Revista de prensa - El portal sobre el arte del toreo ... · Todo cobraba sentido, la pureza...

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1 Taurologia.com Revista de prensa El Correo Exquisito Diego Urdiales, tarde cumbre BARQUERITO A sus dos toros los hizo rodar sin puntilla y de notables estocadas Diego Urdiales. A los dos los toreó más que bien. No fue sencillo el que partió plaza, pero sí bravo. Tardo, incluso apalancado. Hubo que llegarle mucho. Llegarle a un toro es tanto como meterse en su terreno y pisarlo. Dos virtudes tuvo el toro: carácter para repetir y fijeza en el engaño. Por la mano izquierda, violencia. Desarmó a Diego de tremendo trallazo. Por la diestra, siendo de polvorilla y sin terminar de descolgar ni romperse, tuvo trato. Y por esa mano fue la faena toda.

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Revista de prensa

El Correo Exquisito Diego Urdiales, tarde cumbre BARQUERITO A sus dos toros los hizo rodar sin puntilla y de notables estocadas Diego Urdiales. A los dos los toreó más que bien. No fue sencillo el que partió plaza, pero sí bravo. Tardo, incluso apalancado. Hubo que llegarle mucho. Llegarle a un toro es tanto como meterse en su terreno y pisarlo. Dos virtudes tuvo el toro: carácter para repetir y fijeza en el engaño. Por la mano izquierda, violencia. Desarmó a Diego de tremendo trallazo. Por la diestra, siendo de polvorilla y sin terminar de descolgar ni romperse, tuvo trato. Y por esa mano fue la faena toda.

 

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Diego tomó al toro en corto y cruzado, eligió para torear el tercio junto a la segunda raya y en el terreno opuesto a toriles. Terreno de sol en Bilbao, pero delante de la afición más rigurosa de Vista Alegre. Tendido 5. Y eso tuvo de examen la faena. Trabajo sucinto, armonioso, bien compuesto y armado, librado en apenas cuatro o cinco tandas de estructura y remate clásicos: cuatro y el cambiado por alto. Ligados los cuatro y cosido a los cuatro el cambiado, sacado con limpia calma. El muletazo de fondo, siempre corto y en semicírculo. La pureza. Descolgado de hombros Diego. Ni asomo de tensión, pese a que en algunos momentos el toro, como todos los que tardean, era de poner a prueba los nervios. Diego se ayudó de la voz para reclamar al toro. Pero lo toreó con el vuelo suave de una muleta diminuta y bien planchada. Parsimoniosa la operación. Firme la figura, suelto el brazo armado, caído el otro casi a plomo. Cuando el toro protestó, un par de cabezazos al revolverse, Diego cortó faena, cuadró sin demora y, en fin, la espada por el hoyo de las agujas. Se sintió que había en las galerías más que en los tendidos bajos gente venida desde La Rioja para ver a su torero. Verlo y encontrárselo con una seguridad muy llamativa. Y una novedad: un sitio y una decisión con la espada que iba a ser clave para que la tarde fuera de verdad gloriosa. Pálidas se quedaron la primera faena y el primer triunfo en comparación con lo que vino después. Un toro, ‘Favorito’, castaño, 540 kilos, gordito, corto de manos, de Alcurrucén. Recogido de cuerna, tocadito más que engatillado, muy astifino. La cabeza de los viejos toros de Núñez de los años 60. «Estrecho de sienes», dicen los toreros de ahora. El toro de los 60 y el toreo de esa época también, tomado de las fuentes clásicas. El aire y la manera fundidos de dos grandes maestros, Curro Romero y El Viti, que el pasado invierno proclamaron su preferencia particular por las maneras, los aires y el concepto de Diego y lo dejaron señalado: así se toreaba en su época y así se puede y debe torear. ¿Cómo? Sedosamente, tomando la muleta como si no pesara, dando apariencia de liviano al muletazo profundo, revistiéndolo de naturalidad, posado Diego en las zapatillas, ni un pisotón, ni un tirón. La sencillez, que en el toreo es cosa compleja. Solo en una primera tanda de tienta estuvo brusco el toro, que mugió y casi bramó al tomar engaños. De tablas al tercio en solo cinco embestidas, y enseguida empezó un concierto que fue exquisito. Una tanda en redondo de cinco y el cambiado; otra de seis y su remate tras un previo cambio de mano. Bellísimo. La dulzura del toro, su ritmo y su fijeza; y una muleta prendida con las yemas de los dedos. Por la mano izquierda el toro pidió más distancia de la que le dio Diego en una primera tanda no lograda. En la segunda, más en largo la toma, rompió muy en serio el dibujo, soberbio el ajuste, que la cara del toro consentía tanto como la forma de humillar y darse. De esa segunda tanda, abrochada con un pase de la firma a media altura, salió el toro entregado y rendido. Como si se descolgara de hombros tanto como el propio Urdiales. El cambio de espada se tomó mucho tiempo. El toro esperó paciente y dócil el regreso de Diego. Los cinco muletazos previos a la igualada -el penúltimo,

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un singular molinete- fueron de compás, improvisación e imaginación extraordinarios. En pie mucha gente. Y la espada por el hoyo de las agujas. El toro murió de bravo, dando la cara a tablas y apoyándose en las manos como anclado en ellas antes de rodar. Las dos orejas. Diego se echó a llorar al recoger la montera del brindis, se fundió en un abrazo con Víctor Hugo Saugar, que lo esperaba en los medios montera en mano, y antes de recoger el premio se sentó en el estribo para decargar una llantina incontenible. La vuelta al ruedo fue épica. Al pasar frente a picadores, se abrazó con los dos suyos, que a su vez se habían pegado ya un par de abrazos. Y saltos de alegría. No fue para menos. El toro se arrastró con sonora ovación. Un toro de Sevilla por escaparate. Esas dos ilustres faenas hicieron sombra a todo lo demás. EL MUNDO: Oda para la eternidad de Urdiales y 'Favorito' ZABALA DE LA SERNA Escribía yo que ya no se entienden las Corridas Generales sin la tarde de sabor de Diego Urdiales, que no había fallado en los últimos siete años su gota de clasicismo, la nota de lo distinto. Como diferencia a las temporadas anteriores, la ganadería talismán de Bilbao: Alcurrucén. Y como distinción 'Favorito', un castaño engatillado, el privilegio del temple y la humillación. Y entonces la gota de Diego fue la lluvia hembra que cala las almas, y el mar de lágrimas por el toreo vertido, tantas veces soñado, tantas otras añorado. La faena de Urdiales desprendía lecturas añejas en cada muletazo, en cada derechazo dibujado con la cintura y sentido en el pecho. Porque en ellos nace y muere el compás. Diego se hundía y acariciaba a 'Favorito' con los flecos, y palpitaba el clasicismo imperecedero con un gusto descomunal. Todo cobraba sentido, la pureza líquida, los espejos en los que bebió el toreo, la izquierda cimbreada que parió la lentitud, la parsimonia y un cambio de mano de zurda a diestra grabado a fuego en las retinas. De cadera a cadera el toreo, como dice Curro. Un reloj de arena interminable en su muñeca. Los redondos que caían con cadencia de hoja de otoño, el otoño que ya viene. Se cortaba el aire cuando Diego Urdiales se acercaba a la barrera a por la espada, y cuando volvía con ella, y cuando esculpió trincherillas de soberbia torería. La plaza rugía. Siguió rugiendo callada con Diego Urdiales perfilado. El pulso se paraba. ¡La estocada fue! La estocada, ¡qué estocada! Matías asomó ante el griterío los dos pañuelos a la vez. Por si había dudas. Y ahora las lágrimas fueron de Diego, que se había vaciado en un mar de toreo, derramando esencias, aferrado a la gloria. La ovación unánime oiría 'Favorito', otra cumbre de Alcurrucén, como la de Jabatillo en San Isidro pero de otra forma y otro modo. Una oda para la eternidad la de Urdiales y 'Favorito'. Había pisado Urdiales moqueta en cartel de gala con un castaño careto de astifina belleza y huidiza salida, propia del encaste. Costó fijarlo en el capote, finalmente sobre las piernas. Lo que ya no estaba tan en la línea

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Núñez era la escasa humillación, un derrote permanente. Las dobladas hacia los medios como prólogo de faena sembraron un camino de piezas antiguas. Tras ellas fue como si el tornillazo se hubiera pulido. Diego no se dejó tocar la muleta en redondo. Imprimió fuerza al toque y obedecía el alcurrucén, que aportó importancia con sus aristas. Al natural, de un gancho por arriba, se llevó el toro la muleta. Así que cuajó por la derecha la mejor ronda de la faena, una serie en la que se sintió torero a pesar de que en el cuarto viaje el toro reponía por dentro. Allí en la soledad de los medios se descaró, pasó el pitón contrario, vendió su hacer. Y sobre todo apretó los dientes en una estocada que sonó como un crujido de huesos. Una oreja a ley. A hombros elevaron a Diego Urdiales entre gritos de "¡torero, torero, torero!". Urdiales a los altares del toreo eterno, Diego para la eternidad. ABC: Cumbre de Diego Urdiales, de rioja y oro ANDRÉS AMORÓS ¡Se acabaron las polémicas y los enfados! Una excelente corrida de Alcurrucén y una faena cumbre de Urdiales ponen de acuerdo a todos, sin excepción: corta una oreja al primero, dos al segundo y abre por primera vez, en esta Feria, la puerta grande. Nadie le pone ni un pero. Diego había apuntado siempre buenas cualidades pero esta tarde logra la mejor faena de su carrera y se consagra, por fin, como figura. Su triunfo es bueno, además, para estas Corridas Generales y para los valores del toreo clásico. Propician el triunfo los toros de Alcurrucén: serios, bien presentados, con casta y movilidad; varios, aplaudidos en el arrastre. Urdiales era ya torero de culto de buenos catadores; esta tarde, lo confirma plenamente. El primero, un serio castaño, sale suelto, llega a la muleta encastado, reservón. Diego corre la mano con clasicismo, aguanta algún gañafón: no es faena completa pero conecta mucho con el público. La gran estocada ya merece la oreja. El cuarto, «Favorito», castaño, de 544 kilos, embiste con gran nobleza, con ese «tranco de más» (Pablo Lozano dixit) que los buenos toros del encaste Núñez tienen. Urdiales vuelve a lucir su estilo en muletazos pausados, armoniosos, al son de la preciosa «España cañí» (ese título que, ahora, algunos ignorantes menosprecian). Cuando el toro se apaga, los pases, muy lentos, muy reposados, levantan un clamor: un ejemplo de toreo de verdad, puro y clásico, sin trampa ni cartón. El remate, pleno de torería, y la gran estocada exigen las dos orejas. Sentado en el estribo, antes de recibir las orejas, lloraba Urdiales lágrimas de hombre, al ver cumplido su sueño: ¡cuántos días de esfuerzo y dureza para llegar a éste! Mientras tanto, todos, de pie, aplaudíamos, entusiasmados. Su toreo reposado me ha recordado la frase de Cañabate, en Bilbao: «Las sardinas de Santurce y el buen toreo hay que paladearlos con el mismo reposo». Pero Diego es riojano, iba vestido de rioja y oro. Sus muletazos han tenido la suavidad del mejor vino de Rioja, que nunca empalaga; y, con el bravo alcurrucén, ha alcanzado el oro de la gloria. Lo

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dijo el maestro Marcial Lalanda: «Un toro bravo y un torero clásico: no existe una belleza comparable». Diario de Sevilla: El elixir torero de Diego Urdiales LUIS NIETO Está visto que los buenos aficionados -caso de Bilbao- se emocionan con el buen toreo, aunque sea en dosis pequeñas; y no con decenas de muletazos insulsos. Curro Romero, que ha sido un genio, como en tantas cualidades, en dar con la medida exacta cuando ofrecía su tarrito de esencias, nos declaraba en una entrevista en estas páginas su predilección por Diego Urdiales entre los toreros actuales. Y es que el riojano lleva a rajatabla ese axioma. Ayer, en Bilbao, sólo con un par de series plenas en armonía, temple y buen gusto consquistó al público de Bilbao en su primero y consiguió un trofeo ante el serio toro que abrió plaza, tardo, pero con nobleza, que embestía mejor por el pitón derecho. Por ahí, Urdiales, con torería, dibujó bellos muletazos y un pase de pecho inmenso. Todo ello coronado por una gran estocada. Ante el cuarto, un tío, precioso castaño de nombre Favorito, con buenas hechuras y que embistió con gran clase, Urdiales estuvo soberbio. La plaza rugió una y otra vez ante tanta belleza. Con quietud, buena colocación y naturalidad desgranó un faenón. Con la derecha rezumó torería en los muletazos, entre tanto el toro humillaba tras la tela encarnada. Con la izquierda dibujó naturales de belleza sublime, especialmente en una serie en la que añadió un cambio de mano y un profundo remate. El cierre, con trincherillas y un molinete invertido -el primigenio-, que realizaba Belmonte, fue una explosión de torería. La obra tuvo como colofón lo que merecía: una soberbia estocada. Diego Urdiales paseó las dos orejas entre lágrimas a los gritos de "¡Torero, torero, torero!". Diego Urdiales fue paseado a hombros y atravesó la Puerta Grande de Bilbao tras una tarde histórica en la que ofreció al aficionado su elixir torero, ese que tiene entre otros ingredientes torería, naturalidad, buen gusto... ¡Casi nada! EL PAÍS: Urdiales conquista Bilbao ÁLVARO SUSO Y parecía que Bilbao había perdido el sentido… En plena crisis de esta feria llegó Diego Urdiales con el toreo de verdad, el que emociona, el que devuelve el sentido a la fiesta y se llevó tres orejas que le sirvieron para salir por la puerta grande de Vista Alegre. Los tendidos estaban aún heridos por el fiasco del día anterior. La afición con la llaga doliente todavía acudió a la plaza con el deseo de ver algo diferente. Y lo encontró. Volvieron los toros

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serios, bien presentados. No fue una corrida exagerada ni mucho menos, pero los de Alcurrucén tuvieron el trapío que se presume a esta plaza. Todos salvo el tercero, que además de pequeño se mostró flojo de los cuartos traseros. Pero no se aburrió nadie, no hubo tiempo para despistes y la tarde se pasó en un abrir y cerrar de ojos. Respiró el público de Bilbao; el aficionado ve una salida a este túnel en el que se encuentra esta plaza. Nos lo mostró Diego Urdiales, torero casi local en Bilbao y, más aún, ayer, con cientos de riojanos apostados en las butacas de Vista Alegre. Sabía el de Arnedo que gran parte de su futuro se lo jugaba en la carta de Bilbao, donde tantas orejas ha cortado y donde necesitaba un triunfo rotundo. Y estuvo cumbre. En el primero demostró sus intenciones: firmeza, colocación y seguridad. Una estocada de bandera cerró una faena a la que solo le faltó insistir por el complicado pitón izquierdo. Oreja de ley. Pero fue en el cuarto cuando llegó la confirmación. El arnedano se citó con un toro incierto, que cabeceó con insistencia en el capote y en banderillas, como bien lo sufrió El Víctor. Pero Urdiales no se dejó nada dentro y a la primera tanda de derechazos le siguieron momentos más grises; la solución fue ponerse en el sitio, cruzado como no lo ha hecho ningún torero en esta feria, en el pitón contrario, con los muslos por delante y en los mismos medios; momentos ovacionados desde los tendidos. Un ramillete de naturales bellos y un par de derechazos encajados antes de culminar con cuatro muletazos por bajo delante de la puerta de la enfermería que quedarán para siempre en la retina del aficionado y que hicieron rugir a los aficionados. Una estocada perfecta y dos pañuelos al unísono en el palco. La faena tuvo defectos, pero tuvo tanta verdad que casi nadie de los presentes podía poner en duda aquella puerta grande. Seguro que por la televisión se sacarán muchas razones para calificar de benévolas las dos orejas pero en la plaza se vivió la magia que en ciertos días recorren los tendidos como un calambre que emociona a los aficionados. Eso es el arte del toreo, representados en aquellos ayudados de ensueño. MARCA: Urdiales hace un monumento al toreo y recita una lección de tauromaquia CARLOS ILIÁN Diego Urdiales conquista la cumbre en Bilbao y no sólo ha hecho un monumento al toreo, es que además ha tapado muchas bocas y de paso ha dejado en ridículo a las llamadas figuras, las que llegan a Bilbao cobrando un pastón y exigiendo la tora tonta. Ayer el torero de Arnedo se plantó sobre el negruzco ruedo bilbaíno para recitar la más hermosa, la más pura y la más auténtica lección de tauromaquia. Ya en su primero, áspero y echandso la cara arriba, enseñó al toro el camino del temple y sobre el pitón derecho

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cuajo muletazlos de gran hondura. Una estocada nortal y la primera oreja para el torero. Pero lo grandioso se hizo esperar hasta el cuarto toro, un ejemplar con clase aunque había necesidad de entender y den no maltratar. Urdiales fue trenzando los derechazos soberbios, de inmensa pureza, siempre cruzado y cargando la suerte. Así llegarían luego los naturales inmensos de reposo, de temple, de manso. Entre tanda y tanda las trincheras torerísimas y los molinetes de cartel y para el final una enorme estocada.En el palco asomaron directamente los dos pañuelos. No había duda. Aquí nadie discutía. Y el torero lloraba sentado en el estribo porque todo aquello era el premio a un esfuerzo titánico de muchos años y entre enormes injusticias. Y esas dos orejas eran, por supuesto,el premio a un monumento del toreo. Lo construyo un riojano, DIEGO URDIALES, sí con mayúscula. Le esperaba al final la puerta grande, pero muy grande. Agencia EFE: La pureza de Diego Urdiales sentencia la feria y marca las diferencias Paco Aguado SIMPLEMENTE, EL TOREO De repente, se acabaron los debates bizantinos sobre las orejas y los criterios presidenciales que marcaron la polémica y las tertulias del Bilbao taurino toda la semana, porque, como un halo de luz, el buen toreo apareció sobre la arena de Vista Alegre para poner a todos se pusieron de acuerdo. Quien aportó a la feria, y a la temporada, la magia y la grandeza de lo excepcional, esa dimensión verdaderamente trascendente de este arte de héroes singulares, fue un menudo torero de La Rioja que atesora un sentimiento torero de gran reserva. Y eso que a Diego Urdiales ninguno de los toros de su lote le puso las cosas fáciles para desplegar, con apenas veinte pases a cada uno de ellos, el poso, el temple, el buen gusto y la hondura que hicieron rugir los tendidos bilbaínos con un eco distinto al de las tardes de triunfos rutinarios. Bastó que el primero, que no le regaló ni una de sus secas y reservonas embestidas, siguiera mínimanente su muleta para que ya abriendo plaza el torero de Arnedo se hiciera con una oreja de peso. Claro que para sacarle esa docena larga de pases intensos hubo de comprometerse por completo, pisando el terreno minado ante las astas, poniendo en el empeño una irrenunciable sinceridad y asentando las piernas como plomo para poder mover los brazos con sutil precisión. Así que fueron un puñado de derechazos de gran autenticidad, junto una estocada de honestidad brutal en la que dobló la cintura en el mismo filo del pitón, los que marcaron ya una palpable diferencia con casi todo lo visto esta misma feria. Pero lo realmente contundente llegó con el cuarto, un toro castaño de poca entrega inicial al que Urdiales fue encelando con el cebo suave de los vuelos

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de su muleta, apoyándose en una sabia arquitectura técnica que envolvió con un lienzo de añejo sabor. Con el compás pausado de ambas muñeca, recreándose con la cintura y el pecho en la deletreada trayectoria completa de cada pase, con el poso y el reposo de los artistas más profundos, Urdiales llevó al público de Bilbao a paladear la más clásica pureza del toreo, que el menudo y gran artista riojano aún compendió en tres ayudados por bajo antológicos de remate. Otra gran estocada, que, para que no hubiera dudas, entró por todo el hoyo de las agujas y de la que el toro salió rodado para las mulillas hizo que, esta vez sí, el presidente sacara a un tiempo los dos pañuelos blancos que le abrieron a Urdiales las hojas de la inexpugnable puerta grande de la plaza de Bilbao. Después de esa revelación, la corrida entró en un dilatado letargo, como si el público se hubiera vaciado y deambulara aún entre las nubes a la que le elevó la faena de Urdiales. LA RAZON: Diego, torero por la gracia de Dios Patricia Navarro Curro Romero tenía razón y Diego se derrumbó. No sabemos si al instante de hundir la estocada hasta las cintas con una verdad capaz de suscitar una hecatombe o justo después al sentir la dimensión del milagro que acababa de ocurrir ahí abajo. Matías asomó por el palco dos pañuelos blancos a la vez de buen aficionado y a la altura del acontecimiento, que eso fue, eso era. Un acontecimiento inolvidable capaz de anclarnos en el tiempo para devolvernos al presente distintos, reconvertidos. Necesitaremos del frío invierno para poner en su sitio la relevancia de la faena y mucho más para aplacar una emoción con la que poder respirar sin sentir que la congoja le ha ganado la partida a la palabra. Fue, era y será como si un siglo de misterio dejáramos atrás. Diego Urdiales fue Dios en el ruedo bilbaíno. Ese torero capaz de condensarlo todo, de glorificar la tauromaquia sin un alarde, ni medio, porque todo surgió de forma tan innata que irremediablemente nos empujó al abismo de las emociones. Y nos dejó caer, perdidos, pletóricos, angustiados, compartiendo congoja con felicidad... Fue Diego ya dueño de la intemporalidad en el toreo diestro, encajado, las dos zapatillas sobre la arena, cintura grácil y muñeca elástica para vaciar la salida del toro con tanta intensidad, detrás de la cadera, el toreo reunido, cimentado, hondo, todo una pieza, la obra indeleble. No había indulgencia en las tandas, ni grietas, perfección y armonía para abandonarse sin más. Y así una y otra vez, sin descanso, en esa búsqueda perfecta que iba tejiendo la faena de la temporada, la obra de la memoria. El Alcurrucén fue buen cómplice, tuvo la nobleza y la calidad de descolgar la cara en la embestida. Larga era la primera y según subían los números le costaba más. Algo imperceptible para el calado de la obra.

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Llegó el momento del natural para perder esa virginidad con esplendor, profundidad, serena entereza de quien es dueño de la pureza y rey del clasicismo. Suéñenlo una y otra vez porque lo repitió. El coloso encontraba a dos manos con trincheras y desmayados el camino para acercarse al fin. El temido fin, el broche de oro, la letanía de las temporadas en blanco, de la dureza del sistema, de la incomprensión, de esos tiempos infinitos en los que sólo la fe la mantuvo en pie. Y entonces se perfiló para entrar a matar. Todo o nada. Momento crucial. En la cruz se fundió con el toro y le prendió una estocada que superaba ya la ficción. Y molido, mientras el alcurrucén entregaba la vida a sus pies, roto el torero, perdido, mareado, exhausto encaminaba Diego los pasos de la felicidad. Se veía ahí. Todo había sido verdad. Dos trofeos. Lágrimas de propios y extraños. Colapso emocional. Guerra de recuerdos. Y tras ese fogonazo, muchos nos quedamos ahí. Anclados. Paralizados. Imposible coordinar un paso ni poner las ideas en orden, como un desdoblamiento de la personalidad. Pasaron cosas antes, incluso después. Un trofeo logró Diego nada más llegar. El estocadón lo mereció a ese toro de ritmo desigual y con la incertidumbre al acecho. Los derechazos fueron la antesala gloriosa de lo que vino después.