UN LUGAR EN LA PALABRA o) · creación y misericordia de M. Z. (que halla en la creación y...

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-------------------MaríaZambrano------------------- UN LUGAR EN LA PALABRA o) Jesús Moreno Pues ya si en el egido de hoy más no fuere vista ni hallada diréis que me he perdido, que andando enamorada, me hice perdidiza y fui ganada� (S. Ju de la Cruz) S i admitiéramos vivir, en este país y ahora, teatral entreacto, subtulo de balid, nerviosismo, recaída en los infiernos del recalcitrante silen- cio, en nueva agonía -esta vez, como otras- de tedio mortal, respiro ha de ser este algamiento de la conciencia por el lejano latido hondísimo de lo español que significa la palra de María Zam- brano. Lejano y hondo, y hasta nosotros vivo latido aún sin haber realmente nacido en presencia y figura. Porque parece ser M. Z. como presagio inesperado y expresión de ese germen constante- mente interrumpido, a punto de nacer siempre. Desde el orden y claridad legado por su maes- tro, Ortega, y desde la disposición para la gracia y la autenticidad en que aquel, así lo reconoce ella, la colocó, asume las esenciales fe en la vida y crítica en la razón de. Ortega; es decir, la certi- dumbre de encontrar en la razón la vida, en la vida la razón. Razón grande y tot, dirá M. Z., que envuelve y acoge... la inconmesurable. Fe y crítica, pues, aspirando a la evidencia (dianidad, trsparencia) y a la certidumbre, inevitle tra- sunto de la evidencia, e incluso envolviéndola, puesto que la certidumbre es figura de la integri- d de la vida y por ello no se refiere sólo al conocimiento sino a la situación de una vida que reposa en sí misma; rmula, pues, de conexión, siendo fe que busca el conocer, quietud que en- gendra el movimiento. Fidelid y transparencia; llegando ambas a ser un único iento pues que la fidelidad lo es a la suprema aspiración de transpa- rencia, convirtiéndose ambas en la realizada, des- ciada y fluyente esperanza de la filosoa de Or- tega: Vida y razón sin ocultarse la una a la otra, sino por el contrario iluminándose entre sí. Por ello M. Z., tal vez, desborda la filosoa de Ortega precisamente por su misma orilla más potente: La que apunta a la convivencia , la que desvela la historia y al hombre en su raíz, en su «razón vital», como problema de comunidad, de comuni- cación. Si ésta es, como la llama M. Z., «la con- 20 dición caritativa» del pensamiento español mani- festada en Ortega, todo el pensamiento de M. Z. es el despliegue, la rama dorada recogida (con todo el secreto divino que lleva en sí), de ese aspecto del pensamiento español en el pensa- miento de Ortega. La fidelid a la vida, en M. Z., su transparencia ante ella, arranc preci- samente de la fidelid a la originalid española, mteniendo la certidumbre (el despliegue vital de una certidumbre) en nuestro ancestr arraigo. Pa- rece M. Z. arrastrar consigo -asumiendo la carga, realizando el sacrificio, oferente, elevándolo- el remoto sueño, el rito, la clarificación de una pesa- dilla ancestr de pasión, de enervamiento, de lu- cha, también de amor pero de amor «culpable», transmutando todo ello desde el luminoso hori- zonte que aún emerge de aquella pesadilla, que la libera y la cautiva pa la alegría, para la quietud. Queda en ella expresado con la mayor hondura, lucidez y sutilidad, el misterio de la vida española; reflejo, reflecto, no sólo como en la novela -la gran novela española- sino ahonddo en sus arcanos mitos- en ancestrales pasos de cuyas hue- llas es exploradora incesante, minuciosa...; luz sobre la luz, y sobre tantos deslumbramientos que han impedido ver la luz, serena mirada vitalinte esparcida sobre figuras y hechos españoles. Desde y en la fe y la poesía (contemplativa y activa), salvadas en su rena cer constante por el pueblo, la creación y misericordia de M. Z. (que hla en la creación y misericordia dos manties salvo- res de español (2) se erigen en pra liberadora, que llega y es revelación, verd. Suena su mú- sica entre l ruinas, esas que, dice ella, no son lo que han quedado sino lo que se h a ido transr- mando. -Moradas de aliento esperando, rena- cido. Allí resuena su voz... «en los lugares donde la retirada de la historia no pudo con la luz de ca día, con el abrirse de la pra» (3). Y para que una tal voz se oiga -reclamaba ella pa Una- muno, con mucha más razón hay que decirlo de ella- es ne c esario un silencio, añadamos, una quietud: «ese silencio que se hace en los momen- tos privilegiados de los pueblos, donde sólo puede resonar, como en su medio propio, la pabra de los mediadores, donde puede ser escuchada y an- tes que escuchada, sentida» (4). Pra nacida del fuego (ni arreb@a ni devo- rada por él, sino ndida y nacida de él) y que siendo permanentemente consumida queda en él intacta. Lleva en su canto el silencio y al ser recibida crea soledad y comunicación. Luz. Pa- bra agua, «agua delgada que no da poso alguno de materia sólida». Alma virginal de la pra siendo como agua allí donde la realidad es como piedra (5). Va así su escritura, fiel como pocas a «la pra» (logos), siendo ego, ua, luz, ahondándose en el centro de lo humano, en sus bordes y vertientes; y es lugar abierto a lo srado y toe que sobre ello se eleva, donde duerme su luz ( «hay que dormirse arriba en la luz») desde donde vislumbra el horizonte que de lo sagrado

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UN LUGAR EN LA

PALABRA o)

Jesús Moreno

Pues ya si en el egido de hoy más no fuere vista ni hallada diréis que me he perdido, que andando enamorada, me hice perdidiza y fui ganada�

(S. Juan de la Cruz)

Si admitiéramos vivir, en este país y ahora, teatral entreacto, subtitulado de banalidad, nerviosismo, recaída en los infiernos del recalcitrante silen­

cio, en nueva agonía -esta vez, como otras- de tedio mortal, respiro ha de ser este alargamiento de la conciencia por el lejano latido hondísimo de lo español que significa la palabra de María Zam­brano. Lejano y hondo, y hasta nosotros vivo latido aún sin haber realmente nacido en presencia y figura. Porque parece ser M. Z. como presagio inesperado y expresión de ese germen constante­mente interrumpido, a punto de nacer siempre.

Desde el orden y claridad legado por su maes­tro, Ortega, y desde la disposición para la gracia y la autenticidad en que aquel, así lo reconoce ella, la colocó, asume las esenciales fe en la vida y crítica en la razón de. Ortega; es decir, la certi­dumbre de encontrar en la razón la vida, en la vida la razón. Razón grande y total, dirá M. Z., que envuelve y acoge ... la inconmesurable. Fe y crítica, pues, aspirando a la evidencia (diafanidad, transparencia) y a la certidumbre, inevitable tra­sunto de la evidencia, e incluso envolviéndola, puesto que la certidumbre es figura de la integri­dad de la vida y por ello no se refiere sólo al conocimiento sino a la situación de una vida que reposa en sí misma; fórmula, pues, de conexión, siendo fe que busca el conocer, quietud que en­gendra el movimiento. Fidelidad y transparencia; llegando ambas a ser un único aliento pues que la fidelidad lo es a la suprema aspiración de transpa­rencia, convirtiéndose ambas en la realizada, des­cifrada y fluyente esperanza de la filosofía de Or­tega: Vida y razón sin ocultarse la una a la otra, sino por el contrario iluminándose entre sí. Por ello M. Z., tal vez, desborda la filosofía de Ortega precisamente por su misma orilla más potente: La que apunta a la convivencia, la que desvela la historia y al hombre en su raíz, en su «razón vital», como problema de comunidad, de comuni­cación. Si ésta es, como la llama M. Z., «la con-

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dición caritativa» del pensamiento español mani­festada en Ortega, todo el pensamiento de M. Z. es el despliegue, la rama dorada recogida (con todo el secreto divino que lleva en sí), de ese aspecto del pensamiento español en el pensa­miento de Ortega. La fidelidad a la vida, en M. Z., su transparencia ante ella, arrancan preci­samente de la fidelidad a la originalidad española,manteniendo la certidumbre (el despliegue vital deuna certidumbre) en nuestro ancestral arraigo. Pa­rece M. Z. arrastrar consigo -asumiendo la carga,realizando el sacrificio, oferente, elevándolo- elremoto sueño, el rito, la clarificación de una pesa­dilla ancestral de pasión, de enervamiento, de lu­cha, también de amor pero de amor «culpable»,transmutando todo ello desde el luminoso hori­zonte que aún emerge de aquella pesadilla, que lalibera y la cautiva para la alegría, para la quietud.Queda en ella expresado con la mayor hondura,lucidez y sutilidad, el misterio de la vida española;reflejado, reflectado, no sólo como en la novela-la gran novela española- sino ahondando en susarcanos mitos- en ancestrales pasos de cuyas hue­llas es exploradora incesante, minuciosa ... ; luzsobre la luz, y sobre tantos deslumbramientos quehan impedido ver la luz, serena mirada vitalizanteesparcida sobre figuras y hechos españoles. Desdey en la fe y la poesía (contemplativa y activa),salvadas en su renacer constante por el pueblo, lacreación y misericordia de M. Z. (que halla en lacreación y misericordia dos manantiales salvado­res de español (2) se erigen en palabra liberadora,que llega y es revelación, verdad. Suena su mú­sica entre las ruinas, esas que, dice ella, no son loque han quedado sino lo que se ha ido transfor­mando. -Moradas de aliento esperanzado, rena­cido. Allí resuena su voz ... «en los lugares dondela retirada de la historia no pudo con la luz decada día, con el abrirse de la palabra» (3). Y paraque una tal voz se oiga -reclamaba ella para Una­muno, con mucha más razón hay que decirlo deella- es necesario un silencio, añadamos, unaquietud: «ese silencio que se hace en los momen­tos privilegiados de los pueblos, donde sólo puederesonar, como en su medio propio, la palabra delos mediadores, donde puede ser escuchada y an­tes que escuchada, sentida» (4).

Palabra nacida del fuego (ni arrebatada ni devo­rada por él, sino fundida y nacida de él) y que siendo permanentemente consumida queda en él intacta. Lleva en su canto el silencio y al ser recibida crea soledad y comunicación. Luz. Pala­bra agua, «agua delgada que no deja poso alguno de materia sólida». Alma virginal de la palabra siendo como agua allí donde la realidad es como piedra (5). Va así su escritura, fiel como pocas a «la palabra» (logos), siendo fuego, agua, luz, ahondándose en el centro de lo humano, en sus bordes y vertientes; y es lugar abierto a lo sagrado y torre que sobre ello se eleva, donde duerme su luz ( «hay que dormirse arriba en la luz») desde donde vislumbra el horizonte que de lo sagrado

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emerge, el nacimiento del horizonte («señor del horizonte», señala M. Z., llamaron los egipcios a su dios en la hora más clara de su historia) ... y como escondida está ahora en Ginebra y parece no ser «vista ni hallada». Sin embargo sigue allí labrando su horizonte, nuestro, de esperanza, su «sueño creador». Hija renacida, la vemos en sus páginas ser voz de todo, del todo palabra racional y filosófica, irracional y poética, palabra que busca la verdad, y palabra exacta que es verdad siendo, a la vez, dibujadora del sueño primero que busca compartir, que comparte. Vida y palabra que van de vuelta, al origen, y que saben del futuro. Palabra que define y penetra en la noche de lo inexpresable, perseguidora de la infinitud toda de cada cosa y cada aliento, concediendo siempre a cada ser el derecho a otras vidas. Ten­sión de una palabra que reconoce que, quizás, todavía no sea posible pensar desde el lugar sin límite donde la poesía se extiende, desde el in­menso territorio que recorre errante (6) y sospe­cha de que ese errar sea un atisbar, arriba en el sueño, su vuelo, desde ese lugar sin límites. Como

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errantes precisamente, y tantas veces como de vuelo, parece que vamos al atravesar las páginas de M. Z., encontrando su razón ( «razón poética») como si pudiéramos llegar allí donde, hace largos tiempos, espera la verdad revelada e indescifrable, en la que real y sustantivamente «la caridad está hechizada». Caridad y comunión que no han tras­cendido al pensamiento, porque, dice, nadie ha podido todavía verter en pensamiento el <dogos lleno de gracia y de verdad».

Buscadora de oógenes, mirada y palabra de fu­turo. Aurora ( «Invencible aurora») y nacimiento. Mística y realismo. Sueño y verdad, y como en­volviendo todo su pensamiento, energetizándolo, un sentir (desde los adentros, dióa ella) que no hay otra forma de llamarlo sino religioso, enrai­zado en aquello que concebimos y presentimos como más justamente sagrado; reflexionando so­bre la unidad que, en el despliegue de las meta­morfosis; es lo divino. Filosofía pues que extiende sus raíces y sus altísimas ramas a la par de las de la poesía y la religiosidad. Pensamiento de la vida toda: Herida sin bordes -dice ella al hablar de la

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presencia del tiempo- que convierte al ser en vida. Así su filosofía que siendo revelación es medio de visibilidad donde el pensar y el sentir se identifi­can en virtud del más profundo enamoramiento, pleno amor, horizonte de acogida total. Pues va ella «andando enamorada», conscientemente enamorada -heroína de la conciencia que a sí se transciende como su Antígona (7). Porque el amor mismo es su guía, y como Amor tantas veces, en su calidad original engendradora, queda un tanto en la sombra. Por eso ella misma se hizo «perdi­diza». Perdidiza por dejar surgir plenamente, por afirmar la ilimitación del hombre, su herencia di­vina, su libertad, su amor. Es pues revelación y medio de visibilidad en el amor, pues su estar tantas veces más allá del umbral de las sombras, sin haberlo traspasado, estando allí sin esfuerzo, mueve hacia la luz a nuestra propia inteligencia, a nuestra certidumbre vital, desvelados los abismos, las raíces profundas. Pues que su palabra, que cumple el designio que ella ve en toda la filosofía de ser cuerpo de luz, no lo es desprendida de los ínferos d'el alma, lugar donde el corazón vela y se desvela. Y es afirmación de la transcendencia, del padecimiento de Dios, pasión y donación ineludi­ble, a l,o sumo esquivable en el ensimismamiento, en tanto que amor inaceptado y convertido en «némesis», en justicia, sometimiento a la implaca­ble necesidad de la que no hay escapatoria. Frente a la conversión del amor en hecho, en suceso, en cosa, y confinado a sólo ser eso, que parece de­terminar, como suceso fundamental, el manteni­miento de nuestra condena encerrados en la cárcel de la fatalidad histórica, de una historia convertida en pesadilla del eterno retorno, se afirma, por el contrario, el amor que es espacio de transcenden­cia, horizonte que se abre a lo divino, informador de una razón mediadora que nunca se diviniza ella, sino que, como en el propio nacimiento del eros griego, crea (las asume) distancias y les da sentido inquiriendo -respondiendo ante el «Deus absconditu» y ante el hombre con el sueño y la palabra para transformar todo padecer en acción, en palabra, a veces en estremecedor silencio de acogida. Es así su pensamiento como límpida transposición del umbral de la fatalidad. Amor y verdad: pues despertar como reiteración del nacer es encontrarse dentro del amor y, sin salir de él, con la presencia de la verdad, invulnerable y por ello produciendo temor, revelándose sólo al que permanece palpitante, inerme ante ella «toda ciencia transcendiendo». Nombrar en conceptos y buscar ,tras ellos el sinnombre alguno, la fuente escondida, «do tiene su manida», es cabalgar en otro vuelo y hacia otras alturas que las acostum­bradas en el pensamiento occidental.

Futuro y origen. Filosofía y poesía. Porque el futuro y el origen en M. Z. son confluencia en el punto de la plenitud; no sólo el futuro a que ha tendido la filosofía que se aleja del origen y que más bien semeja ser una unidad de soledad y

· aislamiento. Ni tampoco es su origen sólo el del

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poeta que perdido en el delirio de la multiplicidad no se resigna a perder esa patria lejana y parte en su busca, y vive de ausencias, siendo huida y búsqueda, requerimiento y espanto; un ir y vol­ver, un llamar por rehuir, una angustia sin límites y un amor extendido. En este punto hay que to­mar el hilo del discurso histórico de M. Z. ya que ello es clave para comprender su singularísima posición: todos sus recorridos -y son muchos- por la historia del saber y la filosofía (8) y muy espe­cialmente atendiendo a su nacimiento en Grecia, alargan, perfilan, los temas de la palabra escin­dida, de la condena de la poesía, de la derrota del orfismo y su filosofía (la pitagórica). Recupera ella, aunándolos, los nombres de filosofía y poe­sía, el nombre borrado que compendiaba ambas junto a todo lo que estremeciera de misterio a un saber antiguo. Rastreando ese desgarramiento de la cultura occidental, la razón poética de M. Z. ha ido erigiéndose en amor que sueña una reconcilia­ción concertando no solo filosofía y poesía en única forma expresiva sino a ellas y a la revela­ción de lo sagrado. Recupera, pues, esa triple aureola, haciéndole a una, del mito de la caverna de Platón, desasiendo a la misma filosofía de ese su éxtasis fracasado a causa del desgarramiento originado por la violencia -apetito de dominio in­telectual- y por la precipitación en el tiempo que la conduce hasta desconsiderar el tiempo mismo. Frente a una concepción de la razón occidental, asentada tanto en la admiración como en la vio­lencia, que significa la seguridad, el orden estable frente a las apariencias, irrumpen en M. Z., frente a este idealismo, todos los caminos que a otras ausencias, a otras presencias parecen apelar siempre: Símbolos, mitos, las variadas formas del misticismo, hallan profunda acogida en ella. Los rastrea en cualquier lugar y tiempo y hay un como constante enderezamiento -tal flecha invisible­hacia aquel último horizonte que en algún tiempo anterior a la filosofía hubiese estado abierto. Ta­rea es en ella el recuperar aquel espacio más am­plio que, por algún suceso habido en el hombre, se ha estrechado y que el discurrir de la sola razón desde sí no puede ensanchar: «Un horizonte que al perderse deja a grandes verdades sin albergue sin condiciones de visibilidad, sin presencias, sin posibilidad de acción, al modo de la Atlántida, continentes sumergidos de los que el hombre no puede ... olvidarse enteramente, pues que sería ol­vidarse de un estado anterior al que se encuentra en que se sabía mejor, un estado de orden de orden y de mayor intimidad con la totalidad del universo» (9). Por ello, momento nuclear en su pensamiento es su reflexión acerca del pitago­rismo: son los pitagóricos los grandes vencidos en la historia de la filosofía, pues el ritmo y la armo­nía en que aquellos vieron respirar el alma fueron perdidos en la soledad del día primero en que el hombre se preguntó por las «cosas» por el «ser», por la «sustancia». Música y matemáticas, artes del número y artes del tiempo con todas sus re-

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presentaciones nocturnas y abismales: eso fueron los pitagóricos; su logos, del silencio, no-identidad frente a la identidad de que necesitaba el logos­palabra de la filosofía. Están en los pitagóricos las cosas fuera de sí, sin sustancia, pues vienen (no son) siendo siempre lo otro, relación, movimiento incesante. Fue Aristóteles quien salvó la realidad de las cosas de este mundo limitándolo y ence­rrando cada cosa en sí misma, rescatándola de la alteridad. Semilla vencida, como las semillas, el pitagorismo, se irá sembrando a lo largo de la historia de la filosofía bajo otros nombres, hasta su, quizás, más gloriosa aparición, aunque tam­bién innominado, con Spinoza, con Leibniz quien realizará el intento de reconciliarlo con su contra­rio. De ser esto así quedará patente por qué M. Z. une en la expresión de su pensar ritmo, música, relación, ciertamente pitagóricos, a la asimilación «Beatífica» del más «geométrico» de los pensa­mientos, el de Spinoza. Diamantino Spinoza, dia­mantina asimilación «beatífica» la que hace M. Z. de aquél. Es así en el saber que se tiene en M. Z. sobre el alma ( «hacia un saber sobre el alma») laten nuevamente vivísimas (encarnan) las teorías de la pasión de Spinoza, el mundo relacional de las mónadas de Leibniz. Ambos. ¿No eran tam­bién expresión de aquel saber pitagórico que hizo arrancar el alma del Tiempo Cósmico, como su máxima realidad, a la par que único punto de partida inmediato, no cósmico, para el hombre? Pero hay más. ¿No es el propio Pitágoras, y todo el orfismo que lo sustenta, expresión del modo de sentirse en el mundo del hombre oriental? Pregun­tas ambas que son respuesta. Pues están, el hom­bre oriental y el orfismo, también Spinoza, vueltos a lo divino y por ello no interrogantes sino en

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constante respuesta, respuesta a lo alto, a su lla­mada, volcándose a ella. Así la matemática de la observación nace, de la contemplación. Así el sa­ber puro de M. Z., el saber sobre el alma -tal la religión de Osiris y concediendo todo su poder, todo su derecho (como en Spinoza en quien dere­cho y poder son lo mismo) a la memoria- es saber de origen, de dónde el alma ha nacido, y a dónde habría de retornar, y de esta forma encontrar el sentido de todo acontecer. Se aúnan entonces ori­gen y futuro, poesía y filosofía logos del silencio (del abisal silencio) y de la palabra que por no limitar ni «razonar» hacia un limitado futuro (más que nada porvenir) se abisma y también, sí, y sobre todo, va de vuelo. Tal saber acerca del alma lo es también sobre la palabra, palabra del sentido de cada latir del corazón, de cada expresión, de cada acontecer, de la relación íntima (anímica) en que se mantienen todos los «Quanta» -digámoslo así, o de todas las mónadas, si se prefiere- que pueblan el hablar y el callar, el amar; saber de los adentros y de sus vertientes y abismos: el tiempo, y los tiempos múltiples, y su muerte. Saber que va desde la mirada originaria hasta la palabra más exacta que desentraña y desvive, desde el ir por el «sentir originario», patentizado el sentirse sus­pendido y flotante, pasando por esa mirada que lo es de reconocimiento pues no siempre se aborda el tiempo primeramente pensándolo, sino pade­ciéndolo. Ida de amor, vuelo al origen, y también ir y recorrer los infiernos, con la secreta dulzura de Orfeo que precisamente sale de las entrañas del infierno. Tal dulzura ha de permitir a las razo­nes entrar en los lugares infernales, puente entre el indecible sufrimiento y el logos. Palabra pues que, acogiendo en su claridad «cuentos e histo­rias», mitos, símbolos, alegorías, apurando hasta el fin su poder para ser palabra-logos, palabra­número, música-poesía, puede ser sueño de innú­meros sueños que, a su vez la van creando, la van naciendo, despertando. Por los números del alma -y frente al despertar agónico por sólo quererexistir, voluntariamente en lucha con la vida, parauna libertad negadora del amor- va adentrándoseM. Z., y nos adentra, guía como es, en su propionacimiento (10) en la ascensión, a través de losclaros del bosque, que no le extrae el alma de sulugar primero: agua, lugar de vida; y va sin cui­dado, sin lucha, sin agonía. Pues «no hay lucha endejarse alzar desde el insondable mar de la vida»en cuya profundidad, o en cuya superficie, llega lacentella del fuego, luz que mueve y acompasa larespiración. Quien así alienta al encuentro de la

, luz es alumbrado por ella sin sufrir deslumbra­miento. Podrá ser el encuentro con la quietud, lapaz que se derrama del ser unido con su alma.Despertar de mañana, o en el centro de la noche yya no le abandonarán aunque no siempre seanencontrables. Pues el ser humano parece consistiren eso «en un anhelar y apetecer apaciguados porinstantes de plenitud en el olvido de sí mismo, quelos reavivan luego que los reencienden» (11).

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¿Mística?, hunde raíces, ya está dicho, en el profundo latido que alentar parece en todo el pen­sar y sentir español y vuela con las más altas expresiones de la cultura española: Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Miguel de Molinos. Y tal vez no hayan existido análisis ni pensamiento al­gunos tan acogedores, no ya sólo de lo que signi­fica la propia mística española sino todo el pensa­miento español en su más lato sentido. Evoca su presencia en el realismo, la mística, la lírica, la pintura, el ritmo de la música y el del hablar y callar de nuestro pueblo. Justamente encuentra en el peculiarísimo realismo hispano ese punto cultu­ral que entronca con el milagroso equilibrio de un pueblo siempre al borde de la locura. En la nota más ostentosa de este pueblo, el predominio de lo espontáneo, de lo inmediato -saturado, tantas ve­ces de ironía y casi siempre de dramatismo- vis­lumbra una esencia de lo español: el ser humani­dad que vuelca hacia afuera en gestos pletóricos de vida, incluso al borde mismo de la muerte, admirándose en su mirar al mundo, sin pretender reducirlo a nada. Tal el enamorado. Y por ello tan indiferente a la razón (a la razón occidental) esa que, en estos momentos, tantas fisuras parece ofrecer. A partir de estas constataciones rompe M. Z. con no pocos tópicos que, dentro y fuera,parecen haber nutrido toda reflexión sobre Es­paña. Guía su intento, como siempre, la más gene­rosa de las esperanzas y la más lúcida (la másdifícil de las esperanzas). Aparece pues el pensa­miento español como hijo tan sólo de la admira­ción, desarraigado de la violencia, por tanto delquerer. Pensamiento libre, disperso, cuyas ansiasde saber parecen hallarse satisfechas en formas«sacramentales», con la novela, con la poesía.Pensamiento que corre sobre los temas esencialesy últimos sin revestirse de autoridad alguna, sindogmatizarse, tan libre que puede parecer extra­viado. Limitaciones y'pobrezas: más de la volun­tad, representada por la violencia, que del enten­dimiento. Permanece, aquí sí, una pregunta flo­tando, aunque la respuesta parece bien evidente:¿ Se explicaría con ello el que el pensamiento hayaestado tan ausente de la política y el que la polí­tica haya sido casi siempre ciega expresión devoluntad bruta, estallido de violentísimo que-rer?...

En este contexto, nuestro Realismo aparece, de entrada, como lo opuesto al idealismo; y ello es así por proceder de otros íntimos orígenes. Tal vez exista, señala M. Z., como fondo íntimo de España, una y aún varias religiones anteriores al cristianismo no muertas aún y que borradas de la apariencia histórica hayan seguido prestando su savia y su sentido, moldeando, imperceptible pero continuamente, todo lo venido sobre ellas. Y todo ese fondo incidiendo en un sorprendente apego a la realidad que es el sustrato de aquella inmediatez y expontaneidad, de que hablábamos. Apegado a la realidad viene hasta ( o más que nadie «real­mente») el místico, al palpitar mismo de la carne,

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en franca contraposición a esa otra mística centro y noreuropea que es soledad absoluta del hombre frente a la voluntad de Dios. Consecuencias de este apego son: el imposible sistema de pensa­miento, la sola abstracción, la «objetividad». Y por apego a lo real, un real saber popular que informa todo tipo de saber, porque las raíces con aquel nunca han sido cortadas, hasta el punto que «en ninguna otra cultura la conexión íntima entre el más alto saber y el saber popular ha sido más estrecha y, sobre todo, más coherente» (12). El realismo es así ilustrador de que la estructura ín­tima española sea lo suficientemente diferente de la europea como para que se expliquen las dife­rencias de ritmo, el gran «anacronismo hispano» perenne y su indescifrabilidad. Los conflictos y problemas (cuando llegan a plantearse como tales problemas y no dramáticamente, como mero con­flictos), de la vida española derivan ante todo de lo mismo que vemos en su realismo: no haber reducido la realidad a nada. Encontramos un sen­timiento primordial en el español: la melancolía que hace sentir la vida en su pura temporalidad, como tiempo irreversible. Dos actitudes, esen­cialmente, ha producido este sentir: aquella que se entrega al momento, elevándolo a plenitud (Don Juan Tenorio) y aquella otra que recoge la vida, abrazándola en su totalidad, en el amor pleno (Juan de la Cruz). En ambas actitudes late lo im­posible como meta, lo imposible como único posi­ble horizonte. El pensar español, ya en su primer paso, viene a dar a la muerte. Meditación de la muerte, pensamiento fijo en el morir es todo ese estoicismo de que está transido tanto el pensa­miento filosófico como el poético, y un muy am­plio sentir popular. Ante esta certidumbre, apenas

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puede ocuparse en eso que ha sido la tarea y la conquista del pensamiento europeo: el conoci­miento del mundo físico y su fundamentación. Es­toicismo, suicidio: estoicismo como origen cierto del permanente suicidio individual (de muchos de los mejores, de los que hubieran sido guías) y aún social que ha acaecido en España. Sin pensamiento filosófico sistemático el pensar español se vierte, pues, dispersamente, ametódicamente, en la no­vela, la literatura, la poesía. Ellas reflejan los su­cesos de nuestra historia. Por ello una forma de la necesaria historiografía (indisoluble, y necesitada de que así sea, de la sociología) es la interpreta­ción de nuestra literatura, que aparece, sino como nuestra pura razón, sí como nuestra razón poé­tica. Ello precisamente es parte de la labor teórica realizada por M. Z. Labor que concluye en en­contrar la promesa latente en el espléndido «co­nocimiento poético» español. Promesa de cuya plenitud «puede surgir toda una cultura en la que ciencia y conocimiento, hasta ahora errabundos, como la historia, sean la médula; en la que cien­cias como la Sociología, nacientes aún, alcancen su pleno desarrollo; en que el saber más audaz y más abandonado sea por fin posible» (13). Algo ya sabemos de la audacia con que M. Z. se lanza a su «saber sobre el alma». Ya vemos, por ello, que ese conocimiento del hombre no es sino el movi­miento de reintegración, de restauración de la unidad humana hace tiempo perdida en la cultura europea. De la soberbia española, nuestro más terrible pecado, salió el absolutismo, cascarón muerto de la verdadera España; de la melancolía española, de su resignación y esperanza (trans­formadas en ésta por la creación y la misericordia) saldrá, quizá, la nueva cultura. ¿Fracaso español? Hay, dice, un ritmo inexorable de la historia que condena al fracaso a todo aquello que se le ade­lanta o que le desborda, y este género de fracaso es la garantía justamente de un renacer más com­pleto.

Aparece pues el pensamiento de M. Z., todo él, como revelación una y múltiple a la vez, con la multiplicidad y unidad de la vida que patentiza; pues, y es éste precisamente su método (14) todo su pensar se ofrece dormido, arriba en la luz, despierto en «los profundos», en los ínferos donde el corazón vela, se desvela, se reenciende, a sí mismo. Pensamiento sin violencia, desinteresado, sin más finalidad que la fidelidad a su propio ser, a la vida que se abre. Encendida visión, tantas ve­ces, como llama y como ella pura belleza, y be­lleza que, como todas, recupera su vacío en el espacio sagrado que mueve a salir de sí al ser escondido, que mueve a la partida y al olvido de todo cuidado. La mente de quien la contempla -dice M. Z. de la Belleza, dígase acerca de laescritora de ella- tiende a asimilarse a ella, y el corazón a bebérsela en un solo suspiro, «como su .cáliz anhelado, su encanto» (15). Porque la belleza al par que manifiesta su unidad, se abre, dejando ver en su cáliz, en su centro iluminado, su

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abismo ... y quien aquí se asome quien se asome a la flor, arriesga ser raptado ... alzado de un modo embriagante y, tal vez, transcendido pudiera ver la posibilidad de iniciar el «diálogo silen-cioso del alma consigo misma» y hacerse � alma perdidiza, de sí olvidada, ganadora �de gracia no solicitada y «ser ganada».

NOTAS

(1) Tomado del título de su ensayo « Un lugar de la palabra:Segovia».

(2) «La mujer en la España de Galdós».(3) «Un lugar de la palabra: Segovia».(4) «La religión poética de Unamuno».(5) Véase: «Un lugar en la palabra: Segovia»; «Claros del

bosque». (6) Véase «Filosofía y Poesía».(7) «La tumba de Antígona».(8) Véase, sobre todo «Filosofía y poesía», «El hombre y

lo divino», «Hacia un saber sobre el alma». (9) «Filosofía y poesía».(10) «Dos escritos autobiográficos (El nacimiento)».(11) Adivinanza .... (12) «Pensamiento y poesía en la vida española».(13) «Pensamiento y poesía en la vida española»; véase

también «La España de Galdós», «El pensamiento vivo de Séneca», «España sueño y verdad».

(14) El método en «Claros del bosque».(15) «Claros del bosque».