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Page 1: Copromancia

COPROMANCIA.

¿Por qué Dios, el creador de todo lo que existe en el Universo, al dar la

existencia al ser humano, al sacarlo de la Nada, lo destinó a defecar?

¿Habría revelado Dios, al atribuirnos esa irrevocable función de

transformar en mierda todo lo que comemos, su incapacidad para crear

un ser perfecto? ¿O su voluntad era ésa, hacernos así, toscos? ¿Ergo, la

mierda?

No sé por qué comencé a tener este tipo de preocupaciones. Nunca fui

un hombre religioso y siempre consideré a Dios un misterio por encima

de los poderes humanos de comprensión, por eso me interesaba poco. El

excremento, en términos generales, me pareció siempre inútil y

repugnante, a no ser, claro está, para los coprófilos y los coprófagos,

raros individuos dotados de extraordinarias anomalías obsesivas. Sí, ya

sé que Freud afirmó que lo excrementicio está íntima e

inseparablemente ligado a lo sexual, la posición de los genitales –inter

urinas et faeces- es un factor decisivo e inmutable. Sin embargo,

tampoco esto me interesaba.

Pero lo cierto es que estaba pensando en Dios y observando mis heces

en la taza del váter. Es curioso, cuando un asunto nos interesa, hay algo

sobre él que capta nuestra atención a cada instante, como el ruido del

retrete del vecino, cuyo apartamento estaba contiguo al mío, o la noticia

que encontré en una esquina del periódico, que normalmente me pasaría

desapercibida, conforme a la cual la Sotheby’s de Londres había vendido

en subasta una colección de diez latas con excrementos, obras de arte

del artista conceptual italiano Piero Manzoni, muerto en 1963. Las piezas

habían sido adquiridas por un coleccionista privado, que ofreció la puja

final de novecientos cuarenta mil dólares.

A pesar de mi reacción inicial de repugnancia, observaba mis heces

diariamente. Noté que el formato, la cantidad, el color y el olor eran

variables. Una noche intenté recordar las distintas formas que mis heces

adquirían después de expelidas, pero no tuve éxito. Me levanté, fui al

escritorio, pero no conseguí hacer dibujos precisos, la estructura de las

heces acostumbra a ser fragmentaria y multifacética. Adquieren su

aspecto cuando, debido a las contracciones rítmicas involuntarias de los

músculos de los intestinos, el bolo alimenticio pasa del intestino delgado

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al intestino grueso. Muchos otros factores también influyen, como el tipo

de alimentos ingerido.

Al día siguiente compré una Polaroid. Con ella fotografié diariamente mis

heces, utilizando una película en color. Al cabo de un mes, poseía un

archivo de sesenta y dos fotos –mis intestinos funcionan como mínimo

dos veces al día-, que coloqué en un álbum. Además de las fotografías

de mis bolos fecales, empecé a añadir informaciones sobre su

coloración. Los colores de las fotos nunca son precisos. Las entradas

eran diarias.

En poco tiempo ya sabía algo sobre las formas (repito, nunca eran

exactamente las mismas) que el excremento podía adquirir, pero aquello

no era suficiente para mí. Quise entonces colocar junto a cada porción

una descripción de su olor, que también era variable, pero no lo

conseguí. Kant estaba en lo cierto al clasificar el olfato como un sentido

secundario, debido a su inefabilidad. En el álbum escribí, por ejemplo,

este texto referente a un bolo fecal espeso, marrón oscuro: olor opaco

de verduras podridas en nevera cerrada. ¿Qué era eso de olor opaco?

¿La espesura del bolo me había llevado involuntariamente a sinonimizar:

espeso – opaco? ¿Qué verduras? ¿Brócoli? Parecía una especie de

enólogo describiendo la fragancia de un vino, pero en realidad hacía una

especie de poesía en mis descripciones olfativas. Sabemos que el olor de

las heces es producido por un compuesto orgánico de indol, que se

encuentra igualmente en el aceite de jazmín y en el almizcle, y de

escatol, que asocia además el término escatología a las heces y a la

obscenidad. (No confundir con esa otra palabra, homógrafa en nuestra

lengua, pero de diferente etimología griega, la una skatos, excrementos,

éschatos la otra, final, poseyendo esta segunda escatología una

acepción teológica que significa juicio final, muerte, resurrección, la

doctrina del destino último del ser humano y del mundo.)

Me faltaba obtener el peso de las heces y, para tal menester, mis falaces

sentidos serían todavía menos competentes. Compré una báscula de

precisión y, tras pesar durante un mes el producto de los dos

movimientos diarios de mis intestinos, concluí que eliminaba, en un

período de veinticuatro horas, entre doscientos ochenta y trescientos

gramos de materia fecal. Qué cosa tan fantástica es el sistema digestivo,

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su anatomía, los procesos mecánicos y químicos de la digestión, que

comienzan en la boca, pasan por el peristaltismo y sufren los efectos

químicos de las reacciones catalíticas y metabólicas. Todo el mundo

sabe, pero no está de más repetirlo, que las heces consisten en

productos alimenticios no digeridos o indigeribles, mocos, celulosa, jugos

(biliares, pancreáticos y de otras glándulas digestivas), enzimas,

leucocitos, células epiteliales, fragmentos celulares de las paredes

intestinales, sales minerales, agua y un número considerable de

bacterias, además de otras sustancias. Las bacterias son las que tienen

mayor presencia. Mis doscientos ochenta gramos diarios de heces

contenían, de media, cien billones de bacterias de más de setenta tipos

diferentes. Pero el aspecto físico y la composición química de las heces

están influidos, aunque no exclusivamente, por la naturaleza de los

alimentos que ingerimos. Una dieta rica en celulosa produce unos

excrementos voluminosos. El examen de las heces es muy importante

en los diagnósticos que establecen los estados mórbidos, es un

destacado instrumento de la semiótica médica. Si somos lo que

comemos, como dijo el filósofo, también somos lo que defecamos. Dios

hizo la mierda por alguna razón.

Me olvidé de decir que cambié el váter, cuya taza en forma de embudo

constreñía las heces, por otro de fabricación extranjera e importado, una

pieza con el fondo más ancho y raso que no causaba ninguna

interferencia en el formato del bolo fecal en el momento de su caída tras

ser expelido, permitiendo así una observación más correcta de su forma

y disposición naturales. También las fotos se realizaban así más

fácilmente y la recogida del bolo para ser pesado –la última etapa del

proceso- exigía menos trabajo.

Un día, estaba sentado en el salón y vi sobre la mesa una revista vieja

que debía estar en un archivo especial que tengo para las publicaciones

con textos de mi autoría. ¿Cómo había ido a parar encima de la mesa, si

yo no recordaba haberla sacado del archivo? Sentí un cierto malestar al

buscar mi artículo. Era un ensayo al que había dado el título de “Artes

adivinatorias”. En él venía a decir, en suma, que la astrología, la

quiromancia y compañía no son más que fraudes utilizados por fulleros

especializados en burlarse de la buena fe de las personas incautas. Para

escribir el artículo había entrevistado a varios de esos individuos que se

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ganan la vida previendo el futuro, y muchas veces el pasado, de las

personas a través de la observación de distintas señales. Además de en

los astros, estaban los que basaban su presciencia en las cartas de la

baraja, las líneas de la mano, las arrugas de la frente, los cristales, las

conchas, la caligrafía, el agua, el fuego, el humo, las cenizas, el viento,

las hojas de los árboles. Y cada una de tales adivinaciones poseía un

nombre específico que la caracterizaba. El primero al que entrevisté, que

practicaba la geloscopia, decía ser capaz de descubrir el carácter, los

pensamientos y el futuro de una persona por su manera de carcajearse,

y me retó a soltar una risotada. El último al que entrevisté…

Ah, el último al que entrevisté… Vivía en una casa de la periferia de Río,

un área pobre de la zona rural. Lo que me llevó a enfrentarme a las

dificultades de encontrarme con él fue el hecho de que era el único de

mi lista que practicaba el arte del aurispicio, y yo tenía curiosidad por

saber qué tipo de embuste era aquel. La casa, en mampostería, con un

solo piso, estaba en medio de un patio cubierto de árboles. Entré por un

portón en ruinas y tuve que golpear varias veces en la puerta. Me recibió

un hombre viejo, muy delgado, de voz grave y triste. La casa estaba

pobremente amueblada, no se veía en ella ni un solo electrodoméstico.

Las artimañas de este sujeto, pensé, no le están sirviendo de mucho.

Como si hubiese leído mis pensamientos, refunfuñó, usted no quiere

saber la verdad, siento la perfidia en su corazón. Venciendo mi sorpresa,

respondí, sólo quiero saber la verdad, confieso que tengo algunas

reservas, pero procuro ser imparcial en mis juicios. Me cogió por el brazo

con su mano descarnada. Venga, dijo.

Fuimos hacia el fondo del patio. En el suelo de tierra batida había

algunos cercados, uno con cabritos, otro con aves, creo que patos y

gallinas; y otro más, con conejos. El viejo entró en el cercado de los

cabritos, cogió uno de los animales y lo llevó hasta un círculo de

cemento que había en una de las esquinas del patio. Anochecía. El viejo

encendió una lámpara de keroseno. Un enorme machete apareció en su

mano. Con algunos golpes, no sé de dónde sacó la fuerza para hacer

aquello, cortó la cabeza del cabrito. En seguida –detesto recordar estos

acontecimientos-, utilizando su afilada lámina, abrió una profunda y

ancha cavidad en el cuerpo del cabrito, dejando sus entrañas a la vista.

Puso la lámpara de keroseno al lado, sobre un charco de sangre, y

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permaneció largo tiempo observando las vísceras del animal. Finalmente

miró hacía mí y dijo: la verdad es ésta, una persona muy próxima a

usted está a punto de morir, mire, está todo escrito aquí. Vencí mi

repugnancia y miré aquellas entrañas sangrientas.

Veo un número ocho.

Ése es el número, dijo el viejo.

Aquella escena no la incluí en mi artículo. Y durante todos estos años la

dejé olvidada en uno de los sótanos de mi mente. Pero hoy, al ver la

revista, rememoré, con el mismo dolor que sentí entonces, el entierro de

mi madre. Era como si el cabrito estuviese destripado en medio de mi

salón y yo contemplase nuevamente el número ocho en los intestinos del

animal sacrificado. Mi madre era la persona que estaba más próxima a

mí y murió inesperadamente, ocho días después de la profecía funesta

del viejo arúspice.

A partir del momento en que desbloquee en mi mente el recuerdo del

siniestro vaticinio de la muerte de mi madre, comencé a buscar señales

proféticas en los dibujos que observaba en mis heces. Toda lectura exige

un vocabulario y, evidentemente, una semiótica, sin ambos, el

intérprete, por muy capaz y motivado que esté, no puede trabajar. Tal

vez mi Álbum de heces fuera ya una especie de léxico que había creado

inconscientemente para servir de base a las interpretaciones que ahora

pretendía hacer.

Tardé algún tiempo, para ser exactos, setecientos cincuenta y cinco días,

más de dos años, en poder desarrollar mis poderes espirituales y

librarme de los condicionamientos que me hacían percibir sólo la

realidad palpable y finalmente interpretar aquellas señales que las heces

me proporcionaban. Para lidiar con símbolos y metáforas es precisa

mucha atención y paciencia. Las heces, puedo afirmarlo, son un

criptograma, y yo había descubierto sus códigos de desciframiento. No

voy a detallar aquí los métodos que utilizaba, ni los aspectos semánticos

y hermenéuticos del proceso. Puedo tan sólo decir que el grado de

especificación de la pregunta es un factor ponderable. Consigo hacer

preguntas previas, antes de defecar, e interpretar después las señales

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buscando mi respuesta. Por otro lado, las cuestiones que pueden ser

elucidadas con una simple negación o afirmación facilitan el trabajo.

Logré prever, gracias a este tipo de indagaciones, el éxito de uno de mis

libros y el fracaso de otro. Pero a veces no indagaba nada y usaba el

método incondicional, que consiste en obtener respuestas sin hacer

preguntas. Pude leer en mis heces el presagio de la muerte de un

gobernante, la previsión del desmoronamiento de un edificio de

apartamentos con innumerables víctimas, el augurio de una guerra

étnica. Pero no comentaba el asunto con nadie, pues sin duda dirían que

estaba loco.

Hace poco más de seis meses me di cuenta de que había cambiado el

ritmo de las descargas de la cisterna del váter de mi vecino y enseguida

descubrí la razón. Había vendido el apartamento a una mujer joven, a la

que, una tarde que llegaba a casa, encontré desanimada ante su puerta.

No tenía las llaves y no podía entrar. Me ofrecí para entrar por mi

ventana en su apartamento, si su ventana estaba abierta, y abrirle la

puerta. La tarea exigió algo de contorsionismo por mi parte, pero no fue

difícil.

Me invitó a tomar un café. Se llamaba Anita. Empezamos a hacernos

visitas, nos gustábamos mutuamente, vivíamos solos, ni ella ni yo

teníamos parientes en el mundo, nuestros intereses eran comunes y

parecidas las opiniones que teníamos sobre libros, películas, obras de

teatro. Aunque ella era una persona mística, nunca le hablé de mis

poderes adivinatorios, pues la mierda, entre nosotros, era un tema

tácitamente prohibido; sin duda, ella nunca me dejaría ver sus heces;

cuando uno de los dos iba al cuarto de baño, tomaba siempre la

precaución de pulverizar después el lugar con un desodorante colocado

estratégicamente al lado del lavabo.

Durante diez días, antes de declararle mi amor, interpreté las señales y

descifré las respuestas que mis heces daban a la pregunta que les hacía:

si aquella sería la mujer de mi vida. La respuesta era siempre afirmativa.

Fui a comer con Anita en un restaurante. Como de costumbre, estuvo un

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largo rato leyendo la carta. Ya he dicho que se consideraba una persona

mística y que atribuía a la comida un valor alegórico. Creía en la

existencia de conocimientos que sólo podrían volverse accesibles por

medio de percepciones subjetivas. Como no tenía ningún conocimiento

de los dones que yo poseía, decía que, al contrario que ella, yo sólo me

daba cuenta de lo que me mostraban los sentidos y que los sentidos me

ofrecían sólo una percepción grosera de las cosas. Afirmaba que su

vitalidad, serenidad y alegría de vivir resultaban de su capacidad para

armonizar el mundo físico y el espiritual a través de experiencias

místicas que no me explicaba en que consistían, puesto que yo no las

comprendería. Cuando le pregunté qué papel desempeñaban en ese

proceso los ejercicios aeróbicos, de estiramiento y musculación, que

hacía diariamente, Anita, después de sonreír con superioridad, afirmó

que, como un monje de la Edad Media, yo confundía misticismo con

ascetismo. La verdad es que sus inclinaciones esotéricas aliadas con su

belleza –podría haber sido utilizada como ilustración de la Princesa en un

cuento de hadas- la volvían aún más atrayente.

Fue en el restaurante donde declaré mi amor por Anita. Después fuimos

a mi casa.

Aquella noche hicimos el amor por primera vez. Después, durante

nuestro perezoso descanso, intercalado con palabras cariñosas, me

preguntó si tenía un diccionario de música, pues quería hacer una

consulta. En condiciones normales, yo me levantaría de la cama e iría a

coger el diccionario. Pero Anita, reparando en mi somnolencia, causada

por el vino que tomamos en la cena y por el amor saciado, dijo que

encontraría ella misma el diccionario, que siguiese acostado.

Anita tardó en volver a la habitación. Creo que hasta me adormilé un

poco. Cuando volvió tenía el Álbum de heces en la mano.

¿Qué es esto?, preguntó. Me levanté de la cama de un brincó e intenté

quitárselo de las manos, explicándole que aquello no iba a gustarle, pues

se sentiría ofendida. Anita respondió que ya había leído varias páginas y

que le parecía divertido. Me pidió que le explicase con detalle qué era y

para qué servía aquel dossier.

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Le conté todo y mi narración fue seguida atentamente por Anita, que

consultaba a menudo el Álbum que mantenía entre las manos. Para mi

espanto, no sólo hizo preguntas, sino que además discutió conmigo

sobre mis interpretaciones. Le hablé de mi sorpresa ante su reacción, le

mencioné el hecho de que ella detestaba uno de mis libros, que tiene

una historia referente a las heces, y Anita respondió que el motivo de su

aversión era otro, el comportamiento romántico machista del personaje

masculino. Que todo aquello que le contaba la hacía feliz, pues indicaba

que yo era una persona muy sensible. Aproveché para decirle que un día

me gustaría ver sus heces, pero reaccionó diciendo que nunca lo

permitiría. Sin embargo, no le incomodaría ver las mías.

Durante algún tiempo observamos y analizamos mis heces y discutimos

su fenomenología. Un día estábamos en casa de Anita y me llamó para

que viera sus heces en la taza del váter. Confieso que me emocioné,

sentí nuestro amor fortalecido, la confianza entre los amantes tiene ese

efecto. Desgraciadamente el retrete de Anita era del tipo alto y en forma

de embudo y eso perjudicaba la integridad de las heces que me

mostraba, causando una distorsión exógena que volvía la masa ilegible.

Se lo expliqué a Anita, le dije que para impedir que el problema volviese

a suceder tendría que usar mi taza especial. Anita estuvo conforme y

afirmó que le haría feliz contemplar mis heces y que al mostrarme las

suyas se sentiría más libre, más ligada a mí.

Al día siguiente, Anita defecó en mi cuarto de baño. Sus heces eran de

una extraordinaria riqueza, varias porciones en forma de bastones o

báculos, simétricamente dispuestas, unas al lado de las otras. Nunca

había visto heces con un diseño tan interesante. Entonces descubrí

horrorizado que uno de los bastoncillos estaba todo retorcido, formando

el número ocho, un ocho igual al que había visto en las entrañas del

cabrito sacrificado por el arúspice, el augurio de la muerte de mi madre.

Anita, al notar mi palidez, me preguntó si me sentía bien. Le respondí

que aquella forma significaba que alguien muy ligado a ella iba a morir.

Anita dudó, o fingió dudar, de mi vaticinio. Le conté la historia de mi

madre, le dije que el plazo transcurrido entre la revelación del arúspice y

su muerte había durado ocho días.

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Nadie había tan próximo a Anita como yo. Marcado para morir, tenía que

apresurarme pues quería trasmitirle los secretos de la copromancia,

palabra inexistente en cualquier diccionario y que yo había compuesto

con obvios elementos griegos. Sólo yo, creador solitario de su código y

de su hermenéutica, poseía en el mundo ese don adivinatorio.

Mañana será el octavo día. Estamos en la cama, cansados. Acabo de

preguntarle a Anita si quería hacer el amor. Ella ha contestado que

prefería quedarse quieta a mi lado, con las manos cogidas, en la

oscuridad, oyendo mi respiración.