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4 Íntimamente vulnerable No hacía ni un mes que yo había cumplido los diez años de edad, en los albores del recién estrenado siglo XXI, cuando el gobierno británico nombró a mi padre cónsul y le destinó a Barcelona, España. Lo único que yo sabía de ese país era que hacía mucho sol, que sus playas estaban bañadas por un mar de aguas cálidas y tranquilas y, como las bebidas alcohólicas eran muy baratas, era el lugar preferido por nuestros jóvenes compatriotas para pasar sus vacaciones bebiendo y desenfrenándose hasta límites vergonzantes; un comportamiento radicalmente opuesto al tranquilo y educado que nuestros

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Íntimamentevulnerable

No hacía ni un mes que yo había

cumplido los diez años de edad, en losalbores del recién estrenado siglo XXI,cuando el gobierno británico nombró amipadrecónsulyledestinóaBarcelona,España. Lo único que yo sabía de esepaís era que hacía mucho sol, que susplayas estaban bañadas por un mar deaguas cálidas y tranquilas y, como lasbebidas alcohólicas eran muy baratas,era el lugar preferido por nuestrosjóvenes compatriotas para pasar susvacacionesbebiendo y desenfrenándosehasta límites vergonzantes; uncomportamiento radicalmente opuestoal tranquilo y educado que nuestros

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padrespretendíaninculcarnos.Muyamipesar, tanto mi hermano pequeño,Danniel,comoyo,nosvimosobligadosadejar atrás a nuestros amigos y elambienteenelquehabíamoscrecido.Alprincipio nos costó acostumbrarnostanto al clima como a las diferenciasculturales y lingüísticas. Fueronmomentos críticos en los quemaldecíamos constantemente quenuestropadrehubieraaceptadoelcargo.Deseábamos su fracaso para podervolver a recuperar nuestra normalidadlondinense. Obstinado e imbatible aldesánimo —como buen Shadowchildque era—puso su empeño y talento ensuperar todos los obstáculos. Cuandonuestroberrinchemenguó,notardamosen darnos cuenta de que aquí tampoco

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se estaba tan mal y empezamos adescubrir y a disfrutar de las bondadesdeestepaísydesugente.Claroqueestoúltimo con cuentagotas puesto que, enun ejercicio claro de sobreprotección,nuestros padres en raras ocasiones nospermitían relacionarnos con la gentedela calle, y siempre bajo tutela.«Inconvenientes por ser hijos delexcelentísimoCónsuldelReinoUnidodeGran Bretaña e Irlanda del Norte»,decían ellos. Ese argumento no nosconvencía en absoluto. Conocíamos afamiliasdeotrosdiplomáticosodegentetan importante como nosotros, quetenían una actitud mucho más cercanacon el pueblo llano. Nuestrosprogenitoresavecesdabanlasensaciónde recelar sinmotivode todo loqueno

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fuera anglosajón. Tal vez por esodecidieron que cursáramos estudios enel Instituto Británico que había en laparte alta de la ciudad, un centroeducativo de enorme prestigio yexigencia, que impartía sus enseñanzaseninglés.Dentro de lo que cabe, puedo afirmar

que la vida aquí se fue desarrollandoacordecon laelevadaposiciónsocialdeque gozábamos. ¿Que si éramos felices?No diría tanto, pero en absolutodesgraciados. No teníamos de quéquejarnos.¿Osí?CadavezqueRoland,elchófer de la familia, nos llevaba ennuestrocochede lujo, lamayoríade losniños de la calle nos observabanfascinados. Si ellos envidiaban nuestroaltoniveleconómico,yohubieradadolo

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que fuera por jugar libremente por lascalles, conocer otros ambientes, hacernuevas amistades, compartir susilusiones, integrarme en este universosocialqueahoranosacogía.Peroesonopodía ser. El estatus que disfrutábamosconllevaba unos riesgos que nuestrospadres se obsesionaban en que nocorriéramos. Nos relacionábamos casiexclusivamente con los británicosadinerados que, como nosotros, sehallaban desplazados aquí. Solíamosreunirnos para celebrar las fiestas denuestraañoradapatriaoparaveralgúnevento deportivo importante portelevisión,yafueraunpartidodefútbol,derugbyodecricket.Ahora, pasados ya seis años, las cosas

se habían normalizado tanto que

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empezábamos a pensar que éste iba aser nuestro hogar durante muchotiempo,quizásparasiempre.Una tarde,Rolandme trajoa casacon

demoraporquehabíamosencontradountremendoatascoalasalidadelInstitutoBritánico. Tan pronto el coche quedóestacionado frente a nuestra mansión,me apeé sin esperar a que él cumplieraconsuobligacióndeabrirmelapuertayechéacorrerporelcaminodegravaqueconducía a la entrada principal. En unrecodo a la izquierda un par dejardineros podaban las ramas de losarbustos y examinaban los brotesincipientes de los rosales. No tardaríanmucho en aparecer las primeras flores.En primavera, cuando los capulloseclosionasen, dotarían a nuestra gris

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morada de una delicadeza cromáticamás que necesaria y de multitud dearomas.Paséentre lasdos columnasdemármol de la entrada principalsaludando a Gladys, nuestra sirvientasudamericana de color. Este país habíarecibido una oleada de inmigrantes enlos últimos tiempos. Los pocos que yoconocía —casi todos efectuando tareasdeservicio—,eranpersonasagradables,humildesytrabajadorascomoella.Subílos cuatro escalones que conducían alhall bailando al son de una cancioncillademoda.Lostaconesdeloszapatosdeluniformerepiqueteabanelritmoalavezque mis labios entrecerradosmurmurabanunaletrainventada.Habíaluz en la primera puerta a mi derecha.Como habitualmente los lunes a esa

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hora,mipadreymimadreestabanenelsalónde té. Medetuve frente al espejode la pared. ¡A saber la cantidad depersonas que se habían visto reflejadasen él en susmásde doscientos años deantigüedad! Me alisé el uniforme ymeatusé el pelo con la yema de los dedos.Queríaestarperfecta.Entréasaludarles.A diferencia de otros diplomáticos o degente muy importante, que tenían untratomuchomás cercano con sus hijos,mis padres siempre se empeñaban enmantener una actitud excesivamenteformal, como si fueran personajes deépocas pasadas, la victoriana, porejemplo. No pude evitar una tristezafugaz. Los dos levantaron la cabeza alverme entrar. Nos saludamos. Meacerqué conteniendo las ganas de reír

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quemeembargaban.Tratédeserlomáscomedidaposible. Apapáledilamano,amamá la besé en lamejilla. Ambos lorecibieroncongestoserio.—¿Todo bien en el Instituto,

Samantha?—Perfectocomosiempre,mamá.Parecía que mi padre iba a

preguntarme algo pero se contuvo. Selimitóamirarmeyamover ligeramentela cabeza. Di la vuelta y me dispuse asalir lomás refinadamente posible. Unavezfueradelsalóndeté,aceleréelpaso.Subí los escalones de dos en dos yendoraudahaciamicuartoadejarlamaletayla bolsa de deportes. Aquella tardehabíamos tenido gimnasia. Era de laspocas asignaturas que me gustaban, laúnica enque conseguía ser el centrode

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atención de todas las miradasmasculinas y de las envidias de lascompañeras. Con pantaloncitos cortos ycamiseta ajustada, mi feminidadresaltaba en todo su esplendor. Estabaorgullosa de los evidentes cambios quese habían producido en mi cuerpodurante el último año y que tantoparecíaninteresaraloschicos.Mesentíaatractiva,importante.Nada más embocar el pasillo, me

percatédequehabíaalgoanormalenelambiente. No alcanzaba a comprenderquéeraperomisextosentidosepusoenalerta. Mis pasos resonaban más de lohabitual sobreel suelopulimentado.Unsilencio extraño me rodeaba. Mihermano menor, Danniel, los lunesacostumbrabaallegarantesqueyoyno

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seleveíaporningúnlado.Meacerquéasu habitación. La encontré vacía. Másquepreocuparme,suausenciamealivió.Unhermanodeapenascatorceañoserasiempreun incordioparaunachicaqueiba para diecisiete. Las veces que meencontraba hablando por teléfono conalgún chico, se acercaba y se ponía agritar «tequiero,mua,mua». Sumundotodavía giraba alrededor de losvideojuegos, mientras que yo habíadejado de ser virgen hacía ya unosmeses.Regreséamicuartobendiciendomi buena estrella. Podría llamartranquilamente a alguna amiga ycompartir con ella los últimos chismesquecirculabanporelInstituto.Lapuertade mi habitación estaba entornada. Laempujé y entré. Iba a tirar la bolsa de

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deportey lamochilacon los librosaunrincón,cuandometopéconuna imagensorprendente:Dannielestabasentadoenla silla de mi pequeño escritorio. Teníaunpañueloaparatosometidoenlabocay sus dos manos, juntas, estabanenvueltas con cuerdas. La imagen eramásgrotescayridículaquealarmante.—¿A qué diantre se supone que estás

jugando, renacuajo? ¡Sal de mihabitación ahora mismo! —ordené,apuntándoleamenazadoraconeldedo.En ese mismo instante se produjo

movimiento a mi derecha. Tras elarmario, en la penumbra, había alguienescondido.Eraunafiguramasculinaqueno tardó en salir a la luz. Vestía unacamisa y unos pantalones tejanos entonos oscuros y llevaba puesto un

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pasamontañas. Alzó la manoapuntándomeconunrevólver.—No haga tonterías y nadie sufrirá

dañoalguno—dijoenuntonodevoztanbajo que le entendí más por los gestosqueporlaspalabras.No me costó nada reconocerle. Se

tratabadeAllistorParker,elhijodeunosagentes financieros ingleses. Como mipadre era el cónsul del Reino Unido eneste paísmediterráneo, solía recibirle amenudo para facilitarle los trámites dealgunas operaciones internacionales.Allistor, el aprendiz de maleante quetenía ahora frente amí, iba a lamismaclase quemi hermano, aunque siempreme había parecido mayor porque eracasiunpalmomásaltoqueél.Apesardesu burdo intento de disfrazarse, elmuy

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idiotallevabapuestosaquelloscalcetinesridículosarombos,tancaracterísticosdenuestro país nórdico como inadecuadospara el clima tan cálido de la zonamediterránea donde ahora residíamos.No me asustó en absoluto que meamenazara con un arma. Aún en elsupuesto de que la pistola fuera deverdad, aquel niñato no tendría valorparaapretarelgatillo.Estuveenuntrisde atizarle un par de sopapos. Mecontuve porque una tentaciónmaquiavélicaseabriópasoenmimente.Si aquellos dos críos pretendíangastarmeunabroma,yoteníaalgunaqueotra idea sobre cómo conseguir que sevolviera en su contra. Por ahora, iba aseguirles la corriente e incluso me lasingeniaríaparaquesu travesura llegara

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lomáslejosposible.Mástarde,llegadoelmomentooportuno,mepondríaagritarymispadressepresentaríanpillándolescon las manos en la masa. Yo sería lapobre víctima mientras ellos quedaríancon el culo al aire y metidos en un líodescomunal.—Nolehagadañoamihermano.Selo

suplico —imploré, fingiendo como unabellaca.—Así me gusta, que sea una buena

chica.Ahoratúmbeseenelsuelo.—¿Porqué?—preguntéhaciéndomela

tonta.—Porquecomonomeobedezca,melío

a pegar tiros —dijo Allistor medio enbroma.Mepusede rodillas y luegodebruces

sobrelaalfombramullida.

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—Ahoraquieroqueselevantelafaldaymeenseñelasbragas.¡Hasta aquí podíamos llegar! Iba a

mandarles al infierno a él y a mi plan.Suertequesemeadelantómihermanito.Desdelasillalepegóuncerteropuntapiéa Allistor en la espinilla que le hizoretorcersededolor.—¡Uy!, está bien, eso no. Ponga las

manosenlaespalda.El pobre Allistor se frotaba la pierna

con la mano que no sostenía el arma.Danniel le miraba aún enojado. Nopuedo negar que me llenaron desatisfacción tanto la tribulación de unocomoelenfadodelotro.Llevélasmanosa mi espalda y crucé muñeca conmuñeca. Mi hermano se sorprendiótantoquecasisecaedelasilla.Supongo

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que lo que esperaba era alguna de misclásicas reacciones agresivas, no queobedeciera sin oponer resistencia. Sucolega también se quedó sin saber quéhacer. Era evidente que no habíanpensadollegartanlejos.—¿Yahoraqué?—preguntéalverque

nadasucedía.Veía los ojos del amigo demandar

respuestasenelrostrodemihermano.—¿Piensas atarme como a él? —

pregunté.Se sobresaltó como si alguien le

hubieratocadoelhombropordetrás.—No…si…supongo.—¿Con qué? Las únicas cuerdas que

hay son las que tiene mi hermanoalrededor de las muñecas. ¿Acaso

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piensasliberarleaélparainmovilizarmeamí?El apuroqueestabanpasandoera tan

grande que estuvo a punto deescapárseme una risita. Se veíanobligados a tomar la iniciativa, aimprovisar. Y no sabían cómo hacerlo.Era evidente que su plan finalizaba conmi susto inicial. Se produjo un silenciotenso e incómodo. Por extraño quepudiera parecer, quien se impacientóporsufaltadedecisiónfuiyo.Talcomoestábamos, si gritase, sería la única queibaaquedarenevidencia.Ellostendríansuficiente excusa con decir que estabanjugando y que yo les habíamalinterpretado. La cosa no podíadetenerse ahí. Si quería pillarles bien,

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teníaqueconseguirpruebasirrefutablesensucontra.—¡Menudo ladrón estás tú hecho!

Tienessólotresposibilidades.Una,salesatodamecha.Dos,teponesapegartirosdejando dos cadáveres. O tres, buscasalguna cosa con que atarme y te largasconloqueseaquehayasvenidoarobar.Túdecides.Cuanto más tiempo pasaba, más le

temblaba lapistolaentre lasmanos.Susojosseguíanimplorandounarespuestaaun Danniel que estaba tan asustado omás que él. Yo tenía que controlarmisganasde reír sipretendía llevarlesamiterreno.—¿Tienesmiedo?Teveoindeciso—le

eché en cara al del revólver buscandoquereaccionaradeunavez.

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—Noeseso,esque…—No habías pensado en atar a una

segunda persona, ¿me equivoco? Notienes con qué. ¿Voy bien? —preguntéantesusconstantestitubeos.Cuanto más hablaba yo, más

pusilánime se mostraba él. Me sentíapoderosa dominando la escena. Podíaver su frente llenándose de gotitas desudor. Su inseguridad me agudizaba elingenio,lamentesemellenabadeideas.Élnohacíamásquemirarlapuertadelahabitación, como si pensara salirhuyendoporelpasillodeunmomentoaotro. En ese caso sí que se armaría unbuen revuelo. Con el pasamontañaspuesto,hastapudieraserquealguiendelservicio le noqueara de un jarronazo oquemipadrelellegaraadispararconsu

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escopeta de caza. No, eso no se lomerecíaesteniñatoaprendizdetravieso.Improvisé.—Abre aquel armario. Ese de la

derecha.Buscaeneltercercajón.—¿E…es…este?—tartamudeóél.Abrióelcajónysequedóobservándolo

atónito. Luego movió la mano por elinterior apartando las prendas que allíhabía, buscando no sabía exactamentequé.—Aquínohaycuerdas—dijocomoun

lelo.El cajón estaba repleto de foulards.

Eranunademisdebilidades. Teníaunabuenacolección.—¿Seránsuficientes?—lepregunté.—¿Y para qué quiero pañuelos de

colores?—balbuceódesconcertado.

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—¡Estúpido, vas a necesitarlos!—dijealzandolevementelavoz.—¿Yo?—¿Me vas a atar o no? —le reñí

bajandoelvolumen.—¿Con esto? ¿No se ponen alrededor

delcuello?—Y de muchas otras maneras. Coge

uno de ellos por las puntas y estíralo,veráscómoseformaunacintagruesa.—Vaya,esverdad—dijocomprobando

queloqueyoledecíaeracierto,absortoenelfoulardalargadoqueteníaentrelosdedos.—¿A qué esperas? ¿A que venga

alguien y te pille con el pasamontañaspuesto?

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—¡Joder, joder! —exclamó dejandocaerelfoulardalsueloparallevarambasmanosalpasamontañas.El muy imbécil hizo el gesto de ir a

sacárselo.Ledetuveconunaordenseca.—Sitevemoselrostro,descubriremos

tuidentidad.Tendrásquematarnosolapolicía te detendrá por asalto con armade fuego. Te caerán por lo menos diezaños.Yo no tenía ni idea de lo que hablaba

pero él era más ignorante que yo encuanto a asuntos penales. Se quedóparalizado,conelpasamontañasamediosacar.—Se te acaba el tiempo, no creo que

losdecasatardenenvenir.Anda,átamerápido. Luego te largas por la ventana.

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Notellevarásnadaperoalomejorhastatelibrasdeiraprisión.Se volvió a colocar bien el

pasamontañas. Luego recogió del sueloel foulard que había cogido antes, unoamarillo y negro de flores estampadasque me compré en un bazar deEstambul. Yo hubiera preferido queutilizara otro con menor cargasentimental, tal vez alguno de losbaratos que adquirí en el rastrillo denuestra propia ciudad. Cuando AllistorpasójuntoaDannielparaveniradondeyo estaba, mi hermano hizo amago dedarle unpuntapié. Esta vez no le dio.Ono tuvo tan buena puntería o el otro levio venir. Se me escapó una sonrisadisimulada. Danniel estaba fuera de sícon el rostro muy colorado; el otro,

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pálido como la nieve, seme acercó conmovimientos inseguros, impactandocontodo lo que había en la habitación. Casise cae cuando uno de sus pies tropezócon una de las patas de la cama. Porfortuna recuperó el equilibrio. Luego seagachóenbuscademismuñecas.—Sitehagodaño,melodices.—Dateprisaycalla.Melasenvolvióunavezehizounnudo

flácido.—¿Así está bien?—preguntó, como si

yofuerasuprofesorayélunalumnoqueacabaradeentregarmeuntrabajo.Con un leve movimiento conseguí

sacarfácilmentelasmuñecas.—¿Túquécrees?¡Esmérate!—Loharémejor,perdona.

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¿Me había pedido perdón? Resultabacasi tierno. Me volvió a rodear lasmuñecasyaanudarunpardeveces.Mipreciosofoulardturcoestabayallenodearrugas. Qué más daba que leprovocáramosunascuantasmás.—¿Esto es lo mejor que sabes hacer?

Me lo aprietomás cuandome lo pongoenelcuello. ¡Anudaconmásenergía!—leechéencara.Todo tenía que ser lo más realista

posible para cuando nuestros padresvinieran.Sino,podríaparecerquenosetrataba más que de un juego y yoquedaríacomounatonta.Unamuchachahechayderechajugandoconcríos. ¡Quévergüenza!Me quitó el pañuelo para volver a

enrollarme lasmuñecas. Se empleó con

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bastante más contundencia, tal vezexcesiva.Elpañuelo semehundióen lapiel y los nudos quedaron duramenteconstreñidos.—Esto ya es otra cosa. Casi como lo

haríaunprofesional.Vasaprendiendo.LosojosdeDanniely subocaestaban

abiertos de par en par. No sólo no meresistía sino que, encima, les guiaba ensu travesura.Desdemiposturaa rasdesuelo podía ver que las puntas de loszapatos de mi hermanito temblaban delonerviosoqueestaba.Esomeindicóloquepodíaseguiracontinuación.—Ahoralospies.Noquerrásqueeche

a correr y alerte a todo el mundo.Envuélveme los tobillos con másfoulards.

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Juntó mis pies y los levantó losuficiente para pasar un pañuelo pordebajo. Luego le dio varias vueltasalrededor de los tobillos sin demasiadatensión.Estavezeligióunfoulardquenome molestó en absoluto que pudieraarrugarse o ensuciarse. ¿Quién sepondría jamás un foulard rosa yanaranjado?Nocombinabaconnada.Nolo compré,me lo regalóuna compañerade clase enmi último aniversario. Debíhaberlo tirado a la basura hace tiempo.Mirapordónde,ahorahastameibaaserdeutilidad.—¿Teduele?—preguntó.—Más bien resulta molesto, pero no

tengoelección,¿verdad?Soyturehén.Élapenaspodíaconcentrarseenloque

hacía. Sus ojos se le iban hacia mi

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cuerpo, especialmente la parte de lafalda donde se marcaban las curvas demi culo. Eso me incomodó. No podercubrirmeniechárseloencarahacíaquemesintieravulnerable,comosiestuvieramedio desnuda. Por más que constriñólos nudos finales con fuerza, las vueltaslehabíanquedadoholgadas.Yohubierapodido sacar los pies con tan sóloforcejearunpocoydespuésatizarleunapatada en la cara sin demasiadadificultad. Tan cerca como le tenía,probablemente le hubiera dejadoinconsciente.Mientras él meditaba sobre cómo

arreglar su chapuza, aproveché pararelajarme un poco. Mi mente empezó adivagar pensando en la estética: unasomeravisióndelconjuntodelatabaque

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micaptorcarecíadegustoeneseámbito.Hubierasidomejorqueloscoloresdelospañuelos tuvieran tonalidadesblancasoazulesparahacer juegoconeluniformedel instituto o con el maravillosobronceadoqueelsoldeestaslatitudeslehabíadadoami cutis.Aúnenmi roldecautiva, me hubiera gustado estar máselegante para el momento en que nosdescubrieran. Hubiera sido genial quealguien me fotografiara, lainmortalización perfecta. Podríaobservarlaenunfuturocadavezquemeapeteciera acordarmedel día que les diuna lección a mi hermanito y a sucompinche. Ellos, mis presuntoscaptores, con cara de asustados y yo,supuesta prisionera, elegante y con eltriunfodibujadoenelrostro.

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—Habrédeutilizar otropañuelo.Estenomehaquedadomuybien—comentóél,percatándosedelaexcesivalaxituddelasatadurasenmistobillos.Me horroricé al ver que se había

decidido por uno de mis pañuelos deencaje,unoquelecompréaunasdulcesviejecitas en nuestro último viaje aEscocia. «¡Cómopuedeusarunaprendatanfinaydelicadaparauncometidotanexigente! No se puede esperar nadabueno de unos mequetrefes comovosotros»,pensé.Soltéunresoplidoparaaliviar mi impaciencia creciente. Loúnico positivo era que el muchachoparecíairespabilando.Estainiciativanose la había tenido que indicar yo. Alvolveraagacharsesobremistobillos,envezde colocar el segundo foulard sobre

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el primero y constreñir, lo utilizótransversalmente para hacerle untorniquete.Mistobillosquedaron juntosde una forma contundente y efectiva.Atada de pies y manos, ya podíaponermeagritar.Ahorasílesteníajustodonde quería. Mi situación ya no erajustificableenmodoalgunoporsuparte.Su único argumento sería decir que yohabíaaccedidoaqueme lohicieran.Yolo negaría, mintiendo a medias. ¿Quiénlescreería?Nadie,seguro.Habíallegadola hora de la verdad, el momento delescándalo y del consiguiente castigopaterno. Iba a gritar, cuando sucedióalgo sorprendente. Allistor tiró de laspuntasdeésteúltimopañuelohaciendoque mis rodillas se doblaran y los

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tobillos se elevaran en dirección a miespalda.—¿Quésesuponequeestáshaciendo?

—pregunté, intrigada por esa iniciativatancuriosa.Al hallarme yo de bruces y él

levantarme los pies, mi cara fue ahundirse en la alfombra mullida delsuelo.No tuve tiempode reponermedela sorpresa, ni de quejarme por laincomodidad, porque sucedió algoinesperado: sonaron dos golpes en lapuerta.—¿Sam?,¿estásahí?—dijomimadre.Nos quedamos rígidos como si la

temperaturadelahabitaciónacabaradebajardecero.Reaccionéyoporquenolohubierahechonadie.Torcíelcuelloparasacarlabocadelaalfombra.

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—Sí,mamá,noentres,noestoyvisible.—SamanthaShadowchild,nohaynada

quenohayavistomilveces—afirmóellacontonosolemne.—Noentres,yanosoyunaniña,tengo

derechoamiintimidad—contestéenunmodo que, más que de réplica, parecíaunasúplica.La puerta sólo estaba entornada. Con

una ligera presión, mi madre podríaabrirla de par en par descubriendo elpanorama. Fueron unos instantes deenorme incertidumbrepara los tresquenos hallábamos dentro. Aunque era elmomento adecuado para delatar a loscanijos y que se ganaran la regañina—mi objetivo desde el principio—, elcorazón semepuso a latir con fuerza yunpánicoatroze inesperadoseadueñó

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demisentrañassilenciandomigarganta.Mesentíaatacadaporlavergüenzayporuna desazón desconocida en todo elcuerpo. Lo que les pudiera suceder aellos carecía ahora de importancia. Nopodíasoportar la ideadequemimadrepudiera encontrarme en unascircunstanciastanlamentables.—¿HasvistoaDanniel?Haceratoque

le busco. Tiene deberes por hacer y,últimamente,lacabezaenlasnubes.Susnotas han bajado hasta límitesintolerables.Comoseenteretupadre,leva a soltar un sermónde los quehacenépoca. ¿SabíasquehasacadounseisenGeografía? ¡Un seis! Dentro de nadaempezaráa suspenderalgúnexamen.Sileves,dilequesepongalaspilas.Eressuhermanamayor.Deberíahacertecaso.

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—Sí,ytúsumadre,yyaves—lealcélavozdominadaporelnerviosismo.—¡SamanthaShadowchild!—Está bien, mamá, lo intentaré —

respondí avergonzada por haberlacontestadodeesemodo.Lapuertasemovió…paracerrarse.—Si quieres intimidad, no la dejes

abierta.Nadieabre lapuertacerradadela habitación de una señorita sin antespedirpermiso.Consejodemujeramujer—dijoconsuavidad.—Gracias,mamá.Con la calma por haber capeado el

temporal, intenté reflexionar sobre miextrañareacciónalahoradelaverdad,olafaltadeella.Mesentíaincómodasobreelsuelo.MeacordédequeAllistor,pocoantes de la entrada en escena de mi

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madre, había tirado de las puntas delfoulard torniquete en mis tobillosobligándomeadoblarlasrodillas.Ahoramedabacuentadelporqué,ydequetalvez eso tuviera algo que ver con midesazón, mi desconcierto y mistribulaciones posteriores. Mientras yohabíaestadohablandoconmimadre,élhabía hecho llegar mis tobillos hastadonde se hallaban mis muñecas en miespalda y allí había atado los cabos delos respectivos pañuelos. Mis tobillos ymuñecas habían terminado unidos ytoda yo arqueada sobre mi barriga, laúnica parte de mí que ahora tocaba elsuelo.—Para ser un ladrón, tienes unmodo

bastante peculiar de asegurarte de quelos rehenes no se escapen —comenté

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atónitaporsusorprendente iniciativa,yconfiesoquetambiénadmirada.En mi rol de cautiva, aquel era un

detalle que no me esperaba y queencontré especialmente interesante. Micuerpo doblado hacia la espaldaconllevaba que cualquier movimientoque yo intentara, provocaría unbalanceo. Cuando la oscilación seapoyabaenlazonadeltórax,mispechoseran aplastados por mi propio peso ycuandolohacíaenladelabdomen,loerami pubis. Por la posición en que mehallaba, tantomihermano comoel otroquedaban fuera demi campo de visión.Tuve que girar el cuerpo,balanceándomesobreelsueloensentidolateral, para poder verles. Ese ridículoreptar sobre la alfombra comportó que

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se infringieran nuevos y emocionantesroces sobre unas zonas íntimas que yoempezaba a encontrar demasiadosensibles.—Me gustan tus braguitas —dijo

Allistor nada más terminar derevolcarmeytenerleenfrente.Giré el cuello hacia mi cintura sin

conseguirvernadaperomedabacuentade que, al tener las piernas elevadas, elborde de la falda del uniforme habíacaído y mis braguitas quedaban a lavista.—Tápame, te lo suplico. Me da

vergüenza —le imploré, volviendo lamiradadenuevohaciaél.¡Se lo estaba suplicando, cuando

debería estar hecha una fieraordenándoselo! Más aún, gritando para

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quemimadrevinieraaponerfinatodoaquel desaguisado. ¿Qué me estabasucediendo?Me sentía vulnerable.Todala ascendencia que tenía sobre aquelmequetrefe se había evaporado encuestión de segundos. Mis muñecasluchaban por liberarse y mis piernasforcejeaban para que mi columnapudiera recobrar su posición habitual.Notabacómolosfoulardssemeclavabanen la piel. Y cuanto más luchaba, másroces sentía en mis pechos y mi pubis.Empecé a notarme extraña y amarearme. La cosa se descontrolódefinitivamente al producirse algoinesperado y turbador: un pañuelo seintrodujo en mi boca separándome loslabios. Allistor me estaba amordazandoconrapidezyconlamismacontundencia

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con que me había atado las muñecas ylos tobillos. De no ser por la magníficacalidaddelaprenda,suaveyelástica,talvezsehubierarotoomehubieradañadolas comisuras de la boca. Al fijar laspuntasenlanucametiróligeramentedelos pelos. Un detalle furtivo, rudo,agresivoypreocupantequeprovocóque,por primera vez, tomara consciencia dequelacosaibaenserio.Nopodíamoverla lengua ni articular palabra alguna.Hasta ahora,mis órdenes y sugerenciaseranloúnicoquemehabíamantenidoalmando de la situación. Silenciada y encircunstancias tan humillantes, mesentía impotente y estúpida. No podíapedir auxilio, nadieme oiría y tampocotendríanelcastigoqueteníaplaneado.Aldejar marchar a mi madre había

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desaprovechadoesaoportunidad.Ahorayaeratarde.Mordíelpañuelocontodasmisfuerzasaúnariesgoderomperlo.Elmaldito sería de los buenos porqueaguantó la furia de mis dentelladas. Aduras penas podía mover la lengua.Farfullé algún que otro insulto. Peroapareció un segundo pañuelo, este másgrueso.Lopasóporencimadelprimeroy también me lo anudó en la nuca. Mehabíaquedadolabocabienabiertaperopor más que gritaba, apenas lograbaemitiralgunosgruñidosapagados.Teníaque respirar por la nariz. Allistor sehabíasacadoelpasamontañasysonreía.Danniel, ahora sin cuerdas ni mordaza,estaba de pie a su lado haciéndomefotografías con la mini cámara que los

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papás le regalaronpor sudecimocuartoaniversario.—¡Hijo de perra! ¡Ya verás cómo te

coja!Tevoyadarmásqueloscriadosalas alfombras cada sábado —dije,aunque ellos sólo escucharon unmurmullo que decía: «mffbr, mmrf,mm…»Lesmaldecíaconlamirada,loúnicode

mí que todavía podía enviar mensajes,mientras losdosniñatos se chocaban lamano como dos jugadores de básquettras conseguir anotar una canasta.Fueron unosminutos de desesperación,ira,odioyvergüenza.Allistorseagachó.Llevaba algo en la mano. ¿Qué nuevasorpresa me tenían preparada? Era unpapel rectangular satinado en blanco.Cuando le dio la vuelta descubrí que se

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trataba de una fotografía. En ella podíaver a Eleanor, su hermana mayor, dediecinueve años, que, tumbada sobreuna cama con los brazos y las piernasabiertos,atadayamordazada,lanzabasumirada iracunda a quien la estuvierafotografiando. ¿Habrían utilizado lamisma treta con ella? Probablemente.Conmigo habían sido absolutamenteconvincentesensupapelde inofensivosaprendices de traviesos. Fueron unosinstantes que se me hicieron eternos,porsusrisasburlescasyeldolorenmismuñecas, tobillos y boca, sin olvidar lacolumna arqueada. Para colmo, toda laparte frontal de mi cuerpo no podíadejardefrotarseunayotravezcontralamaldita alfombra, como cuando tienespicor, te rascas y esa comezónaumenta

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en intensidad. Hasta que, por fin,decidieron terminar con aquellapesadillayseagacharonparaliberarme.Mientras iban desatándome, me dicuenta de lo empapada en sudor queestaba. Además, notaba una gransensibilidadtantoenlospechoscomoenelbajovientre.Conocíaesasensación.Lahabía experimentado en demasiadasocasiones últimamente, casi todas lasveces que, saliendo con alguno de loschicos más atractivos del InstitutoBritánico, la velada terminaba de formainsatisfactoria para mí. En aquellascircunstancias, me llegaba a sentir tannerviosay alteradapordentroquemásde una vez me vi en la necesidad deencontrar un lugar discreto dondemasturbarme.

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Yalibredepañuelos,mepuseenpieysalí fuerademi cuarto, apartándolesdemi camino con un violento empujón.Corrí a meterme en el aseo del pasilloque había al fondo a la derecha, el quesuelo utilizar habitualmente. Antes deentrar pude ver que Allistor y Dannielsalían de mi habitación. Me paré en elumbralylevantéelpuño.—Como se lo contéis a alguien o

enseñéis esas fotografías, juro que osmato.Tú,AllistorParker,lárgatedeaquíytú,DannielShadowchild,ponteahacerlos deberes. Ya hablaremos más tardecaraacara—amenacé.Debí de resultar muy convincente

porque los dos dejaron de sonreír deinmediato yme obedecieron. Ya dentrodel cuarto de baño, confieso que me

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acaricié. Fue una tentación irresistible,una necesidad al límite. No tardé nimedio minuto en alcanzar el éxtasis.Estaba demasiado alterada. Todo sedesencadenó sólo con frotarme variasveceselsexoylospechosenelmodoenquemásmeurgía.Hundími cara sobreuna toalla para que no se oyeran misgemidos. Tardé en recuperarme. Tuvequepermanecerbastanteratoenelaseoantes de salir porque nome sentía conánimosdeenfrentarmealmundo.Durante los días siguientes, mi gran

obsesión, más que de venganza o dereproche,seconcentróenneutralizarlasconsecuenciasde losucedido.ADannielle exigí una promesa de silencio, queborraralasfotografíasdelaminicámaray, para terminar de cerrar el círculo, le

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recordé las muchas cosas que yo podíarevelar de él si aquello trascendía. Encuanto a su compinche, la cuestión sepresumía bastante más delicada. Noteníanadaconquépresionarle.Crucélosdedos deseando que mantuviera lamáxima discreción. Como me habíamostradolafotografíadesuhermanaenmimismatesitura,yteniendoencuentaque los intereses de los Parker y de losShadowchild estaban estrechamenteunidos,todoapuntabaaquesuintenciónera circunscribir el asunto al ámbitoíntimo y personal. Por el momentotendríaquevivirconesaincertidumbre.