SIMÓN ERA SU NOMBRE-JUVENIL OK · el rosario en la catedral. Lo sé porque me pidió que carga-ra...

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Simón era su nombre

© Del texto: Edna Iturralde© De esta edición: 2016, Distribuidora y Editora Richmond S.A. Carrera 11 A # 98-50, oficina 501 Teléfono (571) 7057777 Bogotá – Colombia www.loqueleo.com

• Ediciones Santillana S.A.Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires• Editorial Santillana, S.A. de C.V.Avenida Río Mixcoac 272, Colonia Acacias,Delegación Benito Juárez, CP 03240,Distrito Federal, México. • Santillana Infantil y Juvenil, S.L.Avenida de Los Artesanos, 6. CP 28760, Tres Cantos, Madrid

ISBN: 978-958-9002-91-9 Impreso en ColombiaImpreso por Editora Géminis S.A.S.

Primera edición: abril de 2010Primera edición en Loqueleo Colombia: diciembre de 2016 Primera reimpresión en Loqueleo Colombia: diciembre de 2017

Dirección de Arte:José Crespo y Rosa MarínProyecto gráfico:Marisol del Burgo, Rubén Chumillas y Julia Ortega

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida,ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema derecuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio,sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico,por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito,de la editorial.

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Simónera su nombre

Edna Iturralde

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A mi antepasado, coronel Rafael María de Irazabal, prócer de las gestas de la independencia

de Nuestra América.

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Tierra

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Capítulo I

Mi bisabuelo, Babá Domingo, me enseñó que la vida con-

tinúa después de la muerte. Esto fue lo primero que dijo

al iniciarme en las creencias ancestrales, y lo repitió an-

tes de morir en una noche iluminada por luciérnagas, en

el rancho de esclavos de la hacienda San Mateo, donde

yo nací.

—Hipólita, hijita, no olvides que cuando los espíritus

abandonan el cuerpo van a Orún —susurró con delicade-

za, como si no quisiera interrumpir a la muerte. Después

señaló un altar de madera con la imagen de Santa Bárbara,

que también representa a Changó, el dios del rayo, y me

dijo que me la dejaba de regalo. —La necesitarás para el ritual que te ayudará a abrir el

paso entre este mundo y el otro. Así podrás llamarme y yo

vendré a verte y… me moveré con facilidad, estoy seguro,

porque ya no me lo impedirán estas piernas viejas y necias

que se han negado a caminar los últimos años —dijo con

los ojos brillantes, pero no de lágrimas; en ellos había tan-

ta alegría que sonreí mientras apretaba su mano.

Uno a uno llegaron los vecinos, los amigos y los parien-

tes, que eran una sola cosa. Se sentaron en el suelo de tierra

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y empezaron a cantar al son de pequeños tambores. Así

esperamos con alegría (que teníamos que mantener ocul-

ta de la Iglesia y de los amos) a que llegara la muerte.

De Babá Domingo aprendí que Orún, el cielo principal,

no solo está dividido en nueve cielos, sino que, a diferencia

del cristiano, permite a los espíritus volver a la tierra para

hablar con sus descendientes. A los espíritus se los conoce

con el nombre de egungún, que quiere decir enmascarados.

Cuando se presentan, al ser invocados, vienen envueltos

con tiras y retazos de telas de colores y en su rostro llevan

una máscara de malla con unos agujeritos en donde antes

tenían los ojos.

Seis meses después de la muerte de Babá Domingo,

cuando ya se había convertido en egungún, fui a conver-

sar con él en un viejo cobertizo ubicado al fondo del jardín

de la casa donde me llevaron a vivir. Era una tarde que yo

consideraba muy especial, tan especial como la tierna cria-

tura dormida que llevaba en mis brazos y que acosté con

delicadeza en la hamaca que colgaba de la pared.

Encendí seis velas delante de la imagen de Santa Bár-

bara, cerré los ojos, me santigüé seis veces, terminé de

decir el nombre de Changó también por sexta vez, e invo-

qué la presencia de Babá Domingo.

—Aquí estoy, Hipólita, hijita. —La voz de Babá Do-

mingo silbó como el viento mientras flotaba envuelto to-

talmente en las tiras multicolores. Me recordó a un pájaro

con las plumas despeinadas. Sentí su mirada llena de ca-

riño observándome a través de los agujeros de la máscara.

—Lo traje en secreto para que lo conocieras, como me

pediste. —Señalé a mi niño que dormía en la hamaca.

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Parecía un ángel vestido con su faldellín de bautizo aquel

29 de julio de 1783. Noté que había conseguido liberar una

mano de la mantilla que lo ceñía para chuparse el dedo pul-

gar, algo que hacía desde su nacimiento a pesar de todos

mis esfuerzos por impedírselo. Así era mi niño: apenas con

seis días de llegado al mundo ya lograba lo que se proponía.

—Lo han bautizado Simón José Antonio de la Santí-

sima Trinidad. Míralo, duerme como un bendito —conti-

nué entusiasmada.

—Lo veo, hija, lo veo. Es él —dijo complacido Babá

Domingo—. Siempre le gustará acostarse en una hama-

ca, siempre. —Su voz tenía un cierto tono de admiración,

como si aquello fuera una cualidad.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —pregun-

té sintiéndome decepcionada. La última vez que había

invocado a Babá Domingo, él me había contado que el

niño que estaba por nacer en aquel hogar realizaría ha-

zañas heroicas y portentosas, justamente por ese moti-

vo quería conocerlo.

—Ten paciencia, Hipólita, hijita, con el tiempo lo sa-

brás —explicó con amabilidad—. Para comenzar, que su

nombre sea Simón no es ninguna coincidencia, como se

podría creer, si pensamos en unos importantes antepasa-

dos blancos que también llevaban este nombre.

—¿Antepasados blancos? ¿Acaso no son todos sus

antepasados blancos? —pregunté confundida.

Babá Domingo dijo que los árboles más fuertes tienen

varias raíces y sin dar más importancia al asunto conti-

nuó con su conversación en relación con el nombre de

Simoncito.

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—Santo Simón se celebra el veintiocho del mes de

octubre, Hipólita. ¿Recuerdas en qué fecha se conmemo-

ra el día de María Lionza?

—¡El doce del mismo mes! —contesté de inmediato,

recordando a la diosa de la naturaleza y del agua.

Babá Domingo rio suavemente aprobando mis

conocimientos.

—El nombre “de la Santísima Trinidad” tampoco es

una casualidad —añadió Babá Domingo.

Estaba dispuesta a recordarle que la familia de Simon-

cito tenía una capilla dentro de la catedral llamada “de la

Santísima Trinidad”, pero él no me permitió interrumpirlo.

—En este niño habitan tres elementos: Tierra, Fuego

y Agua, que harán de él un ser único y especial —explicó

Babá Domingo, flotando sobre la hamaca donde dormía Si-

moncito.

—Entonces lo llamaré Trinitario —concluí conten-

ta—. Si mi niño lleva dentro de sí tres espíritus, bien me-

rece aquel apodo, aunque tenga que decírselo en secreto.

Babá Domingo estuvo de acuerdo.

—En el elemento Tierra ha nacido, en el Fuego lucha-

rá y en el Agua llegará al Gran Mar Eterno… en el Agua…

—Su voz se apagó.

De repente me encontré sola frente al pequeño altar.

Una de las velas se había ladeado y estaba por consumir-

se. Yo era aún novata en cosas de los rituales, pero sabía

la importancia de mantener seis luces encendidas. Pen-

sando que la desaparición de Babá Domingo se debía a

aquello, prendí otra vela con toda rapidez y la pegué so-

bre la cera derretida. Me preparé para volver a invocarlo

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y reanudar nuestra interrumpida conversación, cuando

escuché el arrullo.

Duérmete mi niño,

mi niño Simón

que allá viene el coco

con un carretón.

Mira que tu madre

con tus hermanitos

salió a San Mateo,

salió tempranito.

Duérmete, Simón,

de mi corazón.

Era la negrita Matea, que había entrado al cobertizo

sin que yo lo notara. Estaba sentada en la hamaca, tenía

a Simoncito en brazos y lo arrullaba impulsándose con

las puntas de sus pies. Su voz de diez años se deslizaba

como miel de panela por las paredes de tablas y el piso

de tierra. Matea también venía de la misma hacienda, de

San Mateo. Con mis veinte años recién cumplidos, al lle-

gar Simoncito pasé a ser su nana, pues trajeron a Matea

para ser la compañera de juegos de los otros tres niños

de la familia.

Fui hasta ella y miré a mi niño. Pensé en lo que aca-

baba de decir Babá Domingo sobre sus nombres. El amo

Juan Vicente había querido llamarlo Santiago, pero el pa-

dre Félix, que era su tío y padrino, insistió en bautizarlo

Simón.

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—Simón, Simoncito —lo llamé con ternura, acarician-

do sus cabellos negros y rizados.

—También lo bautizaron con el nombre de la Santísima

Trinidad —me recordó la negrita Matea—. El padre Félix

dijo clarito: Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bo-

lívar y Palacios —repitió orgullosa de haberlo memorizado

y luego preguntó por qué los blancos tenían nombres tan

largos.

—Pues porque poseen mucho. Son dueños de tal nú-

mero de posesiones que necesitan un nombre extenso,

como una canoa, para cargar con todo. En cambio los ne-

gros solo llevamos nuestra alma a cuestas.

Mi broma la hizo reír y yo le conté que pensaba llamar

a Simoncito con el apodo de Trinitario. Ella pensó que

me refería a su nombre de la Santísima Trinidad.

—No. Es por los elementos… los espíritus que lle-

va dentro: Tierra, Fuego y Agua —repetí las palabras con

lentitud. Apenas terminé de decirlas sentí un escalofrío de

emoción—. ¡Agua! ¡El agua es lo que une a Simoncito a la

diosa María Lionza y es por eso que comparten el mismo

mes! —exclamé en voz alta, pero me callé al ver la mirada

de susto de Matea.

—Hipólita, si te escuchan… —empezó a reclamar

Matea. El terror que sentía era bien fundado; mezclar las

antiguas creencias con la cristiana no solo estaba prohi-

bido, sino que cualquier acto pagano merecía por lo me-

nos cien latigazos.

—Tú no te preocupes, negrita Matea, que nadie nos

oye —expliqué con pena de ser la causante del miedo

que brillaba en sus ojos.

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A pesar de mis palabras tranquilizadoras, Matea se

estremeció y Simoncito despertó llorando.

Ella lo pasó a mis brazos para que lo llevara donde

doña Inés Mancebo, una buena amiga de mi ama que lo

amamantaba. La pobre había parido a una criatura muer-

ta, mientras que el ama María de la Concepción había

quedado muy débil para darle de lactar.

—Lo que no sabes tú es que doña Inés aún no ha re-

gresado —contó Matea con la satisfacción de demostrar-

me que ella conocía algo que yo ignoraba—. Se fue a rezar

el rosario en la catedral. Lo sé porque me pidió que carga-

ra su reclinatorio, pero el ama me ordenó que te buscara.

Yo sabía que te encontraría en este lugar… ¡y con Simonci-

to! —me acusó con su mirada.

—Aunque abrieran la puerta y entraran, solamente

hallarían el altar de Santa Bárbara y no está prohibido

rezar a los santos, negrita Matea —le dije con un guiño.

—Pero nos castigarían por traer a un bebé tan chi-

quitico a un sitio tan feo y viejo, lleno de telarañas, ratas,

ratones, murciélagos, arañas… —comentó, buscando ra-

zones exageradas para sus reproches.

Matea se levantó de la hamaca. Estiró los brazos del-

gados y gráciles sobre su cabeza y bostezó.

Le estaba diciendo que parecía una gata desperezán-

dose cuando la puerta del cobertizo se abrió de golpe y la

silueta de un hombre cubrió la luz del atardecer.

—¡Ajá! ¡Te encontré, Hipólita! ¡No podrás negar que

estabas haciendo brujerías! —Sus palabras saltaron enci-

ma de nosotras como víboras en busca de su presa.

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