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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 69 (2010), 515-544 Valores o virtudes EMILIO J. MARTÍNEZ GONZÁLEZ Roma INTRODUCCIÓN “Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o elogiable 1 , tenedlo en aprecio” (Flp 4, 8). La pedagogía y la filosofía cristianas, deudoras de la ética aristoté- lica, han hecho de la enseñanza y práctica de la virtud la esencia del proceso educativo 2 . Aunque el término virtud sólo aparece tres veces en el Nuevo Testamento (1 Pe 2, 9 y 2 Pe 1, 5, junto a la cita de Fili- penses arriba anotada) 3 , éste, con diversos contenidos, fue incorporado al discurso de los Padres griegos, asumido por Agustín 4 , Ambrosio y Gregorio, definido en las Sentencias de Pedro Lombardo como “una buena cualidad de la mente, por la cual se vive rectamente, de la que nadie usa mal, que Dios obra en nosotros sin nosotros” 5 y explicado 1 ε τις ρετ κα ε τις παινος, en el original griego. 2 Por “proceso educativo” entiendo aquí no sólo la transmisión de unos contenidos de orden moral, sino el camino a través del cual dichos contenidos son asumidos e interiorizados por el individuo (cf. C. A. TREPAT, ¿Educar sin instruir?: Cuadernos Cristianisme i Justícia 146, 5-7, para una aclaración de términos). 3 Cf. TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad del Oriente cristiano, Monte Car- melo, Burgos 2004, 343-344. 4 Quien da esta definición: “Virtud es lo que hace bueno al que la posee y buena la obra que realiza” (tomamos la cita de: D. MONGILLO, Virtud, en F. COMPAGNONI G. PIANA S. PRIVITERA M. VIDAL, Nuevo Diccionario de Teología Moral, Madrid 2 2001, 1867). 5 Ib.

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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 69 (2010), 515-544

Valores o virtudes EMILIO J. MARTÍNEZ GONZÁLEZ Roma INTRODUCCIÓN “Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o elogiable1, tenedlo en aprecio” (Flp 4, 8). La pedagogía y la filosofía cristianas, deudoras de la ética aristoté-lica, han hecho de la enseñanza y práctica de la virtud la esencia del proceso educativo2. Aunque el término virtud sólo aparece tres veces en el Nuevo Testamento (1 Pe 2, 9 y 2 Pe 1, 5, junto a la cita de Fili-penses arriba anotada)3, éste, con diversos contenidos, fue incorporado al discurso de los Padres griegos, asumido por Agustín4, Ambrosio y Gregorio, definido en las Sentencias de Pedro Lombardo como “una buena cualidad de la mente, por la cual se vive rectamente, de la que nadie usa mal, que Dios obra en nosotros sin nosotros”5 y explicado 1 ε τις ρετ κα ε τις παινος, en el original griego. 2 Por “proceso educativo” entiendo aquí no sólo la transmisión de unos contenidos de orden moral, sino el camino a través del cual dichos contenidos son asumidos e interiorizados por el individuo (cf. C. A. TREPAT, ¿Educar sin instruir?: Cuadernos Cristianisme i Justícia 146, 5-7, para una aclaración de términos). 3 Cf. TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad del Oriente cristiano, Monte Car-melo, Burgos 2004, 343-344. 4 Quien da esta definición: “Virtud es lo que hace bueno al que la posee y buena la obra que realiza” (tomamos la cita de: D. MONGILLO, Virtud, en F. COMPAGNONI – G. PIANA – S. PRIVITERA – M. VIDAL, Nuevo Diccionario de Teología Moral, Madrid 22001, 1867). 5 Ib.

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profusamente por Tomás de Aquino6. Con la ilustración, el tema de las virtudes entró en crisis. P. Valéry afirmó en 1934: “La palabra virtud ha muerto, o al menos está mu-riendo”7 y Lalande en 1971: “Las palabras virtud y virtuoso tienden, según parece, a desaparecer del lenguaje moral contemporáneo. Se las usa sólo en las expresiones consagradas o bien se añade una fórmula que recuerda esta semifalta de costumbre”8. “La ausencia de la voz virtud en muchos diccionarios teológicos y el papel del todo secunda-rio que se le reserva en diversas obras contemporáneas de teología moral confirman estas valoraciones”9. Es en este contexto en el que, en el ámbito de la pedagogía, gana terreno el discurso sobre la educación en valores, no siempre entendi-da como opuesta a la educación en la virtud o en las virtudes, pero sí, al menos muchas veces, comprendida como superación de un modelo obsoleto10. Partiendo de la base de que la educación no es sólo transmisión de conocimientos, aparentemente superado el concepto de virtud como base de la formación moral, se constituía aquella como enseñanza de valores con la pretensión de insertarlos en la vivencia social. Educar en valores era -y es todavía ahora- el objetivo de la educa-ción moral de las nuevas generaciones, con la pretensión de generar buenas personas, instruidas en el conocimiento y la vivencia de con-tenidos morales fundados en los principios de ciudadanía, convivencia cívica, derechos humanos, etc. El fin del siglo trajo, sin embargo, un renacimiento de la virtud. Proverbiales, en este sentido, son los trabajos de teología moral publi-

6 En el Catecismo de la Iglesia Católica, art. 1803-1844, encontramos un resumen didáctico de la teoría católica de la virtud. 7 “«La palabra virtud no se encuentra ya sino en el catecismo, los chistes, la Academia y las operetas». Así se expresaba irónicamente el poeta y ensa-yista francés Paul Valéry en el cuarto de los cinco volúmenes de ensayos re-cogidos entre 1924 y 1944 bajo el título Varietès” (G. RAVASI, Ritorno alle virtù. La riscoperta di uno stile di vita, Mondadori, Milán 2005, 11). 8 Ambas citas en D. MONGILLO, Virtud…, 1868. 9 Ib. 10 Cf. J. M. FERNÁNDEZ SORIA, Educar en valores. Formar ciudadanos. Vieja y nueva educación, Biblioteca Nueva S.L., Madrid 2007.

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cados por Alasdair MacIntyre11, para quien la moral debe recuperar su dimensión comunitaria, pues no podrá ser tal sometida a la tiranía del subjetivismo y del individualismo12. Para MacIntyre, la secularización de la moral iniciada con la Ilus-tración ha conducido a un empobrecimiento de la misma, que no ha supuesto la ansiada autonomía, sino que la ha privado de valores, de ideales y de contenidos. Se han perdido puntos de referencia y las ins-tituciones han quedado deslegitimadas. Entonces, según el autor escocés, sería necesario retornar a la tra-dición ética aristotélica basada en la virtud como fundamento último de las leyes y las relaciones humanas. Sólo en ella encuentran una ba-se sólida los valores y devienen comunes, sólidos y auténticos. MacIn-tyre añade que es la tradición moral católica la única capaz de ofrecer una superación real del relativismo de los valores, convirtiéndose en una indudable referencia para retomar las raíces de la filosofía moral, basada en la virtud13. Se abre así, un debate al inicio de nuestro siglo, que trata de dilu-cidar el fundamento de un campo tan decisivo como la educación mo-ral: ¿virtudes o valores? LA VIRTUD EN LA HISTORIA La época clásica Profundizando un poco en el apunte histórico presentado más arri-ba14, encontramos en la filosofía griega los primeros usos de la palabra

11 Sobre todo dos: After virtue, University of Notre Dame Press, Notre Dame 1981 (Tras la virtud, Crítica, Barcelona 22004) y Dependent Rational Animals: Why Human Beings Need the Virtues, Open Court, Chicago 1999 (Animales racionales y dependientes: por qué los seres humanos necesitamos las virtudes, Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona 2001) 12 Cf. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud. Ensayo de Filosofía moral, EIUNSA, Barcelona 1992, 98-115. 13 Cf. G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 32-33; L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, Cristiandad, Madrid 2004, 58-61. 14 Cf. D. MONGILLO, Virtud…, 1866-1869; G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 11-17.

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virtud (areté) relacionados siempre con el comportamiento recto, sobre todo –pero no sólo- en el ámbito militar, y como bien al que hay que tender15. Será Platón quien use primero el significado que luego se hará pre-ferente, “de prerrogativa del espíritu humano”16, presentando además un elenco y comentario en el diálogo La República de las famosas cuatro virtudes cardinales, que encontramos también en el libro de la Sabiduría: “Si alguien ama la justicia, las virtudes son su especialidad, pues ella enseña templanza y prudencia, justicia y fortaleza; para el ser humano no hay en la vida nada más provechoso” (Sab 8, 7). Pero el tratado más amplio sobre la virtud es el que Aristóteles presenta en su Ética a Nicómaco, particularmente en los Libros II al VII. Así, al comienzo del Capítulo VI del Libro II, encontramos: “Se ha de confesar ser verdad, que toda virtud (areté) hace que aquello cu-ya virtud es, si bien dispuesto está, se perfeccione y haga bien su pro-prio oficio. Como la virtud del ojo perfecciona el ojo y su oficio, por-que con la virtud del ojo vemos bien, de la misma manera la virtud del caballo hace al caballo bueno y apto para correr y llevar encima al ca-ballero y aguardar a los enemigos. Y si esto en todas las cosas es así, la virtud del hombre será hábito que hace al hombre bueno y con el cual hace el hombre su oficio bien y perfectamente”. Así, “la areté es una forma específica de exĕs, habitus17: la pro-

15 Cf. TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad…, 343. 16 D. MONGILLO, Virtud…, 1866. 17 “Después de esto tenemos que considerar qué es la virtud. Puesto que las cosas que pasan en el alma son de tres clases, pasiones, facultades y hábi-tos, la virtud tiene que pertenecer a una de ellas. Entiendo por pasiones ape-tencia, ira, miedo, atrevimiento, envidia, alegría, amor, odio, deseo, celos, compasión, y, en general los afectos que van acompañados de placer o dolor. Por facultades aquéllas en virtud de las cuales se dice que nos afectan esas pa-siones, por ejemplo, aquello por lo que somos capaces de airarnos o entriste-cernos o compadecernos; y por hábitos aquello en virtud de lo cual nos com-portamos bien o mal respecto de las pasiones, por ejemplo, respecto de la ira nos comportamos mal si nuestra actitud es desmesurada o lacia, y bien si obramos con mesura; y lo mismo con las demás. Por tanto, no son pasiones ni las virtudes ni los vicios, porque no se nos llama buenos o malos por nuestras pasiones, pero sí por nuestras virtudes y vicios; ni se nos elogia o censura por nuestras pasiones (pues no se elogia al que tiene miedo ni al que se encoleriza, ni se censura al que se encoleriza sin más, sino al que lo hace de cierta mane-ra), pero sí se nos elogia y censura por nuestras virtudes y vicios. Además sen-

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pensión pronta y estable a obrar es el habitus del justo medio”18: “Asimismo en las acciones o ejercicios hay exceso y defecto, y tam-bién su punto medio; y la virtud se ejercita en las acciones y afectos, en las cuales el exceso y el defecto yerran, mientras que el término medio es elogiado y acierta, -y ambas cosas son propias de la virtud. Por tanto, la virtud es un cierto término medio, puesto que apunta al medio [...]. Es, por tanto, la virtud un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría el hombre prudente. El término medio lo es entre dos vicios. Uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar en un caso y sobrepasar en otro el justo límite en las pa-siones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el camino medio”19. Para Aristóteles, por tanto, las virtudes son disposiciones o hábitos “que, no obstante, deben ser cultivadas, educadas a fin de transformar-se en guía para la acción libre y responsable del sujeto moral. La vir-tud, por tanto, está ligada íntimamente a la libertad y tiene como luz que la alumbra la sabiduría racional. Por ello es necesario ejercitarla tanto como lo es ser educado en ella (la paideía griega)”20. Los latinos comprenderán la areté griega como virtus, asociando así el concepto a la madurez y la fuerza, que capacitan al hombre al cumplimiento de sus deberes como persona y como ciudadano: “La

timos ira o miedo sin nuestra elección, mientras que las virtudes, son en cierto modo elecciones o no se dan sin elección. Además de esto, respecto de las pa-siones se dice que nos mueven, de las virtudes y vicios no que nos mueven, sino que nos dan cierta disposición. Por estas razones, tampoco son facultades; en efecto, ni se nos llama buenos o malos por poder sentir las pa-siones sin más, ni se nos elogia o censura; además, tenemos esa facultad por naturaleza, pero no somos buenos o malos por naturaleza -de esto ya habla-mos antes-. Por tanto, si las virtudes no son ni pasiones ni facultades sólo que-da que sean hábitos. Con esto está dicho qué es la virtud genéricamente” (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro II, Capítulo I). 18 D. MONGILLO, Virtud…, 1866. 19 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro II, Capítulo VI. “Los Padres buscan fundar este principio en los textos de la Escritura y lo desarrollan aprovechándose del Eclesiastés: un tiempo para cada cosa (3, 1ss). Y además el camino estrecho del Evangelio (Mt 7, 13) es aquel que no se desvía a la iz-quierda hacia la malicia ni a la derecha hacia una supuesta bondad” (TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad…, 344-345). 20 G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 16.

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disposición social en la Roma republicana expresaba la idea de que los primeros romanos habían alcanzado la gloria realizando actos de vir-tus y así habían llegado a ser conocidos. Estos nobiles pasaban su glo-ria a sus hijos y herederos que sentían que esta gloria heredada impo-nía una suerte de deber sobre ellos para realizar los mismos grandes actos que sus ancestros: había una cierta competencia para mantener el alto nivel de virtus dejado por sus predecesores. Los actos de virtus pertenecían a los romanos de una manera muy especial: «La virtus es un atributo de la estirpe y del nombre romano. Os ruego que conser-véis esa virtus, que vuestros antepasados os dejaron por herencia; aquí abajo todo es incierto, precario, caduco, sólo la virtus está unida por profundas raíces que ninguna fuerza podrá quebrantar o arrancar» [Ci-cerón, Phil., 4.13]. En este pasaje parece como si Cicerón estuviera urgiendo a su audiencia romana a realizar actos de virtus; ellos habían heredado la gloria de la virtus de sus antecesores, pero eso no era sufi-ciente, ahora debían mostrar que eran capaces de ganársela por sí mismos”21.

La aportación cristiana

Saltando ya al ámbito cristiano, encontramos en el comentario al evangelio de Lucas de San Ambrosio una primera presentación de las virtudes cardinales22, goznes, por tanto, de cualquier disposición mo-ral: “Durante siglos estas cuatro estrellas han estado encendidas en el cielo de la moral y han sido puntos de referencia a menudo violados e ignorados, pero nunca oscurecidos o borrados de lo hondo de la con-ciencia, como, por desgracia, parece suceder de algún tiempo a esta parte”23. La tradición creyente ha unido a estas cuatro virtudes tradicionales heredadas de Platón, Aristóteles y los clásicos, otras tres de raigambre

21 C. BALMACEDA, Virtus romana en el siglo I a. C.: Gerión 25 (2007), 297-298. El artículo me parece muy interesante y en él, la autora estudia el tratamiento y evolución del término latino virtus a partir de sus correspondien-tes griegos areté y andreia, principalmente en Cicerón. El texto completo puede encontrarse en internet, URL: http://revistas.ucm.es/ghi/02130181/articulos/GERI0707230285A.PDF. 22 Cf. G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 12. 23 Ib., 12-13.

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netamente religiosa, que se conocen como virtudes teologales, sobre-naturales o infusas. Son la fe, la esperanza y la caridad, que aparecen por primera vez en 1 Tes 1, 3, pero cuyo enunciado más famoso nos da el mismo Pablo en la primera carta a los Corintios: “Ahora subsis-ten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Cor 13, 13)24. Tomás de Aquino, comentador de la Ética a Nicómaco, trata el tema de la virtud en diversos contextos25, resaltando sobre todo el es-tudio realizado en la Prima Secundae, presentando la cuestión dentro de la visión general “del hombre según la perspectiva cristiana”26. La persona humana, ser dinámico y siempre en crecimiento, lla-mada a recorrer en libertad el camino que la conduce por la vida hacia el bien27, se siente sin embargo tentada por vías laterales que la dis-traen de la estrada principal28. El Señor nos llama a ser perfectos como nuestro Padre es perfecto (cf. Mt 5, 48; Lc 6, 36), pero en el combate de la vida, la tentación no nos deja ser lo que debemos y queremos ser: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que 24 Cf. 1 Pe 1, 5-7, donde encontramos una combinación de virtudes cardi-nales y teologales. “Si las virtudes son una participación en la vida divina, ¿cómo podemos decir que la perfección consiste en no exagerar? Para solu-cionar esta dificultad, la escolástica de la edad media distinguió dos clases de virtudes: las virtudes teologales, que crecen indefinidamente, y las virtudes morales, cuya perfección se sitúa in medietate. Precisemos, sin embargo, que la objeción estaría dictada por un malentendido si la virtud debiera practicarse en forma mediocre. No se trata de limitar el impulso en la realización del bien, sino de diferenciar y separar lo que está bien de lo que no está bien, de practi-car la virtud, según la admonición de Casiano, sin turbar el orden maravilloso de la creación, donde cada ser tiene un lugar determinado, donde cada acción está subordinada a una medida sin la cual el bien se convierte en mal. Esta es la opinión «de San Antonio y de todos los Padres» [Casiano]” (TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad…, 345). 25 Cf. D. MONGILLO, Virtud…, 1867. 26 G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 20 (cf. pp. 20-26). 27 “Mediante la gracia de la fe, de la esperanza y de la caridad somos, por tanto, conducidos al Dios Trinidad y asimilados a Él en un modo que nos abre siempre más profundamente a la verdad que es Él mismo y a la necesidad de testimoniar esta única verdad”. D. CHARDONNENS, La dimensione teologale della testimonianza cristiana, en AA.VV., Testimoni di Dio, Teresianum – Ed. OCD (Fiamma Viva 50), Roma 2010, 141; cf. 140-144. 28 Cf. TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad…, 346-347.

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aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun que-riendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta” (Rom 7, 15-21). En este panorama, el Aquinate, siguiendo la senda marcada por Aristóteles, presentará a las virtudes como instrumentos que, influ-yendo constantemente en la persona, la inducen a escoger el camino correcto. Para ello deben ser ejercitadas hasta transformarse en habi-tus. Lo cual no supone “una especie de repetición pasiva e inconscien-te de gestos, sino de una verdadera constancia en el ejercicio severo de la propia libertad que se orienta con empeño y decisión hacia los valo-res verdaderos. Son, de este modo conquistas de uno mismo y domi-nio sobre la tempestad de las pasiones, adhesiones coherentes y per-manentes al bien, la verdad, la belleza y la justicia”29. Tomás de Aquino, por tanto, invita a un ejercicio ascético de for-mación y ejercicio en la virtud, como camino de superación de las ten-taciones y los vicios30. “La virtud es la buena cualidad de la mente por la cual se vive rectamente y de la cual ninguno puede servirse para el mal”, afirmará31. La virtud, pues, se presenta en el Aquinate como una disposición ordenada a obrar el bien, no sólo como un acto bueno pa-sajero, sino como una cualidad permanente capaz de imprimir en la persona la determinación hacia un obrar moral recto, facilitando un ejercicio de la libertad correcto. Entrelazadas entre sí, Tomás de Aquino presentará las virtudes de acuerdo a los dos niveles recogidos por la tradición: de una parte, aquellas cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, siendo

29 G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 21; cf. L. MELINA, Participar en las vir-tudes…, 78-79. 30 Por lo que se refiere a los autores orientales, “son aquí menos sistemáti-cos que la Suma teológica de Tomás de Aquino, aunque ellos también suelen tratar de las virtudes. Atanasio, en la Vida de San Antonio, define varias veces la ascesis como virtud o camino de virtud” (TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espirituali-dad…, 342). 31 ST I, II, q. 65, a. 4.

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la primera una suerte de punto de conexión o coordinación de las otras32. Sobre ellas, las virtudes sobrenaturales, teologales o infusas, fe como adhesión a la verdad revelada y al Cristo que la revela, esperan-za, que aguarda confiada el cumplimiento de las promesas, y caridad, donación en amor a Dios y los hermanos. En este caso es la caridad la cumbre y corona de todas, la que guía a la fe y a la esperanza, aquella que permanecerá (cf. 1 Cor 13, 13)33. Ya en su ejercicio no depende todo del hombre sino que, teniendo a Dios como origen y meta, son por Él infundidas en su criatura para que la hagan tender a la plenitud de la vida34.

El ocaso de la virtud

Con el paso del tiempo, el tema de las virtudes fue escapando del ámbito teológico y se planteó, de nuevo, en el espacio filosófico. De Montesquieu a Kant, pasando por Schiller, Goethe o Hume, la cues-tión fue tratada desde diversos puntos de vista y enriquecida –o empo-

32 Cf. TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad…, 347-353, para la visión de la espiritualidad oriental acerca de la división y jerarquización de las virtudes, cuya corona es, también, la caridad (cf. 353-360). 33 “Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácti-camente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fra-caso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él, como luminosamente muestra el Apoca-lipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras. La fe, que hace tomar concien-cia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz -en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica” (BENEDICTO XVI, Deus Caritas est, 39). 34 “Los Padres son muy conscientes de la estrecha relación que existe en-tre el comportamiento moral del hombre en la vida divina presente en él, ima-gen celeste” (TOMÁŠ ŠPIDLÍK, La espiritualidad…, 346; cf. L. MELINA, Parti-cipar en las virtudes…, 79-80).

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brecida, como en el caso del libertinismo35-, sobre todo por el último gran estudioso de la virtud, el ya citado Kant. Después de él, el discurso sobre la virtud, aunque vivo en las fa-cultades teológicas y en otros ámbitos teóricos, fue siendo aparcado (o reducido en el discurso al ámbito de la sexualidad), hasta la irrupción en el panorama filosófico de Max Scheler quien, en 1913, publica el ensayo Zur Reahabilitierung der Tugend, La rehabilitación de la vir-tud. Es original de Scheler la explicación de los valores como conteni-do de la virtud36, que pueden ser conocidos no tanto por medio de la 35 Encarnado por filósofos como Bayle o de Mandeville. Según ellos, “precisamente por ser fruto de una autoimpostación artificiosa, la virtud como sacrificio es una ruina, porque genera hipocresía y falsedad y tiene como re-sultado la fachada pretenciosa de las «virtudes públicas», que en realidad no hace otra cosa que cubrir densos «vicios privados.» Por ello sería mucho más lógico y coherente reconocer que el bien común nace de un sano y sereno ejercicio de los vicios, como mucho reglamentado por leyes fluidas y no exce-sivamente represivas” (G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 27): a este punto, la deformación de la virtud es más que evidente. 36 Cf. G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 31. ; MAX SCHELER, Ética, Capa-rrós, Madrid 2001 y Ordo Amoris, Caparrós, Madrid 1996; S. SÁNCHEZ-MIGALLÓN, La persona humana y su formación en Max Scheler, Eunsa, Pamplona 2006. “Los valores son, según Scheler, cualidades; de hecho la comparación que varias veces ofrece los asemeja a los colores. Los colores hacen a las cosas coloreadas, los valores tornan los objetos buenos (o malos); los colores no existen propiamente sin cuerpos extensos, los valores tampoco sin objeto alguno. Y así como se puede pensar y establecer leyes acerca de los colores con independencia de las cosas coloreadas, igualmente los valores pueden ser objeto de consideración y de teoría con independencia -a priori- de las cosas valiosas o bienes: «Los nombres de los colores no hacen referencia a simples propiedades de las cosas corporales, aun cuando en la concepción na-tural del mundo los fenómenos de color no suelan ser considerados más co-rrectamente que como medio para distinguir las distintas unidades de cosas corporales. Del mismo modo, los nombres que designan los valores no hacen referencia a meras propiedades de las unidades que están dadas como cosas, y que nosotros llamamos bienes. Yo puedo referirme a un rojo como un puro quale extensivo, por ejemplo, como puro color del espectro, sin concebirlo como la cobertura de una superficie corpórea, y ni aun siquiera como algo plano o espacial. Así también valores como agradable, encantador, amable, y también amis-toso, distinguido, noble, en principio me son accesibles sin que haya de repre-sentármelos como propiedades de cosas o de hombres» [GW II, 35]. De esta suerte, las leyes de los valores (o axiológicas) rigen por la esencia de ellos mismos, sea cual sea la situación fáctica del mundo en cuanto a la existencia de bienes y males (la lealtad, por ejemplo, es siempre un valor positivo aun

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razón como por medio de la adhesión interior. El valor supremo sería la santidad y el fundamento de todos, el amor, que es mucho más que una emoción y sólo puede ser vivido en toda su plenitud por la perso-na inserta en la sociedad37. Mención aparte merece la figura de Vladimir Jankélévitch (1903-1985), filósofo francés de origen ruso-judío, cuya mayor obra se titula precisamente Tratado de las virtudes (1949 y 1969-1972). “Para este pensador la moral precede al pensamiento y el acto ético se funda en sí mismo: deber de la filosofía no sería tanto explicar este cortocircuito, sino más bien aceptarlo y estudiarlo”38. Como para Scheler, también para Jankélévitch es el amor el ápice de la virtud, entendido como donación total de uno mismo al otro, pe-ro su vivencia es con frecuencia trágica, pues la práctica del amor ver-dadero pone al yo frente al dilema del cuestionamiento de sí mismo a favor de los otros. Con posterioridad a Scheler y Jankélévitch, “diversos autores no se limitan a destacar la importancia de la virtud; buscan las condiciones en las cuales puede realizarse”39. Puede considerarse pionera en este renacimiento de la virtud a Elizabeth Anscombe quien, ya en 1957 cuando no se diera ninguna acción leal o nadie la valorase como merece” (S. SÁNCHEZ-MIGALLÓN, Max Scheler, en F. FERNÁNDEZ LABASTIDA – J. A. MER-CADO, (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL http://www.philosophica.info/archivo/2007/voces/scheler/Scheler.html). 37 “Por un lado, el amor aparece como descubridor de unos valores y una esencia ideal de lo amado. Scheler se opone a la manida idea del amor ciego; todo lo contrario, el amor ve más, descubre (desde luego no crea), lo valioso en el objeto. «Este acto juega más bien el papel de auténtico descubridor en nuestra aprehensión del valor -y solamente él representa ese papel-; y, por así decir, representa un movimiento en cuyo proceso irradian y se iluminan para el ser respectivo nuevos y más altos valores que hasta entonces desconocía to-talmente» [GW II, 267]. En general, el amor ensancha (o reduce) la capacidad de sentir del hombre, y su naturaleza dinámica lo convierte en motor de su vi-da tendencial. Más aún, Scheler llega a caracterizar el amor y el odio como los actos «que fundan todos los otros actos por los cuales nuestro espíritu puede aprehender un objeto “posible”» [GW VI, 95-96]. Por otro lado, en todo posi-ble objeto de amor puede dibujarse entonces una esencia ideal valiosa, y por-tadora, como valiosa, de un deber-ser ideal. Tal esencia ideal axiológica a la que se tiende la vive especialmente la persona humana, por tratarse del ser más dinámico y activo” (ib.). 38 G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 31-32. 39 D. MONGILLO, Virtud…, 1869.

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publica el artículo que pondrá en marcha el debate contemporáneo so-bre las virtudes40, que encontrará un excelente caldo de cultivo sobre todo en el ámbito de lengua inglesa. En sus estudios E. Anscombe criticaba las teorías morales moder-nas (utilitarismo y deontologismo de inspiración kantiana), llamando a un redescubrimiento del concepto de virtud que encontraría eco en muchos autores como Murdoch, Nussbaum, Taylor, etc…41 Entre ellos estarían también MacIntyre –citado más arriba-, R. Be-llah, O. H. Pesch42 o S. Hauerwas. De la mano de estos autores se asis-te a la superación de la crisis de la virtud y puede hablarse, en cambio, de un renacimiento que salta curiosamente del mundo de la filosofía al de la teología, como intento de elaborar un discurso ético basado en las virtudes en forma de superación de las propuestas utilitaristas, deontologistas o emotivistas43. Se asiste, por tanto, “a un retorno a las raíces de la filosofía moral, de la propuesta teológica clásica y, por ello, las virtudes entran de nuevo en escena de modo neto y explícito”44. J. Coleman afirma que “esta categoría moral está descuidada, por-que sus supuestos (comunidad auténtica, comprensión teleológica de la realidad, unidad narrativa de la existencia considerada en su globa-lidad, tradición) no están en sintonía con los fundamentos ideológicos predominantes en la sociedad posmoderna y con las instituciones in-dustriales avanzadas. La vuelta a la virtud no puede realizarse si no es en el contexto de una contracultura que desenmascara y critica los ca-racteres básicos de la sociedad moderna avanzada”45.

40 Cf. G.E.M. ANSCOMBE, Modern Moral Philosophy: Philosophy 33 (1958) 1-19. 41 Cf. G. ABBÀ, Felicidad…, 89-95, para las referencias bibliográficas. 42 O.H. PESCH, La teología de la virtud y las virtudes teológicas: Concilium 23 (1987/I) 459-480. El número está dedicado en su totalidad al es-tudio del panorama de las virtudes y los valores en un momento en el que el debate sobre esta cuestión estaba en plena eclosión. 43 cf. G. ABBÀ, L’originalità dell’etica delle virtù: Salesianum 59 (1997) 491-517. 44 G. RAVASI, Ritorno alle virtù..., 33. 45 D. MONGILLO, Virtud…, 1869; cf. J. COLEMAN, Valores y virtudes en las sociedades avanzadas: Concilium 23 (1987/II) 365-380.

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VALORES FRENTE A VIRTUDES

Si, como hemos visto, la virtud es un tema añejo en la filosofía oc-cidental, el estudio de los valores y su inclusión en la reflexión filosó-fico-moral, es relativamente reciente46 y nace en contraste con el posi-tivismo y el cientificismo. Frente a una ciencia que se establece sobre lo que es, sobre puros hechos, “se quiere instaurar una investigación cognoscitiva de lo que no es pero debería ser, de lo que importa, que suscita estima admiración, interés, consideración, aprecio, etc.”47. El primero en establecer una teoría sistemática de los valores fue E. Husserl, en el ámbito de la fenomenología. Más tarde, como hemos visto, Scheler haría la aplicación ética, en su axiología, de las tesis de Husserl, mostrando la capacidad en el hombre de distinguir lo malo de lo bueno. Poco a poco, el concepto de valor se fue haciendo con un espacio en el discurso filosófico, si bien su entrada en el panorama ético no es-tuvo exenta de polémicas, como las protagonizadas por Heidegger o Ricoeur, quienes tachan a la teoría de los valores de excesivamente subjetivista. A estas acusaciones responde Valori afirmando que “el valor dice ciertamente relación al hombre, a sus deseos, a sus apreciaciones, a sus necesidades. Esto no significa que no tenga ninguna objetividad. Cuando yo afirmo que una obra de arte es bella, no intento expresar sólo un sentimiento subjetivo empírico mío de admiración, sino admi-rar una cualidad intrínseca de la cosa en sí misma. Lo mismo ocurre cuando aprecio una acción como buena. El concepto de valor, igual que el concepto de bonum de la tradición escolástica, dice una perfec-ción inherente al ser mismo, si bien relativa a la voluntad que des-ea”48. La transmisión de valores Poco a poco, así, la educación en las virtudes va dejando paso a la

46 Cf. P. VALORI, Valor moral, en F. COMPAGNONI – G. PIANA – S. PRIVI-TERA – M. VIDAL, Nuevo Diccionario…, 1826-1828. 47 Ib., 1826. 48 Ib., 1827-1828.

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educación en valores, a la que se concede una enorme importancia, sobre todo por el enorme poder socializador de la escuela, que se re-tiene mayor que el de la familia. Se impone así, en primer lugar un repensamiento de los fines edu-cativos que serían fundamentalmente los siguientes49: Aprender a aprender: ya que lo decisivo no es adquirir conoci-mientos, sino aprender a procesarlos, seleccionarlos, producirlos y uti-lizarlos. Se pide hoy que el docente sea un “acompañante cognitivo”. Aprender a vivir juntos: considerando que la escuela es un ámbito de socialización, debe existir la voluntad firme de que lo sea y de que fomente la cohesión social, por encima de otros objetivos aparente-mente más seductores (excelencia, personalización, autonomía, etc...). La disyunción entre calidad y equidad es mortal para la educación. La calidad en la educación no puede depender del poder adquisitivo de las familias, y los poderes públicos han de velar para que ambos facto-res permanezcan unidos. Nuestra sociedad es ya una “sociedad cogni-tiva” y no encontrarán sitio en ella quienes no tengan una amplia y completa formación. La sociedad civil y los responsables políticos no pueden permitir que nadie se autoexcluya y, menos aún, que sea ex-cluido. Fomentar la fluidez en las relaciones escuela-familia y escuela-sociedad: mediante una fluida comunicación bidireccional educador-educando, que además implique a las familias y a la comunidad local. Fomentar la participación: Además de porque nos encontremos en una sociedad democrática y, por tanto, participativa y de que las orga-nizaciones hayan evolucionado y deban evolucionar siempre en ese sentido, la participación tiene, en sí, un sentido formativo. Es por ello que debe ser fomentada. Gracias a la participación, el peso se desplaza desde los individuos a los equipos y las escuelas se convierten en co-munidades de aprendizaje. Atender a la diversidad: Es un tema candente. La diversidad no va a ir a menos, sino a más. Pero la respuesta a ella no es sólo una cues-tión técnica, sino también de concepción de la educación. Se trata de 49 Seguimos en todo este paso a Mª D. MARTÍN BLANCO, Ante la actual condición juvenil en España: Moralia 27 (2005) 199-224. Escogemos, por tan-to, un modelo “católico” de educación en valores. Cf. J. F. SUÁREZ – T. STRA-KA – A. MORENO MOLINA, Una nueva propuesta para la educación en valo-res. Guía teórico-práctica, San Pablo, Caracas 2001.

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buscar, encontrar y ofrecer las ayudas para que todos puedan aprender, tanto en el ámbito organizativo como en el didáctico. Tomar en serio la formación de los profesores: Hay que alentar y valorar el trabajo de los profesores, además de dotarles de recursos necesarios con el fin de potenciar tres áreas: las relacionadas con las dinámicas internas del aprendizaje y de la comunicación, las relacio-nadas con las capacidades para el trabajo en equipo y las relacionadas con el uso formativo de las nuevas tecnologías. Puestas estas premisas, se puede ya pasar a la asunción de ciertos compromisos prioritarios. La educación en valores para los jóvenes, afirma nuestra autora, no es diferente a la que asume el resto de la so-ciedad. Se basa en tres conceptos clave: identidad (el modo de estruc-turarla), conciencia (formación y desarrollo) y acompañamiento que ayude en ese proceso de estructuración, formación y desarrollo. Es necesario, así mismo, inducir a la admiración por la belleza y bondad del valor, rechazo del mal, deseo del bien, proponer cuestio-namientos que permitan descubrir los imperativos o deberes que se plasman en normas y tomas de decisión, compromisos de hecho. Ello se logra mediante un quíntuple proceso: Experimentar: Tanto en la conciencia psíquica como en la con-ciencia empírica. La primera es mayoritariamente inconsciente, pero mediante la introspección podemos conocer algo de lo que la habita. La segunda se constituye por los datos que proporcionan los sentidos. En el campo de la experimentación hay que formar al joven en la aceptación propia y la reconciliación consigo mismo. Ante el buen número de jóvenes que manifiestan una fuerte inseguridad y fragilidad personales, así como heridas psicológicas, el compromiso educativo es aceptarlos como son, escucharles, ayudarles a leer su pasado con sere-nidad, integrarlo con paz y reconciliarse consigo mismos. Hay que formar en la capacidad de asumir lo real, percibirlo. Si-lencio, concentración, escucha, capacidad para ver, oír, escuchar, ca-pacidad de asombro... “Hacer nacer al mundo” (P. Meiriau), que no es una extraña maniobra metafísica. Se trata simplemente de comprome-ter al joven en una tarea, por simple que sea, que le ayude a salir de su narcisismo –arreglar un jardín o unas macetas, cocinar, limpiar...-, a experimentar más allá de sus intereses inmediatos. Entender: La conciencia inteligente se pregunta por lo que está ex-perimentando, elabora los datos de experiencia. El sujeto debe estar

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capacitado para realizar ese proceso de pregunta y elaboración, para lo cual necesita un lenguaje rico, amplio, capaz de dar forma a la expe-riencia, nombrarla, entenderla, comunicarla. Juzgar-Valorar: A través de la conciencia racional nos abrimos a la duda, con el fin de cuestionar las apariencias y las primeras impre-siones en torno a un hecho concreto. Así podremos obtener alternati-vas más críticas y profundas a nuestros juicios sobre lo que experi-mentamos. Desde el punto de vista formativo hay que incidir en la necesidad de hacerse preguntas y dialogar con otros para contrastar visiones. Se trata de argumentar con el fin de llegar a establecer un juicio de hecho con criterios de verdad. En un tiempo como el nuestro en el que las informaciones llegan en aluvión, el problema no es evidentemente la cantidad recibida, sino el modo como esa cantidad es procesada. Además, afirma nuestra autora, se permite al individuo abrirse a los otros para contrastar sus propias experiencias –y el modo de vivir-las y entenderlas- con aquellas de quienes son diferentes a él, así como con el caudal de sabiduría que alberga la humanidad entera. Ser capa-ces de reflexionar y hacerlo en comunidad. Valorar-decidir: La conciencia racional existencial y religiosa, en su caso, sobre el juicio de hecho, realiza ahora un juicio de valor. Tras evaluar ha de decidir, optar y comprometerse en la acción. Las accio-nes formativas más importantes en este paso son: proponer el valor; situar el lugar de los deberes y normas; formar para tener el coraje de decidir o la formación de la voluntad. Estas acciones se explicitarían así:

Proponer el valor sin cortedad de miras, al contrario, se ca-paces de proponer valores/virtudes grandes. Entre ellas destaca la experiencia de fe como experiencia fundante. La captación del valor depende extraordinariamente del nivel afectivo de la conciencia-inteligencia de la que venimos hablando, con sus ingredientes de impulsos, sentimientos y vinculaciones o ape-gos señalados en los estadios anteriores. Es claro también que el descubrimiento del valor y su aceptación vienen bastante condicionados por la credibilidad del transmisor. Una antigua manera de descubrir el valor es narrar, contar historias, biogra-fías, peripecias vitales elocuentes.

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Situar deberes y normas. Por lo general somos reacios a aceptar normas y deberes. Se hará más sencilla su asimilación en la medida en que seamos capaces de transparentar sus co-nexiones con el valor del que son cauce. Si, además, hemos participado total o parcialmente en su creación o aplicación, el valor será aceptado con mucha mayor facilidad. El coraje de decidir o la formación de la voluntad. Con el fin de comprometerse con alguna acción o proyecto vital que exprese el valor. Se trata de optar, elegir, renunciar, afirmar o negar, de acuerdo con el valor que se ha marcado. Transformar el deseo en proyecto comprometiéndose, superando la tentación de la permanente indecisión.

Acompañar: establecemos con facilidad qué es lo que no se tiene y qué es lo que se debe tener. No olvidemos la necesidad de mostrar el modo como se pasa de un lado a otro50.

El conflicto

Así las cosas, parece que una teoría de los valores no debería en absoluto entrar en discusión con el tratado de virtudes. Es más, se apunta en Scheler un deseo de integrar ambas realidades en el discurso ético. Por otra parte, el proyecto de educación en valores arriba ex-puesto, por más que no entra al detalle de los contenidos a desarrollar y se detiene sobre todo en las estrategias a seguir, no induce a pensar en la necesidad inesquivable de un conflicto entre virtudes y valores. Sin embargo, ciertamente, en la línea de la tesis sostenida por Ma-cIntyre, por más que la teoría de los valores busque fundarse en pará-metros objetivos, lo cierto es que, abandonados el concepto de virtud y el de la existencia de una finalidad, un propósito del ser humano en cuanto tal, su aplicación práctica pierde base y corre el riesgo de fun-darse exclusivamente en el emotivismo ético o el utilitarismo51. En el fondo, nos parece, se presentaría entonces el problema entre

50 Cf. A. MACINTYRE, Tras la virtud…, 233-236. 51 Cf. E. BONETE PERALES, El fundamento racional de la moral y Veritatis Splendor, en G. DEL POZO ABEJÓN (COORD.), Comentarios a la Veritatis Splendor, BAC, Madrid 1994, 277-285.

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una ética de primera persona –basada en la perspectiva del sujeto llamado a realizar actos excelentes, que lo orientan hacia su propia plenitud- y una ética de tercera persona. En el caso de la educación en valores, esa tercera persona estaría caracterizada por la dominante perspectiva de un observador (la sociedad, el grupo, etc.), encargada de “considerar el acto interno y los factores concernientes a su impu-tabilidad moral. Aquí se considera el acto humano como un hecho que sucede y provoca cierto estado de cosas, y que está en conformidad o no con la norma legal. Las virtudes tienen una importancia secundaria e insignificante: sólo conciernen a la facilidad ejecutiva de producir determinada clase de actos”52. La polémica surge entonces cuando se diseñan los programas de educación en valores o incluso se imponen programas al estilo de la Educación para la ciudadanía, a través de los cuales –se tiene al me-nos la impresión- los estados tratan de inculcar valores ciudadanos a las nuevas generaciones, valores que, por su historicidad y labilidad, entrarían en el juicio negativo de Heidegger, que califica la teoría de los mismos como inmanentista, subjetivista y antropologista. La realización práctica de la educación en valores, tiene como ob-jetivo la creación de buenos ciudadanos. Es evidente que, no siempre y no siempre de modo consciente, tal afirmación rechaza de plano la existencia de un propósito estable para el ser humano en el ámbito de su realización personal tanto general como moral. E incluso cuando estos proyectos tienen tintes cristianos, encon-tramos la dificultad de su fundamentación si hemos de limitarnos a es-trategias tan subjetivas y maleables como ésta que trajimos arriba: “La captación del valor depende extraordinariamente del nivel afectivo de la conciencia-inteligencia de la que venimos hablando, con sus ingre-dientes de impulsos, sentimientos y vinculaciones o apegos señalados en los estadios anteriores. Es claro también que el descubrimiento del valor y su aceptación vienen bastante condicionados por la credibili-dad del transmisor”. Parece evidente que existen, entonces, ciertas diferencias entre educar en valores y educar en virtudes53.

52 L. MELINA, Participar en las virtudes…, 59 (cf. 58-61). 53 Cf. CARMEN RUÍZ ENRÍQUEZ, ¿Educar en virtudes o en valores?, en COMISIÓN ORGANIZADORA DEL CONGRESO GENERAL DE LA FAMILIA, La familia

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El retorno de la virtud Podemos referirnos a las virtudes, en la línea aristotélico-tomista, como cualidades que capacitan al hombre para distinguir bienes y practicarlos, teniendo ellas mismas el carácter de bienes como medios internos, como elementos constitutivos del bien mayor; son, pues, dis-posiciones habituales y firmes para hacer el bien y las encontramos, como hemos visto, en la tradición filosófica y teológica54. Sin embargo, el suelo sobre el que se asientan los valores se nos aparece como más relativo y cambiante; de hecho, los valores cambian en función de las culturas, de los tiempos, las condiciones e ideas tan-to de las personas que los enseñan como de las que los reciben. Así, resulta difícil encontrar un acuerdo acerca de los valores a enseñar55. “El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sor-prendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable. Con esto no me refiero a que dichos debates si-guen y siguen y siguen -aunque también ocurre-, sino a que por lo vis-to no pueden encontrar un término. Parece que no hay un modo racio-nal de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura”56. Veámoslo más claramente con uno de los tres ejemplos que aduce el mismo MacIntyre para justificar esta afirmación, mostrando tres afirmaciones contrapuestas sobre la guerra:

protagonista, Acción Familiar Navarra, Pamplona 2003, 411-417. La autora se expresa fuerte y enérgicamente a favor de la educación en virtudes, mani-festando un juicio muy negativo sobre la educación en valores, precisamente por su falta de referencias de fundamentación sólidas y objetivas: “Educar en valores es muy difícil, porque se apoya básicamente en las capacidades inte-lectuales y volitivas del niño-joven-adulto, dejados solos. Sin Dios, en defini-tiva. Pero es que sin Dios no hay modo de conocer y practicar esos valores” (p. 413). Concluye afirmando que la única educación en valores posible, es la educación en las virtudes. 54 Por otra parte, resulta cuando menos chocante que, en muchos casos, al menos seguramente cuando se habla de valores cristianos, estos resultan as-pectos de las virtudes, difíciles de fundamentar, como afirma la autora citada en la nota precedente, fuera de su contexto. 55 Cf. L. MELINA, Participar en las virtudes…, 74-81. 56 A. MACINTYRE, Tras la virtud…, 16.

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“a) La guerra justa es aquella en la que el bien a conseguir pesa más que los males que llevarla adelante conlleva, y en la que se puede distinguir con claridad entre los combatientes -cuyas vidas están en peligro- y los no combatientes inocentes. Pero en la gue-rra moderna nunca se puede confiar en un cálculo de su escalada futura y en la práctica no es aplicable la distinción entre comba-tientes y no combatientes. Por lo tanto, ninguna guerra moderna puede ser justa y todos tenemos ahora el deber de ser pacifistas.

b) Si quieres la paz, prepara la guerra. La única manera de al-

canzar la paz es disuadir a los agresores potenciales. Por tanto, se debe incrementar el propio armamento y dejar claro que los pla-nes propios no excluyen ninguna escala de conflicto en particular. Algo ineludible para que esto quede claro es estar preparado para luchar en guerras limitadas y no sólo eso, sino para llegar más allá, sobrepasando el límite nuclear en ciertas situaciones. De otro modo, no se podrá evitar la guerra y se resultará vencido.

c) Las guerras entre las grandes potencias son puramente des-

tructivas; pero las guerras que se llevan a cabo para liberar a los grupos oprimidos, especialmente en el Tercer Mundo, son necesa-rias y por tanto medios justos para destruir el dominio explotador que se alza entre la humanidad y su felicidad”57.

Ahora bien ¿es posible, a la luz de estas tres afirmaciones todas ellas aparentemente bien fundamentadas, dilucidar si es un valor la guerra o lo es la paz? El debate, aquí apenas apuntado, acerca de la dificultad de deter-minar racional y metafísicamente los valores, lo que les pone en des-ventaja, a mi modo de ver, al respecto de las virtudes nos lleva a reco-nocer que, efectivamente, la más adecuada educación en valores es la que toma como base la tradición acerca del destino final del hombre y las virtudes, en la línea que MacIntyre se propone recuperar. En un sentido práctico, si nos viéramos en la tesitura de elegir en-tre virtudes y valores, lo que en el fondo podríamos estar planteándo-nos es si preferimos que las nuevas generaciones conozcan a la per-

57 Ib., 16-17.

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fección el significado de palabras como justicia o si deseamos más bien que se comporten justamente. Naturalmente es preferible la se-gunda opción, más correspondiente a las virtudes que a los valores, a mi parecer58: “La virtud, o más bien, las virtudes son nuestros valores morales, si se quiere, pero encarnados -tanto como podemos-, pero vi-vidos, pero en acto: siempre singulares, como cada uno de nosotros; siempre plurales, como las debilidades que combaten o corrigen”59. Eso sin contar con que, muchas veces, los valores “son sólo algu-nos aspectos de las virtudes, aparentemente al margen de ellas: la soli-daridad o la tolerancia son aplicaciones de la caridad y de la generosi-dad; el optimismo y la alegría son frutos de la esperanza, de la fe; la responsabilidad y la laboriosidad son concreciones de la caridad, de la diligencia. Pero no se habla de las antiguas virtudes, sino de los nue-vos valores”60. Muchos de los defensores de la educación en virtudes ponen de manifiesto el hecho del fracaso de la educación en valores en la escue-la real61. Por desgracia, hemos de reconocer que en muchas ocasiones no les falta razón: “Lo que poseemos son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que deri-vaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, conti-nuamos usando muchas de las expresiones clave. Pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente- nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral”62. Para retomar la comprensión tradicional, MacIntyre propone recu-rrir a la historia y a la antropología socio-cultural con el fin de inter-pretar, gracias a la historia, el actual devenir de la moral y utilizar la segunda a la hora de justificar los resultados obtenidos63. Así, su pri-

58 De la misma opinión: O. M. CAMPOS LÓPEZ, En la educación básica ¿valores o virtudes?, URL: http://www.rieoei.org/deloslectores/Campos.PDF. 59 A. COMTE-SPONVILLE, Pequeño tratado de las grandes virtudes, citado en ib. 60 CARMEN RUÍZ ENRÍQUEZ, ¿Educar en virtudes o en valores?..., 415. 61 Cf. Ib.; G. MUCCI, Educazione e maleducazione: La Civiltà Cattolica 161 (2010) 468-474. 62 A. MACINTYRE, Tras la virtud…, 15. 63 “Lo que aquí necesitamos no es sólo la agudeza filosófica, sino también el tipo de visión que los antropólogos, desde su puesto de observación de otras culturas, tienen y que les capacita para identificar supervivencias e inteligibi-

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mera tarea será “la de identificar y describir la moral perdida del pasa-do y evaluar sus pretensiones de objetividad y autoridad”64. Fruto de esta investigación, nuestro autor nos mostrará cómo la ruptura del proyecto moderno ha generado las dificultades de nuestro tiempo en el orden moral. No en vano, la posmodernidad, que se defi-ne alternativa al proyecto moderno, proclama una humanidad fundada en las experiencias, de acercamiento a todo lo humano, sin asumir ningún tabú, sin que ningún sistema de pensamiento pueda imponerse. Cualquier propuesta firme es rechazada por un cierto pacifismo que la calificará de fundamentalismo. Pero ese pacifismo deviene con fre-cuencia pasotismo relativista, vivido desde el individualismo. Se rei-vindica la diferencia y una cierta irracionalidad. El pluralismo se con-sidera más beneficioso que la uniformidad, al menos no genera tanta violencia como la imposición de cualquier saber, al decir de la pos-modernidad. Así pues, es evidente para MacIntyre que la Ilustración y el pro-yecto moderno nos han conducido a un punto muerto y que se hace necesario volver atrás. Tanto como para encontrar en Aristóteles y su Ética a Nicómaco un primer punto de referencia, un retorno a la virtud como disposición a escoger un camino moral fundado y estable65. Me resulta particularmente brillante el estudio que del estilo aristo-télico en la Ética a Nicómaco, hace MacIntyre. Según él, el estagirita nos ha legado unos apuntes en los que no sólo hace gala de su ingenio, de su propia creatividad, sino que se hace receptor de una tradición, a la que intenta dotar de un aparato racional: “Para el concepto de tal tradición, es central que el pasado no sea nunca algo simplemente re-chazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comenta-rio y respuesta al pasado, si es necesario y posible, se corrija y tras-cienda pero de tal modo que se deje abierto al presente para que sea a su vez corregido y trascendido por algún futuro punto de vista más

lidades que pasan desapercibidas para los que viven en esas mismas culturas. Una forma de educar nuestra propia visión podría ser preguntarnos si los apu-ros de nuestro estado moral y cultural son quizá similares a los de otros órde-nes sociales que hemos concebido siempre como muy diferentes del nuestro” (ib., 143). 64 Ib., 37-38. 65 Cf. Ib., 150-155. Si bien las posturas maduras de la ética aristotélica se encontrarían más bien en la Ética a Eudemo (cf. ib., 187).

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adecuado”66. Si el objeto de la vida moral es la felicidad, las virtudes no son, en contra de Kant, actuaciones contra la inclinación sino, muy por el con-trario, conducentes al auténtico fin del hombre: “El agente moral edu-cado debe por supuesto saber lo que está haciendo cuando juzga o ac-túa virtuosamente […]. El agente auténticamente virtuoso actúa sobre la base de un juicio verdadero y racional”67. Y así, considerando que el ejercicio de las virtudes exige la capacidad de juzgar y hacer lo co-rrecto, concluye que “el ejercicio de tal juicio no es una aplicación ru-tinaria de normas”, sino la capacidad de distinguir, asimilar y transmi-tir los fundamentos racionales que sustentan la práctica de las virtudes que “exige, por tanto, la capacidad de juzgar y hacer lo correcto, en el lugar correcto, en el momento correcto y de la forma correcta”68, ac-tuando así, de acuerdo con la recta razón69. Desde el conocimiento y el reconocimiento de la tradición que re-conoce un fin en la vida de la persona humana70, las virtudes se pre-sentan, atendiendo a los desarrollos de MacIntyre, como la base de una educación moral firme y no por ello deontológica ni legalista, sino del bien. Mediante el bien, el hombre se perfecciona y mediante la virtud se le facilita el cumplimiento del bien. Ventajosamente, así, la educación en las virtudes ofrecería a la formación moral de las nuevas genera-ciones un campo más firme y fundado que el de la educación en valo-res71.

66 Ib., 187. 67 Ib., 189. 68 Ib., 190. 69 Cf. ib., 194. 70 “He apuntado que salvo cuando exista un telos que trascienda los bienes limitados de las prácticas y constituya al bien de la vida humana completa, el bien de la vida humana concebido como una unidad, ocurre que cierta arbitra-riedad subversiva invade la vida moral y no somos capaces de especificar ade-cuadamente el contexto de ciertas virtudes” (ib., 251). 71 Parece, además, que el proyecto de educación en virtudes encaja mejor en una propuesta de tipo teológico, que no tiene por qué ser excluyente, pero permite incluir ideas tan importantes para una propuesta moral cristiana como el seguimiento de Cristo, la llamada universal a la Santidad, etc.

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UNA OFERTA CRISTIANA: LA CARIDAD COMO MOTOR DE UNA MORAL SOCIAL JUSTA72 Benedicto XVI ha legado hasta ahora tres encíclicas que, de un modo u otro, abordan el problema de las virtudes. Es particularmente la tercera, Caritas in Veritate (CV), la que me da ocasión de buscar entre sus páginas una aplicación práctica de orden global al tema que venimos viendo. Inmediatamente después de analizar la doctrina social de Pablo VI, particularmente tal y como queda reflejada en Populorum progressio (PP), en el capítulo primero de CV, Benedicto XVI realiza en su encí-clica un duro análisis de la situación del desarrollo en nuestro tiempo. El número 21 –primero del segundo capítulo- es, a mi parecer, concre-tamente, la constatación evidente del fracaso de un modelo que, lejos de aceptar las sugerencias de una Iglesia que confiaba en la posibili-dad de un diálogo desde el optimismo, se ha desarrollado esencial-mente según las líneas que el Papa Montini consideraba menos ade-cuadas. La globalización de un desarrollo centrado en lo económico y lo tecnológico (cf. CV 23-27), no ha traído consigo un auténtico diálogo entre las culturas, porque no ha fomentado el crecimiento integral de la persona y de las sociedades que, en muchos casos, más bien han debido sacrificar el corazón de los valores que las sostenían y consti-tuían al poderoso ídolo de la técnica y el consumo; y el resultado no ha sido un mundo mejor, porque las carencias subsisten, si no aumen-tan. Por todo ello se hace necesario afrontar la tarea de realizar una nueva síntesis humanista (cf. CV 21): “Se trata de ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes di-námicas, animándolas en la perspectiva de esa «civilización del amor», de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura” (CV 33). En definitiva, desarrollar y universalizar el valor de la virtud de la caridad como medio para la superación de las desigual-

72 He desarrollado este tema más ampliamente en una conferencia leída en el Pontificio Instituto de Espiritualidad Teresianum de Roma el 17 de febrero de 2010, con el título: Cambiar el corazón del hombre para dotar de corazón al mundo. Reflexiones a la luz de CV 21, de próxima publicación.

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dades sociales. Esa es la tarea ingente que el Papa anima a emprender y cuyas lí-neas fundamentales de desarrollo presentará en los siguientes capítu-los de la Encíclica. Un esfuerzo, sin duda, arduo, ya que las raíces del pecado -individual y colectivo- parecen alejar al hombre de esa semi-lla de amor divina (cf. CV 53 et. al.) e invitarle a realizar su propio destino sin mirar ni a izquierda ni a derecha, sin preocuparse de otra cosa que no sea su propia supervivencia en las mejores condiciones posibles, haciendo de los otros, en el mejor de los casos, medios nece-sarios para alcanzar el desarrollo deseado. Benedicto XVI deja claro, desde la introducción de la encíclica, que sólo un discurso basado en la caridad -virtud teologal fundada en el Misterio de la Trinidad- puede afrontar con garantías de éxito una tarea semejante. Más allá de las visiones limitadas de la caridad, que la contemplan como un simple añadido paralelo a la justicia –que sería la única base para las relaciones sociales-, es aquella la virtud funda-mental que permitirá reconstruir la ciudad humana, sustentando el de-sarrollo integral de los pueblos (cf. CV 11)73: “La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políti-cas. Para la Iglesia -aleccionada por el Evangelio-, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza.” (CV 2). La verdad de las relaciones sociales, por tanto, encuentra su autén-tico fundamento en la caridad cristiana que, da fuerza a dicha verdad y muestra su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de la

73 Cf. F. G. BRAMBILLA, Lo sviluppo integrale dei popoli come questione antropológica, in: AA. VV.: Carità globale. Commento alla Caritas in Veritate, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2009, 42-44.

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vida social (cf. ib.). Pero la caridad, en cuanto virtud teologal, no es algo que acaece en la vida del hombre como fruto de su propio esfuerzo, sino que es reci-bida como don, como regalo de Dios que, al dárnosla, nos hace parti-cipar de su propia naturaleza74: “La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibi-da debido a una visión de la existencia que antepone a todo la produc-tividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual ma-nifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede -por decirlo con una expresión cre-yente- del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invita-do siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, incli-nada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres». Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de elimi-nar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confun-dir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar ma-terial y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han des-embocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tirani-zado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, pre-cisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían […]. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad. Está ya presente en la fe, que la suscita. La cari-dad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta. Al

74 “La caridad, como amistad con Dios, es posible sólo si Dios toma gra-ciosamente la iniciativa hacia el hombre”. L. MELINA, Participar en las virtu-des…, 80.

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ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín. Incluso nues-tra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es pro-ducida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»” (CV 34). Son muchas las manifestaciones en la vida del hombre que nos in-vitan a creer que el don, la gratuidad, son algo esencial y connatural al ser humano; pero, como expresa el número apenas citado, el pecado ha hecho olvidar al hombre la necesidad de “dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad.” (ib.). No todo es lógica mercantil (cf. CV 36) y, de hecho, la imposición de la simple justicia conmutativa, dejando de lado la justicia distribu-tiva y la justicia social, han generado la falta de confianza que está en la base de la actual crisis mundial: “Si hay confianza recíproca y gene-ralizada, el mercado es la institución económica que permite el en-cuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutati-va, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre igua-les. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subra-yar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado […]. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha falla-do, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.” (CV 35). Es necesario, pues, “favorecer una orientación cultural personalis-ta y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integra-ción planetaria” (CV 42). A mi parecer, el único modo de caminar hacia esa orientación es provocar un auténtico cambio en el corazón del ser humano, de cada hombre y de cada mujer, abriéndoles al pro-yecto de Dios sobre cada uno de ellos y sobre la sociedad. Es, decir,

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como explícitamente afirma el Papa Benedicto en la encíclica, la re-novación que llevará a esa nueva síntesis humanística no puede tener simplemente fundamentos materiales, sino espirituales: “Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en la propen-sión a considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El problema del desarrollo está estrechamen-te relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre […], el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual. El desa-rrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual […]. El ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuan-do su alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Crea-dor. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La aliena-ción social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espiri-tuales. Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un autén-tico desarrollo […]. El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psi-que, hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su tota-lidad de alma y cuerpo” (CV 76). Un crecimiento que sólo es posible mediante el encuentro auténti-co e íntimo con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, que “purifica y li-bera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la ver-dad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la ca-ridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vo-cación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad” (CV 1). A la hora de proclamar e inducir a desarrollar este proyecto de vi-da que supone una educación en la virtud de la caridad, la Iglesia no puede olvidar el discurso de los místicos, que completa e ilumina des-

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de el ámbito de la experiencia cualificada la palabra de la predicación y de la teología. Como queda dicho, también para Benedicto XVI la nueva síntesis humanística necesita de dicho encuentro transformante que recrea y realza la vida moral y espiritual de la persona (cf. CV 76; 1; 5; 34; 54-55 et. al.). Nada mejor para ello que partir de las palabras del Papa Benedicto: “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de ver-dad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo conlleva aten-ción a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Pro-videncia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz” (CV 79)75. Efectivamente: el auténtico amor que, vivido en verdad, lleva a cada persona y a la sociedad al pleno desarrollo, no puede ser entendi-do ante todo como fruto de nuestra capacidad, sino como don, como regalo que nace de la comunión con Dios. Y el ámbito privilegiado para alcanzar esa comunión es el de la experiencia mística cualificada. Así, por ejemplo, en la cumbre mística del camino propuesto por san Juan de la Cruz, encontraremos al hombre en su plenitud moral en la que, sin perder el protagonismo de la acción, es en todo movido por el Espíritu de Jesús que no apaga la acción humana, suplantándola, si-no que la desescombra y potencia dándole plenitud: la unión con Dios y el amor de él según la ley evangélica76. Comentando el verso hare-mos las guirnaldas de la estrofa 30 de Cántico, dice el Santo: “Y no dice: haré yo las guirnaldas solamente, ni haráslas tú tampoco a solas, sino harémoslas entrambos juntos; porque las virtudes no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas en el alma sin ella. Porque, aunque es verdad que to-do [dado] bueno y todo don perfecto sea de arriba, descendido del Padre de las lumbres, como dice Santiago (1, 17), todavía eso mismo

75 La misma llamada en Deus Caritas est, 37-38. 76 Cf. CB 11, 11; 35, 1...; F. RUIZ, Místico y Maestro. San Juan de la Cruz, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1986, 272.

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no se recibe sin la habilidad y ayuda del alma que la recibe. De donde, hablando la Esposa en los Cantares con el Esposo, dijo: Tráeme, des-pués de ti correremos (1, 3). De manera que el movimiento para el bien de Dios ha de venir, según aquí da a entender, solamente: mas el correr no dice que él solo ni ella sola, sino correremos entrambos, que es el obrar Dios y el alma juntamente”77. Ese sería el culmen de un proyecto de educación moral cristiana: recrear en toda vida la imagen de Cristo78 y viviendo, de ese modo, la vida de la Trinidad, fuente de la caridad: “La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo des-ciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la cari-dad de Dios y para tejer redes de caridad” (CV 5). Afirmar que el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo (cf. CV 8; PP 16), nos compromete no sólo a comunicar de palabra el Misterio de amor en él revelado, sino a vivirlo primero para poder contagiarlo después a los otros. Ésa es la clave de una au-téntica educación en la caridad, clave de bóveda de las virtudes.

77CB 30, 6. El poema de la Fonte, también del místico carmelita, expresa una realidad parecida: Dios, anterior e independiente del hombre, le envuelve, le colma, le llama y le impulsa, en una mezcla de pasividad y entrega, de acti-vidad y abandono. 78 Cf. L. MELINA, Participar en las virtudes…, 157-183.