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1 Políticas de la teoría Ensayos sobre subalternidad y hegemonía John Beverley

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Políticas de la teoría

Ensayos sobre subalternidad y hegemonía

John Beverley

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Políticas de la teoría. Ensayos sobre subalternidad y hegemonía.

John Beverley

2011.

Selección y prólogo Sergio Villalobos-Ruminott.

Traducción: Marlene Beiza Latorre y Sergio Villalobos-Ruminott.

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Índice:

Prólogo

1. - Tesis sobre subalternidad, representación y política.

2. – La política de la teoría: un itinerario personal.

3. - Sobre el paradigma de los estudios culturales (conferencia de Montevideo).

4. - El giro conservador en la crítica literaria y cultural latinoamericana.

5. - ¿Quiénes son los cristianos hoy? Notas sobre Imperio de Hardt y Negri.

6. - Deconstrucción y subalternismo.

7. – El subalterno y el Estado.

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Prólogo

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I. - Tesis sobre subalternidad, representación y política1

______________________________________________________________

I. Los esfuerzos por “representar” al subalterno (tanto en el sentido mimético de

“hablar de” como en el sentido político y jurídico de “hablar por”) en arte, literatura,

teoría y otras disciplinas académicas, deben afrontar el dilema de la resistencia y la

insurrección subalterna contra las concepciones de la elite.

En la sucinta definición de Ranajit Guha, fundador del colectivo de historiadores

surasiáticos conocido con el nombre de Grupo de Estudios Subalternos, la palabra

subalterno es “un nombre que designa un atributo general de subordinación […] ya sea

que éste sea expresado en términos de clase, casta, edad, identidad sexual, profesión o

de cualquier otra manera”2. Sin duda, podemos considerar que una de estas “otras

maneras” es la distinción entre personas “educadas” y “no (o parcialmente) educadas”

que confiere el adoctrinamiento, los procedimientos y resultados del saber académico y

la alta cultura, tanto en contextos metropolitanos como en contextos coloniales y post-

coloniales. ¿Cómo podemos entonces “conocer” o “representar” al subalterno desde la

perspectiva del saber académico o desde la práctica artística, cuando este conocimiento

y esta representación están intrínsecamente involucrados en la producción social del

1 Este texto apareció, en catalán e inglés, en el libro Subcultura i homogeneïtzació (Fundación Antoni Tápies, Barcelona: 1998), como respuesta a una carta que el crítico de arte francés Jean-François Chevrier dirigió a John Beverley. En su carta, Chevrier se mostraba interesado por la influencia de los conceptos gramscianos de hegemonía e intelectual orgánico en el trabajo de Beverley sobre subalternidad y narrativa testimonial en América Latina. La carta se enfocaba en la “ambigüedad” de la localización del testimonio, entre el humanismo burgués y las prácticas subalternas, pero también entre proyectos revolucionarios de transformación centrados en el Estado y en los movimientos anti-institucionales de la resistencia popular (particularmente en el caso de América Central). Chevrier insinuaba que, precisamente, dicha ambigüedad podría ser la condición previa para una “nueva alianza de clases en un frente político-cultural”. En su respuesta, John Beverley analiza las posibles formas de un “Estado del pueblo” constituido por una alianza con las mentadas características, y la función y límites de la mediación estética en las relaciones políticas de hoy en día [parafraseo aquí la nota de los editores, SVR]. 2 Ranajit Guha, “Preface”, en Ranajit Guha y Gayatri Spivak (editores), Selected Subaltern Studies (New York : Oxford University Press, 1988).

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subalterno, en su constitución como una “otredad”? ¿Cómo sería un tipo diferente de

saber y representación caracterizado por la forma subalterna de solidaridad, resistencia

y comunidad? ¿Puede el subalterno como tal llegar a ser hegemónico?

El estudio magistral de Guha sobre las rebeliones campesinas de la India en el

siglo XIX, Elementary Aspects of Peasant Insurgency, deja claro que el subalterno avanza

con las palabras del Sermón de la Montaña inscritas en su bandera: los últimos serán

los primeros y los primeros serán los últimos3. Según Guha, la categoría que define la

“voluntad” o identidad subalterna es la negación4. Comprender al campesino rebelde

como sujeto histórico requiere una correspondiente inversión epistemológica. El

problema es que los hechos empíricos de estas rebeliones son narrados en el lenguaje (y

en las asunciones culturales) de las elites –tanto la nativa como la colonial- contra las

cuales estas insurrecciones estaban orientadas: “…el fenómeno histórico de la

insurgencia aparece por primera vez como una imagen enmarcada en la prosa, y por

tanto, desde el punto de vista de la contra-insurgencia, –como una imagen

distorsionada” (Aspects, 333). Aquella dependencia, sugiere Guha, revela un prejuicio en

la misma construcción de la historiografía colonial y post-colonial a favor del archivo

escrito y de el grupo dominante colonial y sus agentes, cuyo estatus es parcialmente

constituido por su dominio de la cultura letrada. Este prejuicio, evidente incluso en

formas de historiografía que simpatizan con los insurgentes, “excluye al rebelde como

un sujeto consciente de su propia historia, y lo incorpora a otra historia sólo como un

elemento contingente subordinada al protagonismo de otras subjetividades” (Aspects,

77). Para recuperar la especificidad histórica de las rebeliones campesinas, el historiador

tiene que leer el archivo a contrapelo, practicar una “escritura al revés”.

3 Ranajit Guha, Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India (Delhi: Oxford University Press, 1983). El epígrafe que Guha utiliza en su libro es un pasaje de las Escrituras Budistas, que él traduce desde el sánscrito de la siguiente manera: “(Buda a Assalayana): ‘¿Qué piensas de esto Assalayana? ¿Has escuchado que en Yona y en Camboya y otras janapadas cercanas hay sólo dos varnas, el amo y el esclavo? ¿Y qué habiendo sido un amo se deviene un esclavo; habiendo sido un esclavo se deviene un amo?’” 4 “Reconocemos por supuesto que la subordinación no puede ser comprendida sino como uno de los términos constitutivos de una relación binaria, cuyo otro término es la dominación” Guha, Selected Subaltern Studies, 34.

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Guha entiende por “la prosa de la contrainsurgencia” no sólo al archivo colonial

del siglo XIX, sino también al uso, incluyendo el actual, de ese archivo para construir

discursos académicos (históricos, etnográficos, y literarios, entre otros) que pretenden

representar estas insurgencias campesinas y situarlas en una narrativa teleológica de

formación del Estado. Él está preocupado con la forma en la cual “el sentido de la

historia [es] convertido en un elemento de preocupación administrativa” en estas

narrativas. En la medida que el subalterno es conceptualizado y experimentado, en

primer lugar, como alguien que carece de poder de (auto) representación, “al hacer de

la seguridad del Estado el problema central desde el que se narra la insurgencia

campesina”, estas narrativas (de formación del Estado, de transición entre etapas

históricas, de modernización) necesariamente le niegan al campesino insurgente

“reconocimiento como sujeto histórico en su propio derecho e incluso en relación con

sus propios proyectos” (Aspects, 3).

Guha intenta representar o recuperar al subalterno como un sujeto histórico,

desde la coraza de los discursos historiográficos y archivísticos que le niegan agencia. En

este sentido, su proyecto es una continuación de la misma insurgencia que se propone

representar históricamente. Pero, los estudios subalternos no son simplemente un

discurso “sobre” el subalterno. ¿Cuál sería el interés, después de todo, en representar al

subalterno como subalterno? Ni tampoco se trata, simplemente, de los campesinos o

del pasado histórico. Los estudios subalternos aparecen y se desarrollan como una

práctica académica en un escenario contemporáneo en el cual nuevas relaciones de

dominación y subalternidad son producidas regularmente y otras anteriores son

reproducidas o reforzadas. Son una respuesta crítica ante la necesidad de los grupos

dominantes en la globalización de administrar a poblaciones cada vez más

multiculturales y a una heterogénea clase trabajadora transnacional; y se articulan en

particular contra el rol central de la academia y de otras instituciones de autorización

científica y cultural que producen y se apropian de los conocimientos necesarios para

esta tarea. En la emergente economía global basada en el control y la manipulación de

la información y de las imágenes, en una flexibilidad financiera virtualmente ilimitada y

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en una creciente especialización de la mano de obra paralela a la degradación o

descalificación de muchas posiciones de trabajo, nuestra posición en las universidades y

en las instituciones de alta cultura (que han devenido evidentemente transnacionales),

adquiere un nuevo e inesperado poder de acción. Pero este poder de acción también

implica un predicamento con respecto a las consecuencias políticas de nuestro trabajo.

Cuando Gayatri Spivak hace la afirmación, aparentemente paradojal, de que el

subalterno no puede hablar5, ella quiere decir que el subalterno no puede hablar en

ninguna forma que implique autoridad o sentido para nosotros, sin alterar las relaciones

de poder / saber que lo constituyen, en primer lugar, como subalterno. El “silencio” del

subalterno, su aquiescencia o vulnerabilidad, su carácter “folclórico” o “espontáneo”

(para Gramsci) sólo son tales desde la perspectiva de un sistema de valor que confirma

el estatus de una elite. Estas cualidades imputadas al subalterno establecen la

normatividad de la dominación, de la misma forma como, para citar a Spivak, “la

práctica subalterna norma a la historiografía oficial”6. Aún cuando ellos mismos

practican una forma elitista de discurso, Guha y los historiadores subalternos tienen

siempre presente el hecho de que sus discursos y las instituciones que los contienen,

tales como la universidad, la historiografía, las “bellas” artes o la literatura, están, en sí

mismas, implicadas en la producción y perpetuación de la subalternidad. La misma idea

de “estudiar” al subalterno es contradictoria en cuanto señala un nuevo registro de

saber en el que el poder de la universidad para comprender y representar el mundo se

desvanece o alcanza su límite. Reconocer la naturaleza de esta paradoja implica

aprender a trabajar a contrapelo de nuestros propios intereses y prejuicios –un proceso

que implica deshacer la autoridad de la alta cultura de la academia y de los centros de

saber al mismo tiempo que continuamos participando plenamente en ellos como

5 Gayatri Spivak, “Can the Subaltern Speak?”, en Cary Nelson y Larry Grossberg (editores), Marxism and the Interpretation of Culture (Urbana: University of Illinois Press, 1988), 271-313. 6 “[E]l ámbito de la persistente emergencia del subalterno en la hegemonía debe siempre y por definición mantenerse heterogénea con respecto a los esfuerzos del historiador disciplinario. El historiador debe insistir en sus esfuerzos para ser conciente de esto, que el subalterno es, necesariamente, el límite absoluto donde la historia es narrativizada como lógica. Esta es una lección difícil de aprender, pero no aprenderla es simplemente quedar atrapados en el plano de soluciones elegantes provenientes de una correcta práctica teórica. ¿Cuándo ha contradicho la historia que la práctica norma a la teoría, así como la práctica subalterna norma a la historiografía oficial en este caso?” Spivak, Selected Subaltern Studies, 16.

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artistas, profesores, investigadores, planificadores y / o teóricos. Las consecuencias para

nosotros se podrían simbolizar con la figura de una curva asintótica: podemos

aproximarnos cada vez más cerca, en nuestro trabajo y en nuestras relaciones

personales y políticas, al subalterno, a lo que Dipesh Chakrabarty llama su

“heterogeneidad radical”, pero, nunca podremos homologarnos plenamente con ello, ni

siquiera si, a la manera de los narodniks rusos al final del siglo XIX, nos insertamos en el

“corazón del pueblo”.

Aquellos quienes participamos en el proyecto de los estudios subalternos somos

frecuentemente cuestionados: ¿cómo es que nosotros, quienes somos (en su mayoría)

académicos blancos de clase media o alta, en universidades de investigación o en

instituciones de alta cultura, podemos reivindicar que representamos al subalterno?

Pero no reivindicamos representarlo (“cartografiarlo”, “dejarlo hablar”, “hablar por él”).

Buscamos en cambio, registrar las formas en que el saber y las prácticas que producimos

e impartimos están estructurados por la ausencia, dificultad o imposibilidad de

representación del subalterno. Esto equivale a reconocer, sin embargo, la inadecuación

fundamental de nuestro saber y de nuestras prácticas, junto con las instituciones que las

contienen, y por lo tanto, la necesidad de un cambio social general dirigido hacia un

orden radicalmente democrático e igualitario.

Este objetivo distingue la perspectiva subalternista de otros proyectos

posmodernos de cartografía cognitiva, tales como los estudios culturales.

II. “El sentido en la producción simbólica y / o cultural, se vuelve múltiple e

incontenible en su pluralidad. El sentido ‘total’ (o la totalidad del sentido) se vuelve el

producto de una intencionalidad que no está necesariamente articulada por las

instituciones tradicionales de saber y sus acólitos […] La lucha de los subalternos y los

grupos minoritarios por su propia identidad pasa necesariamente a través de la

búsqueda y recuperación, de objetos culturales que han sido juzgados como inferiores

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por la tradición moderna, en base a sus propios y limitados (‘objetivos’) parámetros de

gusto” (Silviano Santiago)7.

La incomodidad del intelectual tradicional con respecto a la cultura de masas y a

los medios es, en parte, una incomodidad con la democracia y sus efectos. Uno de estos

efectos es un desplazamiento de la autoridad hermenéutica desde el intelectual a la

recepción popular. La distinción entre baja y alta cultura, y la decisión por parte de los

estudios culturales de transgredirla implica, por lo tanto, no sólo una diferenciación

funcional de las esferas culturales, sino también el antagonismo social entre posiciones

de privilegio absoluto o relativo elite y los grupos y clases subalternas. Esto define el

punto de convergencia entre los estudios culturales y los estudios subalternos. Desde

sus raíces en el trabajo de los historiadores marxistas británicos, tales como E. P.

Thompson o Christopher Hill y el Centro de Estudios Culturales de Birmingham, se ha

desarrollado un sentido de lo popular, y de la cultura de masas –esto es, del tipo de

cultura que tradicionalmente no cuenta para el discurso académico, o lo hace sólo para

designar la alteridad esencial del subalterno- como una forma de agencia política. La

ecuación a la cual arribaron los estudios culturales fue algo así como la siguiente: en la

medida en que la cultura de masas es popular en el sentido consumista –es decir, “pop”-

también es “popular” en un sentido político, es decir, representativa del pueblo y de su

voluntad social, “nacional-popular”, y por lo tanto implícitamente progresista. El énfasis

puesto por los estudios culturales (y aquí la influencia de la teoría de la recepción ha

sido decisiva) en el análisis del consumo, frecuentemente lleva a argumentar que el

mismo consumo constituye un reino particular de libertad y de resistencia popular de

baja intensidad con respecto a las formas ideológicas o “principio de realidad” del

capitalismo.

7 Silviano Santiago, “Meaning and Discursive Intensities: On the Situation of Postmodern Reception in Brazil”, en John Beverley, José Oviedo y Michael Aronna (editores), The Postmodernism Debate in Latin American (Durham: Duke University Press, 1995), 248,249.

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De aquí que una supuesta posición de “izquierda” (que teoriza formas de agencia

popular autónoma) parezca coincidir, de alguna forma, con la tesis de Francis Fukuyama

sobre el fin de la historia en el contexto de la globalización de la sociedad de mercado.

En la medida en que los estudios culturales se institucionalizan, tienden a quedar

atrapados en un registro primariamente descriptivo de los “paisajes” emergentes –

scapes, para usar un término de Arjún Appadurai- de las culturas locales y globales que

se busca cartografiar. De esta forma, se corre el riesgo de producir una especie de

variante posmoderno de la experiencia de lo sublime en la estética de los Románticos.

Tengo en mente la capacidad de los estudios culturales para producir una nueva

sensibilidad y una reordenación del saber, que adaptarían las humanidades, las artes

visuales y el campo general de la cultura a los nuevos patrones de dominación,

explotación y empobrecimiento producido por la globalización, en formas que podrían

llegar a ser –o de hechos ya son- elementos funcionales de la hegemonía del

capitalismo transnacional. Podría señalar al respecto la campaña de Benetton que usó,

varios años atrás, en una forma bastante sofisticada material testimonial y documental,

sacado desde situaciones de profunda abyección social, para persuadir a afluentes

consumidores transnacionales a comprar los productos de esa compañía.

Entonces, el problema con los estudios culturales desde el punto de vista de los

estudios subalternos no es tanto su “neopopulismo mediático” (la caracterización es de

Beatriz Sarlo) sino el hecho de que los estudios culturales podrían perpetuar

inconcientemente la ideología estética modernista que supuestamente desplazan, al

transferir el programa de desfamiliarización o deshabitualización de la percepción desde

la esfera de la alta cultura hacia las formas de cultura de masas, concebidas ahora como

estéticamente más dinámicas y efectivas, más capaces de producir ostranenie

[extrañamiento]. En la medida en que la cultura de masas pueda ser re-estetizada o

pragmáticamente incorporada a la hegemonía como una suerte de suplemento de la

globalización económica, será posible para las disciplinas – incluyendo las ciencias y las

diversas humanidades y artes-- reagruparse contra la amenaza de que los estudios

culturales usurpen sus territorios o confundan sus fronteras. Por lo tanto, justo en el

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momento cuando su presencia en el campo contemporáneo de pensamiento parecía

asegurada, los estudios culturales han comenzado a perder la fuerza radicalizadora que

los caracterizó en sus orígenes.

No se trata de romantizar los efectos democratizadores o deconstructivos de la

cultura de masas. Sin embargo, no es a priori evidente que la cultura científica-

humanista representada por la universidad y el arte moderno, “hace más” por sujetos

sociales subalternos que la proliferación de la cultura de masas y sus efectos.

Como todas las enunciaciones populistas, ésta también es demagógica:

comprendo que el modernismo estético y la cultura de masas no están tan radicalmente

separadas como podría parecer, que la alta cultura burguesa y el fetichismo de la

mercancía están ligados por una lógica no siempre oculta, que nosotros también

estamos interpelados por la cultura de masas, que, viceversa, todos los productores y

consumidores de cultura de masas pasan a través de o son afectados por el sistema de

educación en algún momento, y que la sala de clases o el museo son lugares para

negociar las consecuencias políticas y sociales de la sociedad de consumo. Pero,

también creo en la tesis de Daniel Bell en The Cultural Contradictions of Capitalism8, una

tesis que podría ser considerada como definición de lo posmoderno: el capitalismo ha

producido y está produciendo formas de experiencia cultural y tecnológica que no

coinciden más con la ética del trabajo capitalista. El consumismo en particular socava la

estructura del carácter y los valores necesarios para las posiciones de sujeto tanto de los

explotadores como de los explotados (en cuanto trabajo abstracto) en este sistema. Sin

embargo, lo que Bell desde una perspectiva neoconservadora veía como un problema,

los estudios culturales convierten en el fundamento de un nuevo tipo de práctica

teórica. La intervención política específica de los estudios culturales sería convertir esta

contradicción virtual en un antagonismo real, oponiendo al “principio de realidad”

encarnado en los requisitos de la competencia capitalista, el “principio de placer”

encarnado en nuevas formas de ocio y gozo.

8 Daniel Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism (New York: Basic Books, 1976).

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III. El proyecto de los estudios subalternos oscila entre una deconstrucción de las

reivindicaciones de la nación, del nacionalismo y de la izquierda política formal para

representar al subalterno, y una articulación “constructiva” de nuevas formas colectivas

de política democrático-popular y agencia cultural.

Los estudios culturales podrían tener o no consecuencias políticas, dependiendo

de cómo sean articulados. El proyecto de los estudios subalternos, por contraste, es un

proyecto necesariamente partisano. Implica no sólo una nueva manera de mirar o

representar la inequidad social, sino también la posibilidad de construir formas más

igualitarias y respetuosas de comprensión entre nosotros y las prácticas sociales

populares que consideramos objeto de nuestro estudio. La perspectiva subalternista

renuncia al alcance cognitivo (y a la posibilidad de instrumentalización de sus hallazgos)

propios de los estudios culturales, para localizarse en las líneas divisorias en las cuales

las relaciones de dominación y subordinación continúan siendo producidas, líneas que

se extienden hasta el mundo del arte, la academia y la “teoría”.

Los estudios subalternos nacen de una creciente sensación de inadecuación de

los paradigmas de la izquierda intelectual y del activismo político en los que mi

generación –la generación de los sesenta- fue formada, combinada con un deseo de

continuar el proyecto de liberación social y democratización que esos paradigmas

expresaban. Entre las circunstancias que me llevaron a revaluar mi propio trabajo en la

dirección de los estudios subalternos estaban, sobre todo, la crisis de los grandes

proyectos de izquierda en América Latina, tales como las revoluciones cubanas y

nicaragüenses, y el efecto revisionista y deconstructivo que las nuevas perspectivas

teóricas asociadas con el feminismo, el post-estructuralismo y la crítica postcolonial

tuvieron sobre el marxismo.

La forma “moderna” de la movilización política de izquierda en el mundo

colonial y postcolonial era la lucha de liberación nacional, más que la lucha por el

socialismo como tal. “El pueblo” fue el sujeto de estas luchas de liberación nacional e

incluía agentes sociales con identidades parciales o ambiguamente definidas por su

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ubicación en las relaciones de producción: mujeres, niños, estudiantes, desempleados o

subproletarios, trabajadoras domésticas, campesinos pobres y medios, “terratenientes

patrióticos”, “capitalistas democráticos” (para recordar un concepto de la época del

Frente Popular), etc. Guha, cuyas raíces como activista e historiador se encuentran

tanto en Gramsci como en Mao, aclara que él usa “el término ‘pueblo’ y ‘clase

subalterna’…como sinónimos”9.

Pero la apelación al nacionalismo y a la formación de un nuevo Estado-nacional

postcolonial estabiliza la categoría de pueblo alrededor de una cierta narrativa (de

intereses, tareas y sacrificios comunes, comunidad y destino histórico) que las clases o

grupos que componen esa categoría pueden o no compartir colectivamente. El discurso

hegemónico de la nación sutura los vacíos y discontinuidades del subalterno. A veces,

esto se hace en interés de un nuevo grupo o clase dominante emergente, que emplea

una retórica nacionalista –por ejemplo, una retórica de transculturación o de mestizaje

cultural - para asegurar su hegemonía material.

Más pertinente para nuestro preocupaciones aquí sería el caso de una

interpelación hegemónica nacionalista emanada desde la izquierda—es decir, desde una

perspectiva socialista o comunista—que se desintegra o pierde autoridad. Déjenme

dar un ejemplo cercano a mis propias experiencias en la “solidaridad” con la Revolución

nicaragüense en los años 80. Como es bien sabido, los sandinistas organizaron un frente

multi-clasista –el nombre oficial del movimiento era Frente Sandinista de Liberación

Nacional- que fue capaz de derrocar a la dictadura de Somoza en 1979. Pero, a medida

que progresaba la revolución bajo presiones provenientes tanto del conflicto de clases

interno como de la “guerra de baja intensidad” contra los sandinistas orquestada por

los Estados Unidos, el Frente comenzó a desmoronarse. Para las comunidades

indígenas y para la población afro-caribeña angloparlante que habitaba la costa atlántica

de Nicaragua, el significante nacional-popular de Sandino, que simbolizaba la oposición

de una cultura mestiza de raíces católicos y hispánicos al imperialismo norteamericano,

tenía desde el principio un sentido diferente de aquel que tenía para el grupo

9 Guha, Selected Subaltern Studies, 44.

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mayoritario hispanohablante de la población en el país. En respuesta a la campaña de la

CIA que explotaba esta fricción para desestabilizar el control sandinista de la costa

atlántica, el gobierno revolucionario estuvo obligado primero a la represión, y luego a la

redefinición del proyecto “nacional” sandinista para permitir la autonomía política y

cultural de las regiones.

Para movilizar a una población mayoritariamente católica, los sandinistas

promovieron la idea de la Iglesia del Pueblo propuesta por la Teología de Liberación (el

poeta y sacerdote Ernesto Cardenal fue unos de los principales arquitectos ideológicos

de la relación entre el pensamiento social marxista y la espiritualidad católica). Pero esto

los obligó a apoyar las posiciones de la Iglesia Católica contra el aborto y el control de la

natalidad. Esto puso a la organización de mujeres sandinistas, AMNLAE, en un dilema:

por un lado, en tanto que organización sandinista que expresaba la “unidad” del pueblo

en la lucha contra el imperialismo norteamericano y el subdesarroll ésta tenía que

aceptar dicha decisión; pero, por otro lado, en la medida que ésta representaba las

luchas y demandas de las mujeres de los sectores populares que venían de una

condición doblemente subalternizada (de clase y de género) en la sociedad

nicaragüense, tenía que adoptar una posición diferente de la asumida por el partido (o

al menos relativizarla).

En ambos casos—es decir, la articulación de Sandino como significante de la

nación, y la propuesta de la Iglesia del Pueblo--el requisito de producir un bloque

“nacional-popular” alrededor del cual organizar los diversos componentes del frente

revolucionario dejaban secciones significativas de la población marginadas o

subrepresentadas en al menos algún aspecto de sus identidades. Tal resultado hacía

evidente la necesidad de deconstruir el discurso de liberación nacional, para permitir a

los diferentes grupos subalternos interpelados por la figura unitaria de la nación adquirir

su propio peso.

Este es la meta característica de la teoría postcolonial en general y de los

estudios subalternos en particular. Sin embargo, hay algunos peligros evidentes en esta

dirección (es importante enfatizar, en primer lugar, que en el caso de los sandinistas, el

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desmoronamiento del Frente y de la narrativa nacional que lo sostenía, fue precipitado,

al menos en parte, por lo efectos calculados de la guerra de los Contra y del bloqueo

impuesto sobre Nicaragua por los Estados Unidos).

Para Gramsci, en su formulación inicial de la idea de clases subalternas en los

Cuadernos de la cárcel, el subalterno incluye no sólo a los trabajadores, campesinos y

obreros agrícolas, sino también a sectores de los llamados estratos “medios” y otras

identidades sociales que no están específicamente constituidas en términos de clase.

Pero su núcleo duro es el campesinado y la clase obrera. En cambio, en la articulación

postmoderna del subalternismo, de alguna forma existe la sensación de que el

subalterno debe ser todo menos la clase obrera o la unidad putativa de lo nacional-

popular. Para Spivak, el subalterno es necesariamente aquél sujeto social que siempre

socava cualquier representación hegemónica (actual o posible). Como tal, éste sujeto

funciona como un sustituto o “correlato objetivo” de la misma actividad de la

deconstrucción. El subalterno interrumpe las reivindicaciones de la elite de ser el sujeto

de la historia; del mismo modo la deconstrucción—aunque no tiene una posición

política específica-- a su vez busca interrumpir (como hace Spivak en su crítica de Guha

y los historiadores subalternistas) la constitución del subalterno como un sujeto de la

historia (de un sujeto subalterno dado o de la posible convergencia de posiciones

subalternas en “el pueblo”). El resultado es que la articulación política del

subalternismo sólo puede ocurrir en un proceso de continuo desplazamiento, con

intermitentes posibilidades (en circunstancias específicas) de “colaboración” o

solidaridad entre intelectuales tradicionales, como la misma Spivak, que trabajan

principalmente como una elite intelectual diaspórica en la academia norteamericana y

europea, e intelectuales orgánicos pertenecientes a los sectores subalternos.10 Para

10 Para Spivak, esta posibilidad se activó por un tiempo en su relación personal con Mahasweta Devi, la escritora y activista social bengalí. En este caso, el desplazamiento de la función del intelectual es doble: Devi no sólo funcionaba como un intelectual orgánico “real” proveniente de la subalternidad (campesinos pobres y lumpen urbano en Bengal) que complementaba a Spivak; es más, el lugar del intelectual orgánico subalterno fue desplazado a las mujeres representadas en los cuentos de Devi: por ejemplo, la nodriza y sirviente doméstica que muere de cáncer mamario en el cuento “Breast-Giver”, o una guerrillera Naxalite capturada y torturada por el ejército indio en “Draupadi”. Ver los cuentos de Devi traducidas y comentadas por Spivak en Spivak In Other Worlds (New York and London: Methuen, 1987),

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Spivak, el subalterno es similar a lo que Julia Kristeva entiende por lo “abyecto”, aquello

que está más allá de la posibilidad de representación, porque simplemente al emerger

en la representación –en el orden de lo simbólico en el sentido lacaniano- pierde su

carácter de subalternidad. Como lo dice Spivak de manera sucinta (y quizás irónica) “el

subalterno es el nombre de una instancia tan desplazada…que esperar que hable es

como esperar el arribo de Godot en un autobús”11.

Algo similar parece estar ocurriendo aquí a lo que pasaba en los manifiestos

vanguardistas radicales de Herbert Marcuse o del movimiento Tel Quel en los 1960s, tan

influyentes en la conformación de la nueva izquierda. Desde una posición de elite, se

decreta que las únicas alternativas desde las cuales la oposición social al sistema

dominante puede ser imaginada y construida son las más marginadas, las más

explotadas, las más abyectas. Se podría argumentar que esto representa una extensión

del principio de Lenin de que la revolución siempre debe buscar los estratos de la

población más oprimidos. Pero en la actual coyuntura, cuando el neoliberalismo se ha

convertido en la ideología dominante aún en lugares donde gobiernos de izquierda

tienen el poder formal, la consecuencia efectiva de tal posición podría ser algo más

parecido a lo que se llama “multiculturalismo liberal” –es decir, al reconocimiento y

respeto de los “otros” y de sus “diferencias” pero sin la posibilidad de una

transformación social estructural. Esta es la meta a la que parece apelar finalmente la

deconstrucción, que, en principio, carece de una identidad política específica (Spivak

insiste en una convergencia de deconstrucción y marxismo, pero su posición es personal

más que definitoria). Por el contrario, la identificación del subalterno y el “pueblo”, en

el sentido derivado del discurso del Frente Popular y del maoísmo que invoca Guha,

apunta a un concepto del subalterno expansivo e inclusivo, sin abandonar la noción de

alteridad y de lucha de clases. No quiero romantizar el Frente Popular, el cual, como

y Mahasweta Devi, Imaginary Maps (New York: Routledge, 1995). En el propio trabajo de Spivak, la historia de Bhuvaneswari Bhaduri, una activista nacionalista quien se suicida en vez de participar en una acción terrorista (pero cuyo suicido es “leído” por su familia y compañeros como un asunto amoroso)antes de revelar que está embarazada, es la voz “silenciada” de su famoso ensayo “Can the Subaltern Speak?”. 11 Gayatri Spivak, “Politics of the Subaltern”, Socialist Review 20, 3 (1990), 91.

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todos saben, tiene sus propias limitaciones y contradicciones; pero si quiero enfatizar el

principio de interpelación democrático-popular que el Frente Popular propició.

Dos tipos de articulación política se desprenden de estas alternativas: una es la

resistencia de las “bases” sociales, a nivel sub o supra-nacional; la otra es la

reconstitución de el “pueblo” como un bloque hegemónico articulado en torno a la

figura de la nación. En el primer caso, se comprende que la unidad del Estado-nacional

y la sociedad civil, junto con la idea misma de hegemonía política, nunca han sido

representativas del subalterno y están ahora, con el advenimiento de la globalización,

funcionalmente obsoletas para los propósitos de la izquierda o las luchas populares En

el segundo caso, la tarea es cómo organizar una nueva forma de hegemonía, usando

entre otras cosas los recursos y contribuciones críticas provistas por las perspectivas

subalternistas.

IV. La narrativa testimonial considerada como género (testimonio) se podría

considerar como una forma cultural que “media” entre la alta cultura y la cultura

subalterna. En la caracterización de Jean-François Chevrier, el testimonio es una forma

“ambigua”. Parte de esta ambigüedad tiene que ver con el hecho de que lo Real -en el

sentido lacaniano del término- que el testimonio nos fuerza a confrontar no es sólo la

“representación” del subalterno como víctima de la historia sino también su capacidad

como sujeto de un proyecto de transformación que aspira a ser hegemónico por derecho

propio. Al mismo tiempo, el poder del testimonio como género narrativo estriba en parte

en el hecho de que establece una relación performativa de solidaridad activa entre un

“nosotros” lector –miembros de la clase media profesional y practicantes de las artes y

las ciencias humanas- y un sujeto social subalterno narrador.

El testimonio puede ser definida, provisionalmente, como “una narración de la

extensión de una novela o de una novela corta en la forma de un libro o un panfleto

(esto es en forma grafémica en oposición a acústica), relatada en primera persona por

un narrador que es también el protagonista real o testigo de los eventos que él o ella

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19

cuenta […] como, en muchos casos, [este] narrador es alguien que es funcionalmente

iletrado o si es que es letrado, no es un escritor profesional, la producción de un

testimonio frecuentemente implica la grabación y luego la trascripción y edición de un

recuento oral por un interlocutor que es un intelectual, un periodista o un escritor”12.

Spivak elabora en “Can the Subaltern Speak?” una crítica de la pretensión de las

formas testimoniales de “representar” (otra vez, en el sentido doble de “hablar de” y / o

“hablar por”) el subalterno, porque para ella lo que está en juego es la creación por

parte de la cultura hegemónica de algo así como un muñeco ventrílocuo, un “otro

domesticado”. Pero su propia apelación deconstructiva contra el testimonio a lo que ella

denomina la intrincada y abierta “complejidad” de la obra literaria también tiene que

ser sometida a sospechas, dado que esa “complejidad” ocurre sólo en las formas de alta

cultura y en una matriz estructural en que dichas formas aparecen como prácticas

sociales que generan, a veces, las diferencias de estamento o “capital cultural” (para

recordar el concepto de Bourdieu) que, entre otras cosas, se registran como parte de

la condición de subalternidad en el texto testimonial. El límite de la deconstrucción en

relación a la representación testimonial del subalterno entonces es que revela una

aporía textual (y quizá ideológica) en el “efecto de lo real” del testimonio, pero esa

revelación en si también produce y reproduce, como acto discursivo, la fijación de las

relaciones de poder y explotación en el texto social real.

A través de la presencia de la voz en primera persona, el testimonio tiende a

afirmar la autoridad de la oralidad sobre los procesos de modernización cultural que

privilegian lo letrado y la literatura escrita como normas de expresión. En sociedades de

oralidad primaria tales como las que Guha estudia en Elementary Aspects, la transmisión

de la resistencia campesina y de la rebelión depende fundamentalmente del rumor. El

rumor (a diferencia de las “noticias” que llegan a través de la prensa) opera de acuerdo

a una dinámica fluida de anonimato, improvisación y transitividad. En otras palabras, el

rumor no es solamente una práctica esencialmente oral, sino que también depende de

la oralidad y de las estructuras comunales (los pueblos pequeños, el bazar o el mercado

12 John Beverley, “The Margin at the Center: On Testimonio”, Against Literature (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993), 70-71.

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20

local, la red de mujeres) para su transmisión y el particular “efecto de verdad” que

engendra.

Esto no equivale a decir que la escritura y el libro (o, en contextos coloniales, los

idiomas no nativos) están necesariamente ausentes de la cultura subalterna. Pero

aparecen en una forma curiosamente invertida. Guha observa que en las rebeliones

campesinas de la India: “el analfabetismo hacía que los campesinos se relacionaran

ocasionalmente con textos escritos de una forma tal que transformaba la motivación

original de estos textos, des-verbalizándolos y explotando la opacidad resultante para

proveer esa representación gráfica con nuevos ‘significados’ (signifiés)”. Él cita el caso

particular de un líder de la rebelión Santal de 1855 quien, como signo de su autoridad y

como instrumento de movilización, señaló ante sus seguidores un legajo de papeles “el

cual, como se supo posteriormente , contenía entre otras cosas ‘un viejo libro sobre

ferrocarriles’, unas cuantas tarjetas de visitas de ‘Mr. Burn Engineer’ y, si el testimonio

del oficial de Calcutta Review (1856) es veraz, una traducción en algún lenguaje nativo

del Evangelio de San Juan”. El pasaje continúa:

Lo que es aún más notable es que el resto de los papeles, los cuales se

consideran caídos del cielo por los líderes santales, eran vistos como evidencia

del apoyo divino a la insurrección, a pesar de en algunos casos no tener nada

inscrito sobre ellos, ni en la forma de escritura ni en la forma de imágenes.

“Todos los papeles en blanco cayeron del cielo y el libro en el que todas las

páginas están en blanco también cayó del cielo”, dijo Kanhu [el líder de la

rebelión]. Claramente entonces, las condiciones de una cultura pre-literaria

hacen posible que la insurgencia se propague a sí misma, no sólo por medio de la

forma gráfica de una declaración divorciada de su contenido sino, además,

mediante un material de escritura que actuaba por concepto propio, sin

grafemas. El principio que gobernaba tal extensión era esencialmente el mismo

que aquel de “beber la palabra” conocido en algunas partes del África

islamizada. Allí la tinta o el pigmento utilizado para inscribir la fórmula divina o

Page 21: beverley - Políticas de la teoría

21

mágica sobre el papel, el pápiro, el cuero, o la piel era considerada investida por

la santidad del mensaje mismo, y era diluida y tragada como cura para ciertas

enfermedades. Sin embargo, hay una diferencia. Mientras que la proyección

metonímica de las facultades sobrenaturales desde la palabra escrita al material

de escritura fue empleada [en el caso de “beber la palabra”] para dejar la cura

de las enfermedades físicas a la gracia de Alá, los santales usaron esa proyección

más bien para legitimar sus intentos para remediar los males del mundo con sus

propias armas13.

Hay ciertos elementos de transculturación o “hibridez” -para no hablar del simulacro

posmoderno- en la acción del líder santal. En particular, parece una instancia de lo que

Judith Butler entiende por el concepto de performance: es decir, un acto que al mismo

tiempo deconstruye los binarismos que configuran la identidad y también posiciona o

“representa” la identidad en términos de los valores inherentes a dichos binarismos14.

En el caso santal, el performance al mismo tiempo preserva y cancela la lógica binaria

que opone la escritura (como un instrumento de dominio colonial y de clase) y la

oralidad (como la forma de la cultura campesina nativa), es decir, autoridad y

subalternidad. En otras palabras, una lógica de negación subalterna se expresa en y a

través de una forma de transculturación. Por lo tanto, no hay “síntesis” de opuestos en

esta transculturación. El uso del libro no supera la contradicción entre campesino y

terrateniente, o entre cultura oral y escritura. La transculturación no supera la

subalternidad; en cambio, la subalternidad opera y se reproduce a sí misma en y a

través de la transculturación. Por lo tanto, no hay un movimiento teleológico hacia una

cultura “nacional” en la cual la escritura y la oralidad, los lenguajes o códigos

dominantes y subalternos, estén reconciliados.

Spivak tiene razón cuando afirma que la presencia de la voz en el testimonio es

una construcción textual, un différend para usar el término de Lyotard, y que debemos

estar muy atentos a la metafísica de la presencia, aquí donde la convención de

13 Guha, Aspects, pp. 248-249. 14 Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity (New York: Routledge, 1990).

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ficcionalidad ha sido suspendida. En la medida que lo Real (en la definición lacaniana) es

aquello que “resiste la simbolización absolutamente”, es también aquello que hace

colapsar la reivindicación de cualquier forma particular de expresión cultural de ser una

representación adecuada. Sin embargo, algo de la experiencia del cuerpo en estado de

dolor, hambre o peligro, y de la presencia material de una “voz” subalterna forma parte

del testimonio (René Jara habla de la presencia de “un trazo de lo Real” en el

testimonio). Ciertamente, este es el efecto del extraordinario pasaje en el testimonio

de Rigoberta Menchú en el cual ella relata la tortura y la ejecución de su hermano por

parte de elementos del ejército guatemalteco en la plaza de un pequeño pueblo de la

sierra. En el clímax de la masacre, ella describe cómo los testigos presenciales

experimentaron una reacción afectiva involuntaria de rechazo y rabia, reacción que los

soldados sintieron y que los pusó en guardia:

Ya después, el oficial mandó a la tropa llevar a los castigados desnudos,

hinchados. Los llevaron arrastrados y no podían caminar ya. Arrastrándoles para

acercarlos a un lugar. Los concentraron en un lugar en que todo el mundo

tuviera acceso a verlos. Los pusieron en fila. El oficial llamó a los más criminales,

los “Kaibiles”, que tenían ropa distinta a los demás soldados. Ellos son los más

entrenados, los más poderosos. Llaman a los Kaibiles y éstos se encargaron de

echarle gasolina a cada uno de los torturados. Y decía el capitán, éste no es el

último de los castigos, hay más, hay una pena que pasar todavía. Y eso hemos

hecho con todo los subversivos que hemos agarrado, pues tienen que morirse a

través de puros golpes. Y si eso no les enseña nada, entonces les tocará a

ustedes vivir esto. Es que los indios se dejan manejar por los comunistas. Es que

los indios, como nadie les ha dicho nada, por eso se van con los comunistas, dijo.

Al mismo tiempo quería convencer al pueblo pero lo maltrataba en su discurso.

Entonces los pusieron en orden y les echaron gasolina. Y el ejército se encargó

de prenderle fuego a cada uno de ellos. Muchos pedían auxilio. Parecían que

estaban medio muertos cuando estaban allí colocados, pero cuando empezaron

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a arder los cuerpos, empezaron a pedir auxilio. Unos gritaron todavía, muchos

brincaron pero no les salía la voz. Claro, inmediatamente se les tapó la

respiración. Pero, para mí era increíble que el pueblo, allí muchos tenían sus

armas, sus machetes, los que iban en camino del trabajo, otros no tenían nada

en la mano, pero el pueblo, inmediatamente cuando vio que el ejército prendió

fuego, todo el mundo quería pegar, exponer su vida, a pesar de todas las armas

[…] Ante la cobardía, el mismo ejército se dio cuenta que todo el pueblo estaba

agresivo. Hasta en los niños se veía una cólera, pero esa cólera no sabían cómo

demostrarla15.

Al leer este pasaje, uno también puede experimentar esta cólera -y las ganas de

confrontar esta situación incluso frente a la amenaza de muerte- a través del

mecanismo de identificación. Me hace recordar el momento en la película de Spielberg

sobre el Holocausto, La lista de Schindler, en que las mujeres en el campo de

concentración de Cracovia, que han estado felicitandoses por haber a cada uno de los

sobrevivido el proceso de selección para el extermino, repentinamente se dan cuenta

que mientras tanto sus propios hijos están siendo llevados en camiones a las cámaras de

gas. Ellas son ejemplos de lo que Lacan (usando un término de Aristóteles) llama tuché,

momentos donde la experiencia de lo Real quiebra la pasividad impuesta sobre los

testigos por la misma represión. Por contraste, la romantización sentimental de la

víctima tiende a confirmar una narrativa cristiana del sufrimiento y la redención que a

alimentó, en el proceso de colonización originaria, la dominación, y que en un contexto

contemporáneo conduce, en la práctica, a una posición de “culpa liberal” o de

paternalismo benevolente, más que a una postura de solidaridad: la “culpa liberal”

mantiene intacta la distancia entre el lector del testimonio y el narrador subalterno,

mientras que la solidaridad presume, en principio, una relación de igualdad y

reciprocidad entre las partes implicadas y de sus respectivos proyectos.

15Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú, y así me nació la conciencia (México: Siglo XXI Editores, 2000), 204-205.

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En términos del proyecto del narrador testimonial, que no es nuestro de ninguna

forma inmediata y que puede de hecho implicar estructuralmente una contradicción

con nuestra posición de prestigio y autoridad relativa en el sistema global, el texto

testimonial es un medio más que un fin en sí mismo. Ciertamente, Menchú está

consciente de que su testimonio será una herramienta importante para detener el

genocidio contra-insurgente que ella describe, y para explicar las revindicacione sde su

pueblo. Pero, su propósito al escribir (o dictar) el texto no es convertirlo en parte de la

“cultura occidental” (cuestión de la que ella desconfía profundamente), y así hacer del

texto un objeto para nosotros, nuestra forma de obtener “toda la realidad” de su

experiencia. Más bien su testimonio es un forma de actuar tácticamente para

contribuir a los intereses de la comunidad y de los grupos y clases sociales que ella

representa como una intelectual orgánica: “todos los pobres de Guatemala”.

Es una lección difícil de asimilar para nosotros, porque nos obliga a reconocer

que no es la intención de las prácticas culturales subalternas simplemente expresar su

subalternidad para nosotros, que no son sólo nuestros deseos o propósitos los que

cuentan. Pero, por supuesto, nosotros –el nosotros implicado en “nuestros deseos y

propósitos”- no estamos exactamente en la posición dominante en el binarismo

dominante / subalterno. Aun cuando servimos a la clase dominante, no pertenecemos a

ella. Al mismo tiempo, dejar las cosas simplemente en términos de una celebración de la

“diferencia” y de la alteridad es quedar atrapados en el espacio del “multiculturalismo

liberal”. El testimonio da voz, en literatura, a un sujeto previamente “silenciado” y

anónimo, pero de tal forma que el intelectual o profesional es interpelado en su función

de lector / intérprete del testimonio, en tanto que aliado con este sujeto (y hasta cierto

punto dependiente de él), sin perder por ello su identidad como intelectual. Lo que

ocurre en el testimonio no es tanto la producción por y para un lector “progresista” de

un “otro domesticado”, como arguye Spivak, sino también la confrontación a través del

texto, de una persona (el lector y / o el interlocutor) con otra, a nivel de una posible

solidaridad y unidad (una unidad en la cual las diferencias serán respetadas).

Page 25: beverley - Políticas de la teoría

25

El testimonio implica, por lo tanto, mucho más que nuestra condición de

“observadores” y “reporteros” de la lucha de otros en torno a sus identidades políticas y

de los nuevos puntos de resistencia a la globalización. Nosotros también tenemos

interés en estas luchas. Dicho interés podría ser definido como la posibilidad de orientar

el Estado y las agencias e instituciones relacionadas con el Estado en una dirección más

igualitaria y democrática, donde nuestros roles -como educadores, investigadores,

trabajadores de la salud, activistas, terapistas, intelectuales públicos, abogados y

asistentes judiciales, artistas, curadores, trabajadores de los medios de comunicación,

científicos y técnicos- serán más valorados y más relevantes de lo que son bajo la actual

hegemonía del neoliberalismo. Tanto las bases económicas como éticas de nuestras

vidas profesionales dependen de una idea de servicio y de una red de instituciones

financiadas o subsidiadas, real o potencialmente, por el Estado, y por las respectivas

actividades a través de las cuales proveemos tal servicio. Lo que compartimos con

Menchú y otros intelectuales orgánicos de los sectores subalternos, entonces, es el

deseo y la necesidad por un nuevo tipo de Estado, y a la vez nuevos tipos de

institucionalidad transnacionales. ¿Cómo alcanzar esto, sin embargo, especialmente si

tenemos en cuenta la hegemonía ideológica y formal del neoliberalismo?

V. El privilegio del concepto de sociedad civil (comprendido como asociación o

relaciones libres entre individuos autónomos gobernados por el derecho civil pero no

bajo la tutela del Estado) en los discursos recientes, está conectado a una desilusión

“postmoderna” con respecto a la capacidad del Estado para organizar la sociedad –en

otras palabras, para producir la modernidad en una forma capitalista o socialista. La

capacidad de actuar o agencia es transferida desde el Estado a las fuerzas que

aparentemente operan de manera autónoma en la sociedad civil, es decir, a la “cultura”

y al mercado. A causa de la sensación de inconmensurabilidad entre el subalterno y el

Estado, frecuentemente hay una tendencia a equiparar de hecho a la sociedad civil y la

agencia subalterna como tal (o, de manera alternativa, a disolver la subalternidad en la

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26

sociedad civil). Esto produce, sin embargo, algunos resultados políticos bastante

problemáticos.

Quisiera enfocarme en algunos de los problemas envueltos aquí a través de una

anécdota. En el verano de 1996 estaba enseñando un seminario graduado sobre

estudios culturales latinoamericanos en la Universidad Andina de Quito, Ecuador. Esta

universidad es una institución transnacional con sedes en cada uno de los países del

Pacto Andino. Los estudiantes de mi clase eran mayoritariamente ecuatorianos, pero

había también bolivianos, colombianos, peruanos, un irlandés y dos feministas

norteamericanas; eran principalmente blancos, pero algunos eran mestizos y dos eran

indígenas; provenían de variadas disciplinas, incluyendo sociología, antropología y

crítica literaria. Como a la mitad del seminario, una noticia sensacional comenzó a

dominar los medios de comunicación, con la misma efervescencia que los reportajes

sobre la medalla de oro –la primera en la historia del país- obtenida por una atleta

ecuatoriana en los Juegos Olímpicos. Dos mujeres mestizas fueron acusadas por la

comunidad indígena donde ellas trabajaban como curanderas, en la Sierra sur de

Ecuador, de ser impostoras y fueron responsabilizadas de varias muertes en la

comunidad –no sin razón puesto que algunas de las enfermedades que ellas etaban

“curando”, servicio por cual habían cobrado mucho dinero, presumiblemente podrían

haber sido tratadas por medios más efectivos modernos o tradicionales. Las mujeres,

durante la interrogación realizada por el consejo de la comunidad, confesaron que

efectivamente eran impostoras.

¿Lo qué significa ser o no ser impostor en el caso de un curandero es una

cuestión que no estoy calificado para responder (uno antropólogo médico de la

Universidad Andina me aseguró que hay elementos para distinguir un impostor de un

practicante calificado de la medicina tradicional, de la misma forma en que es posible

hacerlo en la medicina occidental). Lo que me interesa más, en cualquier caso, es cómo

el supuesto crimén fue procesado legalmente (el incidente fue cubierto en directo por

la televisión y prensa nacional, con la participación de variados expertos de distintas

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27

categorías, desde shamanes hasta antropólogos y abogados). Los habitantes de la

comunidad habían retenido a las mujeres en una de las casas, y querían juzgarlas ellos

mismos, ya que sus actividades habían afectado la integridad de la comunidad. Las

autoridades estatales, por contraste, alegaron la necesidad, en base a fundamentos

legales constitucionales, de intervenir contra el consejo de la comunidad y de llevar a

las mujeres a juicio en la ciudad más cercana por el crimen civil de fraude. Esto habría

implicado una intervención militar contra la comunidad para rescatar a las mujeres.

Prudentemente, el gobernador de la provincia afectada eligió no tomar este curso de

acción, permitiendo que la comunidad juzgara a las falsas curanderas. Su juicio era no

matarlas--–como la autoridades temían-, sino exponerlas a una humiliación y

flagelación pública ante los habitantes, y luego, expulsárlas de la comunidad.

Quizás inevitablemente, este incidente se transformó en un tópico de debate en

el seminario. El carácter heterogéneo de los participantes propició respuestas

igualmente heterogéneas al incidente. Algunas mujeres expresaron preocupación

porque veían en el castigo brutal aplicado a las falsas curanderas una tolerancia de la

violencia contra las mujeres (un problema generalizado en la sociedad ecuatoriana y

que las organizaciones de mujeres habían estado combatiendo desde la perspectiva de

los derechos civiles, es decir, desde un fundamento que implicaba una apelación a la

legalidad formal). Otros sentían que suplantar la autoridad del sistema de justicia

estatal, y permitir a la comunidad enjuiciar y castigar a las mujeres, era de hecho

sancionar procesos jurídicos pre-modernos (el nombre de Habermas fue explícitamente

invocado aquí). Por otro lado, los dos participantes indígenas –uno de los cuales

provenía de la región donde tuvo lugar el incidente- argumentaron que el cargo civil de

fraude era inadecuado al grado objetivo de explotación y daño que las falsas curanderas

habían infligido a la comunidad. Todos los participantes del seminario, sin embargo,

compartían el sentido de una paradoja latente en el incidente: por el carácter de la

formación estatal latinoamericana, la primacía de la constitucionalidad está de alguna

forma relacionada con su opuesto, es decir, con los regímenes dictatoriales o “de

excepción”. Los ejércitos latinoamericanos son productos d ela formación de estados

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28

nacionales y extraen su supuesta legitimidad, al menos en parte, de proyectos para

imponer sobre la población y las comunidades cierta “legalidad” que de alguna forma

es resistida. ¿Quién tenía razón en el caso de las falsas curanderas? ¿La modernidad

o la tradición? ¿La comunidad? ¿O el principio de la autoridad de la ley legal? (¿pero la

ley de quién?) ¿Las organizaciones abocadas a los derechos de la mujer? ¿El Estado o la

sociedad civil? En el conflicto sobre las falsas curanderas, estoy de acuerdo con las

reivindicaciones de la comunidad afectada, pero también con las organizaciones que se

preocupaban por la violencia contra las mujeres. Por supuesto, esta posición es

internamente contradictoria. Lo que la unifica es que en ambos casos yo me estoy

alineando con una posición subalterna.

La actual autoridad del concepto de sociedad civil deriva, en particular, de su uso

como una explicación teórica para los movimientos anti-soviéticos en la Europa del Este

y en la misma Unión Soviética en los años 1980s.16 El argumento es el siguiente: dado

que no existen partidos políticos independientes en el sentido liberal (es decir, que los

partidos en un régimen comunista son esencialmente creaciones del Estado) la dinámica

política en las sociedades comunistas “realmente existentes” se desarrolla entre la

sociedad civil como tal (la familia, las organizaciones religiosas, los clubes, los sindicatos

no oficiales como Solidaridad en Polonia, las redes informales, el Samizdat, los mercados

paralelos, los nuevos movimientos sociales, etc.) y el partido-Estado. En la crítica

postcolonial, el binarismo Estado / sociedad civil es utilizado para describir la

inconmensurabilidad entre Estado-nacional y (para recordar la útil metáfora de Dipesh

Chakrabarty) la “heterogeneidad radical” de los sujetos subalternos.

Pero, ¿posee la sociedad civil de hecho una agencia autónoma del Estado?17

Volviendo a mi anécdota, sería en cualquier caso erróneo localizar el punto de

16Quizás el texto clave sea Civil Society de Andrew Arato y Jean Cohen (Cambridge: MIT Press, 1993). 17 Si una buena parte de la autoridad del concepto de sociedad civil para los estudios subalternos deriva de su uso por parte de Gramsci para indicar la necesidad de implementar una “guerra de posiciones” en la esfera ético-cultural como también en la esfera de la política formal, también es Gramsci quien hace una de las más consistentes críticas de la distinción entre Estado y sociedad civil En las notas agrupadas bajo el título “El Príncipe Moderno” en los Cuadernos de la Carcél, Gramsci confronta una variante italiana del neoliberalismo actual, basada en la doctrina liberal de laissez-faire. Esa doctrina establece, dice Gramsci, que “la actividad económica pertenece a la sociedad civil, y que el Estado no debe intervenir para

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diferenciación, en el incidente de las falsas curanderas, en una oposición entre la

sociedad civil y un Estado autoritario o no representativo. Esto en dos sentidos: 1) el

concepto de sociedad civil –en sí mismo relacionado a la legalidad burguesa y al Estado-

es inadecuado para representar la naturaleza del daño que la comunidad sentía que le

han infringido y los medios que el sistema legal proponía para remediar dicho daño; y,

2) en este caso al menos, la acción el Estado no resultó tan perjudicial para la

comunidad, más bien, el Estado toleró su manera de juzgar y castigar a las falsas

curanderas. En este sentido, los indígenas, en cierta medida, estaba planteando las

reivindicaciones de una comunidad (Gemeinschaft) contra la sociedad civil entendida

como burgerlich Gesellschaft; viceversa, los sentimientos de perplejidad o indignación

por las acciones de los campesinos expresados por algunos de los estudiantes en mi

seminario posicionaban a una “ sociedad civil” urbana, moderna, blanca o mestiza,

“legalista” contra la hegemonía de la comunidad indígena. En otros términos, (y era

aceptado por todas las posiciones en contienda que se trataba de una situación

extremadamente compleja), el conflicto sobre quien tenía la autoridad para juzgar y

castigar a las falsas curanderas no era un conflicto entre Estado y sociedad civil, sino

más bien posicionaban a la “sociedad civil” por un lado y lo subalterno (la comunidad

indígena, mayoritariamente de campesinos pobres) por el otro, con el Estado en una

posición de mediación.

Partha Chatterjee llama la atención sobre lo que él considera la “supresión, en la

moderna teoría social europea, de una narrativa independiente de la comunidad […] la

comunidad en la narrativa del capital, queda relegada a hacer la prehistoria de éste, un

regularla”. Pero, como él observa, la distinción entre sociedad política (el Estado) y sociedad civil es “meramente metodológica” más que “orgánica”. “[E]n la realidad actual, la sociedad civil y el Estado son uno y el mismo”, ya que “el laissez-faire también es una forma de ‘regulación’ estatal, implementada y custodiada por la legislación y por medios coercitivos. Esta es una política deliberada, conciente de sus propios fines, y no la expresión espontánea o automática de los hechos económicos. [E]s un programa político”. La sociedad civil en Gramsci a veces es algo que debe ser conquistado por el proyecto hegemónico antes del Estado. A veces es la “cultura” y la esfera privada (la familia, la religión, la interioridad); otras veces es una “forma de comportamiento económico”; a veces está “fuera” del Estado y opuesta a éste; otras veces es lo que Gramsci llama “el contenido ético del Estado”.

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estado primordial, pre-político y natural en la evolución social”18. En el mundo colonial,

la dicotomía Estado / sociedad civil está desplazada por la imposibilidad por parte del

Estado colonial para instaurar una sociedad civil efectiva, puesto que éste no puede

reconocer al sujeto colonizado como un ciudadano pleno. En consecuencia “el quiebre

crucial en la historia del nacionalismo anticolonial se produce cuando los colonizados se

niegan a formar parte de esta sociedad civil de sujetos […] ellos [los colonizados]

construyen sus identidades nacionales dentro de una narrativa diferente [a aquella de la

sociedad civil], una narrativa de comunidad”. Chatterjee concluye que “la invocación

de la oposición entre sociedad civil y Estado en relación a los regímenes socialistas-

burocráticos en Europa del este y las ex repúblicas soviéticas (o, por lo mismo, en China

Hoy), no hace sino buscar la simple réplica de la historia de Europa occidental”.

Chatterjee se refiere al hecho de que el concepto de sociedad civil está fundado

en un sentido normativo de la modernidad y de la participación cívica, el cual y gracias a

sus propios requisitos (alfabetización, unidades familiares nucleares, atención a la

política formal y a las noticias económicas, propiedad privada y/o una fuente estable de

ingresos) excluye sectores significativos de la población de la ciudadanía plena. Como la

ética de la comunidad interpretativa de Habermas, la sociedad civil requiere una

modernidad “consolidada”, y está por lo tanto determinada por una creencia en la

necesidad del “desarrollo” (pedagógico, económico, higiénico, etc.), mientras que la

acción de la comunidad en el caso de las falsas curanderas es pre-moderna, aunque,

como indica la reacción de las autoridades, ésta puede también “coexistir” con la

modernidad y el Estado en otros aspectos. No se trata aquí de celebrar la “diferencia”

indígena o el anacronismo en una forma nueva de realismo mágico o de lo que José

Joaquín Brunner llama macondismo. Esto sería, otra vez, una forma de costumbrismo

postmoderno. Como señala Arturo Escobar, las modalidades de resistencia subalterna

involucran “sobre todo una lucha por los símbolos y el sentido, una lucha cultural”. Pero

no son luchas sólo sobre la identidad cultural o étnica , como si pudiesen ser resueltas

simplemente por el reconocimiento multiculturalista por parte del Estado; también son

18 Partha Chatterjee, The Nation and Its Fragments: Colonial and Poscolonial Histories (Princeton: Princeton University Press, 1993), 235.

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luchas “que se desarrollan en conjunción con las luchas contra la explotación y la

dominación en las condiciones locales, regionales y globales de la economía política. Los

dos proyectos son uno y el mismo. Los regímenes capitalistas socavan la reproducción

de formas de identidad valoradas socialmente, destruyendo las prácticas culturales

existentes, desarrollando proyectos que destruyen los elementos necesarios para la

afirmación cultural”19.

VI. “Las clases subalternas, por definición, no están unificadas y no pueden

unificarse hasta que sean capaces de devenir un ‘Estado’ (Gramsci). Cierto. Pero si es que

el subalterno es compelido a convertirse en algo parecido a las existentes formas

dominantes de cultura y valor para alcanzar la hegemonía, entonces en cierto sentido la

vieja clase dominante sigue ganando, aun después de ser derrotada.

¿Cómo es posible pasar de la “negatividad” de la conciencia subalterna a la

hegemonía? ¿Impide necesariamente la crítica subalternista de la forma-nación y del

nacionalismo, una crítica fundada en un sentido la inconmensurabilidad entre el

subalterno y el Estado colonial en la India, la posibilidad de repensar el Estado y las

funciones estatales desde lo subalterno? ¿Es posible reimaginar el proyecto de la

izquierda desde la problemática de los estudios subalternos, o son los estudios

subalternos una forma de post-izquierdismo (y post-nacionalismo), como parece ser el

caso de los estudios culturales?

Guha comienza Elementary Aspects of Peasant Insurgency con una crítica de la

idea de Eric Hobsbawn de que el bandidaje campesino es “pre-político”, argumentando,

en cambio, que éste debería ser comprendido en un registro político distinto de aquel

representado por el Estado y por las formas legales de la sociedad civil colonial, un

registro que Guha denomina, en una forma que, otra vez, recuerda el discurso del

Frente Popular, “la política del pueblo”. Pero Guha también explica la relación de la

insurrección campesina al poder colonial en términos que implican que mientras ésta no

19 Arturo Escobar, Encountering Development (Princeton: Princeton University Press, 1995), 168, 170-171.

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era pre-política, todavía tenía limitaciones con respecto al tipo de política que

encarnaba:

[La insurrección campesina] no estaba equipada con una concepción madura y

positiva del poder, y por lo tanto, de un Estado alternativo y de un conjunto de

leyes y códigos penales que la acompañasen. Por supuesto, ésto no equivale a

negar que algunas de las más radicales revueltas rurales […] de hecho

anticiparon al poder hasta un cierto punto y lo expresaron, aunque débil y

crudamente en términos de una justicia rudimentaria y una violencia punitiva

ligada a la venganza. Más allá de esto, sin embargo, el proyecto en que se habían

embarcado los rebeldes era de una orientación predominantemente negativa. Su

propósito no era tanto reconstituir el mundo como invertirlo (Aspects, 166).

El problema se agrava según Guha por la forma en la cual las rebeliones campesinas se

relacionaron al espacio político-administrativo del Raj o Estado colonial británico. Él

señala que las rebeliones crearon su propia territorialidad de dos maneras: mediante

relaciones de consanguinidad –es decir, las rebeliones se propagaron a través de grupos

étnicos o de afinidad familiar (por lazos sanguíneos o por linaje tribal); o mediante

relaciones de contigüidad o “vínculos locales”— las rebeliones podrían propagarse

desde un grupo étnico a otro si estos estaban localizados con cierta proximidad. Aun

cuando la inmediata “lucha [campesina] por la tierra se diluyó en la lucha general por la

patria” (Aspects, 290) -algo que posteriormente será explotado por la política

nacionalista- el espacio de las insurreciones era subnacional : “aun los más poderosos

de los alzamientos campesinos fueron frecuentemente incapaces de trascender las

fronteras locales” (Aspects, 278). Nunca afectaron el espacio total del Raj. Esto significó

que la rebelión podía ser exitosa sólo dentro de este limitado sentido de territorialidad,

y que sería eventualmente contrarrestada por el poder del Estado colonial.

Esta doble articulación sub-nacional de la territorialidad en las rebeliones

campesinas que Guha estudia, podría tener consecuencias nteresantes para

Page 33: beverley - Políticas de la teoría

33

conceptualizar luchas y movimientos sociales contemporáneos. Sin embargo, esto

también implica una limitación: estas rebeliones no pudieron pasar finalmente desde

una posición de subalternidad a una hegemónica. Se mantuvieron subalternas en el

mismo acto de oponerse a la dominación.

Existe un problema relacionado al problema de territorialidad subalterna, en la

naturaleza misma de la “identidad” subalterna: la definición que da Guha del

subalterno- “el atributo general de subordinación […] ya sea que éste se exprese en

términos de clase, casta, edad, género u oficio o en cualquier otra forma”- enfatiza las

determinaciones culturales tanto como económicas de la identidad. Pero esto equivale

a decir esencialmente lo mismo que las políticas de identidad: una identidad puede ser

articulada sólo en relación diferencial con otra. Aunque, como hemos visto, Guha

plantea la coincidencia del subalterno con la categoría de “el pueblo”, dicha

identificación es de hecho precaria porque el “pueblo” constituye un bloque social

potencialmente unitario y hegemónico, mientras que el subalterno designa una

particularidad subordinada.

Esto nos devuelve a la aporía o tensión en el proyecto de los estudios

subalternos entre la “recuperación” del sujeto subalterno y la deconstrucción de los

discursos que constituyen al subalterno como tal: por ejemplo, en el argumento de

Spivak de que la misma recuperación de la “voz” o del “efecto –sujeto” (subject effect)

subalterno implica también su borradura, ya que el sistema de representación que

utilizamos (por ejemplo, la narrativa testimonial) no se sitúa en el espacio de la

subalternidad. El problema es complicado por el hecho que, como dice Gyan Prakash,

“la búsqueda subalternista de un sujeto-agente humanista frecuentemente termina con

el descubrimiento de la falla de la agencia subalterna: el momento de la rebelión

contiene en sí el momento del fracaso”20.

Gramsci aborda la cuestión de la relación entre subalternidad y hegemonía en

diversos fragmentos de sus Cuadernos de la cárcel, y la vincula al problema de la

educación. En la sección de los Cuadernos titulada “El estudio de la filosofía”, él

20 Gyan Prakash, “Subaltern Studies as Poscolonial Criticism”, American Historical Review 99 (1994), 1480.

Page 34: beverley - Políticas de la teoría

34

considera el carácter del marxismo como un “determinismo” histórico, expresado con

mayor fuerza en la narrativa del modo de producción y en la idea de su inevitabilidad y

universalidad. La hostilidad de Gramsci en contra de la idea del marxismo como un

determinismo teleológico es bien conocida, pero él adopta aquí una perspectiva

inesperada. Explica al marxismo vulgar como si este fuese un rasgo “determinado” de

la conciencia de las clases y los grupos subalternos: “Cabe notar cómo los elementos

deterministas, fatalistas y mecanicistas han sido un ‘aroma’ ideológico directo que

emana de la filosofía de la praxis [marxismo] como de que una religión o de la droga

(en su efecto estupefaciente)”. Pero esto se debe precisamente al “carácter

‘subalterno’ de ciertos estratos sociales”, continua Gramsci. “Cuando no tienes la

iniciativa en la lucha y la lucha misma llega a ser eventualmente identificada con una

serie de derrotas, el determinismo mecánico deviene una tremenda fuerza de

resistencia moral, de cohesión y de paciencia y obstinada perseverancia […] La realidad

es revestida con un acto de fe en una cierta racionalidad de la historia y en una forma

primitiva y empírica de apasionado finalismo”.

Pero si (la creencia en) el determinismo material es un aspecto de la cultura y la

identidad subalterna –un aspecto paralelo a la “negación” del idealismo de la clase alta

constituyente de la “voluntad” de los rebeldes campesinos que Guha intenta recuperar,

- esto también es algo que debe ser superado en el proceso de la lucha. Gramsci dice al

respecto:

Cuando el “subalterno” deviene dirigente y responsable de la actividad

económica de las masas, el mecanicismo en cierta medidad se vuelve un peligro

inminente y se debe realizar una revisión de las formas de pensar porque se ha

producido un cambio en el modo de la existencia social. Las fronteras y el

dominio de la “fuerza de las circunstancias” se ensanchan […] Si ayer el

elemento subalterno era una cosa, hoy no es más una cosa sino un sujeto de la

historia, un protagonista; si ayer no era responsable, porque “resistía” una

voluntad externa, ahora se siente responsable porque no está resistiendo [una

Page 35: beverley - Políticas de la teoría

35

voluntad ajena] sino que es un agente, necesariamente activo y con iniciativa

propia (Prison Notebooks, 336-337).

La alusión tácita aquí es a la Unión Soviética en los años treinta y al compromiso del

marxismo soviético con la narrativa de los modos de producción que enfatizaba la

conexión “mecánica” entre el desarrollo de las fuerzas de producción y la consecución

del socialismo. Para Gramsci, el carácter determinista del marxismo vulgar, aún cuando

comprensible, representaba un anacronismo al interior del mismo movimiento de los

trabajadores: en última instancia, el determinismo era un concepto esencialmente

fatalista y religioso. Gramsci tiende a identificar al subalterno como tal con las

categorías de lo “tradicional”, lo “folclórico”, o (más frecuentemente) lo

“espontáneo”.21 Por “espontáneo” Gramsci se refiere a ideas que “no son el resultado

de ninguna actividad educacional sistemática por parte de un grupo dominante

conciente de su liderazgo, sino que han sido formadas a través de la experiencia

cotidiana ilustrada por el ‘sentido común’ -por ejemplo, por la concepción del mundo

tradicional popular- a la que se acostumbra a llamar ‘instinto’, aunque éste también es,

de hecho, una adquisición histórica elemental” (Prison Notebooks, 198-199). Notando la

falta de documentos confiables sobre la insurrección y la resistencia subalterna, Gramsci

observa: “se podría decir, por lo tanto, que la espontaneidad es una característica de la

‘historia de las clases subalternas’, y ciertamente de sus elementos más marginales y

periféricos; ellos no han alcanzado una conciencia de clase ‘para sí’, y

consecuentemente nunca se les ocurre que su historia pudiera tener una posible

importancia, o que valga la pena dejar alguna evidencia documental de ésta” ( Prison

Notebooks, 196).

En los Cuadernos, Gramsci está tratando de sintetizar la “espontaneidad”-el

elemento de negatividad subalterna, que es la fuerza dinámica de la historia social- y el

21 Por esta razón, varios teóricos de los estudios culturales (estoy pensando particularmente en Néstor García Canclini) sienten la necesidad de ir más allá de Gramsci y de abandonar al mismo tiempo las categorías de subalternidad y hegemonía. Ellos sienten que el subalterno sólo puede ser conceptualizado como una posición de sujeto en relación a un sentido de la cultura tradicional o popular que ha sido desplazada por la hibridación y la modernidad.

Page 36: beverley - Políticas de la teoría

36

“liderazgo conciente”, el cual (en su visión) es necesario para la hegemonía. No se trata

de que el movimiento subalterno carezca de un liderazgo, sino que la teoría poseída por

tal liderazgo está limitada a lo “folclórico” o a la “ciencia popular”. Recuperar lo

“folclórico” o lo “popular” significa para Gramsci, simplemente, recuperar el

pensamiento subalterno en su subalternidad. Esta afirmación deja en evidencia un

historicismo sintomático en su propio argumento contra el marxismo vulgar: no se trata

de “etapas” económicas –Gramsci rechaza el determinismo económico- sino de

formaciones inferiores y superiores de pensamiento e ideología. En particular, la

presunción de que el subalterno no tiene historia (archivada o escrita) es

manifiestamente hegeliana, y le empuja hacia una posición inadvertidamente

eurocentrista22.

El historicismo (implícito) y el modernismo (explícito) de la posición de Gramsci

están fusionados en sus bien conocidas ideas sobre la importancia de la educación.

Gramsci, por supuesto, tiene razón en destacar el rol de la educación en la producción y

reproducción de las relaciones entre dominante y subalterno. Él piensa que el problema

con el sistema de educación existente es que la separación entre las escuelas

“tradicionales” y vocacionales reproduce la distinción entre la elite y las diferentes

clases subalternas. La proliferación de diferentes tipos de escuelas vocacionales, en

principio, parece ser “democrática”, en el sentido en que esto sería un gesto hacia la

heterogeneidad social y el saber práctico (opuesto al teórico). Pero la democracia “debe

significar que cada ‘ciudadano’ pueda ‘gobernar’ y que la sociedad lo posicione, aunque

sea de manera abstracta, en una condición general que le permita esto” (Notebooks,

40). Esto es algo que la escuela vocacional no puede proveer. Por el contrario, aun algo

tan evidentemente anacrónico como el currículo filológico centrado en los clásicos le

permite al estudiante adquirir “una comprensión histórica del mundo y de la vida, que

deviene una segunda –casi espontánea- naturaleza” (Notebooks, 39). Pero aquí hay un

22 “Aún si se admite que otras culturas han tenido importancia y significado en el proceso de unificación ‘jerárquica’ de la civilización mundial (y esto debería ser admitido sin problema), ellas tienen un valor universal sólo en la medida en que han devenido elementos constitutivos de la cultura europea, que es, a su vez, la única cultura universal histórica y concreta —esto es, en la medida en que ellas han contribuido al proceso del pensamiento europeo y han sido asimiladas por éste” (Prison Notebooks, 416).

Page 37: beverley - Políticas de la teoría

37

problema que Gramsci está obligado a admitir: el problema del “resentimiento”

subalterno y de su resistencia a los procesos de educación formal (por ejemplo, las

escuelas estatales o las escuelas dirigidas por la iglesia). Gramsci observa que “siempre

será un esfuerzo aprender autodisciplina física y autocontrol […] esta es la razón por la

que mucha gente piensa que la dificultad del estudio oculta algún ‘truco’ que los

incapacita –es decir, cuando no creen, simplemente, que son estúpidos por naturaleza”

(Notebooks, 42-43). Pero es esta resistencia al aprendizaje la que constituye una

característica de la identidad subalterna, y, por lo tanto, de su fuerza de negación.

Gramsci concluye con una observación un tanto pesimista: “si nuestro objetivo es

producir un nuevo grupo de intelectuales, incluyendo aquéllos capaces del más alto

grado de especialización, a partir de un grupo social que no ha desarrollado,

tradicionalmente, las actitudes apropiadas, entonces tenemos que resolver dificultades

sin precedentes” (Notebooks, 42-43). Algunas de estas dificultades podrían quizás ser

superadas mediante nuevas formas de educación, pero el problema se mantiene: si la

educación formal reproduce la relación entre subalternidad y dominación ¿cómo puede

ser un instancia a través de la cual el subalterno pueda acceder a la hegemonía?

Gramsci considera que la educación produce un nuevo tipo de intelectual capaz

de llevar el carácter “espontáneo” de la cultura subalterna hacia una posibilidad de

hegemonía, a través del ejercicio de un “liderazgo conciente” –el famoso intelectual

“orgánico” que combinaría los recursos de la educación formal con el punto de vista y el

compromiso con los intereses de las clases sociales subalternas. Pero esta misma

educación evitaría o problematizaría la identificación de dicho intelectual con su grupo

o clase social de base, en el sentido de que el intelectual, en cuanto producto de la tal

educación formal moderna, ya no sería más “uno de ellos”. A pesar de que la voluntad

de este intelectual sea la de actuar “orgánicamente” en correspondencia con la posición

subalterna desde la que él o ella proviene, surge la pregunta de si él o ella realmente

representa los intereses y concepciones de esa posición, o si no está hablando

necesariamente en un lenguaje diferente –el lenguaje de la historia, de la estética, de la

literatura moderna, de la filosofía, de la ley y de la “sociedad civil”. Uno de los temas del

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38

testimonio de Rigoberta Menchú es su sospecha u hostilidad contra las formas de

educación que el Estado busca imponer sobre las comunidades indígenas de la sierra.

Pero la resistencia en Menchú no es a la educación como tal; es una resistencia a una

forma de educación que anularía los valores sociales y la memoria histórica de la

comunidad en que ella vivía.

De la misma forma, si es que este nuevo tipo de intelectual se localiza en el

partido y actúa de acuerdo con éste, creyendo representar al subalterno en su lucha por

la hegemonía, entonces el ideal de educación formal como entrenamiento necesario

para el liderazgo se relacionará con el bien conocido problema del partido de

vanguardia: el partido “sabe” cuál es la estrategia o táctica correcta, y a la vez (gracias

al mecanismo de centralismo democrático) se siente autorizado a imponer a su decisión

sobre sus propios miembros y sobre los a veces recalcitrantes sujetos populares que

reivindica representar, supuestamente en función de sus intereses “objetivos”. Pero

¿porqué es el partido el que debe decidir cuáles son estos intereses? ¿Es necesario

“educarse” para poseer derechos como un ciudadano, o uno posee estos derechos

simplemente en virtud de ser una persona? Gramsci desarrolla una crítica del carácter

específico del estalinismo como una ideología y una forma de indoctrinación, pero no

desarrolla una crítica correspondiente del partido de vanguardia como tal. En cambio, el

partido de vanguardia aparece en sus textos como el intelectual colectivo –el “Príncipe

Moderno”— requerido por el movimiento popular.

Así, el argumento de Gramsci llega a un impasse que anticipa la actual crisis del

comunismo en nuestra época. La “espontaneidad” subalterna (Guha diría la negación)

es necesaria para que ocurra la lucha social - es el “contenido” de la lucha, por así

decirlo. Pero, por naturaleza, ésta espontaneidad se resiste a devenir aquello que la

haría capaz de ser hegemónica. Para Gramsci, no hay suficiente “historia” o “disciplina”

o “cultura” en la conciencia subalterna para constituir un proyecto hegemónico; pero el

partido o el partido-Estado que puede, y efectivamente llega a realizar la función de

“liderazgo conciente”, termina en sí mismo reproduciendo, en varias formas, la

estructura de la antítesis dominación / subalternidad. Gramsci comprendió, en contra

Page 39: beverley - Políticas de la teoría

39

de tipo de socialismo “científico” que caracterizaba tanto a la socialdemocracia como al

estalinismo en Europa, que la izquierda necesitaba valorar e incorporar los movimientos

“espontáneos”, cualquiera fuera su carácter ideológico inmediato ( que en muchos

casos podía ser religioso o milenarista). El costo de no valorarlo, él creía, era la reacción,

la restauración, el golpe de estado y finalmente el fascismo, ya que las clases

dominantes y sus representantes perciben la amenaza a sus intereses que está implícita

en tales movimientos. El problema es que Gramsci no pudo imaginar la hegemonía más

allá de las formas culturales de aquello que ya es hegemónico, esto es, el arte

“moderno”, la cultura, la ciencia, la literatura, las matemáticas, etc.

El subalterno podría entonces contestar desde su “negatividad” a Gramsci en

palabras similares a estas:

Me he conmovido con la escritura emergente desde estos movimientos [en

representación de los oprimidos o los marginados] que ha apuntado a la

contradicción entre la retórica liberacionista del marxismo y su imaginario de

transformación social a través del dominio, dialéctico o no. Cualquiera que

alguna vez haya sido silenciado porque es mujer, homosexual, negro o pobre,

probablemente querría, como yo, resistir la idea de que algunos discursos están

intrínsicamente privilegiados, epistémicamente, históricamente o en atención a

otra razón. Cualquiera que haya operado desde una posición marcada como

marginal necesita, en algún momento, resistir la reificación de un

posicionamiento histórico y su normalización a través de la autoridad del

conocimiento. Si tales diferencias de acceso a la autoridad existen, y de hecho sí

existen [… ]deben ser resistidas estratégicamente, no como falsa conciencia sino

como mala política23.

VII. ¿Cuál es el espacio de la hegemonía? Para que la izquierda pueda construir

una política hegemónica desde las posicionalidades subalternas, las demandas de

23 Linda Singer, “Recalling a Community at Loose Ends”, Miami Theory Collective (editores), Community at Loose Ends (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1991), 128.

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identidad o de derechos específicos tienen que estar articulados en una forma que vayan

más allá de la deconstrucción radical o del pluralismo liberal. Podría ser posible unificar

las identidades subalternas en un “bloque” potencialmente hegemónico que se oponga

frontalmente a la estructura de poder y que reelabore la forma en la cual estas

identidades son producidas y mantenidas, pero esta articulación tendría que estar

necesariamente fundada discursivamente en torno a la figura de la “nación”.

Hay, por supuesto, un elemento probabilístico en estas preguntas. En un

proceso de articulación hegemónica, no es claro de antemano cuáles serán los intereses

y demandas de los individuos, partidos, grupos o clases sociales implicados, porque

ellos modifican sus intereses y demandas en el mismo proceso de articulación, en tanto

que la misma posibilidad de devenir hegemónico , por definición, modifica o invierte la

estructura de la subalternidad que definía su identidad posicional en primera instancia.

Como dicen Laclau y Mouffe, “una clase no toma el poder del Estado, deviene el Estado,

transformando su propia identidad al articularse a una pluralidad de luchas y demandas

democráticas”24. Por esto, ellos ven la “democratización radical” como la estrategia

fundamental de la izquierda: se trata de llevar las demandas de los nuevos movimientos

sociales, tanto en el aspecto económico redistributivo como en el relativo a las

“identidades” culturales, hasta el punto en que esas demandas comienzan a devenir

incompatibles con la matriz estructural de la lógica de acumuluación capitalista y la

relación funcional del Estado con los intereses capitalistas.

El argumento de Laclau y Mouffe sobre una pluralidad de “luchas y demandas

democráticas” significa, sin embargo, que sería erróneo simplemente disolver la

identidad posicional de cualquier movimiento en la identidad abstracta de la “clase

24 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Toward a Radical Democratic Politics (London: Verso, 1985), 70. Laclau y Mouffe argumentan que “mientras el liderazgo político puede estar fundado sobre una coincidencia coyuntural de intereses en la cual los sectores participantes retienen sus identidades separadas, el liderazgo moral e intelectual requiere que un conjunto de ‘ideas’ y ‘valores’ sean compartidos por varios sectores diferentes –o, para usar nuestra propia terminología, que ciertas posiciones de sujeto atraviesen diversas identidades de clase. El liderazgo moral e intelectual constituye, de acuerdo a Gramsci, en un alto grado sintético, una ‘voluntad colectiva’, la cual, a través de la ideología, deviene el concepto orgánico que unifica a un bloque histórico” (66-67).

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41

trabajadora”, o la“sociedad civil”, o la “nación”, porque esos movimientos dependen

de esa identidad posicional para su articulación y fuerza (la identidad es lo que Lacan

llamaba un “punto de captura” para la catexis libidinal). Para decirlo de otra forma: ¿hay

alguna forma en que “demandas de identidad” pueden llevar a una contradicción con

las necesidades de la reproducción capitalista, o de su superestructura ideológica? Si

esto es posible, entonces también sería posible articular desde estas demandas, las

cuales son por definición heterogéneas y diferenciadas, el antagonismo bi-polar entre

un “bloque de poder” dominante y un bloque subalterno-popular emergente. Esto

ocurre en la medida, precisamente, en que las posicionalidades subalternas de

identidad llegan a comprender que la posibilidad de realizar sus demandas específicas

depende de su capacidad para establecer alianzas con otros. La base de esas alianzas

sería un sentido común de subalternidad. Una articulación potencialmente hegemónica

de un bloque subalterno-popular no buscaría trascender los nuevos movimientos

sociales o las políticas de identidad, sino más bien agruparlas en una nueva estructura

de equivalencia horizontal, formando algo así como una versión postmodernista del

Frente Popular.

Dicha estructura o combinatoire hegemónica, sin embargo, necesariamente

tiene que posicionar las diversas identidades como nacionales. En otras palabras, el

referente territorial de la hegemonía sigue siendo el Estado-nación (en el mismo

sentido, el Estado-nación es, en sí mismo, en última instancia un efecto de la

hegemonía). Sin embargo, lo que la globalización neoliberal cuestiona de manera

práctica es la pertinencia del Estado-nación. Sin embargo, es quizás precisamente la

sensación nueva de incapacidad parcial del Estado-nación para controlar efectivamente

la economía, la que lo vuelve, de manera nueva, un espacio de lucha y articulación

hegemónica en la política. Estoy apelando aquí a la –para muchos, ya desacreditada-

noción althusseriana de la autonomía relativa de los “niveles” de la economía y la

política. Hay dos aspectos aquí: 1) el Estado nacional (o local) es percibido por la

población como susceptible de ser instrumentalizado para la movilización política

mientras que las estructuras generales del capital global no lo son; 2) el Estado tiene o

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42

es percibido como poseedor del poder para limitar o atenuar las consecuencias de los

flujos demográficos, culturales, y económicos producidos por la globalización. La

globalización introduce la muy pertinente pregunta ¿quién está en la posición para

mediar entre nosotros (lo local) y las estructuras de poder transnacional? Visto desde

esta perspectiva, el rol del Estado, tanto en la periferia capitalista como en los países del

centro, puede ser priorizado más que debilitado por la globalización. La propuesta de ,

por ejemplo, Hardt y Negri en su libro Imperio de pasar más allá del Estado-nación

como punto de referencia para una renovada política de izquierda, parece ser una

posición “ultra-izquierdista”. La hegemonía todavía debe ser ganada, o perdida, a nivel

de la nación o del Estado local.

La cuestión gramsciana sobre la relación de la nación y la hegemonía-político-

cultural se hace otra vez relevante en este respecto. Generalmente, el antagonismo

entre el pueblo y el bloque de poder identificado por Laclau y Mouffe, posiciona al polo

popular contra el Estado existente, que es visto como un instrumento de la oligarquía,

de la clase dominante, de los intereses foráneos, etc. Sin embargo, construir hoy la

posibilidad de una bloque popular-subalterno, bajo las condiciones de la globalización y

de cara a la crítica neoliberal y la privatización de las funciones del Estado, requiere,

paradójicamente, una relegitimación del Estado. Por supuesto, de lo que se trataría es

de la construcción de un nuevo tipo de Estado, al menos uno que sea más

representativo de los intereses agrupados en el polo popular. Pero el proyecto de la

izquierda tiene que ser planteado, de una forma u otra, como una defensa del Estado-

nación, más que como algo que está “más allá” de ésta. Hay una doble pregunta aquí:

¿el subalterno puede convertirse en—o, en la fórmula de Mouffe y Laclau, “devenir”—el

Estado? ¿Y si esto de hecho ocurriese, que pasaría entonces al Estado?

Para Gramsci, lo que constituye la unidad de lo nacional-popular es la identidad

putativa entre los intereses del pueblo y los de la nación (razón por la cual, él a veces

usa la expresión “pueblo-nación” en lugar de lo “nacional popular”). La relación entre

los dos términos del concepto pueblo-nación es de un equilibrio dinámico que puede

cambiar ideológicamente, en uno u otro sentido, dependiendo de quién controla su

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43

representación. Así, en el caso de Italia, para Gramsci “la nación” había sido más un

concepto legal y retórico elaborado por las elites intelectuales que una experiencia

cultural genuina a nivel de la vida popular: el “pueblo” y la “nación” estaban

desarticulados.

La interpelación populista, como ha mostrado Laclau en un ensayo seminal25,

implica la representación de la integridad de la nación como si ésta estuviera socavada,

de una forma u otra, por los intereses representados por la elite o el bloque de poder

dominante. Concretamente, lo que el bloque de poder es en términos de clase o

identidad social (mandarinato, aristocracia feudal, oligarquía, administración colonial,

clase capitalista, intereses foráneos, capital financiero, corporaciones, etc.) depende

del carácter ideológico de la interpelación “nacional”, la cual se mueve en un rango que

va desde el fundamentalismo religioso o el fascismo, a varios tipos de nacionalismo de

derecha, al peronismo y los varios populismos latinoamericanos, al maoísmo o el

sandinismo. En el caso de una interpelación populista desde el polo subalterno-

popular, el Estado-nación sería representado como si estuviera amenazado por la lógica

del capitalismo transnacional (¿del mismo capitalismo?) y por los intereses (y valores)

de los grupos de elite. El multiculturalismo –visto como una de las características

constitutivas del “pueblo”— sería liberado de su cooptación por la ideología liberal y las

políticas de identidad, quedando así en un significante para la potencial unidad del polo

popular.

Tal articulación estaría entonces contrapuesta a la idea de normatividad moral,

sexual, cultural, político, y racial representado por la derecha. Este ideal, ya percibido en

cualquier caso como “estrecho” y punitivo por amplios sectores de la población, puede

ser adscrito así a las tendencias anti-nacionales de la clase o los grupos dominantes y

sus representantes políticos e ideológicos. Su hegemonía no sólo produce una mayor

polarización entre la riqueza y la pobreza, sino que también amenaza con erosionar los

privilegios y los derechos democráticos tradicionales, que incluyen (en palabras de la

Constitución norteamericana) el derecho a la “búsqueda de la felicidad”.

25 Ernesto Laclau, “Towards a Theory of Populism”, en Politics and Ideology in Marxist Theory (London: New Left Books, 1977).

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44

La pérdida de confianza y el antagonismo con respecto al Estado, que es una

característica bastante común de la vida contemporánea (y que de una u otra forma

todos compartimos), necesita ser reconsiderada de acuerdo al contexto de las

relaciones entre el Estado y los requisitos del capital. En el “largo ciclo” de crecimiento

capitalista posterior a la segunda guerra mundial, el cual duró hasta la profunda

recesión de comienzos de los años 70s, el Estado funcionó en términos clásicamente

keynesianos como una maquinaria de acumulación y como un medio para la

redistribución de la riqueza y de los recursos a través de su propia y expansiva

institucionalidad. Para mantener los niveles de acumulación en el contexto pos-fordista

del último cuarto de siglo, en cambio, se ha hecho necesaria una reducción espectacular

de las funciones distributivas y regulatorias del Estado. La consecuencia es que el Estado

en todos los niveles- pero particularmente a nivel nacional- comienza a ser cada vez más

radicalmente percibido como ineficiente, inútil y hostil. Sin embargo, esta percepción es,

en sí misma, un efecto determinado por la contradicción central o “crisis de

acumulación” del capitalismo, cuyos requisitos actuales incluyen desmontar al mismo

Estado mediante el recorte de fondos y la privatización, al mismo tiempo que la

ideología neoliberal celebra los mecanismos de mercado y de la sociedad civil por sobre

la planificación estatal. Para el neoliberalismo, el Estado existe esencialmente para

ejercer una función punitiva y policial para defender la propiedad privada y establecer

las reglas del juego de la “elección racional” en una sociedad de mercado. Pero el

ataque contra el Estado no solamente está ideológicamente determinado –esto es,

impelido por la hegemonía de la política económica neoliberal; la hegemonía de la

política economía liberal, en sí misma, expresa un nuevo principio de realidad del

capitalismo en su etapa actual.

La izquierda necesita comprender que no se trata de una cuestión sobre el

Estado como tal, sino sobre la subordinación de funciones legítimas y útiles del Estado

a la lógica del capital (en este sentido, se podría hablar en el contexto de la globalización

del mismo Estado como subalterno). El problema es cómo generar primero la idea y

luego la forma institucional y los valores de un Estado diferente, uno que pudiera

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45

identificarse con el carácter democrático, igualitario y multicultural del pueblo: es decir,

un Estado correspondiente con el “pueblo-nación”.

II. - La política de la teoría: un itinerario personal

_______________________________________________________

A finales de los 60s y comienzos de los 70s, pasamos de la crítica literaria al

territorio todavía incógnito de la "teoría". Algunos volvimos, otros se quedaron, y otros

se perdieron para siempre, como también ocurrió en el caso de dos búsquedas

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46

paralelas: la droga y la militancia política. Lo que sigue es una narrativa personal de ese

viaje.

La tentación de lo que se llegó a llamar "el género de la teoría" consistía en que

ésta ya no representaría sólo una manera de pensar sobre lo político, sino una forma de

la política, con consecuencias políticas más o menos inmediatas. Una de las figuras

centrales de este cambio de perspectiva o "ruptura epistemológica", como se solía decir

en esa época, fue el filósofo marxista francés Louis Althusser quien habló de la

necesidad de una "práctica teórica", donde antes se hablaba de la "unidad" natural o

asumida entre de teoría y práctica política.

Lo que favorecía esta ilusión era sobre todo el radicalismo implícito en la

doctrina estructuralista del carácter "arbitrario" del signo lingüístico. Según Ferdinand

de Saussure, el fundador de la lingüística estructural a comienzos del siglo XX, no era

sólo arbitrario el hecho de que tal o cual conjunto de fonemas (el significante)

representase tal o cual objeto o instancia en el mundo (el significado): Pferd o horse

para caballo, por ejemplo, o Rote o red para rojo. El signo también "cortaba" de una

manera arbitraria el plano de lo Real (que, en un famoso dicho de Jacques Lacan, era "lo

que se resistía a la simbolización absoluta"). La misma idea o experiencia subjetiva de

"rojo" –el significado- más que una "cosa en sí", ontológicamente anterior a su

articulación como concepto, era relativa, un "efecto del significante", el resultado de

una negación ("no naranja, no marrón") cuyos términos dependían, a su vez, también de

su ubicación en una red estructural de otras negaciones.

Fue gracias a esta premisa, extendida a otros sistemas o "códigos" de

significación, que nace, en los 60s, el estructuralismo. Si los estructuralistas tenían

razón, entonces no sólo nuestra manera de percibir las "cosas" del mundo, sino también

su identidad como tal, dependían del sistema semiótico, o langue, en el cual estábamos

inmersos. Más aún: nuestra propia identidad como sujetos conscientes del mundo era

un "efecto del significante". Como solía decir Althusser, "la ideología no tiene un lado de

afuera".

De allí que el estructuralismo representara no sólo una nueva manera de pensar

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47

la "superestructura" social de creencias, mitos, sistemas de prohibiciones, leyes, etc.

(como afirmaba el antropólogo Claude Levi Strauss, una de las figuras magistrales del

movimiento), sino que cancelaba en parte la distinción entre "base" (económica, social)

y "superestructura" (cultural, ideológica). El sistema de significantes no sólo "reflejaba"

las distinciones de un mundo social preexistente; era también "productivo" de

identidades, valores, entidades, relaciones. Así, ahora era posible hablar de un

"materialismo cultural". Lo social, en cierto sentido, era también, como la ilusión de

nuestra propia subjetividad, un "efecto del significante". (En la teoría política fue

Ernesto Laclau quien desarrolló más consecuentemente esta línea de pensamiento).

El radicalismo nominalista de la doctrina estructuralista coincidió

coyunturalmente con la explosión de una serie de luchas sociales a nivel tanto nacional

como internacional en los 60s, entre ellas, los grandes movimientos anticoloniales o

antiimperialistas, como las guerras de Argelia o Vietnam, pero también en los países

tanto del "centro" como de la “periferia”, movimientos sociales de nuevo tipo,

estudiantes, étnicos o feminista, de derechos civiles, ecologistas, hippies o de "contra-

cultura". A finales de los años 60s, la idea de una transformación revolucionaria a nivel

mundial todavía parecía posible, aunque más y más precaria. Quizás la imagen más

influyente (aunque para nosotros también distante) de esa posibilidad fue la Revolución

Cultural en China, que prometía, en principio, borrar en nombre de una igualdad

absoluta todas las distinciones jerárquicas tradicionales, no sólo las económicas de clase

y de riqueza / pobreza, sino también las de género, oficio, o etnia, impuestas

sucesivamente por el feudalismo, el colonialismo y el capitalismo. Hubo cierta

coincidencia insólita, fundada en malentendidos por ambos lados, entre el maoísmo y el

estructuralismo, sobre todo en Francia.

Pero, sin ser necesariamente ni maoístas ni estructuralistas en un sentido

estricto, todos participábamos de una forma u otra en esta coyuntura bella, tumultuosa,

pero también cruel (se hablaba mucho del "bad trip" psicodélico; la Revolución Cultural

china se transformó de un movimiento igualitario, renovador, impulsado por jóvenes

como nosotros, en un "bad trip" colosal). Era también la época dorada de la Revolución

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48

Cubana y de la lucha armada en América Latina, que seguíamos de cerca, leyendo el

famoso manual, Revolución en la revolución, de Regis Debray, el discípulo de Althusser

que se había hecho amigo del Che (hoy, en una especie de ironía de la historia, la ex

esposa de Debray y después gestora del testimonio Me llamo Rigoberta Menchú, la

antropóloga venezolana Elizabeth Burgos, se encuentra en la oposición a Chávez en

Venezuela).

Había, por supuesto, mucho de "voluntarismo" en todo eso. Teníamos la

sensación (quizás es propia de cada generación nueva en la modernidad) de que

podríamos inventarnos a nosotros mismos, solos y sin referencia al pasado. Pero este

estado de ánimo tremendamente optimista y contestatario también fue el producto

objetivo de una coyuntura económica-política muy favorable. Por un lado, el capitalismo

a nivel mundial, no sólo en los países del "centro" sino en los países “periféricos” como

la India o México, había experimentado una expansión enorme desde finales de la

Segunda Guerra Mundial. Esta "larga onda" de crecimiento, como lo llamaban los

economistas, explicaba la domesticación política de la clase obrera en los países

altamente industrializados. Pero, esta expansión también producía dentro de esos

países una serie de nuevas demandas y expectativas ante las cuales el sistema tenía

dificultad en responder, y coincidía en el "Tercer Mundo", como se decía entonces (hoy

se habla más bien del "Sur"), con el gran movimiento de descolonización que comienza,

junto con la Guerra Fría, con la independencia de la India y con la Revolución China en

1947. Una manera de entender el auge de la "teoría" es que fue el efecto de la

descolonización en los centros de saber de la antigua metrópolis colonial-imperialista –

es decir que, aunque producida en Europa, la "teoría" obedece a una voluntad histórica

post-europea.

En la terminología marxista que favorecíamos en la época, esto se designaba

como la contradicción entre las fuerzas de producción creadas por el capitalismo

moderno (su enorme capacidad productiva y su aparato técnico-científico) y las

relaciones de producción (el sistema de clases y de hegemonía imperialista que inscribía

la desigualdad en el corazón del capitalismo). Por razones que sería demasiado largo

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explicar aquí, durante los 60s la universidad se convirtió en uno de los ejes centrales de

esta contradicción. De allí, el dinamismo y fuerza de los llamados "movimientos de

estudiantes", que culminaron en el mayo francés en 1968.

Mi narrativa personal es producto de todo eso, tanto de la "base" económica

como del radicalismo epistemológico de la doctrina estructuralista del signo, o de la

"contra cultura" y la suerte de haber vivido en California a finales de los 60s. Si esta

historia involucra cierta posibilidad de elección o "agency", como se dice en inglés,

también está regida por una serie de determinismos, y quizás sea más importante

entender esto que lo anterior.

Nací en Venezuela, y pasé la primera parte de mi vida principalmente en el Perú.

Mis padres eran estadounidenses residentes en América Latina –mi papá era

funcionario de una compañía de petróleo, con extensos campos de producción (después

nacionalizados) en Venezuela, Ecuador, Colombia, y Perú. Más que “criollo”, yo era un

niño "colonial", con ganas siempre de volver un día a la madre patria norteamericana,

que, en mis fantasías juveniles, representaba una modernidad totalmente lograda, de

ciudades de ciencia ficción. Pero también era un niño bilingüe y hasta cierto punto

bicultural, que conocía mejor y más de cerca Bogotá o Lima que cualquier ciudad de los

Estados Unidos. De ahí que cuando triunfa la Revolución Cubana en 1959, pude

rápidamente asimilarla como algo que yo entendía y que de cierta forma me interpelaba

personalmente, a pesar de mi formación de clase media alta estadounidense (mis

padres eran Republicanos, admiradores de Nixon, y sus amigos incluían hombres de

negocio exiliados de Cuba por la revolución). Esa conexión biográfica con el mundo

hispano-hablante, y mi identificación "vivencial", si se quiere (porque no tenía todavía

una concepción política del mundo muy clara) con la Revolución Cubana, incidieron

sobre mi decisión de escoger Spanish como campo de concentración para mi

licenciatura universitaria. Pero, no me puse a estudiar la literatura latinoamericana sino

la literatura española del Siglo de Oro. A pesar de la irrupción en esos años de la novela

del Boom, en la academia estadounidense la literatura latinoamericana todavía era

vista como una rama menor del campo Peninsular. En la Universidad de California, San

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Diego, donde fui en 1966 para realizar mi doctorado, coincidí con un grupo de

hispanistas famosos, entre ellos el historiador Américo Castro, y los críticos Carlos

Blanco Aguinaga, Joaquín Casalduero y Claudio Guillén, el eventual director de mi tesis

doctoral. Fui a San Diego principalmente para trabajar con ellos, pero descubrí por

accidente que esa universidad era también uno de los lugares donde la primera ola del

estructuralismo francés estaba llegando a Estados Unidos (los otros dos lugares, menos

politizados pero más prestigiosos, eran las universidades de Yale y Johns Hopkins). Me

acuerdo de un joven profesor, Tony Wilden, que venía de estar a los pies de Lacan en

París. Pasaban en persona por San Diego o California del Sur otras figuras grandes o

menores del post-estructuralismo: Foucault, Lyotard, Baudrillard, Michel de Certeau,

Louis Marin. En San Diego estaba también el gran filósofo de la Escuela de Frankfurt,

Herbert Marcuse, autor de Eros y Civilización, y gurú de la Nueva Izquierda

internacional. A finales de los 60s, Fredric Jameson llegó de Harvard y entonces

comencé a asistir a los cursos que él daba sobre crítica literaria marxista, la Escuela de

Frankfurt y especialmente Walter Benjamin, la poesía y la novela francesas y Sartre.

Dicho de paso, Sartre fue para mí, como para muchos intelectuales de formación

burguesa o pequeño-burguesa en mi época, el punto de paso entre un individualismo

nihilista, bohemio, y el marxismo y la militancia política.

Aunque Marcuse era la eminencia gris del lugar, fue Jameson, cuyo pensamiento

circulaba entre varias corrientes del llamado "marxismo occidental" y el estructuralismo

(o, para decir esto de otra forma, entre Lukacs y Althusser), quien me dio una nueva

manera de leer la literatura, una "hermenéutica positiva" –para emplear su propio

concepto-, marxista pero no reduccionista, que juntaba análisis formal e ideológico (se

hablaba de la necesidad de una "lectura sintomática" de los mecanismos del texto).

Esto me llevó a mi primer libro, un análisis de lo que Jameson llamaría el "inconciente

político" de las Soledades de Góngora, que respetaba el formalismo exacerbado del

poema, pero que a la vez procuraba ver en ese formalismo la presencia de varias

presiones y contradicciones sociales e ideológicas inherentes al periodo del barroco

español. La versión española del libro llevó una doble dedicatoria a “dos que murieron

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en la frontera”: Walter Benjamin y Che Guevara. Esa combinación alegórica, si se quiere,

de las figuras de un revolucionario y de un crítico literario marcaba mi ambición o quizás

mi hubris crítica: juntar la militancia política con la militancia crítica o teórica. Eran,

desde luego, "los 60s”, y todo, aun el recinto normalmente plácido y autocomplaciente

de los departamentos de literatura, estaba en desorden. Mi mejor amigo era un

francés, Claude, que preparaba, bajo la dirección de Marcuse, una tesis sobre las

implicaciones políticas del surrealismo. Claude volvió con su esposa, hija de padres

comunistas, a París en mayo de 1968, para sumarse a las masas en la calle, sin regresar

jamás.

Pero mi finalidad política no fue tanto la calle sino lo que se llamaba entonces,

no sin cierta ironía, "la larga marcha a través de las instituciones". Terminé el doctorado,

y entré en la carrera académica como profesor asistente de literatura Peninsular en la

Universidad de Pittsburgh. Por muchos años procuré desarrollar la idea que había

heredado de Jameson, la de una hermenéutica literaria propiamente marxista.

Enseñaba estructuralismo y después su hijo legítimo, el post-estructuralismo (producto

edípico de estudiantes de Althusser, como Ranciere, Balibar, Derrida o Foucault).

Participé en las discusiones que llevarían eventualmente a la formación del campo de

los “estudios culturales”. Por muchos años compartí la coordinación del llamado Marxist

Literary Group en la Modern Language Association [MLA], donde se reunían los

discípulos de Jameson (todavía funciona, pero ya no participo). Al mismo tiempo, me

acerqué al proyecto de una "historia social" de la literatura española y latinoamericana

que se desarrollaba en centros de investigación como el Centro de Estudios

Latinoamericanos "Rómulo Gallegos" en Caracas, o en el Institute for the Study of

Ideologies and Literatures, impulsado por Hernán Vidal y Anthony Zahareas en la

Universidad de Minnesota. Sentía que de esta manera estaba ayudando a propugnar

una posición radicalizadora, marxisante, en mi disciplina. Pero mis preocupaciones

políticas concretas estaban más bien fuera de la universidad. Milité en varios grupos de

la Nueva Izquierda estadounidense y en cuestiones de solidaridad con América Latina:

con Cuba, con Chile después del golpe de Estado de 1973, y con los movimientos

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revolucionarios que comenzaban a aparecer en Centro América a finales de los 70s.

Pero entonces, en 1979, ocurre algo que cambia mi perspectiva de una manera

dramática e inesperada: el triunfo de la Revolución Sandinista. Un amigo, Marc

Zimmerman, que también había sido discípulo de Jameson en San Diego y también

trabajaba en la solidaridad sandinista, me pide que colaboremos en un libro sobre la

relación entre la nueva literatura centroamericana, que yo conocía sólo parcialmente

(Cardenal, Roque Dalton, Sergio Ramírez, Otto René Castillo, el género testimonio, la

"poesía de taller", etc.) y el auge de los movimientos revolucionarios en la región.

Concebimos el libro como una versión "académica", si se quiere, de la práctica de la

solidaridad. En nuestro interés por lo que llamábamos (de una manera que me parece

un poco torpe hoy) la "función ideológica" de la literatura, estábamos procurando juntar

la militancia política con el vanguardismo de la "teoría" que habíamos heredado de

nuestros días en San Diego.

En el proceso de escribir el libro con Marc, me sentí más y más atraído hacia

América Latina. Me interesaba todavía Góngora, pero ahora no tanto como un escritor

del canon peninsular, sino más bien por la manera en que su poesía se vuelve una

especie de discurso maestro en los virreinatos coloniales en el siglo XVII. Quería

entender cómo la "recepción" de Góngora por letrados criollos como Juan de Espinosa

Medrano o Sor Juana Inés de la Cruz, constituía un nuevo nexo de "poder-saber", en el

sentido que daba Foucault a ese concepto, que ponía en relación cercana la esfera del

poder y la literatura. Anticipaba en este nuevo interés lo que después se llegó a conocer

como la crítica postcolonial. Terminé alejándome del peninsularismo. Publiqué en 1988

una colección de ensayos cuyo título resumió mi propia trayectoria: Del Lazarillo al

sandinismo.

Pero esta ambición me deja a finales de los 80s en una situación un poco

incómoda. No lo sabíamos cuando comenzamos nuestro libro sobre la literatura

revolucionaria centroamericana, pero Marc y yo estábamos trabajando contra el

tiempo. Queríamos hacer un retrato vivo de un proceso complejo y a veces

contradictorio que estaba aún desplegándose. Sin embargo, teníamos la certeza de que

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iba a seguir adelante y, tarde o temprano, iba a triunfar. Pero, a mediados de los 80s, los

movimientos revolucionarios en El Salvador y Guatemala, que parecían tan fuertes a

comienzos de esa década, se encontraban frenados por una violencia contra-

revolucionaria inusual, genocida, y los sandinistas estaban en una profunda crisis,

provocada en parte por la guerra de los Contras. En 1989, Cuba –el principal soporte

regional de las insurgencias- entró en su “periodo especial en tiempos de paz” con la

debacle económica producida por el colapso de la Unión Soviética. Los sandinistas

perdieron las elecciones en Nicaragua en febrero de 1990. Varios meses después

apareció nuestro libro, Literature and Politics in the Central American Revolutions, y

pronto se dirigió al limbo bien poblado de los libros académicos que han perdido su

momento.

El fracaso de nuestro libro no fue solamente coyuntural sino también teórico. Los

movimientos revolucionarios en Nicaragua, Guatemala y El Salvador se habían

articulado como luchas de liberación nacional, siguiendo el modelo de la Revolución

Cubana. Ofrecíamos una teoría de la literatura como "práctica ideológica" de un

nacionalismo revolucionario; estudiábamos las formas en que figuras y movimientos

literarios específicos, proyectos de hegemonía y contra-hegemonía política, estaban

entretejidas con la “cuestión nacional” y ofrecían nuevas posibilidades de expresión de

lo "nacional-popular". Pero 1990 no fue sólo el año en que los sandinistas perdieron el

poder; fue también cuando, más o menos simultáneamente con Literature and Politics,

aparecieron Myth and Archive de Roberto González Echeverría, y la antología editada

por Homi Bhabha, Nation and Narration. Doris Sommer publicó un ensayo en Nation

and Narration que anticipaba su propio libro sobre las relaciones entre la narrativa

literaria y la formación del Estado nacional en el siglo XIX latinoamericano, Foundational

Fictions, el cual apareció un año después.

En formas diversas y políticamente inconmensurables, Myth and Archive, Nation

and Narration, y Foundational Fictions (junto con el anterior libro de Benedict Anderson,

Imagined Communities, y Escribir en el aire de Antonio Cornejo Polar) rápidamente

vinieron a ocupar el lugar que nosotros esperábamos para Literature and Politics: el de

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definir la principal agenda para la crítica literaria latinoamericanista en la academia

estadounidense en los 90s. Más aún, definieron esa agenda en términos postnacionales

o, al menos, deconstructivos respecto de las reivindicaciones identitarias de la nación y

de las luchas de liberación nacional.

No sólo el proyecto sandinista sino también nuestro propio proyecto como

críticos literarios “en solidaridad” con el sandinismo, llegó a una crisis. Fue esta

coyuntura tanto de desengaño y fracaso como también de un deseo de continuar, si

fuera posible, la noción de una practica teórica-crítica politizada la que me lleva, en

parte como autocrítica de mi propio trabajo, hacia los estudios culturales y los estudios

subalternos. La naturaleza y la historia de estos dos movimientos son complejas y están

referidas en otros textos de esta colección de ensayos. Voy a ofrecer aquí, entonces,

sólo unos detalles personales. Aunque llegué a los estudios subalternos después de los

estudios culturales (pensaba inicialmente que la perspectiva subalternista era una

especie de "pliegue" dentro de los estudios culturales), voy a hablar primero de ellos.

Compartí la derrota sandinista con otra colega, Ileana Rodríguez, que también se

había formado en el Departamento de Literatura de San Diego. Ileana, que era de origen

nicaragüense, abandonó en los 80s su carrera académica en Estados Unidos para

trabajar por el gobierno sandinista. Después de la derrota vuelve a Estados Unidos para

ver si puede retomar su carrera, y nos volvemos a ver. Descubrimos que, por derroteros

distintos, ambos habíamos llegado a leer los trabajos del llamado Grupo Sudasiático de

Estudios Subalternos y ambos pensamos que éstos tenían una relación más que casual

con nuestras preocupaciones. Descubrimos que otros colegas también compartían ese

interés. Veníamos principalmente, pero no exclusivamente, del campo de la crítica

literaria. Teníamos la sensación de que el proyecto de la izquierda latinoamericana que

había definido nuestro trabajo previo había llegado a un límite, aun en las revoluciones

como la cubana y la nicaragüense. Aunque buscaban apoyarse en una reivindicación

"nacional-popular" amplia, nos parecía que había profundas dificultades en la relación

entre la vanguardia revolucionaria, el Estado post-revolucionario y “el pueblo”. No

estábamos seguros, o no estábamos de acuerdo acerca de cual era exactamente ese

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límite, pero si estábamos seguros de que las cosas estaban cambiando y que

necesitábamos un nuevo paradigma. Nos reunimos informalmente por primera vez

cerca de la ciudad de Washington en 1992. Decidimos bautizarnos con el nombre de

Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano. En una especie de manifiesto que

escribimos colectivamente en esa ocasión, la "Declaración de Fundación del Grupo de

Estudios Subalternos Latinoamericano", definimos la necesidad de un nuevo paradigma

en estos términos:

La actual caída de los regímenes autoritarios en América Latina, el fin del

comunismo y el consiguiente desplazamiento de los proyectos revolucionarios,

los procesos de democratización y la nueva dinámica creada por el efecto de los

medios de comunicación de masas y la transnacionalización de la economía:

todos estos son desarrollos que demandan nuevas formas de pensar y actuar

políticamente. La redefinición de los espacios políticos y culturales

latinoamericanos en los años recientes ha llevado, en su momento, a los

intelectuales de la región a revisar epistemologías establecidas y previamente

funcionales en las ciencias sociales y las humanidades. La tendencia general a la

democratización lleva a priorizar en particular la reexaminación de los conceptos

de sociedades pluralistas y las condiciones de subalternidad dentro de estas

sociedades.

Ranajit Guha, el historiador bengalí que formó el Grupo Sudasiático de Estudios

Subalternos que veíamos como nuestro modelo, definió la problemática central de su

propio trabajo como “el estudio del fracaso histórico de la nación para llegar a su

realización". Mutatis mutandis, fue el “fracaso histórico de la nación para llegar a su

realización” lo que nosotros estábamos confrontando en la crisis de la izquierda

revolucionaria en América Latina en los 90s. Entendíamos ese fracaso como un

fenómeno de la “postmodernidad”, en el sentido que le daba el filósofo Jean-François

Lyotard a ese término –es decir, “el fin de los metarelatos”. Aunque ahora no lo veo con

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tanto entusiasmo, tanto para mí como para Guha el concepto de postmodernidad fue

fundamental en la reorientación de mi trabajo. Por limitaciones de espacio, no puedo

detenerme en ello, pero quiero por lo menos marcar el hecho (edité un libro sobre el

tema, The Postmodernism Debate in Latin America). Quizás sea suficiente decir que la

problemática de la postmodernidad, en un sentido amplio (político, filosófico, estético,

ético) implicaba la necesidad y a la vez la posibilidad de desarrollar un nuevo concepto

de la izquierda no ligada a una modernidad normativa y teleológicamente entendida.

Porque si la pregunta de la Guerra Fría (que termina, en cierto sentido, con la derrota

sandinista) había sido ¿cuál de los dos grandes sistemas, el capitalismo o el comunismo,

pueden producir mejor modernidad?, entonces la historia había dado su respuesta: el

capitalismo. Limitar el proyecto de la izquierda, entonces, a la conquista de una

"modernidad plena" a través del Estado, como se solía decir, equivaldría a condenar a la

izquierda a la derrota de antemano.

Para usar una frase de Gayatri Spivak, veíamos los estudios subalternos como

“una estrategia para nuestro tiempo”, un tiempo postmoderno, pensábamos.

Compartíamos con Guha y los historiadores del Grupo Sudasiático de Estudios

Subalternos un interés en la crítica de la representación desarrollada por el post-

estructuralismo. Ellos confrontaban el hecho de que la historiografía del subcontinente

indio, tanto en sus variantes coloniales como nacionalistas (incluyendo las marxistas),

había sido estructurada por un modelo estatista de modernización política y económica

–lo que en América Latina es conocido como el paradigma "desarrollista". Cuando ese

modelo comenzó a producir efectos perversos, tanto a nivel intelectual como a nivel

político, los subalternistas sudasiáticos creyeron necesario encontrar una forma

diferente de comprender la historia social de sus países. La crítica post-estructuralista

del historicismo y de la construcción del discurso de la historia se prestó

coyunturalmente para ese propósito. En cierto sentido, los subalternistas sudasiáticos

pasaron de la historia a la crítica y la teoría literarias.

Nuestro impulso fue, de alguna manera, el inverso: sentíamos que el campo de

la literatura y la crítica literaria latinoamericanista entraban en crisis, y que teníamos

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que salir de ella hacia la historia social. La crisis fue precipitada de cierto modo por la

publicación del libro de Ángel Rama, La ciudad letrada, en 1984, dos años después de su

trágica muerte en un accidente de avión. La ciudad letrada era más un esbozo que un

libro plenamente desarrollado y hoy revela varios silencios y ambigüedades. Pero tuvo

un impacto decisivo sobre mi generación. Aunque Rama mismo no lo confiesa, La ciudad

letrada fue concebida como una genealogía al estilo de Foucault de la institución

literaria en América Latina, una genealogía que intentaba desafiar el prevaleciente

historicismo de los estudios literarios latinoamericanos (sin lograr romper totalmente

con ese historicismo). Lo que Rama nos hizo ver, o lo que queríamos ver en su libro, fue

que la literatura en sí –incluso las “novelas del Boom” o la "poesía conversacional"

promulgada por los cubanos- estaba implicada en la formación de las elites tanto

coloniales como postcoloniales en América Latina. Por tanto, nuestra propuesta de que

la literatura era un lugar donde las voces populares podrían encontrar mayor y mejor

expresión, un vehículo para la democratización cultural, quedó cuestionada en sus

mismas bases. El argumento de Rama explicaba, por un lado, cómo la literatura llegó a

tener el tipo de centralidad que todavía tiene en América Latina (escribo estas palabras

en vísperas de la celebración del cumpleaños de Gabriel García Márquez en Colombia).

Pero, por otro lado, perfiló también ese sentido de los límites de la literatura como

representación (en el doble sentido de hablar por –político- y hablar de –mimético)

adecuada del sujeto social latinoamericano.

Toda esta situación nos llevó a designar una alteridad que no podía ser

adecuadamente representada en las formas existentes de literatura, sin modificarlas

profundamente, por esto la idea de lo subalterno fue una manera de conceptualizar

dicha crisis. Pero, en la medida en que nosotros mismos estábamos implicados en la

“ciudad letrada” como profesores, críticos, y / o escritores, el subalternismo no podría

consistir sólo en estudiar algo que estaba afuera de la academia –por ejemplo, bandidos

o rebeliones campesinas- o de hacer trabajo de campo antropológico. El reto fue más

bien el de mirar nuestra propia participación en crear y reproducir relaciones de poder y

subordinación, en la medida en que nosotros continuábamos actuando dentro del

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marco de la literatura, la crítica literaria y los estudios literarios.

En 1993, Procuré dar una expresión personal de este sentido de los límites de

efectividad del modelo literario de las humanidades en un pequeño libro titulado

Against Literature –contra la literatura. Uno de los temas de ese libro fue el género

testimonio, esas narraciones en primera persona hechas por un narrador que ha

experimentado en su propia persona los hechos que cuenta, generalmente en la forma

de una historia oral después transcrita y editada como libro por un interlocutor letrado.

Hay testimonios de todo tipo, desde historias de prostitutas o drogadictos, hasta las

Memorias de la Guerra Revolucionaria Cubana del Che, el modelo del testimonio

guerrillero. Pero el paradigma del género para muchos de nosotros, dentro y fuera de la

academia, en los años 90s fue Me llamo Rigoberta Menchú, y así me nació la conciencia,

publicado por primera vez en Cuba, por Casa de las Américas en 1982.

El testimonio de Menchú fue destinado principalmente para fines de trabajo de

solidaridad –sobre todo para detener la guerra genocida que el ejército guatemalteco,

con el asesoramiento de países extranjeros como Argentina, Israel o Estados Unidos,

dirigía contra su propia población. Pero en el contexto de la derrota de las esperanzas

revolucionarias en 1990, Me llamo Rigoberta Menchú y la cuestión del testimonio

sirvieron también para introducir una serie de interrogantes en nuestro campo: ¿el

testimonio, es o no es literatura?, ¿cuál es la distinción entre ficción y testimonio?, ¿qué

voces excluye la literatura –en cuanto pretende hablar por, o de, esas voces, pero no las

deja hablar por sí mismas?, ¿quién es el autor de un testimonio, la persona que hace la

narración o el interlocutor letrado que prepara el texto? ¿es que ha desaparecido

entonces la moderna autoridad cultural del "autor"? El testimonio, así pienso, desplaza

o descentra cierta subjetividad burguesa implícita tanto en la producción como en la

recepción de la literatura. De allí que ofrezca una manera similar a la "teoría", y en

estrecha relación con ella (como una especie de “deconstrución” concreta), de

radicalizar el campo de las humanidades y las ciencias humanas, haciendo presente en

ellas voces precisamente subalternas porque normalmente no hubieran tenido la

posibilidad de representarse en un texto publicado, autorizado y estudiado como

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“literatura” o "historia". Hay, por supuesto, muchas ambigüedades y contradicciones, en

esta ilusión –o “efecto de realidad”, para usar el concepto de Roland Barthes- que el

testimonio ofrece, de tener acceso directo a una "voz" subalterna y se armó, por ese

entonces, un gran debate en la crítica y la teoría literaria latinoamericanista sobre este

punto, debate que continúa hoy (uno de sus últimos capítulos es el libro de Beatriz

Sarlo, Tiempo pasado, del año 2005).

Sin embargo, a pesar de estas ambigüedades, quedaba algo –una nueva

presencia incómoda en el campo de la literatura. Una cosa era que un gran novelista

como Miguel Ángel Asturias representara en una novela el mundo de los mayas en

Centro América; otra distinta era que una mujer campesina y activista maya como

Rigoberta Menchú produjera, con la ayuda de un interlocutor letrado, su propia

narración. Tanto en su forma como en su contenido, el testimonio cambiaba la

identidad del narrador popular como una especie de “informante nativo” que proveía

una “materia prima” al investigador o escritor, para transformarlo en un gestor de sus

propias condiciones de narración y verdad. El testimonio tuvo la potencia de dinamizar

el campo de la literatura desde el margen, desde lo que quedaba definitivamente afuera

del campo. Y como se lo produce desde, y a la vez representa precisamente, los espacios

de lo que los politólogos llaman la ingobernabilidad (el hampa urbana, la guerrilla, el

drogadicto, el mundo indígena, los niños de la calle, el inmigrante “ilegal”) cuestiona,

sobre todo, la relación entre literatura y Estado.

La ciudad letrada fue, de alguna manera, un libro sobre el Estado. Rama partió

sobre la premisa de que si se traza la genealogía de la “ciudad letrada” desde el periodo

colonial hasta el presente, se estará explicando también algo respecto del carácter del

Estado latinoamericano. Los Estados latinoamericanos no estaban enraizados en una

relación orgánica entre territorialidad y etnicidad lingüístico-cultural; en ese sentido,

parecen ejemplificar perfectamente la idea de Benedict Anderson de la nación como

“comunidad imaginada”, producida por la literatura y la tecnología de la imprenta. La

literatura latinoamericana no sólo sirvió a esos Estados produciendo, para usar el

concepto de Doris Sommer, “ficciones fundacionales” alegóricas de su identidad y

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destino “nacional”, sino que ésta también fue una práctica pedagógica-ideológica que

interpelaba a las nuevas elites criollas como sujetos capaces de engendrar y administrar

estos Estados: una forma de autodefinición y autolegitimación que equiparó el talento

para escribir y entender la literatura culta con el derecho a ejercer el poder del Estado.

En la crítica literaria latinoamericana escrita bajo el signo de la Teoría de la dependencia

y el vanguardismo político marxista-leninista, en las décadas de los 60s y 70s –

incluyendo nuestro libro sobre la literatura centroamericana-, la literatura fue

concebida como un vehículo para un sincretismo cultural. Rama habló, a propósito de

las “novelas del Boom”, de una “transculturación narrativa”, la que fue vista como un

proceso necesario para la formación de un Estado nacional más inclusivo. La ciudad

letrada señalaba el comienzo de un cambio radical en esta concepción de la literatura.

Donde antes se veía a la literatura y a la pedagogía literaria como instrumentos para la

modernización y democratización del Estado, ahora se las veía implicadas en la

incapacidad de las formas existentes del Estado para representar adecuadamente e

incorporar el rango pleno de identidades e intereses subsumidos en sus límites

territoriales, frecuentemente arbitrarios y ambiguos.

El gran pensador marxista italiano Antonio Gramsci, encarcelado por el gobierno

fascista de Mussolini en los años 30s, había reflexionado desde su celda sobre el mismo

problema pero en relación con la historia de Italia. El problema de la debilidad del

Estado en un país como Italia –es decir, “el fracaso histórico de la nación para llegar a su

realización”, para recordar la frase antes citada de Ranajit Guha- no era, Gramsci llegó a

pensar, solamente económico, derivado de la persistencia de elementos agro-feudales o

la penetración del mercado interno por el capital extranjero. También tenía una

dimensión específicamente cultural. Para Gramsci, la “cultura” es la esfera donde la

hegemonía –que él define como “el liderazgo moral e intelectual de la nación”- es

construida y puede ser quebrada y reconstituida. Los cambios de hegemonía implican

cambios no sólo en el contenido de la cultura (esto es, la diferencia entre valores

culturales conservadores o liberales), sino también en su forma. Para llegar a una

cultura genuinamente “nacional-popular” como sustento de un Estado comunista

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61

posible, hacía falta superar la diferencia fundamental que separaba lo que las elites

letradas en su conjunto, sean liberales o conservadores, entendían por “cultura” y las

culturas de las clases “subalternas”, como el mismo Gramsci las llamaba.

Este argumento de Gramsci anticipa, y de alguna manera conforma, el cambio

que ha ocurrido en, para usar una frase de Homi Bhabha, “el lugar de la cultura” en

nuestros tiempos –un cambio a la vez íntimamente relacionado con “la política de la

teoría”. En un ensayo fundamental para entender el giro culturalista en el pensamiento

social latinoamericano de finales del siglo XX, “Modernidad y postmodernidad en

América Latina”, el sociólogo chileno José Joaquín Brunner señala que con el

advenimiento de la modernidad comienza a predominar lo que él llama una

“‘culturizada’ visión de la cultura” –en otras palabras, la idea de que la cultura es,

esencialmente, lo que está representado en la sección de arte y cultura del periódico

dominical. En el lenguaje de la deconstrucción, la cultura era el “suplemento” de lo

social, lo que quedaba fuera después de sumar todas las otras determinaciones

"objetivas". Las humanidades respondieron refugiándose detrás de las murallas del

formalismo estético, insistiendo sobre la autonomía del arte y la literatura respecto de

la esfera de la razón práctica y la ideología, constituyendo así una visión

compartimentalizada de la producción artística y cultural, regida desde arriba por

“expertos” y especialistas académicos.

Brunner explica esta “‘culturizada’ visión de la cultura” como “un síntoma de la

negación producida por una profunda, y típicamente moderna, tendencia: la

predominancia de los intereses, incluyendo los intereses cognitivos, de la razón

instrumental sobre los valores de la racionalidad comunicativa; la separación de la

esfera técnica del progreso que incluye la economía, la ciencia y las condiciones

materiales de la vida cotidiana de la esfera de sentido intersubjetivamente elaborado y

comunicado, donde se encuentran indisolublemente anclados en un mundo-de-vida

donde las tradiciones, los deseos, las creencias, los ideales y los valores coexisten y son,

precisamente, expresados en la cultura”. Lo que ha comenzado a cambiar con la

postmodernidad, Brunner sugiere, es que a la cultura se le atribuye ahora un nuevo

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62

poder de gestión social. Por ejemplo, se ha hecho cada vez más común para

antropólogos, politólogos, teóricos de la educación, planificadores, sociólogos, y aun

economistas del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional pensar en la

“sustentabilidad cultural” del desarrollo.

En América Latina, la nueva preocupación por la cultura en las ciencias sociales –

designada a veces como una “vuelta a Gramsci”- fue en parte una consecuencia del

arribo de las dictaduras militares tecnocráticas en la década de los 70s. Anteriormente,

la ecuación de democratización y secularización con modernización económica había

prevalecido de una manera que cruzaba el espectro político, desde la izquierda a la

derecha, desde la Teoría de la dependencia hasta la Alianza para el progreso. Pero la

experiencia de los países del Cono Sur en los 70s (y de Brasil en los 60s) mostró que la

democratización no resultaba necesariamente de la modernización económica; más

aún, la modernización económica –tanto en forma capitalista como en forma

nominalmente socialista o de capitalismo de Estado- no fue siempre capaz de tolerar la

democracia. Lo que comenzó a desplazar el paradigma de la modernización, por lo

tanto, fue una interrogación acerca de las diferentes y asincrónicas “esferas” de la

modernidad (cultural, ética, ideológica, política, legal, etc.) y la “causalidad estructural”

de su interacción. Esta interrogación requirió una nueva atención a cuestiones de

subjetividad individual o colectiva y una nueva comprensión de (y tolerancia por) la

heterogeneidad religiosa, lingüística, cultural y étnica de las poblaciones

latinoamericanas. El correlato político de la "vuelta a Gramsci" fue la emergente

preocupación por los nuevos movimientos sociales y las “políticas de identidad”

[identity politics], ellas mismas impulsadas como compensación o sustitución de los

macro proyectos revolucionarios de la izquierda, derrotados o diferidos por la ola de

reacción que inunda el continente americano después de 1973.

En un ensayo, Postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío,

publicado por primera vez en 1982, Fredric Jameson argumenta que este cambio en el

lugar de la cultura es una de las consecuencias superestructurales o “lógica cultural" de

la globalización económica vista como una nueva etapa del capitalismo, con

Page 63: beverley - Políticas de la teoría

63

características especiales. En esta etapa, el modelo weberiano de la modernidad, en la

cual la cultura y las artes funcionan como esferas autónomas o semiautónomas respecto

de la razón instrumental del mercado y la burocracia estatal, llega a su fin. La cultura,

especialmente en las nuevas formas audiovisuales de cultura de masas, ahora atraviesa

lo social desde la psique individual hasta el Estado, en formas todavía no teorizadas.

Para registrar las consecuencias de este quiebre de las fronteras entre las diferentes

esferas de la modernidad, Jameson pensaba que se requerían nuevos “mapas

cognitivos”. Los estudios culturales, hijo tardío de la "política de la teoría" de los años

60s, de alguna manera, se presentaron como uno de estos nuevos mapas cognitivos

postmodernos.

La nueva centralidad de la cultura y de la “identidad”, paradójicamente le otorgó

al campo de la teoría y crítica literaria, la función de una vanguardia conceptual por

algunos años. Pero el argumento de Gramsci sobre la dimensión cultural de la

hegemonía era también un incentivo para desplazar la “‘culturizada’ concepción de la

cultura” representada por la literatura culta y las humanidades académicas. Hacía falta

desarrollar una noción de cultura como, para usar la frase de Raymond Williams, “a

whole way of life” –un modo de vida. Y eso requería, a la vez, nuevas prácticas

transdisciplinarias o interdisciplinarias –Néstor García Canclini hablaba de “ciencias

nómadas”- que subvirtieran activamente las fronteras de los campos académicos

tradicionales y en particular las distinciones que separaban la humanidades de las

ciencias sociales y naturales. Los libros de Foucault sobre la locura, la sexualidad o la

institución carcelaria eran el gran modelo para todo eso (es pertinente observar que

Foucault comienza su carrera como crítico literario, con un libro sobre la narrativa del

escritor surrealista Raymond Roussel).

Foucault concebía su producción intelectual como una forma de alentar lo que

el llamaba la “micro-política”: atacar al “sistema” en sus más íntimos y, a veces,

vulnerables puntos de contacto con la vida humana. Pero, los que trabajamos en los 80s

y 90s para formar el campo de los estudios culturales, estamos concientes hoy de

enfrentar una paradoja en lo que hacemos. Más allá de nuestras diferencias, algunos

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64

compartimos ese impulso hacia la desjerarquización también implícito en los estudios

subalternos. Para nosotros el presupuesto “político”, por decirlo así, detrás de los

estudios culturales era que lo “popular” en el sentido de consumo –es decir, lo pop- era

“popular” también en un sentido político; es decir, perteneciente al “pueblo” –lo

“nacional-popular”. Pensábamos que en el simple acto de desplazar nuestro interés

desde la literatura a la cultura popular o a cuestiones relacionadas con lo que Foucault

llamaba la “biopolítica”, estábamos desafiando no sólo el esteticismo del campo de la

literatura y la crítica del arte, sino también la perspectiva de la Escuela de Frankfurt

sobre "la industria cultural", que (con la excepción notable de Benjamin) veía en la

cultura de masas capitalista una especie de lavado de cerebro favorable a la integración

a la sociedad de consumo. Pero, ¿teníamos razón?

Tenemos que reconocer hoy que la globalización y la economía política

neoliberal quizás han hecho mejor que nosotros este trabajo de desjerarquización y

desterritorializacion cultural. Solemos decir casi automáticamente que el neoliberalismo

es malo y que sabemos por qué es malo. Pero fue un gran error, de parte nuestra, no

haber hecho un estudio más profundo, filosófico-crítico, del neoliberalismo y por qué

ha tenido o tuvo cierta efectividad hegemónica. Porque aunque en muchos lugares,

como en Chile, el modelo neoliberal fue impuesto violentamente, después también fue

capaz de conseguir el apoyo a veces de una mayoría, incluyendo sectores de las clases

populares. Puede ser, como creo, que esa efectividad hegemónica del neoliberalismo

hoy comience a desmoronarse por todos lados (vuelvo a este tema al final). Pero

también creo que no apreciamos suficientemente su lado "populista” y, por lo tanto, no

supimos cómo combatirlo eficazmente.

La consecuencia es que los estudios culturales, a pesar de su origen como

extensión del proyecto radical de los años 60s, cayeron a veces en una relación de

complicidad con los nuevos “flujos”" de la cultura mercantilizada, producidos por la

globalización económica, los medios de comunicación y el ethos neoliberal. Para citar

una fórmula famosa de García Canclini, si “el consumo también sirve para pensar”,

entonces el mercado y el cálculo económico de compradores y vendedores [market-

Page 65: beverley - Políticas de la teoría

65

choice] se convierte, implícita o explícitamente, en la condición necesaria y previa para

formas de agenciamiento popular-subalternas. De la misma manera, de acuerdo con la

lógica de “políticas de interés” en un sistema de democracia parlamentaria, las políticas

multiculturales de identidad étnica o de género, nutridas en parte desde la academia

por los estudios subalternos y culturales, se concentraban en interpelar individualmente

a las instancias del Estado y a las corporaciones en favor de sus reivindicaciones y

“derechos” particulares, en vez de unirse para formar un nuevo “bloque histórico”

popular-subalterno.

No hay duda, entonces, que los estudios culturales han llegado a un límite de

efectividad y ya no están en auge. Sin embargo, queda algo de su promesa igualitaria

inicial. Quizás estos no sean exactamente lo que Gramsci hubiera reconocido como lo

“nacional-popular”, pero si son nuevas formas de percibir y de representar el mundo

que vienen “desde abajo”. Pienso, por ejemplo, en el narcocorrido o en el rap o el

reggaetón –formas musicales relacionadas con el narcotráfico, diásporas de varios tipos

y la nueva permeabilidad de las fronteras nacionales. Al fin y al cabo, lo que se produce

y consume como pop tiene su origen generalmente en las clases populares, no en las

elites tradicionales o la clase media educada, profesional. Después es comercializado

por la industria cultural capitalista y entonces sí puede comenzar a tener, como pasó

con la música country en Estados Unidos, una dinámica ideológica-cultural a espaldas de

los intereses de las clases o los grupos que lo produjeron en primera instancia. Pero, aun

en su comercialización, queda cierta conexión con un productor popular inicial, porque

sin este sentido de "agency", o poder de gestión de clases o posiciones sociales

subalternas, la cultura popular no funcionaría ni estética ni comercialmente.

Después de todo este recorrido, en la última etapa de mi carrera he vuelto a lo

que me interesaba al principio: la literatura del barroco peninsular (Cervantes, la novela

picaresca, la poesía de Góngora, la sátira de Quevedo, la comedia). Pero con una nueva

mirada, quizás, porque ahora puedo “leer” esos textos desde las perspectivas abiertas

por los estudios culturales y subalternos, y la crítica feminista y postcolonial. La idea de

que la literatura era el lugar donde las posibilidades utópicas de América Latina iban a

Page 66: beverley - Políticas de la teoría

66

encontrar una expresión adecuada no se dio, y de ese desmoronamiento surgieron las

distintas formas de la "teoría", como he tratado de señalar en este trabajo. Pero hoy se

hace literatura desde y sobre la propia crisis de la literatura, como en el caso de Roberto

Bolaño. Sería erróneo, de todas formas, hacer una división demasiado tajante entre

literatura y las formas de la cultura popular o de masas. Porque, volviendo al antes

mencionado fenómeno del rap, por ejemplo, es evidente que el rap es esencialmente

una forma de poesía oralmente recitada con un marco rítmico. Tiene su origen en la

práctica, a finales de los 50s y comienzos de los 60s, de los poetas de la generación Beat

en los Estados Unidos de recitar sus poesías con un fondo improvisado de jazz. Y en

cuanto al narcocorrido, la crítica señala su parentesco formal y temático con los

romances fronterizos castellanos de la época del Cid. Entonces, quizás parte del

problema de la “‘culturizada’ visión de la cultura” sea su noción demasiado pobre,

“letrada”, de la literatura, que la limita arbitrariamente a lo que se ha entendido desde

el siglo XVIII como literatura (¡volvemos otra vez al tema del carácter arbitrario del

signo!). Mi amigo Eduardo Lozano, poeta y bibliotecario, ya fallecido, me dijo una vez

que el concepto de poesía o poiesis, en el sentido que tuvo para Aristóteles en su

Poética, es un concepto más amplio que el de literatura, porque podría abarcar

fácilmente al rap, la telenovela, el cine, la narrativas testimoniales, el corrido, el graffiti,

los chismes, nuestros sueños, etcétera.

El radicalismo de la “teoría” fue un fenómeno esencialmente académico, aunque

pensábamos que sus consecuencias podrían extenderse mucho más allá. Creíamos que

la universidad y el saber académico eran espacios posibles de ser radicalizados y desde

los cuales se podría radicalizar la sociedad. No sé si todavía creo eso porque la

universidad también ha cambiado mucho desde la época de los 60s, en una dirección

fundamentalmente conservadora. Por lo menos, me declaro agnóstico al respecto,

cuando antes era creyente. Sigo pensando que es necesario defender la universidad,

luchar contra su privatización y las otras deformaciones que ha padecido como

resultado de las “reformas” neoliberales. Pero, a la vez, me parece necesaria una “crítica

de la razón académica” –es decir, una especie de autocrítica. Porque, a pesar de nuestro

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67

compromiso ético y epistemológico con el ideal de un saber desinteresado, la academia

no es un lugar neutro: es, al fin y al cabo, el lugar donde se construyen las disciplinas

maestras que guían la manera de pensar la historia, la sociedad, los valores y las

ambiciones humanas. De ahí que desde la academia el poder produce y reproduce la

subalternidad en el mismo acto de nombrarla. Los estudios culturales y subalternos

ofrecían –ofrecen- la posibilidad de hacer esta “crítica de la razón académica” desde

dentro. Pero si se convierten en nuevos paradigmas, o “campos” académicos con sus

listas de lectura obligada, requisitos y burocracia institucional, entonces llegamos a una

situación paradójica pero inevitable por la lógica misma de desigualdad y diferencia

que rige la construcción de la subalternidad: los subalternos, concretamente, tendrían

que estar en contra de los estudios subalternos, porque estos representarían una

formación cultural y disciplinaria que traiciona, en cierto sentido, sus propios intereses y

su propio poder de gestión y voluntad histórica.

En la vida universitaria, el balance es siempre entre innovación y captura. La

innovación abre líneas de fuga y la captura las va cerrando e integrando, formando

nuevas formas de ortodoxia y disciplinariedad. Es un juego desigual porque, por la

naturaleza “discriminatoria” de la universidad misma, la posición libertaria,

vanguardista, siempre termina perdiendo. Confrontamos, entonces, la paradoja de que

lo que hacemos en las disciplinas apunta hacia una democratización cultural más

profunda –esa era la promesa “política de la teoría”- pero no se pude cumplir, y de ahí

surgieron nuestras frustraciones.

El mayor peligro que veo ahora es que ante esa frustración se vuelva a una

especie de reterritorialización de los campos disciplinarios, incluyendo la literatura. Se

está dando hoy un nuevo giro en la crítica literaria y cultural latinoamericana que

apunta claramente en esta dirección. Beatriz Sarlo sería, a mi modo de ver, la figura más

destacada en este sentido. Pero se trata de una tendencia generalizada, sobre todo

entre profesores de departamentos de literatura en América Latina. Creo que se trata,

en esencia, de un giro neoconservador, aunque muchas veces está representado por

personas, como Sarlo, identificadas con la izquierda y con una defensa de la “critica

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68

cultural” contra el “relativismo” postmoderno, el multiculturalismo “liviano” estilo

estadounidense, o el “populismo de los medios” –como lo llama Sarlo— de los estudios

culturales. De una forma parecida, el pensamiento neoconservador estadounidense

tuvo uno de sus puntos de origen en la reacción por parte de sectores de la izquierda

socialdemócrata o liberal ante la contra-cultura y los nuevos movimientos sociales de la

juventud en los 60s.

Digo neoconservador, porque habría que distinguir claramente esta posición de

la posición neoliberal a la que, en cierto sentido, quiere desplazar como ideología

dominante. El neoliberalismo induce una crisis de legitimidad en el Estado

contemporáneo, cuya función actual es actuar como una especie de “policía local” en la

globalización. Esto es así porque el neoliberalismo, como doctrina, no puede ofrecer,

más allá de su apelación al mercado libre, una normatividad positiva suficientemente

fuerte para disciplinar a las poblaciones. A la vez, la autoridad de un sistema de

“valores” es cuestionada por el nominalismo radical de la “teoría”. Presenciamos

también en las nuevas formas de la izquierda en América Latina, la irrupción de sujetos

popular-subalternos extremadamente heterogéneos, en contra de los efectos de las

políticas neoliberales (los cocaleros en Bolivia, las “turbas” urbanas en Venezuela, los

zapatistas en México, el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil). En el pasado, esta

irrupción venía desde fuera del Estado (el gran tema de los estudios subalternos, para

repetirlo, era la inconmensurabilidad entre el Estado y el “pueblo”). Pero hoy en día, en

muchas partes de América Latina, lo subalterno se ha convertido en el Estado. El giro

neoconservador representa, entonces, a mi modo de ver, un esfuerzo para contener la

izquierda latinoamericana en su nuevo florecimiento dentro de límites establecidos por

las clases profesionales, en su gran mayoría blancas, y dentro de las "disciplinas"

académicas.

Hay cierta lucidez desengañada en esta exposición, pero debe quedar claro que

no nace desde, sino en oposición, a la promesa de “la política de la teoría”, que era, si

no transformar la sociedad, por lo menos transformar a nuestras disciplinas académicas,

procurando hacer del saber académico un instrumento al servicio de la “inmensa

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69

mayoría”, para recordar la frase del poeta español Blas de Otero. En contra de esta

lucidez autocomplaciente, entonces, me parece justo concluir esta narrativa observando

que no es que perdimos a causa de una serie de equivocaciones e ilusiones románticas,

entre ellas la idea de la “política de la teoría”, que ahora debemos abandonar (aunque

de equivocaciones, ilusiones y romanticismo había mucho en todo esto); más bien

fuimos derrotados por una fuerza más poderosa, una fuerza que inconscientemente,

por una especie de fatalidad objetiva, servíamos, al mismo tiempo que creíamos estar

combatiendo, como los rebeldes de la película The Matrix. Creíamos en la posibilidad de

un “postmodernismo de resistencia”, pero desde la perspectiva de hoy, está claro que lo

que el postmodernismo significó fue más bien la cooptación de la promesa de los 60s

por una Restauración conservadora, cuyo otro brazo era el neoliberalismo. Como lo dijo

más cínicamente Regis Debray, el compañero del Che: “pensábamos que íbamos hacia

la China, pero terminamos en California”. Pero esa promesa sigue siendo real y, como el

“viejo topo” de Marx, alienta el renacimiento de la izquierda latinoamericana. Es la

promesa de una sociedad sin las grandes desigualdades e injusticias de todo tipo que

atraviesan la nuestra, donde la diferencia puede coexistir con la igualdad. De allí que el

impulso de “la política de la teoría” puede y debe ser renovado.

III. - Sobre estudios culturales (conferencia en Montevideo)

_________________________________________________________

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70

La lógica del famoso ensayo "Calibán" de Roberto Fernández Retamar, es una

lógica de otredad cultural potencialmente subversiva. Calibán es el sujeto

latinoamericano formado por la civilización europea en su doble movimiento de

colonialismo y capitalismo, pero cuya identidad como sujeto le lleva necesariamente a

impugnar esa civilización. Para Retamar, como para gran parte de su generación, la

posibilidad de Calibán fue concretamente la posibilidad del comunismo: es decir, la

posibilidad (o la necesidad) de “cambiar la vida”. Como se sabe, por contraste, el

fenómeno principal que define la postmodernidad como tal es, precisamente, la caída

del comunismo. ¿Sería posible reimaginar y reanimar al proyecto del comunismo –es

decir, a Calibán- no sólo en la postmodernidad sino, en cierto sentido, desde la

postmodernidad?

La pregunta parece a la vez perversa y quijotesca. Perversa por todo lo que

sabemos del Gulag, de los campos de matanza de Camboya, de los crímenes de Stalin (y

de todos los pequeños Stalins), de la represión y la falta de democracia aun en

condiciones de lo que se solía llamar “normalidad socialista”. Quijotesca por el simple e

inescapable hecho del fracaso histórico del sistema y de la ideología que justificó dicha

represión y dichos crímenes en nombre de la construcción de un futuro humano más

justo.

El tema que subyace a estas cuestiones es cuáles son las consecuencias de

pensar la lógica de lo social como esencialmente multicultural. Sé muy bien que esta

reflexión puede ser muy ajena a las realidades de un país como el Uruguay. Pero creo

que el tema de lo subalterno es importante sólo en la medida en que hace visible a

nuestras sociedades, y si no permite ver y oculta lo que es importante ver, entonces no

hay que insistir en esto. Pero, para anticipar la discusión, podría decir que el

multiculturalismo puede disipar no solo una presencia, sino también una ausencia en la

cultura nacional, una ausencia -o pérdida-, que es, sin embargo, constitutiva del

presente en la manera en que Freud habla de la dinámica psíquica de melancolía y

duelo. Voy a hacer una reflexión quizá demasiado obvia pero necesaria, sobre la

situación de las izquierdas hoy.

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Es cada vez más evidente que los regímenes que han surgido de la caída del

comunismo, han resultado en mayor o menor grado problemáticos, especialmente en lo

que era la URSS y Yugoslavia. Este hecho ha provocado, dentro y fuera del mundo post

soviético, una nostalgia por lo que podría aparecer en las condiciones actuales como

una especie de “época dorada” del estalinismo de los años cincuenta y sesenta. Sin

embargo, es evidente también que la simple restauración del estalinismo –o la

instauración de nuevos regímenes de ese tipo (como podría haber ocurrido en el Perú

con Sendero Luminoso, por ejemplo) aun si fuera todavía posible, llevaría con el tiempo

al mismo impasse y crisis que experimentó el campo del “socialismo real” en los 80s,

porque las semillas de ese impasse y crisis estaban presentes en la misma forma de

centralización económica, política y cultural ejercida por esos regímenes, forma que

puede parecernos hoy una variante particular de lo que Lacan llama el discurso del

amo.26

Hay muchas razones para defender el derecho de Cuba a seguir su propio

camino contra el bloqueo impuesto por mi gobierno (o en el caso del niño Elián), o para

pensar que el modelo chino de transición hacia una economía mixta ha dado mejores

resultados que el ruso. Pero nadie, y en primer lugar ni los cubanos o chinos, piensa hoy

que China o Cuba son modelos ejemplares de un nuevo tipo de sociedad post-

capitalista. Esta carencia de normatividad socialista es precisamente lo que expresa el

concepto cubano de "período especial en tiempos de paz". La proyección estratégica de

estos regímenes es más bien usar el monopolio político-burocrático del partido

comunista para facilitar la integración de sus países a la economía global, sin los

vertiginosos desajustes que ocurrieron en el caso de la URSS.

Curiosamente, algo parecido ocurre con las variantes contemporáneas de la

social democracia: el PSOE, la Tercera Vía de Tony Blair, el socialismo renovado chileno,

etc. (debo indicar que mi propia filiación política ha sido con la nueva izquierda social

demócrata). Como Clinton, que es en cierto sentido su modelo, las nuevas formas de la

26 Es quizás pertinente observar al respecto que la transición del comunismo al capitalismo fue o está siendo efectuada sin una verdadera revolución social, lo que equivale a decir, sin un cambio de la clase dominante.

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social democracia representan un reajuste hábil a las condiciones actuales impuestas

por la globalización. Configuran lo que el socialista norteamericano Michel Harrington

solía llamar “the left wing of the possible”, la izquierda de lo posible. Pero, al fin y al

cabo, este reajuste consiste esencialmente en que acepten la hegemonía del capital

globalizado. Reproducen la función tradicional de la social democracia de ajustar las

reivindicaciones obreras y populares a los intereses del capital, ofreciéndose como

mediadores más eficaces de la lucha de clases que los tradicionales partidos de la

burguesía. No proponen una alternativa a la globalización o a la lógica del capital, otras

formas de comunidad, valores, producción, cultura, democracia, regocijo.

Lo que compartían, más allá de su antagonismo secular, la social democracia y el

comunismo, es que se presentaban ideológicamente como formas de modernidad. El

problema entre el capitalismo y el socialismo que marcaba a la Guerra Fría era,

esencialmente, sobre cuál de los dos sistemas podía llevar a cabo, de mejor forma, la

posibilidad de una modernidad política, económica, científica-tecnológica y cultural

latente en el mismo proyecto burgués. La premisa básica del marxismo como ideología

modernizadora era que la sociedad burguesa no podía cumplir con su propia promesa

de emancipación y bienestar debido a las contradicciones inherentes al modo de

producción capitalista, contradicciones sobre todo entre el carácter social de la

producción y el carácter privado de la propiedad y la acumulación. Liberando las fuerzas

de producción de los lazos de las relaciones de producción capitalistas –así decía el

argumento clásico-, los regímenes del socialismo de Estado podrían más o menos

rápidamente sobrepasar esas limitaciones y “vencer” al capitalismo. La respuesta, en

última instancia triunfadora, del capitalismo fue que la fuerza del libre mercado y la

privatización sería más dinámica y eficaz en producir la modernidad y el desarrollo

económico deseado.

Lo que no estaba en cuestión en este argumento, sin embargo, era la categoría

de la modernidad en sí, o la idea de clara procedencia hegeliana -aunque no siempre

fuera reconocido-, de un proceso tecnológico necesario para producir esa modernidad.

Esta ambivalencia estaba implícita en la teoría de la dependencia, y explica el cambio de

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rumbo ideológico de figuras como Cardozo en Brasil o Vargas Llosa en el Perú. Si la

teoría de la dependencia fue esencialmente una explicación del retraso (o

“subdesarrollo”) de los países de la periferia capitalista con respecto a una modernidad

económica, política, cultural, supuestamente lograda en el centro, entonces la

modernidad es el principio de valor en relación al cual se juzga el abyecto presente

nacional, y el mercado libre, o el capitalismo de Estado, o el socialismo son solo medios

para conseguir esa modernidad, medios que en última instancia deben ser juzgados por

su efectividad programática en lograr dicha meta.

Pero, ¿puede existir una idea del socialismo o del comunismo, que no esté

conectada con la idea de la modernidad como meta trascendental o telos? Es en

relación a esta pregunta, creo, que consiste la contribución de los estudios subalternos.

La modernidad conlleva el ideal y, a la vez, la posibilidad material de una

sociedad transparente a sí misma, la generalización del principio de la "razón

comunicativa", para recordar el concepto de Habermas. Por lo tanto, la lógica de la

modernización es aculturadora o transculturadora27. Pero, lo que se opone la posibilidad

de una sociedad transparente a sí misma no es solamente el conflicto modernidad /

tradición –o, para hablar “en argentino”, civilización y barbarie-, sino la proliferación de

diferencias y heterogeneidades producidas precisamente por la misma modernidad

capitalista. En este sentido, el concepto de lo subalterno no designa una identidad pre o

para-capitalista, sino precisamente una relación de integración diferencial y

subordinada dentro del tiempo del capital.

El historiador bengalí Dipesh Chakrabarty del Grupo Sudasiático de Estudios

Subalternos, formula el problema de la siguiente manera:

[L]as historias subalternas escritas atendiendo a la diferencia no pueden

constituir sólo otro intento, en la larga y universalista tradición de las historias

27 La política cultural de la izquierda más relacionada con la teoría de la dependencia fue la idea de transculturación propuesta por Ángel Rama, sobre la base del aporte inicial –que incluye la invención del neologismo- de Fernando Ortiz en su famoso libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1987).

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“socialistas”, para ayudar al subalterno a constituirse en el sujeto de las

democracias modernas, esto es, para expandir la historia de la modernidad

como tal en una forma que la hace más representativa de la sociedad en su

conjunto [...] las historias sobre como éste o aquel grupo en Asia, África o

América Latina resisten la “penetración” del capitalismo no constituyen, en este

sentido, historias “subalternas” porque estas narrativas son producidas en base

a imaginar un espacio que es externo al capital – cronológicamente “anterior” al

capital- pero que al mismo tiempo es parte de su marco temporal unitario e

historicista dentro del cual tanto el momento “anterior” como el “posterior” de

la producción capitalista se pueden desplegar. El “afuera” en el que estoy

pensando es diferente de aquello que es imaginado simplemente como “anterior

o posterior al capital” en la prosa historicista. El “afuera” en el que estoy

pensando, siguiendo a Derrida, es anexo a la categoría misma de “capital”, algo

que cruza una zona limítrofe de temporalidad, que conforma el código temporal

dentro del cual el “capital” se desarrolla violando incluso dicho código, algo que

somos capaces de ver sólo porque pensamos / teorizamos el capital, pero que

siempre nos recuerda que otras temporalidades, otros mundos de sentido,

coexisten y son posibles […] Los estudios subalternos, como los concibo, sólo

pueden situarse a sí mismos teóricamente en la coyuntura donde ya no tenemos

ni a Marx ni a la “diferencia”, porque, como he dicho, la resistencia de la que

estos estudios hablan es algo que puede ocurrir sólo dentro del horizonte de

tiempo del capital y, a pesar de ello, tiene que ser pensado como algo que

interrumpe la unidad de ese tiempo28.

Lo que el concepto de gobernabilidad expresa es la inconmensurabilidad entre lo que

Chakrabarty llama la "heterogeneidad radical" de lo subalterno y la "razón del Estado

moderno". La ingobernabilidad, por lo tanto, es el espacio de resistencia, antagonismo e

28 Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000), 95.

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insurgencia dentro de la globalización. Pero, como tal, la ingobernabilidad designa el

fracaso de la misma política.

En los Cuadernos de la cárcel, Gramsci escribe: "Las clases subalternas, por

definición, no están unificadas y no pueden estarlo hasta que sean capaces de devenir

un Estado”. Estas oraciones intentan describir el proyecto del comunismo, ya que, para

Gramsci, la función del partido es permitir que lo subalterno acceda al poder. Podríamos

formular el problema de la siguiente manera: si para ganar la hegemonía sobre el

estado y los aparatos ideológicos, lo subalterno tiene que transformarse esencialmente

en lo que actualmente es hegemónico -es decir, la cultura moderna burguesa-, entonces

la clase dominante continuará ganando, aun en el caso de ser derrotada. Esta paradoja

define la crisis del proyecto del comunismo en este siglo. Los estudios subalternos nacen

vivencialmente de esa crisis. Como se sabe, se ha definido la crisis del comunismo como

una especie de oposición entre el partido-Estado y sociedad civil. Pero lo subalterno

tampoco es conmensurable con lo que normalmente se entiende por sociedad civil; es

decir, la “burgerlich Gesellschaft” de Hegel. Esto es así porque la construcción de la

sociedad civil está también conectada a una narrativa de “desarrollo” y modernidad

que, a causa de sus requisitos culturales y sociales, la alfabetización, la educación

formal, la familia nuclear, la propiedad privada, excluye a amplios sectores de la

población de la ciudadanía o limita su acceso a ella. Esa exclusión o limitación que

también opera dentro de la sociedad civil es lo que constituye lo subalterno.

En la imagen producida por el trabajo historiográfico de Subaltern Studies, lo

subalterno es precisamente lo que "interrumpe" la narrativa paradigmáticamente

moderna de la transición del feudalismo al capitalismo, y de las etapas del capitalismo

mercantil, competitivo, de monopolio, imperialista, global. Esa narrativa involucra

centralmente, ya desde Maquiavello, la categoría de pueblo y la capacidad del Estado-

nación de integrar al pueblo en su propia modernidad. Ahora bien, el pueblo designa

una colectividad heterogénea: obreros, juventud, mujeres, campesinos, intelectuales

progresistas o no. Lo que constituye lo nacional-popular para Gramsci, es la identidad a

construir, por así decirlo, entre el pueblo y las formas del Estado-nación. Pero la

Page 76: beverley - Políticas de la teoría

76

apelación a una identidad compartida en el discurso de la nación, estabiliza la categoría

del pueblo alrededor de una identidad de colores, intereses, tareas, sacrificios, destinos

compartidos. Sutura las diferencias o discontinuidades del pueblo. Es precisamente en

esas discontinuidades que lo subalterno aparece.

Lo que está en juego en el modelo de los estudios subalternos, es una acepción

de lo subalterno como sujeto que no es totalizable como el pueblo en el sentido

homogeneizante que éste ha tenido en el discurso de la nación, ni tampoco como el

ciudadano de la racionalidad comunicativa de Habermas. Desde este punto de vista, la

hegemonía en sí funciona como una especie de pantalla en que las clases y grupos

dominantes proyectan su ansiedad de ser desplazados en su poder y privilegio relativo,

por un sujeto popular multiforme, un sujeto que el teórico italiano Paolo Virno designa

como “la multitud”.

La ecuación de sociedad civil, cultura letrada y hegemonía en Gramsci, oculta el

hecho de que la subalternidad se dirige necesariamente contra lo que se entiende por

cultura y valores culturales por los grupos dominantes Esa ecuación corresponde a una

épica de la modernidad en la cual la ciudadanía y la autoridad no pueden ser separadas

de la alfabetización y la educación. Por el contrario -y este es el gran tema de los

estudios culturales con el advenimiento de la cultura audiovisual de masas- esta

ecuación comienza a perder en gran parte su fuerza.

No se trata aquí –para volver a lo que dice Chakrabarty- de idealizar la tradición

o el folklore, o incluso, la industria cultural en una especie de "macondismo" u

orientalización de lo latinoamericano. Lo subalterno no tiene más razones para celebrar

la tradición que la modernidad, porque ambas dimensiones pueden ser (o no) las

condiciones de su subordinación. Es un sujeto que a la vez no tiene nada en común con

un pasado feudal -oligárquico, pero que a la vez resiste ser incorporado en las disciplinas

normativas de la modernidad.

Propongo renombrar a lo que Chakrabarty llama la "heterogeneidad radical" de

lo subalterno, una heterogeneidad que representa diferentes lógicas de lo social y

diferentes maneras de experimentar y conceptualizar a la historia dentro de una misma

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77

formación social o Estado nacional como multiculturalismo. Para un público

latinoamericano, el término tendrá la desventaja evidente de estar asociado con ciertas

preocupaciones norteamericanas, de allí representar la intromisión de una agenda ajena

a sus realidades. Es más, la idea de multiculturalismo puede aparecer, a primera vista,

como congruente con la hegemonía del neoliberalismo. En la fórmula de Žižek, “el

multiculturalismo es la forma ideal del capital global”. Esto es así porque en su forma

actual, el capital puede prescindir de la unidad soberana y de la territorialidad

culturalmente homogénea de la nación. En esta paradoja está implícito el reto

ideológico más profundo que el neoliberalismo ofrece a la izquierda. Precisamente

porque, en principio, la doctrina neoliberal no presupone ninguna jerarquía de valor a

priori, aparte de la función del mercado y del market choice en tanto que tal. Entonces,

si el market choice es un acto esencialmente racional (de acuerdo con el fin de

maximizar beneficios y minimizar costos), y además, “libre” en un sentido formal (es

decir, no sujeta a una normatividad ajena al sujeto), entonces la racionalidad

comunicativa de Habermas ya está implícita, en cierto sentido, en la generalización de

las relaciones de mercado y la democracia parlamentaria, y estamos de hecho, como

opinaba Fukuyama, en el fin de la historia.

Pero, ¿sería posible derivar del principio del multiculturalismo una alternativa

más radical, ya que lo que designa es, en esencia, lo subalterno, y lo subalterno -otra vez

recordando la definición de Guha: "un nombre para designar el atributo general de

subordinación, ya sea en términos de clase, casta, edad, género y oficio, o en cualquier

otra forma”-, es una forma de negatividad concreta: es decir, las desigualdades,

diferencias y antagonismos producidos o reproducidos por la historia misma de la

modernidad capitalista?

En general, la respuesta de la izquierda ortodoxa a esta pregunta ha sido

negativa. El multiculturalismo implica, en mayor o menor grado, un principio de

relativismo cultural y epistemológico. La izquierda, por el contrario, ha preferido

refugiarse en la idea del socialismo como una forma de racionalidad crítica-científica

moderna, pero opuesta al mismo tiempo a la “razón instrumental” del mercado y del

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78

Estado burgués, y a las enajenaciones de la industria cultural capitalista, representadas

sobre todo en el consumo.

Una obervación rápida aquí sobre los estudios culturales: En la contienda entre

la crítica negativa adorniana practicada por ejemplo por Sarlo, a la sociedad de consumo

globalizada y al "neopopulismo" de la celebración de lo popular en los estudios

culturales que ella critica, no hay tanta distancia como parece a primera vista. El

proyecto de los estudios culturales no rompe con los valores de la modernidad. Los

"tiempos mixtos" de García Canclini se resuelven en el presente caótico y dinámico de la

gran megalópolis capitalista, y los nuevos flujos demográficos y culturales que ésta

posibilita. El proceso de hibridación reproduce -pero ya a nivel de las culturas populares

o de masa, y en un registro post o para nacional-, la teleología moderna expresada

anteriormente en la idea de mestizaje o de transculturación.

Pero, si pasamos de la lógica de la hibridez o la transculturación a una lógica de

diferencias que no se resuelven en un proceso teleológico de formación de una cultura

"nacional" o regional, surge entonces otra pregunta: ¿No es por definición la

articulación de las ‘diferencias’ en sí una limitación a la posibilidad de formar un bloque

histórico potencialmente hegemónico, ya que esta posibilidad requiere la articulación

de una “voluntad colectiva” -el concepto es de Gramsci - mientras que la política de

identidades o intereses particulares de los nuevos movimientos sociales conduce

precisamente a una especie de serialización del espacio social? ¿Cómo hacer del

subalterno, que implica una representación heteróclita de lo social, la base para un

nuevo bloque histórico? Según un conocido argumento de Laclau y Mouffe (en

Hegemonía y estrategia socialista), en la medida en que las identidades multiculturales

encuentran en sí mismas el principio de su propia racionalidad, sin tener que buscar ésta

en un principio trascendente o universal que garantice su legitimidad ontológica o

histórica, éstas identidades serán capaces de producir una posición de sujeto

“democrática”. Es decir, el multiculturalismo se conforma con la utopía neoliberal de

una interacción de sujetos autónomos plurales, gobernados en última instancia sólo por

las reglas del juego democrático y del mercado. Es más: las demandas multiculturales

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expresan el deseo y la posibilidad de la integración de sectores relativamente

privilegiados dentro de grupos anteriormente subalternos al Estado y al mercado

capitalista29. Pero, si estas demandas no son sólo por la igualdad o representación

formal, sino por la igualdad cultural, económica, cívica y epistemológica, a la vez,

entonces la lógica multicultural de las políticas de identidad sobrepasa la posibilidad de

ser contendida dentro de la hegemonía neoliberal, y conduce hacia lo que Laclau y

Mouffe llaman una posición de sujeto "popular" –es decir, capaz de dividir el espacio

político en dos campos opuestos: el campo de un "bloque popular" y el campo de la

elite o "bloque de poder". Esto se debe a la autoconstitutividad de cada una de las

identidades diferenciales que es, a la vez, el resultado de un desplazamiento del

"imaginario igualitario" compartido –un imaginario que nace de las desigualdades

(económicas, etno-raciales, de género, de cultura, etc.) producidas por la modernidad.

Es el juego de esas desigualdades el que articula el concepto de lo subalterno.

En su concepto de “imaginario igualitario” Laclau y Mouffe aluden al argumento

del filósofo canadiense Charles Taylor de que el multiculturalismo implica una

“presunción de valor igual” que se traduce socialmente en una demanda de

“reconocimiento” cultural30. En una discusión reciente, Homi Bhabha señala que, para

Taylor, esta presunción “no deriva del lenguaje universal de valor cultural [...] porque se

enfoca exclusivamente en el reconocimiento de lo excluido”. En otras palabras, la

presunción no depende de un principio valorativo ético o epistemológico que existe

anterior a la demanda de reconocimiento cultural en sí misma. Más bien, la demanda

según Taylor pone en marcha un “juicio procesal” (processual judgement) que involucra

la necesidad de “negociar” diferencias de valor para llegar a una nueva "fusión del

horizonte" (fusion of horizon) que no estaba presente antes de la demanda.

Pero estas ideas de processual judgement y fusion of horizon sugieren en el

argumento de Taylor, un proceso de transculturación dialógica que parece negar la

fuerza de la otredad que se trata en principio de “negociar” (entre otras cosas, porque

29 Es sabido que Foucault designa a esta manera de categorizar a las poblaciones como "biopoder". 30 Charles Taylor, "The Politics of Recognition", en Multiculturalism, ed. Amy Gutman (Princeton NJ: Princeton University Press, 1994).

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esa otredad no está obligada de antemano a expresarse necesariamente en una

teleología de transculturación o hibridación). Señala Bhabha, “(L)o que Taylor encuentra

particularmente inaceptable en la presunción de valor igual es la extensión de derechos

civiles al dominio de juicio cultural” (449). Pero su solución, “trabajar a través de la

diferencia cultural para ser transformado por el otro”, continúa Bhabha:

[N]o está tan claramente abierta al otro como suena. Esto es porque la

posibilidad de una "fusión de horizonte" de valores -el nuevo patrón de juicio- no

es tan nuevo; está fundada sobre la noción del sujeto dialógico de la cultura que

teníamos precisamente en el comienzo del argumento. Ese patrón no ha

cambiado [...] Hay (en Taylor) una presunción de reconocimiento dialógico como

forma de reciprocidad social y psíquica que hace de la fusión de horizontes una

norma de valor o entereza cultural esencialmente consensual y homogeneizante,

basada en la idea de que la diferencia cultural es fundamentalmente

sincrónica31.

Bhabha quiere enfatizar aquí que no puede ser un principio abstracto, ético o

epistemológico, de reciprocidad o "reconocimiento", es decir, un principio particular al

supuesto universalismo de la moderna cultura liberal occidental, el que dinamice la

“presunción de igual valor”; se trata más bien del carácter históricamente específico de

las relaciones de subalternidad, marginación y explotación producidas por la hegemonía

de esa misma cultura. Para Taylor, cito a Bhabha de nuevo, “la diferencia está

constituida y totalizada dentro de cada cultura”, de allí que el diálogo multicultural

“involucre dos sujetos culturales unitarios (individuos o colectivos)”. Pero el problema

de lo que Bhabha llama “el sujeto minoritario” (aunque debe estar claro que esta

hablando de la inmensa mayoría de la humanidad) no es “la cuestión de la reciprocidad,

la relación de los dos, sino la problemática de la proximidad [...] El sujeto subalterno, por

contraste, producido por la proximidad de diferencias (en vez de su reciprocidad)

31 Homi Bhabha, "Editor's Introduction", Front Lines / Border Posts, número especial de Critical Inquiry 23/3, 449, 450.

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emerge de una historia de prácticas discriminatorias y excluyentes sin la temporalidad

neutra que el dialogismo necesita para un reconocimiento exitoso” (450).

Taylor representa para Bhabha la reducción de las energías subversivas

generadas por el multiculturalismo a la lógica de lo que en los Estados Unidos solemos

llamar liberal multiculturalism (cuando no corporate multiculturalism). Pero Bhabha

señala también el peligro de que una política de identidad que no depende de la “fusión

de horizontes” pueda quedar atrapada en una articulación defensiva, rígida de dolor y

resentimiento, no sólo “incapaz de participar en una política transformativa, colectiva,

sino, en cierto sentido, coludida con sus propias condiciones sociales de producción y

reproducción como sujeto subalterno minoritario” (452).

Mi argumento, en cambio, es que se puede derivar la posición de sujeto

colectivo necesaria para la articulación de un nuevo bloque histórico desde el principio

de la diferencia subalterna. Como señalan Laclau y Mouffe, la posibilidad de sobrepasar

los límites de la actual hegemonía burguesa sería, en un sentido primario, nada más que

la lucha por lo que llaman la “autonomización máxima de esferas” sociales de acuerdo

con la generalización de una lógica igualitaria. Pero esto ocurre precisamente cuando se

presiona desde dentro de las diversas formaciones culturales y políticas de identidad

para llegar al extremo de sus demandas; es decir, a un extremo en que estas demandas

(por “reconocimiento”, derechos, igualdad formal, autonomía territorial, ‘bi’ o ‘multi’

lingüismo, etc.) ya no pueden ser contendidas dentro de las formas legales y los

aparatos ideológicos del Estado actual, y la lógica económica impuesta por la ley

capitalista del valor.

Esta ecuación entre lo popular y lo heterogéneo no implica, por lo tanto,

generalizar el principio del multiculturalismo a todo el espacio social, como ocurre en la

celebración del poder de gestión de la sociedad civil en los estudios culturales. Si la

posición de sujeto popular es precisamente la expresión política-cultural de un principio

de igualdad implícito en la heterogeneidad multicultural, entonces no puede incluir

dentro de si la “diferencia” representada por el bloque de poder. El carácter

multicultural de lo popular tiene que ser articulado contra algo que éste no es; es lo que

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Laclau designa como su “afuera constitutivo”. En las condiciones de la globalización y de

las hegemonías locales de elites burguesas, este “afuera constitutivo” tiene que ser la

lógica de aculturación o transculturación asociada con la modernidad burguesa. Es decir,

se trata de una articulación del valor del modo de producción capitalista, vista ahora

como incompatible en última instancia con las demandas tanto de las clases populares

como de las identidades subalternas o multiculturales que cruzan esas clases, para

alcanzar una condición de igualdad social y democratización máxima en todas las

esferas.

En otras palabras, la unidad de los elementos del “pueblo” dependen de un

reconocimiento de la inconmensurabilidad o del carácter heterogéneo de esos

elementos y, por lo tanto, de la proliferación de “contradicciones en el seno del pueblo”,

como valores positivos en vez de “problemas” (de desarrollo, de falta de educación o

normatividad socialista).

Lo que define hoy esta renovada posibilidad del “pueblo” como sujeto

hegemónico no es, por tanto, la noción jacobina-nacionalista del pueblo como sujeto

idéntico a sí mismo –noción que hace del pueblo esencialmente el sujeto predilecto del

Estado moderno- sino precisamente la articulación del pueblo como un sujeto

internamente fisurado y heterogéneo32. Un proyecto renovado de la izquierda para

“cambiar la vida” sería la expresión política-cultural de este reconocimiento de la

heterogeneidad e inconmensurabilidad de lo social, sin sentir la necesidad de resolver

las diferencias en una lógica unitaria o transculturadora de modernización. En otras

palabras, hemos pasado de lo utópia a la heterotópia.

Algunas observaciones finales:

1) Como hemos visto, para Laclau y Mouffe, las políticas de identidad multicutural

pueden apuntar, a la vez, hacia una posición de sujeto democrático compatible con la

hegemonía neoliberal, o hacia la posición del polo popular en un nuevo bloque histórico

32 Este sentido de “pueblo” está cercano a lo que Lyotrad entiende por “lo pagano” o Palo Virno por “la multitud”, es decir, un sujeto social colectivo, pero heterotópico y no totalizable en una identidad.

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potencialmente hegemónico. Pero, lo que es evidente es que lo que prima en ambas

alternativas es la misma lógica sociocultural (de subalternidad, explotación, exclusión,

discriminación, falta de igualdad). Esta coincidencia sugiere la posibilidad de una

convergencia entre las formas más avanzadas del liberalismo, incluyendo lo que

llamamos en Estados Unidos "rights talk" (discurso de o sobre los derechos)-como por

ejemplo, el feminismo, el movimiento gay, el ecologismo, los movimientos en favor de

derechos humanos-- y la posibilidad de recomenzar o reanimar el proyecto de la

izquierda. Se trata de una convergencia que sobrepasaría en sus demandas e

interpelaciones los límites inherentes a los gobiernos de centro-izquierdasocial-

demócratas.

2) Si en un registro "post" se ha insistido mucho en la sobredeterminación de la

identidad de clase por otras identidades y lógicas de lo social, también hay que

reconocer que esas identidades a su vez están sobredeterminadas por las relaciones de

clase. Si el multiculturalismo es sólo una manera de producir un nuevo yuppie étnico o

femenino (o gay) –lo que en Miami se suele llamar un yuca (the young upwardly mobile

Cuban American)- entonces no hemos avanzado mucho. Más bien le hacemos el juego al

sistema. Pero la inmensa mayoría de los sujetos vinculados con políticas de identidad

(las mujeres, los gay, los indígenas y mestizos, los negros, lo inmigrantes recientes, la

gente iletrada, etc.) coinciden con la clase obrera. ¿Por qué contraponer políticas de

clase a políticas de diferencias, entonces? Especialmente si se reconoce que la clase es,

también, a nivel de lo político-cultural (es decir, como clase para sí) una forma de

identidad.

3) Muchos pensadores de izquierda argumentan la “incompatibilidad sistemática” (la

frase es de Fredric Jameson) entre el principio del mercado y el socialismo, haciendo

referencia a las enormes consecuencias destructivas –tanto en lo cultural / ideológico

como en lo económico- de la reintroducción descontrolada de relaciones de mercado

capitalistas en las sociedades post-comunistas. Pero, la relación entre el principio del

mercado y la democracia formal, en el pensamiento neoliberal, no implica

necesariamente una identificación absoluta entre el mercado y el capitalismo, o entre el

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principio del mercado como tal con el "mercado libre" creado por el capitalismo

histórico. Esa identificación depende más bien de la función ideológica del

neoliberalismo de asegurar la hegemonía del capital global. Pero, el mercado no es una

institución social exclusiva del capitalismo, ni es la existencia de relaciones de mercado

como tal lo que define al capitalismo como modo de producción; puede haber modos de

producción –como el sistema generalizado de producción de pequeña mercancía- que

dependen del mercado, pero que no son capitalistas; viceversa, puede haber modos de

producción basados en relaciones de producción explotadoras que no dependen del

mercado -por ejemplo, el feudalismo. El problema entonces no es en sí el “mercado”

versus la “planificación”, o la “sociedad civil” versus el “Estado”, sino que la hegemonía

se ejerce tanto en el Estado como en la economía o en las instituciones de la sociedad

civil: es decir, se trata en última instancia de un problema político y cultural más que

puramente económico.

4) El espacio geopolítico de la modernidad está formado por el Estado nacional. Como

se sabe, la globalización implica una superación o Aufhebung relativa del Estado

nacional. Como hemos visto, una de los temas más urgentes de los estudios subalternos

es la inconmensurabilidad entre la heterogeneidad radical de la sociedad y la forma y la

razón del Estado nacional moderno. Parece haber, en este sentido, una especie de

convergencia paradójica entre la globalización y el supuesto radicalismo teórico de los

estudios subalternos. Sin embargo, el espacio de la hegemonía -su territorialidad- es

todavía nacional (y, viceversa, en cierto sentido la nación es, como Gramsci vio, un

efecto de la hegemonía). En lugar de abandonar la idea de la nación moderna

exclusivamente a un registro post-nacional, como sugieren algunos pensadores del

subalternismo (pienso en Gayatri Spivak o Hardt y Negri, por ejemplo), es necesario

desarrollar desde el multiculturalismo y la(s) cultura(s) popular(es) reveladas por los

estudios culturales un nuevo imaginario del Estado nacional y de su relación con nuevas

formas de territorialidad supra o sub nacionales33, desde el multiculturalismo y los

33 Un ejemplo de esto es la idea de borderlands, o territorialidad fronteriza, familiar en las obras de escritoras latinas en Estados Unidos: por ejemplo, Dreaming in Cuban de Cristina García, How the García

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estudios culturales, porque este imaginario no puede ser simplemente una mera

reafirmación de la nación histórica, ya que la nación histórica -y sus instituciones, como

el canon de la literatura nacional- son inconmensurables con las clases y grupos sociales

subalternos que pretende representar dentro de su territorialidad. Pero, ¿puede existir,

de hecho, una forma de territorialidad “nacional” la nación que incluya un orden

heteróclito ?

5) La secularización como valor, y las formas de una cultura propiamente secular (la

ciencia, la literatura y el arte moderno, la historia y las ciencias sociales, el lenguaje de

los derechos civiles, etc.) son, como los ideales de democracia e igualdad social,

productos de la modernidad, y están, hasta cierto punto, interrelacionadas con esos

ideales. Pero el objeto de una sociedad igualitaria y democrática no debería ser la

secularización en sí (una meta además imposible de conseguir), o el dominio de la

ciencia o de los “expertos” (que, en las condiciones actuales, equivaldría a propugnar el

dominio de las grandes multinacionales que han monopolizado o están en proceso de

monopolizar la tecnología y la informática). Por otro lado, surge el problema de la

persistencia de lo subalterno, es decir, lo subalterno de lo subalterno, que persiste

dentro de las clases populares: por ejemplo, el antisemitismo o el prejuicio contra el

inmigrante. La posibilidad radical del multiculturalismo reside estrictamente en una

insistencia constitutiva en la igualdad social. Pero (para recordar el argumento de

Bhabha mencionado antes), esta insistencia no depende simplemente de un “principio”

ético-filosófico de igualdad. Cualquier relación de subordinación o desigualdad social

concreta produce su contrario: una negación de la autoridad cultural de la posición

dominante. Es esa “negación” la que crea, en primer lugar, una identidad subalterna, y

es la que le confiere a esa identidad un poder de gestión. Podría referir aquí la idea

maestra de “las contradicciones en el seno del pueblo”.

Por razones evidentes, el proyecto de reanimar o reimaginar la izquierda tendrá

que ser, por el momento, más un proyecto en el campo de la cultura que en la política o

en la economía. Pero, “la condición postmoderna” también implica un cambio en el

Grils Lost their Accents de Julia Álvarez, Translated Woman de Ruth Behar, o Borderlands/La frontera de Gloria Anzaldúa.

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lugar de la cultura, y la necesidad de lo que Jameson llama “nuevas formas de mapas

cognitivos” (cognitive mapping). Esto abre el tema del lugar estratégico de los estudios

culturales en la reformulación del proyecto de la izquierda, tema que pretendo abarcar

en nuestra discusión. Por el momento, sin embargo, quizá conviene notar que este

cambio en el lugar de la cultura dentro de la globalización también marca un límite, un

límite que afecta directamente nuestro trabajo intelectual. En un proceso de

articulación hegemónica, no está clausurado el horizonte constituido por los objetivos,

intereses, valores y demandas de los agentes sociales involucrados, porque la

posibilidad de la hegemonía, por definición, modifica o invierte la estructura de

subordinación que definió su identidad como subalterna, en primer lugar. Pero si lo

subalterno se transforma en el Estado –para recordar la formulación de Gramsci-,

entonces no es sólo lo subalterno, sino también el Estado y los aparatos ideológicos

(entre ellos, principalmente, la educación) los que tendrán que transformarse. La

necesidad de esa transformación es lo designado por el concepto de revolución cultural.

En los años 60s, se imaginaba la liberación social como una democratización de

la universidad. La posibilidad de la renovación del proyecto de la izquierda hoy no puede

fundarse en una creencia similar en la función redentora de la educación –una creencia

sui generis, moderna y sarmientina-. Más bien, implicaría un cuestionamiento radical de

la función de la universidad y de nuestra propia complicidad como intelectuales en

producir y reproducir relaciones de desigualdad social y cultural. En este sentido, la

tarea de los estudios subalternos en la coyuntura actual es, en parte, constituirse como

una especie de crítica de la razón académica, aunque sea desde la academia.

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IV. - El giro neoconservador en la crítica literaria y cultural

latinoamericana

______________________________________________________________

Este ensayo sostiene que en la actualidad se está produciendo un giro

neoconservador en la crítica literaria y cultural latinoamericana. Este giro es doblemente

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paradójico: primero, porque ocurre en el contexto del reciente re-surgimiento de la o

las izquierda/s latinoamericana/s como fuerza política; segundo, porque se manifiesta

principalmente desde la izquierda. Esto último no es de ninguna manera una novedad,

sin embargo; casos similares fueron los de Borges y Octavio Paz, por ejemplo. Hacia el

final de este ensayo volveré al tema de Borges y su rol dentro del latinoamericanismo.

En lo que sigue, consideraré tres textos que representan este giro

neoconservador. El primero es el libro La articulación de las diferencias del escritor

guatemalteco Mario Roberto Morales. El segundo es un ensayo de Mabel Moraña,

“Borges y yo”. Primera reflexión sobre ‘El etnógrafo’”. El tercero, que trataré más en

detalle, es un libro relativamente reciente sobre testimonio de Beatriz Sarlo, Tiempo

pasado.34

En términos generales –y por supuesto esto es una generalización excesiva—

han existido dos grandes tendencias innovadoras en la crítica literaria latinoamericana

desde principios de la década de los años 80s. Una puede ser definida como la “crítica

social” o, aunque no es exactamente la misma cosa, la “historia social” de la literatura

latinoamericana, que se mueve paralela o a la saga de la obra de Ángel Rama, y en

particular de su libro póstumo La ciudad letrada (1984). Esta tendencia se asociaba

política e ideológicamente con la izquierda. La segunda tendencia involucra la injerencia

de la teoría francesa, especialmente Barthes, Foucault y Derrida (y a veces Lacan y el

feminismo francés), dentro de un modelo filológico antecedente de los estudios

literarios latinoamericanos. Esta tendencia está representada, predominantemente

aunque no exclusivamente, por Roberto González Echevarría y sus discípulos en la

academia norteamericana, y por colegas latinoamericanos que piensan de maneras

similares. Aunque, como se ha dicho, esta segunda tendencia es profundamente

34 Mario Roberto Morales, La articulación de las diferencias, o el síndrome de Maximon. Los discursos literarios y políticos del debate interétnico en Guatemala (Guatemala: FLACSO, 1998; segunda edición, Guatemala: Consucultura, 2002). Mabel Moraña, “Borges y yo. Primera reflexión sobre ‘El etnógrafo’”, publicado inicialmente en Heterotopías. Narrativas de identidad y alteridad latinoamericana, Carlos Jáuregui y Juan Pablo Dabove eds. (Pittsburgh: IILI, 2003). Cito aquí la versión en: Mabel Moraña, Crítica impura (Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2004): 103-122. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005). La colección editada por Emil Volek, Latin America Writes Back: Postmodernity in the Periphery (Nueva York y Londres: Routledge, 2002) reúne unos cuantos ensayos que también manifiestan aspectos de lo que yo llamo el giro neoconservador.

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89

dependiente de la deconstrucción y el post-estructuralismo, tiende a distanciarse de las

inflexiones políticas izquierdistas de la teoría francesa. Generalmente, su propia

posición política es o anti-izquierdista o escéptica de los postulados de la izquierda. De

figuras como Josefina Ludmer, Silvia Molloy, Nelly Richard, Julio Ramos, Mary Louise

Pratt, o Alberto Moreiras que utilizan las herramientas de la deconstrucción y la

genealogía, pero con una agenda progresista y/o feminista, puede decirse que

representan una posición intermediaria entre esas dos tendencias (hay también una

deuda profunda, aunque no reconocida, a Foucault en La ciudad letrada).

En la década de los 90s surge una tercera tendencia representada por la

articulación latinoamericana de los estudios culturales y luego de los estudios

postcoloniales. Lo que llamo el giro neoconservador surge, primordialmente, como una

reacción a esta tercera tendencia por parte de críticos que, en gran parte, estaban

asociados con la primera de ellas, es decir, la “crítica social” de la literatura.

Me disculpo desde ya si parezco estar machacando lo obvio, pero pienso que

antes de continuar sería útil distinguir entre neoconservadurismo y neoliberalismo,

dado que estas posiciones a menudo se desdibujan en formas concretas de hegemonía

reaccionaria, tal como el régimen de Bush en los Estados Unidos, o el gobierno actual

del PAN en México. Los neoliberales creen en la eficacia del mercado libre y en un

modelo utilitario y racional de agencia humana, basado en la maximización de la

ganancia y la minimización de la pérdida a través del mercado. En principio, el

neoliberalismo no propone otra jerarquía de valor a priori más que el principio del

deseo del consumidor y la efectividad del mercado libre y la democracia formal, como

mecanismos para ejercitar la libertad de elección. Desde esta perspectiva, da lo mismo

si uno prefiere la cultura popular a la alta cultura, la salsa a Schoenberg (hago alusión a

la famosa comparación entre Stravinsky y Schoenberg que hace Teodoro Adorno en su

libro La filosofía de la música moderna). Esta desjerarquización implícita en la teoría y la

política neoliberal entraña un fuerte desafío a la autoridad de las élites intelectuales

para determinar los estándares de valor cultural.

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90

Por el contrario, los neoconservadores sí creen en la existencia de una jerarquía

de valor imbuida en la civilización occidental y en las disciplinas académicas –una

jerarquía vinculada esencialmente al paradigma de la Ilustración, una jerarquía que es

importante defender e imponer pedagógica y críticamente. Esto último requiere de la

autoridad y del trabajo del intelectual tradicional (en el sentido que Gramsci le da al

concepto), que opera a través de la universidad y el sistema educativo y en el debate de

ideas en la esfera pública. En casos extremos, como es el caso representado en la

academia estadounidense por Leo Strauss y sus discípulos, muchos de los cuales han

tenido cargos importantes en la administración Bush, algunos intelectuales

neoconservadores desconfían de la capacidad de las masas para elegir y gobernarse

eficazmente a sí mismas. Patrocinan el mantenimiento de una fachada de democracia

formal, aunque bajo el gobierno de facto de una élite bien entrenada. Los

neoconservadores favorecen las humanidades, especialmente la filosofía y la literatura,

mientras que la economía es, por contraste, la disciplina modelo para los neoliberales.

En este sentido, el texto neoconservador clave es The Cultural Contradictions of

Capitalism, escrito por Daniel Bell y publicado a principios de la década de los 70s35. En

ese libro, Bell identifica la creciente escisión entre el sujeto altamente oedipalizado y

autodisciplinado necesario para la producción capitalista, y el sujeto narcisista y

hedonista inducido por la cultura de consumo capitalista. Esta escisión, que para Bell fue

también una distinción entre regímenes culturales “modernos” y “postmodernos”, le

permitió decir, a pesar de su autodefinición política como social demócrata, que en

política económica él era un liberal, pero que en materias culturales era un conservador.

Con afán ilustrativo, podríamos decir que en el contexto de los Estados Unidos Milton

Friedman era un neoliberal mientras que Bell era un neoconservador. Extendiendo la

distinción a un contexto latinoamericano, se podría decir que los Vargas Llosa (padre e

hijo), o los escritores McOndo antologados por Alberto Fuguet o de la Generación Crack

(y en particular Jorge Volpi), o la tendencia en los estudios culturales que pone

primordialmente el énfasis en el mercado de consumo y en la “sociedad civil,”

35 Daniel Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism (New York: Basic Books, 1976).

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91

constituyen una aceptación, implícita o explicita, de una posición neoliberal. Pero esas

tendencias —y otras que se relacionan con ellas— son algo diferente de lo que yo

quiero señalar aquí cuando me refiero a un giro neoconservador. En cierto sentido, el

giro neoconservador está dirigido contra estas tendencias de la teoría y la producción

cultural, que tendían a dominar la escena en el periodo anterior. Usando la conocida

distinción que hace Raymond Williams, podríamos decir que el neoliberalismo es la

tendencia residual y que el neoconservadurismo es, o está tratando de ser, la tendencia

emergente en los estudios culturales y literarios en Latinoamérica. Y surge precisamente

en el momento en que el neoliberalismo está perdiendo en alguna medida su

hegemonía como ideología entre ciertos sectores de la burguesía local y global y de la

clase profesional (volveré más tarde a este problema).36

Quiero recordar en este contexto, el vínculo entre la teoría estética modernista,

concretamente aquella desarrollada por Adorno y la Escuela de Frankfurt, y el giro

neoconservador en los Estados Unidos a partir de los años 70. Si figuras como Herbert

Marcuse representaron una articulación de la “crítica cultural” de la Escuela de

Frankfurt, consonante con el surgimiento de la llamada Nueva Izquierda en la década de

los 60s, hay que decir que también hubo una elaboración culturalmente más

conservadora que se produjo especialmente al interior del grupo conocido como los

New York Intellectuals, en general de orientación liberal o socialdemócrata, que se

relacionó con algunos de los intelectuales de la Escuela de Frankfurt durante su exilio en

los Estados Unidos. Ya hemos emncionado a Dabiel Bell, que fue una figura central en

36 La diferencia neoconservador / neoliberal es importante para entender las circunstancias y la naturaleza específica del “giro” latinoamericano, claramente anti-neoliberal y anti-postmodernista, pero no es una distinción clara o absoluta. El neoconservadurismo es una ideología dirigida especialmente hacia el Estado y los aparatos ideológicos del Estado, incluyendo la educación. Pero el neoliberalismo, a pesar de sus pretensiones de ser antiestatal, necesita igualmente del Estado, e incluso, como fue el caso de Chile bajo Pinochet, de un Estado “fuerte,” aunque sea para imponer las políticas de privatización y los ajustes estructurales sobre una población, a menudo reticente, y para proteger la propiedad privada. Desde un punto de vista conservador o reaccionario, lo ideal sería una hegemonía neoliberal sobre la política económica, y una hegemonía neoconservadora, con un fuerte énfasis en el nacionalismo cultural, sobre las instituciones culturales, incluyendo el sistema escolar. En este sentido, como en muchos otros, la dictadura de Pinochet ha servido como un modelo para los regímenes derechistas subsecuentes como los de Thatcher y G. W. Bush. Sobre la relación entre neoliberalismo y neoconservadurismo ver el capítulo 3, “The Neoliberal State,” en David Harvey A Brief History of Neoliberalism (Oxford y New York: Oxford University Press, 2005).

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este grupo. Algunas de las manifestaciones más tempranas de neoconservadurismo en

los Estados Unidos aparecen en la década de los 70, en la obra de críticos de arte como

Clement Greenburg o Hilton Kramer, como una reacción contra el radicalismo de la

contra-cultura o el arte Pop de los años 60s, y como una defensa del modernismo

estético37. Sugiero que esta inesperada conexión entre la Escuela de Frankfurt y el

neoconservadurismo guarda también relación con el “giro” latinoamericano,

especialmente en el caso de Sarlo.

Para Adorno, el cultivo por Schoenberg de la disonancia y el método de

composición de 12 tonos representaba, así como Kafka o Beckett en literatura, la fuerza

de un modernismo estético capaz de derribar, así sea por un momento, la cultura

capitalista dominante, asentada en el fetichismo de la mercancía y el consumismo. Por

el contrario, Stravinsky fue lo que Fredric Jameson llamaría más tarde en su conocido

ensayo sobre el postmodernismo, un “pastiche” deshistorizado (de hecho, si volvemos a

la lectura que hace Adorno de Stravinsky encontraremos los fundamentos esenciales de

la categoría de postmodernismo de Jameson). Para Adorno, la fuerza crítica anti-

hegemónica de la cultura se sustenta en una noción de valor estético que no está sujeta

a la elección del consumidor.

Es el nexo entre el neoconservadurismo y una posición nominal de crítica a la

sociedad de consumo capitalista, lo que me parece particularmente relevante y

problemático en la presente coyuntura. Este nexo permite que el giro neoconservador

en Latinoamérica pueda presentarse a sí mismo como una posición que viene de la

izquierda y que es activa dentro de ella. En los años 70, el giro neoconservador en los

Estados Unidos dividió tanto a la Nueva Izquierda como al Partido Demócrata,

inhibiendo así la formación de un nuevo bloque histórico popular-democrático en la

cultura política norteamericana. En este sentido, allanó el camino para la restauración

conservadora de los 80. Si mi diagnóstico de un giro neoconservador en la crítica

37 Aunque hubo una fuerte tendencia anti-estalinista, y frecuentemente trotskista, entre el grupo de los Intelectuales de Nueva York, también se produjo un desplazamiento hacia una posición neoconservadora de algunos personajes asociados al Partido Comunista de los Estados Unidos, como el historiador Eugene Genovese, que compartía con los intelectuales de Nueva York un disgusto visceral por la Nueva Izquierda y la contra-cultura de los 60s.

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latinoamericana es correcto, mi temor es que actúe también como inhibidor o límite a

los objetivos y posibilidades de la/s izquierda/s latinoamericana/s en el periodo

venidero. Pero la pregunta subyacente es sobre la naturaleza de lo que se ha entendido

convencionalmente como “izquierda”. En otras palabras, lo que hemos entendido

convencionalmente como la “izquierda” ¿sigue siendo la izquierda?

Teniendo esto en consideración, quisiera pasar a mis tres ejemplos, empezando

con el libro de Mario Roberto Morales, La articulación de las diferencias. Morales centra

su análisis en el “debate interétnico” en el que participó como columnista del periódico

guatemalteco Siglo Veintiuno y, que se produjo como saga del acuerdo de paz firmado el

año 1996 entre la guerrilla y el gobierno de Guatemala. Una de las mayores

preocupaciones de su libro es la manera en que Rigoberta Menchú y su famoso

testimonio fueron canonizados en la academia estadounidense por académicos

“políticamente correctos” en nombre de lo “subalterno” o del multiculturalismo (hasta

cierto punto, el argumento de Morales está dirigido, en particular, contra mí; por lo

tanto, quiero dejar constancia de haber sido invitado por Morales para prologar La

articulación de las diferencias). Morales compartía esa inquietud con David Stoll, quien

se hizo famoso por su polémica sobre la veracidad del relato de Menchú,38 pero a

diferencia de Stoll, que dirigía su polémica hacia una crítica de lo que él llamaba

tendencias “postmodernistas” en las ciencias sociales, en la academia estadounidense,

Morales estaba más interesado en los efectos que tendría la canonización de Menchú

dentro de Guatemala, la que, temía, legitimaría los discursos emergentes (en los años

90s) del nacionalismo cultural y las políticas identitarias pan-mayas.

La manera en que Morales presenta el problema del nacionalismo cultural maya

tiene su origen en una doble crisis que atraviesa a su propia persona: la crisis de la

izquierda revolucionaria centroamericana, en la que participó activamente; y la crisis de

un concepto profundamente incrustado en las prácticas culturales de la izquierda

latinoamericana de los años 60s y 70s: la imagen del escritor como una suerte de Moisés

38 David Stoll, Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans (Boulder: Westview, 1999).

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literario, un “conductor de pueblos,” para usar una frase de Hernán Vidal.39 La idea de

una relación sinérgica entre literatura y lucha de liberación nacional encontró su

expresión quizás más influyente en la noción de “transculturación narrativa” de Ángel

Rama40. Aunque la idea de transculturación proviene de la antropología cultural

(específicamente de la obra de Fernando Ortiz), para Rama, era algo que sucedía

paradigmáticamente en la literatura y con consecuencias políticas dirigidas en última

instancia hacia la creación de un nuevo modelo, más inclusivo, del Estado nacional. La

novela del “boom” latinoamericano, en particular, permitió, según Rama, la

representación de una teleología cultural de lo nacional que, pese a no estar eximida de

momentos de violencia, conflicto, genocidio, asimilación y / o resistencia tenaz, fue

necesaria, en última instancia, para la formación de una cultura nacional-popular

inclusiva. En cierto sentido, la transculturación estaba destinada a ser el correlato

cultural o superestructural del proceso de “desligamiento” económico y desarrollo

nacional autónomo patrocinado por la teoría de la dependencia.

Básicamente, Morales revive la idea de “transculturación narrativa”, pero ahora

adecuada al nuevo lenguaje de los estudios culturales y la hibrides –La articulación de

las diferencias puede ser leída como una versión guatemalteca o “glocal” de Culturas

híbridas de Néstor García Canclini, aunque mantiene un fuerte énfasis en la literatura de

una manera que Canclini no lo hace. Morales acepta que textos como Me llamo

Rigoberta Menchú y los discursos emergentes de las políticas identitarias mayas tienen

su origen en las condiciones de extrema pobreza y opresión en una sociedad neo-

colonial profundamente racista, y, más directamente, en el así llamado “Holocausto

Maya” producido por la campaña de contra-insurgencia del ejército de Guatemala en la

39 Como novelista y ensayista en los años 70s y 80s, Morales se identificaba estrechamente con la izquierda revolucionaria guatemalteca. Su primer libro de crítica literaria, La ideología de la lucha armada, fue un estudio de la poesía política militante en Centro América. También escribió una novela autobiográfica, o lo que él llama una “testinovela,” titulada Los que se fueron por la libre, basada en sus propias experiencias como miembro de un pequeño grupo revolucionario que eventualmente fue expulsado de la UNRG (Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca), la principal organización coordinadora de la lucha armada en Guatemala. 40 Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina (México: Siglo XXI, 1982).

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década de los 8041. No obstante, él siente que estos discursos tienden a “esencializar”

la identidad indígena. Más que una auténtica democratización multicultural de la

sociedad guatemalteca, Morales cree que lo que en realidad proponen es una

negociación entre las élites indígenas, el Estado local, y el sistema global, una

negociación mediada por la teología de la liberación, antropólogos y teóricos

postcoloniales, y las ONGs: “Ningún rasgo utópico anima la lucha de la subalternidad

étnica ni en el tercer mundo ni en el primero: se trata de una lucha por insertarse en el

sistema establecido” (59). En este sentido, sostiene, tal como lo hiciera Stoll sobre el

testimonio de Menchú, que los discursos de las políticas identitarias mayas no

representan adecuadamente, en el sentido doble de hablar sobre (es decir,

miméticamente) y hablar por (es decir, políticamente), las condiciones de existencia

concreta de la población indígena en sus múltiples circunstancias, tanto en su relación

con el mundo ladino e hispano hablante de la nación que la rodea, como con el flujo de

productos de la cultura global o transnacional. Morales, en particular, subraya el hecho

de que Estuardo Zapeta, uno de los más conocidos exponentes de las políticas

identitarias mayas en Guatemala haya tomado abiertamente una posición neoliberal en

el debate.

Contra el marcado binarismo indígena / ladino, dominante / subalterno, de la

teoría postcolonial y de las políticas identitarias mayas, Morales aboga por lo que llama

un “mestizaje intercultural”, que él entiende, muy a la manera de la “transculturación

narrativa”, como un permanente y complejo proceso de expresión, negociación e

hibridización de la diferencia cultural, nunca completamente logrado. De hecho, en uno

de los capítulos mejor logrados de su libro, Morales sostiene que Me llamo Rigoberta

Menchú es un texto tan híbrido o “mestizo” como las novelas de Miguel Ángel Asturias

que suelen ser el blanco de los críticos mayas.

Lo que le preocupa a Morales cuando ataca las perspectivas de los estudios

postcoloniales y el multiculturalismo al estilo estadounidense y su supuesta complicidad

41 Morales (42) calcula que el número de indígenas muertos en Guatemala entre los años 1982 y 1984 fue entre 100.000 y 150.000, más otro millón de desplazados de sus lugares de origen. Otros analistas sugieren la figura de 200.000 muertos.

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96

con los movimientos sociales y políticas identitarias indígenas, es la reconstrucción de la

izquierda guatemalteca después de su derrota en la lucha armada y los nuevos desafíos

que plantean a la nación las políticas económicas neoliberales como NAFTA / CAFTA, y la

globalización. La noción de un espacio nacional soberano interferido por intereses

foráneos, incluida la “political correctness” de académicos estadounidenses y de las

ONGs, es una de sus mayores inquietudes. Desde su punto de vista, la emergencia de las

políticas identitarias indígenas fragmenta la unidad potencial de la nación, que debería

estar basada en un factor común encarnado y simbolizado por el “mestizaje

intercultural”. “La negociación interétnica es un asunto interno de Guatemala, y por ello

es deseable y conveniente que lo resolvamos los guatemaltecos sin acudir a tutelajes

paternalistas [….] El país necesita crearse una ideología nacional lo más integrada

posible para enfrentar la globalización con alguna dignidad. Dejemos ya de

atrincherarnos detrás de las identidades esencialistas como las de indios y ladinos,

‘mayas’ y mestizos, y lleguemos a sentirnos todos chapines” (419-20).

Ante esto, parecería que hubiera muy poco que objetar, sobre todo

considerando que Morales deja claro que no usa el concepto de mestizaje en el sentido

“integracionista” de Vasconcelos y del latinoamericanismo telúrico previo: sostiene, por

el contrario, que “el mestizaje intercultural no evade las especificidades culturales ni las

diferencias” (419). Pero entonces, ¿por qué poner la idea de “negociación interétnica”

bajo la rúbrica de “mestizaje”? ¿Es, como parece sentir Morales, la política identitaria

multicultural un obstáculo, o más bien una precondición para la re-emergencia de la

izquierda? Todos hemos llegado a entender las contradicciones y limitaciones de las

políticas identitarias en un marco neoliberal que no tiene problemas con mercados

“nichos” ni con la “diferencia”. Y no es necesario decir que toda cultura es, casi por

definición, híbrida o transculturada. No obstante, pareciera, por lo menos en mi opinión

(aun cuando parte de la fuerza del argumento de Morales es descalificar mi autoridad

para hablar al respecto), que un nuevo bloque histórico “interétnico” articulado desde la

izquierda, y con capacidad de luchar por la hegemonía en un país como Guatemala, no

debería estar fundado en una idea normativa de “mestizaje” o hibridación de la

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97

diferencia cultural. Al contrario, justamente las diferencias de raza, clase, género, etnia,

idioma (incluida la experiencia concreta de ser mestizo) en una sociedad

profundamente desigual, potencian a la izquierda como una fuerza genuinamente

representativa y transformadora. Morales parece sentir que el mestizaje es necesario

como expresión de un suelo común –lo que Ernesto Laclau llama un “significante

vacío”— porque la nación requiere alguna forma de identidad compartida para existir

como tal. Pero ese requisito de identidad unitaria fue el dilema que planteó desde el

principio la formación de los Estados-naciones postcoloniales en América, incluyendo los

Estados Unidos: los requerimientos de la “ciudadanía” en un Estado particular, no

podían coincidir con las territorialidades de las formaciones sociales indígenas ni con la

existencia de otras identidades dentro del espacio nacional (por ejemplo, los hispano-

hablantes en los Estados Unidos). ¿Puede la nación ser un espacio plural o heterotópico,

o necesita una identidad “singular” (todos somos mestizos)? En otras palabras, ¿es

posible que desde la diferencia multicultural surja la posibilidad de reconstituir, o quizás

de constituir genuinamente por primera vez un bloque histórico de la izquierda? La

pregunta no sólo problematiza los medios de la izquierda –sus formas y estrategias de

organización— sino también la naturaleza de su fin: una sociedad que sea a la vez

igualitaria y diversa.

Mutatis mutandis, ésta es también la pregunta que nos plantea el ensayo de

Mabel Moraña sobre Borges. Este ensayo expande y redefine ciertas posiciones

desarrolladas en su conocida polémica “El boom del subalterno,” que apareció a fines

de los años 90s, cuando el debate sobre la pertinencia de las perspectivas postcoloniales

en el campo latinoamericano comenzaba a animarse42. Moraña ha servido, en sus

propios libros y en su rol de editora de la Revista Iberoamericana y organizadora de un

gran número de conferencias y de colecciones editadas, como una suerte de legisladora

de la condición actual de la esfera de la crítica literaria y cultural latinoamericana. No es

sorprendente, por lo tanto, que lo que está en juego en su ensayo, el cual se anuncia en

42 Mabel Moraña, “El boom del subalterno.” Revista de Crítica Cultural 14 (1997): 48-53. El ensayo atribuye a los llamados estudios subalternos un neo-exotismo crítico que representa al sujeto latinoamericano como pre-teórico, marginal y “calibanesco” en relación a los criterios metropolitanos.

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su título como una auto-alegoría, sea la relación entre el campo de la crítica

latinoamericana como tal y una “otredad” subalterna que amenaza desestabilizarla.

Recordemos brevemente el cuento de Borges. Un estudiante graduado de

antropología en una universidad del medio oeste de los Estados Unidos, Fred Murdock,

pasa dos años en una reservación indígena juntando material para su disertación. En el

transcurso de su trabajo de campo pasa por los rituales de adoctrinamiento de la tribu y

recibe del shaman “su doctrina secreta”. Vuelve a la universidad, pero anuncia a su

asesor que no tiene la intención de revelar el secreto, porque le parece más importante

el proceso que lo llevó al conocimiento que el conocimiento mismo. Esta renuncia acaba

efectivamente con su carrera académica. Borges concluye lacónicamente: “Fred se casó,

se divorció, y ahora es uno de los bibliotecarios de Yale”.

Moraña usa “El etnógrafo” para criticar el privilegio que se le da a la otredad en

la teoría cultural contemporánea. El ensayo gesticula un reconocimiento de la fuerza de

los estudios postcoloniales y los estudios subalternos en el ámbito latinoamericano en

los últimos años. Sin embargo, lo que emerge de una lectura detenida de su argumento,

es un malestar con el multiculturalismo y las políticas identitarias muy parecido al

expresado por Morales. El malo de la película no es nombrado, pero me parece que no

sería estirar demasiado las cosas asociarlo en particular con Walter Mignolo y su idea de

“teorización bárbara” –es decir, pensar desde el lugar del otro- y, en términos más

generales, con el proyecto de una forma específicamente latinoamericana de los

estudios postcoloniales o subalternos, hasta el punto que, desde la perspectiva de

Moraña, tal proyecto arriesgaría la fetichización de un “otro” latinoamericano

orientalizado y pre-teórico.

Cito algunos pasajes del ensayo que, a mi modo de ver, expresan esta

preocupación:

En el menú teórico que el debate postmodernista ha ofrecido a la voracidad

disciplinaria figuran, entre los platos principales, el del descubrimiento del Otro

[…] Nociones como multiculturalismo, subalternidad, hibridación,

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heterogeneidad, han sido ensayados como parte de proyectos teóricos que

intentan abarcar el problema de la diferencia cultural como uno de los puntos

neurálgicos del latinoamericanismo actual. Sin embargo, pronto se ha hecho

evidente que la simple postulación del registro diferencial no hace, en muchos

casos, sino invertir el esencialismo que caracteriza el discurso identitario de la

modernidad en distintos momentos de su desarrollo (104).

¿Es la otredad el dispositivo—el subterfugio—a partir del cual el sujeto de la

modernidad se reinscribe dentro del horizonte escéptico de la postmodernidad

refundando y refuncionalizando su centralidad como constructor / gestor /

administrador de la diferencia? (106).

[S]e ha recurrido al concepto de “posiciones de sujeto” el cual resulta, como

Laclau explica, relativamente útil aunque insuficiente para captar el sentido de la

Historia como totalidad. Para ser entendida como tal, ésta requiere de la

existencia de un sujeto capaz de organizar experiencia y discurso para llegar al

“conocimiento absoluto” [….] de procesos totales. En muchas teorizaciones, sin

embargo, podría alegarse que la reformulación de la dinámica entre identidad y

alteridad se basa justamente en la crisis de la idea de totalidad histórica y su

sustitución por el conjunto de microhistorias o “historias menores” abarcables,

ellas sí, desde posiciones de sujeto variables y acotadas (105)43.

Para Moraña, lo ejemplar en la historia de Borges es el acto de renuncia como tal por

parte de Murdock, a diferencia del testimonio o los discursos teóricos que piden, en el

interés de la “solidaridad,” dejar hablar por sí mismo al subalterno, o hablar en nombre

del subalterno. Por lo tanto,

43 En su llamado a la totalidad, que yo entiendo como un eufemismo por el marxismo, Moraña olvida que la gran sección central del volumen I de El capital, que trata de la lucha sobre la jornada de trabajo, está compuesta, precisamente, de muchas historias testimoniales pequeñas de los trabajadores, de huelgas, apelaciones, etc. Esto porque Marx creía que el movimiento histórico del capital, que era su objeto teórico, era en si mismo producto de la identidad, voluntad y agencia subalterna. El trabajador hace al capital.

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El autor de ‘El etnógrafo’ parece sugerir que la culpa del colonialismo no puede

ser expiada de manera definitiva--no, al menos, a través de la cultura, no a partir

de lo que Clifford llama ”la arena carnavalesca de la diversidad”, no por las

seducciones de la polifonía ni por las promesas de la heteroglosia, ni por lo que

Homi Bhabha llama la ‘anodina noción liberal del multiculturalismo’ [….] Borges

renuncia a articular para el otro y por el otro una posición de discurso y sobre

todo renuncia a teorizar acerca de su condición y su cultura, y aunque le

reconoce cualidad enunciativa, afirma con la borradura de la voz la inutilidad—

quizás la improcedencia—de toda traducción (122).

En una nota a pie de página, Moraña se explaya sobre las implicaciones políticas de esta

renuncia: “[E]s como Borges rehusara —avant la lettre— transformar ‘demandas de

reconocimiento’ que están llamadas a culminar en políticas identitarias y multiculturales

(Taylor, “The Politics of Recognition”) en una ‘política de compulsión’ (Appiah) que

obliga al otro a asumir la identidad que le ha sido socialmente construida y asignada por

su condición étnica, sexual, política” (121, n.33). Pero, si no vamos a tener un

liberalismo multicultural políticamente anodino, o una recuperación “antropológica”,

epistemológica y éticamente dudosa de la otredad, ¿qué es lo que queda? Moraña

recurre a Levinas en algún momento de su ensayo. Habla de “un sujeto [que] es

representado por Borges bajo la forma de la imposibilidad de conocimiento y la

irreductibilidad de la otredad, o sea, por una negatividad no colonizable ni

aprehensible” (120). Pero esta recurrencia a Levinas no resuelve por sí misma el

problema político subyacente, es decir, la descalificación del multiculturalismo y las

políticas de identidad. Es más, en cierto modo la recurrencia a Levinas en si misma

puede ser sintomática de lo que llamo el giro neoconservador 44. Esto porque reduce el

problema de la desigualdad o subalternidad, que es un problema estructural, a una

cuestión de elección ética, tal como hace Murdock. Borges trata de manera muy original

el tema de la agencia del intelectual-académico en relación al subalterno, pero lo que no

44 Ver por ejemplo el ensayo de Bruno Bosteels: “The Ethical Superstition,” en Erin Graff Zivin, ed., The Ethics of Latin American Literary Criticism. Reading Otherwise (Nueva York: Palgrave MacMillan, 2007).

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está presente en su historia —y tampoco en el ensayo de Moraña— es, precisamente, la

agencia del subalterno, que en el caso de la tribu que estudia Murdock, sería algo similar

a la política identitaria maya que Morales critica en La articulación de las diferencias.

El reparo a la pretensión de hablar “desde” o “por” el otro subalterno es una

cosa: bien puede ser que, como arguye Moraña haciendo eco de “Can the Subaltern

Speak?” de Gayatri Spivak, tal pretensión simplemente represente una inversión del

gesto del orientalismo: “no hace, en muchos casos, sino invertir el esencialismo que

caracteriza el discurso identitario de la modernidad”45. Pero, lo que queda claro es que

la decisión de dejar al otro en el lado del silencio, “en la otra orilla,” como dice Moraña

(122), es también una forma de orientalismo que habla en nombre de la autoridad de la

literatura para descalificar el esfuerzo de los indígenas y otros sujetos subalternos que

luchan por inscribirse dentro de la historia. Lo que se pide en la política identitaria no es

tanto el reconocimiento de la diferencia, sino la inscripción de esa diferencia en la

identidad de la nación y su historia. De lo contrario, surge el mismo problema que con la

apelación al “mestizaje cultural” de Morales: la posibilidad de la formación de un nuevo

bloque histórico tanto a nivel nacional como continental e intercontinental en

Latinoamérica, basado en una política de alianzas entre grupos sociales (incluyendo,

pero no limitado a, las clases económicas populares) con diferentes experiencias,

valores, visiones de mundo, historias, prácticas culturales, y a veces incluso, idiomas, es

desautorizada en nombre de una lucidez escéptica representada por la institución de la

literatura y la crítica literaria, que no sucumbe a la ilusión de un acercamiento

“antropológico” al otro o a una apelación testimonial a la autoridad de la voz o la

experiencia subalterna.

La naturaleza de esa apelación y sus consecuencias políticas —en este caso

particular, la voz / experiencia de las víctimas de la represión política en Argentina

durante el Proceso— es el objeto del libro de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la

memoria y giro subjetivo. El argumento de Sarlo tiene raíces en un ensayo suyo anterior,

45No obstante, uno podría objetar al “sino” en la frase de Moraña, puesto que no hay nada “simple” en la inversión de esencialismos binarios, particularmente si uno se encuentra en la parte inferior del par.

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bastante difundido, sobre estudios culturales y el problema del valor46. Allí Sarlo estaba

interesada en la manera en que los criterios de valor literario y estético se volvían

borrosos o desaparecían frente a la apelación que los estudios culturales hacían a la

autoridad de los artefactos de la cultura popular o de masas, estrategia que ella

caracterizó como “neo-populismo mediático”. En Tiempo pasado, en cambio, lo que le

preocupa es la forma en que la popularidad del testimonio debilita la posibilidad de una

reflexión literaria, histórica y sociológica más profunda sobre el Proceso y el destino de

la izquierda argentina. Sin embargo, como veremos más adelante, esa preocupación

epistemológica, si se quiere, también involucra el tema político del populismo.

Desde la perspectiva de Sarlo, la autoridad (política y ética) concedida al

testimonio, amenaza con desestabilizar la autoridad de la literatura imaginativa y de las

ciencias sociales académicas. Esto porque privilegia un simulacro de “experiencia” y voz

subalterna: eso es lo que quiere decir Sarlo por el “giro subjetivo” del título. Aunque ese

privilegiar sea hecho en nombre de la solidaridad y de las iniciativas de derechos

humanos –por ejemplo, Nunca Más o Las Madres de la Plaza de Mayo— Sarlo siente

que de manera paradójica se es cómplice con el mercado, en particular con la moda de

las narrativas confesionales o autobiográficas (del tipo que producen las estrellas de

cine o las figuras del deporte) en los medios de comunicación. Es casi como si el

testimonio, en vez de ser la constancia de las víctimas del neoliberalismo y al mismo

tiempo una forma de agencia dirigida contra él, fuera en sí mismo un producto del

neoliberalismo, una mercancía más de los mercados nichos, una “Tele-realidad” del

sufrimiento humano.

Aunque Sarlo no se incorpora al extenso debate sobre testimonio en la academia

estadounidense, Tiempo pasado podría ser visto como una versión más filosófica de un

libro que ya tuve la ocasión de mencionar: Rigoberta Menchú and the Story of All Poor

Guatemalans de David Stoll. Sarlo, como Stoll, está interesada en la manera que el

testimonio merma los criterios y los límites disciplinarios y engendra una nueva forma

de política “subjetiva”: una política de solidaridad fundada en la empatía, y una política

46 Beatriz Sarlo, “Los estudios culturales en la encrucijada valorativa,” Revista de Crítica Cultural 15 (1997): 32-38.

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identitaria fundada en la percepción personal de pérdida o injusticia experimentada

desde la propia identidad racial, étnica, de clase, o de género. Stoll, en su diatriba contra

la autoridad del testimonio de Menchú, afirmaba, por ejemplo, que “fue en el nombre

del multiculturalismo que Rigoberta Menchú fue incluida en las listas de lectura de la

universidad” (243). “Bajo la influencia del postmodernismo (que ha minado la confianza

en un conjunto de hechos particulares), y de las políticas identitarias (que demandan la

aceptación de los testimonios de victimización), los investigadores se sienten cada vez

más reacios a cuestionar ciertos tipos de retóricas” (244). “Las necesidades identitarias

de la representación académica de Rigoberta sacan provecho de la inconsistencia de las

reglas de evidencia de la investigación postmoderna” (247).

De manera análoga, Sarlo ataca lo que ella ve como la supuesta inmediatez y

autenticidad de la voz testimonial, contrastándola con lo que ella llama “la buena

historia académica” (16). La autoridad de la historia ha sido erosionada por el mercado

y los medios de comunicación: “[c]omo la dimensión simbólica de las sociedades en que

vivimos está organizada por el mercado, los criterios son el éxito y la puesta en línea con

el sentido común de los consumidores. En esa competencia, la historia académica

pierde por razones de método, pero también por sus propias restricciones formales e

institucionales…” (17). En lugar de un pensamiento crítico o disciplinario, tenemos ahora

una “razón del sujeto”. El “giro subjetivo” está asociado a su vez al prestigio de la

identidad como una categoría y a las políticas identitarias como una forma de agencia

política: “a los combates por la historia también se los llama ahora combates por la

identidad”, acota Sarlo de manera sardónica (27).

Según ella, la consecuencia política del “giro subjetivo” es el establecimiento de

una “hegemonía moral” que debería ser problematizada en nombre de un sentido más

lúcido de crítica y política. “Del lado de la memoria,” escribe, haciendo eco de Stoll sin

darse cuenta, “me parece descubrir la ausencia de la posibilidad de discusión y de

confrontación crítica, rasgos que definirían la tendencia a imponer una visión del

pasado” (57). “Una utopía revolucionaria cargada de ideas [Sarlo se refiere al activismo

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104

revolucionario de principios de los años 70 en Argentina] recibe un trato injusto si se la

presenta sólo como fundamentalmente un drama postmoderno de los afectos” (91).

Contra el testimonio y su “versión ingenua y ‘realista’ de la experiencia” (162),

Sarlo privilegia tres relatos hechos por víctimas del Proceso. Una es la colección de Alicia

Partnoy de historias cortas o viñetas basadas en su propia experiencia como prisionera

política, The Little House; los otros dos vienen de las ciencias sociales: Poder y

desaparición. Los campos de concentración en Argentina, de Pilar Calveiro; y el ensayo

“La bemba” de Emilio de Ipola. Sarlo elogia a Partnoy por la transformación de su propia

experiencia personal (Partnoy fue encarcelada y torturada en el lugar que describe en su

libro) en una obra literaria que habla de la naturaleza general, compartida, de la

situación de la desaparición y la tortura, más que de su propia experiencia: “No

casualmente, The Little House empieza con el relato de la captura de Partnoy contado

en tercera persona, de manera que la identificación está mediada por un principio de

distancia” (71). Calveiro e Ipola son cientistas sociales que, como Partnoy, fueron

encarcelados y torturados durante el Proceso. Y también como Partnoy, cuando

escriben sobre esa experiencia, “No privilegian la primera persona del relato […] la

experiencia es sometida a un control epistemológico que, por supuesto, no surge de ella

[la experiencia] sino de las reglas del arte que practican la historia y las ciencias sociales”

(96). “[A]mbos escriben con un saber disciplinario, tratando de atenerse a las

condiciones metodológicas de ese saber” (97). “Con el borramiento de la primera

persona, la obra de Calveiro no busca legitimidad ni persuasión en razones biográficas,

sino intelectuales” (115).

La marcada oposición entre razones “biográficas” e “intelectuales” en esta

última afirmación es notable, y revela una tendencia maniquea similar a lo largo del

libro. Incluso Sarlo tiene que admitir que en el caso de Calveiro, “probablemente el libro

no hubiera sido escrito si no hubieran existido razones biográficas” (115). ¿Por qué,

entonces, insiste tanto en decir que no puede haber una dimensión “intelectual” o

estética para una narrativa testimonial o autobiográfica, o viceversa, que las “razones

intelectuales” no pueden tener una dimensión personal o experiencial? ¿Cómo propone

Page 105: beverley - Políticas de la teoría

105

distinguir entre, digamos, Las confesiones de San Agustín y Me llamo Rigoberta Menchú,

y así me nació la conciencia, o Hegel y Kierkegaard?47

Aunque en Tiempo pasado Sarlo no lo dice con tantas palabras, la tendencia que

ella ve en el testimonio a imponer una visión del pasado a través de una lógica de

identificación o empatía, coincide con lo que percibe como la posición semi-autoritaria

de la izquierda neo-populista en Latinoamérica, incluido para ella Kirchner. En un ensayo

anterior, Sarlo habla de una “izquierda testimonial, que se refugia en la reafirmación

moral-formal de sus valores,” a la que ella opone una izquierda política que estaría en

alianza con una izquierda cultural “anti-mimética,” esencialmente vanguardista: “Ser de

izquierda hoy es intervenir en el espacio público y en la política refutando los pactos de

mímesis que son pactos de complicidad o resignación”48. En este sentido, el “giro

subjetivo” del testimonio, con su énfasis en el afecto y no en la teoría crítica, en la

empatía y no en el análisis, es, para Sarlo, el corolario del neo-populismo. Una mala

práctica cultural —el “giro subjetivo”— lleva a una mala política: el populismo. Es mejor

dejar ambas en las manos de “expertos”.

* * * * *

Podemos ver varios temas que atraviesan los tres casos que he presentado:

primero, un rechazo a la autoridad de la voz y la experiencia subalterna y, relacionada

47 Esto no es sólo un problema de elaboración formal versus experiencia no-mediada, porque Sarlo es también crítica con la película hiperformalizada Los rubios de Albertina Carri, que intenta reconstruir la memoria de sus padres, que fueron desaparecidos durante el Proceso cuando ella tenía sólo tres años. Sarlo ve la película de Carri como un tráfico en “postmemoria” —la idea que tiene Mariane Hirsch de la reconstrucción que hacen en sus propias vidas los hijos de sobrevivientes de eventos traumáticos como el Holocausto, de la memoria de ese evento, incluso si ellos mismos no lo experimentaron directamente. Sarlo ve la postmemoria (y la película de Carri) como un constructo fundamentalmente narcisista: por ejemplo, “[l]a inflación teórica de la postmemoria se reduce así en un almacén de banalidades personales legitimadas por los nuevos derechos de la subjetividad” (134). Parece no darse cuenta, no obstante, que ya que Carri como niña fue afectada directamente por el Proceso, tal como lo muestra su película, Los rubios no es, estrictamente hablando, un texto de la postmemoria, sino una especie de testimonio. Le debo esta reflexión a Ana Forcinito. 48 Beatriz Sarlo, “Contra la mímesis; izquierda cultural, izquierda política,” Revista de Crítica Cultural 20 (2000): 22-23. Para leer su crítica de Kirchner, véase su columna de opinión en La Nación, 22 de Junio, 2006.

Page 106: beverley - Políticas de la teoría

106

con esto, una extrema insatisfacción o un profundo escepticismo frente al

multiculturalismo y las políticas identitarias. En particular, se rechaza y/o problematiza

la noción de un bloque histórico multicultural similar al representado en los Estados

Unidos por la idea de la Rainbow Coalition (Coalición Arcoiris) en los años 70.

Segundo, se elabora una defensa del escritor-crítico o intelectual tradicional, en

el sentido en que Gramsci usaba este término (es decir, el intelectual que habla en

nombre de lo universal). Relacionado a esto hay un reconocimiento, por parte de los

tres escritores, de una generación de intelectuales de izquierda que asumieron riesgos

considerables durante tiempos difíciles en sus respectivos países, pero que ahora están

en proceso de ser desplazados por nuevas fuerzas políticas y actores más jóvenes. En

lugar de identificarse con estos nuevos actores, Sarlo y Morales en particular, los ven sin

simpatía, como si les faltara legitimidad, o como si de algún modo fueran demasiado

ingenuos49.

Tercero, a pesar de su rechazo explícito o implícito de las políticas identitarias,

los tres textos reafirman paradójicamente una subjetividad criolla latinoamericana

contrapuesta a lo que es percibido como el carácter anglo-americano de la teoría

postmodernista o postcolonial (esto explica por qué la figura “gringa” de Fred Murdock

en el cuento de Borges le sirve muy bien a Moraña). Este énfasis, en el que por supuesto

hay un “esencialismo” étnico (admitido por Morales), hace del giro neoconservador una

variante del neo-arielismo: el supuesto de que los valores y la identidad cultural de

Latinoamérica están vinculados, de una manera especialmente significativa, a su

literatura.

Cuarto, es notable la incapacidad de los tres para asumir lo que Aníbal Quijano

llama “la colonialidad del poder” en Latinoamérica —es decir, la persistencia de

instituciones culturales / económicas / políticas (como la misma “ciudad letrada”) y

49 Un sentimiento similar de dislocación parecería estar involucrado en las decisiones de muchos intelectuales prominentes de la izquierda venezolana, como Elizabeth Burgos o Teodoro Petkoff, para llegar a identificarse públicamente con la oposición a Chávez, o de muchos escritores y artistas anteriormente asociados con los Sandinistas para abandonar el partido y unirse al frente electoral organizado por Sergio Ramírez. Casos similares pueden ser encontrados en la mayoría de los países latinoamericanos en la actualidad.

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107

jerarquías de raza y género basadas en estamentos coloniales, mucho después de que el

colonialismo como tal desapareciera de escena50. (Moraña, que ha trabajado bastante el

tema, y Morales registran el problema del colonialismo, pero lo ven como un problema

que ya ha sido, o que puede ser superado en el periodo “nacional” de sus respectivos

países). Esta insuficiencia —particularmente llamativa en el caso de Morales, que viene

de un país en el que más de la mitad de la población es indígena— los imposibilita para

reconocer las demandas de autonomía y de agencia cultural desarrolladas por los

movimientos indígenas o afro-latinos, o el movimiento de las mujeres, contra formas de

colonialidad del poder.

Quinto, hay en Morales y Sarlo un rechazo explícito del proyecto de la lucha

armada revolucionaria de los años 60 y 70, a favor de una izquierda más reflexiva y

cautelosa, con la advertencia de que un “error” similar acecha en el corazón de las

nuevas políticas identitarias y de empatía. Este rechazo conlleva una narrativa implícita,

biográficamente específica (como consta, los tres escritores están en su mediana edad),

de desilusión personal o desengaño, muy similar al modelo autobiográfico reaccionario

de la picaresca barroca51.

Finalmente, en los tres se produce una reterritorialización y defensa de las

disciplinas académicas. En el caso de la literatura y los estudios literarios en particular,

esto involucra una afirmación del canon y la canonicidad (“valor estético” para Sarlo;

50 Aníbal Quijano, “Coloniality of Power, Eurocentrism, and Latin America,” Nepantala: View from the South 1/3 (2000): 533-80. 51A propósito de la lucha armada, Sarlo escribe: “Muchos sabemos por experiencia que se necesitaron años para romper con esas convicciones. No para simplemente dejarlas atrás porque fueron derrotadas, sino porque significaron una equivocación” (La Nación, 22 de Junio, 2006). Hay tanto más que puede ser dicho y que necesita ser dicho al respecto, pero una cosa es reconocer las ilusiones, los errores, las fantasías utópicas, a veces trágicamente absurdas, que acompañaban esta o aquella forma de lucha armada, y otra, completamente distinta, es simplemente invalidarla como un gran error histórico: “una equivocación”. Yo pienso que sería más acertado decir que sí pudo haber sido posible la victoria —de hecho, hubo al menos dos victorias con alguna resonancia histórica, Cuba y Nicaragua, varias casi victorias, incluyendo Guatemala y El Salvador, y, por supuesto la aún irresuelta guerra civil en Colombia— pero que la estrategia de la lucha armada fue derrotada en lo que resultó en ultima instancia ser un combate con un enemigo más fuerte. La nueva izquierda latinoamericana, sin importar cuan pragmática sea su orientación en su nueva encarnación —y por cierto no me opongo al pragmatismo— necesita recobrar de manera positiva la herencia tanto de la lucha armada como del “camino democrático al socialismo” de Allende, aunque sea sólo como un momento importante en la historia moderna de Latinoamérica, en vez de simplemente distanciarse de ella.

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108

Borges y “la promesa de la biblioteca” para Moraña; Asturias para Morales), no tanto

como depósito de un valor cultural a priori, sino más bien como algo que tiene la

profundidad y la consistencia para ser fructíferamente interrogado por las generaciones

venideras.

Esto último es quizás el punto crucial, porque el giro neoconservador en la crítica

latinoamericana, así como en lo que se llamó en Estados Unidos las “guerras culturales,”

hace de la literatura y las reflexiones sobre valor estético y literario un orden crucial del

pensamiento, y no algo que es simplemente suplementario o secundario. Al final de su

libro, Sarlo es especialmente elocuente al respecto: “[l]a literatura, por supuesto, no

disuelve todos los problemas planteados, ni puede explicarlos, pero en ella un narrador

siempre piensa desde fuera de la experiencia, como si los seres humanos pudieran

apoderarse de la pesadilla y no sólo padecerla” (166). Los tres textos, y no sólo el de

Sarlo, son “defensas de la literatura.” Por esta razón, el ensayo de Moraña, aunque es el

menos elaborado de los tres, es quizás el más impactante en un contexto académico,

porque su objetivo es vigilar las fronteras de lo que es y no es permisible dentro del

ámbito de la crítica literaria y cultural latinoamericana, en un momento en que muchos

de sus supuestos fundamentales han sido puestos en duda interna y externamente,

incluyendo la idea de Latinoamérica como tal52.

Se podría argumentar que estoy exagerando y que la operación crítica

representada por estos tres textos es algo completamente diferente del tipo de

neoconservadurismo propugnado por figuras como Samuel Huntington, Alan Bloom, o

Dinesh D’Souza en las “guerras culturales” en los Estados Unidos, u Octavio Paz (para

citar sólo un ejemplo) en América Latina. Morales, Moraña, y Sarlo se consideran

personas de izquierda, y piensan sus posiciones precisamente como una defensa de

cierta izquierda arraigada en las ideas del progreso humano, emancipación, nación,

razón, ciencia, y secularismo –una izquierda que no teme hacer preguntas estructurales,

radicales, sobre la naturaleza del Estado y la sociedad, contra lo que ve como el

relativismo postmodernista y el multiculturalismo “débil” de las políticas identitarias. Si

52 Ver, por ejemplo, Arturo Ardao, Génesis de la idea y nombre de América Latina (Caracas: CELARG, 1993); y Walter Mignolo, The Idea of Latin America (Oxford, UK: Blackwell, 2005).

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109

bien mi propia posición no es completamente desinteresada (varios de los puntos

tocados por Morales, Moraña, y Sarlo se refieren directa o indirectamente a mi trabajo),

sin embargo no creo estar exagerando el caso. Lo que estoy tratando de hacer es captar

una tendencia emergente que todavía no ha tomado total conciencia de sí misma y que,

como tal, podría desplazarse en distintas direcciones (tampoco pretendo fusionar las

posiciones de Morales, Moraña, y Sarlo, que tienen diferencias significativas). Creo que

lo que llamo el giro neoconservador continuará siendo una tendencia dentro de la

izquierda latinoamericana que seguirá intentando incidir con autoridad sobre sus

objetivos y sus límites. Es decir, será, como Daniel Bell, “conservador” en materias

culturales y “liberal” en materias económicas y políticas. Pero también es posible que si

la situación política en Latinoamérica se polariza más, esta tendencia se alinee

políticamente con una posición más conservadora o de centro derecha, como sucedió

en los casos de los New York Intellectuals en los Estados Unidos o los llamados Nuevos

Filósofos y figuras como el historiador Francois Furet en Francia. Los ejemplos de Jorge

Castañeda en México o Elizabeth Burgos en Venezuela hacen alusión a esta posible

consecuencia en un contexto latinoamericano.

La negación de la posibilidad de solidaridad transnacional es sobre todo una

afirmación de la incapacidad del gringo o del no-latinoamericano para entender y

“representar” Latinoamérica53. Esto es comprensible en un escenario en que tanto el

pasado como el futuro de América Latina involucran una confrontación a todo nivel con

el poderío de los Estados Unidos. Pero también hay una negación de la posibilidad de

solidaridad entre grupos de diferente formación étnica, cultural, social y lingüística

dentro de los confines de cualquier Estado-nación latinoamericana o de Latinoamérica

como región. Sin embargo, las políticas de solidaridad y las movilizaciones de apoyo a

los derechos humanos están entre las formas más efectivas que los movimientos

53 Morales denuncia explícitamente “el democratismo de los académicos primermundistas políticamente correctos, quienes se las arreglan para expiar culpas tontas solidarizándose acríticamente con las luchas que, en clave multiculturalista, azuzan en nuestros (sic) países, transpolando mecánicamente los issues de las minorías estadounidenses contra el sujeto anglo, y aplicando así su receta gringa a la América Latina con lujo de irresponsabilidad política.” Mario Roberto Morales, “El neomacartismo estalinista (o la cacería de brujas en la academia “posmo”), Revista Encuentro 19 (invierno 2000/2001), 57.

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110

populares han elaborado localmente contra el poder de la globalización y los regímenes

represivos o anacrónicos. La idea de un movimiento o frente fundamentado en una

política de alianzas, en lugar de un partido específico, es esencial en muchos de los

gobiernos de izquierda que han asumido el poder recientemente en Latinoamérica.

Aunque de ningún modo intento cancelar el debate dentro de la/s izquierda/s, o sobre

la izquierda, tengo la impresión de que hay implícita, en el giro neoconservador, una

suerte de distinción entre izquierda respetable e izquierda populista —“la marea

populista,” como suele decir José Aznar, el político español de derechas. En otras

palabras, Bachelet, Tabaré, y Lula (si continúa portándose bien) contra todos los demás,

especialmente Chávez, pero también López Obrador, Kirchner, Morales, Correa, los

sandinistas, los cubanos, etcétera. No es necesario añadir que esta distinción tiende a

dividir a la izquierda latinoamericana, y de esta manera, a inhibir su fuerza hegemónica

a nivel nacional, continental e intercontinental. Por lo mismo, no es una distinción en la

que hayan insistido Lula o Bachelet, que entienden que la izquierda latinoamericana es

necesariamente diversa.

Tomando todo esto en consideración, permítanme aventurar la hipótesis de

que lo que estoy llamando el giro neoconservador es un efecto superestructural de dos

procesos relacionados con la integración de Latinoamérica a los procesos actuales de

globalización: 1) la crisis de sectores de las clases media y alta latinoamericanas

afectados de manera negativa por las políticas neoliberales de ajuste estructural, la

reducción del apoyo estatal a la educación superior (y a la educación en general), y la

proliferación de la cultura de masas comercializada (a tal punto que, a pesar de su

propio disgusto por las políticas identitarias y el testimonio, encontramos una

dimensión personal o “biográfica” en cada uno de estos críticos, (Sarlo incluida); y 2) el

debilitamiento de la hegemonía del neoliberalismo como tal. La ideología neoliberal es

cada vez más percibida como insuficiente para garantizar la gobernabilidad. Las

consecuencias de las políticas económicas neoliberales producen una crisis de

legitimación tanto del Estado como de los aparatos ideológicos, incluyendo las escuelas,

los museos, la familia, las instituciones religiosas, y el sistema tradicional de partidos

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111

políticos. La tendencia libertaria implícita en el modelo de “elección racional” a través

del mercado libre no puede servir como plataforma para la imposición de una

estructura normativa de valores y expectativas sobre la población. Al mismo tiempo, la

combinación de la privatización y la proliferación de la cultura global de masas,

desestabiliza la autoridad cultural de un sistema previo de normas, valores y jerarquías

representado por los intelectuales tradicionales y, además, amenaza el bienestar

económico de sectores de las clases alta y media profesional, de las que usualmente

provienen y a las cuales representan los intelectuales de la literatura, cualquiera sea su

posición ideológica.

Todos comprendemos —Saskia Sassen es quizás la teórica más influyente sobre

el tema54— que de cierta forma el capitalismo global todavía requiere del Estado-nación

para asegurar la gobernabilidad, imponer el orden civil, proteger la inversión y la

propiedad privada, e inculcar el tipo de personalidad autodisciplinada capaz de

posponer la búsqueda de gratificación inmediata por la esperanza de una eventual

recompensa (el Estado nacional vendría a ser algo como el ”policía local” de la

globalización). El giro neoconservador se ofrece como una ideología de profesionalismo

y disciplinariedad centrada en la esfera de las humanidades, que fueron especialmente

desprestigiadas y perjudicadas por las reformas neoliberales en la educación, una

ideología implementada por y a través del Estado y los aparatos ideológicos para

contrarrestar la crisis de legitimidad provocada por el neoliberalismo.

Si esta hipótesis es correcta, y enfatizo su carácter tentativo, entonces el giro

neoconservador en la crítica latinoamericana puede ser visto como un intento, por

parte de una intelectualidad criollo-ladina, esencialmente blanca, de clase media y

media-alta, educada en la universidad, de capturar, o recapturar, el espacio de

autoridad cultural y hermenéutica de dos fuerzas también en pugna: 1) la hegemonía

del neoliberalismo y lo que es visto como las consecuencias negativas de la fuerza

descontrolada o sin mediación del mercado y la cultura de masas comercializada; 2) los

movimientos sociales y las formaciones políticas basadas en políticas identitarias o

54 Ver su libro Territory, Authority, Rights. From Medieval to Global Assemblages (Princeton: Princeton University Press, 2006).

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“populismos” de varios tipos, que involucran nuevos actores políticos que ya no se

sienten en deuda con el liderazgo intelectual o estratégico de la intelectualidad

étnicamente criolla y económicamente de clase media o clase media alta. La modestia

disciplinaria del argumento ofrecido en estos tres casos, que se limitan a la esfera

académica de la crítica literaria y cultural, no debería encubrir sus ambiciones e

implicaciones más amplias. Más o menos concientemente, y con notable elocuencia y

rigor intelectual, despliegan una doble estrategia de interpelación: 1) un llamado a

sectores de la burguesía y de las clases profesionales a crear una nueva forma de

hegemonía cultural, entendida en el sentido de lo que Gramsci llama “el liderazgo moral

intelectual de la nación,” que incorpore sus propios criterios disciplinarios de

profesionalismo y especialización; 2) y, al mismo tiempo, un intento de redefinir (y

confinar) los nuevos proyectos emergentes de la (o las) izquierda/s latinoamericana/s,

alimentados desde las bases por actores políticos no-criollos o no-mestizos, dentro de lo

que continúan siendo parámetros dominados por la intelectualidad y las clases

profesionales.

Tanto Moraña como Sarlo propugnan una vuelta a Borges (y Morales ofrece una

rehabilitación de Asturias, lo que para nuestro propósito viene a ser lo mismo). Borges,

por supuesto, nunca desapareció completamente del horizonte de la crítica literaria

latinoamericana. Las razones de esto no son difíciles de comprender: con su lucidez

desilusionada y su capacidad de invención literaria Borges sigue siendo el intelectual

latinoamericano quizás más interesante del siglo veinte. Además, esa lucidez

desilusionada parece encajar bien con las consecuencias de la derrota de la izquierda

revolucionaria y el fin de una era de ilusiones utópicas. La afición de Borges a habitar las

fronteras entre el yo y el otro, representación y realidad, territorio y mapa, hace de su

propia escritura una especie de Aleph que nos permite leer en su interior, como lo hace

Moraña, los temas candentes del día: el Otro, la deconstrucción, la ética, el testimonio,

lo subalterno, los estudios culturales y postcoloniales, la dialéctica de la modernidad

periférica, la “iluminación” benjaminiana en una clave latinoamericana. Pero leer estos

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113

temas a través de Borges es también limitarlos a Borges –es decir, al espacio de una

articulación muy particular de “la ciudad letrada”.

De esta forma, el recurso a Borges corre el riesgo de convertirse en un emblema

para el giro neoconservador en sí, tal como lo fuera T.S. Eliot en la crítica

angloamericana. Como ocurre en el ensayo de Moraña, la amenaza de un “otro”

subalterno —una presencia potencialmente letal y usualmente racializada, siempre en

los márgenes de los cuentos de Borges-, que, en última instancia, es una amenaza a

descentralizar la autoridad política y epistemológica del escritor, es neutralizada, y así

volvemos al consuelo privado y desilusionado, pero finalmente adecuado de la

literatura, lo que Moraña llama, quizás irónicamente, “la promesa de la biblioteca”.

No es que apelar a Borges sea en sí mismo reaccionario. Lo que resulta

problemático, más bien, es la incapacidad de hacer que esta apelación registre

adecuadamente la conexión entre el radicalismo nominalista de las estrategias

epistemológicas y estéticas de Borges y sus posiciones políticas reaccionarias y a

menudo racistas55.

Concluyo con la pregunta de Borges porque pienso que es una pregunta

particularmente difícil para nosotros. Como Cervantes, Borges es la literatura, y la

literatura es, en última instancia, lo que hacemos. ¿Entonces, hasta qué punto estamos

también, individual y colectivamente, comprometidos con lo que he llamado aquí el giro

neoconservador? Esta es una variante de la pregunta del Evangelio: ¿A quién sirves?

Dada la particular dificultad de los tiempos en que vivimos y nuestra ubicación y lealtad

institucional, es más fácil hacer esta pregunta que contestarla.

55 En el marxismo de principios del siglo veinte, hubo un debate sobre si una epistemología de derechas —los casos habituales eran el kantismo y el positivismo— podía coexistir con una política de izquierda. El problema de Borges puede ser visto como el reverso de este debate: ¿cómo puede una epistemología nominalista coexistir con una política de derechas o conservadora? Esta es también una pregunta sobre la naturaleza del Barroco literario tanto en España como en Latinoamérica.

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114

V. - ¿Quiénes son los cristianos hoy? Notas sobre Imperio de

Hardt Y Negri

____________________________________________________________

Imperio y multitud

Si Antonio Negri y Michael Hardt están en lo correcto, y la globalización augura

algo así como un nuevo Imperio Romano en el cual ya no hay un centro y su periferia

(puesto que el Imperio no tiene afuera), entonces la pregunta de nuestro tiempo podría

ser, en cierto sentido, ¿quiénes son los cristianos hoy? Esto es, ¿quién en el mundo

actual, dentro del Imperio pero no siendo parte del Imperio (para recordar la distinción

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115

de San Pablo), tiene la posibilidad de desplegar una lógica opuesta a la del Imperio y que

podría traer, eventualmente, su caída y transformación?

Aun para los que se siguen considerando marxistas en algún sentido (y yo me

nombró entre ellos), ya no parece suficiente decir que dicho sujeto es el proletariado o

la clase trabajadora. Los mismos Hardt y Negri prefieren la idea o imagen de la

“multitud” –que derivan desde Espinosa vía el filósofo italiano Paolo Virno. Yo prefiero

la idea del subalterno, los “pobres de espíritu” para usar las palabras del Sermón de la

Montaña. Este giro tiene el efecto de abrir la categoría del subalterno al futuro, en vez

que concebirla (como lo hizo Gramsci, por ejemplo) como una identidad configurada por

la resistencia de la tradición a la modernidad56.

Pero quizás hay una diferencia crucial entre la multitud y el subalterno: la

multitud, como la entienden Hardt y Negri, quiere designar un sujeto colectivo con

muchos o con ningún rostro, con forma de una hidra de muchas cabezas, conjurado por

la globalización y por la desterritorialización cultural, mientras que el subalterno es, en

primer lugar, una identidad específica como tal, “ya sea que ésta se exprese en términos

de clase, casta, género u oficio, o en cualquier otra forma”, para recordar la definición

de Ranajit Guha57. Si vamos a conservar la equivalencia entre la multitud y el subalterno,

aunque sea de manera heurística, se sigue de esto que la política de la multitud debe

ser, al menos en algún sentido, una política de “identidad”.

El problema entonces es que Hardt y Negri llegan hasta cierto punto a

argumentar en Empire que las políticas de identidad multiculturales son, como ellos las

comprenden (esto es, como lo que usualmente se llama “liberalismo multicultural”) en

sí mismas profundamente cómplices con el Imperio. Puesto que la permeabilidad supra

56 “El encuentro entre los estudios subalternos del sur de Asia y los críticos latinoamericanos de la modernidad y del colonialismo pone una cuestión de manifiesto: sus concepciones de que la subalternidad no es sólo un problema relativo a grupos sociales dominados por otros grupos sociales, sino de sus alcances en el orden global, en el sistema interestatal analizado por Guha y por Quijano. La teoría de la dependencia fue claramente una reacción temprana a esta problemática. Este es un asunto, sin duda, crucial y relevante, cuando la colonialidad del poder y la subalternidad están siendo rearticuladas en un periodo postcolonial y postnacional controlado por las corporaciones transnacionales y sus redes sociales”. En: The Latin American Subaltern Studies Reader, Ileana Rodríguez (editora) (Durham y London: Duke University Press, 2001), 441. 57 Ranajit Guha, “Preface”, Selected Subaltern Studies, Ranajit Guha and Gayatri Spivak (editores) (New York: Oxford University Press, 1988), 35.

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116

o sub-nacional es la característica económica central del nuevo capitalismo global,

entonces la heterogeneidad multicultural es sincrónica con esta permeabilidad en

formas diversas, rearticulando o reordenando, a nivel de la superestructura ideológica,

las formas previas de las narrativas hegemónicas sobre el Estado nacional unificado y el

pueblo (un lenguaje, una historia, una territorialidad, etc.).

Para Maquiavello, quien en cierto sentido fue el primer pensador moderno de la

lucha de liberación nacional, “el pueblo” (popolo) es la condición para la nación y, a su

vez, se realiza a sí mismo como un sujeto colectivo en ésta. Lo que implica el concepto

de multitud de Hardt y Negri es que se puede hablar de “el pueblo” sin la nación. Por el

contrario, Maquiavello creía que “el pueblo” sin la nación era irremediablemente

heterogéneo y servil –como los judíos en su cautiverio en Egipto. Es el príncipe –Moisés-

quien le confiere al “pueblo” una unidad de voluntad e identidad al convertirlo en una

nación. Pero la apelación a la idea de nación también estabiliza dicha voluntad e

identidad –esto es, la convierte en un pueblo- articulado en torno a una visión

hegemónica, codificado en la Ley y en el aparato de Estado, y con un lenguaje común,

con sus respectivos valores, intereses, cultura, comunidad, tareas, sacrificios y destino

histórico- una visión que retóricamente sutura los vacíos y las discontinuidades internas

al “pueblo”. Aunque son precisamente estos vacíos y discontinuidades las que fuerzan al

subalterno o al subalterno-como-multitud a emerger.

¿Es entonces la superación del Estado nacional por la globalización una cuestión

fortuita con respecto al proyecto de la emancipación humana y de su diversidad? Hardt

y Negri, siguiendo una tradición marxista anti-nacionalista que comienza en Marx y

Engels y pasa por Rosa Luxemburgo, parecen pensar que esto es así. En Empire sus

argumentos contra el multiculturalismo están relacionados a sus argumentos contra la

hegemonía en Gramsci, en el sentido de un “liderazgo moral e intelectual de la nación”.

Ellos quieren imaginar una forma de política que vaya más allá de la nación y de las

formas de representación política y cultural tradicionalmente relacionadas con la idea

de hegemonía –una política del “poder constituyente”, como ellos la llaman. Así, por

ejemplo:

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117

La multitud es auto-organización. Ciertamente, debe haber un momento cuando

la reapropiación y la auto-organización alcanzan un umbral y se configuran como

un evento real. Esto es el momento cuando la política es realmente afirmada –

cuando la génesis se completa y la auto-valoración, la convergencia cooperativa

de los sujetos y la administración proletaria de la producción se convierte en

poder constituyente. Este es el punto cuando la república moderna cesa de

existir y el posse postmodernista emerge. Este es el momento fundante de una

ciudad terrenal que es distinta y más fuerte que cualquier ciudad divina. La

capacidad para construir lugares, temporalidades, migraciones y nuevos cuerpos

ya afirma su hegemonía a través de las acciones de la multitud contra el

Imperio58.

Pero ¿desde dónde viene esta “capacidad para construir lugares, temporalidades,

migraciones y nuevos cuerpos” si no es desde subjetividades definidas por su

“identidad” (subalterna)? Empire a veces parece moverse en un registro completamente

postpolítico, el cual paradójicamente depende, para recordar la famosa frase de Marx y

Engels: “todo lo sólido se desvanece en el aire”, del poder radicalizante del mismo

capital, visto como el resultado del trabajo colectivo, tanto para transformar como para

transnacionalizar al proletariado en el proceso de desmontaje de las protecciones del

Estado nacional y así permitir la emergencia de nuevas formas de movilización y

actividad política. Una de estas nuevas formas, según argumentan ellos, aparece en

torno a la cuestión de los desplazamientos de población producidos por la globalización.

La inmigración masiva, según ambos, revela los antagonismos de la multitud –el sujeto

engendrado por el capital global pero opuesto a éste- y el carácter anacrónico de las

fronteras nacionales. De esto se sigue que “el derecho general a controlar el propio

movimiento es la demanda final de la multitud por una ciudadanía global”. Ciertamente,

esta es una reivindicación legítima, y además está relacionada con una demanda por un

58 Michael Hardt and Antonio Negri, Empire (Cambridge and London: Harvard University Press, 2000), 411.

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118

salario social universal. Aunque es difícil concebirla como una demanda –aún en el

sentido en que los trotskistas hablan de una “demanda transicional” (una demanda por

una reforma que sí es concedida desencadenará progresivamente otras demandas más

radicales)- que disolverá los límites del capital global o su emergente superestructura

político-ideológica; por el contrario, pareciera que el capital global es la precondición

tanto para la elaboración de esta demanda como para su cumplimiento. Para Hardt y

Negri, la multitud es una forma “expandida” de nombrar el proletariado que no se limita

a la categoría de trabajo productivo asalariado, una forma de ver al proletariado en

cambio como un sujeto híbrido o heterogéneo conjugado pero siempre-ya habitado

excesivamente de capitalismo en su estadio actual. Nosotros sabemos, por supuesto,

que la idea de subalterno tiene un rol similar para Gramsci en los Cuadernos de la cárcel,

más allá de su utilidad como un eufemismo para engañar a los censores de la prisión.

Pero, ¿hasta qué punto el potencial radical de la multitud es entonces, al menos en

parte, una resistencia a la subsunción real o formal en las relaciones capitalistas de

producción, es decir, una resistencia a proletarizarse? ¿No es la distancia o

inconmensurabilidad entre el “proletariado” (definido por su subsunción real o formal a

las relaciones capitalistas de producción) y la multitud -esto es, entre el trabajo

abstracto y el trabajo real, una diferencia marcada precisamente por la “identidad” o,

incluso, como “identidad”? Si esto es así, entonces la cuestión de la “identidad” y el

multiculturalismo se desplazan desde su estatus de contradicción secundaria para

transformarse en la contradicción principal del mundo actual.

Hardt y Negri parecieran aproximarse a un reconocimiento del rol crucial de la

identidad, o como ellos la llaman, “singularidad”, cuando escriben:

La multitud afirma su singularidad al invertir la ilusión ideológica que todos los

seres humanos en la superficie global del mercado mundial son intercambiables.

Al colocar la ideología del mercado sobre sus pies, la multitud promueve a través

de su trabajo las singularizaciones biopolíticas de grupos y conjuntos de la

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119

humanidad, de manera recíproca y en cada instancia del intercambio global

(395).

Pero aquí hay una ambigüedad. ¿Están ellos señalando la emergencia de nuevas lógicas

de lo social que se oponen o resisten los efectos homogeneizadores del mercado

capitalista en nombre de “singularidades” (¿previamente constituidas?), que adquirirían

ahora y frente al capital una fuerza de negación radical? O, ¿es la generalización y

abstracción del poder laboral producida por la mercantilización de lo humano, la

precondición de las “singularizaciones biopolíticas de los grupos”? En el segundo caso, el

argumento, aún cuando parece ser postmodernista, es esencialmente similar a aquel del

marxismo ortodoxo (específicamente, nos recuerda de alguna manera la idea de super-

imperialismo propuesta por Karl Kautsky antés de la primera Guerra Mundial). Para

estar en contra del capitalismo, uno debe primero haber sido transformado por este. No

puede haber ninguna otra resistencia a devenir proletarizado que la resistencia

emanada de la posición de estar ya sujeto al capital: “el telos de la multitud debe ser

vivir y organizar su espacio político contra el Imperio y dentro de ‘la madurez de los

tiempos’ y las condiciones ontológicas que presenta el Imperio” (407). Pero esto

equivale a subordinar la lucha contra el capital al tiempo del capital. Si lo que la multitud

resiste es la “intercambiabilidad” que resulta de la mercantilización general del trabajo y

la naturaleza, entonces lo que ésta afirma como singularidades son formas de diferencia

síquica y cultural, de tiempo, necesidad y deseo, que están en conflicto con las

“condiciones ontológicas que presenta el Imperio”.

Hardt y Negri toman de Virno la figura del “éxodo” para describir el

distanciamiento de la multitud desde el Estado nación, proyectando un desplazamiento

desde la “república moderna” a la “posse posmodernista”, pero, ¿un éxodo hacia

dónde? (porque el éxodo es también para Virno “la fundación de una república”59). Si la

59 “Uso el término éxodo aquí para definir el retiro de las masas desde el Estado […] El éxodo es la fundación de una república. La misma idea de ‘república’, sin embargo, requiere dejar de lado la institucionalidad del Estado: si hay república, entonces ya no hay Estado. La acción política del éxodo consiste, por lo tanto, en un retiro comprometido. Sólo aquéllos que poseen una forma de salida para sí mismos pueden fundar la república; pero, en un sentido contrario, sólo aquéllos que puedan fundarla

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120

demanda por la ciudadanía global tiene un cierto aire reformista, existe un antagonismo

más militante contra el Imperio que es revelado para Hardt y Negri en los actos de

insurgencia espontáneos y puntuales tales como las protestas de Los Ángeles, la

rebelión zapatista en Chiapas, las manifestaciones en Seattle, o la Intifada. En otras

palabras, los cristianos versus Roma. Pero todos estos movimientos están todavía

profundamente imbuidos, de una forma u otra, de políticas de la identidad. El

cristianismo primitivo era una ideología –de hecho, este fue el modelo de la ideología

para Althusser. Como tal, tuvo que crear nuevos tipos de territorialidad dentro del

Imperio (entiendo dicha territorialidad como la relación entre identidad y espacio).

¿Cuáles fueron las territorialidades que creó el cristianismo? Inicialmente las precarias

“comunidades” de creyentes representadas en las Epístolas (Romanos, Corintios,

Filipenses y Efesios), pero eventualmente, de estas comunidades y con la caída del

Imperio (una caída que se debe en parte a su proliferación) emergieron las naciones o al

menos las bases para los modernos Estados nacionales europeos.

Si planteamos el problema del multiculturalismo junto al problema de los límites

de la nación, se hace evidente que sin la capacidad de interpelar hegemónicamente la

nación (una nación actual o posible) las políticas de identidad no tienen otra opción que

ser parte de “la lógica cultural del capitalismo tardío” (para recordar la frase de

Jameson), porque éstas expresarían simplemente lo que ya es el caso, y aún deseable,

dentro de las reglas del juego del sistema del mercado mundial y de la democracia

liberal, en vez de estar orientadas a subvertir o contravenir dichas reglas. El potencial

radical de las políticas de identidad como un sitio para la movilización contra el poder y

la hegemonía del capital global depende, por lo tanto, de la nación. Más allá de dicha

territorialidad ese potencial se vuelve lo que Coco Fusco llama “multiculturalismo feliz”

–es decir, un aspecto de la superestructura ideológica del capital globalizado.

triunfarán en encontrar el sendero a través de las aguas por el cual serán capaces de abandonar Egipto”. Paolo Virno, “Virtuosity and Revolution”: The Political Theory of Exodus” en: Radical Thought in Italy: A Potential Politics, Paolo Virno y Michael Hardt (editores) (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996), 196.

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121

Pero, la misma crítica puede ser hecha a la idea de multitud. Si es que ésta no se

orienta hacia la adquisición de la hegemonía, entonces ¿en qué sentido es política la

acción de la multitud? O ¿se trata, simplemente, de un tipo de turbulencia creada y

tolerada por la generalización de las relaciones de mercado, y en alguna forma, incluso

en sintonía con tales relaciones (de manera tal que el neoliberalismo podría aparecer

como una expresión ideológica más acabada de la multitud que el comunismo o el

socialismo), y en cualquier caso controlable por operaciones policiales y militares? Un

cierto marxismo en América Latina supuso que la “cuestión indígena” sería resuelta con

la proletarización y la aculturación de los pueblos indígenas del continente. José Carlos

Mariátegui fue uno de los primeros en argumentar contra esta concepción en los años

1920s, señalando que las bases para el socialismo también podían ser fundadas tanto en

las características precolombinas como en las contemporáneas de las sociedades

precapitalistas indígenas de los Andes. De manera similar, un texto como Me llamo

Rigoberta Menchú nos fuerza a reconocer que la participación de los grupos indígenas

en la lucha armada en Guatemala estaba dirigida contra su proletarización y su

aculturación / transculturación. Ideológicamente, por lo tanto, esa lucha requería de

una afirmación de la “identidad” indígena: lengua, valores, costumbres, vestimenta y

territorialidad (especialmente importante en este sentido fue la defensa de los derechos

de tierra comunal).

Hardt y Negri incluyen las luchas indígenas en su concepto de multitud. Pero el

problema persiste: ¿es lo que ellos entienden por la dinámica ideológica de la multitud

equivalente a las dinámicas ideológicas identitarias que motivan estas luchas?, o ¿han

subordinado dichas dinámicas en su concepto de multitud, la cual arriesga en

convertirse, de la misma forma que el concepto marxista ortodoxo del proletariado, en

otro sujeto “universal”?

Nación y modernidad

Recientemente, han surgido algunos esfuerzos por revivir el leninismo –de

manera más prominente quizás, de parte de Slavoj Žižek. Pero, el aspecto del

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122

pensamiento de Lenin que merece permanente atención en relación a nuestras actuales

preocupaciones, en mi opinión, no es uno que alguien como Žižek, quien comparte con

Hardt y Negri el rechazo hacia las políticas de identidad, aprobaría: lo que Lenin y el

marxismo clásico llamaron “la cuestión nacional”, cuestión que, por supuesto, conlleva

a la vez una problemática sobre la “identidad” nacional.

Para recordar brevemente el argumento de Lenin: en la etapa del capitalismo

monopólico, basado en la competencia por las materias primas y la fuerza laboral entre

diversos capitalismos nacionales, la contradicción principal del capitalismo se desplaza

desde la contradicción entre trabajo y capital dentro de la territorialidad de un Estado

nacional determinado, hacia la contradicción entre naciones y grupos nacionales

capitalistas dominantes y dominados. A su vez, las formas principales de lucha cambian

desde aquellas basadas en organizaciones de clase y partidos –las organizaciones del

estilo de la segunda internacional- hacia las luchas por la liberación nacional,

preferiblemente lideradas por la clase trabajadora, pero no limitadas a los intereses de

esta clase como tal.

Se podría argumentar que el conflicto explícito entre el llamado mundo libre y el

comunismo en el periodo de la Guerra Fría se conectaba con un conflicto implícto, de

carácter más bien anti-colonial o anti- neocolonial, entre un capitalismo internacional

pero todavía basado en los intereses de Estados nacionales particulares del “centro” y

los nacionalismos étnicos de la “periferia”. Si esto es cierto, entonces las

contradicciones políticas y estratégicas entre el capitalismo y el comunismo consistían

en el hecho de que el comunismo actuaba, fundamentalmente, como un poderoso

aliado para esos nacionalismos étnicos. Un argumento similar puede ser elaborado para

mostrar que el problema de la nación y de la identidad nacional están, todavía, en el

corazón del conflicto global, aun cuando la naturaleza de tal conflicto haya cambiado en

el último cuarto de siglo. Podemos responder a la reivindicación que subyace a Imperio

de que el Estado nacional ha sido, o está en proceso de ser, trascendido por la etapa

actual del capitalismo, la cual ya no requiere dicha forma de organización como sí lo

necesitaba el capitalismo monopólico (porque la competición entre distintos capitales

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123

nacionales también pasaba por la geopolítica y una cuestión militar): es demasiado

temprano para afirmar esto. Podría ser que la inhabilitación parcial de la autonomía

económica del Estado nacional por la globalización, y las desastrosas consecuencias que

esto produce (por ejemplo, la serie de colapsos económicos en América Latina a

finales de los 90 y comienzos del nuevo siglo de Argentina) le den, de alguna forma, una

nueva intensidad y urgencia a la cuestión nacional y “local”.

Para Lenin, la idea de “identidad” nacional todavía se expresaba como una

“unidad” (de territorio, idioma, historia, instituciones, carácter). Hoy por contraste la

cuestión nacional –como un problema no sólo relativo a lo que las naciones han sido,

sino a lo que podrían llegar a ser— está conectado con el multiculturalismo y con las

políticas de identidad en una forma en que el leninismo clásico no nos ayuda mucho a

comprender. En términos de Lenin, el imperio ruso era una suerte de prisión para las

naciones. Pensando sobre qué es lo que constituye a una nación, Lenin y, siguiendo su

camino, Stalin en su famoso ensayo de 1914 sobre la cuestión nacional, aprovecharon

la idea liberal y socialdemócrata convencional –articulada por Kautsky entre otros- de

que la nación era una comunidad relativamente permanente de territorio, lenguaje,

mercado interno, economía, idiosincrasia cultural. La política de los nacionalismos

soviéticos se orientó, en general, por esta concepción, intentando una “unión” de

repúblicas nominalmente independientes, cada una construida sobre un grupo nacional

o grupo étnico dominante, a pesar de las evidentes incoherencias (qué hacer con los

judíos rusos, por ejemplo, que eran un pueblo sin territorialidad específica) y los ajustes

dictados por la realpolitik de Stalin (deportación y relocalización de grupos étnicos

considerados hostiles al proyecto soviético; inserción de minorías rusas en otras

“naciones”, etc.). Ya en esta concepción se pueden percibir las semillas de la crisis tanto

de la Unión Soviética como de Yugoslavia –pues ambas mostraron una tendencia a la

fractura, precisamente, en el ámbito de la línea “nacional”, cuestión que desembocó en

la constitución de varias repúblicas.

A comienzos del siglo XX, la posición alternativa en la tradición marxista, fue la

del austro-marxista Otto Bauer en su tratado de 1907, La cuestión de las nacionalidades

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124

y la social democracia (Lenin le encargó a Stalin escribir su ensayo de 1914 como

respuesta a Bauer). Reflexionando sobre el carácter multilingüístico y multiétnico del

imperio austro-húngaro, entonces en decadencia, Bauer estaba preocupado con el

problema de las minorías que, como los judíos rusos, poseían atributos de nacionalidad

–lo que Bauer llamaba una “comunidad de voluntad”—pero no un Estado territorial

independiente fundado en dichos atributos. Bauer planteó la siguiente problemática:

1) Las identidades nacionales o étnicas –“comunidades de voluntad”- no son simples

alucinaciones ideológicas o formas de falsa conciencia, como la posición anti-

nacionalista en el marxismo y el anarquismo argumentan, sino que son, en sí mismas,

efectos determinados por el impacto del desarrollo capitalista combinado y desigual

sobre poblaciones periféricas. Las identidades expresan lo que en términos

weberianos equivaldría una contradicción entre la Gemeinschft [comunidad] (étnica o

“nacional” en un sentido pre-moderno) y la Gesellschaft [sociedad].

2) En un estado liberal-democrático el multiculturalismo nacional o étnico puede ser

tolerado en principio, pero en la práctica siempre está limitado por la hegemonía de un

grupo nacional o étnico dominante.

3) Por lo tanto, el mismo principio de autodeterminación que legitima la existencia del

Estado-nación y la hegemonía del grupo étnico o nacional dominante, podría entonces

ser utilizado por las minorías desafectadas para demandar un Estado donde ellas

lograsen ser mayoría.

La pregunta que surge es si estas minorías deberían o no devenir un Estado. La

respuesta de Bauer fue la de divorciar la idea de la “comunidad de voluntad”

constituida en torno al lenguaje, la experiencia común, la idiosincrasia cultural o

religiosa, o el “carácter nacional” de la idea de la nación expresado por la posición de

Kautsky y Lenin (esto es, en términos de una comunidad de lenguaje, cultura, mercado,

etc. que adquiere la forma de un Estado nacional soberano. Bauer hace este giro

mediante la proposición de formas de autonomía nacional y de autodeterminación,

organizadas democráticamente, para minorías étnicas y nacionales, dentro de una

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125

territorialidad mayor la que, sin embargo, sería también una nación o, para usar sus

propios términos, un “Estado multinacional”. Como señala el editor a cargo de la

reciente re-edición del libro de Bauer en inglés, él cuestionó, de hecho, las principales

asunciones del mundo contemporáneo: “que la soberanía es unitaria e indivisible, que la

autodeterminación nacional requiere la constitución de Estados nacionales separados, y

que el Estado nacional es la única forma reconocida de organización”60.

Hay varios elementos que hoy parecen anticuados o pintorescos en el

argumento de Bauer (por ejemplo, su idea de “corporaciones” públicas étnico-

nacionales); pero también existe un impulso básico que es digno de reconsideración.

Especialmente en un mundo marcado por la inmigración masiva y / o la configuración

de nuevas fronteras nacionales yuxtapuestas sobre territorios nacionales anteriores, la

propuesta de Bauer también tiene la ventaja de contemplar el problema de las minorías

y de lo minoritario como tal (como diría la escritora chicana Gloria Anzaldúa, “nosotros

no cruzamos la frontera, la frontera nos cruzó a nosotros”). En este sentido, se puede

ver a Bauer como el primer teórico del multiculturalismo, más que de la homogeneidad

cultural-lingüística-legal, como fundamento para la identidad de la nación. Esto lo

convierte (junto quizás con Mariategui) en uno de los primeros marxistas después de

Marx en pensar más allá del esquema normativo de la modernidad.

60 Otto Bauer, The Question of Nationalities and Social Democracy, Joseph O’Donnell (traductor) (Minneapolis and London: University of Minnesota Press, 2000). Hardt y Negri critican duramente a Bauer, señalando que “en el cálido clima intelectual de ‘retorno a Kant’, estos profesores, tales como Otto Bauer, insistieron en la necesidad de considerar a la nacionalidad como un elemento fundamental de la modernización. De hecho, ellos creían que producto de la confrontación entre la nacionalidad (definida como comunidad idiosincrática) y el desarrollo capitalista (definido como sociedad) emergería una dialéctica que en su despliegue favorecería, eventualmente, al proletariado. Este programa ignoraba el hecho de que el Estado-nación no era divisible sino en cambio orgánico, no era trascendental sino trascendente, y aún en su trascendencia estaba construido para oponerse a cualquier tendencia de parte del proletariado de reapropiación del espacio y de la riqueza social […] los autores celebraban la nación sin querer pagar el precio de dicha celebración. O mejor aún, la celebraban, mistificando, a su vez, su poder destructivo. Dada esta perspectiva, el apoyo para los proyectos imperialistas y para la guerra inter-imperialista fueron posiciones lógicas e inevitables para este reformismo socialdemócrata” (Empire 111-112). La identificación de la posición de Bauer con lo que se llamaba el “social-imperialismo” es, creo, históricamente incorrecta. Hardt y Negri parecen estar confundiendo a Bauer con Kautsky, cuya teoría de la nación como comunidad de lenguaje fue precisamente la heredada por Lenin y los bolcheviques y a la vez por los partidos social-democrátas de las respectivas naciones en conflicto en la Primer Guerra Mundial. Ver, por ejemplo, E. Nimni, Marxism and Nationalism: Theoretical Origins of a Political Crisis (London: Pluto Press, 1994).

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126

Esto es un logro importante, porque en varios sentidos la disputa entre el

capitalismo y el socialismo que caracterizó a la Guerra Fría fue esencialmente en torno a

cuál de los dos sistemas podría realizar de mejor forma la posibilidad, latente en el

mismo capitalismo, de una modernidad política, científica, cultural, económica. La

premisa básica del marxismo como una ideología de la modernización era que la

sociedad burguesa no podía realizar su propia promesa de emancipación y de bienestar

material, dadas las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista, sobre

todo las contradicciones entre el carácter social de las fuerzas productivas y el carácter

privado de la propiedad y de la acumulación de capital. Liberando las fuerzas

productivas desde los grilletes de las relaciones capitalistas de producción –según el

conocido argumento- el Estado socialista o los regímenes semi-socialistas inspirados por

el modelo soviético, superarían pronto estas limitaciones, inaugurando con ello una era

de crecimiento económico sin precedentes, la cual a su vez sería la condición material

para el socialismo y para la eventual transición al comunismo. La respuesta –finalmente

triunfadora- del capitalismo fue que las fuerzas del libre mercado serían más dinámicas

y eficientes, en el largo plazo, en producir crecimiento económico y modernidad.

Lo que no estaba en cuestión en ninguno de estos argumentos, sin embargo, era

el carácter deseable de la modernidad como tal. El concepto de racionalidad

comunicativa de Habermas expresa el prospecto de una sociedad que es, o que podría

llegar a ser, autotransparente. Pero, como se dio cuenta Bauer casi un siglo antes, lo que

se opone a la transparencia o a la universalización de la racionalidad comunicativa no es

sólo el conflicto entre tradición y modernidad –es decir, el carácter “inconcluso” del

proyecto de la modernidad, para recordar la famosa frase de Habermas-, sino también

la intensificación de las formas de heterogeneidad y diferencia social producidas, en

parte, por el mismo proceso de la modernidad capitalista. El problema para Bauer era

cómo imaginar el proyecto de la izquierda distanciado del telos de la modernidad,

particularmente encarnado en la “historia” del Estado-nación.

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127

La ecuación entre el Estado nacional y lo moderno descansa en el hecho de que

el problema del Estado, su “razón de ser”, es la incorporación de la población a su

propia modernidad; sobre todo porque la población –o sectores de ella- “se retrasa” de

dicha modernidad (la que se auto-representa como razón instrumental o burocrática).

Lo que expresa el concepto de ingobernabilidad es, precisamente, la

inconmensurabilidad entre la “heterogeneidad radical” del subalterno (el concepto es

de Dipesh Chakrabarty) y la razón de Estado. La ingobernabilidad –la condición de

resistencia o persistencia expresada - es el espacio del resentimiento recalcitrante, de la

desobediencia, la marginalidad y la insurgencia. Pero la ingobernabilidad también

designa la falla de la política formal y de la nación- es decir, de la hegemonía. En este

sentido, el sujeto subalterno tiene una relación diferencial con la nación: ocupa un

espacio alternativo donde la nación aún no ha llegado a ser. Esa voz “interrumpe” la

narrativa “moderna” de la transición desde el feudalismo hasta el capitalismo, de

formación y consolidación del Estado nacional, y el pasaje teleológico a través de

diferentes “etapas” del capitalismo (capitalismo mercantil, competitivo, monopólico,

imperialista y ahora global).

El privilegio en la teoría social posmodernista del concepto de sociedad civil está

fundado en la desilusión con la capacidad del Estado para organizar a la sociedad y para

producir modernidad en su versión capitalista o socialista. Esto es así porque la idea de

sociedad civil en su sentido habitual (la burgerlich Gesellschaft de Hegel) está también

ligada, como la noción de Estado nacional, a una narrativa del “desarrollo” o

“despliegue” (Entwicklung), la cual por virtud de sus propios requerimientos (educación

formal, técnica y científica, unidad familiar nuclear, partidos políticos, mercado,

propiedad privada) limita o excluye a sectores importantes de la población de acceder a

la ciudadanía plena. Dicha exclusión o limitación es la que constituye al subalterno.

Se sigue de esto que lo que Chakrabarty llama la “política de la desesperación”

del subalterno puede estar orientada por una resistencia o un escepticismo no sólo

respecto del Estado nacional oficial sino también de lo que constituye la sociedad civil.

La ecuación entre sociedad civil, cultura y hegemonía en Gramsci y otros pensadores de

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128

la modernidad está planteada contra el problema de la negatividad subalterna y está

frecuentemente dirigida contra aquello que es concebido y valorado como “cultura” por

los grupos dominantes. El concepto de hegemonía de Gramsci corresponde a un

momento de la modernidad en el cual la ciudadanía y la autoridad cultural no podían ser

separadas de la educación formal y la alfabetización, ya que los valores y la información

necesaria para ejercer dicha ciudadanía estaban disponibles mayoritariamente a través

de los medios impresos (por lo mismo Gramsci vio, por ejemplo, la producción de

novelas populares, tal cual existían en Inglaterra o Francia en el siglo XIX, como una

condición necesaria para la emergencia de la cultura nacional popular italiana). Con el

advenimiento de la cultura audiovisual de masas, sin embargo, las masas hacen la

transición desde la oralidad primaria característica de la cultura rural o campesina pre-

capitalista a lo que el crítico brasileño Antonio Cándido llamó, pesimistamente, el

“folclore urbano” de los medios, desviándose, por así decirlo de la cultura impresa y sus

placeres y requisitos específicos.

Los estudios culturales están fundados en la asunción de que las sociedades

contemporáneas confrontan el problema de que las narrativas –incluyendo el canon de

las literaturas nacionales- que legitiman y organizan el Estado nacional ya no coinciden

con las múltiples lógicas de la sociedad civil. De hecho, es la crisis o sentido de

incongruencia del Estado nacional provocada por la globalización y la cultura audio-

visual transnacionalizada lo que permite que la categoría de sociedad civil aparezca en

su plenitud: esto es, como lo que Néstor García Canclini ha llamado “comunidades

interpretativas de consumidores”, parcialmente divorciadas del referente nacional

(puesto que la circulación de bienes culturales ha devenido supra- y sub-nacional al

mismo tiempo).

Esta línea de pensamiento puede ser concebida, a primera vista, como una

variación del argumento de Gramsci sobre la posible no-coincidencia entre el “pueblo” y

la nación (esa no coincidencia, para repetirlo, es lo que el concepto de subalterno

designa). Pero la crisis del Estado nacional es también la crisis de la solución que

Gramsci le dio a este problema: esto es, la idea de una hegemonía nacional-popular. La

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129

misma hegemonía es vista por los estudios culturales como fundada en una distinción

anticuada que relaciona la subalternidad a formas culturales premodernas y la

hegemonía a formas modernas. En las sociedades contemporáneas, la dicotomía

tradición/modernidad se disolvería y así junto con ella también se disolvería la

dicotomía subalternidad/hegemonía61.

Hardt y Negri toman de los estudios culturales la idea de que la categoría que

expresa la dinámica de la cultura popular es la hibridez más que la subalternidad. Si la

hibridización es co-extensiva con la sociedad civil, sin embargo, el binarismo que no es

deconstruido por los estudios culturales es aquel que le da una condición normativa ( y

no sólo descriptiva) al valor de la hibridez: esto es, la misma dicotomía entre

Estado/sociedad civil, donde la sociedad civil es vista como un lugar donde aparece la

hibridez contra la narrativa supuestamente monológica y homogeneizante del Estado

nacional. Así, al buscar desplazar “democráticamente” la autoridad hermenéutica desde

la alta cultura burguesa hacia la recepción popular y sus diversos “cruces”, los estudios

culturales terminan de alguna forma legitimando el mercado y la globalización. La

misma lógica cultural que representan apunta en la dirección de asumir que la

hegemonía no es más una posibilidad, porque ya no existen bases culturales comunes

para formar el sujeto colectivo nacional-popular necesario para ejercer dicha

hegemonía. Sólo hay identidades desterritorializadas o en proceso de

desterritorialización.

Fredric Jameson explica el realismo mágico como la coexistencia cultural, en una

formación social dada, de temporalidades y sistema de valores que corresponden a

distintos modos de producción y que se superponen unos a otros en una suerte de

61 “La bibliografía sobre cultura tiende a asumir que hay un interés intrínseco de parte de los sectores hegemónicos para promover la modernidad y un destino fatal por parte de los sectores populares para mantenerse enraizados en la tradición. Desde esta oposición, los modernizadores obtienen el argumento moral de que sus intereses en los avances y promesas de la historia justifican su posición hegemónica: mientras tanto la condición retrógrada de las clases populares las condenaría a la subalternidad…[pero] el tradicionalismo es hoy una tendencia en varios sectores hegemónicos y puede ser combinado con lo moderno, casi sin conflicto, cuando la exaltación de las tradiciones está limitada a la cultura, mientras que la modernización se especializa en lo social y en lo económico. Ahora se debe preguntar en qué sentido y para qué fines los sectores populares se adhieren a la modernidad, la buscan y la combinan con sus tradiciones”. Néstor García Canclini, Hybrid Cultures (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1995), 145-146.

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130

palimpsesto62. Pero la generalización del tiempo del capital que produce la globalización

tiende en cambio hacia una temporalidad singular e imponente –ésa de la circulación de

mercancía y del “fin de la historia”- en la cual las otras historicidades siguen existiendo

simplemente como elementos de un pastiche. Para Jameson, el pastiche historicista

posmoderno (o mode retro) sólo es posible porque la historia ha perdido su poder para

representar al sujeto y a lo nacional-popular.

Si en la idea norteamericana del melting pot, o latinoamericana del mestizaje,

era explícita una narrativa teleológica de adaptación del “pueblo” al Estado (y

viceversa), algo similar, pero ahora en términos de una teleología post-nacional, opera

implícitamente en el concepto de hibridez e hibridización de los estudios culturales, ya

que estos designan un proceso dialéctico-visto como inevitable y providencial- de

“superación” de las antinomias enraizadas en la cultura y el pasado histórico inmediato,

incluyendo el “pasado” del mismo high modernism. A pesar de sus gestos hacia el

postmodernismo, entonces, los estudios culturales simplemente transfieren la dinámica

de la modernización desde la esfera de la alta cultura modernista y de los aparatos

ideológicos de Estado a la cultura de masas, la que ahora es vista como más capacitada

para producir “ciudadanía cultural”. En este sentido, los estudios culturales no rompen

con los valores de la modernidad y en sí mismos no apuntan más allá de los límites de la

hegemonía neoliberal. La epistemología positivista reivindicada por los defensores de

las disciplinas académicas convencionales, fundada en la autoridad de una visión

bastante reduccionista del método científico y un modelo de agencia individualista

(rational choice), y el discurso de la sociedad civil y de la hibridez articulado por los

estudios culturales en respuesta a los nuevos “flujos” de la globalización económica y

cultural son dos lados de la misma moneda: formas de racionalidad de una modernidad

capitalista en la cual los sistemas de valores y las identidades “tradicionales” son

62 Esta lectura aparece primero en The Political Unconscious. Narrative as a Socially Symbolic Act (London: Routledge, 1983). Para un tratamiento posterior ver, por ejemplo, el ensayo de Jameson sobre el director de cine soviético Andrei Tarkovski, “On Soviet Magic Realism” en: The Geopolitical Aesthetic: Cinema and Space in the World System (Bloomington: Indiana University Press, 1992).

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131

concebidas como anacronismos que debieran desaparecer o ser incorporados

(Aufhebung) en una nueva “mezcla” o síntesis.

Un multiculturalismo radical

Retornamos entonces a la idea de Chakrabarty de la “heterogeneidad radical”

del subalterno. ¿Es la exterioridad del subalterno simplemente una función de su

anacronismo, o representa una alteridad contradictoria dentro de la modernidad:

diferentes lógicas de lo social y diferentes modos de experimentar y conceptualizar la

historia y los valores dentro del tiempo del capital y de la territorialidad del Estado

nacional? No hay duda de que en un periodo de Restauración conservadora, las

demandas multiculturales por “reconocimiento” pueden llevar a nuevas formas de

territorialidad tipo apartheid toleradas y, en cierto sentido, incluso fomentadas tanto

por los Estados locales como por el sistema internacional. Esta era la intención del

Estado racista en Sudáfrica al crear Estados tribales legalmente autónomos y

“autodeterminados” (los Bantustanes) para evitar mediante esto que la mayoría de la

población negra o de color pudiera constituirse en un bloque o mayoría política. Lo que

es radical en las demandas multiculturales, y crucial en la formación de lo que Hardt y

Negri llaman “poder constituyente”, por lo tanto no es el deseo de “reconocimiento”

por el Estado o de tener un “espacio propio” dentro de la nación, sino en cambio, la

manera en que estas demandas apuntan hacia una redefinición de la identidad nacional

y del orden internacional: es decir, ellas son radicales en la medida en que buscan

universalizar su singularidad (debo esta idea a Armando Muyolema).

En la sucinta definición de Frantz Fanon, el Estado nacional es un “artificio

burgués” ( a bourgeois contrivance) y sería bueno no olvidar esto. Pero sería una forma

de esencialismo argumentar que la idea de nación como tal está limitada a la forma que

la clase dominante le asigna, y sería erróneo fundar una alternativa política a la

globalización en la negación de las “contradicciones en el seno del pueblo” en cada

Page 132: beverley - Políticas de la teoría

132

nación y entre ellas. Dicha negación sería el equivalente postmoderno del ya

desacreditado argumento de que en las luchas de liberación nacional las mujeres, los

homosexuales, los trabajadores o los campesinos tienen que suspender sus demandas

específicas a favor de la “unidad” nacional contra un enemigo común. Lo que se puede

pensar aquí, en cambio, es un nuevo tipo de política que interpela al “pueblo” como un

posible nuevo bloque hegemónico no como un sujeto unitario, homogéneamente

“nacional” y moderno, sino en cambio, en la forma en que Bauer hablaba de

“comunidades de voluntad”, internamente fisuradas, heterogéneas y múltiples, dentro

del marco de una nación o de confederación de naciones existentes o posibles. Para

decirlo de otra manera, la unidad y la reciprocidad mutua de los elementos que

constituyen “el pueblo” dependen (como la imagen que la Coalición del Arcoiris quiso

simbolizar) de un reconocimiento de las diferencias socio-culturales y de la

inconmensurabilidad de estas diferencias –es decir de una afirmación de “las

contradicciones en el seno del pueblo”. El socialismo sería la forma social de estas

diferencias e inconmensurabilidades, sin resolverlas en una lógica política o cultural

trascendente o unitaria.

Construir la política de la multitud hoy en día, bajo las condiciones de la

globalización y enfrentados con la crítica neoliberal y la privatización de las funciones

del Estado, podría por lo tanto requerir, en circunstancias bien precisas, de una

relegitimación del Estado nacional. Pero, por supuesto, tal relegitimación también

requeriría, al mismo tiempo, nuevos conceptos de nación, de identidad e intereses

“nacionales”, de ciudadanía y democracia, de lo “nacional popular” y quizás de la

política misma. ¿Podría el multiculturalismo radical implicar el fin de la nación como tal,

o se trata más bien de una complejización de la nación? ¿Es la ansiedad ante la

heterogeneidad multicultural similar a la ansiedad expresada en el “pánico

homofóbico”: es decir, una ansiedad sobre algo que ya / desde siempre es el caso?

Postdata

Page 133: beverley - Políticas de la teoría

133

Septiembre 11

Los ataques terroristas del 2001 sobre el World Trade Center y el Pentágono

parecen legitimar la idea de Samuel Huntington de una “guerra de civilizaciones” (de

Occidente contra el resto) y obligarnos—hablo como ciudadano norteamericano aquí--

finalmente a abandonar el tercermundismo sentimental y alinearnos con nuestra propia

posición en dicha guerra, como lo habría hecho Tony Blair. Uno de mis estudiantes, un

ex-sandinista, comentó en el momento de los ataques: “esto significa el fin del

horizonte utópico del multiculturalismo”. Pero el 11 de septiembre también podría

significar que el pueblo de los Estados Unidos se ha vuelto, o ha devenido una vez más,

un pueblo testimonial. Es decir, hemos tenido que confrontar nuestra situación como un

pueblo que ha experimentado en persona la catástrofe, la masacre injustificada, la

pérdida irremediable, el desplazamiento, el trauma, el duelo incompleto o inadecuado y

la rabia que caracterizan la “situación de urgencia” (para usar una expresión de René

Jara) de la cual emerge el testimonio. No es casual en este sentido que las formas

testimoniales familiares de la lucha contra la represión política y la violencia estatal en

América Latina -por ejemplo las fotos tamaño póster de los desaparecidos- fueran una

de las formas principales con las cuales se conmemoró el aniversario del ataque.

Los ataques terroristas estaban dirigidos contra un Estados Unidos homogénea,

imperial-corporativa, simbolizada por el Pentágono y las torres del World Trade Center,

pero inmediatamente después del ataque se hizo evidente que las víctimas provenían

de un Estados Unidos multicultural, trabajador, que incluía imigrantes recientes,

documentados e indocumentados. En la lectura simbólica de los nombres de los

muertos en el aniversario de los ataques -una forma común de conmemoración

testimonial- un número significativo eran hispanos. Muchos de ellos, lo sabemos, vienen

de países como El Salvador o Guatemala, huyendo de la violencia contrarrevolucionaria

descrita en narrativas como la de Rigoberta Menchú, y trabajando por un salario mínimo

en los intersticios de las nuevas ciudades globales.

Pero este reconocimiento plantea un problema difícil: ¿podemos acoger en

nombre del multiculturalismo y la subalternidad, al mismo tiempo, las víctimas de los

Page 134: beverley - Políticas de la teoría

134

ataques terroristas y a los mismos terroristas? ¿Son organizaciones tales como Al Qaeda

y el movimiento islámico fundamentalista desde el cual surgió, formas de lo que Hardt y

Negri llaman la multitud? No es un secreto que las raíces del fundamentalismo islámico

se hallan en las condiciones de pobreza, desigualdad, frustración, falta de democracia y

desesperanza de las masas en el actual mundo islámico, y que ésta situación a su vez se

debe a la derrota o perversión por Estados Unidos y sus aliados de proyectos socialistas

o nacionalistas de modernización secular durante la Guerra Fría. Pero tampoco es un

secreto que Bin Laden y su organización, así como la directa creación de la colaboración

entre la monarquía Saudita, la dictadura militar en Pakistán, el clero feudal y los

terratenientes en Afganistán y otros paises, la realpolitik israelí y la CIA, fueron también

uno de los instrumentos que precipitaron la derrota del socialismo o del nacionalismo

secular. Tanto el Taliban como Al Qaeda se han mostrado explícitamente opuestos a

cualquier cosa parecida a una sociedad democrática multicultural o igualitaria. En ese

sentido, ellos están más cerca de las emergentes ideologías capitalistas autoritarias,

como el neo-confucianismo de la nueva elite empresarial china y de los Tigres Asiáticos

(la familia Bin Laden es de hecho uno de los más poderosos grupos económicos del

medio oriente). La “guerra de civilizaciones” de Huntington es, desde el punto de vista

de los oprimidos y de los subalternos, un conflicto entre dos formas diferentes de

hegemonía reaccionaria, ambas fundadas en la perpetuación de sociedades jerárquicas

divididas por clases y por género, y en el uso concomitante de la violencia militar y

policiaca contra la población civil.

Sin embargo, hay algo en la relación entre el terrorismo fundamentalista y la

opresión y pobreza en el mundo islámico que no es fácilmente desplazable. Soy

consciente en particular de que la invocación del subalterno y de las “contradicciones en

el seno del pueblo” no le hace justicia al problema de la violencia intra-subalterna:

jóvenes árabes militantes asesinan inmigrantes indocumentados guatemaltecos,

algunos de los cuales podría haber sido militantes o simpatizantes de los movimientos

revolucionarios en sus países en los años 80. Los ejemplos podrían multiplicarse

fácilmente: el conflicto genocida entre Tutsis y Hutus en Ruanda; la violenta guerra civil

Page 135: beverley - Políticas de la teoría

135

entre fundamentalistas islámicos y nacionalistas seculares en Argelia que se ha venido

desarrollando por más de un cuarto de siglo; la lucha entre comunidades obreras

católicas y protestantes en Irlanda del Norte; el resentimiento creciente entre afro-

americanos y latinos en América; la tensión entre mestizos e indígenas en muchos

países latinoamericanos; la profunda persistencia de formas de racismo y sexismo en

muchos grupos subalternos (quizás en todos).

No es suficiente decir que estos problemas son parte de la herencia del

colonialismo –de la estrategia británica de “dividir y gobernar”, por ejemplo- o que

implican una interacción entre formas coloniales y modernas de biopoder, lo que Aníbal

Quijano llama “la colonialidad del poder” (la persistencia de formas de discriminación

colonial mucho tiempo después de la terminación formal del dominio colonial como

tal). El problema está también relacionado a las políticas de identidad, las cuales por su

misma naturaleza corren el riesgo de “etnicizar” la política, fundando sus demandas en

una herida histórica real o imaginaria pero siempre irredenta, en un sufrimiento o

deprivación atribuida a una otredad étnica o racial, configurada o reconstituida como un

enemigo. Wendy Brown deconstruye el impase característico de las políticas de

identidad de la siguiente manera:

En su emergencia como una protesta contra la marginalización o la

subordinación, las identidades politizadas […] quedan anexadas a su propia

exclusión tanto porque existen gracias a esta exclusión como identidad y

porque esta identidad, como sitio de la exclusión, como exclusión, aumenta o

‘altera la dirección del sufrimiento’ implicado en la subordinación o

marginalización al encontrar un lugar donde dirigir sus protestas. Pero al hacer

esto, ellas inseminan dolor sobre su historia irredenta en la misma fundación de

su reivindicación política, en su demanda por ser reconocidas como identidad. Al

localizar una causa donde dirigir las protestas por su impotencia sobre su

pasado -un pasado herido, un pasado roto- y al encontrar una ‘razón’ para el

‘intolerable dolor’ de la impotencia social del presente, convierten su

Page 136: beverley - Políticas de la teoría

136

razonamiento en una política etnicizante, una política de la recriminación que

busca vengar el daño aun cuando lo reafirma, lo codifica discursivamente. Las

identidades politizadas entonces se enuncian a sí mismas, hacen sus

reivindicaciones, sólo a través de un reforzamiento, restablecimiento,

dramatización e inscripción de su dolor en el ámbito político; ellas no pueden

contener ningún futuro -para sí mismas o para los otros- que triunfe sobre dicho

dolor. La pérdida de dirección histórica, y con ella la pérdida de futuridad

característica de la modernidad tardía, es así refigurada homológicamente en la

estructura deseante de la expresión política dominante de esta época: las

políticas de identidad63.

El argumento de Brown recuerda el la conocida crítica hecha por Nietzsche del

resentimiento como principio animador de la “conciencia esclava”. Presupone que las

políticas de identidad no pueden aspirar a ser hegemónicas sin perder su razón de ser;

que la negatividad subalterna sólo puede afirmar impotencia, resentimiento y

sufrimiento. Sin embargo, una cosa es las políticas de identidad sin la posibilidad

transformadora de la hegemonía -es decir, dentro de las “reglas del juego” de las clases

dominantes y de su institucionalidad política y legal (Brown nota en este sentido que las

políticas de identidad paradójicamente “reinstalan el ideal humanista [de la comunidad

universal / inclusiva] en la medida en que como política se fundan en una exclusión

originaria de dicha comunidad” [65]). Pero otra cosa es una política de identidad

articulada con la posibilidad efectiva de acceder a la hegemonía, dado que por

definición, la obtención de la hegemonía necesariamente transformaría las identidades

que entran en juego en su proceso de articulación.

Sin embargo, si el subalterno debe convertirse en aquello que ya es hegemónico

(es decir, superar su carácter subalterno) para poder alcanzar la hegemonía, entonces

¿qué se habría logrado? Obviamente, algo de lo que Brown llama su “dolor”, su

“identidad” inicial como marginal, explotado, “excluido” tendría que estar presente en

63 Wendy Brown, State of Injury: Power and Freedom in Late Modernity (Princeton: Princeton University Press, 1995), 73-74.

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137

una nueva combinatoria o articulación hegemónica. No puede ingresar al campo de la

política simplemente renunciando o auto-deconstruyendo sus reivindicaciones

identitarias sin afirmar a la vez un universalismo ficticio o “humanismo” –el

universalismo ficticio de la crítica académica. Brown cita a Mouffe y Laclau para ilustrar

el hecho que “las formas originarias de pensamiento democrático estaban vinculadas a

una concepción positiva y unificada de naturaleza humana” mientras que las políticas de

identidad nos confrontan con “la emergencia de una pluralidad de sujetos, cuya forma

de constitución y diversidad sólo puede ser pensada si abandonamos la categoría del

“sujeto” como esencia unificada y unificante”64. Pero, ¿no es el mismo “pensamiento

democrático” una forma “identitaria” específica, de pensamiento (aquel de la

burguesía europea en su lucha contra el poder feudal)? En este sentido, ¿no es toda

política una política de identidad?

En una conferencia en la Universidad de Columbia en Nueva York, organizada

por Gayatri Spivak en 2000, que reunió a miembros de los grupos subalternistas del sur

de Asia y de América Latina, el científico social africano Mahmood Mamdani preguntó si,

para evitar casos de limpieza étnica genocida como la de Ruanda, no era preferible la

incorporación-superación (Aufhebung) de las identidades étnicas a su afirmación como

sitio de pérdida y recriminación. De manera similar, el crítico literario Aamir Mufti,

desarrollando una posición sustentada por su maestro Edward Said, ha vuelto a hablar

de un “secularismo crítico” como alternativa al fundamentalismo radical y el

nacionalismo étnico como principio articulatorio de lo político-cultural en el mundo

islámico65.

64 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Toward a Radical Democratic Politics (London: Verso, 1985), 180-181. 65 Mahmood Mamdani, palabras en la conferencia, “Subaltern Studies at Large” (Columbia University, 2000). Aamir Mufti, Enlightenment in the Colony. The Jewish Question and the Crisis of Postcolonial Culture (Princeton: Princeton University Press, 2007). En particular, Mufti está tratando de encontrar articulaciones de identidad cultural que trasciendan la división nacional entre Pakistán y la India, y entre hindúes y musulmanes. Entre otras cosas, Mufti recuerda la antigua propuesta de la izquierda internacional a favor de un Estado secular bi-nacional en Israel-Palestina, propuesta que fue abandonada en los 70 a favor de la llamada solución de los “dos estados”. El problema es que cualquiera sea la forma de autonomía concedida a un Estado palestino (y resulta difícil imaginar dicha entidad como otra cosa que un artificio débil neocolonial, de alguna forma parecido a la situación de Puerto Rico hoy), todavía habrá una gran cantidad de población palestina-árabe en Israel (hoy en día una quinta parte de la ciudadanía

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138

Estas sugerencias nos devuelven a la cuestión de los límites de la modernidad

con la que comenzamos. Lo que Mufti entiende por “secularismo crítico” es mi propia

ideología, en el sentido en que Althusser hablaba de las “ideologías espontáneas” de los

intelectuales (y debo decir que siento una responsabilidad ética, intelectual y política de

defender dicha ideología). Sin embargo, es totalmente posible que para producir

sujeto-ciudadano secularizado que Mufti o Mamdani tienen en mente –es decir, alguien

(como nosotros mismos) que no se dejaría arrastrar hacia conflictos genocidas sobre la

“identidad” étnica- desde una amplia y diversa cantidad de grupos poblacionales, se

necesita una violencia tan nefasta como la violencia neocolonial (de Israel contra los

palestinos, hoy) o la violencia intra-subalterna. A pesar de su apelación al sentido

común y a la decencia, y a la posibilidad de afrontar estrategias de largo plazo como

alternativas a la carnicería que es el mundo hoy en día, tales posiciones corren el riesgo,

en el corto plazo, de ser instrumentalizadas –generalmente en la forma de una defensa

de derechos humanos universales--para legitimar la violencia de los Estados centrales

del orden global, especialmente Estados Unidos. Se podría argumentar, además, que

muchos casos de violencia intra-subalterna, como las masacres en Ruanda, tienen sus

raíces precisamente en los esfuerzos previos—en el caso de Ruanda, la política colonial

británica-- por controlar y manipular poblaciones en nombre de la secularización y la

modernización. La política soviética en Afganistán fue una política “ilustrada” en cierto

sentido (por ejemplo, al buscar la implementación de la reforma agraria y de los

derechos de la mujer). Su falla, la que presagió el colapso de la misma Unión Soviética y

dio paso al surgimiento de Al Qaeda y del Taliban, es un ejemplo preciso de la falla no

tanto de los valores centrales de la modernidad secular en si –igualdad, democracia,

socialismo- sino de una cierta forma de implementación coercitiva de dichos valores por

israelí es de origen árabe; dadas las tendencias demográficas, antés del fin de este siglo quizás ésta llegará a un tercio). Esta en debate si la situación de esta población puede ser caracterizada como una de apartheid, pero no hay dudas de que población árabe en Israel tiene y tendrá, necesariamente, la condición de ciudadanía de segunda clase en un Estado que se define así mismo como Estado judío. El sionismo, tanto como el nacionalismo fundamentalista de Hamas, se basan sobre una noción “unitaria” de identidad nacional. Volvemos así a la problemática articulada por Otto Bauer: ¿no sería mejor para Israel reconocerse como lo que de hecho ya es, un Estado multicultural, multirreligioso, y por sobre todo, multinacional?

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139

parte del Estado sobre poblaciones esencialmente campesinas que, en nombre de la

“tradición” o de sus creencias religiosas, eran frecuentemente reacias a (o podían ser

movilizados contra) dichos valores.

¿Significa esto que la reacción siempre gana, aun entre los pobres? Si Afganistán

desoculta los límites del comunismo como forma de modernidad, tanto el Taliban

como el régimen instalado por la ocupación militar anglo-europea en Afganistán son

también, y de manera clara, “Estados fallidos”. Ninguno de estos regímenes representa

una sociedad democrática, igualitaria y multicultural. Ninguno es un “pueblo-Estado”,

en el sentido que Gramsci le dio al término, aun cuando todos hablan el lenguaje de la

modernidad (o, en el caso del Taliban y el fundamentalismo, de la contra-modernidad).

La cuestión central entonces no es la modernidad o la “diferencia” como tal, sino pensar

juntas la igualdad y la diversidad.

Necesitamos complementar la propuesta de un secularismo democrático, post-

identitario entonces, con la siguiente pregunta: la superación-incorporación

(Aufhebung) de las identidades, ¿desde dónde, y por parte de quién? ¿Desde la lógica

de un capitalismo en expansión permanente? ¿O desde la posibilidad de “otro mundo”?

El problema del multiculturalismo radical puede ser visto en este sentido relacionado

con el problema de la democracia: ¿cómo producir una voluntad general desde una

multiplicidad de voluntades individuales y grupales diversas? Las políticas de identidad

afirman no sólo una experiencia singular de la verdad frente a los grandes designios del

poder, sino que afirman la verdad misma como singularidad. Se trataría de encontrar

una comunalidad en la singularidad, y de articular dicha comunalidad políticamente

como base para un nuevo bloque histórico capaz de desplazar la hegemonía

reaccionaria. Precisamente porque para alcanzar una igualad multicultural, una

democracia real, un bienestar económico, un balance ecológico, un intercambio cultural

balanceado, será necesario desmantelar las hegemonías a nivel tanto de los Estados

nacionales –sobre todo de los Estados Unidos- como a nivel del sistema global. Y esto,

por supuesto, es algo que resulta más fácil decir que hacer. En relación a este prospecto,

sin embargo, la crítica de las políticas de la identidad evidente en Imperio de Hardt y

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140

Negri puede ser más bien parte del problema que de la solución. Es parte del problema

no sólo porque desactiva la agencia, sino también porque impide una visión clara sobre

el tipo de sociedad por la cual estamos luchando.

VI. - Deconstrucción y latinoamericanismo

(A propósito de The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras)

_________________________________________________________

The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras es uno de los más influyentes

libros en el campo de los estudios literarios y culturales latinoamericanos en el periodo

abierto por el reciente giro hacia la izquierda en la región66. En este libro, Moreiras

intenta utilizar las herramientas de la deconstrucción para poner en crisis y radicalizar el

espacio ideológico y conceptual de los estudios culturales latinoamericanos. Su objeto

no es la cultura popular o de masas como tal (como es el caso en la obra de Néstor

García Canclini, por ejemplo) sino la “política del saber” –para usar una de sus propias

frases- implicada en la representación de la cultura latinoamericana. Moreiras llama a

esta representación “pensamiento latinoamericanista” o “latinoamericanismo”,

comprendiendo por tal “la suma total del discurso académico sobre América Latina, ya

66 Alberto Moreiras, The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies (Durham y London: Duke University Press, 2001). Moreiras ha revisado y desarrollado su argumento en un libro posterior , escrito después de los eventos relacionados con el 11 de septiembre del 2001 y del desmantelamiento del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, al cual tanto él como yo estábamos asociados. Dicho libro se titula Línea de sombra. El no sujeto de lo político (Santiago: Palinodia, 2006). Línea de sombra se mueve mucho más allá de la crítica del latinoamericanismo desarrollada en Exhaustion, para cuestionar el carácter “onto-teológico” de la filosofía política y de la política como tal, incluyendo el proyecto de los estudios subalternos. Ver sobre esto, los comentarios de Alejandra Castillo, Federico Galende y Sergio Villalobos-Ruminott, y la consiguiente respuesta de Moreiras (“Pantanillos ponzoñosos”) en la Revista de Crítica Cultural 34 (2006), 78-87.

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141

sea producido en América Latina, en Estados Unidos o en cualquier otra parte” , o él “la

suma total de representaciones comprometidas con América Latina en cuanto objeto de

conocimiento”.67

Moreiras llama al tipo de pensamiento que él cree representar en su libro –esto

es, un discurso latinoamericanista que trata sobre el latinoamericanismo como tal-

“latinoamericanismo de segundo orden”. ¿Por qué es necesario este gesto

clasificatorio? Porque, siente Moreiras, el latinoamericanismo de “primer orden”,

particularmente en su apelación fundacional al nacionalismo cultural y a sus

correspondiente estéticas o poéticas (de mestizaje cultural, realismo mágico, “alegoría

nacional”, transculturación, hibridez, voz testimonial, etc.), está construido sobre una

“desfasada” concepción de identidad y diferencia (el adjetivo es suyo). Para que el

latinoamericanismo recupere su potencial radical, necesita ir más allá de dichos

conceptos y de su propia auto-satisfactoria complacencia. “He intentado a través de

este libro”, escribe Moreiras, “moverme hacia los momentos aporéticos del saber

latinoamericano y realizar al latinoamericanismo empujándolo contra sus propios

límites” (229).

Moreiras sitúa su proyecto en la doble coyuntura formada por la crisis del

nacionalismo latinoamericano (y algunos de los paradigmas teóricos asociados con éste,

tales como la teoría de la dependencia y la transculturación), y los efectos de la

globalización de la hegemonía neoliberal en la región, que ha conllevado, por supuesto,

un debilitamiento relativo de la soberanía del Estado nacional. Estos temas ya habían

sido anunciados en un libro anterior, Tercer espacio: duelo y literatura en América Latina

(1999). Tercer espacio realizó una serie de re-lecturas de algunas de las figuras

canónicas de la narrativa latinoamericana moderna y postmoderna (Borges, Cortázar,

Lezama Lima, Elizondo y Sarduy) en los términos de esta doble coyuntura. Su gesto

67 El antecedente obvio de la idea de latinoamericanismo es el concepto de orientalismo acuñado por Edward Said. Esto es especialmente relevante si el latinoamericanismo es concebido como un discurso que emerge desde la academia europea y norteamericana. Ver, por ejemplo, Román de la Campa, Latinoamericanism (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1999). Pero Moreiras está más preocupado, como veremos, con las representaciones latinoamericanas “nacionalistas” hechas desde América Latina, es decir, con una especie de orientalismo que es interno al pensamiento latinoamericano.

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142

implicaba algo más que la simple reinstalación del canon de la literatura

latinoamericana moderna en relación a la nueva situación política e histórica de América

Latina en los 80s y 90s; había también en la perspectiva de Moreiras, un intento para

valorar las estrategias estéticas y epistemológicas desarrolladas por estos escritores

como una forma de “regionalismo crítico” (Moreiras toma este concepto de Kenneth

Frampton, a través de Fredric Jameson), capaz de crear un “tercer espacio” fuera tanto

de las afirmaciones historicistas / esteticistas tradicionales de la identidad nacional-

popular, por un lado, y de la lógica de la hegemonía neoliberal y la globalización, por el

otro. Tercer espacio, en otras palabras, estaba preocupado con la localización del punto

en el cual la “diferencia” estética o narrativa se convertía en resistencia.

Esta perspectiva le otorgaba una importancia estratégica a la producción cultural

latinoamericana en general, y a ciertos escritores y textos de la literatura

latinoamericana moderna en particular, un gesto que Moreiras repite en The

Exhaustion of Difference. Su problemática –y la elección de los estudios culturales como

su preocupación central- está provocada por su propia vinculación con dos grandes

debates que han dominado los estudios latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría.

El primero tiene que ver con el cambio en las relaciones de poder entre las

humanidades y las ciencias sociales al interior de los estudios de área en general. La

emergencia de los estudios culturales implica no sólo un desplazamiento adicional de

los estudios literarios latinoamericanos, tradicionalmente considerados como un campo

secundario o suplementario en los estudios de área, sino también, de manera

paradójica, una intrusión de la teoría literaria y cultural en las mismas ciencias sociales.

Se hablaba, como si fuese una especie de enfermedad, de “tomar el giro lingüístico” En

respuesta, hubo una reacción de parte de las ciencias sociales –particularmente en

historia y en antropología, las disciplinas situadas con mayor ambigüedad entre las

humanidades y las ciencias sociales–a favor de una reterritorialización de sus fronteras

disciplinarias. El segundo debate ocurre en la teoría cultural y literaria latinoamericana y

se refiere a su “política de la localización”, que opone lo que Moreiras llama

“latinoamericanistas no latinoamericanos” que escriben principalmente en inglés desde

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143

la academia norteamericana, contra los “latinoamericanistas latinoamericanos” que

escriben principalmente en español o portugués “desde” América Latina, y que ven la

hegemonía de las nuevas formas de teoría crítica (estudios subalternos, postcoloniales,

culturales, etc.) como una forma de colonialismo intelectual y rechazan sus

reivindicaciones a representar adecuadamente las especificidades históricas y culturales

de América Latina. Ambos debates, a su vez, emergieron en el contexto de la crisis

generalizada y la transformación de las universidades y de las disciplinas académicas,

tanto en los Estados Unidos como en América Latina, como una consecuencia de la

globalización y las políticas neoliberales de privatización, una crisis cuyo mejor

diagnóstico esta en el libro de Bill Readings, The University in Ruins68.

Moreiras registra de manera precisa el hecho de que el mismo concepto de

latinoamericanismo es aporético o indecidible. ¿Se refiere el latinoamericanismo a la

representación del saber sobre América Latina proveniente de las universidades

metropolitanas (principalmente norteamericanas), think tanks, ONGs, y organizaciones

de estudios de area tales como la Latin American Studies Association [LASA] (es decir,

“un latinoamericanismo no-latinoamericano”); o a un latinoamericanismo proveniente

de una tradición de pensamiento cultural o culturalista sobre la identidad (o, mejor

dichom las identidades heterogeneas) latinoamericana producidos en la misma región,

ejemplificada por figuras tales como Fernando Ortiz, Octavio Paz, Antonio Cándido,

Ángel Rama, Roberto Fernández Retamar, Beatriz Sarlo, o Antonio Cornejo Polar,

quienes se habrían concebido a sí mismos en una posición tensa respecto a la autoridad

de la teoría y de los centros metropolitanos (“un latinoamericanismo

latinoamericano”)?; o ¿se refiere a un latinoamericanismo emergente de los saberes y

las prácticas culturales subalternas en la región, un latinoamericanismo que está en

tensión con estas dos alternativas a la vez: es decir, con los latinoamericanistas no

68 The Exhaustion of Difference es parte de un grupo de otros libros latinoamericanistas aparecidos, más o menos, al mismo tiempo y que comparten sus preocupaciones, incluyendo –aunque esta es una lista muy parcial- Román de la Campa, Latinoamericanism; Walter Mignolo, Local Histories / Global Designs; Gareth Williams, The Other Side of the Popular; mi propio libro Subalternity and Representation; Santiago Castro Gómez y Eduardo Mendieta (editores), Teorías sin disciplina; Ileana Rodríguez (editora), The Latin American Subaltern Studies Reader y Convergencia de tiempos; y Ana del Sarto, Alicia Ríos y Abril Trigo (editores) The Latin American Cultural Studies Reader.

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144

latinoamericanos y con los latinoamericanistas latinoamericanos? En este tercer caso,

por supuesto, el mismo término “América Latina” se hace problemático como

significante central de un proyecto político de identidad nacional o regional,

particularmente para aquellos sectores que podrían haber sentido en el pasado que la

cultura latinoamericana “oficial”, criolla existe, precisamente, para subrepresentarlos y

subalternizarlos (o, a veces, para subalternizarlos en el mismo acto de representarlos):

por ejemplo, los pueblos indígenas que constituyen quizás un veinte por ciento de la

población de lo que se llama América Latina, y que no son, estrictamente hablando, ni

“americanos” ni “latinos”; o los campesinos y trabajadores o las poblaciones marginales

urbanas, quienes no siempre perciben sus propios valores y aspiraciones, o su sentido

de la “nación” como necesariamente coincidentes con las formas culturales de las

clases medias y altas que han intentado articular el sentido de la identidad

“latinoamericana”.

El historiador Dipesh Chakrabarty, uno de los miembros del Grupo de Estudios

Subalternos Surasiáticos, intenta una genealogía similar de la interrelación entre el

pensamiento colonial europeo y la India en su libro Provincializing Europe69. Los lectores

de este libro pueden haberse asombrado por la inconmensurabilidad entre la primera y

la segunda parte del mismo: mientras la primera tiene que ver con las formas

(principalmente religiosas) de historicidad de sujetos premodernos (“el tiempo de los

dioses”), las cuales Chakrabarty contrasta con una historia secular, teleológicamente

centrada en el Estado y en el desarrollo de una modernidad capitalista, la segunda parte

está dedicada a algunas formas literarias indias, principalmente seculares y modernas,

y a las instituciones culturales correspondientes–especialmente, en un brillante capítulo

dedicado a una institución bengalí, similar a la tertulia literaria en el mundo hispánico

latinoamericana, llamada adda. Chakrabarty elabora un argumento bastante

convincente sobre como el adda –en su articulación de tiempo, valor y afecto- funciona

como un excedente con respecto a la lógica de las formas de capitalismo nacional e

internacional y representa, por lo tanto, algo así como una cultura de la resistencia

69 Dipesh Chakrabarty. Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000).

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145

dentro de la modernidad global. Pero, en India y/o en la misma Bengala, el adda es una

forma cultural secular de clase media o clase media alta, que depende para su identidad

del hecho de estar separada de las formas culturales, y a veces, del mundo lingüístico de

los campesinos, trabajadores, los “pobres”, y en general, con unas cuantas excepciones,

de las mujeres.

En otras palabras, hay una fusión tácita en la presentación de Chakrabarty entre

un “regionalismo crítico” subalterno nacional o regional representada por el adda o por

la poesía bengalí dentro de una orden primero colonial y ahora global, y la

subalternidad dentro de un contexto nacional o regional dado, donde instituciones

como el adda o la “ciudad letrada” latinoamericana no son de hecho “subalternas”, sino

precisamente prácticas culturales de discriminación y dominación con fuertes raíces

coloniales. Esta fusión quizás tenga algo que ver con el cambio de localización de

Chakrabarty y otros subalternistas del de grupo surasiático desde la India a la academia

norteamericana, lo cual ha hecho que la línea de demarcación de la subalternidad no se

exprese tanto dentro de la historia de la India sino entre esa historia y “Europa”70.

Irónicamente, la segunda parte de Provincializing Europe se convierte, por momentos,

en una “defensa de la poesía” que un crítico neoconservador como Harold Bloom en

Estados Unidos habría aprobado felizmente. ¿Ha llegado el tiempo de enlistar a Bloom

como un aliado, en vez de verlo como el bufón de las humanidades? Ahora que la

literatura ha perdido su lugar central en las humanidades y se ha hecho subalterna,

quizás aquéllos de nosotros que proveníamos de la crítica literaria pero que nos fuimos

a los estudios culturales, podamos retornar a ella (admito que no soy completamente

inmune a esta tentación).

Moreiras, sin embargo, no queda preso de la trampa de sentimentalizar la

literatura y la cultura literaria en la forma en que Chakrabarty, un historiador, si lo hace.

Por el contrario, él es proclive a analizar críticamente el equivalente latinoamericano de

la adda, el arielismo: esto es, la asunción de que la literatura y los intelectuales literarios

70 Una idealización similar de la cultura clásica hindú es evidente en los últimos escritos del fundador de los Estudios Subalternos, Ranajit Guha. Ver sus conferencias sobre la filosofía de la historia de Hegel en History at the Limit of World-History (New York: Columbia University Press, 2002).

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146

son los poseedores privilegiados de la posibilidad y originalidad cultural de América

Latina. Esto es así porque tal asunción es uno de los pilares del latinoamericanismo

latinoamericana contra los estudios culturales, postcoloniales, subalternos, la

deconstrucción, etc., como nuevas formas de colonialismo cultural (la literatura es por

así decirlo, “lo nuestro” para el latinoamericanismo latinoamericano).

Sin embargo, Moreiras sí estaría de acuerdo con Chakrabarty en que el adda y

algunas formas recientes de arte y literatura latinoamericanas configuran el espacio de

una modernidad alternativa. Si Lenin identificó, en una etapa previa del capitalismo, a

la “cuestión nacional” como la contradicción principal, desplazando la contradicción

entre trabajo y capital en la territorialidad de un Estado nación acotado, se podría

argumentar que la “diferencia regional” –o, para repetir el término que prefiere

Moreiras, el “regionalismo crítico”- ha devenido gracias a la globalización en la

contradicción principal (esencialmente, este es el argumento neoconservador de “la

guerra de civilizaciones” de Samuel Huntington). Pero, al mismo tiempo, Moreiras

arguye que dicha “diferencia” –especialmente como ha sido expresada en las políticas

de identidad nacionalistas o multiculturales- ha sido o puede ser absorbida por la

hegemonía. La alteridad latinoamericana, en las variadas formas en que él la interroga

en The Exhaustion of Difference –el populismo nacional, el realismo mágico, la idelogía

de la transculturación narrativa, la heterotopía borgeana, el testimonio (quizás hoy

Moreiras incluiría el “bolivarismo”) corre el riesgo de ser simplemente incorporada a la

lógica de la globalización, perdiendo en este proceso de asimilación cualquier fuerza

oposicional que dicha alteridad pudiera haber tenido. Quizás más que su “agotamiento”

(exhaustion), es esta amenaza de cooptación de la diferencia--similar a la amenaza

enfrentada por el historiador de volverse cómplice de la dominación, advertida por

Walter Benjamín en vísperas del triunfo del fascismo en sus “Tesis sobre la filosofía de

la Historia”-, lo que destaca, de manera más urgente, en las páginas del libro de

Moreiras. En otras palabras, se puede ver el deseo de combatir una posible

domesticación reaccionaria cómplice con el orden neoliberal en el trabajo

deconstructivo que realiza Moreiras. Es, precisamente, este “trabajo de lo negativo”,

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147

como él diría, lo que está, a su vez, en el corazón de las reivindicaciones políticas

subalternistas de su argumento.

Porque como con el trabajo de Spivak, The Exhaustion of Difference también

origina la pregunta por el valor y la fuerza política de la deconstrucción. Y aquí, a pesar

de mi admiración por la inteligencia crítica de Moreiras y por la forma en que ha

ayudado a clarificar y profundizar aspectos de mi propio trabajo, así como del proyecto

de los estudios subalternos en general, debo confesar un cierto escepticismo. Moreiras,

quien es un latinoamericanista no latinoamericano (es de España), elabora sin embargo

un fuerte argumento al comienzo del libro sobre cómo sus preocupaciones están

formuladas en diálogo con el grupo de intelectuales asociados con la Revista de Crítica

Cultural en Chile. Él también señala, varias veces, cómo su trabajo establece una cierta

solidaridad con las posibilidades y fuerzas radicales en América Latina. Creo que

Moreiras está en lo correcto al desconfiar de las reivindicaciones de autoridad política,

moral o epistemológica que están fundadas simplemente en el hecho de hablar “desde”

América Latina, como si no existiesen en América Latina bibliotecas llenas de

pensamiento reaccionario, clasista y racista, o de pensamiento progresista bien

intencionado, pero, a veces, mal orientado (y también racista). Pero, para ser honestos,

la locación (en el sentido de una “política de la locación”) de The Exhaustion of

Difference no es ni la tradición del pensamiento cultural latinoamericano ni el

latinoamericanismo de la academia norteamericana o europea: más bien, Moreiras se

inscribe en el espacio de la teoría crítica cosmopolita, el cual es, en sí mismo, producido

y alimentado por la lógica de la globalización. En este sentido, aun cuando The

Exhaustion of Difference registra la crisis del latinoamericanismo de manera brillante, no

surge de o responde directamente a dicha crisis. El caso contrario se encuentra en el

impulso que está detrás, a la vez, del proyecto de los estudios subalternos

latinoamericanos y de sus detractores neoconservadores, quienes si surgen de dicha

crisis. Se podría hablar, entonces, en The Exhaustion of Difference, de una relación de

dependencia invertida entre la deconstrucción y un correlato objetivo latinoamericano

al que se le ha asignado la tarea “atópica” (una palabra que le gusta mucho a Moreiras)

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148

de ser el sostenedor concreto de la deconstrucción. ¿Sería mucha exageración ver en

esto aparecer la dialéctica del amo y el esclavo, como si ingresara por la puerta de atrás,

por decirlo así?

Este problema está complicado por lo que considero como una sobrevaloración

de la crítica cultural e intelectual que Moreiras comparte con la deconstrucción en

general. En la medida en que sus herramientas son aquellas de la crítica filosófica, la

deconstrucción es incapaz de interrogar adecuadamente sus propias condiciones de

posibilidad; por contraste, veo los impulsos esenciales (¿deconstructivos?) que

alimentan a los estudios subalternos y culturales como un desplazamiento de la

autoridad hermenéutica de los “intelectuales tradicionales” (en el sentido gramsciano

del término) y lo que dichos intelectuales consideran como formas y prácticas culturales

autorizadas, incluyendo la literatura escrita y la “crítica”. Lo que no está presente en The

Exhaustion of Difference, incluso como una ausencia registrada, es la tercera forma del

del latinoamericanismo a la cual hicimos referencia antés: es decir, aquellas formas de

conocimiento, agencia, cultura y valor que no calzan ni con el latinoamericanismo

metropolitano (“objetivamente” al servicio de la globalización, sin importar sus buenas

intensiones) ni con un latinoamericanismo latinoamericano auto-complaciente, ubicado

esencialmente en la cultura de la burguesía y la clase media letrada latinoamericana.

Podría ser pertinente quizás llamar a esta tercera forma de latinoamericanismo un

latinoamericanismo “subalterno”, si no fuera por el hecho que, como Moreiras mismo

señalaría, ese término es auto-contradictorio, en el mismo sentido que la idea de

“estudiar” al subalterno. Sea como sea, este “tercer” latinoamericanismo no es el

“tercer espacio” de Moreiras (o de Homi Bhabha)–esto es, el espacio de una

indecidibilidad e intraducibilidad semiótica- sino, en cambio, el espacio de las luchas

cotidianas concretas, fuertemente marcadas por ideas y experiencias afectivas de

identidad, historia, ser individual y comunidad que la deconstrucción, obligatoriamente,

debería encontrar aporéticas, si es que quiere permanecer leal a su propia ética del

saber. La deconstrucción puede acompañar estás luchas–en este sentido, las

reivindicaciones de solidaridad de Moreiras, como las de Spivak, no son engañosas- pero

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149

no puede actuar en lugar del subalterno. Esto es así porque, como lo señaló Benjamin

(los lectores de orientación feminista y postcolonial podrán hacer los ajustes

apropiados) “la lucha revolucionaria no es entre el intelectual y el capital sino entre el

proletariado y el capital”71.

71 En su ensayo “El autor como productor” .

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150

VII. El subalterno y el Estado72

__________________________________________________

Para Hugo Achugar

Quiero tratar aquí la cuestión del Estado: ¿qué es el Estado y en qué puede convertirse?

Y ¿cuales serían algunas de las consecuencias de esta pregunta para nuestro trabajo

dentro de la academia? Lo que diré está influido por mi participación en el Grupo

Latinoamericano de Estudios Subalternos, pero de alguna manera también apunta a un

horizonte post-subalternista. En concreto, argumentaré que la forma de concebir el

Estado en los estudios subalternos y en la teoría social posmoderna en general, se ha

encuentra hoy en una especie de callejón político y teórico a la vez, y que, por lo tanto,

necesitamos un nuevo paradigma para pensar las relaciones entre los movimientos y

grupos subalternos y el Estado--o para decirlo de otra manera, entre hegemonía y

subalternidad. Para ser más precisos, ¿qué pasa cuando, como ha sido el caso en los

años recientes con algunos gobiernos pertenecientes a la llamada “marea rosada” en

América Latina, movimientos sociales subalternos originados fuera del Estado y de la

72 Este texto está basado en una conferencia presentada en el Global Humanities Institute en la Universidad de Brown, en junio 2009. Mis agradecimientos al organizador del evento , Tony Bogues, por su invitación y a los participantes, jóvenes intelectuales provenientes de diversos países del “Global South”.

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151

política formal (incluyendo los partidos tradicionales de izquierda) se han “convertido

en el Estado” o “devenido el Estado”, para usar una expresión de Ernesto Laclau?73

Los estudios subalternos son, o al menos comenzaron como una forma de

marxismo, pero emergieron en el contexto de la crisis del “socialismo actualmente

existente” y de la “metanarrativa” del socialismo en los años 1980s. No sería exagerado

decir que el colapso del comunismo fue, en sí mismo, parte de una pérdida más general

de confianza en la eficacia del Estado para ordenar la vida humana que también afectó

al pensamiento político en el mundo capitalista. La consecuencia más evidente fue, por

supuesto, el neoliberalismo, pero también tuvo expresiones de “izquierda” (sería

suficiente nombrar a Foucault y Deleuze). Es en este contexto que se inscriben

inicialmente los estudios subalternos.

Como otras formas de pensamiento social posmodernista, los estudios

subalternos privilegian la actividad de “movimientos sociales” que se mueven más allá

de los parámetros del Estado y de la política formal. Se dice a veces que el espacio o

territorialidad de dicha actividad es la “sociedad civil”, otras veces la misma idea de

sociedad civil, relacionada con una modernidad colonial, es puesta en cuestión. Sea El

subalterno es conceptualizado como un sujeto que está en una relación no sólo

exterior al Estado y de los circuitos de ciudadanía y participación política y cívica, sino,

además, opuesta o resistente al Estado. En la medida en que el Estado y la modernidad

funcionan de manera interrelacionada, la agencia subalterna no es sólo anti-estatal sino

también anti-moderna; implica una interrupción de la narrativa desarrollista de la

formación, evolución y perfeccionamiento del Estado. A su vez, si la hegemonía es

entendida, para recordar la definición de Gramsci, como “el liderazgo moral e

intelectual de la nación” –es decir, como un poder que interpela a y emana desde el

Estado— entonces el subalterno debe, por definición, ser algo así como lo que Derrida

llama el “suplemento”: un “resto” que queda fuera, o escapa, de la articulación

hegemónica.

73 On Populist Reason (London: Verso, 2007), 261 nota 27. Laclau intenta distinguir entre “convertirse en el Estado”, un concepto que deriva de Gramsci, y el concepto leninista de “tomar el poder del Estado”.

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152

En una reciente discusión sobre la relación entre los estudios subalternos

latinoamericanos y la deconstrucción, Gareth Williams señala que “lo que la

deconstrucción quiere es precisamente interrumpir la constitución de la hegemonía

(que no es la del subalterno) en nombre de una política distinta a la relación hegemonía-

subalternidad, construida con el único propósito de la subordinación”74. La sugerencia

de que hay una especie de afinidad objetiva entre la deconstrucción y el subalternismo

es una idea familiar para muchos gracias al trabajo de Gayatri Spivak, quien fue uno de

los vínculos concretos entre el Grupo Sudasiático de Estudios Subalternos y el Grupo

Latinoamericano. Volveré a Spivak luego, pero por ahora debería ser suficiente apuntar

a que la distinción entre hegemonía y subalternidad hecha por Williams implica una

confusión entre lo que Gramsci entendió por hegemonía (esto es, “liderazgo” como una

forma de consenso o “persuasión” discursivamente elaborada, que puede articular

grupos y clases heterogéneas en un “bloque”), y el uso más ordinario de la noción de

hegemonía como dominación o subordinación, en el sentido de una imposición

coercitiva de la perspectiva de un grupo, clase o nación particular sobre otros, como por

ejemplo en la frase “la hegemonía norteamericana”. De manera más precisa, dicha

distinción confunde la forma de la hegemonía –“liderazgo moral e intelectual”— con su

contenido. Un gobierno basado en la hegemonía popular-subalterna buscaría,

obviamente, subordinar los grupos sociales que son actualmente hegemónicos y que

expresan su hegemonía a través del control del Estado y de las instituciones dominantes

de la sociedad civil (como la religión o la educación) y de la economía. Toemos como

ejemplo el caso de la revolución haitiana. En dicha revolución la clase esclavista se

transformó en un grupo subordinado, en el sentido de que sus propios intereses e

identidad fueron coercitivamente negados por el nuevo Estado–sus plantaciones

fueron confiscadas, y muchos de ellos y de sus familias fueron asesinados o forzados al

exilio. ¿Significa esto que los esclavistas se convirtieron en “subalternos”? En un sentido

74 Gareth Williams, “La deconstrucción y los estudios subalternos”, en: Hernán Vidal (editor), Treinta años de estudios literarios/culturales latinoamericanos en los Estados Unidos (Pittsburgh: IILI, 2008), 24. Williams está haciendo eco de una idea avanzada por Alberto Moreiras. Ver nuestro ensayo sobre Moreiras y la deconstrucción en esta colección.

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153

puramente técnico sí. Antés eran dominantes, ahora están destruidos o dominados por

el nuevo Estado y su estructura legal-discursiva hegemónica. Pero sería ocioso (por lo

menos, así creo) insistir sobre este punto: caracterizar a la clase esclavista derrotada

por la revolución como subalterna (en vez de concebirla como contra-revolucionaria,

por ejemplo), pareciera distorsionar significativamente el sentido histórico-político del

término subalterno.75

Donde, por contraste, sí se puede hablar coherentemente de la distinción entre

el Estado y lo subalterno es en las relaciones de contradicción y subordinación que se

desarrollaron entre el Estado post-revolucionario creado por la misma revolución

haitiana y los esclavos que habían generado, en primer lugar, la revolución “desde

abajo”, por así decirlo. Esto ocurre particularmente en torno a la restauración de la

propiedad privada y de la disciplina laboral en la agricultura de plantación. La

hegemonía y la fuerza de ley del Estado implicaría aquí las reivindicaciones de un Estado

nacional recientemente fundado y de sus líderes más o menos “letrados” (Toussaint,

Dessalines, etc.) sobre una población de esclavos recién liberados. Dicho conflicto entre

Estado post-revolucionario y sujeto revolucionario es uno de los problemas centrales y

aún vigentes en la historia haitiana. Pero no era ni necesario ni inevitable que el Estado

post-revolucionario tomara la forma que tomó. Que éste adquiriera una forma parecida

a la reacción “Termidoriana” en el proceso revolucionario francés se debió, en parte, al

bloqueo económico y a las amenazas militares extranjeras contra la nueva república. Se

podría imaginar un Estado diferente si los intereses de los esclavos hubiesen

prevalecido76.

75 Lo que no equivale a decir que elementos de las clases derrotadas, de las clases en descomposición, tales como la pequeña nobleza en la transición desde el feudalismo al capitalismo, no pudieran emigrar en su identidad de clase y transformarse en parte de los sectores subalternos en una sociedad específica. Ranajit Guha, “On Some Aspects of the Historiography of Colonial India”, Selected Subaltern Studies, Guha and Gayatri Spivak (editores) (New York: Oxford University Press, 1988), 35. El mismo Guha llega a distinguir entre hegemonía y dominación, caracterizando el domino británico en la India como “dominación sin hegemonía”. Ranajit Guha, Dominance without Hegemony. History and Power in Colonial India (Cambridge MA: Harvard University Press, 1997). 76 Debo esta idea a Juan Antonio Hernández, Hacia una historia de lo imposible: la revolución haitiana y el “Libro de Pinturas” de José Antonio Aponte (PhD Dissertation, University of Pittsburgh, 2006). La bibliografía académica sobre este tema es extensa, pero véase como ejemplo: Carolyn Fick, The Making of Haiti: The Saint Domingue Revolution from Below (Knoxville: University of Tennessee Press, 1990);

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154

¿Es qué todos los Estados post-revolucionarios instituyen un nuevo régimen de

represión, haciendo que el problema sea el mismo Estado (como en el argumento

neoliberal contra el comunismo histórico)? ¿Debe haber siempre un Termidor, una

reconciliación conservadora entre el Estado y la revolución? Por otro lado, es evidente

que la emancipación de los esclavos requería de un Estado. Esta podría haber tomado

varias formas (republicano, monárquico, popular-democrático, “nacional”, hasta

comunitaria o proto-socialista), pero sin “convertirse en Estado” los esclavos se habrían

mantenido en la esclavitud.

No intento minimizar con estas reflexiones la distancia entre lo subalterno y el

Estado (y la esfera de la política formal, los partidos, el parlamento, los sindicatos, la

esfera pública, etc.), porque es precisamente en esa distancia que nuevas formas de

política pueden aparecer. Como he señalado antes, la necesidad de una crítica y auto-

crítica de la izquierda vanguardista –incluyendo los partidos y organizaciones

tradicionales de la izquierda--y de las contradicciones de los Estados surgidos de las

llamadas “luchas de liberación nacional”— fue una de las fuerzas instigadoras en el

surgimiento de los estudios subalternos, los que estaban orientados no sólo a descubrir

en el pasado histórico instancias de agencia política subalterna, sino también de

sugerir nuevas formas de articulación política en el horizonte del presente77. Sin

embargo, creo que la formulación deconstruccionista de los estudios subalternos en

particular implica, de alguna manera, un rechazo de la política como tal, y por lo tanto,

de la posibilidad de agencia y creatividad política desde posiciones populares y

subalternas. En cierto sentido, en el mismo acto de enunciar la posición subalterna y de

Michael Rolph Trouillot, Silencing the Past: Power and the Production of History (Boston: Beacon Press, 1995); Sibbylle Fischer, Modernity Disavowed: Haiti and the Culture of Slaves in the Age of Revolution (Durham: Duke University Press, 2004); y, Susan Buck-Morss, Hegel, Haití, and Universal History (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2009). Fischer nota la paradoja de que la idea de Haití como un Estado nacional autónomo estuvo primero dirigida contra la emancipación, en el sentido de que eran los propietarios de esclavos los que querían independizarse de Francia, en un momento cuando el gobierno revolucionario había abolido la esclavitud. 77 “[Machiavello] reveló que lo que se necesitaba, si se quería alcanzar la unidad de Italia, era un comienzo donde nadie ni nada estuviera dado, fuera del marco ya establecido por el Estado, para articular los elementos fragmentarios del país dividido, sin ninguna idea de unidad preconcebida que pudiese ser formulada en los términos políticos existentes en ese entonces (todos los cuales eran inapropiados)”. Louis Althusser, The Future Last Forever (New York: The New Press, 1993), 220.

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declararse solidario con ella, la insistencia en la distinción hegemonía/subalternidad re-

subalterniza la acción política del subalterno. Postular que la deconstrucción está del

lado del subalterno mientras que la “hegemonía” está del lado de la dominación es,

precisamente, resistirse a deconstruir el orden binario que funda a dicha distinción en

primera instancia.

El Estado no es, por supuesto, una cosa, sino un campo complejo y dinámico de

relaciones78. Qué significa “tener” el poder del Estado no es algo siempre evidente: ¿qué

sentido tiene hablar de “soberanía” aun en el caso de un gobierno populista como el

de Chávez, cuando éste no ejerce un monopolio sobre los medios de violencia, cuando

la economía venezolana continúa dependiendo de las exportaciones de petróleo, y

cuando el espacio entre el Estado y la empresa privada está atravesado por flujos de

capital nacional e internacional que envuelven, entre otras cosas, el narcotráfico y la

corrupción a todo nivel? Esto no significa, sin embargo, que tener el poder del Estado

sea irrelevante. Pensar que es irrelevante sería equivalente a decir que la alternativa

estaría en movimientos sociales “progresistas” operando fuera de y contra un Estado

controlado esencialmente por la derecha de la clase dominante –en otras palabras,

equivaldría a algo así como lo que le ocurrió de hecho en Venezuela con la sucesión de

gobiernos serviciales al “ajuste estructural” neoliberal antes de Chávez. La globalización

indudablemente ha debilitado la soberanía de los Estados nacionales individuales, y a su

vez, las políticas neoliberales han debilitado el vínculo entre las poblaciones y los

Estados, pero asumir que esto significa que el Estado nacional ha sido trascendido o está

en proceso de ser desplazado es claramente un juicio prematuro. Por el contrario, se

comprende hoy aun entre los ideólogos del capitalismo que el Estado sigue cumpliendo

una función necesaria (y transicional) en la globalización, que hace falta un cambio de

78 Sería útil volver a considerar, en este sentido, el trabajo de Nicos Poulantzas sobre la naturaleza del Estado: por ejemplo su State, Power, Socialism (London: New Left Books, 1978). Para una revisión útil aunque de alguna forma anacrónica, ver Bob Jessop, Nicos Poulantzas. Marxist Theory and Political Strategy (New York: St. Martin’s, 1985).

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156

paradigma del Washington Consensus neoliberal a una nueva concepción del Estado

protector.79

En una influyente discusión al respecto, Saskia Sassen ha notado que: “el Estado

nacional sigue siendo la fuente de autoridad organizada prevaleciente y, hasta cierto

punto, dominante. Pero […] los componentes críticos de la autoridad desplegados en la

constitución del Estado territorial están cambiando hacia una mayor capacidad para

desligar dicha autoridad de su territorio exclusivo y articularla en múltiples sistemas. En

la medida en que estos sistemas están operando dentro del Estado nacional, pueden

oscurecer el hecho de que un importante cambio ha ocurrido”80. Sassen habla en

particular de la “creciente distancia entre el Estado y el ciudadano” inducida por la

globalización, por las diásporas de población, por las redes de trabajo cibernéticas y por

la privatización propiciada por el neoliberalismo, como un proceso que conlleva “la

emergencia de un nuevo tipo de sujeto político que no corresponde plenamente con la

noción formal de sujeto político implicado en la idea de ciudadano moderno”. Propone

como ejemplo movimientos indígenas que “acuden directamente a instancias

internacionales omitiendo el Estado nacional”, o casos legales basados en las leyes

internacionales de derechos humanos. “La multiplicación de sujetos políticos

informales” ella sugiere, “apunta a la posibilidad de que los excluidos (en este caso

excluidos del aparato político formal) también puedan hacer historia, señalando de esta

forma la complejidad de su ‘carencia’ de poder [powerlessness]” (321).

Pero precisamente esta “multiplicación de sujetos políticos informales” sería el

desafío a y la promesa de una nueva política, capaz de encontrar formas para

incorporar a éstos sujetos en una articulación hegemónica nueva. De la misma forma, la

apelación de Sassen a “instancias internacionales” más allá del Estado nacional tiene

que alcanzar, en algún momento, apoyo político y lograr consecuencias concretas

dentro del Estado nacional. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta de quién controla el

Estado –en la medida que dicho control signifique algo- sigue siendo crucial. En un

79 Ver por ejemplo de Fukuyama, el inventor de la idea del “fin d ela historia”, Nancy Birdsall y Francis

Fukuyama, “The Post-Washington Consensus,” Foreign Affairs 90, 2 (2011), 45-53. 80 Saskia Sassen, Territory, Authority, Rights. From Medieval to Global Assemblages (Princeton: Princeton University Press, 2006), 419.

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157

sentido trivial, esta pregunta equivale simplemente a decir que los Verdes en Estados

Unidos no tenían razón en las elecciones de 2000, que si hay una diferencia entre tener

un buen policía o un mal policía, entre Gore y Bush, o entre Obama y McCain e en la

selecciones de 2008. Pero, en la medida en que Obama indudablemente deja intacto el

status quo de la distribución tanto de clase como geopolítica del poder y la riqueza,

entonces, dadas nuestras preocupaciones ( que están relacionadas con la política de los

“excluidos”, para recordar la caracterización de Sassen), la cuestión del Estado debe

involucrar además una posibilidad “transformativa”. Esta posibilidad tiene dos ejes:

¿Cómo puede el mismo Estado ser radicalizado y modificado al incorporar demandas,

valores y experiencias desde los sectores populares y subalternos (lo que requeriría un

proceso de articulación hegemónica de un bloque político adecuado a este fin)? Y,

¿cómo, a su vez, desde el Estado la misma sociedad puede ser rediseñada de formas

más redistributivas, igualitarias y culturalmente diversas?

No hay duda de que “devenir el Estado” implica abrirse a procesos de

“negociación”, compromiso, autoritarismo, y aun de corrupción que conllevan, como

cualquier forma de articulación política moderna desde la Revolución Francesca, un

desengaño inevitable. Pero elegir simplemente no “devenir el Estado” también no nos

salva del problema. Déjenme ofrecer como ejemplo negativo el caso de los Zapatistas,

quienes fueron uno de los movimientos sociales con los cuales el proyecto de Estudios

Subalternos Latinoamericanos se encontraba identificado. Es bien sabido que los

Zapatistas, que estaban dispuestos a desafiar militarmente al Estado mexicano al estilo

de los movimientos guerrilleros de los años 1960s y 1970s, se negaron a competir por el

poder del Estado, alegando que el espacio de su intervención era más bien la “sociedad

civil” mexicana y que desde ahí ellos construirían su política. Fieles a ese principio,

decidieron marginarse de las elecciones presidenciales de México en 2006, en vez de

dar apoyo crítico a la campaña electoral de la formación política de la centro-izquierda,

el Partido Revolucionario Democrático (PRD), que prometía algo así como una variante

mexicana de la “marea rosada” y que había atraído, inicialmente al menos, un amplio

apoyo y generado muchas expectativas. Visto retrospectivamente, parece claro que esta

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158

decisión contribuyó –de manera similar a lo que ocurrió con los Verdes en las elecciones

norteamericanas de 2000- a la derrota del PRD, o por no alcanzar la mayoría electoral, o

como el mismo PRD argumentó, por producir un resultado favorable al PRD pero con un

margen tan estrecho que permitió que los resultados de la elección fueran manipulados

a favor del PAN (que ganó la presidencia por medio punto porcentual de la votación

emitida) El argumento de los Zapatistas era que era más importante radicalizar a la

“sociedad civil” en la dirección de un cambio efectivo que simplemente estimular a la

gente a participar en una elección ligada a lo que ellos consideraban como un débil

partido reformista (el PRD) y un aparato de Estado profundamente corrupto y represivo.

Como los Verdes con Al Gore en 2000, los Zapatistas no pensaban que el PRD

fuera a perder –ni quisieron realmente su derrota. Más bien, ellos querían perfilarse

como una especie de “oposición de izquierda” extra parlamentaria en relación a un

proyecto de gobierno de centro izquierda que, a pesar de ser altamente contradictorio,

generaba expectativas populares, probablemente mayoritarias. Sin embargo, el

resultado no dejó el escenario igual a cómo estaba antes de las elecciones, incluso para

los Zapatistas. La derrota inesperada del PRD dejó a las fuerzas progresistas de México

en una suerte de estado “melancólico”, ya que lo que se esperaba, dados los efectos

debilitantes de las políticas neoliberales que afectaban a los sectores populares de

México, era precisamente el triunfo del PDR, y en cambio el país continuó siendo

gobernado por un partido, el PAN, identificado de manera más o menos explícita con la

hegemonía neoliberal y el paradigma del Washington Consensus. No se trataba sólo de

que el PAN ganara (o se robara) las elecciones; una vez re-establecida en el gobierno, la

derecha podría organizarse desde el Estado contra las organizaciones de la sociedad

civil, incluyendo por supuesto los carteles del narcotráfico (la medida principal de

Calderón ha sido la “guerra contra la delicuencia”, con un saldo hasta el día de 35 mil

muertos), pero también contra las organizaciones de izquierda: sindicatos,

movimientos sociales, grupos indígenas, maestros y estudiantes (como ha ocurrido en

Oaxaca). Sobre todo, Calderón ha procurado fomentar la imagen de una sociedad

crecientemente amenazada -por las mismas políticas neoliberales que el PAN continua

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159

propagando- por la descomposición económica, social y por el crimen organizado, y

aparecer así como defensor de la ley y del orden.

Como es bien sabido, el resultado en las elecciones posteriores a 2006 ha sido

un dramático descenso del apoyo al PRD, y, a la vez, un creciente desacuerdo con

Calderón y el PAN, sobre todo por los resultados desastrosos de la guerra contra los

narco-carteles. Pero esto no implicó que los Zapatistas hayan ganado autoridad política

o hayan expandido su influencia en el mismo periodo. Fue, en cambio, el viejo y

desacreditado PRI –el partido del Estado mexicano pre-neoliberal-- el que vino a ocupar

el vacío creado por la inesperada derrota del PRD y las continuas políticas antipopulares

del PAN. Como en el caso de los Verdes en el 2000, el cálculo estratégico de los

Zapatistas que su rechazo de las elecciones era un gesto que fortalecería una

alternativa radical al status quo también se volvió contra ellos. Los Verdes en Estados

Unidos prácticamente han desaparecido, los Zapatistas no, pero su autoridad e

influencia ciertamente ha sido limitada. El PRD, ahora profundamente dividido, y lejos

de cualquier posibilidad de lograr mayoría electoral, tuvo que negociar con el PAN

para evitar una victoria arrolladora del PRI en las elecciones regionales de 2010,

apoyando mutuamente a sus candidatos en algunos distritos. Los Zapatistas podrían

decir de estos últimos acontecimientos, sobre todo del pacto electoral maquiavélico

PAN-PRD, “ya lo sabíamos”, pero la verdad es que ésta es una profecía auto-cumplida.

En el caso de lo que podría/debía haber sido el triunfo el PRD en 2006, el PRD debiera

estar hoy negociando desde el Estado con los Zapatistas, quienes por su parte estarían

presionando al PRD, fuera (y quizás en algunos casos, también dentro) del Estado local

y nacional, para que cumpliera con sus promesas electorales. Esa hubiera sido una

situación en la cual la “exterioridad” de los Zapatistas hubiese tenido alguna fuerza.

Ahora simplemente es un gesto vano.

Hay un doble error teórico en la decisión Zapatista que es similar al error de la

articulación deconstruccionista de los estudios subalternos: 1) imaginar que el Estado

como tal está -gracias a sus vínculos materiales e históricos con el colonialismo y el

capitalismo- fuera del rango de relevancia para los explotados, los subalternos o “los

Page 160: beverley - Políticas de la teoría

160

pobres”; 2) imaginar que la sociedad civil es un espacio completamente separado del

Estado y de las políticas electorales, no percibiendo dialécticamente la relación entre

ambos. Empero, este error teórico también resultó en un error político estratégico, un

error que produjo involuntariamente una complicidad con el debilitamiento de la

izquierda en México y con la perpetuación de la derecha en la actualidad81.

Déjenme tratar de expandir sobre este problema contrastando dos

formulaciones diferentes de la naturaleza del subalterno y de su agencia política, o falta

de ella. La primera es de un ensayo de Gayatri Spivak de 1993, que es representativo de

la articulación deconstruccionista de los estudios subalternos. Spivak escribe aquí sobre

el subalterno como un cierto límite al proyecto nacionalista del Estado postcolonial:

Especialmente en una crítica de la cultura metropolitana, es posible asumir

automáticamente que el evento de la independencia política se sitúa entre la

colonia y la descolonización, como un hecho indiscutible que opera una

inversión. Pero los objetivos políticos de la nueva nación están supuestamente

determinados por una lógica regulativa derivada de la vieja instancia colonial,

con sus intereses invertidos: secularización, democracia, socialismo, identidad

nacional y desarrollo capitalista. Sea cual sea el destino de esta suposición, se

debe admitir que siempre hay un espacio en la nueva nación que no participa de

la energía de esta inversión. Este espacio no posee ninguna relación establecida

con la cultura del imperialismo. Paradójicamente, este espacio también está

81 No sé si los zapatistas habrán hecho una autocrítica; sospecho que no. Barbara Epstein –en una entrevista recientemente publicada— habla de los vínculos entre las tendencias libertarias de la Nueva Izquierda norteamericana y la emergencia de los estudios culturales, los cuales también privilegiaban el paradigma de “la sociedad civil contra el Estado”. Ella ha planteado el problema de manera sucinta (aunque con una inflexión social demócrata que yo no comparto): “[E]sta línea anarquista tuvo cierto sentido en ese contexto histórico [los 60s]. Era cierto que los liberales administrando el Estado eran en gran medida parte del problema. Pero pienso que a fines de los 60s, y particularmente en los 80s y los 90s, la crítica anarquista y el ataque de la izquierda académica sobre el Estado liberal ha fortalecido de hecho a la derecha. El proyecto de la derecha ha sido destruir el New Deal y la idea de que el Estado es responsable por el bienestar social. Básicamente lo que se ha ocurrido es que las posiciones de la izquierda académica han reforzado esta posición. Obviamente, sus practicantes no son conservadores, pero creo que involuntariamente se han coludido con y han fortalecido a la derecha”. Victor Cohen, “Interview with Barbara Epstein”, Works and Days 55/56 (2010), 260.

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161

fuera del trabajo organizado bajo las tentativas de inversión de la lógica

capitalista. Convencionalmente, dicho espacio es habitualmente definido como

el hábitat del subproletariado o del subalterno82.

El segundo pasaje proviene de un ensayo de Álvaro García Linera, el actual

vicepresidente en el gobierno del MAS (Movimiento al Socialismo) en Bolivia (aunque el

ensayo es previa a la victoria del MAS en algunos años). García Linera escribe:

Lo que resulta importante de destacar de estos agrupamientos populares, hasta

ahora excluidos de la toma de decisiones [se refiere a las comunidades

indígenas, retirados, campesinos cocaleros, mineros desempleados o

relocalizados, entre otros nuevos movimientos sociales en Bolivia], es que las

demandas que ellos levantan buscan inmediatamente cambiar las relaciones

económicas. De esta forma, su reconocimiento como una fuerza política

colectiva implicaba necesariamente una transformación radical de la forma

dominante de Estado, construido sobre la marginación y atomización de la clase

obrera rural y urbana. Más aún –y este es un aspecto crucial de su actual

reconfiguración— el liderazgo de estas nuevas fuerzas es predominantemente

indígena, y está vinculado a un proyecto político y cultural específico. En

contraste con el periodo inaugurado en los años 1930s, cuando los movimientos

sociales estaban articulados en torno a un sindicalismo apegado a un ideal de

mestizaje –o mezcla racial y cultural—y que fue el resultado de una

modernización económica implementada por la elite financiera, hoy día los

movimientos sociales con mayor poder para cuestionar el orden político tienen

una base social indígena, y emergen desde zonas agrarias excluidas o marginadas

por el proceso de modernización económica83.

82 Gayatri Spivak, Outside in the Teaching Machine (New York and London: Routledge, 1993), 78. 83 Cito, re-traduciendo al español, la versión en inglés de este ensayo: Álvaro García Linera, “State Crisis and Popular Power”, New Left Review 37 (2006), 75.

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162

Sólo se necesita de un momento de reflexión para darse cuenta que Spivak y

García Linera están hablando de la misma cosa –de las formaciones sociales excluidas o

parcialmente incluidas (“excluidos de la toma de decisiones”, “fuera... de las tentativas

de inversión de la lógica capitalista”) por el proyecto de secularización y modernización

del Estado nacional– y de manera similar. Es decir, del “subalterno”. Sin embargo, la

lógica de sus argumentos al respecto es notoriamente diferente. En Spivak, el

subalterno es un “espacio” o “hábitat” que está afuera de la articulación nacionalista del

Estado post-colonial y de la esfera de la lucha política o sindical –es decir, fuera de (o

por debajo de) la hegemonía: El subalterno no puede hablar. La tarea del intelectual

crítico es representar o “leer” (para usar el término de Spivak) este dilema constitutivo y

ofrecer su solidaridad en lo que es esencialmente un gesto ético84. Para García Linera,

por contraste, la misma lógica de las demandas de los movimientos sociales o

“agrupamientos populares” los precipita “necesariamente” a plantear la cuestión de

“una transformación radical de la forma estatal dominante”. Ya sea que sus proyectos

adquieren una forma electoral o insurreccional, tienen que crear un nuevo proyecto

hegemónico. En tal caso, el subalterno no sólo puede hablar, sino que puede y debe

gobernar, y su forma de gobierno podría ser la de un “buen gobierno”.85

García Linera alude explícitamente a la definición de hegemonía de Gramsci: “el

polo indígena-popular debe consolidar su hegemonía, proveyendo liderazgo moral e

intelectual a las mayorías sociales del país. No habrá triunfo electoral ni victoria

insurreccional sin un trabajo amplio y meticuloso de unificación de los movimientos

sociales, y un proceso de educación práctica para alcanzar el liderazgo político, moral,

cultural y organizacional de estas fuerzas sobre los estratos medios y populares de

Bolivia” (83). La tarea del intelectual y --García Linera se entiende a si mismo como un

“intelectual tradicional”, en el sentido que da Gramsci a ese termino (mientras que Evo

Morales, por contraste, sería un “intelectual orgánico” de los movimientos populares)-

84 Ver por ejemplo el ensayo de Spivak, “Responsibility”, en Other Asias (Malden MA: Blackwell, 2008), 58-96. 85 Invoco aquí el título de uno de los textos canónicos de la tradición indígena andina, La primera crónica y buen gobierno de Guamán Poma de Ayala.

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163

no es asumir la autoridad para crear “liderazgo moral e intelectual”, sino prestarse a un

proceso cuyo agente articulador es más bien “el polo indígena-popular”. Esto implica

una relación de solidaridad política más que ética (como en Spivak) entre los

intelectuales y las clases y los grupos sociales subalternos.

García Linera argumenta a favor de una nueva forma de política dirigida a la

toma del Estado que, de alguna forma, proviene del subalterno, pero también aboga por

la participación de los intelectuales y de la “teoría”. Él se aleja de la simple oposición

binaria entre el Estado y el subalterno, para presuponer que la hegemonía no sólo

puede ser sino necesita ser construida desde posiciones subalternas. Esto es, por

supuesto, no sólo una proposición teórica (aunque es importante insistir que también

lo es), sino que está involucrada en la formación del MAS como un partido o

movimiento de nuevo tipo, y en el desarrollo de su estratégia política en Bolivia. Esta

estratégia comprende, al menos, cuatro formas de articulación hegemónica: 1) una

apertura a formas de lucha política tanto “insurreccionales” como electorales (o

ambas a la vez86; 2) la articulación de un “enemigo” –la “forma de Estado dominante”,

“la modernización económica implementada por la elite financiera”, “el ideal del

mestizaje”; 3) un proyecto cultural y político “específicamente” indígena –es decir, la

afirmación de una identidad étnica y sus correspondientes formas de lenguaje, visión de

mundo y organización social; 4) una postulación de la necesidad de “liderazgo”, pero un

liderazgo ejercido por y constituido desde “el polo indígena-popular”, y no en nombre

de éste.87.

En los años 1990s, García Linera fue uno de los fundadores de un colectivo

académico en Bolivia llamado Comuna, el cual rememora de alguna forma el Grupo de

86 El mismo García Linera pasó varios años en prisión en los 1990s, por actividades subversivas. 87Podríamos designar a estas articulaciones, de manera alusiva, “schmittianas”. Me refiero a la sostenida crítica de Jacques Derrida dirigida contra el politólogo fascista Carl Schmitt y su postulación de la distinción amigo / enemigo como constitutiva de la política como tal--crítica que se volvió paradigmática por el acercamiento de la deconstrucción a la política: Jacques Derrida, Políticas de la amistad (Barcelona: Trotta, 1998). Se podría decir de la crítica derridiana de Schmitt lo que he dicho anteriormente sobre el subalternismo deconstruccionista: que implica un rechazo de la política como tal, o una reducción de la política a los límites de una institucionalidad republicana. En el caso de Derrida, la crítica lleva a algo como un “liberalismo” (en el mejor sentido de la palabra); en el caso del subalternismo deconstruccionista, lleva a un ultra izquierdismo “post-hegemónico”. Sin embargo, quizás no hay tanta distancia entre estas posiciones como pareciera (ambas son formas de lo que Hegel llamó “alma bella”).

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164

Estudios Subalternos Sudasiático al que estaba afiliada la misma Spivak. En cierta

medida, es desde el trabajo realizado en Comuna que se desarrollan algunos elementos

de la forma teórica del proyecto del MAS88. Dos académicos bolivianos simpatizantes

pero no formalmente parte de Comuna, Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Barragán,

tradujeron y publicaron en Bolivia en 1997 una selección de textos del Grupo

Sudasiático, incluyendo el conocido ensayo de Spivak “Deconstruyendo la

historiografía”89. Menciono este hecho, el cual podría ser percibido como abstruso,

porque García Linera probablemente leyó o por lo menos sabía de esta colección.

Entonces es posible concluir que los estudios subalternos influyeron, de alguna manera,

el proyecto político representado por el MAS en Bolivia, el cual es un proyecto de

reposicionamiento en el aparato de Estado. De esta forma entonces los estudios

subalternos mismos han venido, paradojicamente y quizás contra su voluntad, a ser

parte del Estado.

No creo que el contraste que he trazado aquí entre la posiciones de Spivak y

García Linera plantee necesariamente una alternativa mutuamente excluyente. Esas

posiciones podrían representar, en cambio, diferentes formas de intervención

estratégica y de articulación ideológica/crítica relevantes en distintas situaciones y

formas de territorialidad: por ejemplo, la de Spivak para las organizaciones

transnacionales de derechos humanos, las ONGs, organizaciones de lucha ecológica, y

las mismas “humanidades globales”; la de García Linera para un espacio más acotado y

todavía concebido como “nacional” (aunque sin estar cerrado a los problemas del orden

internacional). Más aún, los efectos de la intervención en una de estas direcciones

inevitablemente tendría efectos en el otro. La misma Spivak ha hablado de la

necesidad de “reinventar el Estado” . Por ejemplo (en una entrevista de 2004):

88 Particularmente alrededor de la pregunta de cómo organizar políticamente el carácter heterogéneo, abigarrado y multicultural de los sectores populares bolivianos. El referendo nacional propuesto por el MAS hace unos años definió a Bolivia como un Estado plurinacional. 89 Rossana Barragán y Silvia Rivera Cusicanqui, Debates post-coloniales: una introducción a los estudios de la subalternidad. (La Paz: editorial historias-SEPHIS-Aruwiyiri, 1997).

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165

La mayor parte de los procesos geopolíticos pueden funcionar sólo si en el “sur

global” reinventamos el Estado como una estructura abstracta, como una

estructura porosa abstracta, de tal forma que el Estado pueda funcionar contra

las deprivaciones de la internacionalización a través de reestructuraciones

económicas […] nadie percibe la eficacia posible de las estructuras del Estado

porque la gente ha puesto su fe en aquello que está fuera del gobierno.

Recuerden, no estoy hablando de la soberanía nacional, estoy hablando de

estructuras estatales porosas, estoy hablando de regionalismo crítico, leyes

compartidas, salud compartida, estructuras educativas y de bienestar, fronteras

abiertas y no sólo de organizaciones económicas […] es decir, tomar en cuenta

sólo organizaciones no gubernamentales–aclaro que no creo que estas

organizaciones deban ser abolidas- puede ser una forma de asegurar el libre

acceso [al espacio nacional] de organizaciones tales como la USAID [Agencia

Estadounidense para el Desarrollo Internacional] en cualquier país […] [D]espués

de todo el Banco Mundial es una ONG. Privilegiar estas organizaciones, que

conspiran contra los Estados individuales y los perciben sólo como instancias de

represión, también es quitar el poder a los ciudadanos que pueden, después de

todo, convertir al Estado en algo relevante90.

Sin embargo, lo que Spivak quiere decir por “reinventar el Estado”, a pesar de su

argumento sobre la “posible eficacia de las estructuras estatales”, parece bastante

alejado de lo que busca el proyecto del MAS, es decir, ganar elecciones a nivel local y

nacional, mantenerse en el poder, y desde el poder mover en la dirección de crear un

Estado boliviano “plurinacional” y (eventualmente, por lo menos en principio)

socialista. Spivak ubica sus comentarios en la rúbrica de una “posición sin identidad”,

incluyendo la identidad nacional: “sé que algo debe contraponerse a las principales

instancias del poder. Por otro lado, estoy profundamente opuesta a las políticas de

identidad, entonces para mí la base política para dicha problemática no puede ser la

90 Other Asias, 245-246, 247.

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166

India, ni puede ser Bengala” (240). Ella agrega: “hoy se habla mucho de la emergencia

de las colectividades subalternas de oposición. Pienso que esto es artificial. Si se

nombran colectividades que estén cuestionando el poder de Estados Unidos o de

Occidente, o cualquier otro poder global, como si se tratara de colectividades

subalternas oposicionales, no creo que se sepa realmente que pueden significar dichos

conflictos”. El lugar donde este conflicto sí “puede significar” algo para Spivak continua

siendo, como en sus comentarios de 1993 anteriormente citados, el espacio designado

por el subalterno; por contraste, el bloque político “indígena-popular” imaginado por

García Linera es, precisamente, una forma de “colectividad subalterna oposicional” que

tiene como núcleo una identidad cultural y nacional, tanto a nivel grupal (afirmación

cultural indígena y popular), como a nivel nacional (nacionalismo antiimperialista).

Paradójicamente, la posición de Spivak, mientras parece ser más “izquierdista”,

termina dejando intacto el carácter del Estado actual, mientras que la posición de García

Linera implica la posibilidad/necesidad de la transformación del Estado. Esta

posibilidad trae en su secuela una serie de preguntas sobre la nación, el Estado, la

territorialidad y la “identidad” que Spivak no alcanza a percibir en su apelación al Estado

como una “estructura abstracta”. ¿En el caso de gobiernos como el MAS o el régimen

de Correa en Ecuador, con fuertes componentes indígenas o afro-latinos, puede haber

una ruptura entre esos componentes y el amplio movimiento hegemónico popular-

nacional, precisamente alrededor de “razones de Estado” (como parece estar

ocurriendo en Bolivia y Ecuador en torno a problemas relacionados con las políticas

energéticas)? ¿Cómo puede esta ruptura ser mediada o evitada? ¿Qué consecuencias

tiene para el Estado –aún marcado institucionalmente por la colonialidad del poder- la

agencia popular-subalterna que opera en él? ¿Cuál es el lugar del multiculturalismo –o,

para usar el término preferido en América Latina, la interculturalidad- en la redefinición

de la identidad del Estado nacional? ¿Qué nuevos derechos constitucionales y formas de

territorialidad legal y política se requieren por parte de un Estado multicultural o

“multinacional”? ¿Cuál debe ser la relación de los movimientos sociales con los

gobiernos de centro-izquierda que ellos mismos han contribuido a formar? ¿Son los

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167

movimientos sociales los que “capturan” al Estado, o son ellos, en cambio,

“capturados” por él, limitando su fuerza y creatividad política inicial, en una forma

parecida a lo que Antonio Negri problematizó con su distinción entre poder

constituyente y poder constituido? Finalmente, ¿vuelve la posibilidad del socialismo o

del comunismo después de su colapso y derrota a fines del siglo XX, o los horizontes

representados por los gobiernos de la “marea rosada” en América Latina están

limitados a estrategias estatales y reformistas que respetan y, en última instancia, dejan

intactas las estructuras del mercado global capitalista? Y, ¿qué pasa entonces con la

famosa “extinción del Estado” propuesta por Marx?

García Linera responde a esta última –y quizás decisiva- pregunta de la siguiente

manera:

El horizonte general de nuestra época es el comunismo. Y este comunismo tiene

que ser construido en base a las capacidades de auto-organización de la

sociedad, en base a procesos de generación y distribución de riqueza auto-

administrada y comunitaria. Pero, por ahora es claro que este no es el horizonte

inmediato, el que se concentra en la conquista de la igualdad, de la distribución

de la riqueza, de la ampliación de los derechos […] Cuando ingreso en el

gobierno, lo que hago es validar y comenzar a operar a nivel del Estado, en

función de esta lectura del momento actual. Entonces, ¿qué pasa con el

comunismo?, ¿qué se puede hacer desde el Estado en función de alcanzar dicho

horizonte comunista? Apoyar tanto como se pueda el despliegue de las

capacidades autónomas de la sociedad para organizarse. Esto es, tanto como se

pueda hacer desde un Estado de izquierda, un Estado revolucionario91.

91 Álvaro García Linera, “El ‘descubrimiento’ del Estado”, Pablo Stefanoni, Franklin Ramírez y Maristella Svampa, Las vías de la emancipación: conversaciones con Álvaro García Linera (Ciudad de México: Ocean Sur, 2008), 75. Agradezco a Bruno Bosteels por llamar mi atención sobre este texto (y otras cosas), en su muy útil discusión de García Linera en un ensayo inédito: “The Leftist Hypothesis: Communism in the Age of Terror”.

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168

Tomando en cuenta a estas palabras–que son a la vez optimistas y cautas-, retornemos

a nuestra pregunta inicial: ¿la crítica del Estado en los estudios subalternos y la teoría

social posmodernista en general previene de antemano la posibilidad de ocupar y

transformar el Estado desde una posición popular-subalterna? Si la respuesta es

afirmativa, si esta posibilidad es de hecho prevenida, entonces, pareciera que quedan

sólo dos alternativas: una neoconservadora, la otra ultra-izquierdista. La alternativa

neoconservadora apuntaría en dirección a una reterritorialización del campo de la

cultura y de la identidad nacional contra lo que se percibe como los efectos

debilitadores de la hegemonía neoliberal (y de la cultura de masas globalizada en

particular), por un lado, y por otro, las insistencias “identitarias” y radicalmente

heterogéneas de los movimientos sociales. Esta reterritorialización se haría través del

fortalecimiento de los aparatos ideológicos de Estado, particularmente la educación

(una afirmación de la cultura nacional, de “valores” estéticos y científicos, de la

autoridad académica y del rol de los intelectuales, etc.). Dicha hegemonía significaría, en

el giro neoconservador, esencialmente la reafirmación de la autoridad de las clases

educadas y de la intelectualidad técnico-profesional –lo que Ángel Rama llamó “la

ciudad letrada”- para gobernar responsablemente en nombre del “pueblo” y del interés

de la “nación” en el contexto de la globalización. Como en el caso de algunas tempranas

manifestaciones de neoconservadurismo en Estados Unidos, dicha reterritorialización a

nivel de la cultura nacional y de la política no resultaría incompatible con una fuerte

política económica keynesiana o social-demócrata. De allí que el neoconservadurismo

pueda ser—y de hecho es en algunos casos—una posición interna a las gobiernos de la

marea rosada, aún cuando implica una crítica de su carácter supuestamente populista. 92

El giro neoconservador implica un énfasis en el Estado sobre el subalterno. El

giro ultra-izquierdista, es, por contraste, anti-estatista y por lo tanto “post-nacional” y

“post-hegemónico”. Para ilustrar, me voy a referir a la posición articulada por Michael

Hardt y Antonio Negri en su conocido manifiesto, Empire. Como se sabe, para ellos la

globalización económica representa una nueva etapa del capitalismo con sus

92 Sobre esto, ver er mi ensayo previo aquí sobre el giro neoconservador en los estudios culturales latinoamericanos.

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169

características propias y especiales. En esta etapa, el Estado nacional, que había sido la

forma territorial que correspondía a las etapas anteriores del capitalismo (mercantil,

competitivo y monopólico respectivamente), está ahora superada. El nuevo sujeto

revolucionario –la “multitud”- es, por lo tanto, transnacional o post-nacional, híbrido y

diaspórico. La emergencia del Estado nacional soberano a comienzos de la modernidad

fue desde siempre una operación de limitación de la autonomía de la multitud y del

poder de lo comunal (the commons). Ahora, de alguna forma como los cristianos en el

Imperio Romano, el poder de la multitud se afirmará a sí mismo. Aun más, este poder

es inmanente a la misma lógica de la globalización.

El argumento de Hardt y Negri coincide, en algunos puntos, con la articulación

deconstruccionista o “post-hegemónica” de los estudios subalternos a la cual ya hemos

hecho referencia aquí93. Ambas, a su vez, pueden ser vistas como una especie de

inversión negativa del giro neoconservador. Paradójicamente, sin embargo, coinciden

con el giro neoconservador en su rechazo a o escepticismo ante los nuevos gobiernos

de la marea rosada en América Latina, especialmente aquellos con un marcado carácter

populista, como el de Chávez en Venezuela.

Por el contrario, en estos comentarios estoy alineándome con dichos gobiernos.

Ellos son de carácter heterogéneo, pero, a pesar de sus discrepancias a nivel económico

e ideológico, comparten un cierto sentido de identidad política común (tienden a

autodenominarse como “socialistas”; lo que quieren decir por esto no es siempre claro,

pero el sólo hecho de reconocerse como tales parece significativo). En momentos de

crisis –por ejemplo, en el intento de golpe en Bolivia por los grupos reaccionarios de la

provincia de Santa Cruz hace unos años - son capaces de apoyarse mutuamente. Aún

cuando a veces tienen sus raíces en movimientos insurreccionales populares, tales como

el Caracazo en Venezuela o los bloqueos indígenas en Ecuador y Bolivia, aceptan a y

trabajan con bastante éxito dentro del marco constitucional de la democracia formal.

Ven el horizonte del socialismo como un horizonte esencialmente democrático, aunque

93 Aunque se distinguen en que los deconstruccionistas mantienen una sospecha metodológica y conceptual a la vez ante de las asunciones “biopolíticas” y tecno-utópicas que sustentan el mesianismo político de Empire.

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su deseo sea el de profundizar la participación democrática de los sectores marginados

o excluidos del diálogo político. Cuando la actual constitución se transforme en un

límite para sus proyectos, tienden a avalarse del mecanismo del referendo electoral.

Comprendo que la marea rosada alberga muchas ambigüedades,

contradicciones e inconsistencias, que como toda empresa humana está sujeta al

fracaso o a la perversión de sus ideales, que continuarán existiendo profundas

contradicciones entre las “razones de Estado” y los movimientos populares-subalternos.

También es posible que la “marea” esté comenzando a bajar94. Sin embargo, veo la

posibilidad representada por estos gobiernos como prometedor para el futuro del

proyecto socialista, si es que todavía existe tal proyecto. Pero esa posibilidad depende, a

la vez, de la intervención de la teoría crítica.

El desafío que confronta la marea rosada si quiere avanzar y no estancarse es

generar, primero la idea y luego las formas institucionales de un Estado diferente, un

Estado que encarnaría y expresaría, bajo las condiciones de la globalización, el carácter

democrático, igualitario, multicultural y multiétnico del “pueblo”: un “pueblo-Estado”.

Quiero sugerir aquí una distinción entre un pueblo-Estado (cuyo carácter estaría

definido por relaciones horizontales entre representantes y funcionarios estatales y el

“pueblo” y por “contradicciones en el seno del pueblo”), y un Estado populista

(caracterizado por relaciones verticales entre él o los líderes y el pueblo, y por la

supresión de “las contradicciones en el seno del pueblo” en nombre de la “unidad”

94 Signos de esto podrían ser el golpe en Honduras que fue tolerado, si no promovido, por la administración de Obama, la continua popularidad de Uribe y de su proyecto político en Colombia, y la victoria de la derecha en las últimas elecciones chilenas, a pesar de la inmensa popularidad de Bachelet (quien no pudo ser reelegida debido a impedimentos constitucionales). Se esperaba que la elección de Obama fuera coincidente con la marea rosada: el mismo Obama prometió explícitamente una “nueva relación” con América Latina. Desafortunadamente, los objetivos de su gobierno parecen ser hasta ahora contener a la “marea rosada” y reafirmar la autoridad norteamericana en América Latina. Es muy posible que en el futuro inmediato cinco o seis gobiernos latinoamericanos serán de derecha. Una indicación más positiva de la continuidad de la marea es el hecho de que las últimas elecciones en Brasil en 2010 favorecieron a la coalición representada por Lula y terminaron con la elección de Dilma Rousseff como presidenta. Y es probable que el MAS siga en el poder en Bolivia, a pesar de divisiones internas en su mismo proyecto, divisiones que han involucrado a veces el rol y al posiciones del propio García Linera.

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171

nacional), teniendo presente, sin embargo, que no siempre es fácil mantener separadas

estas cosas, como en el caso de Chávez95.

¿Continuará esta nueva forma de Estado siendo un Estado nacional: es decir, un

Estado fundado en la idea de una cierta “identidad” nacional y una consiguiente

soberanía territorial, necesaria para expresar tal identidad? Sí y no. Aunque los

gobiernos de la marea rosada están profundamente preocupados con restablecer la

soberanía nacional, sus proyectos implican algo más allá de una simple rearticulación

del Estado nacional tal cual éste funcionaba previamente al neoliberalismo y al proceso

globalizador. Esos e debe en parte porque no es posible desconectar la cuestión de la

soberanía de naciones-estados individuales de la afirmación continental de América

Latina como una entidad transnacional-- una “civilización “ en el sentido particular que

daba el politólogo neoconservador norteamericano Samuel Huntington a ese palabra.

El “bolivarismo” de Chávez no es sólo retórico: en más de una ocasión ha dado ayuda

económica a otros países latinoamericanos para afrontar dificultades inmediatas o para

crear nuevas redes económicas o mediáticas.

Volvemos aquí entonces a la pregunta que estaba al centro del proyecto de los

estudios subalternos: ¿Como pensar nuevas formas de territorialidad y de identidad más

allá de la forma del Estado-nación moderno y del sistema de clases y de la sociedad de

mercado correspondiente? Para contestar adecuadamente haría falta una discusión

95 La doctrina de las “dos izquierdas” establece que hay “buenos” gobiernos de izquierda en América Latina (modernos, racionales, democráticos, orientados al mercado, etc.) –por ejemplo, el PT en Brasil –y otros “malos” (autoritarios, anti-modernos, populistas), como el de Chávez en Venezuela. Ver, por ejemplo, Jorge Castañeda “Morning in Latin America”, Foreign Affairs (septiembre / octubre, 2008). Un argumento similar, enfocado particularmente en las políticas económicas, es el de Michael Reid en su influyente libro Forgotten Continent. The Battle for Latin American’s Soul (New Haven: Yale University Press, 2007). Pareciera que esta posición es la dominante en los altos círculos de la administración de Obama. Creo que esta distinción de las “dos izquierdas” es, de manera voluntaria o involuntaria, cómplice con los intereses reaccionarios en la región, porque fomenta una división dentro de la misma marea rosada a nivel nacional e interamericano (uno de los argumentos para el golpe en Honduras, por ejemplo, fue que el depuesto presidente Zelaya, quien había declarado su simpatía por Chávez y quien estaba intentando llevar a cabo un referéndo para cambiar los límites de la ley electoral en su país, era “populista” y, por lo tanto, “irresponsable”; por contraste, no hubiera sido aceptable un golpe contra Bachelet o Lula, o sus sucesores). Como sea, es lo que podríamos designar como una “unidad contradictoria” --una unidad en la cual la diferencia es respetada-lo que me parece esencial defender y extender en el proyecto de la marea rosada. Argumentar a favor del MAS o de Chávez y contra Lula o Bachelet (o vice versa) sería, entonces, prestarse uno mismo para articulaciones reaccionarias, como ocurre en el caso de la doctrina de las dos izquierdas.

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más amplia de la que he intentado presentar en estos ensayos. Pero creo haber

sugerido por lo menos que ese “más allá” tendrá que construirse en parte a través del

Estado actual. La hegemonía es indudablemente una limitación, pero es una limitación

inevitable.