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IURIS ARS UNIVERSIDAD PANAMERICANA 25 2001

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IURISARS

UNIVERSIDAD PANAMERICANA

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ARS IURIS 25‑2001

Revista del Instituto de Documentación e Investigación Jurídicas de la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana

Consejo Editorial Rafael Márquez Piñero.

Presidente.

María Reyes Márquez García. Secretaria.

Jorge Adame Goddard Juan Federico Arriola Cantero Salvador Cárdenas Gutiérrez

Óscar Cruz Barney Rodolfo Cruz Miramontes Jaime del Arenal Fenochio

Guillermo Díaz de Rivera Álvarez Roberto Ibáñez Mariel

Miguel Ángel Lugo Galicia Alejandro Mayagoitia

Salvador Mier y Terán Sierra Rigoberto Ortiz Treviño

Horacio Rangel Ortiz Alberto Said Ramírez

Dora María Sierra Madero Jacinto Valdés Martínez

Hernany Veytia Palomino

Unidad Guadalajara Juan de la Borbolla Rivero

Isaías Rivera Rodríguez José Antonio Lozano Díez. Gerente General.

María Fernanda González Ugalde. Asistente

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RESponSAblES dE CAdA SECCIón

Estudios Jurídicos Manuel Morante Soria

Actualidad Académica Antonio Pérez Fonticoba

Actualidad legislativa Gonzalo Uribarri Carpintero

Tradición Jurídica Alejandro Mayagoitia

El Foro Carlos Soriano Cienfuegos

InFoRmES y SUSCRIpCIonES Mary Pou Bazán

Ventas y suscripciones Universidad Panamericana

Facultad de Derecho Augusto Rodin 498

Col. Insurgentes Mixcoac, 0392O, México, D. F.

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COLABORAN EN ESTE NÚMERO

JORGE ADAME GODDARD Profesor de Derecho Romano y Filosofía Social Facultad de Derecho Universidad Panamericana México

MAURICIO BEUCHOT PUENTE Instituto de Investigaciones Filológicas Universidad Nacional Autónoma de México México FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ Profesor de la Facultad de Derecho Natural Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de Cádiz España

SERGIO COTTA Profesor de la Universidad de la Sapientia Roma, Italia

JOAQUÍN GARCÍA‑HUIDOBRO Universidad de los Andes Santiago, Chile

JAVIER HERVADA Profesor de Filosofía del Derecho Universidad de Navarra, Pamplona España

CRISTÓBAL ORREGO S. Profesor de Filosofía Jurídica y Política Universidad de los Andes Santiago, Chile

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JAVIER SALDAÑA SERRANO Instituto de Investigaciones Jurídicas Universidad Nacional Autónoma de México México

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SUMARIO

PRESENTACIÓN

Javier SALDAÑA SERRANO La filosofía del derecho y su renovación práctica........................................................................... 9

FILOSOFÍA DEL DERECHO

Jorge ADAME GODDARD La libertad como la propiedad personal de hacer lo que uno quiere............................................................... 20

Francisco CARPINTERO BENÍTEZ Norma y principio en el Jus Commune............................................ 57

Sergio COTTA Derecho y moral............................................................................... 89

Joaquín GARCÍA‑HUIDOBRO Un principio fundamental en la filosofía práctica de Aristóteles: «Lo que hay que hacer sabiendo, lo aprendemos haciéndolo...»........................................ 105

Cristóbal ORREGO S. El valor moral del positivismo jurídico. Los argumentos de H. A. L. Hart................................................... 129

• Índice General§ Índice ARS 25

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DERECHOS HUMANOS

Mauricio BEUCHOT PUENTE Hacia una nueva propuesta para la fundamentación filosófica de los derechos humanos............................................................................205

Javier HERVADA Los derechos inherentes a la dignidad de la persona humana......................................................................223

• Índice General§ Índice ARS 25

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pRESEnTACIón

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LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y SU RENOVACIÓN PRÁCTICA

Javier Saldaña Serrano

SUMARIO: 1. Introducción; 2. Del desconocimiento a la fama; 3. El de-recho en la posguerra. 3.1. La edad de los derechos. 3.2. Más allá del positivismo jurídico. 3.2.1. El recurso a los principios jurídicos. 3.2.2. La hermenéutica jurídica; 4. Conclusión.

1. INTRODUCCIÓN

El inicio de cualquier etapa exige, de manera indefectible, la revisión y examen de lo acontecido en el período que concluye y la puesta en marcha de nuevos propósitos que continúen, con fuerza renovada, los objetivos primeros de la empresa inicial. Ésta parece ser la tarea que se impone en la presentación de este número monográfico de Ars Iuris, dedicado exclusivamente a trabajos de filosofía del derecho y que intenta, a partir de ahora, llenar un vacío existente en los debates actuales que tanto en teoría del derecho como de filosofía del derecho se proponen en distintos círculos de investigación en nuestro país. Hasta ahora, parte de la escasa producción filosófica del derecho realizada en México, había puesto énfasis en un particular modo de hacer filosofía jurídica —la analítica—, dejando de lado, quizá por omisión, la rica tradición jurídica tomista y neotomista que en universidades de otras latitudes geográficas resultan ser de obligado estudio; ¿será que en esos otros círculos académicos se tiene clara conciencia de que esta corriente filosófica ha realizado significativas aportaciones al estudio del derecho y a crear una ciencia de éste, con un método y una estructura

• Índice General§ Índice ARS 25

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propias? Pareciera, desde la ignorancia, que la filosofía analítica y el tomismo, metodológicamente estuvieran destinados a la separación, e incluso fueran presentados como antagónicos, tesis que por otra parte, difícilmente alguien podría atreverse a sostener. Hoy, no sólo dentro de la filosofía práctica, sino incluso dentro de la misma metafísica se propone como punto de convergencia la recuperación, por parte de la filosofía analítica, de los problemas clásicos de la metafísica, superando con esto su parcial y reducido enfoque positivista que la caracterizó en sus primeros momentos 1.

Pero el objetivo central de esta presentación no es establecer un puente entre analítica y tomismo, para eso ya se han hecho importan‑tes trabajos 2, sí es, en cambio, presentar una visión realista clásica del derecho —utilizando la expresión de Michel Villey— siempre actual, capaz de dar respuesta a los retos y exigencias que tanto el razona‑miento teórico, pero sobre todo el práctico, demandan a lo jurídico.

Este realismo, distinto al americano y escandinavo, ve al derecho como la res iusta o cosa justa, y mantiene como rasgo típico ser una «teoría de la justicia y del derecho construida desde la perspectiva del jurista» 3, donde la función de éste es precisamente determinar el de‑recho de cada uno, lo suyo de cada cual. Donde ese derecho, esa cosa suya, es el iustum, lo justo.

Antecedente importante de dicho pensamiento lo es, sin duda, la obra de Aristóteles, particularmente su Ética a Nicómaco, la cual constituye, en expresión de Gadamer, «el punto a partir del cual el pensamiento occidental manifiesta expresamente la exigencia de ser

LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y SU RENOVACIÓN PRÁCTICA

1 Dentro de la más reciente bibliografía escrita en nuestro país se encuentra la compilación de trabajos llevada a efecto por Hurtado Pérez, G. (comp.), Filosofía analítica y filosofía tomista. Diálogos con Mauricio Beuchot, Surge, México, 2000.

2 Cf. Nubiola, J., El compromiso esencialista de la lógica modal. Estudio de Quine y Kripke, 2a. ed. Eunsa, Pamplona, 1991, passim. Del mismo autor, La renovación pragmatista de la filosofía analítica, 2a. ed., Eunsa, Pamplona, 1996, passim.

3 Hervada, J., «Apuntes para una exposición del realismo jurídico clásico», en Escritos de derecho natural, 2a. ed., Eunsa, Pamplona, 1993, p. 761. Cf. Schouppe, J. P., La concepción realista del derecho, Pamplona, 1984, passim.

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integrador y completo» 4; y ser «la guía que indica los principios de nuestro vivir común» 5.

Un segundo momento del realismo lo constituye, sin duda, la juris‑

prudencia romana clásica, período que va del 150 a.C. al 250 d.C., y que fue caracterizado como la etapa de mayor esplendor de la jurispru‑dencia romana, fundamentalmente por haber sido un derecho construi‑do por juristas y no por legisladores, donde el derecho pasó entonces de ser una disciplina técnica a constituir todo un arte dialécticamente estructurado, tanto en la manera en la que fue razonado, como en su método de aplicación. Así, la producción del derecho correspondió fundamentalmente a los juristas, constituyéndose la jurisprudencia, si bien no en la única fuente del derecho, sí en la más importante 6.

Finalmente, quien mejor comprendió el pensamiento aristotélico y el significativo aporte romano al derecho fue, sin excepción, Tomás de Aquino, que dejando de lado su teología, su filosofía representa la más importante visión realista, compartiendo con esto la propuesta aristotélica acerca de que el conocimiento deriva básicamente de la experiencia, de la realidad. Así, en el ámbito de lo jurídico, el Aqui‑nate comprendió, que en un sentido primario el derecho debía ser en‑tendido como «la misma cosa justa» 7. Y definió a la justicia como «el hábito por el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho» 8, perfeccionando la clásica definición romana apare‑cida en el Digesto 1, 1, 10.

2. DEL DESCONOCIMIENTO A LA FAMA

Pero esta manera de razonar el derecho fue siendo maliciosamente olvidada, y dibujada de manera errónea, presentando de ella una figura

JAVIER SALDAÑA SERRANO

4 Hans-Georg Gadamer, Metafísica e filosofía pratica in Aristotele, Istituto italiano per gli studi filosofici, Italia, 2000, pp. 9-10.

5 Ibídem.6 Cf. Schulz. E., Storia della giurisprudenza romana, Sansoni, Firenze, 1968, passim. Cf., también,

Lombardi, L., Saggio sul diritto giurisprudenziale, A. Giuffré, Milán, 1975, pp. 1-79.7 Tomás de Aquino, Summa Theologica, II-II, q. 57, a 1, ad 1.8 Ibíd., q. 58, a 1.

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indefinida, en medio de nubes de incienso de teología, donde no fue nada fácil reconocer la solidez de sus argumentos y la seriedad de su propuesta, ofreciéndose en consecuencia un derecho natural listo para ser un blanco fácil de cualquier crítica. Así, autores tan reconocidos como Hans Kelsen en su Teoría pura del derecho, o H. L. A. Hart en el Concepto del derecho, muestran a las claras su falta de precisión cuando del derecho natural aristotélico‑romano‑tomista tratan. Este «no saber» y «no entender» ha sido, en mi opinión, la causa de que el derecho natural de tal herencia fuera arrinconado en los anales de la historia del pensamiento jurídico en nuestro país, conduciendo la enseñanza e investigación jurídica por derroteros cimentados en una falsa creencia: la de que el positivismo jurídico, o su segunda vida a través de la analítica, sean los tribunales desde donde se juzgue qué es o no científico.

Pero la fuerza de los argumentos se impone por sí sola, y hoy asis‑timos a una reconversión en los estudios de «lo jurídico» en México, motivada fundamentalmente por los diferentes caminos marcados por la renovación de la filosofía práctica en el derecho, como son, por ejemplo, y siempre que nos los tomamos en serio, el discurso de los «derechos humanos», o la puesta en evidencia de que el derecho no sólo se constituye como un sistema de «reglas» y «normas», sino que en él actúan también «principios», que son la puerta de entrada a una labor hermeneuta y argumentativa en el derecho, lo cual conduce inde‑fectiblemente a la crítica más dura contra el positivismo jurídico, esto es, la innegable vinculación entre hecho y valor, entre la moral y el derecho, en definitiva, a la actualización de la Justicia en el derecho. El desarrollo histórico de estos temas es como sigue.

3. EL DERECHO EN LA POSGUERRA

El reconocido profesor alemán Arthur Kaufmann afirmaba, hace tiempo: «En la penuria jurídica de los primeros años de la posguerra, en la que se tenía que acabar con lo que los nazis habían proclamado como derecho, se produce un nuevo movimiento iusnaturalista que a menudo es calificado como renacimiento del pensamiento iusnatu-ralista. Se comprende que ante todo, muchos tribunales acudiesen al

LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y SU RENOVACIÓN PRÁCTICA

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“derecho natural” cuando de no recurrir a él se encontraban que tenían que emitir una decisión injusta. (...) El Tribunal Supremo confirmaría la existencia de una ley moral de carácter objetivo e invariable con cuya ayuda habría de adaptar la ley positiva al modelo del mundo considerado como idóneo» 9.

3.1. La Edad de los Derechos

Independientemente de las críticas hechas a esta tesis, el fondo que plantea parece hoy una verdad unánimemente aceptada, a saber, que después de la Segunda Guerra Mundial asistimos a una revaloración del derecho natural, a través, entre otras manifestaciones, del compro‑miso cada vez más real de la protección de los derechos humanos de la persona, donde la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, y su antecedente, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre del mismo año, dejarían claramente establecida la idea de que el fundamento y origen de estos derechos se encuentran en el hombre mismo, y no en una concesión de la sociedad. O dicho de otra manera, que los derechos humanos existen y los posee el sujeto, inde‑pendientemente de que se reconozcan o no por el derecho positivo 10.

De este modo, los derechos humanos se constituyen en el logro más importante de los tiempos modernos, siendo colocados por encima de la propia organización estatal y puesta ésta al servicio de aquéllos. Así nos lo deja ver el articulado de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y antes la Declaración de Derechos de Vir-ginia de 1776. Textos que «por primera vez tradujeron en derecho, no

JAVIER SALDAÑA SERRANO

9 Kaufmann, A., Hassemer, W., El pensamiento jurídico contemporáneo, trad. cast. G. Robles, Debate, Madrid, 1992, p. 97. El mismo Kaufmann, comentando la sentencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo Federal de febrero 17 de 1954, a propósito de la «ley moral» reconocerá: «Su (fuerte) obligatoriedad (a diferencia de la “obligatoriedad débil”, de las simples “costumbres”, del “simple convencionalismo”) se apoya en el preexistente y aceptado orden de los valores y los principios del deber que rigen la convivencia humana; ellos valen independientemente de que aquéllos a quienes se dirigen con la aspiración de ser obedecidos los sigan y reconozcan en la rea-lidad o no; su contenido no puede cambiar a causa de que las opiniones sobre lo que es válido se modifiquen». Kaufmann, A., Rechtsphilosophie, 2a. ed., trad. cast. L. Villar B. y A. M., Montoya, Universidad Externado de Colombia, Colombia, 1999, p. 79.

10 Cf. Hervada, J., Zumaquero, J. M., Textos internacionales de derechos humanos. 1776- 1976, Eunsa, Pamplona, 1992, p. 136.

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solamente pensado sino también práctico, la idea de los filósofos acerca de que el hombre en cuanto tal tiene una serie de derechos que ninguno, ni siquiera el Estado, puede sustraer y que el mismo hombre no puede alienar (...)» 11. Finalmente, el poder político tenía un límite, el ámbito de libertad que todo ser humano posee por una dignidad intrínseca. 3.2. Más Allá del Positivismo Jurídico

3.2.1. El recurso a los principios jurídicos Continuando con esta breve reseña sobre los diferentes aspectos

que han puesto en tela de juicio al derecho positivo, habrá que seña‑lar que uno de los más importantes pensadores de tal corriente en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, fue, sin duda, Norberto Bobbio; dicho profesor, al intentar hacer un ejercicio recons‑tructivo de lo que el iuspositivismo fue, habría de escribir que éste significó, en primer lugar, una manera de aproximarse al estudio del derecho, considerando a éste como un hecho y no como un valor. Don‑de la expresión derecho carece de toda connotación valorativa o «de toda resonancia emotiva: el derecho es derecho prescindiendo de que sea bueno o malo, de que sea un valor o un disvalor» 12.

Desde esta posición era refrendada, una vez más, la tesis impuesta por Kelsen acerca de la incapacidad de hablar en el derecho del con‑cepto de justicia. La pureza metódica pretendida por Kelsen a lo largo de su vida exigía, de manera necesaria, separar el derecho de la moral como presupuesto básico de su teoría pura, y como la justicia fue tra‑dicionalmente considerada parte de la moral, la justicia entonces no tenía participación alguna en su parcial modelo científico. Separado de este modo el derecho de la moral, Kelsen llegará a afirmar que a pesar de que la norma jurídica no se adecue a la norma moral, no por eso dejaría de tener el carácter de derecho. Sobre este punto escribirá: «(...) Pero el interrogante también es contestado afirmando que el de‑recho puede ser moral —en el sentido señalado, es decir, justo—, pero

LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y SU RENOVACIÓN PRÁCTICA

11 Moro, C. A., «Tra teoria e pratica», en Diritti umani e politica. a.v.e. Roma 1983, p.45.12 Bobbio, N., El positivismo jurídico, Debate, Madrid, 1993, p. 141.

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no es necesario que lo sea, el orden social que no es moral y, por ende, que no es justo, puede ser, sin embargo, derecho (...)» 13.

En términos análogos se pronunciaría H. L. A. Hart al reconocer, en uno de sus escritos lo siguiente: «Sostengo en este libro que aunque hay muchas diferentes conexiones contingentes entre el derecho y la moral, no hay ninguna conexión conceptual necesaria entre el conteni‑do del derecho y la moral; y, por tanto, disposiciones perversas pueden ser válidas como reglas o principios jurídicos. Un aspecto de esta for‑ma de separación del derecho y la moral es que puede haber derechos y obligaciones jurídicas que no tengan ninguna justificación o fuerza moral en absoluto» 14. ¿Se puede prescindir de un mínimo contenido ético o moral en el derecho?

En las décadas de 1960 y 1970, pero principalmente de 1980, Ro‑nald Dworkin se convertiría en el crítico más puntilloso del positivis‑mo jurídico. Dicho profesor hará ver, en forma por demás clara, que el positivismo como sistema de reglas ofrece una exposición inacabada de la forma en la que los jueces razonan al aplicar el derecho. En una de las citas que ya se ha hecho célebre, escribiría dicho profesor: «Quiero hacer un ataque general al positivismo y usaré la versión de H. L. A. Hart como blanco cuando se necesite un blanco particular. Mi estrategia se organizará alrededor del hecho de que cuando los juristas razonan o argumentan acerca de derechos subjetivos y obligaciones, particularmente en aquellos casos difíciles cuando nuestros problemas con estos conceptos parecen ser más agudos, hacen uso de patrones que no funcionan como reglas, sino que operan de modo diferente como principios, políticas, y otros tipos de patrones. El positivismo, argumentaré, es un modelo de y para un sistema de reglas, y su noción central de una única prueba fundamental de lo que es el derecho nos fuerza a pasar por alto el importante papel que desempeñan estos pa‑trones que no son reglas» 15.

JAVIER SALDAÑA SERRANO

13 Hans Kelsen, Teoría pura del derecho, 8a. ed., Porrúa, México, 1995, p. 76.14 H. L. A. Hart, Post scriptum al concepto de derecho, UNAM, México, 2000, p. 49.15 Dworkin, R., «¿Es el derecho un sistema de reglas?», trad. cast. Esquivel J. y Rebolledo, J., en

Cuadernos de Crítica, UNAM, México, 1997, p. 18.

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Estos otros patrones, que no son reglas, son los principios jurídicos, los que en la mentalidad de Dworkin vienen siendo definidos como el «patrón que debe ser observado, no porque promoverá o asegurará una situación económica, política o social considerada deseable, sino porque es una exigencia de justicia o equidad [fairness] o de alguna otra dimensión de moralidad (...)» 16.

Parece entonces que la suerte del positivismo fue echada desde las décadas de 1960 y 1970, a pesar de los diferentes intentos que aún se esgrimen en su defensa 17. Al respecto recordemos la sentencia que el propio Bobbio dictaría sobre el positivismo: «Admito que el positivis‑mo está en crisis, no sólo como ideología y como teoría, como por otra parte, yo mismo había admitido, sino incluso como modo de acercarse al derecho. He comenzado diciendo que el positivismo nace como una decisión científica. Permítaseme reconocer ahora que detrás de esta elección o decisión científica se esconde una exigencia política. Po‑líticamente, el positivismo supone la aceptación del status quo. Y en cuanto tal, está sujeto como todas las decisiones a sufrir los altibajos de la historia... Y de ahí que la concepción positivista resulte buena o mala, según que se considere buena o mala la situación a conservar» 18. «Habíamos venido con la idea de concluir: ha muerto el positivismo, viva el positivismo. Creo que vamos a salir exclamando: ha muerto el positivismo jurídico, viva el iusnaturalismo» 19.

3.2.2. La hermenéutica jurídica La fuerte crítica que se le ha formulado al positivismo jurídico ha

venido también expuesta de la mano de la nueva hermenéutica jurídi‑ca, que ha entendido perfectamente que dicha labor en el derecho se funda más en la praxis vital que en el puro análisis conceptual. Ésta ha sido la tesis central defendida desde el realismo clásico y que Georges

LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y SU RENOVACIÓN PRÁCTICA

16 Ibíd., p. 19.17 Cf. H. L. A. Hart, Post scriptum..., op. cit., Particularmente el punto que tiene que ver con «Posi-

tivismo suave» y «Reglas y principios».18 Bobbio, N., «Tavola rotonda sul positivismo giuridico», cit. por Ballesteros, J., Sobre el sentido

del derecho, 2a. ed., Tecnos, Madrid, 1986, p. 60.19 Ibídem.

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Kalinowski expone de la siguiente manera: «La interpretación jurídica es, por el contrario, una interpretación práctica. Aquel que interpre‑ta un texto legislativo (en el amplio sentido), quiere llegar a saber en último lugar no solamente lo que el autor de ese texto ha dicho o ha querido decir (...), sino cómo debe comportarse uno o cómo debe comportarse aquel que enseña (en el caso del profesor de derecho) o aconsejar (en el caso del abogado). Vivir es obrar» 20.

Esta nueva corriente argumentativa reconoce que la tesis sustenta‑da en la pura avaloración del proceso cognitivo del derecho, expuesta en el esquema sujeto‑objeto, no tiene ya mayor valía. En otras pa‑labras, que no es cierto que el sujeto cognoscente se enfrente al ob‑jeto por conocer desde una pura neutralidad u objetividad científica. «Contemplado de esta forma, el derecho (a diferencia de la ley) no es algo que permanece inalterable, sino que es acto y, por tanto, no puede ser un “objeto” que pueda conocerse independientemente de un “sujeto”. Más bien el derecho concreto es el “producto” de un proceso de realización y del desarrollo hermenéutico de sentido. Así pues, no es posible en absoluto que se dé un “carácter correctamente objetivo” del derecho fuera del mismo procedimiento de investigación del dere‑cho. El juez que cree que toma sus criterios de decisión tan sólo de la ley es víctima de un fatal engaño, pues (inconscientemente) entonces permanece dependiente de sí mismo. Tan sólo el juez que sepa que su persona se complica en el fallo que emite puede ser verdaderamente independiente» 21.

La actividad del jurista no es, por tanto, la de ser un actor meramen‑te pasivo, que a través de un proceso de subsunción del caso a la ley resuelva éste. Dicha afirmación es una falacia y tiene, en la aplicación del derecho, en la praxis vital, un papel conformador activo.

JAVIER SALDAÑA SERRANO

20 Kalinowski, G., Concepto, fundamento y concreción del derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires. 1982, p. 112.

21 Kaufmann, A., Hassemer, W., El pensamiento jurídico..., op. cit., p. 130. Bobbio, N., «Tavola rotonda sul positivismo giuridico», cit. por Ballesteros, J., Sobre el sentido del derecho, 2a. ed., Tecnos, Madrid, 1986, p. 60.

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4. CONCLUSIÓN

Llegados a este punto, parece innegable reconocer que la filoso‑fía práctica ha venido a ocupar un lugar especialmente preponderante en las reflexiones filosóficas. John Finnis y Alasdair Macintyre, en‑tre otros, lo han puesto de relieve. Hoy difícilmente se puede hacer filosofía del derecho sin ella, y sin referirse a los puntos reseñados anteriormente, que si se observan con detenimiento, no son sino la nueva expresión del clásico concepto de justicia, y del siempre actual y renovado derecho natural.

Por esta razón, en este número monográfico de Ars Iuris nos hemos propuesto reunir una serie de trabajos que representan a siete de las plumas más reconocidas a nivel internacional, cultivadoras todas del derecho natural. Esto pretende marcar el inicio de una serie de publi‑caciones que tienen como propósito potencializar el estudio de esta corriente en nuestro país, que, como dijimos, cada vez va adquiriendo una fuerza renovada.

No quisiera terminar estas breves consideraciones sin agradecer a cada uno de los autores que en este número participan, por su ayuda desinteresada, que no hace sino mostrar su generoso espíritu universi‑tario. Igualmente al director de la Facultad de Derecho de la Universi‑dad Panamericana, el Dr. Roberto Ibáñez, por la especial acogida que ha tenido a este proyecto. Finalmente, quisiera agradecer de manera especial al Dr. José Antonio Lozano, que con su empeño, entusiasmo y paciencia ha motivado y hecho realidad un sueño compartido hace ya varios años.

Ciudad de México, agosto de 2001.

LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y SU RENOVACIÓN PRÁCTICA

• Índice General§ Índice ARS 25

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FIloSoFÍA dEl dERECHo

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LA LIBERTAD COMO LA PROPIEDAD PERSONAL DE HACER LO QUE UNO QUIERE

Jorge Adame Goddard

SUMARIO: 1. Introducción; 2. La experiencia de la libertad; 3. Noción de libertad; 4. La libertad de querer. 4.1. La libertad de querer los fines. 4.2. La libertad de elegir acciones (medios); 5. La libertad de actuar 5.1. La decisión. 5.2. La ejecución de la acción. 5.3. Diversos tipos de liber-tad, en razón de la acción ejecutada; 6. El fundamento de la libertad; 7. Alcance y limitaciones de la libertad. 7.1. Indefectibilidad de la libertad de querer 7.2. Limitaciones de la libertad; 8. El crecimiento de la liber-tad. 8.1. Libertad, necesidad y acaso. 8.2. La libertad como cinismo o como ironía. 8.3. Libertad y verdad moral. 8.4. La libertad como ironía.

1. INTRODUCCIÓN

La preponderancia que adquiere la libertad en una sociedad demo‑crática, que incluso llega a considerarse como el valor o bien funda‑mental de todo el orden social y político 1, hace necesario reflexionar acerca de qué es esa libertad a la que aspiran las personas y los grupos y cómo puede el orden social, especialmente el orden jurídico y polí‑tico, tutelarla y promoverla. En las actuales circunstancias de México, en que a partir de una organización y unos resultados electorales que eliminan el predominio político de un partido oficial, se generan gran‑des expectativas de libertad, esta reflexión se hace más necesaria, a fin de precisar el papel que pueden jugar el derecho y la legislación en la instrumentación de cambios favorables a la libertad.

• Índice General§ Índice ARS 25

1 Y en consecuencia el peor de los males es simplemente la coacción, la imposición o la represión, es decir, lo que se concibe como negación de la libertad.

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En este artículo, que contemplo como primero de muchos otros más, se pretende proponer una breve teoría o explicación de lo que es la libertad, concibiéndola fundamentalmente como la propiedad que tiene la persona humana de hacer lo que quiere. Se parte de la con‑sideración de la experiencia que cada quien tiene de la libertad, para luego explicar la libertad en sus dos ámbitos: la libertad de querer y la libertad de hacer o actuar. Luego se explica el fundamento o causa de la libertad, para posteriormente señalar sus alcances, límites y vías para su crecimiento.

El trabajo se limita a contemplar la libertad como un bien de la

persona. Ése es el punto de partida para entender lo que en esencia es la libertad: un modo de ser de la persona. En otro trabajo habré de analizar la libertad desde la perspectiva social, considerándolo como un bien de interés público, que precisa ser protegido y tutelado por el derecho y la legislación. Para un jurista, quizá esta última perspectiva sea la que resulte más interesante pues corresponde a su peculiar punto de vista; pero no podría tenerse un buen tratamiento político y jurídico de la libertad sin comprenderla, como se propone en este primer traba‑jo, como lo que es esencialmente: un modo de ser de la persona, que existe en ella y que se manifiesta en sus actos.

La libertad, como bien social, podría considerarse como una cua‑lidad o modo de ser del orden social que permite y facilita que las personas que viven en un grupo ejecuten actos libres, en los diferen‑tes ámbitos de la vida social: familiar, cultural, político y económico. Pero este estudio será materia de un trabajo subsecuente.

2. LA EXPERIENCIA DE LA LIBERTAD

Todos tenemos la experiencia o de que hay ciertos actos que hace‑mos porque así lo queremos que los podríamos hacer de otra manera o simplemente no hacerlos, es decir tenemos la experiencia de que actuamos con libertad. En esta experiencia interior, de la cual da testi‑monio la propia conciencia, la libertad se percibe como la posibilidad de actuar conforme al propio querer, o, en otras palabras, como la posibilidad de hacer lo que uno quiere.

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Este sabernos libres es un conocimiento fundamental, del cual de‑pende la percepción de la propia dignidad e identidad. En tanto sé que mi actuar puede ser libre, sé igualmente que puedo dirigir mis acciones y el conjunto de mi vida hacia los fines que me proponga y, en consecuencia, me experimento como una persona que, hasta cierto punto, se hace a sí misma. El hombre libre, dice Aristóteles, es aquel que se pertenece a sí mismo 2. Sin libertad, el hombre viviría como un extraño a sí mismo que podría conocer lo que hace y lo que le ocurre pero que sería incapaz de influir sobre su propio ser y acontecer.

El conocimiento espontáneo o intuición que tenemos de la propia libertad es un conocimiento que refleja lo que realmente ocurre, ya que es algo que se experimenta inmediatamente sin necesidad de ra‑zonamiento alguno. Del mismo modo que cuando dudo sé que dudo, o cuando pienso sé que pienso, o cuando quiero sé que quiero, también cuando actúo sé si actúo libremente o no. Afirmar que este tipo de conocimientos no reflejan la realidad, es decir que son ilusiones, es simplemente negar lo evidente.

La libertad se percibe no sólo como una posibilidad estática, como algo que ya existe en mí, sino además como algo que puede crecer. Sé que soy libre, y no obstante que reconozca las limitaciones que tie‑ne mi libertad, naturalmente quiero ser más libre. Todos los hombres quieren ser libres y ésta es, según Kant, la más vehemente de todas las inclinaciones humanas 3, lo cual demuestra que la libertad es una parte esencial del hombre, puesto que todo ser se inclina a perfeccionar o llevar a término lo que ya es.

No obstante ha habido filósofos como Spinoza 4 o Leibniz 5, que piensan que los actos que experimentamos como libres son en realidad causados por factores externos que ignoramos. Según esto, la conciencia

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2 Metafísica I, 2.3 Kant, Antropología en sentido pragmático, cit. por Llano, A. El futuro de la libertad, p. 73.4 Ethica, II, prop. XXXV, scolium, citado por Millán Puelles, A., Fundamentos de filosofía, 10a.

ed., Madrid, 1978, p. 381.5 Essai de Theodicée I, 50, citado por Millán Puelles, A., Fundamentos de filosofía, 10a. ed., Ma-

drid, 1978, p. 381.

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de la libertad no es más que ignorancia de las causas que determinan la conducta, y en consecuencia cuando alguien dice «yo quiero» en realidad no quiere él, sino que hay algo, que él ignora, que lo hace querer. Este argumento es falaz porque no puede ser que la conciencia de algo positivo, del querer libre, sea resultado de algo negativo como es la ignorancia; de ser así tendría que concluirse que una persona es más libre mientras más ignorante sea, cuando en realidad sucede exac‑tamente lo contrario: que es más libre quien conoce más, de modo que sabe mejor cuáles son los motivos de su actuar, a qué fines se encami‑na y cuáles son los medios más adecuados para alcanzarlos.

La experiencia de la libertad ha sido y es también una experiencia colectiva, pues los diferentes pueblos, partiendo de esa intuición origi‑naria de la libertad, han reconocido siempre la existencia de preceptos, mandatos o reglas éticas y jurídicas que las personas deben voluntaria‑mente respetar y cumplir. Si la libertad no fuera algo real, sería inex‑plicable la existencia permanente de esta convicción colectiva.

3. NOCIÓN DE LIBERTAD

Como noción elemental de la libertad puede afirmarse que es la propiedad de la persona que le permite hacer lo que quiere.

Al decir que es una propiedad, se afirma que se trata de una cuali‑dad o modo de ser esencial, es decir que deriva necesariamente de su propia naturaleza. Así como las alas son una propiedad de las aves, o el calor una propiedad del fuego, así la libertad es una propiedad del ser humano: la tiene por el hecho de ser humano y la tienen necesaria‑mente todos los seres humanos.

Al decir que la libertad es una propiedad o modo de ser de la persona se afirma implícitamente que la libertad no es algo que exista en sí mis‑mo, sino que es simplemente un ser accidental que existe en, y sólo en, las personas 6. Únicamente de ellas se puede decir verdaderamente que

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6 Ciertamente que la inteligencia humana forma un concepto, una noción general y abstracta acerca de la libertad, pero tal concepto simplemente anuncia lo que la libertad es en las personas y no constituye la libertad.

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son libres. Cuando se predica la libertad de una organización social, por ejemplo, un «mercado libre» o un sistema político libre, o una «prensa libre» lo que finalmente se afirma es que se trata de una organización que permite que las personas que la componen actúen con libertad; por eso, resulta absurdo decir que una organización es libre, por tener deter‑minadas características favorables a la libertad, por ejemplo, la de poder elegir a sus dirigentes por votación universal y secreta, si las personas que la integren no pueden actuar con libertad, como de hecho sucede muchas veces en organizaciones sociales que guardan apariencias de libertad, sin que ella sea una realidad en las personas.

Cuando una persona hace lo que quiere se puede decir que actúa libremente. Para querer hacer algo es preciso quererlo como medio para alcanzar un fin. La persona cuando obra lo hace siempre en atención a un fin, incluso cuando juega, que es en sí mismo un hacer desinteresado, tiende al fin del descanso o del entretenimiento De modo que la libertad como posibilidad de hacer lo que uno quiere implica la dirección hacia un fin. De ahí que la libertad pueda definirse, en sentido positivo, como la propiedad que tiene la persona de autodeterminarse, es decir, de di‑rigirse o de actuar hacia los fines que ella misma elige y quiere, y por medio de las acciones que también ella misma elige y quiere.

La persona actúa sin libertad cuando no puede hacer lo que quiere por sus propias deficiencias (frustración), o cuando un poder externo le impide hacer lo que quiere (represión) o le fuerza a hacer lo que no quie‑re (coacción). Por eso, en sentido negativo, puede decirse que la libertad consiste en la ausencia de frustración, represión y coacción, es decir de cualquier obstáculo que impida a la persona hacer lo que quiere.

En sentido positivo la libertad puede llamarse autodeterminación; en sentido negativo, liberación 7. La esencia de la libertad radica en la

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7 La distinción entre la libertad, como autodeterminación y la liberación, como ausencia de coac-ción, también se ha expresado calificando la primera libertad positiva o libertad «para» y la se-gunda libertad negativa o libertad «de»; así, entre otros, Erik, Fromm, El miedo a la libertad, Paidós... A veces también se habla simplemente de «libertad de coacción externa» para designar esta última, por ejemplo. García López, J., s. v. «Libertad I» en Gran Enciclopedia Rialp, t. XIV, Madrid, 1989.

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autodeterminación, en hacer lo que uno quiere, en tanto que la libe‑ración, el no tener obstáculos para hacer lo que uno quiere, es sólo la condición que permite la autodeterminación.

La libertad, como propiedad de la naturaleza racional, depende de las facultades espirituales del hombre, de la inteligencia y la voluntad. Sin el concurso de ambas, como se expondrá más adelante, no habría libertad ni acciones libres. Sin embargo, se asienta principalmente en la voluntad, y por eso se suele decir con más precisión que la libertad es una propiedad de la voluntad o incluso que es la voluntad misma en cuanto ama y elige 8.

Entendida la libertad como autodeterminación, como la propiedad

que tiene la persona de hacer lo que quiere, se advierte que se ejerce en dos ámbitos estrechamente ligados entre sí: primero en el querer y lue‑go en el hacer o, mejor dicho, en el obrar lo querido. Por eso pueden distinguirse dos ámbitos de la libertad personal: la libertad de querer y la libertad de obrar o actuar. Son dos ámbitos necesarios de la libertad, de suerte que no hay libertad plena si el querer no es libre, aunque haya actos aparentemente libres; ni hay libertad plena cuando el querer es libre pero no se pueden hacer los actos queridos. La libertad de querer es anterior al acto, y en cierto modo causa del mismo (quiero, luego actúo). Como es más visible el acto que la intención, a veces se tiende a pensar que lo realmente importante es que el acto se produzca, y por lo tanto que la libertad que realmente importa es la libertad de prac‑ticar lo querido. Pero desde el punto de vista del origen o producción del acto mismo, lo primero es el querer, no sólo en sentido cronológico (primero quiero y luego actúo) sino además en sentido causal, pues el acto es efecto del querer y participa de sus características.

Con el objeto de profundizar en esta noción de libertad, en adelante se examinarán separadamente estos dos aspectos de la libertad.

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8 Así, Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 83, art. 4. S. S. León XIII en la encíclica Libertas praestantissimum § 5, dice que «la libertad es propia de la voluntad, o más exactamente, es la voluntad misma, en cuanto que ésta, al obrar, posee la facultad de elegir».

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4. LA LIBERTAD DE QUERER

Consiste en la posibilidad que tiene toda persona de adherirse a los fines (bienes) a los que encamina su vida, de elegir las acciones por medio de las cuales pretende alcanzarlos, y de decidirse a ponerlas en práctica. Supone, por lo tanto, la realización de tres actos diferentes e internos: el querer o amar (velle) los fines, el elegir (elligere) las accio‑nes (medios) adecuadas para conseguirlos 9, y el decidir u ordenar su puesta en práctica; por ejemplo, quien quiere fundar una familia (fin), elige (medio) amar una mujer y luego (decisión) se casa con ella; o quien quiere desarrollarse intelectualmente (fin), elige estudiar una ca‑rrera (medio) y se inscribe en alguna universidad (decisión). Como la decisión es el principio inmediato de la acción, es mejor considerarla al examinar la libertad de acción. Se puede así afirmar que la libertad de querer consiste en la libertad de querer los fines y elegir los medios.

En todo caso, la libertad de querer requiere del concurso de la inteli‑gencia para deliberar acerca de los pros y contras de los bienes sobre los que se quiere elegir y para luego juzgar cuál es el más conveniente en las circunstancias concretas. Al hacer esa deliberación y juicio, ciertamente que influirán las circunstancias externas, las influencias provenientes de la educación, la formación del carácter o el ambiente cultural y social, la propia situación de la persona e incluso impulsos que no le son plena‑mente conscientes, y al hacer el juicio, como en todo juicio humano se podrá fallar o acertar Pero la deliberación y el juicio no constituyen el querer ni el elegir; estos actos se dan propiamente cuando la voluntad se adhiere libremente a aquello que la razón juzgó como lo mejor posible.

En ambos actos, la libertad implica no sólo la posibilidad de querer o elegir entre dos o más posibilidades (la llamada libertad de especi‑ficación), sino además la posibilidad de querer o no querer, de elegir o no elegir (libertad de contradicción) 10. Teniendo en cuenta que la

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9 La distinción la hace Santo Tomás, Summa Theologiae I, q. 83, a. 4, quien además afirma que esta distinción entre querer el fin y elegir los medios es semejante a la distinción entre entender y razonar.

10 Ver Llano Cifuentes, Carlos, Las formas actuales de la libertad, México, 1983, p. 81, quien pre-fiere llamarlas respectivamente, «libertad de ejercicio» y «libertad de objeto».

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libertad implica la posibilidad de no querer o no elegir, se aclara que existe libertad aun en los casos en que no haya más que una opción, pues aún así, la voluntad no está forzada a adherirse a ella y puede libremente no quererla 11; lo único que ocurre en esos casos es que el juicio se hace más fácil. La libertad de querer, por lo tanto, consiste primordialmente en la posibilidad que tiene la voluntad de querer o elegir y sólo secundariamente en la existencia de alternativas 12.

4.1. La Libertad de Querer los Fines

Es el ámbito más importante de la libertad, pues es ahí donde la persona determina la dirección de su conducta o, en otras palabras, el sentido de su vida. La diferencia principal entre el acto de adhesión a un fin, que suele llamarse intención, y el de adhesión a un medio, o elección, es que el fin se quiere por sí mismo y el medio en cuanto es útil para alcanzar un fin, y por consecuencia, el querer los fines o intenciones es algo más permanente que las elecciones de medios.

En relación con los tipos de fines que una persona puede querer, cabe hacer una distinción entre el fin último y los fines intermedios. Lógicamente, el único fin que tiene razón de ser como tal es el fin últi‑mo o fin final, respecto del cual todos los demás son medios. Cualquier fin que no se considere el último es, en realidad, un medio en relación con éste. La decisión, por ejemplo, de fundar una familia o de procurar el bien de la nación, que puede considerarse como adhesión a un fin (el amor al cónyuge y a los hijos o el amor a la nación o solidaridad), que orientará en ese sentido muchas decisiones y acciones, puede también considerarse como un medio para alcanzar el último fin.

La libertad de querer implica querer los fines intermedios, pero no incluye la posibilidad de no querer el último fin, pues la persona está

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11 Por esta libertad de no querer o no actuar, la persona es responsable sólo de sus actos y también de sus omisiones, es decir, de lo que no hace, lo cual sería absurdo si no tuviera la libertad de no querer y no actuar. Santo Tomás afirma «del mismo modo que actuar y querer son voluntarios, lo son el no actuar y el no querer», Summa Theologiae I-II, q. 6, a. 3.

12 Al respecto, Rafael Alvira dice que la libertad de elección «no radica tanto en poder elegir esto o aquello, cuanto, simplemente, en poder elegir» (Alvira, Rafael, Qué es la libertad, México, 1993, p. 72).

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inclinada por su naturaleza a su propia perfección y felicidad. La per‑fección (punto de vista objetivo) o felicidad (punto de vista subjetivo) es el último fin al que naturalmente tienden todos los hombres; ésta es una verdad evidente, que es el fundamento de la ética. Si no existiera esa tendencia natural al último fin, no habría posibilidad de tender a ningún otro fin intermedio, pues no se presentaría como algo apeteci‑ble en relación con un fin posterior 13.

Si bien la persona no tiene libertad para no querer su último fin, sí la tiene, en cambio, para elegir aquello en lo que cifra su perfec‑ción o felicidad 14, por lo que puede ser que alguien lo haga constar en las riquezas, otro en el poder, en la gloria, en 1a salud, o en una combinación de varios bienes, otro más en las virtudes (como el amor o la justicia) o en algún otro bien del espíritu, o hacerlo cons‑tar en Dios, quien es el único que puede objetivamente satisfacer las más profundas aspiraciones humanas. Al elegir algún bien como último fin, la persona naturalmente lo quiere, por tener razón de fin último, pero además lo quiere voluntariamente, por haberlo elegido libremente.

Se puede en conclusión decir que la persona no tiene libertad para no querer el último fin (no tiene libertad de contradicción), pues naturalmente lo quiere, pero sí la tiene para elegir lo que que‑rrá como último fin (sí tiene libertad de especificación) y para asu‑mir voluntariamente la inclinación a quererlo.

Es evidente que la elección que haga la persona respecto de su último fin es el ejercicio más importante de la libertad de querer, pues de tal elección dependerán el sentido general de su vida, así como las demás elecciones de fines y acciones que haga a lo largo de su vida. Si bien la persona tiene libertad para elegir como fin último uno u

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13 Ver Santo Tomás, Summa Theologiae I-II, q. 1, 4, quien también afirma (ib. 5) que el fin último tiene carácter de primer principio.

14 Ver Santo Tomás, Summa Theologiae I-II, q. 1, 7: «... todos coinciden en desear el fin último, porque todos desean alcanzar su propia perfección, y esto es lo esencial del fin último... Pero en cuanto a aquello en lo que se encuentra el fin último no coinciden todos los hombres, pues unos desean las riquezas como bien perfecto, otros los placeres. y otros cualquier otra cosa».

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otro bien, las consecuencias que se siguen de dicha elección no son las mismas, sino que dependen del bien que haya elegido.

Dicha elección constituye como el eje o la razón de ser de la vida de la persona: si ha elegido como fin último el poder, vivirá (es decir, formará intenciones, tomará decisiones y ejecutará acciones) de modo muy diferente a si hubiera elegido la justicia; si ha elegido el amor humano, vivirá de modo diferente a si hubiera elegido el amor divino, y así será en todo caso la vida según sea el bien final apetecido.

Los fines intermedios que una persona elige están relacionados (como efectos respecto de su causa) con su elección respecto del fin último. Sin pretender determinar cuáles pueden ser esos fines, y acep‑tando que puede haber fines a los que por naturaleza tiende la persona, como vivir, ser, o amar 15, se pueden por el momento señalar que los principales pueden definirse en atención a lo que la persona quiere ser, a lo que quiere hacer y a lo que quiere tener 16. Algunas elecciones de fines intermedios revisten un carácter más permanente que otras, se‑gún sea la importancia del fin buscado; hay algunas que comprometen toda la vida, como la de vivir honestamente, buscar la justicia, unirse en matrimonio para fundar una familia o la de asumir una vocación religiosa o de servicio al prójimo; otras siendo permanentes no son necesariamente vitalicias, como la elección de una profesión u oficio o de un país de residencia.

Tanto en la elección del contenido del fin último, como en la elec‑ción de los fines intermedios, la persona requiere deliberar, pues la libertad de la elección no garantiza que se haga la elección correcta. Toda elección implica un juicio previo acerca de lo que constituye el bien de la persona y tal juicio, como todos los juicios humanos puede

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15 Santo Tomás considera que el hombre naturalmente quiere no sólo el objeto de la voluntad (el bien) sino también lo que conviene a otras potencias, Summa Theologiae I-II, q. 10, art. 1.

16 Carlos Llano señala esas tres direcciones (Las formas actuales de la libertad, p. 43 y ss.) y habla de decisiones definitivas u «opciones radicales» para la libertad de tener (codicia de bienes o señorío sobre ellos), para la libertad operativa o de hacer (hacer para tener, o tener para hacer) y para la libertad óntica (ser para tener o ser para ser mejor o perfeccionarse).

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ser falso o verdadero. Libremente la persona puede elegir como fin último, o como fines intermedios, algo que no la lleve realmente a su plena perfección, es decir a su felicidad, o algo que por el contrario sí la conduzca a su realización. Bajo este aspecto, la libertad se mani‑fiesta claramente como un riesgo, un riesgo relativo, pues la persona humana, aunque falible, no sólo es capaz de conocer la naturaleza de las cosas, como lo demuestra el progreso de la ciencia y la tecnología, sino también de conocerse a sí misma (auto‑conocerse) y conocer la naturaleza humana, y de ese conocimiento deducir con certeza qué es lo que constituye su bien en términos generales.

El querer los fines es algo más permanente que la elección de los medios, pues aquél dura en tanto no se alcance el fin elegido. Hay fines a los que se tiende durante varios años y otros a los que se tiende durante toda la vida. Por esta permanencia, el querer un fin forma en la persona una intención, es decir una tendencia o inclinación estable a ese fin. Gracias a la estabilidad de las intenciones, no hace falta que en cada de‑liberación se hagan o renueven, pues basta con haberlas hecho una vez para que permanezcan, al menos virtualmente, mientras no se alcance el fin elegido. La querencia de un fin o intención, por otra parte, determina el contenido de muchas elecciones concretas; por ejemplo, quien elige formar una familia, tomará muchas decisiones específicas como conse‑cuencia de esa intención a lo largo de toda su vida.

Si bien las intenciones dirigen la libertad hacia los fines queridos, no hay por qué ver en ellas una limitación de la libertad, pues ellas mismas son resultado de la libertad de querer ciertos fines y se man‑tienen en tanto se sigan queriendo libremente esos fines; además, las intenciones pueden ser revocadas por una elección posterior, sea que se decida dejar de perseguir un fin que se había querido, sea que se decida perseguir otro contradictorio con el primero. La determinación por un fin no es por lo tanto una reducción de la libertad de querer, sino su natural ejercicio.

En muchos casos, la formación de intenciones implica la vinculación de la persona con otras personas o con alguna comunidad. Esto sucede paradigmáticamente en el matrimonio, donde la intención de formar una

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familia vincula a los cónyuges entre sí y consecuentemente con los hijos. Pero algo semejante ocurre con quien forma la intención de procurar el bien de una comunidad a la que pertenece naturalmente (como la nación) o voluntariamente (como una empresa o partido político): la persona que‑da libremente vinculada a procurar el bien de dicho grupo, lo que significa que su libertad de elección estará dirigida a procurar lo que conviene a la comunidad a la que pertenece. Este tipo de vinculaciones, que pueden estar reforzadas por el orden social y jurídico, tampoco son en sí mismas contrarias a la libertad de querer, sino más bien resultado de su ejercicio. Quien procura el bien de su familia, de su nación, de su grupo de trabajo, de las asociaciones a las que pertenece, no es menos libre que quien se desentiende de otro bien que no sea el propio: la sola diferencia es que el primero está abierto a los demás, y el segundo encerrado en sí. Bajo este punto de vista, se advierte que en principio no hay contradicción entre libertad y vinculación social.

La ausencia de adhesión (o amor) permanente a fines libremente queridos a veces se exalta como si fuera el grado más perfecto de libertad. Se dice que la independencia de la persona sin compromisos es lo que asegura el ejercicio de su libertad. En esta visión se pasa por alto que toda decisión tiende lógicamente a un fin, por lo que la llamada «independencia» no es más que ausencia de fines libremente queridos, lo cual hace, no que las decisiones carezcan de un fin, sino que la persona tienda simplemente y según sean las circunstancias a aquello que le resulte más fácil, más cómodo o más placentero. Tal supuesta independencia no es más que la posición que tiene la persona que se ha propuesto como fin último de su vida —las más de las veces sin deliberar— su solo bienestar inmediato; más que independiente, es una persona sin rumbo fijo, voluble, cambiante según las circunstan‑cias y los agentes externos 17.

La constancia o permanencia en las intenciones es también un ejercicio de la libertad: la persona casada, por ejemplo, que se mantiene fiel

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17 Carlos Llano (Las formas actuales de la libertad, p. 30) considera que el miedo a vincularse con fines libremente queridos o miedo a comprometerse es uno de los signos actuales de huida hacia la servidumbre.

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a la intención matrimonial de procurar el bien del cónyuge durante toda su vida, lo hace no porque esté atado o forzado a actuar así, sino porque libremente sigue queriendo el mismo fin (la misma persona); o quien ha decidido vivir honestamente podrá libremente rechazar las ofertas de corrupción como consecuencia de su fideli‑dad a esa intención. Esta constancia no requiere que las intenciones se renueven cotidianamente, aunque a veces sea conveniente ha‑cerlo para reanimarlas, pero sí que se tomen decisiones congruen‑tes con los fines queridos; en cambio, si se toman repetidamente decisiones contradictorias con esos fines o simplemente no se to‑man decisiones adecuadas para conseguirlos, la tendencia al fin o intención termina por desvanecerse.

4.2. La Libertad de Elegir Acciones (Medios)

La libertad de querer los fines o formar intenciones requiere la libertad para elegir las acciones 18 que sirvan para alcanzar los fines. Querer los fines sin la posibilidad de elegir los medios sería un ab‑surdo. La elección de las acciones viene a ser como una conclusión derivada de los fines queridos, de conformidad con el principio de que quien quiere el fin (elección directa) quiere los medios o accio‑nes (elección indirecta) que conducen a él.

La deliberación que se requiere para hacer una elección suele ser más compleja que la relativa al querer los fines, por el sólo hecho de que los medios que pueden servir para procurar un fin suelen ser múltiples y variados; por ejemplo, los medios que puede poner en práctica un padre de familia para sostener y hacer crecer su fami‑lia, pueden ser acciones tan variadas como ahorrar dinero, inscribir a los hijos en una escuela, comprar una casa, cambiar de trabajo, contratar un seguro médico, por mencionar sólo unos cuantos. Hay por eso, en este ámbito de la libertad, un riesgo más amplio de error, que en el de la elección de fines, aunque ésta es más importante.

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18 La elección es siempre de acciones, pues cuando aparentemente se eligen cosas, lo que se elige es usar o poseer tales cosas.

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La libertad de elegir acciones, como supone deliberación y jui‑cio, no se confunde con la mera espontaneidad, el actuar irreflexivo o no deliberado. Quien realmente quiere un fin, cuida elegir los medios adecuados, y sólo cuando ya tiene cierta experiencia en la elección de los medios, actúa espontáneamente con la seguri‑dad (siempre relativa) de que su elección es correcta. Así como el médico que ha tratado a varios pacientes de la misma enfermedad sabe qué tratamiento darles, de modo que sin mayor deliberación en cuanto ve los síntomas prescribe el tratamiento, así la persona que ha sido fiel en la procuración de un fin, como el de fundar una fa‑milia, espontáneamente elige, sin mayor deliberación, las acciones que tienden a ese fin.

Las elecciones —a diferencia de las intenciones que son perma‑nentes— son transitorias. Duran en tanto no se ejecute la acción que contemplan o no sean revocadas por otra elección posterior. Esta tran‑sitoriedad de las elecciones da la apariencia de que la persona tiene un mayor rango de libertad en este ámbito que en el de la elección de fi‑nes 19. Lo que sucede es que en el ámbito de las elecciones suele haber más opciones, de modo que se pueden elegir sucesivamente diversas acciones, de distinta naturaleza, para procurar el mismo fin.

Si la libertad de querer consiste en la adhesión de la voluntad a un fin o medio, existe libertad cuando ella se adhiere permanentemente a un fin (intención) o cuando se adhiere temporalmente a un medio (elección), pero hay mayor profundidad en la libertad, mayor autode‑terminación, en el querer estable de los fines que en el elegir transito‑rio de los medios.

La elección no se limita a aprobar la opción elegida sino que ade‑más da lugar a la decisión de practicar la acción correspondiente. La decisión es un acto distinto de la elección, pero también de la ejecu‑ción de la acción, como lo demuestra el que puede haber elección, pero faltar la decisión, o haber decisión y faltar la ejecución. La

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19 Ésta es, por ejemplo, la pretensión de que la libertad consiste únicamente en la elección de alter-nativas o freedom of choise.

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decisión es, por una parte, resultado o consecuencia de la elección y, por la otra, principio o causa de la acción; así es el acto que enlaza la libertad de querer con la libertad de actuar.

5. LA LIBERTAD DE ACTUAR

La libertad de querer concluye con la elección de un medio adecua‑do para alcanzar un fin querido. La elección es siempre de una acción, pues aun cuando se eligiera una cosa, como podría ser el dinero, lo que en realidad se elige es una acción relacionada con el dinero: ganar di‑nero, poseerlo o gastarlo, pues la cosa por sí misma no sirve de medio sino sólo en cuanto es de alguna manera empleada por la persona. La elección da lugar a un nuevo acto, que puede llamarse decisión 20, por el que la persona se ordena a sí misma ejecutar la acción que ha elegi‑do, y que a su vez da lugar a otro acto, en el cual culmina la libertad, que es la ejecución de la acción.

5.1. La Decisión

La decisión es un acto distinto de la elección, pero también de la ejecución de la acción. Por eso sucede que una persona elige hacer algo, pero no se decide a ponerlo en práctica, o que una vez decidida a ponerlo en práctica de hecho no lo ejecute. Estas incongruencias no ocurrirían si la elección, la decisión y la ejecución fueran un mismo acto.

La decisión es fundamentalmente un acto de la inteligencia 21 que orde‑na a la misma persona ejecutar una acción específica en tanto que resulta adecuada, aquí y ahora, con la elección y el fin querido. Es, por lo tanto, un juicio acerca de la conveniencia y oportunidad de practicar la acción ele‑gida. Es un juicio que la persona produce sin coacción externa ni determi‑nación interior, de modo que lo hace con libertad, y con la misma libertad puede reflexionar sobre el juicio ya hecho y modificarlo o ratificarlo 22.

LA LIBERTAD COMO LA PROPIEDAD PERSONAL DE HACER LO QUE UNO QUIERE

20 Santo Tomás lo llama imperare.21 Santo Tomás, Summa Theologiae q. 17, a. 1.22 Esta consideración de la libertad como resultado del juicio práctico es lo que se resalta cuando se

le llama «libre albedrío», que es como decir juicio libre. Ver García López, J. s. v. «Libertad I», en Gran Enciclopedia Rialp, t. XIV, Madrid, 1989, p. 321.

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Por este juicio que indica la acción a realizar, la persona queda como constreñida a practicarla, es decir experimenta el deber de hacerla. Por eso también se le llama juicio de conciencia. Quien, por ejemplo, quie‑re el bien de su familia y ha elegido ganar más dinero para subvenir a sus necesidades, puede experimentar el deber de cambiar de trabajo, o el deber de trabajar más tiempo o el deber de disminuir sus gastos personales; el sentido del deber no se forma con la mera elección de ganar más dinero sino hasta que se produce el juicio que determina específicamente la acción que ha de realizarse aquí y ahora.

El sentido del deber aparece así como una consecuencia de la liber‑tad y no como un término opuesto a ella. Quien libremente quiere fi‑nes y elige medios, libremente se ordena practicar determinada acción, que a partir de entonces experimenta como algo cuya ejecución es un deber. El constreñimiento que implica el sentido del deber resulta, no de alguna sanción, sino de la conveniencia y oportunidad de la acción decidida con lo que se ha elegido y querido, es decir, de que la acción decidida sea realmente un medio para alcanzar lo querido.

5.2. La Ejecución de la Acción

La decisión puede ser cumplida o no. Se cumple por medio de la ejecución de la acción decidida, lo cual supone un nuevo acto de la vo‑luntad que mueve las facultades necesarias para ejecutarla. Si alguien ha decidido emprender un viaje a pie, es necesario que la voluntad pon‑ga las piernas a caminar; si ha decidido estudiar, que ponga la inteli‑gencia a razonar, los ojos a leer, el oído a escuchar. La exigencia de un nuevo acto para ejecutar la acción, vuelve a manifestar la gran libertad del ser humano, que ni siquiera está forzado a seguir su propio juicio de conciencia y puede simplemente no cumplirlo o incluso rectificarlo haciendo un nuevo juicio que, nuevamente, podrá obedecer o no.

La ejecución de la acción tiene requerimientos adicionales a la propia orden de la voluntad. Requiere, en primer lugar, que la per‑sona tenga un efectivo dominio de sus facultades, de modo que pueda hacer funcionar las que sean necesarias para la acción. Toda persona, en condiciones normales, tiene un cierto dominio de sí,

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que es real, como lo atestigua la propia conciencia, pero no absolu‑to: no tiene dominio sobre sus funciones vegetativas, como respirar, digerir, crecer, que se producen con independencia de su voluntad, aunque puede ayudarlas o estorbarlas poniendo las condiciones adecuadas para ello, como quien logra una buena digestión con una alimentación adecuada. Tiene dominio directo sobre las funciones locomotrices, pero sobre sus funciones sensitivas cognitivas (ver, oír, etc.) y apetitivas (desear, gozar, temer, etc.), un dominio indi‑recto, es decir, de dirección, pues las sensaciones y pasiones se pro‑ducen con independencia de la voluntad, pero ésta puede ordenar que las sensaciones se produzcan respecto de ciertos objetos (por ejemplo, ordenando que se cierren los ojos para no ver) u orientar las pasiones, mediante hábitos, a ciertos bienes, por ejemplo, los hábitos alimenticios que regulan la pasión del hambre. Tiene tam‑bién dominio directo sobre los propios actos de la voluntad, pues puede ordenar a la voluntad que quiera lo que es bueno, y sobre los actos de la inteligencia, pues puede ordenar al entendimiento el aplicarse a conocer una cosa u otra, aunque también relativamente pues el conocimiento que efectivamente se logre depende de la ca‑pacidad o luz natural propia de esa inteligencia.

La ejecución de la acción requiere, además, en muchos casos, que la persona disponga de las cosas necesarias para llevarla a cabo. Si al‑guien, por ejemplo, quiere escribir, además de disponer sus facultades, necesita tener papel y lápiz. Otras veces requiere poder mover a otras personas para que le ayuden a hacer lo que quiere, por ejemplo, para que le publiquen lo que escribe.

La libertad se encuentra así con el poder en el momento de la eje‑cución del acto. Primero, con el poder de disposición sobre uno mis‑mo, a lo cual, como es un acto voluntario, suele llamarse «fuerza de voluntad»; la persona con fuerza de voluntad es la que lleva a cabo sus decisiones. Luego, con el poder sobre las cosas, o poder econó‑mico y, finalmente, con el poder sobre otras personas o poder social. Esto muestra una diferencia importante entre la libertad de querer, que depende exclusivamente de la persona, y la libertad de actuar o de acción que requiere del concurso del poder. Por esta dependencia

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de la libertad de actuar con el poder, la persona experimenta que ac‑ciones que quiere hacer no las ejecuta por carecer del poder personal, económico o social necesario.

Como la ejecución de la acción requiere de poder, la presión de un poder externo a la persona puede ser determinante para impedir que la acción se ejecute (por ejemplo, encerrando a alguien en un calabozo) o para provocar que la persona ejecute una acción que no quiere hacer. Así, amenazando de muerte a una persona, se puede conseguir que ella entregue una cantidad de dinero. La coacción provoca el movimiento externo, la entrega del dinero, pero no hace que la persona quiera regalar ese dinero a quien se lo entrega. La entrega del dinero sería, por lo tanto, una acción forzada, porque la persona no quiere regalar ese dinero. Pero la coacción sólo in‑fluye en la exterioridad de la acción, y por eso la misma acción en su aspecto externo, la entrega del dinero, puede considerarse como una acción libremente elegida y decidida con el fin de salvar la propia vida. Esto hace ver la importancia decisiva que tiene la libertad de querer, las intenciones y elecciones, en la configuración de la acción: la acción no es sólo el movimiento externo (el hacer), sino principalmente la intención, lo que se quiere hacer. Y hace ver también el papel limitado que tiene la coacción externa sobre la libertad, pues sólo puede impedir la acción o provocar la exteriori‑dad de una acción, pero no modifica directamente las intenciones, elecciones y decisiones de la persona.

Si finalmente se lleva a cabo la acción decidida, la libertad, que de por sí es un atributo de la persona, pasa a convertirse también en una cualidad de la acción así realizada: es una acción libre. La acción libre es aquella que la persona ejecuta como resultado de su propia elección y decisión, es decir, aquella que hace porque así lo quiere. La acción libre es el resultado concreto e inmediato de la libertad.

Como la libertad concluye en la ejecución de la acción libre, sue‑len distinguirse diversos tipos de libertades, según la naturaleza de las acciones a que da lugar.

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5.3. Diversos Tipos de Libertad, en Razón de la Acción Ejecutada

Considerando el tipo de acciones que pueden ser libremente decidi‑das y ejecutadas, se suelen distinguir muchos tipos de libertad o, si se prefiere quitar la denominación genérica, muchos tipos de libertades. Se habla así de libertad política, libertad civil, libertad de movimien‑tos, libertad de trabajo, libertad de educación, libertad de prensa, liber‑tad de pensamiento, libertad de iniciativa económica, libertad de cáte‑dra y se podría alargar la lista hablando de libertades específicas para cada una de las actividades humanas: de amar, de opinar, de hablar, de asociarse, de construir, de engendrar, de casarse, y hasta libertad de vivir y de morir. Se podría decir que hay una libertad para cada tipo de actividad humana y más aún: que hay una libertad para cada acción en particular, por ejemplo, la libertad de seguir leyendo o escribiendo esto. Pero debe recordarse que la libertad es una propiedad única, que se ejerce en dos ámbitos, el querer y el actuar, y que si se distingue es sólo a efectos de analizarla desde la perspectiva de una determinada clase de acciones.

Una primera clasificación de las acciones, y por consiguiente de la libertad, es la que distingue entre los actos internos, que realiza la persona en el ejercicio de sus facultades racionales y que no se mani‑fiestan necesariamente en el mundo exterior a la persona, tales como los actos propios de la voluntad (querer, amar, elegir, ordenar, perdo‑nar), los de la inteligencia (conocer, entender, razonar, juzgar) o los de la memoria intelectual (recordar) y, por otra parte, los actos externos que se manifiestan en el mundo exterior a la persona, y que consisten principalmente en la expresión de palabras, en movimientos corpo‑rales y gestos. De esta distinción parte la consecuente diferenciación entre la libertad interna, la de hacer actos internos (como la libertad de pensamiento o de conciencia), y la libertad externa, de hacer actos exteriores (como la libertad de expresión del pensamiento o de actuar conforme a la propia conciencia).

También pueden señalarse diversos tipos de libertad en relación con la finalidad de los actos externos que comprenden. Se habla así de libertad social, que es básicamente la de relacionarse con otras personas,

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libertad económica, de producir e intercambiar bienes y servicios, li‑bertad política, de participar en las decisiones y gestión de la cosa pública, y libertad cultural que se refiere a la producción, difusión y comunicación de los bienes culturales.

En todo caso, cualquiera que sea la clasificación que se adopte de las libertades, conviene recordar que lo que es variado y permite cla‑sificación son las acciones libres, en razón de sus fines, pero no pro‑piamente la libertad, que es siempre una y la misma propiedad de la persona.

6. EL FUNDAMENTO DE LA LIBERTAD

Conforme al análisis hecho, la libertad o poder hacer lo que uno quie‑re necesita de la inteligencia y de la voluntad. En cuanto a la libertad de querer, es preciso que la inteligencia discurra acerca del último fin y los fines intermedios y los proponga a la voluntad como buenos o amables, y luego que la voluntad se adhiera o quiera esos fines. En cuanto a la elección de los medios, se requiere que la inteligencia delibere acerca de las ventajas y desventajas que tienen las diversas opciones y juzgue cuál es la mejor, pero la elección se produce hasta que la voluntad se adhiere o quiere efectivamente una, que incluso puede ser una que la inteligencia no considere la mejor, pero que bajo cierto aspecto se presenta como buena. La misma concurrencia de ambas facultades se da en el ejercicio de la libertad de acción: primero, la inteligencia juzga acerca de la acción en concreto que la persona ha de practicar, y forma así el sentido del deber, y luego la voluntad ordena el funcionamiento de las potencias necesarias para ejecutar la acción prescrita por la razón, y también en este punto, la voluntad sigue sin estar forzada por el juicio de la razón, pues puede no cumplir el deber prescrito.

El fundamento de la libertad está, por lo tanto, en la naturaleza ra‑cional del ser humano, que se manifiesta principalmente en las faculta‑des racionales o espirituales: inteligencia o entendimiento y voluntad.

Por virtud de la inteligencia, el ser humano puede conocer todas las cosas y además conocerlas, no sólo como objetos particulares y concretos,

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sino en forma universal y abstracta, es decir, según su esencia. Por eso se puede afirmar que el ser humano posee todas las cosas en cuanto las conoce, y además que no sólo está en el mundo, sino que además, en cuanto conocido, el mundo está en él. Como conoce las cosas por su esencia, se percata que ninguna de ellas es necesaria, pues todas bien pueden ser o no ser, por lo que ninguna se le presenta como si fuera algo a lo que forzosamente tuviera que tender. La inteligencia, por consi‑guiente, fundamenta la libertad porque permite conocer la multiplicidad de los seres y la contingencia (o no necesidad) de cualquiera de ellos, con lo cual abre la posibilidad de querer, elegir y decidir.

Por virtud de la voluntad, el ser humano puede adherirse a uno de los seres que conoce por su inteligencia y proponérselo, en cuanto de algún modo le satisface o conviene más que los otros, como un bien o fin de su propia actividad. Esto es algo que todos hacemos y de lo cual también nos da testimonio la propia conciencia. La adhesión de la voluntad no es lo mismo que el juicio de la razón práctica que afirma que uno de los bienes es el mejor en ese momento, pues la voluntad puede no adherirse a él, puede no quererlo, no obstante que la razón lo presente como el mejor posible. Es difícil explicar por qué sucede esto, pero a todos es patente que así sucede. Además de adherirse al fin o bien, la voluntad puede elegir entre los diversos medios o acciones que puede poner en práctica para alcanzar el bien que quiere, y finalmente mover las facul‑tades necesarias para ejecutar la acción que haya decidido.

En estos actos de la voluntad es donde se manifiesta principalmente la libertad: uno puede querer o no querer un bien, y una vez querido éste, puede elegir o no elegir entre diversos medios que a él conducen, y una vez electos los medios y decidida la acción específica a realizar, puede cumplir o no la acción decidida. Por medio de estos actos, la persona se experimenta como dueña de sí: como alguien que es causa de su propia actividad y de la dirección de la misma, que obra cuando quiere, como quiere y para lo que quiere.

Por consiguiente, la libertad tiene su fundamento en la naturaleza ra‑cional del ser humano. Por el hecho de tener inteligencia (facultad de en‑tender el ser de las cosas) y voluntad (facultad de amar los seres en cuanto

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bienes), el hombre es libre. Si careciera de inteligencia, no podría conocer ni distinguir entre las alternativas; si careciera de voluntad, no podría que‑rer o no querer. Por lo tanto, la libertad no es algo que los seres humanos puedan tener o no tener, o algo que alguien les pueda dar o quitar, sino un modo de ser necesario que todos los seres humanos tienen por el solo hecho de ser humanos. Cuando en el lenguaje común se dice que una persona no tiene libertad, como se decía antiguamente de los esclavos, o se puede decir hoy de una persona que se encuentre, por ejemplo, en po‑breza extrema o encerrada en un calabozo, lo que en realidad se expresa es que no tiene el poder (físico, económico o social) necesario para ejecutar algunas o muchas de las acciones que quisiera poner en práctica, lo cual no le impide querer, elegir y decidir sobre sí misma libremente, si bien siempre con limitaciones. La libertad como propiedad fundada en la natu‑raleza racional humana se ha denominado también «libertad ontológica», «libertad fundamental» o «libertad constitutiva» 23.

Al tener la libertad su fundamento en la inteligencia y la voluntad humana, es decir, en las facultades espirituales, queda implícito que la libertad no depende de la materia. No es el resultado de fuerzas físico‑químicas que operen sobre o en el cuerpo humano, ni el producto deriva‑do de funciones fisiológicas, como lo han pretendido diversas doctrinas deterministas. Frente a la causalidad natural que explica los fenómenos de los seres irracionales, es preciso reconocer, como hiciera Kant, un ámbito del espíritu y sus manifestaciones («noúmenos») en que priva la libertad 24. El ser humano es un cuerpo informado (o conformado) por un principio de ser independiente de la materia, esto es, espiritual. Esto lo demuestra, por una parte, el mismo cuerpo humano, que tiene como característica principal su no especialización, es decir, el ser apto para una multitud indefinida de operaciones y no para unas cuantas predeterminadas, lo cual es un signo de la apertura a todo lo real que caracteriza al espíritu 25. Pero

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23 Así, Llano, Alejandro, El futuro de la libertad, Pamplona, 1985, p. 58 y ss.; Alvira, Tomás, ¿Qué es la libertad?, México, 1993, p. 34 y ss.; Yépez Stork, Ricardo, Fundamentos de antropología, Pamplona, 1998, p. 122 y ss.

24 Kant, Crítica de la razón pura, tercera antinomia. Crítica de la razón práctica, prefacio, cit. por García López, J., «Libertad I Filosofía», en Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1989, s. v. Libertad.

25 Ver Yépez Stork, R. y Aranguren Echevarría, J., Fundamentos de antropología. 3a. ed., Pamplo-na, 1998, p. 26.

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sobre todo se manifiesta en las mismas acciones de la inteligencia y la voluntad, en el entender y en el querer, que son actos que todos realizamos y experimentamos, y que tienen como objeto todo lo real: todo cuanto es, ha sido o puede ser, es susceptible de ser entendido por la inteligencia y querido por la voluntad, y de este modo abarcado o poseído por la persona humana; por eso se dice que el hombre no sólo está en el mundo, sino que en cierto modo el mundo (todo lo real) está en el hombre; esto no sería posible si el entendimiento y la voluntad fueran facultades determinadas exclusivamente por la materia, pues entonces sus actos estarían limitados por la materia misma a un sector de lo real, como los sentidos que tienen objetos limitados (luz, sonido, olor, etcétera).

La libertad humana tampoco depende enteramente de las causas so‑ciales, como el orden jurídico, las circunstancias económicas, la cultu‑ra, etcétera. Todas las circunstancias sociales son condicionamientos de la libertad, en el sentido de que limitan o amplían su ejercicio, pero no son su causa. El condicionamiento social de la libertad está relacionado principalmente con el poder (físico, social y económico) que la persona necesita para llevar a cabo las acciones que quiere; las circunstancias so‑ciales amplían o reducen dicho poder, y a veces de manera considerable, pero no anulan del todo la libertad, pues hay muchos actos internos de la voluntad, el entendimiento y la memoria, que la persona sin poder social o económico puede hacer con sólo quererlos y mover las facultades corres‑pondientes, como querer, amar, elegir, perdonar, rezar, entender, discurrir, rectificar, juzgar y muchos otros actos semejantes, que son los más impor‑tante para la vida personal, pues conforman el mundo interno o intimidad de la persona 26. Conforme al análisis que se ha hecho de la libertad, podría decirse que las causas sociales limitan el ejercicio de la libertad de acción externa, pero no la libertad de querer, ni la de ejecutar los actos internos.

La libertad finalmente depende de la naturaleza humana, y en con‑creto de la inteligencia y voluntad. La inteligencia es la facultad que

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26 A este respecto, es interesante la distinción que hace San Agustín (De libero arbitrio 1, 26) acerca de los bienes que se pueden perder en contra de la propia voluntad, como todas las cosas que poseemos, y los bienes que no se pueden perder en contra de la propia voluntad, sino sólo cam-biando la voluntad, como la voluntad de vivir honestamente, que es un gran bien, que nadie nos puede quitar, y que sólo se pierde cuando se muda la propia voluntad.

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permite conocer y juzgar las diversas alternativas, la voluntad la que posibilita adherirse a una de ellas. Como la libertad o poder hacer lo que uno quiere se ejerce cuando se quiere efectivamente algo o cuan‑do se ejecuta, moviéndose las facultades correspondientes, la acción querida, y el querer y ejecutar la acción son actos de la voluntad, la li‑bertad radica en la voluntad, pero depende del juicio de la inteligencia. Por eso, Santo Tomás dice, en acertada fórmula: «la raíz de la libertad es la voluntad como sujeto, pero, como causa, es la razón» 27.

Otro fundamento de la libertad es, en opinión de San Agustín, el mismo orden universal que postula que lo inferior se someta a lo supe‑rior, por lo que, reconociendo la existencia de dicho orden, es de nece‑sidad lógica que el ser humano sea libre, es decir, que su parte inferior (su sensibilidad) esté sometida a su parte superior (su racionalidad) 28, pues de otro modo no existiría el orden.

En cualquier caso, la libertad supone en el ser humano un compo‑nente espiritual, no sujeto a las leyes de la materia, gracias al cual se puede conocer y querer todo cuanto es.

7. ALCANCE Y LIMITACIONES DE LA LIBERTAD

Por estar fundada en la naturaleza racional, la libertad es una pro‑piedad que no puede ser totalmente anulada, ni por la persona misma, ni por agentes externos, por eso se puede decir que es una propiedad indefectible, que no puede faltar. Pero siendo una propiedad del ser humano, de un sujeto con capacidades limitadas y con carencias de diversos tipos, es también una propiedad limitada.

7.1. Indefectibilidad de la Libertad de Querer

La libertad no puede ser suprimida por agentes exteriores, ni está determinada por fuerzas internas de la persona, ni puede la persona renunciar a ella.

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27 Summa Theologiae I-II, q. 17, art. 1: radix libertatis es voluntas sicut subiectum: sed sicut causa, est ratio.

28 San Agustín, De libero arbitrio 1, 18 a 20.

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Por su propia naturaleza, la libertad de querer implica la indepen‑dencia respecto de cualquier agente externo, a lo cual también se llama ausencia de coacción externa. No hay nada que pueda forzar a una persona a querer lo que no quiere, puesto que el querer sólo puede proceder de la persona misma. El acto de querer es necesariamente libre. Esto es más claro en el acto más perfecto del querer que es el amor personal que sólo puede darse en libertad. La coacción externa, de cualquier tipo, nunca impide el acto de querer, aunque sí puede suprimir la libertad de actuar al impedir el ejercicio de las facultades necesarias para ejecutar una acción, como quien está atado de pies carece de libertad para caminar, pero tiene la libertad para querer o no querer caminar.

El miedo que resulta de la amenaza de un mal real y grave, tampoco anula la libertad de querer. Una persona amenazada de muerte puede ceder a la amenaza y entregar el dinero que le piden; la entrega del dinero es un acto libre, pues si bien no quiere dar ese dinero sí quiere salvar su vida y por eso lo entrega. La amenaza se constituye en un motivo para querer, pero no sustituye ni anula el querer 29.

La libertad de querer tampoco está determinada por la propia natu‑raleza humana a querer ciertos bienes. Desde Aristóteles, se reconoce que la voluntad, por su misma naturaleza, está inclinada al bien ra‑cional, es decir, a lo que el entendimiento le presenta como bueno. Y aquí es donde se puede hacer la objeción más seria a la existencia de la libertad de querer, pues si la voluntad está inclinada al bien racional, no puede dejar de querer éste y, por lo tanto, no es verdaderamente libre sino que está predeterminada por su propia naturaleza. El propio Aristóteles resolvió la objeción afirmando que la voluntad por su na‑turaleza (voluntas ut natura) sí está determinada al bien racional, pero que la voluntad en sus actos (voluntas ut ratio) no estaba determinada, pues al momento de elegir entre los diversos bienes que se le pre‑sentan como alternativas para actuar, éstos se le aparecen siempre

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29 Según Santo Tomás, el temor no hace que el acto sea involuntario, Summa Theologiae I-II, q. 6. art. 6.

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como bienes relativos, con ventajas y desventajas, de modo que aun‑que esté naturalmente inclinada a querer el bien en general, por lo que no quiere nada si no se le presenta de algún modo como bueno, no está determinada a elegir ningún bien en particular 30. Tampoco está deter‑minada la voluntad a ejecutar determinados actos, pues aun queriendo un fin la voluntad puede elegir uno entre varios actos que sirvan para alcanzarlo y aun cuando a la persona le parezca que sólo hay un acto ne‑cesario para alcanzar ese fin tiene libertad (libertad de contradicción) para no elegirlo ni ejecutarlo, ya que la razón humana puede aprehender como un bien el querer o el no querer, el obrar o el no obrar.

La libertad de querer no puede ser anulada por la persona misma. No está en el poder de una persona el dejar de ser libre, pues siempre tendrá que querer y elegir, y aun en el hipotético caso de que alguien quisiera no ser libre, y eligiera no hacer elección alguna, ese mismo querer sería un ejercicio y a la vez prueba de su libertad.

La obediencia a otra persona no implica la anulación de la libertad, porque la misma obediencia es libre; la persona que obedece la volun‑tad de otra lo hace libremente porque identifica su propio bien con la voluntad de quien manda. Entre los motivos de la obediencia puede in‑fluir, a veces grandemente, el temor al castigo, pero el temor mismo no fuerza la libertad, de modo que la persona puede resistir las exigencias de los poderes constituidos, legítimos o ilegítimos, como en tantos casos lo atestigua la historia, a pesar de la amenaza del castigo. Y aun en el caso en que una persona renunciara, si esto fuera posible, a no tener más intención que obedecer a otra, esta misma disposición ya es una intención u opción libremente formada que tendría que renovarse o revocarse libremente en cada momento de hacer efectiva la obedien‑cia. Esto hace ver que la obediencia misma no es una negación de la libertad, sino que es un ejercicio de la libertad; lo odioso que puede parecer la obediencia está o en la persona a quien se obedece, cuando

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30 Sobre esta distinción aristotélica recogida por Santo Tomás, puede verse: Alvira, Tomás, «El con-cepto tomista de voluntas ut natura y la libertad humana», en Persona y Derecho 11 (Pamplona, 1984), pp. 393-426.

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no es una potestad legítima, o en el contenido injusto de lo ordenado, pero no en la obediencia misma que es siempre libre.

7.2. Limitaciones de la Libertad

La persona, precisamente por su condición espiritual, así como puede conocer cualquier cosa que es, puede también amar y querer todo cuanto es; por eso, en principio, no tiene ninguna limitación de su libertad de querer y puede querer lo que quiera. Pero es evidente que no puede hacer todo lo que quiere, porque no tiene el poder suficiente para ello.

Las limitaciones de la libertad derivan, no del querer que es ili‑mitado, sino del poder que tiene la persona sobre sí, sobre las cosas y sobre otras personas. Por eso se dice que la libertad humana es una libertad «situada» 31, es decir que existe en una persona con poderes limitados y en unas circunstancias sociales determinadas y también determinantes.

Esta correlación que se da en el ejercicio de la libertad entre un querer en principio ilimitado y un poder siempre limitado es la que genera la tensión para ganar «más libertad» o para ser «más libre». Lo que en realidad se quiere adquirir es el poder necesario para hacer lo que uno quiere. Pero debe notarse que el poder que se requiere depende de la naturaleza de las cosas que uno quiere. Quien quie‑ra ser rico, necesitará mayor poder económico que quien quiera ser sabio, quien quiera ser gobernante requerirá un poder social que no hace falta a quien quiera ejercer una profesión. Esta proporción en‑tre el poder y el bien que se aspira hace ver que el crecimiento de la libertad no consiste en la acumulación de cualquier poder, sino en la disposición del poder necesario para hacer las acciones y alcanzar los fines que uno busca. En otras palabras, el crecimiento de la li‑bertad, de la posibilidad de hacer lo que uno quiere, depende de dos

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31 Yépez Stork, R. y Aranguren Echevarría, J., Fundamentos de antropología, 3a. ed. (Pamplona, 1998), p. 123.

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factores: de saber querer y de tener poder. Pero este asunto requiere más atención. 8. EL CRECIMIENTO DE LA LIBERTAD

La libertad como propiedad de la persona y especialmente de sus facultades racionales, crece o decrece naturalmente con el aumento o disminución de estas facultades. Crecer en libertad significa que la in‑teligencia, y especialmente su capacidad de juzgar los actos humanos (o conciencia), crezca para discernir con mayor seguridad y certeza lo que conviene querer, en otras palabras que crezca su saber querer. Asi‑mismo significa que la voluntad se deje atraer por los bienes mejores, de modo que elija lo mejor posible, y que tenga el poder personal y social suficiente para hacer lo que quiere. En este apartado, se trata de ver cómo puede lograrse el crecimiento de la libertad, toda vez que el desarrollo de la persona y de sus facultades depende no sólo de lo que ella hace sino también de lo que le sucede u ocurre sin ella quererlo.

8.1. Libertad, Necesidad y Acaso

Aceptando que toda persona tiene la libertad de querer y de hacer, con las limitaciones derivadas de su propio ser y de las circunstancias sociales, es necesario además convenir que no todo lo que afecta a las personas y a las comunidades es el resultado de sus acciones libres. Hay muchos eventos o sucesos que afectan a las personas sin que ellas los hayan querido, como, entre muchas otras, la enfermedad, el nacer en un medio social o en otro, sufrir un accidente, o ser socialmente perseguido. Por eso es necesario en la vida personal y comunitaria dis‑tinguir entre las acciones que las personas libremente quieren y obran, por una parte, y los sucesos que les ocurren sin ellas quererlos, por la otra. A las primeras corresponde el ámbito vital de la libertad, los otros incurren en el ámbito de la necesidad o fatalidad 32.

Los sucesos que les ocurren o les «pasan» a las personas quizá sean más numerosos que las acciones libres y tienen distintas causas. Algunos

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32 Sobre la distinción entre actos libres que ejecuta la persona y sucesos que le ocurren, véase Wo-jtyla, K., Persona y acción (Madrid, 1982), p. 74 y ss.

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son producto de causas naturales que operan en el propio cuerpo, como la nutrición, el crecimiento, la enfermedad o la misma muerte, y en ge‑neral todos los procesos vegetativos y sensitivos que ocurren en el cuer‑po. Otros son resultado de fuerzas naturales externas, algunas ordinarias como el clima, y otras extraordinarias como un terremoto o una inunda‑ción, que pueden afectar decisivamente la vida de una persona o de toda una comunidad. Otros más son causados por actos o decisiones de otras personas, como una acusación o un reconocimiento, o bien resultado de los condicionamientos que impone el orden social.

La historia o el devenir de una persona o de una comunidad está compuesta de acciones y sucesos, de libertad y necesidad. Cuando se afirma que cada quien es dueño de su propio destino, se dice una verdad a medias: se es dueño de lo libremente obrado, pero no de lo que simplemente sucede o acaece. Sin embargo, la persona, lo mismo que las comunidades, quedan afectadas por ambos tipos de eventos, queridos o no, previstos o imprevistos.

Lo que suele llamarse fortuna, suerte o acaso es precisamente esa combinación de actos queridos y libremente ejecutados con sucesos ocurridos, a veces previstos y muchas veces imprevistos. Cada per‑sona, lo mismo que cada comunidad, puede libremente querer deter‑minados bienes, ejecutar las acciones necesarias y convenientes para alcanzarlos, pero no está exclusivamente en su libertad el realmente alcanzarlos o no. El éxito o consecución de las aspiraciones depende también de los sucesos. Pueden los grandes esfuerzos verse frustrados por la incidencia de sucesos desfavorables, y los pequeños esfuerzos verse colmados por lo que suele llamarse «buena suerte». Esto es lo que hace que la vida humana tenga un componente de riesgo e incer‑tidumbre, que está presente en la vida de cada persona y cada comu‑nidad. Este factor de riesgo o suerte puede ser más o menos amplio, según que la libertad de querer y, sobre todo, la de hacer, sea más o menos grande, pero es ineludible. Ni siquiera la persona más poderosa que pueda imaginarse, podrá tener bajo su completo dominio el deve‑nir de su historia: ni podría dominar las evoluciones y movimientos del universo de los seres corpóreos, y mucho menos podría dominar la libertad de querer de las personas, pues nadie puede hacer que alguien

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internamente quiera lo que no quiere y por consiguiente tampoco es posible predeterminar su comportamiento.

8.2. La Libertad como Cinismo o como Ironía

Ante la presencia de la fatalidad y del acaso en la vida humana, cabe preguntarse qué importancia tiene la libertad en la construcción de la vida personal. ¿Es sólo un factor concurrente con muchos otros, de modo que las acciones libremente queridas y ejecutadas no son de‑cisivas para al resultado final o éxito de la vida personal? Si es así, la vida humana puede plantearse como una tragedia, como un esfuerzo de la libertad por imponerse a factores externos que son finalmente los que prevalecen a manera de un destino ineludible. En esta posición, la libertad conduciría a la persona al cinismo: a la burla de sí y de los demás como consecuencia del reconocimiento de la impotencia propia y ajena. ¿De qué sirve la libertad cuando se impone la fatalidad? ¿No sería mejor que la persona estuviera sujeta del todo a las leyes natura‑les que tener un principio de libertad que finalmente es impotente ante ellas? En conclusión, sería mejor simplemente dejarse llevar a donde las circunstancias lleven, y ejercer la libertad para acomodarse lo me‑jor posible o de la manera menos mala al curso de los acontecimientos incontrolables.

O, por el contrario, ¿es la libertad, o mejor dicho las acciones e in‑tenciones libres, el componente esencial y predominante del resultado final o éxito de la vida personal? Si fuera así, la vida humana puede plantearse como epopeya, como triunfo de la persona sobre las cir‑cunstancias externas, que la conduce a la ironía: al predominio de la interioridad sobre la exterioridad. Bajo esta perspectiva, se estimula el esfuerzo, la lucha, el trabajo, es decir, las acciones libremente queridas y ejecutadas, que son los medios con los que la persona se impone.

En toda vida humana, la libertad subsiste siempre como principio final (libertad de querer) y causa eficiente (libertad de actuar) de las acciones humanas. Esa misma libertad, como ya se dijo, siendo inde‑fectible e inalienable está limitada por las disposiciones interiores de la persona y por los condicionamientos externos. Pero la incidencia

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de sucesos no queridos que afectan profundamente la vida personal pone de manifiesto que la libertad personal no es la causa única del acontecer humano, sino que éste es resultado de la combinación de la libertad con otras causas naturales o sociales y con la libertad de otras personas.

No obstante, quedan a la libertad personal dos posibilidades muy importantes, gracias a las cuales puede asumir la dirección de la vida personal aunque no tenga el control de todos los sucesos que la afec‑tan. Una, ante la fatalidad de la naturaleza, es aprovechar la causalidad natural poniendo las condiciones adecuadas para que las causas natu‑rales operen en su favor. Esto es algo que siempre han hecho los seres humanos de cualquier nación y tiempo para adaptar el medio natural a sus necesidades, como construir ciudades, y para favorecer el propio desarrollo corporal, por ejemplo, con una alimentación adecuada. La libertad personal no queda avasallada por la causalidad natural, sino que ésta se convierte en un medio para potenciar aquélla. El conoci‑miento de la causalidad natural o ciencia es el medio más importante que tiene el ser humano, no para dominar la naturaleza, que tiene una causalidad propia y autónoma, sino para aprovecharla en beneficio propio y de la humanidad en general. En este aspecto, gracias al desa‑rrollo científico y tecnológico, la humanidad tiene hoy más posibili‑dades que en cualquier otra época para aprovecharse de la naturaleza, aun cuando no pueda dominarla en sentido estricto.

Ante el acaso, la libertad personal subsiste en la manera en que cada quien asume los sucesos que le ocurren, así como los resultados positivos o negativos que resultan de la combinación de sus actos con los sucesos. Cualquier acontecimiento externo no querido puede ser asumido libremente de muy diversas maneras y dar lugar a otras tantas re‑acciones, entre otras, satisfacción, engreimiento, gratitud, recono‑cimiento, o frustración, remordimiento, estímulo, reto, o esperanza. Cada persona asume libremente la actitud que le parece mejor, y re‑acciona en consecuencia. Lo mismo cabe decir respecto del conjunto de la vida, que se puede asumir de diversa manera y generar, en conse‑cuencia, una intención o actitud fundamental ante ella (la elección de un fin último), de la cual dependerán muchas elecciones e intenciones

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particulares. Esta posibilidad de asumir libremente los sucesos no que‑ridos y el conjunto de la vida es un signo claro de que la libertad no queda suprimida por el acaso.

La libertad, como componente de la vida humana, subsiste ante la fatalidad y ante el acaso. Pero que en la vida de cada persona preva‑lezcan las acciones e intenciones libres sobre, o sean superadas por los acontecimientos externos, es algo que no se puede afirmar en términos generales, sino que sucede concretamente en cada vida personal, y así para unos la libertad puede ser causa de cinismo y para otros de ironía. ¿De qué depende que sea de una u otra manera? La respuesta no puede ser ya la libertad misma que da lugar a ambas opciones, por lo que es necesario buscarla en otra parte.

8.3. Libertad y Verdad Moral

Todos tenemos la aspiración de hacer elecciones y decisiones co‑rrectas, que nos lleven a ejecutar acciones que realmente sean benéfi‑cas para nuestro desarrollo y felicidad personal; pero la sola libertad interior o exterior no garantiza que se obtenga el resultado esperado; es evidente que fácilmente nos equivocamos en la elección de los fines (en las intenciones) y de los medios (en las decisiones), y en conse‑cuencia practicamos acciones que en lugar de servir nos perjudican. Esta realidad plantea la cuestión de cómo discernir entre las diversas alternativas que libremente puedan elegirse aquella que resulta mejor para la persona. Es una cuestión crucial, de cuya solución depende el sentido de la libertad y su propia razón de ser: la libertad sin dirección es, de momento, perplejidad, y si perdura, angustia. Si no existen crite‑rios objetivos para discernir lo que es realmente mejor para la persona, la libertad no tendría mejor resultado que el cinismo.

La libertad interior requiere entonces ser guiada u orientada por criterios de juicio que permitan elegir los fines y los medios correctos, es decir, los que sean realmente adecuados al desarrollo (o realización) y felicidad de la persona. Tales criterios de juicio son los principios éticos, las reglas morales y las reglas jurídicas. Todos ellos son preceptos que enuncian conductas que perfeccionan la persona o la

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comunidad, y que deben practicarse, o conductas que las degradan y que deben evitarse. El conocimiento de estos principios y reglas ayuda a las personas, sin forzarlas, a elegir correctamente. De aquí que pueda afirmarse que es «más libre» quien tiene un mejor conocimiento de esos principios y, en consecuencia, hace elecciones correctas que la persona que no tiene criterios claros de juicio hace libremente eleccio‑nes incorrectas. Lo que crece con el conocimiento de los criterios de juicio no es la capacidad de elección, que es siempre la misma, sino la capacidad de hacer elecciones correctas, es decir, de saber querer.

Los criterios de juicio, principios éticos y reglas morales y jurídicas, que orientan la libertad, no son simples restricciones que reprimen, por razón de conveniencia social, una libertad que se entiende por sí mis‑ma ilimitada. El mero ejercicio de la libertad descarta necesariamente posibilidades de acción, pues en cuanto alguien elige un determinado fin general para su vida, como un estado de vida o una profesión, limi‑ta necesariamente sus posibilidades de acción: asimismo, cuando al‑guien decide practicar una acción necesariamente descarta otras. Cier‑tamente que una persona puede modificar sus elecciones y decisiones, e incluso modificarlas constantemente; pero sería absurdo pretender que el sentido de la libertad estuviera en la vacilación: de modo que se llamara libre a quien anda por muchos caminos, para luego desan‑darlos todos y no llegar a ninguna parte. El sentido, la razón de ser de la libertad, exige una dirección. La dirección natural de la libertad es la felicidad. Esto es evidente: todos los hombres quieren, y no pueden dejar de querer, su propia felicidad. Los criterios que orientan la liber‑tad son aquellos que permiten elegir y decidir los fines y acciones que conducen a la persona a su verdadera felicidad o plenitud; no son, por lo tanto, criterios que «restringen» una libertad ilimitada, sino criterios que guían o encauzan la libertad hacia su fin natural.

Cabría preguntarse si tales criterios de juicio realmente señalan los fines y conductas que convienen a la persona y la comunidad o son simplemente reglas o preceptos convencionales que se han impuesto por el uso o la costumbre en un medio social determinado. La pregun‑ta que está en el fondo de esa cuestión es la de si es posible conocer una verdad moral, es decir, una verdad acerca de lo que es el hombre,

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cuáles son sus fines naturales y los medios principales para su propio perfeccionamiento. Quizá se tengan pocas dudas acerca de la posibi‑lidad de la persona humana de conocer las cosas tal como son; tal po‑sibilidad es el postulado de todas las ciencias naturales, que pretenden conocer objetivamente las cosas por medio de su comportamiento o «fenómenos». Si se acepta que la razón humana puede conocer obje‑tivamente las cosas, precisar su naturaleza, propiedades y comporta‑miento, nada impide aceptar que puede conocer objetivamente lo que es el hombre mismo, sus propiedades y comportamiento si gracias a las ciencias naturales, se puede hablar de una verdad, o mejor dicho, de una objetividad biológica, química o física (objetividad que consis‑te en la adecuación de los juicios a la realidad), también puede hablar‑se de una verdad u objetividad moral resultado de los esfuerzos de las ciencias prudenciales humanas: la ética, el derecho y la política 33.

La objetividad o verdad moral comprende los conocimientos acer‑ca de lo que es el hombre como ser libre, capaz de autodeterminación, la definición de los fines a los que naturalmente tiende y de las accio‑nes conducentes a ellos. Lo primero, y el punto de partida de todas las ciencias prudenciales, es la noción de lo que es el ser humano, y a partir de esa noción se pueden precisar los fines y los medios. Los principios y reglas éticas y jurídicas son los juicios que indican esos fines y medios, y su veracidad u objetividad depende, por lo tanto, de sean congruentes con la realidad del ser humano. Por ejemplo, el principio de amar al prójimo como a uno mismo es un principio ver‑dadero u objetivo que depende de la realidad de que el ser humano es bien en sí mismo, es decir, que tiene una categoría o dignidad por encima de cualquier otra cosa corpórea y capaz de comunicarse con sus semejantes; o una regla jurídica específica, como la que sanciona el incumplimiento de un contrato, cuya validez u objetividad depende del hecho de que el ser humano es capaz de comprometer su voluntad y comportarse de conformidad con lo que libremente declara.

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33 Sobre el argumento de que la posibilidad del conocimiento objetivo de la realidad física sostiene la posibilidad del conocimiento de la realidad humana, ver el interesante artículo del filósofo del derecho americano Michael Moore «Moral Reality» en Wisconsin Review (1982), p. 1061 y ss., quien analiza críticamente los diversos argumentos que se dan para negar la objetividad de los principios y reglas éticas.

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La objetividad o verdad moral indica la dirección en que ha de ejer‑cerse la libertad: indica los fines que han de ser queridos, y señalada‑mente el orden en que han de quererse (por ejemplo, primero la justicia y luego el interés; primero la persona y luego las cosas), y las acciones que han de ser practicadas como medios para alcanzarlos y las que han de ser evitadas en tanto constituyen obstáculos para su consecución. Gracias a ella, la libertad adquiere su propio sentido, de modo que no es sólo capacidad de elegir sin obstáculos ni coacción cualquier fin o ac‑ción posible, sino la capacidad de construir la propia felicidad eligiendo los fines y practicando las acciones adecuadas. Se puede así distinguir entre la mera libertad como capacidad de autodeterminación o de hacer lo que uno quiere, de la libertad perfecta o cumplida, que es la de querer y hacer lo verdaderamente bueno. Esta libertad es la que da lugar a la su‑premacía de la interioridad humana sobre la exterioridad física y social, y por la que vale la pena dar la vida.

8.4. La Libertad como Ironía

La mera libertad personal, la capacidad de hacer lo que uno quiere, no conduce necesariamente a la felicidad. Puede ser que, por error, uno quiera lo que no es adecuado o justo para la propia felicidad, o que, por debilidad, no pueda practicar las acciones ni alcanzar los fines elegidos. La libertad sólo es cumplida, o sólo se vuelve ironía, cuando va acompañada de sus dos apoyos esencia‑les: el saber y el poder.

Primero es el saber, gracias al cual la persona puede elegir lo que es justo. Me refiero al saber acerca del hombre, que se recoge científicamente en las humanidades tradicionales, en la literatura, la historia, la filosofía, el derecho, la ética y la política, y que se conserva cotidianamente en la llamada sabiduría popular. Median‑te el saber humanístico, la persona perfecciona su propia libertad interior, en tanto que le permite elegir con menor riesgo de error los fines generales de su vida y tomar las decisiones correctas de las acciones que ha de realizar para alcanzarlos. La persona sabia es más libre que la persona ignorante, pues si bien ambas tienen la misma capacidad de elección y decisión, la primera lo puede hacer

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con menor riesgo de equivocarse. Los saberes humanistas tienen así una función liberadora: liberan al hombre del error sobre sí, en tanto que esto es humanamente posible.

Luego el poder, gracias al cual la persona puede decidir y poner en práctica sus decisiones. Primero ha de ejercerse un poder interno que es el que permite a la persona decidir sin estar excesivamente presionada por sus sentimientos y preferencias personales; es el poder que deriva del efectivo autogobierno de la persona y que se concreta en un orden de las intenciones y las acciones que permite el funciona‑miento jerarquizado y armónico de las diversas facultades humanas, tanto las espirituales, como las sensibles y corporales El autogobierno efectivo permite la serenidad o sosiego en el momento del análisis de las diversas alternativas de acción, así como hacer el esfuerzo necesa‑rio para poner en práctica lo decidido. Sin un efectivo autogobierno, las emociones orientan de forma casi determinante, e incluso a veces definitiva, las elecciones y decisiones, como sucede en personas que tienen alguna adicción o se dejan llevar fácilmente por emociones de miedo, ira o placer, o bien se carece de la fuerza necesaria para ejecu‑tar las decisiones y remontar los obstáculos que se presenten. Bajo este aspecto, se puede decir que es más libre el hombre templado, que el que se deja dominar por algún placer sensual, o el hombre fuerte, que el que se arredra ante las dificultades.

Y se requiere también de un poder externo, es decir, de contar con los medios necesarios (físicos, económicos, políticos o sociales) para llevar a cabo lo que libremente se quiere. Éste es el aspecto más con‑tingente y variable en el ejercicio de la libertad y que depende en buena parte del medio social donde uno viva y de la posición social que cada quien tenga. Hay muchas decisiones que no pueden ser practicadas por falta de medios: de dinero, de oportunidades, de relaciones sociales, de influencia política, de educación o de salud. Bajo este aspecto, cabe decir que es más libre el hombre poderoso y sano (económica, social o políticamente) que el social o físicamente débil.

La libertad perfecta requiere, por lo tanto, de sabiduría, autogobier‑no y poder social. Los tres factores son necesarios, pero el principal

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es la sabiduría o saber querer: saber lo que debe quererse para toda la vida y lo que ha de quererse en cada situación concreta, o sea saber querer lo justo; sin esta dirección no hay autogobierno ni necesidad de poder. El segundo en importancia es el autogobierno sin el cual la libertad es sólo una posibilidad y no una práctica cotidiana. El poder social es el menos importante, pues su falta no anula la libertad de que‑rer sino que sólo limita la libertad de actuar, además de que el poder social que cada persona necesita es variable, según sean sus elecciones y decisiones: unos requieren más dinero que otros, más poder político o más influencia social, o mejor salud y fortaleza física. Por esto puede concluirse que para que la libertad dé lugar a la ironía, al predominio de la interioridad sobre la exterioridad, se requiere primordialmente saber querer.

Como el saber, el autogobierno y el poder social que cada persona tiene son siempre limitados, nadie está exento del error, del predomi‑nio de la sensibilidad ni de la debilidad de cualquier tipo. Por consi‑guiente, nadie puede asegurar por sí el predominio de su interioridad sobre lo externo, ni el triunfo o ironía de su libertad. Esto sólo puede corresponder a quien esté libre del error, del desorden interno o de cualquier debilidad, es decir, a Dios. Él con sólo querer hace cuanto quiere, y quiere siempre lo mejor. La persona humana podrá ser plena‑mente libre sólo en la medida en que pueda participar de la sabiduría de Dios, de la justicia de Dios y de la omnipotencia de Dios, es decir en la medida en que quiera lo que Dios quiere y haga lo que Dios hace. De modo que el triunfo de la libertad humana, la perfecta ironía, con‑siste en la obediencia del hombre a Dios.

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NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

Francisco Carpintero Benítez

SUMARIO: 1. Justicia y teleología. 2. La utilitas en la elección de los principios. 3. La lex general y el ius concreto. 4. La «aequitas» superior a las normas. 5. Pluralidad defines: pluralidad de principios y normas. 6. La filosofía práctica y la filosofía teórica.

Nos ocuparemos del derecho jurisprudencial que dominó nuestra cultura durante varios siglos y que según la no enteramente fiable opinión de Arturus Duck recibió el nombre de «Jus Commune» por‑que los Reyes de España llamaron así a las leges romanas, al mismo tiempo que ordenaban que las leyes españolas se acomodaran a las romanas 1. Este derecho estaba dominado por la noción de similitudo o analogia, y sus juristas se referían a esta exigencia aludiendo a «illa aequitas quae in paribus casibus paria iura desiderat», hecho que Acur‑sio expresaba escribiendo: «bene dico statutum esse procedendum de similibus ad similia» 2, porque la lex sólo podía ser considerada como regula si los casos que ella preveía tenían la misma equidad y alcanza‑ban a todos los hombres 3. Los casos eran diversos, pero los hombres

• Índice General§ Índice ARS 25

1 «adeo Reges hispani, etsi se ab Imperio Romano liberos profiteantur, in legibus tamen suis ape-llant Leges Romanas, Jus Commune, ad quas leges suas accomodandas esse praecipiunt». De usu et Authoritate Juris Civilis Romanorum, per dominia principum Christianorum. Londini, 1678, L. I, cap. 2, § 6. En cambio, Thomas Erskine Holland entendía: «The term “ius commune” was employed by the canonist to describe the common law to the universal church, as opposed to the special law governing in provincial churchs». The Elements of Jurisprudence. 13a. ed., Oxford, 1924, p. 59, nota a pie.

2 Corpus Juris Civilis Justinianei, cum Commentariis Accursii, Scholiis Contii, et D. Gothofredi Lucubrationibus ad Accursium. Lugduni, 1628, L. I, cap. 3, «Et ideo», glosa «f».

3 «Sed secundum hoc omnis lex est regula: quia loquitur in pluribus casibus, in quibus est eadem aequitas et de universis hominibus». Corpus Juris Civilis..., cit., L. I, tit. 3, «Jura», glosa «a».

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NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

eran siempre los mismos. En realidad, los casos o las rationes de los casos no tenían fin, como expresaba Nicolás Vigelius, de modo que si las rationes de la justicia eran situadas en las personas, entonces eran realmente infinitas 4, porque les resultaba evidente: «Si in personis ponitur, quot homines, tot causae». La solución estaba en resumir las causas en géneros amplios, de forma que éstos fueran pocos, y en es‑tudiar estas familias de causas de forma diligente y sobria 5.

Dominó la idea de una heterogenia de los principios últimos fundamen‑tadores de la solución justa, y Johannes Althusius explicaba, algo tardía‑mente: «Constitutio juris est, qua illud ex negotii natura et qualitate, secun‑dum recta rationem, exigente utilitate et necessitate humana, concipitur et formatur» 6. Una declaración muy resumida que el mismo Althusius expli‑caba más ampliamente cuando escribía que el derecho surge tanto desde la notitia divina como desde la inclinación natural 7. Johann Eisenhart am‑pliaba esta fórmula al explicar que los criterios para llamar «bueno» a algo en el derecho podían ser reducidos a tres grupos: «(I) sive honestate sive utilis, sive iucunde; (II) sive aequalis, sive inaequalis; (III) sive simile for‑mis, sive dissimile formis amicitiae species» 8. Estos criterios o principios morales, que según el mismo Eisenhart forman una «ingente multitud» 9, se encuentran en las normas del derecho positivo que, desde este punto de vista, operan a modo de receptáculos de la moralidad 10, porque las normas

4 «sed ex genere quaestiones pendere causas. Sed hoc nihil ad me. Illud ad me, el multo etiam magis ad vos, Cotta noster et Sulpiti: quomodo non se istorum artes habent, pertimescenda et multitudo causarum, est enim infinita. Si in personis ponitur, quot homines, tot causae». Ratio iuris discendi compendiosissima simul et respondendi de Jure omnium certissima. Francofurti ad Moenum, 1598, cap. V, p. 41.

5 Él prefiere «si ad generum universas quaestiones referuntur, ita modicae et paucae sunt, ut omnes eas diligentes, et memores, et sobrii oratores percussa animo, et propre decantatas habere de-beant». Ibídem.

6 Dicaeologia libri tres. Totum et universum ius, quo utimur, methodice complectens. Frankfurt am Main, 1649. L. I, cap. 13, § 4.

7 Establecía dos fuentes de las normas y principios del derecho natural: «Unde in hominis iuris huius est, tum notitiae (§ 111: a Deo) tum inclinatio naturalis: Rom., cap. 2, 15-16, cap. 7, 22-23, 15-16, 17-18». Dicaeologia..., L. I, cap. 13, § 11.

8 De usu principiorum moralis philosophiae in jure civile condendo et interpretando. Helmstadii, 1726, cap. II, § 10, pp. 17-18.

9 «non potest non simul declarare ingentem iuris civilis interpretandi principiorum multitudinem». De usu principiorum moralis philosophiae..., cit., cap. 2, § 1.

10 «argumentis in morali scientia sua velut receptacula et scaturigines inveniunt». De usu principio-rum moralis philosophiae..., cit., Praefatio, p. 5.

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FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ

morales se encuentran escondidas bien en las mismas leyes generales, bien en las decisiones concretas 11.

La amplitud y la heterogenia de los puntos básicos de referencia determinaban una actividad incesante en la construcción de los mis‑mos argumentos, de forma que no sólo habían de encontrar la solución justa sino también el método adecuado para llegar en cada momento a esa solución. Ellos consideraban que esta situación era común a todas las ramas de la filosofía práctica, porque si lo típico de la virtud inte‑lectual era llevar la fuerza del intelecto hasta la cognitio, extrayendo los conocimientos más «ex doctrina quam ex inventione» 12, la virtud moral se encontraba ante un conjunto de vehementes exigencias prác‑ticas que chocaban con un muro de imposibilidades teóricas. En esta línea Tomás de Aquino explicaba: «El discurso sobre las cosas mora‑les, incluso en las universales, es incierto y variable, y más incierto se vuelve si alguien quiere concretar la doctrina de singulis in speciali. En esto no existe método, ni puede ser explicado» 13.

Pero nosotros no podemos contentamos con repetir estas frases: Parece que es mejor adoptar el racionalismo de aquellos hombres y hacer realidad lo que proponía Duck, a saber, que las opiniones de los doctores, simultáneamente «magistrales» y simplemente probables, adquirían su fuerza desde la razón, y no valían si no podían ser proba‑das racionalmente 14. Y es que, como ya Acursio enseñó, todo lo que había sido creado racionalmente podía dar razón de sí mismo 15.

11 «Ipsas quidem leges, sive in generalibus comprehensas constitutiones, sive in casuum singularium decisionibus absconditas...». De usu principiorum moralis philosophiae..., cit., Praefatio, p. 2.

12 «Cuius ratio est, quia virtus intellectualis ordinatur ad cognitionem. Qua quidem acquiritur nobis magis ex doctrina quam ex inventione». In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nichomachum expositio. Marietti. Torino-Roma, 1964, § 246. En adelante citado como Com. Eth.

13 «Et cum sermo moralium etiam in universalibus sit incertus et variabilis, adhuc magis incertus est si quis velit ulterius descendere trahendo doctrina de singulis in speciali. Hoc enim non cadit sub arte, neque sub aliqua narratione». Com. Eth. § 259.

14 «Interpretationem verum Doctorum appellant Magistralem aut Probabilem tantum, quae omne vim suam habet a Ratione naturali, et non valet nisi Rationi probari potest». De usu principiorum moralis philosophiae..., cit., L. I, cap. 8, § 3.

15 «Quidam dicunt se non intelligere hunc legem. Alii dicunt, non omnium, id est nullorum: sed hoc falsum est: quia eorum, quia viva ratione statuuntur, ratio reddi potest». Corpus Juris Civilis. L. I, tit. 1, «Non omnium», glosa «g».

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1. JUSTICIA Y TELEOLOGÍA

La noción de la ley como norma impuesta mediante la voluntad fue ajena al pensamiento medieval 16. Si prescindimos del voluntaris‑mo que aparece victorioso en los últimos escolásticos españoles que integran la Segunda Escolástica 17, la reflexión anterior nos muestra más bien reglas que no normas. La ratio regulae venía ofrecida por los fines a los que tiende cada cosa, porque en el Jus Commune y en la reflexión sobre él, el fin tuvo razón de principio, esto es, de norma: La regla de oro la proporcionaba Tomás de Aquino al escribir: «bonum habet rationem finem» 18.

Nuestra mentalidad está acuñada por el paradigma de la natura‑leza propio del siglo XVIII, que consideró el conjunto del Universo (el Nisus, Trabant o Weltall) a modo de una máquina. En las má‑quinas, toda pieza es movida por otra pieza genéticamente anterior, de forma que el orden estudiado sólo conoce lo que la terminología escolástica llamaba causas eficientes. En general, la mentalidad propiamente moderna, y no sólo la de la Ilustración, se caracterizó como tal frente a la mentalidad anterior por su consideración exclu‑siva, en el derecho y en la moral, de las causas eficientes, de forma que toda norma es tal por una peculiaridad de origen, a saber, por proceder desde una voluntad especialmente cualificada por algún motivo. En cambio, el estilo anterior de considerar la formación de las conducta partía desde la «fuerza apetitiva» de todos los seres,

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

16 John Neville Figgis indicaba que «that of a command is special, particular, moderne or ancient, not medieval, at last lot as descriptive of what is law and what is not». Studies of Political Thoug-ht. From Gerson to Grotius. Cambridge University Press, 1956, p. 136. En este punto es preciso distinguir entre las doctrinas de los civilistas y de los canonistas: estos últimos expresaban, ló-gicamente, una visión más imperativista de las leyes. Vid., por ejemplo, A. J. Carlyle, «Alcuni aspetti della teoria della fonte e dell’autoritá della legge nei civilisti e canonisti del quindicesimo secolo», en Rivista internazionale di Filosofia del Diritto, XIII (1933), pp. 657-670. Todo esto cambia en el siglo siguiente, como hace notar Carlyle: «Altrove consideremo ciò che è stata la teoria politica dei grandi civilisti del XVI secolo: ora vogliamo solo far notare ai nostri lettori che è stata, sotto molti aspetti, assai diferente». Vid. op. cit., p. 670.

17 Vid. Michel Bastit, La naissance de la loi moderne. La pensée de la loi de Saint Thomas à Suarez. PUF. París, 1990, p. 277 y ss.

18 Vid., por ejemplo, Liber de veritate Catholicae Fidei contra errores infidelium, seu Summa contra gentiles. Marietti. Torino-Roma, 1961, § 800. En adelante citada como SG.

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por lo que una conducta era propiamente moral sólo cuando res‑pondía a tal fuerza natural 19.

Tomás de Aquino, sin duda el representante más expresivo de aquella filosofía práctica, equiparaba moralidad a humanidad, y por ello habla‑ba a veces indistintamente de los actos humanos o morales 20. El carácter de humanidad (esto es, de normatividad) procedía desde el fin, noción opuesta en este contexto a la de movimiento o motus, porque, según Tomás, las cosas irracionales se mueven «ex motu», y las racionales «ex fine», de modo que si aquéllas tienen causas «per se et determinatas», los seres humanos, por actuar según fines, carecemos de tales tipos de causas 21. En sus frecuentes discusiones con los filósofos naturales (ex‑presión bajo la que incluía a los materialistas griegos, normalmente re‑presentados en Demócrito), explicaba con la precisión digna de Hobbes o Locke cómo filósofos entendían la naturaleza, y con ella al hombre, al modo de un movimiento continuo en el que unos átomos empujaban a otros. Él, en cambio, distinguía y oponía el movimiento exterior o violento, que es el originado por un agente, de la inclinación interior o natural 22. A la mentalidad nuestra le puede extrañar un ser regido por finalidades, pero al siglo XIII le hubiera extrañado un mundo humano representado al modo de los filósofos naturales.

El razonamiento práctico tiene Cabeza (la norma aplicada), Cuerpo (la argumentación por la que se justifica que hay que aplicar tal norma) y Cola, que es el resultado obtenido. En Escoto, Ger‑son y Conrado, y más tarde en Gabriel Vázquez, Luis de Molina y Francisco Suárez, ésta fue la representación casi geométrica del juego de las normas y la realidad humana estudiada. La actividad específicamente inteligente comenzaba por la norma y «llegaba» a la materia que había de ser enjuiciada. Todos ellos postularon que

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19 Tomás de Aquino escribía: «Quandoque significat inclinationem quandam naturalem, vel quasi naturalem ad aliquod agendum... Et ideo non omnis virtus dicitur moralis, sed solum illa, quae est in vi appetitiva». Suma teológica. II, q. 58, art. 1.

20 Por ejemplo, en ST, I-II, q. 18, art. 9, escribía: «talis actus non est proprie loquendo moralis vel humanum».

21 SG, § 1155.22 SG, § 2641.

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FACULTADES DE FEDACIÓN DE LOS CORREDORES PÚBLICOS

la norma debía imponerse en razón de estar dictada por una vo‑luntad «superior». Si leemos atentamente el «Tractatus de legibus» de Francisco Suárez, veremos cómo todos los ejemplos que aporta para justificar este tipo de imposición están tomados del derecho canónico: un ordenamiento jurídico que le era especialmente útil a este fin porque la Iglesia católica se resume en el «Credo», y la casi totalidad del derecho canónico es ius arbitrarium seu positivum, ya que el «Credo» no alude a cardenales, beneficiados, catedrales o co‑legiatas. Desde el punto de vista del Jus Canonicum la vivisección del razonamiento jurídico en «Cabeza‑Cuerpo‑Cola» era patente. Suárez eligió sagazmente sus ejemplos, porque desde el punto de vista del Jus civile, aliter se habet, según la terminología entonces usual, de forma que lo que era cierto para la generalidad del derecho canónico no era válido para el conjunto de las leges civiles.

Efectivamente, desde el punto de vista del derecho civil, una cosa era la ley y otra el derecho, y por eso Pedro de Bellapertica escribía como irritado que él escribía sobre derecho, y que el que quisiera saber de leyes, que buscara en otra parte 23. Lo que diferenciaba a Bellaper‑tica de aquellos moderni a los que él alude, y que tanto le molestaban, era, entre otras cosas, la consideración del razonamiento jurídico como la aplicación de una norma previa a un estado de cosas «dado». Porque el de Aquino, que frecuentemente muestra una asombrosa similitud con Bellapertica (ambos eran coetáneos) explicaba que así como el razonamiento especulativo comenzaba desde los principios, a partir de los cuales la razón hace silogismos, en los actos humanos tenemos fines que se comportan «sicut principia in speculativis» 24. «Y así [el hombre] actúa correctamente según los principios, esto es, desde los fines desde los cuales razona» 25. Porque «el fin en los “operabilibus”

23 «Dicit rubrica de iust. Et jure, ad quid habemus tractatum de iust. Et iure, cum totum corpus juris de hoc tractat. Dico pro tanto, quia in hac genere tractatur non descendendo ad aliquam speciem. Sed in aliis tractatibus tractatur de legibus». Petri de Bellapertica Jureconsulti Gallorum claris-simi, in libros Institutionum Divi Justiniani Sacrat. Principis, Commentarium longe acutissimum. Lugduni, 1586, L. I, «De iustitia et iure», p. 48.

24 «Perfectio enim est rectitudo rationis in speculativis dependet ex principiis, ex quibus ratio syllo-gizat... In humanis autem actibus se habent fines, sicut principia in speculativis». ST, I-II, q. 56, art. 4.

25 «Et recte se habent circa principia, id est fines, ex quibus ratiocinatur». ST, I-II, q. 58, art. 3.

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FRANCISCO CASTELLANOS GUZMÁN

tiene razón de principio, por lo que las razones de los operables, que se dirigen al fin, se toman desde él» 26.

El hombre medieval se preguntaba por qué razón o motivo obliga la ley, cuál era la ratio de la normatividad de una conducta. Una de las pala‑bras más repetidas por Tomás es la de ratio: se interroga acerca de la ratio legis, de la ratio virtutis, de la ratio boni vel mali. Tomás procede como si no existieran ordenamientos jurídicos ni ciudades, como si los hombres hubiéramos comenzado a convivir y a reflexionar y fuera preciso expli‑carnos las razones de todo lo contenido en normas. Su punto universal de referencia en los temas humanos («in humanis») son los fines: «lex im‑portat ordinem ad finem» 27, de modo que en última instancia la ley es úni‑camente una función del fin que consideremos. Lógicamente, el pecado es ante todo una «aversio a fine» 28, porque ningún acto malo de la voluntad se encamina hacia la beatitudo, que es el último fin, y por ello cada cual se ordena al fin por sus propios actos, ya que la ratio peccati consiste en la pérdida del orden que lleva hacia el fin 29. Sin fin no existe orden, y sin orden no hay pecado, siempre sabiendo que el fin consiste ante todo en el «bonus uniuscuisque» 30. Era lógico lo que Domingo de Soto exponía como evidente: «regula est quae in finem dirigit» 31.

En este contexto, la escolástica propiamente tomista, que entre los escolásticos españoles del siglo XVI no parece ir más allá de Vitoria y Soto, entendía que los pecados son más graves cuanto son más noci‑vos 32, por lo que la atención del moralista, ya tratara de la justicia o de

26 «finis in operabilibus habet rationem principii, eo quod rationes eorum, quae sunt ad finem, ex fine summuntur». ST, I-II, q. 14, art. 3.

27 ST, I-II, q. 91, art. 1.28 «Peccatum proprie consistere in aversione a fine». ST, I-II, q. 71, art. 6.29 «Quia nullus actus malus est ordinabilis ab beatitudinem, quae est ultimus finis... Ad tertium

dicendum, quod unumquodque ordinatur ad finem per actum suum: et adeo ratio peccati, quae consistit in deviatione ab ordine ad finem...». ST, I-II, q. 21, art. 1.

30 «Omnium autem ordinatorum ad finem, gubernationis et ordinis regula ex fine necesse est. Finis enim est bonum uniuscuisque». SG, § 2.

31 De justitia et iure libri decem. IEP, Madrid, 1967, L. I, q. 1, art. 1.32 «quia peccata tanto sunt graviora quanto magis sunt nociva; sed isti aequaliter nocuerunt: ergo

aequaliter peccaverunt». De justitia. Edición de V. Beltrán de Heredia, Madrid, 1935, comentario a Suma Teológica de Tomás de Aquino, II-II, q. 57, art. 8, § 3.

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otra virtud, recaía más sobre los efectos reales de las conductas que no sobre las normas violadas ab origine. Por ello —explicaba Francisco de Vitoria— si el daño del acreedor no es tanto como el quebranto del deudor, éste puede dilatar algún tiempo el pago de la deuda 33. Porque todo pecado, prosigue Vitoria, no es más que la privación de un bien, según enseña Santo Tomás 34, y por este motivo, aunque las normas morales eximan al padre de sostener a su hija viuda, porque ya está emancipada, esta opinión es falsa, aunque la exponga el cardenal Ca‑yetano: porque permanece el onus matrimonii, puesto que siguen vi‑vos los hijos y la familia misma. Si no fuera así, ¿cómo se alimentaría esta viuda si su padre no quisiera mantenerla? 35.

Este universo medieval, en el que las «voluntariedades” estaban reducidas a los ámbitos especulativos y teológicos que discutían sobre la potentia Dei, era tan racionalista (si es que podemos usar este tér‑mino como adjetivo de la palabra razón) que Tomás entendía que lo que impera al hombre no es la voluntad, sino su razón misma a través de la voluntad, de modo que la raíz de la libertad es la voluntad, como su sujectum, pero su causa es su razón 36. Este universo de finalidades encontró una buena expresión (en éste como en otros temas) en la obra tardía de Johann Eisenhart, De usu principiorum moralis philosophiae in iure civili condendo et interpretando, que contraponía la metafísica y la tópica a la lógica, y explicaba que la metafísica y la tópica eran las doctrinas que enseñaban las causas desde los efectos, los principios desde los «principatis», los primeros elementos desde los últimos, los antecedentes desde los consecuentes, el todo desde las partes, y enseña a separar lo que es diverso 37.

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

33 Vid. De justitia, cit., II-II, q. 57, art. 8, § 8.34 «Dicit Sanctus Thomas quod omne peccatum, ex hoc ipso quod est malum, consistit in quaedam

corruptionem sive privationem alicuius boni». De justitia, cit., II-II, q. 118, art. 5.35 Vid. De justitia, cit., II-II, q. 68, art. 2, § 23.36 «unde relinquitur, quod imperare sit actus rationis, praesupposito actu voluntatis, in cuius virtute

ratio movet per imperium ad exercitium actus... radix libertatis est voluntas, sicut subjectum; sed sicut causa est ratio». ST, I-II, q. 17, art. 1.

37 «Metafisica et Topica doctrina ostendunt causas ab effectibus, principia a principatis, priora a posterioribus, antecedentia a consequentibus, totum a partibus, idem a diverso secernere et segre-gare». De usu principiorum moralis philosophiae..., cit., Praefatio, p. 4.

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Esta metafísica y tópica a que se refiere Einsenhart se perdió de‑finitivamente en manos de Gabriel Vázquez, Luis de Molina y Fran‑cisco Suárez, que sólo aludieron a las naturalezas inmutables de las cosas o a la voluntad de Dios como principium de toda normatividad humana, y si es legítimo diferenciar a estos autores desde otros puntos de vista, es muy lícito agruparlos desde el propósito que ahora los con‑sidero. Cuando en Europa estalló el escándalo de la mano de Samuel Pufendorf, las plumas se alzaron en dos bandos netos: Los «volun‑taristas», a los que Johann Joachim Zentgrav llamaba vasquiani en razón de haber sido Fernando Vázquez de Menchaca el primer jurista que introdujo esta doctrina teológica en el derecho 38, y los protestan‑tes de recta observancia, como fueron Alberti, Zentgrav o Velthelm, que se opusieron a Pufendorf manteniendo la absoluta inmutabilidad de la Ley natural, según lo que habían estudiado en los libros de los escolásticos españoles 39. Tertium non deditur, y una actitud matizada como fue la de Samuel Cocceius hubo de defenderse frente a críticas exageradas. Cuando los católicos reaccionaron contra el nervio secu‑larizador y confesional de los «nuevos doctores del derecho natural», a mediados del siglo XVIII, Ignatius Schwarz, Juan Francisco Finetti y Anselmo Desing sólo supieron repetir lo que la época les había ense‑ñado: que existe una Ley natural porque las naturalezas inmutables de las cosas están presentes en la inteligencia divina. Fue ya sólo cuestión de tiempo que, a través de la neoescolástica de los siglos XIX y XX, esta doctrina pasara a ser considerada la genuinamente escolástica y católica, y que todos entendieran —según el esquema de la producción legislativa propia del Estado— que las leyes humanas se derivaban de la Ley Eterna a través de la Ley natural, según un orden metafísico que garantizaría la inmutabilidad de los contenidos de la Ley natural. Nuestra cultura perdió de vista lo que Francisco de Vitoria expresaba de forma lapidaria: «Oportet omnia compensare» 40.

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38 Concede gran importancia a Vázquez, al que cita con frecuencia, y llega a escribir: «recte iudicat Dn. Pufendorfius Vazquianum hunc indifferentissimum, quo sponte Dei dicitur posse mutare sen-tentiam quoad mutuas neces inter sese perpretandas, esse absurdum et contradictorium». Origines Juris Naturalis secundum disciplinam Christianorum. Argentorati, 1681, Controversia I.

39 Para los términos de esta polémica sigue siendo imprescindible la obra de Gebauer, Nova Juris Naturalis Historia. Wetzlar, 1774, pp. 47-76.

40 De justitia, cit., II-II, q. 57, art. 6, § 14.

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Alguien puede pensar que esta exposición recorre un camino dis‑tinto al previsto, porque se trata de hablar del juego de las normas y principios en la jurisprudencia romanista, y llevamos tiempo navegan‑do por consideraciones más generales. Pero piense el lector que las nociones metafísicas que están en la base de la mentalidad que quiebra en la Edad Moderna, tuvieron una influencia decisiva en las nociones más elementales de la filosofía práctica, también en la reflexión ex‑presa sobre el derecho y sus leyes. Porque la intuición decisiva de este tiempo, a saber, que la filosofía teórica era ante todo una explicitación de lo que el ser humano aprendía observando su conducta, de modo que el «silogizari in speculativis» era un mal calco del «ratiocinare in humanis» 41, quedó ahogada en las pretensiones de un método que quería ser ante todo objetivo y preciso: y así, la pretensión de precisión sofocó la objetividad.

2. LA UTILITAS EN LA ELECCIÓN DE LOS PRINCIPIOS

La categoría más básica de la jurisprudentia bajomedieval fue la de la utilitas, presupuesto el momento del honestum, que los juristas del Jus Commune solían despachar con una remisión somera a los tria princi-pia juris que expuso Ulpiano. Ciertamente, la interpretatio juris en que consistió este derecho fue posible por la base inicial que proporcionaba el derecho romano, al que los juristas recurrían más o menos como hoy, de forma que a veces una simple palabra, aunque fuera un adjetivo o un adverbio, permitía mantener una sententia. Las categorías lógicas jugaron mayor función en las notas o commentaria que no fueron li‑neales, sino en los márgenes de las páginas, como ya hizo notar Savig‑ny, que permitían relacionar un texto concreto con el resto del Corpus Juris Civilis, y que con el tiempo dieron lugar a apparatus como el de Azo. Pero en este momento no nos interesan los recursos que hicieron posible, en general, su metodología, sino las instancias hermenéuticas que más claramente permitían «derogar» unos principios en nombre de

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41 Tomás de Aquino, como en general la mentalidad bajomedieval dominante, entendía que la ra-zón era una potencia más del alma humana, que era vista como una realidad más compleja. Por ejemplo, en ST, I, q. 79, art. 1, escribe: «Respondeo dicendum, quod necesse est dicere secundum praemissa, quod intellectus sit aliqua potentia animae, et non ipsa animae esentia».

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otros. Porque en la base del Jus Commune estaban las teorías romanas sobre el Jus naturale, entre ellas la mantenida por jurisconsultos como Paulo o Gayo, que parecían entender al derecho natural preferentemente como un orden de decoro y de bondad, y no tanto como la «communis omnium possesio» y la «omnia una libertas» a que ya aludía san Isidoro de Sevilla de la mano de Ulpiano y Hermogeniano.

El derecho natural (los juristas, a diferencia de los teólogos, no tu‑vieron interés en distinguir el ius de la lex naturalis) establecía que to‑dos los hombres eran igualmente libres, pero la sociedad, plagada de relaciones de jerarquización y subordinación, parecía oponerse a una exigencia primera de este derecho: era preciso explicar cómo había que‑dado «derogado» el derecho natural en los casos del poder político, de la esclavitud y de la propiedad privada, instituciones que según declaraba la ley «Ex hoc jure» eran expresamente opuestas al ius naturale. Desde las primeras glosas al Corpus Juris, los juristas hablaron abiertamente de la «derogación» de este derecho, pero su flexibilidad en el momento de explicar cómo un principio desplazaba a otro, hace que la noción de derogación que ellos usan sea sustancialmente distinta a la nuestra. En síntesis, todos explicaron que la necessitas hominum había determinado históricamente la sustitución de unos principios jurídicos por otros.

Juristas y teólogos jugaron con las categorías del Jus naturale que establece la igual libertad o la no exclusividad en las propiedades, y del Jus gentium que introdujo el poder político, las guerras, las es‑clavitudes y las propiedades privadas, amén de los contratos innomi‑nados, el arte de fortificar las ciudades, el matrimonio, etc. Acursio ya expresaba que «necessitas, id est ius gentium, quod per hominum necessitatem est inductum...» 42. Porque si la natura hominum determi‑naba la exigencia de igualdad o libertad, las necesidades contingentes en la historia imponían la supresión momentánea de algunos de sus principios a favor de otros que les eran opuestos 43. Esta alteración

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42 Cf. Corpus Juris..., cit., L. I, tit. 4, «Ergo omne jus», glosa «h».43 «Si semper est bonum, quod est de jure nat., quomodo dici potest servitutem, vel usucapionem

de bono publico inductum: cum hae iuris naturali sit contraria, et dictum non esse bona: si enim bonum est aliquid esse, ergo malum est ipsum non esse? Resp. Bonum est de iur. nat. omnes esse liberos, ut dominio rem suam non auferri, nulla causa extrinseca inspecta... Si autem intellectus

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del derecho natural no debía ser entendida al modo actual del término derogación, sino como que «el derecho natural no ha sido tenido en cuenta en este caso», como explicaba el mismo Acursio. Porque la libertad y la equidad propias del derecho natural seguían operando en la historia, y ello determinaba que cuando se daba la libertad a un esclavo no se la regalaba, sino que se la devolvía (detergitur), o que el esclavo, que por el Jus Civile «erat annihilatus», pudiera obligarse «naturalmente» por su palabra, según el derecho natural 44.

La consideración preferentemente teleológica de las consecuencias reales de la aplicación de una norma, determinaba la definición misma de la justicia, a la que Tomás de Aquino exponía como: «Consistit enim justitia ex hoc quod aliqui adaequantur vel non adaequantur in rebus utilibus et nocivis» 45. Obviamente, si la ratio justitiae brotaba desde la utilitas, ésta representaba algo distinto a lo que hoy entende‑mos por «utilidad». Pues la utilitas era fuente del honestum de forma parecida a como lo eran las reglas elementales del ius naturale. To‑más, en su tendencia continua a hacer de los requerimientos sociales fuentes «fuertes» de la justicia, no dudaban en mantener que lo «utile et honestum non sunt species b oni et aequo diversae; sed se habent, sicut propter se, et propter alterum» 46. Precisamente en la referencia social encontraba él la referencia más clara para distinguir entre la jus‑ticia y las restantes virtudes, esto es, entre derecho y moral 47.

En la escolástica propiamente tomista, que se desarrolló a lo largo

de la primera mitad del siglo XVI, permaneció firme la idea de que las necesidades sociales creaban principios jurídicos que desplazaban

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liberos, ut dominio rem suam non auferri, nulla causa extrinseca inspecta... Si autem intellectus referas ad casus supervinientes: melius est servitutem esse, quam non esse... Item si inspicias necessitates, quae essent, nisi usucapiones essent, melius est eas tolerari: aliter enim non posset probare domininium fere: et lites esse infinitae». Corpus Juris Civilis..., cit., L. I, tit. 1, «Jus», glosa «b».

44 «Sed quod dicit esse immutabile, est contra id quod de servitute dicitur: et tamen praevalet. Sed dic, non derogatur ob hoc, licet non servetur in illo casu». Glosa «c» a Instituta, 1, 2, 11.

45 Vid. mi estudio «El derecho natural laico de la Edad Media», en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, VI, 1981, p. 237 y ss.

46 In octo libros Politicorum Aristotelis expositio. Marietti. Torino-Roma, 1966, § 37.47 ST, I-II, q. 8, art. 3.

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otras normas y principios, aunque estas últimas vinieran ordenadas por el derecho natural. De este tema se ha ocupado extensamente Rodrí‑guez Puerto 48, y también, más modestamente, el autor de estas líneas 49. En general, en el ambiente conservador en que se gestó el «Trac‑tatus Universi Juris», los juristas (que por primera vez en la historia se dieron a reflexionar sobre el método de su trabajo), distinguieron dos vertientes de este derecho, una basada «in honestote» y otra «in utilitate» 50. Quizá el texto más claro y compendioso haya sido el de François Conan: «Monuit me et hic Aristotelis locus, qui mihi non videtur explanari posse, nisi duplicem naturam in iure naturali posue‑rimus, aequitatis unam, utilitatis alteram. Jus illius dicitur jus natura‑le vere et proprie, quod illud ratio naturale cuique praescribit, estque aeternum. Alterum et secundum jus est quid in utilitate versatur quod genus dominia, regna, bella... quod, nisi fallor, non inscite jus gentium vocabitur; quod non tam natura ipsa, quam hominum judicio constitu‑tum sit, et tamen juris naturalis pars est» 51, del que toma pie Pierre de la Grégoire (Gregorius Tholosanus) para disertar con toda naturalidad acerca de la mutabilidad de la Ley natural 52. También Albertus Bolog‑nettus, tras las trazas tomistas, mantuvo que los «iura naturalia» que la Instituta presenta como «semper firma et immutabilia», no son de tal condición, porque si cambia la «causa», es la misma naturaleza la que reclama un cambio 53. Un tema espinoso, el de la mutabilidad de la Ley natural: Henricus Bila explicó que existen distintos grados en las

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48 «Omnia autem objeta virtutum referri possunt vel ad bonum privatum alicuius personae, vel ad bonum commune multitudinis... Lex autem ordinatur ad bonum commune». ST, I-II, q. 96, art. 3.

49 Vid. La modernidad discutida: Jurisprudentia frente a iusnaturalismo en el siglo XVI. Universi-dad de Cádiz, 1998, pp. 166-2 14.

50 Vid. «Historia y justicia según los juristas de formación prudencial», en Anuario de Filosofía del Derecho, IX, 1992, pp. 35 1-394, y «Nuestros prejuicios sobre el llamado derecho natural», en Persona y Derecho, 1992, pp. 21-200.

51 Vid. Albertus Bolognettus, «De lege, iure et aequitate disputationes», en Tractatus Universi Juris, Venecia, 1584, cap. 18, § 2. Commentariorum Juris Civilis libri X. Basilea, 1562, L. I, cap. 6, § 4.

52 Tholosanus escribía: «Atque in iure naturali et illud observo, ius naturale esse immutabile, quan-diu ius remanet, hoc est, quandiu iustum illud naturale habet rationes et aequitatem, quibus justum dicitur: veruntamen et mutabile erit, quando subductis columnis rationis et aequitatis, iustum dissoluitur. Quod accidit, quando rationes, quae aequum statuebant, aliis subortis causis novis, incipiant minui, et superantur alia maiori aequitati: ut si quod antea proderat, alio adminiculo incipiat esse nocivum et perniciosum». Syntagmatis juris universi. 4a. ed., Venetiis, 1593, Pars II, L. XI, cap. 1, § 7.

53 Vid. De lege..., cit., cap. 26, § 12.

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normas de esta Ley, de modo que unas son inmutables y otras pueden cambiar 54. Aunque quizá el juicio más representativo sea el Conan, que decía que esta cuestión «semper visa et difficilis et obscura» 55.

En el siglo XVII hubo pocos juristas importantes que siguieran esta tradición jurisprudencial y tomista 56, quizá no tanto por la ausencia de juristas romanistas como por la falta generalizada de juristas relevan‑tes: el esfuerzo y las polémicas del siglo XVI parecieron haber agota‑do las fuerzas del Jus Civile. Por parte protestante, Hermann Conring y Ulricus Huber siguieron estrechamente las tesis romanistas y tomis‑tas, aquél desde el estudio del Jus Civile y éste desde el tratamiento de la política según Aristóteles y los escolásticos españoles. Johannes Althusius ocupa un lugar destacado, no tanto por la importancia que tuvo en su momento (el mismo Otto von Gierke indica que sobre su obra recayó un altum silentium) 57, como por el interés objetivo de su reflexión. Althusius, desarrollando ideas ya expuestas, explicó con singular precisión que el derecho natural es la «recta ratio commu‑nis» que se desarrolla al filo de las necesidades y utilidades de la vida social 58. No obsta a esta justicia de base que unas necesidades sean comunes todo el género humano y que otras estén más localizadas en el lugar o en el tiempo, porque la «Constitutio juris est duplex: natu‑ralis, communis: vel civilis, propria, prout utilitas et necessitas vitae humanae, quae ius peperit, duplex est, communis, vel locis alicuius certi propria» 59.

Quizá el testimonio más agudo y preciso acerca de la función de las necesidades en la constitución de lo justo fue el que ofreció Hugo de Roy, jurista francés que a mediados de siglo publicó una obra con el elocuente

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54 Vid. Oratio de iuris arte. Lipsiae, 1558, Pars prima.55 Commentariorum..., cit., L. I, cap. 6, § 6.56 Es lícito llamarla «tomista» porque en el movimiento antimoderno que cuajó en el «Tractatus

Universi Juris», diversos juristas se fundamentaron expresamente, y extensamente, en la Suma Teológica de Tomás de Aquino para explicar facetas fundamentales de la experiencia jurídica.

57 Escribe Gierke: «Allein gerade in den umfangreichsten und bedeutendsten diesem Gegenstände gewidmeten Schriften herrscht über Althusius altum silentium». Johannes Althusius und die Ent-wicklung der naturrechtlichen Staatstheorien, 7a. ed., Scientia, Aalen, 1981, p. 8.

58 «Naturalis et communis est, quam recta ratio communis, propter communem humanae vitae socialis necessitatem et utilitatem ponit. Unde ius naturale vocatur». Dicaeologia..., L. I, cap. 13, § 7.

59 Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 13, § 6.

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título «De eo, quod justum est». Roy, oponiéndose a las pretensiones del nuevo ius naturale que amenazaba con inundar toda la ciencia jurídica, declaraba que lo introducido por el bien público de los hombres tiene una causa perpetua y natural. Por su bondad es equitativo, por su necesidad es justo, porque se adecua a la razón natural y a la voluntad divina. Porque así como la razón natural no nos falla en lo que es necesario, la divina voluntad no nos desatiende en lo que es racional 60.

Esta mentalidad que hacía depender la justicia, también la justicia natural, desde las necesidades históricas, desapareció con Francisco Suárez, quien no sólo declaró reiteradamente que la objetividad del derecho natural se reconoce especialmente en la inmutabilidad de sus conclusiones, sino que estableció la regla de oro de la jurisprudencia moderna: que el fin debe ser proporcionado al principio 61.

3. LA LEX GENERAL Y EL IUS CONCRETO

El juego de los principios determinaba que la ley fuera sólo una «cierta ratio del derecho», como exponía Tomás de Aquino 62. Do‑mingo de Soto, fiel en este punto al pensamiento jurisprudencial, ma‑nifestaba que «Jus generale nomen est, lex autem juris species» 63. La razón última de la prioridad genética del derecho sobre la ley residía en lo que manifestaba Tomás, que la prudencia trata de conductas con‑tingentes y por ello en estos temas el hombre no puede conducirse por lo que es «simpliciter et per se vera, sed ex his quae in pluribus acci‑dunt», de forma que tal que los principios han de ser los adecuados a las conclusiones 64.

FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ

60 «Nam quod ob bonum publicum ac commune hominum commodum introductum est, perpetuam iusti causa habet, ac naturalem. Est enim illud ob bonitatem publicam omnino aequum, ob aequi-tatem necessarium, ob necessitatem iustum, quia rationi naturali, ac divina voluntati congruum est. Nec enim ratio naturalis deficit in necessariis, nec divina voluntas in rationalibus». De eo, quod iustum est. Hildesii, 1653, L. II, Titulus Primus, § 2.

61 «nam finis est proportionatus principio». Tractatus de Legibus ac deo legislatore in decem libros distributus. Conimbricae, 1612, L. III, cap. 11, § 7.

62 «Et ideo lex non est ipsum ius, proprie loquendo, sed aliqualis ratio iuris». ST, II-II, q. 57, art. 1.63 De justitia et jure..., cit., L. III, q. 1, art. 1.64 «Respondeo dicendum, quod prudentia est circa contingentia operabilia. In his autem non potest homo

dirigi per ea quae sunt simpliciter et per se vera, sed ex his quae in pluribus accidunt; oportet enim principia conclussionibus esse proportionata, et ex talibus talia concludere». ST, II-II, q. 49, art. 1.

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Obviamente, Tomás de Aquino apuntaba al corazón de la jurispru‑dencia medieval, a saber, que una medida, para poseer ratio de tal, había de estar previamente «medida» ella misma. De ahí, que al mani‑festar que la ley tiene razón de medida, explique inmediatamente, ya en el mismo tratado de las leyes, que la «ratio humana no es medida de las cosas, sino más bien al revés» 65, porque la ley por sí no existe: es el fin pretendido el que crea la ratio legis 66.

Juan Nicolás Hertius explicaba, a contra corriente, a finales del siglo XVII, que la forma de construir en el derecho consiste en inducir desde las cosas singulares, y que la inducción no puede llegar a conclusiones univer‑sales, porque ignoramos las cosas futuras 67. Como es patente, la selección de los principios de forma inductiva en función de una justicia del caso, era posible porque no consideraban la posibilidad de una normatividad (en el sentido estricto de esta palabra) que fuera anterior al derecho mismo. Esta consideración de la justicia había desaparecido ya con Suárez, que distin‑guía en el derecho entre el «principium essendi» y el «principium cognos‑cendi» de lo justo 68, con lo que apuntaba a la posibilidad de una normativi‑dad no práctica que existe per se, incluso cuando es desconocida.

Por lo demás, Tomás de Aquino entendía que cuando el juez ha de ac‑tuar «praeter verba legis» no juzgaba a la ley, sino al caso singular 69.

4. LA «AEQUITAS» SUPERIOR A LAS NORMAS

Los juristas y teóricos del Jus Commune parecían entender que las normas eran un mal remedio a las necesidades humanas: un remedio

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

65 «Praeterea, lex habet rationem mensurae. Sed ratio humana non est mensura rerum, sed potius e converso». ST, I-II, q. 91, art. 3. Domingo de Soto insistía en esto mismo: «ratio non est rerum mensura: sed ipsa potius rerum natura, quam ratio inspicit». De justitia et jure..., cit., L. I, q. 5, art. 1.

66 «Quod autem hoc modo ratione constat, legis rationem habet». ST, I-II, q. 90, art. 1.67 «Forma comparandi construendique artem hanc sive scientiam consistit in inductione ex rebus

singularibus, demonstratione, dispositione et usu... Inductione per se non possunt confici pro-positiones omni ex parte universales, quoniam futura ignorantur». Elementa prudentia civilis. Francofurti, 1703 (1a. ed. de 1691), p. 23.

68 Vid. Tractatus de legibus..., cit., L. II, cap. 5, § 5.69 «ille qui in casu necessitatis agit praeter verba legis, non iudicat de ipsa lege se iudicat de casu

singulari». ST, I-II, q. 96, art. 6.

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imprescindible, pero en general poco fiable. Los primeros glosadores del Corpus Juris aludieron insistentemente a una aequitas que era la fuente primera del ius y de la justitia 70, que algunos historiadores del pensamiento jurídico designan (referida a aquellos autores) como la «prima bonitas morales». Notemos que Tomás de Aquino solía rela‑cionar directamente la conducta humana con la Ley Eterna de Dios, no con la Ley natural. Sus discípulos siguieron aludiendo a una equidad anterior o por encima de la Ley natural, de forma que Albertus Bolog‑nettus escribía: «El remedio hay que buscarlo no tanto en el derecho natural como en la legítima equidad» 71. Y es que, como explicaba Johann Oldendorp pocos años antes, la inteligencia humana se des‑pliega para hacer frente a las necesidades de la justicia, determina el «ius naturale probabile» desde algún punto de vista 72. Sí sucede que el derecho natural es superado por el mismo derecho natural que, poste‑riormente, aparece superior al primer derecho natural 73.

Bajo el influjo de Descartes, la Edad moderna habló de unas «no‑titiae innatae» en las que se resumiría el derecho natural. Los carte‑sianos se tomaron tan en serio estas ideas innatas que Malebranche sólo contempló la posibilidad de un conocimiento de ellas en la mente divina, y Lord Shaftesbury, excesivamente influido por los discípulos de Descartes, inventó el common sense como un conocimiento directo del hombre «en» la esencia divina 74. Estos planteamientos apuntaban a la posibilidad única de un conocimiento puramente cognitivo de lo bueno y lo malo, sin que estuviera al alcance de la razón humana me‑dir las conductas según las rationes boni et mali.

FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ

70 Vid. mi estudio «El derecho natural laico de la Edad Media», cit., p. 231 y ss.71 «Non iure naturali, sed tantum legitimo aequitatis remedio adhiberi». De lege..., cit., cap. 31, § 5.72 «Jus enim positivum est sententia magistratus, qua ex variis rerum mundanarum circunstantiis

extendit, et determinat ius naturale probabili quaedam ratione». Eisagoge seu Elementaria intro-ductio ad studium iuris et aequitatis. Vindebonae, 1758 (1a. ed. de 1539), Epilogus, § 12.

73 Johannes Althusius escribía: «Quod si ergo lex naturalis quaedam sit prior, et alia postea superve-nit, ad hanc transeundum, ut potentior sit posterior». Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 16, § 4.

74 James Lorimer entendía que «In Shaftesbury’s mind is arose [the moral sense] as a power against (he moral escepticism which has resalted from Loscke’s objection of a theory of innate ideas». Pero el problema no fue resuelto, según Lorimer, porque Shaftesbury, excesivamente influido por la filosofía cartesiana, no entendió que oyéramos la voz de Dios «en» la conciencia, sino la voz de Dios directamente. Vid. The Institutes of Law. Edimburgo (2a. ed. de 1880), p. 188.

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La crítica al innatismo moral no alcanzó al talante jurispruden‑cial, por la excelente razón de que la Edad Media no creyó en ideas innatas: los prima principia de la razón teórica y de la razón práctica fueron considerados principios que el hombre descubre mediante el uso de la razón, que comienza desde los sentidos, según la doctrina aristotélica 75, y por este motivo, dada la falibilidad de los sentidos, estos primeros principios estaban lejos de poseer una certeza siem‑pre apodíctica. Porque una realidad es el intelecto divino y otra el intelecto humano, ya que este último aliter se habet con aquél; los conceptos divinos son verdaderos por sí mismos, pero las nociones humanas están medidas por las cosas y no son verdaderas por sí mis‑mas, sino sólo en la medida en que consonan con ellas 76. Alberto Bolognettus indicaba que las esencias de la Ley natural y de la Ley eterna son distintas, porque el hombre sólo se comunica con Dios a través de la muy débil «participatio» 77.

Tomás explicaba que el fundamento primero del conocimiento era la similitud, y el hombre puede conocer mal la sabiduría divina porque, a diferencia de los ángeles, no es similar a Dios 78. Por el contrario, el ser humano sólo se comunica directamente con Dios a través de una participatio que en modo alguno obtiene la perfección propia de la si-militudo 79. Consecuentemente, él entendía que lo que es natural ha de tener una naturaleza inmutable, y siempre y en todas partes ha de ser lo mismo; pero la naturaleza del hombre es mutable, y por esto su ley es

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

75 Tomás de Aquino explicaba: «Ex ipsa enim natura animae intellectualis convenit homini, quod statim cognito, quid est totum, et quid est pars, cognoscetur, quod omne totum est majus sua parte... Sed quid sit totum et quid sit pars cognoscere non potest nisi per species intelligibiles a phantasmatis acceptas. Et propter hoc Philosophus in fine Posteriorum, ostendit cognitio princi-piorum provenit nobis ex sensu». ST, I-II, q. 51, art. 1.

76 «Ad tertium dicendum, quod ratio intellectus divini aliter se habet ad res quam ratio intellectus humani. Intellectus autem humanus est mensuratus a rebus, ut scilicet conceptus hominis non sit verum propter seipsum, sed dicitur verus ex hoc quod consonat rebus». ST, I-II, q. 93, art. 1.

77 «quae caetera participant, facit hanc participatio ut non tantum eadem illa regantur divina ratione, sed et inde propriam rationem moventur assumant divinae quidam persimilem, sed essentia tamen ab ipsa distinctus». De lege..., cit., cap. 5, § 10.

78 «Id enim, quod aliquid cognoscitur, oportet esse actualem similitudinem eius, quod cognoscitur... [El hombre, en cambio] per participationem divinam sapientiae, et non per essentiam propriam». ST. I-II, q. 51, art. 1.

79 Vid. ST, I-II, q. 51, art. 1.

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cambiante 80. Althusius completaba más explícitamente esta tesis aña‑diendo que lo único natural de que dispone el hombre es una facultad para descubrir en cada momento el derecho natural adecuado 81. Pero esta dirección del pensamiento jurídico planteaba serios problemas, porque era doctrina comúnmente admitida que la bondad o maldad de las acciones surge desde la misma naturaleza del objeto, esto es, de la conducta considerada, de forma que si la conducta era absolutamente «necesaria» entonces debía ser entendida como ordenada por la Ley natural. Tomás se enfrentó directamente (según su costumbre) a este problema, y explicó que más quiere lo que Dios quiere aquella persona que conforma su voluntad a la voluntad divina «quantum ad rationem voliti quam si conformat ad ipsam rem volitam» 82. Y es que Tomás mantenía que el acto de la virtud es superior a la virtud misma 83.

Si las normas están sometidas a unas medidas superiores que ordenan en cada momento hacer lo más racional, esto es, lo más justo, no pode‑mos considerar normas inmutables. Domingo de Soto explicaba que la Ley natural es como la Regla de Lesbos, que se adecua inmediatamente a las proporciones de lo que es medido 84, de forma que (prosigue Soto) si el derecho es aquello que es justo, la equidad que se constituye en las cosas temporales determina un derecho que no es eterno, aunque exista una Ley eterna 85. Porque la medida sólo puede ser inmutable en tanto lo

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80 «Ad primum dicendum quod illud quod est naturale habenti naturam immutabilem, oportet quod sit semper et ubique tale. Natura autem hominis est mutabilis. Et ideo quod naturale est homini est mutabilis». ST, II-II, q. 57, art. 2.

81 «Jus naturale quod vocant, dicitur, quod ratio simplex noëtica, hominum, quatenus homo et ani-mal rationale, docet. Inde a quibusdam ius rationis vocatur (Wesembeck, Coven, Vacon a Vacua, Donellus, Hotmann, Govea, I Cor., II Rom.) quamvis idipsum non innascentur proprie, sed tan-tum notiones eiusdem, sed potius facultas iuris huius cognoscendi a natura ingeneretur». Dicaeo-logia..., cit., L. I, cap. 13, § 18.

82 ST, I-II, q. 19, art. 10.83 Vid. por ejemplo, Com Eth., § 152, donde escribe que «operatio secundum virtutem est perfectior

quam ipse virtus».84 «Quapropter defectus huiusmodi non sunt in lege, sed in rebus ipsis humanis, quarum causas

nequeunt certius comprehendit. Qua utique de causa appositissima lex comparatur regulae Les-biae... Unde sit consequens ut cum lex ob necessitatem ex aequo et bono accomodatum rebus, illam Arist. obliquitatem non tribueret vitio, sed laudi, propter inconstantia rerum humanarum». De iustitia et iure, L. I, q. 6, art. 3.

85 «Etenim quia ius pro eo quod est iustum, aequitas illa pars quae in temporariis rebus constituitur, nullum est ius hoc modo aeternum: licet sit lex aeterna». De iustitia et iure..., cit., L. I, q. 2, art. 1.

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permite la naturaleza de la «materia» que es medida, y la medida de las cosas mudables no tolera la perpetuidad 86.

Como los asuntos humanos son variables, el derecho natural o los principios objetivos no pueden tener siempre «la misma disposi‑ción» 87 respecto a los problemas. Consecuentemente, el de Aquino explicaba que tampoco podemos proceder a deducir sin más reglas concretas de conducta desde aquellos principios, porque según él, la razón humana no participa «ad plenum» del dictamen de la razón divina, «sed suo modo et imperfecte» 88. Althusius explicaba más gráficamente que la mente humana «alucinaba» cuando pretendía proceder deductivamente desde los axiomas primeros 89.

La relación entre el derecho natural y el derecho positivo no es de de‑ducción de éste desde aquél, ni de enfrentamiento. Pedro de Bellapertica ya explicaba, en pleno siglo XIII, que como todo lo que tiene causa es justo naturalmente, el derecho natural se sustituye a sí mismo, y hay por ello un derecho natural de pasado, de presente y de futuro 90. Tres siglos

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86 «Et per hoc respondetur ad secundum quod mensura debet esse immutabilis quatenus fert natura materiae: mensura autem mutabilium rerum solidiorem non suffert perpetuitatem». De iustitia et iure..., cit., L. I, q. 7, art. 1.

87 Althusius explicaba: «Horum omnium cum varia, diversa, inconstans et mutabilis sit conditio et natura, unam ipsa et eadem dispositionem iuris communis admittere non potest». Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 14, § 8.

88 Vid. ST, I-II, q. 91, art. 3.89 «Saepe etiam ratio naturalis hallucinatur, tum quod informationem rationum communiorum

axiomaticarum, in mente existentium, quas de rebus omnibus non satis emendatas et explicatas. Quam quod deductionem notiorum singulorum, dianoëticarum ex communibus, et earumdem applicationem ad res singulas, in quibus facultas et voluntas est infirma, varia et a seipsa saepe dissidens». Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 13, § 16.

90 Bellapertica escribe: «Unde quod hic dicitur iura naturalia immutabilia sunt. Verum est per simi-lia. Sed iura civilia mutabilia: quia per similia sua mutari possunt... Sed ius naturale tolli potest per aliud simile sibi non per ius dissimile. Sic intelligunt iura allegata. Isti subtiliter loquuntur ta-men non bene dicunt. Dicunt enim quod per aliud ius dissimile potest ius naturale tolli non per se ipsum. Istud est contra rationem citius deberet tolli per sua similia quam per sua dissimilia iuxta illud: nihil tam naturale est: quam unumquodque dissolui eo genere quo ligatum est. Nil tam na-turale». Petri de Bellapertica..., cit., p. 105. Tres páginas más adelante condensa esta tesis: «Ideo ius naturale primaevum non potest immutari et ius naturale quod appellatur jus gentium. Sed sine causa non potest». Lo decisivo es que exista una «causa» suficiente: «Si sine causa introducta non valet, sed est magis corruptela». Esta doctrina de las causas supervinientes está referida a todos los tipos del derecho, también al derecho natural: «Sic intelligo omnia iura istius materiae». Petri de Bellapertica..., cit., pp. 108-109.

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más tarde, Oldendorp, Bolognettus, Conan y Tholosanus mantuvieron que las leyes positivas humanas constituyen la concreción histórica de los principios del derecho natural. Althusius explicaba esta relación entre el derecho positivo y el natural indicando que la convenientia en que con‑siste la justicia positiva no se separa en todo el derecho natural, sino que procede analógicamente según la razón de ambos órdenes jurídicos 91, de forma que las relaciones entre uno y otro derecho son simultáneamente de analogía y de discrepancia 92. Era tanta la importancia de la doctrina de la causa que Althusius explicaba que el derecho natural, de gentes y civil no eran tres especies del derecho, sino tres causas eficientes o tres efectos del único derecho 93. A mediados del siglo XVII, cuando el iusnaturalismo moderno había extendido el postulado del derecho natural como un orde‑namiento distinto del derecho positivo vigente, Johann Eisenhart recorda‑ba que no hay diferencias prácticas entre el derecho positivo y el natural, porque ambos proceden de la misma razón 94. Por lo demás, cuando ob‑servemos discrepancias entre las reglas del derecho natural y del derecho positivo, el cardenal Bolognettus era de la opinión que hay que preferir el derecho «civil» al derecho natural.

En este contexto de búsqueda última y radical, el criterio para reco‑nocer los principios del derecho natural es considerar que lo que posee una razón de conveniencia indefinida, eso es del ius naturale 95, porque el derecho que usamos cotidianamente en parte es derecho natural y en parte derecho positivo 96. Pero si los principios de uno y otro derecho se

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91 «Convientia illa est, quae non in totum a iure communi recedit, sed ab eodem analogice deducitur ex ratione utriusque, iure communi et fine utriusque iusto». Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 14, § 3.

92 «Discrepantia est, qua in adcommodatione ad particularia negotia a iure communi proprium non-nihil recedit, aliquid addendo vel detrahendo. Hoc est, quae non per omnia iure naturali communi servit, neque in generalibus illis principiis manet». Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 14, § 35.

93 «Mala vulgo species juris constituuntur, ius commune, naturale, gentium et civile. Non enim species iuris sunt, hoc est, effecta sed causae efficientes. Nam ex hisce praeceptis naturae et rectae rationis, omne ius, quod est, collectum dicitur a Justiniano». Vid. Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 13, § 9.

94 Procede desde la trasgresión de la norma: «sive naturali, sive civili iure, utpote cuius transgresio-ne implicite pariterque violatur ius naturae ea regula contineatur». De usu principiorum moralis philosophiae..., cit., § 4, p. 3.

95 «Quandoquidem si videtur aliquando inter se dissidere, praecepta civilia, et naturalia, praeferan-tur civilia. Nunquam enim a iure naturali leges recedent nisi ex maxima causa». De lege..., cit., cap. 30, § 6.

96 Así, Eisenhart, De usu principiorum moralis philosophiae..., cap. 2, § 29, p. 36, cuando escribía que «rebus agendis naturali iure indefinitarum rationum convenientia».

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imbrican condicionándose mutuamente, ¿qué relación mantienen entre sí? Descartada expresamente la solución deductiva, Tomás de Aquino expresa que la voluntad de Dios y la voluntad de los hombres además de conformarse «in commune ratione voliti», han de converger en el mismo fin último 97.

En este juego continuo, en el que los principios no ocupan un lugar estático, sino que suben o bajan según las necesidades huma‑nas, Arturus Duck mantenía que el jurista que recurre sin más a la ley para justificar su decisión, porque quiere escapar de las com‑plicaciones y contradicciones de la doctrina, no hace sino encubrir su puro y desnudo arbitrio 98. Pero el juego de los principios no puede anular la existencia y validez jurídica de las normas, y Hugo de Roy remataba este tema doctrinal explicando que aquel que no considerase las normas generales, sino que usara promiscuamente los extremos singulares, estaba privando de su prestigio a la palabra razonar 99.

5. PLURALIDAD DE FINES: PLURALIDAD DE PRINCIPIOS Y NORMAS

La Edad Media entendió que cada cosa existe en sí y por sí, sin que pueda existir un lenguaje omnicomprensivo que haga desapa‑recer la multiplicidad o una cualidad que opere una reductio ad unum en lo que es distinto 100. Ciertamente, en Dios se encuentra todo

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

97 Así, entre otros muchos, y aun tardíamente, Eisenhart, De usu principiorum moralis philoso-phiae..., cit., cap. 3, § 30.

98 «Voluntas igitur humana tenetur conformari divina voluntati in volito formaliter: tenemur enim velle bonum, et communem... Sed tamen quantum ad utrumque, aliquo modo voluntas humana conformatur voluntati divina in commune ratione voliti, conformatur ei in fine ultimo: secundum autem non conformatur ei secundum rationem causae efficientis». ST, I-II, q. 19, art. 10.

99 «Et licet plures sint, qui justitia, acumine et eloquentia Legum Romanorum capti, volunt causas tantum in judicibus decidi por Leges “Justinianeas”, rejectas interpretum omnium Commentarius et scriptis et inutilibus, discordantibus et confusis... [Él sin embargo entiende que] Rejicere enim Doctorum sententias et interpretaciones ubi casus non est iure expressus, non autem aliud est, quam omnes casus arbitrio et conjecturis Judicantium decidendas relinquere». De usu principio-rum moralis philosophiae..., cit., L. I, cap. 8, § 4.

100 «Qui igitur generalia quaedam praecepta his non consideratis, vel parum anidmadversis, omnibus ac singulis promiscue appropianda putaret, nomine ratiocinantis merito privaretur». De eo, quod iustum est..., cit., L. II, Titulus Septimus, § 7.

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unido, pero en el mundo nuestro no existe tal unidad 101. No existe un solo fin de la vida humana que tenga capacidad para ordenar unitariamente lo múltiple, porque la misma beatitudo se descom‑pone en muchas cosas que tienen sus propios fines 102. La misma naturaleza no alcanza algo así como un «bien común de la razón», sino sólo a lo que es la perfección de cada cosa 103.

Además, la multiplicidad se ve potenciada por las individualidades de las personas humanas, porque lo que es natural debe ser referido tanto a la especie como a los individuos, de forma que existen como dos naturalezas, una la específica y otra la de cada individuo 104. La insisten‑cia moderna en las «naturalezas inmutables de las cosas», hizo perder de vista que el acto in seipso es el acto «del» sujeto, sin que sea posible se‑parar uno y otro, y por ello lo que es bueno y virtuoso para uno es malo y vicioso para otro 105. Sucedía que consideraban que lo que está en algo o alguien está ahí según el modo que es propio de ese alguien 106.

La misma noción de «totum» es una noción diferenciada, porque hay muchos «todos», del mismo modo que hay muchas partes 107. La razón humana no puede unificar las realidades, sino que más bien es la propia razón la que es constituida por esas realidades, de las que ella toma sus medidas. Las mismas potencias del hombre se diversifican según el orden de los objetos que hay que conocer o que hay que realizar 108, porque las pasiones del hombre no son las causas de los amores que le mueven, sino

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101 Tomás de Aquino explicaba: «Non est igitur una materia quae sit in potentia ad esse universale». SG, § 940.

102 «Quod enim est in supremo unitum, multiplex in infimis invenitur». SG, § 2014.103 «Ad secundum dicendum, quod ad unum finem ultimum, quod est bene vivere totum, ordinantur

diversi actus secundum quaedam gradum... qui tamen habeant quosdam proximos fines». ST, II-II, q. 51, art. 2.

104 «natura autem non attingit ad communem boni rationem, sed ad hoc quod est sua perfectio». SG, § 998.

105 Vid. ST, I-II, q. 63, art. 1.106 «Ad tertium dicendum, quod ratio illa procedit de actibus secundum seipsos consideratis. Sic enim,

propter diversas hominum conditiones, contingit quod aliqui actus sunt aliquibus virtuosi, tanquam eis proportionati et convenientes, qui tamen sunt aliis vitiosi, tanquam eis non proportionati». ST, I-II, q. 94, art. 3.

107 «Omne autem quod est in altero, est in eo per modum eius in quo est». SG, § 992.108 «Cum enim totum dicatur pro relationem ad partes, oportet totum diversimode accipi sicut diversimo-

de accipiuntur partes». SG, § 1485.

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que cada pasión depende del objeto al que ella tiende 109. Es decir, las «fuerzas» del hombre proceden desde las diversas operaciones «secun‑dum seipsas», como son las compraventas y otras operaciones de este tipo, en las que hay que atender a la razón de lo debido o no a otros 110, y por este motivo la justicia y sus partes giran en torno a sus propias opera‑ciones en tanto constituyen su propia materia 111.

El trabajo humano no puede eliminar la complejidad porque nues‑tro hacer no puede crear un bien común o abstracto, sino que tiende al bien «concretum in singulari» 112. Quizá la razón última de por qué el pensamiento romanista entendió que las cosas son tal como se pre‑sentan, múltiples e irreductibles sin que puedan ser unificadas en un lenguaje superior, residía en la profunda convicción de que «non est eadem ratio veritatis et rationis» 113.

La noción de la naturaleza como un único todo acabado, tal como se manifiesta en Gabriel Vázquez o en Suárez, fue ajena al pensamien‑to anterior. Tomás reitera que la naturaleza no es más que «el principio intrínseco de las cosas que cambian» 114 y que sólo secundariamente llamamos «naturaleza» a una sustancia o «quodlibet ens»115. De ahí surgía la facilidad para considerar el «plano medio del derecho», que ni justifica cualquier hecho empírico, ni se remonta a idealidades re‑motas. Por este motivo, Acursio podía escribir fluidamente: «Locus est a communiter accidentibus» 116. ¿Es preciso que estudie teología el que quiera saber derecho?, se preguntaba este mismo jurista: «Res‑pondeo non: nam omnia in corpore iuris inveniuntur» 117.

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

109 «sed secundum ordinem objectorum est ordo potentiarum». SG, § 158.110 «Cuius ratio est, quia omnis alia passio animae, importat motus ad aliud, vel quietem in aliquo». ST,

I-II, q. 27, art. 4.111 «Et in talibus oportet, quod sit aliqua virtus directiva operationum secundum seipsas; sicut sunt

emptio et venditio, et huiusmodi operationes, in quibus attenditur ratio debiti, vel indebiti ad alterum». ST, I-II, q. 60, art. 2.

112 Ibídem.113 Com. Eth..., cit., § 101.114 ST, I-II, q. 93, art. 1.115 «principium intrinsecum in rebus mobilis». ST, I-II, q. 10, art. 1.116 Vid. Ibídem.117 Corpus Juris Civilis..., cit., L. I, tit. 3, glosa «e».

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Ciertamente, cada hombre unifica en su unidad vital lo que es dis‑tinto, de modo que lo que es diverso «secundum rem» puede quedar «ut unum secundum rationem» 118, pero del hecho de que el hombre pueda perseguir simultáneamente varios fines, no se sigue que se pro‑duzca una unificación real de lo que es distinto y opuesto. Al ser las cosas humanas contingentes, el razonamiento práctico no está obliga‑do a asentir necesariamente a lo propuesto en un razonamiento, «sino que queda en la potestad de cada hombre asentir a una u otra parte de la contradicción» 119. Porque no en vano enseñaba Jacobo Lernsher que el teólogo adoctrina al pueblo, el médico cura las enfermedades, pero el jurista siempre es contradicho por un adversario 120.

Además, los escolares de la Baja Edad Media habían estudiado en la dialéctica y en la retórica que el «ser» tiene diversos modos de ma‑nifestarse, porque lo que puede ser igual desde el punto de vista de la cantidad, no lo es desde el punto de vista económico. Precisamente la gran innovación de la escolástica más moderna consistió en prescindir de estos «modos de ser», y situar en su lugar un único discurso sobre las cosas que fue llamado «formal», como manifiesta especialmente Suárez. Anteriormente entendían que cada verdad se manifiesta de un modo distinto, por lo que previamente era necesario mostrar bajo qué «modo» era posible manifestarla 121.

Tomás de Aquino había establecido que la consideración de las co‑sas que son necesarias y universales es «simpliciter seu absolutior», pero la de los particulares contingentes no es así 122. Efectivamente, el azúcar es gran alimento, pero para algunos enfermos es un veneno. Luego, lo que un hombre quiere no se califica moralmente desde el único punto de la bondad o maldad que surge aparentemente «ex

FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ

118 Corpus Juris Civilis..., cit., L. I, «Justitia», glosa «q».119 Vid. ST, I-II, q. 12, art. 3.120 Com. Eth. § 518, núm. 43.121 Oratio de dignitate utilitatique Juris Civilis. Coloniae, 1542, p. 13.122 «Quia vero non omnis veritatis manifestandae modus est idem... necesse est prius quis modus sit

possibilis ad veritatem propositam manifestandam». SG, § 13.

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objecto», sino que es preciso atender a otros extremos. Él da a enten‑der que la maldad es mucho más fácil de detectar que la bondad, por‑que algo puede ser malo por un solo defecto, pero para ser considerado bueno tiene que ser tal «ex tota integra causa» 123.

El problema estaba situado en la dimensión necesariamente perso‑nal de toda actuación propiamente humana. Porque «algo puede ser natural de un doble modo. Uno, según la naturaleza de la especie, como cuando se dice que el hombre puede reír... Otro, según la natu‑raleza del individuo, porque es natural a Sócrates o Platón ser enfer‑mizos» 124. Esto implica que la bondad o maldad de la conducta puede ser enjuiciada tanto desde el punto de vista de la conducta en sí como desde la disposición del que actúa: «Scilicet ex conditione eius, quod proponitur, et eius, cui proponitur» 125. Se crea así una relatio cuyo en‑juiciamiento depende de ambos extremos 126, el real y el personal.

En las éticas de todos los tiempos ha tenido una influencia decisiva la consideración que los escolásticos llamaban «ex objecto», esto es, atendiendo a la naturaleza misma de lo que se hace, y el de Aquino hubo de enfrentarse a este tema singularmente vidrioso porque hacía oscilar la doctrina entre un objetivismo poco humano y un subjetivis‑mo que lo puede justificar todo. Él comienza explicando confusamente que el fin es algo extrínseco a la acción misma, porque es fundamental en toda conducta tanto su causa, esto es, la persona agens, como su forma. «Pero respondo diciendo que el acto es llamado propiamente humano en la medida en que es voluntario, y el motivo de la voluntad, y el objeto es el fin. Y por esto es principalísima entre todas las cir‑cunstancias, aquella que atiende al acto del que obra, a la finalidad. En cambio, es secundario lo que atiende a la sustancia del acto, a lo que el acto es» 127. Una declaración así, centrada también en el fin subje‑tivo del actuante, suponía situarse en las antípodas de la modernidad,

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

123 Vid. ST, I-II, q. 94, art. 3.124 Vid. ST, I-II, q. 71, art. 5.125 Tomás de Aquino, ST, I-II, q. 51, art. 1.126 Tomás de Aquino, ST, I-II, q. 9, art. 2.127 Cf. Ibídem.

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que comenzó, de la mano de Vázquez, Suárez y Grocio, considerando lo que las cosas son «ex sua natura», formaliter, «proprie loquendo», «per se et sua natura seclusis aliis circunstantiis», etc. En la pugna que Tomás mantiene consigo mismo acerca de la noción de justicia, él mis‑mo oscila entre considerar que el acto justo consiste en dar a los otros lo que ya es suyo, o en actuar como actúa el hombre virtuoso: en el primer caso destaca la dimensión real de la justicia, y en el segundo su vertiente personal. Es un tema que dejó abierto, preguntándose si él mismo no incurría en «quaedam circulatio» al definir la justicia como dar al otro lo suyo, pero determinando lo que es del otro según la ac‑tuación personal virtuosa 128.

Recalcó en gran medida, desde luego, que las conductas humanas no se califican de buenas o malas absolutamente, sino «secundum rationem particulares», de modo que si la voluntad de uno quiere algo que tiene razón de bueno, tal voluntad es buena; y si la voluntad de otro quiere algo que no tiene razón de malo, entonces tal voluntades también buena 129. En la pequeña y breve escolástica tomista, Francisco de Vitoria sentaba, a propósito de un caso moral, que no condenar a esas personas universal‑mente es falso, y es falso también condenarlas siempre 130. Albertus Bolog‑nettus explicaba que el derecho de gentes es verdadero derecho también en aquello que se opone al derecho natural, como es el caso de las guerras, cautividades, etc., porque estas cosas no hay que considerarlas simpliciter, sino (ut ita dicamus) son naturales «secundum quid» 131. Ante la marea iusnaturalista moderna, que sólo contemplaba esencias desencarnadas, Hugo de Roy recordaba que lo bueno y lo malo estaban diferenciados por cuestiones de matices, porque nuestra elección no suele ser entre lo bueno y lo malo, sino entre lo mejor y lo peor 132. Porque «Non omnia omnibus

FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ

128 ST, I-II, q. 7. art. 4.129 Vid. Com. Eth. § 1131, en donde expone: «Videtur autem hic esse quoddam dubium. Nam si veritas

intellectus practici determinatur in comparatione ad appetitum rectum, appetitus autem rectitudo de-terminatur per hoc quod consonat rationi verae... sequitur quaedam circulatio in dictis determinatio-nibus».

130 «Et ideo si voluntas alicuius velit illud esse, secundum quod habet rationem boni, est bona: et voluntas alterius, si velit illud idem non esse, secundum quod habet rationem mali, erit voluntas etiam bona... Contigit autem aliquid esse bonum secundum rationem particularem, quod non est bonum secundum rationem universalem». ST, I-II, q. 19, art. 10.

131 Vid. De justitia..., cit., II-II, q. 57, art. 6, § 22.132 Vid. De lege..., cit., cap. 27, § 5-6.

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convenit», ya que aunque los preceptos son siempre los mismos, las cosas no permanecen iguales a sí mismas, de modo que «alia in aliis, haec in hiis, illa in illis, specialiora sunt» 133. Los principios comunes de la Ley natural no pueden ser aplicados del mismo modo a todos, por la variedad de los asuntos humanos 134. Una tesis que Albertus Bolognettus matizaba indicando que aunque lo natural es siempre uno, y difiere mínimamente de sí, dispone de varias reglas o medidas, a través de las cuales aquello natural se aplica de formas distintas 135.

Gregorio Tholosanus recordaba que muchas normas, aunque diversas y contrarias según el tiempo y el lugar, son justas y equitati‑vas aunque no según una consideración general, «sed diversa ratione, et secundum quid» 136. Esto es, no según el derecho natural en abstracto, sino de acuerdo con el derecho natural en concreto, según la conveniencia del sujeto al que se le prescribe lo justo individualizadamente 137. Porque, como Althusius indicaba, tenemos la posibilidad de considerar las cosas ya separadas e individualizadas, con un nombre propio, pero también es posible considerarlas no como singulares «per se et in se», sino como todo un cuerpo de cosas constante al que estudiamos como si fuera una sola realidad 138. Tardíamente Eisenhart recordaba que la moralidad consiste en un hábito o respecto de la acción con el dictamen de la recta razón o con el derecho, por el cual el acto es determinado según las circunstancias 139.

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

133 «ut semper una ratio ab alia non differat; nisi ut magis et minus. Neque alio respectu iustum vel in-ustum ex unaquaque patitur, nisi ut maius anteponatur minori...». De eo, quod iustum est..., cit., L. II, Titulus Septimus, § 7.

134 Ibídem.135 «Ad tertium dicendum, quod principia communia legis naturae non possunt eodem modo applicare

omnibus, propter varietatem rerum humanarum». ST, I-II, q. 95, art. 2.136 «Sic istum ipsum naturale, licet sit semper unum, et idem, at que a se ipso minime differat, varias

tamen regulas, et quasi mensuras habet, quibus varie illud homines applicando quodammodo me-tiuuntur». De lege..., cit., cap. 7, § 9.

137 «Quae omnia tamen, etsi diversam in locis diversis, et contrariam, iusta nihilhominus sunt et aequa: sed diversa ratione, et secundum quid, non secundum generalem considerationem iuris naturae in abstracto, sed secundum ius naturale in concreto, hoc est, pro convenientia subiecti, cui nomotheta iustum praescribit». Syntagmatis iuris universi. Venetiis, 1593, 4a. ed., Pars II, L. XI, cap. 1, § 9.

138 «Universales res sunt, quando res discretae, singulares, plures, uni nomini subjectae et conjunctae... universitatem et corpus unum constituunt... In hoc corpore non singulares res in se et per se, sed tantum corpus ex rerum multarum comprehensione et collectione constans, consideratur, tanquam res una». Dicaeologia..., cit..., L. I, cap. 4, § 1 y 3.

139 «Sed moralitas consistit in habitudine seu respectu actionis ad dictamen rectae rationis sive ius quo circunstantiae actus determinatur». De usu principiorum moralis philosophiae..., cit., cap. II, § 4.

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Pero esta llamada tardía no tuvo eco, porque la modernidad, ya bajo los discípulos de Descartes que sólo conocían esencias inmutables en la men‑te divina, ya bajo el sensismo y fenomenismo de tantos ilustrados, había rechazado la posibilidad de considerar que no todo es siempre lo mismo.

6. LA FILOSOFÍA PRÁCTICA Y LA FILOSOFÍA TEÓRICA

La reflexión debía dar cuenta de las muchas direcciones posibles que podía adoptar el razonamiento práctico porque, como expresa‑ba Beckmann, «philosophari est bene ratiocinari circa ea, quae occu‑rrunt» 140.

A ellos les resultaba evidente, en el marco de este tipo del filosofar que no atiende a describir lo que ya es sino a explicar la verdad que hemos de crear, que el conocimiento estrictamente cognitivo es im‑posible. Por ello, Conrado Lagus, olvidándose momentáneamente de sus análisis filológicos e históricos, explicaba: «La Juris Prudentia no puede ser incluida entre las artes que se enseñan cognitivamente» 141. Porque el ius civile había de ser entendido a la luz de los principios prácticos propios del derecho natural, ya que si no era así, este derecho quedaba reducido a un «Jus subtile, durum et rigor iuris, mera subtili‑tas, mera cognitio» 142.

Aquella época, más dada a matices que la nuestra, no mantenía que el conocimiento jurídico estuviera siempre excluido del campo de lo cognitivo: más bien proponía considerar que el estudio del derecho se abordara simultáneamente desde el ángulo teórico y el práctico, y Johann Henricus Berger proponía que consideráramos a la jurispru-dentia romana desde dos posibilidades, una legal y otra doctrinal. La legal debía desdoblarse en otras dos, la que nos proporciona la notitia de sus leyes, y la que nos suministra la scientia de ellas, de modo que

FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ

140 «Philosophia haec practica in rebus mundanis multum habet utilitatis; quoniam philosophari est bene ratiocinari...». Doctrina iuris ex Jure Naturae, Jure Gentium, Canonico, Civile, Jure Civili Romano, Jure feudali et Principiis Philosophiae practicae. Jena, 1678, voz «Philosophia», p. 434.

141 «Neque Juris Prudentia, inter eas artes referenda est, quae propter cognitionem tantum discuntur». Methodica juris utriusque traditio. Lugduni, 1562, p. 24.

142 J. Althusius, Dicaeologia..., cit., L. I, cap. 16, § 16.

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aquélla perteneciera más bien al factum, y ésta al ius, y así «conoce‑ríamos» los hechos y «sabríamos» el ius 143. Henricus Ernstius propo‑nía una explicación de este problema aparentemente más completa: existen tres tipos de jurisprudentia: una que crea las leyes, otra que administra justicia según las leyes ya promulgadas, y una tercera que interpreta las leyes y el derecho escrito, y en la medida en que puede, lo conforma según equidad 144.

Porque los juristas y en general la reflexión sobre el derecho, usaban dos verbos distintos para referirse a lo que hoy conocemos genéricamente como estudio del derecho. Uno de los verbos era el cognoscere, que mentaba el conocimiento cognitivo o teórico, y el otro el scire, con el que aludían al «saber haber» propiamente prác‑tico. Era lógico que Pedro de Bellapertica diferenciara al ius y a la jurisprudentia escribiendo que «ius est scriptum, et jurisprudentia est scire» 145, y era lógico también que ellos hicieran depender la filosofía teórica desde la práctica 146.

El origen del problema estaba, según Tomás de Aquino, en que la naturaleza tiende a regir cada cosa en sí misma 147, y si la in‑quisición racional debía seguir los principios generales propios de la dialéctica especulativa, el juicio o demostración racional debía tener en cuenta los principios propios de cada cosa 148, y ambos saberes reciben nombres distintos, porque la «dialectica inquisitiva de ómnibus» constituye la Synesis, que trata de la forma de actuar

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

143 «Definitio jurisprudentiae. Romanae duplex est: alia legalis, alia doctrinalis. Legalis iterum duplex est... qua definitione duo continentur genera: alterum notitiae, alterum scientiae: alterum pertinet ad factum, alterum ad ius: res cognoscimus, ius scimus». Oeconomia juris. Lipsiae, 1755, p. 1.

144 «Antequam tamen huc ablam, dicam prius (quia supra tantum tetigi) de Jurisprudentiae partibus, quae tres sunt: Una, quae leges condit; altera, quae secundum latas leges justitiam administrat; tertia, quae leges interpretatur, et ius scriptum, quanto ex tuto potest, ad aequitatem componit». Catholica juris. Gryphiswaldiae. 1666, p. 97.

145 Petri Bellapertica..., cit., p. 50.146 Eisenhart mantenía: «felicitatem autem theoricam a practica, vel ab illa separatam concibere animo

non possum». De usu principiorum moralis philosophiae..., cit., cap. 1, § 8.147 «Natura autem ad duo intendit: primo quidem, ad regendum unamquamque rem in seipsa». ST, II-II,

q. 50, art. 4.148 «Ad secundum dicendum quod iudicium debet summi ex propriis principiis rei: inquisitio autem fiat

etiam per communia... Unde etiam in speculativis dialectica, quae est inquisitiva, procedit ex commu-nibus: demonstrativa autem, quae est iudicativa, procedit ex propriis». ST, II-II, q. 51, art. 4.

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según la ley común; por el contrario, la Gnome juzga según la ra‑zón natural allí donde está esta ley 149.

Porque la prudencia (de la jurisprudentia era sólo una parte) desbor‑da la simple consideración racional («consideratio rationis») y reclama la applicatio ad opus, que es el fin de la razón práctica 150. Sucede que el silogismo práctico procede simultáneamente desde lo universal y lo singular, y es mejor suponer dos intelectos, uno que es «cognoscitivo» de los universales, y otro que es cognoscitivo de los «extremos», esto es, de los operables que son contingentes y singulares, o proposición me‑nor 151. Obviamente, el protagonismo ab initio de la premisa menor del silogismo práctico excluye cualquier tentación estrictamente deductiva, y no encuentra lugar la regla escolástica que enunciaba que «conclusio sequitur peiorem partem». Esto no era nada heterodoxo o contradictorio con las reglas de una epistemología general, porque Tomás explica que «ninguna capacidad cognoscitiva conoce una cosa sino según la razón del propio objeto» 152. Como es lógico, esa terceridad entre la premisa mayor y menor del silogismo, que es el factor que lleva a la conclusión, no es sino «lo más conveniente» 153.

El de Aquino reitera que las diversas conclusiones de la razón prác‑tica, aunque estén obtenidas desde los mismos principios generales, pueden ser y son distintas según los tiempos y lugares. Mantiene que su verdad o rectitud no es la misma para todos los hombres, y que

FRANCISCO CARPINTERO BENÍTEZ

149 «Unde in speculativis una est dialectica inquisitiva de oninibus: scientiae autem demonstrativae, quae sunt judicativae, sunt diversae de diversis. Distinguuntur autem synesis et gnome secundum diversas regulas, quibus judicatur. Nam synesis est judicativa de agendis secundum communem legem; gnome autem est secundum ipsam rationem naturalem in his, in quibus deficit lex communis». ST, I-II, q. 57, art. 6.

150 «Respondeo dicendum quod ad prudentiam pertinet non solum consideratio rationis, sed etiam appli-catio ad opus, quae est finis practicae rationis». ST, II-II, q. 47, art. 3.

151 «Conclussio autem singularia syllogizatur ex universali et singulari propositione. Unde oportet quod ratio prudentiae ex duplici intellectu procedat. Quorum unus est qui est cognoscitivus uni-versalium... Alius autem intellectus est qui, ut dicitur Philosophus in VI. Eth., es cognoscitivus extremi, idest alicuius primi singularis et contingentiis operabilis, propositionis scilicet minoris». ST, II-II, q. 49, art. 2.

152 «Nulla virtus cognoscitiva cognoscit rem aliquam nisi secundum rationem proprii objecti». SG, § 2325.

153 «Consilium est inquisitio rationis: sed ratio a prioribus incipit, et ad posteriora devenit secundum convenientiorem ordinem». ST, I-II, q. 14, art. 5.

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incluso que entre aquellos que forman una unidad, tampoco es igual tal verdad 154, lo que implicaba que la diversidad alcanzaba no sólo al conocimiento, sino también al ser. Estamos ante un tipo de conside‑ración de la normación de la conducta del hombre que se aparta todo coelo de la de aquellos que hacían arrancar sus consideraciones desde la distinción entre «principium essendi et cognoscendi».

El razonamiento práctico, al tener en cuenta simultáneamente las pretensiones de la premisa mayor y de las posibles premisas meno‑res, selecciona los principios aplicables al mismo que los aplica. Los principios no aparecen en su grandeza, sino más bien parecen seres carecientes que ruegan que se les tenga en cuenta en el caso, que el silogismo se construya de la forma más conveniente para ellos. Porque la «dialéctica judicativa» tiene en cuenta los modos de ser de cada cosa, y estos respectos determinan distintas direcciones del razona‑miento aunque los elementos sean los mismos. La Edad Moderna, que buscaba seguridad a costa de la objetividad, prescindió de los modos de ser, y diseñó un silogismo de una única naturaleza que sólo tenía en cuenta una faceta de las cosas. Pero como el juzgador, quiera él o no quiera, tiene en cuenta respectos distintos en cada momento del razonamiento, sigue una lógica que se hace acreedora al reproche de James Lorimer: «It has always apparead to me that one of the most useful directions in which concrete Logic would be presented would be in the construction of a science of aberrations» 155.

NORMA Y PRINCIPIO EN EL JUS COMMUNE

• Índice General§ Índice ARS 25

154 «Sed quantum ad proprias conclussiones rationis practicae, non est eadem veritas seu rectitudo apud omnes; nec etiam apud quos est eadem, est aequaliter nota». ST, I-II, q. 94, art. 4.

155 The Institutes of Law, cit., p. 164, nota a pie.

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DERECHO Y MORAL 1

Sergio Cotta

SUMARIO: 1. La postura contemporánea; 2. La postura griega; 3. La postura cristiana; 4. El derecho según la modernidad; 5. La postura de Kant; 6. Conclusión.

1. LA POSTURA CONTEMPORÁNEA

La cuestión de la relación del derecho con la moral parece ya defi‑nitivamente resuelta por un cierto tipo de cultura, hoy frecuentemente difundida entre filósofos, juristas y también teólogos morales. El dere‑cho como categoría normativa entra en el plano de la amoralidad y por tanto del operar técnico. Esta postura se fortalece, directa o indirecta‑mente, con base en el magisterio de Kant, pero deformado, según el cual la moral sería autónoma, legislación interna de la conciencia del sujeto; mientras que el derecho sería heterónomo, legislación externa de la conciencia del sujeto.

Con base en esta distinción categorial, la amoralidad de lo jurídico (normas y comportamientos) es considerada una de las características propias de la «modernidad». Designo así aquel modo de entender la cultura como se ha venido desarrollando a lo largo de la edad crono‑lógica moderna, que cree poder reconducirla a una unidad homogénea de sentido, no obstante sus particularidades. En efecto, en la edad mo‑derna encontramos pensadores ilustres, los cuales no comparten en absoluto tal posición: basta recordar los grandes ejemplos de Leibniz

• Índice General§ Índice ARS 25

1 Conferencia dictada el 13 de enero de 1989 en el Centro Académico Romano de la Santa Cruz. Traducción hecha por Javier Saldaña, Mario Cruz y Fabio Iodice Damiano.

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y de Rosmini. Sin embargo, ellos no son considerados, como si fueran meros resabios del pasado. Para quien no comparta la ingenua filoso‑fía de la historia como progreso —por el cual lo «moderno» incluye siempre y en todo la superación del pasado— la «modernidad» de la amoralidad del derecho no constituye en absoluto un obstáculo al re‑examen crítico de la cuestión. Al contrario, la presencia de pensadores modernos que no comparten la posición «modernista» (por así decirlo) induce a poner en conflicto con ésta la lección del pasado.

Es de hecho un dato histórico incontrovertible que, por una larga serie de siglos, el derecho ha sido colocado en el ámbito de la moral, ya que el in sé del derecho ha sido puesto en la justicia en su doble sig‑nificado: objetivo, de orden de la vida, y, subjetivo, de virtud personal. Al interior de esta concepción general, que denominaré «clásica», se especifican, en líneas generales dos modos típicos de reconducción del derecho a la moral: aquél del pensamiento griego, dominante des‑pués sobre la cultura romana, y aquél del pensamiento cristiano, como ahora ilustraré concisamente.

2. LA POSTURA GRIEGA

Considero esta postura en sus aspectos más significativos. Dos fragmentos de Heráclito 2 pueden ofrecernos un importante punto de partida. «Todas las leyes humanas [...] vienen nutridas por una sola ley, que es la divina: ésta prevalece, de hecho, cuanto quiere y basta a todo». La ley divina es, por tanto, fundamento y sustento («nutre») de las leyes humanas, ya que ésta según Heráclito, es «en donde se concatenan todas las cosas» 3: fuera del «concatenamiento» (xunòn) el mundo no tiene sentido. De aquí el segundo fragmento: «Por esto se debe (dei) seguir esto que se concatena. Y a pesar de que el logos se concatene, la mayoría vive como si cada uno tuviese una sabiduría (phrónesis) separada» 4.

DERECHO Y MORAL

2 Me valgo de la traducción de G. Colli, Milán, 1980.3 Diels-Kranz, 22 B 114.4 DK, 22 B 2.

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No obstante la oscuridad de Heráclito, su mensaje puede descifrar‑se según los tres puntos siguientes. 1) Las leyes son necesarias, ya que «la mayoría» se deja guiar por una sabiduría separada del concatena‑miento de las cosas, y entonces particularista y errada. 2) Las leyes humanas están en grado de superar esta realidad fenoménico‑empírica particularista sólo si se «nutren» de la ley divina que manifiesta aquel concatenamiento en el cual el mundo revela su sentido. 3) Por lo tanto, se debe seguir la ley divina.

Se puede deducir en términos modernos: 1) que es ley auténtica (ley según la verdad) sólo aquélla conforme a la ley divina, 2) que la ley humana auténtica por su conformidad a la ley divina, es justa y por tanto moral. Sin duda, la «ley divina» de Heráclito es la de Pólemos, que produce el mundo y la vida, introduciendo en la materia informe e inerte las diferencias y por tanto el conflicto. Es el conflicto que «con‑catena» cosas y acciones según un incesante movimiento dialéctico de producción y destrucción.

La metafísica griega posterior encontrará de esta manera el con‑catenamiento en la armonía de las cosas y de los acontecimientos, o sea en su orden según la justicia. Sin embargo, esta importantísima mutación no modifica el esquema general interpretativo de la ley ya presente en Heráclito: lo precisa. En efecto, tanto Platón como Aris‑tóteles distinguen el nomos, la ley auténtica en cuanto justa —porque deriva de la naturaleza según Platón 5, y es universal e imparcial según Aristóteles 6— de los dógmata póleos convencionales (según Platón), de los pséphysma o deliberaciones de la asamblea (según Aristóteles), los cuales pueden ser, de hecho, justos o injustos.

En el Minosse platónico se va más allá. Las deliberaciones de la ciudad pueden bien ser buenas o malas, pero el nomos «no puede ser malo» (314a‑e), ya que es «descubrimiento de aquello que es», exéu-resis tou óntos (315a), «descubrimiento de la verdad» (317d). Por eso

SERGIO COTTA

5 Leggi, X, 889e-890a.6 Política, IV, 1292a; Ética Nicomachea, V, II 34b.

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«lo que es conforme a la rectitud es ley regia, no ya lo que no es recto y que para los ignorantes parece ley, pero es ánomon» sin ley (517c). El nomos expresa la verdad del ser.

Por tanto, según ambos filósofos: 1) es ley sólo aquella que es es‑tructuralmente justa; 2) son justos el individuo y las conductas «le‑gales» 7, ya que son conformes a la ley auténtica, al «nomos basi‑leus». Los estoicos no se distanciarán de tal posición, en una renovada concepción cosmológica de la ley. Para Crissippo, de hecho, la ley derivante del logos divino es orthós lógos, recta razón, «que ordena aquello que se debe hacer y prohíbe aquello que no se debe hacer» 8.

Si se toma en cuenta la primacía de la justicia como «virtud per‑fecta» o «virtud total» 9, la conclusión es clara. La verdad del ser es el orden: el concatenamiento de Heráclito, lo que une, pero ya no en modo dialéctico‑conflictual. La ley expresa este orden justo, porque es según la verdad: por tanto, la esencia del nomos es la justicia y por consiguiente el nomos es moral por estructura. De hecho, si no es justo, no es nomos sino ánomon, expresión no ya del orden según la verdad del ser, o sea, según la naturaleza, sino del desorden y de la desmesura provocados por la arrogancia titánica (hybris) del hombre, cerrado en su phronesis particularista. Ésta, es en grandes líneas, la postura dominante de la metafísica griega.

3. LA POSTURA CRISTIANA

El pensamiento cristiano acoge integralmente, en la sustancia, la postura griega. Recuerdo la lapidaria y resumida afirmación de San Agustín «mihi lex esse non videtur quae iusta non fuerit» 10, retomada textualmente por Santo Tomás en la Summa Theologiae, con la preci‑sión de la obligatoriedad de la ley «in foro consciencientiae» (I‑II, 96, 4), mientras que la ley (positiva) injusta es «magis corruptio legis» (ib., 95, 2).

DERECHO Y MORAL

7 Gorgia. 540c-d; Ética Nicomachea, V, 1129b.8 In Arnim, Stoicorum veterum fragmenta, III, 314 y 613.9 Ética Nicomachea, V, 1129b y 1131a.10 De libero arbitrio, I, 15, 11.

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La línea de razonamiento que lleva a identificar la esencia de la ley en la justicia, haciendo por tanto clara la moralidad en sí, es la mis‑ma de la griega. La ley es ordenamiento de la relación interhumana; pero como se refiere al hombre en su inevitable relacionarse, no puede prescindir de la verdad de lo que el hombre es, debe hacer justicia, por decir así, a esta verdad. De otra manera caería en la contradicción de ser hecha por el hombre contra sí mismo, mientras, para retomar el dicho romano, «hominum causa ius constitutum». Se nota: el tér‑mino causa indica con evidencia la causa final del derecho —hecho para el hombre— pero implica en sí también la causa eficiente de esto —hecho por el hombre—. Por eso el sentido completo del dicho es: el derecho está hecho por el hombre para el hombre (mientras que lo que no está hecho por el hombre es su naturaleza). La afirmación es difícilmente controvertible en lo que se refiere a la categoría del dere‑cho o de la ley, no obstante toda posible desviación por parte de leyes individuales denominables corruptiones legis, porque son injustas en confrontación con la verdad del hombre.

En el orgánico sistema tomista de las leyes, la identidad de esencia entre derecho y justicia, y por tanto la moralidad del primero, encuentra una determinación más precisa. La lex humana, en cuanto orden esta‑blecido por el hombre para el hombre, no puede distanciarse sin contra‑decirse de la lex naturalis, que constituye el orden de aquella rationalis creatura que por naturaleza propia es el hombre. A su vez, la lex natu-ralis no es más que el reflejo, sobre el plano humano, de la lex aeterna: aquélla del orden global, cosmoantropológico, creado por Dios.

Este coherente concatenamiento de leyes (y de órdenes) está cen‑trado sobre la verdad de un ente, el hombre, que no se ha autopro‑ducido, autoproduciendo la propia naturaleza ontológica, sino que ha sido producido, traído‑delante (¡a Dios!), creado. Esta verdad viene clarificada en el pensamiento cristiano según un doble itinerario: el originante itinerario descendiente (l’exitus agustiniano) —Dios, natu‑raleza (filia Dei!), hombre— al cual sigue como en un espejo el ascen‑dente itinerario reflexivo‑existencial (el reditus) hombre, naturaleza, Dios, en el cual el hombre alcanza el reconocimiento conciencial de sí mismo según la propia naturaleza ontológica y por consiguiente del

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propio origen y destino último. El orden descendiente‑ascendente de las leyes corresponde perfectamente al orden descendente‑ ascendente en el cual se revela la verdad integral del hombre.

Este cuadro ontológico y cognitivo da plena razón del por qué, para el pensamiento cristiano, sólo la ley justa, ley según verdad (el Minos-se) sea ley para el hombre. La pertenencia del derecho a la moral es, por tanto, confirmada en modo explícito. Pero precisamente el origen primero y el destino último del hombre —no fantaseada, sino inscrita en su integral estructura ontológica por la presencia en ésta del agus‑tiniano Dios internus-aeternus 11— constituyen los fundamentos de la gran novedad aportada por el cristianismo a la autocomprensión del hombre y, por tanto, en relación con nuestro problema, a una más plena compresión de la moral.

La moral ya no está resuelta in toto en la justicia y, por tanto, en la juridicidad; más allá, pero no en contra de ésta y de su orden; más allá de su universal e imparcial medida determinante y retribuyente del justo y del injusto, se eleva la caridad, l’agape. No es des‑medida, sino precisamente el más allá de la medida del don y del perdón hacia cualquiera, sin excepción de persona. En statu viae, en el tiempo, la caridad constituye el modo de vivir personal, y por esto siempre in‑completo, que anticipa la atemporal plenitud agápica del Reino, donde se da la comunión con Dios, que caritas est, en la visión directa y ya no per speculum in aenigmate. La caridad, por tanto, constituye la vin‑culación del orden temporal con aquel ultratemporal del hombre.

La revelación del arraigo de la caridad en la estructura ontológica del hombre, por su participación al divino, no tiene sólo un valor teo‑lógico, sino también filosófico y relevantísimo. La cultura grecorro‑mana había destacado la presencia real en el hombre de movimientos del ánimo que podemos considerar afines a la caridad. Los había re‑gistrado bajo los nombres, más o menos comprensivos, de eros (es‑piritual), philia, amicitia, magnanimitas, liberalitas, etcétera. Pero,

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11 Conf., IX, 4, 10.

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siendo atribuidos a situaciones, sentimientos, tensiones, elecciones, condicionados por la particularidad existencial de las personas, no ha‑bía podido asignarles un lugar preciso en el orden universal marcado por la moral centrada en la justicia. Ahora, al contrario, Santo Tomás podrá calificar la caridad radix, mater, forma omnium virtutum, ya que ésta, de conformidad con la naturaleza del hombre, lo ordena en modo coherente hacia sí mismo, hacia el prójimo, hacia Dios 12.

La confirmación cristiana de la moral de la justicia (y por esto del derecho) y la introducción cristiana de la moral de la caridad, vienen a constituir un sistema moral humanamente más rico y completo del precedente. Lo expongo con mis términos.

Categorialmente la moral designa la relación de respeto de la per‑sona humana. Al interior de este genus categorial, se distinguen dos species de moralidad, colocados a niveles jerárquicos.

La primera es aquélla de la relación de respeto recíproco y simétrico, pero condicionada por el actuar de las personas. Es la moral de la justicia en su triple dimensión: directiva, juzgativa, rectificativa (o retributiva). La segunda es la de la relación de respeto total del otro, no condicionada por el actuar de los demás, y por esto elevada sobre la exigencia de la re‑ciprocidad: asimétrica. Es la moral de la caridad que en la determinación de San Pablo, «es benigna [...] no busca lo suyo [...] no imputa el mal [...] no disfruta de la injusticia, se complace» 13 y, por tanto, determina en acogimiento integral del otro. El punto importante para señalar es que el nivel de la caridad ni contradice ni suprime la moral de la justicia, sino la conserva en su lugar, pero sobrepasando sus límites en una especie de Aufhebung hegeliana. La moralidad de la ley, por tanto, no está cancela‑da: el más allá de la medida presupone la medida.

Recurro a tres citas ejemplares. San Pablo: «plenitud (pléroma) de la ley es el ágape» 14. San Agustín: «caritas magna, magna iustitia est;

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12 Summa Theologiae, I-II, 108, 3.13 I Cor. 13, 4-6.14 Rom. 13, 10.

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caritas perfecta, perfecta iustitia» 15. Santo Tomás: «Misericordia non tollit iustitiam, sed est quaedam iustitiae plenitudo» 16. En verdad, in statu viae la caridad es un acto de persona a persona (cualquier per‑sona) que sobrepasa la justicia en confrontación de aquella persona, pero no respecto a terceros. Nadie puede donar o perdonar por cuenta de otros: en la relación pluripersonal permanece válida la justicia.

Finalmente, ni siquiera en la delicadísima relación entre naturaleza y gracia, viene cancelada la ley y su valor. Cito también en este caso tres afirmaciones incisivas. San Agustín: «lex data est ut gratia quae-reretur gratia data est ut lex implereretur» 17. Santo Tomás: «Deus nos instruit per legem et iuvat per gratiam» 18. Pascal: «la loi n’a pas détruit la nature, mais elle l’a instruite; la grace n’a pas détruit la loi, mais elle la fait exercer» 19.

La construcción sistémica es absolutamente coherente y armonio‑sa: la esencia de justicia de la ley, en su en sí auténtico, por un lado, no destruye la naturaleza humana, sino que le corresponde; por el otro, no es destruida por la gracia, sino que viene completada. La moralidad del derecho está así firmemente cerciorada dentro del nuevo marco ontológico delineado por el cristianismo.

4. EL DERECHO SEGÚN LA MODERNIDAD

El pensamiento clásico (grecorromano y cristiano) había planteado el problema de la calificación de la categoría «derecho», o sea de la determinación de su esencia, dentro del marco dilemático de justo/in‑justo y, por tanto, de moral/inmoral. Lo había resuelto, como se ha visto, afirmando la moralidad de la categoría jurídica con base en su correspondencia, sobre el plano práctico de las directivas del actuar, a la naturaleza del hombre. Ésta venía teoréticamente determinada no ya a nivel empírico fenoménico (situaciones, sentimientos, pasiones,

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15 De natura et gratia, 70.16 Summa Theologiae, 1, 21, 3ad 2.17 De spiritu et littera, 19, 34.18 Summa Theologiae, 1-11, proemio a las quaestiones de legibus.19 Pensées, núm. 669.

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intereses), sino al ontológico, sea también interpretado en modos di‑versos: cosmocéntrico —piénsese en Heráclito y en los estoicos— o ideal en el sentido platónico, o racional a la manera de Aristóteles, o teándrico a la manera cristiana. En todo caso, una naturaleza específi‑ca bien se vale, pero no se puede aislar, sino que está en comunicación con todas las esferas del ser.

El pensamiento de la modernidad resuelve el problema de la cali‑ficación del derecho haciendo referencia a una noción antecedente al dilema justo/injusto: la noción de amoralidad. Ésta designa un tipo de comportamiento (y, por tanto, de reglas) identificado, independiente‑mente de su referencia al valor, más que al ser; es decir, ni moral ni inmoral por sí mismo, en la propia objetividad pre‑valorativa. En este horizonte de pensamiento, la categoría «derecho» se presenta como tipológicamente amoral, o sea, no calificada en su esencia de la jus‑ticia. Ésta queda como criterio del juicio de valor pronunciable sobre concretas, particulares normas, pretensiones y acciones jurídicas, que resultaran por tanto ser justas o injustas, pero sin que tales valoracio‑nes alteren la calificación de «jurídicas».

Este extraordinario cambio del modo de comprender el derecho no se produce de un golpe, sino se viene precisando en el curso del tiempo, y es reconducible a una multiplicidad de factores, histórico‑ políticos y teoréticos, en los cuales no es posible detenerse en este lugar. Sin embargo, me parece que esto se inserta y se comprende, en el marco general del proceso de secularización inmanentística propio de la modernidad. Tal proceso incluye la separación de la comprensión del hombre de la referencia a su naturaleza ontológica (y no mera‑mente fenoménica) partícipe del trascendente. La auto‑comprensión del hombre sería por tanto veraz sólo en la autorreferencialidad a su propio ser óntico‑empírico privado de esencialidad ontológica.

En esta nueva prospectiva antropológica ya no tiene más sentido la correspondencia del derecho con la naturaleza del hombre, reducida del todo a la empiria de sentimientos, pasiones, intereses, motivos y razones siempre particulares. Se tiene así la negación de una verdad común, propia del ser‑hombre y, en su lugar, la absolutización de la

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diversidad y, por tanto, el desorden y el conflicto. La naturaleza es de por sí anómica. Por esto —como sostiene el iusnaturalismo moderno de Hobbes, Spinoza y seguidores—, la ley puede venir sólo impuesta, mediante una artificial operación intelectualística que afirma su utili‑dad o su conveniencia y, sobre el plano de la realidad empírica, viene determinada por un acto de autoridad.

Revelador con respecto a esto es el vuelco literal (¿inconsciente?) de la ontología veritativa de la ley enunciada en el Minosse platónico operado por Hobbes: «autóritas non veritas facit legem». Separada de la verdad, la ley es un acto de la voluntad, cuya eficacia normativa de‑pende de la potencia efectiva de la voluntad que produce la ley. La ley es en sí conjugación de voluntad y potencia concretas. Esta separación del derecho de la verdad de la naturaleza humana en su estatuto onto‑lógico tiene una implicación de primerísima relevancia. El criterio de calificación (y de valoración) de la categoría «derecho» no puede ser otro que aquél de su conformidad con la voluntad de potencia de su productor.

Esto comporta tres consecuencias. En primer lugar, el derecho, en cuanto producto de un acto voluntario de potencia, ya no es universal, en cuanto, en sede teorética, una voluntad universal no es pensada en el horizonte de la diversidad absoluta; de hecho, no existe una poten‑cia universalmente eficaz. El derecho, por tanto, se reduce al derecho estatal, propio de cada comunidad política, y diferente para cada una de éstas.

En segundo lugar, en cuanto producto de la voluntad de potencia, el derecho tampoco puede decirse realmente un producto del hombre, sino en un vacío sentido formal, más bien en concreto, de hombres y, más precisamente, de aquellos que detentan el poder estatal, o sea, para usar elogiativos términos actuales, el «monopolio de la fuerza». Un mono‑polio, en realidad, cambiante. Obviamente, no se trata ni de una pura voluntad, ni de una pura potencia, ya que la primera viene mediada por razones, la segunda por consensos. Pero estas correcciones empíricas, siempre cambiantes y controvertibles, no obstan para que la voluntad capaz de potencia se quede como el principio originario del derecho y

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su justificación. Fiel al principio, y desdeñante de toda corrección y de todo riesgo, Nietzsche podrá declarar, con rigor consecuencial, que la justicia y el derecho son pura voluntad de potencia.

En tercer lugar, el derecho, por su conjugación de voluntad y poten‑cia, no puede encontrar su propio cumplimiento en la caridad—como Leibniz sostiene con firmeza—, ya que caridad y potencia son he‑terogéneas en todo. Por añadidura, la caridad, aunque no es negada, ya no constituye la expresión de la suprema tensión de la naturaleza ontológica humana hacia la ultratemporalidad y a la trascendencia. Viene reducida a uno de los tantos posibles sentimientos interiores, a un genérico amor sentido en el condicionamiento de una relación afec‑tiva interpersonal, subjetiva en todo, y por tanto privado de un valor normativo ultra legem y universal.

Por todas estas razones, el pensamiento jurídico de la modernidad se envuelve en una singular paradoja. En el intento de conferir al dere‑cho autonomía de la naturaleza (y para ésta, más profundamente, de la trascendencia) lo hace heterónomo respecto a los reales sujetos huma‑nos y a esto sujetados, ya que, en cuanto producto de una voluntad y de una potencia dominativas, es imposible reconocerles calidad moral.

En esta perspectiva, la separación del derecho de la moral está es‑tablecida sobre la base de la heteronomia del primero. Ésta, por otra parte, no incluye la inmoralidad de la categoría «derecho», en cuanto ésta permanece útil (y puede ser necesaria) para establecer algún orden efectivo de convivencia entre los hombres. Pero ni efectividad ni utili‑dad o necesariedad son garantía de moralidad; por tanto, el derecho es amoral. Justas o injustas, morales o inmorales podrán venir juzgadas sus normas, pero éstas permanecen siempre jurídicas.

La concepción amoral del derecho tiene una seria consecuencia teorética y existencial. El respeto del derecho ya no se basa sobre su justicia, sino sobre su eficacia, o sea sobre su efectiva capacidad de imponerse y hacerse obedecer mediante su potencia de constricción. Pero entonces ya no es posible distinguir categorialmente el derecho de las reglas de una sociedad criminal. Se diferencian sólo en el orden

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no en la calidad sino en la cantidad de potencia de constricción. Y como esta cantidad es mutable en los hechos, puede darse que las re‑glas criminales prevalezcan por eficacia impositiva sobre las estatales haciendo inútil la efectividad y entonces la juridicidad. Kelsen no se esperó en admitirlo; por otro lado, no podía hacerlo de otra manera, en cuanto su sistema, en apariencia formal, en la sustancia es voluntarista y factualista. Sin embargo, constreñir no es obligar, en cuanto puede obligar sólo aquella conciencia del deber sobre cuyas bases surge la moral. Y ésta, frente a la supuesta heteronomia no‑obligante del dere‑cho, no podrá más que ser autónoma: un actuar no sólo en conformi‑dad a un deber impuesto, sino por el deber del cual la conciencia está conciente. A la «legislación externa» propia del derecho, se contra‑pone la «legislación interna» de la moral. Es ésta la postura de Kant sobre la cual me detendré en cuanto, por un lado, ha sido interpretada, en su vulgarización posterior, de manera infiel; por otro lado, presenta una grave aporía, que reabre la cuestión de la moralidad del derecho.

5. LA POSTURA DE KANT

Considero la cuestión de la autonomía de la moral. Tal autonomía no es para nada de tipo subjetivista como, por el contrario, la entien‑den hoy. Según Kant, según lo que afirman las dos obras de metafísica de las costumbres, como la Crítica de la razón práctica, autonomía significa independencia de la voluntad personal frente a los impulsos externos y a la sensibilidad subjetiva: inclinaciones, pasiones, intere‑ses. Sino no sería voluntad pura.

Por eso, la voluntad personal, para mantenerse coherente consigo misma en el desarrollo del actuar según autonomía, se da unas «máxi‑mas», o sea unas directivas de comportamiento, pero «con valor sólo para la voluntad» del sujeto que quiere. Las máximas constituyen —me parece poder argumentar— una especie de primer nivel de la moral, la que es estrictamente personal y por eso «provisional» en el itinerario de la reflexión racional, en cuanto éstas no pueden valer también para los otros sujetos. Para que tengan carácter moral defini‑tivo para la razón, es preciso que la máxima subjetiva «pueda valer como ley universal». En el orden moral es entonces necesario pasar de

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la máxima subjetiva, a la «ley práctica», objetiva, «válida para la vo‑luntad de todo ser razonable». Sólo a esta condición tenemos la «vo‑luntad buena», o sea lo que, para Kant, es «bueno sin limitaciones», o sin condicionamientos.

A este nivel (alcanzado por el sujeto razonable mediante su re‑flexión puramente interior) se da la plena autonomía de la voluntad y entonces la moral. Ésta tiene más bien su origen en la conciencia per‑sonal, pero no tiene nada de subjetivista, como al contrario se cree hoy comúnmente, o también filosóficamente por parte de la teoría emo‑tivista de los valores. La moral kantiana es de tipo universal, como la clásica, a pesar de que esté fundada de manera diferente sobre la voluntad racional y no sobre el ser.

Considero ahora el derecho. Éste se refiere, según Kant, a las «rela‑ciones externas» o sea aquéllas «de una persona hacia la otra, en cuanto [...] pueden [...] tener, como hechos, influencia las unas sobre las otras», como se dice en la Metafísica de las costumbres. Sin embargo, estas relaciones son jurídicas cuando «el albedrío del uno puede ir de acuerdo con el albedrío de otro según una ley universal de la libertad» (ib., p. 407). Por eso, «la ley universal del derecho» es: «actúa externamente de tal manera que el uso libre de tu albedrío pueda ir de acuerdo con la libertad [...] el albedrío de cualquier otro según una ley universal» (ib.). Nótese bien: esta ley no tiene ningún contenido, se limita a precisar lo que Kant llama la específica «forma» —nosotros podemos denominarla la estructura— con base en la cual se puede determinar, según razón y voluntad en sí no contradictoria, qué cosa es el derecho. Por eso no cabe en la categoría del derecho, según su forma o estructura específica, el precepto que no se conforma a la mencionada «ley universal», como pasa en el caso de los preceptos de una asociación criminal. Esto vale tanto para el legislador interno como para el externo. De hecho, como había ya argumentado la Crítica de la razón práctica, «los motivos de‑terminantes empíricos no se adaptan a ninguna legislación universal ex-terna», o a jurídica y no sólo, a aquélla interna, o sea moral.

La universalidad es, por tanto, la condición del ser tanto de la moral (a través de la universalización de la máxima en ley), como del derecho

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(mediante el acuerdo de los albedríos según la ley). El derecho, según Kant, es categorialmente universal, así como lo considera el pensa‑miento clásico, a pesar de que de nuevo, como en el caso de la moral, se funde de manera diferente: sobre la exigencia racional del acuerdo de los albedríos.

De todas maneras la universalidad del derecho comporta la per‑fecta correspondencia de la acción según derecho con la acción según justicia. Ésta, en efecto, se da «cuando por medio de ésta, o según su máxima, la libertad del albedrío de uno puede subsistir con la libertad de todo ser racional según una ley universal». Pero entonces lo justo y lo jurídico tienen la misma forma o estructura; por eso la justicia, a la medida del pensamiento clásico, es la esencia, podemos decir, ¡del derecho! ¿Cómo es posible entonces calificar a este último como amoral?

Esta contradicción se explica, a mi parecer, con la ausencia en Kant de una profundización de la comprensión de la naturaleza del hombre, al nivel inferior al meramente empírico‑factual o sea al nivel ontológi‑co, donde la naturaleza humana se revela como estructura de relación. Es, de hecho, la relacionalidad ontológica a dar razón del por qué el yo pueda identificarse como hombre y vivir sólo en coexistencia con el otro hombre, identificado como un alter ego.

En esta perspectiva, la exigencia kantiana para el yo de elevar la propia máxima subjetiva a la objetividad de la ley universal ya no de‑pende de una formal necesidad lógica para la voluntad de no contrade‑cirse, más bien de la exigencia de no contradecir la propia naturaleza del hombre. Pero lo mismo vale para el derecho. Confrontadas con la relacionalidad ontológica, las relaciones que esto regula no resultan para nada meramente externas, casi puede decirse que se debieron a intereses, sentimientos, utilidades contingentes; resultan, al contrario, como manifestaciones existenciales de la relacionalidad ontológica y, por tanto, tales que no pueden contradecirla, en el ejercicio de una libertad arbitraria, sin provocar daño al ser mismo del hombre. En esta perspectiva, y sólo en ésta, se justifica plenamente, y no por una mera conveniencia empírica, la exigencia kantiana del acuerdo de

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los albedríos subjetivos, según aquella objetiva ley universal que es‑tructura el derecho. Sin embargo, por esto, en su estructura, es moral.

La falta de la profundización ontológica en los términos indica‑dos vuelve aporética la postura kantiana y por eso es frágil la recon‑quista de la universalidad del derecho, a pesar de que Kant la opere meritoriamente con respecto a la reducción estatalista del derecho ya difundida en el pensamiento jurídico moderno. Sin embargo, explica también por qué, en el perdurar de una concepción empírico‑factual de la naturaleza humana, por un lado, la autonomía de la moral se considera en términos del todo subjetivistas, como elección personal de libertad justificable sólo con razones intimísticamente personales o, a lo máximo, exteriormente sociales, sin ninguna referencia a la verdad relacional del ser‑hombre. Por otro lado, en el ámbito de esta concepción de la naturaleza humana el derecho resulta un hecho hete-rónomo, meramente coercitivo y represivo de una libertad subjetiva, disciplinable, frente a sus éxitos conflictuales, solamente, o por con‑vención, o por cálculo de utilidad, éste y aquélla, siempre particulares, controvertibles y contingentes.

6. CONCLUSIÓN

Extraviada la conciencia de la ontológica verdad relacional del ser hombre, y por tanto del yo, moral y derecho vienen interpretados en el horizonte de aquella que he denominado la metafísica del sujeto ab-soluto, sea éste individual o colectivo. Ésta, a mi parecer, caracteriza el pensamiento secularista e inmanentista de la «modernidad» (pero, como he señalado, ¡no de todo pensamiento moderno!).

Esta absolutización del sujeto en ambas acepciones, hace tanto a la moral como al derecho, incapaces de resolver, en «línea de principio» el conflicto de los albedríos, de las utilidades, de las libertades, de los valo‑res. Por tanto, sustrae tanto a la moral como a la categoría del derecho su veraz sentido humano y confirma que simul stabunt et simul caden.

Su destino común muestra que la moralidad de la categoría jurídica no se mide con base en la justicia (o injusticia) de sus concretas

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expresiones normativas, sino que es determinable al nivel ontológico por su conformidad a la estructura del hombre. A este nivel, el derecho se revela moral, de acuerdo con lo sostenido por la filosofía clásica. Sin embargo, al mismo tiempo, es posible comprender la falta de aca‑bado coexistencial frente a la moral de la caridad, puesta en luz por la filosofía cristiana.

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UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO

APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

Joaquín García-Huidobro

SUMARIO: 1. Vuelta a Aristóteles; 2. La racionalidad de la ética; 3. La aptitud natural para adquirir las virtudes; 4. La praxis transforma al su-jeto; 5. Importancia de la educación; 6. Condiciones para que el acto sea virtuoso; 7. «Es cosa trabajosa ser bueno»; 8. ¿Cómo evitar el error?; 9. Subjetividad sin subjetivismo.

«Nosotros sabemos sólo en tanto que hacemos» (Novalis) 1

1. VUELTA A ARISTÓTELES

En la discusión ética actual, la cuestión de si cabe guiar racionalmen‑te la praxis es de decisiva importancia. Una respuesta positiva a esta pregunta exige hoy pasar entre Escila y Caribdis, lo que no resulta fácil. De una parte, el peligro está en entender que la acción humana no es más que una conclusión unívoca de un razonamiento de carácter teórico. De otra, se halla la tendencia a creer que el papel único o al menos pre‑ponderante en el inicio y la dirección de la praxis lo juegan la voluntad o incluso las emociones. Ambas posturas, aunque contrapuestas, tienen en común el pretender que una praxis racionalmente guiada debería te‑ner un alto grado de exactitud, si quiere ser racional. La diferencia está en que unos piensan —o pensaban— que eso es posible y hoy por lo

• Índice General§ Índice ARS 25

1 Novalis, «Fragmentos», en id. La Cristiandad o Europa-Fragmentos (trad. M. M. Truyol). Insti-tuto de Estudios Políticos, Madrid, 1977, p. 133.

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general se estima que no, de modo que se decreta que la moral es un terreno más propio de emociones y sentimientos que de la racionalidad. Así, del racionalismo se pasó al escepticismo. Dicho con otras palabras, ambas posturas niegan la existencia de una razón y una verdad de carác‑ter práctico. No es casual que aquellos autores que en el debate actual afirman la posibilidad de una fundamentación racional de la praxis, se remitan en algún grado a Aristóteles. El Estagirita, en efecto, desarrolla una ética en donde la razón, en su vertiente práctica, tiene mucho que decir, sin caer en el normativismo, que ha sido objeto de tantas críticas en las últimas décadas. La suya no es una ética de normas, sino de la felicidad y de las virtudes. Pero, al mismo tiempo, el planteamiento aris‑totélico de la vida lograda no tiene un carácter individualista, puesto que pone expresamente de relieve las condiciones sociales que se requieren para la práctica de la virtud. El lugar privilegiado dentro de la obra aris‑totélica para observar la cuestión de la génesis de las virtudes es el libro segundo de la Ética a Nicómaco. En las páginas que siguen se hará un comentario de ese texto, procurando aclarar el sentido del aforismo que da título a este trabajo: «Lo que hay que hacer sabiendo, lo aprendemos haciéndolo» 2.

2. LA RACIONALIDAD DE LA ÉTICA

De acuerdo con una precaución metodológica hecha en el libro I de la Ética, Aristóteles hace ver que la materia de su estudio es diferente de la que es objeto de la física u otras disciplinas teóricas 3. En efecto, no se compone de objetos naturales —entendiendo por tales los cuer‑pos, los astros y otras cosas semejantes— y por tanto, el método que corresponde utilizar para su estudio debe ser original 4. Hace ver que las cosas estrictamente naturales, como el sentido en que caen las piedras, no se modifican por la costumbre; su comportamiento es la necesaria consecuencia de ciertas potencias. Aquí, en cambio, tratándose de las virtudes, vemos que la costumbre influye decisivamente, lo que dificulta

UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

2 EN II 1, 1103a32-33 (se utiliza la traducción de M. Araujo y J. Marías, Centro de Estudios Cons-titucionales, Madrid, 1989, con mínimas modificaciones).

3 EN II 2, 1103b26-27.4 EN II 2, 1103b34-l 104a9.

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hacer planteamientos de validez general. Además, si se tiene presente que las acciones son siempre singulares, habrá que reconocer que —en principio— lo que se diga de ellas no tendrá un valor absoluto 5.

¿Significa todo esto que Aristóteles, al reconocer la importancia de la costumbre y la singularidad de la praxis, está renunciando a la racionali‑dad de la ética o al menos a su constitución como disciplina científica? Bien es sabido que para hacer ciencia se requiere una cierta estabilidad en los objetos observados. Por otra parte, Aristóteles enseña que no cabe ciencia de lo particular 6. ¿Cómo someter entonces a una consideración racional un objeto que, como las acciones, es a la vez variable y singular? Con todo, a pesar de estas dificultades, Aristóteles piensa que es posible: su Ética a Nicómaco pretende ser una contribución en este sentido 7.

Sin embargo, así como afirma la posibilidad de una consideración racional de la praxis, Aristóteles hace ver en diversas partes de su obra, el sentido en que entiende la racionalidad en el campo práctico, para que nadie se llame a engaño y la confunda con aquella exactitud que es propia de otros campos.

La afirmación de la ética como disciplina va de la mano con otra convicción del Estagirita: los hombres no son buenos o malos por na‑turaleza. Si llegan a ser buenos o malos a lo largo del tiempo, es po‑sible influir sobre ellos e incluso darles razones para que dirijan sus vidas en un sentido u otro. De lo primero se ocupa la política. De lo segundo la ética. En este último caso, Aristóteles se está dirigiendo a un auditorio de hombres razonables —entre ellos los legisladores— 8, que se interesan por la virtud para ponerla en práctica o mover a otros para que se ejerciten en ella. Un buen número de los libros de la Ética

JOAQUÍN GARCÍA‑HUIDOBRO

5 «Cuando se trata de acciones lo que se dice en general tiene más amplitud, pero lo que se dice en particular es más verdadero, porque las acciones se refieren a lo particular y es menester concor-dar con esto» (EN II, 7, 1107a28-30).

6 EN X 10, 1180b23.7 EN II 2, 1104a9-10.8 Richard Bodeus en Le philosophe et la cite. Recherches sur les rapports entre morale et politique

dans la pensee d’Aristote. Societe d’Edition Les Belles Lettres. París, 1982, sostiene que estos últimos son los concretos destinatarios de la Ética.

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a Nicómaco constituyen una descripción de virtudes y vicios, de modelos de vida más o menos logrados.

No es un conjunto de máximas ni mucho menos de consejos mo‑rales, porque se supone que el auditorio tiene las herramientas para discernir. Pero tampoco puede pensarse que la Ética carece absolu‑tamente de una intención prescriptiva. La tiene en forma análoga a como la posee, por ejemplo, un mapa, que —al indicar los caminos y las quebradas— está suponiendo cuál será el rumbo que una persona razonable tomará en circunstancias normales.

3. LA APTITUD NATURAL PARA ADQUIRIR LAS VIRTUDES

La relación de las virtudes con las cosas estrictamente naturales puede expresarse diciendo: «las virtudes no se producen ni por na‑turaleza ni contra naturaleza, sino por tener aptitud natural para re‑cibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre» 9. Si las virtudes se produjesen por naturaleza, todos los hombres serían virtuosos. Si fuesen contra natura no podrían originarse o, al menos, significarían una corrupción para el hombre que las poseyese. Pero ya Aristóteles, en el libro I, ha mostrado: «la felicidad es una actividad del alma se‑gún la virtud perfecta» 10, de modo que sería absurdo afirmar que son contrarias a la naturaleza. Hay, en cambio, en el hombre una «aptitud natural para recibirlas». Esta aptitud se observa no sólo en sus poten‑cias intelectuales, la razón y la voluntad, sino también en sus apetitos, ya que también en el hombre lo apetitivo «participa de algún modo» de la razón, «en cuanto le es dócil y obediente» 11.

Es difícil agotar todo lo que contiene la fórmula aristotélica de que hay (en el hombre y, más específicamente, en algunas de sus poten‑cias) una aptitud natural para recibir a las virtudes. Baste aquí con de‑cir que el lugar apto para el crecimiento de las virtudes es todo aquello que en el hombre es ad opposita. En sentido estricto, no cabe hablar

UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

9 EN II 1, 1103a24-26.10 EN I 13, 1102a5-6. Sobre esta cuestión: A. Vigo, La concepción aristotélica de la felicidad. Una

lectura de Ética a Nicómaco I y X 6-9. Universidad de los Andes, Santiago de Chile, 1997.11 EN I 13, 1102b30-32.

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de virtudes en el aparato digestivo o en el ojo, porque ambas capacida‑des tienen una finalidad muy precisa y la logran sin necesidad de en‑trenamiento 12. Estas potencias son unidireccionales, actúan de modo necesario: ad unum. En cambio, las potencias que dicen relación a lo verdadero y lo falso, a lo bueno y lo malo, o a determinados placeres, presentan una cierta ambigüedad. Así, con respecto a estas realidades podemos comportarnos de modo variable. De hecho, se ve que los hombres actúan de modo muy diverso ante el bien o el placer, tan di‑ferente que pueden desarrollar modos de vida muy distintos o incluso opuestos. Lo propio de las potencias racionales, entonces, es ser ad opposita, bidireccionales. Lo que hace la virtud (o el vicio) es volver a instalar en ellas una cierta unidireccionalidad. Por eso en la tradición aristotélica se dice que las virtudes constituyen una suerte de segunda naturaleza. Lo propio del virtuoso es comportarse de una determinada forma frente a ciertos estímulos y objetos. Esa forma de comportarse es estable y en un cierto sentido parece natural.

En el caso de la inteligencia y la voluntad, esa aptitud natural para recibir a las virtudes reside en su carácter bidireccional. Así, la volun‑tad puede acostumbrarse a dar a cada uno lo que le corresponde y en este sentido el hombre llega a ser justo. Pero también en algunas de sus capacidades irracionales el hombre puede ser guiado por la razón, y en esa misma medida allí cabe la virtud. Por eso alabamos a los valientes y a los templados, que se comportan de una manera adecuada frente a los peligros y a los placeres. No obstante que gran parte de los peli‑gros y los placeres tienen que ver más con lo animal que con lo racio‑nal en el hombre, éste tiene la posibilidad de dejarse guiar en dichos campos por la razón. Otro tanto sucede con los animales domésticos y amaestrados, que están en condiciones de seguir una razón, aunque no propia sino ajena. No cabe, en cambio, amaestrar a las plantas o a ciertos animales muy elementales, que no poseen esa ambigüedad mí‑nima —expresada, por ejemplo, en un determinado nivel de relación con el placer y el dolor— que les permita adquirir ciertos hábitos o, en sentido analógico, una cierta forma de virtud.

JOAQUÍN GARCÍA‑HUIDOBRO

12 Las potencias irracionales «limitan su actividad a una sola cosa» (Met. LX 5 1048a8).

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4. LA PRAXIS TRANSFORMA AL SUJETO

Otra diferencia entre las virtudes y las cosas estrictamente natu‑rales estriba en que en aquellas cosas que poseemos por naturaleza, primero se tiene la capacidad y luego el acto: así, primero tenemos el ojo y luego vemos. En cambio en las virtudes sucede todo lo contrario, los actos son los que dan origen a la facultad: «adquirimos las virtudes mediante el ejercicio previo» 13.

La praxis tiene aquí una función creativa: puesto que las virtudes no se tienen de modo espontáneo es la praxis quien les da origen. Las acciones determinan la existencia de los hábitos 14. Así, está Aristóte‑les en condiciones de establecer un principio que será famoso: «Lo que hay que hacer sabiendo, lo aprendemos haciéndolo» 15. Para ex‑plicar qué significa este principio, Aristóteles recurre, en primer lu‑gar a ejemplos tomados de las artes, que además resultan fácilmente comprensibles. Así, «nos hacemos constructores construyendo casas y citaristas tocando la cítara» 16. De igual manera sucede en el campo ético, donde «practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza, templados, y practicando la fortaleza, fuertes» 17.

En segundo término, el Estagirita recurre a otro argumento para explicar cómo las virtudes se originan por actos previos, tomado esta vez de la praxis política, que también resulta cercana a su pú‑blico. «Prueba de ello —dice— es lo que ocurre en las ciudades: los legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adqui‑rir costumbres, y ésa es la voluntad de todo legislador, todos los que no lo hacen bien yerran, y en esto se distingue un régimen de otro, el bueno del malo» 18. Esta vez se refiere al sentido mismo de la actividad legislativa: las leyes pretenden acostumbrar a los hombres a realizar ciertos actos que se consideran buenos y a evitar

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13 EN II 1, 1103a31-32.14 EN II 2, 1103b30-31.15 EN II 1, 1103a32-33.16 EN II 1, 1103a33-34.17 EN II 1, 1103a34-1103b2.18 EN II 1, 1103b2-6.

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otros que se estiman malos. El lector actual probablemente no com‑parta ese aparente optimismo, en orden a que la legislación puede hacer buenos a los hombres. Sin embargo, no es precisamente el optimismo lo que mueve a Aristóteles a insistir en el papel educa‑tivo de las leyes. Hacia el final de la Ética hará ver que «la vida templada y firme no es agradable al vulgo, y menos a los jóvenes», de modo que será necesario moverlos externamente, con premios y castigos, a la práctica del bien, para que se vayan acostumbrando a realizar actos buenos y deje de serles penosos. Se requiere de un orden recto que no se limite a meras exhortaciones, sino que vaya acompañado de fuerza 19, pues «la mayor parte de los hombres obe‑decen más bien a la necesidad que a la razón, y a los castigos que a la bondad» 20. Esa fuerza, sin embargo, no debe ejercitarse a título personal, sino precisamente amparada en la ley 21. Lo dicho viene a explicitar la idea de que los hábitos se adquieren por repetición de actos.

No satisfecho con lo anterior, Aristóteles agrega otra comprobación que viene a reforzar la idea de que determinados actos, en la medida que sean repetidos, van dejando una huella en el sujeto: el mismo tipo de actos produce la virtud y el vicio. «Las mismas causas y medios producen toda virtud y la destruyen» 22. Para explicar esta aparente paradoja recurre una vez más a ejemplos tomados de las artes: «pues tocando la cítara se hacen tanto los buenos como los malos citaristas; y análogamente los constructores de casas y todos los demás: constru‑yendo bien serán buenos constructores y construyendo mal, malos» 23. La diferencia no está en lo que se hace, sino en la manera de hacerlo. Si los actos se realizan bien darán origen a una habilidad; si se hacen mal, a una deficiencia en la actividad que corresponda. «Y lo mismo —continúa— ocurre con las virtudes: es nuestra actuación en nuestras

JOAQUÍN GARCÍA‑HUIDOBRO

19 EN X 9, 1180a18.20 EN X 9, 1180a4-5.21 «Los hombres suelen odiar a aquellos otros hombres que se oponen a sus impulsos, aun cuando

lo hagan rectamente, mientras que la ley no se atrae resentimientos al hacer el bien» (EN X 9, 1180a22-25).

22 EN II 1103b7.23 EN II 1, 1103b8-11.

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transacciones con los demás hombres lo que nos hace a unos justos y a otros injustos, y nuestra actuación en los peligros y la habituación a te‑ner miedo o ánimo lo que nos hace a unos valientes y a otros cobardes; y lo mismo ocurre con los apetitos y la ira: unos se vuelven moderados y apacibles y otros desenfrenados e iracundos, los unos por haberse comportado así en estas materias, y los otros de otro modo» 24.

El cuarto argumento que Aristóteles aporta para mostrar cómo la praxis transforma al sujeto está tomado de la existencia mis‑ma de los maestros. Tan importante es el modo de comportarse, el realizar bien las diversas actividades, que es necesario recibir una ayuda para no desviarse. «Si no fuera así, no habría ninguna nece‑sidad de maestros, sino que todos serían de nacimiento buenos o malos». Pero nuestra experiencia nos indica que tanto en el campo técnico como en el moral se da esa ambigüedad que conduce en definitiva a que nos desarrollemos o nos empeoremos mediante las actuaciones. El maestro es fundamental, no porque sus palabras sean simplemente sabias, porque nos exponga una serie de reglas para actuar con éxito, sino porque constituye un modelo, es decir, alguien a quien podemos mirar e imitar. Y en la medida en que hagamos las cosas —tocar la cítara, hacer casas— como las hace él iremos adquiriendo ciertas destrezas. Aquí la norma deja de ser abstracta, pues resulta encarnada en un sujeto singular, que está al alcance de nuestra percepción. A diferencia de la Física o de la Metafísica, en la Ética a Nicómaco aparecen nombres concretos, no sólo de autores que enseñaron determinadas doctrinas, sino de personas que hicieron cosas o que tuvieron ciertas virtudes (Peri‑cles 25, Fidias 26, Policleto 27, Héctor 28) o defectos (Sardanápalo 29). El maestro, empero, no sólo constituye un ejemplo, sino alguien que explícitamente corrige las deficiencias del discípulo.

UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

24 EN II 1, 1103b13 ss.25 EN VI 5, 1140b7-8.26 EN VI 7, 1141a9.27 EN VI 7, 1141a10.28 EN VII 1, 1145a20.29 EN I 4, 1195b22.

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5. IMPORTANCIA DE LA EDUCACIÓN

La aptitud natural que tiene el hombre para adquirir virtudes está sujeta en una apreciable medida a las circunstancias de su propia his‑toria. Hay ciertas edades en las que resulta más fácil adquirir hábitos. Por eso, repite con insistencia Aristóteles: «no tiene poca importancia el adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos, sino muchísima, o mejor dicho, total» 30. El carácter del hombre es más plástico a tem‑prana edad y, al igual que en el aprendizaje de las artes, resulta más fácil adquirir ciertos modos de actuar cuando se es más joven. Por tanto, quien no tuvo la educación debida, no podrá alcanzar un grado elevado de florecimiento humano. La ética de Aristóteles no funciona con el esquema de conversión, habitual en la tradición judeocristiana Lo relevante en ella no es una decisión momentánea, sino la huella que va dejando en el hombre una sucesión de actos a lo largo de su vida, las disposiciones 31.

Pero aunque la juventud sea una ventaja para la adquisición de cier‑tos hábitos, sin embargo, no es —en la perspectiva aristotélica— un período adecuado para la vida moral plena. Al comienzo de la Ética se nos recuerda que el joven no es oyente adecuado en estas materias, por dos razones: la primera, fáctica, porque suele dejarse llevar por sus impulsos 32; la segunda, necesaria, porque carece de experiencia 33. El joven no debe recibir lecciones, sino órdenes. Y se da entonces una notable paradoja, porque el hecho de que el hombre joven no sea un oyente adecuado de las lecciones de ética no significa que el hombre entrado en años lo sea, porque muchas veces será demasiado tarde, el carácter estará formado, y cambiarlo resultará muy lento y trabajoso. Aquí se ve la importancia que Aristóteles le atribuye a las condicio‑nes fácticas del sujeto para el desarrollo de su vida moral. El oyente

JOAQUÍN GARCÍA‑HUIDOBRO

30 EN II 1, 1103b23-25.31 En realidad no hay contradicción entre ambas perspectivas. De una parte, Aristóteles se refiere a

los casos ordinarios: las conversiones, cuando se producen, son una excepción. Y la figura cris-tiana del converso no excluye, sino que exige, la necesidad de confirmar esa decisión con actos —muchas veces dificultosos— que sean conformes a ese nuevo proyecto de vida.

32 EN I 3, 1095a5 (habla de la aptitud del joven para oír lecciones sobre la política, pero también vale para la ética, que, en la visión de Aristóteles, es parte de la política, EN I 2, 1094b10-11).

33 EN I 3, 1095a3-4.

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adecuado es un adulto, pero no cualquiera 34, sino aquel que ha sido bien educado desde joven 35. Pero el haber sido bien educado —o bien alimentado— no es mérito del sujeto en cuestión sino de la cultura, la familia y la ciudad en la que fue formado. El resto de los hombres, en cambio, quedará en una situación desmedrada: o son esclavos, y por tanto incapaces de una vida plenamente conforme a la razón, o si son libres serán personas que viven conforme a sus impulsos, lo que los asemeja a los animales 36.

La ética de Aristóteles dista de ser una ética universalista. Sus suje‑

tos no son todos iguales. Las exigencias a las que están sometidos son también muy diferentes. De ahí que la ética tenga que ser una parte de la política 37, porque sin ésta no se darán las condiciones de posibili‑dad necesarias para el desarrollo de las virtudes. Si la virtud y su ad‑quisición fuese una cuestión meramente teórica, transmisible como se transmite cualquier información, entonces todos los hombres podrían acceder a ella en una medida semejante. Pero no es así.

Lo notable es que esta ética, aunque no sea universalista, al menos en el sentido moderno de la expresión, está igualmente lejos del relativis‑mo, pues resulta claro que no todos los modos de vida son equivalentes o parangonables. Para los criterios modernos podrá parecer injusto que se afirme al mismo tiempo la existencia de un ideal de perfección moral y el hecho de que no todos pueden conseguirlo. Pero ese es un problema para nosotros, no para Aristóteles. Da la impresión que para él en esta materia sucede algo semejante al desarrollo físico o la práctica de un deporte. Existe un ideal de excelencia física, pero para lograrlo hay que recibir una determinada alimentación y un cierto entrenamiento que, de hecho, la mayor parte de los hombres no ha tenido.

UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

34 EN I 3, 1095a7.35 EN II 3, 1104b11-13.36 EN I 5, 1095b19-22.37 Sobre este tema: J. Ritter, «“Politik” und “Ethik” in der praktischen Philosophie des Aristoteles»,

en id. Metaphysik und Politik. Studien zu Aristoteles und Hegel. Suhrkamp. Frankfurt am Main, 1988, 106-132.

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6. CONDICIONES PARA QUE EL ACTO SEA VIRTUOSO

El planteamiento de que hay que realizar actos virtuosos para ad‑quirir la virtud da origen a una objeción inmediata, que Aristóteles mis‑mo recoge al comienzo del capítulo 4 del libro II: «Se podría preguntar cómo decimos que los hombres tienen que hacerse justos practicando la justicia y morigerados practicando la templanza, puesto que si practican la justicia y la templanza son ya justos y morigerados, lo mismo que si practican la gramática y la música son ya gramáticos y músicos» 38. Para responder a esta objeción parte nuevamente recurriendo en primer lugar a una comparación con las artes o técnicas. En efecto, se pregunta si acaso en ellas se da este mismo problema 39, quiere decir que los que practican la gramática o la música son ya gramáticos o músicos. La respuesta es negativa. No basta para ser gramático el que uno haga oca‑sionalmente algo que está de acuerdo con las exigencias de la gramática. Puede haberlo hecho por casualidad o siguiendo exactamente las indica‑ciones de otro, sin el cual no sería posible realizar bien la misma tarea 40. Quizá de niños oímos la fábula de aquel burro que sopla una flauta y ob‑tiene una nota hermosa. Puede suceder, pero eso no transforma al burro en músico, ya que si acertó es, como dice la moraleja, por casualidad. Para que exista el hábito de la gramática Aristóteles exige mucho más que un acierto ocasional: «uno será gramático si hace algo gramatical y gramaticalmente, es decir, de acuerdo con la gramática que él mismo posee». Hacer las cosas gramaticalmente exige hacerlas como las haría el gramático, con el mismo conocimiento, estabilidad y facilidad suyos. Es decir, los actos que con el correr del tiempo van a dar origen a un hábito tienen que coincidir materialmente con los que haría aquel que ya lo tiene, pero el aprendiz los realizará con esfuerzo y guiado por su maestro. Sólo con el correr del tiempo irá adquiriendo la respectiva des‑treza, los comenzará a experimentar como algo propio y eso será señal de que está adquiriendo o ha adquirido el hábito respectivo.

JOAQUÍN GARCÍA‑HUIDOBRO

38 EN II 4, 1105a17-21.39 EN II 4, 1105a21.40 EN II 4, 1105a22-23.

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Pero tampoco hay que tomarse demasiado al pie de la letra las ana‑logías que Aristóteles hace entre las virtudes y el arte. Después de decir que ni siquiera en el arte se produce aquello de que quien realiza un acto que coincide con los objetos de un hábito tiene ya ese hábito, el Estagirita marca las distancias, para responder de modo aún más definitivo a la objeción que se le había planteado. La diferencia reside en el carácter transitivo del arte frente a la inmanencia de la praxis. En el caso del arte, lo importante es que la obra resulte bien hecha, en el de la praxis virtuosa, lo relevante son las disposiciones del sujeto que actúa: «Además, tampoco son semejantes el caso de las artes y el de las virtudes; en efecto, los productos del arte tienen en sí mismos su bien; basta que reúnan ciertas condiciones; en cambio, las acciones de acuerdo con las virtudes no están hechas justas o morigeradamente si ellas mismas son de cierta manera, sino si también el que las hace reúne ciertas condiciones al hacerlas». La perfección de la obra realizada no basta; para que estemos en presencia de una virtud ética se requiere una perfección en el sujeto, el cumplimiento de ciertas condiciones.

La primera condición de la acción virtuosa es que sea hecha «con conocimiento» 41. Este conocimiento no es meramente especulativo. Más bien consiste en la familiaridad con lo que se va a hacer, un saber qué es lo que corresponde hacer aquí y ahora porque se ha hecho antes muchas veces. Se trata no de saber por saber, sino de saber hacer. Si «lo que hay que hacer sabiendo, lo aprendemos haciéndolo» 42, en‑tonces la primera señal de que tenemos el hábito respectivo es que ya sabemos lo que hay que hacer, ya no tenemos aquellas dudas que son propias de los principiantes.

La segunda condición de la acción virtuosa es que el sujeto debe elegirla. No hay virtud si la conducta resulta forzada. Tampoco la hay —al menos plena— mientras el sujeto esté simplemente imitando lo que hace el maestro o sea movido por la fuerza de la ley. El acto vir‑tuoso debe nacer de la voluntad del hombre, ser la manifestación

UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

41 EN II 4, 1105a30-31.42 EN II I, 1103a32-33.

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externa de su querer interior. Pero no basta con cualquier elección: es necesario que el sujeto actúe «eligiéndolas por ellas mismas» 43. Aquí vemos una vez más la diferencia que existe entre el mundo de la ética y el de la técnica.

En las técnicas, las cosas se eligen de acuerdo con algo que está más allá de ellas. Es el mundo de los instrumentos. En cambio, en la ética la acción realizada es un fin en sí misma.

Por último, las acciones son virtuosas si el sujeto «las hace en una actitud firme e inconmovible» 44. Una de las señales de que estamos en presencia de una virtud es que se trata de un hábito difícilmen‑te removible. Al virtuoso le resulta desagradable proceder de otra manera, en cambio le es deleitable realizar los actos propios de la justicia, la templanza o la virtud que corresponda 45. Se ha acostum‑brado a actuar de una determinada manera en cierto tipo de asuntos. Por eso, decía Aristóteles, al inicio del libro II, que la virtud ética «procede de la costumbre» 46. Las condiciones relativas a la voluntad «son precisamente las que resultan de realizar muchas veces actos justos o morigerados» 47.

En el caso de las artes o técnicas (que son virtudes meramente in‑telectuales o manuales), las condiciones referentes a la voluntad son irrelevantes. Para ser un buen gramático o un buen músico lo que se necesita es saber gramática o música, e incluso es posible seguir sién‑dolo aunque voluntariamente se realice algo distinto de lo que exigen la gramática o la música. Aristóteles llega a decir que es mejor técni‑co aquel que comete un error a sabiendas que el que lo hace inad‑vertidamente 48. Así, un médico que causa una lesión adrede a su paciente es mejor medico —sabe más medicina— que quien lo hace

JOAQUÍN GARCÍA‑HUIDOBRO

43 EN II 4, 1105a31.44 EN II 4, 1105a32.45 EN II 3, 1104b4-5.46 EN II 1, 1103a17.47 EN II 4, 1105b4-5.48 EN VI 5, 1140b22-23.

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inadvertidamente 49. Esto nos muestra que para ser un buen médico lo que se necesita es saber. Naturalmente, ese médico que hace el mal adrede podrá ser buen médico, pero no será un buen hombre. Pero ése es un problema distinto, harina de otro costal.

Muy distinto es el caso de las virtudes éticas. Aquí las que im‑portan son precisamente las condiciones relativas a la voluntad: la elección (por sí misma) y la estabilidad del hábito. Éstas son las condiciones que se logran, especialmente por la repetición de actos. La primera, porque la repetición da la facilidad para elegir e inclu‑so el deleite; la estabilidad, porque la reiteración de actos deja a la voluntad orientada en una dirección. ¿Y qué papel desempeña el conocimiento en las virtudes éticas? Si por conocimiento entende‑mos el conocimiento meramente especulativo, tendremos que decir que su presencia es irrelevante: «para la (posesión) de las virtudes el conocimiento tiene poca o ninguna importancia, mientras que las demás (condiciones) no la tienen pequeña, sino total, ya que son precisamente las que resultan de realizar muchas veces actos justos y morigerados» 50.

Con lo dicho se despeja definitivamente la objeción de circularidad que se podía presentar a Aristóteles, ya que —como se había insinuado antes— lo importante para la existencia de las virtudes no es lo que aisladamente puede hacerse, sino el cómo se hace. «Por tanto —con‑cluye—, las acciones se llaman justas y morigeradas cuando son tales que podría hacerlas el hombre justo o morigerado» 51: aquí se refiere a la perfección objetiva de lo que se realiza; «y es justo y morigerado

UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

49 Hoy quizá no pondríamos este ejemplo, ya que nuestra consideración de la medicina es diferen-te. Sin embargo, la idea sigue siendo válida si la aplicamos, por ejemplo, a un mecánico o a un electricista. En todo caso, tampoco Aristóteles pone explícitamente el ejemplo del médico, pero parece tenerlo en mente (cf. EN VI 5, 1140b22-23 en relación con Met. IX 2, 1046b4 y ss., donde al tratar de las potencias racionales el Estagirita pone la medicina como ejemplo de potencia bidireccional, que puede usarse para curar, pero también para enfermar o matar).

50 EN II 4, 1105b2-5. Naturalmente, un cierto conocimiento teórico es necesario indirectamente, en cuanto se refiera a las condiciones fácticas de la acción. Asimismo, la praxis supone también la admisión de los primeros principios especulativos: en efecto, no cabe elegir hacer y no hacer algo al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista.

51 EN II 4, 1105b5-7.

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no el que las hace, sino el que las hace como las hacen los justos y morigerados» 52, es decir, con las condiciones de la voluntad que se expresaron antes: aquí atiende Aristóteles a la perfección subjetiva de la acción, al cómo se hace 53.

7. «ES COSA TRABAJOSA SER BUENO»

Lo visto nos lleva a reconocer dos etapas en la formación y conso‑lidación de los hábitos. Una primera en la que hay que realizar actos, muchas veces bajo la guía de un maestro y de la ley, que coinciden materialmente con los actos propios de la virtud. En esta etapa hay que aprender haciendo. En un segundo momento, si lo anterior se ha hecho adecuadamente, el sujeto está en condiciones de «hacer sabiendo». Le resulta fácil saber qué es lo que tiene que hacer, elegirlo y llevarlo a cabo con voluntad firme. Incluso es para él deleitable o al menos no le produce un desagrado 54. Esta segunda etapa es tanto o más dinámica que la anterior. Así, para ser virtuoso se requiere realizar ciertos actos, pero cuando ya se es virtuoso esos actos se realizan todavía mejor 55. Es un proceso que no termina.

Sin embargo, es fácil advertir que la primera etapa es particular‑mente dificultosa: «es cosa trabajosa ser bueno», reconoce Aristó‑teles 56. Además es riesgoso, porque quien se lanza a actuar, incluso con empeño, puede errar el camino y —por falta de la guía adecuada o por otras causas— llegar a adquirir un vicio en vez de la virtud que intentaba. Si los malos constructores llegaron a ser tales construyen‑do, probablemente no haya sido por falta de empeño. Quien no se empeña simplemente no llega a ser constructor, ni bueno ni malo. La tragedia del mal constructor es, entre otras, la de que con el mismo cúmulo de esfuerzos podría haber llegado a buen destino, pero le falló el cómo. Y todo hace pensar que con las virtudes sucede otro

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52 EN II 4, 1105b7-9.53 «No se elogia al que tiene miedo ni al que se encoleriza, ni se censura al que se encoleriza sin más,

sino al que lo hace de cierta manera» (EN II 5, 1105b32-1106a1).54 EN II 3, 1104b5-9.55 EN II 3, 1104a32-1104b1.56 EN II 9, 1109a23.

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tanto. Muchos hombres, por ejemplo, han arruinado su constitución física por haber hecho ejercicios demasiado fuertes, o queriendo ser morigerados han terminado por ser insensibles. Además, el juicio propio en estas materias frecuentemente se engaña, porque las dis‑posiciones de la voluntad y las pasiones pesan sobre la inteligencia. Quien en realidad es cobarde ve los peligros mayores de lo que son y piensa que el valiente no es tal, sino temerario. El comportamiento virtuoso exige —como se sabe— elegir un justo medio entre dos extremos viciosos, pero ¿cómo lograrlo?, ¿cómo conseguirlo si, en principio, los que aciertan a dar con él son precisamente los virtuo‑sos y nosotros aún no lo somos aunque queramos serlo? El temor a equivocarse retrae a muchos de actuar, pero esas omisiones también tienen consecuencias sobre el carácter. Es comprensible que algunos prefieran la pasividad al riesgo de equivocarse, pero si Aristóteles tiene razón y la felicidad está conectada con algún tipo de praxis, entonces la pasividad es un error fundamental: no entraña el ries‑go de equivocarse porque ya es en sí misma una equivocación. Es el caso en que el remedio resulta peor que la enfermedad. Estamos ante una tarea difícil. Sin embargo, Aristóteles piensa que tenemos algunas ayudas. Ya las mencionamos: en primer lugar, los maestros y los modelos. Pero esto tampoco es sencillo, puesto que tanto en el tiempo de Aristóteles como hoy hay maestros y modelos de muy distinto tipo y una de las características de los novatos es no distin‑guir bien los buenos de los malos 57. Y quien siga a un mal maestro o a un modelo deficiente llegará a ser mal constructor, mal músico o lo que es peor, mal hombre. Y estamos hablando de personas de buena voluntad, de ésas que espontáneamente buscan un maestro o un modelo que seguir. Los otros, que son la mayoría, tienen que ser movidos desde fuera por la ley. Y esta virtud, a la que se llega a fuer‑za de acostumbrarse a evitar el mal por temor al castigo, nunca podrá ser una virtud muy elevada. Es quizá suficiente para que la sociedad

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57 El problema de encontrar un maestro para la virtud —y el de si la virtud puede ser enseñada— ya fue planteado por Platón en el Menón y el Protágoras. En Menón 71b se presenta la cuestión y en 92c y ss., Sócrates muestra que incluso hombres tenidos por virtuosos, como Temístocles y Pericles, no han podido ser ellos mismos maestros de la virtud. Una desorientación análoga es la que sufre el joven Hipócrates en una escena del Protágoras (311b y ss.), que da origen a la discusión entre Sócrates y Protágoras en 319d y ss., en donde el primero reafirma lo dicho en Menón 92c y ss.

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funcione medianamente bien, pero no podrá constituir ni de lejos un ideal de excelencia humana. Además de la educación, que está dada por los maestros y la ley, Aristóteles nos dice que para actuar bien es muy importante la experiencia. Pero volvemos a encontramos ante un problema, porque el joven carece de ella y quien ya la tiene la aprovechará una vez que esté adelantado en el camino de la virtud. Pero si no ha sido bien guiado, porque, por ejemplo, tuvo un mal maestro, poco sacará con tener experiencia.

Sin embargo, la situación sólo se toma desesperada si se olvida el consejo aristotélico de no pretender en estas materias una exactitud absoluta. Dicho con otras palabras: si se pretende recorrer el camino de la vida sin el ingrediente del riesgo. Pero, según Aristóteles, ni la ética es una disciplina exacta ni la adquisición de las virtudes un pro‑ceso lineal y predecible, puesto que, digámoslo de nuevo «lo que hay que hacer sabiendo lo aprendemos haciéndolo» 58. La cuestión de la elección del maestro no es tan grave, porque no lo elige el discípulo sino sus padres o los miembros de la polis, que son personas que ya han alcanzado un grado de virtud y están en condiciones de saber qué es lo que les conviene a los principiantes. Que esto hiera la sensibi‑lidad contemporánea, que valora enormemente la autodeterminación incluso en el proceso educativo es cuestión que no alcanzó a preocu‑par al Estagirita. Pero, ¿y qué ocurre si no se está en la familia correcta o en la sociedad adecuada? Significa tan sólo que esa persona no podrá alcanzar el grado de excelencia al que llegan quienes sí cumplen con esas condiciones.

8. ¿CÓMO EVITAR EL ERROR?

Lo dicho hasta ahora nos lleva a reconocer que no son pocas las di‑ficultades para quien quiera ser virtuoso. Las hay externas e internas. Dentro de las primeras, hay que recordar que las acciones son siempre singulares y los singulares son difíciles, pues no se dan nunca puros, sino que están afectados por infinitas circunstancias, que no se pueden

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58 EN III, 1103a32-33.

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desatender pues son muy importantes, tan importantes que pueden ha‑cer que un acto bueno termine siendo malo. Además, yendo a las di‑ficultades del propio sujeto, no podemos pretender que juzgamos con imparcialidad. Esto sucede no sólo porque en la medida en que tenga‑mos algunos vicios, la falta de rectitud del apetito puede producir una deformación en nuestro juicio. Hay también otros factores, como el riesgo del engaño. En efecto, dice Aristóteles que los extremos vicio‑sos tratan de adjudicarse el terreno intermedio, presentándose como equilibrados, y muchas veces podemos elegir algo vicioso porque ve‑mos a la virtud como un mal, una exageración. Además, si nadie es buen juez en causa propia, ¿hay alguna causa en la que estemos más involucrados que en la de nuestras propias acciones? Para dificultar aún más las cosas, Aristóteles nos dice que las virtudes están estrecha‑mente relacionadas con los placeres y los dolores, lo cual parece pro‑ducir una nueva deformación en nuestro juicio, puesto que buscando el placer y rehuyendo el dolor podemos llegar a muy mal puerto. Todo esto refuerza la idea de que la ética no es precisamente una ciencia exacta, ni en sí misma ni en el objeto de su estudio. Da la impresión de que en ella, más que en ninguna otra materia, tenemos que proceder por ensayo y error 59. El error es inevitable. Pero el error en el terreno moral se llama mal. Y la idea de que el mal sea inevitable, aunque se trate de una necesidad de hecho, no es muy halagüeña. Este problema podría salvarse estableciendo una asimetría entre el error y el mal, diciendo que no todos los errores son reprochables, o por lo menos no lo son en la misma medida, pues algunos son excusables. El propio Aristóteles deja explícitamente abierta una salida en esa dirección.

Con todo, el esquema de ensayo y error, aunque pueda ser útil para hacerse una idea de la enorme diferencia que existe entre la ética aris‑totélica y aquéllas de corte racionalista, debe ser matizado o al menos

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59 El papel del error en el aprendizaje práctico ha sido puesto de relieve especialmente por F. Inciarte (cf. El reto del positivismo lógico. Rialp, Madrid, 1974, 203 y ss., donde pone de relieve que la recta ratio es en realidad siempre una correcta ratio). Entre otros estudios suyos sobre el tema, cabe señalar: «Theorie der Praxis als praktische Theorie», en P. Engelhardt (ed.), Zur Theorie der Praxis. Matthias-Grunewald-Verlag, Mainz, 1970, 45-64. «Theoretische und praktische Wahrheit», en M. Riedel (ed.). Rehabilitierung der praktischen Philosophie, Band II. Rombach, Freiburg, 1973, 155-170; «Praktische Wahrheit», en V. Gerhardt und N. Herold, Wahrheit und Begrundung. Königshausen-Neumarm. Wurzburg, 1985, 45-69.

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complementado con tres tipos de razones, tomadas de la propia Ética a Nicómaco. En primer lugar, el sujeto que actúa no parte de cero. Aun‑que las virtudes son una creación de la praxis, ellas vienen a conformar unas potencias —la inteligencia, la voluntad y los apetitos— que no son ellas mismas frutos de la acción sino presupuestos suyos. Además, estas potencias ya poseen ciertas características, que forman el carác‑ter. Así, aunque Aristóteles en el libro II afirme que las virtudes no son por naturaleza, en el libro VI, al hablar de la prudencia, reconoce que —en un sentido menos estricto— el carácter de cada hombre está ya dotado de ciertas virtudes naturales: «Todos piensan que cada uno tie‑ne su carácter en cierto modo por naturaleza, y, efectivamente, somos justos, moderados, valientes y todo lo demás desde que nacemos; pero no obstante buscamos algo distinto de esto como bondad suprema, y poseer esas disposiciones de otra manera» 60. En efecto, estas virtudes naturales se distinguen de la «virtud por excelencia» 61 en que no están sometidas aún a la razón y, por eso mismo, no se dirigen necesaria‑mente hacia el bien e incluso pueden volverse en contra del que las posee: «También los niños y los animales tienen estas disposiciones naturales, pero sin la razón son evidentemente dañinas» 62. La existen‑cia de unas disposiciones naturales del carácter, facilitan al hombre la tarea de adquirir las virtudes. Además, Aristóteles afirma que existe una cierta connaturalidad entre las potencias y sus objetos. En el caso de la inteligencia, ella no sólo tiene la capacidad de conocer las cosas inmutables y necesarias, sino también las contingentes y variables, de modo que no penetra en terreno extraño al ocuparse de la guía racional de la acción, puesto que conoce esos objetos «por cierta semejanza y parentesco» 63. Estas razones se suman a las dadas anteriormente para explicar en qué sentido los hombres tienen una aptitud natural para recibir las virtudes.

Por otra parte, dentro de este primer grupo de razones, Aristóte‑les reconoce que hay algunos principios que resultan evidentes para

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60 EN VI 13, 1144b4-8.61 EN VI 13, 1144b4.62 EN VI 13, 1144b8-10.63 EN VII, 1139a10.

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todos. Así, al menos «que hemos de actuar según la recta razón es un principio común y que damos por supuesto» 64. Naturalmente con esto no basta para llevar a cabo una acción buena, pero constituye un comienzo, lo mismo que la constatación de límites infranqueables, a saber, la existencia de ciertas acciones que no cabe realizar en ningún caso, pues son directamente contrarias a la recta razón: «Sin embargo, no toda acción ni toda pasión admite el término medio, pues hay algu‑nas cuyo mero nombre implica la maldad, por ejemplo, la malignidad, la desvergüenza, la envidia; y entre las acciones, el adulterio, el robo y el homicidio. Todas estas cosas y las semejantes a ellas se llaman así por ser malas en sí mismas, no sus excesos ni sus defectos. Por tanto, no es posible nunca acertar con ellas sino que siempre se yerra. Y no está el bien o el mal, cuando se trata de ellas, por ejemplo, en cometer adulterio con la mujer debida y cuando y como es debido, sino que, en absoluto, el hacer cualquiera de estas cosas está mal» 65.

Si a lo anterior sumamos la ayuda que supone el vivir en una familia y en sociedad 66, donde se reciben enseñanzas, se obser‑van de cerca modelos dignos de imitar y se conocen y siguen las leyes, tenemos que la ayuda que recibe el sujeto es mayor que la que se podría pensar en un comienzo. Es conveniente poner de relieve que, en la perspectiva del Estagirita, la tradición moral no constituye un obstáculo para el desarrollo del individuo, sino muy por el contrario: el bien y el mal se observan no en abstracto, sino encarnados en comportamientos muy determinados. Además, para el estudioso, las opiniones morales, aunque sean diversas e incluso en algunos casos contradictorias, constituyen un inestimable punto de partida. En efecto, se parte de ellas, viendo las más difundidas o verosímiles, para ir determinando lo que tienen de razón y consti‑tuyendo así la ética como disciplina.

Como si lo dicho fuera poco, también contamos con el aporte que significa la experiencia, que tiene incluso más valor práctico

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64 EN II 2, 1103b31-32.65 EN II 6, 1107a9-17.66 EN I 7, 1097b9-11.

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que los conocimientos éticos 67. Es cierto que los jóvenes carecen de ella, pero pueden recurrir en cambio a la experiencia ajena, de sus mayores. En efecto, «no se debe hacer menos caso de los dichos y opiniones de los experimentados, ancianos y prudentes, que de las demostraciones, pues la experiencia les ha dado vista, y por eso ven rectamente» 68. Además, toda la discusión aristotélica acerca de la felicidad y los modos de vida mediante los cuales los distintos tipos de hombres la buscan, nos muestra que él parte de la base de que podemos comparar los distintos modelos de hombres y juzgar entre ellos, para discernir cuáles responden más plenamente a un ideal deseable de excelencia humana y cuáles son simplemente una invi‑tación a vivir una vida animal, indigna del hombre. Pero hay tam‑bién un segundo tipo de razones que nos muestran que tenemos los medios suficientes como para llevar adelante una vida buena. Aquí hay que reseñar un cierto método que da Aristóteles para acertar en la elección moral. Sabido es que los actos virtuosos exigen hallar un término medio. Sabido es también que el acertar no es tarea sen‑cilla: «en todas las cosas es trabajoso hallar el medio, por ejemplo, hallar el centro del círculo no está al alcance de todos, sino del que sabe; así también el irritarse está al alcance de cualquiera y es cosa fácil, y también dar dinero y gastarlo; pero darlo a quien debe darse, y en la cuantía y en el momento oportunos, y por la razón y de la manera de‑bidas, ya no está al alcance de todos ni es cosa fácil; por eso el bien es raro, laudable y hermoso» 69. La solución reside en dirigir nuestra elección apartándonos más de aquel extremo hacia el cual nos sentimos más inclinados: «Por esto, aquel que se propone como blanco el término medio debe en primer lugar apartarse de lo más contrario, como aconseja Calipso: “De este vapor y de esta espuma mantén alejada la nave”. Porque de los dos extremos el uno es más erróneo y el otro menos, y ya que acertar en el medio es extremadamente difícil, por lo menos, como suele decirse, en la segunda navegación hay

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67 EN II 7, 1141b17; EN II 8, 1142a12-21.68 EN VI 11, 1143b10-13.69 EN II 9, 1109a23-29.

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que tomar el mal menor» 70. Para llevar a cabo este procedimiento, nuevamente, no cabe dar reglas generales, puesto que los hombres son diferentes y sus caracteres los inclinan en distintas direcciones 71. El índice para saber a qué nos inclina nuestro propio carácter está dado por el placer y el dolor que sentimos ante ciertos objetos. Como el placer y el dolor introducen una distorsión en nuestro jui‑cio, será necesario inclinarse en sentido contrario para compensar este efecto y acertar en la elección 72.

Muchos autores modernos y contemporáneos podrían criticar este modo de plantear el problema de la elección correcta, que parece de‑masiado influida por el mundo natural. Aristóteles llega a comparar la tarea de quienes se apartan del error para llegar al justo medio con la labor de quienes quieren enderezar una viga torcida, moviéndola en sentido contrario. Pero, en realidad, a lo largo de su análisis el Estagi‑rita muestra ser especialmente consciente de las condiciones fácticas que están debajo de nuestros juicios morales y de la necesidad de ser conscientes de ellas para evitar qué factores inadvertidos los desvíen. Nuestra inteligencia está lejos de ser pura, autónoma e incondiciona‑da. En tercer lugar, cabe apuntar otra razón por la cual podemos llegar a buen puerto en esta empresa de adquirir las virtudes. En efecto, a lo largo de todo este proceso se va produciendo un fenómeno de retroa‑limentación. Así, si bien la virtud se origina por realizar cierto tipo

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70 EN II 9, 1109a29-36. No cabe entender la inclusión de ese proverbio en un sentido utilitarista, como si Aristóteles afirmara aquí la licitud de realizar males para lograr bienes, puesto que, ade-más de estar citando un proverbio, está razonando en el nivel del conocimiento (muchas veces dificultoso) de la realidad y no en el de la relación medio-fin.

71 Alejandro Vigo piensa que este modo de proceder tiene lugar en los casos en que resulta muy difícil, si no imposible, la determinación del medio (Zeit und Praxis bei Aristoteles. Die Niko-machische Ethik und die zeitontologischen Voraussetzungen des vernunftgesteuerten Handelns. Karl Alber. Freiburg-München, 1996, 83 nt. 64). Efectivamente, como él mismo señala, se trata de un criterio secundario (Aristóteles mismo cita un proverbio que refuerza esa idea, 1109a36) sin embargo, si se tiene presente que, en el que recién está adquiriendo las virtudes, las pasiones cumplen un papel desviante en el juicio, dicho criterio adquiere un papel muy relevante para el aprendiz (y de él se está tratando en todo este pasaje de EN II 9). El método que aquí se expone, por tanto, sólo es secundario respecto del hombre virtuoso.

72 Así, «debemos considerar aquello a que somos más inclinados (porque nuestra naturaleza nos lle-va a distintas cosas). Esto se advertirá por el placer y el dolor que sentimos, y entonces debemos tirar de nosotros mismos en sentido contrario, pues apartándonos del error llegaremos al término medio, como hacen los que quieren enderezar las vigas torcidas» (EN II 9, 1109b1-7).

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de actos, a medida que los vamos realizando y se van transformando en costumbre quedamos en mejores condiciones de volver a realizar‑los: los actos producen una habilidad y ésta produce mejores actos: «apartándonos de los placeres nos hacemos morigerados, y una vez que lo somos podemos mejor apartarnos de ellos» 73. Con el correr del tiempo, la educación y el esfuerzo personal por realizar los actos correctos, se va logrando al interior del sujeto una armonía, en que la razón sabe lo que es bueno y los apetitos buscan eso mismo. Esa ar‑monía entre una cabeza sensata y un corazón bien orientado es lo que Aristóteles llama verdad práctica: «puesto que la virtud moral es una disposición relativa a la elección y la elección es un deseo deliberado, el razonamiento tiene que ser verdadero y el deseo recto para que la elección sea buena, y tiene que ser lo mismo lo que la razón diga y lo que el deseo persiga. Esta clase de entendimiento y de verdad es prácti‑ca» 74. Un hombre así podrá conocer adecuadamente el fin 75 y estará en condiciones de elegir acertadamente los medios que llevan a él; así, se va conformando progresivamente una especie de «ojo del alma» que permite ver en materias morales y permite la guía racional de la praxis. No estará acosado por tendencias contrapuestas, se puede decir de él que sabe realmente lo que quiere 76. La suma de estos factores hace que el hombre vaya alcanzando su excelencia, una situación en la que la práctica del bien le resulta fácil y deleitable. 9. SUBJETIVIDAD SIN SUBJETIVISMO

Sabido es que Aristóteles escribe su Ética en el contexto de una dis‑cusión intelectual con el relativismo de ciertos sofistas y el idealismo de Platón. Frente a ambos desarrolla una ética que tiene la originalidad de recalcar la importancia del sujeto y su situación, sin caer por eso en el relativismo. Así, puede afirmarse por muchas razones la subjetividad de la

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73 EN II 3, 1104a32-1104b1.74 EN VI 2, 1139a22-26.75 «Este fin no aparece claro sino al bueno» (EN VI 12, 1144a33-34).76 «Los placeres de la mayoría de los hombres están en pugna porque no lo son por naturaleza,

mientras que para los inclinados a las cosas nobles son agradables las cosas que son por naturale-za agradables. Tales son las acciones de acuerdo con la virtud, de suerte que son agradables para ellos y por sí mismas. La vida de éstos, por consiguiente, no necesita en modo alguno del placer como de una especie de añadidura, sino que tiene el placer en sí misma» (EN I 8, 1099a12-15).

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ética: se trata de hallar un medio que es subjetivo; las virtudes sólo existen en los sujetos; el aprendizaje es una tarea que debe realizar cada uno; las circunstancias en que se halla el sujeto repercuten en su posibilidad mayor o menor de alcanzar la vida lograda; la posición de cada agente es diversa y diversas son, por tanto, las exigencias a las que está sometido; las dis‑posiciones de carácter con que nace cada uno son diferentes; los errores y vicios a los que nos vemos expuestos son distintos, y cada hombre percibe el medio en que consiste la virtud de una manera original. Sin embargo, todo lo anterior no lleva a Aristóteles a caer en el subjetivismo, sino que es integrado como condición de posibilidad de una teoría ética que admite que podemos alcanzar la verdad y el bien, es decir, que existen una verdad y una razón prácticas; que estamos en condiciones de juzgar incluso los comportamientos ajenos; que existen límites infranqueables, que no de‑ben ser sobrepasados si se quiere actuar bien y que, como lo recalcará en la Política, que no obstante la mutabilidad de las cosas humanas existen algunas que son justas por naturaleza y, por tanto, no todo queda entregado a la convención. Cuando Aristóteles nos enseña que «lo que hay que hacer sabiendo, lo aprendemos haciéndolo» 77, nos pone ante una aporía. Nos recuerda, en primer lugar, que hay que actuar, que la pasividad es indigna del hombre. En segundo lugar, que la acción humana no se puede realizar de cualquier manera ni quedar entregada al juego de las emociones; muy por el contrario, para actuar bien tenemos que saber qué hacer. En tercer término, este saber cómo actuar no se aprende simplemente en los libros o reflexionando, sino que es un saber práctico, que se adquiere mediante el ejercicio. Por último, si aplicamos esa fórmula —que en principio es válida también para la técnica— al campo moral, nos hace ver que en ese ejercicio el hombre no sólo adquiere una habilidad, sino que se hace más bueno, virtuoso. Y si ser plenamente virtuoso es lo mismo que ser feliz 78, entonces el «aprender haciendo» del que habla Aristóteles nos lleva a algo muy importante.

UN PRINCIPIO FUNDAMENTAL EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES: «LO QUE HAY QUE HACER SABIENDO, LO APRENDEMOS HACIÉNDOLO» (EN 1103A32)

• Índice General§ Índice ARS 25

77 EN II 1, 1103a32-33.78 EN I 13, 1102a5-6.

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EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II.

L. A. HART 1

Cristóbal Orrego S.

SUMARIO: 1. Anarquistas y reaccionarios. 1.1. Exposición del argumen-to de Hart. 1.2. Crítica del positivismo como equilibrio deficiente. 1.3. Evaluación del argumento sobre el peligro de anarquía; 2. La teoría ju-rídica y la resistencia contra el derecho inicuo. 2.1. Planteamiento de las posiciones. 2.2. La ingenuidad del iusnaturalismo. 2.3. La insuficiente comprensión del espíritu liberal; 3. La menor capacidad del iusnaturalis-mo para resistir. 3.1. Exposición del argumento hartiano. 3.2. Una mala interpretación del iusnaturalismo. 3.3. Los juicios de posguerra prueban en contra del argumento. 3.4. Las ideas, ¿influyen o no influyen? 3.5. La teoría neutral puede usarse para el bien y para el mal. 3.6. El deber de incluir la moral en la regla de reconocimiento. 3.7. El criterio de obedien-cia es extra-positivo, pero ¿cuál? 3.8. Las buenas costumbres del positi-vismo jurídico. 3.9. El argumento es formalmente una falacia. 3.10. Las reglas de reconocimiento con contenido moral son posibles y eficaces. 3.11. El efecto moral del iusnaturalismo y del positivismo jurídico con independencia del argumento haitiano; 4. La justicia de los vencedores. 4.1. El argumento: vencedores, pero honrados. 4.2. El planteamiento del problema como dilema moral. 4.3. La sucesión revolucionaria no es un caso ordinario de continuidad legal del Estado. 4.4. La sinceridad de la crítica moral por los tribunales. 4.5. Una breve anotación sobre sabiduría e histeria; 5. La complejidad de los problemas morales.

Este artículo se ocupa del análisis de una tesis de H. L. A. Hart aco‑gida sin demasiada discusión por muchos de sus discípulos y segui‑dores en todo el mundo, a saber, que se debe adoptar el «positivismo

1 Una versión modificada de este trabajo forma parte de la tesis doctoral defendida por el autor, publicada con el título H. L. A. Hart. Abogado del positivismo jurídico (Pamplona, Eunsa, 1997). El desarrollo de esta línea de investigación con posterioridad ha sido posible gracias al financia-miento de la Dirección de Investigación y Posgrado de la Universidad Católica de Chile (Proyecto DIPUC 95109E) y al Fondo de Ayuda a la Investigación de la Universidad de los Andes (Chile), Proyecto DER 2/98.

• Índice General§ Índice ARS 25

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jurídico» como exigencia de una orientación valorativa de la teoría jurídica. Hart, aunque dice limitarse a describir el derecho en general, sostiene que «debemos» adoptar el positivismo jurídico por razones teóricas y morales. La orientación valorativa de la teoría jurídica es inevitable 2, y ahora veremos que es positivamente deseable, a condi‑ción de que reflexionemos sobre ella en lugar de movernos sin saber el porqué. En este artículo nos detendremos exclusivamente en los argu‑mentos sobre la superioridad «moral» del iuspositivismo. ¿Conviene o es obligatorio «moralmente», adoptar sólo el derecho positivo como objeto de una teoría jurídica general o particular? ¿Debemos llevar a cabo una teoría jurídica que sólo describa el derecho positivo, en ge‑neral o en particular, sin valorarlo?

Hart expone una serie de argumentos para demostrar la convenien‑cia moral de adherir al positivismo jurídico. No pretende defender sim‑plemente que se toleren los conceptos positivistas como una posibilidad entre otras, útil para determinados fines, sino que excluye los conceptos de derecho y validez jurídica que atribuye al iusnaturalismo. Aunque los argumentos ocupan pocas páginas 3, mezclan diversas tesis teóricas con apelaciones emotivas e imperativos morales. Nuestro análisis dejará de lado las apelaciones emotivas, que saltan a la vista con la sola lectura de los textos, y las cuestiones derivadas del modo de plantear el tema como una elección entre conceptos, deficiencia lógica formal ya detectada por diversos autores 4. Sólo nos concentramos en el tema de fondo de la in‑fluencia práctica de un tipo u otro de teoría jurídica.

En primer lugar, abordaremos la cuestión del carácter conserva‑dor o revolucionario del iusnaturalismo. En segundo lugar, la cuestión de la capacidad de la teoría jurídica iusnaturalista o positivista para

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

2 Cf. Finnis, J., Natural law and natural rights, Oxford, Oxford University Press, 1980, pp. 3-22.3 Cf. Hart, H. L. A., The concept of law, Oxford, Clarendon Press, 1961, pp. 203-207, 254-255

(cito reimpresión de 1993, abreviada en adelante como CL) y Hart, H. L. A., «Positivism and the separation of law and morals», Harvard Law Review 71, 1958, pp. 593-629; ahora en Essays in jurisprudence and philosophy, Oxford, Clarendon Press, 1983, pp. 49-87. Se cita como PLM en RIP. Vid. PLM en RIP, pp. 50-56 y 72-78.

4 Cf., entre otros, Beyleveld, D., y Brownsword, R., «The Practical Difference between Natural-Law Theory and Legal Positivism», Oxford Journal of Legal Studies 5, 1985, pp. 1-32.

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favorecer la resistencia contra la iniquidad legal. En tercer lugar, ana‑lizaremos los problemas que enfrentan los tribunales revolucionarios o de posguerra, tomando como punto de partida los datos y ejemplos que Hart considera en relación con los juicios en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial (no nos interesa la historia real de esos juicios, sino el razonamiento de Hart con los datos de que disponía entonces). Finalmente, consideraremos el argumento de que el iusna‑turalismo simplifica cuestiones morales complejas.

1. ANARQUISTAS Y REACCIONARIOS

1.1. Exposición del Argumento de Hart

Hart afirma que la preocupación fundamental de los utilitaristas era «capacitar a los hombres para ver serenamente los problemas pre‑cisos planteados por las leyes moralmente malas, y para comprender el carácter específico de la autoridad de un orden jurídico» 5. Bentham preconizaba el lema «obedecer puntualmente, censurar libremente»; pero los imperativos jurídicos podrían llegar a ser tan perversos que la pregunta sobre la resistencia tendría que ser enfrentada, y entonces sería esencial que las cuestiones en juego no fuesen oscurecidas ni simplificadas en exceso. Eso era lo que la confusión entre derecho y moral había hecho.

Bentham pensaba que la confusión se había extendido en dos direcciones di‑ferentes. Por una parte, Bentham tenía en mente al anarquista que razona así: «Esto no debe ser derecho, por lo tanto no lo es, y soy libre no solamente para censurarlo, sino para ignorarlo». Por otro lado, pensaba en el reaccionario que argumenta: «Esto es el derecho, por lo tanto es lo que debe ser», y así suprime la crítica en su nacimiento. Los dos errores, pensaba Bentham, podían encon‑trarse en Blackstone: estaba su incauta afirmación de que las leyes humanas eran inválidas si contradecían la ley de Dios, y «ese espíritu de quietismo obsequioso que parece constitutivo de nuestro autor» que «apenas le permi‑tirá reconocer alguna vez una diferencia» entre lo que es y lo que debe ser. [...] Hay, pues, dos peligros que la insistencia en esta distinción nos ayudará a evitar: el peligro de que el derecho y su autoridad puedan disolverse en las

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5 PLM en EJP 53.

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concepciones del hombre acerca de lo que el derecho debe ser, y el peligro de que el derecho existente pueda suplantar a la moral como criterio definitivo de conducta y escapar así a la crítica» 6.

También incluye Hart el peligro de anarquía entre las formas de simplificar en exceso los problemas morales 7, mas advierte que los utilitaristas «pueden haber sobreestimado» 8 ese peligro.

Los escritores del pasado que, como Bentham y Austin, insistieron en la distinción entre lo que el derecho es y lo que debe ser, lo hicieron en parte porque pensaban que, a menos que los hombres mantuvieran separadas es‑tas cosas, podrían juzgar apresuradamente que las leyes eran inválidas y no debían ser obedecidas 9.

En otro lugar, Hart nos dice que los utilitaristas:

(...) criticaban la doctrina del derecho natural y los derechos naturales no porque creyeran que había una obligación incondicional de obedecer el de‑recho, sino porque, en su opinión, estas doctrinas presentaban tentaciones permanentes para que los hombres se rebelaran sin hacer tales cálculos de consecuencias 10.

Hart reproduce las siguientes expresiones de Bentham, que mues‑tran la dificultad que le planteaba el problema de la obediencia al derecho injusto. «Aquí tocamos la más difícil de las cuestiones. Si el derecho no es lo que debe ser; si combate abiertamente el principio de utilidad; ¿debemos obedecerlo? ¿Debemos violarlo? ¿Debemos permanecer neutrales entre el derecho que manda un mal y la moral que lo prohíbe?» 11. Bentham criticaba «esta peligrosa máxima» (lex injusta non lex) diciendo que «la tendencia natural de una doctrina

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6 Ibíd., pp. 53-54.7 Cf. infra sección 5.8 CL, p. 206.9 Ibídem. Cito la versión castellana, El concepto de derecho (trad. de G. Carrió, Buenos Aires, Abele-

do Perrot, 1963, 1977), reimpresa en México (Editora Nacional, 1980) como CD: cf. CD 260.10 Hart, H. L. A., «Legal positivism», en Edwards, P. (editor in chief), The Encyclopedia of Philoso-

phy 4 (Nueva York-Londres, Macmillan, 1967), pp. 418-420, 420.11 PLM en EJP, p. 53, citando a Bentham, «Principies of Legislation», en The theory of legislation

I, p. 65.

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así es empujar a un hombre, por la fuerza de su conciencia, a levantar‑se en armas contra cualquiera ley que casualmente no le agrade» 12. 1.2. Crítica Del Positivismo Como Equilibrio Deficiente

Ponderar con justicia estos argumentos de Hart —no nos referi‑mos a Bentham— nos exige detectar el punto preciso donde radica su fuerza y, después, analizar por separado sus afirmaciones. La fuerza del argumento estriba en que sitúa el positivismo jurídico en el justo medio entre dos extremos. Sus afirmaciones son que el iusnaturalismo tiende a la anarquía —el iuspositivismo la evita—, y que el iusna‑turalismo tiende a la reacción —el positivismo posibilita la reforma. Veamos a continuación las dos primeras cuestiones, pues podremos analizar mejor el carácter «reaccionario» del iusnaturalismo al abordar el argumento hartiano sobre la resistencia al derecho inicuo.

Recordemos que estamos hablando del valor moral del positivismo jurídico. La fuerza del argumento hartiano radica en presentar su po‑sición como un equilibrio sensato entre dos extremos. Tal es la defini‑ción clásica de virtud, y todo argumento que logra situar una posición en un justo medio tiene, por ese solo hecho, la fuerza retórica de lo virtuoso, de mostrar una tesis como un cierto bien al que es convenien‑te adherir. Sin embargo, esta retórica 13 hartiana no resiste demasiado escrutinio, porque al negar uno de los extremos afirma el otro; o, con otras palabras, no da una respuesta equilibrada al problema del deber de obedecer el derecho. Las dicotomías anarquía/reacción, revolución/conservación, etc., no tienen sentido en la teoría clásica del derecho natural, que da una respuesta matizada y precisa acerca de cuándo se debe, se puede o no se debe, obedecer el derecho positivo, según

12 PLM en EJP, pp. 53-54, citando a Bentham, A fragment on government, en Works, pp. 221, 287. Hart cita por la edición de Bowring (1838-1843).

13 Cf. MacGuigan, M. R., «Law, morals and positivism», University of Toronto Law Journal 14, 1961, pp. 1-28. Este autor afirma que el argumento de PLM «es mera retórica» (Ibíd., p. 21). Cf. además, ibíd., pp. 9-10, donde, afirma que «no resiste examen» la reinterpretación de la frase de Hobbes «ninguna ley puede ser injusta» como diciendo «ninguna ley positiva es legalmente injus-ta». Tal es el punto que está en juego, pues según cómo se resuelva esta cuestión sobre la justicia del derecho positivo se resuelve la del deber moral (en justicia) de obedecerlo.

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sus tipos y grados de justicia o injusticia. Un autor moderno enseña que las proposiciones sobre el «derecho natural» dicen simplemente lo justo, y, en cuanto tales, no cumplen ni una función conservadora ni revolucionaria, aunque su uso político pueda ser cualquiera.

La cuestión carece de sentido. Una afirmación de derecho natural, tomada como reivindicación o slogan políticos puede parecer revolucionaria o con‑servadora, pero eso es una apreciación subjetiva, pues de por sí no es otra cosa que justa. Si a alguien le parece revolucionaria es que está instalado en un sistema injusto; si la aprecia como conservadora es que está intentando introducir la injusticia 14.

Dejando de lado la forma concreta de exponer esta idea, cabe des‑tacar que para la tradición del iusnaturalismo clásico «esta cuestión es, sencillamente, un bizantinismo» 15. En cambio, en el positivismo jurídico hartiano, de corte utilitarista, se transforma en un problema excesivamente difícil. ¿Por qué? En nuestra opinión, porque sin cri‑terios de justicia, con el sólo principio de la utilidad medida por las consecuencias, no puede establecerse con antelación qué tipos espe‑cíficos de leyes positivas deben o no deben ser obedecidas. Un mis‑mo tipo de ley podría tener consecuencias «malas» o «buenas», en términos utilitarios —v. gr., de placer o dinero—, dependiendo de las circunstancias. Ciertamente, la doctrina de la ley natural lleva a saber de antemano —más apresuramiento no cabe— que una ley que manda mentir, robar o adulterar, «no es ley» y no debe ser obedecida. No hace falta calcular las consecuencias.

Antes de ver que la «solución» positivista es un equilibrio contra‑dictorio, consideremos que el argumento hartiano falla de modo pa‑tente si se lo toma como atribuyendo a la vez anarquismo y reacciona‑rismo a una misma doctrina (Blackstone), y eso explica que, hablando Hart de la menor capacidad del iusnaturalismo para resistir el derecho inicuo, considere oportuno advertir que los utilitaristas pueden haber exagerado el peligro de anarquía. De hecho, Hart sostenía antes de su

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

14 Hervada, J., Introducción crítica al derecho natural, Pamplona, Eunsa, 7a. ed., 1993, p. 195.15 Ibíd., p. 194.

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Holmes Lecture que Blackstone era puramente conservador. Blacks‑tone no intentaba justificar el Common Law usando «la doctrina re‑petida desde Tomás de Aquino en adelante» 16. Bentham estaba «tan furioso [...] porque la ley de la naturaleza penetra el pensamiento de Blackstone de una manera más sutil e insidiosa» 17. Aunque Blacks‑tone sostenía que una ley positiva contraria al derecho natural sería «inválida» y «sin autoridad», también afirmaba que el derecho se re‑fería en su mayor parte a cuestiones «indiferentes» 18. Por lo tanto, no había fundamento en la ley natural para criticar ese derecho positivo. Bentham estaba «tan enfadado» 19 porque se usaba un «criterio vacío» para mostrar que el derecho positivo no lo contradecía 20.

De modo que hemos de interpretar la argumentación hartiana como referida a diversas versiones del iusnaturalismo que acuden a la misma fórmula «confusa». Aun así, la explicación resulta con‑tradictoria, pues no consiste en afirmar realmente un justo medio, sino en negar un extremo acudiendo al otro. La tesis iusnaturalista afirma que el «medio virtuoso» en la justicia está entre padecer in‑justicia y cometerla. Cometer injusticia nunca es lícito, y, por ende, la ley inicua que manda obrar lo injusto «no es ley» en sentido moral o definitivo: no debe obedecerse, sino resistirse. En cambio, las leyes injustas que imponen una carga excesiva, un sufrimiento, etc., «no son leyes» porque no obligan en conciencia; pero, si otras razones morales concurren, podrían obedecerse (padecer la injus‑ticia sin cometerla). Como se ve, «obrar conforme a la legalidad» puede ser, respecto de la misma ley inicua, cometer la injusticia —v. gr., el oficial nazi que ejecuta a un prisionero— o padecerla —v. gr., un prisionero que consiente en cambiarse por un condena‑do. Finalmente, obrar la justicia es obligatorio, y, en consecuencia, la ley positiva justa —que recoge lo justo moral o lo especifica— «es ley» y determina lo que debe hacerse realmente.

16 Hart, H. L. A., «Blackstone’s use of the law of nature», Butterworths South African Law Review 1956, pp. 169-174, 169-170.

17 Ibíd., p. 170.18 Ibíd., pp. 170-172.19 Ibíd., p. 174.20 Ibíd., pp. 172-174.

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El argumento hartiano cierra la puerta a ese tipo de respuesta. El lema «obedecer puntualmente, censurar libremente» es un criterio realmente vacío, porque la obediencia y la crítica son como dos plati‑llos de una misma balanza. No cabe subir uno sin que baje el otro. La obediencia completa excluye la crítica, pues consiste no sólo en mover el cuerpo según lo mandado, sino en inclinar la cabeza. Esto puede verse claro en el hecho de que casi lo primero que prohíbe un tirano es, precisamente, la crítica. ¿Cómo se obedece puntualmente la ley de censura? ¡No criticando libremente! 21. Análogamente, los grados de la «crítica» van desde el mero pensamiento fugaz hasta la revolución, pues el otro extremo de bajar la cabeza es no ya hacérsela bajar a otro, sino cortársela. También es eso lo que sucede, a veces, al final del mandato de un tirano. La mayor crítica contra la ley injusta y contra el poder tiránico es la desobediencia.

El peligro anarquista consiste en que «el derecho y su autoridad puedan disolverse en las concepciones del hombre acerca de lo que el derecho debe ser» 22; el peligro reaccionario, en que «el derecho existente pueda suplantar a la moral como criterio definitivo de con-ducta y escapar así a la crítica» 23. Pero, ¿no parece evidente que Hart defiende la primacía del derecho positivo sobre la conciencia moral, en el primer caso, y hace todo lo contrario en el segundo? Lo que se necesita no es defender por turnos el derecho y la moral, sino encon‑trar el criterio de obediencia. Sostener que el derecho podría llegar a ser «demasiado inicuo para ser obedecido» implica sostener que, en los demás casos, debe ser obedecido; pero incluir la referencia a lo «demasiado» pone el problema dentro de la solución, como en su

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21 Cf. PLM en EJP, p. 76, donde Hart relata un caso de la Alemania nazi en el que la ley injusta apli-cada era precisamente una ley que prohibía «hacer afirmaciones dañinas para el Tercer Reich». ¿Cómo se critica libremente y se obedece puntualmente esta ley? La respuesta de Hart sería que tales son las leyes «demasiado» injustas que no deben ser obedecidas; pero, en verdad, el puro silencio puede ser padecer injusticia, y es lícito obedecerlo. En cambio, una ley que mande matar a los judíos o denunciarlos, y no imponga censura, sí podría obedecerse puntualmente —esto dependerá de las consecuencias— y criticarse libremente. El criterio utilitarista de obediencia, con su remisión a lo «demasiado malo» en términos de consecuencias, no tiene sentido, sino que simplemente pospone la respuesta a cada caso concreto.

22 Ibíd., p. 54. Cursivas añadidas.23 Ibídem.

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núcleo. Precisamente la respuesta moral debe decirnos la medida de lo justo, lo que debe ser hecho, y no simplemente que no debemos hacer lo que sea demasiado malo. Lo peor del argumento hartiano es que implica que puede obrarse el mal —si no es demasiado— al obedecer el derecho 24. En cualquier caso, lo único que se intenta destacar ahora es que presentar el «positivismo» como un equilibrio entre dos errores diferentes no es posible, porque no se afirma ningún criterio que sea una alternativa. La verdad moral puede ser vista como un justo medio entre extremos contrarios; pero no como un promedio de errores.

1.3. Evaluación del Argumento sobre el Peligro de Anarquía

La acusación de «anarquía» lanzada contra la fórmula iusnatura‑lista es otra derivación del utilitarismo. En efecto, para Hart‑Ben‑tham «la más difícil de las cuestiones» 25 es: «Debemos permanecer neutrales entre el derecho que manda un mal y la moral que lo prohíbe?» 26. ¡Era la cuestión más fácil para el iusnaturalismo! (la más fácil teóricamente, pues prácticamente podía significar tanto legitimar una sublevación como la obligatoriedad del martirio). En el utilitarismo, en cambio, la cuestión se torna difícil, porque existe un solo tipo de bien y mal, en la escala continua del placer/dolor. Se distinguen tipos de placer y dolor, mas eso no equivale a la dis‑tinción clásica entre el bien honesto, útil y deleitable, o entre mal de culpa y de pena. Por eso, no existe diferencia esencial entre el tipo de ley que manda cometer un acto inmoral y la que manda pa‑decerlo; o entre los defectos de una ley por su ineficiencia, su falta de adaptación a las circunstancias, etc., y por su contravención de algún criterio de justicia (no hay tal). Todos los casos de «derecho que no debe ser» son cualitativamente iguales, y simplemente hay que establecer el punto en que el «mal» es demasiado. Ese punto —Bentham no veía ninguno en su época— no depende del contenido

24 Vuelvo sobre esto más adelante. Hart cree que el conflicto entre valores morales es inevitable en el sentido de que a veces es necesario cometer el menor de dos males. Eso, en la moral clásica, es absolutamente imposible. Cf. Ibíd., pp. 76-78.

25 Ibíd., p. 53, citando a Bentham, J., «Principies of Legislation», en The theory of legislation I, p. 65.26 Ibídem.

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de la ley, sino de que las «malas» consecuencias de obedecer sean menores que las de rebelarse 27.

El problema de obedecer el derecho «malo» se torna particular‑mente difícil al afirmar precisamente que, en principio, debe obe‑decerse el derecho positivo, e incluso debe obedecerse el derecho que no debe ser. De lo contrario, no sería un problema. Lo curioso es que la respuesta utilitarista, que intenta reemplazar el criterio de obediencia basado en la justicia por otro basado en las consecuen‑cias, ha introducido la confusión que Hart tanto temía, justamente porque intenta una síntesis de dos errores opuestos. La validez del derecho significaba en primer lugar que debía obedecerse moral‑mente —no sólo según el derecho mismo—; únicamente el cálculo de consecuencias podría autorizar la desobediencia. Tal es la postura antianarquista de Bentham. Pero, si lo que cuenta moralmente es el cálculo utilitario, ¿por qué razón ha de darse esa presunción de uti‑lidad en favor del derecho positivo? Naturalmente, pueden buscarse razones, y no intentamos entrar en este tema (todo utilitarismo es racionalización); pero, a última hora, también puede una persona de‑cir que la validez jurídica no significa nada moralmente, ni siquiera prima facie. Autores posteriores a Bentham han afirmado que no existe deber de obedecer el derecho ni siquiera en principio, tesis que no estuvo presente en ningún autor iusnaturalista, ni siquiera en los revolucionarios 28. De la misma fuente utilitarista deriva la con‑fusión que Hart desea evitar. Desde la perspectiva del «anarquista» iusnaturalista, antes había que establecer que el derecho era injusto para decir que no debía obedecerse; pero el utilitarista no necesita ni siquiera establecer eso.

Consideremos ahora la «peligrosa máxima» de que «la ley injusta no es ley». Hart‑Bentham afirman que «la tendencia natural de una doctrina así es empujar a un hombre, por la fuerza de su concien-cia, a levantarse en armas contra cualquiera ley que casualmente no

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27 Cf. Bentham, J., A Comment on the commentaries, cit., I. 6, pp. 54-57.28 Cf. Smith, M. B. E., «Is there a prima facie obligation to obey the law?», Yale Law Journal 82,

1973, pp. 950-976.

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le agrade» 29. Esta opinión implica, en primer lugar, que el hecho de que algo sea o no sea calificado como «ley» o «derecho» o «válido» es moralmente relevante en la práctica; influye en que las personas consideren que deben obedecerlo en conciencia. Por lo tanto, la doc‑trina iusnaturalista podría ser «anárquica» sólo si afirmara que la ley debe ser obedecida en conciencia, o sea, si no fuese «anárquica» en los casos de la ley justa. Luego, el iusnaturalismo no puede ser uno de los extremos viciosos en este problema, pues afirma que las leyes deben obedecerse en determinados casos —si son justas— y desobedecerse en otros —si son inicuas. Nótese que esto es no sólo lo que realmente afirma el iusnaturalismo, sino lo que está presupuesto en la afirmación benthamiana de que privar al derecho de su «título» implica tornar la fuerza de la conciencia contra el derecho.

En segundo lugar, Hart‑Bentham tienen razón en repudiar una teo‑ría que haga depender la obediencia de los gustos (sentimientos, sim‑patía) y no de la razón; pero se equivocan al atribuir esa identificación a la doctrina de la ley natural, asimilándola a la ética de los sentimien‑tos morales. La ética clásica afirmaba que la virtud consiste en realizar obras buenas —y evitar las malas— venciendo la inclinación a obrar el mal por el placer que pueda acompañarle —todo mal se busca por algún bien anejo. Más aún, la virtud supone ordenar los placeres y dolores a la realización de un bien objetivo, nos guste o no nos guste. Luego, la ley natural es ley de la razón 30. El utilitarismo también pro‑cura establecer una ética racional, pero la identificación bien/placer y el principio de utilidad (autoevidente) la convierten no en una ética de la recta razón —rectitud definida por la ley natural que indica el camino a la plenitud humana integral—, sino en una ética del cálculo correcto, donde la razón sirve a un objetivo final que ya no es racional. El utilitarismo sólo entiende el dolor presente como prenda de un pla‑cer futuro mayor, que se seguirá como consecuencia. Decir que algo es malo no es sustancialmente distinto de decir que no es placentero, que no me agrada o no me compensa soportarlo por un «bien [placer]

29 PLM en EJP, pp. 5 3-54, citando a Bentham, «A fragment on government», en Works I, pp. 221, 287.30 Esta tesis clásica puede verse en Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 90, a. 1. Contempo-

ráneamente, cf. Finnis, J., Natural law and natural rights, cit., pp. 276 y ss., y 294.

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mayor». Quizás eso lleva a entender la fórmula iusnaturalista «la ley injusta no es ley» como «la ley desagradable no es ley».

En verdad, por lo tanto, el iusnaturalismo y el utilitarismo están de acuerdo en cuanto a defender una ética racional; pero el utilitarismo sostiene que la ley (justa o injusta) puede desobedecerse si desobe‑decer compensa en términos de placeres posteriores y consecuencias dolorosas. Por el contrario, el iusnaturalista clásico —cuya visión del problema coincide con la del hombre de la calle que tiene un sentido de lo justo— sabe perfectamente que puede tener que cumplir una ley justa que le desagrade. Incluso un condenado a determinada pena pue‑de reconocer que su condena es justa; e injusta la de otro condenado. «Dura lex, sed lex» es una máxima que puede dar lugar a abusos, pero ciertamente no identifica la justicia con los gustos subjetivos, o los sentimientos o la simpatía. A nadie le agrada pagar impuestos, pero ésa es una de las cargas típicamente reconocidas como justas salvo per accidens (aunque a veces el per accidens llega casi a per se).

Finalmente, la acusación de «anarquía», teniendo en cuenta que implica lógicamente la obediencia al derecho cuando es justo, es un testimonio claro de que la máxima iusnaturalista es la mejor respuesta ante el abuso de poder. Si la ley es inicua, es menester movilizar contra ella toda la fuerza de la conciencia moral, y afirmar su primacía. De‑terminar cuándo exigirá levantarse en armas o sufrir el martirio —las dos posibilidades registra la historia— es otro problema moral. Pero no está mal comenzar por afirmar claramente la primacía de la ley natural —y de la conciencia— sobre el derecho positivo, y también la doctrina de que más vale padecer la injusticia que cometerla.

2. LA TEORÍA JURÍDICA Y LA RESISTENCIA CONTRA EL DERECHO INICUO

2.1. Planteamiento de las Posiciones

Hart expone simultáneamente dos problemas diversos en torno al de‑recho inicuo. Por una parte, mientras está vigente el sistema se plantea, a

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quienes son súbditos o funcionarios, la cuestión de obedecer o resistir; por otra, los vencedores en una guerra o revolución enfrentan el pro‑blema de los juicios contra el régimen inicuo, como ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial 31. Notemos que Hart pretende que ambos casos pueden enfrentarse de la misma manera, a saber, reconociendo con sinceridad y honestidad que el derecho inicuo es derecho. Hart atribuye al iusnaturalismo un uso unívoco de la fórmula «la ley injusta no es ley» y, de este modo, cree que hay que elegir entre adoptarlo o rechazarlo siempre. Afirma que en todos los casos estamos ante «ma‑neras alternativas de formular una decisión moral de no aplicar, no obedecer, o no permitir que otros invoquen en su defensa reglas mo‑ralmente inicuas» 32. Al parecer, Hart incurre en una confusión, porque los diversos problemas deben analizarse por separado 33. Veremos en esta sección el problema de la resistencia en relación con dos objecio‑nes de Hart contra el iusnaturalismo; en la siguiente, abordaremos el tema de la supuesta menor capacidad del iusnaturalismo para resistir la injusticia; después, el de los juicios contra regímenes injustos de‑rrotados.

El tema del derecho inicuo vigente plantea problemas diversos, pues la situación del juez del sistema es distinta de la situación del

31 El problema es complejo, porque es independiente de que venza la parte realmente justa o la realmente inicua. Puesto que el derecho de la comunidad política se entiende como una realiza-ción de diversas formas de justicia, y el uso de la fuerza se apoya en «justificaciones» de diverso tipo, cualquiera que emprenda una guerra o una revolución obrará en nombre de la justicia y de la moral. No se puede decir «vamos a la guerra porque no tenemos la razón», o «Rex debe ser derrocado porque no roba a sus súbditos ni castiga a los inocentes». Por eso mismo, cualquiera que venza tendrá el problema de juzgar a los derrotados, sean éstos los antiguos gobernantes o los rebeldes fracasados, y cualquiera haya sido realmente justo y bueno. Nuestro análisis se refiere a la situación donde vence la parte realmente justa, pues tal es el supuesto del problema posterior de hacer justicia. Siguiendo a Hart, usamos el ejemplo de los juicios contra los nazis.

32 CL, p. 204. Cf. CD 258.33 Cf. infra sección 5. Sucede que Hart atribuye al iusnaturalismo un concepto unívoco de derecho y de

validez, y le achaca pretender dar una respuesta simple a todos los problemas morales que plantea el derecho injusto. Pero es exactamente al revés: Hart propone elegir un concepto unívoco —cuando del problema moral se trata— al defender el positivismo. No tiene en cuenta los ríos de tinta que han escrito los autores iusnaturalistas sobre los diversos casos de justicia e injusticia en el derecho y en el gobierno, y sobre los modos diversos de resistir al derecho injusto, de someterse en algunos casos, de admitir la cooperación indirecta con el mal de otros (v. gr., pagar tributos al Emperador, sabiendo que hará, con ellos, muchas cosas buenas, pero también te mandará a los leones).

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ciudadano. Sin embargo, Hart no entra en estas distinciones. Hart da la siguiente explicación sobre el sentido del positivismo jurídico:

¿Cuál era, entonces, la preocupación de los grandes gritos de batalla del po‑sitivismo jurídico: «La existencia del derecho es una cosa; su mérito o demé‑rito, otra» (Austin); «El derecho de un estado no es un ideal, sino algo que realmente existe... no es aquello que debe ser, sino aquello que es» (Gray); «Las normas jurídicas pueden tener cualquier clase de contenido» (Kelsen)?

Lo que estos pensadores estaban interesados en promover era, principalmente, claridad y honestidad en la formulación de las cuestiones teóricas y morales que suscitaba la existencia de leyes particulares moralmente inicuas, pero pro‑mulgadas en la forma correcta, claras en su significado, y que satisfacían todos los criterios de validez reconocidos de un sistema. Su opinión era que, al pen‑sar acerca de tales leyes, tanto el teórico como el infortunado funcionario o el ciudadano particular llamados a aplicarlas u obedecerlas, sólo podrían verse confundidos por una invitación a negarles el título de «derecho» o «válido». Es‑tos pensadores pensaban que, para afrontar estos problemas, había disponibles recursos más francos, más simples, los cuales destacarían mucho mejor todas las consideraciones intelectuales y morales relevantes. Deberíamos decir: «Esto es derecho; pero es demasiado inicuo para ser aplicado u obedecido» 34.

La descripción de la tesis iusnaturalista que sigue al texto citado se centra en el problema de los juicios posteriores al derrocamiento del poder injusto. En el contexto del problema de la resistencia, Hart acude a Radbruch, quien defendió:

(...) la doctrina de que los principios fundamentales de la moral humanitaria eran parte del mismo concepto de Recht o legalidad y que ningún decreto o ley positiva podría ser válida si contravenía los principios básicos de moralidad, sin importar con qué claridad estuviera expresada ni con qué claridad se conforma‑ra con los criterios formales de validez de un sistema jurídico dado. [...] [T]odo abogado y juez debería denunciar las leyes que transgredieran los principios fundamentales no como meramente inmorales o erróneas, sino como no reves‑tidas de carácter jurídico, y las normas que por esta razón carezcan de la calidad de derecho no deberían ser tomadas en cuenta al establecer la posición jurídica de un individuo determinado en circunstancias particulares 35.

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34 CL, p. 203. Cf. CD 256. Hart ha rechazado poco antes uno de estos gritos de batalla (el de Kel-sen): cf. CL 195.

35 PLM en EJP, p. 74.

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Hart presenta tres objeciones contra esta doctrina. Consideraremos las dos primeras aquí, y la última, más extensa, en el apartado siguiente.

2.2. La Ingenuidad del Iusnaturalismo

El profesor de Oxford comienza manifestando su comprensión ha‑cia la exigencia apasionada de Radbruch de que la conciencia jurídica alemana esté más abierta a la moral. Luego añade:

Por otro lado, hay una ingenuidad extraordinaria en la opinión de que la in‑sensibilidad ante las exigencias de la moralidad y el servilismo ante el poder estatal en un pueblo como los alemanes deben haber surgido de la creencia de que el derecho podría ser derecho aunque no se conformara con los reque‑rimientos mínimos de la moralidad. Esta terrible historia mueve, más bien, a investigar por qué el énfasis en el eslogan «la ley es la ley», y la distinción entre derecho y moral, adquirió un carácter siniestro en Alemania, pero en otras partes, como con los mismos utilitaristas, fue acompañada por las más ilustradas actitudes liberales 36.

Contra esta opinión de Hart, sostenemos que la ingenuidad de Ra‑

dbruch desapareció con el Holocausto. Antes, como dice Hart, Rad‑bruch pensaba que la cuestión de la obediencia o resistencia era me‑ramente privada, y la cuestión de la validez jurídica sería pública 37. Lo extremadamente ingenuo es creer que se puede predicar el carácter meramente privado de los juicios morales, y que las leyes injustas se califiquen «como meramente inmorales o erróneas» 38, pero pretender luego que todo un pueblo o toda una profesión resistan esas leyes. ¿Cómo puede justificarse la imposición de preferencias «privadas» por sobre los criterios «públicos», si precisamente es lo público lo que se ha establecido para todos y lo privado aquello que cada uno dispone a su manera? La única forma, en nuestra opinión, sería considerar los criterios morales como públicos, y admitir respecto de ellos el estudio científico, la argumentación judicial y política, y su primacía definitiva

36 Ibídem. Cursivas añadidas.37 Cf. Ibíd., p. 73. Cf. CL, pp. 112-113, donde Hart afirma que el ciudadano particular puede obe-

decer por su parte; pero que, como una cuestión de lógica, los funcionarios deben adherirse a la regla de reconocimiento como pauta pública común.

38 PLM en EJP, p. 74.

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—en principio, aunque sea difícil su determinación— sobre la volun‑tad creadora del derecho positivo.

La investigación que Hart propone —por qué el uso siniestro del positivismo en Alemania y no en Inglaterra— no tiene respuesta en su pensamiento, ni puede tenerla, porque el mismo Hart y Bentham, como reformistas y moralistas críticos, no pueden aceptar que la re‑forma «liberal» del derecho no tenga nada que ver con lo que después sea realmente aceptado como pauta pública de conducta. ¿Qué sentido puede tener legalizar el aborto, la homosexualidad, etc., si luego los jueces pudieran decir «esto es demasiado inicuo para ser aplicado»? ¿No impondrían sus prejuicios privados contra las pautas públicas de conducta? Con otras palabras, las leyes que llegan a estar vigentes tienen tras de sí una justificación real o aparente. Los tiranos procla‑man que son justas. Hitler no sostenía que los judíos y los arios eran iguales, y que las discriminaciones y condenas eran injustas. Por lo tanto, desafiar una ley promulgada es desafiar su justificación moral. La reducción de las opiniones morales a lo «meramente privado» deja como única moral públicamente reconocida aquella que se expresa en las leyes positivas. Tanto el juez que castigue a un nazi por perseguir a un judío como el que castigue a un inglés por practicar abortos estarían imponiendo su moral privada por encima de los criterios públicos de conducta. La ingenuidad de Hart consiste en creer que la máxima «la ley es la ley» no afecta la sensibilidad moral de un pueblo. La única forma de superar el servilismo que engendra la fórmula «la ley es la ley» es dar relevancia pública a la moral, y Radbruch hace exacta‑mente eso al exigir que los jueces y abogados en cuanto tales rehúsen aplicar las leyes inicuas 39.

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

39 Cf. Radbruch, G., Introducción a la filosofía del derecho, México, FCE, 1ª. ed., alemana, 1948, 4ª. ed. castellana, 1974, pp.49-52, 171-180; y «Leyes que no son derecho y derecho por encima de las leyes», en Rodríguez Paniagua, J. M. (ed.), Derecho injusto y derecho nulo, Madrid, Aguilar, 1971, pp. 3-22. Para la primera posición de Radbruch, liberal, véase Radbruch, G., Filosofía del derecho, Madrid, Revista de Derecho Privado, 1933. Una visión de la complejidad del problema histórico, complejidad que nosotros no podemos tomar en cuenta aquí, puede verse en García amado, J. A., «Nazismo, derecho y filosofía del derecho», Anuario de Filosofía del Derecho 8 (n.e.), 1991, pp.341-364.

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2.3. La Insuficiente Comprensión del Espíritu Liberal

Hart piensa que la conversión de Radbruch al iusnaturalismo mani‑fiesta «algo más perturbador que la ingenuidad» 40.

Podemos ver en su argumento que solamente ha asimilado a medias el mensaje espiritual del liberalismo que intenta transmitir a la profesión jurídica. Porque todo lo que dice depende realmente de una enorme sobrevaloración de la im‑portancia del puro hecho de que pueda decirse que una regla es una regla de derecho válida, como si esto, una vez declarado, fuese concluyente respecto de la pregunta moral: «¿Debe ser obedecida esta regla?». Seguro que la respuesta verdaderamente liberal a cualquier uso siniestro del eslogan «la ley es la ley» o de la distinción entre derecho y moral es: «Muy bien, pero eso no termina con la cuestión. El derecho no es la moral; no dejemos que reemplace la moral» 41.

La primera tendencia ante una afirmación de este tipo 42 es replicar, con Kalinowski, que «es una simple contradictio in adiecto la noción de derecho válido no obligatorio» 43, porque el concepto de validez, como el mismo Hart muestra, va unido al de la obligatoriedad de las reglas 44. Luego, la afirmación «esto es válido pero no debe ser obe‑decido» se transforma en «esto debe ser obedecido pero no debe ser obedecido». La salida del atolladero, en la teoría hartiana, es decir «esto jurídicamente debe ser obedecido pero moralmente no debe ser obedecido», lo cual equivale a posponer la solución del problema, que consiste en saber cuándo ha de aplicarse una regla en definitiva.

Pero, aparte de constatar la vinculación entre validez y obligación, que puede romperse restringiendo el concepto de validez al de ser me‑ramente «conforme con la regla de reconocimiento», puede decirse algo más. En primer lugar, quien sobrevalora la importancia de que pueda decirse que una regla es válida es el mismo Hart. No olvidemos

40 PLM en EJP, p.74.41 Ibíd., p. 75.42 Cf. expresiones análogas en CL, pp. 203 y 205.43 Kalinowski, G., «Théorie, métathéorie ou philosophie du droit. Réflexions sur The concept of law

de H. L. A. Hart et On Law and Justice d’Alf Ross», Archives de philosophie du droit 15, 1970, p. 188. Kalinowski procura mostrar que «toda teoría y toda metaciencia presupone una filosofía» (Ibíd., 194), que en el caso de Hart y Ross es antimetafísica.

44 Cf. CL, p. 79 y ss., y pp. 96-107.

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que él está defendiendo como núcleo del positivismo jurídico que se reconozca la validez de todo tipo de derecho positivo, y una validez en sentido unívoco de una vez por todas. Él considera importante, por razones de claridad y honestidad, que la validez dependa de las reglas de reconocimiento, y no de la moral. En segundo término, su crítica de la «anarquía» —como vimos— supone atribuir importancia precisa‑mente a que no se diluya la autoridad del derecho en las convicciones morales privadas; pero ahora resulta que el espíritu del liberalismo consiste en hacer exactamente esto último. El problema de fondo es‑triba en que el espíritu del liberalismo da libertad para el ciudadano y, para proteger esa libertad, sujeta el poder a la ley positiva; como las autoridades gobiernan nada menos que a los ciudadanos, deben apli‑carles la ley y sólo la ley. Luego, no existe una solución única al pro‑blema de la obediencia en el espíritu del liberalismo: justifica tanto la imposición de las leyes más inicuas por parte de los funcionarios, con tal de que sean «legales», como la resistencia a las leyes más justas por parte de los ciudadanos, en defensa de la libertad de conciencia. Esta dicotomía, que Hart quiere ver en el iusnaturalismo, es la ambigüedad constitutiva del espíritu liberal 45.

En tercer lugar, no basta con declamar retóricamente que el derecho no ha de suplantar a la moral, ni con decir que la respuesta «jurídica» no es la última palabra sobre qué ha de hacerse. Si la función judicial en cuanto tal, y la de los abogados, no termina mediante la declara‑ción de la respuesta del derecho positivo, sino que han de acudir a la moral para conocer la respuesta definitiva, entonces —cualesquiera sean las palabras usadas— no podemos sino concluir que jueces y abogados en cuanto tales tienen una función al mismo tiempo moral y jurídico‑positiva. Pero esto equivale a volver a dar relevancia pública a la conciencia moral y a la «ley natural», como quiera que se la llame

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

45 Precisamente esa ambigüedad hace imposible que nos detengamos aquí a clarificar más la cues-tión del «liberalismo». Sea de ello lo que fuere, nuestra intención es sólo apuntar que Hart se ha encontrado de frente con ese cuchillo de doble filo, que ya es un tópico de la filosofía política, especialmente en los comentarios sobre Rousseau. Yo mismo comparto algo de ese espíritu liberal (su deseo de un poder bajo control, de garantías constitucionales que limiten la voluntad popular del momento, etc.); pero no es admisible usar uno de los filos del cuchillo para refutar el otro —eso hace Hart contra Radbruch—, sin dar una respuesta al problema de fondo.

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(cualquiera que entienda la doctrina clásica sobre la «ley natural» en‑tiende que es equivalente a «moral racional»). Radbruch diría que las normas inicuas «no deberían ser tomadas en cuenta al establecer la posición jurídica de un individuo determinado en circunstancias parti‑culares» 46; Hart, que sí cuentan para su posición jurídica, pero no para su posición definitiva.

La respuesta de Hart equivale a posponer la respuesta definitiva, porque precisamente una de las funciones del derecho positivo es —se‑gún la teoría de la ley natural y según el mismo Han— determinar qué exigencias de la moral serán impuestas coactivamente, dentro de qué límites y bajo qué formas; y, además, dar una solución definitiva a las disputas, que pueden tener origen en discrepancias morales o en la indi‑ferencia de la moral respecto de soluciones posibles contrarias 47. Por lo tanto, decir que ante una solución claramente establecida por el derecho positivo todavía no se ha encontrado la solución definitiva públicamente vigente, equivale a sostener que los ciudadanos y funcionarios han de aplicar la moral para encontrar respuestas definitivas, y a negar, por tan‑to, que el derecho positivo dirima disputas morales en la práctica. Sin embargo, no parece que un reformador del derecho estaría dispuesto a luchar por tener una ley «mejor» —de cualquier tipo, desde quien cree tenerla en subir o bajar las penas contra los delitos, hasta quien defiende la legalización de determinadas conductas— si no pensara que, por el hecho de tenerla, las personas aceptarían esas conductas, y los funcio‑narios deberían aplicar dichas normas. Hart lo dice explícitamente res‑pecto de la ley del aborto 48. Hart es quien entiende a medias el espíritu del liberalismo cuando afirma que los jueces y funcionarios no están vinculados definitivamente por el derecho claramente establecido, y que la respuesta definitiva han de buscarla en la moral. Eso es contrario al ideal liberal del estado de derecho, y permite imponer la moral privada de cada funcionario por encima de las pautas públicas de conducta.

46 PLM en EJP, p. 74.47 Cf. CL, pp. 112-114 (jueces deben aceptar la pauta de validez jurídica) y 138 y ss. (jueces deciden

en definitiva, pero no según su discreción absoluta).48 Cf. Hart, H. L. A., «Abortion Law Reform: The English Experience», Melbourne University Law

Review 8, 1972, pp. 388-411.

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Naturalmente, un iusnaturalista aceptará que, en principio, la ley moral es una pauta pública de conducta. Por eso las ciencias que tienen por fin práctico auxiliar a abogados y jueces —el estudio del derecho— deben estudiar tanto el derecho natural (la moral) como el derecho positivo. Si las pautas morales son relevantes para dar la respuesta definitiva, si no pueden ser reemplazadas por el puro derecho positivo, entonces hay que estudiarlas y determinarlas de modo que las personas sepan a qué atener‑se. Toda la lucha por la certeza jurídica no tiene ningún sentido si, a final de cuentas, un ciudadano puede encontrarse con un juez que le diga «muy bien, usted tiene derecho a X, pero eso no resuelve esta cuestión», y, acto seguido, falle en su contra. Toda la idea de tener reglas de reconocimiento cae por su base. O, mejor dicho, el «espíritu genuinamente liberal» har‑tiano exigiría que el reconocimiento definitivo de lo que debe hacerse se funde en la moral. Estamos de acuerdo con tal doctrina —si es o no libe‑ralismo, no sabríamos decirlo—, y Radbruch también lo estaría; pero hay que decirlo. Radbruch no hace más que decirlo. Si la respuesta definitiva contendrá una apelación a la moral, más vale advertir a los ciudadanos que, cualesquiera sean los términos del derecho positivo —cualquiera sea su claridad y validez formal—, los jueces y los demás funcionarios obede‑cerán antes y más a la moral, que no puede ser suplantada, que al derecho. O sea, que la ley injusta no será aplicada en definitiva, aunque se la declare «ley» en algún momento, por razones de claridad. Lo más honesto y claro sería decir que la regla de reconocimiento incluirá esa apelación definitiva a la moral, y no dejarle al ciudadano la sorpresa de última hora.

Aunque «la ley es la ley», el «genuino liberalismo» —como lo en‑tiende Hart— diría que, a la hora de la verdad, «la ley injusta no es ley» 49. Pero el estudio y aplicación simultánea del derecho positivo y la moral, según prioridades de diversos tipos que este mismo estudio establezca, tanto en la vida privada como en el funcionamiento de la comunidad política, no es separar el derecho y la moral, ni tener una

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

49 Ya he dicho algo sobre la ambigüedad del liberalismo histórico. Ahora bien, si se estima que el genuino liberalismo da tanta importancia a la moral como pauta pública de conducta, hay que concluir que el liberalismo genuino (original) tiene sus raíces en el iusnaturalismo. Recordemos, al respecto, los clásicos documentos que son a la vez «liberales» y «iusnaturalistas», como las declaraciones de derechos humanos.

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ciencia moralmente neutral, ni nada que se parezca remotamente al positivismo jurídico que Hart decía defender. En definitiva, Hart, al atacar a Radbruch, contradice lo que había dicho antes sobre la natura‑leza del derecho, del estudio del derecho y de la tradición positivista.

3. LA MENOR CAPACIDAD DEL IUSNATURALISMO PARA RESISTIR

3.1. Exposición del Argumento Hartiano

Hart expone en un párrafo la conveniencia del «concepto amplio» de derecho («positivista») para resistir el derecho inicuo. Vamos a analizar lo que significa este argumento no ya en favor de elegir un concepto, cuestión contraria a la lógica formal, sino como mera afir‑mación de que adoptar el iusnaturalismo implicaría poseer una menor capacidad de resistir la iniquidad. El párrafo es el siguiente.

¿Qué decir, entonces, de los méritos prácticos del concepto restringido de de‑recho para la deliberación moral? ¿De qué manera es mejor, ante exigencias moralmente inicuas, pensar «esto no es derecho en ningún sentido» en lugar de «esto es derecho, pero demasiado inicuo para obedecerlo o aplicarlo»? ¿Haría esto a los hombres más alertas o dispuestos para desobedecer cuando la moral lo exige? ¿Llevaría a formas mejores de abordar problemas como los que dejó tras de sí el régimen nazi? Sin duda, las ideas tienen su influencia; pero apenas parece probable que un esfuerzo para entrenar y educar a los hombres en el uso de un concepto restringido de validez jurídica, en el que no hay lugar para leyes válidas pero moralmente inicuas, pueda llevar a un fortalecimiento de la resistencia contra el mal, ante las amenazas del poder organizado, o a una percepción más clara de lo que está moralmente en juego cuando se exige obediencia. Mientras los seres humanos puedan conseguir suficiente cooperación de algunos para permitirles dominar a otros, usarán las formas del derecho como uno de sus instrumentos. Hombres malvados promulgarán reglas malvadas que otros aplicarán por la fuerza. Lo que segu‑ramente se necesita más para hacer que los hombres tengan una visión clara al enfrentar el abuso oficial del poder, es que puedan preservar el sentido de que la certificación de algo como jurídicamente válido no es concluyente acerca del problema de la obediencia, y de que, cualquiera sea el halo de majestad o autoridad que pueda poseer el sistema oficial, sus exigencias deben someter‑se, al final, a un examen moral. Este sentido de que hay algo fuera del sistema oficial por referencia a lo cual el individuo debe resolver, en última instancia, sus problemas de obediencia, es de seguro más probable que se mantenga

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vivo entre quienes están acostumbrados a pensar que las reglas de derecho pueden ser inicuas, que entre quienes piensan que nada inicuo puede tener en ninguna parte el estatus de derecho 50.

Este argumento merece un análisis detenido solamente porque hay quienes se han adherido a él sin reparar en que supone un círculo vi‑cioso demasiado grueso para ser excusado —o, dicho de otro modo, un argumento viciado no es un argumento 51. Algunos defectos han sido señalados anteriormente, por lo cual abordaremos a continuación otros aspectos del problema, aunque están todos vinculados y son in‑evitables algunas repeticiones 52. 3.2. Una Mala Interpretación del Iusnaturalismo

El iusnaturalismo no afirma que el derecho inicuo no es derecho «en ningún sentido», sino que, siéndolo en un sentido derivado, no debe reconocérsele como tal en definitiva. Si no lo fuera en ningún sentido —v. gr., las leyes promulgadas en un manicomio 53— no se plantearía el problema. Finnis lo expresa de este modo:

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

50 CL, pp. 205-206. Este argumento incluye la idea de que el iusnaturalismo es reaccionario, o con-servador del derecho positivo injusto. No tendría sentido moral acusar a una posición rival de ser conservadora de la justicia. Por eso, creo que la discusión de este tema de la resistencia abarca la de si el iusnaturalismo es o no conservador, reaccionario, y respecto de qué.

51 El más notable entre sus discípulos, por ser quien más lo ha estudiado e incluso criticado, es MacCormick. Cf. MacCormick, N., H. L. A. Hart (Londres, Edward Arnold, 1981), p. 160. Sin embargo, MacCormick enfatiza que el derecho está moralmente cargado, de modo que reconocer algo como derecho tiende a exigir moralmente su cumplimiento. Summers, por su parte, cita el argumento sin ver el defecto lógico. Simplemente comenta que es difícil evaluar su importancia porque «la evidencia empírica relevante no está disponible fácilmente» (cuando ¡es obvio que se trata de una cuestión no empírica, sino conceptual!). Cf. Summers, R. S., «Professor H. L. A. Hart’s Concept of Law», Duke Law Journal, 1963, pp. 629-670, 657. Véase también Ross, A., «Review of the concept of law», The Yale Law Journal 71, 1962, pp. 1185-1190, 1188. Ross pasa por encima de la falacia, sin comentarla. Aceptar el iuspositivismo sería, a fin de cuentas, «un asunto de conveniencia en la formación de nuestros conceptos» (Ibídem); Bowie, N. E., «The “War” between natural law philosophy and legal positivism», Idealistic Studies 4, 2, 1974, p. 153; Jenkins, I., Social Order and the Limits of Law, Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 1980), p. 369.

52 No repetiremos lo dicho sobre los problemas lógicos de la postura «liberal» (según Hart) que afir-ma a la vez «esto es derecho, pero no debe ser obedecido» (supra 2.3).

53 Cf. Jori, M., «Paradigms of Legal Science», Rivista internazionale di filosofia del diritto 67, 2, 1990, p. 234 y ss. Incluso éstas son «leyes» en algún sentido, como un caballo dibujado o imagi-nado es un caballo (aunque demasiado irreal para ser montado).

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La tradición central de la especulación sobre el derecho natural, en la que está incorporada la doctrina «lex iniusta...», no ha elegido usar los eslóga‑nes que le atribuyen críticos modernos, por ejemplo que «lo que es comple-tamente inmoral no puede ser derecho» (Hart, «The Separation of Law and Morals», p. 593), o que «ciertas reglas no pueden ser derecho debido a su iniquidad moral» (Ibídem), o que «estas cosas perversas no son derecho» (Ibíd., p. 34), o que «nada inicuo puede tener en ninguna parte el estatus de derecho» (Hart, Concept of Law, p. 206), o que las «exigencias moralmente inicuas [no son] derecho en ningún sentido» (Ibíd., p. 205) [...] Por el con‑trario, la tradición, incluso en sus formulaciones más toscas (E. g. Blacks‑tone, I Comm. 41), ha afirmado que las Leyes injustas no son derecho. ¿No deja claro esta fórmula, más allá de toda duda razonable, que la tradición no incurre en una «negativa, hecha de una vez por todas, a reconocer las leyes malas como válidas para todo propósito» (Hart, Concept of Law, pp. 206‑ 207)? Lejos de «negarles validez jurídica a las reglas inicuas» (Ibíd., p. 207), la tradición explícitamente atribuye validez jurídica a las leyes inicuas (al hablar de «leyes injustas»), ya por la razón y en el sentido de que estas reglas son aceptadas en los tribunales como guías de la decisión judicial, ya por la razón y en el sentido de que, a juicio del hablante, satisfacen los criterios de validez establecidos por reglas constitucionales u otras reglas, o por ambas razones y en ambos sentidos. La tradición llega hasta decir que puede haber una obligación de conformarse con algunas de esas leyes injus‑tas para sostener el respeto hacia el sistema jurídico como un todo 54.

Con todo, lo que sí hemos de admitir es que la tradición ha expre‑sado de esa forma su rechazo de la iniquidad porque así manifiesta tanto que son los fines morales los que explican racionalmente el de‑recho, como que la respuesta definitiva ante la iniquidad consiste en negar su obligatoriedad moral y la obediencia que el derecho inicuo reclama. Por eso, sigamos pensando sobre la capacidad de la máxima «la ley injusta no es ley» para resistir el derecho inicuo, aquel que bajo ninguna circunstancia es moralmente lícito obedecer 55.

54 Finnis, J., Natural law and natural rights, cit., pp. 364-365. Las cursivas son añadidas por Finnis. Cf. un análisis más detallado de todo este argumento en Ibíd., pp. 351-368.

55 Quizás conviene distinguir entre la fórmula «lex iniusta non lex» y la doctrina de fondo signifi-cada. La fórmula es, como cuestión lingüística, algo subordinado y menos importante en el ius-naturalismo clásico. La doctrina significada es su núcleo. Para analizar el pensamiento de Hart es imprescindible detenerse en la fórmula más de lo que sería necesario en un contexto meramente expositivo del iusnaturalismo. Naturalmente, la fórmula misma, aunque secundaria, tiene gran importancia histórica y doctrinal, porque es, en mi opinión, el compendio más enfático de la doctrina tradicional.

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3.3. Los Juicios de Posguerra Prueban en Contra del Argumento

La alusión a los juicios de posguerra no apoya la argumentación har‑tiana, porque los tribunales de posguerra, al aplicar la doctrina de Rad‑bruch, de hecho no aplicaron el derecho nazi 56. Eso puede haber sido deshonesto, confuso, insincero, comparado con la alternativa de una ley retroactiva, pero ahora estamos hablando de la capacidad para detectar un derecho inicuo y no aplicarlo. Los tribunales de posguerra que usa‑ron la máxima «la ley injusta no es ley» no aplicaron ninguna de las le‑yes que los tribunales de preguerra aplicaban usando la máxima «la ley es la ley». El mismo Hart afirma que el uso de la teoría iusnaturalista es tentador después de la guerra o revolución precisamente porque el uso de legislación retroactiva —lo que él considera más sincero— «puede ser difícil, moralmente odioso, o quizás imposible» 57. En definitiva, el iusnaturalismo puede ser moralmente malo en este contexto; pero, se‑gún el mismo Hart, sería más eficaz.

3.4. Las Ideas, ¿Influyen o no Influyen?

Hart minusvalora la influencia de las ideas, aun cuando dice que sin duda tienen su influencia. No cree que «un esfuerzo para entrenar y edu‑car a los hombres» 58 en la doctrina iusnaturalista pueda fortalecer «la resistencia contra el mal, ante las amenazas del poder organizado» 59 u otorgar una conciencia «más clara de lo que está moralmente en juego cuando se exige obediencia» 60. Mas si el entrenamiento doctrinal es tan poco eficaz en el caso del iusnaturalismo, ¿por qué ha de ser eficaz en el caso de «promover claridad y honestidad» mediante «los gritos de batalla del positivismo jurídico»? Hart presenta las convicciones iusnaturalistas como algo que sólo podría inculcarse en los hombres mediante un esfuer‑zo de entrenamiento y educación, mientras los autores positivistas simple‑mente promueven claridad y honestidad.

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

56 Cf. PLM en EJP, p. 75.57 CL, p. 203. Cf. PLM en EJP, p. 76.58 CL, p. 205.59 Ibídem.60 Ibídem.

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La historia que el mismo Hart nos cuenta es contraria a esta insinua‑ción. Autores como Bentham o Kelsen han tenido que hacer el mayor es‑fuerzo «desmitologizador», y aun así Hart reconoce que ellos no explican los conceptos jurídicos reales, sino que tienen algo mejor que proponer —mas, al final, reductivista. La verdad es que las ideas influyen muchísi‑mo, y que, como seguiremos viendo, el grito de batalla «la ley injusta no es ley» surge precisamente porque se percibe la «ley injusta» y, acto se‑guido, se resiste. En cambio, el esfuerzo por entrenar a los hombres en la creencia de que «el derecho puede tener cualquier contenido», en el mejor de los casos deja abierta la cuestión sobre si ha de resistirse alguna vez o no; por sí mismo, no se trata de un entrenamiento para resistir la injusticia. La historia de los mártires cristianos —o la más antigua de Antígona, y tantas otras—, que creían en la ley natural (ley de Dios), es un testimonio empírico en favor de la capacidad del iusnaturalismo para resistir. Salvo, por supuesto, en cuanto la «separación conceptual», verdadera por defi‑nición, convierte a Antígona y a los mártires en positivistas jurídicos y liberales genuinos.

En cualquier caso, alegar en contra del iusnaturalismo que las ideas no influyen tanto como parece, es contrario a todo el argumento hartiano. Hart basa su argumento en la hipótesis de que debemos elegir un concepto por sus consecuencias prácticas. Está diciendo que serán mejores las del positivismo, por todas estas razones que estamos analizando; y que serían peores las del iusnaturalismo. Si todo su argumento tiene este apoyo prag‑mático, resulta difícil comprender que rechace una teoría diciendo que, aunque influya, realmente no influirá tanto. El argumento debe ser que rechacemos la confusión iusnaturalista precisamente porque influye en la aquiescencia hacia la injusticia (o en su conservación).

3.5. La Teoría Neutral puede Usarse para el Bien y para el Mal

Hart constata que los hombres malvados «usarán las formas del de‑recho como uno de sus instrumentos [...] promulgarán reglas malvadas que otros aplicarán por la fuerza» 61. Ésta es una verdad del tamaño de

61 Ibíd., 206.

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una catedral. El derecho positivo puede usarse para el bien o para el mal, pues todo mal se apoya en algún tipo de bien. Parece evidente, entonces, que el uso del derecho y de las ciencias jurídicas particulares, el dominio de las diversas ramas del derecho y técnicas jurídicas, por sí sólo no es garantía de resistir el derecho inicuo más que de servirlo. Ciertamente, dominar las reglas jurídicas tiránicas puede ser un arma para defender lo justo, buscando la excepción o la interpretación orientada a fines de justicia. Ahora bien, esa empresa de resistencia contra el derecho inicuo usando la ciencia jurídica exige introducir la confusión más que evitarla; es decir, no interpretar —dentro de lo posible— conforme al derecho inicuo, sino buscar todas las fisuras que permitan darle un sentido con‑trario a las intenciones del tirano, y conforme con la intención general del derecho, que es la justicia. Aquí, mientras más «objetiva» y «mo‑ralmente neutral» sea la descripción del derecho tal como es, dejándose para después los juicios sobre si se obedecerá o no, más se coopera con la iniquidad. Piénsese, por ejemplo, en un juez nazi que acude a un trata‑do de derecho penal escrito por un iuspositivista, el cual enseña que los murmuradores contra el Führer jurídicamente deben ser sentenciados a muerte, y añade que «eso es demasiado inicuo para ser aplicado u obe‑decido». El juez sentenciará a muerte a un murmurador —y al autor del libro que añadió esa coletilla no descriptiva—, pues, como dice Austin citado por Hart:

Las leyes más perniciosas [...] han sido y son continuamente aplicadas por los tribunales. [...] Supongamos que un acto inocuo o positivamente beneficioso está prohibido por el soberano bajo pena de muerte; si cometo ese acto, seré juzgado y condenado, y si objeto a la sentencia que es contraria a la ley de Dios (...) el tribunal de justicia demostrará la debilidad de mi razonamiento ahorcándome, en aplicación de la ley cuya validez he impugnado. Una excep‑ción o alegato fundado en la ley de Dios jamás ha sido atendido en un tribunal de justicia, desde la creación del mundo hasta el momento presente 62.

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62 Austin, J., The Province of Jurisprudence Determined, cit. en PLM en EJP, p. 73. Naturalmente, lo mismo podría suceder a la inversa si el juez iusnaturalista decide interpretar la ley positiva según lo que cree justo y está errado. De hecho, cualquier posición legal-positiva (incluidas las leyes nazis) puede integrarse en una teoría «iusnaturalista» en la medida en que sus autores sos-tengan que dicha legalidad se funda en principios de justicia suprapositivos. Esto demuestra que el iusnaturalismo es de la esencia de la política; pero no significa que todo «iusnaturalismo» en este sentido tenga algo que ver con el iusnaturalismo clásico.

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Para Hart, «éstas son palabras fuertes, realmente brutales» 63, pero ad‑vierte que iban unidas a la convicción de que el derecho inicuo debía ser resistido. Mas el punto es qué deben hacer los jueces, y si la ley de Dios no ha de ser escuchada no se ve por qué había de serlo una opinión mo‑ral, añadida como coletilla a un juicio científico que describe el derecho: al fin y al cabo, cada uno es su propio científico del derecho, pero no su propio Dios. El juez de nuestro ejemplo diría al penalista «jurídicamente debe usted ser colgado», y acto seguido llamaría al verdugo, pues el ale‑gato de que «esto es derecho, pero demasiado inicuo para ser obedecido o aplicado» no ha sido jamás escuchado desde la creación del mundo hasta hoy. En cambio, los jueces que «se confunden» y dejan de considerar «de‑recho» lo que antes —la misma ley— se consideraba tal, por la sencilla razón de que ya no parece justo, ésos sí que son legión. «Lex iniusta non lex» es una máxima eficaz moralmente; pero, además, bastante ajusta‑da como descripción de lo que sucede en la práctica judicial —tomando como referente de lo justo lo que así parece a los jueces— y en la argu‑mentación de los abogados 64.

Los clásicos afirmaban que hay sólo una realidad que puede usarse para el bien moral y nunca para el mal: las virtudes morales, como la justicia. Por lo tanto, el derecho positivo y la ciencia del derecho pueden usarse tanto para el bien como para el mal. La ciencia jurídica iusnatu‑ralista está gobernada explícitamente por la idea de que el derecho debe interpretarse conforme a la ley natural, porque la ley natural es una de las dimensiones del derecho; pero puede no ocurrir así, porque la ley natural es una orientación y no una aniquilación de la libertad. Natural‑mente, esta doctrina introduce, para el positivista, la «confusión» entre

63 PLM en EJP, p. 73.64 Cf. Perelman, Ch., La lógica jurídica y la nueva retórica, Madrid, Civitas, 1979, trad. cast. Luis

Díez-Picazo, pp. 20, 65, 73 y ss., 90, 97, 98, 178 y ss. Lo dicho se refiere a lo que en conciencia es tenido como justo con independencia de la ley positiva; pero no implica que la conciencia sea siempre recta. Por eso, el iusnaturalismo como posición histórica ha podido usarse para el mal. El error sobre lo justo afecta tanto a los iuspositivistas como a los iusnaturalistas. La cuestión es saber qué se debe hacer con la ley injusta, admitiendo que podemos equivocamos al juzgarla; pero, a la vez, que no podemos obrar sin juzgarla. En fin, no hablamos ahora de si las teorías iusnaturalistas pueden o no ser objeto de abuso. Obviamente lo han sido porque ha habido iusna-turalismos para todas las posiciones morales. Ahora hablamos de si es o no mejor introducir en la misma ciencia del derecho la consideración explícita de lo justo.

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derecho y moral en la misma descripción del derecho. Kelsen querría que el científico describiera las posibilidades que deja abierta la norma, para que el juez eligiese una. Hart quiere que el juez, al elegir entre esas posibilidades, recurra a la moral. El iusnaturalismo clásico afirma que todos —jueces y científicos— deben acudir a la moral en todos los niveles, explícita y justificadoramente, para que el resultado final excluya toda injusticia tanto en la exposición del derecho como en su aplicación, y la excluya precisamente por ser injusta 65. Un jurista iusna‑turalista puede incurrir en contradicciones como criticar un proyecto de ley porque su tenor literal es injusto; pero, una vez aprobado, defender una «interpretación correcta» que excluya la anterior interpretación lite‑ral (reconocida antes como una interpretación «posible» entre otras) 66. Nuevamente, Hart podría decir que este modo de proceder es «confu‑so», o «insincero», o «contradictorio»; pero ahora nos interesa ver si es más o menos capaz de anular, resistir o contrarrestar la iniquidad 67. 3.6. El Deber de Incluir la Moral en la Regla de Reconocimiento

Hart afirma que «la certificación de algo como jurídicamente válido no es concluyente acerca del problema de la obediencia» 68, y que «cualquiera

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65 Téngase en cuenta que, siendo posible el error sobre lo justo y la existencia de teorías iusnatura-listas que intentan justificar lo que realmente es injusto, nuestra reflexión se refiere a la capacidad del iusnaturalismo para hacer eficaz la resistencia al derecho inicuo o que se cree inicuo. Jamás ha pretendido el iusnaturalismo clásico que exista, en el orden puramente racional, una garantía de infalibilidad.

66 Dworkin intenta por diversas vías expresar y fundamentar esta distinción; por ejemplo, mediante la explicación del derecho en sentido «preinterpretativo» —los datos institucionales— y en sen-tido «interpretativo» —lo que se afirma ser derecho después de interpretar esos datos a la luz de principios justificadores. Cf. Dworkin, R., A Matter of Principie (Londres, Harvard University Press, 1985), 119-177; y Dworkin, R., Law’s Empire (Londres, Fontana Press, 1986), p. 45 y ss., 176 y ss., y su aplicación en capítulos 7-10. Hay trad. cast. de C. Ferrari, El imperio de la justicia (Barcelona, Gedisa, 1988).

67 Las relaciones entre el derecho natural y la interpretación del derecho son complejas, pues no es cuestión de aplicar sin más lo que parece justo. A veces, lo justo no ha sido suficientemente determinado por el derecho positivo como para ser aplicado (v. gr., no se ha establecido un pro-cedimiento para pedir al juez una indemnización, o no se ha fijado una pena para un delito, etc.). Sobre esta complejidad, cf. la síntesis de Hervada, J., Introducción crítica al derecho natural, cit., pp. 183-187. Importa destacar ahora que la doctrina de la nulidad del derecho inicuo, cuando es aplicable, no puede favorecer la iniquidad, sino resistirla.

68 CL, p. 206.

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sea el halo de majestad o autoridad que pueda poseer el sistema oficial, sus exigencias deben someterse, al final, a un examen moral» 69. Hemos comentado ya algunos problemas de este «mensaje espiritual del libe‑ralismo» 70. Ahora abordamos otros aspectos. La referencia de Hart al «halo de majestad o autoridad» del derecho positivo es un testimonio de que, de hecho, la ley de la comunidad política tiene connotación moral y autoridad moral. El iusnaturalismo explica este hecho mediante la teoría de los fines morales del derecho, que exigen obediencia normalmente —siempre que es justo— y desobediencia cuando se desvía de tales fines. El problema del positivismo hartiano, con toda su ambigüedad, es que exige excluir la moral de la determinación objetiva, «neutral», del derecho; pero, después, exige que las exigencias así determinadas se sometan al examen de una moral respecto de la cual no ha querido pro‑nunciarse como jurista. ¿Qué moral ha de tener la última palabra? ¿Una moral objetiva y cognoscible, o una moral subjetiva e incognoscible? ¿Una moral común pública o los criterios de cada uno? ¿La moral que castiga a los funcionarios nazis o la que persigue a los judíos? Sostener, con Hart y con el iusnaturalismo clásico, que la última palabra ha de buscarse en la moral, debiera llevar, lógicamente, a incluir la moral en las disciplinas que tienen por objeto auxiliar a jueces y abogados en su profesión; y debiera llevar, también, a contestar las preguntas planteadas con respuestas más específicas que la mera afirmación de la primacía de la moral sobre el derecho.

Ahora bien, extender este «liberalismo» moralista de Hart a los jueces no es compatible con su teoría de la regla de reconocimiento. La doctrina de Hart es aplicable al súbdito corriente, el cual, en‑frentado con la iniquidad legal, puede someterla a examen moral y concluir que no la obedecerá; lo mismo da que diga «esta ley injusta no es ley» o «esto es tan inicuo que no debe ser obedecido». Sin embargo, es lógicamente imposible de aplicar a los funcionarios y jueces de un sistema. Los ciudadanos privados pueden obedecer y desobedecer «cada uno “sólo por su parte”» 71; pero los jueces no

69 Ibídem.70 Cf. supra sección 2.3.71 CL, p. 113.

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pueden, no por una cuestión de eficiencia o buen estado del sistema jurídico, sino porque su aceptación de la regla de validez última «es lógicamente una condición necesaria para que podamos hablar de la existencia de un único sistema jurídico» 72. La regla de reconoci‑miento «debe ser considerada desde el punto de vista interno como una pauta común, pública, de decisión judicial correcta, y no como algo que cada juez obedece simplemente por su cuenta» 73. La regla de reconocimiento no es simplemente una pauta jurídica que dice a los jueces qué otras reglas deben reconocer como válidas, de modo que los jueces posteriormente decidan en definitiva, recurriendo a la moral, si aplican o no dichos criterios de validez. Por el contrario, la práctica judicial efectiva —lo que los jueces reconocen como dere‑cho y aplican en definitiva— constituye esa «cuestión de hecho» 74

llamada regla de reconocimiento. Por lo tanto, constatar la validez no es algo distinto de aplicar la regla de reconocimiento como regla última 75, y si los jueces constataran que X es derecho «válido» y luego dieran no‑X como solución definitiva, sólo podríamos decir que el criterio último de reconocimiento aceptado en ese sistema no reconoce X como «válido». Según Hart, «la certificación de algo como jurídicamente válido no es concluyente acerca del problema de la obediencia» 76; pero, en su teoría jurídica, la constatación de qué hacen los jueces —qué criterios obedecen o qué criterios tienen éxito en imponer por sí mismos 77— equivale a certificar la validez jurí‑dica. Luego, la doctrina moral de que los jueces deben someter las exigencias del sistema «a un examen moral» antes de decidir si las

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71 CL, p. 113.72 Ibíd., pp. 112-113. Cf. CD 144.73 CL, p. 112.74 Ibíd., p. 107. Hart afirma aquí que la práctica social que constituye la regla de reconocimiento está

protagonizada por jueces, funcionarios y ciudadanos; sin embargo, los ciudadanos pueden quedar fuera de la práctica, mientras que, si eso ocurriera con los funcionarios, habría más de un sistema, o el «caos» (Ibíd., p. 113).

75 Cf. Ibíd., p. 102 y ss.76 Ibíd., p. 206.77 Cf. Ibíd., pp. 144-150. En esta exposición usamos la terminología de Hart para señalar que es

«derecho positivo» el que ha sido «aceptado» o «puesto» por voluntades humanas, aunque sea injusto en algunos aspectos. La teoría de la regla de reconocimiento apunta hacia este hecho, y no es relevante ahora analizar su corrección en los detalles. Existe un círculo vicioso al explicar

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aplicarán o no, no es una doctrina descriptiva del derecho positivo —Hart no pretende que lo sea—, sino una doctrina que impera cómo debe ser la regla de reconocimiento; es decir, que impera qué deben reconocer los jueces como derecho en definitiva. Y lo que impera es que el último criterio de reconocimiento usado por los jueces al aplicar el derecho sea ese examen moral.

La solución anterior, que nos parece aceptable, no es diversa de aqué‑lla propuesta por Radbruch. No hay diferencia entre decir que los jueces deben someter las reglas a un examen moral, no importa cuán «válidas» sean según algún criterio distinto de su propia práctica judicial, para de‑cidir en definitiva excluyendo la iniquidad, y decir que «todo abogado y juez debería denunciar las leyes que transgredieran los principios fun‑damentales no como meramente inmorales o erróneas, sino como no re‑vestidas de carácter jurídico, y las normas que por esta razón carez‑can de la calidad de derecho no deberían ser tomadas en cuenta al establecer la posición jurídica de un individuo determinado en

las relaciones entre regla de reconocimiento y reglas de adjudicación, y por eso las tomamos aquí como implicadas mutuamente, o como mera expresión del carácter «puesto» del derecho positivo. Cf. un intento de salvar ese círculo en MacCormick, N., H. L. A. Hart, cit., pp. 108-115; la crítica de Martin, M., The legal philosophy of H. L. A. Hart. A critical appraisal (Filadelfia, Temple University Press, 1987), pp. 35-38, y de Bayles, M. D., Hart’s legal philosophy. An examination (Dordrecht, Kluwer Academic Publisher, 1992), pp. 8 1-83; y la retractación del primero en Mac-Cormick, «The Concept of Law and “The Concept of Law”», Oxford Journal of Legal Studies 14, 1994, pp. 1-23, 14. Cabe pensar que dicho círculo vicioso se debe a que no existe una práctica humana que pueda señalarse como siendo siempre la última generadora del derecho positivo —los jueces, los legisladores, las costumbres populares, etc., son todos candidatos idóneos para ser el poder supremo «aceptado» o «puesto» por diversas razones: desde el temor al amor religio-sos, pasando por el temor y amor al dinero, el poder, etc. Hart se concentra en las prácticas de los tribunales, quizás porque es inglés; otro autor podría poner el fundamento primero del derecho positivo en las prácticas de los militares, o en las de cualquier persona o grupo que controle el poder de coacción. Cf. los análisis de Nino en Nino, C. S., La validez del derecho (Buenos Aires, Astrea, 1985), pp. 41 y ss., y 89 y ss. Nino ve clara la fundamentación moral última de la validez jurídica, por lo que el poder «de facto» no decide absolutamente la cuestión de la validez norma-tiva; pero Nino acepta el modo de plantear las cuestiones, típico de la renovación de la tradición iuspositivista posterior a la segunda guerra mundial (Hart, Bobbio, Ross, etc.), como puede verse también en su tratamiento de los problemas básicos de la filosofía jurídica en Nino, C. S., Intro-ducción al análisis del derecho (Buenos Aires, Astrea, 1980), passim. A nuestro entender, todas esas prácticas, históricamente variables, explican los diversos orígenes del derecho positivo; pero, como Nino, sostenemos que la explicación de su normatividad no puede derivarse de ningún hecho, por complejo que sea, sino de una aplicación analógica de la normatividad de la razón práctica, como quiera que se la llame (si no se la quiere llamar «ley natural») y como quiera que pueda estar corrompida en sus juicios.

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circunstancias particulares» 78. Cuando Hart describe la doctrina de Rad‑bruch como diciendo «que ningún decreto o ley positiva podría ser válida si contravenía los principios básicos de moralidad, sin importar con qué claridad estuviera expresada ni con qué claridad se conformara con los criterios formales de validez de un sistema jurídico dado» 79, supone que los jueces establecen con su práctica unos criterios formales de validez del sistema que subsistirían aunque los mismos jueces adoptaran la doctrina Radbruch. No se da cuenta, al parecer, de que según la teoría de la regla de reconocimiento es imposible adoptar la doctrina Radbruch sin modifi‑car la regla de reconocimiento misma. Por lo tanto, una práctica judicial fundada en la máxima «la ley injusta no es ley» equivale a tener una regla de reconocimiento que declara inválido el derecho inicuo. ¿Cabe mejor «resistencia»?

No obstante, la moral no exige siempre imponer jurídicamente

todos los actos buenos, y cuáles se deban imponer es una cuestión de prudencia política. El iusnaturalismo sostiene una máxima negativa —la ley injusta no es ley—, pero no dice positivamente que todo lo justo sea ipso facto aplicable mediante los medios del derecho positi‑vo. Todavía más: es posible que haya injusticias particulares que, por razón del bien común, sea más justo y/o prudente tolerar que castigar —v. gr., hurtos pequeños entre parientes cercanos, mentiras e injurias leves, artículos de filosofía jurídica horrorosamente largos, etc. Hart es consciente de que una regla de reconocimiento que coincidiera ple‑namente con la moral presentaría dificultades; pero, cuando expone estas dificultades, hace patente que su solución «liberal» o «positivis‑ta» al problema del derecho inicuo no puede ser aplicada a los jueces y funcionarios cuya misma práctica determina el criterio de validez.

No existe [...] restricción lógica al contenido de la regla de reconocimiento. Por lo que a la «lógica» respecta, podría proveer explícita o implícitamente que los criterios que determinan la validez de reglas jurídicas subordinadas deberían dejar de ser considerados como tales si las reglas jurídicas identifi‑cadas conforme a ellos se demostraran moralmente objetables. Así, una cons‑titución podría incluir entre sus restricciones a la potestad legislativa incluso

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78 PLM en EJP, p. 74. Cursivas añadidas.79 Ibídem.

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de su legislatura suprema no solamente la conformidad con el debido proce‑so, sino una disposición completamente general de que su potestad jurídica podría caducar si sus leyes entraran alguna vez en conflicto con principios de moralidad y justicia. La objeción contra esta extraordinaria disposición no sería «lógica», sino la enorme indeterminación de tal criterio de validez jurídica. Las constituciones no buscan dificultades adoptando esta forma, de modo que normalmente las preguntas «¿es esto una ley válida?» y «¿es tan inicuo moralmente que debo retirar mi reconocimiento de la autoridad que lo hizo?», son distintas. Pero no hay nada en mi libro que sugiera que la úl‑tima pregunta no sea de la mayor importancia. Aquí [...] el blanco de ataque del autor debería haber sido mi pretensión de que es inteligible e importante distinguir la aceptación general de la regla legalmente última de un sistema de derecho, que especifica los criterios de validez jurídica, respecto de cua-lesquiera principios o reglas morales que los individuos usen para decidir si están moralmente obligados a obedecer el derecho y en qué medida 80.

Si notamos atentamente las palabras destacadas, veremos que res‑ponder la pregunta sobre «retirar mi reconocimiento de la autoridad»

80 EJP, pp. 361-362. Cursivas añadidas. Hart ser refiere a Lon Fuller. No podemos detenernos de-masiado en la primera parte de este texto, pues no es necesario para los fines de este trabajo. Sin embargo, cabe llamar la atención sobre su incoherencia. Hart dice que, en la situación imaginaria descrita, los criterios de validez deberían dejar de serlo cuando las normas identificadas conforme a ellos fuesen inmorales (v. gr., si una ley promulgada con todas sus formalidades es racista); pero, en verdad, lo único que debe dejar de ser válido para que la regla de reconocimiento supre-ma se identifique con la moral es la ley concreta inmoral. La legislación como criterio de validez seguiría siéndolo, pero no sería un criterio supremo (lo sería sólo la moral). Cf. CL, p. 103. En segundo término, el ejemplo que pone Hart, siguiendo su hipótesis, es contradictorio con su teoría de una regla de reconocimiento, y es lógicamente imposible. En efecto, el derecho positivo está determinado por decisiones voluntarias o fuentes sociales. Si la constitución estableciera que el poder legislativo perdería su poder por promulgar leyes inmorales, habría que ver quién tiene en ese sistema la potestad de decidir sobre la aplicación de esa regla. Quienquiera que sea —un tribunal constitucional, un caudillo, un consejo de ancianos—, sería jurídicamente superior a la legislatura «suprema»; es decir, ésta no puede ser suprema. Por el contrario, si es ella misma la encargada de aplicar esa limitación constitucional, no puede a la vez promulgar una regla y decir que es nula. Podría autoacusarse ex-post facto, diciendo «hemos perdido nuestra potestad legis-lativa ayer al dictar esa ley inmoral», pero ¿con qué potestad podrían declarar su caducidad, si la perdieron ayer? Éste es el problema de si la autoridad suprema puede disolverse en cuanto tal, y no sólo como entrega del poder a otros. De hecho, lo que sucede es que una autoridad da paso a otra. El ejemplo de Hart es, finalmente, contrario a su teoría de la regla de reconocimiento, porque la constitución, aunque sea reconocida como regla suprema, no es la regla de reconocimiento misma. Ésta es la práctica de los funcionarios y ciudadanos (cf. CL, p. 107). Si éstos reconocen sólo las leyes justas como leyes, aplicar esta regla de reconocimiento contra una legislación inicua no es distinto de que los tribunales se nieguen a obedecer al legislador, y de que los ciudadanos se nieguen a obedecer a los funcionarios todos, y, en último término —si la regla es como Hart describe: que hace caducar el poder legislador— que organicen una revolución. Nótese que, en esa situación, la regla de reconocimiento sólo podría describirse así: «la ley injusta no es ley».

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por razones morales no es posible para un funcionario o juez, en cuanto tal, sin cambiar su práctica, la cual determina, en parte, la regla de reconocimiento. Si sólo un funcionario lo hiciera, podría decirse simplemente que actúa como un individuo privado subvir‑tiendo el sistema: sería castigado y expulsado, y ahí acabaría la efi‑cacia del eslogan propuesto por Hart. En cambio, si, como pretende Hart, tal ha de ser la aproximación «liberal» ante el derecho, cabe concluir que todos los jueces, mientras más capaces sean de resistir el derecho inicuo, más dirán ante cada caso de ley injusta, actuando como jueces —si no, de qué vale—: «esta ley es demasiado inicua para ser aplicada», respuesta cuya formulación universal, cuando se convierte en regla de reconocimiento pública, es ésta: «la ley injusta no es ley válida».

También se ve claramente que el criterio hartiano sólo puede referirse a lo que «los individuos [privados] usen para decidir si están moralmente obligados a obedecer el derecho y en qué me‑dida». Pero entonces no sirve como criterio de resistencia al de‑recho inicuo, porque es una remisión a «cualesquiera principios o reglas morales» (principios nazis, comunistas, racistas, los diez mandamientos judíos, la caridad cristiana, el utilitarismo...). Para decirnos que debemos ser buenos no necesitamos filosofía moral ni teoría jurídica.

3.7. El Criterio de Obediencia es Extra-Positivo, pero ¿Cuál?

Hart defiende el «sentido de que hay algo fuera del sistema oficial por referencia a lo cual el individuo debe resolver, en última instancia, sus problemas de obediencia» 81, como medio para «que los hombres tengan una visión clara al enfrentar el abuso oficial del poder» 82. ¿Pue‑den leerse estas líneas sin recordar las apelaciones de Antígona a las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses; o el recurso clásico a la ley natural; o la proclamación de que debe obedecerse a Dios antes

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81 CL, pp. 205-206.82 Ibídem.

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que a los hombres? Naturalmente, tener algo fuera del sistema oficial da claridad ante éste. Mas decirlo no soluciona el problema del positi‑vismo jurídico, que en gran parte surge por la división de las opiniones morales y religiosas. No olvidemos que eso «fuera del sistema oficial» ha sido la ley natural; y en algunas épocas, más o menos prolongadas según el área geográfica, la ley natural tal como la enseñaba la Iglesia y había influido en las instituciones sociales. Si Hart pretende ahora que el positivismo dice exactamente lo contrario que antes, y está dis‑puesto a admitir que en última instancia los individuos se guíen por su conciencia y por las autoridades morales y religiosas, bienvenido sea. Mas no parece ser así, pues cuando Hart discute el problema de la im‑posición jurídica de la moral parece pensar que lo que «verdaderamen‑te» se debe obedecer es lo que establece el derecho, y que el derecho debe ser permisivo. ¿Qué sentido podría tener una ley permisiva de la homosexualidad, si luego los jueces no la toleraran? ¿Qué sentido ten‑dría una ley que hace jurídicamente lícito matar al no nacido, si luego los jueces absolvieran de homicidio al fanático pro‑vida que mata a un médico abortista «en legítima defensa»?

A esto habría que añadir, en un estudio más detallado, que «fuera del sistema oficial» no sólo está la conciencia moral individual. En efecto, también la religión determina criterios morales, y se escapa, o puede escaparse, del sistema oficial. Ahora bien, la Iglesia también tiene una jerarquía, un «sistema oficial», un derecho canónico 83. Por eso, la solución de Hart simplemente pone de manifiesto —no resuel‑ve— el problema de la obediencia, que es determinar cuáles criterios han de seguirse.

Una teoría jurídica y moral debe decir cuáles son las relaciones en‑tre obediencia y conciencia. Responder que siempre debe obedecerse

83 Cf. King, B. E., «The basic concept of Hart’s jurisprudence. The norm out of the bottle», Cam-bridge Law Journal, 1963, p. 283. King ve claro que las diversas teorías del derecho «eran de hecho, ya que la “fuerza vinculante” del derecho estaba presupuesta, llamamientos rivales a la lealtad de los hombres» (Ibídem). No obstante, en mi opinión, contra lo que sostiene este autor, no es verdad que se tratara sólo de influir en la conducta y no de conocer la verdad (cf. Ibíd., pp. 283-285).

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al derecho positivo o, en contra, que la conciencia es absolutamente libre de criterios, es ya una tesis moral formulada por una concien‑cia, un hombre. Por eso mismo, en cuanto pretende ser verdad con independencia de que otros —incluido un derecho positivo— digan lo contrario, es un ejercicio del pensamiento libre; y, en cuanto deter‑mina también lo que otros deberían pensar y respetar, pretende ser un criterio limitador de la libertad de conciencia. Con otras palabras, ni el absolutismo escapa de ser una doctrina moral independiente del poder del cual se afirma no haber independencia; ni la «libertad de concien‑cia» escapa de ser una interpretación de esa ley natural que pretende negarse. Mas éstas, y otras posibles, son respuestas al problema, es decir, van más allá de lo que corresponde a un análisis del pensamiento hartiano.

3.8. Las Buenas Costumbres del Positivismo Jurídico

El profesor de Oxford prosigue diciendo que ese sentido de lo moral como criterio definitivo de obediencia «es de seguro más probable que se mantenga vivo entre quienes están acostumbrados a pensar que las reglas de derecho pueden ser inicuas» 84. Mas esto no es algo que el positivista jurídico necesite pensar. Mucho menos es algo que esté acostumbrado a pensar, pues la empresa positivista descriptiva del derecho termina antes de llegar a esos pensamientos 85. La crítica puede venir después; pero pue‑de no venir. Aquí necesitamos ser un poco más positivistas que Hart. El derecho tal como es puede ser justo e injusto, y también los conocimientos sobre el derecho positivo, como hemos visto, pueden usarse para el bien y para el mal. La teoría jurídica moralmente neutral sólo inculca la

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84 CL, p. 206.85 Cf. Hart, H. L. A., The concept of law (Oxford, Clarendon Press, 2a. ed., 1994, «with a Posts-

cript edited by Penélope A. Bulloch and Joseph Raz»), p.27l (publicado póstumamente, lo cito como CL, 2a. ed., sólo para citar el Postscript). Han toma la palabra de Dworkin de que hay un sentido preinterpretativo del derecho, compatible con la afirmación de un derecho injusto, como suficiente para que el positivista jurídico no tenga razón ninguna para «abandonar su empresa descriptiva» del derecho. En nuestra opinión, eso será parcialmente posible en las ciencias parti-culares; pero una teoría jurídica general contendrá valoraciones abiertas o encubiertas, y no podrá explicar el derecho sin referencia a sus fines. En los dos casos, la neutralidad moral de la ciencia contribuye a enmascarar la injusticia, no a detectarla ni a combatirla; por tanto, en definitiva, nunca puede la ciencia del derecho ser moralmente neutral en la práctica, aunque pueda emitir juicios descriptivos no-valorativos de normas positivas particulares.

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costumbre de aceptar como «derecho» cualquier regla formalmente váli‑da; por tanto, no acostumbra a cuestionarse su mérito o contenido, que es algo enteramente distinto. Más aún, un juez que dejara de lado el sentido claro de la ley debido a su contenido estaría legislando. Hart, cuando de‑fiende la discrecionalidad judicial, afirma que es un poder instersticial, sujeto a las limitaciones impuestas por el derecho 86. Nuestro análisis se complicaría demasiado si comenzáramos a ver a qué están acostumbrados los diversos positivismos según su respuesta al problema del cognitivismo ético y del deber moral de obedecer el derecho. ¿Acostumbrados a pensar que el derecho puede ser injusto según las opiniones subjetivas de unos o de otros? ¿Acostumbrados a pensar que el derecho puede ser injusto y que debe ser obedecido incondicionalmente, o sólo cuando no lo sea de‑masiado, o nunca por razones morales, o sólo si no puede desobedecerse sin peores consecuencias en términos de placer y dolor?

La costumbre de identificar el derecho pasando por encima de opi‑niones «subjetivas» tenía por fin explícito que los hombres obedecieran incluso las reglas que creyeran injustas, pro bono pacis 87. O, por lo me‑nos, que obedecieran —como hemos visto— las reglas que casualmen‑te no les agradaran, siempre que no fueran demasiado inicuas. Oliver Wendell Holmes, quien sostuvo el mismo «positivismo jurídico» que Hart defiende 88; quien «siempre permanecerá para los ingleses como una figura heroica de la teoría jurídica» 89 por su claridad y poder ima‑ginativo, y que «habría despreciado por su oscuridad» 90 el estilo de análisis que confunde cuestiones diversas, nos dice:

Yo no sé qué es verdadero. No conozco el significado del universo. Pero en medio de la duda y del colapso de las creencias, hay una cosa que no dudo, que ningún hombre que viva en el mismo mundo con la mayoría de nosotros puede dudar, y ésa es que es verdadera y adorable la fe que lleva a un soldado

86 Cf. Ibíd., pp. 254 y 272 y ss. Sobre lo dicho en este párrafo, cf. Moles, R. N., «Law and morality. How to do things with confusion», Northern Ireland Legal Quarterly 37, 1, 1986, pp. 29-60, 57 y ss.

87 Cf. De Wolfe Howe, M., «The positivism of Mr. Justice Colmes», Harvard Law Review 64, 1951, pp. 529-546, 532, reproducido en Jori, M. (ed.), Legal positivism (Aldershot, Dart-mouth, 1992), p. 3 y ss.

88 Cf. PLM en EJP, p. 49.89 Cf. Ibídem.90 Cf. Ibídem.

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a sacrificar su vida en obediencia a un deber ciegamente aceptado, por una causa que entiende poco, en un plan de campaña del que no tiene conocimien‑to, siguiendo tácticas cuya utilidad no ve 91.

La fe de Holmes puede ser verdadera; pero está muy lejos de ir a buscar los criterios de obediencia fuera del sistema oficial. Holmes unía esa fe ciega con su escepticismo y espíritu crítico de un modo que no podemos investigar aquí 92. En cualquier caso, cabe notar que la «costumbre» de que habla Hart no va unida al positivismo jurídico según él mismo lo entiende. Claro que va unida al positivismo jurídico de autores acostumbrados a decir que las leyes humanas pueden ser injustas, «corruptas», etc., como San Agustín y Tomás de Aquino.

3.9. El Argumento es Formalmente una Falacia

Hart cree que «entre quienes piensan que nada inicuo puede tener en ninguna parte el estatus de derecho» 93 es menos probable que se conserven la capacidad y el espíritu crítico necesarios para resistir la iniquidad. El profesor de Oxford comete aquí una falacia lógica que puede desvelarse desde diversos puntos de vista. Por una parte, el iusnaturalismo no es una teoría puramente descriptiva del derecho positivo. Distingue lo que es describir de lo que es prescribir, pero prescribe al determinar el alcance de los conceptos prácticos. El po‑sitivismo jurídico también prescribe, aunque diga que no lo hace: dice qué debe reconocerse como válido y como derecho. Cuando la teoría de la ley natural dice que «la ley injusta no es ley», está imperando qué es lo que debe ser reconocido como ley por aboga‑dos, jueces y ciudadanos. Hart lo dice expresamente. La doctrina de Radbruch significaba que «todo abogado y juez debería denunciar las leyes que transgredieran los principios fundamentales [...] como

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91 Holmes, O. W., Speeches (1913), 59, cit. por De Wolfe Howe, M., «The positivism of Mr. Justice Colmes», cit., p. 532. De Wolfe defiende el escepticismo de Holmes, unido a esa fe ciega que lo compensa, como alternativa mejor que volver a la teoría de la ley natural.

92 Hart critica este aspecto del pensamiento de Holmes, su «sacrificio del individuo» (EJP, p. 281). Cf. Ibíd., pp. 278-285. No intentamos atribuir a Hart algo que evidentemente no piensa, sino solamente dar un contraejemplo a sus intuiciones sobre la capacidad del positivismo para mante-nernos alertas y sensitivos ante la iniquidad legal.

93 CL, p. 206.

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no revestidas de carácter jurídico, y las normas que por esta razón carezcan de la calidad de derecho no deberían ser tomadas en cuen-ta al establecer la posición jurídica de un individuo determinado en circunstancias particulares» 94. Del mismo modo, Hart describe la tesis iusnaturalista como «la pretensión de que [...] el derecho debe conformarse a la moral» 95; o que «las leyes que ordenaban o permi‑tían la iniquidad no deberían ser reconocidas como válidas, o como poseyendo la calidad de derecho» 96.

Estas normas iusnaturalistas sobre qué debe ser reconocido como derecho en definitiva, no son, pues, tesis descriptivas sobre si el de‑recho positivo puede o no ser en alguna parte injusto; por el contra‑rio, suponen que el derecho positivo puede ser injusto, y, entonces, imperan a todo el que tenga poder para reconocerlo que no lo reco‑nozca. Para el ciudadano privado esto significa resistir la iniquidad, o padecer antes que obedecerla; para quienes tienen poder público, significa ponerlo al servicio de la justicia; para todos, resistir el abuso de poder donde quiera que se origine. El positivismo jurídico exigiría una descripción del derecho separada de valoraciones o prescripcio‑nes; pero no puede pretender que una afirmación iusnaturalista como «la ley injusta no es ley» sea puramente descriptiva. Por el contrario, esta afirmación presupone que se ha detectado lo inicuo en cuanto tal —presupone la descripción de que «la ley nazi contra los judíos es injusta»— y añade su inmediata condenación como parte de la función de la ciencia jurídica. En cambio, el positivismo describe la ley injusta en cuanto a su contenido positivo, sin detectar por sí mismo su justicia o injusticia —v. gr., diría «la ley nazi condena a estos hombres por ser judíos» con la misma «neutralidad» con que diría «la ley inglesa protege el libre comercio».

Por otra parte, cuando los autores iusnaturalistas hablan de lo que Hart llama «estatus de derecho» entienden por tal «lo debido» en las relaciones sociales —sólo en este sentido puede entenderse la

94 PLM en EJP, p. 74. Cursivas añadidas.95 CL, p. 198.96 Ibíd., pp. 203-204. Cursivas añadidas.

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expresión de que «nada inicuo puede tener estatus de derecho», es decir, lo inicuo no puede ser lo debido en las relaciones sociales. Hart atribuye a los autores iusnaturalistas un concepto restringido de derecho —derecho es lo justo— como unívoco, y luego interpreta la fórmula iusnaturalista dando a la expresión «derecho» el signifi‑cado amplio «positivista». Lógicamente no es posible usar a la vez ambos conceptos respecto de lo mismo. El iusnaturalismo no dice que nada que sea derecho en sentido positivista («concepto amplio») pueda ser inicuo, ni que nada inicuo pueda ser derecho en sentido positivista; sino que ningún «derecho» en sentido positivista puede ser admitido como derecho en sentido iusnaturalista si es inicuo; o que nada que sea derecho en sentido iusnaturalista puede ser inicuo. Si la caracterización hartiana del concepto iusnaturalista de derecho fuese correcta —no lo es en tanto olvida la analogía—, entonces no sería correcta la interpretación hartiana de las fórmulas iusnatu‑ralistas, porque el concepto iusnaturalista de derecho entiende por tal sólo lo justo, y en tal caso sería obvio por definición que la ley injusta no es ley. En cambio, la interpretación de la fórmula «lex iniusta...» entiende que según el iusnaturalismo las normas injustas no son derecho positivo. Hart no puede, en buena lógica, pretender que el concepto de derecho iusnaturalista es falso porque no coinci‑de con el concepto positivista —precisamente es esto lo que está en discusión— ni que los iusnaturalistas usan a la vez ambos conceptos respecto de lo mismo.

Si formalizamos el argumento haitiano resulta lo siguiente. R son las reglas de un sistema eficaz, con independencia de su valor moral. RJ son tales reglas cuando coinciden con la moral (justas). RI son las que contravienen la moral (inicuas). El problema práctico es: ¿quién resistirá mejor contra RI, el que sostiene que el derecho es R o el que sostiene que el derecho es RJ? Hart afirma que resistirá mejor quien sostiene que el derecho es R, porque será consciente de que el dere‑cho puede ser RI. En cambio, quien sostiene que el derecho es sólo RJ, no resistirá mejor pues piensa que ningún RI puede ser derecho, y que nada que sea derecho puede ser RI. El argumento formalizado pretende que quien acepta como derecho sólo RJ está más dispuesto a aceptar también como derecho RI. Trasladado a la música, equivale a

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decir que quienes reconocen como música todo tipo de sonidos, her‑mosos u horribles, tendrán mayor sensibilidad para dejar de escuchar las estridencias de un golpetear de latas; en cambio, los que piensan que ningún sonido feo es música podrían soportar cualquier ruido. O que quien sólo come verduras (vegetariano) está predispuesto a con‑fundirse y tragarse un elefante.

3.10. Las Reglas de Reconocimiento con Contenido Moral son Posibles y Eficaces

Todo lo que Hart dice respecto de adoptar o no un concepto restrin‑gido de validez es aplicable a adoptar o no, en un sistema particular, una regla de reconocimiento o criterio de validez que incluya la justi‑cia. Si sostener que siempre y en todo lugar sólo la ley justa es derecho sería menos eficaz para resistir la iniquidad, hemos de concluir que también lo será sostener lo mismo en un sistema particular. En Estados Unidos los niños son entrenados y educados en la convicción de que ninguna ley puede ser válida si es contraria a la libertad de expresión. En España también existe un esfuerzo por entrenar a los hombres en la creencia de que las leyes contrarias a los derechos fundamentales no serán reconocidas por los tribunales. Hart sostiene que la regla de reconocimiento puede contener tales criterios morales, explícitos o in‑cluso implícitos 97. La cuestión «empírica» consistiría en ver si estas creencias, basadas en las reglas de reconocimiento, son o no eficaces para evitar las leyes injustas. A nuestro parecer, en Estados Unidos la convicción ciudadana de que las leyes contrarias a la libertad de expre‑sión son anticonstitucionales favorece la resistencia a esas leyes.

La teoría de la ley natural sostiene que, cualquiera sea la constitución

formal o material de un sistema jurídico, los criterios morales de justicia sólo pueden entrar en vigor —ser efectivamente aplicados— mediante su reconocimiento por la conciencia moral de las personas 98. Por eso, la

97 Cf. PLM en EJP, pp. 54-55; EJP, p. 361; CL, pp. 70-71, 199; y CL (2a. ed.), pp. 247-248, 250-254, 258, 263-268.

98 Se trata de una condición necesaria, pero no suficiente, pues siempre es posible reconocer el bien y libremente negarse a practicarlo. Cf. Hervada, J., Introducción crítica al derecho natural, cit., pp. 177-179.

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cuestión no es si las reglas positivas dicen o no dicen que «las leyes de este Reino sólo serán válidas si son justas», pues luego pueden todos los reyes, jueces y ciudadanos considerar justo perseguir a los judíos. La cuestión es, más bien, que los miembros de la comunidad política deben buscar la justicia e incluir esta búsqueda como una finalidad expresa de sus leyes y de los estudios y disciplinas que versan sobre esas leyes. No existe un remedio infalible contra el error en materia moral, pero el primer paso para no cometerlo es aplicar reflexivamente la razón a encontrar la justicia, y aceptar reflexivamente de antemano la vigencia —en y por medio de las conciencias— de los principios morales, y la aplicación coactiva de aquellos principios morales que sean moralmente aplicables coactivamente en cada caso —no tienen por qué ser todos ni la mayoría.

Además de las reglas jurídicas positivas que establecen qué será considerado jurídicamente válido, restringiendo las exigencias mo‑rales que serán públicamente impuestas por la fuerza —aparte de añadir todas las determinaciones puramente positivas—, hay reglas morales que establecen qué determinaciones positivas serán mo‑ralmente aceptadas. La máxima «lex iniusta non lex» es una regla moral de este tipo. Luego, no existe ninguna forma de establecer las relaciones entre «lo debido» jurídicamente y «lo debido» mo‑ralmente que no sea ella misma una regla promulgada por la con‑ciencia, en último término, cuando se trata de decidir respecto de uno mismo moralmente, y por una fuente de autoridad —acompa‑ñada de algún tipo de coacción— cuando se trata de decidir sobre la conducta de otros. La cuestión es que no puede haber autoridad de ningún tipo sin apelación a la conciencia, aunque puede haber abuso de poder para imponer lo injusto contra las conciencias; y tampoco puede haber conciencia de ningún tipo sin el recurso a criterios supraindividuales de lo bueno y lo malo, pues la concien‑cia no consiste en actuar sin pensar, sino en pensar acerca del bien y del mal de la acción por referencia a reglas, aunque puede haber un abuso de conciencia que promulgue como «bueno» lo que real‑mente sea malo según las reglas morales. El teórico del derecho, precisamente porque no es una autoridad jurídica que promulga el derecho positivo, sólo puede estar emitiendo un juicio moral cuando

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dice lo que él mismo piensa sobre el derecho 99. Limitarse a des‑cribirlo «desde el punto de vista del derecho solo» es una opción moral entre otras. Ahora bien, como el «derecho positivo» no es solamente lo que unos poderes u otros determinados —legislado‑res, jueces, costumbres, etc.— dicen que debe ser reconocido como regla pública, sino lo que efectivamente se va reconociendo como «correcto» y se va aplicando, las interpretaciones de los teóricos y juristas entran junto con las proclamaciones de los legisladores y jueces, en la conformación del derecho positivo. Por eso, los ju‑ristas teóricos tienen el deber moral de decir, junto con los demás protagonistas de la vida política, que «la ley injusta no es ley». 3.11. El Efecto Moral del Iusnaturalismo y del Positivismo Jurídico con Independencia del Argumento Hartiano

Finalmente, con independencia de que Hart haya formulado bien o mal el párrafo que comentamos, lo que quiere decir está claro: el iusnaturalismo tiende a resistir la iniquidad menos que el iuspositivismo. ¿Es o ha sido así? Creemos que la tesis iusnatura‑lista apoyaría o tendería a apoyar la iniquidad únicamente si antes se hubiera corrompido el sentido de lo verdaderamente justo, pues el lema que excluye lo injusto de ser aplicado opera con lo que es o se cree justo; pero lo mismo ocurrirá al positivista que errónea‑mente crea que «esto es demasiado inicuo para ser obedecido». Recordemos, con todo, que la unión (sin confusión) iusnaturalista entre derecho y moral, y de las actividades descriptivas y evaluati‑vas como partes del conocimiento y la práctica jurídicas en todos los niveles, lleva a reflexionar continuamente acerca de qué es verdaderamente justo e injusto. A nuestro juicio, creer que lo malo es bueno y viceversa parece más probable cuando se desatiende o relega o posterga la reflexión moral, que cuando se la incluye como una actividad públicamente relevante en las ciencias prácticas

99 Cf. Boyle, J. M., Jr., «Positivism, natural law and disestablishment: some questions raised by MacCormick’s moralistic amoralism», Valparaiso University Law Review 20, 1985, pp. 55-60. Este autor acepta la primacía de la moral sobre el derecho y que definir los límites sobre cuánta moral será impuesta coactivamente es una cuestión moral.

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y en la política. En cambio, el lema «la ley es la ley» tiende a apoyar la aplicación del derecho injusto con independencia de su justicia o injusticia. El positivismo jurídico actual, enfrentado ante una ley positiva sobre la que hay disparidad de opiniones morales, apoyará la aplicación de la ley positiva, porque lo que importa no es si hay objetividad moral, sino que haya desacuerdo moral. En caso de desacuerdo, que se aplique la regla pública de conducta, y no las opiniones privadas 100. MacCormick, aunque insiste en la soberanía de la conciencia moral individual, afirma: «Las leyes pueden ser, mas no ser buenas, y para los propósitos de los aboga‑dos y funcionarios jurídicos, la fidelidad a su deber en ese rol les exige determinar y aplicar el derecho que es, sin importar cómo vean ellos su bondad» 101.

Hart mismo elaboró en sus últimos años una teoría del derecho como razones para la acción que son «perentorias», en el sentido de que cortan y excluyen toda deliberación 102, e «independientes del contenido», en el sentido de que intentan funcionar como razo‑nes «independientemente de la naturaleza o carácter de las acciones a realizar» 103. Un sistema jurídico existe cuando hay instituciones (tribunales) que reconocen y aplican como razones para la acción perentorias e independientes del contenido «ciertas cosas dichas o hechas por ciertas personas» 104, que constituyen —por dicho reconocimiento—

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100 Tal es la tesis de una reciente defensa del positivismo jurídico: Waldron, J., «The irrelevance of moral objectivity», en George, R. P. (ed.), Natural law theory. Contemporary essays (Oxford, Clarendon Press, 1992), pp. 158-187. Según este autor, Hobbes, Hume y Bentham habrían sostenido un «positi-vismo normativo», que procura excluir de las decisiones de los funcionarios sus convicciones morales subjetivas.

101 MacCormick, N., «Law, morality and positivism», Legal Studies I, 1981, p. 143. Cursivas añadidas. A pesar de esto, dice que sacando las consecuencias de Hart llega a conclusiones parecidas a las de Finnis y Tomás de Aquino (cf. Ibíd., pp. 143-145). Como se ve, este «positivismo normativo» fluctúa entre proclamar la libertad de conciencia y la fidelidad al derecho o su aplicación como regla general, pero sin resolver coherentemente el problema de la obediencia. Hart incluso considera este problema independiente de la cuestión central positivista, que sería conceptual. Cf. Beyleveld, D., y Brownsword, R., «Normative positivism: the mirage of the middle way», Oxford Journal of Legal Studies 9, 1989, pp. 463-512, esp. p. 488 y ss.

102 Es decir, que no son ni siquiera las más fuertes de las razones, sino que excluyen la deliberación en que intervienen otras razones. Cf. EB, pp. 253-254.

103 EB, p. 254.104 Ibíd., p. 260.

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fuentes del derecho con autoridad y «pautas para la evaluación de las conductas como correctas o desviadas» 105. La actitud normativa de los tribunales «se institucionaliza como determinación de las pautas públicas de adjudicación correcta, y un deber de conformarse a estas pautas es asignado al cargo de juez y asumido por los jueces indivi‑duales cuando toman posesión de ese cargo» 106.

Lo sorprendente es que Hart, para defender la separación del dere‑

cho y la moral en este contexto, necesita enfatizar que quienes tienen la actitud normativa —obedecen o aceptan el derecho sin deliberar y con independencia del contenido— no necesitan hacerlo por razo‑nes morales, e incluso pueden hacerlo creyendo positivamente que no existen tales razones morales 107. Los jueces pueden creer en la legiti‑midad moral de la legislatura, o fingir que creen; pero:

(...) en lo que a los hechos se refiere, hay una tercera posibilidad: que, por lo menos donde el derecho está claramente establecido y determinado, los jueces, al hablar del deber jurídico del súbdito, pueden querer hablar de una forma técnicamente restringida. Hablan como jueces, desde dentro de una institución jurídica que ellos están comprometidos como jueces a mantener, para llamar la atención sobre lo que es «debido» como acción por el súbdito, es decir, lo que legalmente puede ser exigido o arrancado de él. Los jueces pueden combinar con esto el juicio y la exhortación morales, especialmente cuando aprueban el contenido de leyes específicas, pero esto no está necesa‑riamente implicado en sus afirmaciones del deber jurídico del súbdito) 108.

Antes, para defender el valor del positivismo jurídico, Hart sostenía que el juez o ciudadano positivista estaba «acostumbrado» a pensar en

105 Ibíd., p. 258. Cf. Ibíd., p. 261.106 Ibíd., p. 258.107 Cf. Ibíd., pp. 262-266.108 Ibíd., p. 266. Cf. Ibíd., pp. 156-161. «Los jueces no sólo siguen esta práctica cada vez que surge un

caso, sino que están comprometidos de antemano, en el sentido de que tienen una disposición estable a hacerlo sin considerar los méritos de obrar así en cada caso, y realmente considerarían que no está abierta para ellos la posibilidad de obrar conforme a su opinión sobre los méritos. Así, aunque el juez está en este sentido comprometido a seguir las reglas, su opinión sobre los méritos morales de obrar así (por lo menos en tanto las reglas son claras y le proporcionan una orientación determinada) es irrelevante. Su opinión de los méritos puede ser favorable o desfavorable, o simplemente ausente, o, sin abandonar su deber en cuanto juez, puede no haber formado opinión sobre los méritos morales» (Ibíd., pp. 158-159).

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la injusticia del derecho, y más inclinado a resistirlo; ahora, en cambio, cuando parece que la moral y el derecho realmente funcionan como razo‑nes unidas, o confundidas, Hart destaca que los jueces no necesitan pen‑sar en esas cuestiones morales. Por este tipo de conflictos internos en el pensamiento hartiano —otros no pueden ser señalados ahora—, me veo inclinado a sostener que Hart ha intentado articular una defensa retórica del «positivismo jurídico» como tradición moral negadora de la tradición iusnaturalista; pero cuál sea el contenido de la tradición es algo que se acomoda a las razones estratégicas de cada contexto.

¿En qué se inspira la caracterización del derecho como «peren‑torio e independiente del contenido»? De alguna manera, en los tra‑bajos de Raz sobre las «razones excluyentes»; pero, principalmente, en «algunas cosas simples e iluminadoras» dichas por... ¡Hobbes! 109. Podemos pensar, entonces, que de la mano de los orígenes del posi‑tivismo jurídico anglosajón, remachando la perentoriedad del dere‑cho y relegando el problema de la obediencia como algo posterior —esto no estaba en Hobbes—, resulta muy difícil —ingenuo, para decirlo con Hart— creer que quienes han sido así entrenados podrán tener ideas claras y fuerza para resistir la iniquidad legal. El juez no necesita, para cumplir sus deberes como juez, ni siquiera pensar en los méritos morales del derecho. Está comprometido de antemano a aplicarlo sin deliberar 110.

Hart no tiene claro cómo se coordina esa tesis con el carácter «ob‑jetivo» de las razones —él niega tal objetividad— y con las razones

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

109 Cf. Ibíd., p. 244. Cf. Shiner, R. A., «Hart and Hobbes», William and Mary Law Review 22, 1980, pp. 201-225; Payne, M., «The basis of law in Hart’s. The Concept of Law», Southernwestern Journal of Philosophy 9, 1978, pp. 11-17; Payne, M., «Law based on accepted authority», William and Mary Law Review 23, 1982, pp. 501-528; Payne, M., «Hart’s Concept of a Legal System», William and Mary Law Review 18, 1976, pp. 287, 318-319 (aquí hace notar la reducción hobbesiana ya presente en CL; pero notemos que ésa es una de las lecturas posibles de CL, debido a su ambigüedad sobre los fundamentos morales del punto de vista interno).

110 No tiene nada de extraño que Posner incluya a Hart entre quienes consideran «el derecho como política, o el derecho como la voluntad del más fuerte, o el derecho como la actividad de profesio-nales autorizados (jueces, legisladores, y otros)» —otros en la lista son Creonte, Trasímaco, Hobbes, Bentham y Holmes. Cf. Posner, R. A., The problems of jurisprudence (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1990), p. 25.

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«morales» para la acción 111. El iusnaturalismo clásico acepta el ca‑rácter del derecho como razones para la acción, que son en cierto sentido perentorias y, dentro de los límites de lo moralmente indi‑ferente, independientes del contenido; pero, precisamente porque el derecho natural y el derecho positivo son tipos de razones para la acción, las reglas positivas contrarias al derecho natural dejan de ser razones —mucho menos pueden ser perentorias e independien‑tes del contenido. Lo contrario —creer que derecho y moral son a la vez razones objetivas para la acción, pero que están separadas y la inmoralidad no anula la imperatividad racional objetiva del derecho— implicaría sostener «la hipótesis extravagante de que hay dos “mundos” independientes o conjuntos de razones objeti‑vas, uno jurídico y otro moral» 112. Con otras palabras, no existe ninguna autoridad totalmente independiente del contenido racional de lo que manda y, al mismo tiempo, absolutamente perentoria. En este momento no necesitamos discutir a fondo la cuestión de si el derecho funciona o debe funcionar como «razones para la acción perentorias e independientes de contenido». Observemos simple‑mente que esta caracterización del derecho y de la función judicial, si no va unida a la tesis iusnaturalista de la objetividad de la razón y de la imposibilidad de razones inmorales perentorias 113, no pue‑de apoyar que los jueces en cuanto tales digan «esto es derecho, pero demasiado inicuo para ser aplicado u obedecido». La coletilla crítica es deliberación acerca de los méritos.

La diferencia práctica entre positivismo jurídico y teoría del dere‑cho natural no parece ser, pues, que el primero esté más preocupado por

111 Cf. EB, pp. 266-268.112 Ibíd., p. 267. Parece que Hart vio con bastante claridad que el objetivismo de la razón le llevaba a la

unión del derecho y la moral. Siempre había sostenido que el positivismo era compatible con el no cognitivismo moral. Luego, terminó por afirmar el carácter no cognitivista de las razones jurídicas mismas. La salida es claramente desesperada y muy incoherente.

113 El concepto de razón es analógico, y, por lo tanto, puede haber «razones irracionales» o «razones para la acción» que funcionan en el contexto de la realización del mal —incluso razones de justicia verdadera, como la justa distribución de las ganancias de una banda de ladrones. De lo que hablamos ahora es de aquello que constituye una razón de modo absoluto, es decir, que puede mover a la acción porque indica lo bueno sin limitaciones, y no solamente lo bueno para un propósito restringido (para robar mejor, para envenenar mejor, etcétera).

CRISTÓBAL ORREGO S.

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la moral que el segundo 114. ¿Hay casos claros de regímenes injustos en los que pudiera ponerse a prueba la inclinación de una u otra teo‑ría? Estrictamente hablando, la claridad en esta materia depende de la objetividad moral. La injusticia del nazismo sólo está clara cuando se excluye del auditorio a los moralistas nazis; y lo mismo sucede con el apartheid y el comunismo. Éstos son tres tipos de regímenes que Hart mismo consideró injustos. Alguien interesado en defender la conveniencia moral de una teoría positivista puede decir, respecto de los tres, que son formas de iusnaturalismo; pero eso no pasa de ser un juego retórico de asignación de etiquetas. Si quiere decirse que los tiranos apelan a la justicia y a la «ley natural», estamos de acuerdo. Ésa es una de las señales de que el derecho en cuanto tal tiene por fin la justicia. La tiranía no está en apelar a la moral para justificar el derecho positivo —esto es común al buen y al mal go‑bierno—, sino en reconocer como lo justo y lo que debe ser hecho aquello que realmente —según la moral verdadera— no es justo ni debe ser hecho. Por lo tanto, la tiranía está más bien en no reconocer que la ley injusta no es ley 115.

De hecho, en los tres casos mencionados —nazismo, comunismo y apartheid— hay testimonios, alejados de la retórica, sobre la influen‑cia de la racionalidad positivista en mantener el derecho positivo con independencia de su valor moral. Max Weber afirma que la extinción

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114 Cf. Beyleveld, D., y Brownsword, R., «The practical difference between natural-law theory and legal positivism», Oxford Journal of Legal Studies 5, 1985, pp. 1-32. Estos autores presentan el análisis más detallado que hemos encontrado de las falacias lógicas envueltas en el modo de argumentar har-tiano; y muestran que, si se toma la tesis iusnaturalista como tesis conceptual rígida —la ley injusta no es ley—, se excluye la injusticia. Creemos, sin embargo, que el principio de analogía permite hablar de la ley injusta como ley en algún sentido, y a estos autores también les falta flexibilidad conceptual. Aceptan el planteamiento de la cuestión propuesto por Hart, y su misma historia; pero, aun así, ad-vierten que la lógica no consiente, en ese planteamiento rígido, sostener que el positivismo jurídico resistiría mejor la iniquidad «legal». Por su parte, Soper sostiene que ninguna de las posiciones tiene ventajas prácticas sobre la otra, y no sirve este argumento para dirimir la disputa. Cf. Soper, P., «Choosing a legal theory on moral grounds», Social Philosophy & Policy 4, 1986, pp. 31-48.

115 Me refiero al fondo de la doctrina expresada sintéticamente en esta fórmula. La fórmula por sí misma es algo secundario. De hecho, creo que Hart y otros iuspositivistas «conceptuales» o «metodológi-cos» (por emplear la clasificación de Bobbio), especialmente quienes creen en los derechos humanos, llegan a aceptar ese fondo doctrinal de la primacía de la ley natural. Por razones diversas, no pueden aceptar la terminología; pero coinciden en que hay principios de justicia suprapositivos (cuestión aparte es el grado de objetividad que les asignan).

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de las implicaciones metajurídicas del derecho —el desplazamiento de los dogmas iusnaturalistas por el positivismo— es:

(...) uno de esos desarrollos ideológicos que, mientras han aumentado el es‑cepticismo ante la dignidad de las reglas particulares de un orden jurídico concreto, también han promovido efectivamente la obediencia real al poder, visto ahora solamente desde una perspectiva instrumentalista, de las autori‑dades que pretenden legitimidad en el momento. Entre los profesionales del derecho esta actitud ha sido particularmente pronunciada 116.

Esa afirmación de Weber —anterior a 1920— fue acogida por Ra‑dbruch tras el Holocausto. Paulson muestra que todas las defensas en los juicios de Nuremberg se basaban en el positivismo jurídico clásico, y que Nuremberg se justifica precisamente por las buenas razones para rechazar el positivismo jurídico clásico 117.

Woetzel también vincula el positivismo con el nazismo; pero sus ar‑gumentos son curiosamente positivistas. Este autor rechaza la aplica‑ción del principio nulla poena sine lege, porque es un principio moral «pero no es una regla de derecho» 118. «Puesto que es un principio ético más que una regla de derecho, puede ser dejado de lado si lo exigen

116 Weber, M., Economy and society. An outline of interpretive sociology (Berkeley, 1968, 1978, ed. a cargo de Roth y Wittich), pp. 874-875; cit. por Finnis, J., «On “positivism” and “legal rational authority”», Oxford Journal of Legal Studies 5, 1985, p. 83. Finnis comenta que la ingenuidad de Radbruch, al atribuir al positivismo jurídico el «impulsar la supina aceptación del régimen legalmente autorizado de Hitler» (Ibíd., p. 83), concordaba con Weber, juzgado por la mayoría como intelectual-mente riguroso y perceptivo. Cf. Weber, M., Economía y sociedad. Esbozo de sociología comparada (México, FCE, 2a. ed. española, 1964, de la 4a. ed. alemana, 1956, reimpresión, 1969, trad. por J. Medina et al.), pp. 639-660. El texto citado es, en esta versión, como sigue: «... corresponde a ese desarrollo ideológico que aumentó el escepticismo frente a la dignidad de los preceptos aislados del ordenamiento jurídico concreto, pero que, precisamente por ello, fomentó extraordinariamente la to-tal sumisión a la autoridad, valorizada ahora sólo de modo utilitario, de los poderes que se ostentaban como legítimos. Esto ocurrió sobre todo en el círculo de los prácticos del derecho» (Ibíd., p. 647).

117 Cf. Paulson, S. L., «Classical Legal Positivism at Nuremberg», Philosophy & Public Affairs 4, 1975, p. 132 y ss.

118 Woetzel, R. K., A re-examination of the legal aspects of the Nuremberg trial (Oxford, D. Phil., tesis, 1958), p. 161. Se trata de una tesis doctoral poco posterior a la Holmes Lecture de Hart. No indica quién la dirigió. La citamos no porque sea particularmente lúcida, sino porque es un tratamiento del tema que Hart quizás conoció, por ser el catedrático de la disciplina en Oxford. El punto es observar que el autor atribuye al positivismo jurídico los argumentos en defensa de la impunidad de los críme-nes de guerra, y procura justificar moralmente el castigo. Otra cosa es que su «justificación» considere lícito hacer excepción a la moral, pero no al derecho; es decir, lo mismo que Hart, como veremos.

CRISTÓBAL ORREGO S.

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consideraciones de justicia» 119. El principio intenta evitar la injusticia que se cometería por medio de una ley retroactiva; pero, si no se co‑mete injusticia, no hay violación del principio 120. Opinamo s que esta tesis es absolutamente positivista e incoherente, pues afirma que puede dejarse de aplicar una regla precisamente porque es moral y no jurídica. Además, el principio nullum crimen sine lege no tiene ningún sentido si se limita mediante la excepción genérica de que será justo castigar re‑troactivamente cuando sea justo. El iusnaturalismo afirma lo contrario, a saber, que la justicia puede justificar la excepción y no aplicación de reglas jurídicas positivas; pero, si un principio moral es verdadero, no puede obrarse moralmente mal como medio para obtener un fin bueno. Volveremos sobre este punto en el apartado siguiente. Ahora sólo intere‑sa mostrar que la adhesión al positivismo jurídico no justificaba resistir el derecho inicuo nazi, y después justificaba condonarlo. La justifica‑ción de su castigo no puede basarse en hacer excepción a un principio moral —obrar el mal por un fin bueno—, sino en afirmar el derecho natural como derecho válido durante el régimen nazi, y las leyes nazis como leyes nulas. Toda otra alternativa, consistente en negar la validez del derecho natural como derecho verdadero, equivale a oponer un po‑sitivismo jurídico posterior a otro anterior: castigamos no porque sea justo, sino porque nuestro derecho positivo lo exige. Así como no existe diferencia puramente «positiva» entre el derecho y una banda criminal, tampoco existe diferencia puramente positiva entre un vencedor justo que castiga las iniquidades pasadas (crímenes de guerra) y un vencedor inicuo que castiga la justicia pasada —v. gr., Hitler hubiera castigado a Churchill por proteger a los judíos, aunque no había ninguna ley inglesa que lo prohibiera. En este párrafo, como se ve, utilizamos «derecho» y «válido» en su sentido central de «lo realmente debido en la vida so‑cial», por razones morales objetivas (ley natural), pues un sentido pu‑ramente positivo o intrasistemático de «validez» y de «derecho» sólo puede constatar la oposición entre sistemas «jurídicos» diversos, pero no puede establecer relaciones normativas entre ellos.

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

119 Ibídem.120 Ibíd., p. 165. Cf. Ibíd., pp. 287-288: las otrora organizaciones legales son ahora organizaciones crimi-

nales (Partido nazi, Gestapo, SS, etcétera).

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Otro autor, escribiendo sobre la transición poscomunista en Hungría, afirma: «aunque hiera nuestras sensibilidades morales, desde un punto de vista jurídico [...] el derecho nazi o el derecho socialista es derecho. Sólo puede hablarse de la negación del de‑recho en un sentido extrajurídico» 121. Explica que se ha hecho una elección: «hemos asumido [...] la continuidad legal con el antiguo régimen desde un punto de vista puramente técnico» 122. La conclu‑sión es que «la maquinaria legal sólo puede ponerse en movimiento mostrando que ha sido cometido un crimen bajo las leyes del lugar en el momento del acto [...] Hemos puesto, por ende, el ideal del estado de derecho como la piedra angular del nuevo sistema. Esto implica un sistema de exigencias y de conducción de todas las ac‑ciones estatales dentro de canales legalmente justificables» 123.

Dyzenhaus ha indagado la cuestión respecto de Sudáfrica. Afirma que existe un sentido de lo «inevitable» donde los jueces reconocen la supremacía legislativa y piensan que no pueden invalidar el derecho por ir contra pautas morales 124. Teniendo a la vista la interpretación hartiana de la tradición positivista y el debate en el estado actual de‑finido por Hart y Dworkin, este autor afirma que el debate entre el

121 Varga, C., «Do we have the right to judge the past? Philosophy of law considerations for a period of transition», Rechtstheorie 23, 1992, pp. 396-404, 397. Se omiten cursivas del original. Cf. Varga, C., «Reflexiones acerca del derecho y su moralidad interna», en Revista de Ciencias Sociales 28, 1986, pp. 473-488. Este autor, comentando el tema de la «moralidad interna del derecho» (Fuller), defiende la tesis de Holmes de que hay que bañar el derecho en ácido cínico, y no permitir que las preferencias morales influyan sobre nuestra mente armonizando distinciones legales (cf. Ibíd., p. 486). El resto del artículo está perfectamente situado en el contexto de los autores tanto occidentales como comunistas, sin distinción de su «moralidad». En esta época —antes de los cambios de 1989 en Europa Oriental— este autor era «Miembro Investigador Decano del Instituto de Ciencias Jurídicas y Administrativas de la Academia Húngara de Ciencias» (Ibíd., p. 473). Deseo dejar claro que no tengo nada que objetar moralmente, pues no conozco las circunstancias, y no toda colaboración con un régimen injusto es por sí misma injusta (v. gr. en medio de las injusticias del régimen comunista, era bueno moralmente que hubiese atención médica, comercio, ciencia, etc.; no son éstos los aspectos injustos). Lo único que deseo destacar es que un teórico positivista del derecho puede adaptarse a cualquier tipo de régimen sin manifestar, por lo que a su labor científica se refiere, ninguna crítica. El iusnaturalista diría, en cuanto fuese posible hablar, lo justo e injusto, y sus diversos grados y tipos.

122 Varga, C., «Do we have the right to judge the past? Philosophy of law considerations for a neriod of transition», cit., p. 398.

123 Ibíd., p. 399.124 Cf. Dyzenhaus, D., Hard cases in wicked legal systems. South African law in the perspective of legal

philosophy (Oxford, Clarendon Press, 1991), p. vii.

CRISTÓBAL ORREGO S.

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positivismo jurídico y sus críticos tiene que ser repensado, porque el estudio de casos judiciales —presenta algunos— muestra una com‑prensión distinta de lo que es la tradición positivista 125. Su análisis concluye «que el positivismo es destructivo de una práctica jurídica sana» 126 y que la existencia de un sistema inicuo da argumentos a los críticos del positivismo 127. La historia de Sudáfrica muestra la actitud servil de los jueces 128 y que la visión positivista es autoritaria 129. En cambio, los casos judiciales que logran hacer alguna excepción a la aplicación «racional» de las leyes injustas se apoyan en un resurgi‑miento del Common Law 130.

Atiyah y Summers creen que hay razones empíricas para pensar que el positivismo jurídico de Hart y Bentham puede ser más dañino que be‑neficioso en la práctica 131, tanto porque anime a los ciudadanos corrien‑tes a no respetar el derecho justo —v. gr., leyes que intentan disminuir la discriminación racial— como porque los jueces y abogados consideren su deber atender sólo a la ley formal, con independencia de su morali‑dad, y dejar las cuestiones sustantivas a la legislatura 132. Estos autores hablan de una tendencia no necesaria. Como se ve, es una inversión de las intuiciones hartianas sobre la anarquía y el reaccionarismo, atribu‑yendo una y otro a los ciudadanos y funcionarios respectivamente. No atribuyen lo contradictorio a los mismos protagonistas, y se basan en el análisis de casos judiciales.

Ciertas defensas del positivismo jurídico como opuesto al totalitarismo señalan otros sistemas jurídicos como aquello que debe ser desobedecido; es decir, el reconocimiento de las reglas como «derecho» por ciudadanos y jueces no va unido a la desobediencia mientras son protagonistas del sistema. En cambio, atribuyen desde fuera la aplicación de leyes injustas

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

125 Ibíd., pp. ix y 1-32.126 Cf. Ibídem.127 Cf. Ibídem.128 Cf. Ibíd., pp. 33-51.129 Cf. Ibíd., pp. 209-247.130 Cf. Ibíd., pp. 131-176.131 Cf. Atiyah, P. S., y Summers, R., Form and substance in anglo-american law A Comparative study of

legal reasoning, legal theory, and legal institutions (Oxford, Clarendon Press, 1987), p. 421.132 Cf. Ibíd., pp. 422-424.

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a alguna forma de ideología «iusnaturalista» —el nazismo, el apartheid— por el mero hecho de que todo tirano apela a la moral y a la justicia. Pero, ¿quién podría decir «discriminemos a los negros» y «matemos a los ju‑díos» dando como razón «porque así seremos inicuos»? La apelación de los tiranos a la moral es una demostración de la soberanía de la moral; no su refutación. Lo interesante sería encontrar un juez que al mismo tiempo sostuviera el positivismo jurídico y dejara de aplicar una ley reconocida como válida. Otro autor niega la conexión entre iuspositivismo y totali‑tarismo, y afirma enseguida que quizás sea inevitable aceptar un iusna‑turalismo moralizante para enfrentar casos como el del nazismo —o sea, reconoce su mayor eficacia como resistencia—; pero habría que prescin-dir de la ley natural una vez consolidado el sistema democrático 133. Por supuesto, Hart jamás dio un paso en falso de este calibre. Lo notable de Hart es su intento de revertir completamente —no sólo anular o descar‑tar— la reductio ad Hitlerum. Pero Hart no equipara aceptabilidad moral y juicio de la mayoría en un sistema democrático 134.

En definitiva, los indicios de lógica formal y de historia del de‑recho son contrarios a las intuiciones de Hart sobre la capacidad del positivismo jurídico para resistir el derecho inicuo. Ross tiene razón cuando, entendiendo por «ley natural» las «apelaciones a la ley natural» dice: «A semejanza de una ramera, el derecho natural está a disposición de cualquiera. No hay ideología que no pue‑da ser defendida recurriendo a la ley natural» 135. Naturalmente, si entendiese por «derecho natural» lo que es realmente justo —de verdad, noción a la que él recurre— no podría decir que está a la disposición de cualquiera. Lo realmente justo es precisamente aquello de lo cual nadie puede disponer, lo no disponible por ex‑celencia. Así, las nociones de «ley natural» y «justicia» son como

133 Cf. Shuman, S. I., Legal positivism. Its scope and limitations (Detroit, Wayne State University Press, 1963), pp. 18-26, 177 y ss., y 209.

134 Cf. Hart, H. L. A., Law, liberty and moralily (Oxford, Oxford University Press, 1963), pp. 77-81 (contra el populismo moral): y EJP, pp. 248-262.

135 Ross, A., On law and justice (Londres, Stevens and Sons, 1958 [ed. original en danés de 1953]). Trad. cast. de G. Carrió, Sobre el derecho y la justicia (Buenos Aires, Eudeba, 1963, 1970), por la que cito, p. 254. En este caso, para respetar el original, que es más explícito, traducimos «harlot» como «rame-ra», en lugar del eufemismo «cortesana» que aparece en la versión castellana.

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la noción de verdad, a la que apela el mismo Ross para defender su argumento contra el iusnaturalismo. No hay teoría jurídica que no pueda defenderse recurriendo a la verdad, y a esa razón que alguien llamaba —Ross no es original en su metáfora— la gran prostituta. Lo importante es reconocer que vale la pena trascender las apelaciones a la justicia y a la verdad —pueden ser mera retó‑rica— para establecer, dentro de lo posible, lo verdadero y lo justo. «Si bajo la influencia de una droga toda la humanidad viera visio‑nes, estas fantasías no serían verdaderas, en la medida en que por verdad significamos algo distinto de la coerción psicológica» 136. Si bajo la influencia de un poder tiránico absoluto toda la humanidad llegase a creer justo lo que es inicuo, esas iniquidades no serían justas, en la medida en que por justicia entendemos algo distinto de la mera coacción legal combinada con la sumisión psicológica. La apelación a la ley natural puede ser como una ramera siempre disponible; pero renunciar a la ley natural es ponerse uno mismo a disposición de cualquiera.

4. LA JUSTICIA DE LOS VENCEDORES

4.1. El Argumento: Vencedores, pero Honrados

Hart afirma que el positivismo jurídico plantea la cuestión del cas‑tigo de crímenes de guerra de modo honesto y sin confundir ni ocultar dilemas morales. La posición de la teoría de la ley natural en este punto es descrita así:

El punto de vista opuesto es uno que parece atractivo cuando, después de una revolución o de conmociones sociales graves, los tribunales de un sistema tie‑nen que considerar su actitud hacia las iniquidades morales cometidas en for‑ma jurídica por ciudadanos privados o funcionarios durante un régimen anterior. Su castigo puede ser sentido como socialmente deseable y, con todo, puede ser difícil, moralmente odioso, o quizás imposible, procurarlo mediante legislación abiertamente retroactiva que haga criminal lo que era permitido o incluso reque‑rido por el derecho del régimen anterior. En estas circunstancias, puede parecer natural explotar las implicaciones morales latentes en el vocabulario del derecho

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

136 Ibíd., p. 255. Una hermosa proclamación de la objetividad de lo verdadero.

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y especialmente en palabras como ius, recht [sic], diritto, droit, las cuales están cargadas con la teoría del derecho natural. Puede parecer entonces tentador decir que las leyes que ordenaban o permitían la iniquidad no deberían ser reconocidas como válidas, o como poseyendo la calidad de derecho, aun cuando el sistema en que fueron promulgadas no reconociera ninguna restricción a la competen‑cia legislativa de su legislatura. En esta forma fueron revividos los argumentos del derecho natural en Alemania después de la última guerra, en respuesta a los problemas sociales agudos dejados por las iniquidades del gobierno nazi y su de‑rrota. ¿Deberían ser castigados los delatores que, por fines egoístas, procuraron el encarcelamiento de otros por delitos contra leyes monstruosas aprobadas durante el régimen nazi? ¿Era posible condenarles en los tribunales de la Alemania de posguerra sobre la base de que tales leyes violaban el derecho natural, y por tanto eran nulas, de modo que el encarcelamiento de las víctimas por quebrantar tales leyes era de hecho ilegal, y procurarlo era por sí mismo un delito? 137.

La evaluación de la tesis de Radbruch —dice Hart— no se queda

en una cuestión meramente académica, porque:

(...) después de la guerra [...] fue aplicada en la práctica por los tribunales alemanes en ciertos casos en que fueron castigados criminales de guerra loca‑les, espías y delatores bajo el régimen nazi. La importancia especial de estos casos es que las personas acusadas de estos crímenes alegaron que lo que ha‑bían hecho no era ilegal según las leyes del régimen vigente en el momento en que estas acciones fueron realizadas. Este alegato se encontró con la réplica de que las leyes en que ellas se apoyaban eran inválidas por contravenir los principios fundamentales de moralidad 138.

Hart expone un caso que hemos de considerar como una hipótesis. Una mujer delató a su marido por murmurar contra Hitler, y el marido fue condenado a muerte, pero de hecho enviado al frente. La mujer fue enjuiciada en 1949 por privar ilegalmente de la libertad al marido. Alegó que el marido había sido encarcelado en virtud de las leyes nazis, pero fue condenada porque la ley nazi, en que se apoyaba, «era contraria a la sana conciencia y sentido de la justicia de todos los seres humanos decentes» 139. Hart continúa así:

137 CL, pp. 203-204. Cf. CD, 256-257.138 PLM en EJP, p. 75.139 Cf. PLM en EJP, pp. 75-76 y CL, pp. 204 y 254-255. En el caso real, la ley nazi fue considerada

válida, pero de todos modos se condenó a la mujer porque no estaba obligada a denunciar y lo hizo por interés personal «contrario a la sana conciencia y sentido de la justicia de todos los seres humanos decentes».

CRISTÓBAL ORREGO S.

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Este razonamiento fue seguido en muchos casos que han sido aclamados como un triunfo de las doctrinas del derecho natural y como signos del de‑rrocamiento del positivismo. La satisfacción incondicional con este resultado me parece histeria. Muchos de nosotros podríamos aplaudir el objetivo —cas‑tigar a una mujer por un acto horrorosamente inmoral—, pero esto sólo fue conseguido declarando que una ley establecida desde 1934 no tenía fuerza de ley, y por lo menos debe ponerse en duda la sabiduría de este proceder. Había, por supuesto, otras dos alternativas. Una era dejar a la mujer impune; uno puede simpatizar con y suscribir la opinión de que esto podría haber sido una mala solución. La otra era enfrentar el hecho de que, si la mujer había de ser castigada, eso debía hacerse mediante la introducción de una ley abierta‑mente retroactiva y con plena conciencia de lo que se sacrificaba al asegurar su castigo de esta manera. Aunque la legislación criminal y el castigo retro‑activos sean odiosos, haberlo perseguido abiertamente en este caso habría tenido por lo menos los méritos de la sinceridad. Habría hecho evidente el hecho de que para castigar a la mujer había que hacer una elección entre dos males, el de dejarla impune y el de sacrificar un principio de moralidad muy precioso reconocido por la mayoría de los sistemas jurídicos. Seguro que si hemos aprendido algo de la historia de la moral es que lo que se ha de hacer ante un dilema moral es no ocultarlo. Como con las ortigas, las ocasiones en que la vida nos fuerza a elegir el menor de dos males deben ser tomadas con la conciencia de que son lo que son. El defecto de este uso del principio de que, en ciertos casos extremos, lo que es completamente inmoral no puede ser derecho o legal, es que servirá para encubrir la verdadera naturaleza de los problemas con que nos enfrentamos, e impulsará el optimismo romántico de que todos los valores que abrigamos encajarán finalmente en un único sistema, que ninguno de ellos tiene que ser sacrificado o comprometido para dar cabida a otro.

Toda discordia es una armonía no comprendida.

Todo mal particular es el bien universal.

Esto es ciertamente falso, y hay insinceridad en toda formulación de nuestro problema que nos permite describir el tratamiento del dilema como si fuera la solución del caso ordinario 140.

Hart repite la misma doctrina sobre la sinceridad del positivismo jurídico diciendo que negar la validez de las leyes inicuas puede ce‑garnos ante el dilema de los juicios de posguerra.

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

140 PLM en EJP, pp. 76-77.

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Puede concederse que los delatores alemanes que por fines egoístas procura‑ron el castigo de otros mediante leyes monstruosas, hicieron lo que la moral prohibía; pero la moral también puede exigir que el estado castigue solamente a quienes, al hacer el mal, hicieron lo que el estado prohibía en el momento. Éste es el principio nulla poena sine lege. Si ha de resquebrajarse este princi‑pio para evitar algo que se considera un mal mayor que su sacrificio, es vital que sean claramente identificadas las cuestiones en juego. No debe hacerse parecer un caso de castigo retroactivo como un caso ordinario de castigo por un acto ilegal en el momento. Por lo menos puede decirse en favor de la doc‑trina positivista de que las reglas moralmente inicuas pueden ser no obstante derecho, que esto no disfraza la elección entre males que puede tener que hacerse en circunstancias extremas 141.

Hart considera la objeción de que puede ser una preocupación ex‑cesiva por las formas, o incluso por las palabras, dar importancia a una manera de resolver estos casos difíciles por encima de otra que podría llevar exactamente al mismo resultado. Su respuesta consiste en des‑tacar, desde otro punto de vista, la sinceridad.

¿Por qué hemos de dramatizar las diferencias entre ellas [entre las dos solu‑ciones]? Podríamos castigar a la mujer mediante una nueva ley retroactiva y declarar abiertamente que estábamos haciendo algo inconsistente con nuestros principios como el menor entre dos males; o podríamos permitir que el caso pasara como uno en el cual no señalamos precisamente dónde sacrificamos tal principio. Pero la sinceridad no es sólo una entre muchas virtudes meno‑res de la administración del derecho, del mismo modo que no es meramente una virtud menor de la moral. Porque si adoptamos la opinión de Radbruch, y con él y los tribunales alemanes formulamos nuestra protesta contra el derecho perverso mediante una afirmación de que ciertas reglas no pueden ser derecho debido a su iniquidad moral, oscurecemos una de las formas de crítica moral más poderosas, porque es la más simple. Si hablamos claramente, siguiendo a los utilitaristas, decimos que las leyes pueden ser derecho, pero demasiado perversas para ser obedecidas. Ésta es una condena moral que todos pueden comprender, y hace una apelación inmediata y obvia a la atención moral. Si, en cambio, formulamos nuestra objeción como una afirmación de que estas cosas perversas no son derecho, he aquí una afirmación que mucha gente no cree, y si están dispuestos siquiera a considerarla, parecería que provoca una multitud de problemas filosóficos antes de que pueda ser aceptada. Por lo tanto, quizás la lección más importante que puede aprenderse de esta forma de negar la distin‑ción utilitarista, es la que los utilitaristas tenían más interés en enseñar: cuando

141 CL, p. 207. Cf. CD 261.

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tenemos los recursos amplios del lenguaje claro no debemos presentar la crítica moral de las instituciones como proposiciones de una filosofía discutible 142.

Estos textos exponen una serie de argumentos sobre el valor mo‑

ral del positivismo jurídico como modo de formular las decisiones y enfrentar los problemas posteriores al derrocamiento de un régi‑men inicuo, tras una revolución o una guerra. Ya se han comentado algunos aspectos que se repiten —v. gr., la fórmula que reconoce el derecho válido, pero se niega a aplicarlo. A continuación nos centra‑mos en lo que tiene que ver específicamente con el contexto posre‑volucionario 143. Contra la aparente simplicidad de los argumentos, la complejidad de los temas de fondo implicados —justicia vindicativa,

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

142 PLM en EJP, pp. 77-78.143 Puede verse una consideración de otros aspectos de estos argumentos hartianos, también relaciona-

dos con el pensamiento de Dworkin y Raz, en Waluchow, W. J., Inclusive legal positivism (Oxford, Clarendon Press, 1994), pp. 84-103. Puede ser de interés anotar algo sobre este autor, el último doc-torando supervisado por Hart. Como en el caso de otros autores, saca las consecuencias de algunos planteamientos hartianos sin reparar en otros opuestos, y llega a conclusiones como las siguientes. Al comparar el estado actual del debate entre iusnaturalismo y iuspositivismo —tal como se plantea tras la transformación hartiana, de la que no parece ser demasiado consciente, y a la vista de positivistas como MacCormick y iusnaturalistas como Finnis—, afirma: «Alguien que aborda la filosofía jurídica por primera vez no puede evitar verse terriblemente confundido por todo esto. Aquéllos más familia-rizados con la senda seguida por la teoría jurídica general durante los últimos años estarían forzados a admitir por lo menos un poquito de perplejidad y preocupación. [...] Uno de los objetivos de este libro es ayudar a disipar al menos algo del caos en el que la teoría jurídica parece haber caído en años recientes» (Ibíd. pp. 1-2). Para eso defiende su «positivismo jurídico incluyente», según el cual «las pautas de moralidad política [...] pueden figurar, y de hecho lo hacen de varias maneras, en los inten-tos de determinar la existencia, contenido, y significado de las reglas jurídicas válidas» (Ibíd., p. 2 y capítulo 4). Luego dice que «es algo distintivo del positivismo jurídico sostener que los fundamentos del derecho no logran proporcionar respuestas concluyentes a las cuestiones prácticas en ningún caso, no sólo en aquellos que son por alguna razón excepcionales» (Ibíd., p. 11). De ahí que la respuesta sobre qué es derecho válido no dice nada respecto de cómo deben los ciudadanos y los funcionarios y jueces responder, jurídica y moralmente, ante ese derecho (cf. Ibíd., p. 31 y ss.), pues «el derecho no es siempre jurídicamente obligatorio para los jueces» (Ibíd., p. 33 y capítulo 3). Waluchow dice que según el mismo Hart ni siquiera sería obligatorio el derecho en los casos claros o centrales (cf. Ibíd., pp. 65-66). La moral y el «derecho» (positivo) funcionan unidos (cf. Ibíd., p. 142 y ss.) y es bueno que funcionen unidos en el sistema jurídico (cf. Ibíd., p. 232 y ss.). Más todavía, debe admitirse la discreción judicial no sólo en los casos oscuros (difíciles), sino también en los casos claros cuando la aplicación de la regla lleve a lo absurdo o manifiestamente injusto (cf. Ibíd., p. 253). Si la referencia a la moral es «incorporarla» al derecho, o sólo ejercer discreción para referirse a algo «externo», es algo que parece inútil discutir (cf. Ibíd., p. 164, y CL, 2a. ed., p. 254). Las ideas de Waluchow se basan en distinguir entre la identificación del derecho por reglas de reconocimiento y la determinación de su fuerza obligatoria institucional por las reglas de adjudicación (variable según de qué jueces se trate), y de su fuerza moral (no institucional) sobre el problema del cumplimiento, que afecta a los ciudadanos (cf. Ibíd., pp. 33-42). Pero, aparte de olvidar que las reglas de adjudicación son ya, en parte, reglas de reconocimiento (cf. CL, pp. 94-95), el hecho de que el autor arribe a tales opiniones es un indicio

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revolución y continuidad del derecho, etc.— aconseja, quizás, ad‑vertir que no intentamos ahora desentrañar estas implicaciones, sino solamente someter a examen la coherencia del modo de argumentar de Hart como defensa de su positivismo jurídico, en el contexto de un alegato sobre la orientación valorativa que debemos adoptar para la teoría del derecho. Señalaremos, por lo tanto, sólo algunas de las deficiencias de su argumentación.

4.2. El Planteamiento del Problema como Dilema Moral

Hart plantea un dilema moral que es discutible desde el punto de vista ético y desde la perspectiva de su propia teoría jurídica. Veamos el aspecto ético primero. Hart afirma que hay que optar entre no castigar, castigar mediante ley retroactiva que viole abiertamente el principio de irretroacti‑vidad de la ley penal, y castigar declarando inválida la ley nazi, ocultando así el sacrificio del principio nulla poena sine lege. Su tesis moral es que debemos elegir entre obrar dos males morales, y obrar el que sea menor.

Notemos la ambigüedad de Hart: no dice que deba dictarse una ley retroactiva, sino solamente que, si se considerara un mal mayor dejar

del vacío al que conduce la mera definición del «derecho» como «derecho positivo». El positivismo conceptual absolutamente no normativo no pasa de ser la asignación de un nombre, y, en cuanto tal, no dice nada acerca de la realidad del derecho, ni acerca de los deberes jurídicos y morales; pero está claro que Hart no intentaba eso (cf. CL, p. 121 y ss., y PLM en EJP, pp. 62‑72), pues si el derecho no diera respuestas conclusivas en los casos centrales «la noción de reglas controlando las decisiones de los tribunales, no tendría sentido» (PLM en EJP, p. 71). Waluchow saca sus conclusiones mediante un análisis que, considerado en sí mismo, es un refinamiento interesante de Hart; pero arrastra el mismo mal planteamiento del problema y su desconocimiento del iusnaturalismo clásico (Cf. especialmente Inclusive legal positivism, cit., pp. 80‑86, 106‑112, 179 y ss., 229‑230), aunque refute argumentos particulares de Hart. Se ha traído este caso a colación no sólo por ser el último discípulo de Hart, sino por otras dos razones. En primer lugar, Waluchow es recomendable para quien quiera ver detalles de la evolución del pensamiento de Hart, y también hasta dónde puede llegarse sacando las conse‑cuencias del carácter vacío de su «positivismo jurídico». Waluchow está a punto de decir que la ley injusta no es ley (cf. Skubik, D. W., At the intersection of legality and morality. Hartian law as natural law, Nueva York, Peter Lang, 1990, passim). En segundo lugar, es un libro que puede servir para ver cómo un análisis riguroso es «compatible» con seguir aceptando un modo de plantear la cuestión, y sus coordenadas e interpretaciones históricas fundamentales, a pesar de comprobar la debilidad de los argumentos, las confusiones actuales de la teoría jurídica, etc. ¿No llega la hora de comprender a los clásicos, de salir a su encuentro, a pesar de cuanto haya dicho Hart? Waluchow pretendía disipar el caos —un caos aumentado por Hart, debido a la necesidad de contar otra historia para defender el iuspositivismo como tradición—; pero sólo ha conseguido hacerlo más luminoso, más evidente, para quien pueda verlo desde afuera.

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impunes los crímenes que violan el principio nulla poena, hemos de violar el principio con clara conciencia. Su propuesta es condicional. El planteamiento mismo es problemático por dos razones morales. En primer lugar, dejar impunes a los culpables de actos inicuos nunca ha sido considerado, ni por el liberalismo ni por el iusnaturalismo clásicos, un mal moral. El principio es solamente que debe castigarse a los que sean materialmente culpables y puedan ser castigados con una pena justa y mediante un procedimiento justo. Si las restricciones formales implican que algunos o muchos culpables no reciban su merecido, no estamos ante una omisión inmoral, sino ante una deficiencia de la jus‑ticia humana preferible a su contraria (el castigo de personas creídas culpables sin pruebas suficientes, o sin que hubiesen sabido con ante‑lación a qué atenerse). El principio de irretroactividad de la ley penal pretende establecer una de las condiciones de justicia del castigo. Por lo tanto, violar ese principio es castigar injustamente —asumamos, por ahora, la interpretación hartiana del principio—, y no puede haber un dilema moral: entre castigar injustamente a una persona (aunque sea materialmente culpable) y dejarla impune, la decisión correcta será siempre dejarla impune, antes que cometer una injusticia. Hart plantea hipotéticamente su elección entre «males», en nuestra opinión, porque una conciencia moral que asume el principio nulla poena no puede sino sentirse inclinada a absolver al culpable: el positivismo ju‑rídico, clásico y hartiano, no puede justificar el castigo de los crímenes nazis; el iusnaturalismo clásico jamás podría justificarlo si asumiera un principio nulla poena que incluyera el reconocimiento de las leyes abiertamente inicuas. Enseguida volvemos sobre otras complejidades de esta cuestión; pero ahora sólo interesa destacar que es moralmente inaceptable, por pura contradicción, decir que puede justificarse como mal menor el castigo de los culpables violando (sinceramente, eso sí) los mismísimos principios que regulan la justicia del castigo.

El segundo defecto moral del planteamiento del profesor de Oxford es que asume el principio utilitarista de que es lícito obrar el mal moral para obtener un bien «mayor». No es posible tratar ahora el tema de las compatibilidades entre «valores»; pero una cosa es decir que para lograr algunos bienes es necesario prescindir de otros —el que opta por ser abogado no podrá ser ingeniero—, y otra muy distinta es sostener que

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a veces es preciso elegir entre cometer dos males morales. La moral clásica afirmaba que esto último era lógicamente imposible, por una razón bastante simple. La persona, enfrentada con un curso de acción, sólo debe elegir entre aquellos actos que sean moralmente buenos —en este marco puede considerar otras bondades accidentales, consecuen‑cias, etc.—; y una omisión será moralmente mala sólo si existía el de‑ber positivo de ejecutar la acción omitida. Por lo tanto, si una persona se viera ante muchas alternativas de acción y todas fueran moralmen‑te malas, omitirlas todas —no actuar— jamás podría ser ilícito: sería obligatorio. En el caso planteado, no existe realmente conflicto entre dejar impune a un criminal —es una omisión de castigar— y castigar violando el principio nulla poena. Si se debe castigar, y dejar impune al criminal es una omisión ilícita, entonces será porque el principio nulla poena no alcanza a esa situación; si, por el contrario, el principio alcanza al caso, y sería necesario violarlo, entonces no es verdad que la omisión del castigo sea mala. El fin no justifica los medios. Este razonamiento moral que excluye como «lógicamente imposible» la elección entre cometer dos males morales no es una conclusión de la lógica, sino que presupone la tesis moral de que hay actos intrínseca‑mente malos por su especie, que es precisamente lo que el utilitarismo niega —en el utilitarismo, la omisión de obrar el mal menor sería en sí misma un mal moral. Por eso, no se intenta refutar aquí el utilitarismo ni el planteamiento hartiano, sino solamente mostrar que es una posi‑ción discutible, que como tal no sirve para dirimir una controversia en la que una de las partes no es utilitarista.

Ante este planteamiento de que moralmente nunca es necesario elegir entre obrar uno de dos males morales —la ética clásica de ab‑solutos morales—, no cabe decir que incurre en «el optimismo ro‑mántico de que todos los valores que abrigamos encajarán finalmente en un único sistema, que ninguno de ellos tiene que ser sacrificado o comprometido para dar cabida a otro» 144. La ética clásica no niega que las soluciones positivas de los problemas prácticos impliquen dar preferencia a unos bienes (o valores) sobre otros. Únicamente afirma

144 PLM en EJP, p. 77.

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que jamás es necesario sacrificar un valor en el sentido de cometer un acto inmoral. Hart confunde, en su planteamiento, la imposibilidad de obtener todos los bienes deseados —debemos comprometer unos en favor de otros— con la imposibilidad de abstenerse del mal moral. Esto último es falso. Siempre cabe negarse a obrar el mal.

Hart se confunde cuando sostiene que el planteamiento contrario

a su «elección del mal menor» sólo serviría «para encubrir la verda‑dera naturaleza de los problemas con que nos enfrentamos». En efec‑to, se trata de una petición de principio, porque cuál sea la verdadera naturaleza del problema depende de si el derecho natural es derecho válido o no lo es. Confuso es también calificar de «ciertamente fal‑so» lo expresado por los versos «toda discordia es una armonía no comprendida/todo mal particular es el bien universal». Ciertamente es falso que pueda obrarse el mal para obtener el bien universal; pero eso es contrario al planteamiento de Hart. El planteamiento iusnatu‑ralista, en cambio, sostiene que la injusticia no se justifica cualquiera sea el «bien universal» que alguien pueda sacar de ella —los cristianos creemos que Dios puede sacar bien incluso del mal moral, pero eso no justifica cometerlo: Dios es Dios, no cada uno. Desde la perspectiva cristiana, el utilitarismo es inadmisible, porque ve necesario obrar el mal moral y asigna al hombre la responsabilidad divina de decidir qué males particulares han de dirigirse al bien universal 145.

Finalmente, Hart tiene razón en sostener que habría «insinceridad en toda formulación de nuestro problema que nos permite describir el tratamiento del dilema como si fuera la solución del caso ordinario» 146. Sin embargo, hay dos dificultades a este respecto. La primera, que la sinceridad dice referencia a la manifestación de la verdad conocida; luego, más vale no atribuirla a quien deje de manifestar lo verdadero simplemente porque lo desconoce. En este caso lo verdadero depende de la solución del problema. Los iusnaturalistas sólo podrían

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145 Cf. sobre esto, Finnis, J., Fundamentals of ethics (Washington, D. C., Georgetown University Press, 1983), p.80 y ss., especialmente, pp. 94-108.

146 PLM en EJP, p. 77.

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ser insinceros si creyeran que las leyes nazis son válidas, y después presentaran el dilema como un caso ordinario; pero está claro que no lo hacen, sino que lo presentan como un caso extraordinario distinto del que Hart cree que enfrentamos. No se trata de castigar por delitos que eran delitos bajo la ley nazi —todo el mundo tiene claridad sobre este punto—, sino de castigar por delitos sumamente extraordinarios, a sa‑ber, los que podían cometerse impunemente bajo la ley nazi. La segunda dificultad estriba en que Hart mismo comete un error 147 al presentar este caso como si fuera más ordinario de lo que es, y en contra de sus propias teorías sobre la naturaleza del derecho positivo. Veámoslo enseguida.

4.3. La Sucesión Revolucionaria no es un Caso Ordinario de Continuidad Legal del Estado

Hart ha planteado su dilema de modo contrario a su propia teoría jurídica, y de modo más simple de lo que realmente es, es decir, como algo menos extraordinario. Los vencedores tras la guerra enfrentaban las siguientes posibilidades: (i) dejar impunes los crímenes de guerra; (ii) ordenar su castigo mediante una ley penal retroactiva; (iii) dejar a los tribunales la decisión de castigar o no en cada caso. Los tribunales no tenían la alternativa general de que Hart habla —impunidad o ley retroactiva—, porque los tribunales no dictan leyes generales. Luego, la situación es más compleja de lo que Hart entrevé.

El gobierno de posguerra, considerado en su conjunto —el poder que asume la creación de derecho tras una revolución— enfrenta múltiples

147 Hart, en mi opinión, dice habitualmente las cosas como las ve. Por eso, yo no le atribuyo en ningún momento insinceridad. Sostengo únicamente que la necesidad moral de defender el positivismo ju-rídico como científicamente aceptable y moralmente bueno le lleva a confusiones teóricas, y a una reinterpretación errada de la teoría jurídica, aunque sincera. En este tema, el único punto que podría hacer sospechar insinceridad es su ambigüedad respecto de si compartía la justificación del castigo a los nazis, para lo cual prefería una ley retroactiva, o si sólo pedía una ley retroactiva condicionalmente —«si se ha de castigar»—, pero sin apoyar los castigos. Mi duda en este punto —opto simplemente por atribuirle ambigüedad— se basa en que la absolución de los criminales de guerra era algo difícil de defender en esa época, pues hacerlo hubiera confirmado la alianza del positivismo con cualquier tiranía legal; pero, por otra paste, las palabras de Hart son claramente condicionales, y lo más cohe-rente con su liberalismo era absolver. Hago notar que la mayoría de las interpretaciones le atribuyen simplemente que era partidario de violar el principio de legalidad mediante ley retroactiva. Cf., entre otros, Martin, M., The legal philosophy of H. L. A. Hart, cit., pp. 216-237; y Bayles, M. D., Hart’s legal philosophy, an examination, cit., p. 128 y ss.

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posibilidades, desde declarar la total continuidad de las leyes anteriores «inicuas» que permitían o mandaban actos injustos —i. e., impunidad to‑tal para los crímenes de guerra por aplicación del principio nulla poena— hasta declarar la total nulidad de todas esas mismas leyes de modo general —i. e., una ley penal general retroactiva—, pasando por soluciones inter‑medias —dejar algunos crímenes impunes y castigar otros mediante leyes retroactivas menos generales. En cualquier caso, lo que el nuevo poder decida de modo general tendrá que ser aplicado en diversos casos por tri‑bunales; y, sea lo que fuere lo que decida ese poder «legislativo» general, los tribunales crearán con su práctica una regla de reconocimiento deter‑minando el alcance preciso de las decisiones del poder revolucionario. Si la decisión «legislativa» ha sido una ley penal retroactiva explícita —si es tan general que permita lo que Hart llama «el mismo resultado»— pue‑de ser formulada de modo muy simple: «las leyes nazis inicuas no serán reconocidas como válidas en nuestro derecho». Algo menos general sólo puede consistir en leyes que dejen subsistir algunas leyes nazis —algunos crímenes impunes— y anulen otras. Y lo menos general de todo es que el legislador simplemente no intervenga, y que deje a los tribunales decidir si el acto juzgado debe quedar impune o debe castigarse —la sentencia es una norma particular hecha para un caso. En este último supuesto, un tribunal que anule la ley nazi hace lo mismo que un tribunal que aplique la hipotética ley penal retroactiva general, pues ésta no es otra cosa que promulgar el principio «la ley injusta no es ley».

La propuesta de una ley penal retroactiva viene a decir que lo más sincero es recoger de modo general y explícito el principio «lex injus-ta, lex nulla», pues cualquier cosa menos que esto equivaldría a que hubiese una distinción entre injusticias pasadas que serán castigadas y las que serán toleradas; v. gr., los robos por nazis quedarán impunes por el principio de irretroactividad, y los homicidios serán castigados. Pero el poder revolucionario puede ser menos iusnaturalista que Hart, y simplemente considerar que la alternativa de declarar nulas todas las leyes inicuas para todos los efectos «es una manera demasiado tosca de enfrentar problemas morales delicados y complejos» 148. En

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148 CL, p. 207.

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cambio, el silencio legislativo deja a los tribunales que hagan todas las distinciones que cada caso requiera, que den a una misma ley nazi diferente peso según el caso en que se considere su aplicación. Cierta‑mente es menos claro un sistema jurídico que declara nula y válida la misma ley según diversos casos; pero eso es más justo que declararla inválida mediante ley retroactiva general.

Si Hart quiere que los tribunales no apliquen el principio de nu‑lidad de la ley injusta a menos que esté promulgado como ley clara, lo que viene a decir es que una revolución sólo puede manifestarse jurídicamente mediante legislación. Pero ésta no es una doctrina sobre la sinceridad moral, sino sobre el modo de ejercer el derecho (moral) de rebelión —o de guerra justa— y sobre la fuente del derecho que debe (moralmente) ser tenida como suprema en la regla judicial de reconocimiento. Sobre el derecho de rebelión, en primer lugar, pues implica que los tribunales deben someter sus decisiones a la legisla‑ción del régimen presente y del anterior —no deben declarar que es nula por ser inicua. Esto limita el derecho de rebelión en el sentido de que afirma que sólo mediante ley general puede haber discontinuidad de validez en la legislación. O bien, y quizás esto es lo que Hart pien‑sa, los tribunales podrían no someter sus decisiones a las leyes ante‑riores, pero dejar de aplicarlas diciendo que «son demasiado inicuas para ser aplicadas» en lugar de «son nulas». Pero entonces se produce la contradicción ya señalada: cualesquiera sean las palabras que usen, lo que los tribunales decidan en definitiva será el criterio de validez (en sentido hartiano). Si dicen «estas leyes nazis son demasiado tiqui-tacas para ser atundadas», y luego castigan al criminal de guerra que ha alegado en su defensa tales leyes, una descripción hartiana de la regla de reconocimiento dirá que en ese sistema las leyes nazis no son válidas. Ésta es una cuestión de hecho, de observación de la conducta, no de palabras.

En segundo lugar, la tesis de Hart implica simplemente que los jue‑ces tienen el deber moral —de sinceridad— de considerar como fuente suprema del derecho la legislación. Si la legislación no anula retroacti‑vamente las leyes nazis, haciendo explícitamente excepción al

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principio nulla poena, los tribunales no deberían hacerlo en cada caso. Esta solución, aparte de ser contraria a la tesis de que las leyes nazis po‑drían declararse «demasiado inicuas para ser aplicadas», presenta como algo menos extraordinario lo que es sumamente extraordinario, a saber, el tránsito desde un régimen derrocado a un nuevo régimen impuesto por los vencedores de una guerra o revolución.

Según Hart «puede parecer entonces tentador decir que las leyes que ordenaban o permitían la iniquidad no deberían ser reconocidas como válidas, o como poseyendo la calidad de derecho, aun cuando el sistema en que fueron promulgadas no reconociera ninguna restric‑ción a la competencia legislativa de su legislatura» 149. Esto no es otra cosa que decir que el poder revolucionario no se sujetará a los crite‑rios jurídicos de validez del antiguo régimen, sino que establecerá él mismo sus criterios de validez. Éstos podrán reconocer una gran masa de derecho anterior —v. gr., todo el derecho alemán no inicuo— y no reconocer otros criterios y leyes —v. gr., no aceptar como válida la voluntad expresada del Führer, aunque la anterior regla de reconoci‑miento lo hiciera. Podría decirse que después de la revolución hay una regla de reconocimiento diferente 150, o parcialmente diferente, y que los tribunales aceptan el principio según el cual la validez de las leyes prerrevolucionarias permanece mientras no se le ponga fin según sus propios términos o los criterios de validez vigentes en cada momento 151.

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149 CL, pp. 203-204.150 Cf. EJP, pp. 362-363. Hart sigue a Kelsen. Cf. Kelsen, H., General theory of law and state, trad. cast.,

por la que se cita, de E. García Maynez, Teoría general del derecho y del estado (México, Imprenta Universitaria, 1949), p. 122; pero véase pp. 232 y 388-389.

151 Cf. EJP, p. 16. Hart se basa en Finnis, J., «Revolutions and continuity of law», en Simpson, A. W. B. (ed.), Oxford Essays in Jurisprudence (Second Series), (Oxford, Clarendon Press, 1973), pp. 61-65. Cf. Ibíd., pp. 52-76, para diversos aspectos del tema de este apartado. Hart pensaba, en un primer momento (cf. nota precedente), que la descripción de la nueva regla de reconocimiento tendría que referirse a los criterios o a la legislación antigua eo nomine (cf. EJP, p. 363). La solución de Finnis, en cambio, sólo exige aceptar el principio general de continuidad de la validez anterior. Yo hablo de regla de reconocimiento «parcialmente diferente» y expongo una formulación que unifica ambas ideas, porque me parece que esta cuestión es secundaria para los efectos del problema que ahora tocamos. Estrictamente hablando, la regla de reconocimiento puede ser «parcialmente diferente» entre hoy y mañana, y esto supone sólo un cambio de práctica judicial aceptado y no necesaria-mente revolución (cf. CL, pp. 149-150, sobre el éxito en establecer una decisión sobre la regla de reconocimiento donde antes no estaba fijada). Por su parte, la solución de Finnis al problema de la continuidad de la validez entre dos regímenes tras un cambio revolucionario consiste simplemente

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En cualquier caso, si Hart rechaza la «tentación» iusnaturalista por razones morales, simplemente está negando la licitud de la guerra o de la revolución o de la rebelión. O, con otras palabras, presenta la situa‑ción posrevolucionaria como un caso de sucesión ordinaria conforme a las reglas de sucesión aceptadas en el antiguo régimen. En efecto, si el nuevo poder no pudiese declarar «nulas» las leyes anteriores, no sería revolucionario, sino continuador de las reglas básicas; es decir, a lo más sería reformista hacia el futuro. Eso equivale a decir que las iniquidades cometidas en forma legal están protegidas por el principio nulla poena sine lege incluso contra la rebelión, la guerra y la revolu‑ción; o bien, como hemos dicho, a sostener que la única forma lícita de revolución es la que se expresa mediante leyes generales. En el primer caso, la revolución no existe; en el segundo, es tan profunda que ad‑quiere forma general de ley.

No es éste el lugar para discutir todos estos temas. Sólo queremos señalar que, conforme a la tesis hartiana de que la regla de reconoci‑miento está determinada por la práctica de los tribunales, sus restric‑ciones morales sobre cuál debe ser esta práctica equivalen a negar el supuesto mismo del problema que analizamos, a saber, que los tribu‑nales de posguerra son los tribunales que hacen efectivo el derecho de rebelión, revolución o guerra justa contra el poder inicuo. Nadie puede beneficiarse de su propia iniquidad, y por eso no puede alegarse el principio nulla poena en favor de quienes han usado sus propias leyes para cometer injusticias —sean los legisladores o quienes han aprovechado esas leyes sabiendo que eran inicuas. El gran problema es si podían saberlo. El principio del derecho de rebelión no puede aceptarse sin aceptar que el tirano, sus cómplices y quienes se apro‑vechan de su iniquidad, pueden y deben saber que están cometiendo

en decir que se acepta el principio de que la validez sólo termina según las condiciones de termina‑ción originales o presentes, según los casos. Pero esto —me parece— no es distinto de transformar el problema en un principio: ¿por qué hay continuidad de validez? Respuesta: no porque continúe la misma regla de reconocimiento, ni tampoco porque haya una nueva, sino porque se acepta el principio de la validez continuada. Éste es un principio que sólo puede entenderse como un pos‑tulado práctico del pensamiento acerca del derecho positivo, como explica Finnis, J., Natural law and natural rights, cit., pp. 268‑269, 291. Luego, no es una explicación filosófica de la continuidad del derecho, sino algo que el jurista asume.

CRISTÓBAL ORREGO S.

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injusticia, y merecen que se les castigue, naturalmente contra sus pro‑pias leyes. Luego, el principio del derecho de rebelión es per se una «restricción a la competencia legislativa de [la] legislatura» 152; aunque es una restricción no reconocida por la legislatura que pretende estar promulgando derecho justificado. La rebelión que tiene éxito se mani‑fiesta en el cambio de la regla de reconocimiento, pues precisamente tener éxito no es distinto de sustituir la antigua práctica —cuestión de hecho en que consiste la regla— por una nueva. Luego, los tribunales posrevolucionarios no están interesados en la crítica moral del derecho inicuo, sino en su destrucción y castigo. 4.4. La Sinceridad de la Crítica Moral por los Tribunales

Hart cree que está planteando con mayor sinceridad «la cuestión que enfrentaron los tribunales alemanes de posguerra: “¿hemos de castigar a quienes hicieron cosas malas cuando estaban permitidas por reglas per‑versas entonces vigentes?”» 153. De hecho, plantea un problema distinto, a saber, qué deberían hacer los vencedores en general. ¡Dice que debe‑mos plantear con claridad el problema y acto seguido plantea algo que los jueces de posguerra no podían plantearse! Suponiendo que los ven‑cedores simplemente reemplacen a los jueces inicuos (nazis) por jueces justos, sin dictar leyes derogadoras de las leyes inicuas, ni leyes penales retroactivas, ¿qué deberían hacer los tribunales? Cualquier cosa que ha‑gan que suponga no aplicar esas leyes nazis, y castigar a quienes actua‑ron según ellas, sea que lo hagan diciendo «esto es demasiado inicuo para ser aplicado» o «esto es nulo por ser inicuo», será anular de hecho la ley nazi para el caso, pues la validez no es algo distinto de su reco‑nocimiento por la práctica judicial efectiva (según Hart). El profesor de Oxford dice que «no debe hacerse parecer un caso de castigo retroactivo como un caso ordinario de castigo por un acto ilegal en el momento» 154. Sin embargo, el juez iusnaturalista no dice que las atrocidades nazis fuesen ilegales en su momento, sino que eran legales según una le‑galidad que este tribunal no reconocerá por ser contraria al derecho

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152 CL, p. 204.153 Ibíd., p.206154 Ibíd., p. 207. Cf. CD 261.

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natural; es decir, el derecho nazi, según las reglas de reconocimiento efectivas en los tribunales de posguerra, es derecho nulo. El principio que opera en este modo de proceder es que el derecho natural —hoy reconocido y ayer desconocido— es derecho siempre (universal), de modo que no se puede amparar en el principio nulla poena quien actúa contra ese derecho. Una limitación de este tamaño sobre el principio nulla poena implica, por cierto, que los principios de justicia en cuestión —por tanto, también las iniquidades de que se habla— eran conocidos a pesar de que las leyes positivas fuesen contrarias. En el ejemplo visto, que la mujer sabía que era inicuo denunciar a su marido para que lo mataran (o enviaran al frente). Eso es lo que afirma el iusnaturalismo: la ley natural es per se nota para todos en sus principios y preceptos más básicos 155; sus aspectos de justicia son derecho, sea o no reconocido, y su incumplimiento no es excusable por ignorancia en quien tiene uso de razón 156. Si esto es falso los juicios de Nuremberg fueron injustos; y lo sería cualquier juicio posrevolucionario y la revolución o rebelión por sí misma. De hecho, la primera doctrina positivista no reconocería ningu‑na excepción al principio nulla poena —ni siquiera una ley sinceramen‑te retroactiva—, pues precisamente se trata de negar una «ley natural»: nullum crimen, nulla poena, sine lege previa, scripta et stricta.

Hart afirma que «por lo menos puede decirse en favor de 1a doctri‑na positivista de que las reglas moralmente inicuas pueden ser no obs‑tante derecho, que esto no disfraza la elección entre males que puede tener que hacerse en circunstancias extremas» 157. Hemos comentado ya lo relativo a la «elección entre males». Hart se equivoca al creer que el hecho de que la legalidad anterior sea declarada nula hoy, por el juez de posguerra, disfraza la excepción al principio nulla poena. El juez explícitamente afirma que la 1ey nazi es ahora —según las re‑glas presentes de reconocimiento— una ley nula, y con ello castiga lo

155 Esto es compatible con una gran ignorancia moral, pero no con una ignorancia inculpable de cosas tan básicas como que el homicidio es injusto y merece un castigo. Cf. Finnis, J., Natural law and natural rights, cit., pp. 29-33.

156 Los casos de demencia, etc., son distintos. Por eso, no puede afirmarse a la vez que Hitler y sus colaboradores fueron perversos —inexcusables y merecedores de castigo— y que fueron «locos» o «desquiciados» o «irracionales» —eso los excusaría.

157 CL, p. 207. Cf. CD 261.

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que sí era legal según los nazis. La afirmación explícita de los jueces posrevolucionarios es que castigarán lo que era legal antes. No hay engaño de ningún tipo. Incluso sucede, en guerras internacionales y civiles, en revoluciones y rebeliones, que la parte que toma las armas lo hace afirmando explícitamente que no reconoce ni reconocerá —en caso de vencer— determinadas leyes del poder constituido —a veces no sólo leyes inicuas, sino también, v. gr., su papel moneda, que sirve de apoyo económico. Precisamente ésa es la justificación de tomar las armas: dichas leyes no merecen ser reconocidas 158. Hart propone a los jueces reconocer el derecho inicuo como válido, y luego decir que no lo aplican porque es demasiado inicuo. Esta tesis sí que oculta la realidad, pues lo válido es lo aplicado por los jueces; luego, el juez que deja de aplicar una ley sin decir que es nula simplemente no dice qué es lo que está haciendo.

De manera parecida, Hart está confundido cuando dice que si «for‑mulamos nuestra protesta contra el derecho perverso» 159 siguiendo a Radbruch y a los tribunales alemanes, «oscurecemos una de las for‑mas de crítica moral más poderosas, porque es la más simple» 160. Los tribunales no están «criticando moralmente» ni «protestando» contra el derecho inicuo. Están diciendo simplemente cuál es su respuesta a cada caso, cuál es el derecho que reconocen y el que no reconocen, cuál es, en definitiva, la regla que siguen públicamente en su recono‑cimiento de fuentes para decidir. La forma más simple de decirlo es usando el concepto de validez; y decir que determinadas reglas son vá‑lidas, pero no reconocerlas en definitiva, sería una forma muy confusa (contradictoria) de explicar o justificar sus decisiones. Lo que se acaba de decir es una consecuencia del concepto positivista de validez, que se refiere a lo que los jueces reconocen de hecho. Precisamente porque «la sinceridad no es sólo una entre muchas virtudes menores de la ad‑ministración del derecho, del mismo modo que no es meramente una

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

158 A la inversa, prometer el reconocimiento de la legalidad injusta del antiguo régimen puede ser la justificación de un cambio de gobierno pacífico; por eso, los países antiguamente comunistas y Su-dáfrica no pueden aplicar retroactivamente las leyes penales, salvo cuando han obtenido su libertad expulsando al antiguo régimen.

159 PLM en EJP, p. 77.160 Ibídem.

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virtud menor de la moral» 161, el juez sincero debe llamar válidas a las leyes que reconoce según su práctica judicial efectiva, e inválidas a las otras, cualquiera sea su validez desde el punto de vista de otros siste‑mas 162. A esto añadamos solamente que los jueces deben ser, además de sinceros, justos, y reconocer como válidas las leyes justas.

No repetiremos las críticas a la claridad de la propuesta utilitarista; pero decir que la alternativa hartiana es «una condena moral que to‑dos pueden comprender» 163, y una «apelación inmediata y obvia a la atención moral» 164, supone que todos somos utilitaristas, e insinceros los que no lo sean. Se trata de un imperialismo intelectual superficial y dogmático. La tesis iusnaturalista no consiste en formular una «ob‑jeción como una afirmación de que estas cosas perversas no son dere‑cho» 165; no es una crítica libre unida a puntual obediencia. La tesis es «la ley injusta no es ley», y es algo que efectivamente «provoca una multitud de cuestiones filosóficas antes de que pueda ser aceptada» 166; «una afirmación que mucha gente no cree» 167 —Hart entre ellos—; pero eso se aplica a todas las posiciones en un debate filosófico, y no sólo a las que uno no comprende. Por lo demás, en los casos prácticos que comentamos, de la posguerra alemana, la afirmación iusnaturalis‑ta fue comprendida por los tribunales, creída, y aplicada. La lección «que los utilitaristas tenían más interés en enseñar: cuando tenemos los recursos amplios del lenguaje claro no debemos presentar la crítica moral de las instituciones como proposiciones de una filosofía discu‑tible» 168, no resuelve la controversia. La claridad y la oscuridad del lenguaje dependen de nuestra familiaridad con los términos conven‑cionales. A Bentham le parecía sumamente oscuro el de los abogados y el pueblo de su época. A nuestro modo de ver, Hart ha formulado

161 Ibídem.162 La distinción es en términos de distintos momentos de un mismo sistema cuya regla de reconocimien-

to ha cambiado, o en términos de sistemas separados. Cf. Bayles, M. D., Hart’s legal philosophy, an examination, cit., pp. 131-132.

163 PLM en EJP, pp. 77-78.164 Ibíd., p. 78.165 Ibídem.166 Ibídem.167 Ibíd., p. 77.168 Ibíd., p. 78.

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sus conclusiones en el lenguaje de una filosofía tan discutible como cualquiera, que sostiene que puede cometerse una injusticia por el bien «mayor»; que los tribunales pueden decir que es válido lo que no lo es según su práctica determinadora de los criterios de validez positiva; y que la sinceridad está en plantear problemas distintos de los que real‑mente se plantearon los tribunales de posguerra.

4.5. Una Breve Anotación sobre Sabiduría e Histeria

Hart afirma que la doctrina de Radbruch se aplicó «en muchos casos que han sido aclamados como un triunfo de las doctrinas del derecho na‑tural y como signos del derrocamiento del positivismo. La satisfacción incondicional con este resultado me parece histeria» 169. Tiene en parte razón, y en parte se equivoca. Por un lado, creer que el positivismo jurí‑dico había sido derrocado era un exceso de euforia —podemos llamarle «histeria»—, pues defenderlo era una necesidad moral para quienes esta‑ban en esa tradición jurídica y política. Aceptar el derecho natural tiene demasiadas consecuencias. Hart ha sido uno de los que han recuperado el positivismo jurídico, como tradición con halo de prestigio moral y cientí‑fico, a pesar de todas las confusiones. Sin embargo, Hart se equivoca en dos cosas. En primer lugar, la aceptación de la doctrina Radbruch sí fue un efectivo derrocamiento práctico del positivismo jurídico, por lo menos para hacer un poco de justicia en los casos de crímenes de guerra. Cier‑tamente, si el «derecho supralegal» sólo fue usado para castigar algunos crímenes y no otros, y si, cumplida su función política, ha sido abando‑nado por quienes sólo quieren el resultado y no sus únicos fundamentos posibles, entonces se cumplen las palabras de Ross sobre la prostitución de las apelaciones a la ley natural. No obstante, hay quienes aceptan la ley natural en todos sus contextos, no sólo como arma política. El abuso no quita el uso. La segunda razón por la que Hart se equivoca es que las reacciones que buscaron apoyo en la doctrina de la ley natural no eran tan histéricas como parece. Bien pueden ser reacciones ponderadas ante la experiencia de los millones de seres humanos asesinados, torturados, incinerados, por ser judíos o gitanos o disidentes políticos.

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

169 Ibíd., p. 76.

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Hart dice que «por lo menos debe ponerse en duda la sabiduría» 170 de resolver el problema del castigo a crímenes amparados por leyes nazis «declarando que una ley establecida desde 1934 no tenía fuerza de ley» 171. En este caso, Hart atribuye mucha importancia al hecho de que una ley sea declarada válida o inválida. Antes hemos visto, en cambio, que reprochaba al iusnaturalismo exactamente el hecho de atribuir tanta importancia a la cuestión. Quizás, después de todo, es importante. Lo sea o no, este tipo de opiniones muestra que Hart está interesado en la defensa retórica de las fórmulas positivistas —cual‑quiera sea su significado—, a lo cual acomoda distintos argumentos. 5. LA COMPLEJIDAD DE LOS PROBLEMAS MORALES

Finalmente, Hart sostiene que la tesis iusnaturalista es menos de‑seable desde el punto de vista práctico porque confunde problemas morales diversos.

[Q]uizás una razón más fuerte para preferir el concepto amplio de derecho, que nos permitirá pensar y decir «esto es derecho pero inicuo», es que negar reconocimiento jurídico a las reglas inicuas puede simplificar en exceso y toscamente la variedad de cuestiones morales a que dan lugar 172.

Concretamente, Hart menciona tres cuestiones ya comentadas —el

peligro de anarquía, la cuestión moral de la obediencia, la cuestión en‑frentada por los tribunales de posguerra— y un problema todavía no mencionado: «Pero, además de la cuestión moral de la obediencia (¿he de hacer esta cosa mala?), está la pregunta de Sócrates sobre la sumi‑sión: ¿He de someterme al castigo por la desobediencia o escapar?» 173.

Estas preguntas plantean problemas muy diferentes de moral y de justicia, que debemos considerar en forma independiente los unos de los otros: no pueden ser resueltos mediante una negativa, hecha de una vez por todas, a re‑conocer las leyes malas como válidas para todo propósito. Ésta es una manera demasiado tosca de enfrentas problemas morales delicados y complejos 174.

170 Ibídem.171 Ibídem.172 CL, p. 206. Cf. CD 260.173 CL, p. 206.174 Ibíd., pp. 206-207. Cf. CD 260-261.

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La verdad es que las teorías iusnaturalistas abordan por separado la multitud de diversos problemas morales relacionados con las le‑yes injustas, pues no consideran que una ley injusta es simplemente inexistente para todos los efectos. Hemos tenido ya la oportunidad de comentar todos estos equívocos. De todos modos, la insinuación de Hart es que la teoría iusnaturalista da una misma respuesta a todos los casos: la nulidad de la ley en todo sentido. Nosotros hemos visto que, por una parte, la respuesta positivista es la que simplifica los proble‑mas declarando las leyes inicuas como válidas en todos los casos; más aún, planteando la cuestión como una elección de un sentido unívoco de derecho y de validez. Hart, por otra parte, al proponer una ley penal retroactiva —en uno de los casos—, pretendía resolver de una vez lo que el principio de adjudicación iusnaturalista permitiría resolver atendiendo a cada caso por los tribunales.

Existe otro tipo de contradicción en este planteamiento, una contradic‑ción pragmática. Hart pretende que la orientación positivista de la teoría jurídica daría mayor claridad sobre estos problemas. Sin embargo, lo único que podemos concluir del ideal positivista de teoría jurídica es que ni los jueces ni los teóricos del derecho necesitan —podrían, en cuanto críticos— plantearse estos problemas. Tendrían claridad analítica si les interesaran estos problemas; pero científicamente no necesitan interesarse por ellos. De hecho, las tres líneas citadas son las únicas que Hart dedica, en toda su obra, a la pregunta moral compleja y delicada de Sócrates. En cambio, un autor iusnaturalista, que cultiva la ciencia de lo justo y de lo injusto, se plantea éste y otros problemas, sin confundirlos de ninguna manera, a fin de alcanzar no sólo una claridad posible, sino también la verdad real 175.

Una última consideración sobre la transparencia de la ciencia jurí‑dica. Todas nuestras reflexiones precedentes se basan en la hipótesis

EL VALOR MORAL DEL POSITIVISMO JURÍDICO. LOS ARGUMENTOS DE II. L. A. HART

175 Cf., por ejemplo, el tratamiento de Rivas Palá, P., Justicia, comunidad, obediencia. El pensamiento de Sócrates (Pamplona, tesis doctoral, Universidad de Navarra, 1995), especialmente p. 286 y ss. (sobre el problema de la obediencia a la ley y la legitimidad del poder) y pp. 295-303 (una comparación con el planteamiento moderno de Hobbes, Locke y Rousseau). Este trabajo es una comprobación empírica de que el enfoque iusnaturalista discierne los problemas diversos y los sitúa en sus contextos históricos y filosóficos.

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de que una ciencia jurídica neutral es posible 176; pero la teoría jurídica general no puede serlo, y el mismo Hart reconoce la función directiva de las valoraciones. Si esto es así, entonces toda teoría general que se presenta como «neutral» está ocultando sus directrices, lo cual no im‑pide que muchas de sus observaciones particulares sean genuinas des‑cripciones no valorativas. La cuestión de fondo es que, si hay orien‑taciones prácticas, más vale reconocer el hecho abiertamente, como hace la teoría clásica del derecho natural.

• Índice General§ Índice ARS 25

176 Hablo de «hipótesis» porque, en rigor, lo que hace un jurista dedicado al cultivo de una rama concreta del derecho depende, en buena medida, de una filosofía jurídica supuesta. Sin embargo, es verdad que cabe hablar del derecho positivo describiendo sus normas con cierto grado de prescindencia valorati-va —sin indicar si se las acepta o rechaza—, como explica Finnis, J., Natural law and natural rights, cit., pp. 234-237.

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HACIA UNA NUEVA PROPUESTA PARA LA FUNDAMENTACIÓN FILOSÓFICA DE LOS

DERECHOS HUMANOS

Mauricio Beuchot Puente

SUMARIO: 1. Sobre la fundamentación de los derechos humanos en el iusnaturalismo; 2. Tesis principal; 3. Opción por un iusnaturalismo to-mista analógico-icónico; 4. Las esencias o naturalezas y la naturaleza humana. Su dinamicidad e iconicidad; 5. El supuesto problema de la fa-lacia naturalista; 6. El iusnaturalismo analógico-icónico, como funda-mento filosófico de los derechos humanos, valido y útil en la actualidad; 7. Resultados.

A continuación hablaré de los derechos humanos en cuanto a su fundamentación filosófica. Esto quiere decir que deseo dar razón de ellos, y ver cuál es la justificación teórica que les da vida, pues de cualquier cosa que pretendamos que existe tenemos que ver cuál es la razón suficiente de su existencia. De otra manera, al defender los derechos humanos estaremos defendiendo cosas inexistentes, que no pasan de ser altos ideales o meros buenos deseos.

Intentaré además ofrecer un replanteamiento de la fundamentación fi‑losófica de tales derechos. Será un nuevo planteamiento iusnaturalista; pero pretendo que sea, al menos, una nueva presentación de esta postura. Ha sido una postura, el iusnaturalismo, que hasta hace poco a muchos les causaba rechazo, pero que cada vez va perdiendo más y más esa aparien‑cia repelente que tenía. Por lo demás, se trata de un replanteamiento del

• Índice General§ Índice ARS 25

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iusnaturalismo, atendiendo a diversas críticas que se le han hecho, esto es, se trata de buscar un iusnaturalismo renovado. El mío debe mucho a con‑sideraciones que se han hecho en la línea de la filosofía analítica recien‑te —como el establecer la naturaleza humana desde las clases naturales (siguiendo a Wiggins, Kripke y Putnam), y el retomar algunas cosas de aquellos que dan a los derechos humanos el estatuto de derechos morales (los moral rights de R. Dworkin, E. Fernández y C. S. Nino 1— y tam‑bién con algunas lecciones que ha aprendido de la filosofía pragmatista norteamericana —por ejemplo, la idea de iconicidad, tomada de Peirce, que debe asignarse a la naturaleza humana—, y está fundamentalmente inspirado en la filosofía tomista. Creo que se pueden integrar varios ele‑mentos de esas tres corrientes mencionadas, y se puede hacer de manera coherente, por supuesto que con un esfuerzo teórico para establecer su compatibilidad lógica.

El tiempo en que el iusnaturalismo era visto con desconfianza ya ha pasado, en buena parte gracias a trabajos de investigadores actuales, de muy diversa índole doctrinal, como pueden ser Ernst Bloch, Norber‑to Bobbio, Ronald Dworkin, Carlos Santiago Nino y Carlos Ignacio Massini Correas. Mi trabajo quiere inscribirse en esta línea, y avanza en ella buscando un iusnaturalismo que llamaré analógico e icónico 2, esto es, tamizado por las críticas y las lecciones de la filosofía analítica y la filosofía pragmatista 3. En el límite de su encuentro, las tres corrientes se enriquecen.

1 Es el caso de Eusebio Fernández (Teoría de la justicia y derechos humanos, Madrid, Debate, 1984) y el de Carlos Santiago Nino (Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Buenos Aires, Paidós, 1984). Con ambos sostuve enriquecedoras discusiones. He examinado también sus posturas en mi libro Filosofía y derechos humanos (los derechos humanos y su fun-damentación filosófica), México, Siglo XXI, 1993, pp. 23-46.

2 La noción de lo analógico proviene del tomismo, como aquello que se coloca entre lo unívoco y lo equívoco, por ser en parte semejante y en parte diferente a otra cosa, predominando la diferen-cia. La noción de lo icónico la tomo del pragmatismo, concretamente de la semiótica de Charles Sanders Peirce, y responde a la idea que éste tenía del ícono como un tipo de signo que funcionaba siendo un trasunto y paradigma, con una causalidad ejemplar (como la de los paradigmas de Witt-genstein), que desde lo particular remitía forzosamente a lo universal y en el cual un fragmento daba el conocimiento de la totalidad. Eso nos permite tener universalidad y a la vez atención a los casos individuales. Escapa del universalismo craso, pero sin caer en el relativismo.

3 En cuanto a esta integración del pragmatismo americano, debo mucho a la discusión con Jaime Nu-biola. Véase su libro La renovación pragmatista de la filosofía analítica, Pamplona, Eunsa, 1994.

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1. SOBRE LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS EN EL IUSNATURALISMO

Nos resuena aquí la formulación del principio de razón suficiente: «cualquier cosa existe por alguna razón suficiente de su existencia», emitida por Leibniz y aplicada por Eduardo García Máynez al derecho «para que un derecho sea válido, debe tener una razón suficiente de su validez» 4. Así, quienes dicen que la razón suficiente de un derecho es su positivación, que son muchos juristas y aun algunos filósofos, dejan inconformes a muchos filósofos y aun a algunos juristas, para quienes la razón suficiente de los derechos, en concreto los derechos humanos, tiene que estar asentada en algo más profundo, y tiene que buscarse, si es posible, hasta sus raíces ontológicas o metafísicas más hondas.

Alejándose de la ontología, algunos han dicho que hay que prag‑matizar la filosofía, esto es, hacer que, de acuerdo con el pragmatismo que ahora se ha introducido en la discusión reciente, no hay que insistir en las fundamentaciones metafísicas, pues tienen prioridad la praxis y la experiencia. Pero hay varios pragmatismos. Ciertamente el de Ja‑mes y Dewey, y el que a partir de ellos formula Rorty, plantean esa exigencia tan débil; pero también está el pragmatismo (o pragmaticis‑mo) de Peirce, que deseo recoger aquí, al menos como influenciando mi postura tomista, ya que Peirce dio mucha importancia al «realismo escolástico», que es el que me interesa aplicar a la filosofía del dere‑cho, en forma de un iusnaturalismo renovado, o «pragmatizado». Tal vez menos rígido y más dúctil de lo que el propio Peirce lo haría (con su realismo escotista, más fuerte aún que el tomista).

2. TESIS PRINCIPAL

En todo caso, sostengo que los derechos humanos pueden funda‑mentarse filosóficamente en la idea de una naturaleza humana 5; pero

MAURICIO BEUCHOT PUENTE

4 Cf. E. García Máynez, «El derecho natural y el principio jurídico de razón suficiente», en Revista Jurídica Veracruzana, 1959, pp. 369-378.

5 No contrastaré el iusnaturalismo con el iuspositivismo, ni hablaré de los diferentes matices que se encuentran en cada uno de ellos. He tratado de hacerlo en mi libro Filosofía y derechos humanos, ya citado.

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no se tratará aquí de una idea de naturaleza como estructura estática, sino como estructura dinámica, que en buena parte se va realizando en lo concreto, en la temporalidad histórica y en la individualidad. No quiere esto decir que hayamos de renunciar a las determinaciones inmutables que tiene toda naturaleza o esencia, lo que deseo es qui‑tarle ese carácter a priori que se le da en muchos ámbitos, sobre todo racionalistas y positivistas, y recuperar y resaltar su carácter a poste-riori, de algo que, aun siendo abstracto, se realiza y se encarna en lo concreto, pues ésta es precisamente la idea de la physis aristotélica. Eso nos plantea la exigencia de explorar con cuidado qué es esa na‑turaleza humana y qué condicionamientos adquiere en su concreción. Como decía Peirce, tenemos que aplicar la abducción a la naturaleza humana, e irla perfilando progresivamente con más claridad.

Ésta es una idea de la naturaleza humana atenta a los individuos de los que se obtiene por abstracción y atenta a la aplicación diferen‑ciada de su contenido a los mismos individuos humanos, según las circunstancias concretas en las que se encuentran, pero sin renunciar a esa universalidad que tiene. Pues tiene una fijeza icónica, esencialista, pero las diferencias cualitativas que admite resultan importantes y ha‑cen que se busque atender a lo diferente —y no sólo a lo idéntico— en su aplicación a lo concreto; pero la iconicidad hará que, con un rea‑lismo moderado, la fragmentariedad del ícono que hemos alcanzado conocer de lo humano nos lleve a la totalidad que representa; de este modo, aun con el carácter aposteriorístico y fragmentado de nuestro conocimiento de la naturaleza humana, sujeta a los individuos y a los casos particulares no perdamos la universalidad que se le puede dar. No se tratará de un universalismo totalitario, que obligaría a una apli‑cación homogénea del derecho, ni tampoco de una casuística fragmen‑taria que permitiría una aplicación distinta cada vez y sin solución de continuidad. Es algo que tiene la universalidad y necesidad de la esen‑cia, pero también la atención a lo particular que le dan las cualidades que ostenta, y es donde se sitúa la historia (no entendida como cambio sustancial, sino cualitativo).

Me parece que la idea de naturaleza humana es defendible en la actualidad como fundamento último de tales derechos, aunque algu‑

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nos la han rechazado o eludido, por preferir fundamentarlos en la dig‑nidad del hombre o en las necesidades humanas básicas; pero si hay tal dignidad y tales necesidades, lo que ellas denotan es que hay una naturaleza humana a la que responden, de la que brotan. Esto pue‑de sostenerse con un instrumental ofrecido por la filosofía analítica, ya que se puede asentar la idea de la naturaleza humana como clase natural, dentro del reciente esencialismo analítico 6, e incluso puede enriquecerse con la noción aristotélica de physis. Así, puede decirse que existe la clase natural de las personas, y que es la de los seres hu‑manos. De hecho, Wiggins ha alegado que, intuitivamente, la noción de persona la vemos realizada en los seres humanos, esto es, en los miembros de la especie homo sapiens (y no en otros animales o en los robots, por muy sofisticados que sean) 7. El esencialismo analítico es una postura ontológica que surge de la semántica de la lógica modal, concretamente en su interpretación del functor de necesidad (tomado no sólo como de dicto, sino también como de re) 8. Inclusive, puede decirse que el esencialismo de tradición analítica es más fuerte que el mío, más dinámico e icónico, ya que el analítico, como el de Wiggins, se inspira en las esencias de Leibniz, mientras que el mío retorna las physeis de la tradición griega de Aristóteles, más móvil y viva.

Cabe aclarar, además, que elijo un iusnaturalismo que hunde sus raíces en el clásico, y no directamente en el moderno, por un motivo que me parece de peso: porque el iusnaturalismo moderno, al querer entender la naturaleza humana desde un estado natural previo a la so‑cialización, sólo engendró mitologías en pugna acerca de dicha natu‑raleza humana, y atrajo el desprestigio sobre el derecho natural. Ahora bien, del iusnaturalismo clásico tomo esa versión que elaboraron los

MAURICIO BEUCHOT PUENTE

6 Representado por Wiggins, Kripke y Putnam, entre otros. Cf. H. Putnam, ¿Es posible la semánti-ca?, México, UNAM, Cuadernos de Crítica, 1983, p. 5 y ss.; ver también, de Mark Platts, «Kind Words and Understanding», en Crítica, UNAM, XII/36 (1980), p. 25.

7 Cf. D. Wiggins. Locke, Butler y la corriente de conciencia: los hombres como una clase natural, México, UNAM, Cuadernos de Crítica, 1986.

8 A favor de una aceptación del esencialismo a partir de la lógica modal, argumenté en mi trabajo Lógica y ontología, Guadalajara (México), Universidad de Guadalajara, 1986. Cf. también J. Nubiola, El compromiso esencialista de la lógica modal. Estudio de Quine y Kripke, Pamplona, Eunsa, 1984.

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pensadores tomistas de Salamanca, en los siglos XVI y XVII, en los mismos orígenes de la modernidad (no sólo con derechos objetivos, sino también subjetivos), aunque la tomo de manera distinta, renova‑da, como he dicho, semantizada y pragmatizada.

3. OPCIÓN POR UN IUSNATURALISMO TOMISTA ANALÓGICO-ICÓNICO

Ya la misma noción histórica de los derechos humanos, esto es, la efectiva y concreta que se dio en diversas declaraciones y positi‑vaciones, tiene una mentalidad que va más allá del iuspositivismo, tiene un insoslayable espíritu iusnaturalista. En efecto, son derechos que se consideran inherentes al ser humano por su misma esencia o naturaleza. Implican también la percepción de que hay unos derechos que rebasan las positivaciones existentes, y no porque sean derechos que van surgiendo de los que ya se han positivado, sino porque son superiores y anteriores a todos ellos. Igualmente, anima a estos dere‑chos fundamentales la idea de que, aun cuando no los acepten posi‑tivamente algunas legislaciones, no dependen, para su existencia, del reconocimiento de los países; están por encima de su positivación. Además, se ve que han sido concebidos con un carácter necesario y universal, más dependiente de la ética y la axiología que del derecho mismo. Inclusive, con arreglo a ellos se podrá decir si un régimen y una legislación positiva son justos o se oponen al ideal de la justicia. Precisamente esos derechos humanos, aunque no estuvieran positiva‑dos, serían los que permitirían a los hombres levantarse en contra de la tiranía que los oprimiera 9.

Para esta trascendencia de los derechos humanos con respecto a los puramente positivos, encuentro mucho apoyo en esos pensadores de la filosofía analítica muy reciente que conciben los derechos humanos como derechos morales (los moral rights). Además, trato de integrar elementos de la filosofía pragmática (concretamente, de la semiótica

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9 Es lo que admite Bobbio en El problema del positivismo jurídico, México, Fontamara, 1991, pp. 78-79.

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de Peirce), pero sin perder la ontología. Es cierto que hay que pragma‑tizar la ontología, pero también hay que ontologizar la pragmática. Eso fue lo que en realidad hizo el genial Peirce, y por lo mismo yo trato de pragmatizar la idea de naturaleza humana, dándole más dinamicidad y flexibilidad respecto de los casos particulares, con una aplicación regida por la phrónesis (prudencia) y la epiqueya (equidad), virtudes eminentemente analógicas; pero también trato de ontologizar la prag‑mática, para que no se reduzca a los casos, de modo que la naturaleza humana no pierda su estabilidad (i. e. su universalidad y su necesidad), sino que sea suficiente; y esto se logra con la idea de iconicidad.

De lo que se trata es de hacer ver que los derechos humanos no pueden ser supeditados a la mera positivación. Y prefiero el iusnatu‑ralismo clásico porque es más ontológico, y no sólo deontológico o axiológico, como el nuevo, de los derechos morales. Me parece que el iusnaturalismo clásico, al fundamentar los derechos del hombre en la naturaleza humana, los dota con una base plenamente ontológica —aunque ahora deba ser sanamente pragmatizada o semiotizada—, y también antropológico‑filosófica, de la cual el aspecto axiológico y deontológico será la resultante. La naturaleza humana es aquello que, al ser conocido históricamente cada vez con mayor plenitud, va haciendo brotar los derechos humanos y dándolos a conocer a aquellos que quieran verlos. Esto se hace a través del conocimiento de las incli‑naciones y necesidades del hombre. Como antes se decía, la necesidad engendra derecho, produce un derecho que tiene que satisfacerse. Pues bien, esas necesidades e inclinaciones responden a la naturaleza hu‑mana, surgen de ella y en ella se asientan. Por eso el fundamentar los derechos humanos en las necesidades del hombre viene a ser solamen‑te el aspecto pragmático del fundamentarlos en la naturaleza humana, que es el aspecto ontológico. Igual sucede cuando se los quiere fun‑damentar en la dignidad del hombre. Esta alta dignidad que cultural e históricamente tiene el ser humano le viene precisamente de su natura‑leza, que ocupa ese preciso lugar en el orden de las esencias. Con todo, se realiza por supuesto cultural e históricamente. Por ello, el tratar de fundamentar los derechos humanos en la dignidad del hombre se redu‑ce en definitiva a fundamentarlos pragmáticamente en la misma natu‑raleza humana, que es de hecho su fundamentación ontológica. Mas,

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como he insistido, entiendo la naturaleza humana de una manera más dinámica (aristotélica) e icónica (peirceana); no como algo totalmente fijo y que debe aplicarse sin discernimientos, sino como algo universal atento a los individuos, que toma muy en cuenta las circunstancias para su aplicación, que es muy serio con lo particular al aplicar esa ley natural o derecho natural que brota de la naturaleza humana. Por eso, en un iusnaturalismo analógico, la aplicación diferenciada del derecho o la ley a los individuos es fundamental, y requiere de la prudencia y la epiqueya.

4. LAS ESENCIAS O NATURALEZAS Y LA NATURALEZA HUMANA. SU DINAMICIDAD E ICONICIDAD

Resultará extraño que se hable en estos tiempos de naturaleza hu‑mana; en general, de naturalezas. Demasiado empirismo y positivismo nos han hecho sospechar del discurso que contiene esencias o natura‑lezas, y nos ha movido a verlo como anacrónico y periclitado. Pero las esencias han vuelto al discurso filosófico. Principalmente desde la filosofía de la ciencia y de la lógica, las esencias o naturalezas han ocupado un lugar preponderante en la filosofía más reciente (sobre todo de corte analítico). Vuelven bajo la forma de clases naturales (Wiggins, Kripke, Putnam); la terminología de clases naturales se usa para cubrir todo lo que las naturalezas nos daban. Así, entre esas cla‑ses naturales se acepta la clase natural de las personas, o de los seres humanos, y a ellas les corresponden los derechos humanos, que perte‑necen a todos sus individuos por el solo hecho de ser miembros de esa clase. Y pertenecen a todos sin excepción y siempre.

Se ha puesto la objeción de que no hay unanimidad al caracterizar la naturaleza humana 10. Cada corriente o pensador la define de manera di‑ferente. Pero eso lo único que indica es que no todos pueden estar en lo correcto acerca de la naturaleza humana. Hay una jerarquía (analógica) de aproximaciones y alejamientos. Algunos se han acercado a su exacta

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10 Cf. N. Bobbio, «Sobre el fundamento de los derechos del hombre», en el mismo, El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, Gedisa, 1992, 2a. ed., p. 119.

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comprensión, otros se han alejado de ella o claramente no han atinado a comprenderla. Ahora bien, decir que la diversidad de opiniones acerca de la naturaleza humana invalida el iusnaturalismo equivaldría a decir que la ética es imposible porque hay muchas escuelas distintas dentro de ella. Lo mismo resulta de decir que hay diversas opiniones en cuanto a los derechos humanos, y que no existe acuerdo acerca de cuántos y cuáles son ellos; pues eso lo único que indica es que no son evidentes y están en un proceso de descubrimiento y discusión.

De modo parecido, hay quienes objetan que unos derechos entran en colisión con otros, y los anulan, y se anulan todos entre sí; por ejemplo, el derecho a la vida entra en conflicto con el derecho que los ciudadanos tienen a que los soldados vayan a la guerra a defen‑derlos. Mas se trata de casos límites, a veces ciertamente muy difí‑ciles y complicados, pero que, aun cuando no tengan una solución completamente satisfactoria, no cancelan la posibilidad ni la validez de los derechos humanos.

La aceptación de naturalezas —y entre ellas la naturaleza huma‑na— se puede apoyar en la necesidad de aceptar una ontología de cla‑ses naturales para respaldar la semántica de los términos comunes. Sin esas clases naturales (o naturalezas, o esencias) no se puede explicar el funcionamiento del lenguaje en ese punto tan importante. Lo mismo surge de la interpretación de la lógica modal como teniendo no sólo modalidades de dicto, sino además de re, principalmente la modalidad de necesidad. La modalidad «necesario», aceptada como de re en la semántica de la lógica modal, exige una ontología esencialista, esto es, que acepte esencias, o naturalezas, o clases naturales, para explicar el funcionamiento de ese operador modal 11. Esto ha hecho que en la filosofía reciente se utilicen de nuevo las naturalezas y, dentro de ellas, la naturaleza humana. Claro que después vienen las polémicas acerca del contenido y aplicación de esa naturaleza, esto es, de la intención y la extensión del término que la designa, en nuestro caso el término

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11 Cf. Nubiola, El compromiso esencialista de la lógica modal. Estudio de Quine y Kripke, ed. cit. p. 291 y ss.

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«naturaleza humana». Porque se ha querido hacer que ese término de‑signe la clase de las personas, pero se piensa que personas también pueden ser ciertos animales, o ciertas máquinas, o ciertas corporacio‑nes (como personas colectivas). Pero consideramos que es bastante in‑tuitivo el que las personas sean los individuos pertenecientes a la clase de los seres humanos, esto es, a la especie homo sapiens. Por algo los derechos humanos se les han concedido sólo a ellos 12.

He dicho que, además de inspirarme en algunos puntos de la filo‑sofía analítica, me inspiro en algunos otros de la filosofía pragmatista o pragmática. Ésta pretende introducir en la filosofía el aprecio por la praxis y la experiencia, así como, en el caso de Peirce, la semiotización o lingüistización de la metafísica. Me parece pertinente, ya que Peirce, al semiotizar la filosofía trascendental de Kant, la acercó al realismo, y, al trascendentalizar la semiótica, no la redujo a una filosofía tras‑cendental o antimetafísica (y tal vez en esto me estoy distanciando de ese preclaro seguidor de Peirce que es Apel, con su post‑metafísica, o quizá haya que entender esa post‑metafísica sólo como un intento de semiotización de la metafísica misma). De esta manera, cuando acepto que hay que pragmatizar la metafísica y, por lo mismo, el realismo y el iusnaturalismo, entiendo esto como un dar mayor cabida y atención a las particularidades y cambios que introduce la cultura y aun la dife‑rente situación histórica de los individuos y grupos a los que se aplica el derecho natural.

Ni puro historicismo ni puro esencialismo. Mas, en mi caso, predo‑mina el esencialismo sobre el historicismo. El cambio que se puede dar en la historia del hombre afecta la parte de las cualidades o accidentia, no de la essentia misma. La esencia en cuanto tal sólo encuentra un diferente modo de realizarse, a través de su existencia y sus relaciones. Pues el contenido de esta esencia es mínimo: la racionalidad, la vida racional. Y ésta no cambia en su naturaleza, pero se va encarnando en la historia de modos diversos: recta razón, razón estratégica, razón

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12 D. Wiggins, Locke, Butler y la corriente de conciencia: los hombres como una clase natural, ed. cit., p. 44.

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moral, etc. Este contenido mínimo de la naturaleza humana nos mues‑tra que se entrecruzan la ética formal y la ética material, en un límite. No se puede operar con pura ética formal, procedimentalista, porque siempre habrá que acordar un contenido, aunque sea mínimo; y tam‑poco se puede operar con pura ética material, porque el contenido, aun mínimo, de la misma, siempre necesitará cierta discusión y diálogo. De hecho, el derecho natural —al menos el que yo concibo— es un pequeño núcleo de contenidos mínimos, y a partir de ellos se van es‑tructurando otros. Es de mínimos y no de máximos (esos máximos tan temidos por los filósofos morales y filósofos políticos no se encuen‑tran aquí, y por ello no habría que temerlos) 13.

Esto es pragmatizar y semiotizar de alguna manera la misma natu‑raleza humana, lo cual es muy acorde con la tradición aristotélico‑to‑mista. En efecto, según Aristóteles, el hombre se define como animal racional (lo cual no es mucho contenido, sino un contenido mínimo). Es decir, su naturaleza, expresada en dicha definición es tener cierta animalidad y además racionalidad. En última instancia, su diferencia definitoria es la racionalidad, lo más propio. Su esencia es ser racional. Su naturaleza es la razón. Y resulta que la razón es definida de muchas maneras, y tiene que revisarse mediante el diálogo. Pero además la razón es artífice de cultura, de artificialidad. Por eso el hombre viene a ser un animal muy paradójico. Si contraponemos, como se ha hecho desde los griegos, lo natural a lo artificial, su naturaleza es precisa‑mente la fuente del artificio; su naturalidad sería, entonces, la artificia‑lidad. Pero esto es exagerar demasiado las cosas. Nunca podrá darse una artificialidad tan pura y tan libre que esté desligada de lo natural. Nuestra artificialidad requiere de la naturaleza para poder ejercerse, incluso para poder existir. En cambio, la naturaleza no requiere de la artificialidad, técnica o cultura, para poder existir; la requiere sólo en el caso del hombre, o al menos con esas dimensiones, e incluso la técnica puede ir en contra de la naturaleza. Esto hace ver que nuestra artificialidad requiere de la naturalidad, y aun la presupone; lo cual

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13 Debo algunos aspectos de esta búsqueda de mínimos a las conversaciones con Adela Cortina, en un congreso al que fuimos invitados por la Universidad Santo Tomás, de Bogotá, en 1993.

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indica que la naturaleza es más libre y más primigenia que la artifi‑cialidad y la cultura. Así, la naturaleza o physis fundamenta al arte o técnica, a la techne, ya en su forma de sociedad o polis, ya en su forma de cultura o paideia.

De esta manera, la semiotización pragmática de la naturaleza hu‑mana consistirá en reconocer que está vinculada con la cultura, con los contextos sociales y con los marcos culturales. Pero no quiere de‑cir que esté devorada por ellos. No se reduce todo a lo cultural, a la constructividad conceptual del hombre; necesita recoger de la realidad muchas cosas como ya dadas. Ante la pregunta de si la realidad está ya dada o procede de la constructividad conceptual del hombre, debe decirse que la pregunta está mal planteada, que es falaz, pues esconde falacia de múltiple pregunta. No se puede plantear como un dilema, ante el cual haya que elegir inexorablemente una de las opciones, ca‑yendo en cualquiera de ellas en una contradicción inescapable. No. Hay que elegir las dos opciones, pero cada una de ellas en parte, en la parte que es proporcional a ese encuentro que es el del hombre y la realidad, y el del hombre y la naturaleza. Es innegable que el hombre interviene en la naturaleza, pero también es innegable que el hombre presupone de antemano algo en la naturaleza (y no toda ella como una masa informe que él va informando con su construcción cognoscitiva y práctica). Algo hay dado y algo se construye. Así, en la naturaleza humana, hay algo dado, que es la racionalidad, la cual se presupone a cualquier pragmatización y semiotización que se quiera hacer, pues sin ella ni siquiera es posible el diálogo ni el consenso. Y hay algo que se construye, mediante la colaboración teórica (diálogo discursivo) y práctica (tecnificación racional) dentro de la cultura. Pues bien, no se puede tratar sólo de una ética formal, cuyo único principio es el del diálogo discursivo entre los individuos, de modo puramente formalista o procedimental; se requiere también que se acepten contenidos mate‑riales, axiológicos o éticos, y no sólo mediante la discusión y el acuer‑do, pues sin algunos contenidos materiales que se presupongan (como el aprecio por la vida, la veracidad, la recta intención, por lo menos) no se puede ni siquiera efectuar ese diálogo, carece de condiciones de posibilidad. Por eso no se puede tratar sólo de lo que Habermas llama

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la razón estratégica, la razón fría y calculadora, puramente formal, sino que ya debe estar animada por algunos elementos materiales o de contenido, tanto metodológicos como ontológicos y éticos, a saber, lo que antes se llamaba la recta razón (recta ratio). La pragmatización de la filosofía, en concreto de la filosofía del derecho y, más en concreto, de la filosofía de los derechos humanos, no implica la anulación del realismo. Es compatible con él; dicho más precisamente, es compati‑ble con cierto realismo. Yo creo que lo es con el realismo tomista, sin que llegue a modificarlo tanto que le haga perder su esencia propia. Somos realistas, pero atentos a las contextualizaciones de la circuns‑tancia sociohistórica o cultural.

Y no significa relativizar todo, sino relativizar en parte; relativizar lo que es relativizable (así como no todo es semiotizable o pragmati‑zable en su totalidad); es un relativismo relativo o analógico‑icónico. Una de las cosas que implica el realismo «escolástico» de Peirce es la aceptación de la iconicidad como condición del ser de las cosas y de su conocimiento, del objeto y del sujeto, al reconocer la presencia de la vaguedad como algo constitutivo de nuestro conocer al inicio, y que se va acotando y perfilando de manera más clara conforme se avanza en el trabajo cognoscitivo. Precisamente la iconicidad es arrancar a la vaguedad de la equivocidad, alejarla de lo equívoco, tal vez sin lo‑grar vencerlo por completo. En lugar de pensar, como los nominalistas (tanto los medievales como los modernos, ya racionalistas, ya empi‑ristas), que el conocimiento primigenio (ya por intuición intelectual, ya por dato sensible) es claro y distinto, y que la vaguedad es una co‑rrupción o degeneración de éste, el realismo de Peirce reconoce que el conocimiento humano primigenio es vago, y poco a poco se va arran‑cando de manos de lo equívoco, y llevándose a lo unívoco, aunque sin nunca alcanzar la plena univocidad, pero sí la suficiente definición como para manejar cognoscitivamente las cosas. Esto está muy acorde con la idea de Santo Tomás de que tenemos primero conceptos incoati‑vos —vagos e imperfectos, de los entes—, y los vamos desarrollando hasta darles la claridad y la distinción que nos resulta alcanzable. Po‑demos aplicar esto a la idea de la naturaleza humana, sobre la cual ha habido tanta discordia. Hay que reconocer que el conocimiento de la naturaleza humana avanza, que hay un progreso en él, y que por eso se

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va creciendo en la misma ética. Pero no a tal punto que cambie sustan‑cialmente la naturaleza humana, o que las cosas queden diferentes. La naturaleza estaba dada, al menos en un mínimo (por usar la expresión de Apel y Adela Cortina), o en unos ciertos mínimos, que constituyen su núcleo esencial o definitorio. Lo que cambia y progresa es nuestro conocimiento de dicha naturaleza, el descubrir con mayor perfección las notas constitutivas y los valores inherentes al ser humano. Mucho de lo que antes fue visto como de la esencia del hombre (la esclavitud o servidumbre natural de algunos, etc.), se debía a un conocimiento defectuoso de la naturaleza humana, no a fallas en ella misma. Lo cual nos hace ver que si pragmatizamos tanto la naturaleza humana, al pun‑to que su realidad y el conocimiento de la misma sean indisociables, no podremos corregir las malas comprensiones de ésta, y cada vez que se corrija nuestro conocimiento de ella tendríamos que decir que cambia también la esencia del hombre, y no que el conocimiento más acucioso de la misma hace posible que cambiemos de apreciaciones; incluso hace válida la corrección teórica y práctica de las cosas que vamos mejorando con ese avance o progreso moral.

La naturaleza humana, al asumirse ontológica y pragmáticamente, debe pensarse en términos de la iconicidad. Peirce distinguía entre ín‑dice, ícono y símbolo. El índice es un signo unívoco, es casi siempre un signo natural; el símbolo es equívoco, porque depende sólo de la arbitrariedad; en cambio, el ícono tiene la suficiente univocidad para no dejar que lo devore la equivocidad. Pues bien, la naturaleza humana es icónica respecto de todos los hombres: los contiene a todos con sus di‑ferencias a pesar de reunirlos con sus semejanzas. En su universalidad, es a un tiempo firme y atenta a las particularidades y los cambios. Esto hace que la ley y el derecho que emanan de ella se apliquen a todos de manera matizada, según la circunstancia y, sin embargo, no pierden la comunidad de lo universal. Tienen una universalidad icónica, circuns‑tanciada. Pero no sólo la naturaleza humana es icónica a los individuos humanos, también el conocimiento de ella por parte de los individuos es icónico; es decir, se conoce cada vez mejor, y aun más por ese co‑nocimiento cargado de iconicidad que es la connaturalidad. Jacques Maritain dijo algo semejante cuando expresó que la ley natural, que refleja las inclinaciones humanas, se conoce mejor por un conocimiento

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de inclinación, es decir, de connaturalidad, que va más allá de la razón, aunque no se desliga de la razón 14. Es un conocimiento icónico, que acude a la misma empatía del ser humano hacia sus demás semejantes, tanto para atender a sus diferencias de circunstancia histórica como para reconocer su igualdad de naturaleza o esencia.

En este carácter atento a los individuos y a los cambios, esto es, a la multiplicidad y a la mutación histórica, reside la iconicidad que quiero dar a la naturaleza humana. Están aquí perfectamente de acuerdo San‑to Tomás y Peirce. Hay una naturaleza humana, que no cambia sustan‑cialmente, pero que cambia en aspectos accidentales y, por lo tanto, adquiere diferente aplicación, según la cultura e incluso según el caso. El propio Santo Tomás dice que la ley natural ha de aplicarse de mane‑ra diferenciada, tomando muy seriamente en cuenta las circunstancias de los individuos. Y esto combina con la iconicidad de ciertos concep‑tos, de la que tan consciente fue Peirce, a tal punto que la refleja en el carácter icónico de conceptos como el de hombre. Naturaleza humana, pues, con iconicidad, que no se aplica sin el esfuerzo de tomar en con‑sideración las circunstancias concretas del individuo humano (pero sin hacer que se pierda su universalidad de idea, de ícono).

5. EL SUPUESTO PROBLEMA DE LA FALACIA NATURALISTA

Una célebre objeción que se ha hecho al iusnaturalismo es que, al pasar de la naturaleza humana a la ley natural, efectúa un paso in‑debido del ser al deber ser, el cual es un paso lógicamente falaz, la llamada falacia naturalista. En ella se pasa de la naturaleza a la ley, del hecho al valor, todo lo cual se considera ilegítimo. Pero no hay filosofía que haya puesto más en tela de juicio y hasta en descrédito estos dualismos tan tajantes como la pragmatista. Curiosamente, aquí hay una confluencia e integración del pragmatismo y el tomismo. Tan‑to el pragmatista Dewey como el tomista Maritain insistieron en que

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14 Cf. J. Maritain, Nove lezioni sulla legge naturale, Milán, Jaca Book, 1985, p. 49.

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los mismos términos y conceptos que configuran el discurso sobre el hombre están cargados de eticidad, de contenido axiológico. Otro autor que ha reducido con mucho vigor este alejamiento de lo fáctico y lo valorativo ha sido Hillary Putnam 15. Con todos esos intentos de hacer que se encuentren en el límite el hecho y el valor, no hay peligro de falacia naturalista en la fundamentación de los derechos humanos en una naturaleza humana.

Veíamos antes la iconicidad del concepto de la naturaleza humana. Ella permite que sea un concepto que pueda abarcar de manera rica, en tensión dialéctica, un aspecto ontológico y otro ético, es decir, que haya una carga de eticidad en el concepto ontológico de hombre. La natura‑leza lleva icónicamente la cultura, y la cultura retiene de manera icónica la naturaleza, porque la cultura es un cierto ícono de la natura; más aún, tiene que serlo, a riesgo de hacerla desaparecer. Así, no hay falacia en re‑cuperar, enriquecido, lo ético o axiológico en lo fáctico, o a partir de él.

Si se acepta la idea de naturaleza, y dentro de ella la de naturaleza humana, y si se acepta que no hay falacia naturalista (y ambas cosas están siendo aceptadas cada vez más en la actualidad), vemos que se pueden fundamentar los derechos humanos en una postura iusnaturalista, como lo hacía el tomismo, y ahora pide ser recuperada y renovada. Sólo que también se ha dicho que la noción de derechos humanos no es compatible con el tomismo, porque en éste sólo se concebían los derechos como obje‑tivos, y los derechos humanos son subjetivos o individuales. Los derechos subjetivos surgen con Ockham y se consolidan en la modernidad; Santo Tomás no los conoció. Pero también es posible tratarlos dentro del tomis‑mo. En efecto, los tomistas salmantinos del siglo XVI (Vitoria, Soto, Las Casas...) los integraron en esta escuela al comienzo de la modernidad, y en la actualidad han sido reivindicados por Maritain y otros 16.

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15 Cf. la utilización que hago de sus argumentos en mi libro Derechos humanos, iusnaturalismo y iuspositivismo, México, UNAM, 1996.

16 Maritain participó en la reflexión filosófica sobre los derechos humanos proclamados por la ONU, en 1948, y puede verse, además, el estudio sobre la posibilidad de los derechos subjetivos —y, por lo tanto, de los derechos humanos— en el tomismo, hecho por H. H. Hernández, «Algu-nas cuestiones sobre el derecho subjetivo», en Prudentia Iuris, 21-22 (1989), pp. 7-51.

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6. EL IUSNATURALISMO ANALÓGICO-ICÓNICO, COMO FUNDAMENTO FILOSÓFICO DE LOS DERECHOS HUMANOS, VÁLIDO Y ÚTIL EN LA ACTUALIDAD

Yo creo que sí se pueden fundamentar filosóficamente los derechos humanos y que no basta la fundamentación filosófica que deja todo a la positivación, ya que dependerían del legislador o del gobernante, y estarían sujetos a su arbitrio para ser respetados o para ser suspendidos. Si han de ser —como se reconoce— unos derechos comunes a todos los hombres por el hecho de ser hombres, han de ser independientes de su positivación. En sostener esa independencia de los derechos huma‑nos con respecto a la positivación, coinciden tanto los iusnaturalistas como los que ven a los derechos humanos como derechos morales. Yo opto por el iusnaturalismo, aunque siento gran simpatía por los que los ven como derechos morales (moral rights). Sólo quiero ser un poco más radical y explícito que ellos.

Por otra parte, soy consciente, como lo dije, de que algunos han prefe‑rido fundamentar los derechos humanos en las necesidades más básicas del hombre 17. La necesidad engendra derecho. Así, hay necesidades hu‑manas que engendran derechos humanos. Pero resulta que en definitiva las necesidades humanas se asientan en, o brotan de, la naturaleza humana misma. Volvemos a encontrar que los derechos humanos son, en definiti‑va, derechos naturales. Y desaparece el fantasma de la falacia naturalista, de la que se acusa al que extrae derechos humanos tanto de las necesi‑dades básicas del hombre como del conocimiento de su naturaleza. Las necesidades básicas guardan iconicidad con la naturaleza humana, y por esa misma iconicidad resplandece la inmensa dignidad del hombre.

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17 Cf. J. Finnis, Natural Law and Natural Rights, Oxford, Clarendon Press, 1980, pp. 33-34. Pero esa necesidad que tienen Finnis y Grisez de evitar la naturaleza humana como fundamento de la ley natural se debe a que creen que sería cometer la falacia naturalista, a la que conceden validez; con todo, hemos visto que se puede discutir el carácter de falaz de ese paso del ser al deber ser. Cf. la excelente discusión de T. A. Fay. «La teoria della legge naturale di San Tommaso: alcune recenti interpretación», en Divus Thomas (Bologna), 8 (1994), pp. 209-216, donde precisamente examina las interpretaciones de Grisez y Finnis, y hace ver que, a pesar de que acusan de suarecia-nismo a los que basan la ley natural en la naturaleza humana, ellos resultan ser los que no siguen fielmente a Santo Tomás.

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7. RESULTADOS

Tal creo que es la fundamentación metafísica de los derechos hu‑manos: son derechos radicados en la naturaleza humana, por eso fue‑ron preconizados como derechos naturales, como señalando que con arreglo a dicha naturaleza se puede encontrar el bien de los hombres y de acuerdo con ella se establece en un despliegue de derechos y deberes. Defiendo filosóficamente el iusnaturalismo (ciertamente un iusnaturalismo renovado con la pragmática, pero firmemente arraiga‑do en la ontología).

Tengo la convicción de que no sólo es posible hablar de fundamenta‑ción filosófica de los derechos humanos, sino que es algo necesario. Creo, además, que la filosofía tomista, que incesantemente se renueva, puede dar esa fundamentación que se espera en nuestro tiempo actual. Tal funda‑mento es de índole iusnaturalista, actualizado con algunos planteamientos que se han hecho en la línea de la filosofía analítica reciente, como aque‑llos que han considerado a los derechos humanos como derechos morales, y también con aportaciones provenientes de la pragmática semiótica. Aho‑ra se dice —por parte de otras corrientes, como las posmodernas— que no hay fundamento posible en la filosofía; pero eso es, o bien arbitrario o, en todo caso, sólo funciona si se aceptan las premisas nietzscheanas y heideggerianas de sus proponentes. Por ello creo que tiene que haber una fundamentación ontológica o metafísica de tales derechos, so pena de ser completamente ilusorios; pues, a pesar de su positivación, pueden des‑ positivarse y cancelarse, y no habrá quien pueda defenderlos contra eso.

Esto impele a buscar, además, la manera de recuperar la vincula‑ción de la ética con el derecho. El positivismo trató de separarlos, y ahora se busca la manera de conjuntarlos otra vez. De hecho, mucho de lo que expresan los derechos humanos es un testimonio de que el derecho no puede apartarse de los valores morales más de principio que pertenecen al hombre.

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LOS DERECHOS INHERENTES A LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

Javier Hervada

En el verano de 1985, con motivo del XII Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social celebrado en Atenas, trabé amistad con un colega norteamericano, el Prof. James Beresford, con el que tuve oca‑sión de tener largas conversaciones sobre algunos temas de nuestra especialidad. En cierta ocasión, charlamos sobre varios aspectos de los derechos humanos: las reticencias que levantan en algunos pensa‑dores, las incoherencias que se observan en otros, el callejón sin salida en que los sitúa el positivismo...

—Una cosa está clara, a mi juicio —me dijo mi colega—; mientras en el ámbito de la política los derechos humanos están en alza, los filósofos del derecho parecen no encontrar el rumbo: o se muestran escépticos ante ellos, o niegan abiertamente que exista tal categoría de «derechos humanos», o renuncian a fundamentarlos (lo que equivale a renunciar a ellos como tema de filosofía del derecho) o los reducen a un tópico cultural de lenguaje... ¿No significa esto una situación enfer‑miza de la filosofía jurídica? ¿O es que los derechos humanos son una irrealidad, una construcción vacía o palabra vana, incapaz de resistir el pensamiento filosófico y científico?

• Índice General§ Índice ARS 25

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—Si me lo permite, amigo Beresford, diría que se trata de las dos cosas, matizando la segunda. Pienso que la filosofía jurídica atraviesa una situación enfermiza desde que, a principios del siglo XIX, co‑menzó a aparecer como disciplina así llamada; su enfermedad es el positivismo en sus diversas formas.

—Para entendemos, ¿a qué llama positivismo?

—Llamo positivismo a toda forma de pensamiento jurídico que niega la existencia del derecho natural según la concepción clásica: una parte del derecho vigente.

—Por lo tanto, engloba dentro del positivismo también aquellas formas de objetivismo jurídico —incluidas por algunos en el iusnatu‑ralismo—, que admiten factores objetivos en el derecho: naturaleza de las cosas, valores, etcétera.

—En efecto, desde el momento en que los objetivistas no admiten otro derecho que el derecho positivo y niegan que exista lo que hasta el siglo XVIII se llamó derecho natural (un verdadero derecho vigente, parte del ordenamiento jurídico), entiendo que no ofrecen una dife‑rencia sustancial —aunque sí accidental y a veces importante— con las restantes formas del positivismo; son una especie de positivismo moderado, pero positivismo al fin y al cabo. Llamar iusnaturalismo a las corrientes objetivistas, además de erróneo, me parece una fuente de confusiones. Entre otras cosas, de las acusadas divergencias que exis‑ten entre los objetivistas deducen algunos que los iusnaturalistas no se ponen de acuerdo, cuando en realidad los que no están de acuerdo son los positivistas. Los verdaderos iusnaturalistas —aunque discutan acerca de cuestiones particulares, como es normal en ciencia— tienen un acuerdo fundamental: hay una parte del derecho vigente que es natural, o sea, el derecho natural es verdadero derecho.

—Desde luego, las críticas que se hacen al iusnaturalismo son mu‑chas veces sorprendentes, pues ponen en boca de los iusnaturalistas cosas que nunca dijeron. Da la impresión de que los críticos hablan de oídas y de luchar contra molinos de viento, O bien trasponen a todos

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los iusnaturalistas, los errores del iusnaturalismo moderno, el del siglo XVIII que es un iusnaturalismo trastocado.

—Es cierto. Y, además, de ese iusnaturalismo trastocado partió, por oposición y en cierta medida por derivación, el positivismo, enferme‑dad grave del pensamiento jurídico, una especie de herida mortal que desde el siglo XIX tienen la filosofía del derecho y la ciencia jurídica. Ésta es la situación enfermiza de la filosofía del derecho, que impide una teoría fundamental y fundamentadora de los derechos humanos.

—El problema reside, si no me engaño, en la misma noción de derechos humanos. Los derechos humanos son una categoría prepo‑sitiva, anterior —en el sentido de preexistente— al derecho positivo. Los derechos humanos en cuanto recogidos por los derechos positivos son derechos constitucionales, derechos públicos subjetivos, derechos fundamentales —como prefieren algunos—, derechos civiles y políti‑cos, libertades públicas, derechos emanados de pactos internacionales, etc. Pero la categoría «derecho humano» evoca una entidad jurídica preexistente al derecho positivo. Así, si un ordenamiento jurídico no reconoce los derechos humanos —o algunos de ellos— se dice que es injusto, discriminatorio o tiránico, lo cual no tendría sentido si no preexistiese al ordenamiento jurídico una realidad —los derechos hu‑manos— que fuese criterio de su justicia y de su legitimidad. En esta misma línea se sitúan los documentos internacionales sobre derechos humanos, los cuales hablan de reconocer y garantizar los derechos humanos, lenguaje que supone la preexistencia de tales derechos.

—Es bien cierto que ahí está el problema para el positivismo. Si no existe más derecho que el derecho positivo, ni más derechos que los otorgados por el ordenamiento positivo, los derechos humanos, en cuanto tales, no existen. Como derechos son una irrealidad, una construcción vacía. ¿Cómo hacer una teoría fundamental o buscar la fundamentación de unos derechos inexistentes?

—Es que en este caso no hay un fundamento objetivo válido. Porque entonces los derechos humanos sólo pueden interpretarse como aspira‑ciones a tener unos derechos, o como valores subjetivos, es decir, como

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estimaciones favorables al posible goce de ciertos derechos. Y tales aspiraciones o valores —relativos y subjetivos— carecen de funda‑mento objetivo, salvo la genérica aspiración a la felicidad (la cual a su vez es interpretada muchas veces en sentido subjetivista y relati‑vista). Son pura voluntad arbitraria. Ni cabe tampoco hacer una teoría fundamental —filosófico‑jurídica— propiamente dicha, porque sobre aspiraciones o estimaciones no se puede establecer ninguna conclu‑sión científica dada su índole arbitraria; sobre la arbitrariedad no hay ciencia. Sólo cabe comprobar hechos —y eso es hacer sociología— o analizar el lenguaje (lo cual es filología, mal que les pese a los analíti‑cos); y ninguna de las dos cosas nos hace avanzar en el conocimiento de los derechos humanos, al no mostrarnos la naturaleza ni el íntimo ser de esos derechos, que es el propio de una filosofía del derecho bien construida.

—Ello nos pone de relieve la incongruencia en la que caen cier‑tos filósofos del derecho y ciertos juristas de corte positivista. Se nos muestran como partidarios y defensores de los derechos humanos y aun como promotores de ellos. Y a la vez su positivismo les lleva a negar que sean verdaderos derechos, dándoles el estatuto de valores subjetivos. Con lo cual niegan la existencia de los derechos humanos, que sustituyen por unas inestables y vagas aspiraciones o por unos no menos relativos y ambiguos valores. Dicen defender los derechos humanos y los atacan de raíz negando su existencia.

—Además, negar que los derechos humanos sean derechos es ne‑gar su más propia significación. Porque, desde sus orígenes, lo que la teoría de los derechos humanos ha aportado, tanto al pensamiento político como al pensamiento jurídico, es la conciencia de que existe un núcleo de derechos inherentes a la persona, no otorgados por la ley positiva, que el poder y la sociedad no pueden violar y deben reco‑nocer y garantizar. Es la idea de la limitación del derecho positivo y de la necesidad de una organización de la sociedad y del gobierno en función de esos derechos, de su respeto y de su fomento y desarrollo.

—En efecto, en el fondo se trata de tener conciencia de la dignidad objetiva de la persona humana, de que el hombre no puede ser tratado

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al arbitrio del poder y de la sociedad, porque es objetivamente un ser digno y exigente, portador de unos derechos en virtud de su digni‑dad, reconocidos, pero no otorgados por la sociedad. Unos derechos que no están dejados al arbitrio del individuo —no puede renunciar a ellos— ni de la sociedad y el poder. Según la idea primera y ori‑ginaria de los derechos humanos, éstos constituyen verdaderos dere‑chos, que son innatos o inherentes —como se lee en la Declaración de Virginia de 1776—, otorgados por Dios —según la Declaración de Independencia de los Estados Unidos—, o naturales —como dijo la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789—. Por ello son inalienables —como se deduce de la Declaración de Virginia y expresamente señala la Declaración de Independencia de los Estados Unidos—, e imprescriptibles (según dice la citada Decla‑ración francesa). Esta idea permanece sustancialmente inalterada en los documentos internacionales modernos. Así, la Declaración Ame‑ricana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948 dice de esos derechos que son esenciales al hombre y tienen por fundamento los atributos de la persona humana. Por su parte, la Declaración Universal de ese mismo año enlaza los derechos inalienables con la dignidad in‑trínseca del hombre, al tiempo que el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos del mismo año dicen que los derechos humanos derivan de la dignidad inherente a la persona humana. Por su parte, el Pacto de San José de Costa Rica de 1969 repite lo dicho por la Declaración Americana. El lenguaje es inequívoco. Se está hablando de: a) verdaderos derechos; b) derivados de la dignidad de la persona humana; c) inalienables; d) que son criterio de justicia; y e) cuya con‑travención representa tiranía, opresión y barbarie, que compelen a la rebelión. Éstos son, y así aparecen, los derechos humanos, a tenor de los textos internacionales de nuestros días.

—Lo cual nos muestra una flagrante incongruencia de los autores positivistas. Porque lo que ellos nos muestran como derechos huma‑nos no son lo que de ellos dicen los textos positivos. Ni tienen a los derechos humanos como verdaderos derechos —hablan de valores o aspiraciones relativos y mudables o simplemente de sentimientos o ideologías metajurídicos—, ni consideran que su fundamento sea la

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dignidad de la persona humana. Los positivistas no aceptan el sentido obvio de los textos positivos. Lo cual quiere decir que están partiendo de un prejuicio.

—O de un postulado —no existe más derecho que el positivo— que lleva a interpretar la idea básica de los derechos humanos como irreal, esto es, destruyéndola. Con lo cual privan a los derechos humanos de su específico sentido, como decía antes. La idea de los derechos hu‑manos es la de unos derechos que, por estar fundados en la dignidad de la persona humana, forman un núcleo objetivo de derechos que no están otorgados por el poder y la sociedad, por lo que constituyen una condición jurídica objetiva de la persona frente a la arbitrariedad.

—Pero si decimos que los derechos humanos, en cuanto preexis‑tentes al derecho positivo, no pasan de ser valores, aspiraciones, senti‑mientos o ideologías relativas y cambiantes, esta idea de los derechos humanos se derrumba, pues basta que en un medio social se desarro‑llen de un modo suficientemente mayoritario unos sentimientos, va‑loraciones o ideologías contrarios a unos derechos humanos (v. gr. el racismo, el esclavismo o el abortismo) para que esos derechos huma‑nos —al desaparecer como valores— desaparezcan, con lo que su con‑travención dejaría de ser una injusticia, una tiranía y una opresión.

—Ésta es la ilógica consecuencia lógica de la visión positivista.

—Consecuencia también lógica del neocontractualismo.

—Así es. Todo reside en la pertinaz negativa a admitir el derecho natural y la moral objetiva, lo que a mi juicio no es una postura ori‑ginariamente científica, sino un postulado cultural —un prejuicio no científico— de querer al hombre como autor de su propia ley. Se parte de la posición voluntarista —no debida a una racionalidad u obser‑vación objetiva de la realidad— de rechazar reglas y realidades nor‑mativas objetivas que el hombre deba aceptar, aunque éstas deriven de su dignidad; no se quiere otra regla que la derivada de la voluntad humana —quod homini placet—, y, para la vida social, del consenso y del pacto. Sin advertir —o con una advertencia lúcida— que esto es

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el reino de la arbitrariedad, justo lo que la conciencia de los derechos humanos rechaza.

—Sin duda el voluntarismo y sus frutos, el positivismo, el relativismo y el contractualismo, no son la tierra de cultivo propia de los derechos humanos; en este clima, se agostan. Y eso incluso en un clima social fa‑vorable a esos derechos como el que actualmente vivimos, porque existe una contradicción radical en su modo de entenderlos: se proclaman los derechos humanos, a la vez que se niega su existencia en cuanto tales derechos y se les deja al arbitrio del consenso y del pacto.

—Más radicalmente aún, se niega la objetividad de derechos y re‑glas derivadas de la dignidad humana, con lo cual se vacía al hombre de dignidad, sustituyéndola, como raíz de toda normatividad, por la voluntad, potencia de suyo arbitraria. El hombre se condena a sí mis‑mo a la arbitrariedad. Cosa tanto más grave cuanto que la voluntad ar‑bitraria es la raíz de la tiranía y la opresión, es decir, de la injusticia.

—Es lo mismo que ocurre con el democratismo extremo. Hay una idolatría de la democracia, según la cual el criterio de justicia y le‑gitimidad consiste sólo en el consenso democrático —todo y sólo lo democrático es justo y legítimo—, olvidando que con ello se deja sin fundamento y sin garantía a la democracia, pues del consenso y del pacto pueden surgir atentados a la democracia y a los derechos huma‑nos, como atestigua tristemente la historia. La democracia necesita es‑tar justificada por una racionalidad objetiva, que señale su legitimidad y su necesidad para un orden político justo, al mismo tiempo que mar‑ca sus límites (que no son otros que los marcados por su fundamento, esto es, por la dignidad humana).

—En esto los primeros defensores de los derechos humanos vieron más claro: los derechos humanos son inalienables, es decir, como lee‑mos en la Declaración de Virginia, los hombres no se pueden privar ni desposeer de ellos por el pacto o contrato social. Los derechos huma‑nos, en cuanto que derivan de la dignidad humana, son objetivos y li‑mitan la capacidad de consenso y de pacto. Son, por lo tanto, previos y prevalecen sobre el consenso y el pacto, esto es, fundan la democracia

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y la limitan. Ellos son los que justifican la democracia y no al revés. Así, no es admisible la postura del democratismo extremo según la cual toda ley o norma democráticamente establecida es por ello legí‑tima y justa y, por lo tanto, no da lugar a la desobediencia legítima, lo que nos llevaría a la aberración de tener que admitir que una violación de un derecho humano por un régimen democrático o que goce del consenso social no da derecho a la desobediencia.

—Todo ello nos conduce a lo mismo. El derecho positivo, el pacto, el consenso descansan en una racionalidad objetiva —en una realidad dada al hombre, captable por la razón— que es regla o norma —esta‑tuto jurídico— con carácter previo a la voluntad humana. Por eso no se puede admitir la última novedad seudoiusnaturalista: un derecho natural que rige en cuanto democráticamente aceptado. Si con ello quisiera decirse que admitir el derecho natural no significa defender la dictadura, es bien cierto; decir lo contrario bordea la necedad. La de‑mocracia se funda en el derecho natural, es evidente, por lo que defen‑der el derecho natural lleva a defender la democracia. Pero justamente por eso, no es la democracia la que sustenta al derecho natural, sino al revés. El derecho natural ni se hace derecho ni tiene vigencia por el consenso democrático; es el consenso democrático el que tiene fuerza jurídica por el derecho natural. Decir que el derecho natural rige en cuanto democráticamente aceptado es, pura y simplemente, negar el derecho natural. Otra cosa muy distinta es de qué modo puede hacerse efectivo el derecho natural en una sociedad pluralista (que no es lo mismo que una sociedad democrática): se trata en tal caso de un pro‑blema político de convivencia, tolerancia, transacción y negociación; a la postre es un problema de votos; pero no es una cuestión filosófica ni de pensamiento jurídico. Filosóficamente hablando (lo que quiere decir según la objetividad de lo real), el derecho natural no se sustenta en la democracia, ni en el pacto, ni en el consenso; por el contrario, son éstos los que se sustentan en el derecho natural. La democracia, el pacto social y el consenso popular tienen la esencial limitación del derecho natural, del que derivan y en el que se fundan.

—Esto, dicho en otras palabras, quiere decir que están delimitados por la dignidad de la persona humana, pues el derecho natural no es

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otra cosa que el estatuto jurídico (o racionalidad objetiva en el ámbito del derecho) que es inherente a la dignidad del hombre. De esta racio‑nalidad objetiva nacen los derechos humanos.

—Entonces, ¿cuál sería el rasgo distintivo de los derechos humanos?

—Más que con palabras mías, lo diré con palabras de la Constitu‑ción española y de los textos internacionales: derechos inherentes a la dignidad de la persona humana. Lo prefiero así por una razón meto‑dológica. Los derechos humanos no son una conclusión de filósofos y juristas, sino una realidad jurídica y política. Lo que se trata de ob‑servar y conocer en profundidad —en cuanto es propio de la filosofía del derecho y la ciencia jurídica— es una realidad objetiva (una teoría y una praxis vividas), plasmada en multitud de textos políticos y jurí‑dicos, nacionales e internacionales. Hay que actuar de acuerdo como se presenta esa realidad. Ciertamente podría ocurrir que los textos ci‑tados se expresasen mal —y esto es lo que en definitiva vienen a sos‑tener los positivistas al no admitir derechos inherentes a la dignidad humana—, pero no es éste el caso, porque se trata de un lenguaje —o equivalente— consolidado durante más de doscientos años, avalado por una doctrina que cuenta más de veinticuatro siglos de existencia, patrimonio común de la ciencia jurídica europea hasta la aparición del positivismo: de la dignidad humana derivan unos derechos, o dicho con otras palabras, el hombre tiene unos iura naturalia, unos derechos innatos. En este caso, el gran equivocado no son los textos internacio‑nales ni la Constitución española de 1978 (claramente iusnaturalista en su artículo 10), sino sus intérpretes positivistas.

—Además, esos textos son positivos y productos del pacto, del con‑

senso, de los votos democráticos. Por lo tanto, según los positivistas así habría que definir los derechos humanos. Lo que ocurre es que esto no lo pueden admitir —con toda razón— porque ningún pacto, ningún consenso, ninguna votación democrática puede hacer que la dignidad humana tenga unos derechos que le sean inherentes. Por una vez, los positivistas están puestos en razón. Lo cual viene a decirnos de nuevo que, en derecho, existen realidades y verdades objetivas que no de‑rivan ni del pacto ni del consenso. Por lo demás, hay que reconocer

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que el lenguaje de los textos positivos es típicamente iusnaturalista, lo cual nada tiene de extraño, pues fueron unos iusnaturalistas quienes pusieron en evidencia la existencia de los derechos humanos y los des‑cribieron. Bien es verdad que los iusnaturalistas dieciochescos que tal hicieron cometieron tan graves errores, que desacreditaron el derecho natural (su concepción del derecho natural, no la clásica), pero en el tema de la existencia de los derechos humanos tuvieron un sustancial acierto aunque fallaron en su fundamentación.

—Así es, en efecto. Como iba diciendo, los derechos humanos son derechos inherentes a la dignidad de la persona humana. Pero a mi jui‑cio habría que añadir otro rasgo, que se me hace difícil expresar. Pro‑viene esta idea de observar que no todo derecho calificable de natural es un derecho humano. Si nos fijamos, por ejemplo, en el derecho ro‑mano, no todos los derechos que los juristas romanos englobaron en la categoría de iura naturalia son derechos humanos: es derecho humano la por ellos llamada naturalis libertas, pero no otros iura naturalia. Desde que se evidenciaron, los derechos humanos, aunque calificados de derechos naturales, formaron una categoría especial de derechos naturales. Eran aquellos derechos naturales que sustituyeron a los de‑rechos estamentales —derechos inherentes al estado o condición so‑cial— del Antiguo Régimen. En el Antiguo Régimen la sociedad se estructuraba por estados o grupos —estratos— sociales, cada uno de los cuales tenía su propio estatuto jurídico: era la sociedad desigual. Estos derechos derivaban del estado o estrato social y se tenían por pertenecer a él (derechos de estado o estamento). Con la caída del Antiguo Régimen —ya antes en los movimientos intelectuales que la prepararon— el principio de desigualdad fue sustituido por el princi‑pio de igualdad, lo que supuso la ruptura de los estados o estamentos. No es que se redujese a todos los hombres a un solo e igual estado, sino que desaparecieron los estados con el sentido que tenían en el Antiguo Régimen: estructura fundamental del orden político y social o constitución (material) de los reinos o estados. En la constitución (material por el proceso revolucionario y, a partir de entonces, formal, por el movimiento constitucionalista) del Estado, los derechos de esta‑do o estamentales fueron sustituidos por los droits naturels o inherent rights, pues desaparecido el estatus como origen de los derechos

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y proclamado el principio de igualdad fundado en la naturaleza, los derechos constitucionales aparecieron como originados en la natura‑leza humana. Por eso, los derechos humanos surgieron como aquel grupo de derechos naturales que configura la condición constitucional del hombre y del ciudadano, aquellos derechos que limitan el poder y constituyen las directrices de gobierno, aquellos derechos para cuya salva‑ guarda y fomento los hombres se unen en sociedad y se dan los gobiernos, de modo que su pertinaz violación otorga legitimidad a la rebelión, al cambio de gobierno y aun a la constitución de nuevos Estados (como aparece en la Declaración de Independencia de los Es‑tados Unidos, donde quienes se independizaron no fueron los pueblos colonizados, sino los ciudadanos colonizadores). Ésta es la idea origi‑naria, que a mi juicio no se ha perdido; por eso los derechos humanos se reconocen en las constituciones.

—Entonces, podría decirse que, en su opinión, los derechos hu‑manos son los derechos constitucionales inherentes a la dignidad del hombre?

—Sí, siempre que constitucional se interprete en sentido material y que por constitucional se entienda que se trata de derechos que tienen relevancia en la estructura fundamental de la sociedad y de la acción de gobierno. De una forma u otra, los derechos humanos configuran la estructura fundamental de la sociedad —la constitutio— como unión de iguales y conforman las directrices básicas de la acción de gobier‑no. Por eso, más que de derechos humanos, prefiero hablar de dere‑chos fundamentales.

—¿Por qué dice «como unión de iguales»?

—Porque hay una íntima relación entre el principio de igualdad y los derechos humanos. Por eso todas las declaraciones de derechos humanos comienzan haciendo una declaración de igualdad, aunque de distintas maneras, bien directamente, bien de manera equivalente. Se trata de afirmar que en la estructura fundamental de la sociedad no hay estatus o estratos sociales desiguales y en su lugar aparecen todos

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los hombres según su igualdad de naturaleza, de la que derivan unos mismos derechos —iguales en todos— inherentes a la dignidad huma‑na. Por naturaleza, es decir, según la dignidad de la persona humana, todos los hombres son iguales y, en consecuencia, de su dignidad de‑rivan los mismos derechos en relación a la constitutio de la comuni‑dad política. La estructura fundamental de la sociedad se constituye como unión de hombres según su condición ontológica de personas (despojada de todo artificio social como era el caso de los estatus), de modo que su condición social fundamental y básica —constitucio‑nal— es la de ser humano con unos derechos inherentes a su dignidad. La idea originaria central —que sigue siendo válida— es la de abolir el artificio social con que el hombre se insertaba en la sociedad, en cuya virtud los hombres se constituían en desiguales —superiores e inferiores— por procesos impuestos por el hombre mismo, median‑te una estratificación en el fondo arbitraria (no natural). Abolido tal artificio social, el hombre se presenta como miembro de la sociedad —de la comunidad humana y de las comunidades políticas— según le corresponde por su estatuto ontológico —según su naturaleza, igual en todos—, el cual lleva inherente una condición jurídica: los derechos y deberes fundamentales.

—Si se trata de abolir artificios y contemplar al hombre según su estatuto ontológico, esto nos lleva necesariamente a conceptos tales como naturaleza y derecho natural. Así se comprende que los positi‑vistas no sepan qué hacer con los derechos humanos. En realidad los adulteran, porque se limitan a sustituir un artificio social —los estatus y la sociedad desigual— por otro artificio: la igualdad y los correlati‑vos derechos humanos como una concesión del derecho positivo, fruto de valores subjetivos o aspiraciones no menos subjetivas de la socie‑dad (productos culturales). Lo cual deja al hombre en el más absoluto desamparo, porque queda al albur de los movimientos de opinión.

—Ni más ni menos. Los derechos humanos y el principio de igual‑dad encuentran su explicación y su sentido recurriendo a la naturaleza y, con ella, al derecho natural. Observemos el principio de igualdad. Lo igual a todos los hombres no es su ser considerado en su realidad integral. En sus condiciones concretas de existencia los hombres tienen

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diferencias: hay varones y mujeres, los hay más inteligentes y menos inteligentes, los hay de razas distintas; en fin, cada hombre tiene ca‑racterísticas individuales de diferenciación, lo que permite identificar a cada persona. Lo igual en todos —independiente de toda condición social o rasgos diferenciales— es justamente la naturaleza. En ella se asienta la dignidad que, por ser de naturaleza, es igual en todos. Y como el hombre es social por naturaleza, su posición fundamental con los demás socios o miembros de la sociedad es la igualdad. Cien‑tíficamente hablando, una conclusión universal —todos los hombres son iguales— sólo puede derivar de una premisa universal, que en este caso es una realidad universal: la naturaleza humana. Por ello, si es verdad que los hombres somos iguales, necesariamente existe el universal naturaleza humana. Si se niega la naturaleza humana como universal, la igualdad resulta un puro artificio humano, dado que son evidentes las diferencias entre los hombres; del mismo modo que los animales, en función de sus diferencias, son valorados desigualmente, los hombres también podrían ser valorados desigualmente en función de sus diferencias ontológicas —actitud típica de los racistas, de los esclavistas, de los abortistas, etc.—, por lo que la igualdad sería un artificio. Pero eso es inadmisible en la teoría de los derechos humanos, no sólo porque es verdad que los hombres somos iguales en dignidad por naturaleza, sino también porque los textos —que es el objeto de interpretación del jurista y la base para el discurso de filosofía del de‑recho— dicen justamente lo contrario.

—Ésta es la gran tragedia y contradicción de los positivistas. Para su teoría de los derechos humanos prescinden —contra lo que postula su teoría del derecho y su método— de los textos y a la postre los inter‑pretan contra litteram, pues es innegable el lenguaje iusnaturalista de los textos. Sucede que la teoría de los derechos humanos —y la praxis consiguiente— tiene su origen en el contexto iusnaturalista, y sólo en él tiene una explicación coherente. Por eso no es de extrañar que los textos usen un lenguaje iusnaturalista, cuya interpretación —por coherencia— debe ser iusnaturalista, porque la interpretación positi‑vista necesariamente va contra la letra del texto y adultera su sentido. ¿Qué puede significar para un positivista la expresión del artículo 10 de la Constitución española: derechos inviolables que son inherentes a

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la dignidad humana? ¿Qué es la dignidad, una valoración social?, y en ese caso, ¿qué puede significar el calificativo de inherente referido a los derechos? Además, si la dignidad es una simple estimación social, ¿qué puede significar «dignidad inherente a la persona humana» como dice el preámbulo de los Pactos Internacionales de 1966?

—En castellano, inherente significa —así lo dice la Real Academia de la Lengua— lo que por su naturaleza está de tal manera unido a otra cosa, que no se puede separar. E inherencia es la unión de cosas inseparables por su naturaleza. Si el Diccionario de la Real Academia no se equivoca —y desde luego no se equivoca—, la expresión del artículo 10 de la Constitución española significa unos derechos que por naturaleza son inseparables de la dignidad humana. Y dignidad inherente a la persona humana —de la que hablan los textos interna‑cionales citados— quiere decir una dignidad que por naturaleza co‑rresponde al hombre.

—Pues en inglés inherent tiene el mismo significado. Según The Oxford English Dictionary, el más prestigioso de habla inglesa, in-herent es sinónimo de intrinsic, essential, se aplica a un «essential element of something»; en definitiva inherent se usa «belonging to the intrinsic nature of that which is spoken of» (vol. V, Oxford, 1978).

—Igual ocurre con el francés: inhérent, según el Dictionnaire de l’Academie Française (8a. ed., Ginebra, 1978), quiere decir: «Qui par sa nature est joint inséparablement à un sujet».

—Por consiguiente, estamos ante un lenguaje inequívocamente iusnaturalista. Por eso, las interpretaciones positivistas adulteran el sentido obvio e inequívoco de los textos sobre derechos humanos.

—Desengañémonos, amigo Beresford, la teoría de los derechos humanos implica la puesta en evidencia —frente a las injusticias y desmanes de los hombres y del poder— de que existe una racionalidad objetiva que es regla o base de la vida social —de las relaciones inter‑humanas, societarias y comunitarias—, que es fundamento y límite de la justicia y legitimidad de las acciones humanas, también la acción

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del poder. Y significa que el hombre no es un ser vacío o sin valor, sino un ser que, en virtud de su alta participación en el ser, está dotado de dignidad, lo que le hace portador de unos derechos objetivamente tales, con independencia de la valoración o estimación subjetivas de que sea objeto por parte de los demás. Por eso se trata de derechos inviolables.

—Justamente por eso, no son las valoraciones o estimaciones re‑lativas y subjetivas las que miden al hombre y obran como criterio de sus derechos inherentes, sino al revés. Estas valoraciones y estimacio‑nes son medidas y calificadas como verdaderas y falsas, justas e injus‑tas, correctas e incorrectas en función de su adecuación a la dignidad objetiva del hombre.

—Dignidad objetiva, éste es el punto de partida; es decir, la digni‑dad inherente a la persona humana.

—Sí, así es; sin embargo, no resulta fácil comprender el significado de dignidad referido a la persona humana. ¿Qué supone la dignidad para que a ella le sean inherentes unos derechos? Y unos deberes, no hay que olvidarlo, porque también hay deberes fundamentales que son inherentes a la dignidad del hombre.

—Ciertamente estos deberes inherentes al hombre existen; y su raíz y fundamento son los mismos que los de los derechos. Pero el término dignidad expresa una dimensión del hombre que pone en evidencia los derechos. En cambio, los deberes, que surgen también del ser del hom‑bre —justamente de aquello mismo por lo que el hombre es digno—, no aparecen tan vinculados al aspecto de dignidad, sino más bien a la dinamicidad finalista del ser humano.

—Según esto, dignidad es palabra que expresa sólo un modo de ser el hombre, no todo el ser del hombre.

—Sí, en este sentido dignidad es un término que se aplica al hom‑bre para señalar una peculiar calidad de ser, para decir que es persona y no sólo individuo. Poseer una inherente dignidad y ser persona, aplicado

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al hombre, son términos equivalentes. Decir que el hombre es un ser digno, quiere decir que es persona.

—Entonces, ¿qué utilidad tiene usar el concepto de dignidad?

—A mi juicio mucha, porque señala con expresividad el aspecto de excelsitud y preeminencia ontológicas de la persona y la consiguiente condición de sujeto de derechos propia de ésta. Lo que ocurre es que hay que explicar qué significa dignidad aplicada al hombre, porque, si no se hace, este término resulta opaco, puede no resultar expresivo, dado que dignidad es un término genérico, que se aplica a múltiples situaciones y relaciones.

—Lo que quiere decir que para llegar a clarificar la expresión «dig‑nidad inherente a la persona humana» hay que seguir un discurso des‑pacioso. En definitiva, ¿qué significa dignidad?

—Dignidad tiene una serie de sinónimos de los que es suficiente hacer mención de algunos: excelencia, eminencia, grandeza y supe‑rioridad. Por lo tanto, la dignidad inherente a la persona humana, hace referencia a una excelencia o eminencia ontológicas —que el hombre tiene un ser excelente y eminente—, así como a una superioridad en el ser.

—Observo que todos los sinónimos indicados y, en consecuencia, también dignidad, parecen tener un sentido relativo: dicen relación, por comparación, a otros seres.

—Por lo que respecta a superioridad, así es. Superioridad sólo se

tiene por comparación a otros y sólo se es superior del mismo modo. En este sentido, es propia de la dignidad una dimensión relativa —en relación con otros—, pues quiere decir que el hombre posee una ca‑lidad de ser —un tipo de ontología— que es superior al resto de los seres terrestres. Ahora bien, excelencia, eminencia y grandeza, si bien no dejan de poseer una cierta relatividad —pues tienen el contenido semántico de sobresalir—, poseen algo de absoluto, porque significan que aquél o aquello a lo que se aplica tiene un grado alto de bondad

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intrínseca. Así, si hablo de un sabio eminente, no sólo estoy diciendo que sobresale respecto de los demás, sino también que posee un alto grado de sabiduría. Si me refiero a una persona de conocimientos me‑diocres, que es la que en un contexto social sabe más —sobresale—, no usaré la expresión «sabio eminente», sino que me limitaré a decir que es el que más sabe, el más erudito o el más sabio, o a aplicar el dicho popular: «en tierra de ciegos el tuerto es el rey». En este sentido, dignidad, sin dejar de tener una dimensión de relatividad, tiene algo de absoluto. Predicada de la persona humana, la dignidad significa una excelencia o eminencia en el ser, en virtud de la cual el hombre, no sólo es superior a los otros seres, sino que posee una perfección en el ser, una eminencia o excelencia ontológicas absolutas (es decir, no relativas), que lo sitúan en otro orden del ser. No es sólo un animal de la especie superior, sino que pertenece a otro orden del ser, distinto y más alto por más eminente o excelente.

—Si eso significa dignidad, es obvio que no pertenece a la relación —aunque tenga una cierta dimensión de relatividad— sino a la esen‑cia, esto es, a la naturaleza. Siendo esto así, una vez más Tomás de Aquino intuyó certeramente, en este caso cuando dijo que la dignidad es algo absoluto que pertenece a la esencia (I, q. 42, art. 4 ad 2), no a las relaciones (esto último, según se deduce del contexto).

—En efecto. Por eso dignidad inherente a la persona humana indica una excelencia o eminencia en el orden del ser, algo absoluto, en cuya virtud el hombre es persona. Pero si pertenece a la esencia, porque se trata de una perfección en el ser, que no consiste simplemente en ser mejor o superior respecto de los otros seres, sino en pertenecer a otro orden del ser, la dignidad no se refiere a cualidades o condiciones indivi‑duales —según las condiciones particulares de la existencia—, sino a la esencia, esto es, a la naturaleza humana. La dignidad hay que predicarla de la naturaleza humana. La persona tiene dignidad como realización existencial de la naturaleza. Entonces se entiende plenamente y con todo rigor la expresión «dignidad inherente a la persona humana», pues inhe‑rente significa, como ya vimos, algo que es inseparable por naturaleza. Resulta obvio que la dignidad por naturaleza es inherente —se tiene por naturaleza— a la persona humana. Las piezas van encajando.

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—Y qué decir entonces del dicho sartriano «il n’y a pas de nature humaine»?

—Que si fuese verdad, la conclusión sería obvia: “il n’y a pas de dignité humaine». Partiendo del nominalismo que niega los universales, la expresión «dignidad inherente a la persona humana» carece de signi‑ficación por dos razones: primero, porque inherente significa por natu‑raleza (que es un universal y los nominalistas niegan los universales); segundo, porque la dignidad es, ella misma, un concepto universal.

—Desde luego si la dignidad no fuese universal, es decir, si no tuviese como sujeto de inhesión la naturaleza, no cabría predicar la dignidad de todo hombre, sino que, según las condiciones particulares de la existencia, habría hombres más dignos que otros, y aun hombres indignos, lo que supondría que los derechos humanos no serían de suyo universales: unos los tendrían en más alto grado que otros, y algunos hombres no los tendrían como inherentes.

—Por mi parte me atrevo a decir más. Si la dignidad no se acepta como universal, entonces pierde su carácter absoluto y queda tan sólo como concepto relativo. Indicaría entonces una relación entre los hom‑bres; y como los hombres son, en sus condiciones particulares de exis‑tencia, desiguales, lo verdadero no sería el principio de igualdad (que es de naturaleza), sino el principio de desigualdad —unos hombres superiores a otros—, de modo que lo adecuado a lo natural (en este caso, lo ontológico) sería la desigualdad de derechos y la situación de superioridad de unos hombres respecto de otros. La igualdad sería una artificiosidad, de aquel tipo —trampas y mentiras de los débiles— que denunciaba el sofista Calicles en el Gorgias platónico. El nominalis‑mo es el cementerio de la igualdad y de los derechos humanos.

—Bien cierto es que los nominalistas no son capaces de compren‑der la dignidad humana en su sentido correcto; por eso su teoría de los derechos humanos desemboca en su negación. Pero dejemos a los nominales y prosigamos con nuestro discurrir acerca de la dignidad del hombre. ¿Qué consecuencias principales se deducen del hecho de que la dignidad humana sea por naturaleza?

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—Hay dos consecuencias principales, que son como corolarios axiomáticos. La primera de ellas es que todos los hombres tienen igual dignidad, pues la naturaleza —que es la esencia como principio de operación— es igual en todos. La segunda es que esta dignidad de naturaleza no admite grados, ni de unos hombres respecto de otros (es la igualdad antes indicada), ni en un mismo hombre, por lo que todo hombre tiene igual dignidad desde el primer instante en que comien‑za a existir hasta el último instante de su existencia: ni la edad, ni la salud, ni el nacimiento, ni cualquier otra condición o evento disminu‑yen o aumentan la dignidad inherente a la persona humana, que es la dignidad por naturaleza, pues es obvio que la naturaleza —en cuanto esencia como principio de operación— es inmutable por definición.

—Lo cual, dicho de otro modo, no quiere decir sino que todos los hombres son igualmente personas y que cada hombre es igualmente persona en todo su devenir histórico.

—Ni más ni menos. Todo aquello que suponga admitir una digni‑dad desigual o una gradación del ser persona —tanto de unos hombres en relación con otros, como de cada hombre en los distintos estados y condiciones en los que se puede encontrar resulta rechazable.

—Ya se advierte que la aceptación de los estatus o condiciones personales o sociales como causas de desigualdad en dignidad o en la condición de persona no es admisible.

—Así es; toda sociedad estructurada constitucionalmente como desigual, por estados, estamentos, clases o grupos sociales sin la igualdad fundamental, tiene una dimensión de injusticia, sea una so‑ciedad estructurada por castas, por razas o por criterios de nacimiento, religión, etc. Y esto no por idiosincrasia o mentalidad modernas, sino por naturaleza.

—A todo esto pienso que el discurso sobre la dignidad humana no está completo. ¿En qué consiste esa ontología eminente o excelente en cuya virtud el hombre está en otro orden del ser respecto de los demás entes de nuestro universo? Si el hombre no es un animal de la

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especie superior, sino que está en otra dimensión ontológica, ¿cuál es esa dimensión?

—Justamente aquélla en cuya virtud es persona. O visto desde otra

perspectiva, es aquella dimensión en cuya virtud, al definir al hombre como «animal racional», se está diciendo que no es un animal perfec‑cionado, sino un ser que, aunque tiene cuerpo, es más que animal: un ser peculiar y único que llamamos hombre: un cuerpo trascendido de espíritu o un espíritu que forma una unidad sustancial con el cuerpo. Esa dimensión es la racionalidad.

—Bien, pero con esto la cuestión se está situando en un plano que

ha de quedar bien identificado: no todos los entes son igualmente ser. En otras palabras, aunque todo ente es un ser, no todos los entes son ser con la misma intensidad o plenitud. O dicho de otra manera, el concepto ser no es unívoco sino análogo, pues no todos los seres son ser del mismo modo. La diferencia con que la palabra ser se predica de los distintos entes reside en que unos seres tienen más intensidad de ser que otros: son más ser. El quantum de ser o intensidad de ser no es igual en todos los entes. En este sentido, la persona es un ser que posee un quantum de ser o plenitud de ser muy intenso o alto, una eminencia o excelencia de ser superior al resto de los seres, lo cual designamos con la palabra dignidad.

—En efecto, así es. Si observamos el mundo de los seres inertes, in‑dudablemente son seres. Pero no es menos indudable que su quantum o intensidad de ser es, podemos decir, pobre o débil. Basta ver sus ca‑rencias: vida, sensibilidad, etc. Tienen un ser pobre. Esto se manifiesta en que la individuación es tan débil, que fácilmente se muda. Así un anillo de metal puede ser fundido y transformado en objetos distintos, permaneciendo el mismo sustrato material. Los seres inertes, de una u otra forma, son transformables, lo que indica una individuación tan débil, que incluso están sometidos a un constante proceso de cambio, tanto naturalmente como por obra del hombre. El ser inerte es sobre todo un ser pasivo, un objeto, incapaz de cualquier dominio y siempre dominado por las leyes naturales a las que está sometido.

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Los vegetales tienen un quantum de ser más intenso, lo cual se ma‑nifiesta en la vida que poseen. Ello da lugar a una individuación más fuerte: un vegetal no es transformable en otro ser u objeto sin perder su principio vital, permaneciendo sólo el mismo sustrato material. Con todo, su quantum de ser sigue siendo pobre o débil; carecen de sensibi‑lidad, entre otras cosas. Además no tienen un ser‑para‑sí, sino que son simples partes del universo con un ser que se hace común con otros seres; y así sirven de alimento a los animales y al hombre.

Como los seres inertes, están dominados por las leyes naturales que los rigen. El reino animal, aunque presenta muchos grados, es sin duda un conjunto de seres ontológicamente más perfectos que los anteriores. El animal tiene un quantum o intensidad de ser de cierta envergadura. Es más ser que el vegetal. Los animales tienen la facul‑tad de conocer sensitivamente y, en ciertos casos, son capaces de amor sensitivo. Tienen autonomía de movimiento, espontaneidad de acción y una cierta capacidad de comunicación. Pero en cuanto a su calidad o quantum de ser tienen importantes limitaciones. Son enteramente par‑tes del universo, en función del cual viven y actúan y tienen estableci‑do su estatuto ontológico, vital y de actuación (son simples partes del ecosistema) En este sentido, su ser no tiene ni autarquía ni autonomía y se encuentra comunicado (en el sentido de hecho común) con el res‑to del sistema de seres del universo. No poseen su propio ser, sino que éste es poseído o puesto en común, por lo cual unos animales sirven de alimento a otros animales por ley de la naturaleza. Son simples piezas de un engranaje —partes del ecosistema—, sin un valor propio indi‑vidual fuera del orden y de la utilidad del sistema del universo. Al no poseer su propio ser, tampoco lo dominan y están enteramente regidos por las leyes naturales que le son propias. El animal está inmerso en el conjunto, y en ser parte de él se agota su ser. Cada animal no es un ser enteramente otro respecto del resto de los seres.

—Todo esto significa que el hombre presenta diferencias muy signifi‑cativas con el resto de los seres, que suponen una intensidad de ser, de tal potencia, que lo sitúa en otro orden de ser. Es una participación o quan-tum de ser, que no es simplemente una perfección de grado —un animal más perfecto—, sino una eminencia o excelencia peculiar de ontología.

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—Efectivamente. En el hombre observamos una intensidad de ser, que supone un salto cualitativo esencial. Por de pronto el hombre tiene el cono‑cimiento intelectual que no es un conocimiento sensitivo muy perfeccio‑nado, sino que está en otro orden: en el del espíritu o inmaterialidad. Del mismo modo, el hombre es capaz de un amor (distinto del amor sensitivo y mucho más elevado), que inhiere en una facultad volitiva o apetitiva no sensitiva, que es la voluntad, potencia también de orden inmaterial o espi‑ritual. En otras palabras, el hombre tiene una parte sustancial inmaterial o espíritu, que es una participación eminente o excelente en el ser. Como sea que el cuerpo y el espíritu forman una unidad sustancial individual única y completa, el ser humano en su integridad —cuerpo y espíritu— es un ser eminente y excelente: un ser digno o dotado de dignidad.

—Esto tiene naturalmente una serie de consecuencias en cuanto a la posición y relación del hombre con el universo y con los demás hombres, que desemboca en la titularidad de los derechos humanos como derechos inherentes a su ser.

—Sí, pero para llegar a los derechos inherentes a la dignidad hu‑mana nos queda todavía un cierto camino por recorrer si queremos analizar la cuestión paso a paso.

—Dada la opacidad del término «dignidad humana» es preferible seguir yendo a las raíces.

—Así lo pienso. Prosigo. El espíritu no es una materia particular‑mente perfeccionada, sino una sustancia de orden ontológico distinto y más eminente. Tiene un quantum de ser mucho más intenso. Por lo tanto, el hombre pertenece a un orden del ser corpóreo‑espiritual dis‑tinto y más elevado que el animal.

—Quizás lo que más se advierte, dado que el espíritu no está sujeto a las dimensiones de cantidad y espacio, es que cambia sustancialmen‑te la posición del hombre con el mundo circundante

—En efecto. El espíritu participa de tan alto grado del ser —es ser de modo tan perfecto— que la individuación adquiere un preciso grado

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de plenitud: es simple, sin cantidad —y por lo tanto sin partes— lo que le hace incomunicable es decir; no se hace común con otros seres, es enteramente otro. Se relaciona con los demás seres por el conoci‑miento —lo que supone una comunicación mediante el lenguaje— y por el amor, pero sin que el ser se comunique en el sentido de hacerse común. La sustancia espiritual tiene una dimensión de trascendencia: el ser es un ser enteramente otro, lo que es consecuencia —conviene repetirlo— de su plenitud de ser. Esta dimensión de trascendencia se comunica a la parte corpórea del hombre en virtud de la unidad sustan‑cial cuerpo‑espíritu y se refleja en la entera persona. El hacerse común con los demás seres, que hemos visto en los entes materiales, repre‑senta una imperfección en el ser —un quantum de ser relativamente pobre—, que, aunque lleva consigo una verdadera individualidad —si no, no habría entes distintos—, se trata de una individualidad en cier‑to sentido débil, ya que el ente material es una parte de un todo más amplio, el universo, que lo engloba. Una piedra, un vegetal, un animal son seres individuales, pero sin ser enteramente otros en relación con el universo. La persona es distinta: es un ser enteramente otro.

—Esto es lo que se pone de manifiesto cuando se dice que persona añade algo al individuo.

—Añade esta plenitud de ser enteramente ella misma y, por lo tan‑to, incomunicable; la persona es un ser enteramente otro: a esa dimen‑sión puede llamársele trascendencia ontológica.

—Lo cual tiene una consecuencia. El hombre está en el universo y, en un cierto sentido, es parte de él. Pero a la vez lo trasciende; no es una simple pieza del engranaje del universo, no es una mera parte del ecosistema.

—Es parte del universo en el sentido de que está en él, pero goza de una posición singular; no está al servicio del sistema del universo porque lo trasciende Está como dominus —naturalmente según unos principios racionales—, como enteramente otro, capaz de servirse de los demás seres.

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—Esto es interesante, pero me parece más importante recalcar lo que antes se ha dicho: la persona es enteramente ella misma, que es lo que la hace ser enteramente otra.

—Ser enteramente ella misma es lo propio de la eminencia o ex‑celencia —perfección— del ser espiritual. La simplicidad del espíritu, que lo hace incomunicable, supone una plenitud del ser, en cuya virtud la persona (cuerpo y espíritu) posee su propio ser, de tal suerte que es inabsorbible, indominable, inaprehensible por los demás. Por eso, en el caso del hombre, en el cual, por su dimensión corpórea, pueden darse por las demás acciones que a través del cuerpo intenten dominar la persona, tales acciones son violencia o injuria, opresión, esto es, ac‑ciones contra natura. Estos fenómenos de dominación violenta nece‑sitan la mediación de la dimensión corpórea, porque no pueden darse directamente en el espíritu ya que el espíritu es de suyo indominable, es siempre libre.

—Con ello llegamos a la libertad de la persona.

—Sí, pero ante todo me parece decisivo poner de relieve que la libertad es, en su raíz y antes que otra cosa, un estatuto ontológico. Partiendo de la simplicidad del espíritu y de que la persona es un ser enteramente otro, la libertad nace de la potencia del ser, en cuya virtud la persona es incapaz de ser dominada por ser enteramente ella misma. No tiene en sí —y ello es una perfección— posibilidad de hacerse co‑mún y, por lo tanto, no tiene posibilidad de ser poseída o dominada por otro. Por eso, las leyes naturales del universo, en cuanto se refieren a la realización del hombre como persona (la obtención de sus fines, la sociedad con los demás hombres, etc.), sólo se presentan en él como apelación o tendencia, que el hombre es capaz de asumir o rechazar. Esta plenitud de ser comporta otra dimensión de la libertad: la capaci‑dad de autodeterminación (la libertad de especificación y la libertad de ejercicio), es decir, la persona es dueña de su propio ser, en el sentido de no ser dominada por leyes naturales y de ser, por el contrario, prin‑cipio original de sus determinaciones de obrar. En esta originalidad —la determinación de obrar no le es dada, sino que se origina en la persona— consiste la libertad en el ámbito de la operación.

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—Se me ocurre ahora que si el espíritu es simple e incomunicable no puede venir a la existencia por generación, que es comunicación de naturaleza. Sólo puede existir por creación.

—Exactamente Por eso cada hombre viene a la existencia por ge‑

neración del cuerpo y creación del espíritu.

—Interesante. Pero dejando aparte este inciso me pregunto cómo la persona se relaciona con los demás. ¿Qué influjo tiene la incomunicabilidad?

—La incomunicabilidad no significa que la persona no esté abierta hacia los demás. Lo que hace es modalizar esta relación. La persona se relaciona con las otras personas, sin hacerse común en el ser, sin confusión o fusión, sino con una cierta trascendencia, es decir, en la alteridad, siendo siempre otro. Es una comunicación en la alteridad, comunicación mucho más elevada y perfecta que la absorción o fusión o ser simplemente pieza de un conjunto. En la persona se da la socie-tas —en el sentido amplio de esta palabra latina—, las personas son socii en sus más diversas formas. Esa comunicación está fundada en la naturaleza.

—Lo que quiere decir que está basada en la misma ontología de la persona humana.

—Ciertamente. Y esto por virtud de la perfección o eminencia de la ontología de la persona humana, cuya raíz es la perfección ontológica del espíritu. Esa perfección ontológica consiste en el conocimiento y en la apertura al otro que se revela en el amor. Podemos hablar de una estructura dialogal de la persona. La persona no está encerrada en sí misma: tal encerramiento sería una imperfección. Se abre al mundo y a los demás por el conocimiento, un conocimiento que es contempla‑ción, aprehensión intelectual que penetra en lo conocido. Entre per‑sonas, esta relación intelectiva de conocimiento es el principio de la relación personal de compenetración de espíritus, que se abre al amor. El conocimiento de la persona como bien amable, da origen a la com‑placencia o apertura radical y primaria de la voluntad —sin olvidar

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que a veces a ello se une el sentimiento— hacia la persona, que es lo que llamamos amor. Mas en general podemos hablar de una apertura de la persona al otro como ser personal, esto es, digno, con una bondad ontológica que ha de ser respetada y amada. El respeto se vierte en la justicia por lo que atañe a los derechos, y el amor se expande en la solidaridad o, como decían los antiguos con término que sigue siendo válido, en la benevolencia o tendencia a hacer el bien al amado. Hay, pues, entre personas una comunicación corpóreo‑espiritual a través del conocimiento y el amor. Esa comunicación, que respeta la alte‑ridad, lleva a la comunicación de pensamientos y afectos, que en el hombre, por su estructura corpóreo‑espiritual, se hace a través de los signos del lenguaje.

—Hay, pues, una apertura de la persona al otro por el conocimiento y el amor, que es comunicación en la alteridad, es decir, sin fusión, sin dominio, sin ser piezas de un engranaje.

—Efectivamente.

—Pero parece que esto supone que ontológicamente la persona no es un ser solipsista, un individuo absoluto, una totalidad ensimismada, sino un ser‑en‑relación.

—Naturalmente que lo implica. Si no hubiese esa apertura ontoló‑gica, la persona no tendría capacidad de conocer el mundo exterior a ella (el conocimiento intelectual contemplativo es relacional, apertura a lo conocido), ni capacidad de amor. Lo cual supondría una situación de pobreza ontológica, incompatible con la excelencia del ser perso‑nal. La apertura al otro, la comunicación en la palabra (o verbo, sea intelectual, sea en signo) y la unión de amor son expansiones naturales del ser personal, porque el espíritu se caracteriza por su expansividad, fruto de su eminencia ontológica. Por no estar encerrado en las dimen‑siones de cantidad y espacio, el espíritu tiende a expandirse según su propia naturaleza, esto es, según su simplicidad que lo individualiza fuertemente: esta expansión es el conocimiento y el amor, la relación con los demás.

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—Entonces la concepción liberal primitiva del hombre, como indi‑viduo absoluto, asocial en estado natural, cae por su base.

—Basta observar que hablaban de individuo, no de persona. El simple individuo está encerrado en sus propias dimensiones; no cabe socialidad como apertura ontológica. La persona, siendo más que in‑dividuo —o dicho de otro modo, siendo un individuo de naturaleza espiritual o racional y por ello con una individualidad fuerte—, es a la vez un ser‑en‑relación, justamente porque, en virtud de su riqueza ontológica, es capaz de abrirse a los demás, de expandirse, en la alteridad, o sea, permaneciendo ella misma.

—Esta estructura de la persona evidencia que la persona humana es social por naturaleza.

—Desde el momento en que es un ser‑en‑relación con los demás

hombres, la persona humana es, en su unidad corpóreo‑espiritual, un ser social por naturaleza. Los hombres están naturalmente unidos en una comunidad o societas. Pero, después de lo dicho, resulta claro que esta societas se realiza en la alteridad, permaneciendo la persona ella misma.

—Lo que quiere decir que la persona está en sociedad como per‑sona, no como simple individuo, esto es, no se funde en el todo social como simple parte de él o como simple pieza del engranaje social. La dimensión social es una dimensión de la persona humana, que no la abarca totalmente. La persona permanece como ser autónomo. Esto pone de relieve lo opresor e injusto que es el totalitarismo y lo desper‑sonalizador que resultaba el socialismo primigenio —«todo el hombre es público»— y que resultan todas aquellas teorías políticas que tien‑den a absorber la vida del hombre en estructuras públicas.

—Ciertamente. Como la societas o comunidad humana no absorbe la persona, pues es solamente la dimensión de comunicación de la per‑sona en la alteridad, el hombre aparece dotado de autonomía en todo el ámbito que le corresponde en cuanto es ella misma.

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—Con todo ello hemos llegado, si no yerro, a desentrañar el senti‑do de la dignidad humana, que no significa otra cosa sino que el hom‑bre es persona, lo que implica una eminencia o excelencia en el ser. Es claro que, vista así la dignidad, existe verdaderamente la dignidad inherente a la persona humana.

—Esto trae una serie de consecuencias para el asunto que estamos tratando: los derechos inherentes a la dignidad humana, lo que equi‑vale a afirmar que esa dignidad —esto es, el hecho de ser persona— entraña la existencia de derechos que son naturales a esa dignidad.

—Sí, los derechos naturales de la persona, con el matiz antes in‑dicado, derechos con que se presenta la persona en su inserción en la sociedad humana y en la comunidad política, o derechos que confor‑man su condición de miembro de la sociedad, especialmente en lo que atañe a la comunidad política.

—Me gustaría insistir en ese matiz, por el cual los derechos naturales se categorizan como derechos humanos o, como prefiero, derechos fundamentales. Pondré un ejemplo. Entre dos hombres A y B, que entran en relación, existe el derecho a la vida de cada uno frente al otro: es una relación entre dos personas. Si B comete ho‑micidio en la persona de A, comete injusticia y lesiona el derecho natural a la vida de su víctima. Pero ese derecho a la vida, en cuan‑to es objeto de la relación interpersonal, no lo categorizo todavía y por sí solo como derecho humano. El derecho a la vida es un dere‑cho humano o fundamental, cuando su respeto, su reconocimiento y su garantía son referibles a la sociedad y, específicamente, a la comunidad política como una de las bases de la conformación fun‑damental o constitutio (material) de la sociedad y de la comunidad política: cuando se advierte que el poder carece de potestad sobre la vida de los ciudadanos, cuando la vida se entiende como un bien reconocible y protegible —lo que implica una política y unas leyes dirigidas a su defensa y garantía—, base de la acción social y de gobierno ordenadas a la salvaguarda y desarrollo de la vida huma‑na, etc. En definitiva, el derecho a la vida se configura como de‑recho humano cuando se le comprende como un factor de confor‑

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mación de la societas humana (solidaridad, ayuda, protección) y de la comunidad política. Y así con el resto de los derechos humanos.

—Obviamente, esta función de conformación fundamental de la sociedad humana y de la comunidad política propia de los derechos humanos no es positiva, esto es, no es una decisión humana, sino que es inherente a una serie de derechos naturales, que son justamente los que llamamos derechos humanos, como categoría prepositiva o pre‑existente a su transformación en derechos positivizados.

—Claro, así es. Como el hombre es social por naturaleza —más exactamente es socio por naturaleza— hay unos derechos naturales que conforman esa condición de socio: los derechos humanos. Ese núcleo es el que el derecho positivo debe reconocer y garantizar. Y ésos son los derechos humanos.

—Ocurre, sin embargo, que la sociedad humana y particularmente la comunidad política están sometidas a la historicidad, al menos por lo que se refiere a los fines, lo que comporta una cierta historicidad en los derechos calificables de humanos. Por ejemplo, la libertad de cátedra, en su original y genuino sentido, sólo aparece cuando los es‑tablecimientos de enseñanza se convierten en públicos.

—Otros ejemplos podrían ponerse. En efecto, no hay duda de que hay una cierta historicidad en los derechos humanos, al menos en lo que atañe a su manifestación. Así el derecho al medio ambiente sano o al mantenimiento del ecosistema presupone, para manifestarse, una industrialización masiva, una no menos masiva especulación del suelo u otras circunstancias históricas bien conocidas. Podemos decir que la práctica totalidad de los derechos humanos tiene una cierta dimensión de historicidad, aunque posean un núcleo permanente. En definitiva, todos son reflejos o manifestaciones, en función de unas circunstancias históricas determinadas, de un núcleo permanente: el derecho funda‑mental de la persona a vivir dignamente y alcanzar sus fines según su naturaleza. De ahí derivan todos los derechos naturales y, por lo tanto, los derechos humanos.

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—Ahí está el punto que todavía no hemos tratado. Hemos visto que existe una dignidad inherente al hombre, pero ¿cómo de esa dignidad derivan derechos inherentes a ella? ¿Cómo es que hay derechos inhe‑rentes a la dignidad de la persona humana?

—Naturalmente, derechos inherentes a la dignidad de la persona humana quiere decir derechos intrínsecamente unidos, por naturaleza, a la condición ontológica de la persona humana: derechos connatura‑les a la persona humana. Todo lo cual supone necesariamente que la persona tiene una inherente subjetividad jurídica, esto es, que es sujeto de derecho como dimensión natural de su ontología.

—Lo que de nuevo nos lleva a rechazar un postulado positivista como contrario a los derechos humanos, a saber: la persona en sentido jurídico o sujeto de derechos es una concesión del ordenamiento posi‑tivo. No hay manera de conjugar este postulado con los derechos hu‑manos. Si la persona en sentido jurídico o sujeto de derecho fuese una concesión legal, los derechos humanos lo serían también, lo cual —ya lo hemos visto y no es el momento de repetirlo— implica la negación de los derechos humanos.

—Ha hablado sabiamente, amigo Beresford. Derechos inherentes a la dignidad humana es frase llana —lo que rechazo abiertamente— si la dignidad del hombre no tiene como inherente la condición de sujeto de derechos como dimensión propia de la persona. Pero dejemos de lado los yerros positivistas y vayamos a lo que nos interesa. La pre‑gunta clave es ésta, ¿cuál es el constitutivo ontológico de la persona, que la hace titular de unos derechos?

—Ante todo hay que dejar establecido qué cosa sea un derecho del que es titular la persona: qué entendemos por derechos, ¿acaso la facultad de exigir una cosa o una conducta?, esto es, ¿la capacidad de reivindicar?

—Aunque el derecho lleva la facultad de exigir, no es esa facultad el constitutivo primario del derecho. No se habla de derechos huma‑nos, para decir que el hombre tiene la facultad de reivindicarlos, si

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bien la reivindicación es consecuencia o forma extrema de su ejer‑cicio. Cuando una constitución, por ejemplo, reconoce el derecho de asociación, con ello no quiere decir primariamente que se reconoce al ciudadano el derecho a reivindicar el poder asociarse —aunque la legitimación de la reivindicación quede también reconocida—, sino que quiere decir ante todo que los hechos asociativos son legítimos y existe el deber por parte de autoridades y ciudadanos de reconocerlos y respetarlos. Lo que configura ese derecho es la acción de asociarse como una libertad debida a los ciudadanos, porque les pertenece esa acción asociativa. En otras palabras, el reconocimiento de los dere‑chos humanos no consiste primariamente en el reconocimiento de la legitimidad de la protesta, las manifestaciones, las huelgas, las senta‑das, etc. Todo esto se admite en un régimen de reconocimiento de los derechos y libertades como último recurso para que el ciudadano haga valer sus derechos, pero la esencia de los derechos humanos no consis‑te en eso. Los derechos humanos consisten en unos bienes atribuidos a la persona, que le son debidos. Y en el cumplimiento de esta deuda, que es el supuesto del uso y disfrute normal y pacífico de los derechos, consiste la justicia; en eso está la sociedad justa.

—Es obvio, respetar y satisfacer el derecho a los alimentos —por poner un ejemplo— no consiste de suyo y principalmente en autorizar que los famélicos se manifiesten con pancartas, sino en hacer llegar a todos la porción de alimentos suficientes, porque tal porción les es debida por su dignidad de personas.

—En efecto, la dignidad de la persona humana —la eminencia o excelencia de su ser— postula vivir dignamente y alcanzar sus fines. Y todo ello, como algo debido, porque le pertenece.

—Sí, pero, ¿por qué le es debido, por qué le pertenece?

—Que le pertenece deriva de un rasgo propio de su ser. Hemos vis‑to que la potencia ontológica o quantum de ser de la persona la condu‑ce a ser dueña de su propio ser, es un ser que se autoposee, siendo in‑comunicable, esto es, que resulta enteramente otro con trascendencia ontológica, inabsorbible, indominable. Al ser dueña de su propio ser,

JAVIER HERVADA

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cuanto integra ese ser suyo y, en consecuencia, los fines a los que está destinada, le pertenecen. Son bienes y fines que le están atribuidos por naturaleza. La persona, respecto de esos bienes y fines es dueña y pro‑tagonista. Se genera así, en los demás hombres, el necesario respeto.

—Ello explica la atribución de unos bienes y fines a la persona como pertenencia suya: lo suyo. Es decir, explica la relación de atri‑bución respecto de los demás, ante los cuales la persona aparece como domina o, más en general, como sujeto de atribución incomunicable o en exclusiva de algo propio. Pero falta, a mi juicio, una más pro funda explicación de por qué lo atribuido a la persona le es debido.

—A mi juicio hay que volver a la incomunicabilidad. Lo propio de la persona —sus bienes y sus fines— lo posee, le está atribuido, como a un sujeto enteramente otro. Al no haber un factor de hacerse común en el ser o comunicabilidad, los demás aparecen en una relación de inco‑municación respecto de esos bienes o fines, carecen de toda atribución, pertenencia o facultad de apropiación o interferencia Por eso deben res‑petar lo propio de la persona y si interfieren deben devolver o reparar.

—Cuál es la relación de los demás con la persona, puesto que forman una societas, son socios?

—Esta relación no puede ser otra que la relación de solidaridad. Los hombres son, por naturaleza, solidarios, lo que supone dos cosas: por un lado, la existencia de fines comunes, que deben alcanzar mediante el esfuerzo común solidario; por otra parte, que, respecto a lo propio de cada persona, los demás, en cuanto solidarios, deben, no sólo respe‑tar, sino ayudar, fomentar y proteger. Éstas son las finalidades propias de la sociedad humana y, particularmente, de las comunidades políti‑cas. Por eso, respecto de los derechos fundamentales o humanos, la función de las comunidades políticas, en sus diversos grados consiste en reconocer, garantizar y promover esos derechos, que es en definiti‑va reconocer, garantizar y promover la dignidad humana.

—Si me lo permitiese hay un punto en el que insistiría. —Me refiero a la deuda. Lo propio de la persona es enteramente suyo y en este

LOS DERECHOS INHERENTES A LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

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sentido el otro no tiene nada respecto a ello. Pero, ¿por qué es debida la no invasión? Si la invasión es posible de hecho, ¿por qué está impe‑dida por un deber?

—Por la dignidad de la persona humana.

—Sí, pero ¿por qué dimensión de esa dignidad? Porque hemos vis‑to que la dignidad no es otra cosa que la excelencia del ser, un alto grado de ser. Pues bien, ¿en qué consiste este alto grado de ser de la persona, que genera la deuda, el deber de respeto?

—A mi entender se trata de un grado de ser similar aunque inferior al ser en acto puro, lo cual refleja una plenitud de ser semejante al ser en acto puro. El ser en acto puro es el ser en su totalidad y plenitud, to‑talmente realizado en presente. El ser en acto puro es y no puede no ser. En él, el ser se realiza en toda su belleza, bondad, potencia, indestructi‑bilidad, etc. El ser en acto puro, el más eminente y excelente, realiza la condición de ser persona en su más plena y total posibilidad. Pues bien, la persona humana, justamente por ser persona, posee un ser inferior pero semejante al ser en acto puro: es el ser exigitivo. Todo lo que es intrínseco a su ser —fundamentalmente dos cosas: su ser en acto y su ser en potencia, esto es, lo que es en cada momento histórico y los fines que le son naturales— no es acto puro, pero es exigitivo. Se trata de ser en grado tan alto y eminente que postula, exige ser según su condición histórica y según sus fines. Ello proviene de su mismo quantum de ser, de su perfección o eminencia de ser, de modo que la acción contraria o degrada la persona o la hiere. Es contra su propia ontología, la cual queda contrahecha o lesionada. En otras palabras, el ser de la persona implica inherentemente, intrínsecamente, el deber‑ser.

—Si no entiendo mal, aquí se entrecruzan dos cosas: la ética y el derecho. Hay un deber‑ser moral, que se plasma en que el hombre debe vivir según su naturaleza. Y hay un deber‑ser jurídico de los de‑más respecto de la persona.

—Así es.

JAVIER HERVADA

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—Esto nos lleva a repensar conceptos fundamentales de la ética y del derecho. Hoy ya se ha hecho tarde, pero hemos de seguir charlando otro día.

—Despidámonos, pues, hasta una futura ocasión.

— Hasta entonces.

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