Volvoreta - Wenceslao Fernandez Florez

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Novela escrita por Wenceslao Fernández Flórez en 1914, que describe con gran sensibilidad el dolor que provoca el primer amor en un joven provinciano. El autor ganó el premio de la Real Academia Española. En 1974, el cineasta José Antonio Nieves Conde realizó una buena adaptación a la pantalla, interpretada por Amparo Muñoz.

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Federica, llamada Volvoreta(«mariposa»), entra a trabajar en lacasa de los Abelenda. Sergio, el hijode la señora, pronto se enamoraráde la muchacha, con quien prontocomienza a verse a escondidas.

Aunque el tema no es demasiadooriginal, la novela es más quenotable por la belleza y opulencia enlas descripciones, el lirismo queenvuelve de manera cuasi mágicalas descripciones del paisaje rural ycampesinado gallego, la viveza yrealismo de los frescos diálogos, a

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los cuales Fernández Flórezimpregna del hablar de la zona, y eltono agridulce y melancólico, consutiles roces humorísticos enalgunos personajes.

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Wenceslao FernándezFlórez

Volvoreta

ePub r1.0Sibelius 19.03.14

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Wenceslao Fernández Flórez, 1917Según la edición de Biblioteca BásicaSalvat RTV, n.º 78, 1970.Prólogo de José Manuel Alonso Ibarrola

Editor digital: SibeliusePub base r1.0

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PrólogoEl 29 de abril de 1964 fallecía, en el

número 12 de la madrileña calle deAlberto Aguilera, Wenceslao FernándezFlórez. Días más tarde el diario ABC,glosando la figura y la obra deldesaparecido, desvelaba uno de los«misterios» que más celosamente guardóen vida el escritor: su edad. Tenía a lasazón 79 años. No los confesó en vida nia los más indiscretos periodistas queimpertérritamente le entrevistaban,buscando muchas veces en él laentrevista brillante. Pero WenceslaoFernández Flórez, discreto, sencillo y

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comedido, no contaba cosas«graciosas», porque el escritor fuesiempre un hombre serio, elegante en eldecir, que guardaba su humor para lascuartillas. Tampoco aceptaba contestar—ni quería— a la cuestión de por quéno se había casado. Su mejor respuestafue su muerte, porque prácticamentehabía sobrevenido dos años antes, alfallecer su madre, viuda prematura y conla que convivió siempre, tanto enGalicia como en Madrid.

En la capital de España había vividocasi medio siglo de su existencia. Alfallecer, Fernández Flórez vio cumplidouno de sus más fervientes deseos: volver

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a su tierra querida, a su Galicia natal…En La Coruña descansan ahora susrestos mortales.

Su madre y Galicia: las dos grandespasiones del autor de Volvoreta. Y juntoa ellas otra pasión, vocación, mejordicho: la literatura. La dilatadaexistencia de Fernández Flórez estárubricada, colmada por una producciónliteraria muy estimable, a la que algunavez han acudido los cineastas pararealizar sus películas: Huella de luz,Los que no fuimos a la guerra… sonfilmes, con más o menos fortuna,basados en obras suyas del mismo título.Y también por la pequeña pantalla se

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dio, hace unos años, El malvadoCarabel. Hoy día quizás se hallen untanto olvidadas sus obras, pero losgrandes escritores son aquellos quesaben resistir el transcurso del tiempo, ya la obra de Wenceslao le falta todavíael tiempo necesario para afrontar laprueba y disponer de la necesariaperspectiva histórica. Téngase presente,además, que Wenceslao fue —lo estambién ahora— un escritor«comprometido», políticamentehablando, dentro de determinadasituación que rige y perdura todavía. Ysu compromiso —que desarrolló tantoen su faceta de escritor como en la de

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periodista— está ahí, en sus libros, ensus artículos, en el recuerdo de unamayoría; lo que motiva, obviamente, lafalta de juicios objetivos, que precisanante todo olvidar por un momento alperiodista que honestamente —según sulibre entender y criterio— defendió susideas en determinada época de la vidapolítica española. Cuando hayantranscurrido más años y los críticosafronten, sin prejuicios de ninguna clase,su producción literaria, quizás nosdemos cuenta del valor que demostróeste gallego denunciando a la sociedadburguesa española de su tiempo, paradescubrir su fariseísmo, su hipocresía,

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su falsa moral…Volvoreta, a pesar de ser una de sus

primeras obras, no escapa a estasconsideraciones. En la copiosaproducción literaria, Volvoreta destaca,no como la mejor ni la más humorística,sino como una de las más entrañables.Fernández Flórez, como todos losescritores, se vio sometido alencasillamiento, y como «escritorhumorista» ha sido encasillado. Esto ledolía sobremanera, y con razón. Ciertoque en su producción hay obras dehumor muy características, escritas enuna segunda época de su vida, perotambién es cierto que obras como El

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bosque animado —su obraparticularmente preferida—, y la mismaVolvoreta, poco tienen que ver con elhumor.

El mismo autor, en el prólogo a susTragedias de la vida vulgar, sereconoce «víctima de una extrañatragedia» al verse encasillado bajo elrótulo de «humorista», pero reconoceque esto no es lo peor, sino «lainterpretación que da el vulgo a lapalabra “humorista”». Resultaineludible citar estas líneas, miles deveces reproducidas: «El humorista no esun clown. El humorista es un hombreperfectamente serio, que trata con toda

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seriedad asuntos serios…», las cualesencuentran su continuación, con la másalta expresión de su ideario, en eldiscurso que leyó ante la Real AcademiaEspañola el día de su recepción en lamisma, el 16 de mayo de 1945. En élexpuso toda su teorética sobre el humor,con definiciones que han pasadodefinitivamente a la historia de laliteratura española: «El humor essencillamente una posición ante lavida»; «el humor tiene la elegancia deno gritar nunca y también la de noprorrumpir en ayes. Pone siempre unvelo ante su dolor. Miráis sus ojos yestán húmedos, pero, mientras, sonríen

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sus labios…»No digo nada nuevo al afirmar que

el realismo y naturalismo, que tan enboga estuvieron a finales del siglopasado y principios del actual,influyeron en el autor. El mismo lo haconfesado repetidas veces, y admitióque La procesión de los días, Volvoretay Ha entrado un ladrón bien podríanser registradas en aquella escuela. Setrata de sus tres primeras obras, citadaspor orden cronológico. Luego suproducción se libraría de aquellasinfluencias para hacerse másintencionada, a través de un humorincisivo, elegante y de gran calidad

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literaria. De todas maneras, la «Carta alilustre doctor Fiaño», que antecede a laobra, indica que el autor no aceptaba ensu totalidad las directrices literarias deaquel entonces, que anteponían a todaobra artística la «tesis», la famosa«tesis», madre de innumerablesesperpentos artísticos que Wenceslao senegaba a implantar y sostener en suobra.

En Volvoreta no hay, ciertamente,«tesis» alguna. Es un canto al primeramor, a los sentimientos juveniles, a lasprimeras desilusiones que nos da lavida, a la tierra que nos ve nacer y nosforma, conforma y predispone para el

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resto de nuestros días… Volvoreta no estotalmente ajena a la propia biografíadel autor. Y narrar sucintamente éstasupone hallar la clave de la gestación dela obra.

Como tantos otros, WenceslaoFernández Flórez comenzó a escribir,desde muy temprana edad, versos queenviaba al diario coruñés La Mañana,cuyo director no concebía cómo aqueltímido muchacho de quince años podíaproducir tales cosas, dada su calidadcontrastada. La prematura desapariciónde su padre obligó a Wenceslao a sacarprovecho material de su afición ypredisposición literarias. Pero, como de

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versos no se vive, comenzó a trabajarcomo redactor en el Diario de LaCoruña. A pesar de su escasa aficiónpor la noticia, supo imponerse en sutrabajo. Se cuenta una anécdota de estaépoca, muy característica, que su mismoprotagonista ha admitido como verídicay que refleja el carácter del autor: Ardíauna serrería en el paraje denominado LaGaitera y su dueño se desesperaba ylamentaba. Encargado de llevar a cabola crónica del suceso, Wenceslao sepresentó en el lugar, y regresó más tardea la redacción sin haber escrito una solalínea. «¿Cómo iba yo —se excusó antesu director— a preguntar, a un hombre

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que permanecía allí con cara desolada,la cuantía de las pérdidas, el seguro, lasimpresiones…? Aquel hombre no estabapara nada. Y o no hubiera hecho más quemolestarle…»

Aunque parezca mentira, el directorse mostró comprensivo y no le despidió.Es más, en 1908 se traslada a El Ferrolpara hacerse cargo del DiarioFerrolano, que disponía ya del«telégrafo sin hilos», nada menos.Wenceslao Fernández Flórez adquieremás «oficio» y sigue escribiendo, ahoracuentos cortos. Al cabo del año y unosmeses retorna a La Coruña e ingresacomo colaborador en un diario de

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ambiciones intelectuales: Noroeste.Pero Wenceslao Fernández Flórez, comocualquier ambicioso muchacho deprovincias, comprende que, si quieredar rienda suelta a su vocación, ha deirse a Madrid… Y con gran dolor de sucorazón y veinticinco años de edad,Wenceslao Fernández Flórez inicia suparticular conquista de la capital deEspaña, no como periodista, sino comofuncionario de Aduanas, aunque tambiéncuenta con la colaboración fija enNoroeste y las páginas abiertas de LaEsfera y Diario Gráfico de Barcelona.En su maleta guarda celosamente unanovela, La procesión de los días, y en

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su mente Volvoreta. El gran dolor que lecausa el adiós a su querida tierra quierereflejarlo en una obra… Será Volvoreta,que se llevará el premio del Círculo deBellas Artes, por decisión de un juradode prestigio: la condesa de Pardo Bazán,don José Ortega y Gasset y don RamónPérez de Ayala. Para Wenceslao, suponeel espaldarazo, el empujón definitivo ensu carrera literaria. Por otra parte, sufracaso como funcionario de Aduanas hasido brillantemente superado con laprometedora carrera periodística que hainiciado en el diario ABC y que hallarábrillante culminación en sus crónicasparlamentarias, publicadas con el título

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de Acotaciones de un oyente.Volvoreta, con el transcurso de los

años, ha conocido más de treintaediciones en lengua castellana. No es lamejor novela del autor, pero sí una delas más entrañables, sinceras y sentidas.En Volvoreta están ya anticipadas suscualidades descriptivas, que años mástarde encontrarán su máxima expresiónen El bosque animado. En la obra,además de su declarado amor por latierra, hay poesía, humor, penetraciónpsicológica… En Sergio, elprotagonista, depositó el autor muchosde sus sentimientos personales yexperiencias profesionales. Del tímido

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Sergio, que sufre las bromas de susconciudadanos, a Wenceslao FernándezFlórez, que se siente incapaz de escribiruna nota de sucesos, no media distanciaalguna. Y ese primer amor —quesiempre es «grande»— de Sergio traeráa muchos el recuerdo de similarexperiencia sentimental. Siempre hay enla vida una «mariposa» («volvoreta»)de ojos verdes y corazón frío…

JOSÉ MANUEL ALONSO IBARROLA

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CARTA AL ILUSTREDOCTOR FIAÑOCuando terminé de corregir las

pruebas de este libro, amado y cultodoctor Fiaño, en ese angustiosomomento que precede a la aparición deuna obra propia ante el público, penséen ti con terror, con un terror hondo yrepentino. Súbitamente vi tus grandesbigotes caídos, tu cráneo calvo, tus ojosmenudos, en los que luce toda lasabiduría de un doctorado de Filosofía yLetras; te vi detrás de la ventana delCasino y en la tribuna del Ateneo, bajo

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la terrible oleografía de nuestro señorrey, esa oleografía azul, amarilla y roja—irrespetuosamente maculada por todaslas moscas de avanzadas ideas que hantenido el honor de volar en ese sabioambiente de quince años a esta fecha—,hacia la que tú has extendidofervorosamente tu mano pidiendo unviva siempre que al final de tusdiscursos te ha faltado la inspiración.

Cuando leas esta novela, ¿qué gestoserá el tuyo, eminente crítico?… Yo losé. Yo sé que con este puñado decuartillas te voy a producir unlamentable disgusto. Al llegar al final, túarrojarás el volumen con desaliento; tú

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harás un gesto de tristeza, que serácorregido por un gesto de desdén.

Habrás descubierto que esta novelano tiene tesis.

No tiene tesis, ¡ay de mí!, es verdad.¿Qué viene, entonces, a hacer al mundo?… ¡Dios mío, no lo sé!… Yo biencomprendí que mi deber seríaenriquecer la moral del lector con unamáxima, o su experiencia con un relatoinstructivo. Yo no puedo ni aun alegarignorancia de mis obligaciones. Heleído muchos libros en los que loshombres más profundos practicaban esaconducta ejemplar. En unos se convencíaa las gentes de que el amor de un

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anciano a una joven es fuente dedesgracia; en otros nos advertían lospeligros de querer a una mujer morena yvoluptuosa; tal novela me enseñó que elideal huye delante de nosotros; alguname instruyó acerca de la crueldad deenamorar a una doncellita provincianacuando uno está de paso por el pueblo.He visto muchos dramas en los que lafatalidad desanudaba las corbatas de lospersonajes por esa extraña relación quela tragedia guarda siempre con lascorbatas de los cómicos. Todo estotempla el espíritu, es elevado, eseducador. Sin duda, las moralejas de loslibros van delante de la Humanidad,

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guiándola por el camino del bien y de laética, escrupulosa, y es triste pecado defrivolidad haber escrito estas páginassin que de ellas pueda salir al final,como de una cajita de sorpresa, unapotegma más que se agarre a lasriendas del alma y la separe del senderodel mal, por el que han ido tantosestudiantes enamorados de tantasmodistas.

No supe, formidable Fiaño, no supe.Cogí, para hacer la novela, el espejoaquel de la frase de Saint-Real que tomópor lema Enrique Beyle, el que amó lasencillez tanto como yo la amo, y lopaseé, como él quería, a lo largo de un

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trozo de camino. Nunca copió mi espejomás que la misma vida, y al rebuscar enella no encontré el sistemático triunfo deuna idea, ni el de la acción moral, ni elde la acción impura. Hace tiempo que hamuerto aquella cruel Fatalidad, quepasaba lentamente, con sus ojosinmóviles y sin luz, como los de unaestatua, a lo largo de las viejas fábulas.Los hombres la vemos apenas como unasombra alta y negra en los horizontes dela antigüedad. Tras ella hicimos surgirotros fantasmas: el del Destino moral. Yel Destino moral pasó por nuestrasnovelas también rígido, tambiéninconmovible, llevando en una mano el

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premio y en la otra el castigo, pararepartirlos con una severa equidad…

Pasó… Yo no alcancé a verlo en loscaminos de la Vida, considerable Fiaño.En las novelas que va tejiendo esa Vida,muy pocas veces se preocupa deescribir moraleja. Las mejores páginasson las que ella sabe trazar, y, sinembargo, ¡cuánta sería tu indignación,erudito Fiaño, si un osado escritorrecogiese en algún libro alguna de esasnovelas!… ¿Te acuerdas de Martín?…Martín era joven, era amable, tenía unaexistencia lógica y feliz. Un día jugó supartida de tresillo en el Club, comentólas murmuraciones de momento, te dio

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una palmadita en la espalda y se marchóa dormir. Fue a dormir naturalmente,tranquilamente. Había de madrugar paradespedir a su novia, que iba a unbalneario.

Martín se acostó tarareando unamazurca, desprendió los tirantes de lospantalones con una habitual sencillez…Al día siguiente os enterasteis, consorpresa, de que Martín había muerto deuna inesperada manera repentina. Algose le había roto en el corazón. Medita,Fiaño, ¡qué absurda manera de terminarel libro! El protagonista ha jugado a lascartas, tiene una novia que va aemprender un viaje, no hay asomo de

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tragedia, todo circula por un caucesuave y normal. De pronto, la novelatermina: el hombre hizo una contorsiónentre las sábanas y murió estúpidamente.La vida es así, y en la vida, sin embargo,todo puede ser una novela.

Quizá, austero Fiaño, en el rostro dealguno de los personajes que van adestilar ante ti creas advertir rasgosconocidos de seres reales. Entonces teindignarás. En mi descargo, yo tesuplico que recuerdes aquellas palabrasde Beyle, mi consejero:

—¿Cómo se ha atrevido usted adecir tal cosa? Ha pintado usted a lovivo a Fulano o a Fulana: eso es

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indiscreto, poco delicado, terrible.Los interpelados sonríen. ¿Qué es lo

que han tomado ellos de esas personas?Su superficie de muñecos moviéndoseen el aire, mientras que ellos mismos,dando vida: a esos muñecos, nos hanrevelado otras cosas. En su ficción nosdejan ver que han sido los amantes, losamigos cobardes o atrevidos de lospersonajes que han creado en su novela.Han vivido la vida de todos en unaubicuidad mortífera; han sembrado, encada uno de los trastornos, los cariños,los errores, las bellezas, las sequedades,las desesperaciones, los sufrimientos,las alegrías que su personaje,

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diversificándose, ha imaginado sentir. Ytodo esto lo ha exagerado o atenuadosegún el capricho de su fantasía.

Lo que mi espejo copió, aquí está:una brizna de dolor, una brizna deironía, una sonrisa y algunos de esosepisodios que todos pueden vivir. Si noexistieses tú, inmenso Fiaño, yo estaríacontento, con la ilusión de haber hechouna labor sencilla y clara. Pero elterrible gesto desdeñoso que adivinobajo tus bigotes me preocupa y meamedrenta.

Fiaño, comparezco ante ti con unanovela sin tesis… ¡Perdón, Fiaño!

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W. FERNÁNDEZ FLÓREZ

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IErguida en el umbral, doña Rosa

Abelenda clavaba el mirar agudo de susojos en la rapaza, recogida en unamodesta actitud.

—¿Quién te mandó venir?—Mandóme la señora de la Cruz del

Souto.—¿Serviste tú a la señora de la Cruz

del Souto?—Serví en casa de su hermana, en la

ciudad, hay dos años por San Martín.—¿Y qué sabes hacer?La moza balanceó el hatillo que

llevaba colgante en la diestra. Miró al

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ama serenamente:—Sé hacer lo que manden. Pero en

la tierra no puedo trabajar; me enferma.Por eso me puse a servir. La señora delSouto me dijo que aquí se necesitabauna muchacha para la labor casera nadamás.

Doña Rosa aclaró:—Pero tendrás que lavar y tendrás

que cuidar de la comida del ganado.—Bien está, sí, señora.—Y te daré doce reales al mes y un

traje para la fiesta.—En la ciudad ganaba más.—Pero esto no es la ciudad. Tú

dirás si te conviene.

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—Bien está, sí, señora.—Entonces, entra; te voy a enseñar

tu habitación.La moza entró. En la mitad del

pasillo inquirió doña Rosa, sindetenerse.

—¿Cómo te llamas?—Federica.—¿Federica?… Ese no es un

nombre de criada.Y se volvió para mirar

recelosamente el aspecto poco rústicode la moza, en la que la sencilla blusablanca y la negra saya y los cabellosrizados junto a las sienes delataban unleve refinamiento ciudadano. Doña Rosa

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observó con cierto disgusto que loszapatos de la muchacha tenían alto eltacón y que llevaba al aire la rubiacabeza, sin el habitual abrigo delpañuelo de seda atado bajo el mentón,con el que doña Rosa había visto, sinexcepción alguna, a toda cuanta criadallamó a sus puertas en busca de jornal.

Federica soportó el examenmoviendo un brazo en aquel vaivén queimprimía al hatijo, y que era en ella laexpresión de un ligero azoramiento.Explicó, sonriente:

—En mi tierra me llamaban tambiénVolvoreta.

—¿Por qué te llamaban Volvoreta?

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—No sé.Tampoco se mostró doña Rosa muy

satisfecha del poético apodo:Mariposa… ¡Hum!… Más bien creíaella descubrir en el remoquetecondiciones de travesura y de holganza,de vano ir y venir, de ligereza, que malse acomodarían al cumplimiento de 1osdeberes de trabajo; siguió andando ygruñó:

—Más valía que te llamasen Pepa oManuela, como se suelen nombrar lasmuchachas humildes. Las mejorescriadas que yo tuve se llamaron así.

Subieron unos crujientes escalones.En el último piso, en un cuarto formado

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por tabiques de madera, sin cal y sinpapel, y cuyo techo en declive se juntabaal suelo en una tenebrosa angostura,estaba la alcoba de la sirvienta: el catrede lona, y sobre él, el jergón de secashojas de maíz, que mostraba sucontenido en las dos aberturas por lasque habían de entrar a diario las manosque hubiesen de mullido. Una estampade Santiago el Mayor, tieso en sucabalgadura, que atropellaba a unospobres moros despavoridos, era todo eladorno de la pared. El viento marinopasaba, estremeciendo una alta ventanacasi horizontal, por cuyas uniones hacíaentrar, en los días de lluvia, algunas

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gotas de agua. Y aquella ventanainundaba la estancia de una luz a la quehacía dorada el dorado tono de lasdesnudas tablas de castaño de la pared.

La casa estaba en medio de lagándara, verde y riente. Había sidoconstruida con pretensiones de chalet,con arreglo a un gusto poco común, sinla pesada abundancia de granito que laslluvias frecuentes aconsejan en el paísgaliciano, con balcones de maderapintada bajo tejados puntiagudos y desalientes aleros. Parecía una casaarrancada de un cromo holandés.Seguramente fuera construida pararecreo de veraneantes, y, en algún

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tiempo, todos los terrenos que larodeaban habían sido jardín. Aun ahora,frente a la entrada principal, seconservaban unos macizos con cameliosy rosales pobres; la hierba, que antesbordaba cenefas en sus orillas, habíaaprovechado la ausencia de jardinerospara invadir la tierra y sólo sucumbía enel centro de los caminos, donde laspisadas frecuentes la extirpaban. Lastenaces matas de alhelíes se habíansalvado de aquella catástrofe ysobresalían multiplicadas, entre lahierba, con su tono más apagado. Y, enprimavera, todo su aroma deliciosoinvadía la vieja casa y el viejo jardín, y

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pasaba a la carretera —entoldada deolmos gigantescos— sobre la verja debarrotes aguzados, rota en tantos sitios yque mal zurcía la hiedra. Un mirto, enalgún tiempo recortado en forma decono, crecía ahora libremente; el antiguoestanque se había ido llenando poco apoco de tierra, y sólo su borde decemento, cubierto de musgo, sobresalíadel nivel del jardín. El angelotemofletudo que soplaba el surtidor a loalto por un caracol, yacía, con unapierna encogida, como si le doliese aúnel quebranto de la otra. Al lado opuestodel edificio extendíanse los campos delabranza, repentinamente cortados por

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un bosque. Más allá estaba el martranquilo de la ría, y los árboles bajabande la gándara casi hasta la misma orillay se detenían allí, como gigantes quevacilasen ante un vado.

En su interior la casa perdía aquelexotismo de sus fachadas; pero guardabaen sus muebles y en sus paredes unaestrecha relación de ancianidad con loexterno. En las alcobas, las camas dehierro habían perdido en parte su barniz;no todas las sillas poseían íntegros sustravesaños; las oscuras maderas de lospisos estaban en el centro de loscorredores y en torno a los muebles decolocación inmutable, desgastadas, hasta

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quedar sus nudos en relieve, y el retratodel señor Abelenda —jefe de la familia,cuyos huesos estaban ya, seguramente,mondos en el campo santo de la ciudad— difícilmente podía conservar el graveprestigio, que le daban su condición dejefe y de difunto y la severa toga y elaustero birrete de abogado con que ellápiz del dibujante se había complacidoen representarle, dentro del marco,cuyos dorados se descascarillabanlamentablemente. Rafaela, la viejafámula que había sido acicaladadoncella al servicio de la señora de lacasa de la ciudad en los primeros añosdel matrimonio, la mocita traída por

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doña Rosa de su solar como azafata, ypor ella pulida y educada hasta en losmás pequeños ademanes que convienena una doncella de casa señorial, solíadetenerse frecuentemente ante esteretrato, con las manos bajo el mandilazul, reposando sobre el vientre, paraconsiderar con honda tristeza:

—¡Ay, si el difuntiño viese estascosas…!

Lo primero que el difuntiñodesconocería, probablemente, sería a lapropia Rafaela. En la ruina de las casas,los criados son siempre los que, aun a supesar, revelan claramente, milímetro amilímetro, la velocidad de la caída. Los

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señores saben, con frecuencia, guardarun gesto de disimulo y un trajecuidadosamente repasado y teñido; loscriados, con menos vanidad quedefender, se entregan antes a losarañazos de la suerte, así como unvendaval arranca primero todas lashojas secas de un árbol, y aun susdébiles ramas, antes de romperlo.Cuando el señor Abelenda murió y seperdió el pleito contra sus hermanos, yse fue a pique su pesquero Rosita en losbajos de la Lobeira —cuatro añosseguidos de malaventuras—, la viuda serefugió en aquella casa de la gándara,que era toda su riqueza, y después de

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unos meses de desorientación y deanonadamiento, se dedicó, con aquellagran decisión de espíritu, con aquellafuerte voluntad que constituía el fondode su carácter, a explotar por sí mismalas escasas tierras anexas a la finca, yque, dadas en arrendamiento, producíanapenas para tapar las goteras del chalet.Licenció a sus terratenientes, y era ellala que discutía el precio del pinocortado y el del ferrado del trigo, y laque alguna noche aparecía en el umbralde la amplia cocina, ordenando:

—Que se acueste Chinto en seguida,que mañana hay que ir temprano con losterneros a la feria del Quince.

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Siguiendo la evolución, Rafaela, ladoncella meticulosa que había idoenvejeciendo junto al ama, abandonópoco a poco el negro vestido y elmenudo delantal de encajes, y fueronentrando en sus baúles y acumulándoseen los clavos de la pared de su alcobalos rojos refajos, los pañuelos de lana ylas chambras de franela; engordólentamente, se tostó su faz y fuecubriéndose de arrugas; desdeñó lastenacillas para peinar sus cabellos, muyestirados hacia atrás, y ató el cabofinísimo de su trenza con cintas dealgodón; finalmente, olvidó elcastellano. De la cámara de la señora

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pasó a la cocina; ella hacía el condumiode los jornaleros y empuñaba alguna vezla azada o volvía del campo oculta bajoun enorme y verde haz de hierba, y,despertando atávicamente el cariño a losanimales provechosos, común a loslabriegos de que descendía, jamásnombraba a la vaca, ni al cerdo, ni a lasgallinas, sin aplicarles uno de losdiminutivos cariñosos en que es tanpródiga la lengua gallega:

—¿Diste de comer a la vaquiña,hom?

O bien:—Mañana hay que matar el cerdiño

pequeño.

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Y era un poco cómico ver cómo ellamisma ayudaba a sujetar al puerco sobreel banco de la matanza y le dirigíatiernas expresiones mientras el animallanzaba sus berridos agónicos.

Al servir la cena, Federica curioseócon disimulo el grupo familiar. Isabel, laprimogénita, delgada y alta, con elrostro alargado, lo mismo que su madre,y la misma contracción de voluntad ensu boca; pálida, a pesar de su vidacampestre; perdidas las redondeces delas formas en el frío de sus treinta añosde soltera, cumplidos ya. Sergio —alotro lado de doña Rosa, en la mesa dealbo mantel—, menudo, enmarañado el

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pelo, naciente apenas el bozo de su bocaun poco sensual. Cuando los doshermanos la miraron, Federica bajó losojos, recogió la fuente vacía y semarchó.

—¿Es la nueva criada? —inquirióIsabel.

—Es. ¿Qué te parece?Isabel contestó a su madre con un

mohín:—Bien. Los primeros días todas

parecen bien.Y se sirvió agua, tocando antes con

el índice y el pulgar en cruz el borde dela jarra y de la copa, rápidamente. Erauno de los que pudiéramos llamar en

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ella tics de misticismo. Sin ser deexaltada devoción, más bien fríacumplidora de sus deberes religiosos,estaba poseída y esclavizada por cienpreocupaciones de una extravaganciainverosímil. Antes de coger un objetohabía de tocarlo con sus dedos en cruz;suponía que su mano y su pie izquierdostenían funesta influencia en sus contactoscon las cosas; había dentro de ella unavoz misteriosa que le hacía las másabsurdas amenazas. Le decía, porejemplo, esa voz, yendo ella por loscampos:

—Debes cambiar de vereda e irhasta aquel pino alto que hay cerca del

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trigal.Y aunque llevase prisa y el camino

que le designaba la voz la obligase a unrodeo, iba y tocaba el árbol con susdedos en cruz; y seguía después,satisfecha. Otras veces se le ocurríapensar, al sonar una hora en el reloj dela casa: «Debo rezar una salve para queen esta hora no muera mamá.»

Y rezaba, y a la hora siguientevolvía a ocurrírsele el mismo temor, yaquella salve la rezaba ya siempre queel timbre del reloj abría una nueva hora.Era, en verdad, una esclavitud, que se lehacía muchas veces acongojante. Enocasiones había intentado resistirse a

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esa tiranía; pero quedaba tansobresaltada y medrosa, tandesasosegada por la certeza de quehabía de ocurrirla algún mal, queprefería obedecer al impulso neurótico.

Terminada la cena de los amos,Federica ocupó su puesto en la granmesa de blanco pino, cerca del hogar, enla amplísima cocina de la casa. Rafaelale señaló un lugar, bajo la lámpara depetróleo colgada en la pared. Rafaelaera el ama de aquel recinto. Coloradapor el fuego, iba y venía distribuyendoel caldo sabroso y el pan dorado demaíz. Sólo Chinto no comía en la mesa.Falto de costumbre, apenas rebosaban

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en su cuenco las verdes coles tronzadasen menudos pedazos, y humeaba entreellas el caldo en que las costillas delcerdo habían dejado pequeños discos degrasa, Chinto, el mozo de labor,alargaba, para cogerlo, sus anchasmanos recias, deformadas por el rudotrabajo, negras por la tierra, concicatrices de cortes de hoz, grandes, dedura piel callosa, y apartaba su taburetede la mesa y se encorvaba sobre la taza,izando el contenido hasta la boca con sufuerte cuchara de boj. Cuchara de boj:Chinto no concebía que se pudiesecomer el caldo con una cuchara demetal. Ningún sibarita puso jamás en el

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saboreo de manjar alguno la delectacióncon que el labriego engullía el clásicoalimento, hasta limpiar con sus labiosendurecidos la harina de la deshechapatata que se adhería al boj; en los díasseñalados, cuando bajaba el vino a lacocina, Chinto vertía una parte de suración en el cuenco de barro esmaltadopara limpiarlo con él, y lo bebía tras deagitar la taza lentamente.

—¡Por eso… —alababa— no haycasa de rico en la gándara donde setome el caldo como en la casa deAbelenda! ¡Así Dios me salve!

Federica comió calladamente,oyendo la charla de los jornaleros, que

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despertaba en ella el recuerdo de lascharlas en torno al hogar, en su casita deDumbría, entre los pinares abundantes,que llenaban montes y montes. Desde lapared, la lámpara daba luminosidad dehalo a sus rubios cabellos. Después,poco a poco, dejó de escuchar, porquesu alma marchó tras el recuerdo. DoñaRosa apareció bruscamente en lo sumode la breve escalera que daba acceso ala cocina. Se destacaba sobre el negrovano.

—Chinto, puedes cerrar. Buenasnoches a todos.

—Buenas noches nos dé Dios —contestó el coro de voces. Y los zuecos

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claveteados de Chinto resonaron,arrastrándose por el cemento. Losjornaleros marcháronse tras él. Rafaelafregoteaba, envuelta en un mandil dearpillera. Menguaba la llama en elquinqué. La vieja servidora advirtió aFederica:

—Puedes irte a acostar.Y la moza se puso en pie.—¿Quiere que la ayude?—No; vete a acostar.Se oyó en toda la casa el chirrido

del pasador de hierro, que Chinto corríaen la recia puerta. Federica deseó,humildemente:

—¡Descansar!…

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Aún le avisó Rafaela, sacando delbarreño un brazo humeante:

—Si tienes miedo por la noche,llamas a la pared. Yo duermo al lado.

La moza sonrió.—Nunca tengo miedo.Y subió a su alcoba y se acostó. Vio

lucir una estrella sobre su cabeza altravés del amplio tragaluz; después viocómo una nube la tapaba; luego sintió elrumor de los árboles, y oyó correr,empujada por el viento, una arenita porel cinc del tejado. En el crujiente jergónde hojas su cuerpo hizo pronto un huecoprofundo. Y todas esas cosas: laestrellita lejana, y la arena, y el remoto

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rumor, y la sensación de estar hundidablandamente, la llenaron de dulce perezay estiró su cuerpo entre el alboroto delas hojas, y sonrió pensando:

«En invierno se debe de dormir muybien aquí.».

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IIEn las tardes serenas Sergio bajaba

a estudiar al viejo jardín. Más que aestudiar, a dejar correr su alma, libre defiscalizaciones que leyesen ladistracción de sus ojos fijos en laspáginas. Doña Rosa se había obstinadoen que Sergio fuese bachiller. Se abrióluego un paréntesis duradero devacilaciones y de dudas respecto a suporvenir. Doña Rosa hubiera queridohacerle abogado, para que la toga y elbirrete tuviesen en la familia otrarepresentación más eficaz que en elretrato del difunto; pero ni aun con

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grandes esfuerzos podría sostenerse ellargo derroche de una estancia enSantiago. Un día, al fin, don Miguel, elcura de Santa María de la Gándara, alvolver de un viaje a la ciudad, se detuvoen la quinta para ofrecer a doña Rosa lasolución del porvenir del pequeñoAbelenda. Desplegó un ejemplar de laGaceta y leyó una convocatoria paracubrir buen número de plazas delCuerpo de Correos.

—Un porvenir, doña Rosa, unporvenir. Esto es cosa que está naciendoaún, y puede hacerse carrera. Y nada degastos, ¿sabe? Se le compran los librosy que estudie en casita, ¡caramba!, que

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algo ha de hacer.Doña Rosa torció un poco el gesto.

Y aquello, ¿qué era?… Verdaderamente,don Miguel no debía olvidar que losAbelendas eran gentes de distinción, quehabían tenido siempre profesionesbrillantes. Mal estaban los tiempos; perotambién… convertir en cartero a unAbelenda… Quizá valiese más esperar,con la ayuda de Dios.

Mas don Miguel protestó, indignado.¿Cómo cartero?… Entonces su señoradoña Rosa no tenía ni la más remotaidea de lo que se trataba. Eran plazas deoficial, de o-fi-cial de Correos. Loshijos del coronel Varela se estaban

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preparando ya, y un sobrino del fiscal dela Audiencia, con ellos. Mucho señorío.

—No; no es cosa trivial.Argumentó aún, como para derrotar

todo escrúpulo:—Además, tienen uniforme con

espadín. Y digo yo que un hombre quelleva un espadín lleva un diploma. ¿Noes esto?

Doña Rosa meditó:—¿Llevan espadín?—Llevan espadín, doña Rosa. Me

consta.La madre se dejó vencer. Como

pariente del coronel, el curacomprometióse a suministrar más

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amplios detalles y traer de la ciudad loslibros precisos; más aún: él ayudaría aSergio en los estudios conforme suhumilde ciencia se lo permitiese. Un parde veces por semana, que fuese a larectoral. Ya era tiempo de decidirse:dieciocho años hechos por San Juan ysin camino abierto… Los vicios podríanposarse en él, a pesar del edificanteambiente de la casa. ¡A estudiar, señor!…

Y así quedó decidido el porvenir deun Abelenda.

Pero Sergio acogió de mala gana lasáridas materias de la preparación.Especialmente entre los millares y

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millares de nombres de la Geografíapostal, su memoria naufragaba. Bajo lavigilancia de su madre o de Isabel,sentado cerca de ellas en la galería, leirritaba, en medio de una distracción, lavoz que le recriminaba con acentoeternamente igual:

—Estudia, Sergio.Y optó por hacer del jardín su lugar

de estudio, al amparo de sutilespretextos. Una hora después de comerbajaba con sus libros y se tumbabasobre la hierba bajo la sombra de losmanzanos y de los perales mandadosplantar por doña Rosa en un triunfo delutilitarismo sobre la estética. Y, tumbado

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cara al cielo, se dejaba mecer en elpoderoso runrún de vida del campo: elinsecto zumbador, la inquietud de lashojas, el agua de los surcos…, todo, enfin, lo que entraba en aquella vibraciónperenne, en aquel hervor de existenciasa ras de la tierra, sobre la tierra y bajola tierra; la mies que ondea, los pájarospiadores, el topo que socava, y el vientoy el mar y los regatos y las nubes lentas,de formas cambiantes, que al pasar anteel sol hacían correr unas largas manchasde sombra por el suelo.

A veces, por entre los podridosbarrotes que separaban ambos jardines,venía Juan, el hijo de la vecina señora

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de Solís, a solicitar de Sergio una fruta.La casa de los Solís estaba contigua. Laenvolvía siempre una preocupación detristeza. Ni en las ferias, ni en lasromerías, ni en las reuniones en que sejuntaban de cuando en cuando losseñores de la Gándara, se vio jamás alos vecinos de los Abelendas. Tan sóloalguna vez, en las mañanas veraniegas,doña María, envuelta en sus negrosvestidos, flaca y dolorida, paseaba porla carretera el cochecito en que su hijomenor estaba, hacía tres meses ya,entablillado, tieso, siempre mudo, lívidocomo un cadáver que sólo conservasevivos sus ojos, ojos grandes, que

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parecían tener la grave mirada de unhombre maduro, en aquel cuerpecitoenclenque de siete años.

Doña María de Solís había tenidocinco hijos. Al cumplir los dieciséisaños murió el mayor; cerca de ellosmurió también la segundogénita. DoñaMaría, arrebatada de horror y de duelo,se propuso defender a los aún vivoscontra aquel horrible destino. Y seenterró en el campo para siempre,dispuesta a la lucha diaria y heroica conla muerte, pero invadida de tristespresentimientos. Todos cuantos mediosde prevención pudo conocer los puso enpráctica. Se dormía en la casa con las

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ventanas abiertas, entre el susto de lascriadas aldeanas; se ajustaban lascomidas a métodos dispuestos por eldoctor; una fámula fue despedida porhaber dejado beber a los niños un sorbode leche sin hervir; ante el temor de quepudiesen, a hurtadillas, comer frutaverde en el huerto, los árboles fuerontalados. En el centro del jardín, doñaMaría hizo construir una choza de tablasbien unidas, techada de cristal. Allí,tendidos sobre un colchón, todos losdías sus hijos tomaban, bajo sudirección meticulosa, un largo baño desol. El sol era la máxima esperanza dela madre infeliz; ella había oído

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asegurar a alguien la salvación de unhemoptísico por ese medio. El doctor,consultado, no negó la posibilidad.Doña María entonces sintió encendersela llamita de la fe en su pecho. Si podíacurar, ¿cómo no había de prevenir?… Yel sol iba tostando, a la hora de susmayores energías, los cuerpos delgadosy angulosos, de fina piel, de Maruja y deJuan —al pequeñín no podía sacárselede su tabla—, cuyos quince y cuyos diezaños iba viendo doña María, con unamezcla de temor y de confianza,aproximarse al plazo fatal.

Esta tarde, como casi todas, Juanasomó el estrecho cráneo entre los

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barrotes y siseó, para advertir a Sergiode su presencia.

—¿Me das una manzana?Pedía con una vocecita triste, con

acento aldeano, alargando las vocales.Estaba envuelto en un mandilón de lutoque hacía mayor su palidez de raquítico.A Sergio le inspiraba una piedadmezclada de repulsión, una repulsiónorgánica; la del fuerte para el débil.Cuando alguna vez tocaba las manos delniño, siempre frías, frotaba luego lassuyas, sin darse cuenta, contra las ropas.

—¿Me das una manzana?—No hay manzanas hoy.Retiró un poco la cabeza el pequeño

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y se elevaron más los arcos de sus cejasinclinadas hacia fuera, en una constanteexpresión penosa. La mirada de susgrandes ojos vagó por los árboles.Volvió a hablar, lento, con su tono demendigo:

—Sí, las hay. Yo las veo.El joven le entregó la fruta

apetecida, de mal humor. Luego fingióabstraerse en el estudio. Pasó un ratoaún. Federica apareció de pronto en elextremo de la calle de arbustos, con uncestón vacío en las manos. Sergio mirórápidamente para la verja donde, entrehiedra, la pálida cara de Juanpermanecía aún, contemplándole.

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—¿Todavía estás ahí? —gruñó él,incorporándose.

Se sentían cercanos, al otro lado dela valla, los pasos de la criada de losSolís, que volvía arrastrando elcochecito del enfermo. Juan ocultóapresuradamente la manzana bajo suropa y huyó, temeroso. Entonces, Sergiovolvió a inclinar su cuerpo, mediosoliviado, para contemplar a Federica,que había arrojado al suelo el cestón ycomenzaba a llenado con los frutos deque despojaba a las ramas. Y cuando eljoven se vio sorprendido en su miradapor la de la moza, preguntó, como siquisiera justificar su curiosidad:

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—¿Para quién son?—No lo sé, señorito; me mandó

doña Rosa.Y él volvió los ojos al libro. Pero

sentía palpitar su corazón en el cobardedeseo de hablar algo más. Poco a poco,en los quince días que la joven llevabaen la casa, había ido sintiendo crecer suinterés por ella. La tez levementerosada, los grandes ojos cándidos, deverde tono; el pelo del color de la miel,de un rubio apagado; el joven cuerpoarrogante, lleno de abundancia, deturgencias firmes, había ido grabándose,detalle por detalle, en el recuerdo de él.Noches atrás, en el oscuro corredor que

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conducía a la cocina, se habíantropezado sin verse. La mano del varón,en la instintiva defensa, se apoyófuertemente en el pecho de Federica.Ella rio, tras un «¡Jesús!» de susto. Élquiso reír también; pero su manoconservaba la sensación del dulcecontacto, y al evocarla aún quemaba másla sangre en sus venas.

El deseo de hablar, de decir a lajoven cualquier palabra, por fútil quefuese, se acrecentaba en aquella soledaddel rincón huertano y se hacía en Sergiocasi doloroso. Miraba ir y venir lagentileza de aquella figura —quizádemasiado plena ya, demasiado hecha

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para sus dieciséis años—, y la frase queparecía ir a brotar no se formulaba en sucerebro.

Federica, al fin, llena la cesta,volvióse hacia él:

—¿Quiere ayudarme, señorito?Y él acudió y alzaron la carga hasta

la cabeza de la servidora.—¿Va bien?—Va bien; muchas gracias.Se alejó hacia la casa. Volvió Sergio

a tenderse y a mirar el cielo y a soñar,ahora con un fuerte latido en susarterias. En el ensueño se refugiaba sutimidez de muchacho alejado por la vidaaldeana del trato con el sexo femenino.

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Sus vagos anhelos, los requerimientosde su sana juventud no habían tenidonunca más que una sola concreciónsentimental, grotesca —él se loconfesaba: grotesca—. A los diez años,Sergio se había enamoradoprofundamente de Celsa Ruiz, ya casadaentonces con Poupariña, José Poupariña,el dueño de la casa del Pinar. CelsaRuiz era gran amiga de Isabel, y solíapasar las tardes en la quinta de losAbelendas. Desde un rincón, Sergio lamiraba arrobado. ¿Sabéis lo que sonesas prematuras pasiones de los niños,tan frecuentes, tan tiernas, conservadasen un extraño secreto, llenas de detalles

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conmovedores, que después la gravedadde los años va haciendo olvidar?…Sergio guardó una horquilla caída de laamada cabeza y el hueso de una claudiaque ella comió, y vagaba por el Pinarpara extasiarse en la blanca casa dePoupariña, y un día en que Celsa le besócomo se besa a un niño, Sergio corrió asu alcoba, enloquecido, y se arrojósobre la blanca cama y rompió a llorar.

Nunca otro nombre tuvo para él ladulce música de aquel nombre. Suexaltación cristalizó en unos versosabsurdos, en los que mezcló todoscuantos tópicos habían ido dejando en sumemoria las lecturas escolares. Los

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tituló A C***, con tres estrellitas junto ala C, como escapándose por su bocaabierta, como él había visto endedicatorias análogas. Luego pensó enque el nombre de Celsa tenía cincoletras y le pareció imprescindible añadiruna estrellita más. «Tus ojos —decía elprimer verso—, tus ojos causanenojos…»

Dos años duró esta pasión. Celsadejó de pronto de hacer tan frecuentesvisitas a Isabel. Advertía Sergio,alarmado, un evidente desmejoramientoen la amada. Celsa estaba pálida. Celsatenía unos cercos oscuros en los ojos. Elmal fue creciendo. Se hundieron las

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suaves mejillas, se ensanchó la cintura,se deformó el cuerpo adorado en unalamentable hinchazón. Celsa caminabalentamente, gemía alguna vez, y cuandoengullía en el amplio mirador, a la horade la merienda, el sabroso dulce decerezas de doña Rosa, se lamentaba:

—Acaso mañana no pueda venir aprobarlo. Sírvame un poco más, doñaRosa. ¡Qué manos de mujer! ¡Cómo sabedarle el punto al almíbar!

Y un día, en efecto, no fue; ni alsiguiente, ni en la semana, ni en el mes.Sergio supo que no salía de la casa delPinar. ¡Oh, si ella muriese!… Elrapazuelo se entenebreció, obsesionado

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por la fúnebre idea; comía poco;vagaba, siempre que podía escapar, porlos alrededores de la blanca casita,jaula de la doliente. Cierta noche,después de un día angustioso en que lalluvia había impedido su habitualcorrería, oyó pronunciar entre laservidumbre, sentada en torno a laamplia mesa de la cocina, el nombre delseñor del Pinar. Chinto había estado allíaquella tarde a llevar un regalo de laseñora: un bote del dulce tan grato a laenferma. Entonces Sergio inquirió:

—¿Y sabes cómo está doña Celsa?—Va marchando —contestó el

labriego.

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El niño insistió, tras una pausa, fijossus ojos en el ascua del hogar, con laemoción de quien teme perder parasiempre algo muy caro:

—¿Quedará siempre así, tanhinchada?

Estallaron risas unánimes. Chinto,socarrón, uniendo sus manazas en tornoal cuenco de barro replicó:

—No quedará, hom, si Dios quiere.Sergio indagó, cándidamente

intrigado por las risas:—Entonces, ¿qué tiene?—¡Ay! —zumbó Chinto—, lo que

tiene que te lo explique el señorPoupariña, a ver qué demontres le hizo

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¡que él lo sabe bien!Tornaron a sonar las carcajadas

chillonas. Rafaela, riente también,censuró:

—¡Vaya, Chinto!…Sergio, azorado ante la hilaridad,

inexplicable, enmudeció y se fue; pero asolas interrogó al criado:

—Dime ahora qué tiene doña Celsa.—¿Y qué va a tener, rapaz?… Está

embarazada.E hizo un leve y brutal comento,

riéndose apagadamente, con la negruzcapunta del cigarrillo colgando, pegada aun solo labio.

Aquello fue un golpe de hacha en la

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pasión infantil. Vibró de indignación yde asco su tierno espíritu. Durantevarios días le obsesionaron en su oídolas palabras del gañán, y le martirizabanmás agudamente aún que un sufrimientofísico. Nada fue entonces tan innoblepara él como Celsa. Su imaginación sela representaba de continuo entregada aactos repugnantes, que él no podíaprecisar concretamente, en unión delprotervo Poupariña. Y odió a Poupariña,a sus ojos saltones, que se le antojabandesencajados por curiosidades abyectas,a su barbita de chivo, a sus manospeludas… ¿Cómo podía Celsa soportarlas caricias de aquellas manos de ogro?

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… Celsa murió dolorosamente en elcorazón del rapaz; quedó bajo la losa deun recuerdo de humillación yasqueamiento. La revelación brusca dela triste y miserable verdad de la vidacasi enfermó al niño. Una noche,heroicamente, rompió sus versos y tirópor la ventana, al oscuro jardín, el huesode la claudia, amorosamente guardado.Lo tiró con tanta rabia y con tantodesprecio como si hubiese estado en laboca de Poupariña, bajo el bigote, en elque un día, comiendo en el Pinar, vioquedar colgantes unos pequeños trozosde fideos.

Desde aquella ocasión desventurada,

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Sergio no volvió a sentir al amor llamarfrancamente a las puertas de su corazón,ya juvenil. Pero el ansia palpitaba en suinterior, y él sentía muchas veces susestremecimientos, como las madressienten los de los hijos ocultos aún ensus entrañas. Y ahora era Federica laque le agitaba, de una manera biendistinta, ciertamente, a aquella de losaños de la niñez, sin tópicos en verso,sin sueño candoroso, sin huesos declaudia guardados a hurtadillas, con unamareante emoción en el alma trémula.Ahora, Sergio, más que manías defetichismo amorosos, tenía la derecorrer frecuentemente el oscuro

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pasillo que unía el comedor con lacocina, y cuando, por casualidad, lanueva criada transcurría al mismotiempo que él, irremediablementetropezaban.

Aquella tarde, caídas ya lasprimeras sombras azules sobre la aldea,Sergio halló a Federica en el umbral.Con esa brusca valentía que a vecestienen los tímidos, él, alentado por elambiente y la soledad confidencial delos anocheceres, le asió una mano por laespalda, como en juego, y al volverse lamoza, aun sin intentarlo, el brazo deSergio rodeó el talle femenil, libre decorsé, en el que la carne palpitaba. Los

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grandes ojos verdes lo miraron con sucándida serenidad. Sonreía él, azorado.Dijo Federica, en voz baja, con unmisterio de cómplice:

—Suelte, que van a vernos.Y marchó hacia el campo. Sergio

entró en su casa, tembloroso de dicha.

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IIIAl día siguiente, doña Rosa y su hija

disponíanse a salir para visitar a losPoupariñas. Celsa ya no aparecía por laGándara sino de tarde en tarde: la prolehabía aumentado en aquellos nueve añosy los quehaceres de la casa con ella;Celsa, además, estaba siempre entregadaa las molestias de la concepción. Suprolijidad era tal, que no se la concebíasin el vientre hinchado y la tez pálida,hundidas las mejillas, lento el andar.Doña Rosa e Isabel, cuando algún ociose lo consentían, si las corredoirasestaban sin barro, iban a charlar un rato

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con la vieja amiga, y estas visitas, cadavez más rareadas, se revestían decaracteres de acontecimiento, en lasoledad en que unas y otras veíantranscurrir su vida.

Sergio esperaba con impaciencia elmomento en que la marcha de lasmujeres le dejase dentro de la casa enlibertad de arrojar los libros yconsagrarse a la persecución deFederica. Vio irse rehaciendo sobre lacabeza de su madre el alto moño queella nunca quiso trocar por otro peinado;vio cómo Isabel se empolvabaligeramente ante el espejo… Al fin lasvio dirigirse a la puerta. Pero desde la

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carretera llegó el sonido de un cascabel,y un tílburi tirado por un caballo delpaís, pequeño y peludo, se detuvo antela verja; Isabel adivinó:

—Es Rodeiro.Era Rodeiro. Pronto se vio su

corpulenta estatura envuelta en elinvariable traje de pana de colorcaramelo. Sus grandes bigotes oscurosdividían en dos la redonda cara picadade viruelas, como si hubiesen pasadopor ella un ancho pincel embetunado.Isabel y su madre se miraron indecisas.Isabel había sentido siempre ciertacordialidad hacia el mocetón. Aunahora, pese a los cuarenta años de

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Rodeiro, que hacían resaltar la panzabajo la chaqueta abotonada hasta elcuello como una casaca, la señoritaAbelenda tenía ante él ciertos rubores yciertas alegres risas inusitadas, y susojos vulgares brillaban más. AcasoRodeiro la había querido secretamentealguna vez. La verdad era que susatenciones para con ella nunca habíanpasado los límites de cortesías deamigo. Cuando perdió casi toda suhacienda y arrendó su casita de lagándara para marchar a hacerse cargo desu destinejo en Madrid, se afirmó en loscontornos que Rodeiro volvería a pedira Isabel. Rodeiro volvió, pasados tres

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años, trasladado a la capital gallega;entonces iba frecuentemente a lagándara, donde una vieja servidoracuidaba de su caserón y del minúsculohuerto. Pero el repatriado no hablójamás de amor con la hija de doña Rosa.Llegaba a veces, bebía un gran vaso declaro vino de la tierra, rogaba a la jovenque tocase una canción gallega en elpiano, hablaba mal de Castilla, con laestentórea pasión que ponía siempre ensus afirmaciones, y volvía a marcharalegremente. Sergio lo vio ahora entrar,maldiciendo de la inoportuna visita.

—¿Qué?… ¿Iban a salir?… Memarcho.

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Isabel le disuadió cortésmente:—Salíamos por no saber qué hacer.

Puede quedarse.—¿Es que hay misión en la iglesia?Doña Rosa rechazó la sorna de la

pregunta:—No hay misión, republicanote; no

hay misión, aunque buena falta hacía.¿Es verdad que le da a usted ahora porescribir en El Avance?

Rodeiro sonrió:—¿Quién lo dijo?—Lo dijo don Miguel.Rodeiro se acomodó en una silla,

echando hacia delante el robusto pecho,que parecía ir a hacer estallar la pana.

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—No; no es totalmente exacto. Nopuedo negar que los de El Avance mehan pedido que les lleve algo algunavez. Pero hasta ahora estoy indeciso. Loque hice el otro día fue un suelto contradon Rosendo, el cacique de la Gándara.Bien lo merece, ¿eh?… Ya sabe ustedcuánto daño le debo. ¿Leyeron elartículo?… No estaba mal. FirmabaOriedor, un seudónimo que se meocurrió; es el apellido al revés.

Se dejó mirar, retrepado en la silla.—Pero de eso a que me haya

alistado con ellos hay un abismo… Yotengo mis ideas: voy más allá. Creía enRosales, ¿sabe usted?… En Rosales, sí,

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¡caramba!… Tan austero, tan grave, tanpuro… Toda aquella gente lo adora. Alos «fondos» de El Avance que hace élno hay nada que pedirles. Realmente, elpartido tiene fuerza en la ciudad y ganaelecciones desde que ese hombre está asu frente… Sin embargo, tengo queconfesar que hoy… me encuentro unpoco distanciado de él… Hay cosas…

Hizo chasquear la lengua, con ungesto de disgusto en la ancha cara.Luego, como adoptando una resolución,contó:

—Aquí, en confianza… El otro díajugábamos en el Casino…, entre amigos,para distraemos… Tallaba yo. Entonces

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entró Rosales y dio unas vueltasalrededor de la mesa, y al cabo de unrato apuntó una peseta. Ganó. Se meocurrió pensar: «He aquí una ocasión deconocer a este hombre», y al pagar legrité, como si me distrajese: «Dos, quehacen cuatro», y le di cuatro pesetas. «Sies el hombre austero que imagino, lasdevolverá», me dije. Pero Rosales seguardó las cuatro pesetas y se marchó.Al llegar a casa anoté en mi diario:«Todos son unos.» Y para mí es como sile hubiese puesto un epitafio.

Doña Rosa opinó:—No debe usted jugar.Él hizo un mohín:

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—No juego casi nunca más que pordistracción. Jugar alguna vez está bien.Debiera ser obligatorio. Presta energía,acostumbra a la conformidad con ladesgracia. El jugador piensa: «Havenido la mala», y tiene la fortaleza dela fatalidad.

Isabel le miraba cariñosamente.—Y ese ascenso, ¿cuándo llega?Él hizo un gesto ambiguo:—No sé; le temo mucho al ascenso.

Pudieran trasladarme, alejarme de aquí,quizá hacerme marchar otra vez aCastilla. ¡Aquella Castilla horrible,seca, amarillenta!…

Su amor a la tierra siempre

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extremoso desde que advirtió elmenosprecio fuera de ella, se agudizó enaquel instante. Suplicó:

—¿Quiere tocar algo, Sabeliña?Isabel sonrió, abriendo con lentitud

la tapa del viejo piano de teclasgastadas a través de los años por susdedos. Pasó el índice y el pulgar en cruzpor toda la escala suavemente, sindespertar los sonidos. Inquirió mirandoal techo:

—¿Y qué quiere que toque?—Negra sombra. Haga el favor,

Sabeliña.Y Sabela continuó un momento

mirando al techo como si estuviese

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recordando la melodía que tantas veceshabía tocado ya. Era la favorita deRodeiro. Como su voz, un poco dura, nole permitía cantar, seguía a boca cerradalas inflexiones de la triste sonata,elevando las cejas, estirando lentamenteel cuello con un leve balanceo de suhumanidad, cabeceando. Alguna vez seatrevía a pronunciar en falsete una frasede canto, pronto cortada:

O pe d’os meus cabezales…

Una noche, en Madrid, oyendocantar inesperadamente en el Real a lasmasas Clavé, este coro, rompió en

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sollozos, invadido por una morriñagigantesca, y si al salir del teatrohubiese podido hacerlo, aquella mismanoche hubiese tomado el tren paraGalicia.

Del viejo piano salieron de prontolas primeras notas melancólicas de labalada. Sergio, oculto en el extremo dela amplia galería, abandonó su libro y seasomó. Con esa admirable facilidad conque el alma sabe encontrar en lospaisajes el mismo matiz de sentimiento,le pareció que la gándara toda estabainvadida de aquella misma suave yenamorada tristeza del cantar. Moría elsol, y al morir besaba a la casita y

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parecía encenderla de rubor. Los pinosdel bosque se iban tornando negros.Todo el campo estaba en una granquietud, y en una negra parcela,recientemente roturada, los montoncitosde tierra y raíces ardían lentamente,dejando escapar columnitas de humoblanco y azul. Cuando el disco luminosoy sangriento se hundió, subieron hacesde luz enrojecida al sereno cielo deotoño, y la serenidad misma de loscielos cayó sobre la tierra toda. Sehicieron más sombríos los hondoscursos de las corredoiras que cruzabanlos sembrados como cauces secos; naciótras el bosque la sutil neblina del mar

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callado; una creciente vaguedadenvolvió el verdor de la tierra, lablancura de las casitas diseminadas, elgrupo de castaños de un soto; y en unaheredad el agua de un regato brilló depronto melancólicamente, como unalanza de plata tendida en el suelo. Lanoche nacía abajo, como nace en laaldea; en los surcos hondos y entre lascopas de los árboles y bajo los rústicosalpendres y en las laderas de los montes,donde el rudo tojo comenzaba a cubrirsecon su hermosa flor dorada. Y en losmontoncitos de rastrojo que ardían sehizo más blanco el humo, y en uno deellos se vio —cuando las sombras

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crecieron— la mancha roja del ascua.Al final de la gándara, al través de lanoche, parpadeó una luz blanquecina: lade la casa del Pinar…

Sintiéronse, bajo la galería, lospasos pesados de los bueyes, quetornaban, conducidos por Chinto,invisibles todos en las tinieblas.

Y hacia aquel tierno desleimiento delas cosas, hacia aquella dulzura, volabanpor las ventanas abiertas las notas de lasbaladas de melancolía, como sivolviesen a la tierra que las hizo nacer,para transformarse en el grato misteriode la noche y ser al día siguienteflorecillas de tojo o mariposas, o

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sumarse perpetuamente al rumor de lospinos o al ronroneo del mar, donde elmúsico las había hecho cautivas; y enaquella dulzura crecía en Sergio lamultiforme ansia juvenil; oscuro deseode llorar, oscuro deseo de cariño,confuso despertar acongojado derecuerdos: el de un verso, el de unrincón umbroso del Pinar, el del cuerpotibio y duro de Federica…

Y Federica entró. Dibujóse toda ellaen la luz que llegaba del comedor hastala galería y hasta un trozo del huerto.Fue descolgando del cordel donde sesecaban los encajes trabajados porIsabel, puestos aquella tarde al sol.

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Cuando se acercó al extremo oscurodonde Sergio anhelaba, los brazos deljoven la ciñeron fuertemente. En vozmuy tenue, junto al rostro de la rapaza,afirmó, como si suplicase:

—¡Te quiero; te quiero!Y la besó. El cuerpo de la joven,

sudoroso por el ajetreo de la jornada,olía a romero, un humano olor a romero.Y aquel olor se obstinó toda la noche enla memoria de Sergio y le permitióvolver a gozar del instante dichoso, ypaladearlo, diez veces, cien veces, conla misma fuerza de la realidad gustada.

Cuando Sergio veía salir a Federicapor el portón con el enorme lío de ropa,

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bien atado, puesto sobre la rubia cabeza,marchaba él hacia el río por caminosrecónditos. Se encontraban allí. Ocurríauna vez por semana. El resto del tiempo,encerrados en un disimulo cuidadoso,apenas si podían concederse una brevecharla en el jardín, un furtivo beso en unpasillo, un contacto de apariencia casualcuando Federica servía la mesa. Todocon un sobresalto, con un temor quehacía palpitar sus corazones.

El río estaba distante, oculto de lacasa por la suave curva de la gándara ypor tojos crecidos. A sus orillaserguíanse sanguiños y álamos jóvenes dehojas plateadas, que cruzaban sus copas

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de una a otra margen. Charlaban losnovios mientras ella batía en la piedrablanqueada del lavadero las telaschorreantes y enturbiaba el agua con eljabón. Sentía Sergio, viéndola así, unsordo rencor contra la injusticia de lasuerte.

—No debías tú venir al río. Mimadre hace mal en mandarte…

Ella le miraba riente, sin compartirsu cólera:

—No me hace daño.—Tú naciste más bien para señorita.Se sentía halagada y suspendía el

recio frote en la tela:—¿Por qué?

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Y le gustaba oír cómo él analizabasus gracias: las cejas de trazo fino; elsuave color de miel del pelo recogidosobre la nuca, los grandes ojos, lasilueta airosa, pese a la redondezespecial de las formas. Terminaba él:

—Tú eres la hija de unos señoresque te abandonaron en la aldea. Cuandomenos lo pienses, te reclama el príncipe,tu padre.

Una vez preguntó: .—¿Por qué te llaman Volvoreta?Y ella, sencillamente:—Por ser así, ¿sabes?, un poco

traviesa… Tenía muchos novios… A lomejor, tres a un tiempo… Los sábados

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llegaban los mozos de aldeas distintas allamar a la puerta de nuestra casa paratunar conmigo.

Él calló, pensativo y celoso.—Era por risa, no creas; no me

gustaban. Ya ves, en cuanto pude memarché a la ciudad.

Los domingos eran para elenamorado los días más felices.Esperaba, soñando, la hora de la tarde,en que Federica había de obtenerlicencia para alejarse del chalet. Por lamañana era preciso acompañar a sufamilia a la misa de Santa María de laGándara. Atravesaba los caminitosaldeanos sin advertir el airecillo

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mañanero, lleno de todos los perfumesdel monte; ni el brillo del sol, ni aquelaspecto especial de los campos, singente más que en las veredas; mujeresengalanadas con pañuelos en la cabeza yrefajos chillones o negras faldas demerino, y aldeanos que lucían la blancacamisa de lienzo, y sobre un hombro, lachaqueta de remontas de pana; gentesque saludaban respetuosamente,cediendo el angosto paso:

—Buenos días nos dé Dios, doñaRosa y la compaña. ¿Y luego?… ¿Se vaa oír misa?

—Para allá vamos.—¡Vaya, que Dios los ayude!

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La pequeña iglesia, cercana al mar,amarilleaba bajo los líquenes. La cuerdade las campanas caía sobre la fachada, yel acólito les hacía sonar desde elmismo atrio. Don Miguel decía la misacon lentitud. Después, en el presbiterio,pronunciaba invariablemente un sermón,en el que a veces hasta hacía reprochesa personas determinadas a las quenombraba sin eufemismos. Los aldeanosle oían con sumisión. Sus homilíastenían a veces este tono:

—Ved el caso de Mingos, el delPinar, que hizo un pozo en la Xesteira yse gastó todo el dinero que le dieron enla taberna de la Miñoca. Y su mujer

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anda layendo con el hambre y sus hijostambién. Después queréis que con estosejemplos en la feligresía ampare Diosvuestras cosechas, y cuando pedís quecesen las lluvias, no vos acordáis devuestros pecados. En cuanto a María, lade Gayoso, y a Rosendo el Tolo, que dengracias a que están presentes los señoresde Abelenda y de la Cruz del Souto, máslos del Pinar; si no, bien los iba a ponercolorados por los ejemplos que estándando en todas las corredoiras de lagándara, que parece que no, pero yobien me entero de todo.

Después de la misa, en el atrio, losaldeanos formaban grupos pintorescos.

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Los señores de los contornos que teníanasiento en el presbiterio se deteníantambién a charlar brevemente antes deseguir los divergentes caminos. El atrioestaba alfombrado de hierba. Y en unrincón veíase el sepulcro de losRodeiros —el más hidalgo apellido dela Gándara—, humilde y blanco, con unescudo borroso. Cerca de él, uncorpulento castaño lo envolvíatotalmente en sombras, y a vecessentábanse las rapazas en la losa parapalicar. Poco a poco se diseminaba porel camino el gentío, alegrándolo con loscolorines de sus trajes, y don Miguelsalía presuroso hacia la blanca y vecina

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casa rectoral, en hambrienta demandadel desayuno.

Por la tarde, doña Rosa y su hijasalían casi siempre a visitar a algunaamistad. Entonces Volvoreta, bienrizada, bien gentil, dentro de su blancablusa y de su falda negra, con un anillode cobre, brillante a fuerza de frotarlocon arena, en un dedo, se presentaba apedir permiso y salía a pasear. Sergioesperaba en la arboleda, y por ellavagaban, al abrigo de las miradas detodos, hundiendo sus zapatos en elmusgo, un poco sojuzgado él por esasolemne gravedad misteriosa de losbosques.

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Los árboles iban cambiandolentamente el tono de sus hojas. Desdela quinta se veían sus copas como masasdoradas y amarillentas, y de color sepiay verdes aún.

Cubrían a veces los senderillos delbosque las hojas caídas, y estallabanbajo los pies las pequeñas ramasdesprendidas por los vientos del otoño.El mar iba tomando un color plomizo,entre la augusta calma de las altasriberas.

Al fin vinieron las primeras nubes enmasas formidables por el Sur. El sol,débil, miró tristemente a la tierra, en unadespedida para sabe Dios cuantas

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semanas. Las nubes avanzaron ycubrieron la redondez del cielo. Aún sesostuvo el tiempo así algunos días. Lasprimeras gotas sorprendieron a losnovios en lo alto del monte, cierta tardeen que Volvoreta había ido a recoger,para el fuego, las piñas caídas de lasramas. Abandonaron el saco a mediollenar y corrieron los jóvenes aocultarse bajo el saliente de una rocaquebrantada por la dinamita para algunaconstrucción aldeana. Todo el paisaje dela gándara estaba ante ellos. Vieronblanquear, bajo el choque de la lluvia,las aguas pizarrosas de un trozo de laría; vieron el turbión deshacerse en

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largos hilos y borrar los horizontes, y enuna cañada frontera, al otro lado de lagándara, fingir humo en los remolinos aque lo obligaba el viento. Brillaron lastejas de las casitas, y todas las parcelasque guardaban ya entre sus surcos lasiembra de los cereales seennegrecieron más aún bajo la lluvia.Recogidos, apretados sus cuerpos, unpoco inclinados bajo el reborde de laroca, veían los jóvenes llover, con esaalegría extraña que la lluvia producecuando se presencia bajo la guaridasegura. No hablaban. El espectáculo deun labriego que allá abajo abandonabasu labor, saltando sobre la húmeda

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tierra, para recogerse bajo un alpendrevecino, les hizo reír, gozosos. Ynuevamente enmudecieron, y del vastoespectáculo de la lluvia en el monteredujeron su mirar, un poco abstraídos, ala visión de cómo unos erizos decastaña, vacíos ya, tirados ante la roca,iban siendo limpiados de tierra por elgolpear de las gotas, y cómo otros, consus púas hacia abajo, iban llenando deagua la blancura de su concavidad.

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IVAl través de los surcos que las gotas

de lluvia trazaban en los cristales de lagalería veíase el campo tan solo comouna informe mancha verde. Sergio, enpie, frotaba sus dedos húmedos contralas láminas de vidrio, y se complacía enarrancar estridentes gorjeos, quecrispaban los nervios de Sabela.

—¿Quieres estar quieto? —le gritó.Y él enfundó sus manos en los

bolsillos y dio un suspiro ruidoso queempañó el cristal.

—Entonces… ¿qué quieres quehaga?… No he visto cosa más

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desagradable que la lluvia.Doña Rosa intervino, mirándole

severamente sobre sus gafas:—Yo creo que sí: los libros de

estudio.Él calló. Realmente, estaba

desesperado contra aquel incesanteaguacero que encharcaba los camposdesde hacía una semana ya. Lasdeliciosas entrevistas con Volvoretahabían terminado desde entonces. ¡Oh,aquel tedio de la casa, llena siempre delrumor de la lluvia, alterada alguna vezla quietud por los gritos de Rafaelacontra los aldeanos que no limpiabansus zuecos antes de entrar y manchaban

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de lodo los pisos!… Sergio ibafrecuentemente a la cocina, con elpretexto de fumar. Aunque doña Rosa losabía, no consentiría jamás que su hijoarrancase ante ella una bocanada a uncigarro. Desde que era bachiller, Sergiopodía fumar en la cocina, por un acuerdotácito. En alguna de sus frecuentesausencias, preguntaba ahora la madre aIsabel:

—¿Dónde está tu hermano?—Debió de ir a fumar.Doña Rosa observaba:—Fuma mucho estos días. No me

gusta eso.—¿Qué le vas a hacer?… Se aburre.

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Federica entró aquella tarde en elcomedor a anunciar:

—Está ahí doña María, la de Solís,que pregunta por la señora.

Doña Rosa alzó la cabeza de lacostura para inquirir, con un leveasombro:

—¿Doña María de Solís?—Sí, señora.—Que pase, mujer.Y madre e hija abandonaron sus

quehaceres y sacudieron de sus regazoslos trozos de hilo que se habíandesprendido de las labores.

Avanzaron al encuentro de su vecina.Sabela dio, como siempre, un ligero

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saltito para no pisar una baldosa de lagalería, donde el pico del carpinterohabía trazado, quizá para distinguirla,una pequeña cruz.

La señora de Solís entró. No eranfrecuentes sus visitas. Tan sólo en algunaocasión señalada —Año Nuevo, fiestade días, enfermedad—, la triste señoraaparecía un momento «para cumplir», y,pretextando el cuidado de sus hijos,volvía a marchar, sin haber reído, sinhaber hablado apenas, sin haberaceptado un dulce ni una fruta, ni undedalito del vino tostado del Rivera,que doña Rosa solía ofrecer sólo enesas grandes ocasiones.

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—¿Qué milagro, doña María?…Siéntese.

A pesar de la vecindad, se veían, enefecto, mucho menos que los demásseñores de la gándara. Doña María sesentó quedamente, con aquel airesilencioso que le había impuesto sudolorosa costumbre de andar poralcobas de enfermos. Resaltaba supalidez sobre las negras vestiduras, y elcarmesí de los párpados, irritados por elllanto y el insomnio, sobre su palidez.Pero en toda su figura había una grandistinción, y en su rostro, esadignificación amarga que dan lospesares. Cruzó las manos lívidas, y

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habló:—A molestarlas, doña Rosa; a

molestarlas.—¡Por Dios!—Quería saber si tienen ustedes

alguna estufa, algún calorífero, parapedírselo prestado.

Doña Rosa miró a su hija, como enconsulta.

—Hay mucha humedad —continuódoña María—; ya ve, para dormir losniños con las ventanas abiertas… Ycomo la casa es grande… Yo encargué ala ciudad una salamandra. Pasadomañana me la traerán, y pasado mañanales devolveré la estufa.

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Doña Rosa se lamentó:—¡Dios mío, nosotros no hemos

tenido jamás nada de eso! ¡Qué pena,doña María!… Gracias al Señor, comosalud tenemos, y el frío no es mucho enesta tierra…

—No; el frío, no; pero la humedad,la humedad…

Casi gimió, con los ojos espantados:—¡Un catarro viene tan pronto!… ¡Y

después!Hubo un silencio. Doña María miró

al través de los cristales el cieloplomizo, cubierto por una sola nubeinmóvil.

—Hace siete días que no hay sol…

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Luego clavó sus ojos en las pálidasmanos cruzadas:

—¡Yo no sé qué hacer…; no sé quéhacer!

Doña Rosa intervino con consuelos.¿No era exagerado todo aquel temor?…Los niños no parecían estar mal;paliduchos y delgados, sí; pero la aldease encargaría de darles colores y grasas.Allí estaban los hijos de los labriegos,semidesnudos, durmiendo en paja;mojados cuando llovía y quemándosecon el sol; comiendo tan sólo borona ycaldo de unto. Y tan fuertes y colorados.La aldea es salud. No había que tenerpreocupaciones extremadas. Dios es

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bueno; aprieta, pero no ahoga. Y siMaruja tenía quince años ya, y Dios sehabía llevado a los otros a los dieciséis,¿iba a suponerse que se había de repetirla desgracia?… ¿No era absurdo…?

Doña María la miraba sin cambiar laexpresión de pena. Después suspiróhondamente. Se levantó como unasombra.

—¡En fin!… Perdonen la molestia.—¿Qué molestia?… Lo que siento

yo es no tener lo que desea, doña María.Ya sabe que toda la casa y todosnosotros… Y cualquier cosa que se leocurra…

Acompañáronla hasta los mismos

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umbrales del portón. Ella marchó comouna sombra negra, entre la lluvia; y doñaRosa suspiró al volver, penetrada detoda aquella honda angustia de madreque en su propia maternidad hallaba uneco de compasión gigantesca.

Por la noche, deslizándose alamparo de los salientes aleros, esperóSergio bajo el alpendre la presencia deFederica, avisada por él. Esperó unosminutos que se le antojaron inacabables.Desde los canalillos que las tejasformaban caían al suelo chorros de agua,que habían cavado débilmente la tierra alo largo del cobertizo, en su persistentechoque. Cuando Sergio chupaba el

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cigarrillo, se avivaba el ascua y veíabrillar los goterones en su rápidodescenso. La lluvia, invisible en lanoche, dejaba oír su sordo rumor entodo el campo encharcado.

Federica llegó al fin, cubriendo sucabeza con parte de la falda, recogidasobre los rubios cabellos como unmantón:

—¿Qué quieres?Él arrojó el cigarrillo, que se apagó

en el agua.—Que no podemos seguir así. Es

preciso idear algo para vernos.Ella meditó:—¡Esta dichosa lluvia…!

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Callaron un instante. A sus espaldas,hasta tocar con el techo del alpendre, sehacinaba el tojo tierno, dispuesto paramullir los establos y hacer de él, yapisado, cama para las bestias, ydespués, abono de las tierras. Y su recioolor de monte bravo se diluía en elambiente húmedo. Sergio opinó:

—¿Quieres que le hable a Mingos,el casero, para que nos deje reunir en suchoza?

Receló ella:—Lo sabría tu madre.—Entonces…, ¡no sé!Descubrió de pronto Volvoreta:—Podrías subir a mi alcoba cuando

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todos durmiesen.Sergio quedó un momento confuso.

Le latió más fuerte el corazón alescuchar la proposición inesperada,como si antes de precisarse en su magíntoda la encantadora sensación de laaventura le hubiese ya recorrido lasangre, en un giro loco. Pero Volvoretahabía sugerido el recurso con unaabsoluta naturalidad. Sergio, temerosode despertar un arrepentimiento, dijocon sencillez:

—Es verdad.—Pero ve con cuidado. Ya sabes

que el cuarto de Rafaela está al lado delmío. ¡Si nos sintiesen!… ¡Por Dios!…

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Y separáronse. Sergio permanecióunos minutos bajo el cobertizosaboreando la temerosa delicia delproyecto. Le pareció estar abocado auna empresa de novelón. La densaoscuridad de la noche le sugería ideasde sagacidad y de astucia, y se vio a símismo atravesar la casa entre lastinieblas y trepar hasta los cuartos de laservidumbre, cauto y silencioso, comoun ladrón de folletín o como unconspirador heroico. Chinto salíaentonces de la casa y pasó junto alcobertizo sin verle en las sombrasprofundas. Él se había recogido y hastahabía contenido el aliento. Este

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incidente le dio una alta idea de sudisposición de hombre misterioso y lehizo tener una alegre confianza en sí.

Durante la cena miró alguna vez aFederica, como para recordarle elcomplot. Federica, gravemente, noparecía darse por enterada. Sergiopensó entonces, ante toda aquellaserenidad, que ella tenía una decisión yuna valentía superior a la suya, y sereprochó el no haber tenido él la mismaidea de la cita en la alcoba. Se escrutó ytuvo que confesarse que no se le habríaocurrido nunca.

Cuando, después de su habitualpresencia en la cocina para dar órdenes

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a la servidumbre, doña Rosa reaparecióen el comedor y deseó buenas noches asus hijos, Sergio sintió agigantada suemoción. Besó a su madre y se retiró asu cuarto. Eran las diez. Sentóseindeciso, sin saber cómo llenar todoaquel tiempo que faltaba aún para elmomento de la aventura. Al fin,temeroso de que la luz le delatase,desnudóse, se metió en la cama y soplóla bujía.

Esperó. Llegaba de la cocina, muyamortiguado, el ruido del fregoteo deRafaela. Podía saberse cuanto colocabasobre la limpia piedra del vertederopara que escurriese el agua humeante:

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los platos hacían, al superponerse, unruido más agudo; los pucheros de hierro,más hueco y sordo. Después tintinearon,al caer sobre el granito, desde el pañoque las secaba, las cucharas, lostenedores… Sergio seguía a la viejacriada en todos los momentos de suocupación, hasta en todos sus ademanes,como si la estuviese viendo. De pronto,un portazo estremeció la casa y se oyó elruido metálico de la barra de hierro queajustaba Chinto en sus encajes parareforzar la seguridad de la vivienda,Luego, unos pasos resonaron en laescalera que conducía al pisoaguardillado donde estaban las

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habitaciones de la servidumbre, de lasdos criadas nada más, porque Chintodormía en el bajo, para mayortranquilidad de doña Rosa. Sergio pensóque aquellos pasos eran los de Federica,que se retiraba siempre antes queRafaela.

Y esperó más. Por fin, los tramosrechinaron bajo el andar de la viejacriada. Arriba, al través del techo sesintió aún el trastear de sus pies. Mástarde cayó el silencio sobre la casatoda: un silencio en el que al joven leparecía que toda idea de tiempo diluíasey escapaba al cálculo. Pero en elsilencio fueron naciendo mil pequeños

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rumores y mil ruidos sólo perceptiblesen la anhelosa atención del enamorado:el crujir de una viga, las pisadasmisteriosas del gato, que cruzaba ante sudormitorio, dueño de las estancias y delos pasillos llenos de sombra; después,el viento comenzó a quejarse bajo laspuertas, como en invierno. Fue unmomento en que la lluvia dejó de caer.La ventana del cuarto se estremecía ensus encajes, y a veces se sentía la furiade las ráfagas estrellarse contra la casatoda, hermética y muda en la enormesoledad del campo, entre tinieblas,mientras los árboles se encorvaríangimientes y en los prados la hierba sería

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como una cabellera peinada en unmismo sentido por el viento.

Las ráfagas traían hasta la casa unsordo rumor —quizá el de los árboles,quizá el del mar—, en el que Sergiocreía descubrir también el silbidoarrancado de los alambres del telégrafoque seguían la cercana cinta de lacarretera, y que cortaba el vendavalcomo una espada afiladísima, oscilandoun poco entre poste y poste.

Pero las ráfagas cesaron. Cayó unfuerte aguacero, y su apremiante llamadaa los cristales llenó toda la casa con suruido. Después amainó, y volvió lalluvia a su lenta mansedumbre.

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Sergio esperó aún, receloso. Se leocurrió pensar —tumbado boca arribaen el lecho, abiertos los ojos en laoscuridad— qué clase de mujer eraaquella, inocente o ducha en amores, quepor propio impulso y con toda sencillezdaba una cita de tamaño riesgo —él nopensó «tan escabrosa»—. Pero ni suexperiencia, ni su edad, ni la inquietanteemoción que sufría, le permitierongrandes meditaciones acerca del tema.El reloj del comedor dio las doce.Temió él haber contado mal, y esperó aque las repitiese. Entonces se deslizó desu cama; a oscuras se embutió en elpantalón, en la chaqueta… Iba

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descalzo… Abrió la puerta de laalcoba… Salió…

Ante la puerta, sin separar los dedosdel pestillo, aún escuchó un buen rato.Después se decidió a andar… Apoyabaambas manos en la pared, como siquisiese descargar sobre ella todo elpeso de su cuerpo. El piso estabaenarenado, según la costumbre del país,con una arena traída de la playa, y al serrestregada contra la madera producía unleve rechinamiento. El joven ponía, paraimpedirlo, sus pies de plano, y algunasarenas gruesas le producían dolor.

Llegó a la escalera. Tenía en susoídos el tictac del corazón y el sordo

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runrún de la lluvia… Subió un peldaño,otro…; algunos crujían, y Sergio sedetenía entonces, anhelante, con los ojosabiertos, abiertos… Creía él que enaquel momento su madre, y su hermana,y Chinto, y Rafaela, se removían entrelas sábanas, prontos a despertar. Pensótambién en que a veces doña Rosa sufríainsomnios duraderos… Al llegar alprimer recodo de la escalera, un tablóncarcomido gimió bajo sus pieslargamente. Entonces pensó en desandarel camino y volver a su cuarto; pero yaestaba más próximo el de Federica…Continuó… En el pequeño pasillo, alque daban los dormitorios de las dos

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mujeres, se oía la fuerte respiración deRafaela. Esto le dio vigor. Empujólentamente la puerta de la alcoba deFederica. Pensó que estaría ella detrás.Esperaba que sus manos avanzasen paraguiarlo. Creía ser tocado por ellas acada instante, y esta presunción de unosbrazos en la sombra le produjo unainquieta nerviosidad. Pero ningúncuerpo vivo rozó el suyo. Entró concautela extremada, temiendo derribaralgo, extendidas sus manos hacia elfrente, comenzando a encontrarinterminable aquella horrible excursiónentre las tinieblas y el silencio,respirando con la boca abierta para que

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ni aun se advirtiese el rumor de susaspiraciones.

Al fin, sus muslos tropezaron conalgo. Bajó las manos cuidadoso. Bajoellas sintió el tibio bulto de Federica,acostada, cubierta por las ropas dellecho. Le secó los labios una oleada deemoción. Se inclinó sobre la bellacabecita; susurró tenuemente.

—Soy yo…Ella no se movió; volvió a

advertirle:—Federica, soy yo…Apoyó sus manos en el cuerpo

tendido con una suave presión. Federicadio un fuerte suspiro y se estiró en el

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lecho. ¡Dormía! ¡Gran Dios, dormía!…Sergio se maravilló sinceramente.Volvió a apremiar, con la punta de susdedos, el cuerpo perezoso. Y de pronto,tras un rebullir, que se tradujo en unruidoso alboroto de hojas secas deljergón, los calientes brazos de Federicase enroscaron a su cuello, y él, entonces,buscó sus labios y los besó estremecido.

—¿Dormías?Y ella, con voz enronquecida por el

sueño y llena de añoranza de él:—Sí.Sergio tuvo que sacudirla:—¡No grites, mujer!… pueden

oírnos…

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Entonces bajó mucho la voz, comouna niña a quien se reprende, pararepetir:

—Sí.Continuaba con los desnudos brazos

sobre el cuello del joven. No se veían.El rumor de la lluvia era más fuerte enel pequeño cuarto; se sentía surepiqueteo en el cinc del tejado y sobrelos vidrios del tragaluz. Sergio se ibasintiendo presa del frío.

En la cima de su empresaocurríasele ahora, preferentemente, laterrible idea de tener que volver a suestancia con todas las mismasminuciosas precauciones. En la alcoba

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contigua, a través del delgado tabique demadera, se oyó el ruido del jergóndonde Rafaela debía de haberse agitado.Entonces Federica iba a decir algo aloído de Sergio, pero éste la hizo callarcon sobresalto.

—¿No oíste? —dijo apenas él, conla tenuidad de un suspiro—. Debe deestar despierta.

Le invadió el miedo. Dio otro beso ala novia.

—Bueno, me voy.Ella tornó a abrazarle. Aún le retuvo

para pedir:—Tápame bien…Sonrió en la sombra. Metió parte del

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embozo bajo la espalda de Volvoreta, ledio una palmadita de despedida, ysúbitamente, esclavo de su hondo temor,comenzó otra vez el peregrinaje. En laescalera sufrió angustias mayores,porque el descender en la oscuridad eramucho más difícil que el subir. Creyóque no se acababan nunca los peldaños.Ya en el pasillo del primer piso, suspasos fueron más ligeros. Entró en sudormitorio, dando un profundo suspirode placer, como si saliese de unapesadilla. Se zambulló en la cama. Teníalos pies helados, con algunas arenas delpasillo incrustadas en ellos. Se arrebujóapretadamente y quiso saborear sus

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sensaciones de la noche, pero se durmió.Soñó que quería correr hacia

Volvoreta. Volvoreta le esperaba con susrizados cabellos de color de la miel y sublusa blanca de los domingos. Él queríacorrer, porque su madre le perseguía;pero sus pies no podían apartarse delsuelo. Corría, corría, y no avanzaba niun solo punto…

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VMeditó Sergio después en su

cobardía de la víspera, en la brevedadde su estancia en el cuarto de Volvoreta,y se hizo reproches y se prometió unamayor decisión. Vencido el misterio dela empresa, el éxito obtenido le alentó.Tenía para él una enorme e intensapoesía de aventura aquella visitacautelosa, aquella oscuridad que loshacía invisibles, el secreto de laandanza, mientras la gente, confiada,dormía… Le pareció que los pasillos ylas escaleras que recorrió, sin ver, enuna duradera y lentísima caminata, no

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eran los pasillos y las escaleras tanconocidos de su casa, sino que el geniotravieso de la noche y de los amores lohabían transformado todo. Sentía aún ladulce presión de los tibios brazos entorno al cuello, y ansiaba volver aentregarse a aquella caricia turbadora,no probada jamás.

Al encontrarse Federica y él, sesonrieron, como cómplices de unamisma travesura. Pero, evidentemente,ella no concedía una gran importancia alo ocurrido. Hubiera ansiado Sergiocontarle con todo lujo de detalles laexcursión nocturna, mas no huboocasión. Tan sólo, al cruzarse en un

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pasillo, pudo decir brevemente:—Hoy volveré.Y ella, que marchaba hacia el

comedor, no hizo el menor gesto, y, alhablar con doña Rosa, su voz tenía elmismo bello timbre de siempre, sin quelo alterase la emoción.

Fingió estudiar durante toda la tardeen la galería. En realidad, soñaba. Viocómo los árboles se doblaban ante lasráfagas. Vio salir a Chinto, cubierto porun capote de paja cosida, que era sualdeano impermeable, chapoteando en ellodo con sus zuecos de aguda puntaretorcida. Vio en el mirador de la casade los Solís cómo doña María

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asomábase, enlutada y triste, acontemplar el cielo. Los ojos de lamadre se apenaban más ante aquelespectáculo de la nube igual y plomiza,sin principio ni fin, uniforme, que vertíaincansablemente la lluvia. Apenas seadivinaba por una ligerísimaluminosidad el sitio donde el sol estabaoculto en el cielo. Y en aquel sitio seobstinaba el mirar de doña María, comosi rogase, como si mentalmente hicieseal astro magnífico la confidencia de todosu drama y le pidiese que dejase llegaralgunos de sus rayos vivificantes aaquella caseta del jardín, techada devidrio, donde las tablas estaban ya

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ennegrecidas por la lluvia, para que elrayo fuese como una lanzada que mataseel germen del mal en los pechosaquillados de sus hijos.

Pero a Sergio el espectáculo delagua implacable le producía ahora uníntimo contento. Sentía gratitud hacia loshilos de lluvia que rayaban el campo yhacia la negra nube inmóvil que losdejaba caer, porque a esto debía elsabroso goce de su alma. ¡Benditalluvia!… Aunque llegase a pudrir elgrano en los surcos, ¿no había sido ellala madre de este florecimiento desensaciones felices en su corazón?…

Y aquella noche volvió a subir; y la

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siguiente, y todas. Cada vez tenía mayorconfianza en la impunidad; pero nolograba sacudir por completo el temorque se enroscaba en él a lo largo deaquellas inacabables excursiones, en lasque antes de asentar un pie tanteaba elsitio donde apoyarlo, para resbalardespués con igual cautela las fríasmanos por las ásperas paredes. Llegó afamiliarizarse hasta tal punto con losincidentes del trayecto, que sabía en quélugar rechinaba una tabla del piso y cuálera el peldaño que crujíaescandalosamente bajo su presión.Volvoreta casi siempre estaba dormidaal llegar él, y él tenía siempre el mismo

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sobresalto, el mismo miedo a sorprendercon su llegada y que gritase, sin darsecuenta exacta de quién era el nocturnovisitante. Pero ahora Volvoreta ni aunrebullía en el lecho. Extendía siempresus brazos, como en la primera noche, y,juntas las cabezas, se hablabannimiedades de enamorados; él, en pie,encorvado, en una violenta postura, sinapoyarse mucho en la cama por miedo alcrujido del jergón.

A veces se desprendía del lazo tibiode los brazos y se incorporaba paralibrar a su espalda de la tortura deaquella actitud de arco. Pero conservabaentre sus manos las manos de Federica,

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como si temiese, al soltar las, que lassombras cavasen un abismo entre ellos.

En alguna ocasión, el mismocontenido tono de su charla, una frasetrivial cualquiera, les provocaba un locodeseo de reír, tanto más fuerte cuantomás se lo prohibían sus temores. Yentonces Volvoreta, menos dueña de sí,sentía hinchar sus carrillos de risa, y larisa se escapaba al fin, de pronto, con elmismo ruido que hace una gaseosa aldestaparse; esto terminaba por vencerlos esfuerzos de Sergio sobre suhilaridad, y ambos reían ahogadamente;ella escondía la cabeza bajo las mantaspara sofocar el rumor, y él sentía su,

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cuerpo hipar en la jocundidad contenida.Después se asustaban mucho y quedabanlargo rato escuchando, por si en laalcoba de Rafaela se advertía algúnruido sospechoso.

—Querría estar siempre a tu lado enesta alcoba —susurraba Sergio.

Y era verdad; no había para él entoda la casa un lugar de mayor sugestión.Pensaba ya, en su lecho, muchas veces,que era más grata aquella otra estanciade techo aguardillado, donde se sentíafuertemente el paso de las ráfagas,donde la lluvia tecleaba ruidosamentesobre el cinc, donde se veían pasar, traslos cristales del tragaluz, las nubes

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negras y las blancas nubes,procesionales, y también el parpadeo deuna estrella que parecía estar en lo sumonada más que por curiosear lo que en laalcoba ocurría; tal brillo de miradahumana tenía su mirada; tal vez se veía,entornando un poco los párpados, cómoel haz de sus rayos llegaba hasta dentrode la misma alcoba, al través del cristal.

Cuando el nimbo se abría alguna vezen descanso de la lluvia y la lunaasomaba por el desgarrón momentáneo,entraba poco a poco en la alcoba unasuave luz misteriosa, que iba creciendoa medida que la gasa de nieblasdisminuía ante el satélite. Entonces

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surgían todos los objetos de laoscuridad: se veía la blancura de lapalangana de hierro esmaltado lucir enun rincón; y las sayas colgadas declavos en las paredes, como pequeñosfantasmas con un capuchón puntiagudo; ybrillaba extrañamente un diminutoespejo, semejando una ventana abiertaen el tabique, y a la cama llegaba aveces la luz azulada del astro y se veíasu raudal bajar del vidrio, recortando enel aire su forma prismática, a la manerade esos raudales que en los cuadrosmísticos bajan desde el cielo paraenvolver las figuras de los santos. Lassombras huían hasta el rincón donde el

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tejado y el suelo se unían en una arista, yse agazapaban allí. Y Sergio podía ver,un poco confusa, sin embargo, la cara deFederica, en la que los cándidos ojosverdes lucían como si concentrasen ladulce luz; y veía también el bulto de sucuerpo adorable, acusándose bajo lacolcha de tela rameada. Callabanentonces, porque les parecía que en laclaridad habían de sonar más fuertes suspalabras. Sergio conservaba en los ojosla visión de la silueta adivinada bajo lasropas, y cuando se volvía a hacer lastinieblas paseaba sus dedos sobre lacolcha desde los pies hasta la gargantade la novia. Y al llegar allí la besaba.

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Volvoreta permanecía inmóvil, sinprotestar, sin estremecerse.

Cuando sus manos, heladas por elcontacto de las paredes, tocaban losbrazos o los hombros de la joven, ellasofocaba un grito que la fría impresiónestaba a punto de arrancar. Entoncesguardaba un momento aquellas manosbajo las tibias sábanas y él permanecíaun instante así. Pero, a medida que seaproximaba el invierno, el aire que sedesrizaba en la casa por las rendijas delas puertas, el tránsito brusco de sulecho templado a la atmósfera húmeda yfría de los pasillos, le aterían. Llegaba aveces al final de su peregrinaje

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tiritando, y tenía que esperar un pocopara poder hablar, porque sus dientesentrechocaban.

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VIEl grito de doña María de Solís

llegó hasta la casa.Viose correr a una criada por el

mirador con aire azorado, y un minutodespués volver a cerrar apresurada lasventanas de guillotina, que batieronfuertemente en su encaje. Entonces doñaRosa, asustada, se echó un viejo chalsobre los hombros y salió.

—¡Dios mío, algo ha pasado en casade los Solís!…

Y atravesó el jardín, y orilló unpequeño trozo de carretera, y entró en lafinca próxima. El jardinero ensillaba

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nerviosamente un caballejo castaño, delarga crin.

—¿Qué ha ocurrido?—La señorita Maruja se puso mala

de repente.Doña Rosa subió. La niñera, trémula

aún, torturaba entre sus dedos la puntadel delantal, en el comedor, a la puertade una alcoba en penumbra. Doña Rosapreguntó en voz baja, llena de ansiedadsincera:

—¿Están ahí?Y, como la criada afirmase, pasó.Pero se detuvo casi a la entrada.

Hacia el fondo de la amplia alcoba seveía blanquear la cama de Maruja: la

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luna de un armario reflejaba un trozo.Habían entornado, casi hasta unirlas, lascontraventanas, y la claridad exterior sedibujaba en sus intersticios formandocomo una T, que en el trazo superior,junto al dintel, tenía los extremosaguzados. En la semisombra, los lienzosque en la pared pendían de cordones deseda eran imprecisas manchas oscuras.Doña María inclinaba su sutil silueta,más enflaquecida aún por el luto, sobreel lecho donde su hija reposaba. Se oíasu voz, toda llena de inflexionesdolorosas, como si de un momento aotro fuese a romper a llorar.

—Muy quietecita, ¿sí?… ¡Has de

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estar muy quietecita!… Así, boca arriba;sin moverte…

Sus manos arreglaban las almohadasen torno a la cabeza de la enferma. Huboun silencio. Después, la voz débil deMaruja indagó temerosamente:

—¿Era sangre, mamá?Se hizo mimoso el hablar de la

madre:—¡No, hijita, no!… ¿Cómo iba a ser

sangre?… ¡Qué tonterías se te ocurren!… Fue el desayuno, que te hizo daño,bobiña. ¿Cómo iba a ser sangre?

Quería fingir risa ante la sospechade la adolescente; pero sus palabrastemblaban con un espanto contenido.

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Doña Rosa, inmóvil, sintió llenarse delágrimas sus ojos.

—Quietecita, ¿eh?Y doña María se alejó. Entonces se

vio sobre la blancura del embozo y delas almohadas amarillear el rostro de laenferma, con los ojos hundidos en unhalo de negrura. Al dar la espalda allecho, el llanto retenido arrugó en milarrugas la flaca cara maternal e hizobajar como para un sollozo lascomisuras de los labios. Acudió asofocarlo con su pañuelo. Miró a doñaRosa, con una mirada de desesperacióna la que los párpados rojos y el brillo delas lágrimas silenciosas daban una

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trágica intensidad, y salió al comedor yavanzó hasta el último rincón de lagalería. Entonces abrazó a doña Rosa ylloró convulsivamente sobre su hombro.

—¡También ésta se me va! ¡Tambiénésta!…

Doña Rosa balbucía consuelos:—¡Vamos, dona María…, no se

ponga usted así!… ¡Dios es bueno!…—¡Oh, si bien sé lo que tengo que

esperar!…Entonces la criada rompió a llorar

en el comedor. Doña María la llamóimperiosamente:

—¿Qué la ocurre a usted? ¿Por quéllora?…

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Calló la rapaza, hipando aún, con lasmejillas rojas. Doña María ordenó:

—Pase en silencio a la alcoba.Como la señorita la oiga llorar, ladespido a usted.

Después, a solas en la galería,explicó. Había sido una cosa imprevista.Maruja parecía estar bien de salud:comía regularmente, no se quejaba denada; alguna que otra vez, dolores decabeza, que pasaban pronto. Aquellamañana había estado jugando con suhermano Juan. Repentinamente, albajarse a coger la pelota con la que sedistraían, tuvo un vómito de sangre,poca. Doña María, al verla, había dado

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un grito, y Maruja, asustada, sufrió undesvanecimiento.

—Creo que ha visto la sangre; yoquise engañarla, pero me parece que ladesdichada lo sabe tan bien como yo…¡Pobre hija mía!

Doña Rosa volvió a intervenir paradeslizar un rayo de esperanza. ¿Cuántaspersonas conocía ella, y también laseñora Solís, que habían tenidohemoptisis en su juventud y que despuéshabían curado?… Allí estaba, en elcementerio de la Gándara, el antiguocura, don Francisco Javier, que, hastacumplir los cuarenta, todos los añostenía algún vómito de sangre, y que

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murió a los sesenta y tantos, de unaindigestión. Las cosas ocurrían siemprecomo Dios las ordenaba, y no estababien entregarse a desconsuelosprematuros.

—Pero ¡en esta edad, doña Rosa,como los otros!

—Los otros estaban en la ciudad. Laaldea es más sana.

—Sí; la aldea…, la aldea…Doña María paseó una mirada por el

campo entero, por la carretera donde elagua brillaba en los surcos, por losolmos crecidos, sin hojas ya; por lalejanía de los prados y de las tierrasdonde las semillas, bajo la humedad,

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iniciarían entonces la misteriosaevolución de la vida en sus entrañasharinosas, y miró también el cielo gris,sin sol, y al trozo de mar que ahora seveía al través de los desnudos troncosdel bosque. Y parecía pedir a todasestas cosas indiferentes algo del oxígenoque exhalaban y de la vida que sabíanhacer germinar, y también su suprema einmóvil quietud, su insensibilidad paratodos los males que conturban alhombre.

El médico llegó por la tarde ypermaneció largo rato en la casa de losSolís. Antes de que regresase a laciudad, Chinto fue a requerirle en

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nombre de doña Rosa, y él acudió asaludarla.

—¿Qué?… ¿Muy mal?…Naturalmente, muy grave. Para ir

tirando unos meses. Y el hijo menor, elentablillado, con el mal de Pott. Aquellono tenía remedio. Era una familia detuberculizados. Gracias a la higienemeticulosa, y a la existencia ordenada, ya la sobrealimentación, podían fingir unaapariencia de vida; pero en cuanto elorganismo hacía una demanda de fuerzaspara su desarrollo, la economíapresentaba su quiebra. Habló luego, concierta circunspección, del difunto señorSolís, de su vida de crápula, de taras y

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de estigmas… Doña Rosa le ofreció unacopita de tostado del Rivero, y él labebió, desnudando lentamente su manoderecha para cogerla.

Al salir, Chinto se acercó,levantando un poco por el ala elsombrero mugriento:

—Entonces… Ya que el señorfacultativo está aquí…, bien podía, depaso, echar un ojo a mi hermano Ramón,que el pobre no se tiene en pie hace diezdías.

El doctor, contrariado, miró su reloj.Inquirió doña Rosa:

—¿Y qué tiene tu hermano, Chinto?—Yo no sé… Para mí, que es

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andancio.El médico intervino:—¿Está aquí?—Como estar aquí, no está, no

señor; pero le coge de camino.—Andando entonces.Sergio fue también, más por dar un

paseo en el automóvil del doctor quepor cariñosa curiosidad hacia eldoliente. Chinto, al fin, indicó una chozasituada al borde de la carretera.Entraron. La choza estaba formada portrozos de piedra pizarrosa, unidos, másque con argamasa, con arcilla. Tenía laforma de un cajón negruzco, con vetasde líquenes amarillentos, y el tejado

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bajaba desde el muro posterior, con unpronunciado declive. Entre las tejascrecían ortigas y se escapaba el humodel hogar, falta de chimenea la vivienda.Una sola ventana daba una dudosa luz alinterior; el suelo estaba pisado de tierra.Empujaron la puerta, pintada de verde ypartida horizontalmente en dos, y nadiesalió, ni se alzó voz alguna en el oscurorecinto. El médico comentó,esperanzado:

—No hay nadie dentro.—No hay, no, señor —replicó

Chinto—, porque van en el campo. PeroRamón está.

Y gritó:

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—¡Ay Ramón!Una voz, entre malhumorada y

doliente, contestó:—¿Qué quieres?Y en una especie de arca, próxima al

muro del fondo, hubo un rebullir detrapos.

—¡Ay Ramón —insistió Chinto—,levántate, hom, que aquí te traemos alfacultativo!…

Pero el doctor ya se habíaaproximado. Encendió una cerilla. Elenfermo, con la barba descuidada,revuelto el pelo, se incorporó,parpadeando ante la proximidad de laluz. Se dejó tomar el pulso; enseñó la

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lengua, y mientras apretaba el brazocontra el cuerpo para sostener eltermómetro en la axila, Chinto paseó sumirada satisfecha por el grupo delmédico y de Sergio y del chófer,imponente con su chaqueta impermeabley sus polainas de cuero, y murmuró,alegre:

—Lo que es…, bastante señorío tetraigo. ¡Si no sanas de ésta…!

En una hoja arrancada de su cartera,el doctor, sin detenerse a explicar,recetó nerviosamente. Chinto tomó elpapel entre sus dedos deformes.

—Dios se lo pague, señor.Ordenó el médico entre dientes, al

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marchar:—Tres cucharadas al día. Dieta. Que

no salga al trabajo.Y saltó al coche. Chinto aún indagó,

un poco defraudado por todo aquello:—Dígame, señor: y esto, ¿costará

mucho?Repasó el doctor la receta de una

ojeada.—Unas doce pesetas. Manden a

buscarla a una botica de la ciudad.—Bien está, sí, señor.Y mientras el automóvil se alejaba

salpicando la turbia agua de los baches,hasta las cunetas, Chinto, caviloso,dobló muy bien el papel y lo guardó en

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el bolsillo del chaleco, dondeacostumbraba guardar las colillas de suspropios cigarros.

Dos mujerucas, atraídas por ladetención del automóvil ante la choza,se habían acercado a observar, con lasmanos ocultas en el pañolón cruzadosobre el pecho, surgiendo sus canillasde las zuecas como dos estacas.

—¿Qué dijo? —curiosearon.—Lo que dijo, no sé; pero como él

dejó la receta…Y meditó, rascándose la frente:—¡Caray!… ¡También…, doce

pesetas!—¡Ave María! —comentó una mujer.

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—Mércase un cocho pequeño —calculó la otra.

Chinto encogióse de hombros.—Mi padre verá —resumió; y

volvió a entrar, buscando la receta en elbolsillo para dejársela a su hermano.

Una mujeruca gritóle aún desde lapuerta:

—Eso no es más que el andancio,Chinto, que hay mucho andancio en lagándara y más allá de la gándara.

Sergio saltó a la carretera y volvióhacia la quinta, sin esperar por elcriado. La tarde declinaba y el verdorde las matas era más oscuro y el airetenía, en el crepúsculo que se iniciaba,

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una extraña diafanidad. El caminoestaba desierto, bajo el varillaje de losolmos que sobre él se cruzaba, y altravés del cual se veía el cielo como altravés de una red; todas las hojas habíancaído ya, y en alguna horquilla de lasramas se veía, quizá, un nidoabandonado, negro, del mismo color dela corteza. Las llantas de goma delautomóvil habían dibujado sus relievesen la blanca superficie de la carretera, ySergio las seguía silbando, con aquellaabstracción, con aquel extrañosentimiento que diluía su espíritu cuandose hallaba solo en la vastitud del campocallado. Pero súbitamente se detuvo. De

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una corredoira que salía al camino realacababa de surgir Volvoreta. YVolvoreta no iba sola. Sergio loadvirtió, con un furioso fluir de sangreal cerebro. Volvoreta iba con unjovencito vestido de cadete. Después dela ceguera de sorpresa, Sergio conocióen él al hijo de los señores de la Cruzdel Souto, que había vuelto de Toledo apasar en el pazo las Navidades.Hirviente en cólera, conteniendo elimpulso celoso, se acercó. Pudo oírdecir al cadete:

—Paso poco tiempo; pero estabaseguro de no haberla visto… Tanhermosa como es usted…

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Sergio los sobresaltó con supresencia repentina. Prescindiendo delacompañante, el joven, pálido, cruzó susbrazos ante Federica, asestándole unafiera mirada:

—¡A casa!Ella dio un paso atrás.—¡Pronto!Marchó, acelerando el andar, sin

volver la cabeza. Entonces él se volvióhacia el cadete, que batía su pantalóngris con su espadín, jactanciosamente.Miró su figurilla menuda de adolescentey alzó la cabeza para preguntar, con unasonrisa desdeñosa:

—Y tu, Souto, ¿qué haces aquí?…

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—¡Ya ves! —fanfarroneó elpequeñuelo.

—¿Vienes de enseñarte por lasfincas con tu traje de máscara, Souto?

—Vengo de donde quiero.El enamorado avanzó un poco.—Pues si te vuelvo a encontrar

entreteniendo a mis criadas, te hincholas narices de un puñetazo. No sería laprimera vez, recuerda.

Hablaba casi pegado a él,dominándolo con su estatura, con fuegoen los ojos. El cadetillo, un poco pálido,quiso protestar:

—Yo haré lo que me parezca.Pero él lo empujó:

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—¿Harás que te golpee ahora?…Souto le miró rencorosamente y

marchó. Cuando estaba algo lejos,arrepintióse Sergio bruscamente de nohaberle pegado. En un impulso de ira,miró en rededor, cogió un trozo decuarzo de un montón que blanqueaba almargen del camino y lo arrojó contra eljovenzuelo. Souto, sin volverse,dignamente, torció por una corredoira.Entonces echó a correr. Sergio loadivinó, porque la teresiana sobresalíade las paredes que encajonaban elsendero. Y esta huida le llenó de orgulloy aquietó su rencor. Continuó hacia lafinca, sin cólera ya, pero con un celoso

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roer de amargura contra Volvoreta.

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VIIComo reiteración de este enfado

celoso, Sergio no subió aquella nochelas carcomidas escaleras que llevabanal cuarto de Federica. Hasta bien tardemeditó, ceñudo —en las sombras de suhabitación, embozado en las mantas dellecho—, en aquel que se le antojabaasomo de coquetería y de falacia. Laprimera pasión siempre es celosa, ySergio encontraba fácilmente gravesmotivos con que robustecer estacondición. ¿Podía creer que Volvoreta lequisiese?… Repasó hasta sus orígenesel breve curso de sus relaciones. Ella

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había cedido a todo sencillamente,naturalmente, sin arrebatos nihipocresías, con la fluidez con que unafuente mana y con la indiferencia conque deja a unos labios acercarse a ella ybeber. Jamás Federica le instigaba ardoralguno y jamás lo rehusaba tampoco. Suspalabras de cariño, bien compendiosas,eran siempre contestaciones a lasinquietas preguntas del mozo; por susojos verdes no pasaba nunca unaturbación, ni un rubor por su rostro. Eracomo si las fuerzas sencillas de laNaturaleza, que hacen germinar al granoen el surco y florecer a las plantashumildes en los rincones de las tapias,

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sin estremecimientos, sincomplicaciones, por pura funciónbiológica, la llevasen a ella también aser el manso eco de aquel amor que lahabía requerido. Nunca una cariciaespontánea ni una charla de cariñosasnaderías. Los elogios a su belleza lahalagaban fugitivamente, con un halagoinvisible que hacía sonreír los labiosbermejos y los verdes ojos grandes, tanllenos de candor, un candor quesupervivía a todo, que quizá fuese elsecreto fondo del alma.

«Lo mismo hubiese hecho caso aChinto», pensaba ahora Sergio.

Desde la noche en que las hojas de

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maíz habían crujido bajo el peso de losdos cuerpos jóvenes, Sergio estabaroído por esta inquietud. Le parecía que,lo mismo que a él, Volvoreta había deentregarse a cualquiera. Cuando tardabaen volver de un recado, el novio,impaciente, atalayaba desde todos losbalcones, víctima de tremendassospechas. Mientras fumaba sucigarrillo en la amplia cocina, oíaalguna vez las bromas de Chinto a larapaza, bromas que a veces llevabansocarronamente disimulada algunamalicia, que todos, hasta Volvoreta,reían sin reservas. Pero Sergio fruncíael ceño y clavaba en ella una dura

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mirada. Cierta vez Rodeiro habíaelogiado a la servidora:

—Eres bien garrida.Y Sergio le odió. Cuando, por las

noches, después de regresar a su alcoba,se oía en el silencio de la casa el crujirde una viga o el gato fingía ruido depisadas, Sergio cavilaba que alguienpodía sucederle a él junto a la novia ysalía al pasillo a escuchar. Todo callaba.Un minuto, cinco, diez, estaba él así,inmóvil, anhelante; por fin le atería elfrío, y sus ojos, cansados de mirar en lassombras, comenzaban a ver comomanchitas de colores que parecían volaren la oscuridad y que se extinguían

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cuando él parpadeaba. Entonces volvíaal lecho, tiritando, un poco mástranquilo, pero dudoso aún en su deseode volver a subir.

Se reprochaba a veces la propiaflaqueza, pero la sinrazón vencía. ¡Tanguapa era, tan guapa!… No podía haberningunos labios que tuviesen aquelsabor; ni ningún cuerpo, aquel suaveolor a romero y aquella gallardía,aquellas líneas, aquella tersura; nininguna cabellera el suave tono de colorde miel, tan justo, tan bello… Una vezhabía visto todos estos encantos cuandola luna entraba por el tragaluz y llenabael lecho con su dulce luz azulada.

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Volvoreta sólo protestó cuando el fríomordió en sus duras carnes, puestas aldescubierto. Aquella visión turbabasiempre con su recuerdo al enamorado.¡Tan guapa, tan bien hecha!… Ni la hijade los Acevedos, que a veces llegaba ala playa toda vestida de blanco, en unbote, desde el otro lado de la ría,remando como un varón, ni ningunaseñorita de la ciudad podía sercomparada con ella. Pensaba a vecesque aquella broma suya de que unpríncipe la había abandonado en unachoza al pasar por Dumbría podía seruna adivinación.

No se atrevió a reñir al día

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siguiente, ya templado su rencor. El aguadel río amorataba las manos deVolvoreta, y él la contemplaba serio ymeditativo, con cierta piedad. Pero unapregunta iba barrenando obstáculosdentro de su alma para formularse.Cuando ella terminó y tendió la blancurade las ropas sobre los tojos vecinos,para que el viento, ya que no el sol, lassecase, rogó él:

—Siéntate un poco.—Pueden venir.Entonces Sergio se puso en pie y

miró en torno. En un prado vecino, unrapazuelo de siete años, gravementeenfundado en un traje de hombre,

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apoyado en una larga vara de fresno,vigilaba el pacer de unas vacas. Sergiole gritó:

—¡Ei Santiaguiño!El rapaz berreó, sin moverse:—¿Qué quer?—Avisa si viene alguien, hom, que

he de darte un pitillo.—Bien está, sí, señor.Se sentaron. El tránsito del agua por

el cauce pedregoso llenaba todo el airede un rumor. Callaron unos instantes.Sergio inquirió, al fin, sin mirarla:

—¿Me has de decir lo que tepregunte?

Ella le contempló, sorprendida.

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—Diré.Hubo otra pausa. Él arrancó unas

hierbecillas.—¿Quién fue el primero?Sonrió la moza.—Tú.Sergio arrojó las hierbecillas a la

corriente del río.—¡Bah!… Bien sabes que no.

¿Quién fue el primero? Dime.Aún añadió suavemente, para

facilitar la confesión, mientras rapaba elsuelo con sus dedos nerviosos:

—Es por saberlo nada más…Entonces Volvoreta fue atenuando

poco a poco su sonrisa. Contestó con su

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sencillez habitual:—Fue allá, en Dumbría.—¿Un mozo?—Un mozo.Y Federica, sin nuevo requerimiento,

contó, en una evocación en la que másque el suceso descollaban el ambiente ylas figuras de la aldea lejana:

—Nuestra casa estaba en el mediode un monte…

Y habló… Aquellos montes deDumbría, todos llenos de pinos;manchas y manchas de pinares siempreverdes, siempre llenos de rumor, comoel mar… En algunos de ellos se habíaperdido cuando era muy pequeña y

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abandonaba las vacas para ir a buscarentre el bosque algún pino macho ydespués tostar sus piñones al fuego delhogar. A veces los leñadores derribabancentenares de árboles robustos; pero lospinos recién plantados iban creciendo ypronto volvía la fronda a extenderse.Después de la tala quedaba el bosqueaquí y allá lleno de las manchas blancasdel tronco segado casi a ras del suelo.Gustaba ella de sentarse allí, y la frescaresina se pegaba en sus ropas humildes.

Más tarde, las lluvias y el sol ibanvolviendo el tallo del color de la tierra,más ceniciento aún, y se resquebrajabacon sus raíces secas hundidas todavía en

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el monte. Por la carretera, una largaprocesión de carros chirriantes conducíalos troncos hasta el mar, yembarcábanlos en pataches ventrudos,que se balanceaban dentro de la barra dePuenteceso. Y en cada barco había unperro sucio que ladraba siempre desdela borda como los perros de los parajesaldeanos. Ella había ido allí una vez. Ytan ajeno estaba ahora su pensamiento ala pregunta del amante que habíamotivado la evocación, que se detuvo adescribir el aspecto del Monte Blanco—como si todo él estuviese hecho dearena— que hay a la orilla del mar.Sonreía, maravillada de hallar en su

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memoria, a pesar de los añostranscurridos, un tan claro recuerdo delpaisaje. Sergio preguntó, rencorosocontra aquella delectación y aquellamemoria anterior a él, donde él no podíasurgir nunca:

—¿Y tu novio?No era novio. La pretendía; pero

ella era niña aún: catorce años. Éltendría veinte. Sus viviendas no estabanlejanas. Los sábados, de noche, acudíaél invariablemente a repiquetear con elcanto de una moneda en la puerta deFederica, y una vez la emprendió agarrotazos con un mozo de parroquiadistante que tunaba con ella. En las

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romerías la buscaba: para bailar, peroella le huía; quería libertad paradivertirse. Una vez habían ido a unapalillada; era en casa distante, dondelas mozas se reunían para hacer sobresus almohadillas, moviendo rápidamentelos palillos de boj, con un constanteruido, el encaje de Camariñas, quedespués vendían a los exportadores.

—¡Reímos bien! Al volver, él queríaacompañarme; pero yo me escapé. Eraya muy tarde. Había que pasar un montepara llegar a mi casa. En el monte mealcanzó.

—¿Y fue entonces…?—Fue.

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Sergio censuró, malhumorado:—Porque tú quisiste.—¿Y yo qué iba a hacer?… En un

monte, fíjate… La vivienda máspróxima, a un cuarto de legua… Nigritar valdría.

—¡Ah! —exclamó él, sorprendido ycolérico— ¿Tampoco gritaste?

Y Volvoreta, sin bajar los ojos ycomo si apelase con su tono al buensentido del enamorado:

—Ya ves…—¡Oh!…Y, tras la exclamación de

despechada ira, él continuó arrancandolas hierbas una a una, con la mirada fija

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en el suelo. Después de una pausa, ellasiguió:

—Luego estaba empeñado encasarse conmigo, pero no quise. Se fue aAmérica.

Alzó Sergio la cabeza parainterrogar, pero volvió a su abstracciónsin haber hablado. Todo aquello eraabsurdo: la indiferencia de la moza, sunegativa a la proposición matrimonial…Y aquel tono sencillo que utilizaba en elrelato que él creyó tener que escucharentre lágrimas y rubores… Y no era porvicio; le constaba bien. ¡Mujer más fría,más inerte…! «Es que no se da cuenta»,meditó. Ahora tenía la dolorosa

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seguridad de que entre el aldeano que laasaltó en el monte, en la negruranocturna, y sus relaciones presentes,Federica había vivido otras aventuras,resbalando por ellas con aquellanaturalidad que conservaba toda laexpresión infantil de sus ojos. En lacapital…, mientras sirvió en lacapital… Preguntó bruscamente:

—¿Tú estuviste en casa del cuñadode los de Souto?

—Estuve dos años.—Y él, ¿no te hizo el amor?Volvoreta rio francamente, con los

ojos llenos de alegría. Se incorporó unpoco, como quien va a contar algo

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interesante:—Hizo…; don Gerardo…, ¿sabes?

Una vez me regaló un pañuelo de seda, yotra me enseñó unos pendientes… ¡Quérisa con don Gerardo!… Era un sucio:en los dos años que llevé en la casa,nunca pidió agua para bañarse.

—Pero tú le harías caso.Ella hizo un gesto de repugnancia:—¿Sabes qué?… Que siempre que

tenía yo al pequeñito en los brazos veníaa cogérmelo para pellizcarme… Nadamás.

Él se indignó.—¡Bueno, vete; no quiero oírte!—Si te digo que no hubo nada.

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¡Asco de viejo!—¡Vete!Se levantó y se fue, haciendo un

mohín.Sergio siguió la margen del río,

hacia el mar, desazonado por el disgustode aquellas revelaciones provocadaspor él y en las que aún se complacía enescarbar su alma. Santiaguiño atravesóel prado corriendo y se plantó frente aél, muy grave dentro de su chaqueta depana, las manos en los bolsillos y lavara de fresno bajo la axila:

—¿Y luego? ¿No me da ese pitillo?Se lo arrojó. Santiaguiño se puso al

socaire del vallado para encenderlo. El

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joven siguió su caminata. Desvióse unpoco del río para subir a las viejasruinas de un fortín abandonado que, a lavera del mar, sobre un promontorio,atalayaba la ría. Apenas quedaban enpie algunas dentadas paredes. Sobre susuelo crecían la hierba y las ortigas,cubriendo las piedras en que sedesmoronaban los muros. Una puertaconservaba aún su dintel y,borrosamente esculpido, un escudo dearmas. Cuando Sergio leía alguna novelade Benito Vicetto, la imagen de estasruinas se suscitaba en él. Lasreconstituía, las ornamentaba, y sefiguraba que dentro, en las remotas

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edades del feudalismo, se habíaentregado a la orgía el feroz caballeroCorno-de-Boi, o se había desarrolladola terrible tragedia de los Boborás. Yveía también a las Hermandades deGalicia sitiar el castillo y arrasarlo, y seimaginaba el penacho de humo, torcidopor el viento del mar, y las ventanastransparentando en la noche la internahoguera. Rodeiro, que era un fervorosoadmirador del Walter Scott galiciano, lefacilitaba estos libros.

De la playa, bajo las mismasmurallas del fortín, subía una tenuehumareda. Sergio, sentado sobre laspiedras grises, con las piernas colgantes

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en el vacío, miró. Unos marineroshabían encendido una fogata, y sobreella, apoyado en dos pedruscos, seennegrecía un caldero, donde cocíanpeces. La lancha, fondeada cerca de lasrocas, apenas se movía en la unánimecalma del mar. Los hombres estabantumbados sobre la arena. Un marinero lesaludó. Era de la Gándara. A vecesllegaba hasta la casa de Abelenda avender pescado. El padre del mozallónhabía muerto hacía apenas una semana,envuelta su barca por una ola al salir dela ría. El hijo llevaba un pañuelo negrocomo luto.

—¿Quiere un bocado? —ofreció.

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Y Sergio:—Gracias. ¿Qué tal de pesca?—Aún no empezó. Vamos a la

ardora.Un viejo de mentón pronunciado

intervino:—No; buena pesca, ya la hicimos.

Ahí va un arroás[1], con el vientreabierto, por el medio de la ría. Apreciomás su muerte que llenar la lancha depescado. Toda la sardina escorrentan…

Los marineros comentaron, riendo,la caza del odiado enemigo. El viejoopinó aún:

—Pues yo digo que los barcos deguerra debían dedicarse a matar arroás.

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Así servirían para algo útil.Los pareceres dividiéronse. Sergio

volvió a entregarse lentamente a supreocupación dolorosa. ¿Qué conceptoera el que Federica guardaba de supropia honestidad, hasta de su propiavalía de mujer guapa?… ¿Cómo seformularían los deberes y los derechossentimentales dentro de aquella adorablecabeza, en aquel corazón de ritmouniforme, que no suscitabadesequilibrio, ni arrebatos, nialteraciones; que no ponía una inflexiónemocionada en la voz que contaba eldrama de la iniciación?… El drama:para Sergio era un drama bestial. El

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monte negro…, los foscos pinares todosllenos de rumor…, la inmensidad hostildel cielo en los novilunios…, lasásperas manos forzudas delcampesino… ¡Si pudiese imaginartambién el rostro de Federica, contraídopor el terror!… Pero la veía con aquelmismo gesto con que hizo el relato. ¿Porqué este absurdo había ocurrido así?

El gris del mar brillaba ahora heridode soslayo por las últimas luces de latarde. Después se tornaría más oscuro yopaco; simularía en su quietud como unallanura donde los pies podrían asentarsey andar. Y con la noche tendría tambiénesos misteriosos matices que luce el mar

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bajo la suave claridad de los astros. Lasmontañas de la opuesta orilla ibansumergiéndose lentamente en sombras.La eterna y vieja belleza del crepúsculo,suavemente tamizado por las nubes, semostraba un día más con su sencillezinmutable. Y los humildes hombres de laplaya caminaron hacia su embarcación.El hijo del ahogado saludó, riente. YSergio pensó en lo extraño de aquellarisa, cuando entre las aguas que iba asurcar el mozo vagaba aún el hinchadocadáver del padre, esperando serarrojado un día a cualquier playa, sinojos, con los labios comidos por loscangrejos, con el vientre deforme… Sin

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embargo, era así y debía ser así… Enaquella hora de paz, atalayando losmontes y el mar y la curva línea de lagándara, imbuido por la gigantescasolemnidad de las cosas, Sergio tuvo unatisbo de comprensión: comprendió lapequeñez del cadáver marinero,invisible, perdido entre las aguas conlas misma indiferencia que el del delfín;comprendió la naturalidad del amor…¿Por qué torturarse complicándolo conmorbosidades? Para la muerte y para elamor, para las miserias que sabemosmiserias y para las miserias quecreemos grandezas, la Naturaleza tieneel mismo gesto dulce, la misma mirada

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candorosa de Volvoreta, la mismamisteriosa tranquilidad. Las fuentesbrotan para los labios; del mantillo queforman en el bosque las hojas caídas ymuertas se nutren árboles nuevos… Ytodo en una gran placidez inmutable.

Estos viejos axiomas se insinuaronen el alma de Sergio, y la idea de suegocentrismo se diluyó y sintió un granbien en advertirse ligado sutilmente alos montes, al mar, a las rocas, al río, alas nubes oscuras, como átomo de unaobra gigantesca, de oscuro significado,en la cual sus sentimientos y susvoliciones eran como el estallido de unaburbujita en el mar.

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VIIIEl día primero de todos los años don

Manuel Souto reunía en su pazo a lasfamilias señoriales de los alrededores ycelebraba su fiesta con un almuerzo.Don Manuel Souto era el segundón deuna casa distinguida, que habíaemigrado a Cuba casi en la niñez y quehabía hecho allí, tras veinte años detrabajo en un almacén de ropa blanca,una fortunita codiciable. Entoncescompró un billete de primera en el másostentoso vapor de lujo que salió de LaHabana después de la fecha en queliquidó sus asuntos, y desembarcó en La

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Coruña, seco, como si toda la humedadde su organismo la hubiese sudado enaquellos cuatro lustros de calorestórridos, con el estómago averiado,hundidas las sienes, bailándole lascanillas dentro de un blanco pantalón yoculta la precoz calva bajo un jipi dequinientas pesetas. Su familia se habíaido extinguiendo. La casa de la gándara(un viejo y enorme edificio de piedra,de esos que los antiguos señores hacíanalzar estratégicamente como centro parael cobro de su rentas forales) estaba casiderruida. Él la reconstruyóconfortablemente. Mientras las obras serealizaban, vivía en la capital, donde su

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pesada cadena de oro y los puros con suretrato en la anilla le habían dado unareputación y consecuentemente unaconsideración de hombre riquísimo.

Pensó en matrimoniar; quería quecuando la casa de la gándara estuvieseterminada, fuese su inauguración parejade la inauguración de una nueva vidaque le llevase, por de pronto, calor decariño; y después, unos rubioschicuelos; precisamente rubios; comofruto de las lecturas folletinescas conque alguna vez distraía en la Isla susescasos ocios, don Manuel tenía unconcepto excesivamente literario de losniños y se los imaginaba tiernamente

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blandos, con exclusión de todo otromatiz.

Pensó en casarse; pero ciertatimidez, cierto enmohecimiento pordesuso de sus facultades deconquistador le retenían en el celibato.Una mañana veraniega, don Manuel,según su costumbre, tomó su baño demar. Salió de su caseta de lona un pococohibido, porque se le ocurría siemprepensar, al verse a pleno sol sobre laarena de la playa, que sus piernas erandemasiado peludas y demasiadoprominente su nuez. Creía que todas lasmiradas se clavaban en él con mofa.Entonces daba una carrerita, sofocaba un

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grito al tocar el agua, se zambullía ysurgía después, con los ojos cerrados,resoplando, caído el escaso pelo sobrela frente, desmoronado el bigote a lausanza china, goteando por los codostaladrantes y por la nariz y por la bolsaque formaba el flojo bañador. Luegovolvía a hundirse en el agua y se alejabanadando.

Pero aquella mañana, a veintemetros mal contados de la orilla, dondeya no hacía pie, el señor Souto sufrió uncalambre; sintió que los músculos de suspiernas se entorpecían, seinmovilizaban…, le sacudió súbitamentela idea de la muerte; dio unos chillidos,

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manoteó en vano y tragó, al hundirse, ungran sorbo de agua. En la arena, la gentecomenzó a gritar. Un bañero se echó anado en su auxilio. La señorita SimonaRúa, hábil nadadora, que estaba cercanaa don Manuel, dio unas brazadas y leasió por el bañador. Entre sus dossalvadores, Souto fue llevado a la playa;le pusieron diez minutos boca abajo, lefriccionaron, hiciéronle beber coñac, yel hombre pudo ir por su pie hasta casa.Aquella noche tuvo corro en el Casino yse vio obligado a explicar muchas veceslo que había sentido al irse al fondo.

Al día siguiente, un periódico contóel suceso bajo este título: «Salvado por

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una señorita.» Y en la narración habíapárrafos elogiosos para «el arrojotemerario de la distinguida señorita deRúa, que, despreciando su propia vida,salvó la de nuestro opulento convecinoel señor Souto». Tras el elogiodesmesurado había una enérgicaexcitación a las autoridades para que seconcediese a la salvadora una medalla ouna cruz.

Souto, al leer el periódico, se acusórepentinamente de ingrato. En verdad, élno se había dado cuenta de quién lehabía llevado a tierra firme. Alguien ledijo que la de Rúa «había echado unamano». Inquirió: «¿Cuál de las

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hermanas?» «La mayor.» Y procurórecordar el rostro huesudo y el cuerposin garbo de Simona, a quien él habíavisto alguna vez en los paseos. Perocreía haber cumplido ya con las cienpesetas que dio al bañero el mismo díadel accidente.

El suelto del periódico le inquietó.Algo había que hacer. ¿Qué pensaríaaquella señorita?… Se dio a meditar,salió apresuradamente, compró en laprimera joyería una sortija de brillantesy se la envió a Simona con una carta enque reconocía galantemente deberle laexistencia; y le rogaba que aceptase«aquellas tres gotas de luz cristalizadas,

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en recuerdo de las incontables yamargas gotas en que él había estado apunto de fenecer». La señorita de Rúaaceptó el reconocimiento, pero devolvióla sortija. Él, entonces, confuso,advirtiéndose culpable de indelicadeza,la visitó para dar fe más viva de sugratitud. Simona declaró solemnementeque no había hecho más que cumplir consu deber. El señor Rúa, viejomagistrado, pronunció acerca de todoaquello un breve discurso y le invitó aalmorzar. Presentólo a los demásinvitados con una frase concisa: «Elsalvado por Simona»; como si Souto nopudiese ser ya otra cosa en el mundo, y

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sus veinte años dando salida a la ropablanca del almacén, y sus dolores deestómago y su riqueza fuesen caminosmisteriosos por los que la Naturaleza lehubiese ido llevando, previsora, a aqueldestino.

Luego, alguna vez, en los paseos, seacercaba a saludar a la familia Rúa yaun daba algunas vueltas con las jóvenespor la alameda. En el Casino, en suscírculos de amistad, le hablaban deSimona frecuentemente:

—Porque usted le debe la vida…—¡Claro, como usted le debe la

vida!…A don Manuel, el novelero

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romanticismo de la historia le placía;pero se lamentaba en su interior de quesu salvadora fuese tan fea y tan flaca,con aquel largo mentón y aquellos ojosdiminutos y aquella nariz que colgabasobre los labios como una gota de carnepronta a caer en el exiguo pecho desdesu altura. Intentó enamorar a la hija deun rico conservero, francamente guapa;pero a las primeras insinuaciones ellaprotestó:

—¡Si le oyese a usted Simona Rúa!…

—¿Y si oyese? —se atrevió adesdeñar él.

—Pero ¿no está usted comprometido

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con su salvadora?Desde entonces, Souto comprendió,

melancólicamente, que su destino estabatrazado, y que aquel chapuzón iba atener en su vida consecuencias mástrascendentales de lo que hubierapodido presumir. Las gentes leempujaban a un romántico desenlace.Creyó adivinar que si no procedía deacuerdo con esta opinión de las gentessu descrédito sentimental estabaconsumado. Se le tendría por un hombresin corazón, incapaz de la virtudsuprema del reconocimiento. El mismose dijo que su deber le impelíacategóricamente a tal solución. Y sus

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relaciones con Simona se hicieron másfrecuentes, y un día, en medio de lasatisfacción de quienes ya lo habíanprevisto, se casaron.

Cerca de cuatro lustros habíantranscurrido ya. Sin embargo, la historiadel salvamento no había cesado de serrecordada entre ellos, con sucesivasmodificaciones que le daban unanovedad lenta y constante. Don Manuelsolía decir siempre:

—Si no fuese por mi mujer, notendría el gusto de hablar con ustedes…

Pero su gesto aburrido y la escasezde su entusiasmo sugerían la idea de queestaba pagando una tremenda deuda día

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por día y mes por mes…Rodeiro fue a buscar en su tílburi a

los de Abelenda para llevarlos hastacasa de don Manuel. Al llegar al cruceroque se alzaba frente al parque, y quedaba nombre al lugar, se apearon. DonMiguel se había anticipado a ellos ypaseaba bajo los castaños sin hoja,charlando con otro cura que en los díasde fiesta acudía a decir misa en lacapilla de los Soutos. El cadete, vestidocon su uniforme, pequeño y caprichosocomo un groom, acudió a estrechar lasmanos de las mujeres, haciendo unaestudiada ostentación de finura. Sergio yél se miraron apenas. Más tarde llegaron

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los de Acevedo: un matrimoniodistinguido, que no tenía propiedadesrurales, pero que había alquilado unhermoso chalet al otro lado de la ría. Élera banquero y estaba ligado a Souto porrazón de intereses. Habían llegado enautomóvil. La hija, una joven dedieciocho años, tenía entre las pieles, enque, pese a su opulencia, no se perdía suesbeltez, la delicadeza belleza de unajoya en un estuche de terciopelo. Vestíacon gran elegancia, y sus modales erande distinción. Ahora veníandirectamente de la ciudad; teníancerrado el chalet hasta la primavera. Elpequeño Souto se hizo su caballero

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desde que saltó del estribo del auto.Todos iban diciendo:—Felicidades, don Manuel.Y luego se deseaban, entre sí, muy

afectuosos:—Buen Año Nuevo; buen Año

Nuevo.Souto quiso enseñar las reformas

que había hecho en su finca, y, pisandolos húmedos senderos, fue preciso verun nuevo estanque en el jardín, laparcela para los espárragos en la huerta,y el gasógeno para el acetileno, quehabía hecho instalar fuera de la casa,por temor a explosiones. Sergio, unpoco turbado por la presencia de Luisa

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Acevedo, no hablaba, y aun procurabaesconderse tras el grupo, lleno depreocupación por sus botas recias depiel de becerro sin lustrar.

Avisaron para comer; pero losPoupariñas no habían llegado. Aún sedejó transcurrir algún tiempo en elmirador de la casa —una amplia galeríade cristales—, desde el que sedominaba el paisaje maravilloso. Al fin,los Poupariñas entraron, deshaciéndoseen disculpas. El marido explicaba:

—Con ésta así, tal como está, no sepuede ir a ninguna parte; ni en caballo,porque teme caerse; ni en coche, por eltraqueteo…

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Y señalaba el vientre hinchado de sumujer.

—¿Otra vez? —observó,amablemente, el banquero.

—Siempre —afirmó Poupariña—.Siempre. Es infatigable.

Era verdad. En sus nueve años dematrimonio, Celsa había lanzado almundo seis hijos. Delgada, envejecida,nadie se la podía imaginar sin el vientreabultado y el andar balanceante de sucasi ininterrumpida preñez. Poupariñano sabía qué remedio poner, ni cómoreducir aquella obstinada maternidad.Le preocupaba el porvenir de tantoarrapiezo, para la vida de los cuales

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había de ser exiguo su patrimonio. Al finconcluyó por adoptar una alegredespreocupación ante lo irremediable.Fingía no saber nunca de una maneracierta el número de sus hijos y haberseolvidado de sus nombres. Para reducir asu mujer había ideado una coacciónextraña. El romanticismo de Celsa leimpelía a bautizar a sus retoños connombres noveleros, que alarmaban alpárroco de Santa María de la Gándara.A la hija mayor la llamó Irma; alsegundogénito, Sigfredo; el tercero sebautizó con el nombre de Raúl.Poupariña fue tolerante y dejó hacer.Pero al llegar a este número planteó a su

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mujer, medio en broma, el problema:—O no hay más chiquillos, o los

bautizo yo y les pongo los nombres quese me antojen.

Y nació el cuarto, y Poupariña lehizo llamar José como él mismo; y nacióel quinto, y se apellidó Nicolás; y alsexto lo puso bajo la advocación delsanto del día, que era san Robustiano.En un refinamiento de crueldad, cuandosu mujer le enteró de que el séptimocomenzaba a bullir en sus entrañas, lebuscó nombre ya antes que naciese.

—Si se atreve a salir, se llamaráExuperio.

Celsa protestaba:

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—¡Eres un mal padre; estás matandoel porvenir de tus hijos con esosnombres horribles!

Pero Poupariña era verdaderamenteimplacable.

Cuando los requirió doña Simona,sentáronse a la mesa. En casa de Soutose comía siempre espléndidamente, y enocasiones señaladas, hasta con lujo. Lamezcla de vino alegraba a loscomensales y soltaba las lenguas, y, alfinal, cuando pasaron a la sala contiguapara fumar, se charlaba abundantemente.Don Manuel contó la historia de susalvamento una vez más; los invitadosapreciaban, no obstante, de año en año,

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algunas sensibles diferencias en lahistoria. Del bañero, que, en rigor, habíasido el que apresara al indiano ya entreaguas, no se hablaba en las últimasnarraciones. Primero compartía elmérito con Simona; después fue unsimple auxiliar; luego, había llegadotarde; por último, su silueta, lentamenteborrosa, se extinguió como la de unfantasma. Ahora, si alguien llegase arecordar su ayuda, el matrimonio Soutose hubiese reído buenamente como deuna invención.

—Conque yo —explicaba donManuel— me sentí ir para el fondo. Amí no me consta si fue el calambre o que

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me había agarrado algún pulpo, ¿eh?,porque allí hay muchos. Y empecé agritar y empecé a tragar salsa… Y unaola va y otra viene…¡Tremendo aquello;estaba tremendo!…

—Como montañas —interveníadoña Simona.

—Claro está, nadie se atrevería alanzarse al agua. Entonces ésta, ¡zas!, decabeza… Todo el mundo se puso a gritardesde los andenes; estaba allí lomejorcito de la ciudad: el capitángeneral, el gobernador, sus señoras… Ytodos a gritar. Y ésta llega al fin junto amí, después de una brega terrible; alargólos brazos para asirme…

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—Y yo le di una patada en lacabeza.

Don Manuel vaciló un poco, porqueaquel detalle era nuevo. Pero losuscribió en seguida:

—Eso es: tú me diste una patada enla cabeza. Una terrible patada…

—Naturalmente —explicó doñaSimona a la concurrencia—; es lo que sehace siempre. Las personas que se estánahogando no reflexionan, y lo primeroque hacen es aferrarse a su salvador yponerlo en idéntico peligro. Lo que sesuele hacer es darles, según se vanadando, una patada; se las atonta y selas conduce fácilmente.

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—Así fue, así fue…Las señoras oían emocionadas. Los

dos curas y Poupariña jugaban al tresillocerca de una ventana. Rodeiro,desmoronado en un butacón, junto aellos, fumaba un enorme puro. Su anchacara hoyosa se había teñido de púrpura.Interrumpía a los jugadores con sucharla constante y con sus advertencias:

—¡Entre sin miedo, Poupariña!Poupariña miraba y remiraba sus

cartas, haciendo un recuento deprobabilidades. Argüía, furtivamente:

—¡Que tengo treinta hijos, Rodeiro!Rodeiro se desmoronaba

melancólicamente en el sillón.

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—¡Boh! —lamentaba—. ¡Boh!…Más valen treinta que ninguno.

—¡Cásese, diablo! —gruñía donMiguel.

—¡Ah, terrible capitán Araña!…¡Cómo gustamos de embarcar a la gentey quedarnos en tierra!… ¿y usted?

—¡Hereje! —sonreía don Miguel,barajando.

Rodeiro mordía el puro y despedíacomo una bala el trozo seccionado.

—Oiga, don Miguel: hereje, y de losgordos, es un huésped que le voy a traera mediados de mes; Rosales, el directorde El Avance.

—¡Dios nos libre!

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—Oiga: no viene en clase de ateo;viene a cazar, ¿sabe?… Ya le hablé deusted. Tenemos que dar una batida.

—¡Si caza lo que usted, no peligranlas piezas!

—No, no; es una escopeta decuidado.

Entonces comenzó a tocar ungramófono un trozo de Elisir d’amore.Rodeiro gritó:

—Ponga algo gallego, don Manuel.¿No tiene nada de la tierra?…

Don Manuel asintió y le impusosilencio sin hablar.

Sergio, en un rincón ya penumbroso,se iba dejando invadir por el blando

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sentimentalismo de la música, propiciocomo nunca a él en la laxitud posterior ala comida. Miraba enfrente a LuisaAcevedo, tan hermosa, tan elegante;tenía una mano puesta sobre el brazo dela butaca, y se veía lucir las uñaspulidas y una esmeralda en un dedo,rodeada de pequeños brillantes. La altabota de charol, la piel mate del escoteinsinuado, los rizos negros que bajabana la frente, aquel sutil trazo de las cejas,que parecía hecho con lápiz… Sergioiba examinándolo todo detenidamente ytodo se le antojaba exquisito,insuperable en distinción y en gracia. Aveces creía advertir que llegaba hasta su

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rincón el perfume de la joven, yaspiraba profundamente, cerrando losojos.

Luisa no le había mirado ni una vez.El pequeño Souto charlaba de continuocon ella. En ocasiones llegaba hasta elrincón alguna frase:

—Este año, en el skating…—Mañana dan un té.Y se despreciaba a sí mismo y

advertía crecer a Souto en suadmiración. Él querría también entoncestener un traje distinguido y el don dehablar de aquellas cosas y aquellaspersonas brillantes, y poder, comoSouto, inclinarse sobre el brazo del

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sillón para charlar con la joven yrecoger tan de cerca su divina sonrisa.Se acordó de Volvoreta con ciertodesdén. Si aquellas gentes supiesen queera el novio de Federica, una criada,¡cómo se reirían de él!… Se advirtióinsignificante. Cuando, pasado unmomento, se encontraron solos el cadetey él en la galería, Sergio se acercó, unpoco colorado, para decir:

—Supongo que no te habrá parecidomal lo de la otra tarde…

Souto fingió no recordar:—¿Cuál?—Lo de Federica.El cadete echó un hilillo de humo

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entre sus labios exangües, como paraindicar su indiferencia:

—¡Figúrate tú!… ¡Lo que me podráimportar a mí una criada!

Sergio asintió, vivamente:—Por eso…—¡Nada, hombre, por Dios; ya me

había olvidado!Dio una bocanada y otorgó,

petulante:—Si tú tienes interés, puedes

trabajarla…—¡Oh, no! ¡Qué tontería!… ¡Ningún

interés!—No la creo difícil.Tiró el cadete su colilla y entró,

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cortando la charla. Sergio se sentíahumillado, y permaneció un instanteviendo cómo la noche iba envolviendoel paisaje, invadido él de amargura y decelos por Luisa.

A las seis, ya con noche, marcharon.Chinto, que había ido a llevar paraguas,porque la tarde tenía mal cariz, habíaenganchado el tílburi. Comentóconfidencialmente con Sergio:

—Mucha grandeza hay en la Cruzdel Souto. Comí un plato de carne asada,con una cosa que diz que le llamanbatatas, que así Dios me lleve como noprobé cosa de dulces más rica en la vidamía. ¡Vaite que hay buenas larpeiras en

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el mundo!El tílburi pronto corrió por la

carretera, bajo las altas ramas de losolmos centenarios. En un sendero,campo traviesa, brillaba la linterna conque Poupariña alumbrabacuidadosamente el camino para evitar aExuperio bruscos sobresaltos dentro delhinchado vientre de la madre. Elautomóvil de los Acevedos bramó depronto detrás del tílburi. Los focospotentes iluminaron la carretera hastamuy lejos, y alargaron por ella, encaricatura, la sombra del cochecito y delcaballejo. Pasaron, saludando, y prontose perdieron en la lejanía. Isabel

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comentó:—¡Qué bien vestida estaba la hija de

Acevedo!—¡Uf! Es insoportable… ¡Más

orgullosa!…La madre intervino:—No diga, Rodeiro; es una

muchacha muy guapa.—¡Boh!… Sin salir de la Gándara

encuentra usted cualquier aldeana mejor.Volvoreta, sin ir más lejos…

—No diga, Rodeiro, no diga…Y Sergio recibió aquellas palabras

como un alivio a su tristeza. Volvióbruscamente todo su amor y le sacudióuna ansia aguda de ver a Federica. El

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tílburi saltaba sobre los baches, y susfaroles alumbraban el camino con unaluz amarillenta y hacían girar lassombras de los árboles alrededor de sustroncos; y a veces se advertía la tenuehumareda que se desprendía delsudoroso caballo. Rodeiro lo animabacon chasquidos. Aquí o allá brillaba depronto una charca. Los perros ladraban alo lejos. Bajo las ramas de los olmos,cerrada entre muros de sombras, lacarretera semejaba un túnel enorme.

Llegaron a la finca. Sergio entró elprimero, con la esperanza de hallar aVolvoreta y besarla. Doña Rosa,después. Junto al camelio donde las

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blancas flores se deshojaban, en elenorme silencio de la noche, Rodeiroasió una mano de Isabel, emocionado…

—Sabeliña…La joven se detuvo.—¿Qué, Amaro?Pero Rodeiro nada añadió. Estrechó

lentamente la mano femenina ymarchóse. Desde el umbral, Sabela oyólos cascabeles del caballejo, quedesandaba el camino, y vio pasar yalejarse las lucecitas amarillentas delcoche.

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IXAquella noche de Reyes tuvo una

decisiva influencia en el noviazgo yhasta en la vida de los dos jóvenes. Aúnno habían concluido de cenar losAbelendas, cuando Federica entró, concierto misterio en la voz y en laspisadas.

—Están ahí los de Carballo. Vienena cantar los Reyes. ¿Pasan?

—Que pasen.Sonaron en el vestíbulo las recias

pisadas de unos zuecos. El ruido llenó lacasa, envuelta ya en la oscuridad de lanoche. En el corredor detuviéronse los

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pasos. Interrogó una voz:—¿Se puede?Entraron cuatro hombres. En el

umbral inmovilizáronse parpadeando,deslumbrados por la luz del comedor.Dos eran casi ancianos; dos eran casiniños. Siguiendo la costumbre de todaslas aldeas de Galicia, caminabanaquella noche de pazo en pazo y aun dechoza en choza, cantando un romance deviejo sabor en que se cuenta la místicahistoria de los tres Reyes Magos quevan desde el lejano Oriente de todos losrelatos misteriosos a hacer la ofrenda desus dádivas al Niño Dios.

Saludaron; hubo un instante de

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silencio. Se miraron, tras unas toses decarraspera. Luego rompieron a cantar. Yla canción iba hablando del peregrinajetras la estrella, y de cómo los tresmonarcas llegaron a Belén, y de cómo laVirgen María salió a recibirlos y ellosse quitaron las coronas,respetuosamente. Todo el romance teníauna dulce ingenuidad. Los hombres, conuna mano aplicada a la oreja, apoyada laotra en la larga vara de castaño,cantaban a grito herido. El más jovenera un caso de unción, inmóvil, con suchaleco rojo, con sus zuecos ocultosbajo la gruesa capa de barro, cerradoslos ojos, chillando hasta hacer hinchar

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las gruesas venas de su garganta… Elromance terminaba con un galanollamamiento a la generosidad de losfidalgos y el asonante aguinaldo surgíafinal y fatalmente. Hubo una pausa; ydespués de embolsada la peseta y detrasegado el buen vaso de vino, loshombres hablaron de la feria pasada, delas arrobas que pesaba el cerdo muerto,del coste de los bueyes… Entonces fuecuando doña Rosa se fijó en un rostroque asomaba a veces a curiosear por lapuerta, a dos palmos del suelo, casientre las piernas de los cantores.

—¿Quién está ahí?Los de Carballo se rieron.

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—Es Santiaguiño.Le empujaron. Santiaguiño entró,

algo ruboroso, alzando la boina sobre lafrente, pero sin quitársela por completo.Traía su chaqueta de pana negra, y lavara de fresno, más alta que él, bajo elbrazo. Toda su carita redonda sonreíacon la malicia aldeana.

—A las buenas noches —saludó.—Empeñóse en venir con

nosotros… —explicaron susacompañantes.

—¿Y tu amo te deja, Santiaguiño? —preguntó Sergio, divertido con elaspecto del rapaz.

—Ya no tiene amo, señor —

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respondieron—. Marchóse de su casaporque no le pagaba el jornal.

Rieron todos. ¡Oh, Santiaguiñoincomodado, requiriendo su hatillo deropa y su vara de fresno, plantándoseante el labrador formidable que contratósus servicios y solicitando su dinero enuna disyuntiva de reclamación judicial!…

—¿Qué pediste a los Reyes,Santiaguiño?

—¡Je!…A Santiaguiño se le escapa una risita

socarrona y mira de soslayo las rodillasde sus compañeros, que están a la alturade su pequeña nariz, enrojecida por el

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frío. Santiaguiño no cree en los Reyes.En las morenas casitas aldeanas, lospequeñuelos no esperan la visita de losMagos dadivosos. Los pequeñuelos hanreunido el ganado al anochecer; sonaronsus vocecitas agudas, espoleadoras delas reses tardas, de los bueyes solemnesde paso perezoso, que van arrojando dosconos de humo por sus narices contra elhúmedo suelo; de los locos rebañosasustadizos, del caballejo que huyórelinchando, moviendo entre los tajoslas trabadas piernas peludas… Después,ya en casa, el niño se durmió sin esainquietud, sin esa ansia, sin esa nociónde cercanía de lo sobrenatural que en

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esa edad y en esa fecha a todos nos harozado. No hay fantasía en las almas delos pequeños campesinos. La severamadre tierra, buena y grave, sincera,educadora, no deja crecer las alas deese pájaro de colorines que no sabe másque cantar. ¡Cómo va a pensar en losReyes Santiaguiño!… Santiaguiño oirá,desde su cama dura, cómo pasancantando los de Carballo, o los delPiñar, o los de la Cruz del Souto, ypensará que cuando él sea tan crecidocomo el señor Mingo, o el señor Chinto,o el señor Antón, podrá aspirar a que suamo no se niegue a pagarle los jornales.

Y pasará el canto, conmoverá una

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ráfaga las ventanas, se agitará una vacaen el establo, y los Reyes habrántranscurrido ya para el rapazuelo.

Ahora, bebido el último sorbo,enjugada la boca con el revés de lamano, se van los cantores. Vuelven asonar las fuertes pisadas.

—Vaya, ¡a la obediencia de ustedes!…

Y se pierden en el silencio y en lastinieblas.

Dos horas después, cuando Sergiocreyó dormidos a todos los moradoresde la casa, emprendió su caminatamisteriosa. Federica estaba despierta.Al entrar en el cuarto, Sergio derribó el

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aguamanil, torpemente situado cerca dela puerta. Entonces una mano de la jovenlo buscó entre las sombras y le apresófuertemente con cierta angustia. Juntaslas cabezas, Federica susurró a su oído:

—¡Por Dios! Rafaela no duerme…Y quedaron inmóviles mucho

tiempo. Se oyó rebullir —a través deltabique— en el jergón de la viejacriada. Después volvió a caer laquietud, más pesada y más honda, esaquietud en la que las arterias batenruidosamente.

Sergio indagó:—¿Está despierta?Y con un soplo refirió Federica:

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—La he oído quejarse hace unmomento.

Esperaron aún. Volvoreta volvió aatraerlo para conjeturar, tranquilizadora:

—Quizá fuese en sueños.Y como nada extraño ocurriese, ni

turbase la calma de la casona ningúnrumor, fue renaciendo la confianza ensus ánimos. La costumbre les había dadocierta seguridad en sus entrevistas y aveces hasta saboreaban el peligro de unarisa que pudiera ser escuchada o de uncrujir del piso o del lecho que pudieraser delator. El joven gustaba depermanecer inmóvil oyendo el ruido delas ráfagas que pasaban tan cerca, sobre

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sus cabezas, experimentando esasensación de desleimiento que sufrimoscuando ponemos toda nuestra atenciónen el magno silencio de las noches. Enesos instantes era feliz, y se estremecíaal pensar en salir de aquel abrigo yaquella inmovilidad para descender a sualcoba por los fríos corredores de lacasa. En estos momentos suyos dequietud satisfecha, Volvoreta solíadormirse, y a él se le antojaba tener unamisión amparadora cerca de ella, ysoportaba la molestia del brazoextendido bajo la cabeza femenina, parano turbar aquel sueño suave, seguro,venturoso.

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De pronto una mariposa de luz, unluminoso hilillo, corrió por la pared delcuarto. Se lo advirtieron mutuamente,con un sobresalto, que hizo separar suscuerpos. Miraron. Bajo la puertabrillaba una línea amarillenta. Sergio searrojó del lecho, temeroso. No habíansentido las pisadas; pero él pensó queacaso Rafaela… En un instante las ideasse entrecruzaron y confundieron en sucerebro, como los alambres de unsoporte caído. La raya de luz estabainmóvil; el silencio era obstinado…Sospechó que la vieja criada, a quienFederica había oído quejar, se habríalevantado para ir a la cocina a

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prepararse alguna tisana… Eso debía deser, porque la luz no se movía.Advertíase aquella raya amarilla, ytambién el ojo de la cerradura,encendido, y en un lugar del estrechotabique, donde faltaba un nudo, setransparentaba un pequeño disco demadera, con color sonrosado, como decarne…

Pero he aquí que se sintió un ligerorumor en el picaporte. Y, lentamente, lapuerta se abrió. Sergio estaba comopetrificado, en pie junto a la cama. Lapuerta se abrió y entró la mano deRafaela sosteniendo la palmatoria decobre, y después el propio rostro de la

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mujer… Todo muy despacio, muy ensilencio…

¡Jesús!…Y volvió a cerrar la puerta. Sergio

seguía viendo, en la oscuridad, la carade la vieja servidora, iluminada deabajo arriba por la luz, y sus ojosasustados fijos en él. La exclamación desorpresa y escándalo duró tambiénmucho tiempo en sus oídos…Desapareció la luz; se oyó crujir el catrede Rafaela… Sin hablar, sin volversehacia Federica, sin pensar casi, Sergiosalió. Se fue en puntillas; no sentía fríoni le importó pisar aquel escalón quechirriaba siempre y que él evitaba

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tocar… Entró en su alcoba, se arrojó enla cama y se tapó la cabeza,consternado.

Cuando despertó supuso que eratemprano todavía; no había entrado aúnsu madre a llamarle, según costumbre; lacasa estaba en silencio. Filtrábase unadébil claridad por los resquicios de lascontraventanas. Decidió esperar a que leavisasen, como habitualmente, y loocurrido la noche anterior volvió a sumemoria con una intensidad que le hacíasufrir. Rafaela lo había descubiertotodo. ¿Qué ocurriría?… Temblaba alescándalo como a una catástrofe. ¿Cuálsería la cólera y el desprecio hacia él de

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su madre, tan rígida, tan severa,sorprendida por el relato de un hechoindigno?… Tan monstruoso le parecióentonces a Sergio su proceder, que nocreyó que Rafaela se decidiese adenunciarlo. Se prometió tener con ellauna entrevista en la que había deprocurar engañarla, acerca delverdadero motivo de su presencia en elcuarto de Federica. «Engañarla… —separó a pensar—; pero ¿cómo…?».Resolvió confiarse a ella absolutamente,referir la verdad, atenuándola en loposible, y suplicar su silencio, con lapromesa de no reincidir nunca… Y noreincidiría. Ahora hacía un voto solemne

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de sustraerse a la tentación. Dedicóse aimaginar lo que había de decir aRafaela. Oía mentalmente susadmoniciones y se dictaba las respuestasque creía indicadas. Cuando sonaronpasos próximos a su estancia, fingiódormir. Entró doña Rosa. Casi desde elumbral, gritó:

—¡Sergio!Simuló no oír.—¡Sergio!Se desperezó y abrió un ojo.—Es tarde ya.Gruñó, como de costumbre:—Voy… ahora.Y volvió a cerrarse la puerta.

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Lo de siempre; todo había pasadocomo siempre. Rafaela, pues, no habíahablado. Se levantó, se zambulló en elagua y fue al comedor. La inquietudlatía, sin embargo, en su pecho. En lamesa humeaba una gran taza de café;pero en los sitios donde solíandesayunar la madre y la hermana tansólo quedaban algunas migajas de pan yunas manchitas de café sobre el tapetede hule. Miró el reloj y eran las diez.¡Las diez!… ¿Por qué le habían dejadoen la cama hasta las diez?… Su madre,de pronto, se detuvo ante él, al otro ladode la mesa, y le dijo severamente:

—Desde hoy irás todas las tardes a

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dar tus lecciones a don Miguel.Nada más. Sergio bajó los ojos

hacia el tazón. Al concluir tomó su libroy fue a estudiar al huerto. Rafaela fingióno verle pasar. Aquel día hizo unaobservación el enamorado. Volvoreta nosirvió la comida ni la cena, ni estuvo enel huerto ni en el jardín, ni se oyó en lacasa su voz cantarina. Y tampoco al díasiguiente, ni al otro…

Sergio supo, al fin, que en la mañanade eterna memoria Federica habíarecibido su salario, había recogido susropas y se había marchado a la ciudad.Supo también —Rafaela lo contaba en lacocina— que «ni aun se había puesto

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encarnada».

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XTodas las tardes, después de comer,

Sergio seguía el camino de Santa Maríade la Gándara, y ya en la casa rectoral,recitaba sus lecciones, mal aprendidascasi siempre, ante don Miguelinmovilizado en una actitud seria eimportante.

Sergio no recibía grandes luces deaquella enseñanza, porque lasasignaturas que había de estudiar erantotalmente desconocidas para elpárroco; en realidad, éste se limitaba amirarle severamente cuando, en laenumeración del itinerario que había de

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seguir una carta certificada, olvidábaseel estudiante de citar algún pueblo.Transigía difícilmente con que Sergioalterase, en su aplicación, las frasesempleadas por el autor de la obra.Terminada la clase, escribía en uncuadernito su parecer acerca de laaplicación del alumno, le sermoneaba apropósito de su conducta y de su misiónen la Tierra, y, a veces, le hacíamerendar una taza de leche, en la quedesmigaba dorado pan de maíz.

Algunas tardes, Rodeiro, cuyahacienda no estaba lejos de la rectoral,aparecía en ella y disparaba contra donMiguel sus apotegmas revolucionarios o

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menospreciaba las condiciones decazador de que el párroco hacía galainsistente. Le amenazaba de continuocon la presencia de Rosales, el directorde El Avance, que, según él, había deinstruirle en lo que era tirar a liebres yavefrías. Don Miguel sonreía, un pocopicado en su amor propio…

—Bueno, hombre, pues que venga…Ya se verá. A aprender estamos.

Y Rosales apareció con Rodeiro enla tarde de un sábado. Rosales era unhombre de pequeña estatura, seco decarnes, de color cetrino, con ásperosbigotes recortados y largos dientes detono marrón. Un vello abundante y

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negrísimo envolvía sus muñecas y no sedetenía más que ante la imposibilidad decrecer también en las uñas. Ante todo —él lo confesaba—, era cazador; despuésradical. Tenía algún dinero que lepermitía vivir con cierto desahogo, ygozaba en la ciudad de reputación deperiodista formidable, nunca vencido enlas polémicas, en las famosas polémicascon que él, muy de cuando en cuando,porque no gustaba de prodigarse,desvanecía de satisfacción a suscorreligionarios.

Aquella tarde Sergio no dio sulección. Enfrascáronse deliciosamentedon Miguel y su huésped en una charla

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acerca de su afición común, y al llegarla hora de la merienda —la partidahabía de ser al día siguiente, despuésque don Miguel dijese su misa, casi conel alba— sentáronse todos frente a unlomo de cerdo fiambre y a una panzudabotella de vino de Avia, el mejor detodos los vinos del mundo, en la opiniónbien fundamentada de Rodeiro.

Las anécdotas inevitables surgíanentre trago y bocado. Don Miguelsuplicó:

—Venga mañana con nosotros,Rodeiro. Yo le presto escopeta.

—Vade retro. No están los caminospara andanzas.

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Abrió un paréntesis para elogiar elvino y afirmó después, siguiendo eltema:

—Yo no creo en eso; bien lo saben.Yo continúo afirmando que es imposiblecazar. Existen la escopeta, el perro, elmonte, el cazador, la perdiz…, todos loselementos. Pero lo que no ha ocurridonunca es que ese cazador, auxiliado porsu perro y haciendo uso de la escopeta,mate a la perdiz, o al conejo, o a laliebre.

Los otros soltaron la risa.—¡Este Rodeiro! exclamó el radical.—Pero si en su vida ha encañonado

a un triste gorrión…, ¿cómo se atreve a

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hablar, hombre?… ¡Venga con nosotros;venga a ver y a creer, caramba!…

—¡Oh! —ponderó el menospreciado—, ¡oh!… ¿Quién le contó que yo no heido de caza?… Mientras viví en Madrid,en aquel insoportable Madrid, todos losdomingos… Iba con el jefe de minegociado, don Ismael Zanón. Iba, claroestá, a oxigenarme… Cazar, nunca hecazado nada.

Y contó largamente. Medio Madridsalía al campo los domingos. Lasestaciones se llenaban de gentes que aúnllevaban los ojos hinchados por el sueñoy se dejaban arrastrar por canescorpulentos atados a una cadena y

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sudaban bajo su chaquetón de pana, y sumorral, y su cinto de cartuchería, y suterrible escopeta, y sus polainas, y susombrero, en el que triunfaban lasplumas de una perdiz o el rabo de unaliebre sacrificada en un festín familiar.Los trenes mañaneros iban invadidospor este ejército de utopistas. En cuantoarrancaba la locomotora, los ferocesperseguidores de alimañas abrían susmorrales y extraían el grasientoenvoltorio, en cuyo interior hay siempreuna tortilla de patatas o el yerto alón deun pollo. Y comían terriblemente, con ungesto que haría estremecer a las másanimosas perdices.

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Rodeiro iba también, cuidadoso deno revelar su escepticismo. Suponía debuena fe que si sus compañeros llegabana descubrir que no era cazador ni creíaen las patrañas cinegéticas, le fusilaríanen un rincón del monte, como a un espíaque pudiese venderlos. Callaba yandaba; sobre todo, andaba: kilómetros,leguas, miriámetros, y, a veces, por elbuen parecer, disparaba la escopeta,«procurando hacer —decía— muchoruido».

Su consciente complicidad lecausaba divertimiento. En ocasiones sedividían los cuatro compañeroshabituales e iban dos por aquí y dos por

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allá, con el arma preparada, ojo avizor,escrutando en las matas de tomillo.

—En las matas —explicó él—, queapuntan en aquellos horribles montescastellanos como mechoncitos de peloen un cráneo tiñoso.

Don Ismael y Rodeiro iban juntosfrecuentemente. Don Ismael tenía unperro elefantíaco y estaba equipadoespléndidamente para cazar; no lefaltaba una tilde: desde las polainas alsencillo alicate para sacar el cartuchocuando el extractor está reacio. DonIsmael, sin embargo, nunca mataba piezaalguna. Un día, fatigado ya, sentáronse ala sombra de un olivar. Era en Aranjuez.

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En el valle se veía la fronda de losfamosos jardines. Sobre la cinta aceradadel Tajo se alzaba una neblina queseguía el curso del río: semejaba unarúbrica de humo en el aire. Descansabanlos dos cazadores al lado de susescopetas. Don Ismael miraba al cielocon melancolía.

—¡Poca suerte! —gruñó.—¡Sí, poca suerte! —apoyó

Rodeiro.Don Ismael preguntó de pronto:—¿Ha cazado usted mucho en su

vida?Rodeiro dio un silbido para hacer

entender que el número de sus víctimas

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no podía contarse con palabras. Perocomprendió al mismo tiempo que unbuen cazador debía referir algunahazaña insuperable.

—Este verano —aseguró— cacé enmi tierra cincuenta liebres en un solodía.

—¡Oh, cincuenta liebres! —elasombro de don Ismael era sincero—¿Quizá con galgos?

Rodeiro replicó prontamente, sin darimportancia a su declaración:

—No; fue con reclamo.Don Ismael tuvo un éxtasis de

sorpresa.«Es singular —murmuró, como

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hablando consigo mismo—. Jamás heoído contar cosa semejante.»

Y, sintiéndose evidentementeinferior, confesó, tras pequeñascavilaciones, como si se hubiesedetenido a considerar si Rodeiro erahombre capaz de guardar unaconfidencia:

—Yo soy muy desgraciado. Noacierto jamás. ¡Nunca he cazado nada,amigo mío!…

Y, sin embargo, había ensayado;había consagrado un mes entero aejercicios preparatorios. Compróentonces un conejo. Lo soltaba en elpasillo de la casa, y el pobre animal

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huía, azorado, a refugiarse donde secreía más seguro. Entonces don Ismaelsalía con el perro por el otro extremodel pasillo:

—¡Búscalo!…Y el perro olfateaba y comenzaba su

tarea investigadora. Don Ismaelmarchaba detrás con una escopeta deaire comprimido. Así se adiestraba él yadiestraba al perro.

—Nada conseguí —concluyó,mirando a la tierra, donde incontablesesferitas daban fe de la existencia de losconejos y de las liebres—. Sin embargo,no se puede negar que hay caza. Ahítiene usted al rey. El rey mata centenares

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de piezas en un solo día.—¡Bah! —respondió Rodeiro para

consolar a su jefe—. ¡Así cazacualquiera!… Todas las piezas que lesueltan al rey llevan un collar decascabeles.

—¿Usted cree…?—Estoy bien seguro.Y reanudaron su marcha en silencio.

Don Ismael meditaba. En su cinturón, loscasquillos de los cartuchos brillabancomo las tachuelas de una cincha… Depronto agarró a Rodeiro por un brazo.Jadeaba de emoción, inmóvil, con losojos muy abiertos fijos en un punto delmonte. Indicó en voz baja:

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—¡Allí!…Rodeiro sintió tambalearse su

incredulidad. Junto a una mata detomillo, a unos treinta pasos, se veía elcuerpo de un conejo, con las grandesorejas erectas. Lo contemplaron unminuto con estupefacción, como si fueseel primero que viesen en toda su vida.Después lo encañonaron. ¡Pum! ¡Pum!¡Zas! ¡Plim!… Cuatro tiros.Enloquecían. Si en lugar de doscartuchos tuviesen veinte en cadaescopeta hubiesen continuado hastaacabar. Cuando miraron, el conejoestaba en el mismo lugar en que lohabían divisado al principio.

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Vociferaron entonces comoenergúmenos:

—¡Hurra!—¡Cayó! ¡Cayó!Y corrieron hacia él, embriagados

de alegría.Muerta estaba, en verdad, la pieza.

Pero su muerte era remota. Un sutil lazode alambre unido a una estaquita lerodeaba el cuello. En la parte quedescansaba en la tierra, su cuerpo sehabía hecho plano; corrían las hormigaspor él; un ojo había desaparecido porcompleto. Podía hacer un día o dos queel animal había exhalado el últimosuspiro.

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—¡Qué lástima! —gruñó don Ismael.Y añadió vacilante:—Si a usted le parece…, nos lo

llevaremos… para no ir así, de vacío.Cuando bajaron a Aranjuez ya era de

noche. Brillaban los farolillos de laestación —rojos, verdes, blancos—como una verbena. Una muchedumbre depescadores y de devotos de la cetrería—todo el gentío que por la mañanahabía salido de Madrid para asolar losmontes y despoblar el Tajo— asaltó elconvoy. Don Ismael, ya en el coche,colocó el conejo bien a la vista; unpescador colgó, próxima a él, la red conel botín ganado. En la red había hasta

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una docena de sardinas. Aquel vecino,genial desconocedor de la ictiología,trataba de encubrir su fracaso y habíaadquirido en Aranjuez los primerospescados que le ofrecieron. ¡Gentesfelices con sus inocentes patrañas!…

Pero he aquí que ya en marcha eltren, comienza a difundirse por el vagónun olor sospechoso; se acentúa, se hacemás y más intolerable… Rodeiro y suamigo comprenden y palidecen almirarse. ¡Maldito conejo!… ¿Cómo esposible que sus compañeros deexcursión creyesen la bella historiainventada por don Ismael acerca de lamuerte de un animal que exhalaba un

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hedor tan repugnante?El pescador había olfateado varias

veces. Luego dirigió una mirada derecelo hacia la carroña putrefacta que seescondía bajo la piel del conejo. Si sedescubría todo… ¡Era un deshonor!…Pero don Ismael, tembloroso de miedoante el ridículo, tuvo una idea. Selevantó, cogió el cadáver como paraguardarlo en el morral, se acercódespués a la ventanilla, fingiendo mirarel paisaje, y arrojó disimuladamente elpequeño cuerpo corrompido.

Respiraron.—Los conejos y las liebres —

concluyó Rodeiro— que se sientan por

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las noches a ambas orillas de la vía paraver regresar el tren de los cazadores handebido de reírse entonces largamente.

Rosales y don Miguel habíancelebrado la narración con carcajadas.La botella de Rivero de Avia estabavacía. Mandaron servir otra, y elsacerdote reprendió jovialmente aRodeiro:

—¡Cómo inventa, Dios mío!Él aseguró que todo lo narrado era

verdad.—Tan convencido estoy de que en el

monte no se puede cazar nada, que sialguna vez me acomete esa pasiónseguiré un procedimiento distinto: haré

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que mi criada ate por una pata en mihuerto, aquí y acullá, conejos y gallinas.Luego saldré yo con mi escopeta… Esaes la caza ideal, créame.

Don Miguel lloraba de risa, porquese imaginaba los esfuerzos de un conejopara escapar, con la pata sujeta a unacol, y el alborotado cacareo de lasgallinas, y a su feligrés avanzandocautelosamente y haciendo fuego contanto orgulloso contentamiento como silos cazase en pleno campo: Cuandopudo hablar, arguyó:

—Pero, hombre, ¡no gustarle lacaza…! Aunque no sea más que poradmirar el trabajo de los perros… Mire

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usted que un buen perro, parándose…Iba a perderse en una descripción;

pero le interrumpió a gritos Rodeiro:—¡Alto!… No siga usted. ¿Cómo

voy yo admirar a los canes? Entonces,¿usted no conoce mis ideas? Todo lo quese dice acerca del perro es literatura,nada más que literatura. Eso de que es«el amigo del hombre»…, «el fielcompañero», ¡literatura! El perro es unanimal de tendencias retrógradas; elperro llega a tener el concepto de lapropiedad; defiende a ladridos y adentelladas la hacienda del amo; esindividualista; un instinto especial lehace abominar de los pobres; hasta los

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canes de los ciegos, que debían conocerla humildad, enseñan los dientes a lostranseúntes. Además, tienen antipatíasvoluntariosas. Yo no puedo pasardelante de la taberna de Miñoca sin quesu perro se lance contra mí. Una vez memordió. Sin embargo, yo nunca le hicemal. Le digo a usted, señor cura, quecuando los hombres tengan sentidocomún, en vez de llamar amigo suyo alperro, lo constituirán en símbolo de laburguesía.

—¡Calle usted, calle usted!—¡Naturalmente! —vociferó

Rodeiro—. Si el clero no defiende a losburgueses y a los esbirros de los

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burgueses, ¿quién los va a defender?…—¡Es que usted es un ácrata!Y la discusión derivó ya por esta

senda, tantas veces recorrida por ambos.Rosales no creyó correcto intervenir. Élera, al fin, huésped del cura. Sonreía yvaciaba la copa. Cuando los adversarioscontendían acerca de Marx, se oyó unresollar profundo. El ilustre director deEl Avance había llevado su neutralidadhasta el discreto punto de quedarsedormido.

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XILos senderos del bosque conocían la

tristeza del enamorado. Con la lejaníade la amada, su cariño se sublimó ensentimentalidad, y hasta los menoresdetalles del pasado feliz se poetizaban.Había llegado a exaltar en términosnovelescos aquella separación violenta,aquel extrañamiento de la dulce moza,rubia y sumisa, cuyas actitudes decandor eran, precisamente, las que conmás ahínco perseveraban en su memoria.

Y en esta hiperestesia espiritual; lassensaciones se hacían en él agudas, ymuchos viejos espectáculos se le

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ofrecían como llenos de un vigor nuevoy como preñados de revelaciones. Eracomo si hasta aquel momento la vida,las gentes, las cosas mismas, hubiesentenido guardados, bruscamente, secretosque ahora le revelaban conprodigalidad, con la misma con que enprimavera nacen en todos los rincones yen todos los lugares del campo lascándidas flores de manzanilla. Lospaisajes acentuaron su expresión ante él.Todas las tardes, al volver de SantaMaría, Sergio se internaba en el bosque;y aquel rumor solemne y continuo queiba y venía entre los árboles, y aquelestremecerse de las ramas desnudas, le

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invadían de emoción. Todo tenía unsignificado de ternura a sus ojos. Aveces cesaba bruscamente el soplo delviento, y el bosque entero quedabainmóvil y silencioso, como si lesobrecogiese una aparición: las verdesagujas de los pinos ni aun seestremecían… Sergio pensaba entoncesque su alma crecía en el silencio hondoy extraño y que su pensamiento seextraviaba en él, como si el infinito lerozase. Era un vértigo momentáneo.Después volvía el rumor, desde lejos,desde la linde del bosque, y los árbolesmás próximos respondían, y losinmediatos, y otra vez los remotos, y

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alguna piña verde caía con sordo golpesobre el musgo, o cruzaba, piando, unave invernal de oscuro plumaje. Casi enel centro de la arboleda había unpequeño claro. El musgo era allí suave ymullido, en grandes manchas, comocojines de terciopelo. Dos castañosmuertos en la primavera pasada estabanaún en pie; pero sus ramas eran de negrocolor, carcomidas y rotas. La corteza delos abedules jóvenes brillaba con untono de plata; el tojo crecido tapaba loshuecos entre árbol y árbol; las ráfagasde viento marino no llegaban allí; era unrelicario donde el invierno vivía, elinvierno gallego verde, húmedo,

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melancólico, sentimental; pinosrumorosos, blanco plumón de espumasobre las aguas de la ría, unos giros másrevoltosos en el humo azul que saleentre las tejas, un abad bonachón quevigila el paso de su rocín peludo por ellodo de las corredoiras, risas de mozasen las fiadas o junto a las ampliaschimeneas, donde duerme el can y dondeel pote ventrudo, que cuelga sobre lahoguera, tiene también cierto aspectoabacial y bondadoso.

Y pensaba el joven en cien cosaspueriles en esos largos instantes en quepermanecía allí, recogido sobre elcorazón de la Naturaleza; en esas cien

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nimiedades que salen de lo íntimo de unamor, suaves, cautelosas, meditativas,como lagartos al sol; pensaba en el fríode las cosas bajo el invierno; en el fríode un castaño lleno de humedad; en elaterimiento de todo el pinar, cuando porlas noches, bajo las estrellas inmóviles,pasaban las ráfagas del Noroeste,impetuosas y duras, llenas de color demar… Cuando desde su casa veíaparpadear entre las tinieblas la luz deotra morada, distante, le parecía que erauna luz perdida en los caminitos de lagándara, que temblaba de frío…

Tenía ahora esa irresistiblepropensión a personalizar los objetos, y

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sentía a veces, en el misterioso mutismode los árboles, súbitos temores a losobrenatural. En más de una ocasiónmarchó, apresurado, por ocurrírsele depronto que en el claro iba a aparecer,con pisadas quedas y la bocaentreabierta, como en una sonrisataimada, el lobo astuto y hambrón de loscuentos gallegos que habla con lasgentes y finge la voz de los familiarescuando va a llamar a la puerta de laschozas, porque sabe que han quedadosolas las mujeres.

Su más grande pena era no saber elparadero de Federica. ¿Se habíamarchado, en efecto, a la ciudad?…

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Soñaba frecuentemente que ella habríabuscado acomodo en alguna casa de lascercanías y que en cualquier impensadomomento la había de hallar, quizá —seenternecía pensándolo—, en la viviendade unos labradores. Dormiría en la camade castaño, de forma de arca, y comeríael pan de maíz y acarrearía brazadas dehierba húmeda, y se encorvaría sobre latierra, y los instrumentos de labranzaendurecerían la piel de sus manos…Todo esto por cariño hacia él, para vivirbajo el mismo trozo de cielo. Cuando lahallase así, las almadreñas hundidas enel fangal de una encharcada corredoira,la apretaría contra su pecho; el olor

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aldeano habría triunfado del suave olora romero que envolvía la piel; peroSergio sabría encontrar lo escondidobajo el pañolón atado a la espalda,cerca de la carne joven.

O quizá… ¡Si Federica hubiese idoa la casa de la Cruz del Souto…!

Sergio se estremecía de iracundia yde celos. El cadete había marchado ya;pero tan sólo el recuerdo de aquellatarde en la carretera… Y la imaginacióndel joven se hacía trágica, y se veíamachacando con sus gruesas botasclaveteadas el cráneo del pequeñoSouto, con la teresiana puesta, sobre lamisma gradería de piedra de la Cruz.

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En una de sus meditaciones le asaltóuna sospecha. Acaso la novia, falta deocupación, sin dinero, hubiese marchadoa la casa de sus padres. Esto leobsesionó tan penosamente como loanterior. Trataba de imaginarse aDumbría como un inmenso pinar; sinsaber por qué asociaba a la imagen elpuertecillo de Puenteceso y los pesadospataches, en cuya cubierta ladraba unperro, y los carros rechinantes, cargadosde troncos de pino… Volvoreta estabaen el pinar, o en los pataches, en elcarro…, y cerca de ella, siempre cercade ella, en el carro y en la barca, y en elpinar, el aldeano aquel… el

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desconocido rival, vehemente y furiosocomo un sátiro…

Pero Sergio se inclinaba más a creerque Volvoreta no se había alejado de lagándara, y aun hacía solapadasindagaciones para descubrirla. Un día,al fin, lo consiguió. Carmela, la aldeanacuarentona que trabajaba a jornal en lafinca, mientras desparramaba la simienteen los surcos, le dijo, socarrona:

—¿Sabe a quién vi ayer, señoritoSergio?

Aguardó un momento antes deañadir:

—A su rapaza.Él sintió un vuelco en el corazón.

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Tardó en preguntar:—¿A qué rapaza, Carmela?—¡Boh!… —la aldeana sonreía

maliciosamente—. ¡Boh!… ¿A quién hade ser, señor?…

Sergio la miró vacilante. Decidióse,y se acercó a ella, bajando la voz:

—¿Viste a Volvoreta?—Vi. Así Dios me salve.—¿En dónde está?—¡Ay!… Dónde está, no sé… Pero

ayer, por lo menos, que yo fui a laciudad, en la ciudad estaba.

El mozo suplicó:—¡Carmeliña!… ¡Te he de

regalar…! —no encontró qué regalar en

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el momento—. ¡Te he de regalar lo quequieras si me cuentas todo!…

La jornalera frunció los labios,llenos de arruguitas, satisfecha del apurodel joven.

—Pues todo… ya está. ¿Qué másquería?…

—¡Anda, Carmela!…Y, tras largo regateo de detalles,

Carmela contó:—Vive en la plaza… —no se

acordaba del nombre—. ¿Sabe dóndeestá el Instituto?… Pues allí, en elnueve. Hay una posada, y tienen cuadratambién, donde yo dejo la caballeríacuando voy al pueblo… Aún no

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encontró casa donde servir.Agregó, volviendo al trabajo:—Como guapa, es bien guapa,

señorito.Y Sergio, aquella noche, encerrado

en su alcoba, escribió a Volvoreta unalarga carta en la que nada decía: era laespuma del contenido amor; una cartalírica en la que vertió una románticatristeza. La releyó y quedó satisfecho.

Pensó en los medios de que larespuesta pudiese llegar a sus manos y,tras una larga cavilación, resolvió quese la dirigiese a nombre de Ramón, elhermano de Chinto, que aún yacíaenfermo en la choza. El mismo escribió

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el sobre para sí propio, pegó el sello ylo mandó dentro de su carta, con unruego porfiado de réplica: «¡Escribepronto, escribe pronto; no vivo sin ti!»

Al día siguiente preparó a Chinto.Fue a ver lo a la huerta.

—¿Cómo marcha tu hermano, hom?…

—Va yendo, nada más —se lamentó,sin gran pesadumbre, el criado—. No séqué tiene en aquel cuerpo el pobre, queno sale de penas.

—¿No volvió el médico?Chinto se encogió de hombros.—¡Boh!… ¡Los médicos!… Ya

vio… No le dan con el mal… Allí

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tenemos la receta…—¡Pero Chinto!…—¿Y usted sabe lo que costaba,

señor, que no llegaban dos duros paraella?… ¡Y total…, si ha de estar deDios!…

Luego añadió, como parajustificarse:

—Pero ya lo visitó la saludadora delCarballo, que tiene manos de santa. Diceque lo que trae a mal traer a Ramón esun «aire de difunto». Y luego él recordóque en el velatorio del zoquero deTreves se había sentado en la camadonde murió el hombre. Mañana quedóen venir la saludadora para quitarle el

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aire.—¡Si mi madre se entera, Chinto!Chinto volvió a hacer un mohín:—¡Ojalá hubiésemos empezado por

esto, que ya estaría bueno el pobriño!Sergio, entonces, deslizó su

propuesta:—Mira… Tengo un amigo que…,

¿sabes?…, no quiero que me escriba acasa… Mandará los sobres dirigidos aRamón. Que no los abra, ¿eh?… Ya iréyo a recogerlos.

Chinto asintió y ofreció advertirle.Sergio, radiante, volvió a escribir elmismo día otra larga carta sentimental.

Con el aparente motivo de

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presenciar la curación del mozo, Sergiofue al siguiente día a la choza dondeRamón era consumido por el mal. Ungrupo de aldeanas esperaba a Chinto: lasaludadora del Carballo estaba entreellas; era una anciana de ademánrecogido, de boca picuda, y cuyaspiernas salían, como dos estacasennegrecidas, de los zuecos de gruesasuela de castaño. El padre del dolientehabía abandonado también las laborespara estar presente al exorcismo. Lascortas patillas blancas lucían en surostro carmíneo, y, apegado a lascostumbres de la mocedad, gastaba elcorto calzón de botones azules, y la

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parda montera, y la gruesa polainarematada sobre el pie en una borladecorativa. Sentado cerca del hogar,picaba, sobre sus propias manoscallosas, los tabacos de a cuarto. Chintole deseó al entrar:

—Buenas tardes, mi padre.—Buenas tardes, hom.La saludadora comenzó sus

funciones. Se había comprado unbarreño nuevo, y la vieja lo puso sobreun banco, cerca de la cama del dolorido.Vació en él unos cuencos de agua. Fuepreciso darle alguna prenda de ropa quehubiese estado en contacto directo conel cuerpo del mozo, y Chinto le entregó

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una tosca camisa de Ramón, de la quearrancó un trozo y lo apretó entre susmanos hasta formar con él una pelota.

Luego cruzó sobre el barreño dosramas de laurel. Era de rigor que lasostuviesen dos personas de la familia, ytuvieron que esperar a que el viejoconcluyese de hacer llegar las chispasde su pedernal a la yesca guardada en elfondo de un trozo de un cuerno de buey.Conseguido esto, encendió su cigarro yse acercó, cachazudo. Sobre las ramascruzadas, la saludadora depositó elapelotonado jirón de tela, y prendiófuego por los dos extremos libres a lacruz. Se alzó un humo oloroso. La

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saludadora recitó en voz alta,solemnemente:

Loureiro que fuches nadoe non fuches enxendrado,sácall’o aire do vivo,de morto ou d’escomulgado!

Un profundo silencio. La emociónsupersticiosa se había adueñado detodos aquellos espíritus, propicios aella; Se oía crepitar las ramas secas delaurel en la calma aparatosa, llena demisterio. El trozo de tela comenzó aarder con un humo espeso. Sobre elhumo, las manos descarnadas de la vieja

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se extendían y sus labios murmuraban unsusurro de frases como en una oración.Cuando las ramas —apoyadas ya en losbordes de sus cuatro extremos— sequebraron, carbonizadas, cayeron alagua, y en ella chirriaron los tizones.

La saludadora tomó en la oquedadde una mano el líquido y roció con él elrostro y la cama de Ramón. Elexorcismo había llegado a su fin.Después buscó la anciana en el barreñoel trozo de camisa, quemado ya, y entresus dedos nudosos lo abrió al medio,como un fruto de madura pulpa, y seacercó a mirarlo a la luz. Escudriñaronen él sus ojillos grises. Opinó al fin:

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—No fue otro que el zoqueiro deTreves, meu filliño. Ve aquí uno de suspelos rubios.

Acercáronse todos a mirar.—¡Infeliz!… ¡Era «aire de muerto»!—¡Bien tiraba de él el campo santo,

infeliz!—¡Malpocado!La choza estaba oscura ya; pero por

la puerta, abierta de par en par, se veíauna perspectiva de paisaje lleno delluminoso azul de los anocheceres.

La primera carta llegó al fin. Sergiola recogió con la misma sorpresa y lamisma alegría que si no llevase cerca deuna semana esperándola. Huyó con ella,

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buscando un sitio donde poderentregarse a la lectura con un absolutoaislamiento. Su inquietud le hacíavacilar. El ruido de un regato que caíaentre las rocas le molestaba; más allá,era el rumor de un grupo de robles elque parecía turbar indiscretamente suatención. Por último, rasgó el sobre enla carretera; extrajo el papel: era la hojade un cuaderno de notas, rayadafuertemente de azul. Leyó: «ApreciableSergio…» y cayó sobre su espíritu unagran tristeza. ¡«Apreciable Sergio…»!Creyó adivinar que la carta le traía ladecisión de una ruptura. Continuóleyendo, con el corazón estremecido.

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«Apreciable Sergio: sabrás que mealegro de tener noticias de tu salud, y lamía es buena.» Seguía después: «No meengañes con otra; quién sabe con quémujer te estás entreteniendo; pero yo losabré… Suya afectísima», terminabadiciendo.

El joven quedó con los brazoscaídos, inmovilizado de estupor. Tardóen comprender la carta. ¿Qué queríadecir todo aquello, tan desatinado eincongruente? Él no había dado noticiaalguna de su salud, ni Volvoreta podíapresumir un engaño. ¡Un engaño!…¿Con quién?… Volvió a leer la carta ytuvo tentaciones de romperla. La letra

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era ancha y desigual, y aun con elamparo de las rayas azules noconsiguieron los renglones ser trazadosderechamente. En algunas palabrasfaltaban sílabas, y la ortografía, entodas. Sergio creyó al principio que setrataba de una burla. La idea de quealguien hubiera podido interceptar sucarta y mofarse de su lirismo extremado—en mofa soez de gente reunida entorno a una mesa de posada— ypergeñar aquella respuesta imbécil, leencendía en vergüenza y en coraje.Esperaba él una contestación como lasuya, apasionada; el relato, también, dela odisea de Federica… Todas las

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preguntas de su carta quedaban sinréplica.

Pero, pasados los primerosinstantes, sosegada su razón, pensó queera un absurdo exigir de Volvoretasentimentalidades literarias, y que losrenglones trazados en aquel humildetrozo de papel correspondían a lacomprensión aldeana de una carta deamor. Volvoreta había querido, sin dudaalguna, mostrar cierta elevaciónepistolar, y había estampado al finalaquel «suya afectísima» que habríaretenido en su memoria alguna vez comodetalle de distinción. Probablemente laslucubraciones del enamorado eran

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ininteligibles para su lectora, y lascartas escritas hasta aquel día habríanquedado sin traducción, sin aprecioposible.

Rectificó su conducta, se afanó enser sencillo y en usar expresionesvulgares en las misivas posteriores.Volvoreta contestaba sinapresuramientos, cada tres, cada cuatrodías; sus cartas comenzaron a serpintorescas. Rara era aquella en que sucordialidad no hallaba concreción enalgún verso, probablemente copiado delcancionero popular. Uno, conespecialidad, era frecuentementerepetido:

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Te quiero más que a mi madre,y, si no fuera pecado,más que a la Virgen del Carmen.

En ocasiones venían también hojasde calendario, con poesías, dentro delsobre. Las cartas llegaban orladas, conunas ingenuas orlas hechas a mano, y alfinal, después de la rúbrica —en la quecasi siempre se clavaba la pluma en elpapel y despedía borrones—, Volvoretadibujaba unas ramitas, o una flor, o unapaloma. Una vez trazó un macacoabominable, con un cigarro en un oído,aunque bien se advertía que la intenciónera habérselo dibujado en la boca.

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Debajo decía: «A ver si te conoces.»Federica observó que Sergio usabaalgunas veces los puntos suspensivos, y,creyéndolo de rigor, llenaba con ellosrenglones de extremo a extremo, con unacopiosa complacencia.

Al joven todo esto le parecía pocoformal; pero quería sospechar que bajotales inconsciencias se ocultaba, en suprimitivismo adorable, un sincero amor.Cierto día en que el revés de la cartaestaba absolutamente invadido por unarama formidable, en la que Volvoretadebía de haberse cegado a fuerza detrazar los redondelitos que simulabanlas hojas, pensó Sergio:

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«¡Pobre muchacha!… ¡Lo que hatrabajado aquí!…»

Aquella frondosidad le enternecía, ypara corresponder de alguna manera asemejante esfuerzo, le envió una postalde peluche, preciosa postal, casi tangruesa como un libro, que tenía unosrecortes de celuloide y un espejito en elcentro.

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XIIFue en una de las noches finales de

enero, cuando llamaron fuertemente a lapuerta de la quinta. Los Abelendas sedisponían a acostarse. Rafaela entró enel comedor con un gesto de compunciónen el rostro:

—Es el jardinero de la señora deSolís. Viene a pedir el caballo deChinto, porque tiene el suyo cojo y ha deir a la ciudad.

Doña Rosa preguntó, inquieta:—¿Pasa algo en casa de los Solís?—La niña, señora, que está a la

muerte, la cuitada.

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—¡Válgame Dios, válgame Dios!…¡Qué tormento para la pobre madre!…¡Que vaya Chinto a sacar el caballo dela cuadra, en seguida!

Se asomó al pasillo para gritar aRafaela, que se alejaba:

—Y que pregunten a la señora sipodemos servirle para algo…, queiríamos allá…

Comentó después, suspirante:—¡Qué desgracia!… ¡Jesús!…Sabela suspiró también, contristada;

pero no habló. Daban las once y rezabaa toda prisa una salve que, según suspreocupaciones, debía terminar antesque cesasen las campanadas. Madre e

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hija fueron al mirador. Al través de losvidrios, donde espejeaban vagosreflejos, vieron la masa sombría de lacasa de los Solís, y en ella un miradoriluminado. Y esa luz que, a lo lejos,debía sugerir ideas de tibio hogarapacible, las espantó como la luz de unvelatorio. En medio de la inmensanegrura del campo, entre la quietud y laindiferencia de todas las cosas y detodos los seres, ¡qué llamadadesesperante hacia lo infinito aquelresplandor que huía de la casa comopara pedir socorro de la enorme tristezaque alumbraba!…

Doña Rosa sintió lágrimas en sus

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mejillas. Se envolvió en una toca ysalió. Isabel intentó acompañarla.

—No; acuéstate tú. Yo no podríadormir sabiendo tan cercana esaangustia. Sergio vendrá conmigo.

Y fueron. En casa de la de Solís, lacriada que les abrió la puerta tenía lospárpados enrojecidos de llorar. DoñaMaría, más pálida que nunca, con unextraño fuego en el fondo de los ojos,envuelta en un chal negro, los recibió.Fingió ánimos:

—Como supe que mandaba ustedbuscar al médico… Por si acaso yopodía serle útil, he venido. Ya sabe que,a las madres de familia, la experiencia

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nos permite a veces poder servir… Perono será cosa grave…, ¿verdad?

Doña María se sentó en una pequeñabutaca, muy envuelta en su chal.

—Sí es. Es todo: es lo que faltaba…Esta maldición que me persigue… ¡Nosé; yo no sé!… Maruja está muy grave,doña Rosa.

Tiritaba en su envoltura, hasta elextremo de oírse a veces cómo susdientes chocaban. Explicó:

—Llevo tres noches sin dormir; poresto estoy así, destemplada.

—¡Dios mío!… ¿Cómo no avisó,cómo no avisó?

Doña María bebió unos sorbos de

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una tisana humeante.—Gracias, muchas gracias, amiga

mía. No era cosa de causar molestias…Tenía, casi constantemente, en los

labios un ligero temblor, que a veces seacentuaba y distendía las comisuras,como si fuese a llorar. Pero sus ojosestaban secos. Habló, refiriendo, conesa maternal prolijidad de detalles, lasúltimas evoluciones de la dolencia.Había sometido a Maruja a unasobrealimentación. La pesabafrecuentemente, y le vio aumentar un kiloen su peso. Mas, de súbito, el estómagode la enferma se había negado a admitiralimentos. Toda la labor cuidadosamente

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realizada se desmoronó. En quince días,nada más que en quince días, consumóseel aniquilamiento. Maruja no pudoabandonar la cama. Estaba allí, inmóvil;blanca… Parecían haberle crecido losojos…

—Lo horrible —confesó doñaMaría, bajando la voz, en la que habíaun susto secreto del corazón—, lohorrible es que ella se ha dado cuentaya… Muchas veces la he sorprendidollorando… ¡Llorando sin ruido, con unllanto espantoso!…

Ocultó ella la faz entre las manos yrompió a sollozar, angustiadísima. Todosu encorvado cuerpo se sacudía, como si

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lo fuese a romper el hipo convulsivo.Doña Rosa, traspasada por el horror dela confidencia, no pudo hablar. En untremendo dominio de su desconsuelo, lamadre se repuso bruscamente y calló,mirando para el oscuro vano de laalcoba, amedrentada ante la idea dehaber sido oída. La de Abelenda lareprendió con dulzura:

—Se atormenta usted recordando…Pero ella siguió:—¡Oh, si usted la hubiese visto…!

Pasa a lo mejor minutos y minutosmirando sus pobres manos, en las que nohay sobre los huesos más que la piel, tantransparente y tan sin sangre… «¿En qué

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piensas, Maruja?» «No pienso en nada,mamá»; y se vuelve lentamente hacia lapared, y está callada, con un silenciotenaz, una hora y otra. A veces fingedormir; pero yo la sorprendo, de pronto,con los ojos abiertos y la carahumedecida de lágrimas… Y yo,entonces, pido mi muerte a Dios… Yave usted, doña Rosa, ya ve usted; sonquince años los de mi Maruja; los otrosdos murieron casi a esa edad. Los heamparado, los he defendido…, ymurieron. ¿Es justo, es…? ¿Podrá haberquien sepa resignarse?… ¿Se puedemorir a los quince años?… Si esto lohace Dios, ¿por qué Dios me los dio?…

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Yo fui buena; yo fui siempre buena…Lloraba esta vez sin sollozos, y entre

el llanto repetía su frase obsesionadora,que era, en sus labios, como unaacusación contra la saña de su destino:

—¡Yo fui siempre buena…, siemprebuena!…

Cerca de las doce, un débil quejidode la moribunda la hizo levantar de labutaca, La alcoba estaba tenuementealumbrada por una lamparilla. Losgemidos de la enferma se acentuaron. Lamadre, cerca de ella, le hablaba con unavoz de sobrehumana ternura:

—¡Marujiña… vamos!… ¿Qué es,que tienes tu?…

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La adolescente agitaba el flacocuerpecillo bajo las sábanas… Susbrazos se movieron un poco en el aire yse ciñeron a la materna cabeza, paravolver a abrirse y caer nuevamentesobre el embozo, como si toda ellaestuviese sacudida por una gigantescaangustia interior.

De pronto hizo esfuerzos paraincorporarse, con los ojos iluminadospor el miedo…, los grandes ojos queparecían mayores en las cuencasoscuras…; jadeaba en una congojaescalofriante. Doña María la ayudó asentarse en la cama, de la que salió untenue vaho de sudor del cuerpo enfermo.

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—Pero ¿qué es?… Di, ¿qué es?¿Qué sientes, hijiña?

Casi había en su rostro el mismoterror y la misma ansia que en el de suhija. Y ésta jadeaba, como si elpronunciar cada letra le costase unesfuerzo vital:

—No sé…, no sé…Después miró a su madre. Aseguró

con su voz infantil hecha más aguda ymás débil por el sufrimiento:

—Esto es horrible, mamá… Yo nosé.

Y bruscamente se agarró a ella conuna energía desesperada, para gritar:

—¡No quiero morirme!… ¡Yo no

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quiero morir!… ¡Por Dios, yo no quieromorirme!…

Sonó, alterada por el espanto, la vozde doña María:

—¡Si no morirás, hijiña; no morirás!¿Quién pensó en tal cosa?…

Sin fuerzas ya, Maruja volvió a caeren el lecho. Doña María se apartó paraque do viese sus lágrimas. En medio dela alcoba se arrodilló, cayó más bien, yalzó al cielo sus manos huesosas ymarfileñas, en cuyo dorso los dedos seclavaban con furia. Y elevó los ojos,llenos de ira y desesperación:

—¡Dios!… ¡Dios!…Podía ser una súplica o una

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imprecación rencorosa la suya. Hízolasalir la de Abelenda y la llevó a labutaca. Sergio, mudo, invadida el almapor un creciente miedo y una crecientepiedad, no se movía del rincón donde alentrar se había sentado. Tenía también élun punzante deseo de llorar.

Casi al amanecer llegó el médico.Entonces el mozo salió de la estancia adesentumecerse, más que el cuerpo, elespíritu, angustiado en aquellapersistente presencia del dolor. En lacocina la servidumbre estaba levantaday despierta. No había más que unapequeña lámpara de acetilenoencendida, y a veces corrían sombras

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misteriosas por las paredes. Cuandoalguien andaba lo hacía en puntillas. Lavoz del jardinero resonaba comoresuenan las voces en las casasdesiertas, de donde han sido retiradoslos muebles. Un silencio, que erasomnolencia o era expectación de losobrenatural, llenaba las habitaciones ylos pasillos.

Cuando transcurrió Sergio lepreguntaron:

—¿Cómo está la pobriña?Y la más vieja criada opinó:—Aún durará hasta que suba la

marea.Volvieron a callar. Sonaron después

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unas tenues pisadas. Doña María,envuelta en un chal negro, apareció.Llamó al jardinero:

—Llévate los perros. Biendistantes… A donde tú veas…

Se lo ordenó casi al oído, comotemerosa de escuchar su propia voz,obsesionada por la idea de que unaullido advirtiese a Maruja.

Sergio se estremeció. Le parecía quetoda la casa estaba ya ocupada por laMuerte.

Maruja expiró al amanecer.Aniquilada, sin fuerzas, vencida por loimplacable del Destino, doña Maríatuvo, sin embargo, tan sólo un momento

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de absoluta entrega al dolor. Después sedejó llevar. No hablaba ni sentía;sentáronla en un sillón en la galería dela casa, para que el fresco mañanero lareanimase y le hiciese bien, y allí sedejó estar, tiritando, con la mirada fijaen un punto, tan refugiado su espíritucuerpo adentro, que hasta la expresiónhabía huido de sus ojos.

Era invernal el amanecer, y la vistade aquellas gentes, fatigadas por laemoción y la vigilia, parecía más tristeaún y más plomizo. Algunas aldeanasque arrendaban tierras de los Solíshabían acudido e invadían la ampliacocina o se agrupaban en el jardín que

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rodeaba el edificio. Una, llegada delejos, refería cómo había visto amedianoche caer una estrella hacia ellado de la casa donde agonizaba laadolescente. Entonces se acordó de ellay adivinó que iba a morir.

—Es el tercer hijo que pierde —explicó un antiguo casero.

Y entonces una vieja aldeana afirmó,avanzando en el grupo su manoencallecida:

—¡Es un meigallo; es un meigalloque cayó sobre los señores!… Algúnmal ojo los vio que embrujó a sus hijos.¡Mucha envidia hay por el mundo!…¡Uno tras otro, los tres caraveles de mi

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alma! ¡Pobriños!…Algo más tarde, los señores de la

Gándara comenzaron a acudir.Poupariña llegó disculpando a Celsa,que no podía comparecer hasta la tarde,retenida por la turba infantil; doñaSimona, la de Souto, traspasada de undolor sincero ante aquel infortunio;Rodeiro, que tropezaba en los muebles yen las personas, sin dejar de murmurar acada instante:

—¡Gran desgracia! ¡Gran desgracia,caray!

Más tarde fue don Miguel, al trote desu extraño caballejo color corinto.Había llegado hasta él la noticia, por

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casualidad, cuando se preparaba amarchar al Carballo, donde se celebrabauna fiesta.

Los labriegos abrieron camino y lesaludaron respetuosos. Él se encaró conlas criadas de la casa:

—¿Cómo no se me ha avisado a mí?¿Por qué no mandasteis un propio acualquier hora?… ¿Está eso bien?…¿Qué habrá pensado de mí doña María?

Su indignación era sincera. Loscriados intentaron disculparse. Laseñora no había ordenado… Ellos biense habían acordado del sacerdote;pero… como el ama no lo mandase…¿Qué iban a hacer?

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—¿Y luego?… ¿Va a estar en tododoña María?… ¡Bastantes cuidados lemanda el Cielo a la infeliz!… ¡Andad,galopines: id a avisarla de que hellegado!

Entre los labriegos corría un susurrode murmuraciones. ¡Entonces, habíandejado morir sin confesión a la señorita!… La aldeana vieja gimoteó:

—¡Mi joya!… ¿Qué pecado iba atener? A estas horas es más feliz quenosotros.

La niñera había subido a advertir asu ama. Se detuvo, temerosa, en lagalería, para anunciar:

—Está ahí el señor cura de la

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Gándara.Y entonces doña María pareció salir

de su ensimismamiento. Volvió la luz asus ojos y oyó:

—¿Le digo que suba?Doña María se volvió en la butaca

para mirar a la servidora, como sidesconociese su voz. Luego irguióse,casi bruscamente, con una insólitadureza en su rostro. Extendió una manoimperiosamente:

—¡No!La criada vaciló, sin comprenderla.—¡No, te dije!Volvió a caer en el sillón… Le

parecía que al arrojar de su casa al

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sacerdote en aquel momento había rotocon el Señor en una rebeldía contra supropio infortunio.

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XIIILa cercana visión de la muerte, su

condición de próximo espectador deaquella dolorosa agonía y de aquelladesesperada rebelión maternal, llenarondurante algún tiempo el ánimo de Sergiode una honda melancolía y de terroressúbitos. Toda la aldea le pareciórepentinamente asombrada por latristeza; los grandes olmos sin hojas, lasbrumas que entraban por la boca de laría, densas y pesadas y blancas, comouna pared que fuese avanzandolentamente; la mansedumbre delpaisaje…, todo le sugería pensamientos

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de desolación. ¡Y aquella lluvia eterna,insistente…! Miraba largo tiempo cómoen la vastitud de la gándara el vientoarremolinaba los largos hilos que caíande las nubes plomizas, y cómo a veceshacía correr horizontalmente jironestenues de humo, que eran agua menuda,cómo los árboles se curvaban, luchando,y toda la casa se llenaba de frío y derumor. Súbitamente, una racha impelíacontra los vidrios un turbión, y elpaisaje quedaba velado, como visto altravés de un cristal de esmeril…Entonces Sergio, recogido en su rincón,invadida el alma de aquella tristeza,sentía el recóndito deseo de llorar.

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Creía a veces advertir misteriososdolores: se supuso enfermo, y la diariacontemplación de las tumbas del atrio yde la pequeña necrópolis de crecidahierba, guardada por dos cipreses,envuelta en la franja de un tapial,silenciosa y humilde, hacía acudir a susojos la humedad de una emoción.

Pero tuvo un sacudimiento. Una cartade Volvoreta le anunció que habíahallado colocación. La casa parecíabuena, aunque había muchos niños, y nola dejarían salir más que un domingo decada mes. Sergio sintió una cólerairrazonable. Le indignaba la idea de queFederica hubiese de prestar humillantes

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servicios a unas gentes desconocidas.Aquello no debía ser. Escribió pidiendodetalles de las personas, de lascostumbres, del trabajo que le imponían.Volvoreta tardó en contestar. Entonces elenamorado sintió recrudecidos suscelos.

Pensó que, como había ocurrido enla Gándara, ocurriría también en laciudad. Otro señorito joven… u otroseñorito no tan joven —recordó losrequerimientos repugnantes de donGerardo— le sucederían a él. Y él nopudo hallar, tras su examen detenido delas condiciones de Volvoreta, de aquellaextraña naturalidad con que hacía

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donación de sí misma, ningún motivo deseguridad para creer en la lealtad de lanovia. Llegaría a ocurrir, acaso habíaocurrido ya… Impotente y colérico, elenamorado lanzaba a su mente por eloscuro cielo de sus temores, y la mentevolvía como un azor, trayendo en el picoy en las garras imaginaciones celosas.Otro hombre avanzaba como él por unpasillo enarenado, por unas escalerascrujientes…, y Federica tenía bajo susternuras, aquella misma expresión detranquila inconsciencia…

Tardaban las respuestas de laciudad. En una semana no llegó a supoder noticia alguna de Volvoreta. Y una

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noche, al volver de la rectoral, Sergiohalló que su madre le esperaba con ungesto serio en el semblante. Llevólo alcomedor y cerró la puerta. Despuésextrajo de su bolsillo un papel en el queel amante advirtió las orlas rameadas yla tosca letra de Federica.

Diole un vuelco la sangre. Balbució:—¿Qué es?Y, doña Rosa, muy grave, con un

temblor en la mano que sostenía la cartareveladora, le dijo:

—Me da vergüenza hablarte de esteasunto. Te has olvidado de quién eres yde quiénes somos, y tengo querecordártelo. Creí que no insistirías en

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eso que tuve como una falta de respeto atu propia casa; pero eres un mal hijo yeres un hombre sin estimación.

Sergio callaba, arañando el mantel,con los ojos fijos en el suelo.

—¡Con una… criada; tienes amorescon una criada! —escupía el humillantevocablo—. ¿Es eso digno?… Tu padremoriría de vergüenza si pudiese verte,desdichado.

Avanzó en un arranque de iracundia,puso sus manos sobre el hombro filial yle hizo encararse con el retrato en el queel señor Abelenda, envuelto en su toga,parecía ir a pronunciar un informe.

—¡De rodillas! ¡A pedirle perdón, a

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jurarle que no volverá usted a ofender sumemoria en el apellido que lleva!

Sergio se hincó.—¡Rece usted!Le miró, ceñuda, y tras un silencio,

dirigióse a la puerta. Desde allíconminó, con voz encalmada, solemne,como si pronunciase un juramento:

—Si llego a saber que insistes enesta locura, te haré embarcar paraAmérica. Quedas advertido.

Al amanecer el día siguiente, Sergiohuyó a la ciudad.

Durante la noche había madurado sudecisión. Se había negado a cenar, y, enla soledad de su alcoba, se sintió

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torturado a la vez por la vergüenza y porla ira. Le sonrojaba que su madre sehubiese enterado de aquella continuidaddel noviazgo, y, más que nada, quehubiese leído la carta de Volvoreta, consus incorrecciones, sus versos y suscorazones ardientes y sus palomasabsurdas dibujadas con una sentimentalsencillez. Pensó que todo aquello debíade obedecer, primero, a unaindiscreción, y después, a una deslealtadde Chinto, que había hablado de lascartas consignadas a Ramón y se habríaavenido a secuestrar alguna.

En aquel estado de rencorosaexaltación, Sergio se creyó más

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enamorado que nunca y menos dispuestoa consentir que se alzasen nuevas vallasentre él y la campesina de Dumbría.Desde el momento en que la idea deescapar se formuló en su voluntad laacogió con resolución irrazonada.Huiría. Huiría para no volver. Seimaginó que aquella huida suya a laciudad era como si se marchase a unaregión recóndita y lejana en la que surastro se perdiese, y que detrás de él nohabía de quedar otra cosa que elsentimiento de quienes le impelían aabrazar el heroico partido. Hasta tuvo unmomento de melancólica complacenciaal suponer a su madre acongojada,

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arrepentida ya de su rigor, y a Rafaela ya Chinto paseando por la gándara,durante el resto de sus días, en hondopesar de haber provocado aquellacatástrofe de la desesperación de unAbelenda que huía de su hogar con unhatillo y andaba cuatro leguas a pie parano volver nunca.

Pensó en escribir una carta, y hastallegó a precisar algunos términospomposos. Pero desistió. En una antiguamaleta de cuero, agujereado por lapolilla, guardó alguna ropa y todas lascartas de la ausente. Guardó también loslibros de estudio —él se proponía ser unhombre y ganar a pulso su carrera—.

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Esperó el alba, despidiéndosementalmente de los oscuros pasillostantas noches cruzados con los piesdescalzos, y de aquella alcoba donde, enlo sumo de la casa, entraba a veces laluna por el tragaluz. Con las primerastintas grises del día abrió su balcón,arrojó la maleta y se descolgó él mismosobre el blando y húmedo suelo deljardín. Una idea sentimental le hizocoger una flor del frondoso camelio;envolvió la casa en una mirada, creyó undeber suspirar hondamente y echó aandar carretera arriba…

Por fortuna suya, no llegó a llover;manteníase el cielo entoldado y corría,

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todo a lo largo del camino, un frescoviento que agitaba las ramas desnudas yhacía rizar el agua en los charcos.Dormía aún la gándara; pero en algunasheredades veíanse confusamente lassombras de aldeanos madrugadores.Sergio apresuraba el paso, con uncreciente temor a ser descubierto.Cuando llegó a lo alto de la cuesta sevolvió para abarcar el paisaje queabandonaba, como había visto en unaestampa de asunto de emigración quehabía en su casa… El adiós a la aldea.Cambió de mano su carga y siguióapresurado.

La primera legua la anduvo sin

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fatiga. Después comenzó a estorbarle lamaleta. El día había abierto ya, ypasaban por el camino, en la mismadirección que el joven, vendedores depiñas y aldeanos que llevaban a laciudad la leche de sus vacas enpanzudos jarros de metal. Sus caballejosmenudos, de abundante crin negra,arrojaban en el frío mañanero largoschorros de vapor. Al pasar, las gentessaludaban:

—Buenos días nos dé Dios.Sergio contestaba:—Buenos días.Y las veía alejarse, estimulando con

sus voces a las bestias.

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La doble fila de olmos habíaquedado muy atrás. Ahora la carreteracorría casi bordeando el mar, lleno deolas perezosas que tenían blancas tildesde espuma. La ría era ancha, y losmontes fronteros aparecían brumosos.Un bote de parda vela venía hacia lacosta, dando bordadas, muy caído haciaestribor. Y allá lejos, cerca ya del mar,se veía, como puntos negros, laescuadrilla de traineras salida antes delalba de todos los pequeños puertosvecinos, arriadas las velas, dejándosezarandear por las olas llegadas delconfín temeroso.

Cuando hubo andado la segunda

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legua, Sergio se arrepintió de aquelarrebato de amor a la ciencia que lehabía hecho guardar en la maleta loslibros de estudio. Seguramente eranellos los que la hacían pesada. La dejósobre un poyo, y flexionó varias vecesel brazo para desentumecerlo. Entoncesse tronchó el pecíolo de la camelia quellevaba en el ojal del gabán, y hubo decontinuar el viaje asiéndola blandamentecon la mano libre. Por último, como lemolestase, la arrojó sobre un montón degrava. Hacia el final de la legua númerotres, tuvo tentaciones de solicitar que ledejasen ir en uno de los caballejos queaún pasaban, o subirse a los carros

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chirriantes bajo montañas de hortalizas.Pero desde un pino paraje vio,repentinamente, la torre del faro de laciudad, que se alzaba a lo lejos,destacándose sobre el fondo gris delcielo y el fondo gris del mar. Cobróalientos, comenzaron a aparecer a loslados del camino alegres casas derecreo, con bosques de eucaliptos yverjas labradas; en la carretera el lodohabía crecido —un lodo negruzco—, ylas rodadas de los carros lo surcabanprofusamente. Más allá eran pequeñascasitas de obreros las que formabancalle; los chiquillos, medio desnudos,jugaban en las cunetas, y las gallinas se

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paseaban con sordo cacareo entre suprole, huyendo despavoridas al advertirla proximidad de un transeúnte o elruido de un carro.

Y en otro instante, más lejos, porencima de los tejados de una fábrica,otra vez el mar… y la ciudad entera, consu semicírculo de blancas casas y lamancha oscura de los jardines, casi en laribera, y el castillo alzado en un islote ala entrada del puerto, y el rebrillar delos cien mil cristales de los miradores, ytres grandes buques anclados hacia elcentro de la bahía, más allá de losvaporcitos pesqueros y de los barcos decabotaje. Y sobre todo el conjunto, las

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cúpulas de las iglesias, rompiendo aquíy allá la confusión de tejados, y más altaaún, como una flecha hundida en lapesada nube gris, la torre del faro,oscura, aguda, firme, haciendo lacentinela del pueblo y del mar envueltaen el pardo capotón de su granito…

Silbó cerca un tren. Comorespondiéndole, el ronquido de unasirena llenó todos los ámbitos, y todoslos ecos lo repitieron. Y entonces uno delos grandes buques se movió lentamentesobre el agua quieta de la bahía, y elhumo de sus chimeneas se extendió,agitándose, como un pañuelo en unadespedida… Sergio se sintió alegre y

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entró en la ciudad.Fue a albergarse el enamorado a la

misma modesta casa de huéspedes endonde estuvo en los días en que lollevaban a la capital para hacer susexámenes del Bachillerato. Pretextó ir acontinuar sus estudios. Puso a la vistasus libros, desembarazó de lodo sucalzado, se acicaló todo lo que elcontenido de su maleta le permitía y,después de comer, se lanzó a la calle.

Dedicóse a vagar ante la casa dondeVolvoreta había encontrado empleo. Lepareció un poco estrecha, con ciertoaspecto de humildad que le hacía tenerla vieja pintura verde de sus galerías,

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que el sol había ido rebajando de tono.La calle no era muy concurrida, y Sergiopudo avizorar desde un extremo elportal de la vivienda, en palpitante ansiade la aparición de la amada. Transcurrióuna hora, dos, Sergio se apoyó en lajamba de una puerta y continuóesperando. Federica habría de salir o deentrar en algún momento… PeroFederica no entró ni salió. Otra hora,otra… El enamorado pensó en subir;pero le retenía el temor de comprometera la moza. Desde la acera opuesta atisbólargamente la galería; vio aparecer enella una mujer de media edad, en ciertodesarreglo; después unos chiquillos, que

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consagraron diez minutos al deporte deaplastar en competencia, sus naricillassobre el cristal; luego, un hombremaduro ya, que miró insistentemente aSergio, tamborileó en los vidrios yvolvió a entrar. En toda la tarde no pasóen la galería cosa de mayortrascendencia que las narradas.

Desanimado, mustio, Sergio vagópor la ciudad, en un soliloquio deconjeturas. Su anhelo le condujo a laposada donde antes se había hospedadoVolvoreta. Estaba próxima al granedificio cuadrado y sobrio del Instituto,en un grupo de casitas humildes. A lapuerta, sentadas en la piedra del umbral,

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departían dos mujeres del pueblo. Trassus cabezas se veía el estrecho portal yun pasillo, y más allá, la amplia cocina,donde había el resplandor de unacansada luz vacilante.

Sergio inquirió:—¿Está la dueña?Una de las mujeres respondió, sin

alzarse:—¿Qué le quería?El joven explicó, un poco turbado:—Deseo saber si conoce el

paradero de Federica, de una talFederica que estuvo aquí.

—¿De una que anda a servir?—Sí.

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—¿Que es de allá, de Dumbría?—Eso es: de Dumbría.—¿Y luego? ¿Qué le quiere?—Le traigo un encargo de sus

parientes.La mujer volvió la cabeza hacia el

portal y gritó:—¡Ay Federica!Sergio balbució, asombrado:—Pero… ¿esta aquí?.—¡Federica! —tornó a vocear la

mujer.En el vano del pasillo, sobre el

fondo de luz, destacóse la negra siluetade la joven.

—¿Qué?

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—Ven, que te llaman.Avanzó. La enorme plaza estaba

sumida en el azul de Prusia delcrepúsculo. Preguntó Volvoreta desde elportal:

—¿Quién es?Y Sergio, con la voz conmovida:—Soy yo.Se admiró la joven:—¿Y tú?… ¡Vaya, Señor!… ¡Quién

contaba contigo!…Salió a la calle. Llevaba una saya

vieja y una blusa de algodón,desprendida de la cintura. Sonrió frenteal novio:

—¿Cómo estás aquí?

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Las dos mujeres le miraron conatención. Sergio, un poco azorado,propuso:

—¿Puedes salir?Hizo ella un gesto, y bajó la voz

para contar:—Les estoy ayudando ahí dentro.

Pero un momentito, si no es más que unmomentito… Espérame…

Marchó y volvió a salir con unanegra toquilla sobre los hombros.Fueron hacia el centro de la plaza.

—Pues yo estoy aquí por ti.—¡Boh! —rio ella, incrédulamente.Sergio se incomodó. ¡Era aquel un

buen recibimiento!… Le había visto

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llegar como si acabasen de verse lavíspera: ni un arrebato, ni un cariño, niuna frase de júbilo. ¡Era de mármol!…El tonto era él en seguir queriéndola yen preferirla a todo y en pasar apuros ycorrer aventuras por ella. ¿Así es cómose paga un amor?

Ella callaba un poco sorprendida,sin comprender la razón de aquellairacundia. Y así hubo una pausa. Sergio,al fin, la rompió, preguntando:

—¿Por qué has vuelto a la posada?Y ella explicó. Había abandonado a

aquella familia; no estaba contenta; erapreciso pasarse los días con los cuatropequeñuelos arracimados…; no podía

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salir…; la cocinera, por otra parte, letenía muy mala voluntad. Se detuvo acontar con aire lastimoso alguna malajugada padecida. Sergio escuchaba conun sordo rencor contra aquella gente:

—¡Salvajes!…Añadió después, meditativo:—No me gusta que andes así…, de

casa en casa…Ella se encogió de hombros. ¿Qué

iba a hacer?… Era verdad: ¿qué iba ahacer?… ¡Si ellos pudiesen estar juntos!…

—¿Tú querrías?Y ella, con el mismo ademán y la

eterna sencillez inconmovible:

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—¿Por qué no?…—¿Cuánto te cobran en la posada?Una peseta; le cobraban una peseta

diaria. Le daban caldo y pescado; comohabía mucha gente, Volvoreta tenía quecompartir su cama con una moza deNarahío que estaba también sin empleo.No lo pasaba mal; era gente muy buena.

Sergio oía, malhumorado. Lasituación de Federica no era fácil, y lasuya mucho peor aún. Se le descubrió,en un atisbo, la locura cometida; pero desu debilidad propia sacó fuerzas derebelión. Fue preciso que acallasetiránicamente sus meditaciones, porqueahora que había logrado su objeto,

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advertía que en la ausencia habíapoetizado con exceso a la novia, yaquella blusa desceñida y aquella tocade pelo de cabra, rota en algún punto, ylos viejos zapatos que asomaban bajo lasucia falda, le causaban cierto malestar.El reloj del Instituto dio una hora con eltoque apresurado de sus campanas.Volvoreta quiso tornar. Anunció élentonces:

—Mañana vendré a buscarte.—Bueno.—Pero… —vaciló un instante—

quiero que estés arreglada…, no comohoy…

—Estaré arreglada.

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Atravesaron la plaza sombría, y enel portal oscuro la besó. Entre elresplandor amarillento de la cocina seveían pasar unas sombras, y a vecesllegaba el estrépito de una tapadera demetal que caía sobre las losas. Comosintiese el ruido de las pisadas en elportal, salió la posadera y miró:

—¿Quién está ahí?Acercóse. Era una mujer gorda y

pequeña, de fuertes brazos desnudos.—¿Quién está ahí?—Estoy yo —contestó Volvoreta.Continuó la otra avanzando; curioseó

a Sergio muy de cerca para ver su caraen la penumbra. Dulcificó la voz:

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—Buenas noches…Y después, limpiándose las manos

con el mandil:—¿Es éste tu mozo?—Es, sí, señora.—Vaya…; por muchos años.Sergio sonrió y dio un gruñido,

saludando para marchar. Sin saber porqué, le había molestado aquella preguntay aquella respuesta. Y mientras sealejaba a buen paso, se dibujó en sumemoria el retrato al carbón del señorAbelenda, con su toga solemne y subirrete hexagonal.

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XIVAl día siguiente Volvoreta no fue

sola al paseo: acompañábala la moza deNarahío, recia, pequeñita, casicuadrada, picado por las viruelas elrostro y con reciente olor a los bueyesque cuidaba en los montes de su tierra.Sergio tuvo un disgusto, y aun suplicó aFederica que influyese para que suamiga se quitase el mandil. Pero elmandil tenía un precioso entredós yformaba un lazo fastuoso sobre la grupade la moza, y ella se resistió tenazmentea despojarse de la prenda servil.Alumbrados por el brillante sol de la

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tarde, bajo las miradas de los vecinos,marcháronse los tres. Sergio,contrariado, yendo un paso más adelanteque las jóvenes, creyendo que todotranseúnte que por casualidad losmiraba seguía pensando: «¡Vean al deAbelenda con dos criadas, el muy…!»

Procuró conducirlas hacia lasafueras. Al morir el día, como se tratasede volver a la ciudad, pensó Sergio conrabia en su tránsito ante los ojos de lamultitud junto a la moza de Narahío ydecidió hacerlas entrar a merendar en unfigón que descubrió en los arrabales. Lamoza de Narahío pidió pasteles; no loshabía; entonces reclamó una lata de

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pimientos morrones: le gustaban muchoy tenía formada una alta idea de sudistinción. Los comió con pan y bebióuna botella de vino.

—La gaseosa —declaró,disculpándose— tira por el flato, y no lapuedo tomar.

Sergio casi no despegó los labiosdurante el paseo, ceñudamentepreocupado en la contemplación delridículo. Al despedirse recriminó aFederica:

—Otra vez, si no has de salir túsola, me avisas. A la moza de Narahía,que la pasee su padre.

¡Se había atrevido a darle la mano al

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despedirse: una mano sudorosa y dura!… Si no estuviese tan indignado, sehabría echado a reír.

Después, vagando él solo por lascalles, entre el hervidero de la avenida,bajo las cascadas de luz de los focos,mareado por el bullicio de la ciudad,Sergio se advirtió aislado,empequeñecido, falto de ayuda, y sintióla melancolía trepar por él. Le causótristeza, en ese momento, hasta que sumadre no hubiese ordenado su captura…A nadie importaba; nadie le recordaba.¿Qué hacer ahora en la ciudad,desconocido, inservible, aislado?…Había traído de la Gándara veinte

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pesetas, todos sus caudales; aquellatarde había gastado dos. Como en lafonda le cobraban diez reales diarios,tenía apenas dinero para vivir unasemana. Después, tendría que claudicar,volver a cerrar su maleta y desandar lascuatro leguas. ¡Qué grotesca entrada lasuya en la finca!… Llegó a pensar quesu madre no querría recibirle. Pero él novolvería así. Primero —lo pensó conlágrimas en los ojos—, primeroembarcaba de polizón en untransatlántico, como había hecho el hijode Miñoca, y se iba a América.

Poco a poco la animación de laavenida le separó de sus meditaciones.

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Encontró un placer en mezclarse entrelos grupos, en aspirar el olor a flores delas mujeres que pasaban, en ver cómo lacaja, llena de luz, de un tranvía, seacercaba o marchaba con destelloslívidos de vez en vez entre sus ruedas oen el trole; en admirar la extensiónpulimentada de asfalto, donde la luz delos focos tenía un suave reflejo; endejarse absorber por la compacta masahumana que iba y venía por la calleReal, brillante como una ascua entre losresplandores que cruzaban losescaparates de acera a acera.

Inesperadamente, una mano se posóen su hombro. Se volvió. Los ojos

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pequeños y vivos de Amaro Rodeiro lemiraban severamente, casi al través delos grandes bigotes.

—¿Qué haces tú aquí?Sergio tuvo un sobresalto:—Nada.—Ven conmigo.Siguieron una calle transversal y se

detuvieron cerca de los maleconespenumbrosos en que el mar chapoteaba.

—A ver: ¿cómo fue eso?Pero el joven había recobrado su

entereza. Adivinó en Rodeiro unenviado de su madre. Replicó:

—¡Cómo había de ser!… Que soy unhombre ya, e hice lo que debía.

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Quiso verter un capítulo de quejas,pero no encontró qué decir. Embrollóseen puerilidades. Rodeiro interrumpióentonces:

—Todo eso es una estupidez. Espreciso que pidas perdón a tu gente. Lomalo es —se retorcía el bigote,preocupado—, lo malo es que tu madreni quiere ni oírte. Está furiosa contra ti.

Y luego, como si hablase consigomismo:

—Y no hay para tanto, ¡qué diantre!… La moza lo vale, ¿eh?… Yo, en tucaso…, no sé…

Sergio declaró, envalentonado:—No volveré a la Gándara. Si

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ustedes me llevan, escaparé otra vez.Me iré a América.

—Tú no eres más que un majadero.¡América!… ¿Qué ibas a hacer enAmérica, desdichado?

Sergio no sabía qué hacer enAmérica, y calló. Más sumiso, fuecontando dónde se albergaba y cuántodinero tenía. Rodeiro le preguntabasecamente. Al fin, le despidió:

—Ya veremos lo que puedo hacer,mientras no se dulcifica tu madre.Quiere que la vida te dé una lección, yhace bien. Pero no es cosa de dejar quete mueras de hambre. Ven a verme todoslos días. A la una y media salgo del

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despacho. Espérame a esa hora.¡Valiente lío has venido a armar tú!…

Y se marchó con un gesto dedisgusto. Abelenda fue, en lo sucesivo, aesperarle a la puerta del viejo caseróndonde funcionaban las oficinas deHacienda. Al tercer día le dijo Rodeiro:

—Tu madre no quiere saber de ti, yle sobra razón. Tengo seis duros, que temanda tu hermana; pero no te los doy;pudiera ocurrir que los gastases entonterías. Serán para la dueña de lafonda.

La suerte del joven le preocupaba.Gruñía delante de él, frecuentemente:

—¡Si pudiese encontrar para ti algún

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destino…! Pero está tan mal esto…Sin embargo, antes que la semana

transcurriese pudo brindarle unaocupación. Fueron juntos a visitar aRosales, y Rodeiro presentó a suprotegido.

—Aquí está el cristiano de quien tehablé: un mozo despierto, que ha dedejarme quedar bien.

Rosales le miró apenas:—Créame, Rodeiro: le admito por

ser usted el recomendante; pero noestamos en condiciones de haceraumentos en la nómina. Aquello nomarcha todo lo bien que debiera. Lagente es así: se pasa la vida clamando

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por alguien que la defienda, y cuandosurge un Quijote, le vuelve la espalda.Este es un país muerto, querido; no haysalvación. Si no fuese por loscompromisos que uno ha aceptadolocalmente, yo me habría retirado ya ami casita y mandado a paseo a todo elmundo…

Rodeiro ponderó:—De este muchacho no tendrá usted

quejas que darme.El periodista se detuvo en sus

paseos por el gabinete:—¿Trabajó ya en otros sitios?—No; no ha trabajado; la verdad…—¡Mejor, caray! Prefiero gente

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nueva; así la forjo a mi gusto. En cuantovienen de hacer una gacetilla encualquier papelucho, no hay quien losaguante. Bien; pues que vaya mañanapor la Redacción, a las cinco, ycharlaremos.

Al salir, Sergio oyó, estupefacto:—Ya lo sabes: mañana, a las cinco,

en la Redacción de El Avance. Hete aquíhecho un periodista.

Y ante el susto del joven, Rodeirorio de buena gana:

—No hay otra cosa, chico; aúntenemos que bendecir nuestra suerte.¿Qué? ¿No te agrada eso?

Sí, le agradaba; pero sentía un gran

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temor; asustábale el exceso de prestigiodel cargo y el misterio que sospechabaél tras la palabra «periódico». Rodeirole tranquilizó; ya se iría enterando; lalabor de él no podía ser más fácil:recorrer los centros oficiales en buscade noticias que ni aun tendría queredactar. Poco trabajo. Verdad era quetambién daban poco dinero: diez duros.El resto hasta reunir lo preciso para lafonda, se lo daría el propio Rodeiro,mientras no se ablandase doña Rosa. ¡Yqué diablo!…, entrar así, en unperiódico, no era cosa baladí, ni muchomenos. El periodismo es una escala…,siendo avisado… Podía citar él

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centenares de personas que habíanconseguido altos puestos, hasta lacelebridad, escribiendo para la Prensa.Todo consistía en saber manejarse.Sergio era joven, no era tonto…; podíahacerse un porvenir.

—Yo creo que tu madre se pondrámuy contenta.

Veinticuatro horas después, SergioAbelenda era gacetillero de El Avance yocupaba un puesto en la larga mesacomún.

El Avance era redactado casi todo éldurante la noche. A las diez en punto donAgustín Rosales entraba en su despacho,y poco después sonaba imperioso el

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timbre en demanda de café. Don Agustínno escribía nunca; pero ingeríapasmosas cantidades de café para tenerdespierta la inspiración en caso preciso.Su principal labor era poner títulos yapostillas a los trabajos de susredactores. Un telegrama, por ejemplo,en que se reproducían las declaracionesde un ministro, lo encabezaba con esteepígrafe: «Palabras, palabras ypalabras…» Si era una simple noticialocal, en la que se contaba cómo unmarinero borracho había golpeado a sumujer, don Agustín, tras leerla conescrúpulo meditativo, trazaba debajosumariamente: «¡Lástima de cárcel!…»

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A veces era aún más compendioso.Escribía: «¡Bestia!…» Los lectores deEl Avance sabían encontrar la sabiamano de Rosales en estas filigranas, y laadmiración hacia el terrible polemistacrecía.

Dos eran los redactores delperiódico: Muñiz, que era el literato dela casa, y Prego, que escudriñabadurante el día los periódicos de laregión y por la noche se encorvabasobre los telegramas, siempre mustio,siempre callado, con las solapas sucias,con los ojos enrojecidos… Era unrepublicano de corazón; había hechopromesa de andar de luto hasta que

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volviese el régimen de la democracia, ylas pocas veces que dejaba oír su vozera para hacer citas de Nakens y deAlfredo Calderón; su espíritu no podíasoltar esas muletas. Despreciaba aMuñiz por fútil y culpaba a Rosales decomedimiento. No había escrito más queun solo artículo, titulado «¡A la lucha!»,en el que excitaba a los hombres deideas avanzadas a una actuaciónviolenta; ofrecíase a morir el primero enlas barricadas y opinaba que «erapreciso correr si no se quería llegartarde», porque a él le constaba queEspaña hallábase agonizante, bajo latiranía y la concupiscencia. De este

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artículo nadie le habló jamás, y suamargura se acrecentó desde entonces,inconfesadamente.

Muñiz simpatizó en seguida conSergio. Muñiz firmaba con el galanoseudónimo Juan del Lirio. Sergio, alenterarse, se admiró: ¿era Muñiz Juandel Lirio?… Él había visto esa firmamuchas veces y admirado susdivagaciones preciosistas, y hete aquíque este joven, vestido con afectación,grueso y con los ojos abultados, eraauténticamente Juan del Lirio… ¡Quiéniba a suponer!… Muñiz le envolvió ensu protección. En su primera charlaaseguró que él era, positivamente, el

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escritor regional que con más lectorescontaba. Después, ya puesto en elcamino de las confidencias, no tuvorecelo en afirmar que su sentimentalidadle daba un gran partido entre lasmujeres.

—Y, mire usted, debe de ser mi sino:todas me tocan histéricas. Cada amormío es una novela de refinamientos y deexaltaciones. Figúrese: ellas histéricas yyo histérico también.

—¡Ah! —balbució Sergio, sincomprender, en tono de condolencia anteel mal—. ¿Usted también es histérico?

—Histérico, sí —agregó,resignadamente, Muñiz.

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Continuó. Ahora estaba enrelaciones con una estupenda mujer quetocaba el piano vestida con una bata deencaje y con lazos azules en los muslos.A lo mejor interrumpía la ejecución,vertiendo lágrimas, y se abrazaba a él,pidiendo que le jurase que moriríanjuntos.

—Ya ve usted: esto es terrible.Pero tenía otras dos… Era para no

acabar la historia.—Y luego, como yo soy así…, tan

pasional… ¿Vio usted ese cuadro quehay en la Dirección: una matrona quesimboliza la República? ¿No se fijóusted en que tiene un pecho desnudo?…

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Pues yo, amigo mío, no puedo mirarpara ella apaciblemente. Y a le hepedido a don Agustín que lo manderepintar para ocultarlo…

A la una de la noche Muñiz semarchó con el director. Sergio, sentadoen su silla, después de leer todos losperiódicos que se amontonaban en lamesa, comenzó a sentir sueño. LaRedacción estaba en un silencioprofundo; rasgueaba incansablemente lapluma del triste autor de «¡A la lucha!»Llegó la canción de un borracho,Después, toda la casa se llenó del ruidode las máquinas que comenzaban a tirarlas primeras planas del periódico. Y

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aquel ruido, constante e igual, un pocoamortiguado por los tabiques, acunó aSergio y lo durmió.

Pero despertó al sentirse sacudido.Prego le miraba fríamente con susojillos rojos.

—Dé una vuelta por ahí antes quecerremos, a ver si ha ocurrido algo.

El joven se levantó, ruboroso por sufalta:

—¿Qué debo hacer?—Vaya a la Delegación de Policía.

Todas las noches es preciso hacer eso alas dos.

Envolvióse Sergio en su gabán ysalió. Una fuerte ráfaga le abofeteó en la

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puerta. La calle estaba en una completaoscuridad; cuando los calendariosanunciaban plenilunio, y aun en losprimeros días de cuarto menguante, elMunicipio apagaba las luces después demedianoche. Pero la luna se habíapuesto ya o los nubarrones la ocultaban;y así, la calle estaba sumida en unanegrura amedrentante. Sergio,sobrecogido, se arrimó a una jamba.Llovía misteriosamente entre lassombras, y en todos los alambressilbaba el viento con angustiososquejidos. En una y en otra acera, lasazules llamitas de gas de los faroles, nototalmente extinguidas, temblaban tan

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sutiles y tan tenues, que parecían ir adormir. Y eran como fuegos fatuos quefuesen en procesión entre la noche… Elrumor del mar agitado se advertía entoda la ciudad, y el viento parecía traerel olor y humedad de aquellas olas, quesu misma furia hacía estallar contra losmalecones, en una explosión deespuma… Sergio sintió miedo; miedo alo sobrenatural que podía existircabalgando en las rachas, o agazapadoen las tinieblas, o gimiendo en los hilostelefónicos; miedo también a lashistorias de perversidad que había oídoreferir acerca del pueblo en la pazaldeana: al ladrón audaz, al asesino

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siniestro, al vagabundo impío… Suponíaél una legión de malhechoresdeslizándose cautelosamente en lasombra propicia y asaltando con elpuñal en la mano aquellas casassilenciosas, como ocupadas pordifuntos, perdidas en penumbra…Esperó de un momento a otro oír, entreaullidos del temporal, el grito de agoníade una voz humana… Y se apretó máscontra la puerta;… no se atrevió amarchar. Esperó. El agua de la lluviacorría por su rostro; el miedo le sujetó,empujándole hacia el quicio con sumano fuerte y helada… Cuando pasaronveinte minutos, entró. Prego le interrogó

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fríamente:—¿Ocurre algo?—No.—Pues márchese.Sergio vaciló. Pudo encontrar una

disculpa con que encubrir su pánico:—Está lloviendo a mares.Se tendió en el largo diván, y el

constante y lejano runrún de lasmáquinas volvió a dormirle.

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XVAl anochecer solían verse los

enamorados. Atravesaban la ampliaplaza e iban hacia los andenes queorillaban el mar. Alzábase la ciudad enuna península, y a uno y otro lado lasaguas formaban dos senos: en el mayor ymás resguardado agolpábase todo eltráfico marítimo: grúas chirriantes,malecones ennegrecidos por el carbón,muelles laboriosamente asentados entrelas arenas, y sobre el mar las lucecitasde los grandes buques y el cabeceocontinuo de las lanchas, que, cuando semovían al impulso de los flexibles

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remos, eran como un enjambre demoscas de río, yendo y viniendo yentrecruzándose en la vastitud de labahía.

La ensenada que al lado opuesto dela ciudad abría su semicírculo rocoso,apenas tenía otra utilización que laveraniega de los baños. En las demásestaciones quedaba en el abandono y enla soledad. Desaparecían las alegresbanderas de los mástiles pintados;encerrábanse, desarmadas, las casetasde lona: el mar, hinchado por los vientosdel Noroeste, batía obstinadamente, unmes y otro mes, en los cantiles y en lamampostería del andén… Hoscos

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edificios —una fábrica, un convento,después las tapias de un solar, casitashumildes de mareantes— daban suespalda a las olas, que a veces escupíansobre ellos su espuma. Ni una luz, ni unaventana que dejase resbalar unresplandor hasta la arena. Y en la arena,a veces, una vieja barca cansada, quillaal sol, dejándose rellenar de estopa susgrietas y acariciar por las brochasalquitranadas, con la mismacomplacencia perezosa de un animalespulgado por el dueño.

Los novios caminaban por el andén.Al embocarlo, el enorme raudal del airelibre llegado de lo infinito, bravo aún,

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todo saturado de olor a mar, la ráfagainmensa que venía de silbar en los palosde un bergantín, de estorbar la marchade un transatlántico, de arrugar elOcéano en olas formidables, de guiarlasdespués, corriendo ante ellas y sobreellas hasta los cantiles y las playas, losenvolvía, los empujaba en prisa porentrar en la ciudad y asaltar las calles enun revuelo de papeles viejos y en unsusto repentino de las galerías, quetemblaban, y de las muestras, quecomenzaban a oscilar en el dintel de loscomercios. Después, el estruendo de lasolas que venían entre las tinieblas,desmoronadas ya por su choque contra

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los bajos, rodando sobre sí mismas,misteriosas, invisibles, en toda lalongitud de la playa… Este ruidoacompañábalos como una amenazacontinua. En un extremo del andén, cercade un bosquecillo de pinos jóvenes, sesentaban, y les parecía quedar aisladosde todo, en aquella sombra densa, bajola grave admonición del mar. A veces, elascua del cigarro de un carabinerovigilante los alarmaba en su refugioescondido. A veces, también, el rumorde los arbustos les hacía evocar lafronda de la Gándara o los bosquesplácidos de Dumbría. En un lejanopromontorio, en la boca de la ensenada,

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la linterna del faro parecía morir porinstantes. Temblaba su reflejo, como unaflecha de oro en el mar, y se veía ellargo brazo de luz ir recorriendolentamente los cuatro puntos cardinales.Cuando llegaba a ellos el fuerte hazluminoso se separaban cohibidos,instintivamente, como si fuesendescubiertos por un severo ojo vigilante,que desde un agujero abierto en el cielonegral hiciese la centinela de las malasacciones humanas en el desamparo delmar y en el desamparo de las sombrasterrenas.

Y este mismo vago temor lossobrecogía largo tiempo,

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deliciosamente; pasaban a veces siluetascalladas, otras parejas de enamoradosque se ocultaban en la noche y a las quesólo se advertía por el crujido de laarena en el andén; se veía la lucecitaremota de un barco cruzar, rayando lastinieblas… En ocasiones se alzaba laespuma de una ola cerca de ellos, comoun fantasma blanquecino, y caía despuéscon el son de una fuerte tela desgarrada.Entonces huían, entre amedrentados yrientes, como si hubiesen visto elOcéano asomar una mano robusta yávida sobre los malecones para llegarjunto a ellos, apresarlos y sumirlosdespués en su hervor.

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—¡Nos va a alcanzar!…Y corrían, cogidos de la mano, con

una angustia que era al mismo tiempoplacer… Y cuando las luces de una calleherían sus ojos, se admirabansecretamente de encontrarse ya en laciudad, tranquila junto a aquella furiacercana.

Las inquietudes de Sergio nodesaparecieron totalmente con supresencia en la capital: en más de unaocasión despertaban sus celos ciertasobservaciones que él agigantaba. Algunavez Volvoreta no estaba en casa alanochecer, y aparecía ya tarde,justificándose con la busca de

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ocupación. Pudo sorprenderla encoloquio con un sargento, y, por último,después de una labor de investigaciónque realizó para averiguar el origen deuna peineta de celuloide que apareció undía entre los rubios cabellos deFederica, logró saber que se la habíaregalado un mozo vecino con quien solíacharlar. Sergio se enfureció, y aundedujo de esa conducta de Volvoretaamargas máximas filosóficas acerca dela condición de las mujeres. Con ansiade batir al enemigo en su propio terreno,fue poco a poco comprando para ellaestupendas joyas en los comercios queposeían brillantes al boro y piedras

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americanas. El anillo de cobre que lucíaaún en la mano de la moza fue sustituidopor una intachable esmeralda de dospesetas; Federica tuvo, por el mismoprocedimiento, fastuosos pendientes deamatista, un pendentif de platino ybrillantes y un imperdible que figurabaun lagarto, con los ojos formados pordos rubíes. Total: nueve pesetas ycincuenta céntimos. Federica dababrincos de alegría ante cada nuevodespilfarro del novio, y los domingosiba como una india, toda llena decristales de colores engarzados en latón.Pero era feliz.

Una noche, en la cocina de la

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posada, se trató de ir a un baile. EraCarnaval, llovía, y Sergio había entradodespués de la repetida invitación de lahospedera. Un campesino, borracho deaguardiente, dormía sobre las losas conla chaqueta enrollada bajo el cráneo,teniendo aún pegada a los labios lanegruzca colilla. Dos mozas reciénllegadas a la ciudad, mustias ysilenciosas, contemplaban el fuegodesde un rincón, pensando quizá en sushogares de la montaña. La joven deNarahío mondaba ligeramente un montónde patatas y las dejaba caer en un baldede cinc. Propuso la posadera, ordenandolos leños bajo el trípode:

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—Lo que debíais hacer era ir albaile.

La moza de Narahío suspendió sulabor:

—También es verdad, señora. Puespor mí que no quede.

Volvoreta rio; las rapazas del rincónsiguieron mudas. Entonces la posaderacruzó sus manos sobre el vientredeforme:

—¡Válgame Dios, qué juventud ésta!…

Increpó a las del rincón:—¿No vos da vergüenza, soiniñas?

… ¿Qué vades vos a buscar a laAmérica, coitadas?… Quisiéralo

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saber… A vuestros años no había baileni romería donde yo no estuviese.

La de Narahío apartó el balde de sí,arrastrándolo con estrépito sobre laslosas.

—¡Vamos nosotras, porra!… ¿Quétenemos que ver con ellas?

Y se puso en pie como si ya fuese apartir para el baile. La posadera se echóa reír, haciendo temblar la blanda masade sus pechos. Idearon el disfraz yrequirieron a Volvoreta paraacompañarlas. La joven se negótibiamente, con cierta envidia hacia ladichosa independencia de las demás. Aldespedirse, aclaró Sergio:

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—Supongo que no te dejarásconvencer. ¿No irás al baile?

Y ella, con brusquedad deincomodada:

—¿No me has oído decir que no iré?…

Sin embargo, Sergio no pudodesechar la celosa inquietud. A las docese escapó del periódico y fue al baile.La luz de los focos parpadeaba sobre laspuertas del teatro; un hombre ebrio,disfrazado con un tieso y crujienteimpermeable de pescador, canturriabainmóvil, resignado a no poder separarsede la pared en que se había apoyado.Era aquel un baile público, en el que los

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arrabales volcaban sus legiones demozos inciviles, y la ciudad susmujerzuelas y sus jayanes. Una mezclade cargadores del muelle y de señoritosdevotos de la crápula fácil. En lospasillos se alineaban, detrás de suscestas, las vendedoras de naranjas y derefrescos gaseosos; una murga atronabatodo el ámbito. Pero los gritos, loszapatazos, los rugidos de lamuchedumbre, eran más poderosos queel estrépito musical. Sergio se detuvo enla entrada del patio, sobrecogido porcierto temor. Le parecía haberseasomado al infierno, tal y como donMiguel lo describía en los sermones de

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la misa dominguera. Cada ser humanoera un energúmeno; cada boca, un grito;cada brazo, un aspa; y en todos losrostros había llamaradas del incendiodel alcohol. A veces un grupo de gentese extendía como una cadena, trabadapor los brazos —cincuenta, sesentalocos—, y brincaba desaforadamentesobre el tablado, haciéndolo cimbrear,con: un ruido como si todo el teatro sederrumbase. En los palcos se habíanguarecido mujeres que llevaban unmantón de Manila o un traje escotado; laturba que llenaba el salón lucíadisfraces de una arbitrariedadnauseabunda; algunos eran,

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sencillamente, colchas llenas delamparones; otros, ajados trajes decampesinos; otros, capuchonesdesgarrados, que aún conservaban ellodo por donde los había arrastrado lamáscara que lo alquilara en la fiestaanterior; ciertos bailarines se habíancontentado con ponerse la americanacon los forros hacia fuera; en muchascaras, el hollín había sustituido a lacareta, y entre la negrura abrillantadapor el sudor, los ojos y los dienteslucían una aguda ferocidad. Y todoestaba envuelto en una niebla de polvo yde humo y de vaho vinoso de dos milbocas, que atenuaba la luz de las

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lámparas; y olía a vómito y a sudoragrio de cuerpos sucios, y a la miseriaque aquellas gentes dejaban en suschozas de los arrabales y en sus casitasdel barrio de pescadores, y a lasesencias baratas del tocador de lasmujerzuelas…

Sergio pensó en marchar, pero sesobrepuso su ansia. Cuando pisó elsalón rompía a tocar la murga, y se viorepentinamente envuelto en el ir y veniratropellado de las parejas. Fueempujado, prensado, pisoteado: lepareció que iba a ahogarse e intentósalir; pero lo rechazaron hacia el centrodel patio, y allí quedó un poco más en

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calma.Entonces se dedicó a escrutar las

mujeres. Vio pasar a la posadera con unsolo trozo de antifaz sobre la caraenvejecida, imponente con la dobleampulosidad de sus carnes y de unasábana flotante; llevaba en las manos unsoplillo de mimbres, se abanicaba conél, a la vez que se dejaba remolcar, alcompás de una danza, por un hombremacilento, huesoso, que clavaba losdedos engarabitados en la espalda de laposadera y dejaba caer el cráneo casisobre el suculento cogote de suconquista, en una traza que podía ser delujuria o de hambre avivada por tanta y

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tan próxima carnosidad.En una joven que entrevió bailando

con alguien que llevaba un disfraz delabriego creyó descubrir a Volvoreta: lamisma estatura, el mismo pelo del colorde la miel… Luchando a codazos entreel gentío, intentó seguirla. Se extravió;injurió a un marinero que le habíaaplastado un pie; enredó los botones dela americana en el fleco de un mantón…Quiso volver al centro del patio, y nopudo lograrlo. Cuando cesó la música,lanzóse en descubrimiento de la máscarasospechosa. La encontró entre untumulto; el labriego se la había echado ala espalda, como quien carga un saco, y

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daba torpes brincos. La mujer agitabalas piernas en el aire, chillando yriendo. Al fin, logró desprenderse. En laparte que la careta dejaba ver el rostrodel rufián, entre la barba, sin rasurar,corría el sudor en gotas. Sergio, ceñudo,contempló a la muchacha; no eraFederica; más gruesa, más alta, con unavoz chillona… No era…

Y corrió detrás de todos los cabellosrubios y de todos los cuerpos de talleanálogo al de la novia. Veinte veces lepareció divisarla y otras tantas seconvenció de su error. Subió losdiversos pisos del teatro. En lospasillos, ocupados por mesas, se cenaba

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bulliciosamente, Arriba, ya en loscorredores que llevaban al paraíso,había apenas doce o quince parejasmisteriosas. Ellos, hombres casados ojóvenes enemigos de la turbamulta;ellas, tal vez, criadas recatadas,modistas aventureras o entretenidasinfieles. Cuando alguien subía hasta elcorredor, había una misma actitud dedisgusto y de azoramiento en las parejas;se cuchicheaba; las caretas no seseparaban ni un instante de la faz… Losdisfraces eran igualmente meticulosos:viudas, dominós, una doncella, unaColombina con medias de lana roja ypeluca de color canario…

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Muñiz pasó con una mujer hinchada,monstruosa, que se balanceaba bajo sucapuchón al andar, como si fuese unglobo pleno de hidrógeno que estuviesea punto de desprenderse del suelo. Elperiodista la abandonó un momento paraacercarse a su amigo:

—¿Va a ir al diario? No diga que mevio, ¿sabe?

Después, bajando la voz:—Es una mujer estupenda, ¿eh?…

Fíjese qué pechos.—¿Histérica también?—¡Al amigo!… Perdidamente… ¡La

peor, la peor!… Ya se lo contarémañana.

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Y huyó a brinquitos. Sergio no leenvidió. Le había parecido una ancianala amiga de su compañero. Cuandoquiso comprobarlo, otra máscara levolvió a su obsesión primera. Ahora setrataba de una viuda, que al pasar habíaclavado en él sus ojos verdes. Estapodía ser…, seguramente era… Hastajuraría Sergio que advirtió en ella unmovimiento de sorpresa, y que le habíavisto apretar más fuerte el brazo de sugalán. Les cortó el paso y la miró conansia. Ella, entonces, sujetó con la manoenguantada la barbilla del antifaz.Descendieron las escaleras. En el pisoinferior los distanció el gentío. Aún

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pudo ver la cabeza del acompañante dela máscara sobresalir entre un grupo.Luego los buscó inútilmente. Subió,bajó, se internó en el salón, escrutó enlos palcos, persiguió a otras mujeresvestidas de negro… Nada vio… Lamoza de Narahío, sin careta, pequeña yredonda, encendida con el buen colormontañés, bailaba una jota sin músicaentre las cestas de frutas, en eldesenfreno de la dinámica. Abelenda lallamó:

—¿Viste a Federica?—No —respondió ella, limpiándose

el copioso sudor.—Di la verdad: ¿vino Federica?

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—No. Págueme una naranja.—Mira —amenazó Sergio con toda

la rabia acumulada aquella noche—:como yo descubra que ha venidoFederica, a la posadera y a ti os pateocomo a odres. Ya lo sabes.

Y se dirigió a la puerta paramarchar. La de Narahío quedó unmomento confusa; pero después corriótras él, indignada:

—Oiga… ¿A quién va a patearusted, señorito esfamiado?… ¡Atrévase,que me basto yo sola para escorrentarlo!… ¡Lampantín!…

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XVIDon Agustín le confió cierta vez a

Rodeiro, con aire de honda melancolía,su mala impresión acerca del futuro deAbelenda en el periodismo. Tenía doscapitales defectos: la falta de instintoreporteril y una gran timidez. En loscentros oficiales se burlaban de él,dándole noticias absurdas; desconocíaen absoluto todo cuanto pudierarelacionarse con la política; lasreferencias que llevaba al periódicoeran siempre vagas y deficientes.

—Y es una pena, ¿sabe?, porque elmuchacho no es tonto.

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Y cuando Amaro refirió a Sergio eldescontento del director, el joven nopudo justificarse. Sin duda, no habíanacido para hacer gacetillas. Jamáspodría decidirse, por ejemplo, amolestar a un señor afligido por unincendio en su casa, para interrogarle,ante la hoguera desoladora, acerca decuanto importaba el seguro y cuál era laedad de la vieja que se habíaachicharrado en las guardillas. Lainoportunidad del cuestionario se lerevelaba tan vivamente, que volvía a laRedacción sin las notas. Podría ser«falta de instinto reporteril», comoafirmaba Rosales, y era, desde luego;

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timidez, la timidez que en las ciudadescohíbe a las gentes del campo. Estoconstituía para él, frecuentemente,motivo de conturbación. Uno de losfracasos a que su cortedad le arrastrabahabía ocurrido unos días antes en el caféParís. Un domingo, cierto compañerosuyo del bachillerato le habíadescubierto, entre grandesponderaciones, a una bailarina quetrabajaba en el tal café. Fraguaron unaaventura.

—Tú —insinuó el amigo—, con tucarácter de periodista…, ¡figúrate!…

Y tomaron asiento en una mesadespués de convencerse de que sumaban

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seis reales la monedas de cobre queguardaban en sus bolsillos.

La bailarina se llama Lulú. Lulú eraun nombre típico, ligero, de frivolidad,representativo de una época. Cuandoqueráis penetrar en el espíritu de unsiglo, averiguad qué nombres llevabanlas mujeres que vivían en él. En lasedades heroicas se llamabanBrunequilda, Fredegunda…, palabrasfragosas y recias. Cuando elromanticismo paseaba por los senderosla pluma enhiesta de los trovadores,había Isaura y Graziella… La época demisticismo bautizó a muchas Diosdada yLuzdivina. Este siglo comenzó creando a

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Lulú, y a Fifí y a Frufrú; lo sutil y lotrivial, la bagatela aterciopelada.

Esta Lulú presentábase embutida enun trajecito de hombre. Tenía en los ojososcuros una mirada pecadora, y la cortamelena le envolvía el rostro en algúnrápido giro del cuerpo sobre sus pies deniña. Sergio asistió a esta revelacióndeslumbradora con el mismo internocosquilleo de quien vende el alma aldiablo o del que da el primer mordiscoen la fruta del árbol del Bien y del Mal.Tomaban los dos amigos el deplorablecafé entre un cabo de Artillería, quefumaba un cigarro hediondo, y uncochero de punto, que escupía en el

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mármol de la mesa. A veces, el caboapartaba el puro de la boca para gritar:«¡Olé!», con el mismo tono con quepodría decir: «¡Marchen!» Y entonces,el cochero, transportado de La Coruña aTriana, se decidía a vociferar:

—¡Tu mare!…¡Oh! Sergio y su amigo hubiesen

dado sus títulos de bachillerato porpoder gritar como aquel cabo o comoaquel cochero pervertido. Pero el mozodel café, próximo a ellos, con su negrotraje y su pelo brillador partidopulcramente, les inspiraba un respetotemeroso… Por fin se decidieron aacompañar con los tacones bajo la mesa.

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Y cuando el camarero los miraba, alacaso, se aquietaban, como cuando losmiraba en clase el profesor de latín.

Terminado el baile, la mocita saltódel tablado. Fue y vino entre las mesas.El cabo le gritó al pasar su «¡olé!»imperativo. La pequeña Lulú se detuvoentonces, ocultas las manos en losbolsillos de su chaqueta:

—¿Convida usted?El cabo expuso bruscamente su

opinión de que debía convidarla sumadre. Ella hizo un mohín. Miródespués a los dos amigos con su oscuromirar malicioso, y preguntó, sonriente:

—¿Convidáis?

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Enrojecieron: sonrieron también,pero con esa sonrisa de los azarados,que sólo dilata un extremo de la boca.Al fin el camarada de Sergio balbució:

—¡Si a usted le gusta el café…!Mas el cochero agarró a la bailarina

por un brazo y la hizo sentar junto a él.—¡A ver, mozo!…En la calle detuviéronse los amigos

desesperados:—¡Mira que si llegamos a tener dos

reales más, nada más que dos reales, losuficiente para haber quedado bien…!

La consecuencia de su apocamientoproporcionaba al joven agudossobresaltos. Casi todos los días, sobre

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su carpeta, el implacable don Agustínacumulaba, marcados con lápiz rojo, losrecortes de los otros periódicos quecontenían relatos de sucesos de los queAbelenda no había tenido ni lasospecha. Esto le producía una constanteinquietud. Singularmente Boado, elreportero de La Independencia, unjoven diminuto, activísimo, conocedorde todas las gentes y por todas las gentesconocido, conmovía sus nervios con susola presencia. Cuando Sergio le veíapasar con su paso rápido y menudo,haciendo girar el bastón en grandescírculos, se advertía presa de laangustia.

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¡Gran Dios! ¿Qué noticiatrascendental había adivinado aquelhombrecillo de azogue? ¿Adóndecaminaba? ¿En busca de qué sucesorecóndito?… Sergio concluía porseguirle cautelosamente. De buena ganale hubiese acometido muchas veces paraarrebatarle las cuartillas en que le veíatrazar rápidas anotaciones. ¡Y cómoenvidiaba aquel desenfado con que elrival charlaba con el capitán general, yaquella sencillez con que detenía algobernador en la calle, y aquellaaudacia con que, en la visita hecha porun príncipe a la ciudad, le vio subirse auno de los automóviles del séquito!…

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¡Oh, Boado era su pesadilla constante!… Deseaba arrodillarse ante él con lasmanos juntas y suplicar, gemebundo yrendido:

—¡Boado, por Dios, no corra ustedpor las calles, no dé vueltas nerviosas albastón, no tome notas en sus cuartillas,no tutee al inspector de Policía, Boado!

Un día presentáronle en el café a unperiodista madrileño que había hecho ellargo viaje para servir a su diario unainterview con Manazas, un afamadísimotorero que debía desembarcar, deregreso de América en la ciudad. Elrecién llegado estaba radiante, porqueera el único revistero de la corte que iba

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a tener el honor de hablar a Vicente —élllamaba al diestro por su nombre de pila— al pisar tierra española. Comunicó aAbelenda noticias del entusiasmo que el«fenómeno» despertaba en Madrid.

—Es una locura. Mire usted: en uncine se exhibió una película de ciertafaena de Vicente en México. Antesaparecía Vicente de paisano, en un café,y hacía así, saludaba y se quitaba elsombrero, sonriente. Bueno, pues… fueun delirio. El público del cine aplaudíay vitoreaba… Fuera había empellonespor entrar… Y es que vale mucho,¡mucho!… Ese hombre, si no fuesedemasiado modesto…

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Y preguntó, de pronto:—Aquí se le dará un banquete, ¿no?Sergio tuvo que responder, con

cierta pena:—No.—Bien; pero irán comisiones o algo

así, ¿eh?…Repitió, ya avergonzado:—No.—Pero —clamó, sorprendido y

colérico, el colega— ¿no se hará nada?…

Y Sergio, ya francamenteconsternado:

—¡Nada; ni aun se sabe que va allegar; ni aun importa que llegue!

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Se miraron con desolación.Abelenda creyó su deber bajar la vistahumildemente.

Meditando después en su ansia demerecer alguna alabanza de Rosales,decidió Sergio que había llegado laocasión de lucimiento y se resolvió a lainterview con el coloso de latauromaquia. Cuando fue divisado eltransatlántico, casi de noche ya,embarcó con el periodista madrileño enla lancha de vapor, donde ya seacumulaban varias personas: loscarabineros, los consignatarios, algúnmozo de hotel. El joven indagóanhelosamente y no vio a Boado. Le dio

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un brinquito de júbilo el corazón. Poresta vez, él le «pisaría» un suceso deimportancia al terrible rival…Trepidaba la lancha, avanzando. Casi enla boca de la bahía se detuvo a esperaral monstruo, que mostraba a lo lejos lasfilas de sus luces. De noche ya; con unaneblina ligera; velada la luna.

Pasó un vapor de pesca, mirándoloscon su ojo verde y su ojo bermejo. Unfrío húmedo entumecía a los queesperaban. El transatlántico seguíaaproximándose lentamente. Fondeó alfin. Acercóse la lancha. En lo alto de laescalerilla, los ojos atónitos de Sergiodescubrieron la figura desmedrada e

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inquieta de Boado, que había ido abordo con el personal de Sanidad, antesque nadie.

—¿Y Vicente? —gritó, ya en lacubierta, el revistero cortesano—.¿Dónde está Vicente?

Vicente estaba allí, envuelto en ungabán, calada la gorra de viaje. Lecercaron. Atisbando entre el colega deMadrid y el rival de La Independencia,Sergio pudo ver el largo rostro y lascejas pobladas y la nariz abundante y losabultados labios del ídolo. El ídolocontó que el viaje había sido bueno, queel día de su beneficio le había dado untoro un puntazo y que estaba ansioso de

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pisar tierra firme. Pero esta últimadeclaración confidencial fueinterrumpida por el madrileño; elmadrileño quería saber detalles delpuntazo. El diestro explicó:

—Fue al capear el cuarto. Lo quisepasar por delante y se pasó por detrás…Entonces amparé el golpe con una mano.Perdí dos domingos.

Aquello era muy confuso paraAbelenda… El fotógrafo llevado abordo por el revistero intervino paradisponer la pose del Manazas. Elhombre de la corte se apresuró acolocarse junto al torero, y aun apoyóuna mano en su hombro, con un aire de

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familiaridad llamado a suscitar laenvidia de media España. Surgió elfogonazo del magnesio. Luegomarcháronse todos, deslumbrados,tropezando en los baúles y las sillasdesparramadas sobre cubierta.

En el fumoir del buque, mientras elcoloso tomaba café, Sergio, que le habíaseguido y que palpitaba de emoción enaquel vis-à-vis ambicionado, seesforzaba por ordenar en su ánimo laspreguntas que debía dirigirle. Meditabaen que las ocasiones de hablar con unhombre notable son pocas y es precisoexprimirlas. Por algo la Prensamadrileña hacía viajar a sus redactores,

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y los fotógrafos derrochaban elmagnesio, y el público se batía en lacorte a la puerta de un cine para verproyectar aquella faz tosca, como hechaa puñetazos, y admirar en ella unasonrisa de la enorme boca de labioscallosos. Sergio sospechaba que teníaante sí la interview sensacional con queenloquecer a los mil setecientos noventalectores de El Avance. Pero noacertaba… Preguntó una vez, con el tonode quien pregunta por la familia de suinterlocutor:

—¿Y los toros?—Bien… Unos, buenos; otros,

malos… De todo.

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Abelenda sonrió, como si estadeclaración le desentrañase un misterio.Intentó el aspecto internacional:

—¿Cómo andan las cosas enMéxico?

El Manazas encendió un cigarro,puso la caja de cerillas sobre la mesa yel puro sobre la caja. Después revolvióel azúcar en el vaso. Murmuró:

—¡Muy mal, muy mal!… ¡Aquellarevolución, amigo…!

Y se consagró a beber el café.Sergio le vio alargar los labios, en lasucción, como si quisiese llegar alfondo, y miró luego cómo la prominentenuez del torero se agitaba en la garganta,

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en un subir y bajar, con un ruidillo decontentamiento. El Manazas dijodespués:

—El día que llegamos a La Habanahicieron volar los restos del Maine.

Sergio se animó.—Se puede hablar de su emoción al

ver cómo desaparecían esos penososrecuerdos, ¿eh?

Y el Manazas, recapacitando,concedió:

—Bueno.Abrióse otra pausa. Sergio mordía el

lápiz, interiormente desesperado por nosaber hacia qué asunto dirigir susinquisiciones. Iba a abrir la boca para

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preguntar al ídolo qué color prefería ycuál era su autor predilecto, cuandoVicente se levantó. ¡Diablo!… Ahorarecordaba que debía afeitarse. Desdeotra mesa, donde apuraba un cock-tail elrevistero madrileño, temeroso desepararse del Manazas, gritó:

—¿Adónde va el astro?Y cuando el astro explicó, movió el

revistero la cabeza y lo vio marchar conmirada cariñosa.

«¡Oh —se leía en su mirar—, conqué estremecimiento de veneracióntocará el peluquero de a bordo esacoleta!… Con qué voz respetuosa ytemblona detendrá un momento la navaja

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para preguntar: “¿Lastima,maestro?”…»

Las cuartillas en que Abelendaconsignó, tras grandes sudores, lainterview con Manazas, no tuvieronéxito. Rosales las rasgó, desdeñoso:

—Esto no importa a nadie aquí.Haga sólo una gacetilla.

Y aún tuvo una crueldad. Al pie delas tres líneas en que se daba cuenta delregreso del astro puso el notablepolemista uno de los rotundoscomentarios lacónicos: «¡Bien pudoquedarse!» Sergio, desolado, pensó enque si alguna vez llegaba a encontrarsecon el Manazas, era hombre muerto.

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XVIICon una alegría que se vislumbraba

al través de aquella apacibilidadconstante, Volvoreta le anunció, mientraspaseaban por los andenes, cerca delOcéano amansado ya, dormido en ladulzura de las primeras nochesprimaverales:

—Mañana entraré a servir en casade los Acevedos.

Refirió muy prolijamente laspreguntas que le había hecho la señora,el aspecto del comedor, con susbandejas de plata por las paredes; elsusto que había sentido ante un terrible

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perrazo que vio en el vestíbulo, y queresultó ser de cartón piedra… Toda lacasa era señorial. La habían admitidopara «doncella» de la señorita Luisa yafirmaba ahora que no podía haberencontrado una ocupación mejor en todoel pueblo.

Callaba el joven, oyéndola,internamente roído por aquella celosaprevención contra el bajo oficio de lanovia. Inquirió, al fin, malhumorado:

—Y ahora, ¿cómo hemos de hacer?Federica no podía aún decírselo.

Era necesario esperar, conocer lascostumbres de la casa, saber los días enque habían de permitirle salir.

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—Tú, escríbeme.Sergio no escribió. Espiaba la

puerta de los Acevedos, y podía veralguna vez a su amada, vestida de nuevode pies a cabeza, airosa, gentil,notoriamente satisfecha al lado de lalujosa Luisa. Cuando, inopinadamente,se cruzaban, Sergio solía saludar con unrendimiento cortés, al que la señoritacontestaba apenas con un levemovimiento de sus ojos más que de sucabeza. Federica mirábale rápidamente,y nada más. El primer domingo, Sergiohubo de soportar el copioso relato detodas las costumbres y peculiaridadesde la casa, y la referencia minuciosa de

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un viaje que Volvoreta había hecho en elautomóvil, al lado del chofer, desde lacalle donde vivían hasta la cochera, queestaba doscientos metros más allá. Ytodo con una hiperbólica alabanza: laseñora, un alma de Dios que se deteníamuchas veces a charlar con ella; laseñorita, un ángel, que ya le habíaregalado un montón de puntillas y ropablanca casi sin usar; ¡como tenían lamisma estatura…! Ropas de hilo,finísimas… Precisamente llevabapuestos unos pantalones que… en suvida había soñado.

En los días de la segunda semana,Sergio advirtió que Luisa no contestaba

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ya, ni con los ojos, a su saludo.Volvoreta, en cambio, se permitíasonreír para él y aun murmuraba unadiós sin el antiguo recato. El nuevodomingo llegó, y mientras el jovenpaseaba en espera de la salida de lamoza, como alzase los ojos a losbalcones, vio a la señora de Acevedo,que le hizo amablemente la insinuaciónde subir varias veces repetida, porqueSergio, entre receloso y admirado, noobedeció a las primeras indicaciones.

Mientras ascendía por la escalera,pensaba él que quizá fuese llamado parahacerse oír una reprensión por susamores con Federica. Pero, ya en el

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comedor, ante el gesto sonriente y lamelosidad de la señora de Acevedo, seaminoraron sus temores. Sin embargo, lapresencia de Luisa, sentada con ciertoabandono junto al balcón, y también lade Volvoreta, endomingada ya, en pie,medio oculta tras una cortina, en unaactitud pudorosa, conservaron viva lainquietud de Abelenda.

La de Acevedo le observaba altravés de sus impertinentes de mango deconcha. Le interrogó con su voz atipladae insinuante, que repetía monótonamentelas palabras:

—Y usted es de allá, de la Gándara,¿no es eso?… ¿De una familia de la

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Gándara?…—Sí, señora; de la familia de

Abelenda…—¡Vaya, sí; ya sé: de la familia de

Abelenda!… ¿Y qué tal? ¿Bien? Sufamilia, ¿bien?

—Bien, sí, señora.Daba vueltas al sombrero. La mujer

no dejaba de observarle con unacuriosidad escrupulosa:

—Claro: la familia, bien…Naturalmente… Pues me alegro,hombre.

Conocíase que hablaba sin pensarsus frases. De pronto se volvió haciaLuisa para exclamar:

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—No comprendo por qué decías túque yo le conocía. En mi vida he visto aeste joven.

Luisa calló. Sergio, sin comprenderlo que ocurría explicó:

—He tenido el gusto de saludar austedes en casa de don Manuel de Souto.

La de Acevedo volvió a alzar losimpertinentes como si le fuesen precisospara mirar al pasado. Recordó, o fingiórecordar:

—Sí…, sí… La Cruz del Souto…En efecto… Muy bien.

Y sin transición, pero acentuandomás aún la empalagosa dulzura de suacento:

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—¿De modo que usted es el que estátan enamorado de Federica?

La inopinada pregunta y aquelponderativo adverbio con que aparecíaadmirativamente agigantada sucondición de amador, le hicieronenrojecer bruscamente. No se atrevió amirar a Volvoreta, que, turbada asímismo por el rubor, enrollaba la cortinaentre sus manos casi hasta hacer de ellauna cuerda. La señora continuó:

—Ya me dijo ella que usted tienemuy buenos propósitos y que piensacasarse en seguida… ¿Cuándo piensausted casarse?…

Las mejillas de Sergio se pusieron al

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rojo cereza. Sentía sobre él un enormeridículo, y aquel desdén con que Luisacontinuaba mirando a la calle le hacíamás daño que si se hubiese reído de él.Quiso negar, y dirigió una ojeada aVolvoreta, que continuaba retorciendo lacortina, sonrosada y riente, clavados enél los cándidos ojos color de mar. Lefaltó valor para desmentirla. Balbució:

—¿Casarnos?… Pues… no sé…Entonces la de Acevedo le dirigió un

discurso conmovedor para explicar suinjerencia. Ella era siempre como unamadre para la servidumbre de su casa.La bondad de su corazón se vertíaespecialmente sobre Federica, joven,

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hermosa y desamparada. Por ello habíaquerido conocer detalles del noviazgo,para impedirlo si llegaba a sospechar desu rectitud. Pero Sergio le agradaba, leparecía «un muchachito bien educado».(Al llegar a este punto se interrumpiópara advertir a Volvoreta que la cortinano podría soportar por más tiempoaquella tortura.) Exhortó al joven paraque se convenciese de que la verdaderariqueza está en el espíritu, y añadió que,aunque Federica no tuviese más que dosferrados de tierra en Dumbría, suscondiciones de mujer trabajadora,honrada y obediente hacían de ella unpartido ventajoso para un hombre

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sensato. Para terminar, ofreciósegenerosamente a ser madrina de boda, ydeclaró su satisfacción porque Sergioquisiese de tan pura y noble manera a lacriada.

Volvoreta, radiante, se creyó en elcaso de intervenir con mimo:

—¡Boh…! Lo que él tiene eszalamería nada más…

Sergio desfallecía, agobiado por lasensación del ridículo. En la calle sintiópesar sobre él la mirada de la deAcevedo, asomada nuevamente albalcón para verlos marchar. Federicaintentó ofrecer a su señora elespectáculo de sus ternuras y dio un

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pellizco en un brazo a su novio. PeroSergio rugió sordamente y le respondiócon un empujón.

Enteróse Abelenda aquella tarde deque la infatigable curiosidad de la mujerdel banquero había obtenido de lavanidosa locuacidad de Volvoretaabundantes revelaciones de sus amoríos.Hasta aquellas cartas de los primerosdías, trazadas bajo la inspiración dellírico incendio en que el enamorado seconsumía, fueron puestas en manos de lade Acevedo.

—Las leyó, y dijo que eras muy listo—le confesó, satisfecha, la moza.

Desde entonces la intervención de la

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dama en el noviazgo fue constante. Undía le mandó, por conducto deVolvoreta, un ejemplar de Los tresmasqueteros, «porque, como sededicaba al periodismo, le conveníaconocer los buenos modelos para saberescribir». Otro día la señora insinuó sudisgusto porque Sergio perteneciese a laRedacción de un diario radical que nopublicaba «Ecos de Sociedad» y queponía comentarios impíos a lossermones de Semana Santa. Ciertodomingo en que Volvoreta no pudo salirencontró el joven en la fonda una cartaconcisa en la que se citaban variosrefranes que convenían en demostrar

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cómo el deber es primero que el amor ycómo ve Dios con agrado a las jóvenesque prescinden del deleite de pasear consus novios para atender a lasocupaciones caseras. La letra y el estilono eran de la moza. La de Acevedointentó conseguir que Volvoretaconsagrase las horas libres a asistir alas escuelas dominicales, para quepudiese ser una digna esposa conrudimentos ortográficos. Pero Sergio seopuso, ardiente de ira, contra aquellatutela que sólo le proporcionaba elplacer un poco perverso de admirar lasfinas ropas de la hija de los Acevedosjunto al cuerpo firme de Volvoreta.

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Al cabo de dos meses la situacióntomó de pronto un rumbo distinto.Federica anunció sus propósitos deabandonar la casa de sus amos. Sergiosupo que cierta señora, ligada aVolvoreta por un parentesco remoto,había llegado de América y se quedaríaa vivir en la ciudad. Federica, llamada asu lado, recibiría de ella unaconsideración filial. Se había acabadola esclavitud. Insinuó hasta laposibilidad de heredarla. Y todo estomereció de su novio una aprobación sinreparos.

Trasladóse la joven a su nuevavivienda. Era una casita limpia y de

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construcción reciente, pero pequeña yhumilde, enclavada en una calle delarrabal eternamente sola. Sergio habíalogrado permiso para ir por las tardes,hasta el anochecer, a conversar conVolvoreta, a la que la anciana daba elnombre de sobrina y un trato hasta talpunto cariñoso, que más parecía ser lamoza la que mandase.

Servíales una mujer de la vecindadque no dormía en la casa, y la vieja novigilaba jamás las conversaciones delos enamorados, aunque, por síntomasdiversos, no parecía distinguirconsiderablemente a Sergio Abelenda.

Federica era feliz con su cambio de

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fortuna. Poco a poco advertíanse en ellarefinados progresos: se cortaba las uñasen pico, y el olor a romero de sus carneshabía sido derrotado por el olor avioleta de un bote de perfume de escasoprecio. Su dormitorio era en losprimeros días un lugar de estupefacción,donde la vista caminaba de sorpresa ensorpresa. Cerca de la cama —demasiado grande para servicio de unasoltera— había hecho colocar unaparador de pino, porque tenía un espejoque ella quería utilizar en su tocado. Unaenorme lámpara, con muchas arandelas ybrazos retorcidos, pendía sobre lacama… Sergio no comprendía cómo se

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pudiese dormir allí sin la pesadilla demorir aplastado por un desprendimiento.La pared estaba cubierta de litografíasarbitrarias. Sobre la cabecera del lecho,un cuadro exhibía la visión simbólica deuna balanza, uno de cuyos platillostocaba el cielo resplandeciente,llevando la dulce carga de losbienaventurados, mientras que el otro,donde se hacinaban los pecadores,descendía hasta el pavoroso yennegrecido antro infernal, donde unoscuantos demonios bailaban contentosante la copiosa remesa. La mano deDios, entre nubes esplendorosas,sostenía la balanza. Cerca de la estampa

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simbólica, igualmente encerrada en unmarco oscuro y sutil, otra litografíasuavizaba la honda impresión que laanterior pudiera dejar en el espíritu,solazando los ojos con el espectáculo deunas perdices muertas junto a un besugo,al frondoso amparo de una coliflordepositada junto a sus suculentoscadáveres como una ofrenda lírica. Enotro cuadro, un cazador besaba a unapastora. En otro podía admirarse laescala de las categorías, desde ellabrador —«Yo mantengo a todos»—hasta el Papa —«Yo rezo por todos»—,muy solemne, con dos dedos erguidospara bendecir.

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Todo este desorden, provocado porel afán de Volvoreta de acumular junto así las riquezas del modesto mobiliario,fue siendo corregido poco a poco poruna mano misteriosa. El aparador y lalámpara pasaron al comedor; luegoaparecieron en el pasillo los cuadroseclógicos. En el techo de la alcobafijóse un farolón de cristales rosadosque daban una voluptuosa luz. Y un díaVolvoreta mostró a su novio,emocionada como ante un suceso quecambiase el curso de su vida, un ampliobaño de cinc colocado en su cuartointerior, sobre un trozo de linoleo.

Sergio pudo observar cómo en el

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alma de Volvoreta se despertaba —quizápor el fomento de su liberación— unafuerte antipatía contra las de Acevedo.Le hablaba de ellas largamente y sin quenada provocase el tema. Diríase queestaba rencorosamente poseída por laobsesión de sus últimas amas. Sergiosupo que la señora tenía las dientespostizos y que en su juventud había sidomodista de sombreros. Se enterótambién de que usaba medias de gomaporque padecía varices, y de que suedad excedía en cinco años a la de sumarido. En cuanto a Luisa, era unacriatura insustancial, llena de orgullo,que, aunque supiese disimularlo, se

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perecía por los hombres.—A mí me odiaba —dijo un día—,

porque, cuando íbamos juntas por lacalle, me miraban más que a ella. ¿Tegusta esa mujer?…

Sergio opinó:—Vales tú más, naturalmente;

pero…, vamos…, no es fea.Federica hizo un mohín. Concedió

que, en efecto, algo valía; pero la acusóde tener los pechos muy blandos.

Después contó:—A ti no te quería bien. Una vez, al

pasar tú, dijo a sus amigas: «Ese es elnovio de mi criada.»

—¿Dijo así?

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—¡Y con un desprecio…! Yo estuvea punto de protestar… Por eso dellamarle a una «criada»…, aunque unaesté a servir, que bastante desgraciaes… «Criadas» son las escobas… No sécomo la he podido soportar durante esosdos meses…

Desde aquella charla, Sergiocompartía la indignación de su noviacontra Luisa. Y más de una vez, cuandosus manos acariciaban sobre Volvoretalas telas sutiles de la hermosa hija delbanquero, saboreaba voluptuosamentecon los ojos cerrados el placer de unadulce venganza.

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XVIIILa Redacción de El Avance tenía en

las primeras horas de la noche unaanimación de casino. En el despacho deldirector reuníanse siempre variospersonajes, accionistas del periódico oligados a él por afinidad de opiniones, yse comentaba muchas veces la vida delos convecinos y alguna vez los altosproblemas nacionales. El mozo del caféentraba con refrescos y licores. Y al oírel anunciador tintineo de las copas en labandeja, Prego alzaba el pálido rostrode las cuartillas, miraba a Sergio y aMuñiz y decía todas las noches,

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indicando con un movimiento de cabezael cuarto de Rosales, donde penetraba elcamarero:

—¡Y a nosotros que nos parta unrayo!… ¡Vaya una democracia!…

A la una el último visitante se habíamarchado ya: Pendientes tan solo de lasnoticias telegráficas, cada cualaprovechaba aquel descanso a sumanera. Muñiz solía hojear elEnciclopédico, en busca de palabrasdesconocidas con que deslumbrar a loslectores de sus crónicas. Prego extraíade su cajón un voluminoso legajo y sededicaba a trazar números y nombres.Había conseguido que un alcalde rural

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le confiriese la misión de confeccionarel reparto de Consumos. A Prego lemolestaba esta colaboración en una obrade caciquismo; pero los cuarenta durosque había de cobrar por ella le hicieronsucumbir. Tenía un hijo anémico…Pensaba alquilar una casita en lasafueras y llevarlo allí.

Algunas tardes el pequeñuelo iba abuscarle a la Redacción para serpaseado por veramar, y asustaba el verletan pálido, tan sutil, con esa atrozgravedad de los niños tristes, unagravedad que parecía reflexiva. CuandoPrego y su hijo, igualmente enlutados,igualmente taciturnos, igualmente

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verdosos, paseaban de la mano por laribera, diríase que aquel niño de seisaños llevaba también en su espíritu laindesterrable melancolía del fracaso dela República.

Don Agustín, cuando sus contertuliosse retiraban, solía entregarse a suvoluptuosidad favorita: se armaba conun grueso garrote, subía el cuello de suamericana, como si quedase asídisfrazado incognosciblemente, y salía acazar. Cazaba gatos. Su lugar deoperaciones era un sucio y próximocallejón, al que acudían en busca dedespojos algunos escuálidos felinos sinhogar o de espíritu aventurero… Don

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Agustín se acercaba cautelosamente ycaía sobre los infelices con el bastónenarbolado. A veces se sentía desde laRedacción el ruido del garroterebotando sobre las losas, arrojado porRosales contra algún huido animal.Entonces los periodistas se mirabanriendo:

—¡Ahí anda ya don Agustín!…Y cuando don Agustín entraba,

inquirían:—¿Qué tal se dio hoy?—¡Pchs!… Quedan ahí dos piezas…Le brillaban los ojos de júbilo, y en

ocasiones obstinábase a que saliesen aver el cadáver de algún buen ejemplar,

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tendido, con la boca contraída aún,mostrando los dientes agudos y un ojosaltado por la violencia del golpe. AAbelenda se le encogía el corazón:Rodeiro censuraba muchas vecesaquella crueldad; pero el terriblepolemista perseveraba en su afición yhasta la defendía con argumentossensacionales:

—Entonces, ¿qué? ¿He de reducirmea la caza inocente de la liebre y de laperdiz?… Yo soy un cazador de sangre;yo debía estar persiguiendo águilas ypreparando trampas para los leones.Ahora éste es un país atrasado, donde nohay ni un triste chacal, y no puedo irme

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al centro de África. Pues seguirécazando gatos. Al fin, el gato ¿qué es?…El gato es un tigre pequeño. Cuando losacoso, se agazapan, se les hincha elpelaje, bufan como una pantera, brillansus ojos de furor, como el ascua de micigarro… Y saltan sobre mí… Comousted lo oye; saltan sobre mímagníficamente. Es el minuto de mayoremoción… Además, cada gato tiene sumanera especial de morirse; no hacencomo los conejos, ni como las liebres…Ayer le rompí a uno la espina dorsal…Se arrastraba hacia mí sobre las patasdelanteras, maullando, con mediocuerpo vivo y el otro medio inerte,

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mirándome con la rabia de suimpotencia para herirme. Fueemocionante… Palabra de honor.

Rodeiro gemía, compadecido:—¡Es horrible! ¡Es horrible!…

¡Usted no tiene entrañas!…Algunos tipos pintorescos rompían

de cuando en cuando la monotonía de lasnoches de Redacción. Era a veces unglobetrotter, que refería cómo estabaganando un premio de miles de pesetaspor andar el mundo a pie y sin dinero,por incomprensible capricho de unasociedad científica; o era el personajenotorio recién llegado a la ciudad y entorno del cual se forma grupo; o era el

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prestímano y el guitarrista que iba atrabajar en este o el otro teatrito y que seobstinaba en hacerlos anticipadamentetestigos de su mérito.

Cierta noche, la puerta de cristalesse abrió para dejar paso a un hombregordo, de largas barbas, de abundanteceño, que conservaba un aire atrayente yde distinción dentro de su pantalón raídoy sus botas despedazadas y su cortogabán color café, visiblemente cosidopara otras espaldas menos robustas.

El hombre hizo una reverencia en elumbral y se acercó a la mesa:

—¡Salud! El señor director, ¿estávisible?

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Se avisó a Rosales. Cuchichearonlargamente. Al fin avanzaron hasta eldespacho, y el polemista, entre la vagacuriosidad de sus contertulios, dejó caerestas palabras:

—Un compañero nuestro, expulsadode Portugal por conspirar por la idea.

Corrió un murmullo de simpatía. Elhombre del gabán color café hizo otrareverencia y volvió a decir:

—¡Salud!Cediéronle un sitio en el sofá y

dirigiéronle algunas preguntas. Él contósu odisea. Era portugués, de Matusinhos,pero criado en Buenos Aires; se habíapuesto de acuerdo con la masonería

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lusitana. Tratábase de hacer saltar laMonarquía con la fuerza redentora deuna máquina infernal que habíanconstruido en un sótano. Todo estabatramado. Pero surgió un traidor:descubriéronlos. Dos conspiradoreshabían fallecido misteriosamente en lacárcel.

Los otros ocho fueron enviados aLourenço Marques, donde hayantropófagos.

—¿Antropófagos? —clamó,asombrado, el concurso.

—¡Antropófagos! —afirmó elhombre de las barbas, con una sombríaseguridad, moviendo el ceño peludo

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como los pliegues de un acordeón—¡Antropófagos!… La Monarquíasostiene algunas tribus en ese instintopara que se nutran con los deportados.Mis pobres compañeros —agregó, convoz ronca— han sido devorados ya aestas fechas…

Elevó, con lento ademán decomprimida iracundia, una de sus anchasmanos vellosas, en las que las uñasnegreaban. La mano se mantuvo un pocotiempo en el aire, entre el silenciopiadoso; después descendió sobre lacopa de coñac de Rosales, la apresó y lavació en la boca del fugitivo. Todoscomprendieron que su tribulación era

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amarga y profunda.Continuó su relato. Él había

conseguido huir disfrazado de buhonero.Anduvo y anduvo —allí estaban susbotas destrozadas— al través de loscampos, durmiendo en los pajares,muerto de ansia y de hambre… Cuandopisó tierra de Orense se volvió paraenseñar su cerrada mano peluda aLusitania. Luego… él pensó que en lacapital de Galicia había radicalesorganizados y numerosos que leampararían… Y helo aquí…

Prego, que se había ido acercando ala Dirección, y que durante la historiahabía tenido estremecimientos de furia y

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crispaciones de piedad, se adelantó,conmovido, y estrechó fuertemente lasmanos del hombre que había luchadocontra la tiranía. Don Agustín puso alterrible relato una de sus apostillasdogmatizantes…

—La hora de la libertad —dijo— noestá lejana, sin embargo.

Y, descendiendo al bajo nivel de lasnecesidades físicas, ofreció:

—¿Quiere usted café, camarada?…Aún queda un vaso bien cumplido…

El portugués aceptó, y aceptótambién un cigarro. Sujeto por lagratitud, ya no se separó de ellos en todala noche. Desatendido por los

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redactores, que trabajaban, consagróse ahojear periódicos. A las cuatro y media,cuando Prego se puso en pie paramarchar, el hombre de Matusinhos leíael vigésimo sexto diario. Prego insinuó:

—Cuando usted quiera.El conspirador sonrió tristemente.—¿No podría quedarme aquí?

Dormiría en este diván un par dehoras… Si usted me permite…

Prego comprendió, e invadió suespíritu una honda pena. Por impulso delbien llevó la mano a sus bolsillos; perola mano volvió a salir vacía y no pudoofrecer más que un apretón cordial.

—Quédese usted, compañero. Si le

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llevase a mi casa, estaría peor. Ni auntengo un diván como este…

El luso hizo un amplio gesto decomprensión y estrechó otra vez con susdos manos la del periodista.

—Dormiré aquí muy bien,compañero.

Se tumbó con los pies por alto, comoun toro herido. Prego contempló conamargura las botas gastadas, descosidas,del mártir de la idea, que dejaban ver undedo sucio y engarabitado. Suspiró ydespidióse:

—¡Salud!—¡Salud! —gruñó, al través de sus

barbas, medio dormido ya, el extranjero.

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Fue cotidiana la visita del portugués,adueñado ya del diván como de un lechodefinitivo. Contaba episodios de suvivir en la Argentina y pedía tabaco alos contertulios sin abdicar de ladignidad de sus ademanes, Su vivir erapaupérrimo. Una noche salió a recogerun gato asesinado por Rosales, y ante larepugnancia de Juan del Lirio loenvolvió en varios periódicos, sobre lamesa de Redacción, asegurando que aldía siguiente lo haría convertir en unguiso suculento.

Pasada la primera impresiónnovelesca, fue extinguiéndose la aureoladel fugitivo. En el despacho de don

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Agustín comenzaba a verse condesagrado su gabán marrón y suscalzones con flecos y su avidez para elcafé con leche. Se prescindía de suopinión en las discusiones, y cierta vezque estalló una tormenta, don Agustín seatrevió a rogarle que saliese a pedir unparaguas a su mujer. El revolucionarioconcluyó por refugiarse junto a Prego.Terminados sus quehaceres, Pregoatendía con solicitud al de Matusinhos ysostenían eternos diálogos en vozmisteriosa. A veces, sin embargo, se oíaa Prego asegurar:

—¡Es preciso que libremos la granbatalla!

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El luso asentía, agitando sus barbasrubias.

Prego añadía aún:—La patria sufre.Y el conspirador entonces fruncía

varias veces el abundante ceño, como sise advirtiese él mismo traspasado poraquel dolor.

Fue una madrugada, solos ya, cuandoel extranjero puso solemnemente sumano sobre un hombro del periodista yle miró con fijeza:

—Usted, camarada, tiene un corazónapostólico. Usted sería incapaz de unatraición.

Prego se sintió impresionado por

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estas frases. Llevó su diestra haciadonde latía la víscera elogiada e intentóhablar. Pero el conspirador lo impidiócon un gesto:

—¡Lo sé, lo sé, amigo mío!Y bruscamente se puso a recorrer la

estancia, mesándose las largas barbas,agitado, como en lucha consigo mismo.Al fin arrastró hacia Prego una silla,después de arrojar sobre la mesa elcadáver de un gato que había tendidosobre el asiento, con un desdén quereveló al periodista toda la gravepreocupación que embargaba al radical,alejándole de los bienes terrenos.

—Amigo mío —confesó el

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portugués—, mi misión no ha terminadoaún. Yo he hecho promesas a nuestroscorreligionarios de la Argentina, que hede cumplir a todo trance… La muerte nome aterra… Mi sangre será la quefertilice muchos espíritus…

Abrió una pausa y aclaró. El plandel comité revolucionario era darprimero el «golpe» en Portugal y pocodespués en España. Prevenidas lasautoridades, dificultado hasta laimposibilidad su regreso a Lisboa, laprimera parte del complot debía seraplazada prudentemente. Pero él estabadecidido a realizar la segunda. Élrompería las cadenas, él iría a

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Madrid… ¿Cómo?… He aquí lacuestión. Todo el dinero enviado de laArgentina —muchos miles de duros—estaba en poder de uno de losdeportados. El brusco y desdichado finde aquella conjura, que terminóoscuramente en panza de unos caníbales,le había impedido coger ni un solovintem de los fondos comunes. Él nopodía presentarse así en la corte; suaspecto de vagabundo despertaría laatención de los agentes; le vigilarían…

—Además, y tengo esta desgracia…Fíjese usted… Mis ojos, mi barba, elcolor de mi rostro… Yo tengo todo elaspecto de un anarquista ruso… Esto me

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ha causado grandes perjuicios más deuna vez. ¿No me nota usted, en verdad,la traza de un anarquista ruso?

Prego convino en que «tenía unaire»… Después de esta comprobación,el hombre de Matusinhos mesó, como sifuese a arrancar, aquellas barbas con lasque le había castigado su estrella.

—Necesito cierta cantidad paracambiar todo este aspecto; usted debeorientarme. Algunas insinuaciones quehice a don Agustín y a sus amigos nodieron resultado. Son gente tibia… Notienen opiniones firmes.

—Son burgueses —condenó elperiodista.

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—¡Son burgueses! —rugió elportugués— ¿No habrá nadie que quieracolaborar en esta obra de redención?…¡Oh, qué terrible tristeza para quien,como yo, tiene hecho el sacrificio de suvida, ver que los demás no quierenhacer el de unas cuantas despreciablespesetas!…

Y exaltadamente, quemando con sualiento fétido la cara de su interlocutor,expuso el plan terrible. El régimen,herido en la persona de su más altorepresentante, España, libre y feliz, lademocracia triunfando. Invitó a Prego aconsiderar el espectáculo de una largahilera de frailes y monjas marchando

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hacia las fronteras, diligentes ynumerosos como hormigas que huyesende su hormiguero inundado… Lascatedrales convertidas en escuelas, elpan libre, disuelta la Guardia Civil y unGobierno de amor y de concordiaasentándose sobre estas sólidas bases.

El periodista reflexionabasombríamente.

—¿Cuánto dinero necesita usted?Poca cosa. Con mil pesetas, el más

rotundo de los éxitos estaba asegurado.Prego gimió, invadido por el desaliento:

—¡Mil pesetas!… Es una enormecantidad… Nunca podríamos encontrarmil pesetas.

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Sepultó su rostro entre las manospara meditar. Inclinado sobre él, comoun rubio y gordo Satán que tentase sualma, el hombre de Matusinhos fuerebajando poco a poco la cifra. Quizácon seiscientas pesetas… Acaso conquinientas… Apurando mucho, contrescientas cincuenta… Tendría quehacerse un traje, que vivir en Madridunos días o unas semanas, mientras laocasión no llegase. Sin alzar la cabeza,como quien aventura una loca esperanza,preguntó el periodista:

—Cuarenta duros… ¿podríanbastar?

Los brazos del portugués cayeron

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melancólicamente a lo largo del cuerpoy se abatió su abultada frente. ¡Pchs!…Cuarenta duros…, poco dinero…

—¡En fin! —suspiró—. Mi suerteestá ya decidida… Pensaba suicidarmedespués… De esta manera no haráfalta… Me moriré de hambre… Sólodeseo que mis fuerzas duren lo bastantepara poder apretar el gatillo…

Prego ofreció entonces, como quienacaba de resolverse a algo heroico:

—Cuente usted con los cuarentaduros. Se los daré yo.

Brillaban sus ojos. El fugitivo leabrazó fuertemente, con una alegríareveladora de un monstruoso amor por

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la causa. Desparramó sobre Prego unalluvia de encomios; después, como parapremiar su buena acción, le hizo elregalo de una confidenciaimportantísima:

—Es preciso que usted conozca todoel alcance de nuestra obra… Jamás sehabrá hecho una extirpación tan radicalde la tiranía…

Se alzó, hizo jugar los ojosterriblemente bajo sus peludas cejasmovibles. Y como sus dedos tropezasencon el cadáver del gato, crispáronsesobre él y lo suspendieron en el vacío.

—Morirá la fiera —dijo, con unasignificación que estremeció a Prego—;

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pero morirán también sus cachorros.El periodista se opuso. No; los

cachorros, no. Él era padre.Precisamente aquel dinero que había deentregar al conspirador estaba destinadoa llevar salud a su hijo. Él suplicabarespeto para la tierna vida de lascriaturas. El portugués, visiblementedisgustado por aquel sentimentalismo,dejó caer el cuerpo del gato.

No estaba conforme. Suprocedimiento alejaba todo peligro paralo futuro. Al fin, se allanó a respetar lavida de las mujeres. Pero los infantes…Volvió a interceder el periodista. Sucómplice rogó:

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—Siquiera el primogénito…¡Ni una gota, ni una gota de sangre

inocente!Resignóse el conspirador.

Estrecháronse las manos. Y aquellanoche, mientras deshacía para acostarseel lazo de su corbata de luto, Pregopensó que bien pronto podría sustituirlapor otra de más vivos colores. Besó a suhijo y suspiró, metiéndose en la cama, alpensar que a costa de los glóbulos rojosde aquella escuálida criatura se estabapreparando un porvenir de libertad parala patria.

Dos días después de la marcha delluso, que desapareció con el sigilo que

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convenía a sus trágicas intenciones,Sergio contó, al llegar al periódico,arrojando sobre la mesa unas cuartillasde notas:

—Hoy traigo una noticia interesantepara Prego. La Policía está buscando asu amigo.

Prego se puso un poco más verde.—¿Al portugués?Sergio rio. ¿Portugués?… El hombre

de las barbas era de Tuy y se llamabaCadaval. Había trabajado en Vigo comovigilante de Consumos y estabareclamado por un delito de abusosdeshonestos.

—Parece que es de todo cuidado el

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señor…Prego calló. Inclinóse sobre las

cuartillas y continuó escribiendo:«Telegrafían de Salónica…»

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XIXInesperadamente le vio pasar

montado en el caballejo peludo, con lospies casi llegando a las losas, seco ydesgarbado, luciendo la chaqueta depana que no salía del arcón más que losdías dominicales o para acompañar a sudueño en las excursiones a la ciudad.Abelenda quedó un instanteinmovilizado por la emoción. Luegodiose a correr tras él gritando:

—¡Chinto!… ¡Eh, Chinto!…El servidor detuvo, al fin, su

cabalgadura; hizo un aspaviento deasombro y se apeó, alzando levemente el

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ala de su fieltro:—¿Y luego, señorito?Miráronse largamente, con júbilo:—¿Cómo están en la Gándara?Bien. Estaban bien. Chinto había

venido a hacer unas compras. Detallócon minuciosidad el contenido de lospaquetes sujetos a la albarda. Sergiomiró al caballo con ternura y acarició supescuezo oculto bajo la larga crin negra.Tuvo placer en llamarle por el nombreque la bestia llevaba, impuesto poradmiración de Chinto hacia el bandolerode Grañas del Sor.

—¡Mamed!… ¡Oooh, Mamed!Y todo suspirante de añoranzas,

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inquirió:—¿Y… por allá, Chinto?Por allá…, nada. Chinto comenzó

afirmando que no pasaba nada. Después,poco a poco, con la cautelosa mesuradel paisano gallego, se decidió a verteren los ávidos oídos del joven unascuantas noticias. Exuperio había brotadoya del inagotable vientre de laPoupariña. Los castaños estabanenfermos de una plaga incombatible,muchos con la hoja amarilla, como sifuese en otoño, ¡una pena!… DoñaMaría de Solís «llevaría el ramo» en lafiesta de la patrona de la Gándara.Había hecho donación de un altar nuevo,

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y todas sus alhajas lucían ahora sobre laimagen de la Virgen, en la iglesiaparroquial. Iba para santa doña Maríade Solís. Con lluvia o con viento, todaslas mañanas marchaba a pie por lascorredoiras hasta el lejano templo paraoír misa con una devoción edificante.

Desde que entraba hasta que, unbuen rato después de terminado eloficio, volvía a su hogar, permanecíaarrodillada sobre las duras losas,cubierta de luto, rezando con un fervorque conmovía. Una vez desmayóse en laiglesia. Había hecho construir unoratorio en su casa, y se ofreciera a irandando a visitar a la Virgen milagrosa

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de Pastoriza para llevarle un niño decera del tamaño de su hijo Juan. De lapiedad de doña María se hablaba dosleguas más allá de la gándara. Por lastardes, cuando bajo la bóveda de losolmos paseaba el enfermito del mal dePott, entablillado en su coche, la madreinfeliz iba detrás orando siempre, con surosario entre los dedos sin sangre; consu rostro de Dolorosa, sin ver, sin oírlos saludos, mentalmente arrodilladaante Dios, tendidos sus brazos, toda sualma prosternada en una constantesúplica de misericordia para losdolientes hijos.

Pero Sergio apenas escuchó la

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ponderación de los cristianos méritos dela infortunada. Preguntó, extrañándose élmismo de advertirse lleno de cordialinterés hacia la causante de sustribulaciones:

—¿Y Rafaela?—Va yendo.—¿Y Miñoca? ¿Y el señor cura de

Santa María?—Van yendo también.Todos «iban yendo»: los criados,

las vacas, los de la Cruz del Souto, elcamelio del jardín, los albaricoques dela huerta… En aquel modismo galicianoque es respuesta grata y preferidaporque nada dice y compromete, Chinto

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abarcó a todos los seres de la Gándara.Tras un silencio, el joven se decidió aindagar:

—Y mi madre…, ¿habla de mí?—Hablará —evadió el campesino

—. Conmigo no habla.Sergio suspiró. Hubo otro silencio.

Después el aldeano aventuró su parecerde que el mozo no estaba tan gruesocomo antes, ni tenía aquel color.Abelenda apresuróse a afirmar:

—Pues estoy muy fuerte. No se teocurra decirles…

Volvió a acariciar melancólicamenteel cuello de Mamed y enredó con suscrines de potro cosaco venido a menos.

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Chinto despidióse porque las sombrasse avecinaban. Montó. Cuando iba apartir, Sergio tuvo una idea repentina.Sacó fanfarronamente la única pesetaque llevaba y se la entregó:

—Toma, para que bebas en lataberna de Miñoca.

Pensó que acaso Chinto lo contaría yque era esta una suave y elocuentemanera de afirmar su triunfo, su medro,su conquista de vivir, ante aquellos quele habían tan fácilmente o con tanto rigorabandonado. Vio cómo Mamedemprendía un trote dificultoso, y, amedida que se alejaban el hombre y labestia, sintió él crecer la añoranza en su

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espíritu.Cuando dejó de ver los suspiró y

echó a andar lentamente.Más que nunca se advirtió en

aquellos instantes abandonado y solo, ycomo nunca le fue hostil la ciudad y lasgentes. Anochecía, y la larga calle deSan Andrés, la de mayor tráfico, estabaen esa hora de máxima animación en quea los grupos de paseantes se suman losgrupos de obreros que salen del trabajoy los de modistas alegres, y en que loscarros pasan con prisa, retumbandosobre los adoquines, vacíos ya, con unatrepidación que hace saltarincesantemente el guía en pie sobre las

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tablas, como el conductor de un carro decombate.

En una acera y en otra, el río humanoiba y venía. Apenas lograba hacerse oír,entre el estrépito, la campana de SanAndrés que tocaba al Ángelus. Ante laiglesia, un enjambre de niños chillabancomo golondrinas y corrían entre la luzazul que ya llenaba la tarde. Desde losbancos de piedra unos mendigosharapientos los miraban correr,indiferentes. Poco a poco, el crepúsculose hizo más azul. Desembocó un tranvía,iluminado ya, como una carroza demascarada. Fueron encendiéndoseperezosamente los faroles, casi ocultos

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por las acacias de bola. Y de acera aacera, como en una batalla, losescaparates fulminaron los reflejos de suluz.

Abelenda sentía un afán de ternura.Como un lazarillo a un ciego, su corazóníbalo guiando hacia la casa deVolvoreta. Todo el sentimentalismo deaquella hora de nostalgia concretóse entorno de Federica y la nimbó. ¡DulceFederica!… ¡Cómo fue para el joven unblando sedante el recuerdo de tu tibioregazo y de tus cándidos ojos y de losfrescos colores de tu cara de niña hechaprematuramente mujer!… Ahora no leesperaría ya; jamás había ido tan tarde.

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Junto a ella, sentados cerca de laventana, a oscuras aún el gabinetito,Sergio cogería las manos de la novia ymurmuraría con voz de emoción:

—¿Sabes a quién he visto?… Hevisto a Mamed.

Y evocarían. Volvoreta quería bien aMamed, con el cariño de las aldeanashacia las bestias. Sergio la oiría contarnuevamente aquel episodio de la blusaque medio le había comido Mamed conla indiferente voracidad de loscaballejos galicianos, cuyos estómagostienen un eclecticismo generoso paratodas las sustancias, aun para aquellasde las que nunca se soñó que pudieran

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sufrir la acción de los jugos gástricos:papeles, cerdas, tojo, zapatos viejos,hasta cascos de botella, según afirmabaRodeiro, conmovido por estasuperioridad del caballo de Galiciasobre sus congéneres de las demáspartes del mundo.

Llegó Abelenda ante la casa.Estaban cerrados los balcones. Subió.Tardaron un instante en contestar a sualdabonazo. Al fin, la anciana tía deVolvoreta abrió.

—Buenas noches, señora.La vieja le detuvo.—No me gusta que venga a esta

hora, Sergio. Se lo he dicho ya. Los

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vecinos ven y murmuran.Sergio sonrió amablemente.—Por una sola vez…—No, ni por una sola vez. Ya es de

noche. No quiero andar en lenguas denadie. Si no se marcha ahora, no ledejaré entrar ni aun por el día.

Abelenda se admiró del rigor de laamenaza. La puerta estaba entreabiertanada más y la anciana la retenía,evidentemente dispuesta a impedir queentrase. Sergio fingió acceder.

—Por lo menos, avise a Federica deque estoy aquí.

La vieja gruñó malhumorada:—Federica no está. Váyase.

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Empujó contra él las tablas de pino.Bruscamente, Sergio sintió como un

golpe en el corazón. Extendió su brazopor la abertura hacia el interior de lacasa, y gritó, ceñudo:

—¡Ese sombrero!… ¿De quien es?Acababa de ver, colgado de la

percha, frente a él, en el pasillo angosto,un sombrero de varón. Sin responder, laanciana empujó desesperadamente lapuerta, ahincando todo su cuerpo conuna contracción que llenaba su rostro dearrugas. El joven forcejeó también, llenode una rabia silenciosa. Entró. La mujerabalanzóse a él para sujetarle. Cerrósela puerta con gran ruido. Abelenda se

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apoderó del sombrero, nerviosamente,temblando, como ante un drama terrible,y corrió al comedor. En la alcoba deVolvoreta había luz. Sergio intentóentrar; pero la puerta estaba cerrada.

Gritó a la mujer, que le habíaseguido llena de espanto:

—¡Llame usted a Volvoreta, llámelausted!

Y, sin esperar a que le obedeciese,dio dos terribles patadas en lasvidrieras.

—¡Llámela usted!Dio otra patada, que estuvo a punto

de hacer saltar los cristales.Entonces oyéronse pasos en la

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alcoba. Una mano hizo girar la llave.Sergio plantóse ante la puerta,blandiendo el sombrero hongo,apretados los dientes, pálido,enardecido, clavado su mirar en loscristales esmerilados quetransparentaban la luz tenue y rosada deldormitorio.

Y bañado en aquella luz rosada ytenue, tranquilo, sonriente, en mangas decamisa, balanceándose tras él lossueltos tirantes, apareció ante el joven elseñor Acevedo. Como si se hubieseempapado en la luminosidad de laalcoba, su calva estaba enrojecida; delas orejas parecía brotar la sangre. Pero

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la idea de la agitación que simulabadelatar este bermejo tono de la cabezadel banquero era disipada por laserenidad de su sonrisa, un pocoburlona… Sergio, inmovilizado por lasorpresa, permaneció con el hongorevelador en el aire, en actitud de quienva a cazar una mariposa. La sonrisa delbanquero se llenó de bondad.

—Siéntese, joven.Se sentó él mismo, cabalgando una

pierna.—¿Qué le ocurre a usted?Sin reponerse aún del asombro,

Sergio pudo encontrar un ademán llenode un desdén en el que bullía la cólera.

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—Nada tengo que hablar con usted.A Federica es a quien necesito ver ahoramismo.

El banquero repuso con su más dulcevoz:

—Federica sentirá mucho no podersalir de su cuarto, mi joven amigo.

—¿Es que lo va a impedir usted? —indagó, retadoramente, el despechado.

—No. Es que está en cama.Abelenda dio un paso hacia él, con

lumbre en los ojos. Extendió una manoairada, indicando el pasillo y gritó:

—¡Salga usted de esta casa!El banquero rio sabrosamente, con

el mismo sosegado regocijo de quien en

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su butaca del teatro oye un chiste feliz.—¡Es curioso! —comentó—.

Durante un mes le he dejado visitar aFederica, se ha sentado usted en midiván, me ha arañado la mesa delcomedor para grabar sus iniciales, meha roto la lámpara de la mesa de noche yel travesaño de una silla, y en nuestroprimer encuentro, cuando usted me debíadar rendidamente las gracias, quierearrojarme de una casa que es mía,porque la pago yo. ¡Juventud, juventud!… En fin, querido, yo le perdono todoesto de buena gana; pero hágame elfavor de dejar mi sombrero, en el que yaadvierto desde aquí una dolorosa

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abolladura.Abelenda, afrentado y lívido, aulló:—¡Es usted un miserable, y ella, una

mujerzuela sin decoro!… Pero yo mevengaré de los dos.

Arrojó con furia el sombrero contrael aparador, derribando las copas, y selanzó contra su rival. Acevedo se pusoen pie bruscamente y apresó con sufuerte mano la del agresor. Luego, sinabandonar su tono de extremada finura,que la camisa desabrochada y los caídostirantes subrayaban con fuerza cómica,aconsejó paternalmente:

—Querido joven, ha dado usted susbuenas tres patadas contra la puerta de

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la alcoba, abolló mi sombrero y hastame parece que consiguió romper lavajilla. Basta ya. Debe usted estarsatisfecho de sí mismo. Por otra parte,como los espectáculos heroicos muyprolongados me impresionan ydespiertan mi emulación, le ruego queelija rápidamente entre marcharse por lapuerta o salir por la ventana… ¿Me oye?

Le arrastró hasta el pasillo. Su manoera una tenaza sobre la muñeca deSergio, y tanta era la energía de supresión, que ya en los peldaños, despuésde cerrada la puerta tras el joven, sintióéste en sus ojos lágrimas de dolor físicoy de rabia, de humillación y de

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vencimiento. Lloró en la oscuridad de laescalera. ¡Oh… si tuviese un arma!…Por placer de apuñalar el cuerpo de lostraidores daría su propio vivir… Frentea la casa juró, con llanto de ira en elrostro:

—¡He de vengarme! ¡He devengarme!… ¡Habéis de acordaros demí!

Anduvo por las calles oscuras paraevitar que las gentes advirtiesen suagitación y sus ojos enrojecidos. Elansia rencorosa le dominaba. En aquelmomento, más que el abandono deVolvoreta, dolía la burla glacial deAcevedo, su tono de irónica finura,

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aquella consciencia de superioridad conque le había abrumado. ¡Y aquel sutilrasgo de desdén que le aconsejópresentarse con los tirantes caídos!…¡Oh, los tirantes caídos del señorAcevedo!… No podría olvidarlos yanunca, aunque viviese una eternidad,aunque en lo sucesivo todo fuese dichaen su existencia. Comprendía que elrecuerdo de los tirantes balanceándosetras las piernas de su rival serían comoun fantasma de oprobio perenne en sumemoria.

Se detuvo un instante, vacilando,porque se le había ocurrido la idea deesperar al banquero y agredirle. Pero

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desistió al evocar el tipo alto, fuerte,musculoso, de su burlador. Tuvo depronto una inspiración luminosa. Casisaltó de alegría al advertirla brotar enél, seguramente urdida por los diablillosde la venganza. ¿No tenía en sus manosel más clamoroso medio de devolver elmal, centuplicado? Haría en El Avanceun terrible artículo contando losdevaneos del monstruo. Vertería toda suhiel, acumularía en torno del asuntotantos detalles protervos que sería elescándalo de toda la ciudad.

Súbitamente se le ofreció el título:«Las hazañas de un sátiro». Añadiríaotros subepígrafes: «Doncella

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secuestrada. La complicidad de unabruja…» Veía ya en su imaginación laprimera plana de El Avance con estaslíneas en las grandes letras del tiporeservado para lo sensacional. Veíatambién al banquero arrastrado a laruina, sin reputación, perseguido por eldesprecio de la gente…

Pero se le ocurrió que acaso Rosalesno quisiera… Meditó, calculó… Al fin,decidióse astutamente a deslizar en lasección de sucesos la noticia de que «Unconocido banquero, cuyas iniciales eranJ. A. Y una joven con la que hacía vidamarital, habían promovido unescándalo…» Esto le pareció ya de una

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habilidad refinada. El pueblo seenteraría lo mismo; la familia deAcevedo también… ¡Su familia!… ¡Lavieja beata de los dientes postizos, laniña cursi de los pechos blandos!… ¡Atodos ellos debía humillaciones yrencor!

Y… esta sí que era la más cabalvenganza: llevar la guerra a su hogar,referir a su esposa todo lo ocurrido,encender la hoguera de los celos… Eraun arma de doble juego, con la que heríade un golpe dos enemigos. Visitaría a lamujer antes que el banquero regresase.Espoleado por la maligna idea, corrió,más que anduvo, hacia la casa de su

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rival. Reía y pronunciaba en voz altafrases conminatorias. Preguntó en lapuerta:

—¿Está el señor Acevedo?No estaba.—¿Y la señora?Le invitaron a pasar. Lleváronle al

comedor, que ya conocía.—Haga el favor de esperar un

instante.Esperó en pie, nerviosamente,

palpitándole con fuerza el corazón. Viosobre la albura del mantel la fina vajilla,ya dispuesta, y pensó, lleno de gozo, quequizá aquella noche no se cenaría en lacasa.

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Oyó pasos en el corredor; volviósebruscamente. Era Luisa. La joven ledirigió apenas su habitual mirada deindiferencia; fue hacia el costurero;revolvió después en el cajón de unamesita, de espaldas a él. Sergio sentíahervir la sangre; torturaba sus manos,con una amarga sonrisa de victoria. Nopudo contenerse. Habló, subrayandotodas sus frases:

—No me saluda usted porque mecree el novio de su criada.

Ella se volvió a mirarle,sorprendida, con sus grandes ojososcuros llenos de altivez, soberbiamentehermosa, más morena la piel del escote

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en el contraste con la nítida blusa.El joven sucumbió al deseo de

humillar aquella belleza. Agregó:—Pero se equivoca, señorita: ahora

el novio de su criada es su padre deusted.

Luisa se irguió, coloreadobruscamente el rostro. Sergio avanzóhacia ella, implacable, encendidos losojos:

—¡Su padre de usted!… Le hapuesto un cuarto a Federica en la calledel Inferniño, en el número doce…

Luisa gritó, llena de vergüenza y demiedo:

—¡Mamá!…

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—¡Llámela usted; he venido adecírselo!…

—¡Mamá!Ahora se había puesto pálida, y su

voz tenía un velo de emoción. La señorade Acevedo entró apresuradamente:

—¿Qué ocurre?Abelenda repitió, enardecido:—¡Ocurre que su esposo es el

amante de su antigua criada; ocurre quela tiene sostenida en la calle delInferniño, en el doce!… Puede ustedir… ¡Yo le he dejado allí hace uninstante!…

Estaba rojo de cólera; hablaba convoz roncamente contenida, a borbotones,

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jadeando:—¡Puede usted ir! ¡Hace un mes! ¡Él

la hizo salir de esta casa!… ¡Se hanestado burlando de usted y de mí!… ¡Yalo sabe!

Los ojos aterrados de la mujer ibande su hija a Sergio y de Sergio a su hija.

—¿Qué insolencia es ésa? ¡Salgausted!…

El joven insistió gritando:—¡Es verdad! ¡Es verdad!… ¡Los he

visto yo; los pueden sorprender ustedessi se dan prisa! ¡Con la criada!… ¡Es elnovio de la criada!…

La señora alzó sus manos,traspasada de horror, gemebunda:

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—¿Qué dice este hombre, Luisa; quédice este hombre?

Pero Luisa, más grave, más pálidaque nunca, se limitó a hacer sonar untimbre. Acudió un servidor. La hija delbanquero extendió un poco teatralmentesu índice para indicar a Sergio:

—¡Échelo usted a la calle!El joven se resistió; pero las manos

vigorosas del hombre lo levantaron casien vilo. Entonces, a medida que se ibaviendo alejado del comedor, diose avociferar, cada vez con más energía:

—¡En la calle del Inferniño, en elnúmero doce!…

Era como si desease dejar bien

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grabado en la memoria de ambasmujeres el lugar del nefando delito.Hacíase arrastrar por el mozo; luegopataleó. Lastimado en las canillas, elhombre blasfemó en voz baja y le diodisimuladamente un puñetazo en elestómago. Esto obligó a Sergio a atenuarsus berridos; pero siguió máslastimosamente, sosteniendo:

—¡En el Inferniño!… ¡En el doce!…¡En el Inferniño!

Y ya en la escalera, se sentó,heroicamente decidido a seguir gritandolas señas de la casa hasta enronquecer.Pero oyó abrir la puerta y echó a correrpor los escalones, temeroso de los

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puños del fámulo. El fámulo, noobstante, limitóse a arrojar el sombrerodel joven, que había quedado en elpasillo. Sergio lo sintió caerblandamente a su lado; lo limpió con uncodo y se marchó…

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XXHizo a Muñiz la confidencia de su

desgracia una noche en que volvió a vera Volvoreta presenciando una funcióndesde una butaca de anfiteatro. Él habíasubido buscando un seguro rincón desdedonde contemplarla a su antojo sin quele sorprendiesen.

Con Federica estaba la viejaaborrecible. ¡Tan galana la moza! En susorejas había unas chispitas de luz quesustituían los largos pendientes deamatistas regalados por Sergio, unasmaravillosas amatistas de doscentímetros, que colgaban en péndulo y

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que le habían costado tres reales.Volvoreta reía a veces con una sencillafelicidad. Buscó el enamorado albanquero con mirada de odio y no lovio. Acaso aquel día se habría marchadoa la aldea, adonde poco después de laterrible escena en su casa se había idosu familia, según la costumbre anual.Sergio se advirtió invadido demelancolía; reabrióse y sangró lareciente herida del engaño. Luego, en eldiván de El Avance, hizo a Juan delLirio la confesión de todo su drama.

El compañero le animó con algunassabias máximas de su experiencia:

—El ramo de criadas —dijo—

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tiene, en efecto, procederes indelicados.Ha hecho usted mal en confiar. Careceusted de experiencia, y me causaríasatisfacción que mi ejemplo pudiese serprovechoso para usted. De todasmaneras, lo que a usted le ocurre notiene interés.

Suspiró y pasó la mano por suscabellos.

—Dramas, los que yo vivo,compañero. No puede usted ni soñar. ¡Siyo quisiera escribir novelas!…

Adoptó a su vez el tonoconfidencial.

—¿Sabe por qué no vine anoche alperiódico?… ¿Recuerda usted aquella

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mujer que fue al baile conmigo?Sergio indagó, después de explorar

en su memoria:—¿Aquella tan gruesa?Muñiz vaciló antes de afirmar. Sí…,

un poco gruesa…, pero tenía las carnescomo el mármol.

—Ya le dije que yo tengo desgraciade tropezar siempre con histéricas.Anoche me recibió a oscuras, envueltaen una túnica blanca, con la melenasuelta. Entraba la luna por los cristalesde la galería y ella me esperaba en aquelraudal de luz. Quiso que yo le recitaseunos versos que le he dedicado, y ellafue, ínterin yo declamaba, tocando

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levemente en el piano el «Sueño» deManon. La poesía es estupenda. Voy adecirle a usted…

Y a media voz repitió las estrofas.Hablaban de una noche de verano. Elpoeta había salido a recorrer por losmontes, porque se le había incendiadoen lujuria toda la sangre. Por finencontraba una fuente; pero a sualrededor había siete ninfas queresultaban ser los siete pecadoscapitales. El desdichado seguíaabrasándose y trotando por valles ycolinas. De pronto sonaba una música:era la música de las esferas celestes,verdaderamente inefable, entre la que se

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distinguía el arpa de la Luna. Todos losastros expresaban de este modo sucondolencia por la satiriasis queaquejaba al poeta, y le decían:«¡Amor!», «¡Amor!». Él gritaba tambiéndesesperado: «¡Amor!», y la fuentesuspiraba así mismo, excitada por aquelespectáculo. Se advertía después quetemblaba la tierra «como una amadaardiente», y un fantasma envuelto engasas corría a los brazos del vate. ¿Eraun rayo de luna? ¿Era su novia?… Elpoeta no lo sabía. En aquel instante todole era igual. Los instrumentos sideralesterminaban acometiendo un fortissimo, yel escritor agradecía el interés que

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demostraba por sus ansias carnales.—Cuando terminé, los dos teníamos

los ojos llenos de lágrimas. Después,entre mis brazos, ella tuvo una de esascrisis de histerismo. «¡Llámame Filis,llámame Filis!», decía. Y yo: «¡Mi Filisdivina, mi Filisiña adorada!…» Depronto se queda rígida, pone en blancolos ojos y comienza a debatirse en unataque y a gritar. Figúrese usted eltremendo conflicto, porque tienealquilada una habitación a un empleadode Aduanas, que podía acudir asorprendemos. No pude salir hasta elamanecer.

Hizo un gesto de profunda amargura.

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—Estas escenas acaban conmigo.Tengo el corazón destrozado: losnervios, rotos; sé que mi vida será corta;pero la habré consumido en amar.

Rodeiro interrumpió el diálogo conun saludo:

—Buenas noches a todos. Y denmeel pésame.

En el despacho del directorsuspendióse la charla.

—¿Qué le ocurre entonces a donAmaro?

Lo peor, lo peor que ocurrirle podía.Aquella mañana habían llegado lasórdenes de ascenso y estaba trasladadoa Segovia. Con la categoría a que ahora

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se elevaba ya no podría nunca, hastaalcanzar el retiro, desempeñar susfunciones en la provincia. Su dolor eragrande.

—Estuve a punto de renunciar atodo…

Intentaron consolarle; pero él seobstinó en sus lamentos. Fuera deGalicia viviría en una eterna nostalgia.Él no se sentía hermano de un rudoaragonés, de un frívolo andaluz, de uncastellano seco y rígido. En otras razas,como eran otras las tierras en quevivían, sin la dulzura, sin el tiernoencanto de las tierras galicianas; paísesen los que se creía que el gallego es un

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eslabón entre el hombre y las bestias;que vive en la inmundicia y en lasordidez; que habla una jerigonza en laque la o es cambiada en u; que esincapaz de toda delicadeza…¡Dulcísimo idioma de la poetisa del Sary del enamorado Macías, en que el amortiene una cuna de palabras mimosas yblandas como el plumón de un ave!

En el enternecimiento de su espíritu.Sergio escuchaba las frases de suprotector, refiriéndolas a su obsesiónpenosa. Se preguntaba en qué otralengua podría hallarse un nombre tansuave, tan bien timbrado, tan justo pararepresentar la mariposa —con la

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fragilidad de sus alas bonitas, con el ir yvenir ocioso de su vuelo juguetón,vacilante—, tan grato para ser dicho,que tanto se hincase en el alma y sefijase en la memoria como el amadonombre de volvoreta. Repitió la palabrauna vez y otra vez, saboreándola. Sintióentonces en el corazón como un ansia deser poeta, para rimarla, para poderlaengarzar en otras muy tiernas, henchidasde saudade, de agarimos, de dulce ytembladora emoción. Hacer un collar deinmateriales palabras y ceñirlo a aquellaalma que un vuelo juguetón trajo hasta ély otro vuelo juguetón había llevado.¡Volvoreta, Volvoreta!

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Amaro recordaba entonces unosversos de Pondal, quejumbrosos ysolitarios y sencillos, como el alalá deun mozo en un anochecer:

San Pedro de Brandorn’a pobre terra de Xallas;¡cánto fai que non te vin!

Y Sergio pensó en la gándara y sellenaron sus ojos de llanto. «¡Cuántotiempo hace que no te veo, amada tierrade la Gándara! —meditó—. ¡Cuántotiempo hace!… Y la nostálgica mareacreció en él: su espíritu se aromó con elaroma bravo del bosque donde él creyó

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a veces ir a encontrar el lobo de loscuentos, y con el aroma que traían losaires del mar y con el aroma del tojoquemado en los hogares; se arrodillóante el recuerdo del pinar rumoso,siempre en verdor, y de las tardes en quelas casas enrojecían bajo el beso delsol, y de los días en que la nieblaguardaba en algodones el campo, y deaquella lluvia sugeridora que invitaba asentarse en un rincón de la galería y asoñar, hablando en pereza.

Él quería vivir siempre allí; tener uncaballo que le pasease bajo los toldosde zarzas de las corredoiras, y unalancha en que acunar su melancolía en el

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quieto mar, cerca del romántico rincónen que se alzaban las ruinas del castillopoblado por él con los fantasmas de lohéroes de El lago de Limia y de Loshidalgos de Monforte. Y que cuando enel atrio de la iglesia su cuerpo hallaseuna tumba, los señores de la Gándaraque tuviesen asiento en el presbiteriodijesen al salir de la misa:

—Ved dónde yace un amadordesgraciado que no pudo nunca olvidar.

Alguien preguntó:—¿Cuándo marcha, Rodeiro?—Dentro de un mes.Abelenda decidió marchar también.

Regresaría a la gándara, después de

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escribir a Volvoreta una carta rebosantede amargura, en la que la culpase dehaber destrozado para siempre sualegría. Pensó súbitamente que quizá sumadre se negase a recibirle. Se vioforzado a deducir que no le quedabaotro camino que el de América; iría aAmérica a morir sin ambiciones, sincariños, encerrado en una fieramisantropía. Durante toda la nochecontempló ceñudamente su porvenir.Hizo en una cuartilla el borrador de lacarta a la ingrata, rebosando lirismo;pero se acordó de la incomprensión enque habían quedado las otras epístolas,y desistió de enviarla. Rompió el papel

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lentamente y aventó sus trozos.—Soy —decidió— el más

desventurado de los hombres.Y la seguridad de esta supremacía le

hizo quedarse más satisfecho de símismo.

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XXIAmaro Rodeiro no tuvo que insistir

para convencimiento del mozo. Le habíadicho con voz grave, con cierta tristezaen la ancha faz bondadosa:

—Es preciso que vuelvas. Se acabóla aventura. Tu madre conviene en queno se hable jamás de lo ocurrido. Creela pobre que estos meses de vida fuerade su amparo te han servido de lección.Ahora quedarías abandonado en laciudad. Mi ascenso me obliga a partir.¡Otra vez a Castilla!

Había suspirado melancólicamente.Añadió:

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—Esta tarde marcharemos en mitílburi.

Y Sergio calló, tambiénmelancólico.

Partieron. Fue como una caminatahacia la paz. Cuando la copa de un árbolocultó la última pared blanca y el mássaliente tejado rojo del pueblo, llegó elblando sosiego campesino hasta elúltimo rincón de sus ánimos. Atrásquedaban las preocupacionesciudadanas, dispersas como tropel debrujas sorprendidas con el canto delgallo o por la aparición del ofuscantesol a la mitad de su aquelarre.

Sergio iba sintiendo poco a poco

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penetrar en él la suave paz campesina ylevantarse evocadores mil recuerdossutiles, como si volviese de un largodestierro. Callaba, mirándolo todo conavidez. En el polvo de la carretera, lasrodadas le parecían como la indicaciónbondadosa que en los cuentos de losniños guía a los personajes hacia lahospitalaria casita del bosque o hacia elpalacio extraño donde un buen rey debarbas blancas pide la solución de tresenigmas como precio fijado a una brevemano de princesa.

Al pasar el coche, saludaba uncampesino o miraba, curiosa, unamujercilla jineta en un caballejo de piel

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oscura, de larga crin. Todo era quietudveraniega; hasta en el cansado rodar delcoche parecía sentirse el mandatoimperativo de la calma. Humeaba unacasita junto al charco de una represa, yun álamo negro, torcido, parecía ir acaer para formar puente sobre el tersocristal. Y en un recodo se mostró depronto la ría, plana, inmóvil, en el verdevaso de los montes que la rodeaban; y enmedio de un intenso azul, robado alcielo, la mancha sepia de una dorna, yen la dorna la motita roja de un pañuelode mujer, que volvía acaso de mariscaren los bajos arenosos que descubría elreflujo.

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La amargura de su desengaño tuvoaún un aleteo en el alma juvenil aldivisar los grandes olmos de lacarretera de la Gándara. Pero el mismopaisaje amigo le devolvía la paz. Deseófundirse en él. ¡Sentirse árbol, sentirsemata, sentirse hierbecilla!… ¡Dios mío,si pudiese contar todo lo que dice alalma el enorme silencio de la tardealdeana!… ¿Quién lo narró jamás?¿Imagináis el contraste de la verdad conel artificio del poeta que busca palabras,del pintor que elige colores? ¿No habéisadvertido muchas veces esta sugestióndel campo, esta enérgica reclamaciónque hace de vuestra alma, de vuestro

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cuerpo mismo? Llegáis; habéis saltadodel automóvil o del coche; tenéis en loíntimo cierta sensación de hombre queestá descentrado, fuera del medio; quecondesciende a pisar el barro de loscaminos estrechos y a escuchar lainfantil charla aldeana; entráis como unateo cortés en un templo. Y poco a poco,el recogimiento, la grave quietud,penetra en el alma como una suaveadmonición y corre por vuestro espíritucomo si hallase abierto en él un viejocauce. ¿Qué eres tú, voz aldeana; quéeres tú, que tienes tan aguda angustia entu paz?

Y la voz habla lentamente, y el alma

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la oye con un íntimo amargor, como unamujer que llorase al saber la pena de unamador desdeñado.

Eres la verdad. Eres el aldeanoignorante, que no siente el ansiaponzoñosa del saber; que siembra yrecoge; que al sembrar piensa que eldesamor ajeno no puede estorbar elcrecimiento de la planta nueva; que alrecoger tiene el alto orgullo de su obra.Eres la mujer sencilla que no sabeengañar. Eres la ley sabia y la ley fuertede la Naturaleza. Y en ti es santa laignorancia del hombre, y en ti es santasiempre la caricia del amor, por ser deamor, y en la fuente donde bebió un

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sediento bebe otro sediento, feliz porhallar el agua fresca y rumorosa, sin elescrúpulo atormentante de que otrocariño descubrió antes el manantial yaplicó a él sus labios ansiosos.

Y la voz aldeana os dice: «Tú eresasí también; tú debes ser así; las pobresideas tuyas son como las plantasparásitas de mis campos, y ellas hanpodido ocultar la verdad.»

Y sentís entonces un punzante dolor,como si hubieseis negado a la madrehumilde, a la madre buena, porque nofuesen de moda sus vestidos o fuesetorpe su hablar. La vida debiera ser así;conocer tan solo los pequeños misterios,

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las pequeñas sensaciones del campo, sintorturas, sin retorcimientos del alma.Sentirse aldeano rudo. Mejor, sentirsealondra que canta, cuervo que pasa,mastín perezoso y atento a la vez. Mejoraún, sentirse árbol, mata, hierbecilla.

Ser primero semilla en el surco, enla grieta donde el azar la pusiese.Romper la tierra, subir. Ser alfombrablanda, ser sombra amparadora. Gustarel bien de soportar un niño; gustar laalegría de la lluvia y la caricia del sol.Y a veces, cuando el viento llegase delmar o bajase de las montañas, mover lacopa poblada y cantar como cantan losárboles; sordamente, con un contenido

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placer de sanidad.Y, al fin, un día, muchos días, ir

muriendo, poquito a poquito, secándoseuna a una las hojas, haciéndose leñosoel tronco flexible; y morir así con la másbella muerte, sin saber de pasiones, sinsaber de tristezas, sin saber del bien nidel mal. En un divino egoísmo; con unalma diminuta, extraña, que noconociese una traición, que no debieseuna gratitud, que no hubiese soñadonunca con moverse del palmo de tierradel barranco o del cerro donde cayó unavez la semilla que trajo una ráfaga loca.

¡Si se pudiese borrar la vida yrecomenzarla! ¡Si se pudiese elegir! ¡Si

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pudiéramos matar el germenatormentante, venenoso, de la vidaciudadana!… Con qué tristeza se piensaque en todo el campo no hay tierrabastante para sepultar el maleficio delambiente vivido, tan poderoso que unasola amargura suya entenebrece. Conqué devoción, con qué ansiaextrahumana se recibiría la limosna deesta paz en que nos sentimos extraños.

¡Oh, ser árbol, ser roca, no saber, noquerer, no importar nada, no tener unalma enloquecida siempre con uno,siempre en un monólogo de obsesión, detormento!

Pero en el joven el ambiente amigo

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recuperó súbitamente su influjo. ¡Tantaternura había en el olor de la brisa quellegaba del mar, atravesando el bosquede pinos!… Cuando abrazó a doñaRosa, grave, pálida, rompió a llorar.Luego, ante el severo retrato de supadre, entogado, solemne, tuvo latentación de una reverencia.

Amaro cenó con ellos, para atenuarlo violento de las primeras horas.Después, acodado en la galería, mirandola negrura de la noche, esperó a queenganchasen el caballejo, que había dellevarle a su caserón. Isabel asomósetambién. Callados, desvaída la atenciónen la sombra infinita, permanecieron así

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largo rato. Un fuerte aroma campesinocrecía en la tibieza del aire encalmado.Débiles rumores llegaban alguna vez,acaso el zumbido de un insecto, acaso elrozar de las tiesas hojas del maíz contrael cuerpo del invisible perro vigilanteque atravesaba la era… Muy lejos seoyó el chirrido de los carros que veníande las aldeas remotas a buscar la arenade la playa. Entornando los ojos, Isabelhacía llegar los destellos de algún astrode cambiante color hasta la misma tierratenebrosa, claros y rectos como un hazde saetas milagrosas de suave luz.

En la casa de los Solís había unaventanilla iluminada: la del oratorio

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donde doña María, entre suservidumbre, guiaba con suspirante vozel santo rosario. Las cuentas deazabache eran invisibles sobre su negrotraje; destacábanse en el marfil de lasmanos y volvían a fundirse con el tristeluto. Ella, cerrados los ojos, pálida,esquelética, gemía las palabras de laoración, que el murmullo de voces ledevolvía. Después, cuando losservidores marchaban, aún rezabalargamente ante el Cristo sangrante ytrágico, cuya sombra hacía temblar en lapared la lamparita de aceite. Cadanoche, doña María pronunciaba unnuevo voto de sufrimiento, de penitencia

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cruel, a cambio de la vida de sus hijos,más transparentes, más ahilados de mesen mes, cargados de amuletosineficaces, tristes, serios…

Isabel dijo al fin en voz baja, comosi temiese romper el encanto de laenorme quietud:

—¡Cuánta paz hay en la noche!¡Parece que alrededor de nosotros todoha desaparecido!

Rodeiro calló. Pasaron unosinstantes.

—Isabel.—¿Qué?Pero Rodeiro tornó a enmudecer. La

joven contempló nuevamente la estrella

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diminuta para prolongar sus hilos de luz.Otra vez, pero más mimosa, más cerca,más apagada, la voz varonil susurró:

—Sabeliña.Y siguió todavía más próxima:—Tengo que decirle que estoy

enamorado de usted, que siempre estuveenamorado de usted…

Un silencio. La voz, másemocionada, casi temblorosa, agregó:

—Dentro de un mes marcharé; siquiere, antes de un mes nos despedimoslos dos en la Gándara en la iglesia deSanta María…

Al dar las once el reloj, doña Rosamiró, soñolienta, la esfera:

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—Ya son las once.Sergio repitió con la misma

entonación de escándalo de su madre:—¡Ya son las once!…En la estancia parecía haberse

amortiguado la luz; había un suave soporen el ambiente, en las personas, en lascosas. Se había oído correr en la puertalos pasadores de hierro, y después, laspisadas estrepitosas de los zuecos deChinto, que regresaba, cumplido aquelsu último deber de la jornada. Rafaela,antes de subir a su alcoba, había entradoen el comedor. Arrimada al quicio, consus manos ocultas bajo el mandil,contemplaba a Sergio visiblemente, casi

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maternalmente complacida de suregreso. Chinto apareció también arecibir órdenes. Era preciso queacompañase a Rodeiro con su farol porentre los campos tenebrosos. Rafaelainquirió, viendo soliviantarse a Sergioen su silla:

—¿Tiene sueño ya?—Sí, tengo sueño.—Allá no se acostaría tan temprano.—No.Aventuró aún:—Acaso a la una de la noche.—Más tarde.—A lo mejor, a las tres.—Más.

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Rafaela interrogó, asustada:—¿Y qué harán a esas horas, señor?

…Explicó Chinto, con aire de hombre

bien enterado, que habla a un ser deinferior cultura:

—Hacen esas cosas que ponen lospapeles, mujer.

Sergio entró en su cuarto. En losvidrios del balcón, el fondo negro de lanoche hacía espejo para su imagen.Desde fuera, aquella ventana iluminadatendría a lo lejos un apacible encantomisterioso. ¡Oh, el grato hogar!…Desnudóse, se zambulló en el lecho,apagó la luz. Oyó el crujido de aquellas

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escaleras que tantas veces había subido,y que gemían ahora bajo el peso de laanciana criada. Y entonces volvió apensar en Federica, pero sin rencor nipasión, como algo muy distante ya.Pensó un minuto. El sueño envolvía engasas su facultad evocadora. ¡La camaera tan blanda, tan amparadora laquietud, tan profundo el recogimiento dela noche!…

Y, casi vencido ya por el sopor,recordó con el mismo espanto deRafaela aquellos hombres que a esa horacomenzarían su labor en El Avance,llenando cuartillas con «esas cosas»complicadas y absurdas que «se ponen»

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en los periódicos…

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WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ(La Coruña, 1879-Madrid, 1964) fue unescritor español que cultivó en susnovelas, relatos y artículos periodísticosun humorismo cargado de crítica social.Se inició como periodista y obtuvopopularidad a través de una serie de

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crónicas parlamentarias tituladasAcotaciones de un oyente, que realizópara el diario madrileño ABC entre1915 y 1934.

Sus primeras novelas se centran enla descripción de la vida provincianagallega mediante un enfoque naturalistaen el que no falta la nota melancólica.Entre ellas destacan La procesión de losdías (1914) y Volvoreta (1917). Con Haentrado un ladrón (1920) comienza apracticar un humorismo escéptico queserá característico de creacionesposteriores como El secreto de BarbaAzul (1923), Relato inmoral (1928), Elmalvado Carabel (1931) y El hombre

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que compró un automóvil (1932).No obstante, su libro más ambicioso

es Las siete columnas (1926), fantasíaalegórica según cuya curiosa tesis elmundo sería atrapado por un mortalaburrimiento si no lo sostuvieran lossiete pecados capitales, motores queimpulsan las empresas humanas. En losaños de gobierno republicano y durantela guerra civil española, el autor sedecantó por la sátira política deinspiración conservadora, con títuloscomo Aventuras del caballero Rogeliode Amaral (1933), Los trabajos deldetective Ring (1934) y Una isla en elmar Rojo (1939).

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El gusto por una comicidad basadaen la deformación de los hechos yorientada por una intención crítica es elrasgo más sobresaliente de FernándezFlórez, que abordó las ideas deprogreso, liberalismo y democraciaguiado por su visión pesimista delmundo. Después de la guerra publicó Elbosque animado (1943), novela en laque recuperó los escenarios rurales desu Galicia natal.

También son notables los relatos deLas gafas del diablo (1918) y Visionesde neurastenia (1924), donde su humorcorrosivo brilla concentrado en loslímites de la narración breve. Aunque su

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escritura rechazó todo tipo deexperimentación, la ironía mordaz de suestilo posee una gran frescura. Ante eltono y el espíritu de nuestro autor, se hahablado, por comparación, de la humanacordialidad de Dickens y de la ironíaescéptica de Anatole France.

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Notas

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[1] Delfín. <<