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Panel 7: Participaciones y políticas sociales Coordinadores: Manuel Aguilar Hendrickson, Enrique Pastor Seller, María Ángeles Espadas Alcázar, Clemente J. Navarro Yáñez. _____________________________________________________________________ RECONOCIMIENTO Y AUTONOMÍA DE LOS ACTORES: UNA PROPUESTA ÉTICO-CIUDADANA DESDE LAS POLÍTICAS SOCIALES i Liliana Pérez Mendoza ii Universidad de Cartagena (Colombia) [email protected] RESUMEN El Estado, otrora gestor directo de las políticas sociales ha delegado en el mercado y la sociedad civil a través de fundaciones y ONG´s, respectivamente su rol de atención a los más vulnerables despreocupándose por las características, impactos, seguimiento y control de las mismas. En éstas como ha sido tradicional, los actores que participan en las mismas han sido llamados “beneficiarios” ó “usuarios”, en razón a que han sido asumidos por años como receptores pasivos de la acción de un gobierno, empresa u organización no gubernamental “altruista”, por lo cual están llamados a recibir con beneplácito todo lo que de ello se derive, no esperando su “displicencia” o negación a tales “beneficios”, sino su resignación y agradecimiento por el “incuestionable” aporte de las mismas al mejoramiento de su calidad de vida. En este marco de acción, resulta comprensible que la voz “sonante” o “disonante” de los sujetos a quienes se orientan tales políticas no sea audible, reconocible o potenciada, al ser asumidos únicamente como “receptores” de éstas. Así, aunque en ellas se esgrime la “superación” de la vulnerabilidad de los actores sociales como argumento al mismo tiempo, no se reconoce que tal vulnerabilidad empieza por una negación ó invisibilización de sus “voces” y con ella de su trascendencia como coproductores y cogestores de las mismas; por el contrario, resultan perversamente silenciados y condenados al desconocimiento por parte

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Panel 7: Participaciones y políticas sociales Coordinadores: Manuel Aguilar Hendrickson, Enrique Pastor Seller, María Ángeles Espadas Alcázar, Clemente J. Navarro Yáñez. _____________________________________________________________________

RECONOCIMIENTO Y AUTONOMÍA DE LOS ACTORES:

UNA PROPUESTA ÉTICO-CIUDADANA DESDE LAS POLÍTICAS SOCIALESi

Liliana Pérez Mendozaii Universidad de Cartagena (Colombia)

[email protected]

RESUMEN El Estado, otrora gestor directo de las políticas sociales ha delegado en el mercado y la sociedad civil a través de fundaciones y ONG´s, respectivamente su rol de atención a los más vulnerables despreocupándose por las características, impactos, seguimiento y control de las mismas. En éstas como ha sido tradicional, los actores que participan en las mismas han sido llamados “beneficiarios” ó “usuarios”, en razón a que han sido asumidos por años como receptores pasivos de la acción de un gobierno, empresa u organización no gubernamental “altruista”, por lo cual están llamados a recibir con beneplácito todo lo que de ello se derive, no esperando su “displicencia” o negación a tales “beneficios”, sino su resignación y agradecimiento por el “incuestionable” aporte de las mismas al mejoramiento de su calidad de vida. En este marco de acción, resulta comprensible que la voz “sonante” o “disonante” de los sujetos a quienes se orientan tales políticas no sea audible, reconocible o potenciada, al ser asumidos únicamente como “receptores” de éstas. Así, aunque en ellas se esgrime la “superación” de la vulnerabilidad de los actores sociales como argumento al mismo tiempo, no se reconoce que tal vulnerabilidad empieza por una negación ó invisibilización de sus “voces” y con ella de su trascendencia como coproductores y cogestores de las mismas; por el contrario, resultan perversamente silenciados y condenados al desconocimiento por parte

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de los profesionales que las agencian, lo que indica que son doblemente vulnerados, esta vez con un tinte de seudo-inclusión. En este sentido, el potenciamiento de la autonomía de los ahora llamados “sujetos ciudadanos de derechos y deberes”, resulta negado o postergado en tales políticas, pues la consideración de reciprocidad y simetría como interlocutores válidos que las interpelan frente a los agentes sociales que las gestionan, no es una de sus claves, por ende tampoco lo es su reconocimiento y respeto como sujetos reflexivos, argumentativos, propositivos e históricos, lo que muestra en la práctica un vacío de los discursos y contenidos de tales políticas que inhibe procesos orientados a promover equidad y justicia social que dicen orientar. A fin de plantear que vulnerabilidad es un concepto en clave de autonomía, reciprocidad, simetría y dialogo entre agentes sociales y sujetos ciudadanos que participan de las políticas e intervenciones sociales, se presenta una reflexión acerca del carácter trascendental de la discusión ética en las políticas sociales, a partir de la ética discursiva de Jürgen Habermas y la ética del reconocimiento de Axel Honneth que permita dilucidar luces y sombras de las políticas sociales en la contemporaneidad, llegando a proponer un modelo para políticas sociales que fundadas en estos enfoques éticos, potencien autonomía, reconocimiento y entendimiento dialógico de los actores participantes para que contribuyan como sujetos ciudadanos y participantes activos a construir, deconstruir y reconstruir proyectos de vida colectivos, incluyentes, democráticos y equitativos. Ello exigirá empezar por que todos los actores participantes en las políticas sociales asuman bajo “sospecha” los discursos, prácticas y categorías de las mismas, crear condiciones y escenarios dialógicos, interactivos, significativos y horizontales para interpelarlas argumentativamente desde visiones particularistas según contextos, cotidianidades y representaciones sociales y reeditarlas consensuadamente desde el encuentro o desencuentro con ellas, con sus requerimientos y métodos, lo que implica iniciar el camino hacia el reconocimiento y construcción de subjetividades e intersubjetividades a propósito de una resignificación de las mismas y un reconocimiento que potencie legitimidad a los discursos de todos los sujetos, asumidos como ciudadanos con derechos y deberes, corresponsables, dueños de su propia historia pero también capaces de proponer y construir formas solidarias e inclusivas como dispositivos para avanzar con, hacia, por y para el bienestar de la sociedad. Como pretensión última está entonces presentar argumentos que contribuyan a ir superando la visión instrumentalizada de tales políticas, sustentada en enfoques teórico-metodológicos y éticos positivistas y funcionalistas, desde una invitación epistemológica y ética fundada en los desarrollos de la teoría crítica, que asume como inaceptable una intervención en la sociedad de manera ahistórica y acrítica, pues lo más trascendente de tal propuesta es su contextualización y contestación a una sociedad signada por el individualismo paralizante del accionar colectivo, crítico, dialógico y solidario, hacia formas de vida donde las distintas voces cobren importancia en la construcción del horizonte de sentido que debe implicar las políticas sociales, y no sigan siendo marginadas ni silenciadas por modelos hegemónicos de intervención y bienestar social.

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Palabras Claves: Políticas sociales, ética, Intervención social, Autonomía, reconocimiento, reciprocidad.

1. CONTEXTO ACTUAL DE LAS POLÍTICAS SOCIALES EN AMÉRICA LATINA

América Latina, es el lugar de “mayor disparidad de ingresos de todas las regiones en desarrollo del mundo” (Kliksberg, 1999: 41), en ese sentido “tiene la mayor brecha social de todas las regiones del mundo”iii, y aunque según algunos autores “la desigualdad ha disminuido ligeramente en casi la mitad de los países de la región en los últimos 15 años”iv, esta situación no es similar para todos los países, pues incluso en algunos se registra un estancamiento o aumento de la misma, haciéndose persistente. Lo anterior, debido a que la creciente globalización que ha generado ingresos inequitativos en la región surtiendo graves desigualdades sociales, la exclusión de amplios sectores sociales, el estrechamiento de los mercados internos, un incremento de la pobreza e indigencia, la reducción de la gobernabilidad democrática, violación de los derechos humanos, inseguridad ciudadana, violencia generalizada y debilitamiento de la cohesión social. Por ello, América Latina es para algunos el caso antiejemplarv de la globalización, por cuanto, las situaciones sociales derivadas de la misma muestran contradicciones y diferencias frente al crecimiento económico y social que ha pretendido impulsar, como lo muestra el Índice de Gini, que mientras “los países más desiguales están en 0.60….América Latina estaría… en 0.57” (Kliksberg, 1999: 9). Esta situación ha tendido a agravarse por cuanto las políticas públicas adoptadas por los gobiernos de la región han estado orientadas a aumentar estas desigualdades, como se desprende del análisis que hace Altamir, quien compara el caso de diez países, y afirma que hay bases para suponer que la nueva modalidad de funcionamiento y las nuevas reglas de política pública de estas economías pueden implicar mayores desigualdades de ingresos (1994). Al respecto, Guy Bajoit, señala que dichas políticas son impulsadas por el Estado, “más concretamente el Estado neoliberal que no deja de repetir a los pobres que tienen el derecho de vivir con dignidad, integrados en una sociedad equitable, donde son invitados a ser individuos y ciudadanos, y en el mismo tiempo, este mismo Estado adopta un modelo económico que genera estructuralmente un auge de la desigualdad, de la exclusión, y por ende, de la pobreza relativa” (2004: 6), porque su sentido es apenas la subsistencia de los grupos excluidos por el funcionamiento del mercadovi. Y es que el mercado infiltra al Estado y la sociedad civil organizada a través de las diferentes políticas económicas, sociales y culturales que agencian, determinando su sentido por cuanto se convierte en el principal financiador de las mismas, asumiendo como su “responsabilidad internacional” la promoción del reordenamiento de la economía para el funcionamiento eficiente del libre comercio y la reducción de asimetrías internacionales, entrando a “apoyar” estrategias de cooperación que garanticen condiciones igualitarias, que en lo económico versan sobre la desaparición del proteccionismo en sectores

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“sensibles” y la seguridad de un desarrollo basado en las exportaciones con reglas claras y estables; lo cual es replicado en la visión internacional de la política social cuya estrategia está basada en la focalización de las acciones del Estado en los sectores más pobres; pero en uno u otro sentido, los beneficios recibidos han sido modestos (CEPAL, 2002b), más aún si se tiene en cuenta que pocas veces se hacen estudios de evaluación de impacto, seguimiento y control de las mismas a fin de redireccionarlas de cara a su cualificación. De este modo, hasta ahora América Latina no ha avanzado significativamente a nivel social pues no cuenta con una estrategia sólida que contribuya a reducir la pobreza y la desigualdad o a lograr una mayor inclusión de sus ciudadanos más pobres dentro del sistema político, social y económico, por lo cual su estabilidad política está en riesgo, lo que dificulta la atracción de la inversión necesaria para su crecimiento. En ese sentido, muy a pesar de que los gobiernos de la región han incrementado el gasto social con el fin de aumentar, mejorar y descentralizar a gobiernos locales los servicios sociales focalizándolos hacia los pobres, a través programas como los de Transferencias Monetarias Condicionadas (TMC), que proveen una mensualidad en efectivo a familias pobres a cambio de comportamientos en favor de la lucha contra la pobreza, como mantener a los hijos en la escuela, su impacto ha sido limitado en cuanto a la redistribución del ingreso hacia los pobres y la calidad de tales servicios pues “existe poca evidencia de que las mejoras importantes en la política social hayan sido cruciales en la disminución de la pobreza y la desigualdad en las últimas dos décadas”vii. Se trata de una forma de entender la política social como una intervención del Estado en la sociedad civil (Ceja, 2004), un instrumento del mismo que acorde con su modelo de desarrollo a nivel latinoamericano se ha interesado prioritariamente por las condiciones de la clase trabajadora, de las personas en situación de pobreza y de una parte de los individuos de la sociedad, actuando mediante programas y estrategias que provean salud, seguridad social, vivienda, educación y tiempo libre con el objetivo de lograr el bienestar social y la mejoría de las condiciones materiales de vida de la poblaciónviii. Sin embargo, hoy las mismas impulsan un mayor desarrollo humano, equidad, justicia y cohesión socialix. Por esta razón algunos autores señalan que son políticas en dos direcciones transitorias, pues los objetivos de las primeras son instrumentales en tanto apuntan a aminorar o de regular los embates y fallas de las políticas económicas, con un carácter asistencial y una función residual, mientras que las últimas pretenden la reducción y eliminación de las inequidades sociales a través de la redistribución de los recursos, servicios, oportunidades y capacidades (Repetto, 2005 y Carey, 2002). Países como Colombia, no han sido ajenos a la aplicación de políticas sociales así orientadas, lo que ha generado sistemáticamente ponderación del beneficio personal aún a costa de terceros, indiferencia hacia el sufrimiento de los demás, temor a pronunciarse o a disentir por ser excluidos de tales “beneficios”, “acomodamiento” en circunstancias adversas de sus vidas para seguir recibiendo ayudas, lo que hace perversas tales políticas en tanto, no abre espacios para su cuestionamiento y resignificación por parte de sus actores. Por lo cual lo que se ha fomentado son receptores sin mayor responsabilidad que la de recibir tales ayudas, así no se comparta ni se cuestione el sentido de las mismas desde sus

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intereses ni los de « otros » en su misma situación. Para nada se potencia entonces sujetos corresponsables y cogestores de las mismas, solidarios con el dolor o padecimiento que reconocen sufren otros en su misma situación, y mucho menos dialogantes con argumentos universalistas del deber ser de las mismas ante las situaciones apremiantes, asfixiantes y desencadenantes que genera la desigualdad, la exclusión, la pobreza y la indigencia en su cotidianidad. Así las cosas, los efectos del proceso modernidad/modernización siguen incrementándose en la sociedad, evidenciado en el auge del conocimiento racional, la economía de mercado, las telecomunicaciones, la informática, la alta vulnerabilidad social, los mayores riesgos económicos y sociales, la demanda de ampliación de cobertura e integralidad de los sistemas de protección social y de la solidaridad de todos, por lo cual, son cada vez más necesarias políticas sociales robustas que contribuyan a “los principios universales recogidos en las declaraciones sobre derechos humanos y en las cumbres mundiales de las Naciones Unidas”(CEPAL, 2002b: 308), aumentando la calidad de vida y el bienestar social de amplios sectores de la población. En razón a lo anterior, la CEPAL indica que en América Latina “la política social necesita renovarse y fortalecerse de forma significativa” (Ibíd.), particularmente en cuanto a la educación, el empleo y la protección social (Ibíd.). Este mismo organismo indica que éstas políticas deben orientarse hacia la generación de capital social a través de la reciprocidad, la confianza y la solidaridad (CEPAL, 2002a: 139 y ss). De lo que se trata entonces con tales políticas públicas, es de crear las condiciones para reducir la inequidad y asegurar el acceso a éstas de la población en condiciones de vulnerabilidad y riesgo social, pero también de evitar o disminuir al menos, su recepción pasiva e incuestionable por parte de los actores “beneficiados”, pues sin lugar a dudas, hoy la mirada de las políticas sociales debe ir variando esgrimiéndose como un dispositivo que permita el encuentro, el dialogo, el reconocimiento recíproco e intersubjetivo y el ejercicio de derechos y deberes por parte de sus actores, incluyendo los agentes profesionales que las impulsan.

2. LOS ACTORES DE LAS POLÍTICAS SOCIALES CONTEMPORÁNEAS Tradicionalmente las políticas sociales han dirigido su accionar hacia el funcionamiento del “beneficiario” en la sociedad, impulsando que éste adapte a su praxis las normas sociales y morales determinante de las mismas. En estas políticas el sujeto lleva la marca de “beneficiario” , “usuario” y en algunos casos “víctima” por lo cual son irremediablemente asumidos como receptores pasivos de las mismas, por ello más que entendidas como alternativa viable para el ejercicio de sus derechos y porque no, de sus deberes, resultan ser un medio para lograr la recepción de unos bienes y servicios que el estado o las organizaciones no gubernamentales “otorgan” mediante el lleno de unos requisitos, pero que claramente los mismos no contribuyen ampliamente a la superación de la pobreza sino que actúan como paliativos, que paulatinamente van creando una especie de cultura de la dádiva y el agradecimiento, que niega la posibilidad de que éstos puedan decir NO o de cuestionar tales ayudas o apoyos, pues cuando esto se presenta son asumidos entonces como “desagradecidos” y “exigentes”, con el riesgo de pasar incluso al grupo de los

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“excluidos”, esta vez de tales “beneficios”, lo que denota una visión desigual y excluyente del «usuario». Y es que hoy en “una sociedad fragmentada, donde los derechos no se universalizan y las leyes y normas sociales no se aplican de la misma forma para todos” (Quiroga, 1996:30), las políticas sociales tienen como desafío dar respuestas orientadas hacia la “autonomía, la subjetividad, emancipación, libertad, equidad, fraternidad” (Salvat, 2002: 174), a fin de que cada sujeto se reconozca y reconozca al “otro”, a todo “otro” distinto como un ciudadano sujeto de derechos y deberes, como forma de invisibilizar la diferencia (Hopenhayn, 2002), a fin de evitar el rasgo cotidiano de exclusión, invisibilización y desigualdad que ya ha sido recurrente. Por ello a pesar de que se ha señalado que las políticas sociales son instrumentales en tanto han sido utilizadas por los gobiernos para regular y complementar las instituciones del mercado y las estructuras sociales, hoy por hoy se escuchan voces que señalan que éstas deben situar a los ciudadanos en el núcleo de las mismas, ya no mediante el suministro de asistencia social residual, sino incorporando sus necesidades y voz en todos los sectores (Carey, 2002). En ese sentido se entiende el planteamiento del BID (2001) acerca de que la autonomía es el fin del desarrollo, hacia el cual deben ir enfocados cada objetivo y estrategia específica de cambio social, para garantizar el carácter realmente ético de las políticas, programas y proyectos de desarrollo (citado en: Matus, 2005). Precisamente uno de los parámetros de las políticas sociales hoy tiene que ver con el grado de autonomía que otorgan a los sujetos participantes, referido a si estos tienen o no control sobre los recursos, logran independencia financiera y son capaces de tomar decisiones sobre su propia vidax, pero la direccionalidad de tales políticas va a depender de las conceptualizaciones sobre autonomía que se asumen. El potenciamiento de la autonomía de los ahora llamados “sujetos ciudadanos de derechos y deberes”, resulta negado o postergado en tales políticas, pues la consideración de reciprocidad y simetría como interlocutores válidos que las interpelan frente a los agentes sociales que las gestionan, no es uno de sus objetivos, por ende tampoco lo es su reconocimiento y respeto como sujetos reflexivos, argumentativos, propositivos e históricos, lo que muestra en la práctica un vacío de los discursos y contenidos de tales políticas que inhibe procesos orientados a promover la equidad y justicia social que dicen orientar. Ante esto se propone aquí una forma de entender la autonomía con un carácter solidario y comprensivo, como la que explica Habermas en la ética del discurso, pero orientada también hacia el reconocimiento recíproco e intersubjetivo entre los actores participantes como señala Honneth, donde éstos consideren su autodeterminación a partir del dialogo comprensivo, recíproco y respetuoso con los “otros”, quienes tienen derecho a igual libertad, y poseen idéntica competencia comunicativa, en tanto son seres racionales capaces de lenguaje y acción.

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Se trata, de una autonomía, que descansa en un principio ético de una razón descentrada del sujeto y centrada en la intersubjetividad lingüística y el reconocimiento recíproco entre sujetos, basada en principios universalistas y aplicados con responsabilidad por afectividad, sensibilidad y conciencia frente a las situaciones de “sufrimiento” humano y de injusticia compartidas con los “otros” participantes, en este caso, en las políticas sociales y que Honneth denomina “agravio moral” (2009). Para ello será válido partir de una comprensión más compleja de la realidad desde el reconocimiento y respeto de los sujetos participantes en éstas, de su reflexividad, del levantamiento de sus “voces” sonantes o disonantes y el potenciamiento de su capacidad para llegar a acuerdos sobre el sentido, co-responsabilidad y cogestión en el accionar de las mismas, a fin de contribuir desde aquí a ir superando su vulnerabilidad y visión como receptores pasivos de beneficios sociales. De esta manera una de las pretensiones de las políticas sociales así entendidas es “hacer llegar a la palabra a quienes se les ha excluido, a los ‘otros(as)’ que se les ha condenado al silencio, a quienes se les usurpa la palabra, a quienes no se les abren los espacios de la comunicación” (Valencia, 2004: 63). Estos nuevos requerimientos para las políticas sociales, demandan un respaldo de las competencias comunicativas de cada uno de los participantes, para argumentar discursivamente sus intereses y los de sus pares, incluso los que por motivos diversos no puedan estar presentes, a fin de acordar de manera consensuada y racional, un marco normativoxi con carácter universalista que dirijan y regulen la actuación responsable de cada uno en el marco de las mismas. Y es que el “silenciamiento” de los actores participantes en las políticas sociales por parte de los profesionales e instituciones que las agencian, al no permitirles opinar en su formulación ni en su desarrollo, indica que son doblemente “vulnerados”, esta vez con un tinte de seudo-inclusión perverso, que margina y excluye sus “voces” como interlocutores válidos y legítimos para definir o redefinir tales políticas, en tanto son su principal núcleo ó centro, lo que al mismo tiempo las deslegitima y las convierte en un contrasentido, pues niega la participación y exalta la “recepción” de sus actores. Tal silenciamiento es equiparable a lo Honneth llama “invisibilización” que neutraliza y olvida el reconocimiento previo y significado de las personas, “cosificándolas” (2009: 41). Por ello a pesar de que se señalado que las políticas sociales son instrumentales en tanto han sido utilizadas por los gobiernos para regular y complementar las instituciones del mercado y las estructuras sociales, hoy por hoy se escuchan voces que señalan que éstas deben situar a los ciudadanos en el núcleo de las mismas, ya no mediante el suministro de asistencia social residual, sino incorporando sus necesidades y voz en todos los sectores (Carey, 2002). Una política social que se precie de ser contemporánea ha de tener por sentido partir de diagnósticos comprehensivos de las pérdidas en que incurre la razón, sus riesgos conducentes hacia formas instrumentales y en último término, del abandono y el olvido de la subjetividad y más aún de la intersubjetividad, de la integración social, del reconocimiento recíproco asociado a un derecho y forma de valoración social (Honneth, Op. cit: 27), de la ética, y del diálogo a partir de parámetros normativos de integración

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social (Ibíd.: 30), a fin de comprender las determinantes de las condiciones de vida de sus actores y generar estrategias endógenas de inclusión y reconocimiento social más efectivas, que apunten a la superación de la pobreza, a evitar la violación de derechos humanos, la resolución violenta de conflictos y la desesperanza, así como la desintegración social y el individualismo, y a potenciar la libertad de expresión, los consensos que reconozcan y se deriven de intereses colectivos e igualdad de oportunidades para todos los sectores participantes de éstas. Para Honneth se trata de diagnósticos de las patologías de la sociedad moderna (Ibíd.: 31-32) Destacando en éstos, aquellas categorías y ‘metáforas’, diferentes a las surgidas previamente dentro de las políticas sociales; que van dando cuenta de un acervo cultural, de un marco referencial también ‘lógico’, que casi nunca es captado, por lo tanto, no aparecen descritas, ni interpretadas y mucho menos interpeladas en los programas sociales ni en los informes evaluativos. Ello genera un carácter ‘marginalizante’ en tales políticas, pues lo que se dice o interpreta de forma “diferente” acerca de la realidad que no es recurrente en la lógica de tales políticas, se utiliza de manera accesoria a lo que se concibe como ideal de desarrollo en éstas, invisibilizando y nuevamente vulnerando el “derecho a ser y a ser valorado socialmente” de sus actores. Por lo cual es necesario que todos los participantes en las políticas sociales, sean asumidos y se asuman como actores que se autorreconocen y reconocen a los demás como sujetos activos, autónomos, reflexivos, argumentadores, solidarios, capaces de establecer y crear las condiciones ideales para dialogar, reconociendo la responsabilidad de todos y cada uno en éstas y en el acontecer histórico de la sociedad y en consecuencia, actuando según esto. Políticas sociales así orientadas pueden contrarrestar lo que Bajoit señala como el nuevo modelo de sociedad identitario cuyo centro está en el individuo y su libre determinación generando un individualismo puro “que para nada entiende de solidaridad, salvo si con ella obtiene la satisfacción de sus intereses particulares” (2004: 3), donde según Borja y Castells “se rompen los lazos de solidaridad, deteriorando el tejido social y la convivencia social” (Arteaga, 2004: 144). Porque cuando la razón en una sociedad es solamente la autonomía del individuo como un rechazo al control social, surge entonces lo que se ha llamado las “patologías sociales” (Habermas, 2000: 195 y Honneth, op. cit.: 29-30), “el agravio moral” (Honneth, op. cit.) y que otros denominan, “trastornos relacionales” (Bajoit, 2004), producto del individualismo, de la negación de la libertad, del vacío interior, de la soledad, del aislamiento, del sentirse inútil y carente de destino, de la desconfianza, del evitar al otro y su sufrimiento, del conflicto por el desconocimiento de las injusticias que los afectan y que perturban la normalidad, del desprecio, de la humillación, de los malos tratos y violaciones, de la exclusión social, del despojamiento de derechos, de la desintegración social, en palabras de Honneth del “sufrimiento por indeterminación” (Op. cit.: 31); porque “el olor al otro se vuelve insoportable: ya no se puede sentir” (Gauchet, 1985, citado en: Bajoit, 2004: 203), produciéndose un efecto ‘boomerang’, que afecta tanto a los sujetos como a todo el conjunto social, devolviendo al individuo su necesidad de que los demás lo reconozcan pero también del reconocimiento de esos otros, como sujetos dignos, a fin de

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conciliar tanto la identidad individual como colectiva, con su autorrealización personal y la realización de la sociedad. Y es que hoy las políticas sociales han de tener como responsabilidad no sólo contribuir a la individualización y lo que Honneth llama libertad comunicativa (Op. cit.: 32) de cada persona, sino también impulsar la solidaridad intersubjetiva, lo que implica considerar primeramente la generación de procesos de reflexivos individuales y colectivos frente al ideal de sociedad, así como libertad para expresar sus argumentaciones, a fin de intentar comprender sus discursos e intereses para acordar con ellos, de acuerdo a los mejores argumentos, los que expresen los intereses más universalizables frente a las problemáticas que les afectan, el sentido y las acciones responsables necesarias en el marco de las políticas sociales. Lo anterior conlleva entre otras cosas, a reafirmar o reajustar las identidades asumidas por los actores, las normas institucionales, las lógicas de actuación y las metas en las políticas sociales a partir de la libertad comunicativa, del dialogo simétrico y de los vínculos sociales de sus participantes, como principios y procedimientos para deliberar y acordar cooperativamente las normas y actuación de todos frente a los diferentes problemas que afrontan, donde la autonomía comunicativa, solidaria y comprensiva, así como el entendimiento lingüístico y el reconocimiento recíproco e intersubjetivo entre sus actores sean el camino hacia la cohesión social, el bienestar común y la justicia social.

3. VULNERABILIDAD EN CLAVE DE AUTONOMÍA, RECONOCIMIENTO Y DIALOGO, BASES PARA UN MODELO DE POLÍTICA SOCIAL.

Hoy más que nunca es necesario que las políticas sociales fomenten inclusión y reconstrucción de los lazos sociales, a través del reconocimiento intersubjetivo de la libertad de competencia discursiva y argumentativa de los diferentes actores participantes en éstas, hacia la búsqueda de consensos racionales, donde cada uno de los afectados por los efectos sociales de esta era, participen así sea de manera virtual, en la definición y asunción del deber ser que guíe responsablemente sus actuaciones frente a las mismas, el cual a su vez, puede ser resignificado permanentemente en función al cambio de tales situaciones conflictivas y a los nuevos sujetos emergentes. Ahora bien la autonomía, la solidaridad, la identidad y el reconocimiento de las personas se forma en la socialización, en la relación del individuo con el otro, tales relaciones son simétricas en tanto están dadas de manera discursiva, lo que no las hace unas relaciones igualitarias, en términos de otras competencias, que como las profesionales, aparecen en el ámbito de las políticas sociales. Por eso, el camino de la igualdad entre los sujetos participantes de éstas es en este caso posible solo cuando son tomados en cuenta todos, como seres capaces de lenguaje y de acción, legitimados para interpelar tales políticas en razón a sus intereses más universalizables, cobrando vigencia el planteamiento de Cortina y Martínez quienes señalan que “en un mundo de desiguales, en el que la desigualdad lleva a la dominación de unos por otros, sólo las políticas que favorezcan la igualación de oportunidades pueden tener legitimidad” (1998: 178). Profundizando en el fundamento autonómico de este accionar en las políticas sociales, la ética del discurso propuesta por Jürgen Habermas plantea que “... la autonomía conlleva

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una idea de solidaridad comprensiva, ya que es ella y sus movimientos de conmoción, las que informan acerca del mejor modo de comportarse para contrarrestar mediante la consideración y el respeto la extrema vulnerabilidad de las personas. Esta vulnerabilidad es aquella que está inscrita en las formas de vida socio-culturales, ya que la individuación se produce a través de la introducción “en un mundo de la vida intersubjetivamente compartido” (1991: 107). Por otro lado, Honneth en su teoría del reconocimiento recíproco va a plantear la autonomía como “descentrada”, que parte de la intersubjetividad, articulada lingüísticamente, coherente en su narrativa con la vida y “con sensibilidad moral contextual”, según lo cual los sujetos aplican responsablemente las normas de acción en las que han participado en su contexto particular y en el marco de las políticas sociales en este caso (Honneth, Op. cit.: 286). Por lo cual, tal autonomía de los sujetos, moralmente hablando es para este autor “la comprensión afectiva del hecho de que otros sujetos, por su parte, puedan verse confrontados con opciones imprevisibles de su sí mismo, y que por eso tengan que resolver problemas de decisión difíciles” (Ibíd.: 290), lo que implica necesariamente que tiene como pretensión ser reconocida socialmente (Ibíd.: 24). Además, según Honneth una persona autónoma está en “condiciones de descubrir impulsos de acción siempre nuevos e inexplorados y de convertirlos en material de decisiones reflexionadas” (Ibíd.: 287). La autonomía del sujeto es entendida entonces como competencia comunicativa para Habermas y como libertad comunicativa para Honneth, pero complementariamente asociada a una reflexividad personal y colectiva, a una solidaridad comprensiva, al reconocimiento intersubjetivo de la misma por todos los participantes de la sociedad, sensible al contexto cotidiano y a las situaciones de vulnerabilidad que el mismo provoca en sus actores, dirigida al establecimiento de parámetros normativos válidos universalmente y legitimados desde el consenso lingüístico, con acciones corresponsables, afectivamente derivadas y sostenidamente éticas. Ahora bien, según la ética discusiva, la acción comunicativa de los actores, es entendida como racional, en tanto se refiere a la interacción de al menos dos sujetos capaces de lenguaje y de acción, que (ya sea a través de medios verbales o con medios extraverbales) entablan una relación interpersonal dirigida hacia un entendimiento, logrado sobre un acuerdo en las pretensiones de validez que son reconocidas y aceptadas, en razón a que expresan las definiciones comunes de las situaciones y los intereses más universales para guiar sus formas de conducta en este caso, frente a las políticas sociales. Por lo que la acción comunicativa, es para Habermas, “aquellas expresiones (lingüísticas y no-lingüísticas) con las que sujetos capaces de habla y acción asumen relaciones con intención de entenderse acerca de algo y coordinar así sus actividades. Estas actividades coordinadas comunicativamente pueden constar por su lado de acciones comunicativas o no-comunicativas” (1988: 541). “El concepto aquí central, es el de interpretación, que se refiere a la negociación de definiciones de la situación susceptible de consenso. En este modelo de acción como veremos, el lenguaje ocupa, un puesto prominente” (Habermas, I, 1987: 124). Aparece entonces, una concepción de autonomía que ya no solo del tipo solidaria, comprensiva y corresponsable, como señala la ética del discurso, sino que además

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se asume, al igual que la ciudadanía, como una competencia comunicativa, en el marco de una pragmática universal. Estas competencias comunicativas implican que “por un lado, los participantes en la comunicación tienen que tener la competencia necesaria para adoptar una actitud objetivadora cuando sea necesario frente a situaciones existentes de hecho, una normativa frente a relaciones interpersonales legítimamente reguladas y una expresiva frente a las propias vivencias (y, además, tienen que variar estas posiciones ante los tres mundos). Por otro lado, a fin de ponerse mutuamente de acuerdo sobre algo en el mundo objetivo, social o subjetivo, tienen que poder adoptar las actitudes que van unidas a las funciones comunicativas de la primera, la segunda y la tercera persona” (Habermas, 1985. 162). Esta forma de entender la autonomía como competencia comunicativaxii, no desconoce que en el contexto de las políticas sociales, como en otros ámbitos existen relaciones marcadas por el ejercicio de autoridad y poder por parte de los agentes profesionales en este caso, sin embargo la simetría estriba en que a ninguno de los participantes se les puede negar su legítimo derecho a expresarse, a tener “voz”, a decidir sobre las formas de vida que desea y a reconocer que los demás también tengan este derecho. Es así como la autonomía que, según la teoría habermasiana, se inscribe en el marco de una acción comunicativa en relaciones simétricas, no encuentra en el ámbito de las políticas sociales, marcado tradicionalmente por una relación profesional-usuario asimétrica en cuanto al ejercicio de poder de los primeros sobre los segundos, óbice para su realización. Por el contrario, tal desnivel en las competencias profesionales de las personas que la integran, debe actuar como un factor que permite en lo diverso y en lo comunicativo, desencadenar discursos más coherentes, respetuosos y serios sobre acciones que dejan de tener sentido para sus actores, expresando y escogiendo no sólo pretensiones de validez particulares sino también colectivas, basados en el mejor argumento, es decir, el que exprese mejor los intereses más universales de un colectivo. En ese sentido la teoría Honnethiana complementa lo anterior a partir de lo que señala como “lucha por el reconocimiento” cuyo significado en dichas políticas en este caso, será trabajar desde una motivación moral dada por los conflictos sociales existentes, derivados incluso por esta situación, para estimular la generación de normas aceptadas, reconocidas y practicadas por todos de manera corresponsable hacia el desarrollo social, desde una clara concepción ética construida intersubjetivamente por sus actores y por lo tanto, legitimada en este contexto, a fin de preservar su integridad personal y social. Y es que la nueva estructura social, demanda políticas sociales más integrales, que apunten a una mayor comprensión de las complejidades que emergen del proceso modernidad/modernización. Por lo anterior resulta clave, la apertura hacia aquellos discursos desgarradores y silenciados que muestran el desencanto y el incremento de la vulnerabilidad que producen las expectativas no resueltas, en términos de un desarrollo social y humano, porque los sujetos a quienes se dirigen más que excluidos se encuentran insertos en el centro mismo de la modernización, pues son quienes reciben sus impactos más fuertemente, constituyéndose en los rostros duros de la misma, pues aunque están excluidos de muchos beneficios, participan incluso de sus expectativas (Matus, 2002a).

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Se trata entonces de cambiar el sentido de las políticas sociales hacia la formación de ciudadanos más autónomos, solidarios, comprensivos, corresponsables, reflexivos y dialogantes, capaces de llegar a consensos sobre las condiciones de vida deseables y del camino a recorrer para llegar a ellas mediante la apertura de espacios de encuentro y de deliberación que posibiliten el reconocimiento de los “otros” como legítimos “otros” posibilitados para el dialogo productivo sobre normas consensuadas para actuar conjunta y afectivamente en el mejoramiento de la sociedad. Se ha de suponer entonces que los llamados “beneficiarios” o “usuario” no son más “un mero sujeto paciente que solo ha de limitarse a confirmar las decisiones que el profesional adopta sobre su caso, sino que es un agente con el derecho a ser informado y a que sus puntos de vista sean tenidos en cuenta a la hora de adoptar las medidas que le afectan particularmente” (Bermejo, 2002: 102), dirigiendo las políticas sociales hacia el bienestar y la justicia social a partir del reconocimiento intersubjetivo y recíproco de la autonomía solidaria y comprensiva de todos sus participantes, como una vía de acceso a ésta finalidad. Y es que aunque en el algunas políticas como la de desplazados y la de educación en el caso colombiano, se exprese que la forma como se entiende al sujeto participante de las mismas no es como un receptor de servicios sino como “ciudadano participativo e integrador de su propio proceso”xiii o “como sujetos activos y el centro de la acción educativa”xiv o incluso como un sujeto con derechos especiales en razón a su diversidad étnica y culturalxv, es claro que no basta con señalar esto sino que en verdad se requiere desarrollar estrategias que permitan a los ciudadanos alcanzar estos logros, “pues las medidas sociales están relacionadas con el lugar que los individuos ocupan en la sociedad y con el nivel de vida que deriva del mismo” (Rozas y Fernández, 1988: 36), por lo tanto debe tenerse como constante asegurar además del reconocimiento de su autonomía, su inclusión en la sociedad mediante la igualdad de oportunidades discursivas para coparticipar en análisis más complejos de la realidad, así como para construir el horizonte de sentido de las mismas y las normas consensuadas para actuaciones corresponsables. Es clara entonces la necesidad de trabajar en una des-categorización del sujeto como víctima en razón a su vulnerabilidad, por cuanto esto hace que no se exija a los mismos mayor responsabilidad y mucho menos se les permita la expresión de autonomía (Viewiorca, 1997: 37-46). La victimización de los sujetos actúa con efectos contradictorios ya que si bien no se cobra del sujeto mayor responsabilidad tampoco se le permite expresar su autonomía (Matus, 2003: 60), adoptando “las características dadas por quien lo mira y lo busca nombrar. Y si bien a un otro subordinado, jerarquizado, se le puede conceder alguna virtud estética o moral, muy difícilmente se le otorgará un estatuto de legítimo pensamiento” (Matus, 2002b: 175), posibilitando que en las políticas sociales surjan prácticas como el paternalismo o por el contrario, el despotismo, lo que sin duda alguna debe estar por fuera del alcance ético y hegemónico de las mismas a fin de evitar el vacío de sus discursos y contenidos de equidad y justicia social. De esta forma se propone una flexibilidad y reflexividad en las políticas sociales desde una aceptación de lógicas diversas a éstas, pero igualmente válidas hacia su efectividad aunque sea un propósito en el mediano plazo, pues indudablemente las condiciones de vida

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vulnerables y de riesgo de las personas a quienes generalmente se dirigen éstas, urgen de soluciones inmediatas relativas a la recepción de bienes y servicios para la subsistencia, lo cual debe seguir siendo atendido por las mismas, sin embargo esto no puede ser su centro. Lo anterior, exige que todos los actores participantes en las políticas sociales asuman bajo “sospecha” los discursos, prácticas y categorías de las mismas, a partir de la creación de condiciones y escenarios dialógicos, interactivos, significativos y horizontales para interpelarlas argumentativamente desde visiones particularistas según contextos, cotidianidades y representaciones sociales, procediendo a reeditarlas consensuadamente desde el encuentro o desencuentro con ellas, con sus requerimientos y métodos, lo que implica iniciar el camino hacia el reconocimiento y construcción de subjetividades e intersubjetividades, a propósito de una resignificación de las mismas y un reconocimiento que potencie la legitimidad de los discursos de todos los actores, asumidos como ciudadanos con derechos y deberes, corresponsables, dueños de su propia historia pero también capaces de proponer y construir formas solidarias e inclusivas como dispositivos para avanzar con, hacia, por y para la cohesión, el bienestar y la justicia en la sociedad. Tales sospechas según Honneth, tienen que ver también con dudar de los “objetivos” públicos de los movimientos sociales que de cierta forma los “positivizan” refiriéndose a los de las mujeres, a los de las minorías étnicas, sexuales, etc., para llegar a identificar y afirmar “otras” formas de sufrimiento social no tematizadas ni articuladas socialmente (Op. cit.: 34), pretendiendo con ello una mayor justicia a partir del reconocimiento social como un movimiento de inclusión de problemas ó formas de sufrimiento social asociadas a la individualidad en la sociedad actual que no se habían detectado antes (Ibíd.: 40 y 46). En ese sentido tres conceptos son claves aquí: sujeto, subjetividad e intersubjetividad. Resulta válido entonces el planteamiento de Bourdieu referido a que «los sujetos son en realidad agentes actuantes y conscientes, dotados de un sentido práctico, de estructuras cognitivas duraderas (que esencialmente son fruto de la incorporación de estructuras objetivas) y de esquemas de acción que orientan la percepción de la situación y la respuesta adaptada» (citado en: Cambursano, 2010: 4), lo cual se complementa con la conceptualización de Autés referida a que el sujeto es portador de subjetividad y palabra (1999). Para este autor, el sujeto –en este caso de las políticas sociales- lleva una marca de problema inacabado, con acontecimientos inatendidos que sufre y es perturbado, lo que Viewiorca, llama un sujeto ‘victimatizado’. Por su parte según Honneth el sujeto se encuentra en la socialización en un conflicto intersubjetivo moral motivado por el no-reconocimiento ó desprecio de sus pretensiones todavía no confirmadas de autonomía (Op. cit.: 24), pero además capaz de reconocerse y reconocer a los otros desde el punto de vista moral universal como “sujetos de derechos” y en la búsqueda de reconocimiento como valoración social de su desempeño en la sociedad, basado en el amor, el derecho y la solidaridad (Ibíd.: 25). Entendiendo por reconocimiento social “un comportamiento reactivo con el cual respondemos a las propiedades de valor de otras personas de forma racional” (Ibíd.: 38). Sin embargo, para Habermas la categoría básica del paradigma comunicativo no es la de sujeto, si no la de ‘subjetividad/intersubjetividad’, la cual “aflora en el reconocimiento

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reciproco de la autonomía de hablante y oyente” (Cortina, 1993: 234) y “se expresa en los procesos de entendimiento y acuerdo” (Ibíd.: 118), en contextos institucionalizados y en toda comunidad de hablantes y oyentes. La «subjetividad» para la ética discusiva es “el resultado de relaciones epistémicas y prácticas con uno mismo que emergen de, o están integradas en, relaciones de uno mismo con otros” (Habermas, 2004: 26); en ese sentido se habla entonces de una autorreflexión que se nutre en la reflexión con otros miembros que se reconocen en el escenario de las políticas sociales, sobre situaciones que les afecten y alternativas para superarlas. La categoría “subjetividad/intersubjetividad” se plantea entonces como anterior al sujeto, porque si bien al sujeto se le reconoce capaz de lenguaje y acción, es la razón moral que lo guía al entendimiento comunicativo, la que pone de presente que el sujeto incluya a los “otros” en su reflexividad y argumentación, proporcionando existencia e identidad en el mundo que se comparte intersubjetivamentexvi. Por lo que subjetividad e intersubjetividad para Habermas, aunque diferentes en tanto la valoración que se hace del sujeto, confluyen en un elemento en común como es el uso del lenguaje para la acción. El fin varía pues mientras para este autor el mismo tiene sentido siempre y cuando se relacione con la búsqueda de un entendimiento comunicativo con el otro, para Autés estaría más asociado con la finalidad de la acción y la identidad de las personas en la sociedad. Así, para la ética discursiva la visión del sujeto es la de uno más ‘empoderado’, por cuanto se presupone como un participante en procesos comunicativos, donde su accionar va desde el establecimiento con otros de las condiciones ideales para ese dialogo hasta llegar a acuerdos normativos y regulativos de su práctica social, pasando por un ejercicio reflexivo-argumentativo con los demás participantes, acerca de las normas que los afectan y sus intereses frente a lo que consideran como justo y bueno para todos con los que comparte en su comunidad. El sujeto participante de tales políticas es entonces un sujeto que cuenta y tiene “existencia”, capacidad de enunciación y legitimidad en el discurso pero que además es solidario con los otros, en tanto es empático con ellos, se preocupa por su bienestar y los reconoce como cogestores y por lo tanto corresponsables de éstas. Se entiende el planteamiento del autor, acerca de los sujetos, a quienes llama personas que participan en la acción comunicativa, de forma libre e igual en cuanto a las posibilidades de indicar fundamentos racionales en la comunicación intersubjetiva, de avenirse a tales razones o a la refutación de las propias, en tanto son seres capaces de comunicación lingüística, es decir, son hablantes que interactúan con otros hablantes, y en todas sus acciones y expresiones son interlocutores válidos, donde la justificación ilimitada del pensamiento no da lugar a renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión, “y a quien nadie puede privar racionalmente de su derecho a defender sus pretensiones racionales mediante el diálogo” (Cortina, 1999: 536). Ello implicará reconocer al menos según Habermas el derecho a igual libertad de acción, a la libre asociación, a la protección de los derechos individuales, a igual participación en los procesos de información de opiniones y voluntades, a garantizar las condiciones de vida sociales, técnicas y económicas necesarias para el ejercicio de los derechos antes enunciados.

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Se trata de un sujeto con competencia comunicativa, que lo hace libre y con iguales derechos a los “otros” con quienes participa -en este caso en las políticas sociales-, quien aunque afectado por determinadas situaciones de la sociedad, es capaz de identificarlas y se preocupa por propiciar con los demás que se ven igualmente afectados, un dialogo racional para proponer y acordar formas de cambiarlas para bien de todos, incluido él mismo. Lo anterior, muestra una posición diferenciada frente al sujeto, asumido en muchas políticas sociales como ‘carente’, ‘necesitado’, ´victimizado´ y ‘beneficiario’. Para Honneth se trata de un sujeto con pretensiones de autonomía y de reconocimiento social previo, que se reconoce y reconoce a los demás como sujetos de derechos, lo cual se complementa con la postura habermasiana que señala al sujeto como legítimo participante lingüístico, que es capaz de racionalizar, argumentar y llegar a consensos sobre normas prácticas. Es decir, es un sujeto co-responsable en el acuerdo y cumplimiento de las normas acordadas con quienes comparte un escenario, en este caso el de las políticas sociales. Según Honneth tal reconocimiento recíproco de los sujetos es el “medio adecuado para descifrar categorialmente experiencias de injusticia social en su todo” (Op. cit.: 35), por lo que tal reconocimiento de subjetividades resulta ser un mecanismo para llegar descubrir nuevas categorías de sujetos emergentes de injusticias sociales que sufren, cuidando de no llegar a asumirlos con etiquetas «ex-clusivas». Esto, debe hacer parte del horizonte de sentido de las políticas sociales contemporáneas. Por lo tanto, la subjetividad no es igual a individualidad, sino que su significado se inscribe en el autoreconocimiento de la capacidad de reflexión y acción comunicativa pero en relación con el “otro”, que según Habermas, ya no viene definido como un extraño por razón de su no-pertenencia, sino que es para el yo ambas cosas a la vez: absolutamente igual y absolutamente diverso. Prójimo y extraño en una misma persona (1981). Habermas agrega entonces el componente de la solidaridad a la autonomía del sujeto y la asume como una “actitud personal dirigida a potenciar la trama de relaciones que une a los miembros de una sociedad, pero no por afán instrumental, sino por afán de lograr con los restantes miembros de la sociedad un entendimiento” (Cortina, 1993: 213), un consenso racional. La misma es entendida además como “la actitud social dirigida a potenciar a los más débiles, habida cuenta de que es preciso intentar una igualación, si queremos realmente que todos puedan ejercer su libertad” (Ibíd.). En este caso, los participantes de la política social defenderían a través del diálogo argumentativo sus convicciones, respetando las de todos los interlocutores posibles, como una actitud básica que implica el reconocimiento solidario de su autonomía, a propósito de sus expresiones frente a las afectaciones que le producen determinadas condiciones de vida. Por otro lado, la referencia a la solidaridad honnethiana está referida a “una comunidad de valores compartidos, que corresponde a la valoración social, tiene por objeto las capacidades y características del individuo en tanto miembro que contribuye al todo social y lleva a la autoestima” (Honneth, Op. cit.: 25), por lo cual es “el reconocimiento recíproco

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de la contribución de cada uno al bienestar común, a partir del cual cada miembro de la sociedad sabe estar vinculado con los demás” (Ibíd.: 43). De acuerdo con este planteamiento la solidaridad se erige entonces como otro mecanismo que va a garantizar la reciprocidad, la participación e integración social de los actores en el marco de las políticas sociales, por ello es importante trabajar en ésta, en su reconocimiento, potenciamiento y resignificación. Consecuentes con estas concepciones de sujeto y subjetividad, en las políticas sociales hoy ha de reconocerse y ponderarse el derecho a la autonomía, al reconocimiento recíproco, al dialogo, a la solidaridad y a la corresponsabilidad de todos los ciudadanos que hacen parte las mismas, y por lo tanto, trabajar de la mano con ellos en la reconstrucción de su capacidad enunciativa, normativa y regulativa, desde acciones y estrategias que transformen, entre todos los participantes, las situaciones problemáticas y al mismo tiempo, sean reconocidos como interlocutores validos para reconstruir el tejido social, “se trata de buscar una forma discursiva diferente, ahora signada por el sujeto, construida en su vinculación con los otros y no a partir de atribuciones elaboradas previamente” (Carballeda, 2002: 33). Lo anterior se complementa con lo señalado por Lechner acerca del devenir constante de los sujetos, portadores de potencialidades y con capacidad de constituirse recíprocamente a través del establecimiento conflictivo o negociado de los límites entre uno y otro (citado en Cambursano, Op. cit. : 5). Esta es entonces es una invitación a un accionar ético fundado en los desarrollos de la teoría crítica, en sus acepciones éticas fundadas en el discurso y el reconocimiento recíproco intersubjetivo, que asume como inaceptable políticas sociales acríticas y ahistóricas con la sociedad, llegando a proponer a partir de lo público una contextualización en el marco de la sociedad global y contestación a la misma -a su individualismo paralizante de acciones colectivas, afirmativas, reflexivas, dialógicas y solidarias-, construyendo escenarios de encuentro, reconocimiento e inclusión de las distintas “voces” vinculantes de visiones más “cotidianas” para políticas sociales “con el mundo sobre el mundo”xvii desde la promoción de ciudadanías múltiples, de proyectos de desarrollo humano incluyentes y más coherentes con las nuevas cartografías sociales y de redes sociales, a fin de evitar el “etiquetado”, la diferenciación y el “silenciamiento” de sus actores suscitado por la imposición de modelos hegemónicos de bienestar social que éstas implementan. Las políticas sociales entendidas desde esta lógica implican tambien cambios en la denominación de sus programas sociales hacia otros con mayor reconocimiento de las personas; lo cual implica incorporar la dimensión simbólica, autogestionaria y espontánea de éstas y desaprender nominaciones de tendencias de actuación exclusivas de género por ejemplo, por otras más flexibles e inclusivas de todos, en tanto participantes igualmente afectados por las mismas situaciones sociales y con derechos comunes. Los anteriores son argumentos para una propuesta ético-ciudadana desde las políticas sociales y su validez estriba en un interés genuino por los efectos que la acción individual o colectiva produzca sobre los legítimos “otros”, entendiéndolos como seres con los cuales coexiste, funda y comparte diferentes escenarios en el mundo social, uno de los cuales es el de las políticas sociales. Se pretende con ello establecer posibilidades de simetría y entendimiento en el dialogo, así como un reconocimiento recíproco entre sus actores, que

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según Habermas es lo que se constituye en dignidad de la persona, lo cual va permitir construir, deconstruir y reconstruir proyectos de vida colectivos más incluyentes, democráticos y equitativos. Esta tarea como es lógico, necesita del compromiso de los sectores que las promocionan, tratándose del Estado o las Organizaciones sociales no gubernamentales, por cuanto como señala Honneth es necesario “pasar del nivel de reconocimiento intersubjetivo al nivel de reconocimiento garantizado institucionalmente” (Op. cit.: 39), a fin de que a través de estos entes se pueda certificar estructuralmente el cumplimiento de requisitos materiales para la calidad de su evaluación y afirmación social (Ibíd.). Por ello en éstas se propone considerar el reconocimiento de la forma en que se reproduce simbólicamente lo social en los diferentes ámbitos culturales, así como el señalamiento de indicadores según marcos conceptuales comprensivos claramente definidos a fin de trascender su activismo urgido hacia la búsqueda constante de su sentido ético, que direccione prioridades a alcanzar sostenidamente entre todos los actores participantes. Así mismo construir sistemas de registro y análisis que consideren no solo los resultados de tales políticas sino también los significados que producen en sus actores. De acuerdo con estas perspectivas teórico-conceptuales tres serían los principios claves para políticas sociales así entendidas. El primero, el discurso argumentativo; el segundo el establecimiento anticipado entre todos los participantes de los ideales comunicativos y el tercero, la intención de reconstruir la sociedad, a partir de una convocatoria a la participación comunicativa de todos los actores de las políticas sociales. Lo anterior supone partir por una compresión del contexto orientada hacia una complejización de las políticas sociales, que permitan una reconstrucción de la sociedad, utilizando como estrategias la reflexividad, la argumentación de sus actores participantes y la solidaridad hacia un consenso racional sobre el sentido de las mismas. BIBLIOGRAFÍA Altamir, O. (1994). ´Distribución del ingreso e incidencia de la pobreza a lo largo del ajuste´. En: Revista de la CEPAL. 52. Santiago de Chile. Arteaga, C. (2004). ´Las redes asociativas como alternativas de desarrollo para América Latina´. En: Burgos, Nilsa. Gestión Local y Participación Ciudadana. Política Social y Trabajo Social. Serie Atlantea. 2. San Juan (P.R.): Espacio Editorial: 135 – 146. Autés, M. (1999). Las paradoxas du travail social. Paris : Editions Dunned. Bajoit, G. (2003). Todo cambia. Análisis sociológico del cambio social y cultural en las sociedades contemporáneas. Santiago de Chile: LOM ediciones. ___________. (2004). A propósito de la eficacia de las políticas sociales del estado. Paper. Septiembre. Santiago de Chile. Bases del Plan Nacional de Desarrollo : ´Prosperidad para todos´. 2010- 2014. Disponible en: http://www.ascun.org.co/?idcategoria=2819# Consultado: 06 de septiembre de 2011.

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ii Trabajadora social. Especialista en Administración de programas de desarrollo social. Especialista en Teorías, métodos y técnicas de investigación social. Magíster en Trabajo Social. Profesora Titular de la Universidad de Cartagena. Investigadora Principal del estudio y miembro del grupo de investigación de la Universidad de Cartagena: Cultura, ciudadanía y poder en contextos locales (Reconocido y clasificado en Categoría C por Colciencias). iii Instituto del Tercer Mundo - Guía del Mundo. La región más desigual del mundo. (18/08/2003). Disponible en: http://guiactual.guiadelmundo.org.uy/noticias/noticia_80.htm consultado el 27 de octubre de 2011. iv The Inter-American Dialogue. Síntesis 1. Nov. 2009. Pp.1-4 Disponible en: http://www.eclac.org/publicaciones/xml/6/10026/Globa-c3.pdf consultado el 27 de octubre de 2011. v Según Kliksberg en América latina “lo que se ha producido desde los años 80 es un incremento de las desigualdades sociales” (1999: 41). vi Turtos, L. – Monier, J. Trabajo Social y Políticas Sociales: una nueva visión para una nueva realidad. Disponible en:http://www.monografias.com/trabajos24/trabajosocial/trabajosocial.shtml.consultado:21de septiembre de 2011 vii The Inter-American Dialogue. Síntesis 1. Nov. 2009. Pp.1-4 Disponible en: http://www.eclac.org/publicaciones/xml/6/10026/Globa-c3.pdf consultado 27 de octubre de 2011. viii Dell’ordine, J. Política social En: MONOGRAFÍAS. Disponible en:http://www.monografias.com/trabajos7/poso/poso.shtml Consultado: 07 de septiembre de 2011 ix Biblioteca virtual de derecho, economía y ciencias sociales. Disponible en: http://www.definicion.org/politica- social consultado 07 de septiembre de 2011 y CEJA, Concepción. (2004) La política social mexicana de cara a la pobreza. Geo Crítica Scripta Nova, Revista electrónica de geografía y ciencias sociales, Universidad de Barcelona, Vol. VIII, Disponible en: http://www.eumed.net/libros/2007b/297/define-politica-social.htm.consultado: 07 de septiembre de 2011 x Turtos, L. – Monier, J. Trabajo Social y Políticas Sociales: una nueva visión para una nueva realidad. Disponible en:http://www.monografias.com/trabajos24/trabajosocial/trabajosocial.shtml.consultado:21de septiembre de 2011 xi Honneth propone un “monismo normativo” (Honneth, 2009: 33). xii Habermas señala que “…la estructura de esas <<competencias>> pueden leerse de dos maneras: como competencias individuales que permiten a los implicados integrarse por vía de la socialización en ese mundo, crecer en él, y como << infraestructura>> de los propios sistemas de acción” (1991: 15). xiii PLAN NACIONAL DE DESARROLLO: ESTADO COMUNITARIO DESARROLLO PARA TODOS 2006 – 2010. Pp. 9 Disponible en:http://www.dnp.gov.co/PortalWeb/Portals/0/archivos/documentos/GCRP/PND/Uribe_Proyecto_ley_PND.pdff Consultado: 02 de septiembre de 2011. xiv BASES DEL PLAN NACIONAL DE DESARROLLO: “PROSPERIDAD PARA TODOS” 2010- 2014. Pp. 79 Disponible en: http://www.ascun.org.co/?idcategoria=2819# Consultado: 06 de septiembre de 2011.

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xvDell’ordine, José Luís. Política social En: MONOGRAFÍAS. Disponible en:http://www.monografias.com/trabajos7/poso/poso.shtml Consultado: 07 de septiembre de 2011 xvi Porque en la intersubjetividad es donde tiene lugar que “estas comunicaciones no susceptibles de ser atri-buidas a ningún sujeto, realizadas en el interior o en el exterior de las asambleas programadas para la toma de resoluciones, configuran escenarios donde pueden tener lugar una formación más o menos racional de la opinión y de la voluntad común sobre temas relevantes para el conjunto de la sociedad y sobre materias que requieren una regulación” (Habermas, 1999: 242 - 243). xvii Según Habermas, "el mundo del sentido transmitido y por interpretar solo se abre al intérprete en la medida en que se le aclara a él mismo, al mismo tiempo, su propio mundo. El que comprende el sentido establece una comunicación entre ambos mundos; él capta el sentido de lo transmitido solo en cuanto aplica la tradición a sí mismo y a su situación” (1982: 69).