.
Poco a poco, a medida que situamos los sistemas unos en relación con otros,
hemos superado el problema de las posiciones sustituyéndolo por el de los
valores y las signifcaciones, que constituirá el centro de nuestro próximo
capítulo. Hemos de volver, pues, en seguida sobre estos puntos que acabamos
de tocar, en la perspectiva de la comunicación entre estos sectores centrales y
marginales. Las alusiones que hemos hecho a los valores eran, sin embargo,
necesarias para comprender por qué un sistema central conduce a la creación de
núcleos periféricos dispersos, puesto que la selección de un ideal deja
forzosamente residuos no integrados e incluso fnalmente rechazados, a causa
de los peligros que representan para los valores aceptados por la masa. Desde
el punto de vista de la psiquiatría social, la locura es un trastorno
de la personalidad o del comportamiento del que se busca la
génesis (evaluando los diversos factores que entran en juego en
esta génesis). Desde el punto de vista de la sociología
estructuralista, la locura es una "institución" que juega un papel
en un marco institucional. El papel de los padres o los cónyuges, del juez o
del médico, que actúan según reglas consuetudinarias o fjadas por la ley del
país, es el de determinar (pág. 331) (de acuerdo con criterios variables según la
clase social, el ingreso familiar, los intereses del público, etc.) la localización del
enfermo mental en tal o cual categoría sociológica y proporcionar así los
"nichos" o los lugares, desde el hospital psiquiátrico hasta el pequeño taller
artesano o, en el campo, una fnca aislada. La abertura misma del asilo no es
más que una sustitución de los nichos, de los más alejados hacia los más
cercanos al núcleo central. Las recaídas son la correspondencia exacta de las
recidivas en la criminalidad, como los establecimientos de poscura lo son del
período de prueba vigilada de los jóvenes delincuentes: son criterios de
localización más adecuada en un sistema social determinado. Y puesto que
nuestro sistema social es el sistema de la planifcación racional, aquí, en
resumidas cuentas, una planifcación de la "tolerancia de la locura".
Vemos, pues, que no se es loco sino en relación a una sociedad dada.
Una de las más interesantes conclusiones del estructuralismo es la de mostrar
que todo dualismo, para ser comprendido, debe referirse a un tercer término,
quizá latente, pero que el análisis debe buscar. Así, un estudio estructural de las
relaciones raciales debe tener en cuenta no solamente, como antes, el Ego, con
sus prejuicios, y el Alter, el hombre de color, su víctima, sino también al público,
es decir, lo que los otros miembros de la sociedad esperan del Ego. Lévi-Strauss,
de la misma manera, observa a propósito del chamanismo, que el enfermo
tratado por el chamán es quizá el aspecto menos importante del sistema y que
la relación esencial es la que existe entre el chamán y el grupo. Por consiguiente,
toda terapia va más allá del dualismo médico-paciente, para hacer
intervenir, como elemento mediador entre ambos, al grupo social.
No hay cura real sin consenso colectivo. El capítulo que acabamos de
concluir muestra que pasa exactamente lo mismo hoy en día y que siempre
tendremos que (pág. 332) recurrir a un tercer término, si queremos comprender
los sistemas psicopatológicos. El psiquiatra depende de la sociedad, es
ella la que le proporciona su defnición de la enfermedad mental,
la que le impone el ideal a través del cual debe tratarla, la que le
proporciona los objetivos que debe buscar; el vínculo que le une a
su enfermo no es, pues, lo más importante; lo que Lévi-Strauss dice del
chamán podemos decirlo nosotros del psiquiatra de hoy; es el consenso
colectivo el que defne tanto al alienado como la curación del alienado; el 'loco"
es el aspecto menos importante del sistema de la locura.
Podríamos dar muchos ejemplos de esto. No presentaremos más que uno, el
más signifcativo, porque se encuentra al margen de dos "públicos" diferentes.
Se ha podido comprobar que los psiquiatras que tratan a enfermos africanos en
Europa utilizan en cierta manera una "magia blanca", contra la "magia negra"
que constituye la enfermedad mental. En esta contrabrujería el psiquiatra se
apoya sobre todo en un público, el público blanco europeo, es decir, que su
magia blanca responde a un consenso social acerca de la medicina llamada
científca, racional, etc. No obstante, si esta medicina tiene éxito con el blanco,
lo más frecuente es que fracase con el negro (aun la farmacopea que debiera
triunfar, dado que el africano es fsiológicamente idéntico al europeo, fracasa
aquí; los síntomas neuróticos o psicóticos vuelven a presentarse
inmediatamente después). Pero basta que el enfermo, considerado como
"incurable", sea repatriado al Africa y que se haga tratar por un brujo, para que
sus trastornos desaparezcan defnitivamente; y es que aquí ha vuelto a
encontrar a su "público", que le reintroduce en el consenso colectivo de sus
compatriotas. No podía curarse en Europa porque, por su cultura nativa, no
podía integrarse a un consenso fundado sobre otros valores que sus valores
étnicos. Ahí tenemos, pues, el signo de que el tercer (pág. 333) término, el
escondido, el público, es más importante que los dos términos visibles de la
cadena, el paciente y su médico.
El papel de la sociología de las enfermedades mentales, como hemos tratado de
mostrar en la segunda parte de este capítulo, consiste en sacar a luz este tercer
término, es decir, en religar a los "locos" y a los que les cuidan al
campo total que defne a la vez los criterios de la locura y los
criterios de la curación. (pág.334)