Y la madre que los parió
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Transcript of Y la madre que los parió
Primera parte:
Flores de colores
I
De tres en tres
Alejandro Valverde atravesó las puertas acristaladas del hospital Virgen del Pino Chico,
se detuvo justo debajo de la célula fotoeléctrica que impedía que volvieran a cerrarse
detrás de él —una costumbre que tenía desde que, de niño, había descubierto que así
lograba incordiar a todos los adultos que había a su alrededor, y que no había permitido
que los años le arrebatasen— y miró a su alrededor con curiosidad, metiéndose debajo
del brazo la cajita metálica envuelta en papel celofán.
La recepción del hospital estaba prácticamente desierta. No le extrañó. Al fin y
al cabo, era sábado, y el enorme reloj que daba al hall el aspecto de una estación de tren
marcaba las once menos cuarto de la noche. La gente, supuso, tenía cosas mucho
mejores que hacer que pasarse un sábado por la noche por el centro hospitalario, y más
teniendo en cuenta que hacía horas que había terminado el horario de visitas; los que
tuvieran que pasar la noche allí acompañando a algún enfermo estarían repartidos por
las plantas, los que hubieran acudido por problemas de salud estarían en la entrada
posterior, la que siempre estaba abarrotada cualquiera que fuera la hora, bajo el cartel
luminoso de “Urgencias”. Además, se dijo, esbozando una sonrisa torcida, no sólo era
sábado: era catorce de febrero. Los que tenían pareja, fuera cual fuese su edad, estarían
haciendo el paripé de celebrar el puñetero “Día de los Enamorados”: una cena, velas,
vino, la promesa de un revolcón con acompañamiento de muchos suspiros y miraditas
empalagosas que distrajesen a sus parejas del verdadero objetivo de la noche, que era
echar un polvo —Idiotas, se dijo. Si sus parejas tienen exactamente el mismo
objetivo…—. Los que no la tuvieran estarían encerrados en casa, fingiendo no sentir
rencor hacia la sociedad que había decretado que los solteros eran seres inferiores que
no tenían derecho a salir en un día tan especial. Y los que se pasasen por el forro lo que
la sociedad dictase… Bien, ésos probablemente estarían buscando el mismo objetivo
que las parejitas, pero sin molestarse con las velas, el vino y las miraditas empalagosas.
Sólo había dos cosas que se pudieran hacer la noche del catorce de febrero:
follar, o fingir que no te importaba no follar. Y hacía mucho tiempo que Alejandro
Valverde había decidido no hacer ninguna de las dos.
—Ah, ¿es catorce de febrero? —comentaba cuando alguien señalaba la fecha—.
Vale. ¿Nos vamos de cañas…?
Exactamente lo mismo que hacía cuando encontraba una célula fotoeléctrica:
fingir que no la había visto para incordiar lo más posible a los que lo rodeaban.
—¡Esa puerta! —exclamó el guardia de seguridad que se acodaba en el
mostrador de recepción, sin molestarse en mirar en su dirección. Alejandro sonrió, se
permitió el lujo de permanecer inmóvil un par de segundos más, y después echó a andar
hacia el interior del hospital, permitiendo que la puerta se cerrase a sus espaldas con un
chirrido que hablaba muy mal del equipo de mantenimiento del centro sanitario.
Detrás del mostrador de recepción se sentaba una mujer joven, tal vez en los
últimos años de la veintena, que agitaba los apretados rizos rubios en una furiosa
negativa dirigida hacia otra mujer que se inclinaba hacia ella desde el otro lado del
mostrador. Alejandro se acercó lentamente, aguzando el oído mientras estudiaba con
curiosidad la figura inclinada sobre el mueble.
—…dejar que esté solo en estas circunstancias, ¿me oye? —siseaba la mujer,
que parecía recién salida de una road movie de bajo presupuesto: un vestido largo y de
tantos colores que daría envidia al arco iris mejor dibujado en el horizonte, unas botas
de cuero marrón tan traqueteadas que habían alcanzado un desvaído tono más parecido
al beige que al del cuero original, una chaqueta de punto demasiado grande para ella,
con las mangas arremangadas y deformada en la espalda y los codos de tanto uso, una
melena negra cuyos rizos llegaban casi hasta el final de su espalda. Sólo le faltaba la
guitarra para parecer un anacronismo en sí misma, o una extra de alguna serie de
televisión ambientada en los años sesenta.
—Ya le he dicho que el horario de visitas es de nueve a veintiuna horas —dijo la
recepcionista, impaciente—. Y usted no es familia directa del enfermo, por lo que me ha
explicado hace…
—Es mi hermano —replicó la mujer. Tenía una voz agradable, grave y cálida,
que hizo enarcar una ceja a Alejandro.
—¿Legalmente? —inquirió la recepcionista con una mueca.
—Eh… No —reconoció la mujer a regañadientes—. Pero…
—Mire, usted puede ser todo lo amiga de ese tío que quiera, pero a estas horas
no puedo dejarla pasar a visitarlo. Y mucho menos si no es familia directa, por muy
“hermanos” que sean ante los ojos de Mamá Naturaleza. Y mucho menos —añadió,
cortando la réplica de la mujer— si su “hermano” ha ingresado en Urgencias. Estarán
tratándolo. O haciéndole análisis. O estará en quirófano. —Se encogió de hombros—.
Pruebe a preguntar en el mostrador de Urgencias, pero ya le digo que no van a dejarla
verlo mientras…
—¡Pero es que no puedo dejarlo solo! —exclamó la mujer, desesperada—. Soy
la única de la… de la “familia” que todavía tiene… Eh… Bueno —murmuró—,
documentación. Y… Y su familia legal no sabe que está aquí, y nosotros no podemos
ponernos en contacto con ellos, y y y y es mi amigo —finalizó, ansiosa—. Si dice que le
están… bueno…
—Venga, Cris, no seas borde —intervino el guardia de seguridad, que seguía
acodado en el mostrador como si fuera la barra de un bar—. Está claro que el tío es su…
“hermano” —sonrió—, y que su… “familia”, la ha enviado a ella a acompañarle. A
nadie le gusta estar enfermo y solo.
La tal Cris le lanzó una mirada fulminante. —Ya. Y luego tú le explicas a
Martínez-Fajardo por qué he dejado que aquí Lluvia de Pétalos pulule por el hospital en
plena noche, cuando va en contra de todas las normas de…
—Me llamo Isabel —gruñó la mujer del vestido largo. Cris, la recepcionista, y el
guardia de seguridad se volvieron hacia ella, sorprendidos.
—¿En serio? —Cris enarcó una ceja—. Le pega más Flor de Lis. O Arco Iris
Deslumbrante.
—O Nube Alta —aportó el guardia, sonriente—. Venga, Cris —insistió,
mirando a la recepcionista—. No seas rancia, mujer. Llama a los de Urgencias y
pregúntales si…
—De eso nada —gruñó Cris, cruzando los brazos sobre el pecho. El de
seguridad chasqueó la lengua.
—No sé qué os pasa hoy a todas, que lleváis un día que es para mandaros a casa
con una baja por mala hostia contagiosa —resopló—. Martínez-Fajardo debería haber
amenazado a Monteferro con despedirlo si se casaba, coño. Que parece que la única que
está contenta con esa puta boda es Marga, la de Obstetricia. Y Ana, claro, pero es que a
ellas ni les va ni les viene el puto Monteferro de los cojones.
—No me hagas hablar —gruñó Cris, apretando los labios. Alejandro tuvo que
hacer verdaderos esfuerzos para no echarse a reír al ver el evidente despecho de la
expresión de la recepcionista. Vaya con el amigo de Ayusín, rió para sus adentros. Sabía
que Carlos Monteferro tenía éxito con las mujeres, pero no había imaginado que tendría
a todo el hospital revolucionado con su idea de casarse. Revolucionado en el mal
sentido, por lo que podía ver en las caras de Cris y del guardia de seguridad, que parecía
mucho menos contento después de darse cuenta de que esa boda no iba a dejarles vía
libre al resto de los hombres del centro sanitario.
—Mira que estás borde, ¿eh? —rezongó el guardia, separándose del mostrador
con expresión de fastidio—. Está bien. Yo llevaré a Cielo Estrellado a Urgencias, a ver
si…
—Isabel —corrigió la mujer del vestido floreado en un murmullo.
—Lo que sea. A ver si allí le dicen qué ha sido de su hermano de sangre —gruñó
el de seguridad.
—Eh… Gracias —dijo Isabel, volviéndose para dirigirle una sonrisa agradecida.
Alejandro enarcó una ceja al ver su rostro por primera vez. Va-aya, silbó para sus
adentros. La mujer era mucho más joven de lo que había imaginado en un principio, tal
vez tendría veinticuatro o veinticinco años. La nariz recta y los labios gruesos dotaban
de personalidad a una cara de forma redondeada y rasgos suaves, dominados por unos
ojos verdes de forma exóticamente almendrada. Y el conjunto, enmarcado por el
alborotado conjunto de rizos negros, resultaba impresionante. Alejandro contuvo el
aliento cuando esos ojos se posaron brevemente en él—. Disculpe —dijo, esquivándolo
hábilmente para acercarse al guardia.
—Lo siento —murmuró él, dando un paso a un lado para permitirle pasar. Ella
le sonrió, ausente.
—¡Coño! ¡Valverde! —exclamó el guardia, señalándolo con el dedo y abriendo
mucho los ojos, asombrado como si hubiera visto al mismísimo Buda reencarnado—.
¡Soy socio de tu equipo desde que nací, tío, yo…!
—Eh… ¿Gracias? —preguntó Alejandro, cohibido. Le sonrió débilmente antes
de volverse hacia Cris—. Esto… Vengo a visitar a unos amigos —murmuró. Cris le
dirigió una mirada calculadora, y finalmente esbozó una amplia sonrisa y se inclinó
hacia delante para acercarse más a él.
Ivar se incorporó encima de Elena, luchando por deshacerse del aturdimiento que le
había dejado la mente en blanco durante unos segundos interminables. La miró
fijamente, sin saber muy bien qué decir. Elena le sostuvo la mirada, con una sonrisa
vacilante en los labios. Al cabo de un instante, Ivar sacudió la cabeza, cerró los ojos,
tomó aire y volvió a mirarla. La sonrisa de Elena había desaparecido, sustituida por un
gesto de preocupación.
—¿Estás segura? —preguntó en voz baja. Ella se encogió de hombros debajo de
él y volvió a sonreír, titubeante.
—Eh… No —reconoció, y se mordió el labio—. Pero… Pero tengo un… un
retraso. Y yo nunca me retraso. Y…
—¿Cuánto? —preguntó Ivar. Elena hizo una mueca.
—Uh… tres semanas —murmuró ella, apartando la mirada—. Bueno… la
última… la última vez fue en la boda de mi hermano… Eh… —Calló, y torció la cabeza
hacia un lado para no encontrarse con la mirada absorta de Ivar.
—Tu hermano se casó en diciembre —dijo él, tratando por todos los medios de
controlar la voz y mantenerla en un tono sosegado que no reflejase el repentino acelerón
que había dado su corazón dentro de su caja torácica.
—Sí —contestó Elena en un murmullo—. Sí, eh… el veinte de diciembre.
—Hoy es catorce de febrero —siguió Ivar lentamente. Ella asintió, todavía sin
mirarlo.
—Bueno, yo… Vale —confesó, en voz tan baja que Ivar sólo la oyó porque la
casa estaba completamente en silencio—, son más de tres semanas. Pero… Bueno, eh…
—No la has tenido desde antes de que yo llegase a España —dijo Ivar
innecesariamente. Elena negó con la cabeza.
—No —musitó. Parecía asustada.
—Vale. —Ivar se impulsó con las manos sobre el colchón, a ambos lados del
cuerpo de Elena, y se incorporó tan rápidamente que ya estaba de pie antes de que ella
tuviera tiempo de poner cara de sorpresa. Comenzó a abrocharse la camisa rápidamente,
se arrancó la corbata arrugada y la dejó sobre la cama mientras se metía los faldones de
la camisa en los pantalones del traje, y buscó con la mirada sus zapatos. Uno de ellos
asomaba bajo la cama, como suplicando ayuda antes de ser arrastrado hasta las
profundidades ignotas que había debajo del mueble. El otro, según pudo comprobar un
instante después, había acabado montándose su propia fiesta con uno de los zapatos de
Elena, imitando lo que sus dueños habían estado dispuestos a hacer hasta un minuto
antes.
—¿A dónde vas? —inquirió Elena, sentándose en la cama y mirándolo con los
ojos muy abiertos y una expresión aterrada pintada en el rostro. Ivar rescató su zapato
de las garras del de ella y se lo puso a toda prisa. Después la miró, se forzó a esbozar
una sonrisa y se inclinó para besarla suavemente en los labios.
—Ahora vuelvo. Si no recuerdo mal, hay una farmacia de veinticuatro horas a
dos manzanas de aquí…
—Sí —contestó ella, que parecía incapaz de moverse de donde se encontraba,
sentada sobre la colcha con las piernas estiradas—. Pero… pero Ivar —murmuró—, ¿no
crees que ya es un poco tarde para… para empezar a tomar precauciones cuando…
cuando…? —preguntó con timidez. Ivar la miró, enarcó una ceja y volvió a sonreír.
—No es eso lo que voy a comprar —respondió antes de dirigirse a toda prisa
hacia la puerta, cogiendo al pasar el abrigo y poniéndoselo mientras salía de la casa en
penumbra de Elena.
Carlos echó un vistazo a la cafetería del hospital, tan vacía como de costumbre, y eligió
una mesa cerca de la puerta y más cerca aun del reservado de camareros. Se dejó caer en
la incómoda silla de plástico y torció el gesto al escuchar cómo el metal de las patas
crujía bajo el peso de su cuerpo, como si se lamentara por tener que trabajar después de
tanto tiempo de inactividad. Ignorando obstinadamente a Javier, paseó la mirada por las
paredes que en algún momento debían haber sido blancas, pero que ahora tenían ese
color indefinido entre crema y amarillento propiciado por un presupuesto más que
ajustado, un sistema de extracción muy pobre y decenas de comidas grasientas servidas
un día tras otro, ignorando todas las reglas de la dieta mediterránea. Cuando el camarero
se acercó con gesto hosco, arrastrando los pies como si atender su mesa fuera un
esfuerzo comparable con alcanzar la cumbre del K12, pidió un café solo y miró por fin a
su acompañante.
—Me sigues debiendo tres cubatas, que conste —gruñó, apartándose el pelo de
los ojos.
—Pues pídetelos —replicó Javier secamente.
—No tengo ganas —masculló—. La cafeína me va a mantener despierto, y
quiero estar despierto para que me expliques un par de cositas. Tres cositas, para ser
exactos.
Javier suspiró y esquivó su mirada. —¿Qué quieres que te explique? —preguntó
sin mirarlo—. Ya lo has visto, es mi trillizo —añadió encogiéndose de hombros—.
La… oveja negra de la familia, por así decirlo —añadió de pasada.
—La oveja negra, ¿eh? —sonrió Carlos con expresión irónica—. Sé un poco de
eso.
—Sí, bueno. Nadie es tan oveja negra como tú, tío —gruñó.
Carlos se encogió de hombros y tomó un sorbo de café que atacó sus papilas
gustativas, quemó su garganta y cayó como una piedra en su estómago aún sensible por
el cargamento de alcohol que se había metido entre pecho y espalda la noche anterior.
Lamentó casi al instante no haberse pedido el cubata, aunque las botellas polvorientas
que descansaban sobre la estantería le daban casi tan poca confianza como la oxidada
cafetera que mostraba orgullosa sus vaporizadores de un color blanco amarillento más
que sospechoso. Miró al cachorro, que estaba totalmente absorto en la gelatina cremosa
que coronaba su café con leche, y se inclinó hacia él con curiosidad.
—Bueno, y dime, ¿qué ha hecho tu clon para ser la oveja negra? ¿Es del
Salserona? —preguntó en un susurro confidencial. Javier esbozó una sonrisa carente de
humor y negó con la cabeza, sin alzar la vista hacia él—. ¿Entonces? —insistió Carlos,
cada vez más curioso.
Javier suspiró, alzó la vista como si la respuesta estuviera escrita en los
grasientos halógenos del techo, y se encogió de hombros.
—Es bastante… independiente —dijo al fin.
—Independiente. Ya —rezongó Carlos—. Y conociendo a Carmen eso debe ser
para ella como una patada en la espinilla, ¿no? —rió—. Pero vamos, que de ahí a oveja
negra hay un mundo. Te lo digo yo—añadió en tono crítico.
—No, no es sólo eso. Fernando es… muy rarito —dijo volviendo a mirar la taza,
como si no tuviera intención de añadir nada más.
Carlos enarcó las cejas. —Vamos, no me jodas—exclamó, echándose hacia atrás
en la silla, que protestó una vez más por el trato vejatorio al que estaba siendo
sometida—. Rarito, ¿eh? Vaya, quién lo iba a decir —murmuró como si hablara para sí
mismo—. Bueno, coño, pero tampoco es para… Joder, que estamos en el siglo
veintiuno, tío. Que tu madre puede tener hasta otra boda y todo.
—¿De qué hablas, tío? —preguntó Ayuso en tono ofendido, alzando la vista
hacia él.
—Joder, has dicho “rarito” y…
—Hippie, coño. Mi hermano es un hippie. Vive en una puta comuna —lo
interrumpió con un gruñido seco.
Carlos lo miró atónito. —¿Hippie? —preguntó, abriendo los ojos de par en
par—. ¿De ésos del amor libre? —Javier asintió y Carlos soltó una carcajada—. Coño,
por fin un Ayuso que no me va a joder con sus chorradas sentimentales. Aleluya —
exclamó, alzando los brazos al cielo como si fuera a arrancarse con un Gospel.
—Muy gracioso, hombre, muy gracioso —rezongó el cachorro—. Pues cuando
se largó de casa para irse a la puta comuna a mi madre casi le dio un infarto, que lo
sepas —masculló, aferrando la taza de café como si fuera el cuello del hermano
díscolo—. Ya sabes cómo es…
—Ya sé, ya —sonrió Carlos—. Pero también sé cómo eres tú, y estoy seguro de
que seguías viéndolo aun a espaldas de la madre indignada —añadió con una sonrisa
burlona.
Ayuso le devolvió la sonrisa. —Elena y yo. Aunque muy de tarde en tarde, y en
secreto —aclaró—. Al fin y al cabo es nuestro hermano. —Chasqueó la lengua—. Si se
entera mi madre, le va a dar algo. Cuando se fue nos dijo que se moriría de vergüenza si
la gente supiera que tenía un hijo melenudo que vivía con un montón de guarras y de
hijos que blablabla —se encogió de hombros—. Ya sabes…
Carlos sacudió la cabeza, intentando asimilar que no había dos Ayusos, sino tres.
—Increíble —murmuró—. Bueno, pues vamos a ver qué le pasa a tu clon, ¿no?
—Pero ha entrado en Urgencias, y… —empezó Javier.
Carlos frunció el ceño. —Claro, y como no somos médicos, ni familia, ni nada,
no nos van a dejar pasar. —Se palmeó la frente en un gesto de fingida sorpresa y lo
miró con expresión irónica—. Ah, coño. Espera. Pero si yo trabajo aquí y tu eres su
hermano —dijo burlón. Ayuso le dedicó una mirada letal que él ignoró alegremente. Se
puso en pie y lo miró expectante—. ¿Vamos?
Javier suspiró, posó las manos en la mesita y se levantó a regañadientes, mirando
a Carlos con gesto crítico. —Tú esto lo estás haciendo por pura curiosidad morbosa,
¿no? —masculló.
—¿Quién, yo? —replicó Carlos con un tono ofendido que desmentía por
completo su sonrisa burlona.
Javier sacudió la cabeza y lo siguió resignado a través de la puerta que llevaba al
campo de batalla de Urgencias. Cuando la marabunta de gritos airados, quejidos,
protestas y lamentos los asaltó, dio un paso atrás empujado por su ataque; Carlos,
mucho más acostumbrado a esas incursiones, lo aferró por la muñeca y lo arrastró con
determinación hacia la zona de mostradores esquivando familiares rabiosos, pacientes
resignados y médicos y enfermeras histéricos que corrían como hormigas ajetreadas.
Esquivó por los pelos una carpeta que volaba por el aire y se inclinó hacia un lado
driblando a una señora gorda con peinado de loro que exigía ver a su madre o que bajara
el director médico o el mismísimo Cristo Reencarnado.
Abriéndose paso como un jugador de rugby hacia la línea de las cien yardas,
alcanzó a ver la abarrotada recepción, cuando su radar le hizo desviar la vista hacia una
figura situada junto al Paco, el guardia jurado de la entrada.
Ñam.
La nena vestía como si acabara de escaparse de un musical de los sesenta, con
un vestido y una chaqueta que a duras penas dejaban ver su cuerpo, pero aun así esos
ojos y esa boca bien merecían una segunda mirada. Arrastró al cachorro hacia el lugar
donde apuntaba su bien afinado sonar y sintió de inmediato un tirón en la mano que aún
aferraba su muñeca.
—Tío, que acabas de casarte —masculló Ayuso en tono crítico.
Carlos lo miró con un odio cerval. —No me toques los cojones, cachorro —
gruñó—. Además —sonrió, recuperando su buen humor al echar un vistazo rápido a la
muñequita morena—, soy médico. Llevo lo del buen samaritano en las venas. Y puedo
ayudaros a los dos. —Lo pensó un instante—. A entrar en urgencias, ¿eh? —aclaró
innecesariamente —. De lo otro te encargas tú solo, si eso.
Ayuso puso los ojos en blanco, soltó un bufido exasperado y volvió a tirar de la
muñeca de Carlos sin ningún éxito. Provocando la ira de decenas de figuras airadas que
esperaban con mayor o menor grado de impaciencia a ser atendidos por las cabreadas
enfermeras, se abrió paso hasta su objetivo con su mejor sonrisa de conquistador
pintada en el rostro.
—Hola, Paco —saludó alegremente—. ¿Algún problema?
Paco lo miró sorprendido. —¿Carlos? ¿No te casabas hoy?
—Eso decían —rezongó Carlos—. Pero no debes fiarte de lo que dicen —añadió
rápidamente, mirando a la morenita de reojo para asegurarse de que no había oído las
palabras malditas—. Y si no estuvieras tan entretenido intentando echarle los tejos a
Cris me habrías visto entrar antes.
—Coño, pues no te vi, no —murmuró Paco, confundido—. Claro que, total, para
el caso que me estaba haciendo… Que tienes a todo el personal femenino de Hospital
con un mosqueo del quince, tío —rió entre dientes.
—¿En serio? —preguntó Carlos, enarcando las cejas con expresión burlona—.
Bueno es saberlo —dijo para sí mismo, esbozando una sonrisa lasciva. Sacudió la
cabeza, y se apartó el pelo de la frente—. Oye, ¿puedo ayudaros?
Paco lo miró como si acabara de abrir las puertas del cielo frente a él. —Pues
ahora que lo dices. Mira, ésta es Flor de Loto —presentó.
—Isabel —lo corrigió la chica con expresión hastiada.
—Lo que sea —replicó Paco—. El caso es que tiene un amigo ingresado en
Urgencias y, como no puede demostrar que es familiar suyo, pues ninguna de estas
lobas furiosas la deja pasar a verlo o a hablar con los médicos —explicó.
Las piezas encajaron en la cabeza de Carlos con un crujido que le arrancó una
sonrisa espontánea. La nena parecía el máximo exponente del “Flower Power”, y el
cachorro había dicho que su hermano era un hippie que vivía en una comuna. Así que
no iba a ser tan difícil ayudarlos a los dos al mismo tiempo, al fin y al cabo. Se volvió
hacia la chica y le dedicó su sonrisa más amable.
—Hola, nena. Soy Carlos —se presentó—. Tu amigo por casualidad no será…
—Lo pensó un instante y, sonriendo malignamente, se apartó para empujar a Ayuso
frente a él— …como éste, ¿verdad? —añadió sonriente.
La chica abrió los ojos de par en par, y casi al instante se abalanzó hacia el
cuello de Javier, que agitó los brazos a sus costados sin saber muy bien en qué lugar
poco comprometido iba a poner las manos.
—¡Trueno! ¿Cómo estás? —Ella se apartó y lo miró con el ceño fruncido—.
¿Por qué te han cortado el pelo? Y… ¿qué haces vestido así? —preguntó, confusa.
—Eh… Yo…—balbuceó Ayuso, totalmente fuera de juego—. ¿Trueno?
Carlos soltó una carcajada. —Te está confundiendo con tu clon, chaval —rió.
—Eh, no, no. Yo soy Javier —explicó aceleradamente, librándose de las manos
de la chica, que aún sostenían sus hombros—. Javier —repitió—. Tú debes conocer a
mi hermano Fernando.
—¿Hermano? ¿Trueno tiene un hermano? —inquirió la chica, sorprendida.
—No, nena. Es que son idénticos porque son un experimento genético —
intervino Carlos. Lo pensó un segundo, y miró a Javier con gesto crítico—. Oye, tú
estás seguro de que Carmen es tu madre, ¿no?
—Vete a la mierda, Carlos —rezongó Ayuso—. ¿No ibas a ver si podíamos…?
Carlos alzó una mano pidiendo paz. —Sí, sí, sí, ya voy, ya voy —le dio la
espalda y se volvió de nuevo hacia la chica—. Isabel, ¿no? —ella asintió—. Vale,
Isabel. Voy a ver si puedo enterarme de qué le pasa al chico, ¿de acuerdo? Y a ver si me
dejan que lo veas. Es tu… —dejó la frase colgando el aire, esperando que la chica lo
recogiera.
—Mi hermano —respondió ella al instante. Al ver que Carlos la miraba con
incredulidad, suspiró—. Estoy en su comuna —explicó reticente.
—Ah, vale, genial —sonrió Carlos—. Pues vamos a ver si puedes ver a tu
“hermano”.
—Muchísimas gracias, de verdad. Nadie me decía nada, y yo…
—No me des las gracias, nena. Estamos para ayudar —dijo en tono profesional.
Amplió su sonrisa y se inclinó hacia ella—. Pero si de verdad quieres agradecérmelo,
podíamos tomar un café luego —sugirió.
Ella lo pensó un segundo, y al instante le devolvió la sonrisa. —Claro. Sólo que
yo no tomo café —añadió como si acabara de recordarlo—. Pero aceptaría un té blanco.
—Lo que quieras, nena. Si es por el placer de tu compañía, hasta te llevo a
comer ostras —sonrió Carlos—. Sobre todo ostras —añadió con un guiño malicioso.
Le temblaban tanto las manos que no era capaz de abrir el envoltorio de plástico. Dio un
tirón, luego otro, y finalmente lo rasgó con tanta violencia que el artefacto de plástico
que contenía dio un salto mortal digno de una medalla de oro olímpica y cayó rebotando
sobre la alfombra. Nervioso, Ivar se agachó para recogerlo, y su cabeza chocó contra la
de Elena, que también se había inclinado hacia el aparatito.
—Lo siento —murmuraron ambos a la vez. Sus manos vacilaron sobre la
alfombra, y finalmente fue la de Ivar la que se hizo con el cacharrito y lo recogió.
Enderezándose lentamente, lo miró sin verlo, y tuvo que parpadear para que su mente
empezase a registrar los detalles del chisme con aspecto de bolígrafo de diseño cruzado
con termómetro digital que se burlaba de él desde la palma de su mano.
—Eh… Eh… Tienes que… ya sabes —dijo, sin atreverse a levantar la mirada
hacia Elena. Le tendió el aparato y lo que, de ser realmente un bolígrafo, habría sido el
capuchón.
—Ya lo sé —contestó ella con un hilo de voz. Lo cogió; también a ella le
temblaban las manos, tanto que estuvo a punto de dejarlo caer de nuevo al suelo.
—En el… o sea, ahí —insistió Ivar, señalando la punta del supuesto bolígrafo.
Nunca un chisme de aspecto tan inocuo le había asustado tanto. Y a Elena, a juzgar por
su expresión a medio camino entre el terror y el ataque de histeria.
—Ya lo sé —repitió ella.
—Ahí. —Ivar posó un dedo sobre la punta del cacharro.
—¡Ya lo sé! —exclamó ella, nerviosa—. ¡Ya lo sé, joder! ¡Nos hemos leído las
instrucciones veinte veces! ¡Me sé los putos dibujitos de memoria!
—Lo siento —murmuró él, apartándose un paso de ella. Elena suspiró y apretó
los dedos alrededor del chisme.
—Lo siento —rezongó—. Lo que no sé es cómo coño me las voy a apañar para
acertar. Joder, parece el puto examen de ingreso para el Cuerpo Nacional de Trapecistas
y Contorsionistas…
—¿Eh? —preguntó Ivar, despistado. Elena puso cara de fastidio.
—Hay cosas que las chicas hacemos sentadas —explicó bruscamente,
dirigiéndose hacia la puerta del cuarto de baño—. Tú me dirás cómo se supone que voy
a acertar con el… el… en… ahí —gruñó. Ivar se mordió el labio.
—¿Quieres que… eh… te ayudo?
Elena le dirigió una mirada fulminante. —Sí, hombre. Pues lo que me faltaba,
que me sujetases el palito mientras yo hago equilibrios encima del báter con el culo en
pompa —masculló—. Mi dignidad, a tomar por saco.
Cerró la puerta del baño. Ivar oyó cómo corría el cerrojo con la misma
brusquedad, y se lamió los labios, indeciso, mirando fijamente la puerta cerrada.
Un segundo después empezó a pasearse por la habitación, dando vueltas y más
vueltas alrededor de la cama. Llegaba a la pared, la miraba, giraba sobre sus talones y
recorría una vez más el camino en sentido inverso. Llegaba a la puerta del baño, se
detenía, esperaba, y volvía a girar sobre sí mismo, nervioso, para dirigirse hacia la pared
opuesta.
Los minutos se le hicieron interminables como semanas, como meses incluso.
Miró el reloj. Cinco. Diez… Veinte. Se apoyó sobre la hoja de madera y escuchó,
tratando de no hacer ruido para que Elena no supiera que estaba con la oreja pegada a la
puerta.
Nada.
—Eh… ¿Lena? —preguntó, titubeante—. ¿Estás…?
La puerta se abrió tan bruscamente que tuvo que saltar hacia atrás para no
desplomarse en el suelo alicatado en azul. Elena lo miraba con una expresión
desesperada pintada en los rasgos.
—No puedo —gimoteó, retorciéndose los dedos de puro nerviosismo—. No soy
capaz de… de… Eh…
Ivar se mordió el labio y, siguiendo un impulso, dio un paso hacia delante y la
abrazó. Ella forcejeó un instante y finalmente se quedó laxa entre sus brazos, apoyando
la mejilla sobre su hombro.
—Vale —murmuró Ivar, acariciando su espalda mientras pensaba furiosamente
en qué hacer—. Vale —repitió—. Eh… No hay ninguna prisa, Lena, puedes… Puedes
esperar a que te entren ganas, o…
—Tengo ganas —gimió ella contra su hombro—. Pero no puedo… no puedo…
Ivar asintió para sí. —De acuerdo —repitió. La apartó suavemente, posó un beso
en su frente y dejó que sus manos resbalasen desde sus hombros, recorriendo la longitud
de sus brazos, hasta alcanzar el borde inferior de la camiseta que había sustituido al
vestido manchado de la sangre de su cuñada. Tironeó de la prenda y, antes de que Elena
pudiera protestar, la obligó a subir los brazos y se la sacó por encima de la cabeza.
—¿Qué haces? —inquirió ella cuando él empezó a trastear con el broche de
sujetador.
—Relajarte —contestó Ivar. Sonrió al ver su ceño fruncido—. Antes de que
preguntes, sólo voy a meterte en la bañera.
—Oh —musitó ella, dejándose desabrochar los vaqueros sin hacer ningún
movimiento para impedírselo. Ivar se agachó, deslizando los pantalones y la ropa
interior de Elena por sus piernas hasta que su ropa quedó arrugada alrededor de sus
tobillos. Se enderezó, abrió el grifo del agua caliente y la condujo hasta la bañera. Ella
se dejó llevar mansamente hasta quedar bajo el chorro de agua, que cayó sobre su
cabeza, empapando el pelo castaño y el rostro ausente, y formó riachuelos que corrieron
por su piel desnuda hasta llegar al suelo de la bañera. Ivar se desnudó rápidamente,
entró en la bañera y corrió la mampara; abrazó a Elena de nuevo y cerró los ojos, y la
acunó bajo la cascada de agua caliente hasta que ella suspiró, rodeó su cintura con los
brazos, apoyó la cabeza en su pecho y cerró también los ojos.
El dolor había cesado un poco, pero aún se sentía como si sus entrañas fueran algodón
de azúcar, girando en torno al eje de su cuerpo, retorciéndose y enredándose en su
interior en una maraña desordenada. Pero aun así, fuera lo que fuera lo que le había
dado el personal de Urgencias había hecho su trabajo mejor que bien. Si pudiera
conseguir un par de dosis de lo que quiera que la enfermera hubiera inyectado en la
bolsa de suero que colgaba aburrida de su gancho, conectada a su muñeca por una aguja
sujeta precariamente con esparadrapo, Murciélago lo iba a proponer para el Premio
Nobel de la Paz. A lo mejor si hablaba con una de las enfermeras…
Un calambre le recorrió el vientre; rechinó los dientes con fuerza para no dejar
escapar el grito que amenazó con salir de sus labios. Se llevó la mano libre de vías a la
frente y el miedo lo recorrió en forma de escalofrío helado al sentir la piel húmeda y
febril, que quemaba al contraste con sus dedos helados. Posible peritonitis, había dicho
el tipo que vino en la ambulancia. Y a partir de ahí su mundo se había convertido en una
mancha borrosa de rostros preocupados, de gritos incomprensibles y de imágenes que se
movían a toda velocidad mientras su cerebro se obstinaba en concentrarse sólo en el
dolor que le atenazaba desde la cintura hasta la ingle.
Con lo sano que has sido siempre, hombre, pensó, soltando una carcajada breve
y carente de humor que le arrancó una tos seca. Y ahora vas a terminar en el hospital
para que te abran en canal y te saquen un trozo. Y aun encima te tropiezas con tu
hermano, el Niño Maravilla. Javier. Intentó recordar cuándo había sido la última vez
que se habían visto, pero su memoria no andaba precisamente muy fina. De hecho, todo
su cerebro se había convertido en una especie de pulpa suave y embobada incapaz de
seguir el proceso mental más sencillo. La habitación era una mancha borrosa a su
alrededor, no porque no pudiera verla, sino porque su mente era incapaz de procesar
adecuadamente la información que atravesaba su retina. Cerró los párpados y suspiró,
dejándose llevar por la calma en que lo habían sumido los calmantes. Un minuto, o
quizá diez horas después, lo sobresaltó un ruido en la puerta.
Abrió los ojos esperando encontrarse a un médico que viniera por fin a
explicarle qué le estaba pasando, pero lo que vio a cambio fue a un tío tan alto como el
Himalaya mirándolo con una expresión entre curiosa y burlona.
—¿Qué tal, chaval? —preguntó con una sonrisa que decía bien a las claras que
su propietario estaba mucho más acostumbrado al sarcasmo que a la amabilidad.
Fernando abrió los ojos para responder, pero lo único que salió de sus labios resecos fue
un graznido incomprensible. El tipo amplió su sonrisa—. Ya, no me lo digas. Hecho
una puta mierda —comentó distraídamente, echando un vistazo al informe que
descansaba a los pies de su cama—. Peritonitis, ¿eh? Bueno, tú tranquilo. Un rato en
quirófano y como nuevo. Esto es tan rutinario que hasta los imbéciles de aquí son
capaces de hacerlo con los ojos cerrados.
—¿Imbéciles? —acertó a preguntar Fernando, intentando averiguar sin mucho
éxito quién demonios era ese tío vestido de vaqueros que se paseaba por la habitación
como si todo el hospital fuera suyo.
El hombre se acercó a la cabecera de su cama riendo entre dientes. —Sí, bueno.
Quién dice imbéciles dice “entregados profesionales de la medicina” —replicó,
confirmando su impresión inicial acerca de la ironía que aparecía en su rostro. Lo miró
con un brillo malicioso en sus ojos verdes, y sacudió la cabeza con incredulidad—.
Coño, es que sois igualitos —murmuró—. Bueno, mira: soy Carlos. Trabajo aquí y he
venido a traerte un par de visitas, si te sientes con fuerzas para verlos.
—¿Visitas? —preguntó Fernando, demasiado confuso para intentar seguir la
cháchara inacabable del tipo, que chascó la lengua con aire reprobador.
—Joder, espero que sean los calmantes, chico, y no que tu clon se ha llevado
todo el cerebro de la familia —rezongó—. Sí, coño. Visitas: tu hermano y una
preciosidad morena vestida de Arco Iris.
—¿Javier? ¿Javier está aquí?
—Sí, coño, Javier —frunció el ceño—. ¿O es que hay más hermanos de los que
no sé nada? —preguntó con expresión agobiada.
Fernando sonrió débilmente y sacudió la cabeza a modo de negación. Su cerebro
bailó dentro de su cráneo como si fuera un jueguecito de ésos que venían con los botes
de Novilla; de ésos de colocar la bolita en el agujerito perforado en el cartón, que a sus
hermanos les parecían tan fáciles y que él, fruto de un reparto genético cuanto menos
insultante, no había sido capaz de dominar jamás.
El tipo, al que Fernando había conseguido por fin clasificar como médico, dejó
escapar el aire en un suspiro de alivio. —Me dejas mucho más tranquilo. Ni siquiera yo
creo que el mundo se merezca otro Ayuso más —dijo en tono crítico, aunque incluso
desde su bruma analgésica Fernando se dio cuenta de que había afecto escondido entre
los puñales de su ironía. Sonrió—. Vale, mira: voy a dejar pasar a tu hermano un rato, y
después a la nena. Si las enfermeras te encuentran aquí con más de una visita a la vez se
van a hacer un collar con mis huevos, y créeme, ya están convencidas de tener bastantes
motivos, no vamos a darles uno más, ¿eh?
—No, claro —respondió, confuso.
—Buen chico —dijo con un tono tan similar al que se emplearía para felicitar a
un cachorro que Fernando tuvo ganas de levantarse de su lecho de dolor, olvidar su
natural pacifismo y decirle cuatro cosas. En su lugar, se limitó a seguir sonriéndole. El
tipo le palmeó el hombro, y se dirigió hacia la puerta—. Vale. Voy a ver si encuentro al
médico que te va a hacer el zurcido, para asegurarme de que no se equivoca un palmo al
cortar. No vaya a ser que te parezcas a tu hermano y perdamos un Patrimonio de la
Humanidad, o algo —añadió casi para sí mismo, antes de salir por la puerta.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada una vez más y se dejó arrastrar
por el sopor inducido por los medicamentos, a pesar de que sabía que no tardarían en
volver a interrumpir su letargo.
—Tienes un aspecto horrible —dijo una voz junto a su cama, intentando
aparentar despreocupada.
Fernando se volvió hacia esa voz que conocía muy bien. —Pues tú tampoco
estás como para una recepción, tío —masculló, echando una mirada a su traje. Javier se
encogió de hombros y arrastró una silla junto a su cama. El traje sería un asco, pero su
hermano tenía buen aspecto. Incluso parecía relajado, hasta feliz—. Hacía mucho que
no te veía.
—Sí, desde que volviste de Guadalajara —respondió Javier, esquivando su
mirada—. Pero es que ni te imaginas el año que he tenido. Por cierto —añadió de
pasada—, eres tío.
Fernando enarcó las cejas con incredulidad.
—¿Tío? —Frunció el ceño—. ¿Son…?
—Tres niñas, sí. La maldición familiar —sonrió Javier—. Han nacido hace nada,
en la boda de un amigo. De ahí esto —añadió, sujetando las solapas del traje con dos
dedos.
¿En la boda de…? Y después seré yo el rarito de la familia. Miró a su hermano
y vio la sonrisa pintada en su rostro. Esa sonrisa de papá orgulloso que él conocía tan
bien. Pues a ver si se iba a creer que era el único que tenía novedades.
—Vale —dijo, fingiendo indiferencia—. Pues tú también eres tío.
Javier se echó hacia atrás en la silla como si la sorpresa le hubiera golpeado en
pleno rostro. Después, volvió a inclinarse lentamente y lo miró con cara de póker. Una
cara que debía irle muy bien para tratar con la prensa, pero que no iba a servir de nada
con alguien que lo conocía tan bien como él.
—¿Tres? —preguntó en un murmullo.
—Seis —replicó Fernando. La expresión de Javier le hizo reír a carcajadas a
pesar del dolor.
Alejandro sonreía al salir del ascensor al desierto pasillo de la segunda planta del
hospital. El precio de la fama, se burló de sí mismo mientras caminaba a paso ligero por
el linóleo de color verde sanitario, recordando las obsequiosas sonrisas de la
recepcionista y el guardia de seguridad mientras le indicaban sin un solo momento de
vacilación cuál era la habitación que estaba buscando. Hacía unos pocos días había
mantenido una conversación con Ivar Carlsson acerca de ese mismo asunto… de cómo
la fama les arrebataba incluso su nombre, para dejarles con un desnudo “Valverde”,
“Carlsson” o “Ayuso” o, peor aun, un apodo ridículo como “Manu” o “Satu”. Todo
tiene sus compensaciones, ¿eh?, rió quedamente, leyendo al pasar los números de las
habitaciones. La fama les despojaba de sus identidades y les convertía en las mascotas
de los hinchas y fans, pero también les abría tantas puertas… Como la puerta cerrada a
cal y canto de un hospital en plena noche. Ésa era la diferencia: la mujer a la que había
visto en el mostrador de recepción, aquella preciosidad llamada Isabel, había tenido que
pelear por conseguir que la llevasen a otro mostrador a preguntar por el estado de su
amigo; él, por el contrario, había conseguido entrar hasta las mismísimas entrañas del
hospital a visitar a un compañero de trabajo y a su mujer por el sencillo método de ser
quien era. Y, por mucho que le molestasen las injusticias, no pensaba quejarse en
absoluto de aquélla.
—Toc-toc —dijo en voz baja, fingiendo golpear con los nudillos la puerta
abierta de la habitación y asomando la cabeza con precaución. Desde el lecho cubierto
de sábanas blancas, Marta García, la periodista que había conseguido llevarse al mejor
portero del siglo al altar, le devolvió la mirada y esbozó una amplia sonrisa.
—Valverde —saludó animadamente, haciendo un gesto para invitarlo a entrar—.
¿Qué haces aquí a estas horas?
Alejandro entró en la habitación, lanzó una rápida mirada a su alrededor y
comprobó que Marta estaba sola. Se encogió de hombros y caminó hacia la cama, cogió
la silla que probablemente pertenecía temporalmente a Ayuso y se sentó.
—Estaba en casa haciendo zapping y he visto cómo todos los programas que
ponían en la tele se interrumpían como si el presidente de EEUU acabase de decidir
dirigirse al mundo —sonrió—. Parece ser que el hecho de que el hijo del Gran Ayuso
haya decidido nacer es más importante que dos películas, un documental sobre ballenas,
un talk show y tres series nacionales… y el hecho de que haya decidido nacer en mitad
de la boda de Carlos Monteferro mucho más. —Recorrió el rostro pálido y cansado de
Marta con los ojos, y su sonrisa se ensanchó—. Tienes buen aspecto. Para haber dado a
luz sin un médico, quiero decir —explicó.
—Bueno, Carlos es médico —respondió Marta en tono ligero—. Ya, ya sé que
es forense, pero tengo que reconocer que tampoco se le da tan mal esto de traer niños al
mundo. En todos los sentidos, que sus hijos son una monada —sonrió. Se incorporó
trabajosamente sobre las almohadas y trató de peinarse un poco con los dedos. No lo
consiguió, pero Alejandro pensó que incluso así, ojerosa, cansada y con el pelo revuelto,
estaba guapísima—. ¿Y dices que ha salido en todas las cadenas…?
—Claro —rió él—. ¿El hijo de Ayuso y de su periodista-Cenicienta? Hacía
meses que tus compañeros estaban preparando la noticia. Seguro que les ha dado un
ataque de nervios cuando te les has adelantado más de un mes —bromeó, posando la
mano sobre el colchón junto a su brazo—, aunque lo de hacerlo en mitad de la iglesia y
con los novios como comadronas ha sido un golpe de efecto, tengo que reconocerlo.
Menos mal que ninguna televisión haya conseguido las imágenes —añadió con una
mirada intencionada—. Si no, me temo que tu intimidad se habría ido al cuerno para
siempre jamás. Toma, por cierto —dijo, tendiéndole la cajita envuelta en celofán que
había cargado bajo el brazo desde el Nine-One de la esquina de su casa—.
Enhorabuena.
—¿Bombones? —preguntó Marta, risueña—. Vaya, señor Valverde, usted sí que
sabe lo que son los detalles…
—Mañana se te va a llenar esto de gente con ramos de flores —contestó
Alejandro alegremente—. Tienes que tener algo para darles de comer… Ya sabes que
hay gente que trae bombones, gente que trae flores, y que habitualmente los que traen
las flores se comen los bombones mientras los que han traído los bombones estornudan
porque son alérgicos al polen.
—Lo que no acabo de entender —dijo Martita, dejando la caja sobre la mesilla y
echándose un mechón de pelo hacia atrás para mirarlo con curiosidad— es cómo han
descubierto que Carlos y Lina me han atendido en el parto, y no saben qué es lo que nos
ha nacido a Javier y a mí.
Alejandro frunció el ceño al ver su ceja enarcada. —¿Qué es lo que…? ¿Qué
quieres decir? —inquirió, desconcertado—. Hace meses que toda España sabe que
vuestro hijo es un niño…
—Sí —rió Marta, y bajó la mirada para jugar distraídamente con la pulserita de
plástico idéntica a la que, supuso Alejandro, llevaría su hijo en la muñeca—. Sí, un
niño. Ya veo que mis compañeros siguen igual de perezosos —se burló—. Habían
preparado un especial para el nacimiento de un niño, y un niño es lo que han anunciado.
Una pena. —Se llevó la mano a la boca y ahogó una risita. Después, frunció el ceño en
un gesto pensativo—. Me pregunto si debería llamar a mi jefe y darle la exclusiva a mi
emisora, o intentar llevarme algo de pasta con todo este asunto. Claro que no es dinero
precisamente lo que nos falta, pero…
—Marta —la interrumpió Alejandro, tan desconcertado que hacía unos minutos
que no entendía ni una palabra de lo que la periodista le estaba diciendo—, ¿qué…? ¿De
qué estás hablando?
Marta volvió a reír y clavó los ojos en los suyos. Tenía unos ojos grandes y
expresivos, tan oscuros que casi parecían negros.
—Javier y yo no hemos tenido un hijo, Valverde —explicó, sonriente—. Hemos
tenido tres hijas. Tres. Y niñas. —Rió quedamente—. Me temo que no han acertado ni
una.
—Oh. —Alejandro parpadeó rápidamente y después permitió que su sonrisa se
ensanchase hasta que los músculos de la mandíbula protestaron—. Vaya —dijo,
arqueando las cejas—. Así que tres, ¿eh? Trillizas. Bueno —Se reclinó en el respaldo de
la silla y cruzó una pierna sobre la rodilla de la otra, adoptando una postura indolente—,
no puede decirse que no estuviérais avisados de que algo así podía pasar, ¿no? Sólo
tienes que mirar un poquito hacia arriba en el árbol genealógico de los Ayuso. Lo raro
habría sido que fuera sólo uno.
—No, lo raro es que los ecógrafos dijeran que era sólo uno —corrigió Marta
antes de quedarse inmóvil, mirándolo fijamente. Su sonrisa desapareció—. Un momento
—murmuró—. ¿Tú sabías… sabías que…?
Alejandro volvió a parpadear.
—Bueno —dijo en voz baja, encogiéndose de hombros—. Javier, Elena y
Fernando son trillizos, su madre, su tía Lola y su tía Matilde también son trillizas, su
abuelo tenía dos hermanos de su misma edad, su primo Marcos nació a la vez que sus
primos Lucas y Mateo…
Marta se incorporó de golpe en el lecho, sin dejar de mirarlo fijamente con el
ceño fruncido.
—¿Todos son trillizos? —preguntó en un murmullo—. No sabía… Es decir,
nunca me había planteado… No tenía ni idea —confesó—. Pensaba que Carmen y Lola
eran gemelas, o mellizas, como Javier y Elena, pero…
—…pero, como no tenías ni idea de la existencia de Fernando, no se te había
ocurrido que los Ayuso normalmente nacieran de tres en tres —finalizó Alejandro por
ella. Puso los ojos en blanco—. Porque Javi no te dijo lo de Fernando, ¿verdad…?
Marta negó con la cabeza, sombría. —Me lo ha explicado hace un rato, en la
ambulancia. Dice que… que me lo iba a contar, a la larga, pero que como casi no se ven
y el resto de la familia ni siquiera reconoce que existe, pues…
Alejandro suspiró. —Ya. Y no querría contártelo hasta que no tuvieras al niño,
para que no te asustases más de lo necesario. Creo que él también se temía que pudieran
ser tres —murmuró, recordando la cara de ansiedad de Ayuso cuando se enteró del
embarazo de Marta, el miedo que había tenido antes de enfrentarse a la primera
ecografía, el alivio cuando les dijeron que sólo era uno… Y al final resulta que ha sido
peor, porque ni siquiera estábais avisados, ¿eh?, suspiró para sí—. Bueno. No hay
mucha gente que recuerde que Javier y Elena tenían un hermano, ¿sabes? —explicó,
sonriendo amistosamente en dirección a Marta—. Antes de que Javier subiera al primer
equipo, Fernando ya se había largado de casa y Carmen había prohibido que se
mencionase su nombre. Ni siquiera era mayor de edad todavía —Se encogió de
hombros—, pero Carmen no quiso poner una denuncia. Decía que no necesitaba para
nada que la policía le trajese de vuelta a casa a Fernandito. Si lo piensas bien, ella
también podría haberse llevado una denuncia por abandono —continuó, viendo la
expresión de interés de Marta—. Al fin y al cabo, Fernando era menor de edad…
aunque sólo le quedasen unos meses para cumplir los dieciocho. Pero —Hizo un gesto
evasivo—, nadie puso la denuncia, Fernando, Javier y Elena cumplieron dieciocho, y
nadie volvió a mencionar el nombre de Fernando. Salvo Javier y Elena, claro —
sonrió—. Ellos siguen viéndolo de vez en cuando, por lo que tengo entendido. Alguna
vez me han traído recuerdos de su parte y todo.
Marta permitió finalmente que sus labios se curvasen en una sonrisa. —Había
olvidado que tú te criaste con ellos, Alejandro —dijo con voz suave—. Misma edad,
mismas aficiones…
—Misma edad, sí, y mismas aficiones, también, en lo que a Javier y a Elena
respecta —contestó él—. Fernando era… distinto. El fútbol le importaba tres cojones. Y
el colegio. Y todo, en general, salvo la paz en el mundo y el equilibrio de la Naturaleza.
Acabó largándose a una comuna sin molestarse en decir adiós.
Marta asintió. —Javier me lo ha contado. Estuvo muchos años en un pueblo
abandonado en Guadalajara, pero ahora vive en una casa okupa cerca de aquí, no sé
muy bien…
—Ah, ¿ha vuelto a la ciudad? —preguntó Alejandro, sorprendido, y se
sorprendió todavía más al sentir la súbita oleada de alegría que caldeó su estómago y se
extendió por todos sus órganos—. Vaya… Igual le pregunto a Javier si… La verdad es
que tengo ganas de verlo —confesó, sonriendo ampliamente—. Era un raro, pero muy
majete. Como todos los Ayuso, supongo.
Marta soltó una risita. —Bueno, mi suegra es un poco… eh… difícil.
—Sí —rió Alejandro—. Sí, bueno, Carmen es un poco difícil. Elena también —
sonrió—. Pregúntale a Ivar, si no. Aunque ahora parece que llevan un mes más o menos
tranquilo. Si lo llego a saber, le parto el menisco antes —bromeó.
—Lo que no entiendo… —Marta volvió a fruncir el ceño, pensativa—. Dices
que Carmen y Lola son… A ver —murmuró, tratando de reorganizar sus
pensamientos—. Carmen, Lola y Matilde. Marcos, Mateo y Lucas. Por cierto, vaya
nombrecitos —gruñó—. El abuelo de Javier y sus dos hermanos… ¿Eran tres tíos?
—Sí —asintió Alejandro, intuyendo por dónde iba la mente de Marta.
—¿Y por qué Elena...? Es decir, todos son trillizos del mismo sexo excepto…
—Ya. —Alejandro asintió enérgicamente—. Sí, todos son del mismo sexo.
Menos Elena, ¿eh? —sonrió—. Javier, Elena y Fernando son los únicos que tienen a
uno de género distinto entre los tres. Un caso entre muchos millones —rió—. Así
salieron, supongo. Cuando éramos niños les gustaba decir que eran una rareza genética.
Luego Fernando se largó, y ya no pudieron seguir explicando la broma. —Se encogió
de hombros—. De ser “los rarísimos trillizos Ayuso” pasaron a ser dos mellizos
normaluchos. Menos mal que Javier acabó convirtiéndose en lo que es —rió—. Y antes
de que me preguntes por qué son idénticos, si en teoría nacieron de óvulos distintos…
Nadie tiene ni idea. El caso es que Fernando es Javier, Javier es Fernando, y Elena es
ellos dos pero con el pelo largo y cuerpo de tía.
—Nadie tiene ni idea —rumió Marta—. ¿Igual que nadie tiene ni idea de por
qué en el ecógrafo salía un niño, y al final he dado a luz a tres niñas…?
—Igual, supongo —sonrió Alejandro—. Hay cosas que nadie puede explicar.
Para todo lo demás, Monstercard. —Soltó una carcajada al ver la risa bailando en los
ojos oscuros de Marta—. Pero vamos, ya te digo que Javier se lo debía oler, porque
cada vez que teníais una ecografía se pasaba dos días temblando. Y Elena también debía
sospecharlo. Los dos estaban avisados —dijo en tono casual—. Viendo sus antecedentes
familiares, creo que los tres, Javier, Elena y Fernando, tienen muy clarito que sus niños
van a nacer de tres en tres.
Fernando sonrió con afecto cuando Javier salió de la habitación. Mataría antes de
reconocer delante de él lo mucho que había echado de menos sus visitas en el último
año, pero la verdad era que había sido exactamente así. Vivir sin Carmen era un relajo,
pero alejarse de sus trillizos no había resultado nada fácil, y las visitas espaciadas que
solían hacerle cuando vivía en Guadalajara no ayudaban demasiado a calmar la
nostalgia que sentía cada vez que se marchaban para volver a sus preciosas y bien
ordenadas existencias burguesas. Cuando se mudaron a la casa abandonada en la ciudad
había pensado que se verían más a menudo, y había esperado la visita de Javier primero
con alegre expectación y más tarde casi con preocupación. Un año sin verlo era
demasiado tiempo. Jamás había dejado pasar tanto tiempo entre una visita y otra, y
menos cuando tenía novedades del calibre de tres cachorros para contar. En cuanto
consiguiera sacar su mente del charco de barro en el que parecía estar metida, iba a
tener que pensar en una lista de preguntas realmente larga que hacerle a su hermano. Por
lo menos, no había confirmado sus peores temores: Carmen no había conseguido
arrastrar a sus trillizos al lado oscuro, haciendo que lo olvidaran como si fuera un mal
sueño. Como si Javier y Elena fueran a hacer eso, pensó, sintiéndose súbitamente
culpable por todas las veces que había pensado que realmente sí iban a hacer
exactamente eso, aunque en el fondo estuviera convencido de que sus hermanos, por
mucho que no entendieran su forma de vida, jamás lo juzgarían como hacía el resto de
la familia. Algo bueno tenía que tener compartir genes, ¿no?
Un movimiento en la puerta lo arrancó del curso de sus pensamientos. Abrió los
ojos que se habían cerrado sin que su mente consciente tuviera nada que ver en el
asunto, empujados por la tonelada de relajantes que le habían metido entre pecho y
espalda, y se encontró con la cara preocupada de Isabel.
—Trueno —murmuró ella, como si temiera hablar en alto.
—Hola, Isa —saludó, esforzándose por sonreír—. ¿Te han dejado pasar?
Ella asintió. —Un médico. Bueno, supongo que era un médico —añadió,
encogiéndose de hombros—. Ha estado aquí contigo antes. Un tío alto y guapo.
Fernando asintió. Debía ser el tío que se había paseado por la habitación antes,
como si el hospital le perteneciera. Miró a Isabel y esbozó una sonrisa burlona.
—Alto y guapo, ¿eh?
Ella se encogió de hombros con indiferencia. —Creo que coqueteaba conmigo,
pero yo sólo quería que me dejara pasar —replicó.
—Que sosa eres, mujer —resopló Fernando cerrando los ojos. En cuanto sus
párpados se juntaron, empezó a invadirle de nuevo un sopor casi insoportable.
Isabel le apartó el cabello húmedo de sudor de la frente. —Es mejor que me
vaya. Te estás durmiendo.
—Los calmantes —murmuró Fernando, manteniendo a duras penas la
consciencia.
—Vale. Me marcho. Voy a ver si puedo volver mañana a verte con Lluvia y
Nube. Querían venir hoy, pero les he dicho que no las iban a dejar pasar. —Fernando
asintió distraídamente, sin abrir los ojos—. Ah, y Murciélago dice que le consigas lo
que quiera que te estén dando —rió. Él quiso reír, pero sólo consiguió torcer las
comisuras de los labios antes de sumirse en la inconsciencia.
Elena se sentó de nuevo en la cama, dobló las piernas y se abrazó las rodillas, apoyando
la cabeza sobre ellas. Parecía más asustada que antes; se balanceaba hacia delante y
hacia atrás en una danza frenética, nerviosa, mientras lanzaba miradas de reojo hacia la
mesilla, sobre la que el cacharrito de plástico descansaba tranquilamente, ajeno al terror
que les estaba provocando.
—¿Tres minutos? —preguntó Elena—. ¿No han pasado todavía? ¿Cuánto
queda?
—Una rayita, no, dos rayitas, sí —murmuró Ivar como un mantra—. Una rayita,
no, dos rayitas, sí…
—¿Qué hora es? Ivar, ¿a qué hora…?
—…no, dos rayitas, sí… Una rayita…
—¡Ivar! ¡Que a qué hora hemos…!
—Eso es una rayita —dijo Ivar, repentinamente tenso, inclinándose sobre el
maldito bolígrafo con forma de termómetro—. Es una… Uh —musitó, observando con
los ojos vidriosos cómo iba apareciendo con una lentitud exasperante una segunda
rayita azul junto a la primera, tan nítida sobre el fondo blanco que era imposible
confundirla con algo que no fuera una rayita azul. Dos.
Tomó aire.
—Oh —murmuró Elena, ausente. Ivar volvió a contar las dos rayitas por
decimoquinta vez, y después apartó la mirada y la clavó en Elena. Tragó saliva.
—Oh. —Se lamió los labios, nervioso—. ¿Quieres… quieres…?
Elena se quedó inmóvil unos instantes eternos, y, finalmente, asintió una única
vez. Se miraron fijamente sin decir nada. Un minuto, dos, cinco.
Ivar se abalanzó sobre ella, enterró los dedos en su pelo húmedo y la besó con
una fiereza nacida de los nervios, del miedo, del alivio, del terror y de la extraña
sensación de euforia que retorcían su estómago, llenándolo de serpientes vivas. Elena se
aferró a él y le devolvió el beso con la misma desesperación, con la misma ansiedad,
como si el pánico la hubiera dejado hambrienta de él. Se pegó a su cuerpo, abrió los
labios y enredó la lengua con la suya, colgándose de su cuello y atrayéndolo hacia sí
hasta arrastrarlo consigo y obligarlo a tumbarse sobre ella.
Excitado hasta el extremo de que el deseo le resultaba doloroso, Ivar recorrió
frenéticamente el cuerpo de Elena con las manos, besándola como si quisiera ahogarse
en su boca. Sus dedos dibujaron cada una de las curvas de su piel, descendiendo por sus
brazos, su cuello y sus pechos hasta alcanzar la suave hondonada de su estómago. Abrió
la mano y posó la palma sobre su ombligo, y Elena gimió quedamente contra sus labios.
Cuando la lengua de Elena se introdujo en su boca, Ivar sintió cómo todo el
deseo reprimido estallaba en su interior, convirtiéndose en una punzada dolorosa en su
bajo vientre. Jadeante, posó las manos en sus muslos, le abrió suavemente las piernas y,
con un brusco empujón, la penetró.
Elena soltó un quejido que le obligó a quedarse inmóvil y separarse de sus labios
para mirarla.
Repite conmigo, rubito: len-ta-men-te. ¿Qué parte de “len-ta-men-te” te has
perdido, cojones?, bufó Carlos en su mente. Joder, si es que no aprendéis nunca…
—Lo siento —susurró. Ella abrió los ojos y negó con la cabeza.
—¿Por qué? —Sonrió débilmente y arqueó la espalda para obligarlo a entrar aun
más en ella. Ivar apretó los dientes y luchó por seguir inmóvil, pero la segunda
embestida de Elena lo clavó en su interior hasta que temió ir a perderse dentro de ella, y
el roce de su cuerpo, húmedo y cálido, alrededor de su miembro, le hizo perder el
poquito control que todavía atesoraba. Empezó a entrar y salir de su cuerpo
rápidamente, mientras ella alzaba las caderas para encontrarse con sus embestidas,
gimiendo cada vez que sus cuerpos se encontraban, hasta que Elena soltó un grito
ahogado y empezó a estremecerse violentamente, e Ivar se dejó llevar por la
abrumadora sensación de placer que recorrió todo su cuerpo, lanzándolo de cabeza al
orgasmo.
Jadeando, se apoyó sobre el pecho de Elena y luchó por respirar mientras los
latidos de su corazón iban adquiriendo poco a poco un ritmo normal. Al cabo de un
instante, Elena suspiró y lo abrazó.
—¿Estás segura de que quieres…? —susurró Ivar de nuevo, abriendo los ojos
para mirarla. Ella parpadeó.
—S-sí —musitó—. Pero… pero no hace falta que tú… Es decir, si no quieres…
—No voy a dejarte sola —gruñó Ivar. Elena lo miró un instante sin pestañear,
rodeó su cuello con los brazos y lo obligó a besarla de nuevo, rodando sobre sí misma
para tumbarlo de espaldas y trepar sobre su cuerpo. Después, se apartó y sonrió. Él le
devolvió la sonrisa, pero vaciló cuando ella se dejó resbalar por su cuerpo lentamente,
frotándose contra su piel desnuda como si quisiera acariciarle con cada uno de los
centímetros de su piel—. ¿Qué haces? —preguntó. Ella siguió sonriendo mientras su
mano palpaba hasta dar con su miembro y lo rodeaba con los dedos.
—Voy a ver si mis libros de mitología nórdica decían la verdad —bromeó,
acariciándolo con movimientos rápidos mientras el resto de su cuerpo seguía
descendiendo. Ivar parpadeó.
—Lena, no creo que… —Se interrumpió bruscamente cuando ella se inclinó
para introducirse su miembro en la boca, y el resto de la frase salió de entre sus labios
en un quejido ahogado. Para su sorpresa, las caricias de la lengua de Elena le hicieron
olvidar que apenas un par de minutos antes se había liberado dentro de su cuerpo; su
miembro se endureció rápidamente en su boca, e Ivar contuvo el aliento cuando ella
soltó una risita que sólo logró excitarlo todavía más. Recorrió toda su longitud con la
lengua, lamió la punta con una sonrisa golosa y después se apartó y se relamió.
—Vaya —susurró, traviesa—. Si al final resultará que el Valhalla existe y todo.
—¿Por qué dices…? —empezó él, y volvió a interrumpirse cuando Elena trepó
por su cuerpo hasta subierse a horcajadas encima de él, cogió su miembro erecto con la
mano y lo dirigió entre sus piernas, sin dejar de mirarlo con una sonrisa divertida. Se
dejó caer sobre él, empalándose en su miembro, y rió quedamente cuando Ivar gimió al
entrar de nuevo en su cuerpo.
—Dios del Trueno, una mierda —susurró, apoyando las manos sobre su
estómago e inclinándose para posar un beso en sus labios—. El Thor ése, una
mariconaza a tu lado.
—Gra-gracias —balbució Ivar, y finalmente esbozó una sonrisa—. Gracias —
repitió, alargando las manos para posarlas sobre sus caderas—. Pero es mérito tuyo,
¿sabes…?
—Gracias —rió ella, y eligió ese momento para empezar a moverse lentamente
sobre él, tan lentamente que a Ivar le costó un par de segundos darse cuenta de que se
movía. Elena aceleró el ritmo de sus caderas muy poco a poco, mirándolo fijamente, sin
sonreír. Se incorporó y se dejó caer sobre él, arrancándole el aliento y provocándole un
escalofrío de placer que recorrió su espalda, la parte posterior de sus rodillas, su cuerpo
entero. Elena comenzó a cabalgarlo con movimientos rápidos mientras dejaba escapar
quedos jadeos cada vez que se dejaba caer sobre su miembro. Ivar se alzó hacia ella al
mismo ritmo que ella bajaba a su encuentro, entrando cada vez más hondo en su cuerpo
mientras luchaba por no dejarse llevar por el placer que, por sus gritos ahogados,
recorría el cuerpo de Elena. Incapaz de apartar la mirada del rostro congestionado de
ella, apartó una mano de su cadera y buscó en su entrepierna hasta dar con su clítoris, y
lo acarició suavemente, un círculo, después otro, hasta que ella echó la cabeza hacia
atrás y gritó, estremeciéndose violentamente sobre su cuerpo.
—Dios —exclamó—. ¡Dios, Ivar! —gritó, enterrando los dedos en su abdomen.
Ivar alzó las caderas hacia ella y se clavó en su interior, gimiendo quedamente mientras
el orgasmo de Elena oprimía su miembro con tanta fuerza que temió ir a echarse a llorar
de puro placer—. ¡Ivar! —aulló ella, sacudiéndose sobre él descontroladamente.
Cuando volvió a gritar Ivar supo que su autocontrol acababa de desvanecerse, y se dejó
llevar por la súbita oleada de placer que lo engulló, haciéndole echar la cabeza hacia
atrás y gritar él también mientras su cuerpo entero se tensaba antes de empujar una
última vez hacia arriba, hasta que el orgasmo lo sacudió como un tsunami, haciéndole
soltar un grito que se unió en la polifonía más hermosa que había oído jamás a la
exclamación de éxtasis de Elena.
Ella se desplomó sobre su cuerpo, empapada en sudor y con la respiración
acelerada, y posó un rápido beso sobre su pecho antes de apoyar la mejilla en su piel
desnuda. Ivar tardó un par de minutos en encontrar de nuevo su aliento; rodeó a Elena
con los brazos y acarició su pelo empapado, ausente.
—Un hijo —murmuró, todavía demasiado alucinado como para encajar sus
pensamientos—. Un hijo…
Elena se incorporó para mirarlo.
—Bueno —musitó, apartándose el pelo de la cara—, eh… Creo que… Después
de lo que hemos visto hoy —dijo, vacilante—, podemos apostar a que serán… serán
tres.
—Tres —repitió Ivar—. ¿Tres? —inquirió, sorprendido. Elena sonrió,
titubeante.
—Trillizos —explicó en voz baja.
—¿Como las de Javier?
—Como las de Javier —asintió ella—. Como… como los que tuvo mi madre —
confesó—. Y mi abuela. Y mi tía. Y…
—¿Tres? —insistió Ivar, abrumado—. ¿Cómo que tres?
—Eh… —Elena siguió luchando por sonreír—. ¿Nunca te he dicho que… que
Javier y yo tenemos otro hermano…?
—Oh. —Ivar apartó la mirada y la clavó en el techo—. Tres. —Cerró los ojos y
volvió a abrirlos cuando Elena se apoyó en su pecho—. Vale. Tres —dijo al fin. ¿Qué
más da, a estas alturas…? Uno, tres…—. ¿Otro hermano? ¿Qué hermano?
—Fernando. Éramos… Somos tres —murmuró ella tímidamente.
—Tres. —Suspiró hondamente—. Vale —repitió—, tres.
—Lo que no sé —suspiró Elena contra su pecho— es cómo demonios se lo
vamos a contar a Javier.
Ivar cerró los ojos y contuvo una maldición.
Marta alzó la cabeza, sorprendida, y sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa al
verlos entrar por la puerta de la habitación. Javier recorrió rápidamente los escasos
metros que lo separaban de la cabecera de la cama, se inclinó y la besó.
—Por Dios, que tengo el estómago sensible —gruñó Carlos a su espalda. Javier
se incorporó y suspiró hondamente antes de volverse para mirarlo.
—Si te da envidia ver según qué cosas, Monteferro, ya sabes lo que tienes que
hacer —replicó—. Tienes la solución en casa. En tu cama, por lo que me has explicado
hace un rato.
Carlos abrió la boca, y su cara adquirió una expresión de asombro que resultó
casi cómica.
—¿E-envidia? —inquirió, y después resopló con fuerza—. No me jodas,
cachorro. Lo que tengo son muchas ganas de daros de pescozones cada vez que os veo
haceros arrumacos como dos gorrioncitos con carencias afectivas. Ag —agregó,
sacando la lengua en una mueca de asco.
—Ya —bufó Javier, poniendo los ojos en blanco antes de volver a mirar a
Marta; ella parecía estar en pleno conflicto interno: por un lado, sus labios se
empeñaban en esforzarse por contener la risa, por el otro, sus ojos miraban a Carlos
como si se hubiera convertido en un holotúrido especialmente repugnante—. ¿Qué tal
estás?
—Bien —respondió ella, apartando finalmente los ojos de Carlos—. Valverde
me ha hecho compañía mientras vosotros estábais haciendo a saber qué —sonrió,
luchando por incorporarse sobre la almohada. Javier parpadeó, sorprendido, y miró por
primera vez a su alrededor; allí, en el otro lado de la cama de Marta, estaba
efectivamente el defensa central de su equipo.
—Alex —dijo, sorprendido. Valverde sonrió ampliamente.
—Javi —contestó, alargando la mano por encima de la cama de Marta para
estrechársela—. Enhorabuena, tío. Ya me ha dicho tu mujer que has tenido tres crías
que están para comérselas.
—Tres, sí —rió Javier alegremente—. Elena, Carlota y Carolina.
—Bonitos nombres —sonrió Alejandro—. Ya veo que con “Carlitos” no tenías
ni para empezar… Claro que en vuestra familia deberíais elegir los nombres siempre de
tres en tres, ¿eh?
—Supongo que sí —respondió Javier, sentándose en la silla opuesta a la que
ocupaba Valverde.
—¿Pero es que todo el mundo sabía que iban a ser tres menos el personal
médico de este puto hospital? —gruñó Carlos desde la puerta—. Joder, viva la sanidad
pública. —Marta rió y alzó una mano como una buena niña que quisiera hacerle una
pregunta a su profesor.
—Yo no —contestó.
Carlos avanzó en dirección a Valverde, observándolo con curiosidad.
—Nos conocemos, ¿verdad? —preguntó, estirando la mano para estrechársela él
también. Él asintió.
—Alejandro Valverde. Juego con Ayuso —explicó innecesariamente—. Por
cierto, creo que también tengo que felicitarte a ti…
—No me jodas, chico —rezongó Carlos, volviéndose para mirar a Javier—.
Oye, cachorro… Normalmente tres son multitud, pero cuatro son una puta
manifestación. Voy a bajar a ver si encuentro a esa monada que intentaba visitar a tu
clon y la invito a ese té blanco, ¿vale? —Su sonrisa fue tan evidentemente carnal que
incluso Javier se sintió cohibido.
—No tendrás bastante con lo que ya hiciste ayer, Carlos Monteferro —exclamó
de repente Marta, irguiéndose sobre la almohada y lanzando una mirada asesina en
dirección a Carlos—. Serás capaz de buscar a otra para pasar tu noche de bodas…
Carlos chasqueó la lengua. —Noche de bodas, una mierda. Sólo hay una noche
de bodas si hay una novia, y la mía está ahora mismo en paradero desconocido. Y
menos mal —añadió bruscamente.
—Deja en paz a Isabel, Carlos —dijo Javier en voz baja, siguiéndolo con la
mirada mientras él iba hacia la puerta—. Es amiga de Fernando, no creo que…
—¿Fernando? —preguntó Marta, sorprendida.
—¿Isabel? —inquirió Valverde al mismo tiempo, frunciendo el ceño—. ¿Una…
una chica con un vestido de flores? ¿Morena?
—Un bombón, sí —rió Carlos sin pizca de alegría—. Y parece mucho más
agradable que la bipolar que tengo por futura ex-esposa. Seguro que también es más…
amistosa. —Se pasó la lengua por los labios. Para sorpresa de Javier, el ceño de
Alejandro se acentuó y dirigió una mirada enojada en dirección a Carlos. No dijo nada,
pero su expresión cambió radicalmente de la habitual máscara amistosa a un gesto que,
o mucho se equivocaba Javier, o era francamente hostil.
—Carlos —dijo Javier en tono de advertencia, sin apartar la mirada de la
expresión hosca de Valverde—, no hagas tonterías. Si ni siquiera tienes una casa donde
llevarla, hombre…
Carlos lo ignoró y salió por la puerta de la habitación. —Vuelvo en un ratito —
dijo a lo lejos.
—¡No sé si te habías dado cuenta, doctor Monteferro —gritó Marta en dirección
a la puerta vacía—, pero un matrimonio no es válido hasta que se consuma!
Esbozó una sonrisa malvada cuando Carlos asomó la cabeza por la puerta, con el
ceño fruncido.
—A la mierda —masculló antes de volver a desaparecer.
Javier esbozó una sonrisa divertida y miró a Marta. Se encogió de hombros.
—Oye —dijo—, no sé si te importará que Carlos venga a casa con nosotros unos
días, mientras… Bueno, mientras las niñas están en la incubadora y él… y Lina…
La sonrisa de Marta desapareció. Suspiró hondamente y se recostó sobre las
almohadas.
—Supongo que no —respondió en un murmullo—. Mejor con nosotros que a
saber dónde. Y con quién —rezongó—. Así le tenemos controlado. —Volvió a sonreír
malvadamente. Javier se mordió el labio y se encogió de hombros. Controlar a Carlos
Monteferro… Era como querer controlar un jodido tornado de fuerza cinco. Sacudió la
cabeza y se giró hacia Valverde, que todavía miraba en dirección a la puerta con gesto
enojado. Enarcó una ceja, enarcó la otra y alargó la mano para coger la caja de
bombones que descansaba sobre la mesilla de Marta. La abrió, cogió uno al azar y se lo
embutió en la boca.
—Vaaaale —sonrió—. No te había visto con esa cara de bobo desde que Elena
te mandó al carajo cuando le pediste que fuera contigo a esa fiesta de Nochevieja, ¿te
acuerdas…?
Marta volvió a incorporarse, interesada, mirando fijamente a Valverde.
—¿Quién es esa tal Isabel, de todos modos? —preguntó, y Javier estuvo seguro
de haber oído el “clic” del botón de la grabadora que tenía en el cerebro.
Valverde parpadeó y logró finalmente apartar la mirada de la puerta. Al ver la
sonrisa divertida de Javier, su expresión hosca desapareció, sustituida por un gesto
travieso.
—Bueno —dijo, sonriendo ampliamente antes de levantarse de la silla y estirar
los músculos—. Más te vale irte yendo, Alejandro, que esta gente se querrá acostar.
—Ya —se burló Javier, cruzando los brazos sobre el pecho y estirando las
piernas delante de su silla—. Te vas por no molestar, ¿eh?
—Claro —rió Alejandro, dirigiendo un gesto de saludo en dirección al lecho—.
Hasta otro día, Martita. Y enhorabuena, ¿eh?
—Adiós —sonrió Marta.
—Eh… ¿Mañana juegas? —preguntó Valverde a Javier. Éste miró a Marta con
expresión interrogante. Ella asintió.
—Marga me ha dicho que sólo tengo que pasar la noche aquí por si acaso. Ni
siquiera tengo puntos —rió alegremente—, así que mañana me darán el alta. Aunque las
niñas se tendrán que quedar unos días, claro… una semana, o quizá dos —añadió,
dubitativa—. Con eso de que son prematuras y…
—Así tienes tiempo de cambiar el papel azul de su dormitorio por uno rosa —
bromeó Valverde, extendiendo la mano para estrechar la de Javier—. Y comprar dos
cunitas más. Y cambiar la ropita, claro. Que ahora son tres, y encima niñas…
—Rosa, urg. —Marta hizo una mueca de asco—. Ni de broma voy a…
—No pienso dejar que alguien traumatice a mis hijas nada más nacer —gruñó
Javier sin dejar de sonreír—. Ni rosa, ni leches. Si alguien tiene dudas de su género, que
le den.
—Ponedles pendientes —sugirió Valverde animadamente, acercándose a la
puerta de la habitación—. Y vestidlas de verde. O de morado.
—Amarillo —rezongó Marta. Alejandro la miró con una ceja enarcada.
—Sabes que Carmen va a ponerse a tejer jerseicitos rosas como un telar
hidráulico con hiperactividad, ¿verdad? —preguntó, mirando a Javier con un gesto de
diversión. Éste volvió a gruñir.
—Pues que se los regale a Lucas, que creo que su mujer está embarazada otra
vez. —Sonrió—. Alex, tío. Muchas gracias por venir —dijo, acercándose para darle una
palmada en el hombro. Valverde le devolvió el gesto.
—Mañana el autobús sale para el aeropuerto a las tres de la tarde. Íbamos a
hacer noche en Mallorca —dijo animadamente—, pero he llamado a Jorge y, visto el
panorama, ha decidido anular la reserva y traernos a todos de vuelta después del partido.
Para que su capitán no pase la noche lejos de su mujercita en estos hermoooosos
momentos de su vida en común —agregó, burlón.
—No, si todavía tendré que darle las gracias y todo —rió Javier.
—Jorge es un buen tío —contestó Alejandro, encogiéndose de hombros—. Lo
que pasa es que es un histérico. Y tú no has contribuido precisamente a ponérselo más
fácil, Javi —señaló, fingiendo un gesto acusador.
—Una pregunta —intervino Marta, peleándose por ponerse bajo la espalda una
almohada que parecía empeñada en caerse de la cama—. ¿Por qué ahora de repente todo
son “Javis” y “Alex”, si siempre os llamáis el uno al otro “Ayuso” y “Valverde”?
Alejandro se echó a reír y se acercó a la cama.
—Será nuestro secreto —contestó en tono confidencial—. Siempre hemos sido
“Javi” y “Alex”, pero delante del mundo tenemos que guardar ciertas formas… Aunque
tu marido es el único que sigue llamándome “Alex” —rezongó, y después permitió que
su sonrisa se ensanchase—. Shhh. —Se posó el dedo índice sobre los labios con un
gesto risueño—. No digas nada —susurró.
—Estás hablando con una periodista, joder —masculló Javier, poniendo los ojos
en blanco—. ¿En serio crees que la próxima vez que te entreviste por la radio no te va a
llamar “Alex” delante de toda España?
—Maldición —rió Valverde, dando una breve palmadita sobre el dorso de la
mano de Marta antes de dirigirse de nuevo hacia la puerta—. Me temo que, en ese caso,
tendré que matarla, tío.
—A ti siempre te llamo “Ayuso” cuando estoy en el curro —murmuró Marta,
que también sonreía, divertida, sin dejar de pelearse con la almohada rebelde.
—¿Sólo en el curro? —preguntó Valverde, y fingió una mueca decepcionada—.
Vaya, y yo que pensaba que era por alguna broma íntima… Mierda —gruñó,
chasqueando la lengua—. Me quedo sin secreto de alcoba. Hay que joderse.
—Si quieres secretos de alcoba, búscatelos —bufó Javier. Alejandro enarcó una
ceja y volvió a sonreír.
—Vale —respondió, y alzó la mano en un gesto de saludo—. Mañana a las tres,
¿eh? —repitió antes de desaparecer hacia el pasillo desierto.
Consumar el matrimonio. Vamos, no me jodas.
Carlos salió de la habitación de Martita rezongando para sus adentros. Consumar
el matrimonio. Claro. Por supuesto. Seguro que eso era exactamente lo que la futura ex
señora de Monteferro debía estar pensando en ese momento. Vamos, que ya era raro que
no estuviera ahí mismo, vestida con una negligé y pidiéndole que se la follara en el
ascensor al que estaba llamando como si su vida dependiera de ello. Cuando se dio
cuenta de que su dedo índice iba a terminar incrustado en el cuadro de mandos, dejó
escapar un gruñido y enterró las manos en los bolsillos de los vaqueros, disculpándose
mentalmente con el pobre chisme. Vale, calma y tranquilidad. Llamaré a Adolfo, y…
Las puertas del ascensor dejaron escapar su habitual “cliin” y se abrieron para
mostrar la figura de la susodicha señora de Monteferro, que, al reconocerlo, alzó la
barbilla y entrecerró los ojos en un gesto despectivo que la madre de Carlos habría
aprobado sin reservas, llegando incluso a enarcar las cejas con aprobación. Él se sintió
súbitamente transportado a un momento varios meses atrás, antes de mil discusiones,
mil reconciliaciones, mil polvos, tres hijos y una boda. A aquel momento junto a la
cafetera, en la mañana antes de la autopsia de Yolanda, cuando ella todavía lo miraba
con indiferencia, como si él sólo fuera una mancha que no tardaría en desaparecer a
manos del servicio de limpieza del hospital, y ella era para él sólo un reto al que no
siempre prestaba atención. Incluso se había vestido y peinado como en esos tiempos: la
falda negra y recta, los zapatos de tacones anchos, y el moño que últimamente había
sido sustituido por la espesa melena que se derramaba sobre sus hombros como un chal
oscuro y suave. Y como en esos tiempos, esa imagen de institutriz británica le resultó a
Carlos más tentadora que si hubiera aparecido completamente desnuda delante de él, y
se sorprendió a sí mismo intentando atisbar bajo la camisa azul celeste, abrochada un
botón más arriba de lo que debería ordenar la ley.
Lina dio un paso adelante e intentó esquivarlo como si el que estuviera frente a
ella fuera un perfecto desconocido y no un hombre que se sabía de memoria todos los
caminos de su cuerpo. Esa indiferencia lo irritó, lo hirió y lo excitó a partes iguales. Sin
pensarlo demasiado, se movió para impedirle el paso y se forzó a esbozar una sonrisa de
disculpa.
—Eh… Hola, nena —dijo con suavidad. Ella le dedicó una mirada que podría
haber congelado el mismísimo infierno, y pareció dispuesta a marcharse. Carlos lo
intentó de nuevo, en tono ligero—: Martita está bien. Y no sabes de lo que me…
—¿Me dejas pasar, por favor? —lo interrumpió ella con un gruñido.
La frialdad de sus palabras dio una bofetada en pleno rostro a sus buenas
intenciones y las hizo caer en el pozo de su mala uva. La sonrisa no llegó a morir en su
cara: sólo cambió a algo más duro, más irónico y más cruel. Se apartó a un lado y le
indicó que pasara con un ademán rimbombante que pretendía ser una reverencia
barroca. Ella lo miró con indiferencia y pasó delante de él como si nunca hubiera estado
ahí. Tras rebasarlo, se frenó como si hubiera recordado algo, y Carlos se maldijo
interiormente por el modo en que se aceleraron sus pulsaciones poseídas por una
estúpida y extemporánea esperanza, que fue apuñalada al momento por los ojos furiosos
de la que a todos los efectos era ahora “su mujer”.
—Por cierto, si vas a venir tarde esta noche, no hagas ruido —dijo secamente—.
Recuerda que, por mucho que te moleste, por ahora hay críos pequeños en casa.
—Tranquila, no pienso incordiaros —gruñó—. No voy a ir a dormir a casa —
añadió, esbozando una sonrisa malvada al ver el leve parpadeo de sobresalto de ella.
—Claro, por supuesto —dijo Lina, intentando sin ningún éxito dominar el
veneno que se esforzaba por derramarse sobre su voz—. Debí imaginar que ya te
habrías buscado otra cama.
—No he tenido que buscar mucho, nena —replicó antes de poder refrenar su
lengua—. Será por camas en las que dejarme caer…
—Pues que te aprovechen, Monteferro —dijo ella a modo de despedida, antes de
sacudir la cabeza con aire despectivo y perderse pasillo arriba.
Carlos la miró hasta que desapareció tras la esquina, sin saber muy bien si
sentirse cabreado, indiferente, cachondo, dolido, todas ellas juntas o ninguna. Cojonudo,
Carlos. Una actuación impresionante, se felicitó mentalmente con sarcasmo. Entró en
el ascensor y pulsó el botón de bajada.
Al llegar a la recepción se dirigió directamente hacia el exterior, olvidándose por
completo de que había una nena que era una auténtica monada a la que quizá podría
convencer para que lo ayudara a deshacerse de esa mala leche absurda que le corroía las
entrañas, y se marchó al “Cuadratura” a celebrar la noche de bodas haciéndole el amor a
un vaso de whisky.
Alejandro enarcó una ceja al ver la expresión tormentosa pintada en la cara de Carlos
Monteferro cuando éste salió del hospital, sin molestarse en devolverle el saludo a una
muy aburrida Cris, que volvió a acodarse en el mostrador de recepción y suspiró
hondamente mientras seguía con la mirada al forense, que parecía tan cabreado como
para abrirse camino a mordiscos hasta el exterior del hospital. A saber lo que le habría
dicho la mujer con aspecto de institutriz de película no apta para menores con la que le
había visto discutiendo en el pasillo un minuto antes; o, sabiendo lo que sabía sobre el
afamado y prestigioso doctor Monteferro, a saber lo que le habría dicho él a ella para
que ambos se separasen con cara de querer asesinarse el uno al otro, o abalanzarse el
uno sobre el otro, o ambas cosas.
Rió quedamente mientras esquivaba la figura despistada del guardia de
seguridad. O mucho me equivoco, o acabo de ver todo lo que va a dar de sí la noche de
bodas de Carlos Monteferro… Alejandro no conocía demasiado al amigo de Ayuso,
pero por lo poco que sabía creía poder adivinar que sólo su flamante esposa le habría
dado aquella noche unas calabazas como las que acababa de darle la morena del moño.
El resto, a juzgar por la mirada soñadora de Cris, sólo le habría gritado si ambos
estuvieran en otra postura mucho más comprometida, no de pie en el pasillo de un
hospital.
—No te quejes, muchacho —murmuró mientras caminaba a paso rápido hacia la
zona de Urgencias. No tenía absolutamente nada en contra de Carlos Monteferro; de
hecho, en realidad le caía bastante bien. Pero prefería mil veces que el patólogo hubiera
decidido largarse con un cabreo del tamaño del estadio, sin llegar a materializar lo que
había visto en sus ojos cuando había salido de la habitación de Marta. No le había hecho
ni puñetera gracia ver que Carlos tenía toda la intención del mundo de llevarse a la cama
a la chica del vestido de colorines. Y no te ha hecho gracia porque…
Puso los ojos en blanco en dirección a sí mismo. Pues a saber. Básicamente
porque la chica en cuestión no sólo era una monada, sino también porque le había
intrigado con su aspecto de fan de John Lennon y Bob Marley, su voz cultivada y su
porte de abogada disfrazada. No sabía prácticamente nada sobre el movimiento hippie
de los sesenta, salvo lo que su padre le había contado entre risas en alguna que otra
ocasión, pero le daba la sensación de que la tal Isabel no era exactamente lo que
aparentaba ser. Y no tenía nada mejor que hacer que averiguarlo. Sonrió.
La vio nada más entrar en la zona de Urgencias, sentada en una de las sillas
anatómicas de plástico rojo que parecían salidas de un anuncio de cereales con fibra. No
era difícil: entre la marea de hombres y mujeres vestidos de gris, marrón y negro, la tela
floreada con la que se cubría llamaba tanto la atención como un cartel de neón en una
carretera secundaria a las tres de la madrugada. Esquivó una barricada formada por lo
que parecía una familia con muchas ganas de bronca que rodeaba a un enfermero con
expresión asustada, avanzó rápidamente hacia la hilera de sillas y, aprovechando el
momento en que un adolescente mortalmente aburrido se levantó con la mirada fija en
la máquina de latas de coca-loca y mirinda, se coló entre los cuerpos rechonchos de las
dos mujeres que forcejeaban por sentarse y se dejó caer en la silla momentáneamente
vacía que había junto a la joven del vestido de colores, agradeciendo una vez más tener
una profesión que le permitía mantenerse entrenado en esas lides y espantando a las dos
mujeres y al compungido adolescente con un gesto hosco. Después, se volvió para mirar
a su compañera de asiento.
—¿Has conseguido ver a tu amigo? —preguntó en tono amistoso. Ella se giró,
sobresaltada, y le cruzó el rostro con un latigazo de su melena que le hizo cerrar los ojos
y echarse a reír.
—Lo siento —murmuró ella, sujetándose el pelo con una mano y esbozando una
sonrisa tímida cuando él siguió riendo alegremente—. Eh… Tú eres el de… el que
estaba en la puerta…
—Ajá —asintió él—. Alejandro —añadió con una sonrisa—. Y tú eres Isabel,
¿no?
—Sí. —Ella bajó las manos hasta posarlas sobre las rodillas y juntó las piernas
en un gesto infantil—. Eh… ¿Y tú? ¿No habías venido también a ver a alguien?
Alejandro enarcó las cejas. —Yo he preguntado primero.
—Ya. —Finalmente Isabel se avino a esbozar una sonrisa vacilante—. Sí, lo he
visto —reconoció, apartándose el pelo de la cara y sujetándose detrás de la oreja—. No
querían dejarme… bueno, no soy familia suya, así que no me dejaban verlo. Pero ha
venido un médico, bueno, supongo que será médico, porque todos le trataban como si
fuera el director del hospital —Su sonrisa se ensanchó—. Carlos, ha dicho que se
llamaba.
Alejandro ni parpadeó. Claro. Jodido Monteferro de los cojones… Contrariado y
divertido a partes iguales, se recostó en el respaldo de plástico de la silla y sonrió.
—Conozco a Carlos —respondió tranquilamente—. Y creo que conozco a tu
amigo también.
—¿En serio? —preguntó ella, sorprendida. Después entrecerró los ojos en un
gesto suspicaz—. ¿Y cómo sabes quién es mi amigo?
—Porque tiene la misma jeta que el capitán de mi equipo y que la chica de uno
de mis compañeros —rió Alejandro, y rió todavía más al ver la expresión desconcertada
de Isabel. La verdad era que la chica era una preciosidad, pese a que su estilo no fuera
precisamente de portada de revista de moda—. No, en serio: me han dicho que estaba
aquí ingresado. Tu amigo se llama Fernando, ¿verdad? —preguntó—. Fernando Ayuso.
—¿Cómo lo…? Sí —aceptó ella, y su sonrisa vaciló—. Aunque nosotros le
llamamos “Trueno”.
—Trueno —repitió Alejandro, y esta vez sí que tuvo que morderse la lengua
para no echarse a reír a carcajadas. Trueno. Hay que joderse, Fernandito, pensó,
risueño, mientras estudiaba con disimulo el rostro de la mujer que se sentaba a su lado.
Síp, preciosa. Hay que joderse, repitió, Fernandito. Contuvo un gruñido—. ¿Todos
tenéis nombres de reserva india? —bromeó.
—¿De reserv…? Sí. Bueno, yo no —admitió ella a regañadientes—. Pero es que
yo en realidad… Es igual —desechó con un gesto evasivo—. Dime, eh… Alejandro —
recordó, y él contuvo una sonrisa—. ¿Cómo sabes que Trueno…?
—Ya te lo he dicho, Javier Ayuso es el capitán de mi equipo —contestó,
estirando las piernas y reclinándose todavía más sobre el respaldo de la silla—. Soy
futbolista —explicó, y, no supo muy bien por qué, el gesto de incomprensión de ella le
resultó refrescante. Isabel no sólo no le había reconocido a él: tampoco había oído
hablar jamás del Chico de Oro del fútbol europeo, ni había relacionado su nombre con
el de su querido amigo Trueno. Por una vez, como solía decirse, la fama no los había
precedido… Bien, sonrió, cruzando los tobillos y adoptando una postura indolente—.
Da la casualidad de que conozco a los Ayuso desde que éramos niños. A Fernando
también —explicó, sonriente—, aunque siempre he tenido más relación con Javier y con
Elena. Son trillizos, ¿sabes?
Isabel le recompensó con un gesto de incredulidad que agrandó sus ojos hasta
convertirlos en dos enormes esmeraldas engastadas en el negro de sus pestañas.
—¿Tri…?
—Sí, tres. Y Carlos, el que dices que te ha colado a ver a Fernando —siguió en
tono casual— es el mejor amigo de Ayu… de Javier. Y da la casualidad —insistió— de
que Javier acaba de ser papá, y su mujer está ingresada aquí. Y ha dado a luz en la boda
de Carlos. Sí, está casado —comentó con una sonrisa malvada—. La misma noche en
que Fernando ha acabado ingresado en este hospital —rió—. Lo que es la vida.
La expresión estupefacta de Isabel fue dando paso poco a poco a otra de interés
que le arrancó una nueva sonrisa. Ella se apartó el pelo de la cara una vez más, haciendo
una mueca cuando el mechón rebelde se negó a dejarse sujetar detrás de su oreja, y lo
miró.
—Será que el Karma quería que se encontrasen aquí esta noche —sugirió con
una débil sonrisa. Alejandro enarcó una ceja.
—Lo que sea. Aunque —continuó, torciendo el cuerpo para mirarla de frente—,
deduzco que no conocías a Javier, ni a Elena, claro… ¿Cuánto tiempo llevas en su…
siendo su hermana? —se corrigió, esforzándose por conservar la sonrisa.
Para su sorpresa, Isabel bajó la mirada, cohibida.
—Bueno, en realidad… En realidad sólo llevo un mes con ellos —confesó,
cruzando y descruzando las piernas en un gesto nervioso.
—¿Un mes? —inquirió Alejandro, sorprendido. Caramba, pues para llevar sólo
un mes la chica se había hecho a la idea bien rápido, pensó mientras dejaba que su
mirada se pasease por el vestido del color del arco iris, por las desgastadas botas
marrones, por la chaqueta de punto de color y forma indefinidos. Sólo le faltaba haberse
tejido un ramito de violetas en el pelo para ser la perfecta extra de peli retro.
—Sí, es que… —Isabel se llevó la mano al hombro y empezó a retorcerse un
rizo en un ademán nervioso, esquivando su mirada. Curioso, Alejandro se inclinó hacia
delante y abrió la boca para insistir, y volvió a cerrarla cuando vio las dos piernas que se
detenían justo delante de ella, a apenas medio metro de la falda floreada de su vestido.
Frunciendo el ceño, alzó la vista y se topó con el rostro amistoso del guardia de
seguridad.
—Flor del Campo —dijo sin más preámbulos—, acaba de decirme el cirujano de
guardia que…
—Isabel —corrigió ella, frunciendo también el ceño.
—Lo que sea. Hola, Valverde —saludó el guardia alegremente. Hizo ademán de
decirle algo más, pero pareció pensárselo mejor y se volvió de nuevo hacia Isabel—. El
cirujano me ha dicho que tu amigo quiere decirte algo antes de entrar en quirófano, y
como se ha puesto muy cabezota me ha mandado a buscarte.
—¿Trueno? —exclamó ella, poniéndose en pie tan deprisa que se le enganchó la
chaqueta de lana en la silla y Alejandro tuvo que extender la mano para desengancharla
antes de que la rasgase de un tirón.
—Sí, bueno, su hoja de ingreso dice “Fernando Ayuso Rodríguez”, pero
supongo que será el mismo, Flor de Primavera —sonrió el guardia, y el ceño de
Alejandro se acentuó. Se puso en pie lentamente—. Por lo menos tiene tarjeta sanitaria,
aunque lleva caducada desde finales de los noventa —continuó el guardia, posando la
mano en el antebrazo de Isabel y volviéndose hacia él—. Eh… Valverde —Su sonrisa
se ensanchó—, mucha suerte mañana, ¿eh? No me falléis, que he puesto un dos en la
quiniela, tío…
—Eh… ¿No? —murmuró Alejandro, saludando a Isabel con una mano mientras
el guardia la arrastraba hacia el cartelote de “Quirófanos”. Ella se volvió sin dejar de
andar, le dirigió una amplia sonrisa y le devolvió el saludo antes de desaparecer tras las
dobles puertas blancas.
Como todos los sábados, la “Cuadratura” ignoraba alegremente todas las reglas sobre el
aforo de los locales de hostelería y estaba repleto hasta la mismísima bandera de un
público de lo más variopinto, que iba desde los estudiantes poseídos por arrebatos
hormonales que les obligaban a gritar y hacerse notar por donde quiera que pasaran
hasta adultos confusos y despistados que aprovechaban los fines de semana para
deshacerse del traje, la corbata y, de paso, del anillo de bodas. Hasta ese momento,
Carlos no había terminado de discernir si encontraba más risibles a los primeros o a los
segundos, pero ese día, con la señora de Monteferro convertida en un ejército enemigo
en sí misma y el anillo dorado quemando en el bolsillo de sus vaqueros como si los
Nazgûl estuvieran a punto de aparecer por la puerta para tomarse unos cubatas y de paso
arrastrarlo a Mordor, el asunto ya no le parecía tan interesante ni mucho menos tan
divertido.
Abriéndose paso a empujones llegó hasta su puesto de observación favorito
junto a la barra, donde un Fran agotado y con cara de estar a un paso del asesinato de
masas lo recibió con una sonrisa cansada. Un minuto después, un taburete aparecía de
algún lugar recóndito y volaba por encima de la barra para terminar en manos de Carlos
tras esquivar un par de cabezas, tirar dos cervezas y deshacer el peinado de una chica
con aspecto ratonil que los miró como si merecieran la muerte. Carlos esquivó varios
pies para colocar el taburete en el suelo, tomó asiento y se acodó sobre la barra,
inclinándose hacia el camarero para pedir un whisky que apareció casi al momento
acompañado por unas olivas y unas patatas que harían temblar de miedo a cualquier
endocrino con conciencia. Demasiado atareado para ponerse a charlar como de
costumbre, Fran le dirigió una mirada resignada y volvió al trabajo de inmediato, para
alivio de Carlos, que lo último que necesitaba en este momento era escuchar otra de las
inacabables diatribas del camarero sobre las mujeres de su vida: su madre y el fracaso
sentimental de turno.
Se llevó el vaso a los labios y dio un largo trago, mirando sin ver las escenas que
se desarrollaban a su alrededor. Cualquier otro sábado normal estaría divirtiéndose con
el teatrillo que montaban los humanos intentando con más o menos gracia y más o
menos éxito llevarse a sus oponentes a la cama, mientras dejaba que su radar paseara
por el local buscando a alguna nena con exactamente el mismo propósito. O estaría con
algún amigo ingiriendo cantidades escandalosas de alcohol y echándose unas risas para
terminar preguntándose cómo había terminado en el suelo de los lavabos después de
haber regurgitado la mitad de su hígado autoregenerable. O simplemente escuchando a
Fran y sus chorradas, o a cualquier otro de los muchos camareros perfectamente
intercambiables que regían los locales de toda la ciudad.
Pero esa noche no tenía malditas las ganas de relacionarse con ningún ser
humano a ningún nivel, y ni siquiera le parecía atractiva la idea de terminar el vaso de
whisky y pedirse uno nuevo, y otro, y otro más, hasta que se apagara el interruptor de su
cerebro y su hígado lo denunciara por crímenes contra la humanidad. Los sonidos del
local —el murmullo de las conversaciones, la vajilla entrechocando, la música
demasiado alta, los quejidos del vaporizador de la cafetera—, que tan familiares y
gratos le resultaban habitualmente, en este momento se estaban convirtiendo en una
cacofonía insoportable que taladraba sus oídos, se abría paso hasta su cerebro y se
dedicaba a darle irritantes golpecitos en el hombro a su mal humor, hasta que éste
estalló y lo obligó a levantarse, dejar el vaso prácticamente lleno encima de la barra y
salir de ahí después de dejar un billete arrugado junto a él.
Se abrió paso de nuevo entre la gente y recibió la caricia del aire fresco y el
silencio sólo alterado por el murmullo del tráfico. Sacudió la cabeza, y soltó un gruñido
confuso y furioso a partes iguales.
Vale, es la resaca. Sólo la resaca, se dijo. Ayer bebiste hasta hartarte, follaste
hasta hartarte, y hoy lo que necesitas es estar en casa tranquilito. Así que ve por el
coche y… Mierda.
Demasiado concentrado en un mal humor que no pretendía detenerse a analizar,
había olvidado por completo que en este momento no tenía casa. O sí la tenía, pero
estaba temporalmente ocupada por la señora de Monteferro y sus trillizos mutantes, las
últimas cuatro criaturas sobre la tierra a las que quería echarse a la cara. Soltó una
imprecación en voz alta, que hizo que una parejita que lo esquivaba para entrar en la
“Cuadratura” lo mirara como si fuera una fiera peligrosa, y se llevó la mano a los
bolsillos de los vaqueros con tanta rabia que el móvil casi atravesó el forro en lugar de
acabar en su mano. Rebuscó en la agenda, miró el nombre que parecía reírse de él desde
la pantalla y pulsó el botón de llamada con un suspiro irritado.
Javier tardó tanto en contestar que a punto estaba de colgar, ir a por el coche y
largarse a un puto hotel, cuando lo saludó con su voz convertida en un susurro.
—¿Carlos? ¿Dónde estás? —Se hizo un breve silencio, y antes de que Carlos
pudiera responder, el chico volvía a hablar con tono crítico—. Si es entre las piernas de
la morena no quiero saberlo —gruñó—. Lina está aquí, y no sé lo que le has hecho,
pero…
—¿Lo qué le he hecho yo? —exclamó Carlos repleto de justificada
indignación—. ¿Pero qué coño…? Joder, cachorro, gracias. Se supone que eres amigo
mío, ¿no?
—Y lo soy —replicó Javier—. Y como lo soy, te conozco, chaval. Mira, tío: no
sé qué has hecho para joderla esta vez, pero la has jodido con ganas. Me he tenido que
largar de la habitación, porque en este momento, si Marta se entera de que estoy
hablando contigo, me corta los huevos.
—Ya… —suspiró Carlos, apretándose el puente de la nariz—. Bueno, pues
nada… —dijo. Se disponía a colgar cuando escuchó la voz de Javier pronunciando su
nombre a gritos al otro lado de la línea—. ¿Qué? —preguntó en un murmullo, sin ganas
siquiera de decirle en tono de burla que con esos berridos no sólo Marta, sino todo el
Hospital debían saber ya con quién estaba hablado.
—Carlos, joder, no me cuelgues, coño —gruñó—. A ver, ¿dónde estás?
—Yo qué sé. En la calle. En la puerta del “Cuadratura”.
—¿En la puerta…? —repitió Javier con tono incrédulo. Se hizo un silencio
calculador al otro lado de la línea, y cuando volvió a hablar usó el mismo tono sereno,
amable y distante que tan buenos resultados le daba en las ruedas de prensa—. Vale. No
te muevas de ahí. Voy ahora mismo.
—Oye, mira, en serio, da igual —dijo Carlos en tono hastiado—. No tengo
ganas de charla. Sólo te llamaba para ver si me podías dejar las llaves de tu casa, pero…
—¿Y a qué coño te crees que voy, tío? —masculló Javier antes de colgar.
Carlos se quedó mirando el teléfono con una mezcla de agradecimiento e
incredulidad, y lo guardó en el bolsillo de sus vaqueros antes de abrazarse a sí mismo
con el abrigo y apoyarse en la pared decorada con grafitis, preguntándose en qué puto
momento su vida había empezado a convertirse en un jodido desastre.
Colgó el teléfono, suspiró y se lo guardó en el bolsillo del estropeado traje antes de
asomarse de nuevo a la habitación para despedirse de Marta.
—Ahora vuelvo, ¿vale? —murmuró, enderezándose rápidamente y rebuscando
en los demás bolsillos. Se mordió el labio—. Bueno, es que… Eh… Ahora vuelvo. —
Miró a Lina, que lo observaba con los ojos entrecerrados—. Uh —murmuró. Parpadeó
rápidamente y finalmente logró encontrar el resorte que movía los músculos de su cara
para esbozar una sonrisa titubeante—. Lina…
Lina lo miró fijamente un instante antes de suspirar.
—¿Así que Carlos va a dormir en tu casa?
—Eh… Sí, eh… —balbució Javier. Sacudió la cabeza y puso los ojos en
blanco—. Sí —repitió en tono normal—. Voy a darle las llaves, porque nosotros vamos
a quedarnos aquí esta noche, y…
Javier se la quedó mirando, sin saber muy bien qué más decir. —Eh… Lina —
dijo al fin—. Eh… Oye, yo…
Lina negó con la cabeza. —No digas nada, Javier. Vete a darle las llaves a mi…
marido —gruñó—, y no digas nada.
Sin una palabra más se inclinó sobre Marta y susurró algo incomprensible. Javier
se quedó inmóvil un minuto, intentando escuchar los susurros de Lina y las respuestas
de Marta, y finalmente se encogió de hombros y se dirigió hacia el ascensor.
—¡Dile que no desordene mucho, que ya tuvimos bastante el mes pasado con el
desastre que nos dejaron los chicos de la poli! —exclamó Marta desde el interior de la
habitación.
—Se… se lo diré —contestó Javier sin dejar de andar.
—¡Y que nada de chicas! —gritó Marta—. ¡Si quiere echar un polvo, que se
vaya a un hotel! ¡O mejor —añadió a voz en grito, para asegurarse de que Javier la oía,
supuso— que se vaya a su casa con su mujer!
—Pues si quiere echar un polvo con su mujer, va listo —oyó gruñir a Lina antes
de que las puertas del ascensor se abrieran delante de él.
Saludó a la recepcionista con la cabeza, ignorando su expresión repentinamente
anhelante y su sonrisa coqueta, y atravesó las puertas de cristal que lo separaban de la
calle. Arrebujándose en la chaqueta manchada del traje para protegerse del frío de
febrero, echó a andar calle arriba, y se detuvo bruscamente cuando estaba a punto de
chocar con un hombre que torcía la esquina del hospital. Conteniendo una exclamación
contrariada, se echó hacia atrás y musitó una rápida disculpa. Anda que vaya nochecita
llevas, muchacho, gruñó para sí. Sólo te falta chocarte con las farolas…
—Buenas noches, Javi. Ayuso —se corrigió.
Parpadeó rápidamente y levantó la vista. La sonrisa divertida de Valverde le
saludó desde la esquina del edificio.
—Vaya —dijo, sorprendido—. Alex. Valverde, quiero decir. —Sus labios se
curvaron en una sonrisa burlona—. ¿Todavía estás aquí…? ¿Qué has hecho, recorrerte
todo el hospital buscando el baño?
—Qué va. Lo he encontrado a la primera —contestó Alejandro devolviéndole el
gesto—. Y encima no estaba ocupado. Debe ser que a tu amigo Carlos se le pasaron las
ganas después de encontrarse con su mujer en el pasillo. —Su sonrisa se ensanchó—. Si
es que no se puede estar todo el día en el servicio, lo tengo dicho. Que luego vas sin
ganas, joder.
—Ganas no son precisamente lo que le falta a Carlos —gruñó Javier.
—Pues que se vaya mirando la próstata —rió Valverde antes de darle una
palmada amistosa en el hombro—. Me voy a casa. Mañana a las tres, ¿eh?
—Sí, oh, segundo capitán —sonrió Javier—. ¿Lo saben todos?
—Toditos todos —asintió Alejandro—. Incluso Ivar va a venir con nosotros,
aunque no esté convocado. El jueves llamó a Jorge para decirle que estaba hasta los
testiklen de vernos hacer el tonto por la tele cuando jugamos fuera, y que hiciera el
favor de reservarle un asiento, que tenía muchas ganas de reírse. —Puso los ojos en
blanco—. De verdad, creo que tu hermana ha sido una muy mala influencia para ese
chico. Con lo agradable que parecía cuando llegó…
—Sí, bueno, fíate de estos suecos —rezongó Javier—. Que parecen muy majos,
y a la que te descuidas te invaden, te matan y se follan a tus mujeres.
—Ten un ojo encima de Marta, entonces —rió Valverde, alzando la mano en
señal de saludo.
—Sí, vale. Y tú en tu… baño —sonrió Javier, metiéndose las manos en los
bolsillos y echando a andar hacia el luminoso que proclamaba a los cuatro vientos que
“La Cuadratura del Círculo” estaba allí y esperaba con las líneas abiertas a cualquiera
que tuviera ganas de filosofar encima de un vaso de tubo.
Carlos se apartó de la pared cuando vio a Javier girar la esquina con paso rápido con la
vista fija en la puerta del “Cuadratura”, como si no hubiera creído ni por un momento
que él estuviera esperándolo fuera. Cuando lo vio, ralentizó el paso y frunció el ceño
con una expresión a mitad de camino entre la preocupación y la sorpresa. Carlos
sacudió la cabeza y caminó hacia él, intentando reprimir su mal humor, que había
empeorado considerablemente esperando al fresco frente al local del que no dejaba de
entrar y salir un goteo constante de gente con caras alegres, poseídas por el espíritu
bondadoso del fin de semana. Se forzó a esbozar una sonrisa de agradecimiento,
recordándose una y otra vez que el chaval no tenía la culpa de nada y que le estaba
haciendo un favor que podía meterlo en un lío del quince con su nena. Así que era
mucho mejor que mantuviera la bocaza cerrada, aguantara el chaparrón que le iba a
caer, refrenara su puta lengua y se limitara a asentir como si tuviera toda la razón del
mundo.
—Estabas fuera —dijo Javier con incredulidad cuando Carlos llegó junto a él.
Cierra la boca, cierra la boca, cierra la boca. Por una vez en su vida Carlos
consiguió seguir su propio consejo y se limitó a encogerse de hombros por toda
respuesta. Javier sacudió la cabeza y apoyó la mano en su hombro, en un gesto de ánimo
que tuvo la prudencia de disimular empujándolo hacia la pared, lejos del tránsito de
gente que paseaba por la acera.
—Gracias —murmuró Carlos, cuando le tendió las llaves.
Javier chasqueó la lengua. —No me des las gracias, joder. Limítate a dejarlo
todo como lo encontraste, o Marta nos va a matar a los dos. Y por favor, por favor, si
vas a llevar a alguien encárgate de que desaparezca antes de…
—No voy a llevar a nadie —lo interrumpió Carlos secamente—, sólo quiero
sobar un rato. Y ahora lárgate, anda —lo instó forzándose a sonreír y adoptar un aire
despreocupado—. No vaya a ser que tu nena te enseñe una tarjeta roja, o algo.
Calzonazos.
Javier enarcó las cejas y lo miró con gesto crítico. Después suspiró, pareció
dispuesto a decir algo, y finalmente se dio la vuelta, dirigiéndose de nuevo al hospital.
Antes de que pudiera pensar en lo que hacía, Carlos lo detuvo, sujetándolo por el brazo.
Javier se volvió a mirarlo con curiosidad.
—Oye, cachorro. Eh… No es que me importe, vamos… Pero…
Javier suspiró de nuevo y adoptó un aire entre reprobador y comprensivo que a
punto estuvo de hacer flaquear todos los buenos propósitos de Carlos acerca de
mantener la boquita cerrada y encadenarla junto con su natural sarcasmo.
—Está muy cabreada, Carlos —masculló—. Pero mucho.
—Ya. Bueno. Vale —murmuró Carlos, rascándose la cabeza—. Pues que la
follen —decidió por fin, encogiéndose de hombros.
—Sí, eso es lo que tú quisieras —replicó Javier—. Pero tal y como están las
cosas, vas a necesitar un milagro. Mamón.
Carlos enarcó las cejas con incredulidad hasta que casi rozaron su cabello
despeinado por el aire y los tirones nerviosos que llevaba media hora
proporcionándoles. —¿Lo que yo…? Estoy cansado de follármela, tío —gruñó irritado.
—Cansado, mis cojones. Cada día que pasa mientes peor, Monteferro —rió
Javier, burlón.
—No me conoces tan bien, chaval —masculló—. Pero si es mejor así. Si ya
empezaba a hartarme de ella —añadió encogiéndose de hombros—. Será por nenas…
—Entonces no querrás que hable con ella, para ver si calmo un poquito las
cosas, ¿no? —dijo Javier en tono irónico.
—Habla con quien quieras, tío, pero no me rompas los huevos —respondió
Carlos mostrándole los caninos en una mueca amenazadora que no impresionó lo más
mínimo a Javier—. Mira: me voy a sobar, ¿vale? Gracias por el asilo —dijo, alzando las
llaves que tintinearon frente a sus ojos—. Te acompaño al Hospital, que dejé ahí el
coche.
Javier lo miró en silencio y suspiró una vez más. —Yo voy a pasar la noche con
Marta, pero ya te llamo cuando le den el alta y te cuento.
—No me cuentes nada que no hace falta —gruñó Carlos. Echó a andar hacia el
Hospital, acompañado por Javier, que seguía mirándolo con gesto crítico. Estaba
dispuesto a ignorar esa miradita, pero finalmente no pudo aguantar más—. ¿Qué? —
preguntó, irritado.
El chico sacudió la cabeza con aire exasperado. —Eres un puto cabezota de
mierda, Monteferro —gruñó—. Y déjame que te diga una cosita: si no vas a hablar con
ella por ti, al menos hazlo por cumplir con tus promesas. Que no eres lo bastante buena
persona como para ir por ahí encima faltando a tu puta palabra.
Carlos frunció el ceño, confuso. —¿De qué coño hablas, cachorro?
—Que te acabas de casar con ella, imbécil. Y algo le habrás prometido, y delante
de un altar, encima.
Carlos soltó una carcajada incrédula. —¿Y qué? ¿Qué crees que va a pasar,
hombre? ¿Qué se van a abrir los infiernos para tragarme si no lo cumplo? —rió—.
Vamos, no me jodas.
—Haz lo que quieras, pero no creo que tengas el Karma como para andar
rompiendo promesas, chaval —dijo Javier en tono alegre. Después, volvió a esa
máscara de amabilidad que a Carlos estaba empezando a atacarle los nervios—. En
serio, tío. ¿Por qué no intentas…?
Carlos lo interrumpió con un bufido exasperado.
—Mira, cachorro: Intenté hablar con ella antes, ¿vale? Y me mandó a tomar por
culo, así que hasta ahí. Si quiere algo, que venga y me lo diga, que yo ya llevo mucha
mili como para perder el tiempo con jueguecitos estúpidos. —Llegó hasta su coche y
rebuscó en los bolsillos intentando encontrar las llaves, que siempre parecían
empeñadas en ocultarse en el último lugar en el que miraba. Finalmente, localizó el
mando y apuntó hacia el coche que lo saludó con un parpadeo de luces y el habitual
“bip-bip”. Carlos sintió que su humor mejoraba cuando se sentó en el asiento del
conductor, acariciando el volante con gesto distraído. Al menos su Porche jamás se
enfadaba, jamás le tocaba los huevos, nunca estaba con la regla, y siempre respondía a
todas sus indicaciones con precisión germánica en una décima de segundo. Mujeres.
Quién coño necesita a las mujeres en un día como el de hoy, teniendo un coche como
éste. Cerró la puerta, puso el contacto, y bajó la ventanilla para mirar al cachorro, que
seguía plantado junto al coche mirándolo con expresión inescrutable—. Anda, pírate
con tu nena y tus trillizas, tío, que te va a caer una bronca del carajo por hablar con el
diablo en persona —rió, antes de meter la marcha atrás y enfilar el camino de salida del
parking. Carlos se acomodó en el asiento, sacudió la cabeza, gruñó, y finalmente dejó
que su testarudez le ganara la partida al resto de las emociones que le atenazaban las
tripas y esbozó una sonrisa irónica dirigida a sí mismo y a su estúpido mal humor.