Sobre la poesía de Waldo Rojas

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Pontificia Universidad Católica Facultad de Letras Magister en Literatura Poesía Hispanoamericana Prof.: Madga Sepúlveda Paula Miranda “Puentes” o cómo construir un gran relato sobre el fin de los grandes relatos análisis de tres poemas de Deber de urbanidad de Waldo Rojas

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Pontificia Universidad Católica

Facultad de Letras

Magister en Literatura

Poesía Hispanoamericana

Prof.: Madga Sepúlveda

Paula Miranda

“Puentes” o cómo construir un gran relato sobre el fin de los grandes relatos

análisis de tres poemas de Deber de urbanidad de Waldo Rojas

María José Fuentes

2 de diciembre del 2011

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Tal como señala Berman en “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, el proceso de

modernización no solo es analizable de acuerdo a cómo se ven afectadas las estructuras,

infraestructuras y superestructuras del aparato social, también es posible hacer un análisis de las

sensibilidades y visiones de mundo – como las estructuras del sentir en Williams- que se generan

en el proceso de modernización; manifiestas en el arte y el trabajo intelectual que se encarga de

pensar el arte en el marco del modernismo. Efectivamente, desde Baudelaire con Las flores del

mal en el ámbito de la creación artística y Benjamin con Los pasajes, en el de creación

intelectual, podemos identificar cómo la modernización impregna las visiones de mundo de los

pensadores y artistas, haciéndose éstos cargo, a su vez, de la construcción del concepto de ciudad

moderna desde la producción cultural. La modernidad como proceso inacabable y recursivo hacia

lo moderno, nos permite pensar en estas categorías surgidas en el siglo XX y aplicarlas al arte

actual; y así, situar al artista contemporáneo como un espectador, crítico de los procesos sociales,

económicos e históricos, fenómeno que, al mismo tiempo, lo convierte en un constructor de

ciudades, un demiurgo.

Deber de urbanidad es un poemario del escritor e historiador chileno Waldo Rojas, el que

un año después del golpe militar de 1973 viaja a Francia para residir allí hasta el día de hoy.

Desde el título advertimos la relación irremediable con la ciudad: el deber. Deber que es, en

primera instancia, con la ciudad de París, que tanto inspiró a los modernistas del siglo XX como

Rubén Darío; la que, sin embargo, no era una ciudad real, sino una imaginaria, textual, construida

por los poetas y que luego de vivir en ella, en la poética de Darío se manifestó a través de las

siguientes constantes: “[por una parte] la visión <contrapastoral> que la modernización le

provoca, en forma de rechazo, por otra, el intento de <revalorización> no solo de las cosas, de los

objetos de cultura, sino también de los hechos provocados por la modernización,

revalorización . . . a través de la <resacralización del mundo>”. (Salvador 48) Es así como París

se transforma en otra ciudad en la experiencia de su escritura desde la ciudad real. La ciudad

textual moderna es antitética, oximorónica, paradójica, inestable y permanente. A partir de esto,

podemos pensar en una segunda instancia del deber: el del ciudadano, del observador, del

extranjero, del poeta. Deber de urbanidad dialoga de esta manera con París, la ciudad ideal, la

ciudad de las luces frente a la ciudad real, la ciudad debida. La del exilio, que necesita ser

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resacralizada para apropiarla, para colonizarla, para amarla. Tomaremos como ejemplo tres

poemas titulados “Puentes” (1, 2 y 3) para observar los imaginarios presentes de la ciudad

moderna y, al mismo tiempo, la identidad del sujeto que es construido mediante esta visión de

mundo; y finalmente, pero no menos importante, cómo el llamado de la modernidad encarga al

poeta la reflexión y la (re)construcción de la ciudad imaginaria.

La primera isotopía que debemos considerar en “Puentes” es una que de tan evidente

puede pasar inadvertida: Cada poema es un puente. Pensar la imagen del puente es también

pensar su lugar: el puente está necesariamente situado en una separación. “Puentes tendidos entre

la acechanza y los asedios” (Rojas 25) Esta separación que sostiene el puente, entre la acechanza

y los asedios, demarca que ambos extremos del puente llegan a un lugar si no idéntico, muy

parecido, como si cada lado se tratara de una faceta de lo mismo. Además, en el tercer verso de

“Puentes 1” las acechanzas y asedios forman una isotopía con “la sangre o la memoria” (Ibid.) en

donde, nuevamente, pero a través de la conjunción coordinante “o”, se establece un paralelo entre

la sangre y la memoria. Los puentes, además, son “conjeturas/ sobre el anclaje repentino del

instante ...” (Ibid.) y por lo tanto, al igual que los poemas, construcciones textuales que, en este

caso, implican una observación, un juicio de lo dado; siendo lo dado la memoria, la sangre, la

acechanza y los asedios. La isotopía del puente continúa en “nuestro llamado” amenazado por

“alguna vacilación remota” el puente es frágil, pero a la vez fuerte por su resiliencia: “Islas de

palabras que encabalgan un fraseo redundante”. Y son también hoguera, que se convierte en “la

ceniza en que renacen”(Ibid). Tenemos, entonces tres elementos: el puente, como poema, como

voz; aquello sobre lo que se erige: la sangre o la memoria que asedia la voz; y que -último

elemento- se materializa en una amenaza a la estabilidad del puente; sin embargo, éste está hecho

para rehacerse, una y otra vez. En “Puentes 2” la isotopía continúa: la sangre, la memoria y la

acechanza son también “el sinsabor de los adioses” (Rojas 27) y aquello que amenaza la

estabilidad del puente es, en éste “los trueques torpes de los encuentros fortuitos” (Ibid.) Sin

embargo, nuevamente, ésta inestabilidad es cuestionada, pues son los mismos puentes que se

deshacen y rehacen: “reanudan a espaldas nuestras las alianzas del agua que destrenzan” (Ibid.).

“Puente 3”, en cambio, nos aproxima a otra perspectiva del puente: el transeúnte que camina

sobre él y se detiene para observar el río. En este caso, el puente es invisible, pero no la amenaza.

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La mirada del transeúnte no solo elide el puente sobre el que se sitúa para mirar “el torrente

resuelto de las/ barcazas areneras” (Rojas 29), sino también la amenaza, que mencionamos

anteriormente como el tercer elemento, en éste poema “Desdeñan la deriva a flor de aguas/ de

unos mendrugos embebidos,/opacas medusas del hastío” (Ibid.) A orillas del puente, casualmente,

como desecho, la Medusa espera. La figura mitológica de Medusa nos señala la posibilidad de

que al mirar hacia ella, el transeúnte pueda convertirse en piedra. El puente es aquí entonces,

además, un lugar de protección que pasa inadvertido en el andar del hombre, no así del poeta,

siendo el puente su propia construcción.

Propongo como matriz de estos tres poemas la idea de una transitoriedad permanente, ante

la cual, el mood se constituye de una misma forma oximorónica: la palabra saudade en portugués

podría resumir el temple anímico del texto, constituyéndose éste como una nostalgia del futuro -a

la manera de Teillier-. La voz es en “Puentes” recreadora, pero la condición necesaria de ésta

recreación es la inminente destrucción. Esto nos hace pensar en el modelo teórico mencionado

desde un comienzo con Berman: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. En donde la

modernización se filtra por todas las áreas del saber, del conocimiento, de la creación artística y

estética, lo que hace del poeta un flaneur melancólico, en búsqueda de imágenes de ciudad que le

sirvan para recrear imaginarios siempre impermanentes. Imaginarios que, como puentes, se

afirman sobre aquello que critican y amenazan su propia existencia. Así, la metáfora cognitiva es

el vínculo: los puentes, la voz, como cadena de vínculos semánticos, fónicos, buscan a su vez,

una conexión con esta ciudad amenazante. Vínculo también como necesidad de pertenencia y la

sensación extranjera del poeta en la ciudad. El transeúnte también, vincula en su ruta un lugar de

partida y uno de llegada. Y, con la elección de su mirada, desvincula la maravilla de poder

observar el torrente del Río con la posibilidad de sostenerse en un puente, vinculándose así, al

mismo tiempo, con un fuerte deseo de transitoriedad y de partida. La naturalización de parte del

ciudadano, del transeúnte, respecto del puente y su consecuente elisión, no obstante su utilidad

para la observación del ambiente; nos conduce a pensar en el hipograma que propone la obra de

arte como una conexión, una mediación a una realidad otra. Como lo sublime kantiano y lo bello

platónico, la obra de arte se despliega hacia una realidad que si bien existe no es posible de

alcanzar, es una posibilidad permanente de trascendencia, siempre amenazada por las

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trivialidades de la realidad, en este caso, de la modernidad. El puente es resacralizado y se sitúa

por sobre la sangre y la memoria; es decir, por sobre la historia, lo que hace de la voz-puente algo

metafísico y extratemporal. Como en el sueño de Escipión, el hombre moderno está en esta

disyuntiva entre lo terrenal y lo divino y es el artista el constructor de puentes hacia el más allá a

pesar de la amenaza del olvido, a pesar del transeúnte que, al mirar la Medusa, será convertido en

piedra, en ícono de una época, inmóvil e inerte.

Las articulaciones de la voz poética

A diferencia de otros poemas de Deber de urbanidad, donde la Ciudad es nombrada como

un nombre propio -con mayúsculas en la primera letra-, en “Puentes”, en cambio, la Ciudad

desaparece sobre la estructura de los mismos. Sin embargo, esta desaparición es relativa. En el

texto “El ciclo de las fundaciones” de Romero, aparece la imagen del colonizador español como

un hombre que construye sobre los templos y ciudades sudamericanas su propia ciudad; y con

esto, su propia visión de mundo se impone sobre la de los indígenas colonizados. “Se tomó

posesión del territorio concreto donde se ponían los pies y se asentaba la ciudad; pero además del

territorio conocido, se tomó posesión intelectual de todo el territorio desconocido; y se lo repartió

sin conocerlo” (Romero 47) El poeta, en cambio, constructor de puentes, no busca la suplantación

de la ciudad moderna por una nueva, es un colonizador solo en la medida en que se permite la

apropiación de su propia voz, erigida como un puente sobre la ciudad prexistente; necesita

apropiarse de su voz “ante el riesgo de fundir nuestro llamado en la algazara” (Rojas, 29) y esa

algazara es el ruido de la ciudad, la agitación, el movimiento que perturba la estabilidad de la

construcción del artista. La algazara de la ciudad es lo masivo, que afecta la individualidad de los

ciudadanos y los normaliza de acuerdo a las leyes del mercado. Estas leyes, para el poeta, tienen

una naturalidad cuestionable, el modo de vida está arraigado, pero lejos de ser algo inherente al

hombre y la naturaleza: “¿Bastará para nombrar la entera latitud del Río/ el amago de fuga en que

los sume la fijeza de la piedra?” (Ibid.) La piedra fija, trabajada, manifestación de lo citadino,

genera un simulacro de naturalidad y adaptación a la forma del Río que atraviesa la ciudad y que

difícilmente basta, de acuerdo al verso anterior, para hacer del río uno verdadero. Sin embargo, el

poeta no pretende destruir esta realidad ni menos, suplantarla, es un colonizador, pero un

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colonizador de vínculos -nuestra metáfora cognitiva- pues el puente tampoco es exclusivamente

suyo, el puente es una recuperación: “El crepúsculo sopla sobre la ceniza en que renacen/ en

recaudo tardío de su porción de hoguera” (Ibid.), y también: “Reanudan a espaldas nuestras las

alianzas del agua que destrenzan” (Rojas 27) Es decir, el puente también encierra en su imagen su

propia desaparición, como un secreto que lo constituye. No podemos obviar que el puente es

también un elemento de la ciudad moderna, y como tal, proclive a una existencia transitoria. El

poeta de la ciudad entiende, por lo tanto, el doble vínculo que establece con su propia voz: por

un lado, es una manifestación de su desazón frente al tiempo que experimenta y por otro, ese

tiempo es la condición sine qua non para la aparición de la voz. “[L]a articulación debe ser

doble . . ., contra la modernización y sus miserias y a favor de la modernidad y sus grandezas. Es

decir, censurando la alienación del espíritu que conlleva el triunfo de la sociedad industrial y,

simultáneamente incorporando toda una serie de elementos, materiales, signos icónicos, cuya

existencia sería imposible sin ese triunfo” (Salvador 27) Por lo tanto, el puente no pretende crear

una escisión ni una superposición, al contrario, se funda precisamente sobre aquello que lo

amenaza, la ciudad: “Los puentes solo adhieren con cautela al sinsabor/ de los adioses/ Ceden a

los trueques torpes de los encuentros fortuitos” (Rojas 27) Ciudad que, si bien no nombrada,

aparece y se esconde tras las imágenes de lo efímero, lo amenazante y a partir de esto, una

sensación constante de duelo, de despedida en el encuentro. El puente no va en contra, sino que

va en busca de esos instantes para elevarlos, hacerlos atravesar desde una amenaza a otra, desde

un lado de la ciudad a otro. El gesto es súmamente humilde, pero determinado. “conjeturas/ sobre

el anclaje repentino del instante en los meandros/ de la sangre o la memoria” (Id. 26) Así, se

determina la nostalgia del futuro que mencionamos al comienzo: a la voz no le importa ser una

batalla perdida, pues la pérdida es la base de su propio triunfo, su existencia. “La nostalgia es

crítica y utópica. Se elige el mundo en que se hubiese querido vivir, y se le amuebla con las

pasiones, los diálogos, los escenarios pertinentes” (Monsiváis 208).

Si bien la ciudad no se menciona literalmente, en “Puentes” se constituye tanto en

amenaza como en razón de ser de esta voz vinculante. “Lo crucial en la observación de la

arquitectura no es ver sino dejar que las estructuras se hagan sentir. El efecto objetivo de las

estructuras construidas en la existencia conceptual del observador es más importante que su ser

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vistas”. (Benjamin ctd. Frisby 19) La ciudad no nombrada se identifica con lo pétreo, lo inmóvil,

lo impenetrable que se genera cuando las auténticas vinculaciones no son posibles: “[Los

puentes] Ceden a los trueques torpes de los encuentros fortuitos” (Rojas 27) La movilidad de la

ciudad amenazante es superflua, pues la exacerbación de lo efímero vuelve este elemento

esencial y permanente. Nuevamente, estamos frente a otro simulacro de la ciudad moderna: el

“encuentro fortuito” no alcanza a ser un verdadero encuentro. “Si la modernidad se concibe como

experiencia de lo transitorio, lo fugaz y lo fortuito, su representación monumental solo podría

concebirse como estructura transitoria, fugaz y fortuita o estructura implosiva” (Frisby 33)

Implosiva, en el sentido de que se destruye a sí misma; y es por eso que, a su vez, los puentes

tienen la virtud de poder recrearse, una y otra vez, para rescatar a la memoria de la condena del

olvido “sobre el anclaje repentino del instante en los meandros/ de la sangre y la memoria”

(Rojas 25) El puente necesariamente debe rehacerse para vincular el pasado con el presente, el

olvido con la historia, es a la vez un sobreviviente y un rescatista. Si la ciudad no aparece

literalmente en “Puentes”, es porque el puente es la voz, y la ciudad no puede serlo por su

condición petrificante: es el ensordecedor silencio de lo histórico en la modernidad. Ese silencio,

es una amenaza flagrante a lo vincular: pertenencia, identidad e historia y, en términos visuales,

cada línea de “Puentes” está tendido “entre la acechanza y los asedios” de los espacios de la hoja

en blanco sobre la que se levanta. Pero, el puente no es un grito -el grito genera disolución-, por

el contrario, el puente convoca, es un “llamado” y más aún es “nuestro llamado”.

Otra imagen de la ciudad que aparece muy sutilmente es la de la desmitologización. En

“Puentes 3” el transeúnte -como el poeta hace con la ciudad- elide el puente para observar desde

él, situado sobre él -para eso es que está construido- y su mirada no advierte la amenaza.

Descuido que no es tal, pues el puente está construido para protegerlo. “Desdeñan la deriva a flor

de aguas/ de unos mendrugos embebidos/ opacas medusas del hastío” (Rojas 29) La idea del

mendrugo, señala un alimento que se desecha porque se tiene la sensación de que éste no hace

falta, conservarlo para después pareciera ser inoportuno. Este elemento apunta al carácter nutricio

de las mitologías que se afirman luego en la imagen de la Medusa que, como elemento

desechado, se vuelve amenazante. El transeúnte, ante cualquier descuido se volverá piedra y ésta,

como vimos anteriormente, se identifica con aquella ciudad que es silencio ensordecedor,

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cosificación, adaptación desvinculadora y por lo tanto, alienante. Una ciudad que todo lo

transforma en piedra es una ciudad de mausoleos, una ciudad muerta. “Salvo que se prefieran

espacios “sellados” donde los habitantes permanezcan con sus labios “sellados”, la movilización

corre pareja con la movilidad, con la posibilidad de entrar en un lugar y salir de él” (Mongin 347)

Esta muerte, en cambio, no es en absoluto esperanzadora, precisamente por el descarte de la

mitología, la negación de la existencia de un más allá también habitable. En “Puentes 2” aparece

el “sinsabor/ de los adioses”. En donde se prefiere “adiós” en lugar de “despedida” y dos

sustantivos compuestos por los elementos “sin” y “a” que niegan el referente que se afirma

inmediatamente “sabor” y “dioses”, respectivamente, señalando así una ausencia que vincula -

otra vez- directamente con una presencia. Entendamoslo así: no es que no exista el sabor como

tampoco dios, lo que existe es la constancia de su ausencia, por lo tanto, una distanciación de la

presencia, una diferencia. Estas diferencias realizadas en “Puentes” remitologizan lo desechado y

representan un espacio habitable que espera la respuesta del llamado de la voz. El puente permite

el vínculo con aquello que parece haber sido perdido sobre el aparato pétreo de las ciudades.

Construye un gran relato a partir del fin de los relatos. “El lugar no lo da todo, no puede bastar

para que se desarrolle la acción, para que se de la vita activa, si no ofrece la ocasión de entablar

vínculos con otros lugares, si no hace posible ponerse en movimiento. Más allá del debate sobre

la diversidad social, la cuestión de la movilidad, la de la relación entre un afuera y un adentro, es

decisiva” (Id. 351)

Sujeto articulante, sujeto articulado

Planteamos, entonces, el puente como poema y éste a su vez como una voz que se

manifiesta en un llamado. Así, la imagen de poeta que surge a través del texto es la de un

constructor de voces, un vinculador de fonemas, de ideas, de imaginarios, un creador de lenguaje

y de discurso que se cimienta justamente en la idea de que los nuevos discursos son desechables

al entrar en la maquinaria de la modernización. Es un nuevo tipo de marginalidad: una rebeldía

sofisticada, que hace del poeta un obrero moderno; constructor no de espacios, si no de vínculos

entre los espacios existentes, siempre amenazantes en su esencialidad efímera. Sin embargo, este

poeta no se construye a sí mismo como una individualidad, se manifiesta y nos obliga,

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sutilmente, a una necesaria colectividad, sin la cual, su capacidad vinculante y articulatoria sería

desbaratada. Es por eso que lo situamos en una nueva forma de la marginalidad. El poeta, si está

al centro, es para convocar al resto de los hombres a unirse al llamado, para invitar a la

identificación. Convierte el llamado en “nuestro llamado” (Rojas 25). El puente es fútil si no es

usado por el hombre, si el hombre no se hace transeúnte en él. El poeta, si está al centro, no está

en un centro elitista, impenetrable. Sus construcciones no son para ser admiradas, el puente sirve

para admirar sobre él el resto de la ciudad, para generar, nuevamente, en el transeúnte la

capacidad de mirar desde otra perspectiva y establecer nuevas vinculaciones por y para sí mismo.

Este “hacerse transeúnte” puede comprenderse como la capacidad que el puente genera en el

hombre para prepararlo a la colonización de la ciudad, para hacerla propia y al mismo tiempo,

apropiarse de su condición de ciudadano. Lejos de éste ideal, los sujetos de la ciudad son los

exiliados, los desvinculados que simulan uniones mercantiles, siendo lo mercantil el único ethos

posible y por lo tanto, ethos también simulado, que no logra identificación. “Los Puentes solo

adhieren con cautela al sinsabor/ de los adioses . . . Han debido cruzar por el vado de épocas

nonatas” (Rojas 27) La época nonata está contenida imaginariamente por un vado, el que es un

cauce inútil para aquella época que no ha nacido; constituye esta imagen, por lo tanto, una

promesa que no se ha cumplido, una excavación sobre la cual nada se erige, pero que, sin

embargo, el puente se encarga de cruzar para asentarse. Este vado es como el ethos sin contenido

que mencionamos anteriormente, un cauce vacío de sentido, pero cauce al fin. Por lo tanto, el

poeta, además, articula un sentido donde no lo hay, para que el transeúnte pueda escoger el suyo a

través de la constitución simultánea de su individualidad. La invitación es, entonces, a formar

parte de una colectividad liberadora, lo que se contrapone radicalmente a la amenaza de la ciudad

acechante, la ciudad iguala en una colectividad que encarcela, pues, convierte en piedra. El

ciudadano es también un marginado, incluído en una colectividad superficial que no logra generar

más que identidades pasajeras. “Puentes” piensa al ciudadado (mas no al transeúnte) como la

masa, bajo el siguiente concepto: “lo popular es la entidad carente de conciencia de sí, o la

conciencia usurpada y hecha a un lado [en el sinsabor de los adioses]” (Monsiváis 191) La ciudad

articula al ciudadano, mientras que el puente crea sujetos articulantes. La adverbialización acá

significa, lo que en palabras de Bernardo Subercaseaux es llamado “proceso de articulación

creativo”. “Segun Bernardo Subercaseaux, esta articulación creativa es el medio por el cual se

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alcanza la identidad “propia” . . . la formación de una identidad nacional no es asunto de

identidad versus mimetismo, sino de articulación” (Yúdice 73-74) El hombre que se mimetiza

con la ciudad cede ante la amenaza de la piedra, inmóvil, es incapaz de articularse, de transitar

por la ciudad y por lo tanto, de habitarla y constituírla en el movimiento como un espacio para

vivir. La ciudad inmovilizante, la ciudad del silencio, es la ciudad mortuoria, el cementerio. El

puente, entonces es equiparable a un sistema circulatorio sin el cual los distintos órganos de la

ciudad no constituyen un organismo, un cuerpo. La ciudad de piedra es una ciudad sin historia.

Por lo tanto, el único sujeto posible es el transeúnte y el poeta, el sujeto articulado, en cambio, es

objeto, es pensado y moldeado por la ciudad y no es capaz él mismo de pensarse en ella y de

moldearla a través de su propia articulación, moldearla en el moldearse. El hombre de la ciudad

vive aprisa, siempre despidiéndose porque vive y es construido bajo la amenaza, condición

persecutoria, de que la ciudad saciará tarde o temprano su hambre antropofágica. Está sometido.

Construir lugares

Los lugares se construyen a partir de los movimientos que los mismos permiten generar

en los espacios. La cualidad de esos movimientos constituirá un tipo de lugar determinado. El

poeta, al construir puentes mediante su voz, se construye a la vez un lugar, creado a través de los

movimientos de su mirada sobre el espacio. De acuerdo a Bolle, quien toma el ejemplo de Walter

Benjamin, es la perspectiva de la mirada sobre la ciudad aquello que la construye como un

espacio de imágenes. Además, la especificidad de la perspectiva manifiesta un foco, un origen del

punto de vista, finalmente, un sujeto. En términos industriales, en “Puentes” el poeta es un

productor de vínculos entre espacios para hacerlos lugares. Sin embargo, la cualidad del ser

lugares no se realiza en el vínculo si no es con la participación de los transeúntes. El poeta

plantea solo la posibilidad del vínculo, la sostiene, apesar de todo lo amenazante, porque entiende

la posibilidad y la necesidad de todo discurso de volver a construirse, una y otra vez. Esta

posibilidad de recreación discursiva, de reconstrucción de puentes, es necesaria para poder ser

visitados como puntos de observación sobre la ciudad y no como espacios fijos, inmovilizantes.

El discurso necesita estar en constante cambio para no volverse fetiche, objeto de consumo. El

puente, necesariamente, también, es invisible para los transeúntes. Está dispuesto para habitarlo

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con naturalidad. Una que es constantemente amenazada por la ciudad. El poeta y el transeúnte -

como el hombre evangelizado- están a salvo de las amenazas al hacer uso de esta voz articuladora

de identidades, y no porque el puente los aísle de las amenazas, al contrario, porque permite

generar un vínculo con ellas, sin ser alienados, permitiéndoles aún, movilidad.

Un territorio encierra cuando se recluye sobre sí mismo y esto no es lo que sucede con

la experiencia urbana que siempre articula el territorio y lo extraterritorial, el afuera y

el adentro, la pertenencia y la posibilidad de liberarse, la identidad, el exilio y la

distancia. . . . Lo urbano debe brindar espacios que nos hagan libres y no lugares que

nos encierren (Mongin 340)

La elección de no nombrar la ciudad procura que esta no pueda ser enmarcada, es decir,

limitada a ciertas imágenes, sino elaborada como un supuesto siempre cambiante. El puente está

dado para generar mediante él imaginarios individuales y colectivos de la ciudad. La

construcción textual de los puentes no es circundante, por el contrario, abre nuevos espacios,

nuevas posibilidades de imaginarios y he ahi la razón de su capacidad resiliente, el puente no se

agota porque siempre tendrá la capacidad de trascender y, junto con esto, los hombres también la

de ser transeúntes. El poeta en “Puentes” se arriesga a la fundación de una colectividad. Es por

eso que lo identificamos con la imagen del colonizador y del evangelizador. La única manera de

comprender la ciudad y de relacionarse con ella es establecer estos diálogos sobre las estructuras

constantemente inestables de la modernidad, diálogos que son puentes. La ciudad es inhabitable

sin la posibilidad de elevar una voz que se diferencie de la “algazara”. El poeta necesita crear

estos vínculos textuales para crearse un lugar en la ciudad; desde una modernidad que ha

desacralizado su lugar, asienta las bases de una mitologización silente, resiliente, asentada en “los

meandros/ de la sangre o la memoria”. (Rojas 25)

En el presente ensayo hemos decidido abordar el análisis de los poemas titulados

“Puentes” del poeta Waldo Rojas, primero, porque son unos de los pocos poemas de Deber de

urbanidad que no menciona la ciudad de manera literal y por lo tanto, la empresa de encontrar las

imágenes de ciudad presentes iba a requerir un proceso hermenéutico mucho más complejo y

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desafiante. Por otra parte, la poesía de Rojas manifiesta una tensión interna que, independiente

del tamaño de los poemas, entrega la posibilidad cierta de que en cada relectura puedan obtenerse

impresiones nuevas, tonalidades nuevas, como una fuente inagotable de revelaciones; en este

caso, la construcción que creamos fue el pensar la ciudad moderna a partir de los textos. Y

surgieron así estas imágenes paradójicas, oximorónicas, que pensamos, hacen mucho sentido no

solo en un nivel contemplativo de la experiencia, sino que también en uno bastante personal.

Discursos que se contraponen, que contrastan radicalmente, la idea de los “sentimientos

encontrados” como se dice popularmente, corresponde con esta modernización acelerada que nos

solicita pensar líneas de sentido, tejidos de coherencia entre las realidades dispuestas, opuestas,

superpuestas. Hacer puentes, por lo tanto, es también tarea del crítico, elaborar discursos

conciliadores, no igualadores, integradores de las diferencias incluso en términos intelectuales.

Dar cuenta de la coherencia macrocósmica del caos aparente, para descansar, para observar sin

preocuparnos por un instante de la amenaza inevitable de que todo seguirá cambiando.

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