Escalofrios - AA. VV

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He aquí un libro estremecedor que

reúne a los maestros de laiteratura de terror contemporánea

Desde el entusiasmo maníaco de

Stephen King  hasta el elegante

ngenio de Paul Hazel, pasando

por el simbolismo enigmático de M

John Harrison, el psicologismo

nquietante de Clive Barker, eestilo implacable de Deni

Etchison y el erotismo refinado de

Thomas Tessier, esta obrarecopila seis pequeñas joyas de

horror universal.

Se trata de seis largos relatos que

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por distintos medios, logran u

mismo resultado: sacudir las fibra

ntimas del lector, hacerle partícipe

de espeluznantes experiencias que

bordean los imprecisos límites entre

a realidad y la ficción. Una lectura

mprescindible para conocer lomejor de un género apasionante.

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Selección de

Douglas E. WinterEscalofríos

ePub r1.0GONZALEZ 20.05.14

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Título original: Prime Evil 

Douglas E. Winter, 1988, Introducción

Stephen King, 1988, El Aviador Nocturno

Paul Hazel, 1988, Ponga una mujer en sumesa

Denis Etchison, 1988, El beso sangriento

Clive Barker, 1988, La inminencia del 

desastreThomas Tessier, 1988, Comida

M. John Harrison, 1988, El Gran Dios

 Pan

Traducción: Eduardo G. Murillo

Editor digital: GONZALEZDigitalización: peny

ePub base r1.1

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Estos relatos son obras deficción. Nombres, personajes,

lugares e incidentes son productode la imaginación del autor, o seutilizan con fines artísticos;cualquier parecido con personas

reales, vivas o muertas, hechos ylugares es pura coincidencia.

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 A Hilary Ross

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… faranno dei cimiteri le

loro cattedrali

e delle città le vostre

tombe.

DARIO ARGENTO

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Introducción

¿Qué es lo que confiere calidad a literatura de terror?

A menudo me han pedido que, com

crítico, juzgara las obras de loprincipales talentos en el campo de literatura de terror. He dedicado u

ensayo a estudiar las causas defenomenal éxito de Stephen King, y hpublicado también una historia del terrocontemporáneo, contada a través de lavidas de sus más brillantes y conocidoescritores. Como lector y cinéfilempedernido, he tenido ocasión d

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acceder a casi todo lo que ofrece epanorama del género. Mi propiproducción literaria vuelve regularmenta los temas de la violencia y el miedo.

Con todo, me siento tentado responder esta pregunta con l

desarmante seguridad de Potter Stewartuez del Tribunal Supremo, quien afirm

en cierta ocasión que reconocía l

obscenidad en cuanto la veía.Muchos lectores creen que el relat

de terror es algo embutid

exclusivamente en ediciones de bolsillrepetitivas, atiborradas de prosa vulgaportadas sensacionalistas y títulorillados que empiezan siempre con l

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palabra «El». Y, en la mayoría de locasos, tienen razón. Los cuentos derror actuales ofrecen muy pocas vece

alguna novedad. Son escasos loargumentos frescos y excitanteetiquetados como «terror»; de hecho

casi todos los editores se lamentan de lfacilidad con que estos relatos puedeclasificarse en subcategoría

reconocibles. (T. E. D. Klein, el primeeditor de Twilight Zone Magazine, mdijo una vez que el noventa por cient

de las obras que se presentaban a scriterio para ser publicadas en la revistpodían agruparse en diez variedadeópicas). En general, la escritura e

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ramposa y superficial; en el peor de locasos, no rebasa la pobreza de larevistas baratas de aventuras.

Por cada relato o novela originaaparecen cientos de imitacionedescaradas de libros millonarios e

ventas o de películas famosas, que snciden en la temática de las inevitable

casas encantadas, niños con podere

psíquicos, pequeñas ciudades acosadapor el mal o presencias sobrenaturaleque preludian una invasió

extraterrestre. A juzgar por los estantede las librerías, existe un público quconsume masivamente las imitacioneque intentan recordarnos éxitos ajenos.

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Descubrir la buena literatura derror exige pasar por alto las portadalamativas, las extravagantes citas de la

cubiertas y, desde luego, las etiquetaque los expertos en publicidaadjudican a sus productos. Les invito

compartir conmigo una pequeña herejíaEl terror no es un género, como l

ntriga, la ficción científica o la

novelas del Oeste. Tampoco es un tipde novela destinada al gueto de unestantería especial en las bibliotecas

ibrerías.El terror es una emoción, presente eoda la literatura. Se puede rastrear tant

en las páginas de William Faulkner

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Carlos Fuentes como en las de StepheKing. En los últimos años, ha apareciden la obra de escritores tan disparecomo, J. G. Ballard, Robert CormierJerzy Kosinski y Jim Thompson. Sechamos una ojeada a la historia de l

iteratura anglosajona, comprobaremoque casi todos los escritores de mayoprestigio (desde Shakespeare a Joyce

pasando por Hawthorne y Hemingwayhan escrito al menos un cuento dfantasmas, de miedo o sobre el mal e

estado puro.«La más antigua y poderosa emocióde la raza humana es el miedo», escribiH. P. Lovecraft, y los relatos qu

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nvocan el miedo jamás carecieron dnarradores… ni de lectores. El hecho dque en nuestros días siga existiendo unmarca de fábrica llamada «literatura derror» patentiza bien a las clara

nuestra perdurable (y, en apariencia

creciente) habilidad para disfrutar en lpráctica de esta emoción.

Y no cabe duda de que disfrutamos

En palabras de Clive Barker, «no haplacer comparable al horror».

EL PARQUE DE ATRACCIONES DEL MIEDO

Reconozcámoslo: el miedo e

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divertido. Una atracción fundamental decuento de terror es que, a veces, ofreca excusa para decir: «Dejad lo

cerebros en la puerta, tíos, enrollémonos». En realidad, no nomporta que flojee el guión de película

basadas en sus efectos especiales, comoltergeist, Posesión infernal  o Aliens

el regreso; después de todo, la

pesadillas no suelen seguir un hilargumental coherente. Las imágenehablan por sí solas con una magi

especial: tanto los rostros monstruosoque emergen en primer plano, como lamanos que aferran un hombro de súbitoo los charcos de sangre coagulada so

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os soportes de una feria de altecnología. Nos gusta contemplar algan grotesco e inesperado que nos hag

chillar o reír (a veces al mismo tiempo)arropados en la seguridad de saber quen el parque de atracciones del mied

este tipo de comportamiento no sólo eaceptado, sino incluso alentado.

La palabra correcta es evasión. «Lo

sueños —escribe Charles Fisherprofesor de psiquiatría y director deaboratorio del sueño en el hospita

Monte Sinaí de Nueva York— nopermiten a todos y cada uno de nosotroenloquecer tranquilamente y sin peligrodas las noches de nuestra vida». Su

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palabras pueden aplicarse también a losueños engendrados por el cine y literatura de terror. Vivimos tiempo

peligrosos y necesitamos, poconsiguiente, algo más peligroso que laapacibles fantasías de romances

aventuras.A medida que se publican má

noticias acerca de ciudadano

norteamericanos retenidos como reheneen países extranjeros, de tranquilizanteenvenenados o de residuos tóxico

almacenados bajo patios de escuelas, erelato de terror parece más invitador…porque nos demuestra, al menos, que lacosas todavía podrían ir peor. Com

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Stephen King escribió en La niebla[1].

Cuando las máquinas fallan,cuando las tecnologías fallan,cuando las religionesconvencionales fallan, hay quedarle otra cosa a la gente.Incluso un zombi que camina con paso vacilante en la noche puede

resultar absolutamentegratificante comparado con latragicomedia existencial de la

capa de ozono que se vadestruyendo ante el asaltocombinado de un millón de

desodorantes en vaporizador.

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El zombi mencionado resultgratificante desde el momento en questá confinado en la letra impresa o ea pantalla del cine; en el terror

podemos controlar nuestros miedoslamados al orden y, muy a menudo

derrotados. Por muy desesperada qusea la situación, siempre nos queda unvía de escape del escapismo: abandona

el parque de atracciones del terror ecualquier momento. Todo relato derror, como toda pesadilla, tiene u

final feliz: podemos despertarnos decir que se trataba de un simple sueño.¿O no?

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LA PESADILLA SE CONVIERTE EN

REALIDAD

En ningún parque de atraccionedebe faltar una sala de los espejospodemos despreciar las máscaras dgoma y los monstruos de  papier-mach

como pura fantasía, pero esos espejocombados reflejan algo indudablement

real. Accedemos a la sugestivoportunidad de contemplarnos desdángulos extraños y perspectiva

distorsionadas… y, tal vez, de ver cosapor completo inesperadas.

El relato de terror no es tan sólo un

simple vía de escape, sino también u

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modelo de conocimiento que actúaconsciente o inconscientemente, a modde espejo imperfecto de los auténticoerrores de nuestros días. La

memorables cintas de terror de ldécada de los cincuenta se hacían eco d

a mentalidad de la guerra fría, ofrecían los insectos gigantes de  L

humanidad en peligro o The beginnin

of the end  como respuesta a la amenaznuclear, y  El enigma de otro mundo 

a invasión de los ladrones de cuerpo

cediendo a la histeria anticomunistareacciones viscerales contra ciertaformas de vida extraterrestre quamenazaban el modo de vid

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o lo hagas, nos advierten, o pagarás uprecio espantoso. No hables coextraños. No vayas a guateques. Nhagas el amor. No te atrevas a sediferente.

Sus victimas, abandonadas a lo

pecadillos de la llamada Generación deYo, se revuelven una y otra vez entre subrazos expectantes. Su némesi

exclusiva suele ser una heroínmonógama (cuando no virginal), unmadonna  de clase media que ha hech

caso a sus padres y actúa siguiendo suconsejos. Y lo que mantiene alejados os monstruos de nuestros días no soos crucifijos o las balas de plata, sino

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precisamente, su decoroscomportamiento.

LOS MONSTRUOS DE LOS AÑO

OCHENTA

Aquellos monstruos han cambiado.El vampiro es un anacronismo en e

despertar de la revolución sexual. Locolmillos del  Drácula  de Bram Stokerafilados por la represión de la épocvictoriana, han sido limados por lomitadores de la sexóloga Rut

Westheimer. El conde sediento de sangr  su descendencia sobreviven e

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nuestros días más por una cuestión dsentimentalismo que de sensualidadcomo una fantasía de la clase altdecadente, el sueño prohibido de lclase baja que aspira a un cierto chi

ánguido (como en El ansia, de Whitle

Strieber), o el símbolo de uncorrupción absoluta (véase el cuento dStephen King El Aviador Nocturno, qu

publicamos en esta antología).El hombre-lobo también h

envejecido; su relato arquetípico,  E

extraño caso del doctor Jekyll y miste yde, de Robert Louis Stevenson

hincaba las raíces en la mentalidavictoriana, con su marcado dualism

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entre caballeros civilizados y zafiognorantes. Como las diferencias d

clase disminuyen en nuestros tiempopopulistas, el dualismo se hace confusoEl hombre-lobo sobrevivirá en tantsigamos luchando con la bestia, qu

anida en nuestro interior, pero sumodernas encarnaciones —  Lobo

humanos, Aullidos, Un hombre-lob

americano en Londres — sugieren quel salvaje ha ganado la partida merodea en las calles de la jungl

urbana.El invasor extraterrestre, el coco da era Eisenhower, volvió a ponerse d

moda con películas como  Alien  y l

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nueva versión de  El enigma de otr

mundo  ( La cosa, dirigida por JohCarpenter), pero fue transformado poas anhelantes fantasías de Spielberg e

un bondadoso salvador venido del cieloEl legado automático de  Encuentros e

a tercera fase y E. T . ha sido una seride adorables extra-terrestres, desde lsirena de Un, dos, tres… splash  a lo

afables protagonistas de StarmanCocoon y ALF .

También han desaparecido lo

supervivientes de lejanas culturas (lamomias, los golems, las criaturas de laagunas negras); no pueden mantenerse

flote en una sociedad en constant

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evolución, cuya visión de la historiantigua no se remonta más allá de loaños cincuenta.

Los monstruos de nuestra era somenos exóticos y, por desgracia, másintomáticos que sus predecesores. Un

ocura insensata anima las páginas duna de las mejores novelas de terror dos años ochenta,  Red dragon, d

Thomas Harris. Los niños maltratadoson el implacable tema de lapopularísimas novelas de V. C

Andrews, mientras que la disolución da familia y el matrimonio es unobsesión constante en la narrativa dCharles L. Grant. Las lacras de l

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sociedad moderna —en especial laenfermedades venéreas— contaminaas películas de David Cronenberg. L

decadencia urbana es el telón de fonden el que Ramsey Campbell sitúa todosus cuentos. Stephen King se encarniz

en el mal funcionamiento de la vidcotidiana, dando rienda suelta a las mámezquinas tiranías de nuestra socieda

de consumo: nuestros bienedomésticos, nuestros coches y camionesel perro del vecino.

El monstruo más simbólico de loaños ochenta nos parece todavía máfamiliar. Les llamamos zombis, percomo dice un personaje de El día de lo

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muertos, de George A. Romero: «Elloson nosotros».

EL MUERTO DE AL LADO

Los zombis han formado parte decatálogo de monstruos desde principiode siglo, cuando la práctica del vud

proveniente de las Indias Occidentaleganó cierta reputación; sus relatos dmuñecos diabólicos, sacrificios pagano muertos vivientes se convirtieron en eema central de algunas películas y

clásicas, como White zombie  con BelLugosi, y Caminé con un zomb

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producida por Val Lewton y dirigida poJacques Tourneur.

Sin embargo, el zombi moderno nacen 1968, cuando el realizador dPittsburgh George A. Romero consiguirodar con el más bajo de lo

presupuestos  La noche de los muerto

vivientes. En ésta, y en sus dos secuelasZombi y El día de los muertos, Romer

raslada los zombis a un marccontemporáneo, abandonando loatavíos rituales del vudú para presenta

una visión horriblemente prosaica devecino fallecido. Arrastrando los piessilenciosos, la mirada perdida en lejanía, son los individuos que toman l

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última copa en algún bar o qudevuelven el cambio en un peaje de lautopista; en  Zombi, Romero loequipara a dependientes de galeríacomerciales, pálidos reflejos de lomaniquíes alineados en los escaparates.

Desde el punto de vista de Romero  de los entusiastas pastiches detaliano Lucio Fulci, los zombi

encarnan la pesadilla liberal: masaapiñadas, ansiosas de una bocanada daire puro, que llegan a tu puerta con u

solo pensamiento en la mente. «Quierecomerte», reza el fascinante pasquípublicitario de  Zombi 2, de Fulci; smordedura es infecciosa, provoca un

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muerte momentánea y la nueva vida sntegra en un todo canibalístico, vacuo

estúpido.Romero y Fulci, así como escritore

de la talla de Setphen King ( La hora de

vampiro), Peter Straub ( Floatin

dragon) y Thomas Tessier (en sbrillante  Finishing touches), subviertea lección conformista que suele brinda

el cuento de terror tradicional, lozombis, nos dicen, simbolizan econformismo (ciego e insensato a escal

nacional) que ha aportado tanto miedo nuestras vidas cotidianas. La intrusiódel terror nos permite ver nuestro mundcon claridad, conocer sus peligros y su

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posibilidades. De lo contrario, como lociudadanos de la más memorablnarración de Clive Barker,  En la

colinas, las ciudades; que se unen pardar forma a un gigante y marchar a lbatalla, estamos condenados:

Popolac se volvió hacia lascolinas, sus piernas daban

zancadas de más de mediokilómetro de largo. Cadahombre, cada niño y cada mujer 

de aquella torre hirvienteestaban ciegos. Sólo veían através de los ojos de la ciudad.

 No pensaban, tenían tan sólo los

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 pensamientos de la ciudad. Secreían inmortales en su pesada,implacable fuerza. Inmensa, locae inmortal.

En  El día de los muertos, loúltimos vestigios del orden racionasoldados y científicos, quedan atrapadoen una base subterránea de misiles co

os detritos de la civilización, desdvehículos recreativos abandonados hastcopias de declaraciones negativas de

mpuesto sobre la renta. Los zombiaguardan en la superficie, símboloambulantes de la definitiva necedad: l

ucha por el poderío nuclear. En  L

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noche… y  Zombi, Romero expuso laípicas soluciones tan caras a Estado

Unidos (religión, familia, consumismoarmamento superior), pero nfuncionaron. En la primera secuencia d

l día… el científico jefe se est

devanando los sesos para encontrar algque haga portarse bien a los zombis: épor supuesto, está loco de remate

Somos nosotros quienes debemoaprender a no comportarnos comzombis. Al final, los único

supervivientes son aquellos que rehúsasometerse y se rebelan contra la estériparodia de la autoridad; hallan una víde escape muy simbólica: ascienden po

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un silo de misiles balísticontercontinentales y encuentran u

paraíso de paz.

U NA MIRADA A LA OSCURIDAD

La buena literatura de terror nuncha girado alrededor de los monstruos

sino de los hombres. Descubre algmportante sobre nosotros, algo oscuroa veces monstruoso… y, por lo generade mal gusto. El arquetipo de la Caja dPandora es el origen de sus relatos: eenso conflicto entre placer y miedoatente cuando nos enfrentamos a l

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prohibido y a lo desconocido. Mientrapasamos las páginas, la Caja se abreos tabús de nuestras vidas queda

expuestos a la luz, y se ponen a pruebos límites del comportamient

aceptable. Sus escritores saca

iteralmente a rastras nuestros terrorede las sombras y nos obligan contemplarlos con desesperación…

alivio.¿Y por qué no? ¿A quién no l

apetece ver lo que hay detrás de l

máscara del Fantasma de la Ópera? Ysabemos que no será hermoso, pero, auasí, no nos abstenemos de pedir«Enseñádmelo».

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 No queremos decir con esto que lbuena literatura de terror sea podefinición explícita o clarificadora. Lnarrativa de Clive Barker o de DaviMorrell —autores conocidos por ldureza de sus imágenes— es gráfica,

menudo implacable, pero nuncmeramente explícita.

¿Cuántas veces se han sentid

decepcionados por la adaptaciócinematográfica de alguna de sunovelas de terror favoritas? La razón e

muy simple: el director plasmó supropias imágenes, no las que ustedeveían mentalmente cuando leían el libro

La lectura es un acto íntimo, en e

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que escritor y lector comparten lmaginación. Su poder se acrecient

cuando el argumento saca a flotnuestros terrores más profundos oscuros. Cuando un escritor eligmágenes explícitas, expulsando su

emores ocultos, priva al lector dcompartir el acto de creación.

Sin embargo, critico la actua

endencia hacia una literatura de terroexplícita por razones más importantesDemasiados proveedores «al po

mayor» parten de la base de que epropósito de la literatura de terror econseguir la sumisión del lector. Scomplacen en esas tácticas groseras que

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an bien conocen los directores de cinea mano que aparece por sorpresa, e

repentino primer plano sobre un cadávemutilado… Con todo, el sobresalto euna experiencia visceral, una sobrecargsensorial de la que nos recuperamos

por suerte, con gran rapidez.La buena literatura de terror n

busca el sobresalto, sino la emoción: s

nfiltra bajo nuestra piel y se queda conosotros, prueba suficiente de que lfuerza de la imagen reside en e

contexto. Estilistas como DenniEtchison y M. John Harrison provocamás terror mediante una sombrdeslizante o una mancha fugitiva que lo

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itros de sangre derramada en la mayoríde las películas del género. El selldistintivo de todos los escritores quhan colaborado en esta antología es scapacidad de no sólo asustar al lectorsino de turbarlo, de invocar un misteri

que permanecerá una vez cerradas lapáginas del libro.

La innegable seducción de l

iteratura de terror descansa en shabilidad para ver en la oscuridad, eexplorar el vacío que acecha tras l

fachada del orden. El género eresponsable de incontables películas ibros de bolsillo cuyo único propósit

es dar un susto tras otro a base d

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engaños; pese a todo, en sus momentomás penetrantes, aquellos de inmaculadclaridad de discernimiento qulamamos arte, la literatura de terror n

se fundamenta en el engaño. Nos comunica una sola certeza: que

en palabras de Hamlet, «todo lo quvive ha de morir». No buscamorespuestas a este enigma; sabemos

aunque de modo instintivo, que ecuestión de fe. Lo que buscamos es umétodo de confesar nuestras dudas

nuestras incredulidades, nuestroemores, y el relato de terror ofrece lrara oportunidad de reír y llorar sobre ehecho de nuestra mortalidad.

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Cuando entramos en el parque datracciones del terror descendemos aúltimo abismo: vemos la noche máoscura. Al salir, una vez hemos pasadde las tinieblas a la luz, no podemoolvidar que nos hemos enfrentado co

nuestros más ocultos temores y hemosobrevivido.

Y ya estamos dispuestos a probarl

otra vez.

¿Qué es lo que confiere calidad a literatura de terror?

La presente obra[2]  es mi respuestaTrece historias creadas especialmentpara este libro por las voces má

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consistentemente originales nquietantes de la narrativ

contemporánea. A cada uno se le ofrecia oportunidad de trabajar siimitaciones de estilo, argumento

extensión; los resultados van desde e

cuento breve a la novela corta.El producto final es un excepciona

apiz literario tejido con hebras de pros

oscura y decididamente idiosincrásicadel entusiasmo maníaco de Stephen Kin David Morrell al erotismo amanerad

de Thomas Tessier y Whitley Strieberdel elegante ingenio de Paul Hazel Thomas Ligotti al simbolismenigmático de M. John Harrison y Jac

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Cady. Trece voces genuinas ndividuales. Aflora de vez en cuand

algún elemento de homage  (en especiaa Henry James, Arthur Machen y JosepConrad), pero estos relatos forman partde una raza a extinguir, la clase d

narrativa que, en palabras del esforzadcapitán Lou Albano, «se imita a menudopero nunca se iguala».

En mi cuaderno de notas encontruna frase tomada de un texto dpsicología largo tiempo olvidado: «S

abres la luz con mucha rapidez, verás loscuridad». Los escritores aquantologados son esa luz, que brilla cogran intensidad. Éstos son sus relatos

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visiones singulares de los abismos máoscuros de nuestros sueños.

Varias personas me ayudaron a haceposible este libro; a todas ellas quierdedicarles unas palabras d

agradecimiento:Para mi esposa Lynne, cuya

aportaciones mejoraron el libro en toda

sus fases; para Mike Dirda, CharliGrant y Howard Morhaim, mi agentepor su amistad y buenos consejos; parGianni Scattolini, por saber las palabraprecisas; y, sobre todo, a mi asesoreditorial, Hilary Ross. Después de todofue idea suya.

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DOUGLAS E. WINTER 

lexandria, Virginia

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En la corte del reyCarmesí

 El agua empapa la tierra,

 pero la sangre salpica e impregna

los cielos.

JOHN WEBSTER 

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El Aviador Nocturno

Stephen King

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STEPHEN  K ING, nacido en 1947 ePortland (Maine), es el más populaescritor de terror en toda la historia, ambién el más prolífico, con cuatr

guiones para el cine, noventa cuentoscuatro recopilaciones y veinte novela

incluyendo las más recientes,  Misery The Tommyknockers) en su haberAunque cada novela tiene su

defensores, mis dos favoritas son  Lhora del vampiro  y  La zona muerta

Ambas se cruzan en  El Aviado

octurno.

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Dees no empezó a interesarse en easunto, a pesar de su permiso de pilotprivado, hasta el tercer y cuartasesinatos. Entonces husmeó la sangre.

 —No intento hacer un juego dpalabras —le dijo al director de  Insid

View, que se limitó a mirarlnexpresivamente—. ¿Todavía no ha

caído en la cuenta los de la prens

seria? Me refiero a la semejanza.El director, Morrison, montó e

cólera. Siempre montaba en cóler

cuando Dees usaba esa frase, uno de lomotivos por los cuales la repetía tan menudo. Bueno, si Morrison queríengañarse creyendo que un semanario d

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res al cuarto especializado en titularecomo MIS GEMELOS SON EXTRA

TERRESTRES, MUJER VIOLADA LLORA MUJER MALTRATADA SE COME A SU

MARIDO  formaba parte de la prensseria, allá él. Dees había visto llegar marcharse a muchos directores. Habírabajado para  Inside View  el tiemp

suficiente para saber exactamente lo qu

era: un comecocos que obesahausfraus[3] compraban en el mostradode la caja y devoraban frente

acrimógenos seriales junto con shelado favorito.

Sin embargo, a lo largo de su

catorce años en View, Dees habí

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olfateado de vez en cuando la sangresangre auténtica, no la basura habitual.

Después de los dos asesinatocometidos en Maryland por el hombre aque había bautizado mentalmente comel Aviador Nocturno, pensó que captab

de nuevo ese olor inconfundible. —Si te refieres a que alguien hay

nsinuado que se trata de crímene

relacionados entre sí, la contestación e«no» —respondió con sequedaMorrison.

«Pero no tardarán en hacerlo»pensó Dees. —Pero no tardarán en hacerlo —

dijo Morrison—. Si hay otro…

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 —Dame los recortes —pidió Dees.Los leyó, esta vez con sum

atención, y lo que leyó le dejó atónito.«Nunca había visto esto», pensó,

uego: «¿ Por qué no lo he visto nunca?»Pensó que Morrison era tonto de remate

Además, sabía que Morrison intuía lque pensaba. A Dees no le habímportado hasta hoy. Después de catorc

años en la empresa era el miembro máantiguo, el mayor cerdo de la pocilgapor decirlo de alguna manera

habiéndole ofrecido dos veces el puestde director, con sendas negativas por sparte. Morrison era el noveno directobajo cuyas órdenes servía (y uno d

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ellos, la deliciosa aunque ineptMelanie Briggs, estuvo bajo las suyas…de una forma mucho más informal, posupuesto).

Pero si Morrison era tonto dremate, ¿cómo había podido ser e

primero en descubrir la pista deAviador Nocturno?

Por un momento —sólo por u

momento—, en su mente aleteó la idede que estaba quemado, algo muy comúen la profesión, como bien sabía. Podía

pasarte un montón de años escribiendsobre platillos volantes que se llevabapueblos brasileños enteros (relatolustrados, muy a menudo, con bombilla

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desenfocadas que pendían al extremo dun hilo contra un fondo de fieltro negroo papás en el paro que hacían picadilla sus retoños como quien corta leña parel fuego. Te rebajabas a producimontones de basura con la máquina d

escribir. Ganabas mucho dinero, pero lbasura no deja de ser basura, y un día tdespertabas, según le habían contado,

decidías que ya era hora de buscar otrrabajo.

Había oído la historia muchas veces

pero nunca hubiera pensado que lsucedería a él.«Y no es así», insistió su mente

pero se sentía inquieto.

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Rediós, ¿cómo podía habérselpasado a él por alto?

Una semana más tarde voló Wilmington (Carolina del Norte)… Purcorazonada.

Bueno…, instinto, por decir algo.

El instinto del criminal.

Era verano, y en el Sur la vid

discurría plácidamente y el algodócrecía alto —eso decía la canción, amenos—, pero Dees tenía grandedificultades para llegar al pequeñaeropuerto de Wilmington, utilizado sólpor una compañía importante, lPiedmont, algunas líneas locales

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muchos aviones privados. En la zonhabía fuertes tormentas, y Dees shallaba a ciento cuarenta kilómetros deaeropuerto; daba tumbos en el airnestable, miraba el reloj y maldecía

Eran las ocho y cuarenta y cinco minuto

de la tarde, la hora para la que habíobtenido permiso de aterrizaje faltaban menos de cuarenta minutos par

a puesta de sol oficial. Ignoraba si eAviador Nocturno cumplía las normaradicionales, pero el olor a sangre er

más intenso que nunca.Había encontrado el lugar y eCessna Skymaster exactos.

Lo sabía.

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El Aviador Nocturno podía habeelegido Virginia Beach, o Charlotte, Birmingham, o incluso algún lugar máal sur, pero los dos últimos asesinatos sprodujeron en el fangoso aeropuerto dMaryland, y Dees había llamado a todo

os aeropuertos situados al sur dWilmington que parecían accesibles aAviador. Había telefoneado desde e

aparato Touch Tone de su habitación eel motel Days Inn hasta que se le cansel dedo.

 Ni un avión privado había aterrizada noche anterior en ninguno de loaeropuertos más a propósito, y eCessna Skymaster 337 tampoco. Nad

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sorprendente, teniendo en cuenta queran los Toyotas de la aviación privadaPero el Cessna 337 que había tomadierra anoche en Wilmington era el qu

andaba buscando. Ignoraba cómo lsabía, pero el hecho es que lo sabía. U

detalle importante para apuntalar lhistoria (y cada vez estaba máconvencido de que había  una historia

al vez lo bastante grande como para qua primicia del National Enquirer  sobr

el asunto Belushi-Smith perdiera tod

nterés), y quizá también para saber algque necesitaba saber: no estabquemado. Un lapso, tal vez, pero eso erodo. Aún seguía en forma.

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De momento.

 —N471B, aterrice en la pista 34 —

dijo lacónicamente la voz de la radio—Rumbo 160. Descienda y manténgase a 000.

 —Rumbo 160. Bajando de 6 a 000. Mensaje recibido.

 —Y vaya con mucho cuidado, hac

un tiempo de perros. —Recibido —dijo Dees, pensandsi el Labriego John del barril de cervezal que llamaban torre de control deráfico aéreo de Wilmington le estabomando el pelo.

Sabía que en la zona hacía un tiemp

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de perros; veía con toda claridad lamasas de cúmulos y los rayos que, comgigantescos fuegos artificialesdescargaban en su interior. Habípasado los últimos cuarenta minutovolando en círculos, y tenía la sensació

de estar sobre un pogo saltarín y no bordo de un Beechcraft de dos motoresProlongar la situación ocho o doc

minutos más hubiera ocasionado unmerma considerable de sus reservas dcombustible, y se habría visto obligad

a desviarse hacia Charleston. Laauténticas historias de terroescaseaban, pero como había dicho, debiera haber dicho un gran sabio

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del Tráfico Aéreo y la torre.

Cogió el micrófono y pensó en darl

un susto al Labriego John, preguntándolsi había advertido la presencia de algúcadáver de uno u otro sexo vaciado d

sangre, pero, luego lo volvió a poner esu sitio. Todavía faltaba media hora parel ocaso. Había comprobado la hor

oficial de Wilmington en camino desdel Aeropuerto Nacional de Washingtono, si nadie había muerto allí la noch

anterior podían considerarse a salvo…por el momento.

Dees creía que el Aviador Nocturnera un auténtico vampiro tanto com

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creía de pequeño en que el  Ratoncit

érez   le había dejado las monedas dveinticinco centavos debajo de lalmohada, pero si el tipo  pensaba  quera un vampiro —y Dees estabconvencido de que así era— quizá serí

suficiente para que se ajustara a lareglas.

La vida, en fin de cuentas, imita a

arte.El conde Drácula con permiso de u

piloto privado.

«Hay que admitir que queda fino»pensó Dees.El Beech experimentó fuerte

sacudidas cuando atravesó una espes

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capa de cúmulos en su firme descensoDees blasfemó y estabilizó el avión, aque cada vez parecía entristecer más eiempo.

«Estamos juntos en esto, chico»pensó Dees.

Cuando salió de las nubes distinguiclaramente las luces de Wilmington y dWrightsville Beach.

«Sí, señor, a las gordas les va gustar ésta —pensó mientras los truenoretumbaban en el lado de la puerta—

Comprarán tropecientos millones dcopias de esta criatura cuando vayan Kroger’s».

Pero eso no era todo, y él lo sabía.

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Ésta podía ser…, bueno…cojonudamente buena.

Ésta podía ser auténtica.

«Hubo un tiempo en que una palabrsemejante no habría cruzado por t

mente, colega —pensó—. A lo mejor testás quemando».

R EPORTERO DEL  «INSIDE VIEW»

CAPTURA AL  AVIADOR   NOCTURNOMANÍACO.

R EPORTAJE EXCLUSIVO SOBRE L

DETENCIÓN DEL  AVIADOR   NOCTURNOBEBEDOR DE SANGRE.

«NECESITABA HACERLO», DECLAR 

EL IMPLACABLE D

RÁCULA.

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«No es exactamente ópera», hubo dadmitir Dees, pero sonaba igual de bienPensó que sonaba como un himncelestial.

Tomó de nuevo el micrófono oprimió el botón. Sabía que el Aviado

continuaba allí, como sabía que no ssentiría a gusto hasta asegurarse siduda alguna.

 —Wilmington, aquí N471B. ¿Siguen la rampa un Skymaster 337 dDuffrey, Maryland?

 —Eso parece, amigo. Ahora npuedo hablar, hay tráfico aéreo —se oya través de la estática.

 —¿Tiene las toberas pintadas d

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rojo? —insistió Dees.Por un momento pensó que n

obtendría respuesta. —Sí, toberas rojas. Corte el rollo

471B, si no quiere que le meta unmulta de la Comisión Federal d

Comunicaciones. Hay demasiados pecepara freír esta noche, y no tengbastantes sartenes.

 —Gracias, Wilmington —dijo Deeen el tono de voz más amable que pudoColgó el micrófono y le hizo un gest

obsceno con el dedo, pero sonreía entrdientes, sin apenas reparar en lasacudidas que experimentaba el avión aatravesar otra capa de nubes. U

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Skymaster pintado de rojo, y apostaríel sueldo del año que viene a que si eonto de la torre no hubiera estado ta

ocupado le habría confirmado el númerde matrícula: N101BL.

Cristo, había encontrado al Aviado

octurno. Le había encontrado, aún nestaba oscuro del todo y, por imposiblque pareciera, la policía no había hech

acto de presencia. De todos modosaunque los polis estuvieran en eaeropuerto para investigar el Cessna

seguro que el Labriego John habríhablado de lo mismo: tráfico aéreo mal tiempo, como si no hubiera cosamejores que comentar.

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«Quiero tu foto, hijoputa —pensDees. Ya podía ver las luces daproximación, destellos blancos en loscuridad—. En su momento escribiré thistoria, pero antes que nada la foto».

Sólo una.

Inclinó más el avión, ignorando laseñales. Tenía el rostro pálido y rígido  los labios levemente entreabierto

revelaban sus dientes blancos, pequeño brillantes.

A la luz combinada del ocaso y de

cuadro de instrumentos, Richard Deerecordaba bastante a un vampiro.

 Inside View carecía de muchas cosa

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sutileza, por ejemplo, o excesivnterés por los matices de las historia

sobre las que informaba), pero poseíuna virtud innegable: un sensacionaolfato para los horrores. MertoMorrison era un pedazo de idiot

aunque no tanto como Dees habísupuesto en un principio), pero Deeenía que darle algo… Recordaba la

dos cosas que habían catapultado aéxito a  Inside View. En primer lugarcharcos de sangre. En segundo, puñado

de tripas.Bien, aún había fotos de niñamonas, predicciones psíquicas y dietade las que surten efecto sin que e

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nteresado deba abstenerse de nadaexcepto de lo que a él o a ella (a ellapor lo general) no le gusta, perMorrison había comprendido el cambide actitudes de la época cuando tomó lariendas. Dees suponía que por eso habí

durado tanto en su puesto (y, quizambién por lo mismo, estaba un poc

celoso del director, con su pelo cortad

a cepillo, sus delicados piececillos y sboquilla). Los hijos de las flores desesenta y ocho se habían convertido e

os caníbales del ochenta y ocho. Esigno de la paz había seguido el mismcamino de la chaqueta estilo Nehru y epeinado de los Beatles. Los héroes de

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país eran Rambo y Bernhard Goetz, eusticiero del metro. La tirada de Insidi

View, que había bajado en picado finales de los setenta y aún más principios de los ochenta, comenzó remontarse de nuevo bajo la dobl

administración de aquel par de idiotasRonald Reagan y Merton Morrison.

Dees no dudaba de que todaví

existía un público para Todas las cosabrillantes y hermosas, pero el de Tod

a basura repugnante y sanguinolent

había aumentado considerablementeLos partidarios de la primera contabacon James Herriot; los de la segundacon Stephen King e Inside View.

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La diferencia, según Dees, es quKing inventaba su material.

Los corresponsales recibieron emensaje seis meses después de que enombre de Morrison colgara de lpuerta del director: «De todos modos

paraos a oler las rosas cuando vayáis rabajar, pero, en cuanto lleguéis, abri

bien las ventanas de la nariz y husmea

a sangre».Y, en lo referente a sangre, ningú

olfato como el de Richard Dees.

Por eso era Dees, y ningún otrexcepto Dees, el que volaba esta nochhacia Wilmington, mientras Gloria Swetse dirigía a Nashville en busca de lo qu

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parecía el gran reportaje…, con labendiciones de Dees. Puesto que lcantante de country & western enfermde sida no era nada comparado con esto

Instinto.Instinto transformado e

conocimiento: el conocimiento de quexistía un monstruo humano que, eapariencia, pensaba que era un vampiro

un monstruo cuyo nombre Dees yconocía, pero que no había mencionada nadie más que a Morrison. Un nombr

que empezaría a sonar muy pronto. Y, eese momento, estaría impreso en loablones de anuncios de todos lo

mostradores de las cajas de todos lo

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supermercados de Estados Unidos…aterrorizando a todos los clientes egrandes caracteres.

«Atención, señoras y buscadores dsensaciones —pensó Dees—, ustedes no saben, pero un hombre muy mal

quizá una mujer, pero casi seguro uhombre) les va a salir al encuentroLeerán su nombre auténtico y l

olvidarán, pero carece de importanciaporque recordarán el nombre que  yo  ldi, el nombre que le colocará a la mism

altura de Jack el Destripador, eDescuartizador de Cleveland y la Daliegra».

El AVIADOR   NOCTURNO: PRONTO

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EN EL MOSTRADOR DE LA CAJA MÁ

CERCANA. Muy pronto.«La historia en exclusiva, l

entrevista en exclusiva…, pero lo qumás deseo es su foto en exclusiva».

Consultó otra vez su reloj y spermitió una fracción infinitesimal dreposo (lo máximo que Richard Dees s

podía relajar; era uno de esos hombreque sólo cuentan con dos velocidadescero y sobreacelerada). Aún quedab

casi media hora para que oscurecierpor completo. Aterrizaría junto aSkymaster blanco con toberas rojas (y l

nscripción N101RL pintada en rojo e

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a cola) en menos de quince minutos.¿Dormiría el Aviador en la ciudad

en algún motel de las afueras?Dees no opinaba así, puesto que lo

cuatro asesinatos habían sido cometidoen los propios aeropuertos.

Una de las razones de la popularidadel Skymaster, además de su precirelativamente bajo, residía en que era e

único avión de su tamaño que albergabuna bodega, no mucho mayor que emaletero de un escarabajo Volkswagen

pero con capacidad suficiente para tremaletas grandes o cinco pequeñas… ncluso para un hombre dormido

acuclillado, siempre que no igualara la

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dimensiones de un jugador profesionade baloncesto. El Aviador Nocturnpodía esconderse en la bodega deCessna con la condición de que: a

durmiera en posición fetal con larodillas apoyadas en la barbilla, b

estuviera lo bastante chiflado parpensar que era un vampiro de verdad, c) ambas a la vez.

Dees apostaba por la tercerposibilidad.

 — ¿Que si encontré algo donde e

avión había estado aparcado?, preguntel no demasiado sobrio mecánico depequeño aeropuerto de Mainerepitiendo una de las inspiradas

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nstintivas preguntas de Dees. Se lvolvió a pensar. Dees no le presionóSabía cuándo presionar y cuándesperar. De nuevo el instinto.

El mecánico resultó ser un viejchiflado que llevaba un mono ta

manchado que apenas se podía leer enombre  Ezra  cosido con hilo doradsobre la tetilla derecha. El mono, bajo l

capa negra de aceite, era de color azuLa gorra ladeada sobre la cabeza ernaranja fluorescente, adornada con una

huellas dactilares aceitosas tan claraque hubieran admirado a un poli dueva York. Se acariciaba una barbill

que desde hacía tres o cuatro días n

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entraba en contacto con una hoja dafeitar. Tenía los ojos inyectados esangre. El único olor más fuerte que ede aceite o sudor que uno percibía aacercarse era intenso e hiriente. El viejse habría revolcado en un campo d

enebros o trasegado enormes cantidadede ginebra. Con todo, Dees se alegró dque su avión no precisara ningú

servicio ese día.Aguardó con las manos hundidas e

os bolsillos de sus caros pantalones.

 —  Es curioso que me lo pregunteorque si que encontré algo.

Arrastraba las palabras al hablar. — Un gran montón de mierda.

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Miró a Dees, que había formulado lanterior pregunta:

 — ¿De veras?

 — Oh, y tanto. Le pegué una patad

con la bota.Una pausa.

 —  Algo asqueroso.Otra pausa. —  Esa jodida mierda estaba llen

de gusanos.Una tercera pausa. — Y de bichos similares  —termin

el mecánico.

Ahora que el altímetro estabbajando de cuatro a tres mil pies d

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altura, Dees pensó: «No te alojas ehoteles ni moteles, amigo, ¿verdadCuando juegas a ser vampiro eres comFrank Sinatra…, lo haces a tu manera¿Sabes lo que creo? Creo que cuando sabra la bodega de ese avión, lo primer

que veré será un montón de tierra dcementerio (y aunque no sea así puedeapostarte los incisivos superiores a qu

el reportaje empezará de esta forma) uego una pierna embutida en uno

pantalones de esmoquin, y luego la otra

porque estarás vestido, ¿no? Ohquerido, creo que irás vestido como ea década de mil ochocientas noventa

vestido para matar , si me apuras, y y

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engo el carrete metido en la cámara, cuando vea esa capa…».

Ahí se interrumpieron supensamientos; ahí se cortaron taimpiamente como una rama partida.

Porque fue en ese momento cuand

as luces blancas parpadeantes de amboados de la pista de aterrizaje s

apagaron.

El mecánico aficionado a la ginebrera un empleado del aeropuerto decondado de Cumberland, un nombre mábien pomposo para un diminutaeropuerto que consistía en docobertizos prefabricados y dos pista

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que se entrecruzaban. Como una de lapistas estaba alquitranada, y Dees nunchabía tomado tierra en una de polvoeligió la primera. El modo en el que sBeech 55 (gracias al cual estabempeñado hasta las cejas y un poc

más) rebotó cuando aterrizó lconvenció de probar la otra pardespegar. La encontró tan suave como e

pecho de una colegiala.Ah, el aeropuerto también contab

con un indicador de vientos, lleno d

parches como los calzoncillos de papápero allí estaba. «La tecnología llega aquinto infierno —pensó Dees—. Qununca cesen los milagros».

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El Condado de Cumberland era emás poblado de Maine, pero la ciudaque le daba nombre era la apoteosis dCutrelandia. Se hallaba entre unocalidad aún más pequeña (y cas

abandonada), bautizada con e

mprobable nombre de Jerusalem’Lot[4], y otra más grande y rica llamadFalmouth. Una visita a la comisaría d

policía de Falmouth para recabar mápormenores del caso convenció a Deede dos cosas: la primera, que los poli

de Falmouth no se consideraban unopatanes. La segunda, que, en realidad, leran.

El campo de aterrizaje d

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Cumberland existía gracias a las tarifaque pagaban los acaudaladoveraneantes, que lo consideraban de márápido y fácil acceso que el de Portlandcada año más congestionado de tráficaéreo. Falmouth, fuera o no una ciuda

de paletos, tenía una buena playa… una gran panorámica del golfo.

Además, las tarifas de aterrizaje e

el aeropuerto del condado dCumberland apenas alcanzaban eveinticinco por ciento de las d

Portland.Dees llegó en pleno verano, cuandel lugar estaba en su apogeo…, lo qusignificaba que había pasado del sopo

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nvernal a un sueño ligero. O sea que eaeropuerto, en lo más álgido de lemporada, había contratado l

deslumbrante cifra de cuatro empleadosdos mecánicos y dos controladores dierra (los controladores de tierr

ambién vendían chips, cigarrillos gaseosas y, en palabras del aficionado a ginebra, el controlador de noch

asesinado, Claire Bowie, preparabexcelentes hamburguesas con queso)Tanto mecánicos como controladore

hacían las veces de conserjes y dhinchadores de neumáticos, y no era rarque se vieran obligados a salicorriendo del lavabo, donde estaba

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impiando el retrete con un estropajopara conceder un permiso de aterrizaje asignar una pista del laberinto de docon el que contaban.

Esto significaba una tarea taabrumadora que el controlador de noch

del aeropuerto del condado apenapodía dormir seis horas…, a veces.

Poco antes del amanecer del dí

nueve de julio, un Cessna 337, matrícul101BL, había solicitado por radi

permiso de aterrizaje a Claire Bowie

Bowie era un solterón que trabajaba eel turno de noche del aeropuerto desd1954, cuando los pilotos abortaban cofrecuencia sus aterrizajes (maniobr

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conocida comúnmente como «frenado»por culpa de las vacas que haraganeabaen medio de la única pista que existía eaquella época.

Bowie recibió la llamada deSkymaster a las cuatro y treinta y dos d

a madrugada, y concedió el permissolicitado a las cuatro y treinta y seisLa hora de aterrizaje que anotó fuero

as cuatro y cuarenta y nueve; consignel nombre del piloto, Dwight Renfield, el punto de partida del N101BL, Bangor

en Maine. Las horas eran sin dudcorrectas. Lo demás, pura basura.Bowie no encontró en el archiv

ningún plan de vuelo de un Cessn

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101BL que hubiera despegado dBangor o de otro punto, pero supuso quel controlador de día lo había archivadmal, o quizá lo había usado para secar ecafé derramado de una taza, y no hizo emenor esfuerzo para verificarlo co

Bangor.En el aeropuerto del condado, l

atmósfera era relajada y una tarifa d

aterrizaje era una tarifa de aterrizaje.Dees había hecho comprobacione

en Bangor y, por lo que allí sabían, e

101BL había surgido de la nada.En cuanto al nombre del piloto, sraba de una broma grotesca. Dwight er

el nombre de un actor llamado Dwigh

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Fyre, y éste había interpretado, entre unplétora de otros papeles, el de Renfieldun babeante lunático cuyo ídolo era evampiro más famoso de todos loiempos.

Pero, supuso Dees, llamar por radi

a la Unidad de Comunicaciones preguntar por un permiso de aterrizaje nombre del conde Drácula levantarí

sospechas incluso en un lugar taadormecido como aquél.

 Levantaría.

Aunque no estaba seguro del todo.Después de todo, como había dichel adicto a la ginebra, una tarifa daterrizaje es una tarifa de aterrizaje.

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Tarifas de aterrizaje o no (y «DwighRenfield» había pagado la suy

enseguida, al contado, al igual que habípagado para que le llenaran lodepósitos, y a juzgar por la cantidad ddinero encontrada en el billetero dClaire Bowie había añadido una propinen moneda de curso legal… y generosa)a Dees le asombraba el indiferent

ratamiento concedido al N101BLDespués de todo, ésta era una épocmarcada por la paranoia de las drogas,

casi toda la basura era introducida epequeños puertos mediante pequeñobarcos, o en pequeños aeropuerto

mediante pequeños aviones (avione

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como el Cessna Skymaster de DwighRenfield, por ejemplo). Bowie hubierdebido mostrarse suspicaz y buscar eplan de vuelo que faltaba, al menos parcurarse en salud.

Eso es lo que hubiera debido hacer

pero no lo hizo. Aparte de la propina¿recibiría un soborno? En este caso, no guardaba en los bolsillos. El inform

de la policía especificaba una suma totade noventa dólares. Nadie se presta a usoborno de noventa pavos, ni siquiera u

patán, para ocultar un avión que quizvaya cargado de perico.Otra teoría: Renfield soborna

Claire Bowie. Bowie se lleva la pasta

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su apartamento de soltero y la ocultbajo su ropa interior, o algo así. Lnoche siguiente, Renfield, tal vez llende coca hasta los ojos y tan paranoicde ir mirando atrás que ya tienortícolis, decide matar a Bowie

Después llegan los polis y, en el cursde la investigación, uno de ellodescubre la pasta en un cajón de

ocador de Bowie. El poli desliza edinero en su propio bolsillo. Un golpde suerte: dinero caído del cielo.

Pero no se sostenía, y Dees lo sabíaBowie era conocido por su honestidadDees no había conocido a un hombrdecente en toda su vida, excepto u

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médium (quizá el único médiuauténtico  que Dees había intentadreclutar para  Inside View) llamadJohnny Smith, que le había echado patadas de su casa y amenazado comatarle a tiros. Y como Smith habí

ratado de asesinar tiempo después a umiembro de la Cámara dRepresentantes (no al presidente o, a

menos, a un senador, sino a un jodidrepresentante de Nueva Hampshire)Dees llegó a la conclusión de que l

nsólita honestidad de Smith podía secalificada tranquilamente de locura olvidada sin más. Sin embargo, ClairBowie parecía carecer de vicios que l

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mpulsaran a aceptar los riesgos quentrañaba un soborno.

Pero aun en el caso de que lhubiera aceptado, para desapareceuego en el bolsillo de un poli, ¿qu

pasaba con el resto del personal de

aeropuerto del condado de Cumberlando había muchos, pero los suficiente

para que acaso los cuatro se hubiera

pasado el día dando vueltas alrededodel Skymaster blanco con toberas rojasSi Dwight Renfield necesitaba soborna

a uno, necesitaba sobornar a todos…, Dees sabía que no era cierto, porque lhabía preguntado a boca de jarro aceptado las negativas (vehemente

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negativas en todos los casos) coserenidad y sin pestañear.

Esa pandilla de patanes yanquis erademasiado estúpidos para mentir. Así dsencillo.

Dees creía poder comprender co

bastante facilidad la falta de interémanifestada hacia el avión por el amantde la ginebra. El viejo, que le habí

proporcionado casi toda la informaciónenía el aspecto de saber orientars

desde el único hangar del aeropuert

hasta los surtidores de gasolina sinecesidad de un mapa, pero no muchmás lejos.

Además, fue el único de la pandill

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que contestó a la pregunta de Deeacerca del soborno con máremordimientos que cólera.

¿Y los demás?Sólo Cristo lo sabía. La culpa s

debía en parte a la falta generalizada d

ordenanzas, tan habitual durante ladministración Carter, que superpoblos cielos y vació de personal la

pequeños aeropuertos cuando lacompañías locales descubrieron que lAgencia Federal de Aviación se veí

mpotente para prohibirles el acceso os más grandes (como el de Portland)El resto lo puso en la cuenta del dichprovinciano jamás verbalizado d

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ocúpate-de-tus-asuntos-que-yo-me-ocuparé-de-los-míos.

Pero no era como un Lucky Strikeo le satisfacía. Ni siquiera sonaba

cierto.De modo que enfrentémonos a ello

íos: la posible negligencia de un grupde mecánicos y controladores aéreos duna pequeña ciudad no era la clase d

material por la que los lectores dnside View  perdían el pelo. Que se l

quedaran The New Republic  o  Atlanti

onthly, si querían; Dees quería aAviador Nocturno.El mecánico empapado de ginebr

pareció sorprendido cuando Dees l

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preguntó cómo pensaba que Renfielhabía salido del aeropuerto.

 —Debió de tomar un taxi —dijo. —¿Claire Bowie dijo algo sobre u

axi al día siguiente?El viejo se frotó su hirsuta barbilla.

 —No, que yo recuerde.Dees tomó nota mentalmente d

lamar cuanto antes a la compañía d

axis de la zona. Empezaba a asumir lmuy razonable posibilidad de que el tipdurmiera en una cama como todo e

mundo, aunque no estaba dispuesto confiar en el mecánico, que daba lmpresión de haber llegado a una etap

de su vida en que las cosas que n

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recordaba superaban a las qurecordaba en una proporción de tres uno.

 —¿Y una limusina? —No —dijo el borracho con mayo

convicción—. Claire no comentó nad

sobre una limusina, y lo hubiera hecho.Dees asintió con la cabeza y tom

nota mentalmente de llamar en segund

ugar a la compañía o compañías dimusinas de Falmouth, si las había

Quería interrogar al resto de lo

empleados, si bien no confiaba edespejar ningún interrogante; eborracho dijo que había tomado una tazde café con Claire antes de que éste s

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marchara, y otra cuando Claire sreincorporó al trabajo y él, el borrachoerminó el turno («sólo que —intuy

Dees— apuesto a que tu taza de café sparecía asombrosamente a un vaso dginebra, ¿eh, abuelito?»), pero estab

seguro de que nadie del turno de díhabía hablado con Claire.

Había un mecánico nocturno, pero

primera hora de la mañana, llamanunciando que se encontraba mal, y shabía comprobado la veracidad de su

palabras. Bowie estaba solo cuando lmataron, sin contar al Aviador Nocturnopor supuesto.

Parecía un callejón sin salida.

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Iba a darle las gracias al borracho marcharse cuando éste dijo:

 —El viejo Claire mencionó una cosrara —abrió la cremallera de su bolsillzquierdo del mono, sacó un paquete d

Chesterfield, se lo tendió a Dees durant

medio segundo y luego cogió uno parél. Mientras lo encendía miró a Dees dsoslayo con un brillo de astucia en su

ojillos inyectados en sangre bajo lopárpados arrugados—. Quizá nsignifique nada, pero me parece qu

debió de sorprender mucho a Claireporque el viejo Claire, ¿sabe?, el viejClaire no solía ser muy hablador.

 —¿Qué dijo?

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 —No me acuerdo —contestó eborracho—. A veces, ¿sabe?, cuando molvido de las cosas, un retrato dAndrew Jackson suele refrescar mmemoria.

 —¿Qué tal uno de Alexande

Hamilton? —preguntó secamente Dees.Después de reflexionar un moment

un momento muy corto), el borrach

reconoció que a veces Hamilton surtíun efecto similar al de diez apretones dmanos. Dees pensó que un retrato d

Benjamín Franklin —joder, hasta uno dGeorge Washington— habría bastadopero él era simplemente un hombrmpaciente, no un completo tacaño.

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 —Claire dijo que el tío tenía la pintde ir a una fiesta de disfraces —dijo eborracho.

 —Ah, ¿sí? —replicó Deespensando que si eso era todo no merecímás que un Franklin—. ¿Dijo por qu

pensó eso? —Dijo que el tío iba vestido com

en mil ochocientas noventa. Esmoquin

corbata de seda, todo ese rollo —eborracho hizo una pausa—. Claire dijque el tío llevaba una gran capa y todo

Roja como una bomba de incendios podentro, negra como el ojete de unmarmota por fuera.

»Dijo que cuando flotaba detrás d

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él parecía un murciélago con las alaextendidas, sí señor.

 No fue la garganta desgarrada lo quntrigó a Morrison; en una sociedad e

que enormes dosis de cocaína habíaproporcionado a subnormales profundo

a capacidad de imaginar —y la locurde realizar— lo que luego desembocen ceremonias rituales de venganza, la

gargantas desgarradas no eran lbastante originales como parencandilar a los lectores de Inside View

Fue, sin embargo, el hecho de que casoda la sangre de Claire Bowie habídesaparecido.

Quizá Morrison se comportaba com

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un idiota al hacerse ilusiones de que erabajo que hacía tenía dignidad mportancia, pero no era tonto

Reconocía una buena historia del tipVAMPIRO ASOLA UNA PEQUEÑA CIUDAD

DE  MAINE  en cuanto la veía, con l

misma rapidez que reconocía una buendel estilo «¡BIGFOOT ROBÓ MI BEBÉ!»LLORA MADRE ANGUSTIADA, o l

favorita de Morrison: LA MITAD DEPOLITBURÓ SOVIÉTICO ENFERMO D

SIDA, CONFIESA UN DESERTOR EN UN

NFORME SECRETO DE LA CIA.En una semana tranquila lo habrí

utilizado como «segundo reclamo

debajo de los titulares, pero Bowie n

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había sido asesinado en el curso de unsemana tranquila, lo que, evidentementecomplacía a Morrison.

Tenía un buen instinto, mejor de lque en principio había supuesto Dees, ahora intuía que llevaba entre manos un

primicia insuperable.Su instinto le dijo que el tipo l

haría otra vez.

En efecto, el tipo lo hizo tresemanas después. En Alderton (NuevYork).

Una de las cosas que sorprendieroa Dees en el caso del Aviador Nocturny considerando lo que había visto de l

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naturaleza y el comportamienthumanos, podía haber sido la única cosque le sorprendiera) era que Aldertohabía sido la única parada de una nochdel Aviador Nocturno… y aún no lhabían atrapado.

El aeropuerto de Alderton erodavía más pequeño que el d

Cumberland; una sola pista de tierra y u

combinado de sala de operaciones comunicaciones, apenas un cobertizcon una capa de pintura fresca. No habí

aparatos para controlar loacercamientos, pero sí una gran antenpara que los granjeros voladores qurabajaban allí pudieran ver, vía satélite

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allas, La rueda de la fortuna  u otracosas tan importantes como ésas.

Un detalle: la tierra de la pista ersuave como la seda, igual que la dMaine. Dees pensó: «Acabaré poacostumbrarme. Se acabaron lo

batacazos contra el asfalto, los bacheque te hacen dar vueltas de campana…Sí, podría acostumbrarme con much

facilidad».En Alderton nadie le pidió retrato

de Hamilton, Jackson o de ningún otro

Toda la ciudad de Alderton, uncomunidad de apenas un millar dalmas, estaba conmocionada, no sólo loescasos residentes ocasionales qu

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habían financiado el aeropuerto casi pocaridad (hasta endeudarse), junto con efallecido Buck Kendall. Nadie queríhablar, gratis o por dinero. Nadie habíestado allí aquella noche, excepto BucKendall. Nadie había visto  nada

excepto Buck Kendall… y Buck Kendalestaba muerto.

 —Tiene que haber sido un hombr

muy fuerte —comentó uno de loresidentes ocasionales a Dees—. Bucpesaba más de cien kilos, y era mu

ranquilo, pero si le cabreabas te lhacía lamentar.Tenía que haberle visto boxear co

un individuo que llegó de Pokeepsie e

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un circo ambulante hace dos años. Esclase de peleas no son legales, claropero Buck necesitaba dinero para pagauno de los plazos de su pequeño PippeCub, así que boxeó con aquel luchadodel circo. Ganó doscientos dólares y lo

remitió a la casa de préstamos dos díaantes de que enviaran a alguien parembargarlo, creo —el hombre hizo un

pausa. Sabía mucho menos que eaficionado a la ginebra, pero a Dees lgustaba más. Parecía genuinament

nteresado, genuinamente afectado poodo aquel asunto—. El tipo le debisorprender por detrás, es lo único que sme ocurre.

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Dees no sabía por dónde habíasorprendido a Gerard  Buck   Kendalpero sabía que esta vez la garganta de lvíctima no había sido desgarrada. Estvez había agujeros, agujeros por los quDwight Renfield había chupado l

sangre de la víctima. Aunque, dacuerdo con el informe del forense, loagujeros se hallaban en lados opuesto

del cuello, uno en la vena yugular y otren la arteria carótida. No se trataba dos discretos mordiscos de la época d

Bela Lugosi o de los algo más siniestrode las películas de Christopher Lee. Enforme del forense detallaba escueto

centímetros, pero tanto Morrison com

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Dess no tuvieron dificultad enterpretarlos; a juzgar por el tamaño das heridas, el asesino tenía unos diente

que emulaban a los de uno de loPiesgrandes favoritos de View, o lahabía producido de una forma much

más prosaica: con un punzón.Le había perforado la garganta

bebido toda su sangre.

El Aviador Nocturno había pedidpermiso para aterrizar en la pista dAlderton poco después de las diez

media de la noche. Kendall le habíconcedido el permiso y anotado enúmero, que Morrison casi se sabía yde memoria en aquel momento

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101BL. En «nombre del piloto» habíescrito « Dwite Renfeild », y en «model marca del avión», «Cressna Skymaste

337». No mencionaba las toberas rojasno mencionaba la arrebatadora capsimilar a las alas de un murciélago, roj

como una bomba de incendios podentro y negra como el ojete de unmarmota por fuera, pero Morriso

consideró que ya tenía bastante.El Aviador Nocturno, que habí

aterrizado en Alderton poco después d

as diez y media de la noche del 19 dulio, asesinado al fornido BucKendall, bebido su sangre y despegaden su pequeño Cessna 337 un rato ante

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de que Jenna Kendall llegara a las cincde la mañana para darle a su esposo upanqueque recién hecho y descubriera ecuerpo vaciado de sangre, ocupaba eprimer lugar de la clase en la mente dMorrison.

En otras palabras, estaba preparadpara convertir al Aviador en ubombazo.

En aquel momento, Dees recordhaber pensado que si das sangre, todo lque obtienes es un vaso de zumo d

naranja. Si la coges, sin embargo —si lchupas, para decirlo claro—, obtienes lprimera plana de los diarios.

Dees pensaba en ocasiones —sól

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de pasada, cuidado— que la mano dDios debía haber temblado un poccuando estaba finalizando la supuestobra maestra de Su nuevo impericreador.

El Aviador Nocturno se hubierconvertido en un bombazo con la pasivaprobación de Dees (y sin su inventiv

apodo; Morrison era un buen directoraunque carecía de imaginación, y shabría contentado con el apelativadecuado, pero vulgar, de Dráculmoderno, como si en los últimos cieaños no hubieran aparecido alrededode una treintena y otros cuarenta Jack e

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Destripador) y sin su firma, puesto quMorrison había sido incapaz dnteresarle. Dees ojeó los reportajes

adivinó la conexión, imaginó que el tipera un chiflado obsesionado por ufetiche agotado hasta las heces, al meno

en letra impresa, y que le detendrían lpróxima vez. Lo único del caso qudespertaba a medias su interés residí

en el hecho de que se trataba del primemaníaco homicida de la historia quvolaba hacia sus víctimas.

Morrison le preguntó por qupensaba que Drac, como le llamabentonces, sería detenido la próxima vez

 —Porque es un patán, como todo

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os demás —dijo Dees, y golpeó con lpunta de los dedos el número dmatrícula del Skymaster—. Si tdedicaras a robar bancos, ¿lo haríasiempre con el mismo coche y la mismmatrícula?

 —¡Oh! —exclamó Morrisonsorprendido—. Pero… eso lo hace aúmás misterioso, ¿no es verdad, Rick?

Dees no lo demostró, pero trinabpor dentro. Había un pinchadiscolamado Rick Dees. Era un imbécil. S

había algo que odiara más que llamaran Rick, era una chica o ureportaje que se le resistieran.

Aunque Morrison no lo sabía

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cualquier oportunidad de interesar Dees (que era lo más aproximado a ureportero estrella que Inside View podíactarse de tener) en el Aviadoocturno, al menos por entonces, s

esfumó. La mente de Dees se cerró co

un chasquido. —No lo creo —respondió. —Oh —Morrison se mostr

disgustado—. Bien, de todos modos voa convertirlo en un impacto.

 —Estupendo —dijo, y salió de

despacho.«Rick —pensó—, Rick, redióssssQué burro es este tío. Dejemos que pasuna semana. Dentro de dos conseguirá l

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foto de algún chico estrábico, y la tendrque tirar a la papelera cuando vea que echico lleva los pantalones mojados. Esserá el fin de su Drácula moderno».

Avanzado el día, una de las mágrandes estrellas de la música country &

western del país anunció entre lágrimaque su no menos famoso maridoambién estrella de esa música, le habí

contagiado el sida. Se suponía quHubby había muerto de cáncer un añantes, pero la gente de View, incluyend

a Morrison y a Dees, albergaba sududas sobre esa  pequeña histori«Tengo a cuatro tíos en Nashville —l

dijo Dees a Morrison— que arden e

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deseos de firmar declaraciones juradaafirmando que el amigo América MHogar tañía otros muchos instrumentoaparte de su guitarra»), pero tuvieroque abandonar. Tras examinar ladeclaraciones juradas que Dees habí

reunido, los abogados que representabaa la compañía aseguradora de  Insid

View, una compañía que habría podid

darle muchas lecciones al vampiro dMorrison sobre diversas y eficienteformas de hincarle el diente a la gente

al menos en la humilde opinión dRichard Dees, habían decidido que nenían suficientes pruebas, por lo que s

vieron obligados a tirar la toalla. Per

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esta vez no.El Aviador Nocturno termin

apareciendo en un artículo de docolumnas situado cerca de la últimpágina del ejemplar publicado lsemana siguiente. Morrison pasó l

mayor parte del tiempo en su despachcon la puerta cerrada, fumando hablando consigo mismo en tono áspero

por fin se asomó exhibiendo una sonrisdigna de un padre primerizo. Anunció Dees y a todos los que estaban a

alcance de su voz que acababa dcontratar las memorias del ruiseñoagonizante, relatadas a un reportero dnside View  (todos pensaron entonce

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que era Dees) por tres millones ddólares.

 —La muy zorra dijo que él sgastaba en putas lo que no se pulía ecoches —cloqueó Morrison—, y quella necesitaba dejarles algo a los niños

Tenían ocho. —Santo Dios, ese tío debe  habe

sido realmente ambidiestro —s

maravilló Dees, y ambos estallaron ecarcajadas.

Pero fue esa noche cuando e

Drácula de Morrison y el Aviadoocturno de Dees atacó de nuevomatando dos veces. Había aterrizado eel aeropuerto de Duffrey (Maryland), e

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mismo Cessna 337, el mismo número…pero había aterrizado la noche anterior

Como en el primer crimen, el avióhabía pasado todo el día parado en lrampa, sin ser molestado ni verificadoantes de que la oscuridad cayera y l

matanza, por no mencionar la absorcióde sangre, se desencadenara.

Cuando Dees le preguntó a Morriso

si podía echar un segundo vistazo a lorecortes, y cuando más tarde le pregunta Morrison si Morrison podía enviar

Gloria Swett (un peso pesado de ciekilos, bautizado por muchos redactorede ambos sexos como Gloria Suet [5])

ashville en su lugar, Morrison s

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mostró primero pasmado… y despuécomplacido.

 —¿Por qué? ¿Qué te ha picadahora?

Dees consideró y rechazó medidocena de respuestas. Instinto. Eso er

odo. Siempre sucedía así. Puro instintde que esto iba a desembocar en el mágrande de los reportajes.

 —Creo —contestó, pues suponíque Morrison necesitaba algo — que hamuy pocas posibilidades de que un tí

robe tres bancos con el mismo coche a misma matrícula, pero ¿cómo puedeentender que aparque todo el díenfrente del tercer banco en ese coch

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antes de poner manos a la obra? Haalgo absurdo en toda esta historiaQuiero averiguar qué es.

Y ahora, a diez kilómetros al oestdel aeropuerto de Wilmington y a tre

mil pies del suelo, todo era mucho máabsurdo.

 No tan sólo se habían apagado la

uces de la pista, sino las de la mitad da jodida ciudad .El sistema de aterrizaje po

nstrumentos continuaba allí, percuando Dees se apoderó del micrófono aulló: «¿Qué cojones pasa ahí abajo?»sólo percibió el crepitar de la estática,

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voces que susurraban como fantasmaejanos.

Devolvió el micro a su sitio, pero nacertó a encajarlo en la abrazadera cayó al suelo, al extremo del cablretorcido. Dees lo olvidó. Asirlo

gritar eran puro instinto de piloto. Sabío que había ocurrido tan bien como qu

el sol se pone por el oeste…, lo qu

haría muy pronto. Un rayo habría caídde lleno sobre alguna subestación denergía en las cercanías del aeropuerto

La cuestión era aterrizar o no aterrizar. —Tenía autorización —dijo una vozOtra replicó de inmediat

correctamente) que eso era una meme

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de razonamiento. Uno aprendía lo quenía que hacer en una situació

semejante cuando todavía era eequivalente de un aprendiz de conductorLa lógica y el manual te dicen que optepor tu alternativa y trates de contacta

con el Control de Tráfico Aéreo.Aterrizar ahora le costaría un

considerable multa por violar la ley.

Por otra parte, no  aterrizar ahor— ahora  mismo— podría suponer lpérdida del Aviador Nocturno. Tambié

podría costarle a alguien (o a varioalguienes, considerando los asesinatode Ray y Ellen Sarch en Duffrey) lvida, pero Dees no le daba demasiad

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mportancia a esto…, hasta que una idealumbró su mente como una bombillauna inspiración impresa, como lmayoría de sus inspiraciones, en gruesocaracteres:

HEROICO REPORTERO SALVA  (añadi

un número de personas lo más grandposible, cuanto más grande mejor, dadoos límites asombrosamente generoso

que señalan el grado de credulidahumana). DEL  AVIADOR   NOCTURNO

LOCO.

«Tragaos ésa, tíos», pensó Dees, continuó su descenso hacia la pista 34.

Las luces de la pista se encendiero

de nuevo, como aprobando su decisión

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 volvieron a apagarse, imprimiendo esus ojos postimágenes azules que umomento después viraron al verdenfermizo de los aguacates podridos. Eel mismo instante la espectral estáticque surgía de la radio se disipó y la vo

del Labriego John chilló: —¡Vire a babor, N471B! ¡Piedmon

gire a estribor! ¡Jesús, oh, Jesús, van

chocar, creo que van a chocar…!Los instintos de autoconservación d

Dees estaban tan bien afilados como lo

de olfatear sangre. Ni siquiera vio lauces estroboscópicas del 727 dAerolíneas Piedmont; se hallabdemasiado ocupado inclinando el Beec

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a babor tanto como podía, un margen taestrecho como el coño de una virgenhecho que Dees se alegraría dcomprobar si salía con vida de estembolado. Reaccionó apenas oída lsegunda palabra emitida por el Labrieg

John. Vio/percibió por una fracción dsegundo algo que pasaba a escasocentímetros de su cabeza, algo ta

gigantesco como el ala de un pájarprehistórico, y a continuación el Beecvibró de tal forma que el aire turbulent

de antes pareció de cristal. Sucigarrillos salieron disparados debolsillo de la camisa y sdesparramaron por todas partes. L

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semioscura línea del horizonte dWilmington estaba curiosamentadeada. Tuvo la sensación de que s

estómago intentaba estrujarle el corazóhasta arrebatarle la existencia. Ureguero de saliva resbaló por un

mejilla como si un chico se deslizarsobre un patín bien engrasado. Lomapas volaban como pájaros. El air

del exterior bramaba con el rugido de umotor a reacción, al igual que el resto da naturaleza. Una de las ventanas de

compartimento para cuatro pasajeroexplotó hacia adentro, y un vientasmático se coló de rondónabsorbiendo como un tornado todo l

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que no estaba sujeto. —¡Recupere su altitud previa

471B! —chillaba el Labriego John.Dees se dio cuenta con serenidad d

que acababa de estropear sus pantalonede doscientos dólares al derramar medi

itro de pipí caliente en ellos, pero lconsoló en parte la fuerte sensación dque el Labriego John había ensuciad

os suyos con un montón de ginebrfresca. Para el caso, sonaba igual.

Dees llevaba un cuchillo de

Ejército suizo. Lo sacó del bolsillderecho de los pantalones y, agarrandel volante con la mano izquierdapracticó un corte a través de su camis

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usto por encima del codo izquierdhasta hacerse sangre. Sin la menor pausa

(instinto).Hizo otro corte, poco profundo, baj

su ojo izquierdo. Cerró el cuchillo y lmetió en el bolsillo elástico para mapa

que había en la puerta del piloto. «Limpiaré después —pensó—. Si no l

haces te hundirás en la porquería»

Aunque considerando las barbaridadeque el Aviador Nocturno había cometidmpunemente, pensó que no le pasarí

nada.Las luces de la pista volvieron encenderse, esta vez de forma definitivaaunque los parpadeos que emitían l

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hicieron sospechar que estaban siendalimentadas por un generador. Condujel Beech de nuevo hacia la pista 34. Lsangre se deslizó sobre su mejillzquierda hasta la comisura de la boca

Lamió un poco y escupió una mezcl

rosácea de sangre y saliva sobre el IVSIunca desaproveches un ardid. Instinto.

Consultó su reloj. Sólo faltaba

catorce minutos para la puesta de sol. Lba a ir de un pelo.

 — ¡Enderece, Beechl!  —aulló e

Labriego John—. ¿Está sordo o qué?Dees tanteó en busca de

enmarañado cable del micrófono simolestarse en apartar los ojos de la

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uces de la pista. Tiró del cable hastapoderarse del micro. Lo acarició oprimió el botón.

 —Escúcheme, maldito hijo de perr—dijo, con los labios separados hastdescubrir las encías—, estuve a punt

de que ese 727 me convirtiera emermelada de fresa gracias a que usteno movió el trasero a tiempo, de mod

que no conseguí comunicación dControl del Tráfico Aéreo. No sé cuántgente en ese avión estuvo a punto d

convertirse en mermelada de fresa, perapuesto a que usted   sí, y también lripulación. La única explicación de qu

esos chicos sigan vivos es que el capitá

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fue lo bastante hábil como para seguir ebaile y yo le hice de pareja, pero hsufrido daños físicos y estructurales. Sno me concede autorización paraterrizar ahora mismo, aterrizaré dodas formas. La única diferencia es qu

si lo hago sin autorización le llevaré uicio ante la Agencia Federal d

Aviación, pero antes procuraré ponerl

el trasero donde ahora tiene la cabeza¿Me ha entendido, so burro?

Un largo silencio punteado por l

estática. Después, una voz muy humildediferente por completo del anteriovozarrón, dijo:

 —Concedida la autorización par

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aterrizar en la pista 34, N471B.Dees sonrió y picó en dirección a l

pista. —Lo siento —dijo, tras oprimir e

botón del micro—, he estado grosero maleducado, pero sólo me ocurr

cuando estoy a punto de morir. No hubo respuesta de tierra.Dees siguió adelante, y resistió e

mpulso de consultar otra vez su reloj.

Duffrey fue lo que terminó dconvencerle, aunque anteriormente shabía planteado si no estaba cometiendun error.

En Duffrey, el Cessna del Aviado

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octurno había pasado otro día enteren la rampa. La sangre era lo qumportaba a los lectores, por supuesto,

así debía ser (por los siglos de losiglos, amén, amén); el matrimonio dancianos debía de haber muerto uno e

brazos del otro, pero no fue así y debíde haber sido encontrado en medio de ugran charco de sangre, pero tampoco fu

así, porque no quedaba sangre en sucuerpos; los lectores querrían y deberíanteresarse en ellos (el mes siguient

hubieran celebrado sus bodas de oroesnif, esnif, buá, buá), pero fue el fallde no informar sobre el aviónvolucrado previamente en otros do

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asesinatos lo que convenció a Dees dque tenía un reportaje entre manos, tavez un gran reportaje.

Había aterrizado en el aeropuertnacional de Washington y alquilado ucoche para recorrer los novent

kilómetros que distaba Duffrey, pues siRay Sarch y su esposa Ellen no habí

aeropuerto Sarch/Duffrey. Ambo

formaban todo el tinglado, aparte de lhermana de Ellen, Raylene, unestupenda mecánico. Había una sol

pista de tierra, aceitada para asentar epolvo e impedir que crecieran hierbas, una cabina de control no mucho mágrande que un armario agregada a

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remolque Jet-Aire en el que vivían loSarch. Ambos estaban jubilados, ambose conservaban fuertes como roblesambos volaban, ambos se amaban.

Más adelante, Dees averiguó eaquellos ajetreados días previos a s

vuelo a Wilmington que los Sarccolocaban en la misma categoría a loraficantes de droga y a los qu

maltrataban niños. Su único hijo habímuerto en la región de los Everglades dFlorida cuando intentaba aterrizar en l

que parecía una laguna de agua claracargado con más de una tonelada ddroga en un Beech 18 robado. El aguestaba  despejada de obstáculos…

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excepto en un punto sembrado de rocasEl avión estalló. Douglas Sarch salidespedido con el cuerpo chamuscado humeante, pero probablemente todavícon vida, al menos lo bastante para qusus afligidos padres confiaran en u

milagro. Doug Sarch fue devorado poos cocodrilos, y lo único que quedab

de él cuando los chicos de rescate

salvamento lo encontraron una semandespués era un esqueleto desmembradocon algunos fragmentos de carn

nvadidos por gusanos; un par dgastados téjanos Calvin Klein, uncamisa de seda blanca y una chaquetdeportiva de Bijan, la tienda de Nuev

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York, en la que guardaba el billetero… sesenta gramos de cocaína casi pura.

 —Fueron las drogas y los hijos dperra que trafican con ellas los qumataron a nuestro hijo —había dichRay Sarch en varias ocasiones, a lo qu

Ellen Sarch asentía vigorosamente. Sodio hacia las drogas y los traficantessegún le repitieron a Dees una y otra ve

no dejó de divertirle el casi unánimsentimiento de los habitantes de Duffreen cuanto a que el asesinato de los Sarc

había sido «una operación del hampa»)sólo era superado por la pena y lestupefacción ocasionadas por el hechde que su hijo hubiera sido arrastrad

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por aquella clase de gente.Dees podía y estaba dispuesto

utilizar todo aquel material, posupuesto…, aunque no en seguida. Ureportaje como éste era como el café dMaxwell House: bueno hasta la últim

gota. Pero empezabas con el equivalentde un violento chillido metálico. Máarde, una vez saciado el acuciant

nterés inicial —¿cómo los mató?¿bebió realmente su sangre?, ¿loorturó?, ¿gritaron sus victimas?—, s

produciría un intermedio, y luego, acabo de dos semanas o algo así, el metasería reemplazado por lastimeroviolines.

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Tras la muerte de su hijo, los Sarcmantuvieron los ojos alerta sobrcualquier cosa o cualquier personsospechosa de transportar drogasHabían hecho venir cuatro veces a lpolicía del estado de Maryland por otra

antas falsas alarmas, pero a los Osodel estado no les importó, porque loSarch les habían dado el soplo de tre

cargamentos pequeños y dos mugrandes. El último pretendía introducicatorce kilos de cocaína boliviana pura

Éste era el tipo de golpe que conseguíhacerte olvidar unas pocas alarmafalsas, el tipo de golpe que te valía uascenso.

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Así que el 27 de julio había llegadeste Cessna Skymaster con la matrícul  la descripción que ya habían sid

comunicadas a todos los aeropuertos campos de aterrizaje de Estados Unidosncluido el de Duffrey; un Cessna cuy

piloto se había identificado comDwight Renfield, punto de origenWilmington (Delaware), un campo d

aterrizaje que jamás había oídmencionar a un «Renfield» o a uSkymaster con matrícula N101BL; e

avión de un hombre que tal vez era uasesino. —Si hubiera aterrizado aquí, ahor

estaría entre rejas —le había dicho

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Dees por teléfono uno de locontroladores de Delaware, pero Deeo dudó.

El Aviador Nocturno había tomadierra en Duffrey un poco antes de l

medianoche del veintisiete, y Dwigh

Renfield no sólo había firmado en ediario de vuelo de los Sarch, sinaceptado la invitación de Ray Sarch

entrar en el remolque, beber una cervez  ver la reposición de un episodio d

Gunsmoke  a través de la cadena po

cable de la CBN. Ellen Sarch se lhabía contado a una amiga por lmañana, en el salón de belleza dDuffrey. La amiga era una mujer llamad

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Selida McCammon, y cuando Dees lpreguntó qué estado de ánimpresentaba Ellen Sarch, Selida hizo unpausa y respondió:

 —Algo lánguido, como uncolegiala enamorada, pero de setent

años. Tenía buen color, me dio lmpresión de que se había maquillado

hasta que empecé a hacerle l

permanente. Entonces comprendí questaba…, ya sabe… —SelidMcCammon se encogió de hombros

Sabía lo que quería decir, pero no cómdecirlo. —Excitada —sugirió Dees, lo qu

provocó las risas y los aplausos d

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Selida McCammon. —¡Excitada! ¡Eso es! ¡Claro, se not

que es usted escritor! —Bueno, escribo como un párvul

—dijo Dees, y le dedicó una sonrisa qupretendió fuera cálida y simpática.

Solía practicar constantemente, continuaba practicando con asombrosregularidad, esta expresión en el espej

de la alcoba del apartamento de NuevYork al que llamaba su casa, y en loespejos de los hoteles y moteles qu

eran en verdad   su casa (puesto qupasaba mucho más tiempo en lugaredonde le servían las bebidas erecipientes de plástico que en el luga

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adonde le enviaban las facturas y eestado de cuentas bancario). Dees no era clase de hombre que recibe much

correo, y se sentía satisfecho de ello, ja ja. Pareció funcionar, porque l

sonrisa de la mujer se ensanchó, pero l

verdad era que Richard Dees nunchabía irradiado simpatía y calidez en svida. Había creído, de niño y d

adolescente, que estas emociones nexistían; se trataba de simplemascaradas, convenciones sociale

como las que obligan a las chicas decir: «Oh, por favor, no me toqueahí», cuando en realidad no sólo quiereque las toques ahí, sino que las meta

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veinte centímetros de aparato, más menos. Luego llegó a la conclusión dque tales sentimientos, e incluso quizáel amor (aunque en este asuntcontinuaba siendo agnóstico), erareales. Era incapaz de sentirlos

simplemente. Bueno, tal vez eso no fueran malo. Había tetraplégicos por ah

Había cancerosos por ahí. Habí

amnésicos por ahí.La pérdida de unas pocas emocione

no significaba gran cosa, ¿verdad? Dee

pensaba que no.Mientras pudieras contraer lomúsculos de tu cara de la formcorrecta, todo iba bien.

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 No era más fácil ni más difícil quaprender a mover las orejas. Y no dolíaDe vez en cuando, una vocecilla interioe preguntaba qué quería, cuál era  s

opinión intima, pero Dees no quería unopinión íntima. Dees no quería  se

simpático o cálido, ni mucho menoamar o estar   enamorado. Sólo querícuatro cosas:

1. No querer querer.2. Fotografías.

Prefería escribir, lo sabía

 pero las fotografías lgustaban igual.Le gustaba tocarlas. Dodimensiones.

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3. Basura. ObscenidadHorror.

4. Destaparlos antes qunadie.

Richard Dees era un hombrmodesto con deseos modestos.

Así que el Aviador Nocturno habíaterrizado en el pequeño negoci

familiar que era el campo de aterrizajde Duffrey. En una pared del pequeñdespacho que compartían los Sarchabía un anuncio orlado de rojo de lAgencia Federal de InvestigaciónSugería que un individuo que pilotaba uCessna Skymaster 337, matrícul

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181BL, podía ser el asesino de dopersonas. Este hombre, seguía eanuncio, tal vez fuera un sujeto que shacía llamar Dwight Renfield. El avióhabía tomado tierra. Dwight Renfielquizá había pasado la mayor parte de l

noche y todo el día siguiente en lbodega de su avión: un pato agazapadal que no habían cazado para meter en l

olla.Los Sarch, tan precavidos que s

habrían precipitado sobre la alarma d

ncendio con sólo oler humo, y ndigamos si hubieran visto fuego, nhicieron nada. Ray, de hecho, habínvitado al tipo a beber una cerveza y

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un rato de televisión. Le había tratadcomo a un viejo amigo, y no como a unpersona sospechosa. Su esposa habíconcertado cita para el salón de bellezde Duffrey, algo sorprendente parSelida McCannon. Las visitas de l

señora Sarch eran tan regulares como ureloj, y para la siguiente faltaban dosemanas como mínimo. Su

nstrucciones habían sido anormalmentexplícitas: no había pedido tan sólo lpermanente habitual, sino también u

corte… y algo de tinte. —Quería parecer más joven —habídicho Selida McCammon, máasombrada que divertida, lo que no er

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extraño, pensó Dees, a la luz de loresultados.

¿Y Ray Sarch?Había llamado a la Agencia Federa

de Aviación en el Aeropuerto Nacionade Washington, solicitando que retirara

Duffrey de la lista de campos daterrizaje en activo, salvo causas dfuerza mayor… En otras palabras

estaba cerrando el chiringuito.Dijo que le rondaba una gripe.Esa noche, los dos atentos vigilante

del fuego ardieron, en efecto, hastmorir. Encontraron a Ray Sarch en lpequeña sala de control, con la cabezseparada del cuerpo y caída en l

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esquina más lejana, yaciendo sobre lorestos desgarrados del cuello y ucharco de sangre coagulada. Los ojovidriosos abiertos de par en par mirabaa esquina, como si aún pudieran ve

algo.

Encontraron a su mujer en la alcobdel remolque. Estaba en la cama. Ibvestida con un camisón tan nuevo qu

revelaba no haber sido usado antes. Ervieja, le había dicho un agente a Deeel cabrón le había costado más car

que el borracho de Maine, veinticincdólares, pero valía la pena), pero easpecto era inequívoco: se había vestidpara un amante, no para un asesino

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Aquellos agujeros enormes, como loproducidos por un punzón, le habíaatravesado el cuello, uno en la carótid  otro en la yugular. Tenía el rostr

sereno, los ojos cerrados y las manoenlazadas sobre el regazo.

Aunque había perdido casi toda lsangre de su cuerpo, sólo descubrierounas pocas manchas en la almohada,

algunas más en el libro abierto sobre sestómago:  El último vampiro, de AnnRice.

¿El Aviador Nocturno?Poco antes de la medianoche del díveintiocho, o en las primeras horas de lmadrugada del veintinueve, se habí

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esfumado.Como por encanto.O como un murciélago.

Richard Dees tomó tierra eWilmington siete minutos antes de

ocaso oficial. Mientras reducía lvelocidad, todavía escupiendo sangrdel corte que se había hecho bajo el ojo

vio caer un rayo de un coloblancoazulado tan intenso que smprimió en sus retinas durante casi u

minuto, hasta resolverse en medio arcris pálido y enfermizo. Al cabo de unstante estalló el trueno má

ensordecedor que había oído en su vida

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su opinión subjetiva de que había roto lbarrera del sonido quedó confirmadcuando una de las ventanas decompartimiento de pasajeros, la que shabía astillado cuando estuvo a punto dchocar con el 727 de Piedmont, acab

de pulverizarse en una lluvia ddiamantes.

A la luz del brillante resplandor vi

que el rayo caía de lleno sobre uedificio achaparrado en forma de cubosituado junto a la pista 34. Estalló

escupió una lengua de fuego hacia ecielo, aunque no tan brillante como erayo que la había encendido.

«Cómo encender un cartucho d

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dinamita con una bomba nucleapequeña —pensó Dees confusamente, uego—: El generador, eso era e

generador».Todas las luces, las blancas qu

señalaban los bordes de la pista, y lo

focos rojos que indicaban el final, sapagaron de súbito, como velas agitadapor una violenta ráfaga de viento. Dee

se encontró correteando a más de cientveinte kilómetros por hora en plenoscuridad.

La onda expansiva golpeó al Beeccomo un puño, lo martilleó corepetidas sacudidas. El Beech, ignorantde que había vuelto a adquirir l

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condición de criatura atada a tierra, sadeó peligrosamente a estribor

ascendió y tocó de nuevo el suelo con lrueda derecha rebotando una y otra vesobre algo —o algos — que Deereconoció vagamente como las luces d

aterrizaje.«¡A babor! —gritó su mente—. ¡A

babor, imbécil!».

Reaccionó antes de que su mentemás fría, tomara la decisión. Si viraba babor a esta velocidad daría una vuelt

de campana. Quizá no estallaríaeniendo en cuenta el escascombustible que contenían lodepósitos, pero cabía algun

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posibilidad. O quizá el Beech quedaríhecho trizas de tal forma que lontestinos de Richard Dees colgaría

como cables y los riñones de RicharDees se desplomarían como doenormes cagarrutas de pájaro.

«¡Aguanta! —se exigió a gritos—Aguanta, hijo de perra, aguanta!».

Entonces estalló algo (los depósito

secundarios del generador, dedujcuando tuvo tiempo de deducir) qunclinó todavía más a estribor el Beech

pero sirvió para apartarle de las lucede aterrizaje inutilizadas y parenderezar un poco el avión, la rueda dbabor en el borde de la pista 34 y l

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rueda de estribor en el límite imprecisentre las luces y la zanja que habíobservado a la derecha de la pista. EBeech aún temblaba, aunque no eexceso, y Dees comprendió que la ruedde estribor se había roto al aplastar la

uces de aterrizaje.Poco a poco iba frenando. El Beec

empezaba a comprender que se habí

convertido en algo diferente, algo qupertenecía a la tierra. Cien…noventa…, y Dees respiró aliviado

cuando de pronto vio frente a él uenorme Lear, inmovilizado locamente emitad de la pista por el piloto que lconducía a la pista 5.

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Se abatió sobre él, vio ventanaluminadas, vio rostros que le miraba

con la expresión de oligofrénicos en uasilo aguardando un truco de magia ysin pensarlo dos veces, giró el volantodo lo que pudo a la derecha y dirigi

el Beech hacia la zanja, esquivando pounos tres centímetros la cola de lo quparecía un Lear 25. Se dio cuenta de qu

estaba chillando y de que volvía mearse en los pantalones, pero más qunada de lo que estallaba frente a é

mientras el Beech intentaba convertirsde nuevo en una criatura del airemposibilitada a causa de la poca altur  el desfallecimiento de los motores

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arrancó una fuente de chispas de la pistde maniobras más cercana a la terminaSu extremo se rompió y salió despedidhacia los matorrales, donde prendifuego rápidamente a las hierbahúmedas.

Entonces el Beech se inmovilizó, os únicos sonidos perceptibles eran e

nevoso crepitar de la estática, e

gorgoteo de las botellas qudesparramaban su contenido sobre lalfombra del compartimento d

pasajeros y el frenético martilleo decorazón de Dees.Se había soltado el cinturón d

seguridad y estaba de pie, dispuesto

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encaminarse hacia la compuertpresurizada antes de asegurarse pocompleto de que seguía con vida.

Más tarde recordó lo sucedido coclaridad meridiana, pero lo único qupudo recordar desde el momento en qu

el Beech patinó hasta frenar en la pistde maniobras, detrás mismo del Lear nclinado a un lado, hasta el momento e

que oyó los primeros gritos desde lerminal, fue que necesitaba encontrar s

cámara. Era una Nikon. La habí

comprado en una casa de empeños dToledo cuando tenía diecisiete años, y lconservaba desde entonces. Le habíañadido lentes, pero el aparato, arañad

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  mellado en un par de sitios, erexactamente el mismo. La Nikon era lmás parecido a una esposa para DeesEstaba en el bolsillo elástico detrás dsu asiento. Recordó que la había sacad  comprobado que seguía intacta

recordaba eso. Había sobrevivido aaterrizaje sin romperse, de modo quedespués de todo, quizá Dios existía.

Dees tiró de la palanca que abría lcompuerta, saltó, casi cayó, y sujetó lcámara antes de que se estrellara contr

el hormigón de la pista de maniobras se rompiera en pedazos.Le dio dos vueltas a la estrech

correa de cuero y se la colgó del cuello

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Empezó a andar hacia la terminal —oyendo el fragor de los truenos, cascayéndose, sujetando la cámara antes dque se estrellara contra el hormigón da pista de maniobras y se rompiera e

pedazos—. Se levantó una brisa, y l

notó en su cara, pero sobre todo en langles, porque llevaba los pantalone

mojados.

Entonces, un débil pero penetrantalarido llegó desde el edificio de lerminal, un chillido de agonía y horror

Fue como si alguien hubiera abofeteada Dees en la cara. Volvió en sí. Scentró en su objetivo de nuevo. Consultsu reloj. No funcionaba. O se había rot

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en el choque o se había parado. Era unde esos curiosos aparatos antiguos a loque hay que darles cuerda y no sacordaba de cuándo lo había hecho poúltima vez.

¿Era la puesta de sol? ¿Ya lo era?

Oyó otro grito (no, no un grito, mábien un chillido) y el sonido de cristalerotos.

La puesta de sol carecía dmportancia. Se echó a correr.

Más gritos.Más cristales rotos.Dees corrió con más rapidez

vagamente consciente de que lo

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depósitos auxiliares del generadocontinuaban ardiendo. Percibió olor gas en el aire. Notaba cómo la telcaliente se le pegaba a sus partes, comcemento. La terminal se aproximabapero no muy velozmente. No lo bastant

rápido. —¡No, por favor! ¡No, por favor

NO POR FAVOR NO

PORFAVORPORFAVOR NO NO NONO…!Y a continuación de este chillido qu

fue aumentando de intensidad, oyó u

aullido, tal vez de satisfacción o ddesdén, un sonido animal pero, al mismiempo, casi humano.

Vio algo oscuro y movedizo qu

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destrozaba más cristales del muro de lerminal que daba a la zona d

aparcamiento (el muro era casi pocompleto de cristal) y los brillantepedazos de vidrio a la luz de los focode emergencia situados en las esquina

del edificio. La forma oscura cesó sabor de destrucción. Saltó a la rampa

rodó, y Dees vio que era un hombre.

La tormenta se alejaba, pero lorelámpagos continuaban, y cuando Deeentró corriendo, jadeante, en la zona d

aparcamiento vio por fin el aparato deAviador Nocturno y la temerarinscripción en la cola: N101BL. Laetras y los números parecían negros

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causa de la escasa iluminación, persabía que eran rojos y, de todas formasno importaba. Llevaba un carrete eblanco y negro, de película rápida, y uflash preparado para dispararse sólcuando no hubiera suficiente luz para l

velocidad de la película.La bodega del Skymaster estab

abierta como la boca de un cadáver

Debajo había un montón de tierra en eque se movían y reptaban cosas.

Dees patinó hasta frenar. Intent

evantar la cámara. Casi se estrangulóBlasfemó. Desanudó la correa. Apuntó.Un largo, agudo y estremecedo

alarido surgió de la terminal; el alarid

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de una mujer o de un niño. Dees apenae prestó atención. Al pensamiento d

que estaba ocurriendo una matanza alldentro le sucedió el de que la matanzcontribuiría a engrosar el reportaje, ambos pensamientos se borraron d

golpe cuando hizo tres rápidanstantáneas del Cessna, asegurándos

de encuadrar bien la bodega abierta y e

número pintado en la cola. El carretzumbó.

Dees se precipitó hacia allí. Má

cristales rotos.Se oyó otro golpe sordo cuando unuevo cuerpo fue arrojado sobre ecemento como una muñeca de trap

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humana. Dees forzó la vista, distinguiun confuso movimiento, el aleteo de algque  podía  ser una capa…, pero estabdemasiado lejos para asegurarlo. Sgiró. Tomó dos instantáneas más deavión, dos excelentes y escuetas fotos d

a bodega bostezante y el montón dierra.

Luego dio media vuelta y corri

rápidamente hacia la terminal. Ni por un momento cruzó por s

mente la idea de que iba únicament

armado con la Nikon.Se detuvo a unos diez metros ddistancia. Distinguió tres cuerpos, dode adultos, uno de cada sexo, y u

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ercero que debía de pertenecer a unmujer de escasa estatura o a una niña drece o catorce años. Era difíci

deducirlo, porque le faltaba la cabeza.Dees levantó la cámara y tomó sei

rápidas fotos. El flash disparó su lu

blanquecina y el carrete, al deslizarseprodujo un zumbido constante y suave.

 No perdió la cuenta. El carrete er

de treinta y seis fotos. Había tomadonce. Le quedaban veinticincoGuardaba más carretes en los grande

bolsillos de sus pantalones, lo que erestupendo… si tenía la oportunidad dvolver a cargar la cámara.

Dees llegó a la terminal y empujó l

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puerta.

Pensó que lo había visto todo en est

vida, pero nunca  había visto algsemejante. Nunca.

¿Cuántos?, sollozó su mente

¿Cuántos, seis ocho?El lugar era una carnicería.Por todas partes yacían cuerpos

partes de cuerpos. Vio una pierna; lfotografió. Un torso desgarrado; lfotografió. Había un hombre todavía covida, un hombre vestido con un mono dmecánico, y por un estremecedomomento pensó que se trataba deborracho de Maine, pero éste era calvo

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Tenía la cara hendida desde la frente a barbilla, y la nariz partida en dos.

Dees lo fotografió.Se le revolvían las tripas como u

océano batido por la tempestad.«¿Cuántas? ¿Cuántas fotos?», grit

para sí.Por primera vez en diecisiete año

había perdido la cuenta.

Las paredes estaban cubiertas dsangre. Charcos de sangre manchaban edesgastado linóleo. El tablón d

anuncios, que sin duda debía albergar uaviso de la Agencia Federal de Aviaciósobre el N101BL, estaba salpicado goteaba como una ducha mal cerrada.

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Había un escritorio, y al lado umostrador.

Un globo ocular azul estaba pegada una bolsa de caramelos.

Dees lo fotografió.Y eso fue todo.

Todo lo que pudo tomar.Vio el letrero LAVABOS. Una flech

debajo. Corrió en esa dirección. L

cámara bailoteó al compás de sumovimientos.

El primero estaba indicado con un

forma humana; era el de los hombrespuesto que no llevaba un triángulsobreimpuesto en el torso. A Dees l

mportaba un comino que fuera el lavab

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de los extraterrestres. Lloraba cograndes, ásperos y roncos sollozosgnoraba que surgieran de él. Hací

muchos años que no lloraba. Desde quera niño.

Entró como una exhalación, patin

como un esquiador que ha perdido econtrol y se agarró a la segunda pila da hilera.

Se inclinó sobre ella y vomitó todcuanto contenía su cuerpo, un chorrabundante y apestoso. Parte le salpicó l

cara y parte se estrelló contra el espejoformando grumos terrosos. Olió el pollcriollo que había tomado a la hora dcomer y vomitó de nuevo, con un sonid

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estrangulado como el de una maquinarisobrecargada a punto de reventar.

«Jesús —pensó—, Jesús, no es uhombre, no puede ser un hombre…».

Fue entonces cuando oyó el sonido.Era un sonido que había oído mi

veces, o quizá diez mil veces antes, usonido habitual en la vida de cualquiehombre norteamericano…, pero qu

ahora le llenaba de un terror espantososobrecogedor, más allá de todas suexperiencias y creencias.

Era el sonido de un hombre meanden un urinario.Había tres urinarios. Los veía

ravés del espejo manchado de vómitos.

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 No había nadie en ninguno de lourinarios.

Dees pensó: «Los Vampiros… No…Se… Reflej…».

Entonces vio un líquido rojizo quse estrellaba contra la porcelana de

urinario de en medio, que caía por esporcelana, que remolineaba entre launturas dispuestas geométricamente.

El aire estaba quieto.Sólo lo vio cuando se estrelló contr

a porcelana inerte.

Fue entonces cuando se hizo visibleCuando se estrelló contra lporcelana desprovista de vida.

Estaba petrificado, inmóvil, con la

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manos apoyadas en el borde de la pilaa boca, garganta, nariz y fosas nasale

sofocadas por el olor y el sabor depollo criollo, y contemplaba cómo unnvisible criatura vaciaba su invisible nhumana vejiga.

«Estoy viendo mear a un vampiro»pensó confusamente.

A lo lejos, acercándose, aullaro

unas sirenas.Parecía que la orina sanguinolent

seguía estrellándose contra la porcelana

haciéndose visible, y resbalando parsiempre por la superficie curva deurinario hacia los agujeros.

Dees no se movió.

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«Estoy muerto», pensó.A través del espejo vio la manij

cromada bajar por sí sola.El agua rugió.Dees oyó un crujido y un aleteo,

supo que era una capa y que si se dab

a vuelta su vida terminaría.Permaneció donde estaba si

moverse un milímetro. Sus mano

arañaban el borde de la pila. —No me sigas. Sé quién eres. Lo s

odo sobre ti —dijo una voz suave, si

edad.Dees gimió y volvió a mojarse lopantalones.

 —Abre tu cámara —dijo la voz si

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edad.«¡Mi película! —gritó parte de Dee

—. ¡Mi película! ¡Todo lo que tengoTodo lo que tengo! ¡Mis fotosMis…!».

Otro seco aleteo de la capa. Aunqu

Dees no podía ver nada, presintió que eAviador Nocturno estaba más cerca.

 —Hazlo.

Su película no era todo lo que teníaAún le quedaba la vida.Así era.

De momento.Se vio a sí mismo girandbruscamente, de cara al Aviado

octurno, una criatura más cercana a

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murciélago que al hombre, una Cosgrotesca manchada de sangre y cabelloarrancados; se vio a sí mismo tiranduna foto tras otra mientras el carretzumbaba…, pero no habría nada.

 Nada en absoluto.

Porque, en fin de cuentas, no habíforma de fotografiarle.

 —Eres real —habló con voz ronca

sin moverse, las manos apoyadas en eborde de la pila, la sangre retirándosde las palmas.

 —Como tú —chirrió la voz siedad, y Dees sintió que el aliento deAviador Nocturno le agitaba los pelode la nuca, y olió el perfume de l

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muerte en el aliento del Aviadoocturno—. Ahora… La últim

oportunidad. Abre la cámara.Dees abrió la Nikon con las mano

completamente entumecidas.Un aire gélido, cortante como un

cuchilla de afeitar, le azotó el rostroPor un momento vio una mano blanca ddedos largos manchada de sangre; vi

uñas largas y rotas cubiertas de mugre.Luego la película salió y s

desenrolló sumisamente de la cámara.

Hubo otro seco aleteo, otra vaharadapestosa. Por un momento pensó que eAviador Nocturno iba a matarle, dodos modos. Después vio que la puert

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del lavabo de hombres se abría sin qunadie la empujara.

«Debe de haber comido muy bieesta noche», pensó Dees, nmediatamente levantó la vista par

enfrentarse a su propia imagen en e

espejo.La puerta se cerró con un silbido.Dees continuó inmóvil al menos tre

minutos después de que la puerta scerrara.

Continuó inmóvil hasta que la

sirenas llegaron casi al extremo de lerminal.Continuó inmóvil hasta que oyó tose

 rugir los motores de un avión.

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Un Cessna Skymaster 337.Entonces salió del lavabo con la

piernas rígidas, tropezó con la pareopuesta, reaccionó y caminó hacia lerminal. Casi cayó al resbalar en u

charco de sangre.

 — ¡Quieto ahí señor!  —chilló upolicía a su espalda—. ¡Quieto ahí! ¡S

hace un solo movimiento disparo!

Dees ni siquiera se giró. —Prensa, pies planos —dijo Dees

  se acercó a una de las ventana

destrozadas.Se quedó allí y contempló cómo eCessna aceleraba por la pista 5. Lpelícula colgaba de su cámara como un

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ira de confeti marrón. La forma negrdel avión se recortó contra el resplandodel generador y los tanques auxiliares elamas, una forma que recordaba a la d

un murciélago, y luego se elevó desapareció. Y el policía aplastó a Dee

contra la pared con la fuerza suficientpara hacerle sangrar por la nariz, aunqua Dees no le importó, ya no le importab

nada, y cuando los sollozos volvieron surgir de su pecho cerró los ojos y aúseguía viendo la orina sangrienta de

Aviador Nocturno estrellándose contra porcelana curvada, haciéndosvisible y deslizándose hacia el desagüe

Pensó que jamás lo olvidaría.

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Ponga una mujer en sumesa

Paul Hazel

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PAUL  HAZEL, nacido en 1947 eBridgeport (Connecticut), es uno de loprincipales escritores de fantasía dEstados Unidos, conocido por su proselegante y cuidada, y una ciertnclinación hacia los juegos de palabras

Su trilogía  Finnbranch  (Yearwood

Undersea y Winterking ) es un complej amargo lamento, henchido de misterio

magia y transformación.  Ponga unmujer en su mesa es el primer relato derror de Hazel.

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Trabajo, como el señor Waymarsh os señores Pendennis y Malesherbes, ea fabricación de un cierto pequeñ

artículo de utilidad doméstica. Cada dícomemos juntos en un establecimientcercano, en el que JoAnne atiend

nuestras peticiones. El señor Pendennies el responsable de las finanzasMalesherbes fija los precios y redact

os pedidos. Su comida siempre hconsistido, durante estos últimos veintaños, en buey a la plancha sobre u

echo de lechuga fresca, dos tostadacon mantequilla y, después de quJoAnne ha limpiado la mesa, una solaza de té English Breakfast. Pendenis

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de gustos más ortodoxos, prefierestofado o pescado. Waymarsh, esubdirector, comerá, por supuestocualquier cosa, pero siendo el menimitado se inclinará, seis días a l

semana, tras un prolongado fruncimient

de cejas, por la caballa. En cuanto a mísiempre que hace buen tiempo y no henido problemas con los empleados

elijo tripa.Siempre nos había parecido ta

perfecto, tan exactamente adecuado…

hasta que apareció Cecily.Cecily tenía veintiséis años, tal veveintisiete. Su cabello, que colgabsobre sus hombros en perezosos bucles

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era del color de la barba del maíz coendencia a oscurecerse, como la barb

del maíz. A medida que pasaban lasemanas fue adquiriendo una tonalidapardoamarillenta, hasta que la agencide ciencias femeninas lo restauró com

por arte de magia. En nuestro favor debconfesar que no nos escandalizamos. Suobillos, como Pendennis se apresuró

notificarnos, eran tan esbeltos como lode una colegiala.

 —La mitad de gruesos —no

nformó Pendennis el día en que la visalir por primera vez del despacho dedirector— que los de esas vacas dcontabilidad.

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Sonreímos con conocimiento dcausa. Después de todo, eran sus vacasBetsy Teeling, las dos Mónicas, lmadura señorita McGuffin, la más joveaunque igualmente rumiante) señorit

Halliday: cuentas por cobrar, cuenta

por pagar y nóminas. —¿Así que el director tiene un

nueva secretaria? —deduje.

Pendennis hundió su cuchara entre lsalsa y las chirivías y sonrió entrdientes. «Una sonrisa de superiorida

—pensé—, henchida de secretcomplacencia». —Compras —dijo. Pinchó algo e

el plato y luego nos miró directamente

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os ojos—. Jefa de compras. —D-debes de estar e-equivocado —

artamudeó Malesherbes. —En absoluto —intervin

Waymarsh, que por ser la mano derechdel director estaba en todo. Clavó e

enedor en el último trozo de pescado o introdujo con delicadeza bajo s

bigote. Después tomó un sorbo de caf

con toda la calma del mundo—. ¿Qué oparece si pedimos un poco de pastel dmanzana?

 —¿Qu-qué quieres decir? —protestMalesherbes, tan agitado que retiró sservilleta del cuello.

 —O una tarta —continuó Waymarsh

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 —Esa… —empezó Malesherbesabatido. Su ancho rostro enrojeció—Esa mujer!

 —Señorita Cecily Hart —dijWaymarsh sin perder la compostura—Cinco años con Bernham & Maggotty. Y

una licenciatura. —Imposible —repuso MalesherbesPero era cierto. El director no

convocó esa misma tarde en su gradespacho situado en lo alto de la torredesde el cual, con los tirantes dilatado

por su abdomen, podía observar loesfuerzos de sus empleados y, detallmportante, podía ser visto por ellos.

 —Los tiempos modernos —anunci

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el director, irradiando bienestar confianza— exigen, de vez en cuandoalgunas mínimas concesiones.

Malesherbes parecía receloso.Waymarsh, que gozaba de l

prerrogativa de estar sentado e

presencia del director, nos sonrió cobenevolencia. Era un hombre plácidocomo perteneciente a otro mundo

Posaba sus nalgas confortablemente eos dominios del director y aceptaba s

puesto sin hacer preguntas.

 —Las mujeres —siguió el directo—, según me han informado, adquiereel noventa y siete por ciento de nuestroartículos domésticos. Caballeros s

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poder adquisitivo, para no andarnos poas ramas, es extraordinario. Y, si

embargo, en todos estos años, nunchemos… —se giró con brusquedad comprobó, después de echar una ojeada la plantilla (no me cupo la meno

duda), la conspicua ausencia de mujeresVolvió a mirarnos—. Ni siquiera aquí  —subrayó—. Especialmente aquí, e

nuestro inner sanctum… —Estoy por completo de acuerdo —

coreó Waymarsh, pues la decisión y

había sido tomada. —Un retraso excesivo —concediPendennis.

Malesherbes intentó disimular s

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disgusto.El director rodeó con su brazo l

espalda de Malesherbes. —Sabía que podía contar con uste

—declaró, complacido. Oprimió ebotón del intercomunicador. La puert

exterior se abrió al instante. La jovenescoltada por la culona secretaria dedirector, avanzó con parsimonia haci

nosotros. —Me complace en presentarles a l

señorita Hart —dijo el director.

Le estrechamos la mano, uno pouno. Su apretón era franco. Sus pechosfirmemente asegurados, no se movieroen ningún momento. Bajo uno de su

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esbeltos brazos llevaba una tablilla cosujetapapeles.

 —Encantado —dijo Waymarsh. —Igualmente —dijo Malesherbes

ratando de ocultar su disgusto.Fue Pendennis, sin embargo, quien l

nvitó a comer. —El miércoles —nos indicó

cuando ya era demasiado tarde.

 —¿De qué creéis que podremohablar? —bufó Malesherbes. Bajó lvista hacia la fláccida bolsa de t

English Breakfast que flotaba en la taz, como poseído ya por la presencintrusa de la señorita Hart, se estiró lo

pelos de la nariz.

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 —Hablaremos de lo que siemprhemos hablado —sugerí— y lofreceremos un puro.

 —Pero si no fumamos —se quejMalesherbes.

 —Es una broma, John —le dij

Pendennis, conciliador. —Pues no me hace gracia —

respondió Malesherbes, malhumorado.

El miércoles me vi obligado aparcar en el solar que hay detrás de lglesia de St. Stephen y caminar el resto

Pese a ello, aún faltaban diez minutopara las doce cuando JoAnne cogió mchaqueta y la colgó junto a las otras.

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 —Hoy nos hemos puesto muy guapo—sonrió JoAnne.

 —Es lo único que tenía limpio —protesté, sin saber muy bien por qué mdisculpaba.

Pendennis, que estaba mirando l

puerta, llevaba una corbata que nunca lhabía visto. Se había peinado y dado uoque de laca a sus escasos cabellos

Waymarsh iba embutido en un trajnegro a rayas. Malesherbes, por sparte, se tocaba con su ajada gorra d

marinero, inclinada sobre la frente. Simitó a parpadear cuando Pendennisugirió que sería un detalle de cortesíquitársela.

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 —Pretendes ser irónico, supongo —dijo Waymarsh.

 —Pretendo ser yo mismo —lcontestó Malesherbes.

 —Siempre te quitas el sombrercuando entras en algún sitio —l

corregí. —Pero ahora no pienso quitármel

—Malesherbes sonrió de form

nexplicable—. Las intenciones cuentapara algo.

Tras oír su respuesta le dejamos e

paz. Con todo, cuando JoAnne salió ddetrás del mostrador para traerle splato de buey a la plancha y el cuadernde notas en ristre, Pendennis la detuv

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con un gesto. —Espere unos minutos, estamo

esperando a otra persona.Malesherbes contempló horrorizad

cómo su comida regresaba hacia lcocina.

 —No tienes derecho —susurró. —Todo el derecho del mundo —

respondió Pendennis.

 —Veinte años de buey a la planch—le recordó Waymarsh—. Yo diría quhay motivos suficientes.

Malesherbes paseó la mirada por lmesa vacía. —Es lo que me gusta. —Eso es lo que me preocupa —

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repuso Waymarsh. —Creo que voy a pedir una chulet

—interrumpió Pendennis.Todos le miramos, estupefactos. —Es un día especial —explicó. —Tonterías —dijo Malesherbes

aunque todos los demás ya nos habíamopuesto en pie.

Estoy seguro de que, en el fondoninguno de nosotros creíamos quvendría. Por naturaleza y por costumbrno estábamos preparados para lcompañía de una joven. Pendennis y yéramos solteros. Waymarsh era viudoPor las tardes leía libros de horticultur

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o asistía a conferencias en luniversidad. Se puso a temblar adivisar la esbelta figura recortada contrel umbral de la puerta. Pendenniexaminó de súbito la pechera de scamisa (su mayor defecto) y rogó

magino, por una muerte súbita.Cecily pasó por delante de

mostrador, observada por el camarero,

se desvió de inmediato hacia nosotros. —¿Llego tarde? —preguntó—. ¿Y

han pedido?

Su pelo, despeinado y caído sobras sienes, exhibía las mechas deamarillo más vistoso que habícontemplado en mi vida.

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Waymarsh, decantándose por lceguera, se quitó las gafas.

 —No, en absoluto, señorita Hart —dijo con suavidad.

 —Cecily —insistió ella.Waymarsh le ofreció su mano grand

 húmeda. —Harold —susurró. —Patrick —dijo valientement

Pendennis. —Desmond —dije yo.Malesherbes, sin embargo

permaneció en silencio. Cecily, sin darlmucha importancia, se sentó a su lado. —¿Qué van a tomar? —preguntó.Malesherbes miró si se estab

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burlando de él. —Pendennis tomará chuleta —dij

—, y yo, tripa.Waymarsh arrugó el entrecej

mientras examinaba la lista escrita en lpizarra.

 —Estaba pensando en estofado —nsinuó.

 —Son maravillosamente diferentes

odos ustedes —ella rió y sonrió, porquPendennis y yo habíamos sonreído. Sgiró hacia Malesherbes—. Defínas

ambién usted, porque pretendo guiarmpor la experiencia.Por un momento pensé que habí

detectado una actitud conciliatoria en e

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ojo izquierdo de Malesherbes, pero nse dejó seducir. Cuando JoAnne volvipara anotar nuestros pedidos, seguímanoseando los cubiertos. Pequeñamanchas de humedad relucían sobre sgrueso labio superior.

 —¿Has decidido, John? —lpreguntó por fin JoAnne.

 —Nada —contestó.

JoAnne le miró con aire suspicaz. —Aquí no tienen nada —dijo él e

voz alta. A intervalos hundía los diente

del tenedor en el mantel—. Sólo piedra—murmuró con una sonrisa, que sransformó en una mueca—. Y apestosa

hierbas negras —el fluctuante tenedor s

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acercó peligrosamente al hombro dCecily. Malesherbes levantó de repenta vista.

Al otro lado de la mesa habíhombres que conocía. Es posible que ehecho de vernos a Pendennis, Waymars

 a mí le ayudara a calmarse. —La experiencia me ha enseñado

señorita Hart —dijo casi con serenida

—, que la hierba negra es la máncomestible.

Cecily se apartó, nerviosa.

 —Le servirá de ayuda —expliqué—saber que una vez naufragó. —En una roca —añadió Pendennis. —Al este de Terranova —dij

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Waymarsch—. En el Atlántico. —Sin… —continué. —¿Ya se han decidido? —

nterrumpió JoAnne, que no habícesado de oír después de tantos añoodo lo que le interesaba oír acerca de

hundimiento del barco.(Trece días, le contamos, sin má

recursos que una lata de galletas).

 —¡John! —gritó JoAnne.Malesherbes agitó la cabez

orpemente. Sus fofas mejilla

fluctuaron.JoAnne, exasperada, se colocó traa silla de Cecily.

 —¿Y usted, señorita?

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 —Trucha —musitó Cecily; doemblorosas sílabas que brotaron de suabios y, como temerosas de la luz y de

aire, se desvanecieron.

 No podía haber empezado peor

Cuando llegó la trucha, Cecily comivarios trozos para ser sociable y luegoapoyada en silencio contra el respald

de su silla, bebió un poco de agua fría esperó.Pendennis tosió. Por la expresión d

su rostro deduje que la chuleta estabdura. En cambio, la tripa sabía a las mimaravillas, pero el espectáculo dMalesherbes con la vista perdida en e

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mantel me hizo perder el apetito. —¿Ustedes también eran marinos

—preguntó por fin Cecily. —Estábamos en el ejército —l

dijimos. —En el norte de África —aclar

Waymarsh mientras buceabmecánicamente en su estofado.

 —Birmania —rectificó Pendennis

atacando la chuleta—. Las Filipinas. —Antes de que usted naciera,

quizás antes de que nacieran sus padre

—dije.Cecily rió de nuevo, a modo drespuesta, algo menos inseguradescubriendo una diminuta lengu

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rosácea. —No parecen tan mayores —sonrióFue en ese momento cuando

desviándose de la chuleta, el cuchillo dPendennis se precipitó sobre el dedo dCecily.

Pendennis luchó por recuperar eequilibrio, lo perdió y se inclinó haciadelante, añadiendo el peso de su tors

  de su brazo a la inesperadaceleración del cuchillo. Se enderezó unstante más tarde, pero para entonces e

extremo del dedo de Cecily, segado poa falange, ya había rodado hastdetenerse frente a Malesherbes.

Después todo pareció transcurrir a

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mismo tiempo. Cecily chilló; Pendennispálido, expresaba entre sollozos sestupor, sin dejar de repetir a Waymars a las camareras que habían acudido oda prisa que se trataba de u

accidente. Alcé el brazo de Cecily sobr

su cabeza para detener la hemorragiamientras Waymarsh le envolvía el dedcon las servilletas. Creo que fui el únic

estigo, en la confusión, de lo que habíhecho Malesherbes con el pequeñpedazo de carne.

Me sentí aliviado, a pesar de todocuando a la mañana siguiente Pendennise detuvo ante mi escritorio.

 —Fue un claro acto de locura —dij

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—. Con todo, he de reconocer ciertadmiración.

Hice lo que pude para pareceasombrado, pero él sonrió.

 —Sin embargo, daba la impresióde que estabas muy afectado —l

recordé. —He vuelto a invitarla —dijo co

aire de niño travieso—. Como un act

de desagravio. Espero vuestrasistencia.

Cecily llevaba un vendaje, por lque necesitó la ayuda de JoAnne parquitarse la chaqueta y la de Waymarspara sentarse.

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 —Debe de ser doloroso —dije. —Lo es —reconoció.Tenía las mejillas pálidas. Cuand

sonrió, lo que sólo consiguió a mediaspercibí que sus ojos se habíaoscurecido, como si hubieran perdid

parte de la capacidad para enfocar. Nobstante, levantó la vista de repente.

 —Este trabajo es muy important

para mí —afirmó—. Es necesarioademás, que mantenga relacionecordiales con todos ustedes —la

comisuras de sus labios se alzaron sirevelar los dientes—. Relacioneprofesionales cordiales.

 —Tienes razón, por supuesto —dij

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Waymarsh. —No podría ser de otra manera —

observó Pendennis.JoAnne no tardó en traer el café. S

nclinó sobre Waymarsh y, mientras éfruncía el entrecejo, anot

obedientemente «estofado» en scuaderno, a pesar de que el cocinerhabía sacado un plato de pescado e

cuanto le vio traspasar el dintel de lpuerta. La verdad es que ni Pendennis no íbamos a sorprenderla. Sin embargo

parecía inquieta. —¿Y tú, John? —preguntó.Pero, a pesar de que Malesherbe

meneó la cabeza, estaba sonriendo.

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Me entristece admitir que esta vefue mi cuchillo el que resbaló.

Al empezar la siguiente semanaJoAnne colocó innecesariamente lpizarra frente a nosotros.

 —¿Qué le sucedió a esa infortunadoven? —preguntó.

 —Desapareció —dijo Pendennis.

 —Se marchó sin previo aviso —lcorrigió Waymarsh. —Sin una palabra —concluí

ratando de terminar la conversación. —Qué cosa más rara —insisti

JoAnne—. Pobre niña, tan proclive a loaccidentes.

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Con un suspiro, apoyó el bolígrafen su cuaderno de notas.

 —Bien, ¿qué será hoy, caballeros? —Sólo café —dijo Waymarsh. —Lo mismo —replicó Pendennis

con la cabeza baja para ocultar el brill

de su ojo.JoAnne le miró, vacilante. —Café —coreé.

Malesherbes sacó de su bolsillo ubocadillo envuelto en papel parafinado.

 —Té —dijo con firmeza—. Un

estupenda taza de té caliente EnglisBreakfast.Uno tras otro, cuando JoAnne no

dio la espalda, sacamos nuestro

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bocadillos. —No iría mal un poco de mostaz

—sugirió Pendennis. —Y pimienta —dijo pensativament

Waymarsh—. Creo que me pondré algde pimienta.

 —Resultará excelente tal cual —leaseguró Malesherbes.

Desenvolvimos el papel con tod

cuidado.Entre las rebanadas de pan advert

os trozos de carne rosa pálido. Segur

que no tendrían grasa. Malesherbes shabía encargado personalmente, a últimhora de la tarde anterior, de pulir lopedazos ante nuestra presencia. Si

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embargo, reconsideré por un momento lposibilidad de pedir tripa. Es curiosopensé, cómo cambian los gustosSiempre nos había parecido taperfecto, tan exactamente adecuado…hasta que apareció Cecily.

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El beso sangriento

Denis Etchison

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DENNIS  ETCHISON, nacido en 1943 eStockton (California), es conocido posus magistrales narraciones cortas. Lamejores han sido recogidas en lovolúmenes The dark country  y  Re

dreams. Otros libros suyos incluyen l

novela  Darkside  y las antologíaasters of darkness  y Cutting edge

Excelente guionista, es posible que s

rabajo en Hollywood haya inspirado ecuento que sigue a continuación.

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Ella se había dicho que aquellnunca podría llegar tan lejos, peresperaba que sucediera contra todesperanza. Ahora ya no estaba segura do que era ilusión y de lo que er

realidad. Había perdido el control.

 —¿Sigues ahí, Chris? —era Rip, echico de los recados, que de tantrondar por los estudios había llegado

ser Ejecutivo a Cargo de ProyectoEspeciales, fuera eso lo que fuese. Sparó frente a la puerta del despacho

giró sobre un pie y meció el otro hastcruzar el tobillo sobre la rodilla, lairosa postura de un bailarín edescanso o la maniobra socarrona de u

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corredor dando a entender que llevsuficiente ventaja como para no teneque apresurarse. Ella no pudo decidicuál de las dos era la más adecuada. Lmiró distraídamente y fingió que ssiguiente pregunta la divertía—. ¿Irás

a fiesta esta noche? —¿Te importa mucho que lo haga? —Claro —dibujó una sonris

nfantil, como si hubiera olvidado por umomento que tenía treinta y cinco año—, ya sabes que asistirá todo el equip

—echó un vistazo al pasillo en ambadirecciones, se metió dentro y bajó lvoz para bromear sobre su evidentaspiración—. ¿Sabes lo que le vamos

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raer a Milo? —Deja que lo adivine… ¿Un

danzarina del vientre? No, eso fue parsu cumpleaños. ¿Un bailarín dChippendale?

Rip reprimió su carcajada.

 —¿Me tomas el pelo? No saldrá dsu guarida hasta la tercera temporada.

 —Nunca se sabe.

«Eso es lo que tú quisieras —pensella—. Guarida, y un pepino. Podrídecirte algunas cosas sobre Milo, si d

verdad te interesan, pero es posible quno me creyeras; no encajarían en tuplanes, ¿verdad? Milo el Gran JefeSigue soñando».

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 —Me rindo —dijo—. ¿Qué es?Rip cerró la puerta detrás de él. —Contratamos a ese bombón de l

Oficina de Reparto. Entrará…rrumpirá a las doce menos cinco

anunciará entre sollozos que acaba d

cargarse el coche de Milo, aparcadenfrente. ¿Has visto el 450SL blanco? Eúltimo capricho de Milo, ¿vale? A ell

e sabe tan mal, va a pagarlo todosiempre que su seguro no hay

caducado. Así que lo arrastra hacia l

habitación de arriba en donde está eeléfono, busca el número, sdesmorona, empieza a llorar, se despojdel vestido y se le ofrece… Y d

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repente, ¡sorpresa! ¡Todo era una farsaFeliz día de San Valentín! Iremos todos

¿Tienes una cámara, Chrissie? —Llevaré mi 3-D. —¿Qué? —Nos veremos allí, R. Ahora voy

escribir de nuevo mi guión.«¿Lo terminaré algún día?», s

preguntó.

 —¿Te refieres a  Zombis? Creí qua estaba a punto.

 —Y lo está, pero Milo tenía una

sugerencias de última hora. Nadmportante. Lo quiere sobre su escritorimañana por la mañana.

 —Estupendo —dijo Rip, si

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escucharla—. Bueno, no trabajes mucho«Si no lo hago yo —pensó ella—

¿quién lo hará?». —Y, Chrissie… —¿Sí? —Que pases una noche fabulosa

sola o acompañada. Recuerda,  No abr

a puerta  va directo al número uno…lo conseguimos! Bueno, gracias a t

episodio, por supuesto. ¡ La Reina de loZombis nos situará en la cumbre!

 —Gracias por decírmelo R.

«Y no me llames Chrissie —pensmientras él se marchaba—. Yo lo hconseguido, tú lo has conseguido, elloo han conseguido, nosotros lo hemo

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conseguido… Me gustaría verles pouna vez, a Milo o a cualquiera de estproductora, haciendo el auténticrabajo: entrevistar a escritores, resumi

argumentos, reescribirlos toda la nochpara entregar algo más que grande

deas a la cadena… Tendría quhaberme quedado de secretaria. Amenos dormiría mejor.

»Pero, en ese caso, ¿qué sería dellos? ¿Y qué sería de mí? Hubierregresado a Fresno, a casa de mi

padres, en lugar de estar aquí, ocultentre bastidores para mantener unida esta familia sustituta Si me dieran udólar por cada vez que he salvado e

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rasero de Milo la noche anterior a uestreno…

»Con historias como ésta —pensórevolviendo las hojas—. Por fiencontré una perfecta. Bueno, no fui yoEsta vez, milagrosamente, todo estaba

punto cuando cayó en mis manos; lúnico que tuve que hacer fue pulirla upoco y dársela a M. para l

presentación. El episodio perfecto parabrir la segunda temporada. Así llamaron. Para ser sincera, quería qu

pensaran que era mío. Y funcionó. ¿Hde renunciar a este despacho por culpde una abstracción? ¿Quién es RogeRyman? Con los detalles específico

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cambiados, será irreconocible cuando lrueden… Ya me ocuparé de elloDejarán que escriba yo el guión. ¿Quiénsino? Y entonces todo el prestigio serpara mí, reconocerán mis méritosentraré a formar parte de l

Asociación… ¿Quién podría darscuenta? Es probable que Ryman se ganhonradamente la vida en algún sitio, ta

vez lejos. Nunca la verá. Ni siquierdebe tener televisión por cable.

»¿Y si la ve algún amigo suyo?

»Olvídalo, Chrissie, Chris. Tvolverás loca.»Tú lo quisiste así, admítelo. T

empeñaste en ello».

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Sacó de la máquina de escribir lúltima hoja de la última revisión, la quncorporaba los cambios surgido

después de su entrevista de hoy coMilo, y empezó a leer las pruebas desda primera página:

LA REINA DE LOS ZOMBIS

 por 

Christine Cross

1. SUPERMERCADO DE HORARIO

NINTERRUMPIDO- NOCHE

Las tres de la madrugada.Los muertos vivientes asedian el

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super.Clientes zombi se dirigen

hacia el departamento de productos alimenticios, dondese hallan escondidos detrás de lacaja el encargado de noche y su

novia, una de las cajeras. Tieneque sacarla de allí antes de quereparen en su presencia. Los

zombis quieren algo más quefruta y verduras.

Pone en marcha el sistema de

altavoces, agarra el micrófono y, para distraerlos, anuncia unaoferta de hígado. Los zombis searrastran hacia la  sección de

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carnes.Le indica a la CAJERA  que

ande a gatas hacia la puertadelantera…, pero nuevosrefuerzos de zombis empiezan aentrar desde el exterior. Ella

cambia de dirección, se deslizaentre los pasillos, pero se veobligada a retroceder hacia la

 sección de carnes, donde loszombis están muy ocupadosdevorando hígado.

Un zombi solitario llega alextremo del cajón decongelados. Toda la carne ha

desaparecido. Aprieta el timbre

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con movimientos torpes yconvulsivos. Nadie responde.Entonces trepa al mostrador,agarra al CARNICERO  allíescondido, lo alza, hunde unamano en el abdomen delCARNICERO  y le arranca elhígado.

Mientras prosigue la orgía,

una lluvia de sangre y víscerassalpica a la CAJERA. Ella chilla.

«¡CORTEN!».

Vemos que una película estásiendo proyectada en elsupermercado, pero la chica que

interpreta a la CAJERA  no para

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de chillar. Mientras los zombisse despojan de sus máscaras salecorriendo del plató histérica.

«¡Fantástico! —le dice elDIRECTOR   al ENCARGADO DE

EFECTOS ESPECIALES —. Pero

quiero más sangre la próximavez, ¿vale, Marty?».

Sale a buscar a la CHICA.

2. EXTERIOR 

El DIRECTOR   la consuela enel aparcamiento. Ella, sabiendoque no le da lo que necesita,

quiere agradarle, pero es

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superior a sus fuerzas. Se estádesmoronando. Tiene ganas desubir al próximo autobús paraIndiana.

El DIRECTOR   la necesita.Ella será la Reina de los

Zombis. La envía de vuelta alHoliday Inn. Un baño caliente,un descanso…, ¿qué más puede

hacer por ella? Si es necesario,ensayará más tarde con ella, en privado.

Repasó las páginas. Perfecto, comodo lo demás. Funcionaba óptimamente

«Sácale juego al boceto —pensó—

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Podría escribir ese guión ahora mismoaprovechando la inspiración, si Milo nnecesitara enviar antes esta versión a loerifaltes para su aprobación. Un

formalidad. Podría seguir trabajando, nquiero asistir a esa espantosa fiesta

Puedo acabarla antes de plazo… Por fise darán cuenta de lo muy importantque soy para esta operación. Hast

podría ocurrir que Milo comprendiera lnecesidad de un productor asociado¿Por qué no?».

¿Estaría todavía en su despachoPodría presentarle sus respetosexcusarse de la fiesta y explicarle que smarchaba a casa a trabajar. L

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mpresionaría muchísimo, ¿no?Grapó las páginas y buscó su bolso.El pasillo olía débilmente

desinfectante y, a lo lejos, se oía egolpeteo de los cubos de basura medida que las mujeres de la limpiez

pasaban de una sala a otra del edificiorecogiendo los desperdicios de lodemás y poniéndolo todo en orden

Mientras atravesaba el vestíbulo drecepción vio el carrito de las escobas os detergentes detrás de una puert

entreabierta y, más allá, a través de lventana del despacho de Rip, la línedel horizonte ennegrecida por una fajde polución, producto de otro día en l

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ciudad. Era más tarde de lo qupensaba.

 —Buenas noches —dijo en voz altaLa mujer de la limpieza se enderez

  se restregó las ásperas manos en euniforme; luego dejó caer los brazos

os costados con las palmas haciarriba, como temerosa de que lacusaran de estar robando. Su rostro s

veía sombrío e inexpresivo. —Que lo pase… que lo pase bien —

añadió Chris.

Bueno, en realidad no era fiesta¿Entendería el inglés la mujer?Antes de irse intercambiaron un

última mirada. La de la otra fue serena

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conformista, desesperanzada extrañamente beatífica. Una huella ddesaprobación se insinuó en su máscarmpasible. Chris se sintió un pocncómoda, como una adolescent

descubierta saliendo o entrando

hurtadillas en su habitación. De hechoa mirada era casi de pena. ¿Por qué

Bajó los ojos y se alejó.

Golpeó con los nudillos la puerta dMilo, y después entró sin esperaautorización.

El despacho estaba vacío. Ernormal que no se molestara edespedirse. ¿Para qué? Nunca lo habíhecho. Eso cambiaría, por supuesto

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Durante tres días había tenido udespacho para ella sola, pero los demáardarían un tiempo en asimilarlo. La

cosas serían diferentes muy pronto.Observó las señales habituales d

una partida apresurada: una fila de lata

de coca-cola vacías, un cajón salidpara estirar los pies, un puñado dmpresos para mensajes enrollados junt

al teléfono, una bandeja de papelecolumpiándose en el extremo deescritorio.

A su pesar, reconoció que la escene resultaba más conmovedora qusorprendente. Milo necesitaba alguieque pusiera orden en su vida, que pasar

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revista al terminar la noche. No podíhacerlo todo. No era culpa suya, razonella, formaba parte de su naturaleza…Se sintió como la hermana que corregísus deberes mientras dormía, la novique le chivaba las soluciones en e

examen final, la madre que spreocupaba de peinarle antes de ir a lescuela. Sabía que no ocupaba ningun

de estos lugares, pero él no tardaría ereconocer su valía. Los días dndiferencia habían terminado.

Sonrió mientras atravesaba edespacho y depositaba triunfalmente sboceto corregido sobre el cristal deescritorio, donde aguardaría a que é

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legara por la mañana. No dejaría dverlo.

Colocó el bloc de mensajes entre ecenicero rebosante y los círculodibujados por la taza de café. Utilizó episapapeles para inmovilizar sus hojas

alineó un lápiz a cada lado parenmarcarlas y se dispuso a salir.

Oyó que el carrito salía de

despacho de Rip y se dirigía hacia el dMilo.

¿Y si la mujer de la limpiez

reordenaba las cosas y ponía sus hojabajo el montón que no correspondía?Chris debería advertirla de no toca

el escritorio.

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¿Y si no conseguía hacérselcomprender a la mujer?

Suspiró y vació el cenicero, tiró laatas en la papelera, limpió el cristal de

escritorio y ordenó el resto de sucachivaches para que no hubier

necesidad de tocar nada. Mientradeslizaba el bloc de notas bajo eeléfono y se preparaba para marchars

antes de ser pillada in fraganti, eimbre interior el teléfono sonó una vez

a causa del movimiento. Ella parpadeó.

Y vio lo que estaba escrito en lprimera página del cuaderno.Parpadeó de nuevo y lo releyó

esforzándose por comprender el sentido

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Estaba redactado con los garabatofamiliares de Milo, su última nota dedía. No tuvo la menor dificultad edescifrarla. Decía:

«QUE  BILL  S. ESCRIBA REINA D

LOS ZS. ¿QUIÉN ES SU AGENTE?».

Se quedó mirándola.Puso las manos en las caderas

apoyó su peso en un pie y luego en e

otro, miró por la ventana y sólo vioscuridad; leyó la nota otra vez antes dque sus ojos empezaran a picarle. E

significado era indudable.Milo le había asignado la confecció

del guión a otra persona.

Ella no participaba en la carrera.

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 Ni siquiera estaba en la lista dcompetidores.

Tendría suerte si constaba en loítulos de crédito. No, probablemente n

siquiera eso.La venda se le cayó de los ojos.

Ya podía ver el nombre de otrescritor en la pantalla. Tal vez el dMilo sólo. Había sucedido antes.

«Ha vuelto a suceder —pensó—Siempre sucede igual.

»Y ni siquiera lo vi venir».

 Ni tan sólo podría elevar unprotesta, puesto que se arriesgaba provocar un arbitraje que quizdescubriera al verdadero autor de l

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obra que se había apropiado.«Me han cogido —pensó—. Otr

vez.»Pero esta vez no me conformar

con el hueso que me han tirado. Ahorno.

»Esto se acabó aquí».Cogió el cenicero y lo arrojó al otr

ado del despacho. Se estrelló contra e

dibujo enmarcado de LeRoy Neimacolgado en la pared. Después recupersus páginas y salió del despacho

fragmentos de cristal se clavaron en lasuelas de sus zapatos y rechinaromientras andaba.

Estupefacta, la mujer de la limpiez

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se hizo a un lado. —Esta vez no —le dijo Chris entr

sollozos de rabia—. ¿Comprende?[6

Lo… lo siento. Perdóneme…«He cometido un gran error, un erro

errible, terrible.

»O quizás lo ha cometido otro».

De vuelta en su despacho examinó e

fichero hasta encontrar la sinopsioriginal, ofrecida por un desconocidsin agente al que jamás había visto

Roger R. Ryman. Había incluido sdomicilio y teléfono particulares en lpágina del título.

Aferró el receptor y se rompió un

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uña mientras marcaba el número.Al principio, él no la reconoció po

su nombre, pero cuando pronunció lapalabras mágicas,  No abra la puerta

recordó las series, la sinopsis que habíenviado y casi consiguió lamerle la car

a través del teléfono.Sí, por supuesto, se citaría con ell

en cualquier parte, a cualquier hora.

Ella le dio la dirección de Milo.Él no vio nada raro en que le citar

en una fiesta de San Valentín.

3. E N EL HOLIDAY I NN

Ella llama a casa deshecha

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en llanto. Está preparándose para tomar el baño cuando entreel DIRECTOR .

Todo irá bien. Tú puedeshacerlo, le dice. Trabajará conella personalmente. Él se

adjudica el papel de un zombi enel ensayo, la acaricia, la agarra,la abraza apasionadamente. Ella

responde con desesperación,olvidando el guión. Ella lenecesita. Y piensa que él la

necesita.

4. MÁS TARDE.

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Ella llama a su casa denuevo…, pero esta vez en otrotono. Sí, le va muy bien. Despuésde todo, se abrirá camino.

«¿Sabes una cosa, mamá? Heconocido a un hombre, pero no a

un hombre cualquiera. Esmaravilloso, muy gentil. Se preocupa realmente por mí…».

«Fantástico —pensó Chris—. Ahora pregunta es ¿quién será él?».

Cuerpos de todos los tamaños formas pasaban junto a ella, ataviadocon toda clase de vestimentas

sombreros en forma de corazón, traje

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con flechas, zapatos de atractivo diseñocamisetas de pésimo gusto, alfilereesmaltados, pañuelos de cabezadornados con dibujos, chándales dcolor pastel adquiridos en el BerverleCenter, indumentarias de los años treint

procedentes de la avenida MelroseOsitos de felpa acechaban en laesquinas con billets-doux  clavados e

os baberos; globos de Mylar flotabahacia el techo como burbujas de aire ea superficie de un acuario. Jadeó e

busca de aliento a medida qupersonajes inindentificables sarremolinaban a su alrededor, todcollares y dientes luminosos bajo la

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uces ultravioletas, y buscó una salidantes de que la presión de la música lcercara de nuevo. Mientras se abrípaso entre la muchedumbre hacia lpuerta más cercana, algo parecido a unpinza trató de asirla por el muslo. En la

sombras, los osos de ojos negros brillantes como los de los tiburoneparecieron mover sus peludas cabezas

siguiendo sus movimientos.

Otro disco,  Esperando a qu

erminen los ochenta, empezó a sonarnterpretado por los Coupe de Villes, aiempo que un grupo de hombres d

cuello largo y bigote recortado s

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agolpaba en torno a un llamativo bufede la cocina. Estaba a punto de pasar dargo cuando reparó en un enorme

coloreado paté con la parte superiohendida para imitar las alas de ungaviota en pleno vuelo. El centro s

hundió y reveló el compacto hígado denterior, a medida que los hombres iba

untando canapés y contando chistes. Un

fina película de sudor brillaba en laentradas de sus cabellos. Ella reconocial conversador más animado.

 —Rip…Él le rodeó el hombro con su brazo a atrajo hacia sí, y no la soltó hasta qu

hubo terminado de contar el chiste

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como si Chris hubiera interrumpido sactuación. Cuando terminó, echó lcabeza hacia atrás y soltó una fuertcarcajada que hizo vibrar su carótida estremecer su cuerpo. Por fin se girhacia ella.

 —¡Chrissie, amor! —la atrajo mácerca—. Mark, me gustaría presentarte nuestro nuevo Responsable de Guiones.

 —Rip, ¿has visto a…? —No, no sé por dónde para Milo

pero apuesto a que no prepara nad

bueno —señaló el techo con el pulga—. Prueba en el piso de arriba. —Rip, si alguien pregunta por mí… —Yo, en tu caso —Rip le guiñó e

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ojo—, no iría a estorbarle todavía.«Como siempre, cuento sólo con mi

fuerzas —pensó—. Todo lo demás erpura ilusión».

 —No importa —Chris cogió avuelo una copa de champaña muy frío

a vació—. Nos veremos a las doce.Se dirigió hacia las escaleras

Arriba se oían mucha voces. Quizá

encontraría allí lo que andaba buscandoSe estaba haciendo tarde y era precisenerlo todo a punto antes de qu

empezaran los fuegos artificiales.

5. E N MAQUILLAJE  – AL DÍ

SIGUIENTE

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Ella está sentada en la silla,recibiendo los mimos quenecesita de su nueva familia. ElMAQUILLADOR   es amable,sensible. Aunque ha abandonadosu auténtica familia y su

auténtico hogar, ahora siente que pertenece a algún sitio.

Cuando se va, el

MAQUILLADOR   y el EQUIPOcambian de tono. Esta pobre niñafracasará. Es muy nerviosa,

excitable, peligrosamenteinestable, pero es demasiadotarde para reemplazarla. El

tiempo vuela.

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6. E N EL PLATÓ.

Ella vuelve a hundirse. ElDIRECTOR   intenta darle ánimos, pero no es suficiente. Esdemasiado insegura. Después dedoce tomas le suplica que lo prueben otra vez.

«Háblame como hiciste

anoche. Quiero que salga bien».«Eso es lo que quiero yo

también», le dice.

La escalera, escasamente iluminadaestaba atestada de gente. Mancha

borrosas —rostros irónicos y vivaces—

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observaron su ascenso: chicos sipatillas y muchachas indiferentementelegantes, como ajenas al lugar, dsonrisa falsa, fija y obstinada. Rozó coa muñeca algo frío y suave. Se tratab

de una almohada de raso en forma d

corazón que alguien de sexndeterminado pretendía regalar. S

apartó y se apretó contra la pared com

si caminara sobre platos de cartóempapados; distinguió un estampado qureproducía a una pareja de tórtolos qu

se arrullaba y acariciaba debajo de unensalada de patatas a medio comerdejando caer alas de pollo.

 —Perdón —dijo.

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 —Perdóneme a mí  —dijo la personde la almohada—. ¿Es usted la qubusco?

 —Eso espero —dijo, desviando loojos y apresurándose escaleras arribaDespués repitió en su mente las palabra

 el timbre masculino de la voz. —Le ruego que me disculpe, pero…Abajo, una nostálgica lu

estroboscópica estilo años sesentbañaba las cabezas de los bailarinesrelegándolos al anonimato de uno

extras.Se sintió como atrapada en una reejida décadas atrás. No cambiaría hast

que se decidiera a actuar. No era e

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momento de desfallecer. Recordó algque su padre le había dicho antes dmarcharse: «Cuando te sientes, siéntateCuando estés de pie, estáte de pie. Pernunca vaciles». Lo ocurrido en laúltimas horas le había hech

comprender esas palabras; ahora laentendía.

¿Dónde estaba él? El tiempo volaba

Examinó las cabezas que habídejado atrás, pero el hombre decorazón se había ido.

Asustada, recorrió la escalera con lvista. «No debe irse».Algo brillante se estiró para tocarl

desde el otro lado de la escalera.

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 —Es usted —dijo el hombre de lalmohada de raso—. Estoy seguro.

 —Gracias a Dios.Le empujó escaleras arriba hasta e

segundo rellano. Enfrente se abría upasillo más oscuro, atravesado po

haces de luz amortiguada que proveníade las distintas habitaciones. Nrecordaba cuál era la de Milo, per

sabía que debía encontrarla antes de lhora indicada. Un murmullo dexcitación recorrió la planta baja

¿Habría llegado ya la chica contratadpor Rip? —Venga conmigo —dijo Chris—

Hemos de hablar.

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7. COMEDOR DEL HOTEL.

El DIRECTOR   está cenandocon su PRODUCTOR . Es vitalterminar el rodaje a tiempo. El

DIRECTOR   se ve capaz dehacerlo. Ya lo ha hecho otrasveces. La última escena seráinsuperable.

En esa escena, el novio de laCHICA, el ENCARGADO DE

 NOCHE  del supermercado,

conducirá a los soldados haciael cementerio para rescatarla.Habrá un montón de pirotecnia.

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La CHICA  aparece en elcomedor. Se sienta sin esperar aque la inviten, imaginando que larecibirán cariñosamente. Estáconvencida de que ahora forma parte de la vida del DIRECTOR .

Aguarda a que él la salude, perose limita a mirarla. La llevaaparte y le dice con impaciencia

que ya es hora de que se hagamayor. Esto es la vida real.

8. E N EL REMOLQUE DE EFECTOESPECIALES.

El DIRECTOR   va a pedir 

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ayuda al encargado de EFECTOS

ESPECIALES. La CHICA lo estáechando todo a perder. No puede permitir que las cosas sigan así. No hay nada más importante quela película.

¿Qué escenas le quedan por rodar a la CHICA? Repasan elguión: sólo la Quema de los

Zombis. El ENCARGADO DE NOCHE  dirigirá el ataque contrael cementerio. Dispararán sobre

los zombis de imitación queyacen bajo las tumbas. Despuésla Guardia Nacional les arrojará

granadas. El novio tendrá que

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correr, evitando las cargasexplosivas. Después les pegaráfuego con un lanzallamas.

Todo cuanto necesitan de laCHICA  es un primer plano de surostro salpicado de sangre

durante el tiroteo, su expresiónde sorpresa cuando, al recobrar el sentido, reconozca a su amante

en el instante en que él la mata.Después, plano de un simulacroestallando.

¿Hay alguna forma dedisparar a su alrededor? Senecesitan tomas largas, un

simulacro mejor, más sangre y

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más efectos. Los demás zombisserán destruidos utilizandosimulacros, pero ellos lanecesitan para sobrevivir a losdisparos. Ella es la Reina de losZombis.

MARTY  siempre va un paso por delante. Ha salvado eltrasero del DIRECTOR 

incontables veces. Ya ha preparado un doble de la CHICA,un cuerpo de látex idéntico al de

ella hasta en los menoresdetalles para sustituirla. Es másque un simulacro. En caso de

necesidad puede ser manejado

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 por un doble. Ahora puedenterminar con o sin la CHICA.

Eres un genio, le dice elDIRECTOR . Será una obramaestra cojonuda, a pesar de losactores. Sólo saben dar 

 problemas.

Ella le guió por el pasillo. Un

carcajada resonó en el primedormitorio; un furioso parloteo surgidel segundo y, a través de la puert

abierta, Chris vio una mano pálidaarmada con una hoja de afeitar, que sagitaba frenéticamente sobre un espej

horizontal. La tercera estaba cerrada

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con una escueta advertencia colgada depomo: PPRIVADO. PROHIBIDO EL PASO

«Esto —pensó— es obra de Rip».Empujó al hombre del corazón haci

el cuarto de baño contiguo. La puerta dcomunicación estaba entornada; un

pequeña lámpara irradiaba una suave luen el dormitorio. Era suficiente.

 —Aquí estaremos tranquilos…

El hombre permaneció de pievacilante, en el centro del cuarto dbaño.

 —La he estado esperando —dijo. —Lo sé. Yo también le esperaba —contestó, y oyó pasos y cuchicheos qu

se aproximaban por el pasillo.

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 —Una broma —dijo él. —No —ella se apoyó en la puert

para asegurarla—. No para nosotros.Dejó que sus ojos se cerraranEsperó a que la habitación parara dgirar para soltar el discurso que habíensayado. Cuando abrió los ojos, él shallaba más cerca.

Se paró ante ella y ladeó la cabez

en un ademán de ironía. —Usted no sabe lo que he planeado

¿verdad? Se lo explicaré.

 —No hace falta —respondió ehombre—. Creo que lo comprendo.

 —¿De veras?

 —Ya se lo dije: he estado esperand

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mucho tiempo. —Perdóneme, me esto

comportando con mucha rudeza. No emi intención. Todo ha sucedido con tantrapidez…

 —Tranquila —dijo. Se apartó par

que respirara a gusto y se sentó en eborde de la bañera—. No me importesperar un poco más.

El reflejo de los azulejos jugueteó esus ojos.

«Bien —pensó ella—. Tiene estilo»

 —Mientras no tarde mucho —añadió.Los pasos y las risas sofocadas s

oyeron un poco más cerca.

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9. E N EL PLATÓ

La CHICA  llega con unasnotas en la mano, más dispuestaque nunca a complacer al

DIRECTOR .Pero él no está en su silla.Hay otra persona… Una mujer.

La ESPOSA DEL DIRECTOR .Los miembros del equipo larodean, riendo y evocandorecuerdos. La ESPOSA  es ahora

el centro de atención. Hadesplazado a la CHICA.

Se encuentra con el

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lo hacía antes, pero ahorallevamos vidas separadas.Aprendí hace mucho tiempo queéste es el único mundo real…, elde hacer películas. Es la razónde su vida. Las personas de

carne y hueso no puedencompetir con ello. En realidadestá casado con su talento para

crear ilusiones…».

10. CEMENTERIO  - LA ÚLTIM

OCHE

El equipo trabaja febrilmente

 para preparar el clímax final.

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El DIRECTOR   se quedadespués de que los demás se hanido a casa. A las cuatro de lamañana termina de verificar todos los detalles. Lossimulacros de zombis están

apuntalados en armadurascolocadas detrás de las lápidas,los botes de humo están a punto,

las cruces están algo inclinadas.Lo único que falta es gritar «acción» al amanecer. Se

dispone a echar un sueñecito enel remolque.

 —No tardaré mucho —dijo Chri

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cuando los pasos se alejaron.Él meneó la cabeza tristemente. —Ha pasado tanto, tanto tiempo —

dijo por fin—. Casi había abandonadoda esperanza. Es usted la que buscaba

¿verdad? Sí. Lo es.

 —Lo soy. Escuche…Él acunó su corazón de tela. —He traído esto, a la espera d

encontrar a la persona idónea pardárselo —emitió un sonido mitad risa mitad jadeo—, pero nadie querí

quedárselo. —No necesitaba hacer esto —repuso ella. ¿Algo para darse conocer? No recordaba habérsel

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mencionado por teléfono. Era una buendea, desde luego; habría sido más fáciocalizarle. ¿O se trataba de un regalo

—. ¿Qué es?Se enderezó y anduvo unos pasos e

su dirección, sujetando en alto l

almohada. —¿A usted qué le parece? Querí

regalarlo, pero nunca encontrab

voluntarios. ¿Por qué? En cambiousted…

 —Sí, claro. No hay mucho tiempo

o sé por dónde empezar. Debpreguntarse por qué le hice venir. —No me importa. —¡Claro que importa! Es lo qu

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ntento decirle. Veo un montón dgente…

 —Yo también. Al menos, lo hacíaAhora todo ha terminado.

Poco a poco se había ido acercand  ya sólo les separaban unos poco

centímetros. Ella no podía verle la carapodría haber sido cualquiera en lasombras. Rememoró un breve atisbo e

as escaleras: facciones bondadosasojos afligidos, expresión de ciertemor. Esto la hacía sentirse peor. S

obligó a continuar. Aún podía enderezael asunto. No era demasiado tarde.Antes de que pudiera hablar, él l

omó la cabeza entre las manos y s

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nclinó para besarla.Al principio se quedó demasiad

pasmada para resistirse.«Oh, Cristo, no en un momento com

éste —pensó, y luego—: ¿Qué imagincuando le llamé, cuando le hice veni

aquí…?»Dios mío». —Espere —dijo, apartándose a u

ado.Pero él la abrazó y cubrió su boc

de nuevo.

En ese momento alguien empujó lpuerta en la que estaba apoyada, con lntención de entrar. Los diente

delanteros de ambos chocaron con u

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chirrido como el de uñas arañando unpizarra.

 —Lo siento —murmuró una voz eel pasillo.

Ella apretó las manos contra epecho del hombre.

 —No, por favor, no me entiendeEsto no es lo que pretendía.

 —¿Qué pretende, entonces?

 —¿Quieren darse prisa? —pregunta voz del pasillo.

Chris estaba confusa, agitada, per

no había tiempo para eso. El reloj ernexorable.Resonó un golpe en la puerta. —Por aquí —dijo, y le arrastró

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ravés de la puerta de comunicacióhacia el dormitorio.

 —Me gustaría que cambiara de idea —Escuche —repuso ella—, m

nombre es… —No me interesa.

 —Me envió un guión, ¿de acuerdoSe lo enseñé a mi productor. Le gustóTanto que lo quiere para la próxim

emporada,  pero no para comprarloOh, lo siento, no me expreso muy bienTambién es culpa mía. Se lo contaré má

arde, pero lo mejor sería que fuese aRegistro de la Propiedad Intelectual primera hora de la mañana. Depositcuanto tenga…, esbozos preliminares

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notas, todo… —¿Por qué debería hacerlo? —¡Estoy tratando de ayudarle! Van

robarle su guión. Cuando Milo subaquiero que le diga quién es usted.

Sacó las hojas de la versión origina

de su bolso. —Tenía que avisarle. Diga lo qu

diga, no ceda. Estamos juntos en esto

De un momento a otro se nos caerá ecielo encima. A pesar de todo, sé que lapoyaré. Quiero enmendar mis errores

Es posible que usted acabe odiándomeno lo sé, pero debo intentarlo. Lo sientmucho, créame. Le ayudaré en todo lposible.

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Inhaló, exhaló, deseó que su corazóse calmara. Alguien cerró las puertadel cuarto de baño a pocos pasos ddistancia.

El dormitorio estaba tranquilo. Lluminación era fría. Las sustancias d

una lámpara de lava posada sobre lmesita de noche confluían, ardían y sseparaban de nuevo en dos cuerpo

distintos, incesantemente. Le dolía lboca: la sentía caliente y húmeda. Oyel ruido del agua al correr.

 —Si me permite la pregunta —nquirió el hombre—, ¿de qué está ustehablando?

 —Estoy intentando decirle que esto

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de su parte, no importa el porqué.La impaciencia llameó en los ojo

del hombre. —Decídase —dijo él.

11. E N SU REMOLQUE

El cementerio esinquietante… Casi tiene la

impresión de que le siguen. Estáa punto de entrar en el remolquecuando un monstruo aparece. Es

la CHICA, con un maquillajeaterrador.Intenta deshacerse de ella,

sabiendo que, en realidad, no la

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necesita, aunque esta vez viene aél de una forma diferente. No semuestra quejosa ni implorante,sino feliz como un cachorro ydispuesta a complacer. Ella estáestupenda. Está preparada, será

 perfecta. Incluso ha amañado un pequeño extra para el momentode la muerte. Se le ha ocurrido a

ella sola, y está segura de que leva a gustar. Ahora comprendeque es lo único que importa.

«Me has enseñado muchascosas. Más de las que piensas.Deja que te recompense… comoa ti te gusta. Quiero hacerlo

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ahora».

12 . E N EL INTERIOR DEL REMOLQUE

Ella ensaya su papel, y él

reemplaza a su novio. Cuando selo indica, ella grita. Casi perfecto. Ella necesita repetirlocon el fusil. Lo ha traído,

cargado con balas de salva. Ha pensado en todo.

«Quieres que parezca real,

¿verdad? —le urge a coger elfusil—. Hemos de hacerlo lomejor posible. Quiero que

compruebes lo mucho que deseo

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complacerte. Repitámoslo desdeel principio. Y esta vez te prometo que obtendrás todo loque quieres».

Él vacila, pero acaba por ceder. Cuando ella empieza a

gritar, dispara el fusil. Hay unaexpresión de paz en sus ojoscuando la sangre brota y ella

resbala por la pared hasta caer en el suelo.

«¡Jesús, has estado

magnifica! ¡Qué toma! Sihubiéramos tenido una cámara… —se arrodilla y la agita—.Corten. Ya está. Por fin lo has

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conseguido. Oye, ¿qué…?».Toca la herida.  Es real . Le

dio el fusil con balas de verdad.Lo había planeado de esa forma.

Lo limpia todo para borrar las huellas… nadie podría creer 

lo que sucedió realmente.

¿Qué va a hacer con el 

cuerpo?

Un plan desesperado:reemplazará el simulacro del

 plato por el cuerpo auténtico,apuntalándolo detrás de la lápidacomo los demás simulacros. La

 prueba volará por los aires y

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luego será reducida a cenizas.Cuando la rocíen con ellanzallamas, la máscara decaucho arderá como napalm. Noquedará nada.

Él mismo se encargará de

colocarla. Nadie se dará cuenta.

 —Le estoy haciendo un favor —dij

Chris—, al menos es lo que intenthacer. Si me deja.

 —¿Es usted la que busco? —repiti

él con tozudez. —Sí, quiero decir no —esquivó d

nuevo su abrazo—. Quiero decir…

 —Pero usted dijo que lo era —

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balanceó la almohada en forma dcorazón.

 —No en ese sentido. Esto es muchmás importante, ¿no lo entiende?

 —Debería haberlo sabido. Usted nes quien yo pensaba.

 —¡Sí! —¿Qué significa eso? —preguntó

ndignado.

 —Que… ¡que usted equivocó lntención!

El estaba a punto de marcharse.

 —Es muy importante para mí —dijella. —Para usted. Siempre lo mismo. —¡Y para usted también! ¿Qué l

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pasa? ¿Ha escuchado lo que le he dicho¿Es que no puede…?

Bajó la vista hacia ella. Cobijó lalmohada en su pecho.

 —Siempre es lo mismo. Usted ecomo todas las demás. Siempre soy yo

¿verdad? ¿Verdad?

 —¿Qué quiere decir? —¿Qué quiere decir usted ? —

replicó con furia, mirándoldirectamente a los ojos.

Un hormigueo recorrió su cuer

cabelludo.«¿Quién es este hombre? —pensó—He cometido otro error, el peor dodos».

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 —¿Qu-quién es usted? —¿Quién es usted  para hacerme est

pregunta? ¿Quién demonios se cree ques?

Cuando él se le abalanzó, encendidsu rabia por toda una vida d

decepciones, ella intentó esquivarle. Lagarró y la tiró contra la pared antes dque pudiera abrir la puerta de

dormitorio. Incrustó la almohada bajo sbarbilla para obligarla a echar la cabezhacia atrás. Después de todo, no er

blanda. Era una caja acolchada adornada.La levantó en alto. Chris vio e

corazón rojo a punto de golpearla, l

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funda de raso, ajada y manchada, perodavía de un vivo color escarlata, coma cara del hombre y las huellas de lo

años, como la sangre que manaba de sabio partido. Ella no sabía quién era

Podía ser cualquiera.

Era un demente.De pronto alguien entreabrió l

puerta. La hoja golpeó la espina dorsa

de Chris y la precipitó en brazos dehombre.

 —Oh, lo siento —dijo la voz d

Milo por la rendija. Un lloriquehistérico y teatral se alzó a su espald—. Vamos, hay otro teléfono al final depasillo.

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 —¡Espera! —Que se diviertan…El hombre que tenía frente a ell

itubeó. Aprovechó ese momento parsaltar hacia el pomo de la puerta, perél la sujetó. Se revolvió, le arrebató e

corazón, con más fuerza de la que habímaginado y lo usó para golpearle

Como él no soltaba presa lo estrell

contra su cara una y otra vez. Se oyó uchasquido seco cuando le alcanzó en uhueso. La lámpara se rompió y terrone

de azúcar salieron volando, secos duros como piedras. El hombre cayó drodillas con un brillo de estupor en loojos y se desplomó.

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Un grupo de gente, a cuyo frente ibRip, irrumpió en la habitación. Locuchicheos maliciosos se convirtieroen jadeos.

 — ¿Qué has hecho?  —preguntalguien.

 —¡No he hecho nada! Él… él iba…

 —¿Iba a hacer qué? ¿Qué te hizo? —

una mujer alta se acercó parconsolarla. Acarició el pelo de Chris observó los labios magullados, lo

botones arrancados y la miradextraviada—. Está muy claro: intentviolarte, ¿verdad? Reconozco a ese tipde individuo en cuanto lo veo. ¡El mu

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bastardo! —¿Quién es este tío? —pregunt

otra persona—. ¿Quién le invitó? —Llamaré a un médico. —Fue defensa propia —dijo l

mujer, abrazando a Chris con excesiv

entusiasmo—. No le digas una palabra nadie, ¿entiendes? No tuviste otrelección. ¿Quién sabe lo que te habrí

hecho de tener la oportunidad? Algmucho peor. Lo sabes, ¿no?

Chris nunca la había visto antes

Tampoco recordaba ninguno de lodemás rostros.Se abrió paso y bajó corriendo la

escaleras.

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La música había enmudecido en ldesierta sala de estar. Sólo quedaba uoven solitario. Se puso en pie coimidez.

 —Perdone —dijo—, ¿conoce a unal Christine Cross?

Ella le miró en silencio. Le resultabmposible pensar en una respuesta.

 —Bueno, si la ve dígale que h

estado buscándola. Me llamo Roger. Mhabía citado aquí. Oiga, ¿le pasa algo¿Es sangre eso que…?

Ella ganó la salida de un salto. Esabor de la sangre, suya o de otrpersona, sabía a sal en sus labios.

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13. AL ALBA

Todo está dispuesto: focosdetrás de la niebla, crucesinclinadas. Los zombis se hallan

apuntalados como blancos en unagalería de tiro.

El DIRECTOR   le indica a

MARTY  que utilice cargas más potentes. No quiere que quedenada cuando el humo se disipe,

ni siquiera la sangre ni lasvísceras de animales con que hanrellenado los simulacros.

«¡Acción!».

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El novio, el ENCARGADO DE

 NOCHE, corre como un soldadoen un campo de minas. Lossimulacros son tiroteados,reventados y quemados uno por uno. Todos, excepto la CHICA.

Será la última en perecer. Hayque tomar un primer plano.¿Dónde está?

 No la necesitamos, dice elDIRECTOR , guiñándole el ojo aMARTY. ¿NO  está en el plato?

Quién sabe dónde andará…, probablemente en el autobús devuelta a Indiana. ¿A quién le

importa? Ésta es mi película y yo

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digo que no la necesitamos.Tenemos un simulacro perfecto.Hazlo estallar… ahora.

«¡Acción!».El ENCARGADO DE NOCHE

avanza hacia ella con el fusil

 preparado. Antes de que puedadisparar, su cabeza se reclina aun lado.

«Espera —grita laANOTADORA —. Tiene la cabezatorcida. No queda bien».

«Yo la enderezaré», diceMARTY.

«¡No!». El DIRECTOR   no

 puede permitir que nadie la

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toque. Descubrirían que es uncuerpo real. Ha de hacerlo él en persona.

«¡Mira dónde pisas!», chillaMARTY.

El DIRECTOR   avanza con

grandes precauciones hasta lalápida. Intenta no mirar la caramientras corrige la posición de

la cabeza. Ya está. Se vuelve.¿Preparados?«Espera —dice MARTY —.

Ahora mana sangre de su boca yla toma tampoco será buena».

«Hazlo, ¿quieres?», dice el

DIRECTOR . Se apodera del fusil

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y se dispone a disparar el proyectil relleno de sangre. Peroantes de que pueda apretar elgatillo, la cabeza de la CHICA  seinclina a un lado mientrasempieza a volver en sí. ¡No está

muerta!Le dispara un tiro tras otro,

 pero esta vez las balas no son

reales. Sus ojos se abren y lemiran, le ven en el momentotriunfal de ella. La CHICA sonríe.

«¡Muere —masculla él—,muere…!».

Ella alza los brazos, como un

zombi, como si quisiera

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abrazarle.Él se abalanza sobre ella y

 busca su garganta con las manos para acabar de una vez por todas. Los brazos de la CHICA lerodean y le estrechan en un

 paroxismo final… y los cablesconectados a un cuerpo hacencontacto y activan la carga.

Vuelan en pedazos juntos, unidosen sangre para toda la eternidad.

Es la última toma, el mejor 

efecto de la película.FIN.

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OTA: Denis Etchison desea hacepúblicas las contribuciones de RicharRothstein, Gail Glaze, Bruce Jones April Campbell a  La reina de lo

ombis, el esbozo de un guión jamáescrito, así como agradecerles su ayud

en el desarrollo de primitivas versionede lo que ahora constituye una parte derelato El beso sangriento.

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De vuelta a la Tierra

Todas las flores de la primavera

 se citan para perfumar nuestro

entierro:

el esplendor de aquéllas esefímero,

 y breve el florecimiento del 

hombre.Contemplan nuestro progreso

desde nuestro nacimiento:

nos formamos, crecemos y

volvemos a la tierra.

JOHN WEBSTER 

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La inminencia deldesastre

Clive Barker 

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CLIVE  BARKER , nacido en LiverpooInglaterra) en 1952, empezó su carrer

como dramaturgo e ilustrador, perrrumpió como un huracán en el géner

de terror con sus seis intensamentdescriptivos  Libros sangrientos. Su

obras más recientes incluyen las novelal juego de las maldiciones 

Weaveworld , así como la películ

ellraiser . Los tranquilos sentimentales horrores de La inminenci

del desastre  confirman el alcance de

considerable talento de Barker.

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Hacía casi dieciocho años quMiriam no tomaba el atajo que bordeaba cantera. Dieciocho años de otra vida

muy distinta de la que había llevado eesta ciudad casi olvidada. Se habímarchado de Liverpool para saborear e

mundo; para crecer; para prosperarpara aprender a vivir; y, por Dios¿acaso no lo había conseguido? L

ngenua y timorata muchacha que tenídiecinueve años la última vez que pisel atajo de la cantera se habí

ransformado en una mujer de mundrealmente sofisticada. Su marido ldolatraba; su hija se le parecía más

cada año que pasaba. La adoraban e

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odo el mundo.Pero ahora, al pisar el descuidad

sendero de grava que corría paralelo a cantera, tuvo la sensación de que e

aplomo conseguido a tan alto precio y lconfianza en sí misma se le escapaba

por una herida abierta en el talón y sprecipitaban en la oscuridad, como snunca hubiera abandonado la ciudad e

que nació, como si la experiencia no lhubiera proporcionado mayor cordura

o estaba más preparada par

enfrentarse a ese pasaje amurallado dapenas noventa metros de longitud qucuando contaba diecinueve años. Lamismas dudas los mismos terrore

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maginarios que la asaltaban siempre eeste lugar persistían ahora en el interiode su mente y susurraban la certeza dos secretos Temores absurdos, product

de murmuraciones callejeras supersticiones infantiles, yacían todaví

allí, al acecho. Incluso ahora, los viejomitos corrían a su encuentro parabrazarla. Relatos de hombres co

garfios en lugar de manos, de amanteclandestinos asesinados cuando hacíael amor; una docena de rumores sobr

atrocidades que, en su imaginaciódesbordada y calenturienta, siemprhabían tenido su origen, su epicentroaquí: en el Camino del Diablo.

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Así le llamaban, y siempre sería lmismo para ella: el Camino del DiabloEn lugar de perder su influjo con el pasde los años, había aumentado. Habíprosperado al igual que ella; habíencontrado su vocación al igual que ella

Es posible que el hecho de llevar unvida placentera la hiciera más débipero aquello, oh, aquello  se alimentab

de su propia frustración y se habíncrustado en el deseo de apoderarse d

ella por sus propios medios. Tal vez

con el paso del tiempo, aquello se habíhartado un poco de no ceder, aunqusólo necesitaba, en el fondo de snmutable corazón, la certidumbre de s

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victoria final para permanecer vivoElla comprendió de repente, concontestable seguridad, que la luch

contra su propia debilidad no habíerminado. Acababa de empezar.

Intentó avanzar unos metros por e

Camino, pero vaciló y se detuvoentorpecidos sus pies por ese pánico tafamiliar. La noche no era silenciosa: u

avión zumbó en el cielo, un rugidansioso desgarró la oscuridad, unmadre ordenó a su hija que entrara e

casa. Aquí, sin embargo, en el Caminoesos signos de vida parecíanmensamente lejanos y no podíaranquilizarla. Maldijo s

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vulnerabilidad, volvió sobre sus pasos se encaminó hacia su casa bajo la cálidlovizna, por una ruta más tortuosa.

El desastre, razonó a medias, shabía abatido sobre ella, debilitando scapacidad de lucha. Dentro de dos días

quizá, después de celebrado el funerade su madre y cuando la súbita pérdidfuera más tolerable, encararía el futur

con serenidad y contemplaría aquesendero con la perspectiva adecuadaReconocería en el Camino del Diablo l

senda salpicada de excrementos y dmalas hierbas que en realidad eraMientras tanto, se estaba mojando máde la cuenta por haber elegido volver

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casa por el trayecto más seguro. Ni la cantera ni el sendero que l

bordeaba eran lugares tan terriblesexcepto para ella. Por lo que sabía, nse habían cometido asesinatosviolaciones o asaltos en ese sórdid

ramo. Era una senda pública parpeatones, ni más ni menos: un paseescasamente cuidado e iluminado qu

rodeaba el borde de lo que en su tiemphabía sido una productiva cantera, ahora era el vertedero del vecindario. E

muro que impedía a los paseanteprecipitarse hacia su muerte, treintmetros más abajo, estaba construido dadrillo rojo barato. Tenía dos metros

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medio de altura, por lo que nadie podíver el abismo que separaba, y estabcoronado de fragmentos de botellas deche rotas hundidos en el cemento, par

disuadir a cualquiera que intentarescalarlo. El sendero era asfaltado, e

un principio, pero se había agrietado ebastantes puntos. El ayuntamiento, eugar de alisarlo, había procedid

simplemente a sembrarlo de gravaApenas crecían plantas. Ortigaurticantes brotaban al pie del muro, a l

altura de un niño, al igual que una flode enfermizo perfume cuyo nombre ellno conocía, pero que, en pleno veranoatraía a todas las avispas. Y en es

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consistía el lugar: muro, grava, malahierbas.

En sueños, sin embargo, escalaba emuro, las palmas de sus manomágicamente inmunes a los vidriocortantes, y, en el curso de aquella

aventuras vertiginosas, escudriñaba coojos bien abiertos el oscuro corazón denegro y escarpado precipicio de l

cantera. Las tinieblas que velaban efondo eran impenetrables, pero ellsabía que allá abajo, en algún lugar

reposaba un lago de agua verde salobre. Ese estancado charco dnmundicia podía verse desde el otrado de la cantera, el lado seguro; po

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eso, en sus sueños, sabía que existíacomo también sabía, mientras caminabsobre los cristales inofensivosdesafiando por igual a la gravedad y a lprovidencia, que el prodigio de maldaque vivía en el despeñadero la habí

visto y reptaba por la empinada parehacia ella. Pero en aquellos sueñosiempre se despertaba antes de que l

bestia innombrable se apoderara de supies danzarines, y la exultante alegría dsu escapatoria conjuraba el miedo; a

menos, hasta su próximo sueño.El lado opuesto de la canteraalejado del muro y de la charca, siemprhabía sido seguro. De niña solía jugar e

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as hendiduras de las enormes piedraque testimoniaban excavacioneabandonadas y voladuras pretéritas. Allno había peligro: sólo un patio de recreformado por túneles. A los ojos de lniña que fue, parecía que la separaba

kilómetros y kilómetros del lago de agude lluvia y de la delgada línea dadrillo rojo que serpenteaba a lo larg

de la cumbre del despeñadero. Coodo, recordaba ciertos días en quencluso a la salvadora luz del sol, habí

vislumbrado apenas algo del color de lroca que trepaba por la recalentadpared del acantilado, ya a pocos metrodel muro, con los movimiento

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ncansables de un ave de rapiñaEntonces, cuando entornaba sus ojos dniña para tratar de distinguir los detallede su anatomía, aquello intuía su mirad  se inmovilizaba hasta convertirse e

una copia perfecta de la piedra.

Piedra. Piedra fría. Pensando en lausencia, en el disfraz que requería uncosa interesada en no ser vista, s

adentró en el camino de su madreMientras buscaba la llave de la casa se ocurrió, absurdamente, que quiz

Verónica no estaba muerta, sincamuflada en algún lugar de la casaembutida en la pared o en la repisa de lchimenea; invisible pero viéndolo todo

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Por tanto, tal vez los fantasmas visibleno fueran otra cosa que camaleoneneptos; los demás dominaban el arte d

ocultarse. Era un pensamiento ridículo estéril, y se increpó mentalmente poalimentarlo. Mañana o pasado mañan

ales pensamientos le parecerían taajenos como el mundo perdido en el quvagaba ahora. Entró en la casa.

El edificio no la angustiaba, sino qureanimaba una sensación de tedio que svida brillante y atareada había apartad

a un lado. La tarea de dividir, descarta empaquetar los vestigios de la vida dsu madre era lenta y repetitiva. Ldemás (la pérdida, el dolor, l

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amargura) ocuparía otro día. Ya habíbastante que hacer sin necesidad dabandonarse a la pena. Por cierto quas habitaciones vacías despertaba

muchos recuerdos; pero todos eran lbastante agradables como par

evocarlos con alegría, si bien no taexquisitos para desear revivirlos. Susentimientos, a medida que vagaba po

a casa desierta, sólo podían sedefinidos por lo que ya no veía ni oía: erostro de su madre, la voz admonitoria

a mano protectora. El espacio que anteocupaba la vida se había transformaden una nada inescrutable.

En Hong Kong, pensó, Boyd estarí

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rabajando, el sol brillaría con toda sfuerza, las calles hormiguearían dgente. Aunque a ella le disgustaba salir mediodía, cuando la ciudad estaba taatestada, hoy habría aceptado de mubuen grado la incomodidad. Er

fastidioso estar sentada en epolvoriento dormitorio, clasificando doblando la perfumada lencería qu

contenían los cajones de la cómodaQuería vida, a pesar de que fuernsistente y opresiva. Ansiaba el olor d

as calles que ofendía su olfato, el caloque caía sobre su cabeza. «No import—pensó—, acabaremos pronto».

 Acabaremos pronto. La culp

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subyacía en ese pensamiento: la cuentatrás de los días que faltaban para efuneral, la despedida de su madre deste mundo. Dentro de setenta y dohoras todo habría terminado y ellvolaría de nuevo hacia la vida.

A medida que cumplía sus deberefiliales iba dejando encendidas todas lauces de la casa. Era más convenient

hacerlo así, se dijo, a causa de todas ladas y venidas que exigía el trabajo

Además, los últimos días de noviembr

eran cortos y lúgubres, y sólo faltabrajinar en un ocaso perpetuo para que erabajo fuera aún menos estimulante.

Lo que le robaba más tiempo er

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organizar la colocación de los efectopersonales. Su madre poseía un amplivestuario, que examinó en su totalidadvació los bolsillos, desprendió las joyade las pecheras. Metió la mayor parte dos vestidos en bolsas negras d

plástico, a fin de entregarlas al dísiguiente a una institución de caridad, guardó para ella un abrigo de piel y u

raje. Después seleccionó algunas de laposesiones favoritas de su madre pardárselas a sus amigas íntimas despué

del funeral: un bolso de cuero, tazas platos chinos, un rebaño de elefantes dmarfil que había pertenecido a… Lhabía olvidado. Algún pariente, muert

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mucho tiempo atrás.Una vez ordenados los objetos y lo

vestidos dedicó su atención al correoas facturas a un lado y l

correspondencia personal, reciente antigua, en otro. Leyó con detenimient

cada carta, por vieja o ilegible qufuera. La mayoría fueron a parar aímido fuego que había encendido en e

hogar de la sala de estar, convertido apoco en una gruta de cenizas negras veteadas de letras consumidas

Únicamente una carta hizo brotar suágrimas: una nota, escrita por ldelgadísima mano de su padre qudespertó agonías de remordimiento po

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antos años desperdiciados eenfrentamientos entre ellos. Tambiéhalló fotografías entre las hojas, tagélidas como Alaska: un territorio árid  estéril. Unas pocas, pese a todo, qu

habían captado un instante d

autenticidad entre las poses, smantenían tan frescas como ayer, y uclamor de voces surgió de las vieja

mágenes: — ¡Espera! ¡Aún no! ¡No estoy

reparado!

 — ¡Papá! ¿Dónde está papá? ¡Papiene que salir en ésta!

 — ¡Me está haciendo cosquillas!

Se desprendían risas de la

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mágenes; su alegría inmovilizadparodiaba la realidad del deterioro y laniquilación, cuya prueba más evidentera la casa vacía.

 — ¡Espera!

 — ¡Aún no!

 — ¡Papá!

Apenas podía soportar miraalgunas. Quemó primero las que más l

herían. — ¡Espera!  —gritó alguien, quizá

ella misma, una criatura mecida por lo

brazos del pasado—. ¡Espera!Pero las fotos crujieron en e

corazón del fuego, adquirieron un tonpardo y ardieron con una llama azul. E

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momento… — ¡Espera!

… El momento siguió el camino dodos los momentos que había

precedido el instante que la cámarhabía fijado, desaparecido para siempr

como todos los padres y las madres y, su debido tiempo, también las hijas.

Se acostó a las tres de la mañanaconcluida la mayor parte de las tareaque se había impuesto aquel díamaginó que su madre habría aplaudid

su eficiencia. No dejaba de ser irónicque Miriam, la hija que nunca se habícomportado como tal, que siempre habí

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deseado el mundo en lugar de resignarsa permanecer en casa, se condujerahora con una meticulosidad qucualquier padre habría deseado.

Allí estaba ella, barriendo toda unhistoria, entregando las reliquias de un

vida al fuego, limpiando la casa con unminuciosidad que ni su madre había sidcapaz de alcanzar.

Pasadas las tres y media, después dorganizar mentalmente las actividadedel día siguiente, apuró el medio vas

de whisky que había estado bebiendoda la noche y se hundió casi dnmediato en el sueño.

 No soñó. Tenía la mente clara, ta

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clara como la oscuridad, tan clara comel vacío. Ni siquiera el rostro de Boydo su cuerpo (solía soñar con su pecho, con la fina capa de vello que cubría sestómago) se introdujeron en su cabezpara perturbar su monóton

arrobamiento.Cuando despertó estaba lloviendo

Su primer pensamiento fue: «¿Dónd

estoy?».Su segundo pensamiento fue: «¿E

hoy el funeralral, o mañana?».

Su tercer pensamiento fue: «Dentrde dos días volveré con Boyd. El sobrillará. Olvidaré todo esto».

Pero hoy, sin embargo, le esperab

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más trabajo poco apetecible. El funerano se celebraría hasta mañanamiércoles. El trabajo de hoy ermundano: controlar los detalles de lcremación con Beckett and Dawesescribir notas de agradecimiento a la

muchas cartas de condolencia que habírecibido, y una docena de otras tareamenos importantes. Por la tarde visitarí

a la señora Furness, una amiga de smadre a la que la artritis impediríasistir al funeral. Le regalaría a l

anciana el bolso de cuero, comrecuerdo. Más tarde reanudaría lngrata labor de seleccionar y clasificaas pertenencias de su madre y organiza

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su redistribución. Había mucho que daa los necesitados, o a los codiciosos, quien primero lo solicitara. Con tal derminar el trabajo cuanto antes, no lmportaba quién se quedara con el lote.

El teléfono sonó a media mañanaEra el primer ruido no producido poella que oía en la casa desde que s

había despertado, y la sorprendióLevantó el auricular, y una cálidpalabra fue pronunciada en su oído: snombre.

 —¿Miriam? —Sí. ¿Quién es? —Oh, cariño, a juzgar por la vo

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pareces estar completamente agotadaSoy Judy Cusack, querida.

 —¿Judy?Sólo el nombre ya era una sonrisa. —¿No me recuerdas? —Claro que te recuerdo. Me encant

oír tu voz. Estoy gratamentsorprendida.

 —No llamé antes porque pensé qu

estarías muy ocupada. Siento muchísimo de tu madre, amor. Debe haber sid

un golpe tremendo. Mi padre murió hac

dos años. Me afectó enormemente.Miriam recordaba vagamente apadre de Judy, un hombre esbelto elegante que sonreía de vez en cuando

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hablaba muy poco. —Estaba muy enfermo. En realidad

fue mejor que muriera. Dios mío, nuncpensé que me oiría decir esto. Curioso¿verdad?

La voz de Judy apenas habí

cambiado; se estremeció de placercomo antes. El cuerpo que Miriam vien su mente seguía siendo redondeado

de carnes generosas. Dieciocho añoatrás habían sido excelentes amigasalmas gemelas. Por un momento

mientras intercambiaba palabracariñosas con aquella voz jovial, lpareció que el tiempo transcurrido entresta conversación y la última se reducí

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a unas pocas horas. —Es tan agradable oír tu voz —dij

Miriam. Era  agradable. Era el pasado qu

hablaba, pero un buen pasado, un pasadluminado por la luz del sol. Casi habí

olvidado, en el curso de la autopsia questaba efectuando, lo muy hermosos qupueden ser los recuerdos.

 —Los vecinos me dijeron quhabías vuelto a —dijo Judy—, pero mo pensé dos veces antes de llamarte. S

que estarás pasando momentos mudifíciles, tristes y todo eso. —En realidad, no.La cruda verdad se mostró sin qu

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ella hubiera tenido la intención dhacerlo, pero ahora ya estaba dicha.  Neran  momentos de tristeza; una tareengorrosa y esclavizante, pero no ualud de pesadumbres que necesitarcontener. Al comprenderlo, l

simplicidad de la confesión alivió scorazón. Judy no le dirigió un reprochesino una invitación.

 —¿Te sientes lo bastante bien compara venir a tomar una copa?

 —Aún me queda mucho por hacer.

 —Te prometo que no hablaremos dos viejos tiempos —dijo Judy—. Nuna palabra. No puedo soportarlo; mhace sentir anticuada —lanzó un

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carcajada.Miriam se unió a su risa. —Sí —dijo—, me encantaría ir… —Bien. Es una lata ser hija única

afrontar toda la responsabilidad, ¿no? Aveces piensas que nunca se acabará.

 —No creas que no lo he pensado —replicó Miriam.

 —Cuando todo haya terminado t

preguntarás a qué vino tanto ajetreo —dijo Judy—. Con el funeral de papá mas arreglé bastante bien, aunqu

pensaba que me iba a desmoronar. —Pero no tuviste que hacerlo sola¿verdad? —preguntó Miriam—. ¿Cómestá…? —se refería al marido de Judy

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recordaba que su madre le había escritacerca del reciente y, si la memoria na traicionaba, escandaloso matrimoni

de Judy, pero no se acordaba del nombrdel novio.

 —¿Donald? —apuntó Judy.

 —Donald. —Separados, amor. Hace dos años

medio que nos separamos.

 —Oh, lo siento. —Yo no —la respuesta fu

nmediata—. Es una larga historia. Te l

contaré esta noche. ¿Sobre las siete? —¿Podría ser un poco más tardeTengo muchas cosas que hacer aún. ¿Tva bien hacia las ocho?

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 —Cuando quieras, cariño, no te deprisa. Esperaré hasta que lleguesquedamos así.

 —Estupendo. Y gracias por llamar. —Me moría de ganas de hacerl

desde que supe que habías vuelto. N

siempre tienes la oportunidad de ver os viejos amigos, ¿verdad?

Pocos minutos antes de mediodíaMiriam se enfrentó con el máextenuante de sus deberes. Aunquamás lo hubiera confesado, experiment

un estremecimiento de disgusto cuandaparcó ante la funeraria. Un saborancio, apagado, se pegaba a s

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garganta, y granos de arena parecíacubrir sus ojos. No albergaba el menodeseo de volver a ver a su madrefrancamente, ahora que ya no podíahablar, pero aún así, cuando el educadseñor Beckett le había dicho po

eléfono «¿Deseará ver a la difunta?»ella había replicado «Por supuesto»como si la petición hubiera estad

suspendida en la punta de su lengua todel rato.

¿Y qué había que temer? Verónic

Blessed estaba muerta; falleciapaciblemente mientras dormía. Siembargo, Miriam descubrió que unfrase, una frase fortuita que recordab

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de la escuela, se había infiltrado en scerebro por la mañana y no podídesembarazarse de ella:

Todas las personas mueren porqu

ierden el aliento.El pensamiento se reprodujo ahora

en presencia del señor Beckett, mientracontemplaba los lirios de papel y labollada esquina del escritorio. Perde

el aliento, atragantarse con la lenguaasfixiarse bajo las mantas. Habíconocido todos estos terrores de joven

  ahora, en el despacho del señoBeckett, regresaban y la cogían de lmano. Uno de ellos se inclinó y susurren su oído: «¿Y si un día te olvida

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simplemente de respirar? Caramoratada, la lengua entre los dientes».

¿Por eso tenía la garganta tan seca¿El pensamiento de que mamá, Verónicaa señora Blessed, viuda de Harol

Blessed, ahora difunta, yacía envuelta e

seda con la cara tan negra como labotas de montar del demonio? Una ideabominable: una idea abominable

ridícula.Pero estas ideas inoportuna

continuaban llegando, pisándose lo

alones unas a otras. La mayoríprovenían de su niñez; imágeneabsurdas e irrelevantes que ascendíadesde su pasado como los calamare

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hacia el sol.Le vino a la mente el Juego de l

Levitación, uno de los pasatiempofavoritos de la escuela: seis chicarodeaban a una séptima e intentabaevantarla con un solo dedo cada una. Y

a ceremonia de acompañamiento: —Parece pálida —dice la chica qu

está al frente.

 —  Está pálida. —  Está pálida. —  Está pálida.

 —  Está pálida. —  Está  pálida —responden pourno las asistentes, en sentido contrari

a las agujas del reloj.

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 —Parece enferma  —proclama lsuma sacerdotisa.

 —  Está enferma. —  Está enferma. —  Está enferma. —  Está enferma.

 —  Está  enferma —replican lademás.

 —Parece muerta…

 —  Está…Cuando sólo tenía seis años, s

había cometido un crimen dos calle

más abajo de la que vivía. El cuerphabía sido apoyado contra la puerta defrente (oyó cómo la señora Furness se lcontaba todo a su madre) y estaba ta

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descompuesto por la putrefacción qucuando la policía forzó la puerta shabían convertido madera y carne, en uúnico elemento, imposible de separarSentada junto a los lirios carentes dperfume, Miriam pudo oler el día qu

había permanecido, agarrada a la mande su madre, escuchando el relato decrimen por boca de aquella mujer. E

crimen, sospechó, había sido uno de loemas favoritos de la señora Furness

¿Acaso habría aprendido por sus bueno

oficios que sus pesadillas infantiles deCamino del Diablo tenían contrapartiden el mundo de los adultos?

Miriam sonrió, pensando en las do

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mujeres que charlaban indiferentementdel crimen bajo la luz del sol. El señoBeckett no dio muestras de reparar en ssonrisa, o, con toda seguridad, estabmuy bien preparado para cualquiemanifestación de pena, por extraña qu

fuera. Tal vez se dieran casos dpersonas que, afligidas por una pérdidase quitaran la ropa al entrar aquí, o qu

se orinaran en los pantalonesContempló con más atención a aqueoven que había hecho de la desgraci

una profesión. Pensó que contaba cocierto atractivo. Era unos centímetromás bajo que ella, pero la estatura nmportaba en la cama, y traslada

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ataúdes de un lado a otro desarrollaríos músculos del cuerpo, ¿verdad?

«Presta atención —se dijoconteniéndose—. ¿Qué estáramando?».

El señor Beckett se tiró de su pálid

bigote color de gengibre y le ofreció unensayada sonrisa de condolencia. Ellvio desaparecer su encanto (mezquin

consuelo) con esa simple mirada.El hombre parecía aguardar un

ndicación; ella se preguntó cuál.

 —¿Iremos ahora a la Capilla deDescanso —dijo por fin— discutiremos antes de negocios?

Ah, era eso. Mejor terminar ante

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con las despedidas, pensó ella. Lcuestión monetaria podía esperar.

 —Me gustaría ver a mi madre —replicó.

 —Por supuesto —contestó el señoBeckett, asintiendo con la cabeza com

si hubiera comprendido desde el primemomento que ella deseaba contemplar ecuerpo, como si compartiera sus má

ntimos sentimientos.Ella percibió esta falsa familiaridad

pero no lo demostró.

El hombre se puso en pie y lcondujo a través de una puerta dpaneles acristalados hasta un pasillflanqueado por floreros. Las flores

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como los lirios del escritorio, tambiéeran artificiales. El perfume que olía erel de la cera del piso; las abejas nenían nada que hacer aquí, a menos quos muertos poseyeran algún tipo d

néctar.

El señor Beckett se detuvo ante unde las puertas, giró la manecilla y cediel paso a Miriam. Había llegado e

momento: cara a cara, por fin. Sonríemadre, Miriam ha vuelto a casa. Entren la habitación. Dos velas ardían sobr

una pequeña mesa apoyada en el muropuesto. La falsa fecundidad de lanumerosas flores artificialediseminadas por doquier era má

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desagradable aquí que en cualquier otrugar.

La estancia era pequeña. Espacisuficiente para un ataúd, una silla, unmesa con las velas y una o dos almavivientes.

 —¿Quiere quedarse a solas con smadre? —preguntó el señor Beckett.

 —No —respondió ella con má

apremio y fuerza de los que lhabitación podía absorber. Las velaosieron ligeramente ante s

ndiscreción. Añadió con más suavida—: Preferiría que se quedara, si no lmporta.

 —Por supuesto —replic

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obedientemente el señor Beckett.Por un momento se preguntó cuánt

gente, en esta coyuntura, prefería pasaa vela en solitario. Pensó que sería un

estadística muy interesante, divididmentalmente entre el observado

ndiferente y el participantatemorizado. ¿Cuántas personas en ssituación, enfrentadas al amado difunto

solicitarían compañía, aunque fueranónima, antes que permanecer a solacon un rostro que habían conocido e

vida?Inhaló profundamente, avanzó haciel ataúd, y allí, dormida en el estrechecho que se elevaba a ambos lados

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sobre una pieza de tela color cremaacía su madre. Descuidado y absurdugar para dormirse, pensó; en especia

con tu vestido favorito. «No era propide ti, madre, ser tan poco práctica». Lhabían aplicado colorete en la cara

cepillado el pelo, aunque el estilo no lfavorecía. Miriam no experimentó emenor terror al verla así, sino un ásper

escalofrío de reconocimiento y enstinto, apenas reprimido, de inclinars

sobre el ataúd y agitar a su madre hast

despertarla. Madre, estoy aquí. Soy Miriam. Despierta.Las mejillas de Miriam enrojeciero

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ante este pensamiento y sus ojos slenaron de lágrimas. La diminut

habitación se transformó de repente euna simple cortina de luz acuosa; lavelas, dos ojos brillantes.

 —Mamá —dijo una vez.

El señor Beckett, acostumbraddesde mucho tiempo atrás a taleescenas, guardó silencio, pero Miria

era muy consciente de su presencia deseaba fervientemente pedirle que smarchara. Se apoyó en un lado del ataú

para conservar el equilibrio, mientraas lágrimas resbalaban por sus mejillahasta caer sobre los pliegues del vestidde su madre.

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Así que ésta era la casa de lmuerte; de tal forma eran su condición su naturaleza. Su etiqueta era perfecta

o se había producido ningunviolencia al visitarla, tan sólo unprofunda e inconmovible tranquilida

que no precisaba mayoredemostraciones de afecto.

Comprendió que su madre ya no l

necesitaba; así de simple. Su primer último rechazo. «Gracias decía escuerpo frío, discreto, pero ya no voy

necesitarte. Gracias por tu interés, perpuedes marcharte».Observó el cadáver de Verónica

mpecablemente vestido, a través de u

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velo de infelicidad, sin deseadespertarla, sin ni siquiera buscar usentido a la escena.

 —Gracias —dijo luego, en voz mubaja. Dedicó la palabra a su madre, perel señor Beckett, tomando el brazo d

Miriam cuando se giraba para salirentendió que era para él .

 —De nada —replicó—, se l

aseguro.Miriam se sonó la nariz y sabore

sus lágrimas. La tarea estaba cumplida

Ahora tocaba hablar de negocios. Bebiun té insípido con Beckett y concluyó lodetalles monetarios. Trató de qusonriera al menos una vez, de sellar e

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acuerdo con un toque de simpatía. Él nreaccionó. Una indecente reverencipresidió la entrevista, y cuando por fia acompañó hacia el frío atardecer, ell

había llegado a despreciarle.

Volvió en coche a casa sin pensar, lmente en blanco por causa de laágrimas derramadas, pero no de l

pérdida. No fue una decisión conscienta que la impulsó a elegir la rutparalela a la cantera, pero cuando snternó en la calle que pasaba frente a s

antiguo lugar de recreo, se dio cuenta dque algo en ella deseaba, quizá inclusnecesitaba, enfrentarse al Camino de

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Diablo.Aparcó el coche en el lado segur

de la cantera, a escasa distancia desendero, y salió. Las puertas alambradapor las que se colaba de pequeñestaban cerradas, pero, como siempre

se había practicado un agujero. Alambrnuevo, puertas nuevas, pero los mismouegos. No pudo resistir la tentación d

ntroducirse por el boquete, aunque senganchó la chaqueta en el extremo dun alambre. Una vez dentro, muy poc

cosa parecía haber cambiado. Idénticcaos de pedruscos, escalones y zonaniveladas, maleza y fango, juguetes roto  extraviados, piezas de bicicletas

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Hundió los puños en los bolsillos de lchaqueta y deambuló entre loescombros de la niñez, con los ojos fijoen los pies, encontrando sin la menodificultad los senderos familiares entras piedras.

 Nunca se perdería allí. Pisaría coseguridad en la penumbra (incluso en lmuerte, como un fantasma). Por fi

ocalizó el lugar que más le gustaba yde pie al abrigo de una gran piedraevantó la cabeza para mirar e

despeñadero de la cantera. El Caminera casi invisible desde aquel puntopero examinó con meticulosidad toda songitud. La pared de la cantera l

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resultó menos impresionante de lo qurecordaba, menos majestuosa. Los añoranscurridos le habían mostrado altura

más peligrosas, profundidades máestremecedoras. Pero, con todo, sintique sus entrañas se encogían como si u

pulpo la hubiera atenazado con suentáculos, y supo que la niña oculta e

su interior, indiferente a lo

razonamientos, buscaba una pista en edespeñadero por insignificante qufuera, del fantasma del Camino. E

movimiento repentino de un miembrconfundido con la piedra, en tantproseguía su vigilancia incansable; eparpadeo de un ojo terrorífico.

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Pero no vio nada.Casi avergonzada de sus temores

volvió sobre sus pasos entre las piedraspasó por la puerta como un niñextraviado y regresó al coche.

El Camino del Diablo era  seguro

claro que era seguro. Ni albergaba, nnunca había albergado horrores. El sontentaba con valentía compartir s

alegría, enviando macilentos y fríorayos a través de las nubes cargadas dluvia. El viento que la empujab

portaba el olor del río. La pena era urecuerdo.Decidió que iría hacia el Camino

se daría tiempo para saborear cada pas

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desposeído de miedo, celebrando svictoria sobre la historia. Condujsiguiendo el borde del acantilado. Cerrde golpe la puerta del coche con unsonrisa en el rostro, y subió los trepeldaños que comunicaban el paviment

con el sendero peatonal.La sombra del muro de ladrillo

cubría el Camino, por supuesto, má

oscuro que la calle a sus espaldas, pernada podía debilitar su confianzaRecorrió el pasadizo sembrado d

maleza de un extremo a otro sincidentes, el cuerpo altivo y orgulloso«¿Cómo pude tener miedo alguna vez desto?», se preguntó mientras daba medi

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vuelta y se disponía a caminar ldistancia que le separaba del coche.

Esta vez se atrevió a rememorar lodetalles de sus pesadillas infantilesHabía un lugar (a mitad del Camino ysin embargo, demasiado alejado par

pedir auxilio) que constituía el apogede sus terrores. Ese paraje en particularesos pocos metros que, a los ojos de u

observador imparcial, no sdiferenciaban en nada del resto deCamino, era el punto elegido por la cos

del acantilado para caer sobre ellcuando llegara su último instante. Era eerreno de sus crímenes, el bosque d

sus sacrificios, señalado, según habí

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creído fervientemente, por la sangre dncontables niños.

Fue aproximándose al punto medida que el sabor del recuerdretornaba. Aún se veían los signos qundicaban el lugar: un conjunto de cinc

adrillos descoloridos, una grieta en ecemento que dieciocho años atrás erminúscula y ahora se había ensanchado

El sitio era inconfundible, como antespero había perdido parte de su influjo

o se diferenciaba en nada de otro

cientos de metros idénticos, y pasó dargo sin dedicarle más atención de lusual. Ni siquiera miró atrás.

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El muro del Camino del Diablo erviejo. Había sido construido una décad

antes de que Miriam naciera, pohombres que conocían su oficindiferentemente bien. La erosión habí

atacado la pared de la cantera al otrado de los ladrillos medio sueltosgnorada por los inspectores de

Ayuntamiento y los encargados dseguridad del Ministerio de ObraPúblicas; la arenisca empapada por lluvia se había desprendido en alguno

puntos. Muchos ladrillos estabasueltos. Colgaban sobre el abismo de lcantera mientras la lluvia, el viento y l

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gravedad devoraban la argamasa que lomantenía unidos.

Miriam no lo vio. Tendría que habeesperado un tiempo antes de escuchar ecrujir de los ladrillos al bascular por lfuerza del viento, aguardando

moribundos, el momento de caer. Ecambio, se marchó, aliviada, segura dque había abandonado para siempre su

errores.

Vio a Judy por la noche.Judy nunca había sido bonita; su

medidas siempre fueron desmesuradasos ojos demasiado grandes, la boc

demasiado ancha. Pero ahora, a mitad d

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a treintena, estaba radiante. Era uestallido sexual, desde luego, condenada marchitarse y a morir prematuramentepero la mujer que recibió a Miriam en lpuerta de entrada se hallaba en su mejomomento.

Hablaron toda la noche de los añoque habían estado separadas, a pesar deácito acuerdo de no referirse al pasado

nterecambiando los relatos de suéxitos y fracasos. Miriam encontrencantadora la compañía de Judy; s

sintió a gusto de inmediato con esmujer brillante y jovial. Ni siquiera eema de su separación de Donald inhibi

su entusiasmo.

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 —No está verboten  hablar de loantiguos maridos, cielo, sólo que es upoco aburrido. Quiero decir que no eran mal tipo.

 —¿Te divorciarás de él? —Supongo que sí, cuando teng

iempo. Estos asuntos tardan meses eresolverse. Además, soy Libra; nunca sa ciencia cierta lo que quiero —hizo un

pausa y añadió con una sonrisenigmática—: Bueno, eso no es del todcierto.

 —¿Te era infiel? —¿Infiel? —lanzó una carcajada—Hace mucho tiempo que no oigo espalabra.

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Miriam se ruborizó levemente. ¿Taatrasados estaban en las colonias, dondel adulterio todavía no era obligatorio?

 —Iba echando polvos por ahí —dijJudy—. Esa es la verdad. Hasta que yempecé a hacer lo mismo.

Rió de nuevo, y esta vez Miriam lmitó, no muy convencida de la broma.

 —¿Cómo te enteraste?

 —Me enteré cuando él  se enteró. —No entiendo. —Todo era tan obvio… Parece u

chiste cuando lo cuento, pero resulta quencontró una carta de alguien con quieo había estado. Nadie particularmentmportante para mí…, una amista

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casual, de hecho. De cualquier forma, ssintió triunfante; o sea, se jactó de ellodijo que había tenido más líos que yoLo tomó como una especie dcompetición…, quién engañaba más con quién —hizo una pausa. Exhibió l

misma sonrisa traviesa de antes—Entonces, cuando pusimos las cartasobre la mesa, se demostró que yo l

superaba con creces. Y eso le  jodimuchísimo.

 —¿Así que os separasteis?

 —No parecía tener mucho sentidseguir juntos; no había niños de pomedio. Y ya no había amor entrnosotros. En realidad, nunca lo hubo. L

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casa estaba a su nombre, pero me lcedió.

 —¿Así que ganaste la competición? —Supongo que sí. Tenía una ventaj

oculta. Era mi secreto. —¿Cuál?

 —El otro hombre de mi vida era unmujer —dijo Judy—, y el pobre Donalno lo pudo soportar. Tiró la toalla cas

en el momento de saberlo. Dijo qucomprendía que nunca me habíentendido y que era mejor separarnos —

evantó los ojos hacia Miriam y sólentonces se dio cuenta del efectproducido por sus palabras—. Oh, lsiento. Abro la boca para meter la pata.

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 —No —dijo Miriam—, es culpmía. Nunca pensé que eras…

 —… ¿lesbiana? Bueno, creo qusiempre lo supe, desde la infancia. Lescribía cartas de amor a la monitora ddeportes.

 —Todas lo hicimos —le recordMiriam.

 —Algunas de nosotras lo hicimo

con más seriedad que otras —sonriJudy.

 —¿Dónde está ahora Donald?

 —Oh, en algún lugar de OrientMedio, según me han dicho. Me gustaríque me escribiera, sólo para saber quse encuentra bien, pero no lo hará. S

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orgullo no se lo permitirá. Es una penaPodríamos haber sido buenos amigos dno habernos casado.

Parecía que el tema no daba parmás, o que Judy no deseaba seguihablando de ello.

 —¿Quieres que haga café? —sugirió, y fue a la cocina, dejando quMiriam jugara con el gato y su

pensamientos, muy poco animosoambos.

 —Me gustaría ir al funeral de t

mamá —dijo Judy desde la cocina—¿Te importa? —Por supuesto que no. —No la conocí muy bien, pero solí

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verla cuando iba de compras. Siemprenía un aspecto tan elegante.

 —Lo era —aprobó Miriam—. ¿Poqué no vienes conmigo en el coche dcabecera?

 —No soy pariente.

 —Me gustaría que lo hicieras —egato se removió en su sueño y ofreció speludo estómago a los dedo

confortadores de Miriam—. Por favor. —Gracias; lo haré.Pasaron la siguiente hora y medi

bebiendo café, luego whisky y despuémás whisky, y charlando sobre HonKong y sobre sus padres y, por fin de lorecuerdos. O, más concretamente, sobr

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a naturaleza irracional de la memoriacómo sus mentes habían seleccionadextravagantes detalles para fijar loacontecimientos, en detrimento de otroen apariencia más significativos: el olodel aire cuando se pronunciaba

palabras de amor, pero no las palabrasel color de los zapatos de un amantepero no el de sus ojos.

Por fin, pasada la medianoche, ssepararon.

 —Ven a casa hacia las once —dij

Miriam—. Los coches saldrán a cuarto. —Estupendo. Nos veremos mañana

pues.

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 —Hoy —corrigió Miriam. —Exacto, hoy. Conduce co

cuidado, amor, hace una noche dperros.

La noche era  ventosa. La radio de

coche anunció vientos muy fuertes en emar de Irlanda. Condujo con precauciópor las calles desiertas. Las misma

ráfagas que hacían oscilar el cochevantaban las hojas del suelo, quremolineaban a la luz de los faros. EHong Kong, pensó, aún estarían llenade animación a estas horas de la noch¿Aquí? Tan sólo casas dormidas en lpenumbra, visillos corridos, puerta

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cerradas con llave. Mientras conducírepasó mentalmente sus actividades dedía y los tres encuentros que lo habíamarcado: con su madre, con Judy y coel Camino del Diablo. Apenas hubconcluido su pensamiento llegó a casa.

El sueño avanzó con paso vacilanten la noche desapacible, puntuada por esonido de las tapas de los cubos d

basura, azotada por el vicioso lamiddel viento, por el rumor de la lluvia por el golpeteo de las ramas de l

higuera contra las ventanas.El día siguiente era miércoles, unde diciembre, y al amanecer la lluvia shabía convertido en aguanieve.

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El funeral no fue insufrible. A lsumo constituyó una despedida funciona

de alguien a quien Miriam habíconocido una vez y perdido de vista; eel peor de los casos, su solemnidadesapasionada y el ritual eficientpecaron de frialdad, concluyendcuando una correa transportadorcondujo el ataúd a través de un par d

cortinas lilas hasta el horno y lchimenea. Miriam no pudo evitamaginarse el interior del ataúd mientra

atravesaba, temblorosa, la teatral línedivisoria de cortinas; no pudo evitavisualizar el modo en que se agitaba e

cuerpo de su madre con cada lev

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sacudida de la caja que se deslizabhacia el incinerador. El pensamientoaunque voluntario, le resultnsoportable. Tuvo que clavar las uña

en la palma de sus manos para nevantarse y suplicar que detuvieran e

procedimiento, quitar la tapa del ataúdremover con dedos torpes el sudario rodear aquel cuerpo exangüe entre su

brazos una vez más, dándole las graciaamorosamente, con adoración. Ése fue epeor momento; se controló hasta que la

cortinas se cerraron y ahí acabó todo.Cada parte del proceso fue rutinariapero el conjunto revistió cierta dignidad

El viento soplaba con fuerza cuand

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salieron de la pequeña capilla dadrillo rojo. Los asistentes s

encaminaron rápidamente hacia sucoches con murmullos dagradecimiento y fugaces miradas durbación. El viento arrastraba copos d

nieve, demasiado grandes y húmedopara cuajar, que tornaban más inhóspitoos sombríos alrededores. Los diente

de Miriam le dolían en la cabeza, y edolor le subía por la nariz hacia loojos.

Judy la cogió del brazo. —Hemos de vernos otra vez antede que te vayas, cariño.

Miriam asintió con la cabeza

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Faltaban menos de veinticuatro horapara su partida, y esta noche, como uanticipo de la libertad, Boyd llamarípor teléfono. Así lo había prometido, era deliciosamente fiel a su palabraSupo que sería capaz de oler el calor d

a calle a través del cable telefónico. —Esta noche… —sugirió Miria

—. Ven a casa esta noche.

 —¿Estás segura? ¿No te molestaré? —No, de veras. Ya no.Ya no. Verónica se había marchado

definitivamente. La casa ya no era uhogar. —Me quedan muchas cosas po

impiar —dijo Miriam—. Quier

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ponerla en manos de los agentes cuandenga las pertenencias de mi madr

ordenadas. No me gusta la idea dextraños rondando entre sus cosas.

Judy hizo un murmullo daprobación.

 —Te ayudaré —dijo—, si no creeque me entrometo.

 —¿Una noche de trabajo?

 —Estupendo. —¿A las siete? —A las siete.

Una súbita y contundente ráfaga dviento retuvo el aliento de Miriam dispersó a los asistentes rezagados edirección a la calefacción de sus coches

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Una vecina de su madre —Miriam nuncconseguía recordar su nombre— perdiel sombrero. Voló y rodó por el Jardíde los Recuerdos, perseguido coorpeza por el marido de la dama, u

hombre de ojos saltones que trotó sobr

a hierba enriquecida con cenizas.

El viento alcanzaba más virulencia

a altura de la cantera. Provenía del marbajaba por el río y concentraba su furien un puño festoneado de nieve; despuéexploró la ciudad en busca de víctimas.

El muro del Camino del Diablo erun material ideal. Debilitado por el flujde los años, necesitaba pocos acicate

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para persuadirle a derrumbarse. Aúltima hora de la tarde, una ráfagparticularmente ambiciosa arrancó de sextremo superior tres o cuatro ladrillocoronados de vidrios y los precipitó eel lago de la cantera. La estructura s

debilitó en su parte media y, una veniciado el proceso de demolición de

viento, la gravedad se puso a trabajar.

Un joven que se dirigía a casa ebicicleta estaba a punto de llegar a lmitad del sendero cuando oyó e

estruendo de un derrumbamiento y viuna sección del muro desmoronarse euna nube de fragmentos de argamasa. Ebatir decreciente de ladrillos contr

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rocas acompañó la caída de las ruinahasta el pie del despeñadero. Un huecde unos dos metros se había abierto eel muro, y el viento, triunfante, se colpor él con un rugido, tiró de los flancoexpuestos del muro y los instó a segui

el mismo destino. El joven descendió da bicicleta y fue con ella a pie hasta eugar, sonriendo ante el espectáculo.

Había un buen precipicio, pensó anclinarse sobre la brecha y escudriña

con precaución el fondo. El viento lamí

sus talones y su región lumbar, senroscaba en torno a él, le suplicaba qudiera un paso más. Lo hizo. El vértigque experimentó le excitó, y el estúpid

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anhelo de precipitarse, aunqucontrolable, era fuerte. Se inclinó upoco más y pudo ver el fondo de lcantera, pero la pared de piedra que sextendía directamente bajo el agujerdel muro estaba fuera de su vista. U

corto saliente la ocultaba.El joven, acariciado por un vient

gélido que notaba caliente, estiró más e

cuerpo. Vamos, dijo el viento, vamosmira de más cerca, mira más al fondo.

Algo se movió a menos de un metr

del boquete en el muro. El joven vio, pensó que veía, una forma, cuyenvergadura ocultaba el saliente, que smovía. Entonces, cuando aquello not

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que le observaban, se inmovilizó contra pared del muro.

Sigue con ello, dijo el vientobandónate a tu curiosidad .

El joven lo pensó mejor. La emocióde la prueba era malsana. Estaba helado

a diversión había terminado. Hora dvolver a casa. Se apartó del agujero empezó a pedalear. Un silbido, en part

para celebrar la huida y en parte parmantener a raya su curiosa exaltaciónescapó de sus labios.

A las siete, Miriam estabseleccionando las últimas joyas de smadre. Había muy poco de valor en la

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cajas perfumadas, pero decidió que slevaría a casa, como recuerdo, uno

dos hermosos broches que reposabasobre lechos de algodón grisáceo. Boyhabía llamado un poco después de laseis, tal como prometiera. Su voz, s

bien menguada por la pésimcomunicación, sonó segura y afectuosaMiriam todavía se sentía muy animad

después de la conversación. El teléfonsonó otra vez. Era Judy.

 —Tesoro, creo que no debería i

esta noche. Me siento muy mal en estmomento. Fui al funeral, y las penas sopeores cuando hace frío.

 —Oh, querida…

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 —Temo que sería una compañía muaburrida. Lamento dejarte plantada.

 —No te preocupes; si no tencuentras bien…

 —Lo peor es que quizá ya no puedverte antes de que te vayas —parecí

sinceramente disgustada por esa idea. —Oye —dijo Miriam—, si acabo e

rabajo antes de que sea muy tarde iré

u casa. Odio las despedidas poeléfono.

 —Yo también.

 —Pero no te lo prometo. —Bien, si nos vemos, nos vemosquedamos así, ¿eh? Si no, cuídate, cielo  escríbeme unas líneas par

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comunicarme que llegaste bien a casa.

Cuando salió de casa a las nueve

media el viento se había calmado y dadpaso a un silencio sepulcral, casi máenervante que el estrépito precedente

Miriam cerró la puerta con llave retrocedió un paso para contemplar lfachada. La próxima vez que pusiera e

pie en ella, si lo hacía, la casa estaríocupada por otras personas y, sin dudapintada de nuevo. Carecería dprerrogativas. Los dolores que la habíaasaltado al revivir los fantasmas depasado se convertirían en simplerecuerdos.

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Caminó hacia el coche con las llaveen la mano, pero en el último segunddecidió que iría a pie a casa de Judy. Latmósfera, purificada por el viento, ervigorizante, y aprovecharía loportunidad de pasear por su antigu

barrio por última vez.Incluso tomaría el Camino de

Diablo, pensó; llegaría a casa de Jud

en cinco o diez minutos.En el Camino había una larga

engañosa curva, en su trayecto paralel

al borde de la cantera. No se podía veun extremo desde el otro, ni tan sólo lmitad, de modo que Miriam se encontrfrente a la brecha casi antes de verla. S

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paso confiado flaqueó. En su bajvientre algo desenroscó los brazosdándole la bienvenida.

El agujero, inmenso e incitantebostezaba frente a ella. Más allá deborde, donde las escuálidas luces de l

calle ya no iluminaban, la oscuridad da cantera era, en apariencia, infinitagual podría estar parada ante el fin de

mundo; al otro lado del sendero nexistía profundidad, no existía distanciasólo una negrura que zumbaba d

anticipación.Mientras miraba, fragmentos dcemento se zambulleron en el vacíoOyó su golpeteo; oyó incluso los lejano

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mpactos.Pero ahora, agarrotada por el súbit

espanto, oyó otro ruido, muy cercano, uruido que había rogado no oír jamáestando despierta, el rascar de unas uñaen la pared de piedra de la cantera, e

cáustico respirar acelerado de uncriatura que había esperado, oh, tapacientemente este momento y qu

ahora, lenta y resueltamente, escalabos últimos metros del despeñader

hacia ella. ¿Y para qué apresurarse

Sabía que estaba paralizada de terrorcon los pies clavados en el suelo.Estaba a punto de llegar; nadie podí

ayudarla. Los brazos de la criatura s

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aferraban a la piedra, y su cabezaoscurecida por el tizne y la depravaciónrozaba el borde del Camino. Inclusahora, a pocos centímetros de divisar su víctima, no aceleró su ascensión, sinque se comportó con espantosa calma.

La niña que Miriam había sidquería morir, antes de que aquello lviera, pero la mujer deseaba contempla

el rostro de su eterno torturador. Sólver , en el terrorífico instante precedenta su fin, el aspecto de la cosa. Despué

de todo, aquello había esperado durantmucho tiempo. Seguro que tenía surazones para contener su impacienciaquizá se reflejarían en su rostro.

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¿Cómo podía haber supuesto quescaparía alguna vez de esto? A la ludel sol disipaba sus temores con uncarcajada, pero en vano. De prontvolvían el sudor de la niñez, laágrimas nocturnas (calientes

resbalando desde el ángulo de los ojohacia el pelo) y los terrorendescriptibles. Surgían de la oscurida

 se encontraba, por fin, sola. Sola coa soledad de los hijos únicos

encerrados con sentimiento

ncomprensibles, en infiernos dgnorancia privados cuyos pasadizos sextendían, desapercibidos, hasta la edaadulta.

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Lloraba a pleno pulmón, como unniña de diez años, el rostro enrojecido brillante por las lágrimas. Su narigoteaba, sus ojos ardían.

El Camino del Diablo sdifuminaba, y sintió la irresistibl

lamada de la oscuridad. Dio un pashacia la brecha del muro, al tiempo qua combada pared negra de la canter

experimentaba otro tirón. Un paso más a distaban escasos centímetros de

desmigajado límite del Camino de

Diablo; en cuestión de segundos aquella agarraría por el pelo y la destrozaría.Avanzó hacia el vertiginoso abism

  el rostro del horror emergió de l

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noche sin fondo para mirarla.  Era e

rostro de su madre. Horriblementaumentados dos o tres veces de tamañosus amarillentos párpados oscilarohasta revelar el blanco del ojo sin  iriscomo si estuviera suspendida en e

último momento entre la vida y lmuerte.

Su boca se abrió; sus labios s

iñeron de negro y se ensancharon efinas líneas alrededor de un hueco sidientes que respiraba inútilmente con e

propósito de pronunciar el nombre dMiriam. Tampoco ahora llegaría emomento del reconocimiento; la cosa lhabía engañado, le ofrecía ese rostr

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muerto y amado en lugar del suyo.La boca de su madre se movió, s

engua rasposa trató en vano de formaas dos sílabas. El monstruo querílamarla, y sabía, con su antigua astucia

qué rostro emplear para romper s

resistencia. Miriam miró entre lágrimaos ojos llameantes; entrevió l

almohada que sostenía la cabeza de s

madre muerta, percibió algo del olor dsu postrer y amargo suspiro.

El nombre casi fue articulado

Miriam cerró los ojos, con lconvicción de que el fin llegaría cuandsurgiera la palabra. Toda su voluntad lhabía abandonado. Estaba en poder de

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Monstruo; esta brillante imitacióconstituía la definitiva y triunfal vueltde tuerca. Hablaría con la voz de smadre, y ella se entregaría.

 —  Miriam —dijo aquello.La voz era más cariñosa de lo qu

maginaba. —  Miriam  —habló en su oído, la

garras sobre sus hombros—.  Miriam

or el amor de Dios —inquirió—. ¿Questás haciendo?

La voz era familiar, aunque no era n

a de su madre ni la del Monstruo. Era lvoz de Judy, eran las manos de Judy. Lapartaron de la brecha y la empujarocontra el muro opuesto. Sintió l

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seguridad del ladrillo frío contra sespalda, contra sus palmas. Las lágrimaempezaron a calmarse.

 — ¿Qué estás haciendo?

Sí, no había duda, claro como eagua: Judy.

 —¿Te encuentras bien, cariño?La oscuridad era intensa detrás d

Judy, aunque se oía un golpeteo sobr

as piedras a medida que el Monstruretrocedía hacia la pared de la canteraLos brazos de Judy, más preocupada po

su vida que ella misma, la estrecharocon firmeza. —No quería darte un susto —dij

—, pero creí que ibas a saltar.

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Miriam sacudió la cabeza, incrédula —No me ha atrapado —musitó. —¿A qué te refieres, tesoro? No se atrevía a hablar mientra

aquello pudiera oírla. Sólo deseabalejarse del muro… y del Camino.

Creí que no ibas a venir —prosiguiJudy—, así que pensé…, qué más da…ré a verla. Menos mal que tomé e

atajo. ¿Puedes decirme qué te impulsó nclinarte sobre el borde de esa manera

Es peligroso.

 —¿Me acompañas a casa? —Claro, cariño.Judy la rodeó con el brazo y l

apartó de la brecha en el muro.

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Silencio y oscuridad detrás de ellasLa farola titiló. Cayó un poco más dargamasa.

Pasaron toda la noche juntas en lcasa, y compartieron la gran cama decuarto de Miriam inocentemente, com

cuando eran niñas. Miriam contó lhistoria de principio a fin: toda lhistoria del Camino del Diablo. Judy l

escuchó, asintió, sonrió y no lnterrumpió. Por fin, poco antes de

amanecer, terminadas las confesiones

ambas se durmieron.

A la misma hora, las cenizas de lmadre de Miriam se enfriaban

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mezcladas con las cenizas de otras trecpersonas que habían pasado por el horncrematorio ese miércoles, uno ddiciembre. Por la mañana trituraron lorestos de los huesos, dividieron el polven catorce partes iguales y l

ntrodujeron escrupulosamente ecatorce urnas señaladas con el nombrde los seres queridos. Algunas de la

cenizas serían dispersadas; algunaserían encerradas en el Muro de loRecuerdos; otras serían entregadas a lo

parientes del fallecido, para quconcentraran en ellas su pena.A la misma hora, el señor Becket

soñó con su padre y se despertó

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medias, entre sollozos, pero la chica qudormía con él le consoló hasta que sdurmió de nuevo.

Y, a esa misma hora, el esposo de lfallecida Marjorie Elliott tomó el atajdel Camino del Diablo. La grava cruji

bajo sus pies, el único sonido del munden esa fastidiosa hora antes deamanecer. Durante toda su vida d

rabajador había recorrido el mismcamino, fatigado por el turno de nochen la panadería. Tenía las uñas sucias d

masa, y bajo el brazo llevaba una barrde medio cruda y una bolsa con seipanecillos de corteza dura. Hacía casveintitrés años que observaba idéntic

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ritual, cada mañana, aunque desde lprematura muerte de Marjorie casi todel pan quedaba intacto y lo echaba a lopájaros.

Aminoró el paso hacia la mitad deCamino del Diablo. Su estómago s

agitó; el perfume del aire habídespertado un recuerdo. ¿Acaso no erel perfume de su mujer? La farol

parpadeó, cinco metros más adelanteMiró la brecha en el muro y, desde lcantera, surgió el rostro enorme de s

bienamada Marjorie.Pronunció su nombre una vez perosin molestarse en responder a slamada, él se desvió del Camino

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desapareció.La barra de pan cayó sobre la gravaLiberada de su envoltorio de tela, s

enfrió y lentamente entregó el calor dsu nacimiento a la noche.

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Comida

Thomas Tessier 

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THOMAS  TESSIER , nacido en 1947 eWaterbury (Connecticut), fue directogerente de Millington Books englaterra antes de volver a Estado

Unidos para dedicarse exclusivamente escribir. Sus novelas incluyen The fates

The nightwalker ; Shockwaves, Phantom

   Finishing touches. Tessier incidraramente en el relato corto, per

siempre, como en Comida, coresultados inolvidables. Su más recientnovela lleva por título Rapture.

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 —Casi se me ha pasado ya —dijo lseñorita Rowe, más para ella que parel señor Whitman. Había una miradejana en sus ojos, pero su boca luch

por dibujar una sonrisa y su voz vibrabde expectación—. No se preocupe

pronto me encontraré bien.¿Casi se le había pasado? ¿Qu

significaba esa frase? El señor Whitma

prefirió no pensar en ello. En lo que a éatañía, se trataba de un típico sábado dverano. El calor de agosto se habí

calmado un poco, y una leve brisagitaba el aire. Otra gente iría a nadarde compras, o contemplaría un partidde béisbol. El señor Whitman y l

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señorita Rowe harían lo mismo de cadsábado por la tarde. Barajar otrposibilidad sería demasiado aterrador.

 —Pero no se encuentra bien —ssintió obligado a decir—. Quiero decique padece dolor, auténtico dolor: e

evidente. —No —replicó ella sin demasiad

convicción—. Sé lo que siento, y no e

dolor, no, señor —la señorita Rowe sestremeció, acomodó los colchones ntentó cambiar de tema—. ¿Qué me h

raído hoy?El señor Whitman prefirió ignorar spregunta.

 —Creo que debería permitirm

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lamar a un doctor. Lo mejor sería qufuera al hospital, pero al menos deje qua examine un médico.

 —De ninguna manera. Si hace algpor el estilo, nunca volveré a dirigirle lpalabra.

La señorita Rowe lo dijo sin acritudcomo una pataleta, pero, por desgraciael señor Whitman sabía que no estab

mintiendo. Ella siempre imponía supropias condiciones. El sentido dedeber del señor Whitman no era ta

fuerte como el temor a destruir samistad.El señor Whitman atravesó la sala

con cuidado de no pisar los restos, y s

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quedó unos momentos junto a las puertacristaleras. Disfrutaba mejor de la brisen ese lugar, pero el panorama del patirasero era desalentador. El céspelevaba semanas sin podarse. Com

obedeciendo a una señal, la segador

eléctrica de un vecino se puso efuncionamiento y zumbó con autoridaen la distancia. Ya casi no existía jardí

en el extremo más alejado del patio. Eseñor Whitman había despejado cavado un cuadrado de terreno par

plantar zanahorias y tomates, pero jamáhabía completado el trabajo. Algunahierbas crecían en el desnudo suelnegro. Había estado ocupado, se dijo

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La señorita Rowe había asumido ldirección de su vida ese verano.

 —¿Qué ha traído? —preguntó dnuevo.

 —Oh, Balzac —respondidistraídamente el señor Whitman. Cas

había olvidado el libro que sostenía euna mano. Cada sábado por la tarde leía un relato a la señorita Rowe. Balza

era uno de los favoritos de ambos. Hoenía la intención de recitar  Facin

Cane, un cuento que se sabía d

memoria, pero que nunca le habíemocionado en demasía.El rostro de la señorita Rowe s

encendió de placer, pero era incapaz d

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hablar. En ese momento estabdeslizando una gruesa rebanada de pataliano en su boca. La visión era much

más deprimente de lo que el señoWhitman podía tolerar, así que centró satención en el volumen de Balzac

empezó a pasar las páginas. No srataba sólo del pan, ni de las generosa

raciones de paté al coñac y queso d

nata que lo acompañaban. Comida: ésera el problema, el enorme y complejproblema. La señorita Rowe comí

convulsivamente. Casi todas las horadel día las dedicaba al consumo dcomida. Él le doblaba la edad, perella, según su moderada estimación, l

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riplicaba en peso.Su extraña relación se había iniciad

seis meses antes, cuando el señoWhitman se trasladó de domicilioconvirtiéndose así en su vecino. Eran upar de refugiados del mundo exterior,

ocupaban dos apartamentos en la plantbaja de una mansión victorianremozada en las afueras de Cairo. No e

Cairo de Egipto, sino un pueblo rural ea parte central del Connecticut orienta

poblado de ciudades con nombres ta

ncongruentes como WestminsterBrooklyn y Versailles.El señor Whitman nunca se habí

casado, aunque había ahorrado

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nvertido dinero durante muchos añosde modo que al cumplir los cincuentpudo jubilarse de su trabajo editorial eManhattan y abandonar la ciudad. Spermitió el lujo de hacer lo que erealidad deseaba, comerciar con libro

raros. La especialidad del señoWhitman era el crimen, real y ficticioaunque amaba la literatura en genera

Poseía una respetable colección quguardaba en la tienda de dos plantas quhabía alquilado en el pueblo. Er

propietario también de casi una docende libros valiosos, depositados en lcaja de seguridad del banco. El señoWhitman no ganaba mucho dinero con e

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negocio, en parte porque detestabvender sus libros y les adjudicabprecios exagerados. Lo cierto es que edinero había cesado de ser un factomportante en su vida, y le complací

pasar varias horas al día en la tienda

rodeado de su colección, escuchando lradio en frecuencia modulada atendiendo las escasas peticiones po

correo. La puerta cerrada con llave y lacortinas corridas disuadían a loposibles clientes de la calle. Se hallab

entregado al proceso de confeccionar ucatálogo de su colección, pero de formmuy pausada. Lo normal es que apartara lista y se zambullera en la lectura d

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un libro. El señor Whitman sabía cooda certeza que jamás podría leer tod

cuanto deseaba en el curso de una solvida.

La señorita Rowe representaba umisterio para él. No le gustaba hablar d

sí misma, aunque de vez en cuandofrecía datos dispersos. Sus únicoparientes eran dos primos que vivían e

a Costa Oeste. Sin embargo, la señoritRowe había llegado a Cairo desdBoston, en donde algo no especificad

había conmocionado su existencia uaño atrás. ¿Un accidente, una violaciónun trauma emocional? El señor Whitmano tenía ni idea. Fuera lo que fuese, l

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señorita Rowe se había establecido eCairo con el suficiente dinero para nhacer nada…, excepto comer.

Cuando el señor Whitman trabconocimiento con ella, aún era capaz ddesplazarse un poco: salía a comprar l

que quería o se internaba en coche poas carreteras vecinales. Ahora l

resultaba virtualmente imposible sali

de su apartamento. El peso de lseñorita Rowe había experimentado ualarmante aumento en los últimos meses

Sin duda se estaba aproximando a lmarca de los doscientos cincuenta kilossi no la había superado ya. Habílegado a un acuerdo con vario

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almacenes de la zona para que lenviaran a domicilio los productos, cada día llegaban nuevas provisiones.

Su apartamento se habíransformado en el centro neurálgico d

este sorprendente consumo. Fu

necesario apartar los muebles parhacer sitio a lo único especial. Cadarde venía un colegial de mirad

perpetuamente asombrada a recoger lomontones de basura que producía lseñorita Rowe. Esta pasaba la mayo

parte del tiempo tumbada sobre cuatrcolchones (un par perpendicular al otro una fila de almohadas. Cubría su épic

volumen con sábanas superpuestas, d

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modo que sólo su cabeza, hombros brazos eran visibles.

Rodeándola como un anillo dsofisticados aparatos en la unidad dcuidados intensivos de un hospitaaguardaban al alcance de la mano u

microondas, un calentador portátil, trepequeños frigoríficos, una tostadora, unicuadora y una estantería llena de plato

de papel y vasos, tenedores cucharas cuchillos de plástico, además de bolsade basura y cajas de comida.

En su calidad de visitante asiduo, eseñor Whitman ya se habíacostumbrado a dicho espectáculo. Eextraordinario estilo de vida de l

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señorita Rowe le fascinaba tanto come asombraba. Al principio menudearo

discusiones acaloradas. Le dijo qusiguiera una dieta de apoyo, sin reparaen los medios de detener aquellcompulsión devoradora, pero la señorit

Rowe no siguió sus consejos. Se sentífeliz y contenta con sus costumbres. Eseñor Whitman se dedicó a leerl

artículos y libros acerca de la bulimiaapetito insaciable. La señorita Rowrechazó sus argumentaciones y señal

que nunca vomitaba, nunca se purgabcon laxantes y nunca sufría sentimientode culpa o depresiones. En suma, no erbulímica.

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Simplemente disfrutaba comiendo.El señor Whitman persistió, di

detalladísimas explicaciones sobre lopeligros y la amenaza que se cernísobre su corazón y su salud, pero dnuevo la señorita Rowe desechó con un

sonrisa sus advertencias. —El cuerpo nos lo dice —argüí

con calma mientras devoraba otra lat

de manzana en almíbar—. La mayoría da gente no presta atención a su cuerpo

pero yo sí. Yo sí. Cuando me dice come

como. Cuando dice basta, paro.Por lo visto, su cuerpo siempre lanimaba a comer.

Entonces, el señor Whitman adopt

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una táctica diferente. Le contó sus viajepor Europa y Asia, sus vacaciones eMéxico y en el Caribe. Describió coelocuencia y todo lujo de detalles lopaisajes que había visto y la gente quhabía conocido. Sin embargo, los viaje

no parecieron despertar el menor interéen la señorita Rowe, por lo quedesesperado, se puso a describir lo

platos que había comido en eextranjero. No le gustaba hacerlo, perrazonó que si conseguía intrigarl

bastante quizás se animara a viajar parprobar la cocina extranjera…, momenten que debería imponerse una férredisciplina dietética para emprende

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cualquier travesía. Pero esto tambiéfalló. La señorita Rowe amaba lcomida, sin discriminaciones. Epensamiento de buey a la mantequillacoq au vin, tortillas Arnold Bennettcamarones vindaloo, cangrejos de río

a criolla y sopa cinco serpientes no lexcitaba. Le bastaba con meter en emicroondas tres o cuatro pasteles d

pollo congelados y acompañarlos coarenques en escabeche, varios perritocalientes y un cuarto de compota d

manzana. La señorita Rowe no detestaba buena comida, pero carecía de tiemppara esfuerzos suplementarios.

Si bien su interés no sólo n

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disminuía sino que continuaba en alza, acabo de un mes el señor Whitmaempezó a ceder terreno. Los argumentoeran inútiles, en el sentido de que nconseguían nada. La confianza de lseñorita Rowe era inquebrantable; s

apetito, supremo. El señor Whitman sfiguró que iba a convertirse en un eterncascarrabias, lo que tampoco entraba e

sus planes. Además, la chica le caídemasiado bien para pelear con ellaSeguiría esforzándose en cambiarla,

base de esporádicas advertencias observaciones, a pesar de que laceptaba como era. Le había tomadmucho cariño, sin apenas darse cuenta

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Era prácticamente la única persona qucontaba en su vida.

La segadora eléctrica continuabzumbando, pero la brisa había cesadoEl señor Whitman tomó asiento en lúnica silla de la habitación y se dedic

al libro. —«En aquel tiempo vivía en un

callejuela que probablemente n

conozcáis…».La señorita Rowe cerró los ojos

escuchó con suma atención. Masticab

dulces de malvavisco porque erasilenciosos. Los libros nunca habíadespertado su interés, pero adorabescuchar la voz del señor Whitma

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eyéndole historias en voz alta. Lo hacímuy bien, apenas tropezaba con lapalabras y se ponía dramático sin caeen el ridículo. Nadie le había leídamás, ni siquiera de niña, así que n

podía compararle con otro lector, per

sabía que era el mejor. —«Ignoro cómo he podido mantene

en secreto durante tanto tiempo l

historia que os voy a contar…».Él encendió un cigarrillo cuand

erminó el cuento de Balzac. Habí

hecho hincapié, el primer día que trabconversación con la señorita Rowe, eque sólo fumaba diez pitillos al día, coa idea de que la joven podría aplicars

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el ejemplo. Sin embargo, a pesar de quella alabó su fuerza de voluntad, no hizcaso de la insinuación. Conversaroacerca del relato y de su autor. El señoWhitman llevó el peso de lconversación, y la señorita Rowe repus

que Facino Cane era hermoso, pero muriste… ¿y cuántas tazas de café bebí

Balzac por las noches? Por fin, el seño

Whitman se decidió a dar por finalizadsu visita.

 —Vuelva esta noche, por favor —

rogó la señorita Rowe cuando él se pusen pie. —Por supuesto. Me pasaré má

arde —prometió, pero de pronto pens

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que le había hablado de una formextraña, como si le ocurriera algo—¿Se encuentra usted bien?

 —Oh, sí —replicó con excesivvehemencia la señorita Rowe—. Es qume gustaría volverle a ver. Esta noche.

 —Estupendo —el señor Whitman sdispuso a partir.

 —Algo está pasando —susurró ell

casi sin aliento, para retenerle un pocmás.

 —¿Qué? —inquirió el seño

Whitman, preocupado. —No sé. Me siento… diferenteComo si algo estuviera cambiando en mnterior, pero no para mal —añadió co

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un esfuerzo—. Una sensación agradableaunque extraña.

 —No puede juzgar estas cosas por ssola. Estoy convencido de que lconviene ir al médico. Tal vez se tratdel corazón. Los síntomas extraño

suelen preludiar algo muy poco extraño —No, no  —la señorita Rowe hiz

un esfuerzo para contenerse y prosigui

en un tono más suave—. No permitirque me palpen, pinchen y sometan experimentos como un fenómeno. N

ardaría en verme ocupar la portada deational Enquirer . Todo el día y part

de la noche me atormenta la idea de quuna sola palabra de los proveedore

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provocará el asedio de periodistasfotógrafos, maniáticos y médicoengreídos. No lo soportaría —vaciló, uego se reanimó—. De todos modos, so diré: me siento bien, de ningun

manera enferma. De hecho, nunca me h

sentido mejor. Me invade el entusiasmoEl señor Whitman suspiró, desolado

A no ser por el peligro, todo parecerí

absurdo. Así que entusiasmada. Erncapaz de imaginar lo que significab

esto en el contexto de su salud. Y es

observación de que algo le estabpasando… ¿Cómo interpretarla? Sabíque la señorita Rowe tendía adramatismo, y que siempre intentab

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desmitificar la monotonía de su vidcotidiana. «Eso es todo», se obligó creer.

Pero su aspecto no era el dsiempre. Era evidente. El rostro de lseñorita Rowe presentaba un color má

vivido que de costumbre. Inclusparecía un poco sonrojada; un tonrosáceo teñía sus mejillas

habitualmente pálidas por causa de ssempiterno encierro entre las cuatrparedes del apartamento.

El señor Whitman y la señoritRowe se tocaban con escasa frecuenciasólo cuando sus manos se encontrabapara intercambiar algo, pero habí

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legado el momento de que el señoWhitman tomara una decisión. Se senten el borde de las colchonetas y posó lpalma de la mano sobre la frente de lchica.

 —¿Tiene fiebre? —pregunto par

dejar claras sus intenciones. —Oh, no lo creo —respondió ella

algo decepcionada.

 —Ummmm —el tacto de aquellpiel embelesó al señor Whitman. Eamaño de su cabeza no era el de un

pelota de playa, aunque así lo parecieraHabía sospechado que sería fofa esponjosa, a causa de la grasa, pero ersorprendentemente firme. Aunque l

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papada era múltiple, la frente era suavepor no decir tirante. El señor Whitmadescubrió que le costaba apartar lmano—. Quizás unas décimas —anunció, aunque no estaba seguro.

 —Sé lo que piensa —dijo l

señorita Rowe con una sonrisa infanti—, pero me gusta que se preocupe. Nsé lo que haría sin usted.

«Seguiría comiendo», pensó coristeza el señor Whitman, pero l

devolvió la sonrisa, porque sentía u

gran afecto por la joven. —Tranquilícese —le aconsejó—Me gustaría que comiera más frutas verduras, y menos basura —habí

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repetido este mensaje incontables veces —Pero si ya lo hago —insistió co

entusiasmo la señorita Rowe—. ¿No lconté que esta mañana me preparé unensalada Warldorf? Lo hice sin ayuda.

 —Bien, me parece muy bien —

respondió el señor Whitman, forzanduna sonrisa.

Estaba tan orgullosa de su hazañ

rivial que no se atrevió a comentarlque la ensalada Warldorf era, no sólmás saludable sino más exquisita.

 —Muy pocas personas saben lo bieque sienta una ensalada para desayuna—prosiguió la señorita Rowe.

 —En efecto.

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A continuación el señor Whitman smarchó, de lo contrario habrípermanecido largo tiempo escuchandalabanzas sobre ensaladas, desayunos comida en general. Se dirigió sin mápreámbulos a su tienda de la ciudad

eligió The lesser Antilles Case, dRufus King, y The C. V. C. Murders, dKirby Williams, para leerlas el sábad

por la noche y el domingo por la tarde.Ya en su apartamento, el seño

Whitman se sirvió un vaso de cervez

fría y repasó las pocas cartas que habíencontrado en la tienda. Nadnteresante, salvo un catálogo de u

vendedor de St. Paul. No tardó e

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apartar el catálogo y encender ucigarrillo.

La señorita Rowe le preocupaba. Salgo le ocurría, si su corazón fallaba drepente, se consideraría el responsablmoral. Llegó a preguntarse si violaría l

ey por no ponerla bajo vigilancimédica. No tenía ni idea de lo que decía ley sobre situaciones similares. ¿L

acusarían de negligencia? ¿Dhomicidio involuntario?

 No parecía plausible. La señorit

Rowe, después de todo, era una personadulta, y responsable de sí misma. Scarácter convulsivo no equivalía ncapacidad mental. ¿Debía dedicar s

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ealtad a la amistad, aceptándola tacomo era, o a su salud y bienestarAmbas posibilidades no se excluíamutuamente, a pesar de las aparienciasEn cualquier caso, el señor Whitmapensó que tarde o temprano deberí

discutir el asunto con un médico… o coun abogado, aunque no mencionarínombres hasta recibir cierta

directrices. El asunto exigía unclarificación.

Más tarde, antes de que el ocaso s

viera envuelto en la oscuridad, el señoWhitman golpeó con los nudillos en lpuerta de la señorita Rowe y entró en eapartamento. Las luces estaban apagada

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 era difícil escudriñar en las tinieblaspero escuchó el suave fruncir de lasábanas. Quizás ella se habíadormecido un rato.

 —Encienda la lámpara —atontadaa joven intentó incorporarse sobre la

almohadas. —¿Le molesto? —No, en absoluto. Entre.

El señor Whitman encendió la luz se sentó. Pensó que los ojos de la joveestaban más embotados que d

costumbre y que su complexión era mánmensa que por la tarde. —Acérquese —le dijo ella. El seño

Whitman aproximó la silla de madera

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a cama y se ubicó entre un frigorífico as estanterías de platos de papel—. No

ahí no. Siéntese en la cama, por favorEstoy algo deprimida.

El señor Whitman se acomodó cooda clase de precauciones en el bord

de las colchonetas. Lo sorprendente erque la señorita Rowe no se deprimiermás a menudo. No era normal que un

oven de su edad llevara una existencian recluida, tan solitaria. Y, por má

que ella lo negara, comer con tant

nsistencia comportaba un costpsicológico El señor Whitman spreguntó si su excelente estado de ánimcomenzaba, por fin, a flaquear.

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 —Me trata tan bien —la señoritRowe cogió su mano, la estrujó y lretuvo. Su apretón era cálido extrañamente invitador—. Me gustarídarle las gracias de alguna forma.

 —Oh, no sea tonta —respondió e

señor Whitman con una sonrisa nervios—. Lo más curioso es que, hace pocominutos, pensaba que me comportab

con cierta negligencia. —Eso no es cierto. Nada má

alejado de la realidad. Es usted l

persona que necesitaba. Sin usted, no ssi habría podido… En fin, usted mmporta mucho, créame.

Le estrujó la mano otra vez. «Qu

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raro», pensó el señor Whitman. Ercomo si ella le estuviera consolando él.

 —Debo de tener un aspecto horribl—siguió la señorita Rowe—. Hace añoque no me miro en un espejo. ¿Tengo u

aspecto… horrible? —No, por supuesto que no —ella n

solicitaba un cumplido, pero, desd

uego, el señor Whitman quiso dar lrespuesta más positiva—. La verdad eque parece cansada y, como ya le dij

antes, necesita hacer algunos cambioen… —  Estoy  cambiando —interrumpi

ella, apartando la mirada sin dejar d

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asir su mano—. Estoy cambiando. —Bueno. Bien, bueno —el seño

Whitman no sabía qué decir porque nsabía lo que ella quería darle a entenderAlbergaba la vaga noción de quntentaba comunicarle algo. ¿Pued

decirme,… si leí lo desea…, quocurrió?

 —¿Cuándo?

 —En Boston. —Oh —le miró de nuevo y sonri

—. ¿Qué importa? ¿Qué diría si l

contara que maté a alguien? ¿A mfamilia, por ejemplo? —No me lo creería —se burló. Er

una idea absurda.

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 —¿Lo ve? No importa. —Pero algo ocurrió —insistió—

Dígamelo, Frances. Le sentará biehablar con un amigo en el que puedconfiar.

Muy pocas veces se designaban po

sus nombres, pero la señorita Rowpareció conmoverse. Sin embargo, simitó a encogerse de hombros y l

dedicó una sonrisa de perplejidad. —Es así de sencillo —contestó co

serenidad—. No ocurrió nada.

El señor Whitman no se quedconvencido, a pesar de que no captningún matiz engañoso o evasivo en sono de voz. La verdad resplandecía e

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sus palabras. —Quiero hablar de usted co

alguien —dijo por fin—. Lamentdisgustarla, pero debo hacerlo, y estvez no me arrepentiré a última hora.

Para su sorpresa, la señorita Row

no puso la menor objeción. Asintió coa cabeza lentamente, en señal d

comprensión, y estiró más su mano haci

él. —Esta noche no —dijo—. Est

noche no hará nada.

 —Bien, no —condescendió élHabía empezado el fin de semana, y lmás probable es que no encontrarningún médico o abogado disponible—

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pero será lo primero que haga el lunepor la mañana.

 —De acuerdo.Había resultado tan fácil que, por u

momento, el señor Whitman pensó quhabía errado las palabras o que ella n

as había comprendido bien. Erealidad, carecía de importancia; sabío que iba a hacer el lunes, y est

pensamiento le hizo sentirse mejor. —Lawrence. —¿Ummm? —tragó saliva par

aclarar su garganta—. ¿Sí? —¿Le importaría acostarse a mado en esta cama?

Su voz era menuda, distante

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dolorosamente vulnerable. —Sólo necesito que se qued

conmigo y me abrace unos minutos.El señor Whitman era incapaz d

hablar, pero experimentó un terremotemocional que provocó temblores en s

cuerpo y tiñó de púrpura sus mejillasSe quitó los mocasines. «Debe dsentirse terriblemente sola —pensó—

ecesita consuelo, un poco de calohumano». Se estiró sobre lacolchonetas y avanzó con timidez haci

su enorme masa. La señorita Rowe latrajo hacia ella, hasta que ambocuerpos se apretaron uno contra otroElla le manejó con toda facilidad, com

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a un muñeco, hasta que él se recostó coun brazo sobre su estómago y la cabezentre los pechos. Luego dio la impresióde que la señorita Rowe suspiraba y scalmaba, y así permanecieron un rato.

El aire se había enfriado. La

puertas cristaleras seguían abiertas, afuera había caído la noche. Lrespiración de la señorita Rowe er

regular, aunque ligeramentcongestionada, y dejó caer el brazcuando el señor Whitman se movió. S

había dormido. Él se levantó sin haceruido, recogió los zapatos, apagó la lu regresó a su apartamento.

Tomó otra cerveza y fumó u

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cigarrillo. No podía estarse quieto. Susentimientos eran alarmantes, excitante, sobre todo, misteriosos. ¿La amaba

Sí, pero no como un amante, si biendebía admitirlo, se había introducido eel juego un nuevo elemento físico. E

acto de su cuerpo le quemaba como uresplandor crepuscular. Estaba casconvencido de que si se miraba en e

espejo del cuarto de baño descubriría uaura, un brillo, alrededor de su mano de su mejilla.

Después le asaltó un chocantpensamiento. Ella era hermosa. Lseñorita Rowe, Frances, con sus casdoscientos cincuenta kilos, er

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verdaderamente hermosa. Y no a pesade su enorme tamaño, sino a causa de éLa única característica de la joven que asustaba e incluso repelía, ahora l

resultaba nada menos que milagrosaQuizá padecía una peligros

compulsión, pero ¿no era acaso unseñal de su fuerza y coraje, de snaturaleza y carácter?

El señor Whitman se bebió otras trebotellas de cerveza y no se molestó econtar los cigarrillos.

Los pensamientos se sucedían en smente; la incertidumbre anterior se habírocado en relucientes bolsas de luz. Sa amaba. En todos los sentidos. L

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cuidaría con más devoción que nuncapero sin intentar cambiarla. Lmantendría viva, sana, feliz; yencontraría la forma. La disciplina deamor, una dieta mejor; todo sarreglaría. En cierto modo, tenía qu

entregarse a ella para que ella se lentregara.

El señor Whitman miró el reloj

ndiferente a que fueran más de las onceQuería verla otra vez, contarle cosas. Yestar con ella…, para refugiarse en e

calor y la paz de su abrazdesmesurado.Vaciló por última vez en la puert

del apartamento. ¿Se estarí

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comportando como un idiota, como upatético y maduro galán? ¿Estaríbebido, equivocado, histérico? Nodecidió; en cualquier caso, no lmportaba.

El señor Whitman pegó el oído a l

puerta de la señorita Rowe y escuchruido de movimientos. Golpeó con lonudillos, no obtuvo respuesta, y llam

con más fuerza. Nada, excepto aquellopeculiares ruidos, sordos y ajenos. Gira manija y entró. La habitación estaba

oscuras, pero la luz de la luna se filtraba través de las puertas cristaleras aportaba algo de claridad; sus ojos sadaptaron a la penumbra.

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La señorita Rowe se retorcía en smprovisado lecho como una person

sumida en un sueño cada vez mánquietante. Parecía estar dormida, per

el señor Whitman experimentó uescalofrío cuando reparó en que tení

os ojos semientornados, vidriososvagos. Emitía sonidos que sestrangulaban en su garganta. «Fiebre —

pensó—, o convulsioness». Estabseguro de que le estaba ocurriendo algerrible. Se golpeó la rodilla con u

frigorífico y aplastó con el pie una cajde galletas de queso al acercarse a lcama, pero la señorita Rowe no diseñales de advertir su presencia. Su

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movimientos aumentaban en violencia brusquedad a cada minuto, agitada convulsa.

El señor Whitman apoyó la mansobre su frente y descubrió con estupoque no estaba febril, sino anormalment

fría. Su piel estaba cubierta de sudor el pelo se le pegaba al cráneo. Esfrialdad le aterraba más que otra cosa

Todo iba mal, pero incluso el tacto de lpiel era diferente, duro, casi escamoso.

Entonces ladeó un poco la cabez

hacia la luz. El señor Whitman observque sus ojos habían cambiado. Estabacerrados con tanta firmeza que ermposible discernir las finas arrugas

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ambos lados de la nariz… tan ancha aplastada como si hubieran pretendidhundírsela en la cara. Continuabretorciéndose y sacudiéndose, con lobrazos apretados contra el cuerpo y lapiernas tensas muy juntas, como s

estuviera atada de pies a cabeza.Los sonidos que emitía aumentaro

de intensidad y, mientras se debatía co

a sábana, el señor Whitman comprobque su cuello fofo y recubierto de grasambién había sufrido ciert

ransformación. Se unía suavemente coos hombros, como si careciera dcuello. Y la piel, como la de la cara, ermuy pálida, de un blanco casi brillante

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reluciente y firme.El señor Whitman temblaba d

miedo, aunque apenas podía moverseConsiguió posar la mano sobre shombro, la ladera redonda donde habíestado el hombro, y de nuevo l

asombró la frialdad del tacto. Tenía quhacer algo, pero ese pensamiento no ermás que una voz incorpórea en s

cerebro. La señorita Rowe apartó lsábana. Desnuda, advirtió vagamenteestaba desnuda, pero su cuerpo habí

perdido los rasgos distintivos (pechoscaderas, nalgas) hasta convertirse ealgo largo, ancho y tubular. No era lseñorita Rowe. Era algo más o meno

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parecido a un ser humano. «La palabr—pensó el señor Whitman, trastornad— es larval».

Se debatía en el lecho, sacudía evantaba todo su cuerpo como sntentara escapar de aquel lugar. E

señor Whitman trepó a la parte más bajde la cama cuando se dio cuenta de quella trataba de apartarse de él. Parecí

que lo más importante para la joven erpermanecer donde estaba y conseguir layuda adecuada. De otro modo n

podría superar la terrible enfermedadesconocida que la atenazaba. Siembargo, la señorita Rowe no se quedquieta. Se contorsionó con vigor

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rodando y sacudiéndose, hasta salir da cama. Era tan grande… Por unstante, el señor Whitman se aterroriz

cuando vio la rotunda y desnudenvergadura cernirse sobre él.

«Te quiero», pensó sin esperanza. S

precipitó hacia ella con los brazoabiertos y toda la fuerza de sus piernasConfiaba en abrazarla y calmarla par

que volviera a la cama. Sus cuerpos sencontraron y se fundieron en un abrazoEl señor Whitman se aferró a lo que un

vez había sido la señorita Rowe. —Frances —jadeó, aturdido damor y de miedo—. Frances.

El momento sólo duró uno o do

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segundos, pero al señor Whitman lpareció mucho más largo, porque fue eúltimo. Creyó que ella le habíreconocido, al menos por su ardor y saspecto físico, pero, como impulsadpor una fuerza enigmática, la señorit

Rowe le arrolló con ímpetu irresistibl  el señor Whitman se dobló como un

brizna de hierba cuando ella prosigui

su camino inexorablemente. Apartó a uado con toda facilidad los aparatos qu

rodeaban la cama, las cajas de comida

as estanterías, como si fueramitaciones de cartón piedra. Lseñorita Rowe aceleró, se deslizó en lnoche y desapareció.

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Por la mañana, el repartidoencontró las puertas cristaleras abiertade par en par. Había un rastro dhumedad pegajosa en el jardín de atrásuna ancha e ininterrumpida faja quserpenteaba entre la hierba hasta e

emplazamiento del futuro huerto. Daba impresión de que habían excavado uúnel allí, que posteriormente se habí

derrumbado. Al lado se elevaba un gramontículo de estiércol, con la apariencicircular, nodal, de tierra digerida.

Del señor Whitman no se halló emenor rastro.

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El gran dios Pan

M. John Harrison

¿Pero es que acaso puede haber 

algo aún más horrible

 susceptible de convertirse enrealidad,

 y es ese algo lo que me

aterroriza hasta tal punto?

K ATHERINE MANSFIELD, Diarios, marzo de 1914

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M. JOHN HARRISON, nacido en 1945 eRugby (Inglaterra), trabajó durante ochaños como director literario de lrevista  New Worlds. Sus novelancluyen The centaur device  y el cicl

de Viriconium (The pastel city, A storm

of wings  y Viriconium), de enormfantasía. Sus relatos se hallarecopilados en The lee monkey an

other stories. El gran dios Pan, quoma su título del cuento clásico d

Machen, descubre la inclinación d

Harrison hacia los horrores de sutilezsublime y escalofriante.

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Ann tomaba drogas para controlar sepilepsia. Solían deprimirla y acentuasu irritabilidad; y Lucas, que era munervioso, nunca sabía qué hacerDespués del divorcio me utilizó cadvez con mayor frecuencia com

ntermediario. —No me gusta el tono de su voz —

me decía—. Sondéala.

Las drogas le provocaban una risncesante, aguda y falsa. Aunque s

había mostrado comprensivo a lo larg

de los años, a Lucas le turbaba disgustaba la situación. Creo que estabasustado.

 —A ver si consigues entenderla.

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Sospecho que la culpa le estimulaba suponerme una influencideterminante; no tanto su culpa como lque los tres compartíamos.

 —A ver qué dice.Lo que dijo en esa ocasión fue:

 —Oye, si me sacas de mis casillasel maldito Lucas Fisher lo lamentará. Ecualquier caso, ¿qué le importa a é

cómo me siento?Como la conocía bien, respondí co

cierta cautela.

 —Es el hecho de que no quierahablar con él.Le preocupaba que te hubier

sucedido algo. ¿Tienes problemas, Ann

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—No contestó, pero tampoco esperabque lo hiciera—. Si no quieres vermmás —sugerí—, ¿por qué no me lo diceahora?

Pensé que iba a colgar, pero al otrextremo de la línea no se produjo otr

cosa que una especie de paroxismo dsilencio. La estaba llamando desde uncabina en el centro de Huddersfield. E

el exterior de los grandes almacenebrillaba un sol pálido y radiante, pero eiempo era frío y ventoso; la predicció

meteorológica auguraba aguanieve para última hora del día. Dos o treadolescentes pasaron por delante, riend charlando. Oí que uno de ellos decía:

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 —No sé qué importancia tiene lluvia ácida para mi carrera, pero es

fue lo que me preguntaron: «¿Qué sabesobre la lluvia ácida?».

Cuando se alejaron escuché lrespiración entrecortada de Ann.

 —¿Hola? —dije. —¿Estás loco? —aulló de repent

—. No hablo por teléfono. ¡Antes de qu

e des cuenta será de dominio público!A veces dependía de la medicació

más que de costumbre; lo sabía porqu

endía utilizar esa frase con insistenciaUna de las primeras cosas que escuchde sus labios fue «Parece tan fácil, ¿noPues antes de que te hayas dado cuent

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el maldito cacharro se te ha escurrido das manos», mientras se inclinab

nerviosamente para recoger lofragmentos de cristal roto. ¿Qué edaeníamos entonces? ¿Veinte años? Luca

creía que reflejaba en su lenguaje algun

experiencia de las drogas o de la propienfermedad, pero no estoy seguro de questuviera en lo cierto. Otra fras

habitual era «Quiero decir que hay quser cuidadoso, ¿no?», subrayo de formnfantil y maravillada «cuidado»

«¿no?», con lo cual deducías dnmediato que se trataba de un latiguilladoptado en la adolescencia.

 —¡Debes de estar loco si piensa

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que estoy hablando por teléfono! —De acuerdo, Ann —respondí a

nstante—. Iré esta noche. —Da igual que vengas ahora y l

demos por concluido. No me sientbien.

Epilepsia desde los doce o trecaños, regular como un mecanismo drelojería; y luego, más tarde, la clásic

migraña entre un ataque y otro, uncomplicación que, acertadamente o nosiempre asociaba con nuestro

experimentos en Cambridge a finales dos años sesenta. No le conveníenfadarse o excitarse.

 —Reservo mi adrenalina —

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explicaba, observándose con cómicdesagrado—. Es algo físico. No puedhacer nada.

Sin embargo, tiempo después edique reventó, y cualquier estímulmenor (un zapato extraviado, perder e

autobús, la lluvia) le causabalucinaciones, vómitos y pérdida decontrol intestinal.

 —Ah, y luego euforia. Emaravillosamente relajante —decía coamargura—. Igual que el sexo.

 —De acuerdo, Ann. No tardaré. Ne preocupes. —Vete al infierno. Aquí las cosas s

caen a trozos. Ya puedo ver lucecita

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flotantes.En cuanto colgó, llamé a Lucas. —No lo haré más —dije—. Lucas

ella no se encuentra bien. Pensé que iba tener un ataque mientras hablábamos.

 —¿Irás a verla, pese a todo? L

cuestión es que sigue colgándome eeléfono. ¿Irás a verla hoy?

 —Ya sabes que sí.

 —Bien.Colgué. —Lucas, eres un bastardo —

comuniqué a los grandes almacenes.El autobús de Huddersfield recorríel trayecto de treinta minutoatravesando exhaustos pueblos fabrile

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que se dedicaban ahora a la peluqueríaa comida para perros y el turism

pobre. Bajé del autobús a las tres demediodía. Parecía mucho más tarde. Ereloj de la iglesia ya estaba iluminado, una misteriosa luz amarilla parpadeab

detrás de la vidriera de la nave. En enterior había alguien con una bombill

de cuarenta vatios como únic

luminación. Los coches pasaban sicesar por la carretera, envenenando eaire oscurecido con sus gases, mientra

esperaba para cruzar. Era un pueblbastante ruidoso: el siseo de loneumáticos sobre el asfalto húmedo, egolpeteo de las botellas qu

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descargaban de un camión, el canturremonótono de unos niños fuera dealcance de mi vista. De prontodominando los demás sonidos, escucha pura nota musical de un tordo

atravesé la carretera.

 —¿Estás seguro de que nadie te hseguido al bajar del autobús?

Ann me retuvo en el umbral de l

puerta mientras oteaba la calle en ambadirecciones, pero, en cuanto estuvdentro, pareció contenta de tener alguie

con quien hablar. —Será mejor que te quites el abrigoSiéntate. Te haré un poco de café. Noahí, saca el gato de la silla. Ya sabe qu

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no es su sitio.Era un gato viejo, blanco y negro, d

espeso y seco pelaje, y al agarrarlo nera más que un saco de huesos y carnque casi no pesaba. Lo deposité cocuidado sobre la alfombra, pero saltó d

nuevo sobre mis rodillas y empezó frotarse contra mi jersey. Otro animamás joven estaba aovillado sobre e

antepecho de la ventana. Desplazó lapatas con dificultades entre laamontonadas macetas de flore

artificiales y contempló la cellisca qucaía y el jardín desierto. —¡Sal de ahí! —gritó Ann de súbito

El gato la ignoró. Ella se encogió d

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hombros—. Se comportan como si lcasa fuera suya —olía como si fuercierto—. Los habían abandonado. No spor qué les permití esos humos —hizuna pausa y a continuación preguntócomo si siguiera hablando de los gato

—: ¿Cómo está Lucas? —Sorprendentemente bien —

repliqué—. Creo que deberías ponert

en contacto con él. —Lo sé —esbozó una breve sonris

—. Y tú, ¿cómo estás? Nunca te veo.

 —Bastante bien. Sufriendo loachaques de la edad. —No tienes ni idea de lo que es es

—dijo. Estaba de pie en el umbral de l

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cocina, sosteniendo un paño en unmano y una taza en la otra—. Ninguno dvosotros lo sabe. —Era un lamentfamiliar. Cuando vio que estabdemasiado preocupado para contestarse dedicó a disponer cosas en e

fregadero. Oí que llenaba de agua lcafetera; mientras lo hacía dijo algo quno entendí; luego repitió, cerrando l

apa—: Algo está pasando en ePleroma. Algo nuevo. Lo presiento.

 —Ann, todo eso termin

definitivamente hace veinte años.

El hecho es que ni en ese momentestaba muy seguro de lo que habíamo

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hecho mal . Supongo que les parecerextraño, pero sucedió en 1968 o 1969, odo cuanto recuerdo es una noche dunio bañada en el perfume medi

confitado, medio corrupto, de loespinos. Era tan espeso que daba l

sensación de nadar en él y en la cáliduz del anochecer que se filtraba entros setos como oro transparente. M

acuerdo de Sprake porque es imposiblolvidarle. Se me escapa lo que hicimonosotros cuatro, así como su significado

Hubo, sin duda, una pérdida; describirlcomo la pérdida de la «inocencia» seríexcesivo, aunque ésa fue mi impresiónLucas y Ann se lo tomaron muy en seri

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desde el primer momento. Tiempdespués, quizás al cabo de dos o tremeses, cuando estaba claro que alghabía fallado, cuando las cosaempezaron a salirse de su cauce, fueroAnn y Lucas quienes me convenciero

para que fuera a hablar con Sprakerompiendo la promesa de no ponernoen contacto con él nunca más. Quería

saber si lo que habíamos hecho podíser anulado o invertido; si lo quhabíamos perdido podía ser recuperado

 —No creo que funcione así —leadvertí, pero en seguida comprendí quno me escuchaban.

 —Tendrá que ayudarnos —dij

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Lucas. —¿Por qué lo hicimos? —pregunt

Ann. Aunque odiaba el Museo BritánicoSprake siempre había vivido de unaotra manera a su sombra. Lo encontré eel Tivoli Espresso Bar, donde sabía qu

acudía cada tarde. Llevaba un abrignegro grueso y pasado de moda (eiempo de aquel octubre era desapacibl

  húmedo), pero por el modo en qusobresalían sus muñecas de las mangasargas, frágiles y sucias, cubiertas d

profundos arañazos, como si hubierestado luchando con algún pequeñanimal, sospeché que debajo no llevabchaqueta o camisa. Por alguna oscur

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razón había comprado un ejemplar deChurch Times. La parte superior de scuerpo se curvaba dolorosamente sobrel periódico que, unido a su aspectabatido y a su mal afeitada mandíbulnferior, le daba el aspecto de u

sacristán desengañado. El diario estabdoblado con todo cuidado para revelaparte de un titular, pero nunca le v

abrirlo.En aquel tiempo, la radio del Tivol

siempre estaba en funcionamiento. S

café era aguado y, como casi todos loexpresos, demasiado caliente para sabea nada. Sprake y yo nos sentamos eaburetes junto a la ventana. Apoyamo

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os codos en una estrecha barrsembrada de tazas sucias y bocadillos medio comer, y contemplamos a lopeatones de la calle Museum. Pasadodiez minutos una voz de mujer pronuncicon toda claridad a nuestras espaldas:

 —El hecho es que los niños no van ntentarlo.

Sprake pegó un brinco y miró a s

alrededor hoscamente, como obligado dar una respuesta a la frase.

 —Es la radio —le aseguré.

Me miró como si yo fuera un locpeligroso, y transcurrió un rato antes dque reanudara nuestra conversación.

 —Ya sabíais lo que estábamo

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haciendo. Conseguisteis lo que queríais nadie os engañó.

 —Sí —admití con desgana.Me dolían los ojos, a pesar de qu

había dormido durante el viajedespertando, justo cuando el tren d

Cambridge se arrastraba por los últimodos kilómetros que le separaban dLondres, para ver hojas de periódic

revoloteando ante las plantas máelevadas de un edificio de oficinacomo mariposas cortejando una flor.

 —Lo entiendo —dije—. No admitdiscusión, pero me gustaría ofrecerleciertas garantías…

Sprake no escuchaba. Se habí

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desencadenado una fuerte lluvia y el base llenó de clientes procedentes de lcalle, en su mayoría alemanes norteamericanos que visitaban el museoTodos parecían ir vestidos con trajerecién salidos de la fábrica. El humo d

a cafetera invadió hasta el últimrincón del Tivoli, y el olor a rophúmeda vició la atmósfera. La gente qu

ntentaba encontrar un asiento libre norozaba constantemente las espaldasmurmurando excusas. Sprake no tardó e

rritarse, aunque yo pensé que lcortesía de los recién llegados lafectaba más que las propias molestias.

 —Cacas de perro —dijo en voz alt

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con tono indiferente; y luego, cuandoda una familia, miembro por miembroe empujó—: Tres generaciones d

conejos. —Ninguno dio muestras dofenderse, a pesar de que debieron doírle. Una mujer empapada, embutida e

un abrigo de color púrpura, entró, buscansiosamente con la mirada un asientvacío y, al ver que ya no quedaban, sali

corriendo—. ¡Puta loca! —le gritSprake—. Ve a abrirte de piernas —mirando con aire de desafío a lo

parroquianos. —Creo que sería mejor hablar eprivado —sugerí—. ¿Vamos a tapartamento?

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Durante veinte años había vivido ea misma habitación, situada sobre librería Atlantis. En seguida percibí qua idea no era de su agrado, a pesar d

que estábamos muy cerca y yo le habívisitado en otras ocasiones. Al principi

pretendió que sería difícil entrar. —La tienda está cerrada —dijo—

Tendremos que utilizar la otra puerta —

uego admitió—: No puedo volver antede una o dos horas. Anoche hice algque quizá lo convierta en un lugar poc

seguro.Sonrió entre dientes. —Ya sabes a qué me refiero —dijo. No pude sonsacarle más. Los corte

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de sus muñecas me trajeron a lmemoria el pánico de Ann y Lucas lúltima vez que hablé con ellos. Tomé ldeterminación de entrar en la habitación

 —Si no quieres volver, aunque sepor un rato —insinué—, quiz

podríamos hablar con más tranquilidaen el museo.

Un año atrás, mientras investigab

una tarde en una colección dmanuscritos, había girado una página das Chroniques d’Angleterre, de Jean d

Wabrin (esa historia oblicua de la quno se conoce la versión completa) hallado por sorpresa una miniatura qupintaba, en extraños e irreales verdes

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azules, el desfile de la coronación dRicardo Corazón de León. Faltaba unparte, pero ignoraba cuál. «¿Por qué, sse trata de una coronación —me habíescrito casi con pena en aquel tiempo—acarrean esos cuatro hombres un ataúd

¿Y quién camina bajo palio… si no sven obispos?». Desde entonces habíevitado el edificio en la medida de l

posible, a pesar de que siempre que lviniera en gana podía ver sus altaverjas de hierro al final de la calle. M

dijo que había empezado a dudar de lautenticidad de algunos ejemplares de lcolección medieval. De hecho, laterrorizaban.

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 —Estaremos más tranquilos allí —nsistí.

 No respondió, sino que siguisentado, encorvado sobre el Churc

Times, mirando la calle con las manofuertemente enlazadas frente a él. Cas

podía leer sus pensamientos. —¡Ese jodido montón de porquería

—contestó por fin.

Se puso en pie. —Está bien, vamos. Es probable qu

a habitación ya esté vacía.

La lluvia goteaba de la fachada azu  verde de la Atlantis. Había un cartedescolorido, cerrado por renovacióotal. El escaparate estaba vacío,

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excepción de unos pocos libros quhabían dejado para conservar laapariencias. Distinguí, entre lovolúmenes amontonados en la estanteríde cristal, el clásico  Diccionario d

símbolos e imágenes, de De Vries

Cuando se lo señalé a Sprake, se limita mirarme con desdén. Manipulorpemente su llave. El interior de l

ibrería olía a madera cortada, yeso pintura, pero en las escalerapredominaba el olor a cocina. El estudi

de Sprake, bastante amplio y situado eel piso más alto, tenía ventanas dguillotina sin cortinas en paredeopuestas. Pese a ello, no parecía goza

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de buena luminosidad.Por una ventana se veían la

húmedas fachadas de la calle Museumcon depósitos de un verde brillante eos salientes, volutas de estuco

adornos cubiertos de una tonalida

grisácea por los excrementos de lapalomas; por la otra se divisaba partdel ennegrecido campanario de St

George’s Bloomsbury, una reproduccióde la tumba de Mausoleo que se alzabhacia las veloces nubes.

 —Una vez oí que el reloj tocaba laveintiuna —dijo Sprake. —Lo creo —respondí, aunque n

era así—. ¿Puedo tomar un poco de té?

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Se mantuvo en silencio durante uminuto.

Luego rió. —No voy a ayudarles —dijo—, y

o sabes. No me lo permitirían. Lo quhicisteis en el Pleroma es irreparable.

 —Todo eso terminó definitivamenthace veinte años, Ann.

 —Lo sé, lo sé, pero… —se detuven seco y luego prosiguió con voapagada—. ¿Quieres acompañarme uminuto, sólo un minuto?

La casa, como muchas de loPeninos, había sido construida en ladera del valle. Un talud casi vertica

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de tierra, cortado para acomodarla, ersostenido por un revestimiento de piedrsin mortero de unos ocho o nueve metrode alto, negro de humedad incluso mediados de julio, sembrado díquenes y cubierto de helechos como u

risco. En diciembre, el agua caía por erevestimiento día tras día y, aacumularse en una piedra por debajo

hacía un ruido parecido al de un grifque se deja abierto por la nocheParalelo a la parte posterior de la cas

corría un paso de apenas setentcentímetros de ancho, lleno de tejarotas y otros desperdicios. Era un lugadeprimente.

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 —Tienes razón —le dije a Ann, qumiraba, ensimismada, la oscuridad, coa cabeza ladeada y el paño alzado haci

su boca como si pensara que sencontraba mal.

 —Eso sabe quiénes somos —musit

—. A pesar de las precaucionessiempre se acuerda de nosotros.

Se estremeció, se apartó de l

ventana y empezó a verter agua con tantorpeza en el filtro de la cafetera que l

rodeé con el brazo y dije:

Oye siéntate antes de que te quemesYo me ocuparé de esto, y luego mcuentas qué sucede.

Ella vaciló.

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 —Vamos —dije—. ¿De acuerdo? —De acuerdo.Fue a la sala de estar y se dejó cae

en una silla. Uno de los gatos corrihacia la cocina y me miró.

 —No les des leche, ya tomaron est

mañana. —¿Cómo te sientes? —le pregunt

—. Contigo misma, quiero decir.

 —Más o menos como te imaginas —había tomado propranolol, pero no lproducía mucho efecto—. Creo qu

corta los dolores de cabeza —siembargo, la dejaba exhausta, comresultado colateral—. Hace que mcorazón lata más despacio. Ahor

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mismo me está sucediendo.Miró el humo que se desprendía d

a taza de café, primero con lentituddespués con movimientos rápidos curvos, como agitado por una levcorriente de aire. Se formaban

desaparecían remolinos al mismo ritmque en la superficie de un río profundo sereno. Una lenta espiral, un veloz giro

Lo que está sosegado se revela como umontón de complicaciones que sólpueden resolverse como movimiento.

Recordé el día en que la conocí: unmenuda, nerviosa y atractiva muchachde veinte años que llevaba vestidos dmalla para exhibir la cintura y la

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caderas. Luego, el miedo le prestó uoque de vulgaridad. Tras el divorci

aparecieron mechones grises en scabellera rubia, que se tiñnmediatamente de negro. Se encerró e

sí misma. Su cuerpo se ensanchó hast

adquirir una pesadez obstinada musculosa. Hasta sus manos y pieparecieron aumentar de tamaño.

 —Envejeces antes de darte cuent—solía decir—. Antes de darte cuenta.

Separada de Lucas, los contornos l

rritaban con facilidad; cambiaba ddomicilio más o menos cada seis mesesaunque nunca muy lejos, y siemprelegía el mismo tipo de casas ruinosas

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ristemente amuebladas que movían a lsospecha de que buscaba las cosas qua ponían nerviosa y enferma; y tratab

de mantener la marca de cincuentcigarrillos al día.

 —¿Por qué Sprake no nos ayud

nunca? —me preguntó—. Tú debesaberlo.

Sprake sacó dos tazas de unpalangana de plástico y puso una bolsitde té en cada una.

 —¡No me digas que tú también estáasustado! —exclamó—. Esperaba máde ti.

Meneé la cabeza. No estaba segur

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de si estaba asustado o no. Ni siquiero estoy hoy. El té tenía un potent

regustillo a grasa, como si lo hubierfreído. Me obligué a beber la mitamientras Sprake me observaba cocinismo.

 —Deberías sentarte —dijo—. Estáagotado. —Cuando rehusé, se encogide hombros y retomó el hilo de l

conversación anterior, como si aún nohalláramos en el Tivoli—. Nadie leengatusó o dio a entender que sería fácil

Si obtienes algo de un experimentsemejante, es a base de mantener lcabeza en su sitio y aprovechar loportunidad. Si intentas moverte co

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precauciones, es posible que no lleguea moverte en absoluto.

Parecía pensativo. —He visto lo que le sucede a l

gente que pierde el control de sunervios.

 —Estoy seguro —dije. —Algunos quedaron cas

rreconocibles.

Posé la taza de té sobre la mesa. —No quiero saberlo. —No me extraña.

Sonrió para sí. —Oh, seguían con vida —dijo cosuavidad—, si es eso lo que tpreocupa.

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 —Tú nos metiste en esto —lrecordé.

 —Pero asumisteis los riesgos.La mayor parte de la luz que entrab

desde la calle la absorbía el papel verdoscuro de la pared y el barniz d

aspecto viscoso de los muebles. El restse diluía en la suciedad del suelo, lapáginas arrugadas y en parte quemada

escritas a máquina, mechones de pelorozos de tiza utilizados la noch

anterior para dibujar en el deteriorad

inóleo; allí moría. Aunque sabía quSprake estaba jugando conmigognoraba sus intenciones: no la

adivinaba. Por fin, me dio un indicio.

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 —Un día te cansarás de todo este lí—le dije desde la puerta; se limitó sonreír y a mover la cabeza en sentidafirmativo.

 —Vuelve cuando averigües lo ququieres. Líbrate de Lucas, es u

aficionado. Trae a la chica, si tapetece.

 —Vete al infierno, Sprake.

 No me acompañó hasta la calle. —Nunca más oiremos hablar d

Sprake —le dije a Lucas aquella noche.

 —Cristo —exclamó, y por usegundo pensé que iba a llorar—. Anse siente tan mal… ¿Qué dijo?

 —Olvídale. Nunca nos fue de much

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ayuda. —Ann y yo nos vamos a casar —

dijo Lucas precipitadamente.¿Qué podía hacer yo? Sabía tan bie

como él que lo hacían para consolarse euno al otro. No ganaría nada si l

obligaba a admitirlo. Además, estabmuy cansado y apenas se sostenía dpie. Una especie de defecto visual, u

breve tramo de escaleras fluorescentedeslumbraba mi ojo izquierdo. Felicité Lucas y, al instante, empecé a pensar e

otras cosas. —A Sprake le aterroriza el MuseBritánico —dije—. En cierta forma, lcomprendo.

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De niño yo también lo había odiadoCada conversación, cada eco de unvoz, un paso o el crujir de un vestidretumbaba en sus altos techos como lcombinación de un murmullo y ususpiro —los borrosos y confusos resto

del significado—, causando lmpresión de que te habían abandonad

en una piscina desierta. Más tarde, en l

adolescencia, me aterrorizaron lanmensas y deformes cabezas de la Sal

25, así como la vaguedad de la

nscripciones. Veía con claridad lo quenía delante («Cabeza de arenisca rojde un rey»… «Cabeza de granito rojo da figura colosal de un rey»), pero ¿qu

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era lo que estaba mirando? La figura sirostro de Ramsés esculpida en maderemergía perpetuamente de un nichcercano a la puerta de los lavabos, uRamsés obligado a apoyarse en ubastón (cuarteado, sifilítico, devorad

por los gusanos a su paso por el mundopero aún condenado a seguir luchandsin cesar).

 —Queremos ir a vivir al norte —dijo Lucas—. Lejos de todo esto.

A medida que avanzaba la tardeAnn se fue inquietando más.

 —Oye —me preguntaba—, ¿hay

alguien en el pasillo? Nunca me oculte

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nada.Después de varias promesas vaga

«No puedo enviarte afuera sin comealgo. Cocinaré cualquier cosa en umomento, si haces un poco más dcafé»), me di cuenta que la asustab

ncluso volver a la cocina. —Por más café que bebo —decía—

sigo teniendo la garganta seca. Es d

anto fumar.Insistía en el tema de la edad

Siempre había detestado sentirse vieja.

 —Cada vez que te peinas el pelo poas mañanas es como si envejecieradiez años, cada cabello que se cae, cadmota de caspa, como un puñado de foto

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viejas que se desprenden —meneó lcabeza y dijo, como si yo no tuvierproblema en establecer una relación—

os cambiamos muchas veces despuéde la universidad, como si yo necesitardejar algo atrás con frecuencia, com

una especie de sacrificio. Aunque mgustara un trabajo, siempre mmarchaba. ¡Pobre Lucas!

Lanzó una carcajada. —¿Alguna vez sentiste alg

parecido? —hizo una mueca—. No l

creo. Recuerdo que la primera casa eque vivimos estaba cerca de DunforBridge. Era inmensa, y por dentro scaía a pedazos. Siempre estaba en venta

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hasta que la compramos. Todos los quhabían vivido antes intentaron nuevométodos de distribución para hacerlhabitable. Ponían una escalera nueva untaban dos habitaciones. Descuidaba

algunas partes porque no podía

calentarla toda. Después lo abandonabaodo antes de terminar y se lo dejaban a

siguiente…

Se interrumpió con brusquedad. —Nunca pude conservarla limpia. —A Lucas le gustaba.

 —¿Eso dice? No le hagas muchcaso —me advirtió—. El jardín estaban lleno de desperdicios de lo

constructores que no conseguimo

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plantar nada. ¡Y en invierno! —sestremeció—. Bueno, ya sabes lo que eesto. Las habitaciones olían a gas; antede que pasara una semana, Lucas habícomprado toda clase de estufaeléctricas portátiles. Yo odiaba el frío

pero no tanto como él.Repitió su nombre con jovial ternur

—«Lucas, Lucas, Lucas»—, como s

estuviera en la sala con nosotros. —¡Cómo lo odiabas, y qué poc

cuidadoso te mostrabas!

Ya había oscurecido, pero el gatmás joven continuaba mirando egrisáceo y mojado jardín, tras el cuaapenas se podía distinguir el borde de

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páramo, como una dilatada línea dsombras cubierta de nubes bajas. Anseguía preguntándose que podía ver egato.

 —Hay niños enterrados en epáramo —le dijo al gato. Se levantó co

un suspiro y lo depositó en el suelo—Éste es tu lugar. El lugar de los gatos eel suelo. —Algunas flores de papel s

habían caído. Se agachó para recogerla  dijo—: Si alguna vez hubo un Dios

uno auténtico, hace mucho tiempo qu

iró la toalla. No es tan cruel comndiferente —dio un respingo y se llevas manos a los ojos.

 —¿Te importa si apago la lu

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principal? Se ha infiltrado en todo, dmodo que ahora sólo existe esta cos

dilatada, inconsistente, presente en cadátomo, tan agotada que es incapaz dseguir adelante, tan consumida que sólmueve a la pena por ella y sus errores

Eso es el auténtico Dios. Lo que vimoes algo que usurpó su lugar.

 —¿Qué vimos, Ann?

Me miró fijamente. —Nunca supe lo que Lucas pensab

que quería de mí —la opaca luz amarill

de una lámpara de mesa iluminó el ladzquierdo de su cara. Encendía ucigarrillo tras otro, los aplastaba medio fumar en viejas quemaduras qu

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se habían acumulado en el plato de saza—. ¿Te lo imaginas? En todo

aquellos años nunca supe qué quería dmí.

Pareció reflexionar sobre esto umomento. Me miró, estupefacta, y dijo:

 —No creo que me amara nunca —sepultó el rostro entre las manos. Mevanté con la idea de consolarla. Salt

de la silla sin previo aviso y dio unopasos hacia mí de un modo confuso errante.

Allí, en medio de la sala, tropezcon una mesita lacada que alguien habíraído de un viaje a Cachemira veint

años antes. Dos o tres libros de bolsill

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 un jarro de anémonas volaron por loaires.

Las anémonas estaban marchitasBajó la vista hacia The last ofcheri 

rs. Palfrey at the Claremon

salpicados de grandes pétalos azules

rojos como papel de seda sucio; los tocpensativamente con la punta del pie. Eolor fétido del agua de las flores l

produjo náuseas. —Oh, querido —murmuró—. ¿Qu

vamos a hacer, Lucas?

 —No soy Lucas —le dije cosuavidad—. Siéntate, Ann.Mientras yo recogía los libros

secaba las cubiertas, ella debi

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sobreponerse al miedo que le provocaba cocina (o simplemente lo olvidó

como pensé más tarde) pues la orebuscar bajo el fregadero la escoba y lpala. Imaginé que el dolor de cabeza lnublaría la visión.

 —Ya lo haré yo, Ann —grité compaciencia—, no seas tonta —escuch

un jadeo, un ruido y mi nombr

pronunciado dos veces—. Ann, ¿tencuentras bien?

 No hubo respuesta.

 —Ann, ¿me oyes?La encontré junto al fregaderoHabía soltado la escoba y la pala y entrsus manos retorcía con tanta fuerza u

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paño de cocina que los músculos de sucortos antebrazos resaltaban como lode un carpintero. Se había derramadagua sobre su falda.

 —¿Ann?Miraba por la ventana el estrech

paso donde, iluminado con toda nitidepor el fluorescente del techo de lcocina, algo grande y blanco colgaba e

el aire, girando de un lado a otro comuna crisálida en un seto de aligustres.

 —¡Cristo! —exclamé.

Se movía y se quedaba quieto, comsi lo que contenía estuviera demasiadcansado para salir. Al cabo de umomento se ensortijó desde su bas

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cónica, pareció partirse en dos y suntó de nuevo. Enseguida me di cuent

de que estos movimientos eraproducidos por dos organismos, dofiguras humanas que flotaban en el airesin sujeción, completamente desnudas

que se retorcían, se unían, se separaba  volvían a retorcerse, sin presenta

nunca el mismo ángulo, de manera que

veces veías al hombre de espaldasdespués a la mujer y luego a ambodesde uno y otro lado. Cuando los vi po

primera vez, la boca de la mujer estabpegada a la del hombre. Tenía los ojocerrados; después reclinó la cabezsobre su hombro. Pasado un tiemp

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dedicaron su atención a Ann. Su piel ermuy pálida, con el curioso tono dechocolate con leche, pero debía de seun efecto de luz. Los remolinos daguanieve que nos separaban nograban oscurecerlos.

 —¿Qué son, Ann? —No hay límite para el sufrimient

—dijo con voz sorda y apagada—. M

siguen a todas partes.Me costaba apartar la mirada d

ellos.

 —¿Por eso cambias de domicilio taa menudo? —fue lo único que se mocurrió decir.

 —No.

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Las dos figuras compartían algo quesi sus ojos hubieran estado más fijos eellos mismos que en Ann, podrídescribirse como amor. Oscilaban y sgiraban con lentitud hacia la pared negr  húmeda como peces en un acuario

Sonreían. Ann gimió y empezó a vomitaruidosamente en el fregadero. La sostuvpor los hombros.

 —Échalos —susurró—. ¿Por qué mmiran siempre? —Tosió, se secó la boc  abrió el grifo de agua fría. Temblab

con fuertes e inconexos espasmos—Échales.Aunque sabía muy bien que estaba

allí afuera, fue un error que no creyer

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en su realidad. Pensé que ella scalmaría si no los veía, pero no mpermitía cerrar la luz o correr lacortinas; y cuando traté de animarla apartarse del borde del fregadero venir conmigo a la sala de estar, s

imitó a menear la cabeza y sufrinuevas arcadas.

 —No, déjame, ahora no te necesit

—afirmó con el cuerpo rígidodesmañada como una niña. Era mufuerte.

 —Intenta alejarte, Ann, por favor. —No tengo nada con qué sonarme lnariz —dijo, desolada. Tiré de ellarritado, y caímos al suelo. Mi hombr

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chocó con la pala y mi boca se llenó dsu cabello, que olía a ceniza dcigarrillo. Sus manos se movieron sobrmí.

 —¡Ann, Ann! —grité.Conseguí desprenderme del peso d

su cuerpo (había empezado a gemir y vomitar otra vez) y, después de mirapor encima del hombro las do

sonrientes criaturas del pasillo, salcorriendo de la cocina y de la casa. Moía decir entre sollozos «Voy a llamar

Lucas, no puedo más, voy a llamar Lucas», como si continuara hablandcon ella. Vagué por el pueblo hastencontrar la cabina telefónica que ha

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frente a la iglesia.

Recuerdo unas frases de Sprake, ta

bien elaboradas que no parecen suyassobre Lucas Fisher:

 —Es poco alentador sentir que l

has dado esquinazo a la vida. Sólo svive intensamente al precio de unmismo. Al final, la resistencia de Luca

a entregarse con todas sus fuerzas lconvertirá en un ser despreciablelusorio. Acabará paseando sin rumb

por las calles de noche y mirando loescaparates iluminados.

En aquel tiempo pensé que habíexagerado. Todavía creía que Luca

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poseía más energía que voluntad, quera más propenso a los altibajos de unpersonalidad cíclica que a la deliberadrestricción de sus potencialidades.

 —Algo horrible está ocurriendo —e dije a Lucas. Permaneció en silencio

Al cabo de un momento insistí—¿Lucas?

 —Por el amor de Dios, cuelga

déjame en paz —creo que le oí decir. —La línea debe de estar estropeada

e oigo muy lejos. ¿Hay alguien contigo?

Silencio de nuevo. —Lucas, ¿me oyes? —¿Cómo se encuentra Ann? —No muy bien, sufre una especie d

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ataque. No sabes lo que me alivia hablacon alguien. Lucas, hay dos figuracompletamente alucinantes en el pasillque se ve desde la cocina. Lo que estáhaciendo es… Oye, son de un coloblanco como la cera, y se sonríen tod

el rato. Es la cosa más asombrosa… —Espera un momento. ¿Quiere

decir que tú también las ves?

 —Es lo que intento decirte. Lo qupasa es que no sé cómo ayudarle¿Lucas?

La línea se había cortado. Colgué eauricular y marqué su número de nuevoComunicaba. Más tarde le dije a Anque otra persona le estaría llamando

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pero sabía que había descolgado eeléfono. Me quedé un rato allí, azotad

por el viento que soplaba desde epáramo, con la esperanza de qucambiaría de idea. Al fin, muerto dfrío, me rendí y regresé. La cellisc

abofeteó mi rostro a lo largo de todo erayecto. El campanario de la iglesia dias seis y media, pero el pueblo se veí

desierto y en tinieblas. Sólo se oía eviento agitando las bolsas de basuramontonadas alrededor de los cubos.

 —Puedes reventar, Lucas —susurr—. Puedes reventar.La casa de Ann estaba tan silencios

como las demás. Entré por el jardín de

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frente y apreté mi cara contra la ventanapor si podía divisar la cocina a travéde la puerta abierta de la sala de estarpero desde ese ángulo lo único visiblera un calendario de pared con unfotografía en color de un gato persa

octubre. No vi a Ann. Permanecí junto amacizo de flores y la cellisca sconvirtió en nieve.

El olor que invadía la cocina no erde vómitos sino el de ese regustamargo que se siente a veces en el fond

de la garganta. El chorro brillante suicida de la luz fluorescente bañaba epasillo, ahora desierto. Era difícimaginar que algo hubiera ocurrido all

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pero, al mismo tiempo, nada parecíranquilizador, ni la disposición de laejas de la techumbre, ni los matojos d

helechos que crecían en erevestimiento, ni la forma en que lnieve se depositaba en los intersticio

de las lajas. Advertí que no quería darla espalda a la ventana. Si cerraba lo

ojos e intentaba visualizar a la parej

blanca, todo lo que podía recordar ersu manera de sonreír. Un aire frío silencioso penetraba por encima de

fregadero, y los gatos vinieron a frotarscontra mis piernas, entorpeciendo mpaso. Los grifos seguían manando.

En su confusión, Ann había abiert

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odos los aparadores de la cocina desparramado el contenido en el sueloCacerolas, cubiertos y paquetes dcomida deshidratada se mezclaban coun cubo de polietileno y algunodelantales; había volcado una botella d

detergente entre varias latas de comidpara gatos, algunas abiertas, otras sólo medias, antes de que las dejara caer o s

olvidara de dónde había puesto eabridor. Resultaba difícil averiguar lque había tratado de hacer. Lo recog

odo y lo tiré. Le di comida a los gatopara que dejaran de molestarme. Un pade veces la oí moverse en el piso darriba.

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Estaba en el cuarto de baño, estiradsobre el caduco linóleo de color rosa, se esforzaba por sacarse la ropa.

 —Por el amor de Dios, lárgate —dijo—. Sé hacerlo sola.

 —Oh, Ann.

 —Pues echa un poco ddesinfectante en el cubo azul.

 —¿Quiénes son, Ann? —pregunté.Eso fue algo más tarde, después dlevarla a la cama.

 —Una vez desatado, nunca tiberas.

 —¿Te liberas de qué, Ann? —Ya lo sabes. Lucas dijo qu

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uviste alucinaciones durante variasemanas.

 —¡Lucas no tenía derecho a contaeso! —resultaba absurdo, así que añadcon mucha suavidad—: Sucedió hacmucho tiempo. Ya no estoy seguro d

nada.La migraña la había dejado exhausta

aunque mucho más relajada. Se habí

avado el pelo, y entre los doencontramos un camisón limpio. Teníun aspecto indefinido y juvenil, sentad

en la alegre alcoba de adornos baratos papel pintado moderno; continuabdisculpándose por el diseño de sedredón Continental, esquemática

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flores negras y rojas sobre fondo blanccuyos tallos entrelazados reseguía con ededo índice de su mano derecha.

 —¿Te gusta? No sé por qué lcompré. Las cosas parecen muatractivas en las tiendas, pero en cuant

as pones en casa pierden todo sencanto.

El gato más viejo saltó sobre l

cama; cuando Ann habló, maullsonoramente.

 —No debería estar aquí, y lo sabe.

 No había comido ni bebido, pero lpersuadí de que tomara más propanolol  hasta el momento se mostrabranquila.

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 —Una vez desatado, nunca te libera—repitió. Su dedo recorría los motivoornamentales del edredón. Tocó siquerer el pelaje seco y gris del gato, se miró la mano como si la hubierextraviado—. Lucas parecía pensar qu

una especie de olor te seguía a todapartes.

 —Más o menos —asentí.

 —No te librarás de ello pognorarlo. Ambos lo intentamos a

principio. Un perfume de rosas, dij

Lucas —rió y cogió mi mano—. ¡Muromántico! Carezco de olfato…, lo perdhace años, por suerte.

Eso le recordó otra cosa.

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 —La primera vez que tuve un ataquse lo oculté a mi madre, porque ibacompañado de una visión. Yo era mupequeña. Una visión muy clara: unplaya, escarpada y sin arena, cohombres y mujeres echados sobre una

rocas al sol como lagartos, mirando siexpresión la espuma que rompía frente ellos, enormes olas que, por la escas

atención que les prestaba aquella gentebien podrían estarse proyectando en lpantalla de un cine —entornó los ojos

atónita—. Me intriga su poco sentidcomún.Intentó echar al gato de la cama

pero el animal se conformó con enrosca

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el cuerpo como si fuera de goma situarse lejos del alcance de su manoElla bostezó de repente.

 —Al mismo tiempo —siguió trauna pausa—, veía que algunas arañahabían tejido sus telas entre las rocas

sólo a medio metro del agua —aunquemblaban y la espuma las mojaba hast

hacerlas centellear al sol, las telaraña

no se rompían. Dijo que no podídescribir la angustia que esto le causab—. Tan cerca de toda aquell

violencia… Me intrigaba su pocsentido común. Lo último que oí fue qualguien decía «Es verdad que sescuchan voces en la marea…».

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Antes de dormirse, apretó mi mancon fuerza y dijo:

 —Estoy muy contenta de que sacaraalgún provecho. Lucas y yo no lconseguimos. ¡Rosas! Sólo por eso valía pena.

Pensé en cómo éramos veinte añoantes. Pasé la noche en la sala de estar me desperté muy temprano. No sup

dónde estaba hasta que me acerquéatontado, a la ventana y contemplé lcalle cubierta de nieve.

Un sueño repetido en el que aparecíSprake me persiguió durante muchiempo después de nuestro últim

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encuentro. Tenía las manos enlazadafuertemente sobre el pecho, la izquierdalrededor de la muñeca derecha, recorría a toda prisa las salas del MuseBritánico. Cada vez que llegaba a unesquina o a un cruce de pasillos s

detenía en seco y miraba la pared denfrente durante treinta segundos, antede girarse con toda precisión par

encarar la dirección correcta y empezaa andar. Lo hacía con el aire de uhombre que, por alguna razón h

aprendido a caminar con los ojocerrados por un edificio perfectamentfamiliar, pero también, por la manera eque miraba las paredes, y en particula

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por la forma tiesa y recta en que movíel cuerpo, con un aire jerárquico, un airde premeditación y ritual. Los zapatos os bajos de sus gastados pantalones d

pana estaban empapados, al igual quaquella mañana después del ceremonia

cuando nosotros cuatro volvimos a pipor los campos mojados bañados de sol

o llevaba calcetines.

En el sueño yo siempre corría paralcanzarle. Me detenía de vez en cuandpara escribir algo en un cuaderno

confiando en que no me vería. Recorríel museo con determinación y examinabuna a una las vitrinas iluminadas qucontenían manuscritos del siglo doce. S

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paró de súbito, me miró y dijo: —Hay semen en esa pintura. Se v

con toda claridad. ¿Por qué hay semeen una pintura religiosa?

Sonrió y abrió los ojos de par epar.

Señaló un lado de su cabeza con udedo y empezó a reír y a gritancoherentemente.

Cuando se marchó comprobé quhabía estado examinando una miniaturdel Nuevo Testamento, perteneciente a

Salterio de la Reina Melisanda, qurepresentaba a las «Mujeres ante eSepulcro». Un ángel llamaba la atencióde María Magdalena hacia unas extraña

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formas luminosas que flotaban en el airfrente a ella. Recordaban, de hecho, os espermatozoos que orlan a menudas atormentadas pinturas parisienses d

Edvard Munch.Me despertaba bruscamente de est

sueño para descubrir que habíamanecido y que había estado llorando.

Ann todavía dormía cuando salí da casa, con una expresión en la carcomo la de la gente que no puede creeo que recuerda de sí misma.

 —Es verdad que se oían voces en lmarea, gritos de socorro o dadvertencia —había dicho Ann—. M

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vino la regla ese mismo día. Durantaños estuve convencida de que miataques también empezaron entonces.

Fue la última vez que la vi.Un frente cálido había avanzad

desde el sudoeste durante la noche; l

nieve comenzaba a fundirse, nubegrises se cernían sobre los páramosDos niños se sentaron frente a mí en e

ren hasta Stalybridge, con una expresióesperanzada en los ojos y los billetesujetos sobre el regazo. Tendrían uno

ocho o nueve años. Iban vestidos comenudas e impecables chaquetaspantalones ajustados y botas «DrMarten». Vistas de cerca, sus cabeza

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rapadas eran azuladas y vulnerablesperfectamente formadas. Parecíaacólitos de un templo budistaranquilos, cándidos, sumisos. Una finluvia caía al llegar a Manchester. M

persiguió a lo largo de toda la call

Market, hasta la misma entrada deKardomah Café, donde me había citadcon Lucas Fisher.

 —¡Mira estos pasteles! —fue lprimero que dijo—. No son de plásticocomo los que hacen ahora. ¡Son de l

edad del yeso de los pasteles de café, da edad del barro: pasteles de terracotapintados con todo lujo de detallesvidriados en algunos lugares par

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obtener las grietas e imperfecciones dun auténtico pastel! ¿A que somaravillosos? Me voy a comer uno.

Me senté a su lado. —¿Qué te pasó anoche, Lucas

Menuda pesadilla.

 —¿Cómo está  Ann? —preguntódesviando la mirada.

Percibí que temblaba.

 —Puedes reventar, Lucas.Sonrió a un niño de corta eda

embutido en un pasmoso vestid

amarillo. El crío le devolvió la miradcon expresión ausente y disgustadacomo si fuera muy consciente de qupertenecían a especies antagonistas.

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 —Creo que el domingo irás a cenaa casa de la abuela —dijo una mujecerca de nosotros—. ¿Alguncelebración? —Lucas se giró como shablara con él—. Si vas a comprauguetes esta tarde, limítate a mirarlo

sin tocarlos, no sea que te acusen drobo.

Desde algún lugar próximo a l

cocina se oyó un ruido similar al de unbandeja llena de platos que cae por ucorto tramo de escaleras. U

estremecimiento de disgusto sacudió Lucas. —¡Salgamos! —dijo. Parecí

rritado y enfermo—. Me afecta tant

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como a Ann. Tú nunca piensas en eso —volvió a mirar al niño—. Si pasamucho tiempo en lugares como éstpierdes el humor.

 —Vamos, Lucas, no seas aguafiestasCreí que te gustaban los pasteles d

aquí.Durante toda la tarde recorrió la

calles a grandes zancadas, com

abismado en sus pensamientos. Yapenas podía mantener el paso. Ecentro de la ciudad estaba lleno de silla

de ruedas, ocupadas por ancianas drostros impacientes y arrugadosparcialmente calvas, protegidas codelgados impermeables amarillos. Luca

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se había subido el cuello de su chaquetde lana gris para no mojarse, aunque llevaba abierta y con las mangas subida

por encima de las muñecas. El esfuerzde seguirle me había dejado sin alientoTenía cuarenta años, pero conservaba e

rostro rapaz de un adolescente. —Lo siento —dijo, aminorando e

paso.

 No era muy tarde, pero los letrerode neón ya estaban encendidos, así comas ventanas bajas de los edificios d

oficinas. Un brazo del canal apareció dpronto ante nosotros, cerca de lestación de Piccadilly. Lucas se detuv contempló la superficie salpicada po

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a lluvia, oscura y aceitosa, sembrada dcondones flotantes como gaviotas a luz agonizante.

 —A veces se ven fuegos en aquellorilla —dijo—. Allí viven muchovagabundos. Se les oye cantar y gritar e

el viejo camino de sirga —me dirigiuna mirada de estupor—. Tú y yo nsomos muy diferentes, ¿eh? Nunc

conseguimos nada. No supe qué decirle. —Lo peor no es que Sprake no

animara a destruir algo de nosotros —prosiguió—, sino que jamás obtuvimonada a cambio. ¿Has visto alguna vez Juana de Arco arrodillándose para reza

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en el Kardomah Café? ¿Y a un niño quentra después con algo que parece umacho cabrío, que se la folla allí mismbajo un rayo de sol?

 —Oye, Lucas —le expliqué—. Nvoy a hacerlo nunca más. Anoche m

asusté. —Lo siento. —Lucas, tú siempre lo sientes.

 —No estoy en mi mejor día. —Por el amor de Dios, abróchate l

chaqueta.

 —No tengo frío.Paseó su mirada vaga por el aguaoscurecida hasta convertirse en un caucsin fondo, opalino, entre los edificios

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al vez Lucas veía machos cabríosfuegos, vagabundos.

 —«Trabajamos, pero no obtuvimopaga alguna» —citó. Algo le obligó nquirir con timidez—: ¿Sabes algo d

Sprake?

Mi propia paciencia me enfermabacomo si colmara todos los poros de mcuerpo.

 —Hace veinte años que no sé nadde Sprake, Lucas, ya lo sabes. Hacveinte años que no le veo.

 —Sí, lo sé, pero no puedo soportaa idea de que Ann viva sola en un siticomo aquél. De otra forma, no lo habrímencionado. Dijimos que siempr

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permaneceríamos juntos, pero… —Vete a casa, Lucas, ahora mismo.Se apartó con aire de desolación

se alejó. Tenía la intención dabandonarle en el laberinto drredimidas calles que hay entr

Piccadilly y Victoria, las ruinosaiendas de pornografía y animales lo

aparcamientos cubiertos de mala

hierbas que se extienden a la sombra da mole amarillenta del Arndale Centre

pero me fue imposible. Había llegado a

mercado de fruta de Tib Street cuanduna pequeña figura surgió de una callateral y empezó a seguirle muy de cerc

por la acera, imitando su típico paso, l

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cabeza echada hacia adelante y lamanos en los bolsillos. Cuando se parpara abrocharse la chaqueta, la figurambién se paró. Su chaqueta era taarga que la arrastraba por la zanja

Empecé a correr para darles alcance,

entonces la figura se detuvo bajo unfarola de la calle y me miró. A la luz dsodio vi que no se trataba de un niño n

de un enano, sino de una combinación dambos, con los ojos y el modo de andade un simio grande. Su rostro rosáce

albergaba dos ojos inexpresivosestúpidos, implacables. Lucas advirtisu presencia y dio un salto de sorpresacorrió unos metros sin rumbo, gritando

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  dobló por una esquina, pero la figure siguió velozmente. Creo que oí la vo

de Lucas suplicar «¿Por qué no me dejaen paz?», y en respuesta sonó otra vometálica y apagada a la vez, apenaaudible pero estridente, como u

chillido. Luego se produjo un terroríficestruendo y vi un objeto grande como ucubo de basura de cinc salir volando

rodar hasta el centro de la calle. —¡Lucas! —grité.Cuando di la vuelta a la esquina, l

calle estaba llena de cajas de frutdestrozadas; había verduras podridaesparcidas por todas partes, y uncarretilla caída, como si la hubiera

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arrojado contra el pavimento. Mresultó imposible asimilar la sensacióde violencia, confusión y necedad. Nencontré rastro de Lucas ni de sperseguidor, y, a pesar de que pasé unhora merodeando y mirando en lo

portales, no vi a nadie.

Unos meses más tarde, Lucas m

escribió para comunicarme que Anhabía muerto. —Un perfume de rosas —le record

decir—. ¡Qué suerte tuviste! —Era un maravilloso verano par

as rosas —le había replicado—. Nrecuerdo un año igual —todo aque

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unio los setos se llenaron de rosasilvestres, de sutil y frágil aroma. No lahabía visto desde niño. Los jardinerebosaban de gallicas, enormes restallantes, cuya fragancia produce loefectos de una droga—. ¿Cómo podemo

afirmar que Sprake tuvo algo que vecon aquello, Ann?

Sin embargo, envié rosas a s

funeral, aunque no asistí.¿Qué hicimos, Ann, Lucas y yo, e

os campos de junio, hace tanto tiempo?

«Es fácil interpretar mal al GraDios —escribe De Vries—. Si Érepresenta el largo y paulatino pánicagazapado en nosotros que nunc

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ermina de emerger, si Él significnuestra percepción de lo animal, de lncontrolable en nosotros, Él tambié

debe simbolizar esa percepción demundo sensual y directa que hemoperdido al crecer…, quizás a

convertirnos en seres humanos antes qunada».

Poco tiempo después de morir An

experimenté una súbita e inexplicablresurrección de mi sentido del olfatoPercibía los olores habituales con tant

detalle y precisión que de nuevo msentí como un niño. Cada nuevmpresión era asombrosa y clara, com

si mi yo consciente no fuera todavía l

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hinchazón dolorosa enquistada en mcerebro, apretada e inútil como un puñomposible de modificar o suprimir, e

que se transformó posteriormente. No eo que se podría llamar memoria; todo que recordaba al oler la piel de un

naranja, o el café molido o un capullo dserbal era que una vez había sido capa

de experimentar cosas con tanto vigor

Era como si, antes de recobrar unmpresión en particular, tuviera qu

redescubrir el lenguaje de todas la

mpresiones. Pero nada sucedidespués. Me quedó un desconcierto, ufantasma, una hiperestesia de edamadura. Era cruel, turbadora; me hací

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enloquecer. Me atormentó durante uno dos años, y luego desapareció.

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Notas

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1]  Además de ésta, Grijalbo h

publicado de este autor:  El cuerpoCujo, La expedición, La niebla Verano de corrupción. <<

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2]  La edición castellana se h

desglosado en dos tomos, de los cualeéste es el primero. ( N. de la R.) <<

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3] En alemán, ‘ama de casa’. ( N. del T.

<<

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4] Lugar imaginario en el que transcurr

a novela de King La hora del vampiroN. del T.) <<

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5] En inglés, ‘sebo’. ( N. del T.) <<