Vida religiosa

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1 Documento de Lectura Vamos a mirar el problema de la vida religiosa desde la perspecva de la calidad de vida. Por dos razones fundamentales. En primer lugar, porque éste es un ideal irrenunciable en la cultura moderna y postmoderna. Es un ideal que se ha vuelto obsesivo en casi todos los ámbitos de esta sociedad del bienestar. Todo se relaciona y se juzga bajo la ópca y el ideal de la calidad de vida; el nacimiento y la muerte, la salud y la enfermedad, el trabajo y el descanso, el empo laboral y el empo vacacional… Los profesionales de la psicología, de la medicina, de las dietas, del comercio, del gimnasio… predican sin cesar el ideal de la calidad de vida. La calidad de vida es un ideal rentable, porque se ha converdo en una verdadera obsesión para el hombre y la mujer contemporáneos. En torno a él se generan numerosas necesidades. Es un ideal que vende. Por eso, al menos en parte, ha pasado al primer plano en la cultura del mercado. Esta cultura ene un especial insnto para descubrir dónde hay necesidades compulsivas y, por consiguiente, dónde hay oportunidades para el comercio rentable. Eso sí, se trata de un ideal que sólo puede ser culvado en la sociedad del bienestar. Es propio de aquellas personas que enen garanzada la vida y se pueden permir el lujo de mejorarla, de buscar calidad de vida. Son personas y sociedades que enen sobradamente cubiertas las necesidades primarias. El ideal de la calidad de vida apenas ene sendo para aquellas personas y aquellos pueblos que bastante enen con luchar denodadamente para conseguir la supervivencia, para garanzar el mínimo de la vida biológica, para cubrir las necesidades más primarias y elementales. ¿Cuándo llegará el día en el que los habitantes de la sociedad del bienestar sólo se permitan así mismos culvar la calidad de vida en solidaridad efecva con los habitantes de esas sociedades de pobres, marginados y excluidos? Sólo entonces este ideal será plenamente legímo y su búsqueda podrá tener lugar sin complejos de culpa. En segundo lugar, vamos a mirar el problema de la vida religiosa desde la ópca de la calidad de vida, porque la generación postconciliar hemos estado demasiado atareados con las reformas y las renovaciones de obras y ministerios, demasiado preocupados por los desaos, los retos y los compromisos apostólicos, por un cierto acvismo desenfrenado que no siempre ha redundado en una mejor calidad de vida. De hecho, ha llegado el momento de sincerar situaciones y preguntarnos cuál es el nivel real de nuestra calidad de vida, cuál es la calidad de la convivencia comunitaria en la vida religiosa. No sea que, distraídos o entretenidos con nuestros trabajos y nuestros afanes, se nos olvide vivir, como dice la canción. Y quien no vive suele acumular amargura y segregarla. Vivir, vivir con calidad: es el primer derecho y la primera obligación de todo ser humano. Buscar calidad de vida un signo de los tiempos. 1

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Vamos a mirar el problema de la vida religiosa desde la perspectiva de la calidad de vida. Por dos razones fundamentales.

En primer lugar, porque éste es un ideal irrenunciable en la cultura moderna y postmoderna. Es un ideal que se ha vuelto obsesivo en casi todos los ámbitos de esta sociedad del bienestar. Todo se relaciona y se juzga bajo la óptica y el ideal de la calidad de vida; el nacimiento y la muerte, la salud y la enfermedad, el trabajo y el descanso, el tiempo laboral y el tiempo vacacional… Los profesionales de la psicología, de la medicina, de las dietas, del comercio, del gimnasio… predican sin cesar el ideal de la calidad de vida.

La calidad de vida es un ideal rentable, porque se ha convertido en una verdadera obsesión para el hombre y la mujer contemporáneos. En torno a él se generan numerosas necesidades. Es un ideal que vende. Por eso, al menos en parte, ha pasado al primer plano en la cultura del mercado. Esta cultura tiene un especial instinto para descubrir dónde hay necesidades compulsivas y, por consiguiente, dónde hay oportunidades para el comercio rentable.

Eso sí, se trata de un ideal que sólo puede ser cultivado en la sociedad del bienestar. Es propio de aquellas personas que tienen garantizada la vida y se pueden permitir el lujo de mejorarla, de buscar calidad de vida. Son personas y sociedades que tienen sobradamente cubiertas las necesidades primarias. El ideal de la calidad de vida apenas tiene sentido para aquellas personas y aquellos pueblos que bastante tienen con luchar denodadamente para conseguir la supervivencia, para garantizar el mínimo de la vida biológica, para cubrir las necesidades más primarias y elementales. ¿Cuándo llegará el día en el que los habitantes de la sociedad del bienestar sólo se permitan así mismos cultivar la calidad de vida en solidaridad efectiva con los habitantes de esas sociedades de pobres, marginados y excluidos? Sólo entonces este ideal será plenamente legítimo y su búsqueda podrá tener lugar sin complejos de culpa.

En segundo lugar, vamos a mirar el problema de la vida religiosa desde la óptica de la calidad de vida, porque la generación postconciliar hemos estado demasiado atareados con las reformas y las renovaciones de obras y ministerios, demasiado preocupados por los desafíos, los retos y los compromisos apostólicos, por un cierto activismo desenfrenado que no siempre ha redundado en una mejor calidad de vida. De hecho, ha llegado el momento de sincerar situaciones y preguntarnos cuál es el nivel real de nuestra calidad de vida, cuál es la calidad de la convivencia comunitaria en la vida religiosa. No sea que, distraídos o entretenidos con nuestros trabajos y nuestros afanes, se nos olvide vivir, como dice la canción. Y quien no vive suele acumular amargura y segregarla. Vivir, vivir con calidad: es el primer derecho y la primera obligación de todo ser humano.

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Algo de esto quiere significar esa tesis tan repetida en las últimas décadas: la misión fundamental de la vida religiosa consiste en ser vida religiosa, no en hacer muchas cosas. Eso sí, no conviene establecer rígidas separaciones entre el ser y el hacer, entre el vivir y los afanes de cada día. Y tampoco conviene asociar la calidad de vida con la simple dimensión contemplativa de la vida religiosa. Es preciso extender ese ideal legítimo a todo: a la calidad de vida del silencio interior, de la soledad habitada, de la oración y la contemplación personal, pero también a la calidad de las relaciones humanas, de la convivencia, del trabajo y del ocio, de nuestros ministerios apostólicos.

La calidad de vida redunda en alegría, optimismo y entusiasmo. El sufrimiento es compatible con la calidad de vida; la tristeza, no. La falta de calidad de vida da lugar a lo que el monaquismo clásico llamó ya la “acedia” monástica. Llamaban así a una especie de tristeza profunda incrustada y enquistada en el alma. La acedia llevaba consigo un “echarse a morir” en la rutina y la monotonía cotidiana. Esto sucede cuando la vida se ha quedado sin sentido, sin sabor y sin objetivos, cuando ha perdido toda calidad.

Cuesta reconocerlo, pero, en honor a la verdad, es preciso afirmar que en la vida religiosa hay hoy versiones nuevas de la vieja “acedia” monástica. Ésta se manifiesta de formas nuevas, porque la clausura monacal es hoy menos rígida que antaño, y esto permite disimular mejor el aburrimiento. Igual hoy no es la acedia de quien se ve recluido en su celda o en su claustro, sino la de quien vaga sin sentido y sin rumbo por la ciudad o por las autopistas. Pero lo cierto es que hoy la vida religiosa, en general anda escasa en alegría y, por consiguiente, anda escasa en atractivo y en capacidad de convocatoria. Se puede parafrasear: “un monje triste es un triste un monje”. Es importante que exista la alegría en la vida religiosa para que ésta tenga valor testimonial y capacidad de convocatoria. Pero es importante, ante todo, para que sus miembros tengan y disfruten calidad de vida. Y, ¿qué significa “calidad de vida” para los seguidores y seguidoras de Jesús? ¿Es lo mismo el bienestar que la calidad de vida evangélica?

2.1 AMBIGÜEDAD DE LA “CALIDAD DE VIDA”

En esta situación de crisis de realismo y en estos momentos de tanta fragilidad institucional y comunitaria, uno de los objetivos fundamentales de la vida religiosa es cultivar la calidad de vida de los hermanos y de las hermanas. No se les debe abandonar en sus crisis personales, mientras se ponen tantos esfuerzos en renovar los edificios, reorganizar las obras y los ministerios, hacer ajustes institucionales... Primero son las personas, y éstas tienen derecho a la calidad de vida. Pero, ¿qué significa calidad de vida?

Se trata de un ideal que se ha apoderado de todos nuestros ambientes. Está presente en los foros políticos, en los centros docentes y hospitalarios, en los programas de acción social, en los consultorios médicos, en los gabinetes de psicología, en los gimnasios de belleza, en las grandes superficies comerciales y en los supermercados... La cultura moderna y postmoderna y, sobre todo, la sociedad del bienestar ya no saben hablar sin referirse a ese ideal irrenunciable de la calidad de vida. Este ideal ha sembrado en la mayoría de las personas una necesidad compulsiva de buscar calidad de vida. Para vender una mercancía, ésta debe tener relación con una mejor calidad de vida. Hay, sin embargo, un problema: apenas existe consenso sobre lo que significa verdaderamente la calidad de vida.

Se trata de un concepto ambiguo y equívoco. En principio, es un ideal humano, profundamente humano. Por su-puesto, es un ideal legítimo y deseable para todas las personas. Pero no resulta fácil definirlo con precisión. En principio, pareciera que basta tener juventud, buena salud, abundancia de bienes materiales, buena alimentación, buen puesto profesional, opciones de ocio y diversión, una familia estable o buenas relaciones sociales... para garantizar la calidad de vida. Pero, no. Esas

2 Calidad de Vida y Calidad de Vida Evangélica

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condiciones personales facilitan la calidad de vida —por supuesto, mucho más que las condiciones opuestas—, pero no la aseguran. Hay muchos ejecutivos que padecen stress. Hay muchos jóvenes y muchas bellezas que padecen desencanto. Hay muchas personas rebosantes de salud y hundidas en el pesimismo. Hay muchos potentados que padecen depresión. Hay muchas personas con una familia estable que padecen un hondo vacío de sentido y de sabor. ¿En qué consiste, pues, la calidad de vida?

No es bueno tomar atajos místicos y sacar precipitadamente conclusiones demasiado piadosas. La calidad de vida no se ha de buscar en la pobreza, en la ancianidad, en la enfermedad, en el sufrimiento, en la ascesis radical... Los muy “espirituales” son demasiado propensos a sacar esta conclusión, con un cierto tono apologético. Pero no, esa es una falsa salida. No es necesariamente una salida evangélica. Sin embargo, sí es bueno superar la tentación propia de la sociedad del bienestar, que sólo considera posible la existencia de calidad de vida sobre la base de la salud, de la juventud, de la riqueza, del éxito profesional, del reconocimiento social... La experiencia nos va enseñando que la calidad de vida no siempre está garantizada dentro de esos límites y, por otra parte, puede acontecer fuera de los mismos.

Ya el Evangelio de Jesús acumula apuntes que cuestionan ese concepto demasiado restringido de calidad de vida que maneja la sociedad del bienestar. Los estudiosos de las enseñanzas de Jesús llaman la atención sobre la abundancia de “paradojas” en los evangelios. Por supuesto, el caso más obvio es el de las bienaventuranzas. “Bienaventurados los pobres...., los que lloran..., los que tienen hambre... los perseguidos....”. (Mt 5, 1-12). Y, en negativo: “Ay de vosotros los ricos..., los que estáis hartos..., los que reís..., si todos hablan bien de vosotros...” (Lc 6, 24-26). Pero las paradojas evangélicas se multiplican sin cesar: los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos; el que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado; el que gana la vida la pierde y el que la pierde la gana... Frases más paradójicas no se pueden encontrar. Suenan extrañas y chocantes al oído humano.

Esto quiere decir que hay, cuando menos, dos concepciones distintas de la calidad de vida. Una es la calidad de vida que defiende la sociedad del bienestar. Otra es la calidad de vida que propone el Evangelio de Jesús. En principio, no tendrían que ser dos concepciones contrapuestas. El Evangelio de Jesús no es contrario a la salud, a los bienes materiales, al bienestar, a las relaciones sociales... En ese caso, Jesús no hubiera curado a los enfermos, no hubiera multiplicado los panes, no hubiera tomado tiempo para el descanso, no hubiera cultivado la amistad y fomentado la comunidad... Pero, de hecho, la experiencia nos dice que la salud, la abundancia de bienes, el bienestar, el éxito social... no son garantía absoluta de calidad de vida. Eso mismo advierte el Evangelio de Jesús al insistir en las aludidas paradojas. Hay que tener cuidado con la ambigüedad de los bienes materiales, del éxito social, del excesivo cuidado por la “propia” vida... Igual nos hacen olvidar otros elementos más necesarios e irrenunciables para alcanzar verdadera calidad de ida.

2. 2 LA CALIDAD DE VIDA EN LA SOCIEDAD DEL BIENESTAR

Estas primeras reflexiones nos hacen pensar hoy que quizá hay una larga distancia entre el concepto de calidad de vida que rige en la sociedad del bienestar, y el concepto de calidad de vida que rige en los evangelios de Jesús. Seguro que hay una gran distancia entre la “calidad de vida” que suena en el argot de la sociedad del mercado y la “calidad de vida evangélica”. La vida religiosa debe estar hoy muy atenta a esta diferencia. Quizá el olvido de la misma es parte y razón fundamental del problema de fondo que hoy padece la propia vida religiosa. ¿No habrá confiado demasiado en la sociedad del bienestar a la hora de definir en qué consiste la “calidad de vida”? ¿No se habrá dejado engañar la vida religiosa sobre este asunto, hasta caer en lo que se ha dado en llamar un “cierto aburguesamiento de la vida religiosa”? ¿No habrá agudizado la crisis de la vida religiosa el mucho adaptarse de ésta a la sociedad del bienestar o el mucho buscar calidad de vida con los criterios propios de la sociedad del mercado?.

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La calidad de vida de la sociedad liberal y neoliberal, de la sociedad del bienestar, de la cultura del mercado... se caracteriza por el “cultivo de los sentidos”, por la búsqueda de sensaciones intensas, de “gratificaciones sensibles”... Aquí sí que las sensaciones mandan. Es preciso cultivarlas, satisfacerlas, consumirlas. Consumir sensaciones: se ha creado la falsa ilusión de que somos más felices o tenemos más calidad de vida en la medida que consumimos más sensaciones gratas. El mercado ha explotado bien esa necesidad compulsiva de placer que anida en todos los seres humanos. Basta acercarse a un supermercado, a una gran superficie, para observar las mercancías y ver cómo se procura excitar todos los sentidos de los potenciales compradores y consumidores: el gusto, el tacto, la vista, el olfato, el oído, la fantasía...

Es lógico. El mejor aliado del mercado es la promesa de placer, de sensaciones placenteras, de bienestar, de comodidad y confort, de una felicidad que se puede comprar y vender. Por eso, no basta asociar la calidad de vida con la satisfacción de las necesidades primarias y elementales. Eso reduciría demasiado la demanda de los compra-dores. A la vida hay que pedirle más. Es preciso crear cantidad de necesidades añadidas para vender cantidad de mercancías costosas. Es preciso aguzar el deseo. Porque, efectivamente, el deseo va mucho más allá que la necesidad. La satisfacción de la necesidad no resuelve la cuestión del deseo, que siempre apunta más lejos. Por eso, las compras no terminan nunca.

En esto de las necesidades y los deseos sucede algo parecido a lo que sucede en el ámbito de la informática: siempre falta un nuevo suplemento, un nuevo artilugio, un nuevo programa... para estar al día. De igual modo, cuando se han cubierto las necesidades esenciales, siempre falta algún deseo por satisfacer, para que la calidad de vida sea completa, para que la felicidad y el bienestar sean plenos, para que ya no haga falta más. Pero este momento no llega nunca; el mercado se encarga de que no llegue nunca, porque sería su propia ruina. El mercado tiene que atender a dos frentes: que no se apague el deseo de los compradores; que las mercancías tengan todas fecha de caducidad. Y así

la calidad de vida queda subordinada a los objetivos del mercado. Y queda asociada al cultivo de los sentidos y de las sensaciones, a la satisfacción de las necesidades y los deseos.

En eso cifra la cultura del mercado la felicidad de los seres humanos: en el cultivo de los sentidos. Por eso, la felicidad no se tiene ni se conquista; sencillamente se compra. Es imposible la felicidad si no hay dinero; es imposible también si no hay placer. El placer es definitivo para conseguir calidad de vida en la cultura neoliberal, para ser feliz en la sociedad del bienestar.

Digámoslo ya, el placer no es ene-migo de la felicidad, ni de la calidad de vida, ni de la calidad de vida evangélica. Esta tesis debe ser mantenida a todo trance por la teología y la espiritualidad cristiana. Debe ser mantenida por la vida religiosa, cuando predica las renuncias de los tres votos y otras renuncias. No son verdaderamente cristianas ni la ascética ni la mística que la emprenden contra el placer, como si fuera malo o demoníaco. Eso no es cristianismo, no es radicalidad evangélica; es sencillamente dualismo maniqueo. Las invectivas contra el placer son con frecuencia, en la vida religiosa, el fruto de un resentimiento secreto o de una frustración personal inconfesada. Ni Jesús ni sus evangelios la emprenden contra el placer en sí. Sólo dicen que el placer no es garantía de felicidad, que la calidad de vida es también posible cuando el placer falta, que el placer sólo es legítimo y humano cuando es solidario, y que deja de serlo cuando se conquista a costa de los demás. En este contexto los evangelios hablan de renuncias para el seguimiento de Jesús. La vida religiosa ha tomado buena nota de ello en los momentos más evangélicos de su historia.

El mayor error de la sociedad del bienestar no consiste en cultivar los sentidos o las sensaciones, en proporcionar medios para satisfacer las necesidades, en aguzar los deseos, en procurar gratificaciones sensibles. Consiste en reducir la felicidad a eso, en identificarla con el placer. Y de este error se ha infectado también la vida religiosa en esta sociedad del bienestar. Hace bien la vida

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religiosa en defender el derecho y la legitimidad del placer, del confort, del bienestar... Pero quizá se ha equivocado al buscar por ese camino la calidad de vida y, sobre todo, la calidad de vida evangélica que debe ser la suya. Salvo aquellas personas, comunidades o congregaciones que, por opción, se han mantenido fieles a la pobreza, o aquellas que por falta de medios no han podido disfrutar de los beneficios de esta sociedad del bienestar, la mayor parte de las Congregaciones se han visto envueltas de lleno en las solicitaciones de esta sociedad neoliberal y del bienestar.

Es un error monumental en la vida de las personas cultivar sólo los sentidos, y no prestar atención a la gran necesidad que habita en el fondo del ser humano: la necesidad del “sentido de la vida”. Sin referirlo, por supuesto, a la vida religiosa, lo intuyó muy bien el gran psiquiatra vienés V. Frankl, mientras habitaba un campo de concentración. Ningún lugar mejor para verificar la tesis que él defendió siempre: “El problema fundamental del ser humano no es el problema del placer, sino el problema del sentido. Sin placer se puede vivir; sin sentido, sólo cabe el suicidio”. Efectivamente, en un campo de concentración los placeres eran absolutamente escasos o simplemente inexistentes. Y, sin embargo, valía la pena seguir viviendo. Pero, cuando desaparecía el sentido de la vida, entonces ya era el final, no valía la pena seguir luchando; lo mejor era la autodestrucción o que llegara cuanto antes la aniquilación en los hornos crematorios. En ese momento de pérdida de sentido era trascendental que alguien se acercara y, con una simple palabra, inyectara un motivo para seguir luchando y esperando. El problema del ser humano es total cuando desaparece el sentido de la vida. Mientras existe el sentido, aunque desaparezca el placer, vale la pena seguir viviendo, y hasta se puede hablar de cierta calidad de vida. Porque ésta es compatible con la ausencia del placer e incluso con el sufrimiento. Que lo digan, si no, muchas madres sacrificadas hasta el extremo por sus hijos y muchos hijos e hijas sacrificados hasta el extremo por sus padres. ¿Se puede negar sentido y calidad a sus vidas? Que

lo digan muchos profesionales y vocacionados que han encontrado su felicidad plena y la más elevada calidad de vida en una vida sacrificada y solidaria, entregada a los más desposeídos y marginados. Ante estas experiencias la sociedad del bienestar y la cultura del mercado quedan absolutamente mudas y confundidas.

2. 3 CALIDAD DE VIDA EVANGÉLICA

El Evangelio de Jesús apunta en esta dirección. No demoniza los sentidos y las sensaciones, ni renuncia al cultivo humano de los mismos. Pero sitúa la calidad de vida, sobre todo, en el cultivo del “sentido” de la vida. Dar con el sentido de la vida: esa es una condición irrenunciable de la calidad de vida evangélica. “Buscar el Reino de Dios y su Justicia”: esa es la dirección. Cultivar el sentido de la vida significa cuidar los fines o el fin de la vida y no atascarse en los medios. ¿Por qué estamos aquí? ¿Para qué estamos aquí? ¿Cuál es el sentido y el destino de nuestra existencia humana? ¿A qué es-tamos llamados? ¿En qué consiste nuestra plena realización, nuestra satisfacción cumplida, la auténtica felicidad o bienaventuranza? Es necesario dar oportuna respuesta a estas preguntas para poder hablar de “calidad de vida evangélica”.

Sin sentido no es posible tener calidad de vida. Pero el sentido que nos proporcionan los evangelios de Jesús no es una simple conquista de nuestra inteligencia. Los racionalismos exacerbados y las ideologías han restado calidad de vida evangélica en muchos monasterios, conventos y comunidades religiosas. El sentido evangélico de la vida es una gracia, un don. Es el fruto de una revelación. Nos ha sido desvelado en la persona, en la predicación, en la praxis de Jesús. Por eso, sólo se puede acceder a él en fe y confianza. La fe es, de algún modo, la base de la calidad de vida evangélica. Es esa luz o esa iluminación que proporciona el don y la gracia del sentido.

En la vida evangélica el sentido no excluye los sentidos, ni el sentido excluye el sabor. Esta afirmación vale como criterio para la vida religiosa. El error de la sociedad del bienestar no consiste en

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cultivar los sentidos y las sensaciones, en procurar placer. Consiste en procurarlo, con mucha frecuencia, a costa del sentido, o procurarlo sin prestar la más mínima atención al problema del sentido. Y, por eso, con frecuencia, la desembocadura de tanto placer, de tantas sensaciones placenteras, de tantas gratificaciones sensibles... suele ser el hastío, el sinsentido, una cierta “acedia” secular. Por eso, la calidad de vida que propone la sociedad del bienestar está siempre en el borde del precipicio, en el filo del fracaso.

Por el contrario, el acierto del Evangelio de Jesús consiste en armonizar convenientemente sentido y sabor, sentido y sentidos, sentido y placer. Lo ilustra bien la contraposición entre la figura de Jesús y la figura de Juan. Dicen los estudiosos que se trata de una contraposición con visos de tener un trasfondo histórico. La gente decía de Juan que tenía demonio, porque aparecía como un asceta empedernido. De Jesús, sin embargo, decían —probablemente exagerando y con propósitos aviesos— que era un comilón y un borracho. Pero el fondo histórico del asunto era que efectivamente Jesús apareció en su porte como un hombre jovial y optimista, capaz de disfrutar de la naturaleza y de la amistad.

La cristología subraya hoy un hecho sorprendente: la cantidad de convites o banquetes en los que está presen-te Jesús a lo largo de su vida. Según el evangelio de Juan, la participación en la boda de Caná se encuentra en el inicio de su ministerio público. Y según todos los evangelios, Jesús termina su ministerio público con la cena de despedida que celebra con sus seguidores más íntimos. En medio hay numerosos banquetes en los que Jesús es invitado e incluso a veces hace de anfitrión. Un hombre así no puede poner el sentido contra el sabor, ni el sentido contra el placer.

El ideal final de la calidad de vida evangélica no es la ascesis, la negación del placer, el sufrimiento. El ideal final de la calidad de vida evangélica es la felicidad, la bienaventuranza integral.

Eso sí, con mucha lucidez y mucho realismo los evangelios saben armonizar sentido y sentidos, renuncias y placer. Aquí está la clave de la calidad de vida evangélica que debe buscar la vida religiosa. Los evangelios dejan claro que la cuestión primera es la cuestión del sentido. Es decir, la calidad de vida comienza siendo un problema de luz o de lucidez, de ver claro; es un problema de fe, de confianza.

Así entendida, la calidad de vida evangélica no excluye el sabor y el placer. Pero esa misma lucidez aconseja armonizar convenientemente el sentido y el sabor, el sentido y el placer. Pro-pone como objetivo de vida la felicidad o la bienaventuranza. Pero con la misma lucidez contempla la necesidad de ciertas renuncias para que la calidad de vida sea verdaderamente evangélica, para conseguir una calidad de vida verdaderamente humana y humanizadora, para que los placeres deshumanizados no nos dejen a las puertas del sinsentido y del absurdo. Este es el único motivo de las renuncias en los evangelios, en la vida de los seguidores y seguidoras de Jesús, en la vida religiosa.

Jamás la vida cristiana debe renegar del placer; pero jamás debe proponerlo como un absoluto a costa de otros valores. Ni es legítimo procurarlo insolidariamente a costa de los demás seres humanos.

Por aquí hay que buscar el camino para que las renuncias en la vida religiosa no estén reñidas con una verdadera calidad de vida evangélica. Se puede renunciar y ser feliz. Se puede ser feliz renunciando, si se hace con sentido. No siempre los votos han humanizado a quienes los profesaron. Ni siempre las renuncias fueron vividas con verdadero sentido evangélico. Por eso hay que cuidar las motivaciones y el sentido de las renuncias para garantizar la calidad de vida evangélica entre los religiosos y las religiosas, para que el seguimiento no nos triture o nos aplaste bajo el peso de unas renuncias sin suficientes motivaciones evangélicas.

El problema del sentido puede explicar la raíz más honda de la crisis actual de la vida religiosa. Efectivamente, para quien esta vida carece de

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sentido, la crisis es total. Pero el problema del sentido no es un problema de razonamiento. Las razones y las ideologías no son suficientes para proporcionar sentido. El sentido es sobre todo un problema de vivencia, de experiencia..., también de sentimiento. Encontrar sentido significa sobre todo vivir con gusto, degustar, saborear... esta vida, más allá de las fortalezas o las debilidades institucionales, más allá de los éxitos o los fracasos apostólicos.

Y este gusto o sabor de la vida religiosa abarca, sobre todo, tres niveles fundamentales: el nivel personal, el nivel comunitario, el nivel misional. Son tres dimensiones fundamentales de la calidad de vida evangélica. En el nivel personal el gusto y el sabor evangélicos tienen que ver sobre todo con una profunda experiencia de fe, con una vida teologal intensa. Es la primera invitación que Jesús hace: una invitación a la fe. En el nivel comunitario el gusto y el sabor evangélicos tienen que ver sobre todo con la calidad de la convivencia fraterna y sororal. Ese es el núcleo de la experiencia cristiana: el amor, la comunión, la reconciliación. En el nivel misional el gusto y el sabor evangélicos tienen que ver con la entrega generosa de la propia vida al servicio de esta humanidad. No hay calidad de vida si el tiempo se nos va quedando vacío y la vida ha sido gastada en nonadas, o simplemente perdida.

De hecho, el ejercicio de la oración y la contemplación no tiene como única finalidad la búsqueda de sentido. También acaba siendo una búsqueda de misión, un atinar con lo que Dios quiere de cada uno de nosotros, un acertar con aquello que estamos llamados a aportar para la construcción de una humanidad más humana, más justa, más fraterna. La calidad de vida está hecha de sentido y de misión.En esta crisis de reducción y de realismo de la vida religiosa, el problema de una calidad de vida deficiente no siempre radica en la falta de sentido.

3 La calidad de vida también contempla la Misión y el Trabajo

A veces radica en la falta de misión. Lo normal es que ambas carencias vayan juntas, pero a veces destaca más el vacío de misión o la falta de sentido precisamente por falta de misión.

Sí, a base de tanto insistir en la gratuidad o de tanto repetir que la misión de la vida religiosa es sólo ser vida religiosa, hemos dado lugar a algunos malentendidos. Que la gratuidad es presupuesto irrenunciable de la calidad de vida evangélica es algo indiscutible. Que la misión básica de la vida religiosa es ser vida evangélica, se puede afirmar sin ningún temor a equivocarse. Pero ni la gratuidad ni la vida evangélica están reñidas con la misión. Es más, es precisamente en la misión donde se expresan y se encarnan la gratuidad y la vida evangélica. Si falta la misión, gratuidad y vida evangélica pueden quedar absolutamente vacías de contenido, reducidas a meros flatus vocis.

Tampoco vamos a atribuir todos los fallos personales en este sentido a la legítima reivindicación actual de la gratuidad ni a la tesis del ser tan propia de la actual teología de la vida religiosa. A veces las explicaciones de esos fallos personales en relación con la misión son mucho más obvias y elementales. Esos fallos pueden explicarse sencillamente por el hecho de que el religioso o la religiosa no han caído en la cuenta de que una vida sin misión, sin tarea… es una vida sin calidad. Y así tenemos religiosos o religiosas que se dedican sencillamente a “hacer el fraile o la monja”, como si eso fuera una profesión y no una vocación. Es decir, se dedican a dejar pasar el tiempo, las horas, los días, los meses y los años… simplemente paseando por los claustros y esperando al toque de campana para la siguiente observancia regular, o girando por las calles sin otra misión que “matar” el tiempo y buscar entretenimiento para disimular el aburrimiento.A estos monjes se les llamaba otrora los “giróvagos”.

Ciertamente, la vida no se ha de medir sólo por el trabajo o por el éxito profesional o la eficacia productiva. Mucho menos la vida religiosa que dice ser o quiere ser vida evangélica radical. La época postconciliar nos ha puesto bien de manifiesto las consecuencias negativas de lo que se ha llamado el

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“activismo apostólico” y otros activismos. Bueno es no caer en los mismos errores. La vida se mide por sí misma. Ya es un don el simple hecho de vivir.

Pero cosa distinta es pensar que la misión, la tarea, el trabajo… no tengan importancia alguna en la vida de las personas, también en la vida de los religiosos y las religiosas. Estamos en la vida para algo. Es importante poner nuestro granito de arena para construir una humanidad más humana, más justa, más fraterna. Dicho de forma mucho más sencilla: es fundamental que cada persona haga algo para que quienes viven a nuestro lado o un poco más lejos vivan con más dignidad, con más humanidad, con más esperanza, con más sentido y sabor. Esto dignifica también al que hace algo. Ese algo dependerá de los talentos, de la vocación, de las circunstancias, de tantas variantes más, pero, en todo caso, ese algo que cada cual hace por el resto de los seres humanos es lo que va dejando llena nuestra vida. Ese algo, por muy humilde y modesto que sea, es nuestra misión en la vida. A eso somos llamados y destinados.

Por muy gratuita que deba ser nuestra vida, también los religiosos y las religiosas tenemos una misión en medio de esta humanidad. Será por la vía de la evangelización, de la enseñanza, de la asistencia sanitaria, de la lucha por la justicia y los derechos humanos… o simplemente por la vía de tareas mucho más sencillas y menos vistosas al interior de la propia comunidad. Las tareas pueden ser múltiples o multiformes, pero nadie está en esta vida sin misión. Llegar al final de la vida y poder decir: “¡Misión cumplida!” es una forma de confesar que la vida religiosa ha sido una vida con calidad. La misión forma parte de la calidad de vida. Y no precisamente por lo que tenga de eficacia o de éxito, sino por lo que tiene de responsabilidad hacia este mundo en construcción y de solidaridad especialmente con las personas más necesitadas.

¡Es terrible que la vida vaya quedando vacía! Ese vacío se va acumulando con el tiempo y en cualquier momento puede reflejarse en una sensación de frustración o de fracaso existencial. Y a partir de esa sensación va a ser muy difícil tener calidad de vida.

Este problema es real en la vida religiosa y forma parte de ese debilitamiento de la calidad de vida en algunos religiosos y religiosas. Hay hermanos y hermanas que padecen ya esta frustración o fracaso existencial. Este vagar por la vida en el sentido peor de la palabra, es decir andar por la vida sin hacer nada, sin tarea ni misión está en el fondo de muchas tristezas, depresiones o acedias monásticas.

¿Qué he hecho en la vida? ¿Qué estoy haciendo en la vida? Estas preguntas son capitales siempre, pero especialmente cuando se hacen en clave vocacional y misional. Equivalen a estas otras más clásicas: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es mi vocación? ¿Cuál es mi misión en la vida? ¿Qué estoy llamado o llamada a hacer por esta humanidad, por mis hermanos y mis hermanas?

En el momento actual de la vida religiosa dichas preguntas no deben inducir de nuevo al activismo desenfrenado del período postconciliar, ni a medir la vida religiosa por el trabajo afanoso y por los éxitos apostólicos y profesionales. No. Esas preguntas deben inducirnos a cultivar la calidad de vida. Son preguntas para alertar y que nadie vaya dejando su vida vacía, cuando la humanidad está tan necesitada de nuestra humilde misión. No importa si los talentos y habilidades son muchos o pocos; lo importante es que cada cual ponga a producir aquellos talentos y habilidades con los que ha sido agraciado o agraciada. Y no basta “cumplir”, que para algunos religiosos y religiosas equivale a “obedecer” sin más. Hay que cuidar el trabajo, hay que procurar la calidad del trabajo, el trabajo bien hecho. Hacer sólo lo que nos mandan o sólo porque nos lo mandan, puede conducirnos a hacer las cosas mal. La obediencia material no garantiza la misión bien hecha.