Material rodante - El Boomeran(g) · Gonzalo Maier Material rodante editorial BARCELONA minúscula...

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  • Gonzalo Maier

    Material rodante

    editorialBARCELONA

    minscula

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  • 2015 Gonzalo Maier

    2015 Editorial Minscula, S. L.Sociedad unipersonalAv. Repblica Argentina, 163 - 08023 Barcelonaminuscula@editorialminuscula.comwww.editorialminuscula.com

    Primera edicin: mayo de 2015

    Diseo grfico: Pepe FarFotografa de la cubierta: Dieter Meyrl

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorizacin escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproduccin total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografa y el tratamiento informtico.

    Preimpresin: Addenda, Pau Claris, 92, 08010 BarcelonaImpresin: Romany Valls

    ISBN: 978-84-943539-3-2Depsito legal: B-11.921-2015

    Printed in Spain

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  • La aventura es seal de incompetencia

    Roald Amundsen

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    El deporte es para optimistas. Supongo que a los nios les repiten eso apenas se inician en el ftbol o, por decir algo elegante, en la esgrima. Basta con prender la tele y ver a dos tipos corriendo tras una pelota, o a un hngaro flacuchento intentando na-dar ms rpido que Michael Phelps, para convencer-se de que el deporte es la culminacin ltima y deli-rante de cualquier forma de inocencia y amor propio.

    El asunto, ms all de una improvisada medi-tacin deportiva, es que ltimamente llego tarde a todas partes. Durante las maanas, por ejemplo, me pillo corriendo detrs del tren en el que voy al tra-bajo. Es ridculo y agotador. Por ms que intente lo contrario, llego a la estacin, le echo un vistazo r-pido al reloj y, con resignacin, me repito que llega-do a ese punto todo se trata de estar en forma y de

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    intentarlo con ms ganas. Y sin saber muy bien cmo, ya estoy corriendo una vez ms, tratando de subir volando por las escaleras, saltando de a tres peldaos en tres peldaos, pasando entremedio de esa gente que nunca tiene ningn apuro, que miste-riosamente siempre llega a tiempo.

    El optimismo, sobre todo en momentos como esos, parece un simple efecto colateral de las en-dorfinas: seguro que el conductor esperar, me digo. Y la prxima vez s que me levantar ms temprano, sin duda, pero en ese instante, por quincuagsima vez y pese a la evidencia, me convenzo de que falta solo un paso ms, otro ms.

    La nia que hoy revisaba los boletos era her-mosa y estricta. Adems tena los ojos grandes y los abri mucho cuando pidi que le mostrara mi tar-jeta de descuento. Los puso as, como dos huevos fritos. En ese momento, cuando tuve que buscar torpemente el pedazo de papel dentro de la billetera, no supe muy bien cmo interpretarlo, pero ahora me doy cuenta de que he gastado casi todo el viaje pensando en su curiosa peticin.

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    O tal vez solo en ella. Apostara a que es nueva. A fin de cuentas la

    rigidez casi en cualquier cosa es propia de los debutantes. De seguro en la Academia de Cortado-res de Boletos aprendi que los pasajes con descuen-to deban ser confirmados y quiso confirmar el mo. Claro que por un momento, cuando estuvo all al frente con su uniforme gris, a diez o quince cent-metros de mis narices, no ca en cuenta de que era una revisora. Durante ese par de segundos que siem-pre se hacen muy largos, cre que me dira otra cosa, que la conoca de alguna parte, que se sentara a mi lado, que los viajes efectivamente ofrecen vidas pa-ralelas, oportunidades nicas que no se darn en otras partes.

    En los viajes, por ms que los haya repetido mil veces, uno siempre esconde la fantasa de que no solo el paisaje ser nuevo, sino la gente y en una de esas uno mismo. Que por estar en Mosc o en Puer-to Saavedra se descubrirn verdades inmensas que en general no se ven por culpa de un vecino inso-portable o porque el camino que tomamos cada da para ir al trabajo es tan aburrido como el bisbol.

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    Al final nunca es as, pero los viajes ofrecen esperan-za y supongo que por eso hay tanto adicto a armar las maletas y salir corriendo. De hecho, quiz no haya literatura ms fantstica y optimista que la pu-blicada por Lonely Planet. En todo caso, ahora que el tren avanza por una pequea ciudad llamada Oss, me digo que lo curioso de este recorrido, su princi-pal gracia, es que no hay novedad. Es siempre igual. Calcado. Pasan aos, presidentes, guerras y cortes de pelo, pero este viaje que repito todas las semanas, desde hace ya un par de aos, es siempre el mismo. No hay paisajes ni pases nuevos, pero en cualquier detalle, por mnimo que sea, incluso en la sonrisa falsa de la revisora de boletos, sigue intacta la posi-bilidad de romper la costumbre, lo normal. En otras palabras, de salir realmente de viaje.

    Al comienzo no me atreva a abrir las puertas. No saba cmo hacerlo. Me quedaba all atrs, en medio del pasillo, y cuando el tren estaba a punto de detenerse, aprovechaba para estirar el cuello y me-morizar cmo se haca. Claro que no haba misterios ni la ms mnima ciencia: era una puerta comn y

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    corriente. Pero yo era tan porfiado como un apren-diz de taichi y durante meses me qued siempre al fondo, preparando la imitacin perfecta. Por eso hoy, cuando encuentro turistas que dudan frente a las puertas cerradas, me acerco y las abro con un orgullo idiota, un poco como el dueo de casa que les muestra a sus invitados la remodelacin del bao.

    En un ensayo acuoso y con olor a humedad, Joseph Brodsky deca que el mimetismo es la mone-da ms preciada de todo viajero. Durante su prime-ra estancia en Venecia, ciudad a la que volvera to-dos los aos y en la que ms tarde sera enterrado y ser enterrado en Venecia es ms o menos como no ser enterrado, iba vestido como l crea que se vestan los italianos. Es decir, en blanco y negro, como en las pelculas de Antonioni. Idealmente con el pelo bien engominado y con un cigarro MS col-gando de los labios con calma y parsimonia.

    Mientras afuera el campo se acostumbra a la primavera, me autoevalo a ver cunto me mimeti-zo y qu pelcula trato de representar. Pero despus de pocos minutos me parece que la de Brodsky no

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    es una pregunta para m. A fin de cuentas este no es un viaje hacia un destino desconocido, sino la repe-ticin de uno. O en el mejor de los casos un viaje en captulos interminables que se inicia en un pas y termina en otro, un viaje que en realidad parece un mantra lento y extranjero como esos que repiten por las maanas las monjas que estn en un monasterio cerca de Limache.

    El punto de partida es Lovaina (Leuven en ho-lands y Louvain en francs), una vieja ciudad uni-versitaria de monjas y curas que est casi en el cen-tro de Blgica, y el punto de llegada es Nimega (Nijmegen), la capital jipi de Holanda. Son 180 ki-lmetros que he recorrido ms o menos trescientas setenta y seis veces, en un sentido y en otro, y toda-va no se me ocurre qu marca de cigarros comprar o qu chaqueta escoger para pasar desapercibido. Aunque lo ms probable es que la respuesta para tanta indecisin est en otra parte.

    Deca Cees Nooteboom, el escritor holands, que su Japn es un Japn de libros. Uno que fue construyendo en su cabeza gracias a pelculas, a fo-tos, a novelas y al siempre generoso paso del tiempo.

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    Un Japn, por cierto, que tal vez no tiene nada que ver con el Japn real, ese que se encuentra en las calles de Shibuya o de Sapporo, pero que mal que mal es su Japn.

    Quiz con estos pases planos pasa exactamen-te lo contrario. Mi Holanda no es una Holanda que haya descubierto leyendo novelas ni echado sobre las butacas de un cine, forjada como la imagen que cual-quiera nacido en los aos ochenta debe de tener por decir algo evidente de Nueva York, sino una Holanda estrictamente personal y privada. Una que me dedico a inventar arriba de un tren, aprendiendo a comer pan con queso gouda y a usar impermea-bles. Tal y como si este viaje fuera una novela. Una novela que no parece novela, tal como mi Holanda no se parece ni siquiera un poco a Holanda.

    Como por las maanas soy muy conservador, prefiero leer diarios. Si tuviera que explicarme dira que es una decisin prctica y concienzudamente pensada: son breves, baratos, fciles de doblar, uno se entrena en esa lengua rara y hasta traen chistes. Pero quiz no sea ms que una decisin sentimental

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    y romntica, un poco adolescente, anclada en el gusto por encontrar malas noticias toda noticia bien lograda siempre ser una mala noticia o en el goce infinito de avanzar rpido las pginas y quedar con los dedos levemente manchados con tinta fresca. De chiripa uno se entera de qu hizo Lionel Messi durante el fin de semana o aprovecha los mrgenes para garabatear una improvisada lista de supermercado.

    En general, durante la maana los vagones es-tn llenos de diarios que los pasajeros han ido dejan-do ms por las ganas de deshacerse de ellos que por haberlos olvidado. A buenas y primeras reconozco De Pers, Metro, algn Le Soir o Volkskrant dejado a su suerte y Spits. Este ltimo en la portada de hoy lleva la foto de un par de conductores de la NS, es decir del mismo tren en el que escribo esto, fumando pitos con su uniforme azul en un oscuro coffee shop capitalino, muy cerca, dicen, de la estacin central de msterdam. En la imagen, que es particularmen-te borrosa, se ve a tres o cuatro tipos fumando du-rante un descanso y, segn dice el pie de foto, antes de volver a manejar el tren. De repente lo nico que

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    uno puede preguntarse y tal vez es la nica pre-gunta pertinente es qu tanto conduce un con-ductor de tren. Una pregunta, por cierto, que me repito odiosamente cada vez que subo a un avin.

    Cunto pilotea un piloto? Cuando uno pregunta este tipo de cosas tan

    pesadas, en una comida o en el cumpleaos de un amigo, ms temprano que tarde alguien dice que los aviones, tal como el metro o los trenes, se manejan solos. Que es un computador el que lo hace todo y que el tipo que est parado en el primer vagn o en la cabina del piloto es un bueno para nada que con-firma que todo est en orden. Algo as como un inspector que controla a los nios que juegan en el patio del colegio. Hay algunos a los que esa explica-cin los tranquiliza. Tal vez han visto pocas pelcu-las o jams han intentando imprimir algo cual-quier cosa a ltima hora, confirmando cmo esa mquina infernal se niega caprichosamente a fun-cionar. A m la opcin del automatismo me deja helado, aterrado de viajar gracias a la voluntad de ceros y unos que huelen a WD40 y azufre. No hay dudas me dijo esa misma tarde mi amigo Carlos

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    cuando le coment la noticia, siempre ser mejor que un tren huela a marihuana.

    Nos separaban solo quince metros y una ven-tana. Como no era gran cosa, aprovech para mirar-la sin pudor ni vergenza, de arriba abajo y sin crer-melo mucho: era una araucaria calcada a las que vi mil veces en los bosques del sur de Chile. Tena las ramas como paraguas invertidos, apuntando hacia el cielo, pero el nico detalle fuera de lugar y en los detalles vive el diablo es que el rbol no estaba en medio de un bosque en Coaripe ni en una de esas tristes plazas de provincia, sino en Etten-Leur, una ciudad perdida en el interior de Holanda.

    Una araucaria en Holanda. A m me sonaba raro y extico, como una historia forzada y un poco fantstica. Esa noche, cuando volv a casa, com un sndwich de atn y me qued pensando en las fam-licas y ridculas posibilidades de que una araucaria llegara a cualquier otra parte que no fuera una ciu-dad medio despoblada del sur de Argentina o Chile. Quiz todo era obra de un exiliado nostlgico, me dije buscando una explicacin, o de un amante algo

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    posmo de la jardinera, un tipo que tena muchas ganas de brillar frente a sus vecinos.

    Al rato, mientras lavaba los platos con las luces apagadas, dejando que nicamente los postes de all afuera iluminaran la cocina, ignoraba que por pri-mera vez no encontrara una buena respuesta en Google y que no sacara nada con buscar y buscar entre pginas y foros de especialistas a ver si encon-traba cmo fue que el rbol que sorprenda a los conquistadores espaoles, el mismo que las machis usaban para sus guillatunes, termin en el patio de una casa holandesa.

    Entonces, cegado por una obsesin un poco ridcula nunca he tenido mayor inters en los ma-puches y, en general, las culturas (aborgenes o no) y los discursos nacionalistas me aburren tanto que corro el peligro de morir atorado a bostezos, en-cargu tres libros de historia de la botnica por The Book Depository y me fui a dormir con la sensacin absurda del deber cumplido.

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