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Recorrido histórico: Indice Introducción o Introducción Los orígenes de la historiografía profesional en el siglo XIX o Estado y nación en el surgimiento de la historiografía profesional o El recurso del método o Una historia para la nación La historiografía de entreguerras o Entre la “nueva escuela histórica” y el revisionismo argentino o La Escuela de Annales La historiografía en la posguerra: el imperio de la historia social o Introducción o Annales : de la historia económico-social a la historia cultural o La historia social y el marxismo inglés o La renovación historiográfica en la Argentina La historiografía en los últimos años o Notas sobre la historiografía en los últimos años Recorrido histórico Introducción La historia y los historiadores desde fines del XIX. Instituciones, enfoques y problemas El interés de los hombres por conocer y comprender su pasado ha sido siempre tan intenso que difícilmente una historia de la historiografía pudiera sintetizarse en unas pocas páginas; por el contrario, necesitaríamos una vasta biblioteca para dar cuenta de todas las formas en que fue concebida la historia. El objetivo de las líneas que siguen es más modesto: dar cuenta de algunas de las experiencias más significativas de la historiografía occidental del último siglo y medio, atendiendo particularmente a aquellas que han tenido mayor impacto en la Argentina. La influencia de la historiografía francesa es

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Recorrido histórico: Indice Introducción

o Introducción Los orígenes de la historiografía profesional en el siglo XIX

o Estado y nación en el surgimiento de la historiografía profesional o El recurso del método o Una historia para la nación

La historiografía de entreguerras o Entre la “nueva escuela histórica” y el revisionismo argentino o La Escuela de Annales

La historiografía en la posguerra: el imperio de la historia social o Introducción o Annales : de la historia económico-social a la historia cultural o La historia social y el marxismo inglés o La renovación historiográfica en la Argentina

La historiografía en los últimos años o Notas sobre la historiografía en los últimos años

Recorrido históricoIntroducciónLa historia y los historiadores desde fines del XIX. Instituciones, enfoques y problemasEl interés de los hombres por conocer y comprender su pasado ha sido siempre tan intenso que difícilmente una historia de la historiografía pudiera sintetizarse en unas pocas páginas; por el contrario, necesitaríamos una vasta biblioteca para dar cuenta de todas las formas en que fue concebida la historia. El objetivo de las líneas que siguen es más modesto: dar cuenta de algunas de las experiencias más significativas de la historiografía occidental del último siglo y medio, atendiendo particularmente a aquellas que han tenido mayor impacto en la Argentina. La influencia de la historiografía francesa es sin duda de las más destacadas, por ello se notará que ocupa un espacio importante.Creímos conveniente comenzar en el siglo XIX, porque allí se configura un paradigma historiográfico que fue dominante durante gran parte del siglo XX y contra el cual se van a levantar los movimientos renovadores. Hemos tratado de tramar esta historia en un tejido que incluya la historia de la historiografía en procesos de cambios sociales y políticos significativos y globales, ya que la historiografía no es autónoma respecto del medio y el contexto en el que transcurre su desarrollo. Por el contrario, la forma en que los hombres visualizan su pasado forma parte de los problemas de su presente.

Finalmente, un pequeño comentario. La reflexión sobre el pasado no es monopolio de los historiadores profesionales, sino que hay innumerables registros que bucean en la historia para dar algún tipo de interpretación: el documental o la ficción televisiva, el ensayo libre, la investigación periodística, la biografía literaria, la novela histórica, la memoria personal o grupal, etcétera. En estas líneas nos proponemos analizar exclusivamente aquellas líneas historiográficas académicas, es decir, aquellas que se ajustan a ciertas reglas de producción y crítica propias de la investigación científica, lo cual no desmerece ni cuestiona otros formatos.

Los orígenes de la historiografía profesional en el siglo XIXEstado y nación en el surgimiento de la historiografía profesionalPágina 1 | Página 2 A lo largo del siglo XIX, pero sobre todo a partir de la segunda mitad de esa centuria, coincidieron una serie de procesos que, relacionados entre sí, contribuyeron a definir las características dominantes de la historiografía académica hasta, al menos, mediados del siglo XX. Tales procesos, que con algunas diferencias temporales y especificidades nacionales se desarrollaron tanto en Europa como en América, estuvieron vinculados a la conformación del Estado-nación, la construcción de identidades nacionales y la profesionalización de la disciplina histórica.La conformación de Estados nacionales que sustituyeron a las comunidades políticas articuladas en torno a un principio de legitimidad real, interpelaba a grupos sociales diversos en su nueva condición de ciudadanos, esto es, miembros de una misma comunidad política integrada por el concepto de nación. Así, se podía invocar a una nación alemana, francesa, italiana o argentina, que sustituía identidades previas agrupadas en torno a principios territoriales (lo local, regional o provincial), sociales, religiosos o étnicos, entre otros.

Por ejemplo, en el caso de la Argentina la frase con la que inicia el Preámbulo de la Constitución Nacional: “Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina...”, transforma a los constituyentes en representantes de la nación y no de las provincias por las que habían sido elegidos.

Sin embargo, tal invocación no supone pensar que los habitantes de esos nuevos Estados se transformaron inmediatamente en franceses, alemanes, italianos o argentinos. Dichas identidades serían resultado de otros procesos, más lentos y complejos, destinados a la construcción de lo que Benedict Anderson denominó “comunidades imaginadas”1. Las naciones incluyen a individuos que difícilmente conocerán a quienes consideran sus compatriotas y menos aún a aquellos compatriotas que murieron mucho antes de que ellos

nacieran. Sin embargo, dice Anderson: “en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”.Responder a la pregunta sobre cómo se elaboró esa idea de comunión, es uno de los temas que interesaron a los historiadores en los últimos años. Uno de los esfuerzos más notables en esta dirección lo representa la fórmula que eligió Eugène Weber para describir la transición de los sectores populares en Francia de “campesinos a franceses”2. Los distintos Estados operaron de diversas formas sobre la sociedad para construir identidades nacionales, incluyendo la “invención de tradiciones” que dieran cuenta de la existencia de las mismas tanto en el presente como en el pasado3. Al mismo tiempo que se constituía en una cuestión central la difusión social de dichas tradiciones cuyo objetivo era promover un sentimiento de nacionalidad que reemplazara o desplazara identidades previamente constituidas, a través de la escuela, la prensa y la incorporación al ejército, que interpelaba a los ciudadanos como patriotas4. Por su parte, los historiadores cumplieron un rol central tanto en lo que se refiere a la elaboración de relatos que dieran cuenta de la preexistencia de los Estados nacionales en el pasado como en lo relativo a la difusión de la historia entre los ciudadanos. Por lo tanto, contribuyeron a la gobernabilidad integrando a los individuos sobre la base de un sentimiento de pertenencia y legitimando el orden político vigente y la supremacía del Estado. Para que los historiadores pudiesen realizar esta tarea en calidad de expertos, fue preciso diferenciar la historia de otros relatos sobre el pasado, especialmente de la literatura y la filosofía. Es decir, de relatos que por apelar a la ficcionalización del pasado o por su trascendencia respecto de los hechos no contribuyeran a organizar el pasado en torno a un principio de verdad o no dieran cuenta de la especificidad nacional. Así se inició un proceso de profesionalización de la disciplina histórica que implicó su institucionalización y la atribución de un status científico a través de un método que se correspondía con los cánones de cientificidad propios de las ciencias fisiconaturales, para entonces consideradas las ciencias por excelencia, según las convicciones difundidas por el positivismo.El rol del Estado fue central en tanto proveyó los recursos materiales y simbólicos para que la tarea de los historiadores fuera llevada a cabo.

En primer lugar, la organización de los archivos y bibliotecas permitió a los historiadores acceder a una documentación que se constituía en fuente indispensable para la investigación. De ese modo, los papeles en manos privadas pasaron al ámbito público y pudieron ser consultados en salas de lectura habilitadas para ese fin.

En segundo lugar, las universidades sirvieron de base institucional y fuente de legitimidad a los historiadores, además de un medio para vivir del ejercicio de la profesión. Por otra parte, en ellas se formó el personal que se dedicaría tanto a la investigación como a la difusión de la historia en los diversos niveles de enseñanza y entre públicos más amplios a través de la publicación de libros y manuales.

En tercer lugar, el Estado procuró los recursos para la edición de fuentes que recogían la documentación disponible para diversos períodos históricos, realizando previamente un análisis crítico de las fuentes y su catalogación. El modelo de estas publicaciones fue la Monumentae Germaniae historicae. En esa misma línea, Boeckh realizó para la Academia de Berlín la publicación de las inscripciones de la Grecia

antigua; Mommsen el Corpus Inscriptionum Latinarum; la Academia de Ciencias de Viena el Corpus de los escritores eclesiásticos; en España la Academia de la Historia de Madrid editó el Memorial histórico español y la Colección de documentos inéditos; en Inglaterra se publicaron los Calendars of state papers y, en Francia, el Comité de Trabajos Históricos(1834) inició la publicación de los Documentos Inéditos de la Historia de Francia5.

En este medio, comenzó a desmontarse un terreno y a trazarse una frontera frente a otros discursos sobre el pasado, en la que el manejo del método, la objetividad y un estilo de escritura se transformaron en criterios de autoridad para comenzar a definir las líneas de un espacio propio: el de los historiadores profesionales6.1Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993 [1ra. ed. 1983]2Ver Weber, E., Peasants into frechmen: The Modernization of Rural France, 1870-1914, Stanford, Stanford University Press, 1976.3Hobsbawm, E. y T. Ranger, The invention of Tradition, Cambridge/New York, Cambridge University Press, 1982.4Sobre el rol de la escuela en estos procesos ver el clásico estudio de Vilar, P., “Enseñanza primaria y cultura popular en Francia durante la tercera república” [1966], en L. Bergeron (ed.), Niveles de cultura y grupos sociales, México, siglo XXI, pp. 274-284. 5Carbonell, Charles-Olivier, La historiografía, México, FCE, 1986, pp. 115-116. [1ra ed. 1981]6Freidson, Elliot, Professional powers: A study of Institucionalization of formal knowledge, University of Chicago Press, Chicago y Londres, 1986.

El recurso del métodoPágina 1 | Página 2 A comienzos del siglo XIX, Alemania ofrecía a Europa el modelo de una organización institucional de la historia erudita que comprometía al Estado y a los historiadores en una unión que tenía su centro en los prestigiosos centros intelectuales de Munich, Berlín, Gotinga, Bonn y Heidelberg. Entre los historiadores universitarios de aquella generación: Mommsem, Curtius, Droysen, Gervinus y Nieburh, se destaca Leopold Von Ranke, por su imagen de historiador erudito e infatigable investigador de archivos europeos y por ser quien tendría mayor influencia en el desarrollo de la historiografía positivista en Occidente. El autor de la Historia de Alemania en la época de la reforma, de 1839, fue el responsable del sistema de seminarios como instancia de formación en la investigación para los estudiantes; fue también quien transformó la nota a pie de página en un medio que reflejaba erudición, crítica de fuentes y prueba de aquello que se afirmaba en el texto1.Al mismo tiempo, afirmaba una historia centrada no ya en el establecimiento de leyes o causas generales que explicaran los acontecimientos y le otorgaran sentido a la historia universal –a la manera de Hegel, Bossuet o Comte–, sino que pretendía establecer cómo se produjeron los hechos, fundamentalmente aquellos relativos a la historia política, diplomática y administrativa. Una historia desde y del Estado o, más ampliamente, del poder y de los hombres involucrados en él.Para ello era preciso establecer un método científico para el tratamiento de los documentos, detrás de los cuales el historiador se

constituiría en un sujeto oculto y complaciente a sus designios. Ello era así porque los documentos eran vistos como fuentes transparentes de la realidad que reflejaban y a la que, por su intermedio, era posible acceder de manera directa.

Disciplinas como la filología y la paleografía ofrecían técnicas rigurosas para el análisis crítico de las fuentes y dotaban a la historia de un modelo de objetividad científica que remedaba el utilizado por las ciencias físiconaturales. Contribuía a ese fin el privilegio otorgado a los documentos públicos por sobre los escritos privados, como las cartas personales. Mientras que se excluían otras fuentes, no escritas, como los restos arqueológicos o las imágenes.

El primer paso a recorrer por el historiador era la crítica interna de los documentos para establecer su originalidad, autenticidad, la autoridad de los firmantes, el lugar y la fecha precisa en que fueron confeccionados. Posteriormente, se realizaba la crítica interna, que consistía en el análisis del contenido y de la correcta interpretación de lo que quiso decir el autor, incluyendo una reflexión sobre sus intenciones. Para, finalmente, pasar a la etapa de síntesis o de construcción histórica que consistía en aislar y jerarquizar los hechos particulares para luego establecer las conexiones causales entre ellos.Ese ideal de investigación científica basada en una investigación exhaustiva de fuentes documentales sería posible de realizar una vez que se hubieran recopilado todos los documentos existentes sobre un tema o un acontecimiento particular, ese era el cimiento sobre el que se elevaría el edificio de la historia. Lo que significaba que la verdad histórica, una vez establecida, no dependía de las diversas interpretaciones que los historiadores podían formular sobre un mismo documento, sino que sólo podría ser reformulada una vez que se hallara un documento hasta ese momento no considerado o que se demostraran errores cometidos en la etapa del análisis crítico de las fuentes. Así formulaba Fustel de Coulange ese ideal científico que eliminaba los preconceptos, en la Monarquía Franca, de 1888:“Introducir las propias ideas personales en el estudio de los textos, es el método subjetivo[...]. Pensar así es equivocarse mucho en cuanto a la naturaleza de la historia. La historia no es un arte, es ciencia pura. No consiste en contar de manera agradable o en disertar con profundidad. Consiste como todas las ciencias en comprobar los hechos, en analizarlos, en compararlos, en señalar entre ellos un lazo.”2

Ese modelo de historia científica, tan equidistante de la filosofía como de la literatura como homologable a la entomología como lo quería Taine, fue estabilizado por Langlois y Siegnobos en su manual sobre las reglas del método Introduction aux études historiques, de 1898, de notable difusión en Occidente y sobre todo en América latina en el siglo XX. 1Ver Grafton, Anthony, Los orígenes trágicos de la erudición, FCE, Bs. As., 19982 Citado por Carbonell, Charles-Olivier, en cit., pp. 121-122.

Una historia para la nación

Página 1 | Página 2 Aquellos documentos recopilados y el método estabilizado conformarían un consenso sobre la base del cual sería posible elaborar las historias nacionales, pretendidamente objetivas, científicas y patrióticas, que legitimarían a los Estados nacionales en un pasado colectivo, a pesar de la crítica que en su momento formuló John Acton contra la expectativa de acceder a una versión incontrovertible del pasado, como sostenía Leopold Von Ranke1.La Francia del último cuarto del siglo XIX fue afectada por el prestigio intelectual alemán y por la derrota y ocupación que sufre por parte del ejército prusiano. De ese modo, la influencia alemana fue decisiva en el modelo más acabado de una historiografía que se propusiera desarrollar esos objetivos. No sólo en lo que se refiere a la erudición histórica sino también en el aspecto político. Los historiadores franceses de la Tercera República tomaron a Alemania como modelo, pero a la vez era contra ella que estaba dirigido el patriotismo que se proponían impulsar entre los ciudadanos, como prolegómeno de un eventual nuevo enfrentamiento que, además de la recuperación de Alsacia y Lorena, permitiera restaurar el honor de la nación que había sido derrotada en la guerra francoprusiana (1870).

En ese sentido, los historiadores que se nuclearon en la Révue Historique (1876), impulsada por Gabriel Monod, asumieron un compromiso científico y patriótico que se identificaba con los ideales liberales de la Tercera República Francesa, cuyos orígenes se remontaban a la Revolución de 1789. En esa publicación, dedicada a difundir investigaciones eruditas y originales, confluyeron Taine, Fustel de Coulange y Renan, junto a los más jóvenes historiadores: Seignobos, Lavisse, Sarnac y Langlois, entre otros. Todos ellos instalados en los principales centros de enseñanza de Francia: la Sorbonne, la Escuela Práctica de Altos Estudios y la Escuela de Chartres. Figuras e instituciones historiográficas dominantes en Francia hasta, por los menos, la Segunda Guerra Mundial.

Fue Lavisse el que más fielmente expresó el nuevo rumbo, tanto por su disposición a utilizar la historia en beneficio de una pedagogía nacional como por ser el responsable de la ejecución de la Historia de Francia, una monumental historia colectiva cuya primera parte se publicó, en 9 tomos, entre 1903 y 19112.

Si la Revolución era el origen mítico de la República, los orígenes de Francia se remontaban en la historia de dirigida por Lavisse a un pasado aún más lejano que transformaba al jefe galo derrotado por Julio César, Vercengitorix, en un héroe nacional, y encontraba en el rey franco Clodoveo los inicios remotos del Estado. A partir de allí, la historia avanzaba linealmente a través de reinados, traiciones y guerras, hasta la Revolución. Origen mítico de una nación que era anterior no sólo al Estado sino a la propia Francia y a los franceses como comunidad política y lingüística.

En el caso de la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, no existían las mismas condiciones institucionales que las gozadas por los historiadores europeos, pero sí un criterio histórico en gran parte heredado de Francia y necesidades más o menos similares. A partir de Caseros, pero sobre todo después de Pavón, el poder que surgía de los restos de la Confederación Argentina liderada por Justo José de Urquiza retornaba una vez más a Buenos Aires. Pero los problemas que habían provocado medio siglo de conflictos seguían vigentes,

aunque en nuevas condiciones favorecidas por la inserción del litoral y la campaña pampeana en el mercado mundial3.En este contexto, el proceso de construcción del Estado nacional, junto a los aspectos políticos e institucionales que involucraba, requería de un pasado que legitimara la supremacía de la nación sobre las provincias. Fue Bartolomé Mitre, que concilió sus condiciones de hombre de estado e historiador, el responsable de elaborar una historia en la que se daba cuenta de los orígenes de la nación argentina, que a su vez se identificaba con la propia Buenos Aires.

En aquella historia, que se concretaba en su forma definitiva en la Historia de Belgrano y de la independencia argentina (1876-77), los orígenes de la nación se remontaban al proceso de conquista y colonización del Río de la Plata. La escasa mano de obra, la ausencia de riquezas naturales y el poblamiento por parte de españoles que carecían de títulos de nobleza fueron factores que, combinados, promovieron un tipo de sociabilidad naturalmente igualitaria y democrática que sería el rasgo distintivo de una nacionalidad de cuya existencia se tomaría plena conciencia durante las invasiones inglesas de 1806-1807 y la Revolución de Mayo. A partir de allí, las guerras civiles serían el costo necesario que la nación debía pagar en su evolución para conciliar la democracia orgánica, expresada por Buenos Aires, y el sentimiento propio de una democracia inorgánica que impulsaba a las masas del interior liderada por los caudillos.

La imposición de esa historia supuso el desplazamiento de las historias provinciales a un lugar subordinado respecto de aquella trama centrada en la experiencia de Buenos Aires. Esta historia consensuada predominó en las instituciones académicas hasta por lo menos los años 60 del siglo XX, y en los manuales escolares hasta fines de la década de 1980. Ni siquiera la famosa polémica que Bartolomé Mitre entabló con Vicente Fidel López entre 1881 y 1882 alteró ese acuerdo interpretativo. Dicho debate se centró más en la valoración de los documentos y, fundamentalmente, en el uso por parte de López de recuerdos y confidencias familiares que contrastaba con el uso de fuentes con métodos más acordes a los criterios metodológicos europeos que propiciaba Mitre4.Para el momento en que este debate se produce, los problemas de los que debía dar cuenta la historia eran diversos. Ya no se trataba de la amenaza que significaban las autonomías provinciales y los caudillos, sino la que despertaba en las elites porteñas el proceso de la inmigración masiva. Tal amenaza va a alentar una interpretación biologicista de la nacionalidad, presente en José María Ramos Mejía, que encuentra su máxima expresión en Nuestra América (1903), de Carlos O. Bunge.En ese momento, la historia comenzará a ser fruto de un uso destinado a transformar esa sociedad cosmopolita en una comunidad homogeneizada por el sentimiento de pertenencia a una nación. Para esa tarea, la escuela, las fiestas patrias y los monumentos serán los lugares para el despliegue por parte del Estado de una memoria colectiva que se tornará aún más necesaria cuando, a comienzos del siglo XX, ya no sólo el sentimiento nacional sino también la integridad del Estado y el orden social se percibían amenazados por la conflictividad social5.

En esta primera década del siglo XX, mientras libros como La Restauración Nacionalista (1909), de Ricardo Rojas, recomendaban la enseñanza de la historia y la lengua para resolver dicho problema y

comenzaba a diseñarse la pedagogía patria desde el Departamento Nacional de Educación, un grupo de jóvenes historiadores reunidos en la Sección de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires daban origen a la autodenominada “nueva escuela histórica”.

Ellos fueron quienes impulsaron un modelo de profesionalización asentado en instituciones académicas. También quienes iniciaron una etapa sistemática de recolección y edición de fuentes documentales y quienes, a partir de la década de 1920, ocuparon los puestos más relevantes en universidades, el Instituto del Profesorado, archivos y bibliotecas, además de ser fuentes de consulta permanente para el Estado que, a su vez, les proporcionaba los recursos materiales para desarrollar su trabajo6 .

Sin embargo, su tarea respecto de la renovación de la historiografía argentina fue, en el aspecto interpretativo y metodológico, menos relevante que lo anunciado. En cambio, puede señalarse que, en su caso, el fortalecimiento de los lazos con el Estado y el poder político fue paralelo a un distanciamiento con respecto a las necesidades, intereses y expectativas de una sociedad que comenzaría a buscar respuestas a sus problemas en el pasado por medio de otros historiadores, tal como se revela a partir de la década de 1930 con el revisionismo histórico.1Acton, John, “Inaugural lecture in the Study of History” (1895), en John Acton, Essays on freedom and power, Meridian Books, Nueva York, 1960.1Ver Nora, Pierre: “L’ Histoire de France de Lavisse”, en Pierre Nora (dir.) Les lieux de mémoire, T. II, París, Gallimard, 1986, pp. 317-375.3Chiaramonte, J.C., “La cuestión regional en el proceso de gestación del Estado nacional argentino. Algunos problemas de interpretación” (1983), en W. Ansaldi y J. L. Moreno, Estado y sociedad en el pensamiento nacional, Bs. As., Cántaro, 1989.4Cattaruzza, M. A. y A. Eujanian, Políticas de la Historia. Argentina 1860-1960, Bs. As., Alianza, 2003.5Bertoni, Lilia Ana, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Bs. As., FCE, 2001.6Eujanian, A. y Cattaruzza, M.A., cit.; Devoto, F. (comp.), La historia de la historiografía argentina en el siglo XX, I, Bs. As., CEAL, 1993.

La historiografía de entreguerrasEntre la “nueva escuela histórica” y el revisionismo argentinoPágina 1 | Página 2

Desde el Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras (hoy Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”) y la Junta de Historia y Numismática Americana (hoy Academia Nacional de la Historia), Emilio Ravignani y Ricardo Levene, respectivamente, encabezaron en la Argentina las instituciones rectoras de los estudios históricos durante las décadas siguientes, junto a Luis María Torres, Diego L. Molinari y Rómulo Carbia1. Representaron en el país un esfuerzo similar al que desde el siglo XIX venían desarrollando los historiadores en Europa y Estados Unidos. Creación de instituciones académicas destinadas a la formación e investigación, edición de fuentes documentales con fondos públicos, organización de archivos, publicación de revistas especializadas, participación en comisiones estatales vinculadas a la preservación de la memoria histórica y afianzamiento de la historiografía científica en los procedimientos metodológicos dispuestos por el manual de Langlois y Seignobos2.Al mismo tiempo elaboraron una historia predominantemente política cuya máxima expresión fue la Historia Constitucional de la República Argentina (1927) de Emilio Ravignani. En cambio, la historia económica tuvo un lugar excepcional aún en la obra de quienes la exploraron. Ese es el caso de un libro notable, Estudio sobre las guerras civiles en la Argentina (1912), de Juan Álvarez, y de las Investigaciones acerca de la historia económica del Virreynato del Río de la Plata (1927-1928), de Ricardo Levene. Al mismo tiempo, el propio Levene fue el impulsor de una historia patriótica que se identificaba en sus fines con los del Estado. Coincidencia de objetivos que cristaliza en la década de 1930 en la Historia de la Nación Argentina (1936), prologada por el presidente Agustín P. Justo, y en la creación en 1938 de la Academia Nacional de la Historia que también tuvo a Justo como presidente honorario.Es contra esta historia, que acusarán de “falsificada”, contra la cual reaccionó el “revisionismo histórico”, cuyos integrantes navegaban entre la desilusión por el fracaso del proyecto nacionalista autoritario de Uriburu y la condena al colonialismo tras la firma del tratado Roca-Runciman con Inglaterra, como lo expresa el libro de Julio y Rodolfo Irazusta La Argentina y el imperialismo británico (1934). En 1938 fundaron el Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”. Bastante menos marginales respecto del campo cultural argentino de lo que pretendían, entre sus miembros contaron con intelectuales nacionalistas de orientaciones tan diversas como Manuel Gálvez, Carlos Ibarguren, los hermanos Irazusta, Alfredo Palacios, Ramón Doll y José María Rosa, entre otros3.Promovieron la revisión del pasado argentino en términos ético-políticos y excesivamente acotada al período de Rosas a través del Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas “Brigadier Juan Manuel de Rosas” Juan Manuel de Rosas. Su vida, su drama, su tiempo (1930) de Carlos Ibarguren; Ensayo sobre Rosas (1936), de Julio Irazusta; Vida de Don Juan Manuel de Rosas (1940), de Manuel Gálvez; Defensa y pérdida de nuestra soberanía económica (1941), de José María Rosa. Alternaron esta operación destinada a ofrecer una versión alternativa del pasado nacional con la condena permanente a la “historia oficial” que, en sus contenidos esenciales, quedó plasmada en La historia falsificada (1939), de Ernesto Palacio. El revisionismo tendrá su mayor difusión en los años 60. En gran parte como resultado de la apropiación de esa historia por el peronismo proscrito que, cuando estuvo en el poder, demostró escaso interés por el revisionismo. En cambio, Perón había preferido

afirmarse en la tradición de “Mayo-Caseros” y rehuía cualquier identificación de su política con la llevada a cabo en su momento por Juan Manuel de Rosas. Si la confrontación entre la historia “oficial” y la “revisionista” era posible ello se debía a que ambas estaban tramadas en un relato fundamentalmente político. También, en que ambas se concebían como representativas del verdadero sentimiento nacional y patriótico. Finalmente, en que ambas eran igualmente poco receptivas de la renovación que se estaba promoviendo en la historiografía de entreguerras.En el caso del revisionismo, ello se debía a que su interés era más explícitamente político y cultural que historiográfico; en cambio, en el caso de los historiadores profesionales esa ausencia era más notable si se atiende a los vínculos que mantenían con historiadores e instituciones europeas e, incluso, con quienes llevarían adelante el proyecto renovador de los Annales. En efecto, las relaciones con Henri Berr, junto a las visitas de Mathiez y de Febvre, no tuvieron en ellos ningún impacto reconocible en sus textos historiográficos. Como tampoco la referencia a Croce. El filósofo idealista italiano que afirmaba que “toda historia es historia contemporánea” había sido más citado que realmente revisado por los historiadores argentinos del período.1La junta de Historia Y Numismática Americana y el movimiento historiográfico en la Argentina (1893-1938), Bs. As., Academia Nacional de la Historia, 1996.2Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas (1922) y al Boletín de la Junta de Historia y Numismática (1924).3Sobre el revisionismo, ver: Cattaruzza, M. A., “El revisionismo: itinerarios de cuatro décadas”, en Cattaruzza, M. A. y A. Eujanian, cit.; Halperín Donghi, Tulio, El revisionismo histórico argentino, Bs. As., Siglo XIX, 1971; Quatrocchi de Woisson, D., Los males de la memoria. Historia y política en la Argentina, Bs. As., Emecé, 1995; Dossier “el revisionismo histórico argentino: circulación y difusión”, en Prohistoria, N° 8, Rosario, 2004.

La Escuela de AnnalesPágina 1 | Página 2 La renovación estuvo encabezada por la revista que fundaron en 1929 Lucien Febvre y Marc Bloch en Francia, mucho más receptiva de los cambios que se ponen de manifiesto durante la posguerra europea. La Primera Guerra Mundial impactó en la autoimagen de una Europa que se había concebido como un modelo de civilización sustentada en la gradual evolución de las instituciones políticas liberales y en un liberalismo económico que colapsó en la crisis económica de 1929. Comenzaba allí ese corto siglo XX, como lo denominó Eric Hobsbawm, que se extendió entre la primera guerra y la disolución de la URSS en 1989.El surgimiento de regímenes nacionalistas y autoritarios en Italia y Alemania, la revolución socialista en Rusia y la crisis mundial que alteró definitivamente el funcionamiento del mercado mundial tal como se había estructurado en el siglo XIX, impactaron sobre el presente y, al mismo tiempo, sembraron de incertidumbres el futuro. Esto llevó a algunos historiadores a replantear los interrogantes formulados a un pasado que difícilmente podía ser ya visto como

resultado de un proceso evolutivo sostenido en la idea de un progreso indefinido.Por otro lado, nuevas disciplinas y teorías en el campo de las ciencias sociales y fisiconaturales contribuían a modificar los presupuestos admitidos por los historiadores. Entre otros, tuvieron un gran impacto la teoría de la relatividad, que modificó las concepciones del tiempo y del espacio; la psicología freudiana, que introdujo la noción de un sujeto complejo que posee una vinculación compleja, múltiple y contradictoria con su propio pasado; la lingüística estructural, que estudió las invariantes del lenguaje desplazando a la lingüística filolológica; la economía, que reformuló sus métodos y presupuestos acorde con las necesidades provocadas por la crisis mundial.Probablemente El otoño de la Edad Media (1923), de Huizinga, posteriormente reivindicado como un temprano antecedente de la historia de las mentalidades, fue el libro que mejor reflejó una nueva sensibilidad historiográfica. Del mismo modo que Las ciudades de la Edad Media, de Henri Pirenne, introdujo la historia comparativa como método para transformar la historia en ciencia.En este contexto, tres polos confluyeron para explicar la fundación de la mítica revista Annales. En primer lugar, la geografía humana de Vidal de la Blanche, que privilegió el análisis de la interacción entre el espacio social y el medio natural, desestructurando una geografía física que se percibía como inmutable respecto de la acción del hombre.En segundo lugar, la sociología de Émile Durkheim que, en 1895, poco antes que Langlois y Seignobos publicaran su notablemente más modesto manual para historiadores, publicaba Las reglas del método sociológico. Más influyente aún fue la crítica que su discípulo Simiand realizó en el artículo “Méthode historique et science sociale” (1903), polemizando con Seignobos contra la historiografía erudita a la que acusaba por su historicismo, por el apego al método filológico y por promover un empirismo sin sujeto. Para Simiand, la historia debía convertirse en una ciencia abocándose a la tarea de descubrir regularidades en el pasado y formular leyes. Sin embargo, la afirmación de que la historia debía asociarse con el método sociológico concebido como el método científico por excelencia para el conjunto de las ciencias sociales tendría poca aceptación entre los historiadores de Annales. Por el contrario, estos entendían que la unidad de las ciencias sociales se revelaba en la historia y no en la sociología, porque era en la historia que se manifestaba la unidad de lo social.Finalmente, encontraron una base de legitimidad para su acercamiento a las ciencias sociales y para su combate contra la historia “tradicional”, “événementiel” o “historizante” –como gustaban llamar a aquella historia contra la cual se levantaban– en el proyecto que llevó a cabo Henri Berr a través de la Revista de Síntesis histórica, en la que se publicó originalmente el artículo de Simiand; con la creación del Centro Internacional de Síntesis, del que también participó Pirenne y en el que tuvo cabida Lucien Febvre; y con la colección La evolución de la humanidad, para la que Marc Bloch escribió La sociedad feudal (1939-1940).Pero a diferencia de Henri Berr, que se encontraba por fuera de los ámbitos académicos, Bloch y Febvre, junto a la mayoría de los colaboradores de Annales, se hallaban fuertemente instalados en ellos, pasando de la prestigiosa pero periférica Universidad de Estrasburgo (hoy llamada Universidad Marc Bloch) a las instituciones que se hallaban en el centro del poder de la historiografía erudita.

Febvre ingresó al Collège de France en 1932, y M. Bloch obtuvo su cátedra en la Sorbona en 19361.

Desde este asentamiento institucional y con un prestigio como historiadores que precedía a la revista, propusieron una renovación de la historiografía que superara los límites de una historia política y diplomática, que se mantenía en el nivel de los acontecimientos y se identificaba plenamente con la nación y el Estado francés. Opusieron a esa historia relato una historia problema, una historia que construía su objeto a partir de interrogantes que surgían del presente, reformulando la relación del historiador con el pasado. Formulaban con el presente un compromiso que, en el caso de Bloch, miembro de la Resistencia durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra, puso de manifiesto, como señaló Geremek, la unidad de la vida y la obra de un gran historiador2.

Para responder a estas preguntas la historiografía tradicional no ofrecía un método ni perspectivas de análisis adecuadas que, en cambio, debieron buscar en las ciencias sociales. Se abrió así un diálogo fecundo con la geografía, la sociología y en menor medida con la economía, que se profundizó en la segunda posguerra con otras disciplinas. Ese diálogo se hallaba justificado, en primer lugar, porque como señalaba Febvre, la historia es social por definición y, en segundo lugar, porque según Bloch, una ciencia no representa más que un fragmento del movimiento social hacia el conocimiento. Por lo tanto, la unidad de las ciencias sociales no era más que un resultado de la unidad misma de lo social en la historia.

Lo social era así entendido en términos sociológicos como un sistema de relaciones interdependientes en el que intervienen diversos factores: geográficos, económicos, demográficos, culturales, sociales, etc., y una vía de entrada a una historia total de las sociedades en el tiempo. Pero a diferencia de la sociología, no se percibían dichas relaciones en el marco de una sociedad estática, sino que se privilegiaban los cambios que sucedían en una temporalidad propiamente histórica.

Al mismo tiempo, oponían a las abstracciones sociológicas una historia empírica, concreta y cuya reconstrucción está basada en documentos. De todos modos, a diferencia de la historiografía erudita, las fuentes documentales se ampliaron al no quedar ya sujetas exclusivamente a los escritos públicos que, por otro lado, no eran analizados como reflejos inertes del pasado ya que consideraban que era el historiador quien, a través de prácticas interpretativas, le otorga sentido a la fuente, recuperando así protagonismo en la construcción de su objeto.

La revista Annales, que ha ingresado ya al siglo XXI, tuvo una repercusión modesta en Francia hasta fines de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que inició su gran expansión, sostenida en una firme inserción institucional y prestigio internacional. En esos años, aparecería como un sinónimo de renovación, producto de su capacidad para reinventarse incluyendo permanentemente nuevos temas, problemas y perspectivas de análisis.Sin embargo, se ha criticado su escaso interés por la historia contemporánea, ya que se concentró básicamente en la historia medieval y moderna cubriendo una periodización similar a la propuesta por Lavisse en la Historia de Francia. También se ha cuestionado su escaso interés por la teoría, que se reduce, como señaló Paul Ricoeur, a reflexiones sobre la práctica de su oficio3.

Este último aspecto se percibe en un conjunto de textos programáticos que han tenido una gran repercusión: Apología para la historia (1949), de Marc Bloch; Combates por la Historia (1953), de Lucien Febvre; y La Historia y las Ciencias Sociales (1968), de Fernand Braudel. Textos cuya mayor contribución, como sucedió en el caso de la Argentina, fue haber servido como armas en la batalla que los historiadores renovadores daban contra la historiografía tradicional en distintos campos historiográficos nacionales durante la segunda posguerra.

De todos modos, es innegable que la primera etapa de los Annales promovió un cambio en la historiografía occidental. Los caracteres originales de la historia rural francesa (1931), de Marc Bloch, es un libro fundante de la historia social, del mismo modo que Los Reyes taumaturgos (1924) lo es respecto de la historia política y de las creencias. Por su parte, “El problema de la incredulidad en el siglo XIX. La religión de Rabelais” (1942) y el Martín Lutero (1927), de Lucien Febvre, son textos imprescindibles en el campo de la historia de las mentalidades y las ideas. Sin embargo, fue ese mismo espíritu renovador el que va autorizar un distanciamiento de aquellas fuentes por parte de una segunda generación de historiadores vinculados con la revista.1Ver, para una historia de la Escuela de Annales: Burke, La revolución historiográfica francesa. La Escuela de los Annales: 1929-1989, Gedisa, Barcelona, 1993. Revel, J., Las construcciones francesas del pasado, Bs. As., FCE, 2001; Mastrogregori, M., El manuscrito interrumpido de Marc Bloch, México, FCE, 1998; Hourcade, E. y Gigí Godoy, Marc Bloc. Una historia viva, Bs., As., CEAL, 1992; Devoto, F., Braudel y la renovación histórica, Bs. As., CEAL, 1991; Aguirre Rojas, C., Los Annales y la historiografía francesa, México, Quinto sol, 1996. 2Geremek, B., “Marc Bloch, historiador y resistente”, en Annales, año 41, n°5, set.-oct. De 1986. 3Ricoeur, P., Tiempo y narración, I, Madrid, Cristiandad, 1987.

La historiografía en la posguerra: el imperio de la historia socialIntroducciónLa historiografía de la posguerra puede subdividirse en dos etapas con sus condiciones específicas de acuerdo con las peculiaridades de cada configuración nacional. La primera se halla vinculada a la reinstalación de las democracias liberales en Europa y al proceso de reconstrucción económica impulsado por el Plan Marshall, que promovió la expansión de su economía y un proceso de movilidad social ascendente, a fines de la década de 1950. La segunda, por el proceso de revolución cultural que afectó a Occidente y que tuvo su epicentro en las jornadas del “Mayo francés” de 1968. Referencia de una época de conflictividad social que incluyó acontecimientos como la revolución cultural china, iniciada en 1966; la matanza de

estudiantes mexicanos en 1968 y, el mismo año, la llamada “primavera de Praga”; el nacimiento de los movimientos insurgentes en América latina y un conjunto de movimientos contraculturales que suponían una crítica a la sociedad burguesa a escala mundial.Si en la primera de esas etapas predominó la historia económica con sus métodos de análisis cuantitativos, la segunda se caracterizó por un giro hacia la historia cultural y la utilización de registros de análisis de tipo cualitativo.Ambas etapas se hallaron atravesadas al mismo tiempo por procesos más específicos. Por un lado, la crisis de la Europa imperial que se puso de manifiesto en los movimientos de descolonización surgidos en Oriente, Indochina y el norte de África, entre los que habría que incluir la revolución cubana. Hechos que revelaron ante los europeos y el mundo las miserias de las políticas coloniales y el surgimiento de nuevos actores y espacios sociales que amenazaban los presupuestos de una historiografía predominantemente eurocéntrica.Por otro lado, la crisis que provocó en el marxismo y los partidos comunistas occidentales la desilusión que siguió a la breve apertura soviética, cuando se produjo la invasión de las tropas de la URSS a Hungría (1956) y a Praga (1968). Todos estos hechos legitimarían la actitud de historiadores ligados al Partido Comunista, ahora dispuestos a romper con la ortodoxia del marxismo estalinista.Al mismo tiempo, es un período caracterizado por el crecimiento de los recursos brindados por el Estado a los historiadores, a lo que se suma la inversión en investigaciones por parte de fundaciones ligadas a empresas privadas, el aumento de las cátedras, el crecimiento de la matrícula estudiantil y del público interesado en la historia, abastecido por libros y revistas especializadas. Esta expansión fue acompañada por una diversificación de áreas de estudios que se refleja en el surgimiento de nuevas subdisciplinas, con sus propias preguntas, objetos y métodos.

En estas condiciones, los historiadores lograron superar con éxito la renovada crítica de los epistemólogos contra el status científico de la historiografía. Nos referimos a los trabajos de K. Popper, La miseria del historicismo (1944-1945); C. Hempel, La función de las leyes generales en la historia (1942); Ch. Frankel, Explicación e interpretación en historia (1957); A. Donogan, La explicación en historia (1967). Una razón del limitado impacto de estos debates se halla en el escaso interés demostrado por los historiadores por las polémicas epistemológicas y, en general, por las filosofías de la historia. Por ejemplo, la noción de Bloch de la historia como ciencia de los hombres a través del tiempo podía convivir con la de Febvre, que la definía como un estudio científicamente elaborado, sin provocar diferencias sustantivas entre ellos.

Por otra parte, los viejos y nuevos debates entre quienes entendían que la historia podía explicar el pasado y quienes se inclinaban a la comprensión, entre quienes definían la historia como ciencia de lo particular y quienes creían que se podía generalizar y formular leyes, entre quienes aspiraban a un monismo metodológico y quienes sostenían el dualismo metodológico, entre otras polémicas que incluyeron la ubicación de la historia en las ramas literarias definiéndola como un saber precientífico o como una pseudo ciencia, no contaron con la participación de historiadores salvo en casos aislados. Quienes participaban de estos debates reflexionaban en un nivel de generalización en el que difícilmente los historiadores podían reconocerse o, simplemente, los historiadores no estaban dispuestos a prestar atención a las críticas que ponían en duda el carácter científico de sus estudios1.

Italia fue escasamente receptiva de estos debates. En parte, porque todavía en la posguerra era fuerte la tradición del idealismo croceano en la filosofía de la península. También porque predominaba allí una historiografía política que a pesar de haber recibido a Annales, sobre todo después del Congreso Internacional de Ciencias Históricas de Roma en 1955, no había asumido plenamente los presupuestos de la historia social2.

Algo similar sucede en Francia que, sin embargo, sí contó con historiadores dispuestos a discutir con críticos estructuralistas del campo francés como Claude Levi-Strauss y Michel Foucault3. En cambio, parcialmente más receptivos fueron los historiadores anglosajones, como lo demuestra el libro de I. Berlin Lo inevitable en la historia (1954), y el surgimiento de publicaciones que tendieron a construir puentes entre la filosofía y la historia: History and Theory, Journal of the History of Ideas y Philosophy and Science.

Finalmente, es necesario considerar que en los años en que comenzaban a arreciar estos debates, los historiadores encontraban en las ciencias sociales y sobre todo en la prestigiosa ciencia económica una nueva fuente de legitimidad científica.1Para un análisis de la recepción de estos debates: Cattaruzza, Alejandro, “Historiadores y epistemólogos ¿un diálogo posible?, ponencia en las IIIras. Jornadas Interescuelas de historia, Bs. As., 1991, Mimeo; Cornblit, Oscar, “Debates clásicos u actuales sobre la historia” en Cornblit, O.(comp.), Dilemas del conocimiento histórico: argumentaciones y controversias, Bs. As., Sudamericana, 1992.2Gallerano, Nicolás, “¿El fin del caso italiano? La historia política entre politización y ciencia”, en Cuadernos de teoría e historia de la historiografía, 10, Bs. As., s/f. [1ra. Ed. 1987]3Ver: VV.AA, Estructuralismo e historia, Bs. As., Nueva Visión, 1972; Pierre Vilar, “Las palabras y las cosas en el pensamiento económico” (1967) en VV.AA, La historia hoy, Barcelona, Avance, 1976; VV.AA, Las estructuras y los hombres, Barcelona, Ariel, 1969; VV.AA, La imposible prisión. Debate con M. Foucault, Barcelona, Anagrama, 1982 (reúne artículos publicados entre 1976 y 1978).

Annales: de la historia económico-social a la historia culturalLos saberes disciplinares tal como se habían organizado a fines del siglo XIX aparecían como ineficaces para pensar lo social; era necesaria una firme integración de la historia a las ciencias sociales como lo habían proclamado en su momento Bloch y Febvre. Ya en esos años, sobre todo a partir de la crisis del 29, la economía había ganado peso en el campo de las ciencias sociales y el título de los Annales. Economía y sociedad así lo reflejaba. Pero sobre todo fueron los historiadores económicos de la New Economic History –Meyer, Fogel, Davis y North–, junto a los analistas de los ciclos económicos –Leontief, Rostow, Marczewski–, quienes tuvieron mayor influencia en la historia cuantitativa que permitía construir modelos

cuantificables en la larga duración. Mediante el uso de técnicas econométricas, estadísticas y la moderna demografía histórica era posible reconstruir series de precios, movimientos de población, producción, circulación de mercancías, etcétera.También mediante el uso de hipótesis contrafácticas, que en su momento los historiadores habían cuestionado, como las formula Robert W. Fogel en Los ferrocarriles y el crecimiento económico de los Estados Unidos (1964), obra en la que trata de demostrar que aunque los ferrocarriles no se hubieran inventado, igualmente el Estado del norte se hubiese desarrollado gracias a la existencia de otras vías de comunicación, como las fluviales.

La importancia de las variables económicas apareció reflejada en la obra maestra de la segunda generación de los Annales, escrita por su figura rectora: Fernand Braudel. En El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1947) refleja tres momentos de la historiografía francesa en el largo proceso en que fue escrito, entre 1923-1947. Al mismo tiempo, dichos momentos refieren a las tres imágenes sobre el mundo mediterráneo que componen la obra: la de sus constantes, la de sus tardos movimientos y la de su historia tradicional atenta a los acontecimientos y a los hombres. Descomponiendo así, sin integrar plenamente, el tiempo histórico en fenómenos de corta duración (historia política y diplomática), de mediana duración (que se corresponde con los procesos económicos y sociales) y de larga duración (que hace referencia a las relaciones del hombre con el medio geográfico).

El prestigio de Braudel creció en estos años junto con el de Annales: su obra fue recibida con entusiasmo en Polonia, Italia, España, América Latina y, en menor medida, en el mundo anglosajón. Discípulo de Febvre, lo sucedió tras su muerte en 1956 en la dirección de la revista, que pasó a denominarse Annales. Économies, sociétés, civilisations. Mientras los historiadores identificados con ella pasaban a ocupar el centro del campo historiográfico francés, con cátedras en la Sorbona (Université Paris 1) (Université Paris 4) y el Collège de France, a las que se sumó la fundación de la VI sección de la École Practique de Hautes Études, convertida luego en École de Hautes Études en Sciences Sociales.

En este contexto institucional, fue Ernest Labrousse, discípulo de Simiand, el que orientó los estudios en historia económica y social en una matriz cercana a la que había recomendado su maestro, y que tanto Bloch como Febvre se habían resistido a adoptar. Ello implicaba privilegiar la historia regional sobre la dimensión nacional, y la búsqueda de nuevas fuentes de las cuales extraer datos cuantificables que pudieran ordenarse en series. A partir de ellas se podría atender a variables tales como: salarios, precios, flujos comerciales, etc., observadas en la larga duración y analizadas con relación a una estructura invariable respecto de la cual las crisis coyunturales son una referencia.

La críes de l’économie française (1966), escrita por Labrousse durante la ocupación alemana, la monumental obra de P. Chaunu, Séville et l’atlantique (1955-60) en 12 volúmenes, y Les paysan de Languedoc (1966), de Emanuel Le Roy Ladurie, son algunas de las obras más emblemáticas de las orientaciones historiográficas inspiradas por la segunda generación de Annales.

Entre fines de la década del 60 y comienzos de los 70 se va a producir un nuevo giro en la revista, esta vez comandado por la generación

que se formó en la posguerra junto a Braudel y Labrousse: G. Duby, F. Furet, P. Nora, M. Aghulon, J. Le Goff, E. Le Roy Ladurie y Marc Ferro. Estos tres últimos asumieron la dirección de la revista. Sin abandonar plenamente el análisis cuantitativo, se van a abocar a los problemas culturales y la historia de las mentalidades, retomando el camino de Bloch y Febvre. Asimismo, inician un diálogo con la antropología por la vía de Levi-Strauss y Cliford Geertz y valoran la obra inclasificable de Foucault junto a la de un historiador ajeno a los medios académicos, Philippe Ariés, que en 1960 había publicado La infancia y la vida en el antiguo régimen.Un muestrario de la diversidad de temas, problemas, métodos y enfoques que caracterizan esta nueva historia lo ofrecen los tres volúmenes que conforman la obra dirigida por Jacques Le Goff y Pierre Nora, Hacer la Historia (1974) y el libro que coordinan el propio Le Goff junto a Revel y Chartier, La Nouvelle histoire (1978). Multitud de campos de estudios que contrastan con el programa más orgánico que habían esbozado Labrousse y Braudel: las mentalidades, el imaginario colectivo, las actitudes frente a la vida y la muerte, la brujería, el cuerpo y la enfermedad, la sociabilidad. Pero además retornos: la historia política, el acontecimiento, lo singular. Esta diversidad promovió, sino un abandono, sí un desplazamiento, no siempre explicitado, del proyecto de elaborar una historia total, lo que llevó a F. Dossé a definirla, de un modo excesivo, como historia en migajas. Paralelamente, en Italia se estaba produciendo el nacimiento de la microhistoria, cuyas influencias y los debates que provoca siguen teniendo peso hasta nuestros días1. Surge de un grupo reducido de historiadores que se habían integrado a la revista Quaderni Storici, fundada en 1966: Eduardo Grendi, Carlo Poni, Giovani Levi y Carlo Ginzburg.Precisamente Guinzburg logra con el El queso y los gusanos (1976) un producto renovador tanto de la historia social como de la historia cultural, además de ser un ejemplo de los aportes que el diálogo con la antropología podía ofrecer a la historia. Fundamentalmente cuando se adentraba en los problemas de la cultura popular. Así, el método de la reducción de escalas permitía atender a las historias individuales, las subjetividades y las prácticas culturales, reconstruir redes de relaciones sociales concretas, cuestionar los métodos macrohistóricos y volver a redefinir la relación entre lo singular y lo general.1Aguirre Rojas, C., Contribución a la historia de la microhistoria italiana, Rosario, Prohistoria ed., 2003; Serna, Justo y A. Pons, Cómo se escribe la microhistoria, Valencia, Frónesis, 2000; AA.VV, dossier “La microhistoria en la encrucijada”, Prohistoria, N° 3, Rosario, 1999.

La historia social y el marxismo inglésPágina 1 | Página 2 Si bien la influencia del marxismo en las ciencias sociales no era nueva, su mayor desarrollo se produjo en la posguerra, a partir de estudios centrados en los procesos de transición al capitalismo y la atención al análisis de las relaciones de producción con relación al

desarrollo de las fuerzas productivas. En ese campo, el inglés Maurice Dobb produjo un libro notable en 1946, Estudios sobre el desarrollo del capitalismo. Esa obra promovió un debate famoso con Paul Sweezy, publicado originalmente en Science and Society. Frente a la tesis de matriz marxista de Dobb que estimaba que el origen del capitalismo debía explicarse a partir de las contradicciones y crisis del feudalismo, Sweezy sostuvo la teoría circulacionista, que definía al capitalismo como resultado de la ampliación en la circulación de mercancías en el proceso de conformación del mercado mundial1. En América latina estos debates van a tener repercusión en la década de 1960 y 1970, tanto en el terreno académico como político, con relación a problemas vinculados con la dependencia y el imperialismo.Maurice Dobb, miembro del Partido Comunista inglés, estuvo vinculado a una generación más joven de miembros del partido: Rodney Hilton, Christopher Hill, Eric Hobsbawm y Edward P. Thompson2. Ellos van a estar entre los fundadores de la revista Past and present en 1952, pero la amplia definición de marxismo inglés debe incluir también a la New Left Review identificada con la nueva izquierda. Por su parte, la History Workshop, grupo surgido de los talleres de educación de adultos, que tuvo en Raphael Samuel a su representante más reconocido, elaboró un proyecto historiográfico centrado en la construcción de la historia desde abajo, o desde abajo hacia arriba, promoviendo la escritura de la historia por sus protagonistas. Si bien la obra de Eric Hobsbawm ha tenido en los últimos años una merecida repercusión por trascender los problemas de la historia inglesa y acercarse a temas contemporáneos, han sido los planteos de E. P. Thompson relativos a la noción de clase los que han tenido mayor impacto tanto en el marxismo como en la historia social en general, tal como se pone en evidencia en el caso de algunos microhistoriadores. Thompson intervino en los debates contra el estructuralismo althusseriano en Miseria de la teoría(1978)3. Para Thompson, como resulta de su estudio sobre La formación de la clase obrera inglesa (1963), la clase es el resultado de un proceso de toma de conciencia que se produce en el marco de la lucha de clases; en cambio, la clase no es algo que pueda definirse a priori ni de forma independiente de la conciencia de los actores sobre sus condiciones de existencia. Así, define la clase como una formación social y cultural que no existe por fuera de la historia concreta.Tal posición ha provocado la caracterización del grupo de historiadores marxistas británicos como culturalistas, por el supuesto abandono del determinismo económico. En rigor, la tesis determinista antes que abandonada es desplazada para atender al estudio de las prácticas sociales y culturales de los sectores populares. De hecho, Eric Hobsbawm en un estudio paradigmático: “De la historia social a la historia de la sociedad” (1971) se mantenía fiel al determinismo económico, en un tono que reflejaba que la historia social no era ya una vertiente sino que toda historia, por definición, era social, cuando señalaba: “El consenso tácito de los historiadores parece haber impuesto un modelo operativo de este tipo, que es, con algunas variantes, bastante común. Se parte del contexto material e histórico, se continúa hacia las fuerzas y las técnicas de producción (la demografía aparece en algún espacio intermedio), y a través de la estructura de la economía consiguiente –división del trabajo, intercambio, acumulación, distribución del excedente, etc.–, se llega a las relaciones sociales que de aquí se desprenden. A continuación

vendrían las instituciones y la imagen y el funcionamiento de la sociedad sobre los cuales ellos se apoyan.”Aquí, Hobsbawm propone un análisis en tres niveles relacionados entre sí por un principio de determinación. Pero al mismo tiempo, es evidente que el objeto de la historia social no privilegiaba ninguno de ellos. Tal vez por eso, a comienzos de los años 80 una historiadora anglosajona definió la historia social en un sentido inverso, aunque para hacerlo remitía a la tradición fundada por Thompson y Hobsbawm: para Natalie Zemon Davis, la nueva historia social es una historia sociocultural que se interesa por los medios de transmisión pero también por la recepción, es decir, por las formas de la percepción, por lo simbólico y por la estructura de los relatos . Se trata de una historia sensible no sólo a la dominación, sino también a las estrategias de resistencia que ejecutan los grupos sociales subordinados.Entre la historia social entendida como historia económico-social y la historia social entendida como historia sociocultural queda sin resolverse un problema que debiera ser central para una y otra: el de las relaciones objetivas entre las condiciones de existencia y la conciencia. 1Una versión completa de esta debate que incluye la intervención de otros historiadores en Hilton, R. ed., La transición del feudalismo al capitalismo, Barcelona, Crítica, 1977.2 Hilton, Hill y Thompson abandonan el partido tras la crisis que provocó la invasión soviética en Hungría.3Ver, por ejemplo: Anderson, P., Teoría, política e historia. Un debate con E. P. Thompson (1980), México, siglo XXI, 1985.

La renovación historiográfica en la ArgentinaPágina 1 | Página 2 Hacia finales del gobierno peronista se configuró un grupo renovador en la Argentina en torno a la revista Imago Mundi (1953-1955), dirigida por José Luis Romero. Historiador medievalista, Romero elaboró desde su revista un programa de historia cultural cercano a Huizinga y, en menor medida, a los primeros Annales. Sin embargo, no fue la historia cultural el eje sobre el que se organizó la renovación historiográfica que accedió a las cátedras universitarias luego de la caída de Perón en 1955. Se ha señalado varias veces la marginalidad de esa renovación que se instaló, sobre todo, en Rosario y parcialmente en Córdoba y en la cátedra de Historia Social que tuvo a su cargo Romero en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires1. Ciertamente, habría que indicar que esa marginalidad se refiere fundamentalmente a su dificultad para acceder a las cátedras de historia argentina, que seguían dominadas por la historiografía tradicional, poco receptiva de una renovación que cultivaron, entre otros, Tulio Halperín Donghi, Roberto Cortés Conde, Ezequiel Gallo, Nicolás Sánchez Albornoz y Reyna Pastor. Pero este era justamente un aspecto central para estos historiadores que promovían una relectura de la historia nacional desde una perspectiva científica que se nutría en un

diálogo con las ciencias sociales y el contacto con las corrientes más renovadoras de la historiografía internacional. Entre estas últimas se destacaban el estructural-funcionalismo norteamericano –introducido en la Argentina por Gino Germani– y las posturas de Annales.

El problema central para estos historiadores era explicar el fenómeno peronista que, lejos de ser un episodio excepcional y acotado en el tiempo –como se había estimado durante algunos años–, se revelaba después del 55 con una enorme capacidad para mantener la adhesión de la clase obrera e, incluso, para ampliar su base política en los sectores medios, como sucedió durante los años sesenta. La clave para explicar el peronismo la encontrarán en el conflicto nunca resuelto entre lo tradicional y lo moderno, tesis desarrollada por Gino Germani, así como en las contradicciones propias del período de la gran expansión de la economía argentina, entre 1880 y 1930, pleno de oportunidades no aprovechadas para generar las condiciones para un desarrollo menos dependiente de las potencias europeas y para el fortalecimiento de las instituciones liberal democráticas2.

Estos problemas van a ser reformulados hacia fines de los años 60 y en la década del 70, en un nuevo clima político e institucional, pero se mantuvo presente la necesidad de dar respuestas a las condiciones de inestabilidad política y económica que sembraban de incertidumbres el futuro del país. Por ello la historia política, lejos de ser abandonada, se renovó para poder explicar una crisis que encontraba en este registro de la vida social una de sus razones centrales3.

Como puede verse, no sólo los problemas centrales que preocupaban a los historiadores argentinos contrastaban notoriamente con los que preocupaban a sus pares europeos, sino que, además, las condiciones en las que se desarrollaba el proyecto renovador eran sumamente endebles ya que estaban siempre amenazadas por la escasa autonomía de que gozaban las universidades con respecto al poder y a las coyunturas políticas, que distaban de ser tranquilas.El golpe de 1966, que atacó directamente a las universidades, fue sólo un anticipo de lo que sucedería más adelante: la intervención del gobierno de Isabel Perón con la misión Ivanissevich, las persecuciones de la Triple A y la dictadura militar implantada en 1976. Algunos investigadores se asentaron en esos años en universidades extranjeras y otros siguieron actuando en instituciones privadas. Recién a partir de 1983, el proyecto renovador, ahora sobre nuevas bases, lograría fortalecerse en el campo académico. Mientras tanto, la historiografía tradicional anclada en los principios interpretativos y metodológicos que habían estabilizado los historiadores de la Nueva Escuela Histórica a comienzos del siglo, gozó de una estabilidad que no fue prácticamente alterada por los cambios políticos.En cuanto al revisionismo histórico, tendría en los años posperonistas su etapa de mayor expansión. En gran parte, ello se debe a la apropiación de la interpretación revisionista por parte de un peronismo, que hallaba en el revisionismo rosista una explicación y un antecedente de su propia proscripción. En parte, también, porque el propio revisionismo se renovó, al menos en términos interpretativos, a través de una vertiente de la denominada izquierda nacional representada, entre otros, por Jorge Abelardo Ramos. La clave de este nuevo revisionismo histórico era la recuperación de los caudillos provinciales como figuras alternativas no sólo de Mitre y del panteón liberal, sino también del propio Juan Manuel de Rosas, al que

también identificaban como defensor de los intereses de la burguesía mercantil porteña4. En cuanto al marxismo, su influencia en la historia argentina va a tener dos caminos. Por una parte, el proyecto político e intelectual encabezado por un grupo de jóvenes –como José Aricó o Juan Carlos Portantiero– que habían estado vinculados al Partido Comunista hasta que fueron expulsados cuando iniciaron la publicación de la revista Pasado y Presente. Portantiero, junto a Miguel Murmis, utilizó las categorías del marxista italiano Antonio Gramsci para definir la crisis del 30 como una crisis de hegemonía y para explicar el proceso de industrialización sustitutiva de esos años como el resultado de una alianza entre fracciones de la clase dominante: los ganaderos invernadores orientados a la exportación y los industriales5. Por otra parte, un marxismo más académico retomó los debates sobre la transición del feudalismo al capitalismo y la noción de formación económico social para superar el debate que habían protagonizado Rodolfo Puigross y André Gunder Frank respecto de la definición de América latina como una economía dual o una plenamente capitalista6.1 Devoto, F.(comp.): La historiografía argentina en el siglo XX [tomo II], Bs.As., CEAL, 1994; HALPERIN DONGHI, T.: "Un cuarto de siglo de historiografía argentina (1960-1985)", en Desarrollo Económico, Bs.As., vol. 25, núm. 100, enero-marzo 1986.2VV.AA., Argentina, sociedad de masas, Bs. As., Eudeba, 1965.3 Un ejemplo, en Halperín Donghi, T., Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la argentina criolla, Bs. As., Siglo XXI, 1972.4VV. AA., El revisionismo histórico socialista, Bs. As., Octubre, 1974.5 Arico, J., "Los gramscianos argentinos", en Punto de Vista, Bs. As., núm. 29, abril-julio 1987.6Chiaramonte, J., Formas de sociedad y economía en Hispanoamérica, México, Grijalbo, 1983 y El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana, Bs. As., Instituto Ravignani, 1991; Laclau, E., "Feudalismo y capitalismo en América Latina", en VV. AA., Modos de producción en América Latina, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1984 [1a. ed.: 1973]

La historiografía en los últimos añosNotas sobre la historiografía en los últimos añosPágina 1 | Página 2 Uno de los rasgos comunes que presenta la historiografía occidental es la ampliación del campo, que ha sido continua desde fines del siglo XIX. El aumento de la matrícula de estudiantes, notable sobre todo en la Argentina en períodos de crisis, significa que la historia sigue siendo para muchos una herramienta útil para comprender la realidad. También se han incrementado los planteles docentes y de investigadores. Se ha mantenido y, en algunos momentos ampliado, la publicación de libros y revistas especializadas, acompañada por una creciente participación de historiadores profesionales en la

enseñanza media, por su participación en la redacción de manuales. Incluso, algunos libros de historia se han convertido en éxitos editoriales. Por otro lado, se ampliaron las redes internacionales a través de congresos, conferencias, publicaciones y el sistema de becas para la realización de posgrados.Sin embargo, se ha insistido, desde hace demasiado tiempo, en que estamos viviendo una crisis de la historiografía. Especialmente, se ha postulado una crisis de paradigmas, más enunciada que investigada.

Pero ¿qué es lo que está en crisis? Sin duda los paradigmas interpretativos y metodológicos estabilizados en el siglo XIX han estallado desde la posguerra. Al tiempo que el mayor acercamiento de los historiadores a las ciencias sociales pone en riesgo, para algunos, la identidad de la historia como disciplina. También se reformuló la relación de los historiadores con la sociedad, el Estado y el poder político.

La ausencia de un método, una imagen del pasado y una teoría consensuada parecen ser los síntomas de dicha crisis. Pero si nos desplazamos en la historia de la disciplina, como brevemente hemos hecho aquí, se torna evidente que dicho consenso sólo se dio en momentos específicos y en escenarios nacionales concretos. Ello es así porque los historiadores, a su modo, expresan las batallas que sobre las representaciones de su pasado atravesaron a las sociedades en el tiempo. Esas batallas, en el caso de los historiadores, a veces tomaron la forma de luchas por la ocupación de posiciones en un campo profesional y en otros casos tuvieron por objeto la conquista de un público más vasto, como sucedió en la Argentina con el revisionismo.Es evidente, entonces, que ya no hay un centro dominante en la historiografía, ni un núcleo irradiador de nuevas tendencias. Una variedad de revistas son la expresión del policentrismo que han señalado Carlos Aguirre Rojas, entre otros1. Asimismo, conviven diversas tendencias en las distintas subdisciplinas en las que se ha dividido la historiografía actual.

La microhistoria se ha fragmentado, como producto de las diferencias entre sus creadores y las aplicaciones de quienes se inspiraron luego en sus propuestas. La historia intelectual, una de las tendencias más innovadoras de las últimas décadas, presenta diferencias notables en los planteos de la Escuela de Cambridge, centrada en el estudio de las ideas políticas, con Skinner y Pocock; la historia conceptual alemana, representada por Reinhart Koselleck, que se mantiene más cercana a la historia social; y la vertiente sociocultural que tiene a La Capra como uno de sus referentes en Estados Unidos2.

Las diferencias son aún mayores si se incorpora a la historia de las ideas y a la historia cultural, con sus múltiples definiciones y su variedad de objetos de estudio3. Y así podríamos seguir con los distintos campos de estudio, cuya atención particular sólo serviría para ampliar los ejemplos. Por estos motivos, ninguno de estos espacios disciplinares es estable. Recurrentes críticas a los modos de construcción de sus objetos de estudio y a los métodos de abordaje utilizados amenazan la legitimidad de distintas corrientes, como sucede en el caso de la historia oral.

Sin duda, la historia oral ha hecho una notable contribución a la historia al dar voz a los protagonistas y ha promovido el surgimiento de una historia del tiempo presente, sustentada en instituciones como el Institut d’Histoire du temps présent, en Francia. Pero ha sido

cuestionada, al menos como recurso para la reconstrucción del pasado, porque los relatos que se obtienen sólo dan cuenta del modo en el que los sujetos organizan su experiencia en el contexto en el que son entrevistados.Sin embargo, a pesar de estos inconvenientes, la multitud de subdisciplinas en las que se dividió la historiografía contemporánea es una realidad ya sin retorno. Hasta queda lugar para una historiografía tradicional que pervive casi sin alteraciones en algunos centros académicos. Habría que admitir que la incertidumbre que describe la crisis al menos es notablemente productiva. No parece haber en el horizonte ningún fantasma que merezca ser temido, salvo por aquellos que sienten nostalgia por un mundo más distante que el nuestro del abismo. Mundo, por otro lado, que jamás ha existido.Dicha incertidumbre promovió en los últimos años y a la vez está estimulada por una mayor autorreflexión de los historiadores respecto de sus prácticas y a las condiciones de producción de sus discursos. El “giro lingüístico” desde mediados de los años 60 y la sociología de las instituciones que ha desarrollado Pierre Bourdieu, han estimulado el surgimiento de una rama más crítica que autocelebratoria de la historia de la historiografía4.Los trabajos de Hayden White y Michel de Certau tuvieron la virtud de estudiar el discurso y las prácticas historiográficas con un conocimiento del oficio del que carecían los epistemólogos5. Así promovieron un debate más productivo e insoslayable. Una de las conclusiones posibles es que si las sociedades y los grupos sociales se construyen a sí mismos, en parte, a partir de la imagen que tienen de sí en el pasado, los historiadores debieran asumir que sus discursos cargan con una responsabilidad social que es propia de su oficio. Sin embargo, no son sólo los historiadores los que participan en la construcción de representaciones del pasado. Intelectuales en sentido amplio, los medios de comunicación y operadores culturales como las agencias de publicidad también elaboran imágenes del pasado que tienen impacto en el presente y, por supuesto, en el futuro.

La historia de la memoria colectiva y de los “usos del pasado” ha abierto en los últimos años un área de estudio tan incierta como fecunda, que se expresa en un libro inspirador dirigido por Pierre Nora, Le lieux de la mémoire(1986-1993) y en una variedad de congresos y publicaciones sobre el tema. Tal vez se podría denominar a esta operación autorreflexiva como un “giro historiográfico”, en el que la historia se vuelve sobre sí misma y los historiadores y la historiografía se convierten en objeto.

A diferencia de lo que sucedía en el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, los Estados han dejado de reclamar a la historia una fuente de legitimidad que desde la posguerra encuentran en diversas formas de intervención social, entre las cuales el Estado de bienestar es un ejemplo. Por otro lado, la historia ha dejado de ser un recurso para la argumentación política, como lo fue en el siglo XIX y parte del XX. Sin embargo, la cuestión central sigue siendo la misma: si los historiadores se encuentran en condiciones de responder a las preguntas que las sociedades se formulan sobre su pasado, presente y futuro.

1Aguirre Rojas, C., Pensamiento historiográfico e historiografía del siglo XX, Rosario, Prohistoria y Manuel Suárez ed., 2000.2Ver AA. VV., “¿Qué es la historia intelectual?”, en Débats, N° 16, pp. 32-41; La Capra, D., “Repensar la historia Intelectual y leer textos”,

en Palti, Elias, Giro lingüístico e historia intelectual, UNQ, Quilmes, 1998; Pocock, J.G.A., “Historia intelectual: un estado del arte”, Prismas. Revista de historia intelectual, Nº 5 /2001; Skinner, Q., “Significado y comprensión en la historia de las ideas”, Prismas, N° 4, UNQ, Bs. As. 2000, p. 149; Koselleck, R., Futuro pasado, Barcelona, Paidós, 1993.3Chartier, R., El mundo como representación. Historia cultural entre práctica y representación, Gedisa, Barcelona, 1995.4Rorty, R., El giro lingüístico, Paidós, Barcelona, 1998.5White, H., Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, FCE, 1992 [1ra. Ed. 1973]; De Certau, M., La escritura de la historia, México, Universidad Iberoamericana, 1993 [1ra. ed. 1978].