Reporte de Lectura III 24-Feb-2015
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![Page 1: Reporte de Lectura III 24-Feb-2015](https://reader035.fdocuments.mx/reader035/viewer/2022072004/563dbb08550346aa9aa9b25e/html5/thumbnails/1.jpg)
UNAM. FFyL. Maestría en Estudios Latinoamericanos.Seminario de investigación: Acción colectiva, procesos de subjetivación política y democracia en América Latina. Alumna: Miriam Nazario Cruz.Reporte de lectura: sesión 24 de febrero 2015.
El debate sobre el problema de la representación de la voluntad ciudadana en un
gobierno democrático no es nuevo para la teoría y la ciencia políticas. Ya
Rousseau había hecho ver la imposibilidad de que los individuos pudieran
representar la soberanía popular (1762: 45). Isodoro Cheresky (2012), por su
parte, retoma de los clásicos el punto de vista de Alexis de Tocqueville quien, al
contrario de Rousseau que ponía atención en las desviaciones en las que podían
incurrir los representantes como ejecutores de la ley, advierte en cambio sobre los
peligros de una completa igualdad y libertad entre los ciudadanos que podía
conducirlos aislamiento en la vida privada (1981).
A siglos de distancia del debate clásico sobre el ejercicio democrático y tomando
en cuenta las condiciones históricas de las sociedades contemporáneas, el
problema que el teórico argentino identifica es lo que, siguiendo a Schnapper
(2002) denomina como la autorrepresentación, es decir, la multiplicación de los
derechos individuales y el debilitamiento de las instituciones representativas, por
ejemplo, los partidos, como canales de expresión de identidades políticas.
Situación que, de acuerdo al autor, estaría produciendo una mutación
democrática.
Esta mutación se refleja, dice Cheresky, en la transformación del espacio público
tradicional a un espacio público virtual que tiene lugar en las redes que los nuevos
actores sociales establecen gracias al internet. Un segundo síntoma de esta
tendencia es la semipersonalización del poder político representativo en los
líderes/presidentes quienes, prescindiendo de la mediación partidaria, establecen
lazos directos con la comunidad política pero sin que ello les asegure una
legitimidad incondicional o permanente, sino más bien, por el contrario, están
continuamente enfrentados a una ciudadanía que los desafía.
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La pregunta que haré al texto de Cheresky es si dicha transformación del ejercicio
representativo puede ser catalogada, como hace el autor, como una tendencia
contrademocrática. Entendiendo el prefijo “contra” como lo opuesto a algo,
formularía mi pregunta de la siguiente manera: ¿es antidemocrática o
antirrepresentativa la concentración del poder político en la figura de
líderes/presidentes? Para contestar esta cuestión tendremos que analizar en
principio dos cosas que no están totalmente definidas en el texto de Cheresky. En
primer lugar tenemos que saber qué es exactamente lo que representan (o
deberían representar) los representantes políticos. Y en segundo lugar, qué es lo
democrático en un gobierno democrático. Empecemos por éste último punto.
Cheresky menciona tres principios cuya observancia aseguraría la continuidad de
la democracia; libertad, igualdad y fraternidad. Estas ideas cobraron sentido en los
albores de la modernidad y constituyeron la sustitución del imaginario político del
Ancien Régime, en el que la soberanía residía en el rey y se fundaba en la
voluntad divina. En sentido estricto no son principios democráticos de suyo sino
principios liberales, pero su asociación bien puede ser entendida como el origen
de nuestra idea moderna de democracia.
Pero la libertad, la igualdad y la fraternidad como base para la concepción de un
nuevo orden político iban de la mano de una noción de realidad y, dentro de ésta
de una idea de socialidad que en nuestros, nos dice el autor, es inoperante porque
la ciudadanía está marcada por una “fluidez en las pertenencias” (2012, 23).
Con base en esta fluidez de la formas de identificación de los nuevos actores
sociales es que las instituciones y constituciones políticas deben reconfigurarse.
Pero con ello el sentido de los principios liberales se desplaza en el imaginario
político. Hoy se habla de derechos colectivos, de discriminación positiva y de una
sociedad nunca articulada de manera perfecta, lo que pone a revisión los
principios a través de los cuáles justificamos a un gobierno como democrático.
A mi modo de ver, lo que las nuevas formas sociales reclaman es una asociación
distinta entre lo que se entiende por democracia y la estructura institucional y legal
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imperante. Y aquí valdría la pena retomar la idea simple –aunque ambigua– de
democracia como “el gobierno del pueblo”, pues considero que en ésta el debate
sobre lo democrático no está en los principios que se reclaman como derechos de
los individuos frente al poder de un estado, sino en la definición misma de la
comunidad política como fuente del poder político.
Entender, en un sentido clásico, al “pueblo” como al conjunto de individuos que
gozan de la ciudadanía de un Estado y que por tanto pueden decidir (a través de
distintos métodos representativos y procedimentales) sobre los asuntos públicos
implica asumir una larga historia de exclusiones con la cual la categoría de
ciudadano (y por tanto la de pueblo o comunidad política) se ha ido construyendo.
Los sectores de la población que no cumplían con las condiciones naturales o
materiales para ser considerados ciudadanos (ser varón, libre, propietario,
educado, etc.) eran de facto excluidos de la categoría de pueblo y no por ello el
gobierno dejaba de ser democrático.
Por esta razón, me parece que la extensión de la ciudadanía en un sentido
universalista exige, como bien identifica Cheresky, nuevas formas de
representación política, pero esto no va en una dirección contraria a la
democracia si no en todo caso, en la medida en que se ensanchan las fronteras
del pueblo y se buscan vías –aun no institucionalizadas– para que el gobierno de
lo público incluya a sectores tradicionalmente excluidos, a lo que se dirige es a
una profundización del sentido de la democracia como gobierno del pueblo.
Ahora bien, ¿en qué medida estos canales de expresión ciudadana inciden de
forma efectiva en la administración del Estado? Este es, me parece, el problema
de la participación y representación políticas. El autor advierte que “los principales
recursos del sistema representativo y la competencia política se hallan debilitados
o desarticulados” (Cheresky, 2012, 38) pero no se sabe si lo están debido a que
las mediaciones político representativas hace tiempo dejaron que dejaron de ser
fuente de identificación y canalización de las voluntades singulares o, al contrario,
ya no son representativas de proyectos políticos unificadores precisamente porque
la gramática social se ha modificado.
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La pregunta sería entonces, para quienes gobiernan y a quienes representan
nuestros representantes políticos. Si nos atenemos a la definición clásica, a pesar
de que el gobernante o representante ha sido elegido por mayoría de votos (y solo
en eso recae su legitimidad democrática) una vez en el cargo éste no representa
únicamente los intereses de quienes han votado por él, sino los intereses
generales de una entidad abstracta en la que está contemplada toda la comunidad
política o pueblo: la nación.
La relación de representación política se entiende entonces (con independencia
del procedimiento que la concreta) como una transmisión (no sin ambigüedades)
de las voluntades singulares de un conjunto de personas hacia un solo miembro
del grupo que tendrá la misión de traducir el interés particular en intereses con
sentido universal.
Las críticas a esta idea clásica de la representación política, como hemos visto, no
son nuevas, pero la que aquí traeré a colación se inscribe en el horizonte
contemporáneo de la teoría política y tiene que ver con la crítica a la noción
esencialista del sujeto. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (1987) sitúan el problema
de la representación en un contexto donde los “intereses de clase” (o el uso de
esta categoría para identificar a los sectores poblaciones) no pueden ser
representados como tradicionalmente lo hacía un partido o una ideología, porque
esto supone la presencia, previa al acto de representación, de forma definida y
unitaria de la voluntad política en los actores sociales.
Laclau y Mouffe (1987) explican que de hecho, en las sociedades postindustriales,
los intereses políticos de los sujetos deben ser articulados y muchas veces
constituidos en el acto mismo de la representación. Por lo que la función del
representante político no puede ni debe ser la de un transmisor sino más bien la
de un articulador de voluntades o una vía para la constitución de éstas. Considero
que en el análisis de Cheresky, este papel de la representación política no está
identificado y por ello se ve en la figura del líder/presidente un trastrocamiento a
las vías institucionales de la representación política.
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Por el contrario, Laclau (2005) estudia a los líderes populares como el ejemplo de
que la representación política puede ser el proceso de emergencia de un pueblo –
en sentido amplio y por tanto profundizador de la democracia– cuando las
identidades sociales están débilmente constituidas. La figura del líder que interpela
directamente al pueblo más que pasar por encima de las mediaciones
representativas las fortalece, en el sentido de que activa su papel creativo al
articulador demandas que, de otro modo, sin la interpelación del líder popular,
permanecerían en su estado monádico.
Al identificar en la consulta plebiscitaria un desafío a la legitimidad del líder popular
Cheresky pone de relieve el otro término de la relación de la representación
política; la efectiva identificación de los actores sociales en las decisiones tomadas
por el líder. En la medida en que ésta se realice, dice Laclau, la cadena
equivalencial (articuladora de demandas diferenciales) no se romperá, pero si las
decisiones políticas ya no consiguen articular o constituir las voluntades políticas
de los actores, entonces la cadena será disuelta y la representación, o lo que aquí
he querido interpretar como el efectivo gobierno del pueblo no se realizará, lo que
quedará expresado por la existencia de múltiples demandas insatisfechas.
Este es, a mí parecer, el problema que conduce a la autorrepresentación de la que
hablamos al principio, y que constituiría, ésta sí, una tendencia antidemocrática en
el sentido de que no hace efectivo ningún poder político popular. Su contra parte
estaría en la representación por líderes populares (más que por partidos políticos)
por las razones que hemos dado aunque tan solo de forma indicativa.
En conclusión, si partimos de que una idea no esencialista de la subjetividad
política podemos interpretar en la concentración del poder político en la figura de
líderes populares no una tendencia antidemocrática o antirrepresentativa sino, por
el contrario una expansión de la democracia y fortalecimiento de la representación
en la medida en que constituye voluntades políticas populares en un sentido
amplio y en que hace efectivas demandas que identifican a los nuevos actores
sociales.
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Referencias:
-Cheresky, I. (2012). "Mutación democrática: otra ciudadanía, otras representaciones" en ¿Qué democracia en América Latina? Buenos Aires: CLACSO-Prometeo Libros.
-Laclau, E (2005). La razón populista, México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.
-Laclau, E y Mouffe, C. (1987). Hegemonía y estrategia socialista: Hacia una radicalización de la democracia. Madrid: Siglo XXI.
-Rousseau, J. J. (1762). El contrato social, Madrid: EDAF.
-Schnapper (2002). La democratie providentielle, Paris: Gallimard, apud, Cheresky, 2012.
-Tocqueville De, A. (1981). De la Démocratie en Amérique. Paris: Garnier- Flammarion, apud, Cheresky, 2012.