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BLANCO CON SANGRE NEGRA: EL HORROR Y LA MATERIA DE LOS SUEÑOS La segunda de las Siete noches (recopilación de conferencias de Jorge Luis Borges) está dedi- cada a los sueños como “género” y a la pesadi- lla, dice el autor, como “especie”. No es casual que los sueños sean “género”: una de las bellas ideas que se plantea allí es que el soñar es “la actividad estética más antigua” de la humani- dad. Y agrega: “muy curiosa, porque es de orden dramático”. En el sueño somos el teatro, el audito- rio, los actores, el argumento y las palabras que oímos. Y su efecto es mucho más vívido que lo que suele ser la realidad. No obstante, hasta los sueños más terroríficos no son traumáticos: ser perseguido por fantasmas y monstruos puede causar (o dar cuenta de la) locura; soñar con fan- tasmas y monstruos en cambio, puede provocar el más profundo de los terrores, pero también el más efímero: a los pocos minutos se desvanece en la vigilia. El sueño es el modo inconsciente de lidiar con nuestros fantasmas. Es nuestro horror, nuestra piedad atávica, es la primitiva función de la imaginación desentendida de la moral y la responsabilidad, que es la de hacer del horror, la locura, el amor, la opresión y la esperanza, una elaboración estética que nos permita asimilarlas. Ignacio Apolo Realismo y ritualidad en el Premio Casa 2014 LEER EL TEATRO

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BLANCO CON SANGRE NEGRA:EL HORROR Y LA MATERIA DE LOS SUEÑOSLa segunda de las Siete noches (recopilación de conferencias de Jorge Luis Borges) está dedi-cada a los sueños como “género” y a la pesadi-lla, dice el autor, como “especie”. No es casual que los sueños sean “género”: una de las bellas ideas que se plantea allí es que el soñar es “la actividad estética más antigua” de la humani-dad. Y agrega: “muy curiosa, porque es de orden dramático”. En el sueño somos el teatro, el audito-rio, los actores, el argumento y las palabras que oímos. Y su efecto es mucho más vívido que lo que suele ser la realidad. No obstante, hasta los sueños más terroríficos no son traumáticos: ser perseguido por fantasmas y monstruos puede causar (o dar cuenta de la) locura; soñar con fan-tasmas y monstruos en cambio, puede provocar el más profundo de los terrores, pero también el más efímero: a los pocos minutos se desvanece en la vigilia. El sueño es el modo inconsciente de lidiar con nuestros fantasmas. Es nuestro horror, nuestra piedad atávica, es la primitiva función de la imaginación desentendida de la moral y la responsabilidad, que es la de hacer del horror, la locura, el amor, la opresión y la esperanza, una elaboración estética que nos permita asimilarlas.

Ignacio Apolo

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El 29 de marzo de 2009 llega a Tenerife una patera con seis decenas de personas; entre ellas, un negro albino que pide asilo político. La razón: en su país los negros albinos son perseguidos, asesinados, despellejados y descuartizados para vender sus miembros, piel y sangre como amu-letos. Cada negro albino cotiza veinticinco mil euros. El caso está documentado y pertenece a lo que, con estupor y estremecimientos, llamamos “realidad”. Blanco con sangre negra, del mexicano Alejandro Román Bahena, Premio Casa de las Américas 2014 en el género teatro, toma el hecho y lo devuelve, en una notable obra coral, al terri-torio al que sus imágenes pertenecen: el oscuro mar de las pesadillas.

Moszi, frente al agente de la oficina del Centro para Refugiados de Tenerife, narrará la masacre producida en su aldea, su huida y el terrible viaje que lo llevó, contra toda esperanza, a esta última oportunidad de supervivencia. Su posibi-lidad de sobrevida depende de que se lo consi-dere un “refugiado”, alguien cuya vida peligra por persecuciones políticas, étnicas o religiosas si es deportado. Por eso su vida depende, en última instancia, del impacto del relato que está por lle-var a cabo: de su credibilidad y de su horror.

Esta situación básica determina las condicio-nes de teatralidad sobre las cuales se montan los discursos de Blanco con sangre negra: un hom-bre, para salvar su vida, debe narrar su pavorosa experiencia de modo tal que despierte el horror y la piedad en su audiencia. Sostenida por esa pre-misa, la ejecución teatral del relato se desentiende desde el principio de cualquier pretendida “repre-sentación” escénica de lo ominoso, del espanto y la esperanza, para hacerse palabra, coro e imagen evocada. El aquí y ahora de la pieza es la frontera, es Tenerife, el punto de inflexión entre la pesadi-lla y la vigilia: de un lado, la muerte; del otro, la última posibilidad de la vida.

El relato de Moszi es el cruel compendio de uno de los peores horrores que un inconsciente colec-tivo y arquetípico puede concebir, pero puesto en palabra testimonial y, por lo tanto, en condición de posibilidad: ser perseguido por monstruos en forma humana, es decir, por otros hombres, y ser descuartizado.

La palabra asume el centro de la escena; la téc-nica teatral, no obstante, no es la del monólogo. La palabra, en Blanco con sangre negra, es coral, mucho más eficaz para la identificación colectiva. El contenido del discurso tiene la crueldad de un pacto de lectura documental: en el que refiere niños albinos arrojados al costado de los caminos con un hueco en la garganta –por donde alguien ha bebido su sangre en agonía para ganar for-tuna–, uno no piensa novelas de vampiros sino en la espantosa masacre real de los hombres por los hombres.

Una de las grandes virtudes de Blanco con san-gre negra es su capacidad de crecimiento a partir de un punto de ataque muy alto: la primera de sus imágenes es la de una mamá enterrando bajo la cama el cuerpo de su bebé para que no ter-minen de desmembrarlo. Después de eso, ¿cómo no quedar anestesiado a cualquier nuevo impacto del dolor? Alejandro Román Bahena utiliza para ello dos procedimientos combinados: por un lado, la palabra coral –diversos personajes que acom-pañan, retoman o añaden puntos de vista a la enunciación–, y por el otro, la introducción de una trama paralela, de otro tiempo y otro espacio, que se dispara a partir de la contemplación, reflexión y evocación de una obra de arte dentro de la obra de arte: la reproducción del cuadro Guernica de Picasso.

La pesadilla para Moszi es un camino, el camino que conduce desde el escape de su aldea hasta una oficina de frontera detrás de cuyo agente lo espera, amplificando y comentando su relato, como un espejo deformante y revelador, la reproducción de otro producto del horror y las pesadillas. El cuadro alude a otra masacre, pero parece ser la misma, en blanco y negro, como aquella de la que él escapa. La construcción de Blanco con sangre negra duplica, con variaciones, el procedimiento de relatos corales evocados, y yuxtapone, inserta o superpone a la trama afri-cana las ensoñaciones eróticas de Dora y su “Toro de Málaga” en París: la pintura cubista, su propio reflejo tomado por los poetas, el amor y el sufrimiento en otro tiempo.

Desde allí, sometida a otras duplicaciones y autorreferencias, la trama finalmente se introduce

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en la Guerra Civil Española, en el bombardeo atroz, y va dotando de palabra lo que la pintura invoca en su silencio. Multiplicando y revalori-zando los detalles, como un cuadro cubista, la obra puede cargar entonces los miembros de una mutilada que se hace voz y habla de su propio brazo en el fondo del lago de los pescadores, de su pierna colgando a la entrada de una mina para que fluya el oro, como la voz de Dora y su doble, Dora Maar au Chat,1 pueden hablar de chiquillos aterrorizados de la mano de su madre muerta a la vera del camino de Almería, de las bombas fran-quistas despedazando cuerpos de niños, muje-res, hombres y animales. En el paroxismo de la historia, siempre en blanco y negro (inolvidable imagen la del punto blanco, que es el cuerpo del albino, entre la marea de los negros migrantes en la vieja ruta de los esclavos), África y Picasso, las dos puntas de un horrendo siglo que no parece acabar, se eleva en un teatro que es ritual, es coral, y está vivo.

Borges sugiere que es el propio sueño el que busca explicar con imágenes aquello que senti-mos. Sentimos terror y aparece un león: el terror ha buscado una imagen que lo exprese. La téc-nica final de Blanco con sangre negra es la de una acción futura, casi performativa, como un com-promiso: en un aquí y ahora ya resuelto el agente dirá lo que Moszi hará luego. Pero la acción que desata excede, como el terror excede al león, la representación directa. Con la belleza de un poema necesario, el final de todas las pesadillas es la paradoja pura, bella de los sueños, la opre-sión que busca su expresión en la imagen imposi-ble pero real: “Gritos de niños - gritos de mujeres - gritos de pájaros/ - gritos de flores - gritos de maderas y de piedras/ - gritos de ladrillos - gritos de muebles - de camas/ - de sillas - de cazuelas - de gatos y de papeles/ - gritos de olores que se arañan - gritos de humo...”

SISTEMA: EL DESEO Y LA LEYCuenta Abel González Melo, el autor de Sis-

tema –una trama inconveniente-, que estando en una reunión de amigos se entera por las noticias 1 El segundo personifica al cuadro homónimo de Picasso,

de 1941 [N. de la R.]

del arresto en Miami de un reconocido artista plástico cubano, acusado de abuso sexual a un menor de edad. A partir de ese hecho periodís-tico, el dramaturgo inicia una investigación que da lugar, tras sucesivas escrituras y correcciones, a esta notable obra teatral que recibió Mención de Honor del Premio Casa de las Américas 2014.

Sistema guarda, en su realismo, una relación inteligente y profunda con aquello que llama-mos “realidad”. Frente a una acusación de abuso difundida ampliamente por los medios, la opinión pública opina, tal vez absuelve, pero por lo gene-ral condena. La pregunta obsesiva se dirige a los hechos perpetrados, si sucedieron o no, si el acu-sado es o no es culpable, y sus detalles: qué hizo, cómo, y muy secundariamente, por qué. Una y otra vez lo público-masivo-mediático, escandali-zado, se desvela con ese acontecer. En las antípo-das de esa lógica, la obra de Abel González Melo establece su tesis realista sobre otra premisa: hay una verdad que existe pero que permanece oculta; no podemos saber, en última instancia, si hubo abuso o no, pero lo que sí podemos hacer (y la obra lo hace, lúcidamente) es develar el sistema que permite que en ese lugar y ese tiempo haya podido producirse el acontecimiento.

Dicho de otro modo: con un equilibrio preciso, Sistema trabaja todo el tiempo sobre lo que puede no mostrar, para poder iluminar lo que sí se hace visible. De este modo, es “sistema” un matrimo-nio-asociación económica cuyo marido reside en La Habana (más precisamente en Miramar), aun-que tiene casa también en Varadero, mientras expone y vende sus obras en Miami, represen-tado por su mujer, que reside en Madrid. Es “sis-tema” el contrabando de artículos en las maletas atiborradas de compras del mall para que el pin-tor renombrado las ingrese a la isla por el sector vip del aeropuerto. Y también es “sistema”, en lo sutil, la venta-consumo de la propia imagen del pintor: el artista que se filtra desde el “régimen” hacia fuera, como si él mismo fuera un habano prohibido. Y es “sistema” también su contracara: el furibundo ataque de los mismos consumidores cuando denostan al artista caído en desgracia, que pretende estar con ellos mientras “se codea con la oficialidad cubana”, y viene a la Florida

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a hacer negocios. Es “sistema” el desprecio del antiguo cubano residente por los recién llegados; es “sistema” lo que típicamente dirá la prensa en uno y otro lado de las 90 millas de distancia. Y, explícitamente, es “sistema” –sistema perverso, sistema de furia sobre víctimas y victimarios– la decisión de los padres de ofrecer a los medios el caso. Como dice Greta, la psicóloga: se ha puesto en funcionamiento una máquina. “De cualquier forma, yo no puedo pararla”.

Sistema arroja una luz sobre el acontecer, sin necesariamente opinar sobre lo que muestra. Pero no es solo eso la obra; no es solo la pre-cisa exposición de una tesis sobre la realidad. Con un manejo extraordinario del lenguaje, la palabra justa y la situación apropiada, Sistema ofrece además una penetrante mirada sobre el alma y el cuerpo de sus personajes. Las esce-nas no están ordenadas cronológicamente, lo que ayuda a observar y compenetrarse cada vez más con lo que no se dice: según avanza la obra, avanza el conocimiento del público sobre lo que se está produciendo, y entonces la obra vuelve, una y otra vez, a escenas aparentemente trivia-les, en las que en realidad se juega todo, para ponerlas en relieve.

El erotismo solapado crece y crece hasta inundarlo todo. Desde la aparición sugestiva del niño al inicio de la pieza, hasta esa (literalmente “fuera de escena”) obscena secuencia de voces que provienen de la piscina, con cuerpos que se tocan, ropas que se empapan, juegos que no se explicitan, aunque todo –todo– se deje entrever, como mencionado al pasar. La obra nos permite vislumbrar una y otra vez los pliegues, las sola-pas, los detalles fragmentados, que son condi-ción del erotismo: las manos, los dedos de un pintor que tiemblan o duelen, las tetas artificia-les de una mujer con segundas intenciones, la trusa de Maikel como signo de cortesía, porque si no, “estaría desnudo”. La reticencia erótica de Arturo respecto de Dora en un principio, y el posterior reconocimiento, a millas de distancia, del deseo por el cuerpo del otro. Todo conduce, humedecido por el clima atmosférico y teatral, a la máxima tensión violenta y sexual para luego regresar, como si pudiéramos volver por un

segundo al pasado, pero sabiendo y sintiendo ahora todo lo que sabemos y sentimos, al pasillo fugaz donde la periferia es centro: el niño y las puertas entreabiertas.

Sistema es, como bien dice Mauricio Kartun al definir el teatro, un ritual de violencia. Y su marco de contención, o mejor dicho, su condición de posi-bilidad –aquello que permite que suceda lo que sucede– es esa atávica violencia del orden patriar-cal, el sistema por excelencia. El padre ahoga al perro en la piscina ante los ojos del niño para que aprenda a tolerar el dolor y “no le salga maricón”.

Una de las mejores réplicas que yo recuerde en el teatro ponen punto final a ese notable momento: la madre acusa al padre de haber aho-gado a ese perro. Como explicación, el padre con-fiesa, reticente, que los vio en la cama juntos.

SARA. Kevin llevaba meses durmiendo con el perro.MAIKEL. No me entiendes, Sara.SARA. ¿Qué?MAIKEL. Kevin le hacía cosas.SARA. (Lo mira fijamente.) Jugaban, Maik. Jugaban.MAIKEL. Sé lo que vi.SARA. ¿No jugaban?Maikel niega.SARA. Era tu obsesión con ese pobre animal que no tenía la culpa de nada. (Suspira, hunde su cara en las manos.)MAIKEL. Lo de esta mañana fue rápido. El perro ni se enteró.SARA. Maik...MAIKEL. ¿Me entiendes ahora?SARA. ¿Cuándo vas a dejar de espiar a Kevin?

Lo dicho: la obra ha venido trabajando sobre la hipótesis de una primera perversión/tabú: la pedo-filia (Arturo sobre Kevin). Esta breve y violenta secuencia ofrece una segunda, que colisiona: la zoofilia (Kevin con el perro). Pero Sistema se cons-tituye en “sistema”, esencialmente, en la réplica-denuncia de la madre sobre el padre-voyeur, que el producto y a la vez la condición necesaria de todo el funcionamiento: “¿Cuándo vas a dejar de espiar a Kevin?” Ante ese destello, esa intuición de la ver-dad, el resto es silencio. m

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