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Todos los cuentos de Pendejostienen como protagonistas a chicoso jóvenes que han cometidocrímenes violentos. Pibesmarginales o de clase media; pibesabandonados o de buenas familias;pibes que conviven con armas, pibesganados por el paco, que viven enun eterno presente, breve y fugaz,donde la vida vale menos que nada.

Un chico dispara contra su padre enel momento en que éste abusa desu hermana. Un adolescente trazaun círculo en un plano para

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determinar el coto de caza de suspresas humanas. Otro decide usaren la escuela el arma de su padre.Una jovencita lidera una banda quese dedica a los secuestros express.Otra organiza una masacre familiar.Da lo mismo que se trate de unbarrio rico, de una villa, de FuerteApache o de alguna ciudad del Sur:la violencia se impone en cualquierescenario.

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Reynaldo Sietecase

Pendejos

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Título original: PendejosReynaldo Sietecase, 2007Diseño de portada: Adriana YoelFotografía de portada: Latinstock

Editor digital: lennyePub base r1.0

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Cuando yo nacíun ángel loco muy locovino a leer en mi manono era un ángel barrocoera un ángel muy loco, torcidocon alas de avióny ese ángel me dijoapretando mi manocon una sonrisa entre dientesvas bicho a desafinarel coro de los contentosvas bicho a desafinarel coro de los contentoslet’s play that.

TORQUATO NETO, Let’s play that

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BELLA LUZ DE LANOCHE

—Lucifer, así se va a llamar. Bellaluz de la noche, Malito. Sí, Malito se vaa llamar…

Silvita habla como si escupiera laspalabras. Masticando rencor con cadasílaba. Tiene el cabello teñido devioleta. Corto, bien arreglado. Si nofuera por los ojos enrojecidos, la pielpálida, los moretones en los brazos, ladelgadez extrema, daría el tipo de esascolegialas que concurren a las escuelasprivadas de Barrio Norte, cerca de mi

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consultorio. Su nariz levementerespingada le da un toque francés. Separece a la actriz de la película Ameliepero más pequeña, mucho más pequeña.A pesar de su aspecto, brilla cuandosonríe.

La celadora la observa espantada. Adiferencia de la chica, ella es cuadraday maciza como una heladera. Se levantay descorre las cortinas del cuarto. Porprimera vez reparo en sus zapatosacordonados que parecen reciénlustrados.

—Así se ve mejor —dice, y sequeda parada al lado del ventanal, enactitud vigilante. Detrás de los cristales

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se destacan las rejas y, más atrás, esposible adivinar el cielo limpio delmediodía—. Le quedan diez minutos,doctor —me apura.

El rumbo que tomó la charla lairrita. Lleva el pelo recogido en la nuca,bien tirante y en su cara de sargento sedestaca un desagradable lunar junto a lanariz. Imagino que superaría confacilidad el casting para encontrar a laceladora modelo.

Silvita vuelve a ser el centro de miatención. Se incorpora de golpe y hacecaer la silla que ocupó durante la hora ymedia que duró el test de evaluaciónpsicológica que me ordenó hacerle el

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juez de menores. Me mira desafiante,parece intuir una agresión en cada gestoque se hace a su alrededor. Acaba decumplir quince años y está furiosa. Todoporque le pregunté por su embarazo.

—¿Te da miedo, cagón? ¡A mí quémierda me importa! Es mi hijo,¿entendés? ¡Es mi hijo! ¡Va a nacer y levoy a poner el nombre que se me canteel culo!

Silvita grita histérica. Trato dedecirle que ella tiene derecho a hacer loque quiera y que los nombres son apenasetiquetas que heredamos. No sé por quépienso en Romeo intentando arrancarseel apellido que le impedía el amor.

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Silvita grita más fuerte. Qué absurdotraer a Shakespeare a esta habitación deinternado. ¿Absurdo? Ahora ella sueltalas compuertas del llanto y por primeravez parece lo que es: una niñadesvalida. Quiero calmarla, hastaabrazarla con palabras quiero, pero deinmediato comprendo que toda lapsiquiatría del mundo se derrite comohielo al sol ante su desamparo. Ahorachilla como si la estuviesen por matar.

—¡Si no me dejan tener a mi bebé,me mato!

Grita y grita sin parar hasta que laceladora gorda se decide a intervenir yla desparrama por el suelo con una

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rotunda bofetada. Presiento queesperaba este desenlace.

—La panza no, la panza no… —gime Silvita sentada en el piso. Con lasdos manos se agarra la barriga chata. Sudeclarado embarazo parece por ahora elproducto de alguna de sus alucinaciones.

No sé por cuál de las infinitasvariantes de mi cobardía quedo clavadoa la silla que me sostiene. La gorda nime mira, se acomoda el delantal ypresiona un timbre que está junto a lapuerta. El Instituto Virgen de Itatí es unestablecimiento semiabierto, destinado amenores delincuentes. Es menos hostilque la Brigada, pero el trato con los

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internos no siempre es el más adecuado.Según el informe del juzgado que meencargó las pericias, desde que teníadoce años Silvita se escapó cuatroveces de institutos similares.

—Acá te queremos ayudar… perovos no querés… vos no querés, pendeja.Sos una burra… un animalito que noquiere entender —la celadora parecemás triste que enojada—. Habla comouna tía aburrida de las travesurasreiteradas de su sobrina preferida.

La chica no dice nada, sólo serevuelve por el piso tomándose lapanza. Cuando otras dos preceptoras sela llevan a su cuarto parece una muñeca

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rota. Los brazos le cuelgan y arrastra laspiernas mientras la trasladan. La sigo.Pido permiso para observarla por laventanita de la habitación. Durantevarias horas se quedará en el lugardonde la depositaron. Acostada bocaarriba, con los ojos abiertos. Imaginoque vuelven a pasar por su cabeza lasmemorias dulces, cuando sus padresvivían todavía y la cuidaban, y suspeores salvajadas. Tal vez no piensa ennada.

Amalia Costa la besaba en la nariz.Eso le daba mucha cosquilla. A Silvita

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no le gustaba reírse porque sí. «No,Mamalia, no me hagas eso, no me lohagas», decía como preámbuloinnecesario al regocijo que leocasionaba el mimo de su madre.Esperaba ese beso con ansiedad. Era elbeso de dormir. El beso que borraba loscontornos sórdidos de la casilla quehabitaban en el corazón de Villa Casale.

Mamalia, como la llamaba Silvita,había nacido en Asunción del Paraguayy se vino a Buenos Aires en busca detrabajo en plena euforia económica, aprincipios de los noventa. Argentinaentonces era el Primer Mundo y un pesoera un dólar aunque no lo tuvieras.

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La mamá de Silvita trabajó deempleada doméstica hasta romperse losriñones. Después se embarazó. Supareja, Benjamín Luna, un cordobéscantante de cumbia y adicto a cuantasustancia ilegal le pasara cerca, leterminó contagiando el virus del sida.En pocos años pasaron de las noches defiesta a las madrugadas de dolor.Murieron casi al mismo tiempo,cruzándose reproches. «Nunca confíesen nadie. Nunca le creas a un hombre,porque siempre te terminan cagando», lerepetía Mamalia. Silvita tiene que hacerun esfuerzo para recordarlos juntos yalegres. En el cajón de la mesa conserva

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una foto donde están los tres en elzoológico de Palermo. La madre tiene unpañuelo en la cabeza y el padre unacampera marrón de corderoy. Silvia estáentre los dos, tomada de sus manos.Todos sonríen.

Cuando sus padres murieron teníaapenas seis años y quedó al cuidado delúnico pariente que le quedaba vivo: eltío Hugo, un buen tipo, conductor de uncamión de recolección de residuos.«Tengo un puesto importante —sevanagloriaba—. Yo no levanto la mugre,yo manejo la mugre, la administro.»Durante un tiempo fueron un remedo defamilia. Dos soledades que se cruzaban

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de noche ante un plato de sopa, y por lamañana ante el mate cocido deldesayuno.

Silvita creció en la calle. Su escuelafueron los pasillos de la villa. Susmaestros, los atorrantes del boliche dePaco: ladrones, merqueros, narcos,cafishos y travestis. Sus amigos deinfancia fueron los pibes chorros delbarrio, los rateritos. Cuando el hermanode su madre murió en un accidente,Silvita había cumplido los doce pero suvida acumulaba más frustraciones que lade una prostituta a los sesenta. Las habíapasado muy feas, y las hubiera pasadopeor si no fuera por los arranques

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violentos que tenía cuando alguien lamolestaba. A los diez años, le rompiócon un ladrillo el parabrisa a unpatrullero en medio de una razziapolicial en el asentamiento. Mesesdespués, al tipo que la desvirgó le clavóun cuchillo de cocina en la espalda.Poco a poco logró ganarse el respeto detodos.

Se puso de novia varias veces.Siempre con chicos del barrio.Aprendió a sobrevivir a los codazos. Enapenas un año robó una decena denegocios pequeños por encargo de loscapangas del asentamiento. Al pocotiempo armó su propio grupo. Aunque

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todos eran más grandes que ella, eraSilvita la que tomaba las decisiones. Alos quince ya había participado de ochosecuestros. Se colaban en los autos desus víctimas y los llevaban a la villa.Desde allí, pedían un rescate módico yque pudiera reunirse rápido. Cuando lafamilia pagaba, soltaban al tipo en algúnsitio alejado de la Capital yabandonaban los vehículos en el interiorde la provincia. A partir de lostestimonios de las víctimas, que dabancuenta de la edad de los presuntosimplicados, los diarios comenzaron ahablar de «La banda de los Pibes».

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A Silvita también le atribuyen lamuerte de un secuestrado aunque en elJuzgado de Menores opinan que esaltamente improbable que hayaasesinado a alguien.

Fue Juano Toloza, él último de susnovios, el que contó la historia en eljuzgado y luego la desmintió porsugerencia de su abogado.

—Se lo merecía, el chabón ese se lomerecía. La sobró todo el tiempo y esono se hace con Silvita. La llamabanenita. Le decía «Mirá, turrita, si no mesueltan pronto, en algún momento losvoy a venir a buscar para convertirlosen peluches». Eso decía: «Los voy a

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hacer peluches». Nosotros al principio,nos asustamos un poco porque el tipoparecía muy pesado.

Silvita por entonces tenía el pelocolor verde. Un verde oscuro, tipomilitar. Según Juano, siempre le gustóteñirse el pelo de colores. Ese día teníael pelo verde, media docena de pastillasencima y una pistola nueve milímetrosque le habían robado, una semana atrás,a un guardia privado que custodiaba eldepósito de un supermercado.

—Silvita no dijo nada —contóJuano—. Lo escuchó, lo escuchó un ratolargo. La voz del tipo salía entre sobonay amenazante por debajo de la bolsa

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negra que le habíamos puesto en lacabeza para que no nos reconociera. Lehablaba sólo a ella, como si fuera laúnica de nosotros con la que valía lapena conversar. «Dale, nenita, teconviene, dejame ahora, antes queempiecen los problemas. Si la seguíscomplicando, todos se van a arrepentir.»Ninguno de nosotros se movía, habíalogrado confundirnos. Al rato, Pancho loquería soltar. «Para qué nos vamos ameter en un quilombo, mirá si esservilleta», dijo. Silvita se levantó de lacama, estaba desnuda de la cintura paraarriba. Me acuerdo perfecto. Se lenotaba la piel de gallina y los pezones

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chiquitos y parados. Sacó la pistola queguardábamos debajo de la almohada yse acercó despacio a la silla que estabaen medio del cuarto. El tipo empezó amover la cabeza, inquieto, como siintuyera algo malo, y forcejeó uninstante con las cuerdas que le atabanlas manos al respaldar. Yo pensé queSilvita iba a asustarlo, que lo haríacagar en las patas y listo… pero no. Separó justo detrás del hombre con laspiernas separadas, le apoyó el caño enla nuca y, sin decir una palabra, apretóel gatillo. Así nomás, apretó el gatillo.Como te lo digo, apretó el gatillo. Labolsa negra estalló como un globo.

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Cuando la detuvieron en unespectacular operativo policial, queincluyó fuerzas combinadas de laPolicía Bonaerense y de la Federal, enel juzgado no podían creer que tuviera laedad que decía tener entre insultos ymordiscos. Al punto que mandaron a unacomisión a buscar una copia de supartida de nacimiento.

—¡Rati puto! ¡No me toqués o tejuro que cuando salga te hago mierda!

Las frases salían de un cuerpito tanfrágil que contradecía la convicción conla que soltaba maldiciones y amenazas.

—¡No me toqués, cagón, no ves que

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estoy embarazada…!Ese día le tiraron del pelo y la

patearon. Le dieron duro con un palo yduro también con una soga. Recibiótrompadas en la espalda y la cabeza. Asu novio de turno, el Lito, también locagaron a golpes. El chabón era al revésde la nena. Tenía diecisiete pero parecíade treinta. Le dieron tantas piñas quecada vez que Silvita se acuerda se ponea llorar. Ahora está preso, pero no ledijeron dónde. La cana les tendió unacama. Hacía varias semanas que losvenían vigilando. Cuando cobraron elúltimo de los rescates ya estabancocinados. Los dejaron llegar a la vieja

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casa del tío Hugo, una prefabricada quese levanta sobre el borde exterior de lavilla, y después de un par de horas losentraron a buscar.

Cuando reventaron la puerta, Silvitay Lito estaban en la cama, desnudos. Loscuerpos brillantes de sudor serevolvieron impotentes ante la irrupciónde la policía.

—¡Dame la ropa, cagón…! —alcanzó a decir Silvita antes que lesoltaran el primer bastonazo.

Es jueves y llueve. Es la segundavez que voy a visitarla. Ayer Silvita tuvo

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un aborto espontáneo. Aunque el juez demenores no me lo pidió, volví alInstituto para verla. Tiene fiebre y noquiere salir de la cama. Le pregunté auna de las celadoras si la había visto unmédico y me dijo que no, que recién porla tarde vendría una enfermera paraevaluarla. Que tal vez el útero se leinfectó pero que no es nada grave. Queme quede tranquilo. Que cualquier cosala llevarán de urgencia al hospital. Esome dijo.

—¿Para qué querés que viva,doctor? ¿Para acostarme de noche y que

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nadie me venga a dar un beso? Si estoynadando en la mierda. Todos los que yoquiero están muertos. Mi novio estápreso. Ya no me voy a poder casar.¿Para qué querés que viva? Encimaestas brujas no me dejan teñir el pelo.

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LAS COSAS POR SUNOMBRE

Alberto Álvarez era un nombrador. Legustaba ponerle nombre a todo. Era unacostumbre que arrastraba desde niño.Estaba convencido de que nombrarpermitía apropiarse de las cosas. Unamigo le contó que en los EstadosUnidos había gente que vivía de eso, deencontrarle títulos a empresas,productos y proyectos. Por internet seenteró de que ese fenómeno sedenominaba naming y que algunosnombradores se hicieron ricos gracias a

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esa habilidad. A pesar de tener el don,Alberto había amasado una pequeñafortuna con algo más concreto: manejabauna agencia de lotería que funcionaba enel centro de San Isidro bajo el nombrede Avaricia. Detrás de esa fachadalegal, se escondía una de lasorganizaciones de juego clandestino másimportantes de Buenos Aires.

Alberto Álvarez tenía un pasado queevitaba mencionar. Su padre lo habíaabandonado cuando él era muy pequeño.Casi no recordaba su cara, apenasretenía la vaga referencia de unas viejasfotos en blanco y negro. Según le contóuna tía, su viejo se enamoró de una

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vecina y, simplemente, se fue de la casasin dar ninguna explicación. MaríaOlgado, su madre, lo había criado ensoledad, con mucho sacrificio. Limpiócasas ajenas y lavó ropa por encargo.Durante mucho tiempo la pasaron mal,muy mal. Alberto no conoció el hambrepero sí la miseria. Sin embargo, como simantuviera un pacto secreto con sumadre, ninguno de los dos aceptabahablar de esos días de angustia. Y menosahora que el pasado de privacioneshabía quedado sepultado por un presentede lujos.

A los cincuenta años, Alberto sehabía tomado revancha. Se sentía un

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hombre afortunado. Poseía casi todoslos bienes materiales que alguien de suorigen social podía desear. Habíalogrado formar una familia «como Diosmanda»: esposa, cuatro hijos y un perro.Y además estaba orgulloso de suaspecto. Era un tipo pintón; no habíaperdido el pelo, como muchos de susamigos; se mantenía en buen estadofísico y se preciaba de tener éxito conlas mujeres. «El día que las minas no meden más bola, me mato», decía.

En la proa de su yate, Álvarez pintóla palabra Lujuria. Los nombres de los

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pecados capitales estaban entre suspreferidos. La ceremonia de bautizo sehizo en la Marina del Delta. El barcoera sencillo, pero la celebración en elclub fue espectacular. No faltaron ni labuena bebida ni las mujeres fáciles. Laconvocatoria estuvo reservada sólo alos hombres. Los amigos de Albertotodavía le agradecen el festejo. Cristina,su esposa, apenas protestó por laexclusión. Ya estaba acostumbrada aquedarse afuera de las fiestas queorganizaba Alberto. No sólo en susnegocios el agenciero llevaba una doblevida, y ella lo aceptaba con resignación.

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A su auto preferido, un PorscheCarretera, Alberto lo denominó Envidia.Él decía que era exactamente eso lo queprovocaba cada vez que salía del garagede su casa o cuando entraba al club decampo para jugar al tenis. Los otros tresautos de la familia —un Fiat Palio, una4x4 y un Twingo— no tenían nombre.Para qué, Antonio los considerabautilitarios, autos para que manejecualquiera. Su hija mayor, Aldana, quehabía cumplido los diecinueve, solíaconducirlos indistintamente. Ella y elmás chico eran sus consentidos. Martíntenía doce y compartía con su padre lapasión por el fútbol. Los dos eran

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fanáticos de River y no se perdíanningún partido en el Monumental.Cuando el equipo de sus amores jugabade visitante, lo miraban juntos por latele. Era como una ceremonia.

Sus otros dos hijos, Juan y Gastón,eran mellizos. Tenían diecisiete años yun increíble parecido físico. Alberto losmaltrataba por igual, aunque era Juan elque más lo irritaba. Cuando surgíaalguna discusión con su esposa, elagenciero le reprochaba que se loshubiera arrancado. «Arrancado», ésa erala palabra que usaba: «arrancado».

La abuela María, intentandojustificar las actitudes violentas de su

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hijo ante los mellizos, llegó aexplicarles que habían sido concebidosen un momento en que Albertoconsideraba seriamente la posibilidadde separarse. En una de las idas yvueltas de la pareja, que parecían elprólogo de una ruptura definitiva,Cristina quedó embarazada por partidadoble.

—Por eso Albertito no la perdona—contó la abuela.

—Si es verdad, es horrible… —atinó a decir Juan.

—No, querido. Hay que tratar deentender la situación. De todas maneras,después se arreglaron y ahora vivimos

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todos juntos y felices —intentótranquilizarlo la mujer.

—Pero nosotros no tenemos la culpa—susurró Juan, mirando a su hermano.

Gastón no dijo nada. Aunque en elmomento de la revelación de su abuelaya había cumplido quince años, se fue allorar a su habitación como cuando eraun niño.

Si bien nunca habían sido chicosdóciles, desde ese día los mellizosdejaron por completo de obedecer lasindicaciones paternas. Con cualquierexcusa evadían los encuentros familiaresy cada vez que podían faltaban a laescuela. Pasaban las horas en un cíber

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frente a las computadoras o fumando enla plaza.

La familia Álvarez tenía un octavointegrante. Un perro bravo pero bastantedormilón al que Alberto llamó Pereza.Era un doberman entrenado, buenguardián y agresivo con losdesconocidos. Pereza podía destrozarlelos huesos de la pierna a cualquiera conuna dentellada certera. Solía esperar asu dueño, durante horas, acostado en elumbral de la casa. Cuando llegó lapolicía tuvieron que llamar a unveterinario de la zona para que lo

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dopara, ya que el animal no permitía quenadie se acercara a su amo. Cada tanto,empujaba con su hocico el cuerpo inertey se quedaba a la espera de una cariciaimposible. Después gruñía desafiante ymostraba los dientes.

A su esposa, Cristina Sandoval, lallamaba Gula. Lo hacía sólo paramortificarla. Aunque no era gorda, paraAlberto su mujer tenía la rara habilidadde «comerse» casi todo el dinero queingresaba a la casa. Se habían conocidoveintitrés años atrás en un baile decarnaval en San Pedro. Cristina siempre

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le aceptó todo a su marido, su únicoobjetivo era casarse y tener hijos. Conpaciencia y perseverancia lo habíalogrado. Por esa razón no le importabanni las amantes, ni las fiestas, ni loscomentarios de los vecinos, ni lasobjeciones de sus amigas, ni de dóndevenía la plata que los habíatransformado en una familia respetable.

No pensaba en nada de esto cuandola bala le ingresó en la garganta. Estabaa punto de gritar pero no llegó a hacerlo.A Cristina siempre le costaba entenderlas cosas. Eso le decía Alberto cada vezque se enojaba. Esta vez sólo tardó unossegundos en comprender que iban a

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dispararle. Cuando su cuerpo sedesparramó sobre el parqué, ya estabamuerta. La sangre arruinó el piso quetodavía no había tenido tiempo demandar a plastificar.

A su madre, Alberto le habíareservado el mote de Soberbia. Desdeque se había instalado en la casa, el díaen que nacieron los mellizos, MaríaOlgado manejaba obsesivamente laorganización familiar. Aunque teníasetenta y seis años, se sentía fuerte yvital. Se metía en todo y no admitía quese tomaran decisiones vinculadas a la

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casa sin consultarla. Jamás aceptabacríticas y siempre justificaba con pasiónlos errores de su hijo. Para ella,Albertito nunca tomaba decisionesequivocadas.

Esa noche, la abuela estabaplanchando un vestido que Aldana sequería poner para ir a una fiesta cuandoescuchó el estruendo. Pensó que habíaexplotado el tubo de la tele o que sehabía caído la estantería donde estaba lavajilla fina. Salió del lavadero rumbo alliving y, por el apuro, casi tropieza consu nuera. Intentó ayudarla a levantarsepero no pudo. El primer disparo leingresó por el estómago y la lanzó un

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metro hacia atrás. El segundo balazo lepartió la frente y detuvo el mecanismode su razonamiento: no podía estarherida ya que no había escuchado ningúnestampido, sin embargo en el centro delbatón le crecía una mancha roja.

En el cajón de la mesa de luz deldormitorio, Alberto guardaba unapistola Bersa calibre 22 con silenciador.No era la única arma que existía en lacasa de los Álvarez; colgada en unapared del comedor principal, sobre lachimenea y al alcance de la mano, selucía una escopeta de caza calibre 16.

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Cuando le preguntaban por qué teníaesas armas, simplemente respondía quecon tanta inseguridad él quería estarpreparado.

El argumento con el que defendía lacompra del silenciador era mássorprendente: «Si matás a alguien en unaventana o en el jardín, lo tenés queentrar a la casa antes de llamar a lapolicía. Con esa acción evitásproblemas. Cualquier juez loconsiderará defensa propia». Además,como no le gustaban las rejas sosteníaque era bueno que en el barrio supieranque tenía «ferretería pesada». De esamanera, según Álvarez, los potenciales

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ladrones lo pensarían dos veces. Laescopeta no había merecido el honor decontar con un título otorgado porAlberto, pero la pistola Bersa se habíaganado un nombre propio: Ira.

El día de la masacre, AlbertoÁlvarez había decidido cambiar su vida.Tenía dinero suficiente como para que asus hijos no les faltara nada y estabadecidido a dejar a su mujer. Esta vez ibaen serio. Hacía exactamente un año quehabía conocido a Teresa Ferrer en unbar del Bajo. Era entrerriana y habíallegado a la Capital Federal para ser

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bailarina. Ni el talento ni la edad —tenía más de treinta— iban a permitirlecumplir su sueño. Pero eso ya no eraimportante. Alberto se iba a encargar dehacerla feliz con otras cosas. Imaginabaque podían vivir lejos de Buenos Aires,tal vez en Mar del Plata. Hacía dosmeses que había logrado abrir unaagencia de juego en esa ciudad a travésde un testaferro. Bautizó el local con elnombre de Destino y compró undepartamento con vista al mar. Hastapensó seriamente en la posibilidad deabandonar los negocios clandestinos.Teresa y el mar podían ser una buenamanera de recomenzar.

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Su familia hacía rato que nofuncionaba como tal y estaba seguro deque nadie echaría de menos su ausencia.La casa de estilo californiano quehabitaban desde hacía una década, sehabía convertido en una cáscara vacía.La familia no se reunía ni para almorzarni para cenar y cada uno hacía suhistoria.

—Esto parece un hotel —se quejabael agenciero.

—Es tu culpa, los chicos hacencualquier cosa y tu mujer no es capaz dedecirles nada —lo censuraba su madrecon tono de general prusiano.

Al principio le molestaba ese

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descalabro, pero después él tambiénterminó por acostumbrarse y sacarprovecho de los desencuentros paraestar más tiempo con Teresa. Además,estaba harto de los mellizos. Hacía unosmeses que lo único que hacían eradesafiarlo. Primero descubrió que sedrogaban. Y aunque él también lo hacíade vez en cuando, la sola idea le resultóintolerable. Comprendió también que elvicio de sus hijos era el origen de laspequeñas rapiñas que sufría en la cajade la Agencia. Intuyó, incluso, algunacomplicidad materna. No les dijo nada,ubicó al dealer y lo amenazó conromperle las piernas si les seguía

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vendiendo. Se enteró de que los pibes lecompraban cocaína y pastillas deéxtasis.

Álvarez estaba furioso. Él jamáshabía faltado a su trabajo y nunca dejóde ganar la diaria para sostener losgustos de todos. Los mellizos, encambio, no querían saber nada contrabajar, sólo pasaban un rato por laAgencia cuando él los amenazaba concortarles el dinero de la mensualidadque les daba para sus gastos. Ademásestaban por ser expulsados del colegio.El director de la escuela que lo convocóde urgencia, hasta se dio el lujo de darleun consejo:

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—Le recomiendo vigilar lasexualidad de sus pibes.

Era el colmo.—Gastón no. Pero estoy seguro de

que Juan es puto. Además de drogón,¡marica! —le gritó a su esposa cuandovolvió de la reunión en el colegio—.Ella lloraba pidiéndole una clemenciaque no llegaría nunca.

Esa noche los esperó hasta las tresde la mañana, sentado solo en laoscuridad de la cocina. Cuando Juanentró sigiloso a buscar un vaso de agua,recibió el primer golpe sobre la orejaderecha. La mano de su padre erapesada aun abierta. Después vinieron

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otros golpes y una lluvia de insultos. Nose defendió. Acaparar la bronca paternale dio tiempo a Gastón para llegar alcuarto. Ninguno de los dos mencionójamás el incidente.

Ese sábado Juan se despertó cercadel mediodía. Se desperezó durantealgunos minutos. Nadie que hubiesepodido verlo, enredado entre lassábanas, desplegando su cuerpo enmedio de largos bostezos, podría haberimaginado que esa noche sus manosdesatarían una tragedia.

Salió de la cama como pudo, le

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dolía la cabeza y tenía los ojoshinchados. Se había acostado a las cincode la mañana con varios litros decerveza encima. Pero le había aseguradoa su hermano que iba a acompañarlo alcine y nunca le fallaba en uncompromiso. Después de la ducha, ya sesentía mejor. Fue a buscar algo paracomer, pero su madre ni siquiera le diotiempo para abrir la alacena.

—Tengo algo importante quecontarte —le dijo y lo obligó a sentarsejunto a la mesa.

—¿Discutiste con papá? —preguntóJuan, imaginando la respuesta.

—Sí, pero hay algo más… Se va,

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nos deja.—No puede ser. Debe ser la

calentura del momento, ya se le va apasar —quiso calmarla.

—No, esta vez es en serio. Tieneotra mujer y se va para siempre.

Cristina hablaba entre un aluvión dellantos y mocos. Juan se desembarazó desu abrazo y le prometió que eso no iba apasar. Le dijo que se quedara tranquila.Después de todo, su padre siemprehabía estado con mujeres y no por eso sehabía ido de la casa. Acompañó a sumadre a la habitación y la obligó atomar un calmante. Luego pasó a buscara Gastón y se fueron al cine. La película

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lo hizo lagrimear en varias escenas perologró disimularlo. Su hermano encambio parecía de piedra, sólo laspeleas familiares lograban conmoverlo.

Cuando volvieron a la casa, Albertoestaba en la hamaca paraguaya deljardín. Gastón lo saludó de lejos y él seacercó para conversar. A boca de jarrole contó la conversación con su madre ytrató de disuadirlo.

—No me jodas, Juan, si esto es unaparodia de familia —le dijo.

Cuando su hijo insistió, pidiéndoleque se quedara en la casa, que pensaraen la familia, Alberto no tuvo piedad:

—¿Vos me pedís que piense en la

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familia? ¿Vos, drogadicto de mierda, melo pedís…? Tomátelas…

El partido de River empezópuntualmente a las 21. Como hacíansiempre que los millonarios jugaban devisitante, Alberto y su hijo menor sesentaron en el sillón del living frente altelevisor. El agenciero se sirvió uncoñac y Martín una Coca-Cola. Suesposa estaba en la cocina, habíaprometido hacer su especialidad:canelones de verdura y ricota. Parecíacomo si la crisis matrimonial que lahabía llenado de angustia durante todo el

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día no hubiese ocurrido nunca. Laabuela María estaba en el lavaderoplanchando y Aldana en el baño de laplanta alta preparándose para salir.Desde que habían vuelto del cine, losmellizos permanecían encerrados en lahabitación que compartían.

Gastón quiso animar a Juan, pero nohabía caso. Finalmente lo convenció desalir otra vez.

—Vamos al cíber, salgamos de acá—le propuso.

—Bueno, andá vos que yo te alcanzoenseguida.

Gastón se puso una campera y bajóla escalera a los saltos. Apenas saludó a

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su madre con un gesto y pasó por detrásdel sillón que ocupaban su padre y suhermano casi sin que lo advirtieran.

Según el parte de los peritosforenses, Juan bajó apenas cincominutos después, aproximadamente a las21.20. Entró en la habitación de suspadres, abrió el cajón de la mesita deluz y sacó la pistola Bersa. Comprobóque estaba cargada. Luego le montó elsilenciador, como había visto que lohacía su papá. Sopesó el arma en sumano derecha. Caminó despacio hasta elliving. Alberto ni se enteró. Sus ojos

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pasaron del verde luminoso del céspedpor donde se deslizaba el balón a laoscuridad total. Juan apenas le rozó elcabello de la nuca con la punta delsilenciador y apretó el gatillo sin decirnada. Su hermanito giró la cabeza; elcimbronazo que había doblado el cuerpode su padre sobre la mesita ratona dondeestaban las copas lo había sorprendido.Juan volvió a disparar. El pibe teníapuesta la camiseta de River. Recién enese instante Juan se dio cuenta de que éltambién era de River.

En ese momento entró su madre y

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unos segundos después su abuela.Cuando terminó con ellas, subió hasta laplanta alta en busca de su hermana. Fuelo más fácil, porque ni tuvo que mirarla.Le apuntó a través de la cortina de laducha. Aldana tampoco pudo ver losojos llorosos de Juan ni el rictusdescompuesto de su cara porque seestaba quitando el champú de la cabeza.Sólo sintió un chicotazo a la altura de lacintura, como una quemadura donde lenacía la espalda. Intentó aferrarse a lacortina para no caer pero se derrumbóenseguida. Durante unos segundos, Juanse quedó escuchando el sonido del aguagolpeando en la loza de la bañadera.

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Cuando escuchó el primer gemido, seacercó y volvió a disparar. Despuésregresó a la habitación de sus papás ydejó la pistola en el cajón de la mesitade luz, donde siempre estaba. Bajó laescalera despacio, como si no quisieradespertar a nadie con sus pasos, abrió lapuerta de calle y, al salir, dejó entrar alperro. Nunca había entendido por quérazón dejaban que ese animal durmieraafuera.

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DIARIO DELCAZADOR

31 de julio de 2006

«Le pido a la señora jueza quecomprenda la real dimensión de estoscrímenes. Es evidente que detrás decada ataque se manifiesta un claroimpulso de perversidad brutal. Ladestrucción de la vida es para elacusado una fuente de goce. Es como unchacal, ese animal es el único que nomata para alimentarse, mata porplacer… Por eso solicito que consideretodos los agravantes que contempla el

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Código Penal a la hora de evaluar losaberrantes actos provocados por elacusado.»

El fiscal no entiende nada.El cazador no es un asesino.El cazador es un cazador.

12 de enero de 2000

Fue un regalo de mi papá.«Marcos, tengo una sorpresa», me

dijo. Yo estaba tomando la chocolatadaen la cocina. La leche chocolatadaacompañada con vainillas es mimerienda favorita. La masa se hincha

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despacio al menor contacto con ellíquido y hay que soltar el mordiscoantes que se deshaga por su propio peso.«Apurate que salimos enseguida», dijomi papá y me guiñó un ojo. El derecho,siempre guiña el ojo derecho. A mínunca me salió hacerlo tan rápido comoél. Pero lo intenté. Le guiñé el ojoderecho por sobre la taza.

Ni siquiera en el auto me quiso deciradónde me llevaba. Pensé que tal vezíbamos a ver una película en algún cinedel centro o a la cancha, aunque él nuncame llevó a ver un partido de fútbol. «Espeligroso, Marquitos», me explicaba,«mejor lo miramos por la tele.» De

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todas maneras a mí nunca me gustaronmucho los deportes. Salvo disparar. Allíno hay equipos, ni entrenador, ni golpes,ni compañeros molestos, ni barrasbravas.

Cuando entramos, yo no podíacontener mi asombro. El Tiro Federal esun lugar maravilloso. Mi papá tuvo quefirmar varios papeles para que meautorizaran a ingresar. Se hizo cargo detodo. Desde el mediodía, ya no soy unespectador más, un pendejo que seasombra con los disparos de los otros.Yo, Marcos López, soy un tirador.

«El pibe puede», dijo mi papá comopara despejar cualquier duda. «El pibe

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sabe; me hago responsable plenamente»,agregó con aire de director de escuela.«Quiero un permiso completo: para quepueda practicar tiro con armas largas ycortas.» Así dijo mi daddy, levantandoun poco la voz y guiñándome el ojoderecho.

Era lo que yo siempre había soñado.Nunca antes quise tanto a mi papá.

4 de octubre de 2004

Siempre quise comprar una pistolaasí.

Desde que comencé a cazar tuvedistintas armas pero nunca me sentí tan

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pleno como con esta belleza. La Bersa380 es un arma amable. Ideal para llevarencima sin que nadie lo note. Con laBersa tiré cerca de mil tiros en dos añosy lo único que tuve que pedir en laarmería fue que le cambiaran losresortes de los cargadores. Y unaventaja complementaria: a la Bersa lepodés colocar miras regulables,indispensables para poder cazar en lacalle.

Hacemos una gran pareja.Casi no puedo separarme de esta

máquina tibia. Por eso decidí dejar delado la idea de estudiar CienciasVeterinarias. Además, del vasto mundo

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animal sólo me importan los felinos.También algunas variedades de aves,unos pocos anfibios. En el centro de miinterés están los predadores. Lossobrevivientes de este mundo en guerra.Para qué perder el tiempo en laUniversidad.

La Bersa va conmigo a todos lados.De compras, cuando acompaño a mimamá. En los paseos al centro, con mipadre. El resto del día, cuando leo en micuarto, acostado bocarriba, la guardodebajo del calzoncillo, sobre la panza.Sintiendo su peso, repaso las historiasimaginadas para mí por James Cain,Nicholas Blake, Edgar Allan Poe.

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A veces lloro con Poe.A veces lloro por Poe.Lloro y acaricio mi pistola.

17 de marzo de 2005

La sorpresa es lo más importante. Lasorpresa y el entrenamiento.

Conviene comenzar con animalesgrandes. La primera incursión debe serexitosa para que la moral del cazador nodecaiga. La primera vez que alguien salede cacería no debe fallar.

Un tren de pasajeros, un ómnibus, unbar a las cinco de la tarde son lasmejores opciones.

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Disparar contra un tren enmovimiento es como atacar a un saurio,hay que acertar en el lugar preciso. Sucoraza de hierro le da un aspectoimponente y es necesario atravesarla.

Después de estudiarlo muycuidadosamente, elegí la estaciónColegiales. Es un sitio ubicado dentrode mi coto de caza, dentro del círculoque tracé en un mapa alrededor de micasa con un compás del colegio. Losplanos que utilizo son sencillos. El quellevo siempre conmigo es uno quearranqué de la guía telefónica. Mi ideaes ir ampliando el radio de cacería enfunción de mi capacidad operativa.

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Durante toda la semana me paré enla intersección de las vías y la avenidaFederico Lacroze. Siempre a la mismahora: las nueve de la noche. Justo detrásdel quiosco de diarios. A las 21.10 pasael tren que viene de Retiro. A vecesllega con unos diez u once minutos dedemora. En su vientre viaja lo peor decada casa. Tipos aburridos; mujeresagrias; viejos frustrados; estudiantes quetodavía conservan la esperanza de unfuturo distinto; jubilados rabiosos;algunos desocupados, más vencidos quecuando salieron a comerse el mundo enla mañana; vendedores ambulantescontando sus monedas; guardias

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oficiando de guardias por dos pesos;niños insoportables… Todos unidos enel cansancio del regreso, saben que losaguarda una forma más refinada de lamonotonía: la vida familiar, la cenacopada por la tele, las charlas donde nose dice nada, el cruce de rencores.

Con su carga de desesperanza, elanimal cruza la avenida con pasosoberbio y moroso. Raro en un bicho desus dimensiones, camina sin temor nicautela, lanzando berridos metálicos.Merece su destino.

Una vez seleccionado el día y lahora, una vez establecidas lascoordenadas de distancia y velocidad,

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hay que actuar. Elegir la posición de tiroque mejor se ajuste a la presa. Mipreferida es la llamada posturacaliforniana: piernas abiertas, torsoerguido, los brazos extendidos, lapistola como prolongación de la mano.Jalé el gatillo en el preciso momento enque el animal comenzó a moverse. Uno-dos-tres, hay que vaciar todo elcargador sobre el cuerpo para estarseguros.

Luego ejecuté lo que habíapreparado tantas veces. Una salidalimpia y silenciosa. No se trató de unafuga. Fue una operación tan estudiadacomo el ataque mismo.

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Hay que desaparecer del lugar comosi nada. Sin apurar el paso, haciendocaso omiso a los gritos y corridas delresto de la fauna espantada por losestampidos. No hay que detenerse pornada del mundo. Recién a las dos o trescuadras me permití el primer aullido devictoria. Ya estaba hecho lo que habíaque hacer.

El monstruo agonizó en mitad de lacalle durante varias horas.

No fue necesario volver la vistaatrás para comprobarlo.

22 de mayo de 2005

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Nunca me enamoré.No tuve amigas íntimas ni novias.Ni siquiera una amigovia.Nunca di mi primer beso.En realidad nunca di un beso.En la escuela primaria, si me decían

que una chica gustaba de mí, era capazde no hablarle más. Hasta la esquivabaen los recreos. La única mujer que se meacerca es mi mamá. A ella sí laacompaño a todos lados. Al mercado, ala peluquería, a las clases de yoga, atomar el té con sus amigas. Mi mamá nome deja solo ni un segundo.

Tuve una vecina con la que mehubiese gustado hablar. Se llamaba

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Alicia. Vivíamos en el mismo edificio.Yo solía verla cuando volvía de laescuela. Me quedaba en el balcónesperando que regresara de sus clasesde inglés sólo para verla unos segundos.Me fascinaba poder seguir el brevetrayecto que recorría desde el FiatFiesta de su madre hasta la puerta deledificio. Al principio no notó miespionaje, pero después se dio cuenta.Cuando levantaba la cabeza antes deentrar al pallier para sorprendermeespiando, yo corría a esconderme. Memoría de ganas de hablarle pero nuncame animé a decirle nada. Recuerdo todoesto ahora que por fin me decidí a

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matarla.En realidad no sé si se trata de ella.

Pero se viste de la misma maneradesfachatada, y camina igual, con loshombros para atrás y el mentón en alto,orgullosa de su figura.

Todos los martes y jueves, a las seisde la tarde, se encuentra con su novio enel bar de Triunvirato y Meléndez. Eltipo es más grande que ella, por lomenos tres o cuatro años. Piden doscafés con leche y un tostado de jamón yqueso, que comparten. Siempre lomismo.

Esta vez fui con la bicicleta. Meparé en la vereda de enfrente y asumí la

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posición de tiro, la misma que usa NickNolte en las películas, pero con la bicientre las piernas. Me hubiese gustadodecirle algo. Puta, traidora, qué se yo,cagadora, malvada. Pero no valía lapena. Tal vez ni me recordaba. Una viejaque cruzaba por Triunvirato alcanzó agritarme algo que no alcancé a entender.Fue justo un segundo antes de quecomenzara a disparar. Uno-dos-tres,todo el cargador. El blindex de laventana se deshizo por los impactos.Guardé la Bersa en la campera y measomé. El mozo gritaba. Ella serevolcaba por el piso. La sangre lemanchaba la falda azul y la remera

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turquesa. La sangre le decoraba lapanza, justo debajo de las tetas.Comencé a pedalear rumbo a casa.

22 de enero de 2002

Mis padres no quisieron tener otrohijo. Imagino que conmigo tuvieronsuficiente. Sólo les traigo problemas.Eso dicen. Aunque cuando se losrecuerdo, dolorido, ellos lo desmienten.Ahora ya no estudio y tampoco trabajo.Soy una carga, pero ellos insisten ennegarlo. No tengo amigos. No salgo. Novoy a fiestas ni reuniones. Prefieroquedarme solo en mi cuarto, leyendo

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durante horas.Me banco los prejuicios más

injustos.Cuando estaba en el secundario me

condenaron para todo el viaje por unerror. Fui a comprar fumo para venderlea algunos compañeros del curso y medetuvo la policía. No era tan grave. Unpoco de marihuana, casi nada, paraarmar unos porritos. Qué tiene de malo.O acaso ellos nunca fumaron. Mi viejadice que no, mi viejo no dice nada. Eljuez me la dejó pasar. Era más piola queellos dos juntos. Fue el único que se diocuenta de que lo mío no era nada. A losumo una boludez de pendejo inexperto.

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En el colegio igual me quemaronpara siempre. Desde ese día me dicenFrula. «El Frula», y mamá se poneverde.

21 de junio de 2006

Seguir la intuición. Confiar en elinstinto a la hora de elegir el blanco.Hay algo de magia en esa selección. Aéste sí, a éste no. Esto lo aprendí de losfrancotiradores serbios. Hay que dejarsellevar por el momento. En la guerra delos Balcanes, los tipos se apostabandurante horas parapetados en el mismositio, desde donde mataban a gusto. A

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veces a un miliciano; otras a una gordaque se animaba a salir a buscar comidapara su familia; otras a un niño. Aunquelos nenes son los más difíciles, porquesiempre se están moviendo y salencaminando o corriendo para ladosimpredecibles. Pero no había azar enesas elecciones. Por algo pasaban porallí en el momento justo. Por algunamisteriosa razón se paraban delante dela mira telescópica. Tal vez un gestocasual los salvaba: una sonrisa tonta, unguiño, la forma de acomodarse el pelo.De la misma manera, otro gestocualquiera podía mandarlos al infierno.Por lo menos eso es lo que cuenta

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Faulques, el fotógrafo que pasó díasenteros retratando a esos cazadoresperfectos, y yo le creo.

7 de julio de 2006

Me gusta leer revistasespecializadas en armas. Y tambiénconsultar los foros de internet. Ahíaprendí a preparar las balas. Se puedencomprar prefragmentadas, pero no es lomismo. Ahuecar la punta de una bala esuna experiencia intransferible. Imaginoque los indios tendrían la mismasensación cuando embebían sus flechasen veneno. Es un gesto bello. Es pensar

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en la presa antes de salir de cacería.Pocos lo valoran de esta manera.

Preparar las balas es una tarea querealizo a conciencia. Cuando las balasestán bien preparadas causan heridasmás anchas y contundentes. Al impactarel proyectil se aplasta, la punta seexpande y se detiene dentro del cuerpo.

27 de noviembre de 1998

Hoy disparé con el rifle de airecomprimido que mi papá me regaló parael cumpleaños. Parece de juguete, perono lo es. Lleva unos balines pequeñosde metal blando, son como los

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taponcitos de atrás de las biromes.Tengo que poner uno por vez. El rifle seabre por la mitad con un crac que lohace más imponente todavía. Mi daddyes capaz de acertarle a una moneda acincuenta metros. Esta mañana, antes deirse para el trabajo, me lo demostró.Tomó un pan de jabón y le clavó tresmonedas. Luego colocó el jabón sobreun ladrillo en el fondo de casa. Subimosjuntos a la terraza y desde allí comenzóa disparar. Las monedas casi ni se veíandesde allí, pero en tres tiros las hizovolar por el aire.

Yo también me puse a practicar. Meencanta dispararle a los muñecos de

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felpa, tengo una colección que fuecreciendo desde cuando era un bebé.Son gatos, perritos, osos, conejos, unajirafa. Me gusta la forma en la que sedesparraman cuando el balín lesatraviesa el corazón de tela.

19 de febrero de 1999

Maté.No es tan difícil.Le apunté durante una hora al loro de

doña Tina, la vieja que atiende laverdulería que está enfrente de mi casa.Esperé que su cabeza desagradable seajustara a la mira. Fallé el primer tiro

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porque el pajarraco se movióinesperadamente cuando pasó un auto.El balín pegó contra la pared. La viejasalió a la calle pero no entendió lo queestaba pasando. Esperé que volviera aentrar al negocio. Volví a cargar el riflede aire comprimido. Ya no habíaposibilidad de fallar. La cabeza leestalló como una bombita de luz.

Cuando crucé con mi mamá acomprar fruta, doña Tina todavíalloraba.

16 de julio de 2006

Llegó el día. Será a suerte y verdad.

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Una pistola y dos cargadores. La idea esbajar en medio de la manada ysorprenderlos. Elegí el sitio concuidado. Una avenida ancha y transitadadentro de la circunferencia que rodea micasa.

Media tarde. Bajé del ómnibus. Medi vuelta la gorra para que la visera nome molestara y adopté, como siempre, laposición californiana. Piernas abiertas,brazos extendidos, una mano en la culatay la otra sosteniendo el pulso firme. Trespibes venían caminando de frente, aunos cien metros. Le apunté al delmedio. Un disparo en la cabeza. Ymientras se doblaba, dos más para

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asegurar lo seguro. Y seguí. Le pegué enel tórax a una chica que gritaba. Tambiénestoy seguro de haberle dado a unhombre de campera marrón que ni se diocuenta del ataque. Y alcancé a dispararcuatro o cinco veces más pero al bulto.Después, guardé la 380 y me acerqué ala esquina. Justo pasaba el 132, le hiceseñas y me subí. Tenía las monedasjustas para pagar el boleto.

2 de agosto de 2006

El cazador beneficia a la presa consu precisión, con su destreza.

El felino que salta en el momento

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exacto y suelta la dentellada que mata alinstante no es culpable de su naturaleza.

El cazador ejerce un oficioancestral, responde sin defraudar a sucarga genética. Cuando hunde suscolmillos en la carne caliente, completasu parte en el ciclo vital.

El fiscal no entiende nada. Sóloatina en la comparación. «Es un chacal»,dijo. Y es verdad, tengo la impacienciadel chacal, su decisión, sus maneras.Pero es falso que sienta placer al matar.No hay una pizca de perversión en misactos. Simplemente hago mi tarea.Cumplo mi misión.

El chacal es un animal perfecto:

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veloz, ágil, astuto, resuelto. Anubis eraun chacal y vigilaba atento el sendero delos muertos. Nadie escapaba a sudestino de sombras.

«Un chacal», dijo el fiscal y suinsulto suena dulce.

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LOS ÁNGELESBAILAN CUMBIA—Corré, guachín…Eso le gritaron.El hombre dudó un momento. Tenía

unos sesenta años, vestía un trajeitaliano de los caros. Ya no tenía elRolex de oro que lucía en la muñecaizquierda cuando salió de su casa a lamañana, bien temprano, ni el anillo desello con sus iniciales, ni la cadena conla imagen de Jesús de Nazareth. Noconservaba ninguno de sus objetos másqueridos, pero no le importaba. Lo

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único que no deseaba perder todavíaestaba en su poder.

El grito rebotó en la noche como unlátigo. Otra vez.

—Corré, guachín…Un sonido corto y seco, como las

órdenes que se les dan a los perros.Entonces sí, el tipo comenzó a

moverse. Primero despacio, como si suspiernas estuvieran presas de algúnextraño pudor, y después más rápido,acelerando el ritmo con cada paso. Porunos instantes creyó realmente que loiban a dejar escapar, que la pesadillaterminaría allí. Se metió por uno de lospasillos que tenía más cerca pensando

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que tal vez podía encontrar la salida silograba perderlos. Intentó vislumbrar lasluces de alguna avenida, pero fue envano. La villa es un verdadero laberintopara quien no la conoce. De noche nisiquiera la policía se atreve a entrar a ElPeligro.

Tito le dio una profunda chupada ala pipa de aluminio que acababa deencender y cerró los ojos. «La mezclaestá de diez», dijo y lo miró al Tripa conadmiración. Esta vez la combinaciónestaba perfecta: pasta base de cocaína,polvo de limpieza para estirar la dosis,una pizca de vidrio de tubo fluorescentebien molido y un poco de marihuana, el

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toque maestro del Tripa. «Él mezclarábien, pero el que consiguió la pasta fuiyo», se quejó Nenu. Tito no le dio bola.Ninguno de los tres tendría más dedieciséis años. Aunque eran muydistintos tenían algo en común, parecíanmiembros de la misma familia. Estabandesarreglados pero limpios. Lucíanzapatillas de marca y buenas remeras.Durante unos minutos se pasaron la pipacon rigor democrático, en realidad setrataba de un artefacto armado con unpedazo de antena de televisor. Cuando laronda terminó, a una orden de Titosacaron los fierros y fueron a buscar alhombre que acababan de liberar.

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Lo mejor que tiene la pasta base esque se llama igual que yo: Francisco,Paco para todo el mundo. La sensaciónque provoca el paco es breve. Pero essabido que lo bueno y breve, dos vecesbueno. Dura hasta dos o tres minutoscasi siempre y llega a cinco o seis sólolas primeras veces. Hay que considerarque un orgasmo también es fugaz, másbreve que el flash que provoca la pastabase de la cocaína, pero a quién no legusta. Además el efecto es veloz comouna bala. Una inhalación sólo demorasegundos en expandir el placer.Enseguida estallan en el cerebro

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bengalas de colores.Eso sí, es tremendamente adictivo.

Por eso aunque la dosis cueste apenasunos pesos, los que se inician en elconsumo se quedan delirados con elprimero y ya no pueden parar. Es comosacar un ticket al paraíso por dosmangos, por unas monedas locas. Tito esmuy capaz de clavarse una docena enuna noche. En ese caso, lo barato salecaro. Con la cocaína, en cambio, una vezque se paga ya está. Eso dice Titocuando anda seco y enojado. Y agrega:«No hay que comprar el verso de que esuna droga barata, te juro que podésllegar a perder todo por ella».

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Los tres pibes trabajan para mí.Nada más cierto. Se podría decir quelaburan para Paco y por el paco. Megustaría que no hagan juicios morales. Ysi van a hacerlos prefiero que no meescuchen más. Me hacen acordar a losboludos que critican a la cumbia villeray después la piden a los gritos parabailar en sus fiestas. Cuando se tiene elestómago lleno y el cuerpo caliente,criticar es muy fácil. Esto es una guerray si ustedes, los neutrales, no se dieroncuenta, lo lamento mucho. Pero laignorancia no los pone a salvo. Tampocolos hace menos responsables. Como

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dice la Santa Biblia: «Al tibio lovomitaré». Me encanta esa frase.Mientras ustedes se rascan el higo,estafan o despiden obreros, yo trato desobremorir. También me gusta esapalabra: «sobremorir», porque en elbarrio ya no se puede hablar desobrevivir. Por lo menos a estos chicoslos saqué de la calle. Hice una especiede justicia social. Los pibes andabanlocos por la pasta antes de que yo losreclutara. Eran lo que se llama «muertosvivos». No aguantaban ni media hora sinfumar. La pasta base no tiene ni un cincopor ciento de cocaína pero es barata ypor eso se hizo popular.

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La mayoría de los que fuman sonpendejos. Usan unos cañitos de metalhuecos. En el fondo del tubo ponentabaco quemado o marihuana para poderencender y mantener el calor, y así el«polvo mágico» se volatiliza bien. Elpaco es una mujer fatal. Un solo beso ysos suyo para siempre, le pertenecés.Provoca una compulsión insoportable.Altera el cerebro de tal manera que nose puede parar. He visto a nenitas deescuela primaria prostituirse por dospesos y a chicos de pantalón cortotirarse debajo de un tren en crisis deabstinencia. Pero todo tiene su ladopositivo. Aunque nunca hubiesen

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conocido el paco, ninguno de esosmártires modernos hubiese llegado a lamayoría de edad. Convengamos algo: lapolicía mata más que la cocaína. Comodecía antes, lo breve y bueno, dos vecesbreve.

Cuando los rescaté, Tito, Nenu y elTripa estaban en cualquiera. Titollevaba casi una semana sin dormir,paraba en Constitución, en la estación detrenes, y me contó que hasta llegó ahacer asquerosidades sólo para que lehabilitaran una dosis. Nenu tenía deliriopersecutorio, lloraba todo el tiempo ydecía que la cana lo buscaba paramatarlo. Y el Tripa para lo único que se

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levantaba de la cama era para afanar.Después quemaba la plata en su cañitode antena. Los encontré durante unanoche de reviente después de uno de losrecitales de Dama Negra. La Dama esmi grupo de cumbia. Porque eso soy yo,un negro cien por ciento cumbiero. Untipo que zafó por la música. La cumbiame ayudó a salir de la miseria primero ydel paco después.

Yo también estuve hasta las manosde pasta. Al principio sólo tomaba de labuena, pero un día, alguien de la bandatrajo paco y me fumé dos. Me pegófuerte, quedé superpila, duro, entero.Tocamos toda la noche y yo estaba como

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para comerme a un león. Despuésempezaron los problemas. Esto hay quetenerlo claro: al final siempre tedescontrolás. Nunca termina bien. Escomo querer frenar un Fórmula 1 queviene a 300 kilómetros por hora encinco metros. Seguro te la ponés. Lleguéa gastarme cien mangos por noche en esamierda. Iba por el camino previsible:hospital, cárcel, cementerio. Perodespués salí. Claro que tuve que hacervarios tratamientos. Mi vieja me ayudó,me ayudó mucho. Ahora mismo vivo conella. Y la cumbia también hizo lo suyo.La cumbia te puede salvar la vida.

Así como me ven estoy limpio.

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Aunque a veces tengo alguna recaída,estoy limpio. Sigo viviendo en ElPeligro, pero tomé mis precauciones.Armé una especie de fortaleza en micasa. Elevé la altura de las paredes delfondo como dos metros, puse vidriosincrustados en el cemento para que losque quieran trepar se corten los dedos, yrejas por todos lados. También instalécámaras afuera para saber quién seacerca, quién toca el timbre, quién vienede buena onda y quién viene a buscarbardo. En la casa armé una salita parahacer música. Ahí tengo la computadoracon el Pro Tools y equipos de válvulapara grabar la voz, el bajo y la

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percusión. Y pensar que yo empecé atocar con un teclado que parecía dejuguete, comprado por izquierda. Hastalos dieciocho no tuve uno legal. Ahoracuando vienen los vagos de la Dama nolo pueden creer. No se quieren ir. Nosquedamos tocando hasta cualquier horao jugando con la Playstation.

La vida podría haber seguido asíhasta el final de los tiempos. Componer,grabar, tocar en vivo, subir chicas a la4x4, aceptar alguna entrevista para latele pero sólo para cagarme en losestúpidos que te ponen cartelitos a suantojo, y fuckear a los que dicen que misletras hacen apología del delito. Si serán

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boludos, yo vivo en el delito y cuento loque veo. No entienden nada. No importa.Lo que quería contar es que la vidapodría haber seguido así hasta queurbanizaran el barrio, es decir hastanunca jamás de los jamases. Pero nadadura en la villa, y menos si es algobueno.

Cuando empezó la pelea entre lasbandas se me ocurrió adoptar a losangelitos. Así los llamaba, por aquellode «los angelitos de la guarda». Miabuela hablaba de espíritus puros que tecuidan cuando sos chiquito. Losangelitos evitan que te caigas de unárbol o te dan un empujoncito para que

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no te pise un auto. Eso decía mi abuelaDelia. Y eso era lo que yo necesitaba, enespecial después que mataron al TanoRizzo.

El Tano era nuestro manager, elprimer chabón que se dio cuenta de quenosotros hacíamos algo diferente detodo. El Tano entendió que el sonido dela Dama Negra no sólo era cumbia, eracanción testimonial, grito de revancha,rencor concentrado. ¿Por qué mierdahabré nacido aquí? ¿Por qué no puedo ira la escuela? ¿Por qué los ratis mepersiguen? ¿Por qué me pegan? ¿Por quétengo que ir a cirujear? ¿Por qué meviolan? Porqués de todos los colores, en

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especial negros. Y después, cuando laspreguntas sin respuesta se asientan en elfondo del corazón, es posible levantar elorgullo de origen y hacer música. Esohabíamos inventado, lo que después lagilada llamó cumbia villera y seextendió como fuego sobre la paja seca.Y fue el Tano el que se avivó antes quenadie.

De la pelea de las barras que hacenel aguante en los recitales compartidos alos cruces entre los músicos no pasó niuna semana. La bronca más grande sedaba con Flor de Cardo, una banda deEnsenada, que sonaba bien pero sintanto contenido en las canciones. El

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Tano los había cagado feo cuando logróque nosotros firmáramos por tres añoscon el sello discográfico conexclusividad y agregó una condicióngenial: en el año de lanzamiento de cadacedé de la Dama, las otras bandas setenían que callar, es decir no podíangrabar. Después de todo, nosotroséramos la versión original. Por uninstante, imaginé la bronca que iba alevantar, pero nunca pensé que llegaríana boletearlo por eso. Lo emboscaron enel microcentro. Me contaron que el Tanosalió tranquilo de un banco y que cuandovio la moto que se le venía decontramano pensó que lo iban a afanar.

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Pero no, el tipo que venía detrás delconductor sacó un arma y le pegó un tiroen la cabeza. No lo bolsiquearon ni lellevaron la billetera ni nada.

Juro que lo lloré como si fuera mipapá. El Tano Rizzo me había inventado.Me había sacado de la mugre. Despuésque lo enterraron ni siquiera lo consultécon los muchachos, no quería explicarnada y temía que intentaranconvencerme. Entonces llamé a losangelitos. Los pibes eran mis espírituspuros. Tito, Nenu y el Tripa ahoracomían todos los días, tenían ropalimpia, un refugio decente y todo lo quepodían necesitar. Pero tenía que

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utilizarlos pronto porque la adicción leshabía puesto fecha de vencimiento. Esamisma noche el productor de la Florapareció muerto en uno de los pasillosde la villa. A diferencia de lo que habíapasado con el Tano, le habían afanadohasta los zapatos.

Con ese crimen empezó una historiade muerte que debíamos cortar de algunamanera. La pelea nos estaba jodiendo atodos. Se suspendieron presentaciones yen las radios censuraban nuestros temas;en los diarios pasamos de la sección deEspectáculos a la de Policiales; huboredadas en la villa y la compañíasuspendió la grabación de un cedé que

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estaba contratado. Nosotros metemoscinco mil personas por presentación,imagínense. Yo no puedo parar, lo únicoque sé hacer es cumbia. Si paro me hagopelota, vuelvo a la merca, al paco, caigoy no me levanto más. Y no lo digo sólopor mí: la gente de las luces, los de laorganización, los músicos y sus familias,ellos tampoco pueden parar. Por esollamé a los chicos otra vez.

Tito, Nenu y el Tripa no parecenpeligrosos y eso me fascina. Sonflaquitos, pequeños, casi insignificantes.Cuando uno los ve juntos, dan lasensación de que se los podría ahuyentarde un cachetazo, como se espanta a las

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moscas. Son perfectos. Los cité en micasa y les expliqué la situación con lamayor claridad que pude. Les dije que sila guerra no terminaba todo se iba a lamierda. Que si la cosa no volvía a sercomo antes, ellos mismos acabarían otravez durmiendo en la estación de trenes,afanando o prostituyéndose por unadosis. Tito me pidió permiso paraprender la pipita de antena: «Eso no vaa pasar, nosotros lo vamo’ a arreglar»,dijo, «esos tipos no vuelven a cantar».No hizo falta decir más. Les preparé unbolso con paco y plata como para un añoy les dije que no quería verlos nuncamás, que de esta manera quedábamos a

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mano. Nos abrazamos con fuerza y paraespantar la tristeza nos tomamos unascervezas.

Tito, Nenu y el Tripa llegaron alcumpleaños cerca de la medianoche del4 de febrero. Entraron sin problemas, lafiesta era en una casa del barrio Tubio,en Laferrere, y las puertas estabanabiertas a todo el mundo. La hermanadel cantante de Flor de Cardo festejabasus quince años en un fondo con piso detierra, árboles frutales y una pileta amedio terminar. La banda entera estabaallí y, más allá del baile desenfrenado,

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del vino y la porquería que corría comoun río desbordado, la expectativa estabapuesta en los músicos. Hacía un par demeses que no tocaban en vivo y nadiedudaba de que ese era el mejor regaloque podían hacerle a la homenajeada,una gordita de tetas grandes y miradapícara.

Después del vals que enseguidadevino en cumbia, la gente empezó aponerse impaciente: «¡Flor, Flor, Flor!»,empezaron a alentar. A una señainvisible para el resto de los presentes,unos plomos comenzaron a instalar losequipos de sonido y acomodaron losinstrumentos. Tito vio cómo los cuatro

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músicos del grupo se metieron en una delas habitaciones, tal vez para cambiarse.En general ellos utilizaban la mismaropa en cada show, siempre con tonosverdes y una estética de púas y pinchos.A Paco le parecía un horror pero alTripa le gustaba ese look lineal yagresivo. Lo entendía. Los angelitos semiraron y comenzaron a atravesar lamaraña de invitados hasta alcanzar elliving de la casa. En unos minutosquedaron frente a la puerta de lahabitación. Una rubia teñida les dijo quesi querían autógrafos tendrían queesperar a que la banda terminara detocar. Los chicos asintieron tímidamente

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y le sonrieron. Cuando la mujer se fuehacia el patio, a un gesto de Tito sacaronlos fierros, las tres pistolas nuevemilímetros que alguna vez pertenecierona la policía los hacían más pequeñostodavía. Nenu abrió la puerta de unapatada.

La prensa llegó a preguntarle a Pacopor la matanza en el cumpleaños deLaferrere y el músico aseguró queestaba espantado. Luego para distendersalió con una de sus muletillas:

—Yo, Johnny. Ya no me llamo Paco.El paco es malo para todos. Ahora soy

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Johnny. Yo ni me meto. Sólo hagocumbia.

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PELUSA DUERMEEN EL SILLÓN

Pelusa duerme en el sillón. Le gustaríatener una habitación para ella sola. Legustaría por lo menos tener una camapara ella sola. A los quince años, legustaría tener algo para ella sola. Perole tocó ese sofá que durante el díafunciona como trampolín para los saltosde sus hermanitos. Tiene tres. Losmellizos, que ahora duermen en uncolchón junto a la ventana y son comodos monitos. Entre sueños, cada tanto seintercambian un manotazo o una patada y

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durante el día ríen o lloran por nada,pero siempre juntos y al mismo tiempo.Todavía no cumplieron los dos años. Yestá Claudio, que tiene doce. Claudio,que siempre la está mirando. Como eneste instante, en la penumbra deldepartamento de dos ambientes. Él seacomoda en una bolsa de dormir, cercade la puerta. Y la mira. Desde que Pelutiene memoria, Claudio no se pierdeninguno de sus movimientos.

En el otro cuarto duerme su madre.Se llama María Rosa. A ella también lepusieron Rosa, pero todos le dicenPelusa. Le contaron que cuando era bebétenía poquito cabello, apenas una

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pelusita y le quedó Pelusa, la Pelu. ARosa no le gusta el apodo pero sabe quehay cosas que no puede cambiar aunquequiera.

—Clau, ¿qué te pasa? ¿No podésdormir?

Su hermanito sólo le devuelvesilencio. La Pelu insiste.

—¿Tenés miedo?—No, mirá si voy a tener miedo.La voz sale desde adentro de la

bolsa de dormir.Recostada en el sillón, Rosa apenas

puede distinguir los mechones del pelo

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de Claudio, pero adivina sus ojos negrosabiertos y fijos.

—¿Querés que te cuente el cuento dela buena pipa? —propone Pelu.

—No me jodas con eso…—Yo no te dije «no me jodas con

eso», te pregunté si querés que te cuenteel cuento de la buena pipa…

—Pelu, por favor…—Yo no te dije «Pelu, por favor», te

pregunté si querés que te cuente elcuento…

Su hermano resopla fastidiado y poreso se detiene.

—Bueno, no te enojes…Rosa sabe que es difícil hacer reír a

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Claudio. Además a la noche, cuando sumadre los obliga a apagar la luz, pareceotra persona. Es como si en la sombraanidaran temores incomprensibles paraella.

—Hay fantasmas acá… —la vozcontiene un dejo de resignación.

—No seas idiota, Claudio, losfantasmas no existen.

La conversación se repite dos o tresnoches por semana.

—No te digo en este departamento,pero en el complejo hay fantasmas. Yovi a uno en el nudo 6. Es un gordopelado que anda en pijama…

La Pelu contiene la carcajada como

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puede, no quiere que su hermano seenoje.

—Acá hay de todo menos fantasmas.Tenemos chorros, drogones, putas,travestis y vos te asustás de losfantasmas.

—Hoy lo vi otra vez. Estaba sentadoen la escalera. Me apuntó con la manocomo si fuera a dispararme y dijo:«Bang, Bang… estás muerto». Entoncessalí corriendo…

—¿Querés venir acá conmigo?La invitación hace que el chico salga

disparado de la bolsa y de un saltotermine abrazado a su hermana. Laescena se reitera tan seguido como la

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conversación sobre los fantasmas. Elfinal también es similar: después dedefender la veracidad de sus visiones,Claudio se duerme enseguida.

Los miedos de su hermanito sehabían disparado con la llegada aBuenos Aires, hacía tres años. EnPergamino, donde habían nacido, nosabían de terrores ni de hacinamientoaunque también vivían con lo justo. Deuna casa de material con fondo de tierra,limoneros y gallinas, habían pasado a unpequeño departamento en el barrioEjército de los Andes, el sitio al quetodos llaman Fuerte Apache por suparecido con el Far West.

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El barrio fue rebautizado por unperiodista después de cubrir unespectacular tiroteo entre policías yladrones. Está situado en el partido deTres de Febrero, en Ciudadela Norte.Formó parte de un plan destinado a laerradicación de villas miseria. Fuediseñado y construido por la dictadurade Onganía en un terreno de 26hectáreas que el Ejército le donó alEstado Nacional. Originalmenteconstaba de veintidós edificiosdistribuidos en tiras de planta baja y trespisos. Después vinieron sesenta y cuatromás. Las torres más altas, de diez pisos,conforman los denominados «nudos»,

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que están unidos entre sí por pasarelas.Estaba previsto para veintidós milpersonas pero viven noventa mil.

Los primeros vecinos llegaron de laVilla 31. Apenas se instalaron,comenzaron a llamar al complejo BarrioPadre Mugica. Era un homenaje alllamado sacerdote de los pobres, uncura que trabajó con ellos en elasentamiento de Retiro hasta que loasesinaron los militares, pero el nombreno quedó. Padre Mugica no pudo contraFuerte Apache. Todo esto se lo contó aPelusa la señorita Doris, su maestra dela escuela Nº 2 de Villa Real. Muchospibes del barrio iban a esa escuela

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ubicada del lado de la Capital Federal,cruzando la avenida General Paz.Incluso algunos de sus compañeros decurso mentían cuando les preguntaban enqué barrio vivían. «No hay queculparlos, también los pobres sonprejuiciosos», le decía la señoritaDoris.

Cuando recién llegaron al complejotodo era alegría para la familia Medina.Todavía no habían nacido los mellizos, ypara Pelusa y Claudio el departamentoparecía un palacio. Su madre limpiabacasas y su padre había conseguido un

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aumento de sueldo con el traslado a unacomisaría de Vicente López. Pelusa norecuerda cuándo cambió todo. Con lacrisis de 2001, su mamá conseguía cadavez menos trabajo y a su padre tampocole fue mejor. Tuvo problemas con unchico baleado en un enfrentamiento ydurante varios meses estuvo suspendido.«Me colgaron un muerto», decía. «Esoshijos de puta me colgaron un muerto.» APelu le costaba entender esa frase,lanzada con odio por su padre.Enseguida pensaba en alguien colgadopor el cuello a la rama de un árbol,como se ve en las películas del LejanoOeste. Tal vez en el Fuerte eso fuese

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posible.

—¿Por qué te creés que estoy en estepuesto, Medina?

—No sé, comisario…—Hacé un esfuerzo… pensá,

boludo, pensá…—Porque hace las cosas bien…—Ahí me gusta más. Hacer las cosas

bien, ese es el secreto de este laburo,Medina. O vos te creés que nunca metuve que ensuciar las manos. Que nuncamaté a nadie. Claro que lo hice. Y ensituaciones más confusas que las deloperativo que hicieron ustedes en Tigre.

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Pero tomé mis precauciones, Medina.Cada vez que tuve que meter las manosen la mermelada, me las limpié conmucho cuidado. Me cubrí el culo,¿entendés? Eso es lo que no hicieronustedes…

—Pero el pendejo nos habíamejicaneado, jefe…

—¡Parece que no entendés nada,negro de mierda! Te estoy explicandoque el problema es la forma en que secargaron al tipo, no que lo hayanboleteado.

Medina se quedó en silencio,avergonzado. La Bonaerense había sidosu vida durante veinte años y él siempre

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había cumplido ese código no escritoque aventaba problemas.

—Ahora hay que esperar. No creoque por esto se queden afuera de laFuerza pero hay que cumplir elreglamento. Hay muchas presiones delgobierno. Por ahora están endisponibilidad y se la tienen que comerdoblada.

El suboficial Medina siempre habíatomado mucho, pero desde el problemacon el muerto no podía salir de su casasin unas copas en el cuerpo. Por lomenos un par de días por semana no

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volvía a dormir al departamento deFuerte Apache. Decía que no soportabaestar allí y que tenía que viajar aPergamino, donde pensaba abrir unnegocio. Varias veces llegó a golpear asu mujer a la vuelta de algunaborrachera. Claudio y los mellizos seponían a llorar cuando empezaban losgritos y la Pelu los ubicaba a todos en susillón y los tapaba con una frazada hastaque terminaba la pelea. Su padre parecíaotra persona. Cuando volvió al trabajola vida de todos mejoró, pero sólo porun tiempo. Medina igual pasaba la mitadde la semana fuera de la casa. Una tardeClaudio lo siguió. Era un pibito, pero

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conocía la calle mejor que la mayoría delos chicos de su edad. Pagó el pasajecon sus ahorros y tomó el micro enRetiro, justo después de que lo hicierasu papá.

—Tiene otra casa…Estaban acostados. La voz de su

hermano, como siempre, brotaba de labolsa de dormir.

—Claudio, no digas boludeces —trató de disuadirlo.

—Tiene otra mujer y un hijito, yo losvi —insistió Claudio.

—Sí, y pasean en pijama por el nudo

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6…Claudio permaneció en silencio. Fue

su hermana la que volvió a hablar.—Está bien, perdoná. ¿Cómo lo

sabés?—Fui a Pergamino. Tiene una casa

cerca de las vías. Va todas las semanas,cuando no viene acá.

Pelu permaneció callada un ratolargo y después intentó tranquilizarlo.

—Tal vez sea mejor. Cuando noviene todos estamos mejor… ¿o no?

Su hermano no respondió y Pelupensó que se había dormido.

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La primera vez que Claudio vio algordo pelado, fue un día de lluvia en elquiosco que está ubicado en la entradadel nudo 14. Pidió veinticinco centavosde caramelos masticables y cuando sedio vuelta, el tipo estaba parado allí,rascándose la cabeza y mirando lospaquetes de cigarrillos como siestuviese a punto de pedir uno. Claudioesperó unos minutos y se dirigió alquiosquero.

—Don Juan, ¿no lo atiende alseñor…?

—¿A qué señor, pibe?

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No dijo nada más y giró la cabezadespacio. El gordo ya no estaba detrásde él. Se alejaba por el pasilloarrastrando los pies. Estaba en pantuflasy pijama.

Otro día se lo cruzó en una de lasescaleras. El ascensor no funcionaba yse decidió a subir hasta su piso a lacarrera. El corazón casi le dio un vuelcocuando se topó con el tipo en uno de losdescansos.

—¿Viste a mi hijo? —le preguntó elhombre.

—No, no sé quién es su hijo —respondió Claudio, cuando pudosobreponerse del susto.

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—Le dispararon —dijo el hombre—, le dispararon por la espalda,pobrecito.

Claudio se disculpó por no tenerningún dato para darle y salió corriendoescaleras arriba. Los días siguientes lepreguntó a varios de sus amigos por elgordo pelado, pero nadie sabía nada.Ramón, el cartero que vive en el quintoB del nudo 6, le dio una pista.

—El único gordo pelado que vivíapor acá era Santiago Roncaglia, pero semurió hace dos meses. Le dio un ataqueal corazón cuando le avisaron que a suhijo lo había matado la policía. Teníadieciséis años el pibe. Como era viudo

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se quedó solo y ya no pudo reponerse.Se dejó estar. Algunos días ni se podíalevantar de la cama. Hasta abandonó supuesto en la fábrica. Para mí que semurió de pena.

Cuando Antonio Medina se dejaganar por la ginebra, se vuelve violentoe imprevisible. En esos días es mejorque no esté en ninguna de sus dos casas.La mano se le pone fácil y el sexoardiente. Necesita demostrar quienmanda. Necesita demostrar que controlasu suerte. Tiene una sed que ningúnalcohol logra saciar. Pelusa lo sabe más

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que nadie. En esas noches, entra aldepartamento tratando de no hacer ruido.Se mete en el baño y al rato la llama,suavemente.

—Rosita, vení —susurra.La Pelu no se hace esperar.

Abandona el sillón de inmediatotratando de no despertar a sus hermanos.Su padre ya está bajo la ducha.

—Traeme una toalla —le indica,mientras termina de bañarse.

La Pelu va hasta el armario de lahabitación y comprueba que su madreduerme o finge dormir para evitar unanueva pelea. Toma un toallón y vuelve albaño. Su padre está desnudo, parado

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frente al espejo. Parece cansado. Tienelos ojos enrojecidos y aliento a vino.

—Secame —le pide.El ruego suena como una orden. La

Pelu comienza la tarea que ya hizo otrasveces. Le seca el cabello, la espalda, elpecho, la barriga, las nalgas y laspiernas con un cuidado propio de MaríaMagdalena ante la figura de Jesús. Tratade no hacer ruido. Sabe que la tareatendrá el resultado de siempre. Supadre, el suboficial Antonio Medina,tendrá una erección. A pesar de laborrachera que le nubla el corazón y lacabeza, tendrá una erección. Y ella sedejará dar vuelta. Levantar la camiseta,

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bajar la bombachita rosa que su madrele compró en la Feria de La Salada y sedejará penetrar, llorando bajito,procurando que nadie escuche losgemidos de su padre.

—Es como si se me metiera eldiablo en la sangre, hermano, pierdototalmente el control —dice Medina, yllora—. Llora con hipos. Llora como sifuera un chiquillo arrepentido.

—Tenés que comprar el Manto de laSalvación y venir el próximo sábado ala ceremonia del Perdón. Es la únicamanera de que puedas recuperar a tu

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familia, hermano…La voz resuena en el templo vacío

con un tono solemne. Fernando ArantesDa Silva nació en un pueblo del interiordel Estado de Santa Catarina. Duranteveinte años vendió chucherías en lascalles de Río de Janeiro, hasta que Diosy la Iglesia de la Salvación le cambiaronla vida. Llegó a la Argentina con elrango de reverendo hace diez años.Desde entonces, se convirtió en elprincipal guía espiritual de lasatormentadas almas de Fuerte Apache.

—Aquí estaré —promete Medina,mientras saca del bolsillo del uniformealgunos billetes arrugados y los deja

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sobre la silla.

No sabe bien qué lo despertó. Si elruido de la puerta del baño al cerrarse olas voces que salían de allí. Enseguidale pareció reconocer el llanto de suhermana. Para Claudio, la bolsa dedormir es un refugio. Una casa dentro dela casa. El único lugar más apacible queése son los brazos de Pelusa. Ahí notiene miedo. Cuando era más pequeño,ante cualquier susto corría a la cama desu mamá, pero eso fue hace mucho,cuando la habitación de sus padres no sehabía convertido en un campo de

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batalla.Sacó la cabeza para escuchar mejor.

Sobre la mesa pudo ver la gorra de supadre y la pistola reglamentariaenfundada en la cartuchera de cuero.Miró hacia el baño y vio cómo la luzencendida se colaba por el marco de lapuerta mal cerrada. Se incorporó de unsalto y caminó descalzo hasta la mesa.Tomó el arma y le quitó el seguro. Habíavisto muchas veces cómo su padreliberaba la pistola de su encierro. Seacercó al baño. Parado junto a la puerta,pudo escuchar mejor.

—No es nada, chiquita, no es nada,no llores…

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Empujó la madera con el caño de lanueve milímetros, que sostenía con lasdos manos. Cuando la puerta se abrió,jaló el gatillo una, dos, tres veces. Elsuboficial Medina no alcanzó asorprenderse. Los primeros impactos loarrojaron contra los azulejos.

La Pelu salió del baño gritando.Claudio se acercó al cuerpo que se

desangraba abrazado al inodoro y siguiódisparando.

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ESTA BOCA ES MÍALa operación no tiene ningún misterio.Hay que pasar el hilo de afuera haciaadentro atravesando el labio inferior yde adentro hacia afuera por el labiosuperior. Es como coser cualquier tela.Luego a las dos puntas se les da unavueltita o se las ata. Conviene suturarpor la mucosa. Coser el interior de laboca es menos doloroso que perforar lapiel. Tres puntos son suficientes. Unosobre cada costado y el otro en elmedio. Hay que dejar un espacio paraque entre la bombilla del mate. Por esavía se puede hidratar el cuerpo cuando

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pasen los días. Ahora bien, si la medidade protesta es extrema, lo mejor es darcinco puntadas. Cinco puntadas o seis,y a otra cosa.

—Por fin tapaste la cloaca, pendejo.—Con los labios así fruncidos,

parecés un dibujito animado.Eso le dicen los guardias a Ricardo

Daniel Villegas, alias el Perro,diecisiete años recién cumplidos,cincuenta kilos distribuidos en un cuerpolargo y delgado.

—La próxima vez, si querés ver aljuez, te vas a tener que zurcir el culo,maricón.

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Eso le dicen los guardias. Y más.Cada dos o tres frases le sueltan un«negro de mierda», también. Como paraque no olvide su origen ni su destino. Escurioso. Por el color de la piel,levemente aceitunada, los ojosmarrones, el pelo negro y lacio, lostipos podrían ser sus primos. Parientes ono, lo insultan sin ningunacontemplación. Se burlan y golpean consus bastones la puerta de la celda. Noparecen impresionados por la decisióntomada por el Perro. Han visto elresultado de esa operación artesanalmuchas veces. En la Casa de Piedra, lacárcel más violenta de la Argentina, se

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la conoce como la señal de losdesesperados.

El chico permanece sentado en elpiso. Mira a los guardiacárceles sinhacer el menor gesto. Sus labiossellados son una obviedadsanguinolenta. Los fusila con los ojos.Desde niño, la mirada del Perro fue elmejor vehículo para su rencor. De esamanera, odiosa y desafiante, miró alpresidente del Tribunal Penal deMenores que lo condenó a prisiónperpetua por nueve delitos graves, entreellos los asesinatos de un policía y de un

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repartidor de cerveza.Reclusión perpetua. La frase le

quedó sonando en la cabeza. A losmiembros del juzgado no les importó suedad, su físico de alfeñique al quecualquiera se le animaría, el llanto de sumadre en la sala de audiencias, losplanteos de la defensa.

—Es inmaduro, con rasgospsicopáticos, impulsivo y agresivo. Esun poliadicto con baja tolerancia a lafrustración. No se muestra arrepentidode sus actos. En pocos meses se haconvertido en el exponente más violentode una generación de delincuentesjuveniles. Para garantizar la tranquilidad

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social y por su propio bien, es necesariomantenerlo alejado de la sociedad —había dicho el fiscal.

Y otra vez la frase del juez rebotó ensu cabeza como la piedra de unsonajero. Reclusión perpetua.

Al Perro no le gusta hablar de lasdos muertes que carga. Las mencionacomo si le fueran ajenas. Lo del policíasiempre lo rechazó de plano. «No fui yoquien disparó», repetía, con la miradaperdida. Sólo en confidencia y para susíntimos, llegó a señalar al matador: JuanSimón. La Negra Simón era un rufián del

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barrio San Martín con el que alguna vezformaron equipo. A Simón le decían laNegra por el color de su piel y losrasgos finos de su cara. El cabello largohasta la cintura, que solía acomodar enuna trenza, proponía una ambigüedadsexual que se disipaba sólo alescucharlo hablar. La Negra tenía unavoz áspera que le otorgaba lamasculinidad que le negaba su aspectodelicado. Además tenía un mododesalmado de actuar, era osado yviolento.

La Negra y el Perro entraron aldelito juntos y casi jugando. Desde lostrece años rapiñaban comercios e

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inhalaban pegamento hasta caerdesmayados. Entre los dos levantabanautos que terminaban desguazados yorganizaban arrebatos en la peatonalmendocina. Nunca se separaban. Esdifícil precisar por qué razón, apenasunos años después de aquellasaventuras, se convirtieron en enemigosacérrimos. Tal vez un vuelto malrepartido o la disputa por una mujer queno debieron compartir. Con todo, elPerro nunca acusó a la Negra. «Que teencanen por uno o por dos muertes es lamisma mierda», decía, paradesesperación de su abogado.

Recordar el otro asesinato sí lo

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amargaba: «Lo del repartidor fue unaboludez, el comienzo de mi desgracia»,decía. La frase «el comienzo de midesgracia», parecía salida de unculebrón mexicano. Pero en el caso deVillegas era una afirmación irrefutable.Cuando se arruinó con esa muerte, teníaquince años y todavía no le decían elPerro. El apodo vino después, cuando lodetuvieron por primera vez y casi learranca un dedo a un policía con unadentellada furiosa.

El repartidor tenía veinticuatro añosy dos hijos pequeños. Eso el Perro losupo después, al otro día del robo. Eldiario decía que había empezado como

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ayudante en la distribuidora de bebidas,pero en apenas unos meses le habíandado un aumento y la conducción delcamión de reparto.

Lo que el Perro sí tenía bienestudiado era que dos veces por semanael tipo pasaba por el barrio justo a lastres de la tarde y paraba en elsupermercado chino para entregar lasbotellas. Trabajaba solo. Estacionabafrente al local, bajaba de la cabina de unsalto, descolgaba una pequeña carretillay cargaba cuatro o cinco cajones concerveza. Casi siempre usaba una camisaazul y un pantalón vaquero muy gastado.

El Perro había controlado el tiempo.

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El tipo demoraba unos cuatro minutosentre que llevaba los cajones hasta elcostado de las cajas registradoras,cobraba y volvía a salir con los envasesvacíos. Además le habían dado un datode oro. El flaco, aunque bajaba con unabilletera que sobresalía del bolsillodelantero de su camisa, iba dejando laplata grande, los billetes de cien y decincuenta, escondidos en la guantera delcamión. Parece que tenía miedo de quelo afanaran adentro de algún boliche.

El Perro no dudó. Era pan comido.Sólo había que subirse al vehículocuando el chofer bajara, abrir laguantera, levantar la plata y salir

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disparado en dirección a la villa. Parano compartir un botín tan dulce, no ledijo a la Negra que saldría a la pescaesa tarde. Además ya habían comenzadolos cortocircuitos entre ellos,provocados por la muerte del policía, yla ruptura de la sociedad era inminente.

En general, el Perro se movía conuna navaja. Un arma pequeña y fácil deocultar debajo del cinturón o en lasmedias. La había heredado de su tío. Elviejo la usaba para afeitarse y el Perrodecía que la tenía siempre encima paraafeitar a los giles. El que andabasiempre calzado era su compañero: laNegra prefería la ferretería.

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Cosas del destino. Dos días antesdel golpe al repartidor, al Perro leentregaron una Browning nuevemilímetros que él mismo había mandadoa robar. Era su primera pistola deverdad. Una máquina tremenda a la quesólo podía dominar con las dos manos.Se pasó toda una tarde disparándole acualquier cosa en una chacraabandonada, en las afueras de la ciudad.Era como tener un cañón justo al finaldel brazo. Aunque su puntería no era lamejor y todavía no se habíaacostumbrado a su peso, el día del robodecidió llevarla encima.

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Todo pasó demasiado rápido. El tipollegó al local y se bajó del camión comosiempre. Viernes, hora de la siesta. En lacalle no había nadie. El Perro saliódisparado en dirección al vehículo.Trepó a la cabina por la puerta delconductor como si fuera un gesto quehiciera todos los días. Abrió la guanteray no encontró más que una radio portátil,los documentos del auto, una libreta conel detalle del reparto y una estampita deSan Cayetano que se guardó en elbolsillo de la camisa. Siguió buscandodurante unos segundos y nada. Comenzóa desesperarse. Revisó el cubresol y noencontró más que unos recibos de la

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patente. Estaba por bajarse con lasmanos vacías, cuando se le ocurriófijarse debajo del asiento. Allí encontróel premio buscado: un sobre de papelmadera con cuatro billetes de cien y unode cincuenta. Esperaba un poco más,pero tampoco estaba mal. Se guardó losbilletes y dejó el sobre en el lugar enque lo había encontrado. Cuando estabapor bajarse escuchó el grito:

—¡Dejá eso, hijo de puta!Levantó la cabeza en el mismo

momento en que el repartidor alcanzabaa abrir la puerta del acompañante con lacara desencajada por la bronca.

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Mientras termina de sellarse loslabios con cuidado de abuela, el Perrotodavía se pregunta por qué no escapó.Con el buen tranco que tenía porentonces, nunca lo hubieran alcanzado.Es más, ahora recuerda que ni siquieralo pensó. En ningún momento dudósobre lo que tenía que hacer. Sacó lanueve milímetros del bolsillo de lacampera y apuntó. El flaco hizo unamueca extraña con la boca, tambiénfrunció un poco la nariz, tal vez intentódecir algo, pero no pudo. El disparo leimpactó en el pecho. El cuerpo delrepartidor voló hacia atrás y quedótendido boca arriba en la vereda. El

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Perro ni lo miró, bajó del camión y sefue a la carrera. Lo último que escuchófueron los gritos del chino. Pero al chinodel mercado nunca se le entendía nadade lo que decía.

Con una aguja es más fácil. Sepuede utilizar cualquier tipo de aguja.No hace falta asaltar la enfermería,con la ayuda de un familiar o de unamigo alcanza. ¿Quién no tiene unaaguja en la casa? Sólo tienen quehacerla entrar al penal. Y si nadie teconsigue una, la podés inventar. Sepuede fabricar con cualquier pedacito

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de alambre. Hay que aplanarle la puntacon algunos golpes y después, alextremo que quedó chato, le hacés unagujero con un clavo. Luego hay quelimar otra vez el extremo aplanadopara que recupere su forma original.Claro que ahora tendrá un ojo en elmedio por donde pasar el hilo o elalambre.

El Perro se fugó una vez pero ahoraes imposible. De la Casa de Piedra sesale por la puerta principal, ésa quetiene un cartel que dice Penitenciaría, o«con las patas para adelante». Eso

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cuentan los presos más antiguos y sabende qué hablan. En dos años, entresuicidios y asesinatos, murierondieciséis reclusos. El penal fueconstruido en 1905 y está rodeado porun muro de piedra de 6 metros de altopor 70 centímetros de espesor.

El Perro se fugó una vez, pero deuna comisaría, la 5ª. Todavía hoyalgunos botones se lo quieren cobrar. Yse escapó sólo porque los policíasmendocinos son como de películacómica. Lo habían detenido de unaforma estúpida, en una razzia de rutinaen un cabaret. Lo levantó una patrulla deMoralidad porque era menor. Cuando

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llegaron a la seccional y loidentificaron, los agentes se pusieroncomo locos. Al otro día, el jefe de lapolicía provincial llamó a unaconferencia de prensa. «El delincuentejuvenil más peligroso del país estápreso. Fue detenido en un espectacularoperativo de fuerzas combinadas»,anunciaron por la tele.

Dos horas antes de la reunión deprensa que iba a garantizar por lo menosmedia docena de ascensos, el Perro sefugó de la comisaría de una manerainsólita. Como no lo podían meter en elcalabozo porque era menor de edad, lodejaron esposado a un radiador de la

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calefacción. El Perro jugó con la cadenahasta que logró desengancharla de laestufa. Lo cierto es que cuando lo fuerona buscar para trasladarlo al Penal deMenores ya no estaba. Al comisario dela 5ª lo relevaron ese mismo día y hubosumarios para todo el mundo. Nunca leperdonaron esa fuga.

El problema de las agujas caserases que las heridas casi siempre seinfectan. Por más que las laves siemprearrastran alguna porquería. Lo mejores hervirlas o meterlas en lavandina.Pero a veces no se puede.

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Por eso el Perro siempre la pasómuy mal adentro. Lo tenían confinado auna celda de 1,30 por 2 metros, con unaventanita desde donde sólo se podía verun pedacito de cielo. Se quedaba allíadentro casi todo el día. Las dos vecesque intentó salir al patio para fumar ycaminar, otros presos lo agredieron.Primero fue una paliza y luego unpuntazo en el estómago. Durante untiempo estuvo cargando una bolsita consus excrementos. Su abogado defensorsospechaba de la policía, pero lasautoridades del penal argumentaron quelas peleas eran producto de algún ajuste

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de cuentas entre delincuentes. Decíanque el Perro había robado a familiaresde otros detenidos cuando estuvo libre.Que no tenía códigos.

Después lo pasaron a un pabellón deadultos. Fue una locura, allí no podía nimoverse. Desconfiaba de todo el mundo.Además los guardias no le respetaban ladieta ordenada por los médicos delhospital y se le agravaron los problemasintestinales. Salvo cuando habíainspecciones y se esmeraban un poco, lacomida era un asco. El Perro contó queuna vez encontró la cabeza de una rataen el guiso. En tres meses bajó diezkilos.

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Cuando se tienen agujas de verdad,se puede utilizar cualquier tipo de hilo.Puede ser de nailon o de envolver. Loideal es contar con hilo de suturamédica. En estos casos ni siquieraquedan cicatrices. Pero lo ideal noexiste en la cárcel. Cuando no hay hilo,lo que funciona bien es el alambrefinito de las escobas.

Sus familiares pidieron el trasladoinmediato, pero nadie los escuchó. Asugerencia del abogado, el Perro mandócartas a la prensa y exigió ver al juez.

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Ricardo Daniel Villegas nunca en suvida había pedido nada, pero esa vezrogó por su suerte. «Señor juez, si medeja acá adentro me van a matar»,explicó. Ante el silencio de la justicia ypor consejo de Juan Fortuna, el únicopreso de los viejos con el que hablaba,decidió comenzar con la huelga dehambre que lo llevó a la enfermería.

—Esta boca es mía y hago lo quequiero —le dijo al médico—. Si total nome dejan hablar. No puedo defenderme.Cuando grito nadie me da bola…

—Pensalo bien, no hagás unatontería, pibe. Esas cosas terminan mal,te vas a infectar…

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—Yo ya estoy infectado, tordo. Dechiquito estoy infectado.

El doctor Raúl Bortoloni trabaja conpresos desde hace veinte años. «Soyconserje sanitario en el infierno», sueleafirmar. Dice que está más curtido quemuchos de los condenados a los queatiende. Sin embargo, ese día sintió unapena profunda por ese chico que llorabasentado en la camilla de la enfermería.Asegura que trató de disuadirlo, perofue en vano.

Cuando lo ves, es impresionantepero te aseguro que no duele. Te juro

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que no duele. Más duele el alma por elencierro, más duelen las humillacionesde cada día, los recuerdos de lainfancia, las vejaciones a las que tesometen los guardias. La aguja noduele. Y si lo hacés con cuidado, loslabios ni siquiera sangran.

Diez días estuvo el Perro con laboca cosida y sin comer. Parecía quetenía los huesos dibujados en la piel.Para peor, la huelga fue un fracaso. Eljuez se negó a darle una audiencia y laprensa no publicó una sola línea sobrela protesta. No consiguió nada. Nada de

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nada, salvo otra temporada en elhospital.

—No aceptamos presiones. Yo acávi de todo. A veces se ponen como locosy hacen barbaridades: se tragan hojitasde afeitar, se inyectan mierda en lospulmones, se cortan los brazos y secosen la boca. Si les damos bola espeor, porque después hacen algo másgrave para llamar la atención y puedenterminar mal. Y antes que nada, señoraVillegas, nosotros tenemos quepreservar la vida de los detenidos.

Marcelo Pando, el director delpenal, fue el encargado de explicarle lasituación a Cristina, la mamá del Perro.

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Cuando se enteró de la huelga, la mujerlo esperó dieciocho horas en la puertadel penal hasta que aceptó recibirla.

Cerrarse la boca es como cerrar elcorazón. Hay que saber en quémomento hacerlo. Cuando no te quedaninguna esperanza, cuando no te quedani la más remota posibilidad de unasalida. Entonces sí.

Cuando volvió a su celda, despuésde un mes en el hospital, el Perro era unespectro. Caminaba muy lentamente. En

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el cuello llevaba un rosario blanco, deplástico, en lugar del colgante tumberoque se había hecho con el cráneo de larata. Ni la noticia de que su caso iba aser revisado por la Corte Interamericanade Derechos Humanos logró insuflarlealgo de alegría.

Por la noche le pidió al oficial deturno que le devolvieran sus cosas. Selas habían sacado mientras estabainternado. No era casi nada: unacadenita de plata con una cruz deCaravaca, que según decía tenía elpoder de librarlo de las balas y de todomal; un llaverito con la cara deMaradona y una fotografía donde estaba

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junto a su mamá. La foto era lo que másle interesaba: su madre estaba hermosa,tenía un vestido floreado y el pelorecogido; ella lo miraba con una sonrisa,mientras él, muy serio, miraba hacia lacámara. Le costaba reconocerse en eseniño con delantal blanco, temeroso,parado junto a la puerta de la escuelamunicipal a la que concurrió apenascuatro años. De todos modos adorabaesa imagen, era como la pista de unavida que podía haber sido y se esfumó.

Pateó la puerta con las fuerzas que lequedaban. Como no le dieron bola, sepuso como un loco.

—No jodas más, las cosas te las

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hizo alguno de tus compañeros —legritó el guardia.

Desde las celdas cercanas loescucharon insultar hasta muy entrada lamadrugada.

Por la mañana, con la primerarequisa de rutina, el cuerpo flaquito deRicardo Daniel Villegas apareciócolgado de los barrotes de la pequeñaventana de la celda. Tenía un cinturónanudado al cuello.

Juan Fortuna estaba convencido deque lo habían matado. «De dónde iba asacar el pibe un cinturón», protestó. Y lo

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callaron de un bastonazo.El oficial que bajó el cuerpo dijo

que había que alegrarse: que muerto elperro se acabó la rabia.

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EL PRECIO DELAMOR

Jesús Hernández Pelaiés ya nodespertará. Su cuerpo desnudo estácubierto de sangre seca. Tiene el pechopintado de rojo. Justo sobre la tetillaizquierda luce un agujero negruzco deforma triangular. Posiblemente el rastromortal de un cuchillo de cocina o de unanavaja. Tiene los ojos cerrados. Quizásu asesino se permitió un último gestode piedad después de haberleatravesado el corazón con un puntazo.Tal vez no quiso que lo mirara más con

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esa mueca espantada. La cabeza estáapenas torcida hacia la ventana. Uno delos brazos cuelga por fuera de la cama,parece la extremidad de un muñeco. Laspiernas estiradas y abiertas dejan ver elcolgajo de su pene oscuro y encogido.Las sábanas en el piso son un amasijo detela, una bandera en la derrota. La teletodavía está encendida en el canalVenus. Desde allí, dos mujeres degrandes tetas se besan entre gemidos.Afuera, sobre las terrazas de BuenosAires, manda el sol.

Lo peor es cuando acabás. Porque

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llegar hasta ese momento no es tandifícil. Enterrás la nariz un par de vecesen la blanca y listo. El tipo tiene de labuena. Con él todo es de lujo. La vida esde lujo. Tiene un plasma que parece lapantalla de un cine. Como milcompactos, tiene. Ordenados por elnombre de las bandas, cubren por enteroun mueble blanco. Rock and roll, tango,folclore, de todo tiene. Y desde que ledije que me gustaba el Potro Rodrigo,prometió comprar la coleccióncompleta. Hay unos cuadros inmensosde colores brillantes y una alfombrapeluda, alucinante, que te acaricia lospies cuando caminás. El depto es muy

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grande. Ni te imaginás lo grande que es.En el living podés meter la casilladonde vive tu familia y queda lugar. Ytiene un balcón desde donde se ve el ríoy, antes del río, un poco más acá, lostrenes que llegan y salen de Retiro. Alcostado, se ve una parte de la villa 31,donde viven Marilú y el Zorrito. Alprincipio me daba miedo asomarme. Esun piso 20, una locura. Es como estarcolgado del cielo. Pero después se mepasó. Te acostumbrás a la altura. Poco apoco te acostumbrás a todo.

¿Por qué otra cosa viviría de esta

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manera? ¿Por qué otra cosa mehumillaría y suplicaría como unmendigo? Por amor, por amor, por amor.¿Es tan complicado de entender? Hepasado toda la vida buscando eso.Desde chaval trabajo duramente paraconseguir lo mismo, caricias, ternura, unabrazo que calme esta ansiedadtremenda que no me permite dormir, nipensar, ni nada. Lo que a los héteros lesresulta fácil y natural, a nosotros noscuesta mucho. Es una carga pesada.Calmar el deseo se convierte en unaobsesión. Y si el amor no llega por loscaminos normales, pues hay queprocurarlo de otra manera ¿O tú no has

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pagado nunca? Yo soy reiterativo en esabúsqueda. Y persistente, muypersistente. Pero no hay que confundir elMediterráneo con el Guadalquivir, no setrata sólo de sexo. Vivo pendiente deuna droga que no sólo está hecha decarne humana.

La primera vez que vi a Chus fuehace dos años. Él estaba cenando condos personas más en el restauranteGardelito, ése que está sobre la avenidaLibertador y se llena de turistas. En unadistracción del mozo, entramos con elRana a vender unos encendedores

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Dupont. Eran más truchos que un dólarazul y los teníamos que liquidar esanoche. Cuando escuché el acento gallegoque volaba por sobre las carcajadas,desde una mesa de atrás, me les fui alhumo. Chus me clavó la vista de unamanera extraña, pensé que se habíamolestado por mi manera torpe deinterrumpir la charla con sus amigos,pero no me importaba nada. Sólo queríavenderles. Arranqué enseguida con elverso: la venta a un precio inmejorablede estos originales aparatos deprecisión. Siempre uso esa frase,«originales aparatos de precisión a unprecio inmejorable». No importa si se

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trata de relojes, linternas o radiosdigitales. Chus no dejaba de mirarme.Comprendí que no estaba enojadocuando paró en seco al mozo queamenazaba con sacarme a patadas dellocal. «Por favor, déjelo unos minutos»,dijo, «estoy interesado en lamercadería.» Y era verdad, después deelogiar la imitación, compró los tresencendedores que quedaban en la caja.Hasta me preguntó el nombre y la edad.«Javier, Javier Lencina», le dije, «tengodieciséis años». No sé por qué no lementí esa noche. Acostumbrado a lapolicía, siempre digo más años de losque tengo en realidad. Salí del

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restaurante sintiendo cómo sus ojosseguían clavados en mi espalda.

Javier es flaco, pero sus brazos ypiernas se revelan fuertes y fibrosos.Alguna vez pensó que podía salvarsecomo jugador de fútbol y hasta secuidaba. Pero enseguida tuvo que salir ahacer changas para ayudar con losgastos de la casa. Además, aunque lamovía bien, tampoco era Carlitos Tevez.Su viejo se había borrado antes de sullegada al mundo y su madre no dabaabasto con los trabajos de domésticapara mantenerlo a él y a sus tres

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hermanas. Desde los ocho años Javiercamina la calle vendiendo chucheríasfalsificadas o mendigando. Al momentode la detención estaba bien vestido, conun jean caro y una camisa de marca.Lucía el pelo corto, pero desflecado enla nuca y con reflejos rubios, con esaonda que le dan ahora en las peluqueríasde moda. Cuando responde se demora encada palabra, luego espera la preguntasiguiente mordiéndose el labio inferior.Su cara adquiere así un aire depreocupación que parece estudiado.Tiene rasgos delicados, de niño, y en supiel morena se destacan sus ojos verdes,ligeramente achinados. Javier siempre

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fue lindo, afirma su madre y llora, llora.

Jesús Hernández Pelaiés siemprecuidó su figura. A los cincuenta añospregona a los cuatro vientos lasbondades de su estado físico. Cuandovivía en Madrid iba todas las tardes algimnasio después de la oficina. Perodesde que llegó a Buenos Airesabandonó esa rutina por una vida másrelajada. Apenas un par de sesiones detenis por semana. Igual está satisfechocon su imagen. No se le cayó el cabellocomo a varios de sus amigos. Lascremas que trajo de Europa defienden

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decorosamente su piel contra el paso deltiempo. La única parte de su cuerpo quese revela insumisa es la barriga. Ya nose entusiasma con las dietas que lepasan sus compañeras de la empresa. Esuna batalla que decidió resignar. O porlo menos eso dice, y asegura que ahorasólo trata de cargar los kilos que lesobran con cierta dignidad.

Hasta que encontró a Javier, la vidade Chus en Buenos Aires se parecía auna cárcel de lujo. Mucho trabajodurante el día y por la noche cenas enrestaurantes caros con epílogo de copas

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hasta la madrugada. Al otro día, a lasocho, el despertador lo volvía al mundoreal. Recién cuando comprendió que enla pérdida de su familia había tambiénuna liberación, logró acomodarse mejora la nueva ciudad. Llamaba por teléfonodos o tres veces por semana a su hija,que cursaba por entonces un posgradode Literatura en Londres y, aunque conmenor frecuencia, también hablaba consu ex mujer. Si bien sus ausencias no leprovocaban pesar, reconocía ante susamigos más cercanos que algo le faltaba.Con el correr de los días descubrió queno podría establecer ninguna relación sino lograba romper con el estereotipo de

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gerente de multinacional que cargaba ensu traje como un distintivo. Por esarazón se decidió a pagar paradesahogarse. Necesitaba calmar su sedesencial, como él mismo la llamaba. Porseguridad desechó las ofertas callejeras,aunque había observado apeteciblesfiguras en sus paseos por la avenidaAlvear. Terminó apelando a los avisosclasificados de los diarios y a losanuncios en internet. Un par de veces ala semana algún taxi boy lo atendía. Porcincuenta euros conseguía más de loimaginable. Prefería ser generoso,aunque sabía bien que por la mitad deese dinero cualquiera de esos cabrones

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haría cualquier cosa. Con todo, nolograba espantar definitivamente laangustia que le provocaba sudepartamento, tan vacío comoconfortable. Chus quería enamorarse.

Volví al restaurante al otro día y alotro, pero no lo encontré. Tenía unasradios AM/FM made in Chinaespectaculares. El tipo era el clienteideal. Además yo le había caído bien,estaba seguro. Nadie te compra tresproductos porque le salió la RedSolidaria del bolsillo. Pasé porGardelito dos noches más y nada. Pensé

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que era un turista al que habíadescubierto demasiado tarde, justo antesde que se rajase a Europa, y medesentendí.

El sábado siguiente a la tardecita,mientras estaba sentado en uno de losbancos de la plaza San Martínesperándolo al Ranita, escuché unchistido. Cuando me di vuelta, lo veo algallego que me hace señas desde lacalle Santa Fe. Llevaba unas bolsas,como si hubiese salido de compras.Crucé al toque. Me preguntó qué andabahaciendo y le ofrecí una radio a precioinmejorable, un aparato de precisiónoriental de los que ya no se consiguen en

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el mercado. «Te voy a comprar dos», medijo. No lo podía creer, dos. El tipo eraun fenómeno. Ante mi asombro, se reíacon toda la cara, como se ríen los pibescuando ganan al fútbol. Me pidió que loayudara a llevar las bolsas hasta sucasa. Ahí me avivé. No parecía, peropor primera vez pensé que podía ser untrolebús porque lo que cargaba no eratan pesado. Igual me dieron ganas deacompañarlo. El tipo tenía onda y plata.Además olía bien, como a limón.«Vamos», dije. Y fuimos.

Tal vez si le hubiese hecho caso a mi

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madre, ahora sería cura y no memortificaría tanto lo que hice todos estosaños. Tal vez si me hubiese dedicado alteatro no tendría que mentir y todo elmundo me aceptaría sin problema.Recuerdo cómo me divertía recorrer lospueblos de España recitando los textosde Federico García Lorca. Por esosaños nadie lo criticaba a uno por nada.Sólo nos ocupábamos de reír, actuar ygozar. Pero me gustaba la Economía y laropa cara y la buena vida. Y para serejecutivo de una gran empresa convieneguardar las formas, casarse con la mujeradecuada, concurrir a cócteles, nocuestionar órdenes superiores y rechazar

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el deseo aunque no pare de crecer desdeel estómago a la boca como unallamarada. Pero eso no podía durar y noduró. De la fachada de mentiras sólo mequedó el puesto en la compañíatelefónica. Para evitar el escándaloacepté el traslado a Buenos Aires.

El departamento de Jesús HernándezPelaiés se abrió para Javier Lencinacomo un útero desconocido y amable. Elejecutivo lo invitó a tomar un café conleche. Le sirvió vainillas y magdalenas.Lo atendía como si fuera un pariente y,lo que más le gustaba a Javier, no

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preguntaba demasiado. El chico estabafeliz. Pidió permiso para jugar con unapequeña canilla que había en la puertade la heladera y que permitía cargaragua fresca con sólo apoyar la copa enuna manija de plástico. Después Jesús lemostró el balcón, la computadora y lainmensa pantalla de la tele frente a lacama de dos plazas. La encendió. Javiervio a los periodistas en la previa delfútbol y preguntó la hora. A las nuevejugaba Boca. «¿Lo quieres ver acá?»,invitó Chus. Y claro que quería.

Jesús Hernández Pelaiés fue a

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ducharse. Necesitaba pensar. Y pensar,en su caso, era dialogar con el propiocuerpo y con el cuerpo deseado. Elchaval ese lo perturbaba como nadienunca. Ahí estaba, sentado en su camamirando al Boca Junior, con sus manosde dedos largos y finos, con su pielsuave y su mirada dura, con su bocapequeña como una invitación. No pudoevitar una erección que logró dominarpensando en su madre, mientras el aguacaliente rebotaba contra su espalda. Sesecó lentamente. Acomodó su cabellocon estúpida dedicación. Se dio valorcon un toque de cocaína, luego esparcióperfume por su cuello. El aroma a

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cítricos lo reconfortó. Envuelto en unabata de seda color beige, salió del bañocasi una hora después de haber entrado.Caminó hasta el cuarto conteniendo larespiración, temía que Javier se hubieseesfumado en su ausencia. Pero no, elchico estaba allí, iluminado apenas porla luz de la tele. Boca ganaba 2 a 0. Sesirvió un brandy y le trajo una cerveza aJavier, sin siquiera preguntarle quéquería tomar. Luego lo invitó a sacarselas zapatillas. El chico obedeció. Hastael final del partido bebieron y charlaronde fútbol. Lo que siguió fue vertiginosoy estudiado. Con un toque en el controlremoto, en la pantalla surgieron otros

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cuerpos transpirados por un traqueteomenos competitivo. Sin que Javiersupiera de qué manera, Chus activó elequipo de audio.

—¿Te gusta esta música? —interrogó—. Es de un tío increíblellamado Camarón de la Isla…

—No. No me gusta.

Ya lo hice otras veces. No es tandifícil. Tengo amigos que vivenhaciéndolo. Algunos levantan hasta treslucas por mes. ¿Escuchaste bien? Treslucas. Y los que laburan por su cuenta sellevan hasta el doble. No es tan difícil.

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Cuando llega el momento, te agarrás decualquier cosa y se te para. Parece queno, pero al final se te para. Un recuerdo,una idea, una sensación de otra noche,un pedazo de cuerpo, hasta en la platapodés pensar. Además el tipo no eradesagradable. Entre bromas me acaricióla cabeza. Me dijo que le caía bien, quenunca le había pasado algo así.Estuvimos unos minutos en silencio.Después pidió permiso para tocarme.No se puede creer que alguien te pidapermiso todavía. Me prometió de todo,ayuda, laburo, apoyo para que volvieraa estudiar. Yo le dije que si me queríaayudar me diera plata. Así de corta se la

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hice. No me gustan las personas queprometen cosas todo el tiempo. Tampocome gustan los que piden perdón. Fuehasta el living y volvió con quinientospesos. Los movía como un abanico. Noesperaba tanto. Cinco billetes de cien.Me los puso en el bolsillo de la camisa,sin decir nada, mirándome a los ojos.Después me pidió por favor que medesvistiera. No tardé nada endesnudarme. Me dejé abrazar. Parecíaemocionado. En serio, parecíaemocionado. Todo estuvo bien hasta queme quiso besar. Casi le pego unatrompada pero sólo lo empujé con fuerzapara atrás y me paré como para irme.

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«Yo no beso», le dije, «nunca beso». Sedisculpó y lentamente empezó aacariciarme desde las rodillas hasta lacintura. Despacio. Por momentos sedetenía y me apretaba las nalgas. Mehizo gracia. En esos momentos, lo mejores cerrar los ojos y colgarse del primerrecuerdo que aparezca, llamado por lascaricias. Me la empezó a lamer, deabajo para arriba, como si fuera unhelado. Recién cuando estuvo bienerguida se la metió en la boca. Toda. Noes una proeza, yo no la tengo muygrande. Cuando nos medíamos las pijasen la villa, algunos pibes me cargaban.Después de un rato me la devolvió y con

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un suspiro profundo, se dio vuelta.

Yo consumo mucho taxi boy. ¿Quétiene de malo? A algunos desprevenidosles puede parecer extraño, hastaperverso. A otros, los más intelectuales,una lucha estéril contra el tiempo y lasoledad. No me importa. ¿O acaso túnunca has pagado por placer? ¿No es lomismo que ir de compras? ¿O pagarle auna puta está bien visto y pagarle a untío no? Joder, qué hipócritas. Sonpatrañas que sea peligroso. Es un riesgonecesario. Si tienes pupila, calle comodicen los porteños, nada puede

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ocurrirte.

Lo peor es cuando acabás. Porquellegar hasta ese momento no es tandifícil. Cuando terminás, no querésverlo más. Te querés olvidar de lo quehiciste. Viene la vergüenza. Yo siempresalto al baño y me visto lo más rápidoposible. Pero hay tipos que creen quecon plata te pueden comprar el cuerpo,la vida. Esos tipos me dan asco, sabés.

—No trates de salir porque eché lallave —la advertencia de Chus salió de

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la habitación como un latigazo.—Abrime la puerta, no te pongás

pesado —le pidió Javier con la manoaferrada al picaporte.

—Con lo que te he pagado, creomerecer algo más… una noche entera…

—Decime dónde dejaste la llave —suplicó Javier, mientras la bronca letrepó desde el estómago como unaarcada—. Alguna vez lo obligaron ahacerlo pero ya no. Fueron dos travestisen los bosques de Palermo. Uno eraamigo de su tío. Él recién habíaempezado. Todavía recuerda cómo sereían. Los hubiera matado. Desde hacíatiempo nadie lo forzaba a nada.

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—¿Por qué tanta prisa? Si lo quenecesitas es dinero, te puedo dar más…

—¡Me quiero ir ya!Su propio grito lo sorprendió.—Un poco más… necesito que te

quedes, y te vas a quedar… —la voz deChus sonó melosa pero imperativa, y seabrió paso como un abrazo invisible através de la penumbra del departamento.

Javier no respondió. Antes de volvera la habitación, decidió pasar por lacocina. Allí, sobre la mesada demármol, había un pequeño cuchillo decocina. Era un Tramontina, made inBrasil, mango de madera, ideal paracortar carnes rojas, diecisiete

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centímetros de excelente aceroinoxidable, un original aparato deprecisión doméstica apto para cualquieruso.

—Ven, por favor… —rogó Chus.Y fue lo último que pidió.

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EL PRÓXIMO HIJODE PUTA

Next motherfucker gonna get mymetal… pum, pum, pum. Le meto trecetiros. Le vacío el cargador en loshuevos. El próximo maldito que se metaconmigo, la va a pagar muy caro. Breakit down. Manson tiene razón. Voy aderribarlo. Break it down. Me sopla aloído, el muy puto diablo me sostiene.Next motherfucker gonna get mymetal… pum, pum, pum. No me dejomás, no me dejo. Estoy alimentando elmiedo con rabia, la humillación con

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desprecio.El próximo hijo de puta va a probar

mi metal. Mi padre guarda la nuevemilímetros en el cajón de arriba delropero. A veces ni se la lleva al trabajo.Es milico, es de la Prefectura Naval. Lagloriosa Prefectura Naval, la llama él.Un tipo duro, mi viejo. Me enseñó a usarla nueve en el polígono municipal. Fuesu regalo de cumpleaños. «Los trece sonuna buena edad», me dijo. El cargadortiene trece balas. Doce y una en larecámara. «Me gusta el trece.» Eso dijomi viejo. Y fuimos a tirar.

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San Marcos es una ciudad pequeña.Fue fundada a mediados del siglo XIX,como cabecera de playa para lanzar laCampaña del Desierto. Allí comenzabala Patagonia, los territorios a conquistar.Y para eso era necesario exterminar alos indios. La civilización por entoncesse imponía a los tiros. San Marcos tieneahora 30 mil habitantes, siete iglesias,dos cines, tres clubes de fútbol, una basede la Prefectura y media docena deescuelas secundarias. No hay muchopara hacer en este rincón del mundo,demasiado lejos de la Capital y

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demasiado cerca del aburrimientopermanente. San Marcos es una ciudadpequeña donde nunca pasa nada.

—Dale, Carmiña, apurate o tedejamos acá. ¿No te gusta cambiarte connosotros?

No respondo a los insultos. A vecespienso que ni siquiera los escucho.

—No te enojés, Hernán, pero sosmedio pelotudo.

No los escucho. No los escucho,pero el coro de carcajadas rebota en losazulejos del vestuario y se me mete en elcuerpo por los ojos. Los miro y sus

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dientes se comen mis pupilas. Carmiñaera la heroína de una telenovela de losaños setenta. Eso me dijeron. Es un graninsulto. Suena a niña, a nombre demaricón. Martín se cree muy piola. Élme puso ese apodo. Sólo porque no megusta desnudarme con todos cuandovamos a jugar al fútbol y no me bañohasta que se vayan. Descubrí ademásque les jode que no les conteste, que noreaccione. Hace tiempo que decidí nohablarles más. No hace falta hablar.Podés andar por la vida moviendo lacabeza, señalando. Como hacen losextranjeros. Una vez, en el bar de Ticovi a dos marineros noruegos pedir la

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comida con señas. Y se les entendíatodo. Marcaban con el dedo, apuntabancon la cabeza. Por eso decidí nohablarles más. Además me gustan lasmanos, el lenguaje de las manos. Soyarquero. Y de alguna manera los tengoagarrados de las bolas. Me gusta quedependan de mí. Si yo quiero, podemosperder. Todos podemos perder.

Alta en el cielo, un águila guerrera/audaz se eleva, en vuelo triunfal… Nisiquiera muevo los labios. Repaso laletra con la mente. Es una linda canción,pero no se puede cantar a las siete y

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media de la mañana con dos grados bajocero, por más bandera, por más patria,por más águila convocada para saludar.A veces pienso que la escuela es unaforma de tortura. Si alguien sabe dóndeestá la felicidad que me avise. Yo no laencuentro en ningún lado. Toda personalúcida debería salir por la puertagrande, volándose la cabeza. Azul unala, del color del cielo/ azul un ala, delcolor del mar…/ Es la bandera… Esopienso.

Quisiera ser un fantasma para poderestar al lado de ella todo el tiempo sin

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que le moleste mi presencia. Quisieradeslumbrarla. El que no asombra estámuerto. Y sin embargo, son los muertoslos que asombran. A la única que nodejé de hablarle nunca es a María. Ellaes tan distinta de los demás. No se ríe delas burlas. No dice boludeces. Es lindasin saberlo. Hace tres meses queimagino la manera de poder contarle loque siento. Hasta ahora sólo llegué asaludarla y, una vez, le pregunté si legustaba el rock. «Algunas cosas», medijo. «Sólo me gustan algunas cosas.» Yyo me quedé callado y mudo, mientrasveía cómo sus amigas se la llevaban delbrazo hacia el centro del patio. En este

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pueblo las chicas bailan cumbia, a losumo Shakira. I wanna be a big rockand roll star. Quiero crecer y quiero seruna estrella de rock, así nadie más mejoderá.

Mi viejo estuvo en la guerra. «Enesos días te podían matar en cualquierlado. Tenías que dormir con los ojosabiertos como los tiburones. Con elarma cerca», cuenta. Ahora la guarda enel cajón más alto del ropero y muchosdías ni siquiera se la lleva a trabajar.«Hay que hacerse respetar, Hernán»,dice mi viejo. Y tiene razón. Por eso yo

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nunca lloro en la escuela. Si mejodieron, si me humillaron, me laaguanto. Vuelvo a mi casa despacitocomo si no me importara nada y cuandocierro la puerta, ahí lloro. Si no haynadie, mejor. Porque entonces lloro contodo el cuerpo, me salen mocos y pateolos sillones del living y le doy puñetazosa la pared del fondo. Después me sientomejor. Mi mamá dice que hace años queno me ve llorar. Que soy un chicovaliente y bueno. Mi mamá no meconoce.

—Los problemas empezaron cuando

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tuvo que cambiar de colegio. Aprincipio de año. Ahí empezó a vestirsede negro y a escuchar todo el día rockpesado. No se pudo integrar al nuevocurso. Noveno año representa un cambiodifícil para cualquier adolescente.

—Los pibes lo cargaban por todo.Por la ropa, porque no le gustaba el solni ir a bailar.

—Era tímido, introvertido, pero nomuy distinto de los demás. No sé qué lepudo haber pasado.

—No, no era mal alumno. La semanapasada se sacó la mejor nota del cursoen una clase especial sobre DerechosHumanos.

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—Escribía cosas en inglés y hacíadibujos satánicos en el pupitre. Crucesinvertidas y esas cosas. Todavía estánahí. Todos las pueden ver. Ahora loquieren pintar como un chico normalpara no hacerse cargo de lo que pasó.

Mi padre cree en la disciplina. Cadafamilia tiene que ser una unidad. Cadanoche antes de dormir hay que contar loque hicimos en el día. Todos, hasta mimadre. Y no se puede mentir. El quemiente rompe el equilibrio de la unidady tiene que ser sancionado. Tambiéntiene castigo el que no cumple con su

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tarea, el que trae malas notas o contestamal o llega tarde o no cumple supalabra. Mi padre tiene un cinturónblanco con una hebilla de metal. En lahebilla está el escudo de la armada. Aveces sueño con el cinturón de mi papá.Pero hay sanciones que duelen más.Mucho más, y no dejan ninguna marca enla piel. El año pasado no me dejó jugarla final del torneo intercolegial por unaplazo en Matemática. María y el restode las chicas iban a hacer de hinchada.Hizo bien mi papá.

«¿Quién te creés que sos? ¿Brad

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Pitt?» La curtida de Martín desató unaola de risas. Estábamos en el patio de laescuela. Hernán se puso rojo. Maríatambién se reía. La verdad es que estabamuy gracioso, se había puesto unacampera verde que le quedaba enorme.Cuando entramos al aula, ya noshabíamos olvidado de la broma, pero élno. Yo me sentaba justo detrás de él. Lepregunté si sabía qué había de tarea yme contestó: «Son todos unos idiotas yme la van a pagar». Le dije que no erapara tanto, que no se enojara porcualquier cosa. Entonces me advirtió:«Mariela, mañana no vengas a laescuela». Ojalá lo hubiese tomado en

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serio.

Al otro día, después del izamientode la bandera, los cuatrocientos alumnosde la Escuela Julio Argentino Roca deSan Marcos comenzaron a ingresar a susrespectivos salones como todos los días.A mí me tocaba dar clase en la primerahora, pero me demoré unos minutos en lasala de profesores. Desde allí vi cómoHernán entraba y salía del baño. Teníaun camperón de nailon y las manos enlos bolsillos. Entró al curso unosminutos antes que yo.

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Next motherfucker gonna get mymetal… pum, pum, pum.

No hay sensación más agradable quela que produce una Browning en elbolsillo. Eso pensé al sacarle el seguro.Antes de entrar ya tenía el aula en lacabeza. Sabía la posición de cada uno.Hay dieciséis pupitres dobles. Por esotraje dos cargadores más. Somos treintay dos alumnos en el primero B. Meparece que María pensó que era unabroma. «¿Es de juguete?», alcanzó apreguntarme. No le contesté. Cayó deespaldas, le di en medio del pecho.Cuando estaba en el suelo le gatillé otravez en el estómago. Tenía los ojos bien

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abiertos. Martín estaba en su banco, allado de la ventana. Tenía un libro en lamano, tal vez lo estaba leyendo mientrasesperaba al profesor. Le disparé tresveces. Se desarmó como un muñeco.Giré un poco a la izquierda. Álvarez megritó algo y le apunté al corazón. Fue elúnico que murió en el acto. Cuandovolví a mirar hacia el fondo del aulatodos estaban por el suelo. Descargué elarma al voleo. Le pegué a MarielaPérez. Ella no debería haber estado allí,era la única a la que le había avisado.También le di al Ruso Berto y a laimbécil de la Fernández. Tenía querecargar. Había disparado trece tiros y

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acertado once. Pero no tuve tiempo.Cuando Maxi entró al salón, le apoyé lanueve en el pecho y volví a jalar delgatillo. Pero la bala no salió. Alguienme empujó y caí de rodillas. Solté lapistola y recién ahí escuché los llantos ylos gritos.

María había festejado hacía un messus quince años. Fue una celebraciónmodesta organizada por sus abuelos. Esanoche ella había imaginado el fin de suspenas. Así lo escribió en su diario:«Esta noche terminó la tristeza». Sumadre la había abandonado al nacer y su

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padre había muerto hacía tres años. Peroestaba feliz con la escuela y habíadecidido que sería maestra jardinera. Legustaba ir a bailar todos los fines desemana.

Martín era un pibe bárbaro. Esodicen sus papás. Para mí era un pedante,un jodido. El viejo es remisero y Martínmuchas veces después de la escuela loacompañaba a hacer los últimosrecorridos. «Estábamos muy unidos»,cuenta el papá. Y le dice a losperiodistas que era fanático deIndependiente. Y que su sueño era ir a

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ver un partido de su equipo en BuenosAires. Quería conocer el estadio deAvellaneda. No irá.

La flaca Fernández era hija única.«Dorita, comé; Dorita, comé», le decíasu mamá. Mirá de qué boludez seacuerda ahora. Dorita quería ser médicacomo su tía Perla, que trabaja en elhospital regional de San Marcos. No legustaba mucho ir a bailar, pero sí salircon sus amigas. Desde que empezó elaño jodía con que había que empezar ajuntar plata para el viaje de estudios.Menos mal que no le hicimos caso.

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Roberto Álvarez estaba por cumplirlos dieciséis. Había repetido un año enla primaria y por eso era el más grandedel curso. Sin embargo tenía algunasactitudes de más chico. Juntaba stickersde fútbol y se la pasaba todo el día enlos videojuegos. En el colegio se decíaque el padre lo había llevado a debutarcon Rita, una de las putas más conocidasde la ciudad. No lo sabremos nunca.

Todo pasó muy rápido, no meacuerdo de nada.

No quiero ver a nadie.

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No hice nada malo.I wanna be a big rock and roll star.

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LO MATÉ SINQUERER

Lo maté sin querer. ¿Por qué no loentienden? Una vez hice lo mismo conun gatito que me había regalado la tíaNélida para mi cumpleaños de diez. Eranegro y no tenía nombre. Yo lo llamabaGato y me acuerdo que todos en la casase reían. Lo tiré desde la terraza delclub para que cayera parado y se murió.El gato puto se murió. Rebotó como unapelota una sola vez y ahí quedó, unamancha gris y roja en el pavimento. Nosé qué pasó. Me gustaba el bicho, no lo

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quería matar. Fue sin querer. Igual queahora.

Mario Serra no sabe leer y apenaspuede dibujar su nombre cuando lepiden una firma. Hace un garabato en unmovimiento rápido de la mano y sueltala lapicera con fastidio, como siespantara una mosca. Por más que lospsicólogos insisten, no logran que cuentepor qué razón, en lugar de asistir a laescuela de La Matanza, a la que fueronsus cinco hermanos, él se quedabavagando por el barrio. Para JoséQuinteros, Pepe, el verdulero deLaferrere donde Mario creció, no hay

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ningún misterio: la calle y las malascompañías le cagaron la vida al pibe.Así con esa simpleza lo cuenta, y por loque se ve en sus ojos parece que lolamentara de verdad. Durante algunosmeses el chico lo ayudó en el negocio,pero había que madrugar para ir almercado y alguien que no duerme denoche no puede ser verdulero. Eso diceQuinteros con una mueca de resignación.Eso dice. Pepe tiene cara redonda, ojosachinados, labios gruesos disimuladospor un bigote tupido. Con su delantalblanco parece un lavarropas. Tiene lapiel de las manos más oscura que la delresto del cuerpo, como si las tuviera

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sucias, pero no. No es mugre. A muchosverduleros les pasa. Es por la papa. Conlos años la tierra se te va metiendoadentro de los poros. Eso cuenta.

A Mario no le gustaba cargarcajones. Además, en los barrios pobresdel Gran Buenos Aires hay otrosnegocios más rentables que venderfrutas y hortalizas. Mario pronto seconvirtió en distribuidor de otro tipo demercadería. Al principio se limitó ahacer algunos traslados. Luego él mismovendía la droga y hacía la cobranza. Loconchabó el Turco Amed, un operadormayorista de La Matanza que contaba

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con la protección de la policía. Dicen enel barrio que cuando Marito cayó preso,acusado por el asesinato de un taxista, elPepe Quinteros fue derechito a buscar alhijo de puta que le encargaba losmandados. Tenía tanta bronca acumuladaque lo hubiera destrozado con sus manossi lo agarraba. Eso dicen los vecinos.Pero con el quilombo que se armó por elhomicidio, el tipo desapareció.

La idea de andar calzado fue delpropio Mario. De eso se enterarondespués. Tal vez por esas boludeces quepiensan los pibes: creen que un fierro

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los hace más pesados, que andar con elcaño en la cintura los vuelve máshombres. No entienden nada y por esoterminan muertos o en cana. Juan, elmejor amigo de Mario, habla pausadomirando el grabador, como si recordarauna travesura de infancia. De las tantasque hacían en La Matanza: afanargaseosas a los camiones repartidores oromper a gomerazos los vidrios de lafábrica abandonada donde laburó supadre.

Mario tiene diecisiete años peroaparenta más. Le cortaron el pelo al ras,

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sin ninguna consideración estética, perolejos de afearlo la cabeza rapadapermite que los rasgos de su cara sedestaquen. Los ojos marrones, los labiosfinos, la nariz aguileña le dan un aspectode fiereza que desmiente a su cuerpodelgado y pequeño. Confiesa que desdeque está preso, la noche del martes 21de setiembre de 2002 vuelve a su cabezauna y otra vez. Era el Día de laPrimavera, había sol y la ciudad estabainvadida por grupos de estudiantes, yaunque él nunca le había dado bola aesas cosas, esa vez le había prometido asu novia un paseo distinto, con cine en elcentro y pizza en algún boliche. Todo se

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complicó por el fulbito.

«Como un boludo me enganché en unpicado, no podía arrugar», explica conun hilo de voz. Parece unasimplificación pero quién sabe. Jugar ala pelota era lo que más le gustaba en elmundo y se le hizo tarde para repartir ladiaria. «Para colmo perdimos tres a dosy erré un penal.» Entonces, en lugar dehacer el recorrido en bondi y a la luz deldía, como le había enseñado el Turco,decidió hacerse de un taxi. «La mejormanera de pasar desapercibido es viajaren un transporte nacional y popular»,

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explicaba el Cotur con aire de profesor,«quién va a cargar la pasta de esamanera». Y tenía razón, era tan simpleque se transformaba en seguro porinsólito. Pero ya estaba decidido, con unauto ganaría el tiempo que se le habíaescapado entre patadas y gambetas.Además hacía dos días que habíacomprado por 500 mangos una Italo Gracalibre 32, sin numeración y enimpecable estado. Estaba loco porprobar su poder de disuasión. Unasemana antes, dos vagos de una villa delBajo Flores lo habían afanado y se tuvoque volver descalzo a su casa. Esanoche juró por la memoria de su vieja

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que ésa sería la última vez que alguieniba a sorprenderlo. Mario lo cuentaahora con tranquilidad, como si en esaexplicación estuviese escondido elsecreto de su inocencia.

Salió del barrio a eso de las nuevede la noche, fue hasta Caballito parahacer la primera entrega. Undepartamento del cuarto piso de unedificio sobre la calle Acoyte. Una minade unos cuarenta años lo atendió en trajedeportivo. Entregó y cobró casi en unmismo gesto. Miró el reloj ycomprendió que no llegaría a tiempopara buscar a Betty. Su novia no loperdonaría. Estaba cerca de Primera

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Junta, a poca distancia de la boca delsubte A. Fue en ese momento cuando sele ocurrió lo del taxi. Dejó pasar unPeugeot 504 todo destartalado. «Esincreíble que esos autos siganfuncionando», se enoja todavía, «sonhorribles y la mayoría están a la miseria.Con la excusa de la crisis, el gremio delos taxistas presionó y el gobierno lossigue permitiendo. Habría quequemarlos a todos en la Plaza deMayo», dice tan convencido como unpolítico en campaña electoral.

Tomó un Fiat Duna que venía atrás.El conductor del Peugeot lo miró concara de odio. «El gil pensó que se

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perdía un viaje», recuerda Mario. Parael chofer del Fiat, en cambio, el nuevopasajero traería cualquier cosa menosfortuna. Jorge Calgari había trabajadobien esa tarde. Se pasó las horasllevando a grupos de jóvenes a losdistintos picnic del Día del Estudiante ypor esa razón decidió prolongar un parde horas su jornada habitual. Teníasesenta años y ningún apuro, hacíatiempo que su esposa no lo esperabapara cenar. Mario le dijo que tenía quellegar lo antes posible a Mataderos, queallí levantaría unas cosas y seguiríaviaje hasta Villa Celina. El destino delviaje parecía una señal, pero el chofer

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no podía comprenderla.Todo estuvo bien hasta que Calgari

se negó a cruzar a la provincia deBuenos Aires. Hoy todavía son muchoslos taxistas que toman esa decisiónargumentando razones de seguridad. Allíse producen la mayoría de los atracos.Incluso algunos conductores deradiotaxis, suelen pedir documentos alpasajero y sólo después de que pasanlos datos a la central de radio acceden ainternarse en el «Lejano Oeste», comollaman despectivamente a algunas zonasdel conurbano bonaerense.

Ante la negativa, Mario no dudó:sacó la Italo y le apoyó el caño en las

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costillas. El chofer se puso nervioso y leofreció la plata de la recaudación.Marito tuvo que explicarle que no setrataba de un robo. No quería el auto nila plata. Necesitaba el taxi para hacer unrecorrido que no demoraría más de unpar de horas. «Quedate piola que nopasa nada», dice que le dijo.

Es difícil saber qué le pasó a JorgeCalgari en los minutos siguientes, si seasustó o subestimó al chico que loapuntaba y quiso zafar como un héroe.Hasta ese momento la escena parecíacorresponderse con un robo más, uno delos tantos que ocurren en las noches sinpaz de una ciudad violenta como Buenos

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Aires. Lo cierto es que de golpe se diovuelta y soltó el brazo derecho delvolante. Fue un gesto raro, innecesario,absurdo. El pasajero imaginó unatrompada y gatilló.

En su primera declaración ante lapolicía, Mario dijo que el arma sedisparó accidentalmente. «Lo maté sinquerer. El viejo pelotudo se asustó y measustó. No sé bien qué mierda quisohacer, pero me asustó y el revólver sedisparó solo. Para qué lo iba a querermatar, si lo único que tenía que hacerera pasearme un rato repartiendo lamerca. Después se iba a su casa y yo defiesta.»

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«¿Qué hiciste, flaco? Me tiraste,estás loco, me tiraste.» Mario no seinmutó ante el rostro desencajado por elhorror y la sorpresa. Estaba seguro deque no era nada grave. Calgari se tomóel costado y el auto frenó. La camisa sele llenó de sangre entre la axila y lacintura, el cuerpo se inclinó lentamentehacia el asiento del acompañante. Marioempezó a gritarle: «No es nada, no esnada, no seas maricón, ¡levantate!».Pero el chofer no se movía. Mario mirópara todos lados y comprobó que nohabía testigos de la escena. Guardó elarma en la campera y después, conmucho esfuerzo, pasó el cuerpo del

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taxista al asiento de atrás. Se ubicófrente al volante y dirigió el vehículohacia la provincia. Antes de entrar enVilla Celina volvió a apuntarle al chofercon la Italo. El tipo lloraba ypronunciaba frases en un idioma queparecía italiano. «Bajate», le ordenó.

Estaban sobre la Avenida SanMartín, cerca de una comisaría. JorgeCalgari, semiacostado en el asiento deatrás, se incorporó como pudo. Casi nopodía respirar. El dolor que le nacía enel costado le atravesaba el pecho hastael corazón. Mario le abrió la puerta y elhombre consiguió bajar, caminó trespasos, tambaleándose como si estuviese

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borracho, y luego se desplomó. Quedótirado boca abajo sobre el asfalto. Unamancha gris y roja en el pavimento.Parecía un dibujo de historieta.

El taxi arrancó haciendo chirriar lasruedas traseras. Una mujer que estaba enla parada de colectivos alcanzó agritarle que parara, que detuviera elauto, que su pasajero se habíadescompuesto. La testigo aseguródespués que, como toda respuesta, eljoven la miró y le sonrió. «Todavíarecuerdo esa mueca y me espanto»,aseguró la señora Rodríguez ante eltribunal. Minutos después, llegó lapolicía y una ambulancia del SAME, pero

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el taxista ya no los necesitaba.

Una vez que cruzó a la provincia,Mario detuvo el auto. Abrió una de lasbolsitas que llevaba pegadas al forro dela campera, hundió el dedo meñique y selo metió profundo en el agujeroizquierdo de la nariz. El cerebro se ledestapó con un estallido de luz. Repitióla operación en el otro orificio nasal.Estaba seguro de que el tipo ya estaríaen el hospital. Se bajó y abrió el baúl, lacalle estaba desierta. Encontró lo quebuscaba: un trapo sucio y una franela delas que se utilizan para lustrar el tablero.Limpió la sangre de los asientos, el

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tapizado de cuerina facilitó laoperación. Más tarde tiraría los traposen algún lado. Volvió a encender elmotor del Duna y retomó la distribución.Le quedaban cuatro entregas. No teníamucho tiempo, en un par de horas la yutaestaría buscando el auto y no queríaarriesgarse. Hizo las paradas que teníapautadas, las dos últimas en CiudadEvita, y pasada la medianoche fue abuscar a Betty. Esa pendeja se habíaconvertido en una obsesión.

Existió una conducta dolosa —sostuvo el fiscal, mirándolo a los ojos—. El acusado afirma que el arma se le

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disparó y que la muerte del taxista fueproducto de que su dedo accionóaccidentalmente la cola del disparador.Eso es falso. Les recuerdo que, despuésde dispararle a quemarropa, el acusadodejó a su víctima sobre el pavimento, enmedio de una avenida de doble mano enplena noche. De milagro ese cuerpo nofue arrollado por un camión. Tambiénhizo caso omiso a los llamados de unatestigo. No hay duda de que se trata deun homicidio ejecutado fríamente, enconcurso real con robo de vehículo. Elobjetivo fue matar para lograrimpunidad, robar un auto y repartir ladroga. Por esa razón pido para este

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delito aberrante el máximo rigor: prisiónperpetua.

Betty se puso como loca cuando mevio llegar con el Duna. Le dije que melo había prestado un amigo y nopreguntó más. Ni siquiera estabaenojada por la tardanza. A veces meparece que no le importa nada. Ni laropa, ni los autos ni nada de lo que ledigo. Esa noche estaba encaprichada:nada de cine y pizza, quería ir a Luján.Estaba superenganchada con la Virgende Luján y necesitaba hacerle unapromesa. Yo tenía decidido dejar el autoy salir a disfrutar la plata que me había

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ganado, pero nunca le puedo decir queno a Betty. Me dio como cien besos.Tiene una boca dulce Betty, con un gustorico, a Coca-Cola, a mate cocido, aflores. Sabés una cosa: acá adentrosueño con su boca.

A Mario Serra también le gusta ladoctora Zárate. Es la abogada que ledesignó el Estado. Es alta, morocha,tiene la boca roja, como dibujada, losojos negros y una voz firme y profunda.Luce un vestido distinto en cada sesióndel Tribunal. Cuando entra a la salatodos la recorren de arriba abajo con lavista. La doctora Zárate lo defiende. «Es

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un niño», dice la abogada y a él leencanta esa frase aunque sabe que nuncalo fue. Los niños tienen papás, juegos,escuela, abrazos. «Ustedes estánviolando la Constitución Nacional y laConvención de los Derechos del Niño»,dice la abogada. «No se puede imponerprisión perpetua a menores», dice. Y aMario le parece que la abogada dicebien, aunque de nada sirvan sus palabrasy la condena sea inevitable.

Mario y Betty fueron a curtir cumbiahasta que amaneció. A eso de las seisllegaron a Luján. Era la primera vez queMario entraba en una iglesia. Realmente

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estaba impresionado, tenía los ojosrepletos de imágenes. La Basílicaparece un castillo. Y el silencio es comoun colchón de aire que hay que atravesarpara acercarse al altar.

Mario nunca rezó. Por eso cuandoBetty se arrodilla y comienza amurmurar, él se queda mirando losgrandes ventanales con esas imágenesque parecen dibujitos inmóviles. Hayescenas de familia, encuentros en elcampo. Mario se queda colgado de losvitrales hasta que su novia le aferra elbrazo y le dice «ya está». Entoncesquiere besarla, pero ella lo detiene.

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«Esperá que salgamos», le susurra en eloído. Cuando Betty le habla en el oídosiempre se estremece. Mario la abraza,está feliz. Antes de irse, detiene sumirada en la Virgen. Trata de arrancardel fondo de su corazón algún ruego, unapalabra amable para dejar flotando porel aire, pero no le sale nada. Espanta laimagen con una media vuelta y sale delrecinto pensando en cosas concretas: unbuen desayuno, el resto del día quepasará protegido entre las piernas de sunovia.

Cuando atraviesan tomados de lamano la imponente puerta de la Basílica,dos policías se les tiran encima. Betty

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grita primero y patea después. Llora yputea. Vienen otros agentes que losreducen enseguida. Mario no se resiste.Piensa en la señora del manto celeste ala que no le pidió nada y los deja hacer.

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¿ACASO NO MATANA LOS CERDOS?—¡Matala de una vez!El grito sacudió al Colorado Báez.Estaba sentado sobre la espalda de

la mujer que lloraba y gemía como uncerdo. Bajo su peso, acostada bocaabajo en la cama, Patricia Hirsch pareceestampada en las sábanas revueltas.Cuando entró a la habitación, ella sedespertó sobresaltada por el ruido y letuvo que pegar una trompada. Ahora casino oponía resistencia. Igual le manteníalos brazos inmovilizados con sus

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piernas. Pensó que si la hija no estuvieraallí, dirigiéndolo todo, loca de furiacomo estaba, hasta se divertiría un poco.La mujer tenía unos cuarenta años, lapiel suave y el culo firme.

—¡Qué mierda esperás! ¡Matala!La chica parecía poseída. Estaba

parada detrás de él y se movíaimpaciente dando gritos histéricos comosi fuera el sargento de un grupocomando.

Marcelo Báez había nacido en VillaGobernador Gálvez, al sur de Santa Fe,y muchas veces había matado cerdos enel campo. Desde los trece años, uno porcada Navidad, hasta que se fue de su

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casa para probar suerte en la Capital. Enla quinta donde vivía, la matanza de finde año era una fiesta. Su familiapreparaba todo desde el día anterior:afilaban los cuchillos; dejaban listo elcondimento, las especias eran elverdadero secreto de los embutidos; elmolinillo de la carne aceitado y las ollaspara cocer las morcillas limpias ycuidadosamente ordenadas sobre lamesada del patio.

La mujer se revolvió debajo de suspiernas. Los cerdos no son como lasvacas, que se dejan matar mansamente;los cerdos intentan rebelarse a sudestino. No es una tarea que pueda hacer

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cualquiera. Hay que saber. Muchasveces hay que lidiar con cientocincuenta kilos enloquecidos yresbalosos. La mujer lanzó un gemidolastimero. Los cerdos también chillan.Báez está convencido de que chillancomo ningún otro animal en la tierra.Chillan aun después de que el cuchilloles abre la garganta. Ahora mismorecuerda que la primera vez que lo hizono pudo dormir en toda la noche. «¡Nosea cagón, chango, éntrele sin miedo!»Su viejo siempre lo animaba desdealgún sitio cerca del chiquero. Y lologró.

—¡Matala! ¡Matala!

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Otra vez la orden sonó como unestampido. Con la mano izquierda, elColorado sujetó la cabeza de la mujertomándola por el cabello y la separó delcolchón. Ella dijo algo que no entendió.Piedad o tal vez perdón o por favor,pero qué importaba. Él trataba deconcentrarse en la operación. Metió lafaca tumbera, que empuñaba en la manoderecha, justo por debajo del cuello, ycon un movimiento rápido la degolló.Parece cruel, pero sólo así los cerdos sedesangran por completo.

Melisa se acercó un poco, losuficiente como para ver por sobre elhombro de Báez cómo las sábanas

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primero y el cubrecama celeste despuésse fueron tiñendo de rojo.

—¿Dónde está la guita?El Colo soltó la pregunta con

naturalidad, como si la faena realizadano lo hubiese afectado en lo másmínimo. Eran cerca de las tres de lamañana y hacía apenas media hora quehabía ingresado a la casa por la puertade atrás. Como Melisa había prometido,el camino estuvo despejado: el ovejeroalemán gruñía atado y la alarma habíasido oportunamente desconectada. Susdos hermanitas estaban en la casa de losabuelos, en las Sierras de Córdoba.

—Mi viejo es el que sabe y ya debe

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estar por llegar, tenés que esperarloabajo.

Melisa tampoco parecía alterada.Encendió un cigarrillo y lo convidó.Después se sentó en el borde de la camamatrimonial y prendió el televisor.

El primer viernes de cada mes elcontador Néstor Salinas tiene una citaobligada con sus amigos del club. Hacediez años que el programa es el mismo.Asado, torneo de truco y después unwhisky para matizar la charla final, enalgún bar del Bajo. Bebía contranquilidad porque desde hacía meses

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había tomado la decisión de noconcurrir en auto a esas celebracionestan bien regadas con alcoholes de todotipo. Además nunca faltaba el amigodispuesto a acercarlo a su casa.

Esta madrugada, como todas lasotras, unos minutos después de lascuatro colocó la llave en la cerradura.Miró su reloj y calculó que podríadormir cinco o seis horas. Como notrabajaba los sábados, solía dedicarparte de la mañana a arreglar el jardín.

El Colo lo esperaba junto a lapuerta. Salinas demoró un instante eningresar al chalet. Le extrañó noescuchar el bip reiterativo de la alarma,

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era evidente que estaba desconectada.Pero no vaciló, lo atribuyó a undescuido de su esposa y avanzó hacia elinterior. En el piso de arriba alcanzó adistinguir las voces de la tele. Caminóunos pasos en la oscuridad y en elpreciso momento en que extendió lamano hacia el interruptor de la luz,recibió un tremendo golpe en la cabeza.

Cuando despertó, ayudado por unbaldazo de agua, estaba atado a una sillade la cocina. Tenía los ojos vendados yel cuerpo dolorido. En el equipo deaudio sonaba bajito una de las bandas deheavy metal que le gustaban a su hija y aél lo sacaban de quicio. Apenas tuvo

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tiempo para comprender que se tratabade un robo.

—¿Dónde está la guita?—No sé de qué me estás hablando…

—intentó defenderse el contador.El Colo esta vez utilizó un cuchillo

de cocina, uno de los grandes, esos quesirven para trozar el pollo. Pasó el filopor el muslo derecho de Salinas dearriba hacia abajo, como si fuera adividirlo en dos mitades. Salinas sintióun fuego en la pierna y al instantecomprendió la conexión entre el intensodolor y la sangre que le empapaba lamedia.

—¿Dónde están mi mujer y mi hija?

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—preguntó, sin poder contener el llanto.—Si no me decís dónde está la pasta

te voy a cortar en pedazos y a ellas doslas voy a matar…

La voz sonaba juvenil y tranquila. Sino hubiese sido por la puntada en lacabeza y el dolor en la pierna, habríapensado que se trataba de una broma demal gusto. Pero no. Enseguida, a travésde la tela del pantalón, sintió la hoja dela cuchilla acariciar su muslo sano.

—No, esperá… esperá…tranquilizate. Está en el freezer adentrode una bolsa azul… atrás de todo…fijate… te lo juro.

El Colo fue hasta la heladera bajo la

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atenta mirada de Melisa. Ella estabaahora sentada en el sofá del living.

Mel cerró los ojos y pensó en Anita,en sus manos diestras, en su boca sabiay generosa. Luego volvió la atenciónsobre el hombre que estaba atado a lasilla, cagado de miedo. No lo reconoció.No era nadie. Hacía tiempo que su padrela había abandonado.

Báez nunca había visto tanta platajunta. Se había comido dos años en lacárcel de Devoto por robar un mercaditode donde sólo se había llevado mildoscientos pesos. Los fajos con losdólares estaban fríos. Parecíangolosinas heladas. No lo podía creer.

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Melisa caminó hasta situarse justodelante de la silla sobre la cual su padretemblaba y se retorcía de dolor. Salinasempezó a mover la cabeza hacia amboslados, como si intuyera que alguien lorondaba. El Colorado también se acercópero por detrás.

—Ya está… ya tenés lo quequerías… ahora andate… andate… porfavor —suplicó el hombre.

Antes de que el metal le cortara elcuello, la última cosa que escuchóSalinas fue la voz de su hija.

—Si te gustan los chicos y las

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chicas, tenés menos posibilidades dedormir sola un sábado.

Eso le dijo Anita el día que seconocieron. La frase era demasiadobuena para que se le hubiese ocurrido aella. Pero desde el mismo momento enque se cayó de la boca carnosa y roja desu nueva amiga, pasó a formar parte deluniverso de ideas que conmovían aMelisa. Era de esas frases que hacenreír y pensar.

Anita la sedujo hablando. No eralinda, pero sabía acariciar el verdaderopunto G de las mujeres sensibles: eloído. Además, tenía veinticuatro años,trabajaba en una oficina, se mantenía

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sola y su conversación parecía unaluvión de caricias amables. Melisaestaba entregada antes de empezar. A losdieciséis años era la primera vez queestaba en un bar gay. Apoyada en labarra de la Estrella Roja de San Telmo,Ana acaparaba todas las miradas.

Cuando Melisa entró con la excusade la curiosidad, también le entregó losojos a esa mujer de cabello largo y untanto enrulado que le recordaba la tapade uno de los cedés de su papá. Despuéscomprobó que la cantante a la que habíaasociado con Ana se llamaba MaríaBethania. Días después escuchó elcompacto durante toda una noche y

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también se enamoró de esa presenciadesconocida a través de su voz.

Se ubicó en una mesa del fondo ypidió una Coca-Cola. Aunque eraflaquita, Melisa tampoco pasabadesapercibida: tenía el pelo negrodecorado con mechones violetas quesobresalían en la nuca, jean ajustados,una remera mínima y borceguíes. Eranlas siete de la tarde y Anita, que noquería dejar semejante bocado paraotros tiburones, la abordó con facilidad.Fue hasta su mesa y se sentó con ella.Durante un par de horas hablaron detodo. De música, tatuajes, zapatos,maquillaje, batallas de familia y hasta

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de la escuela, que Melisa odiaba conuna intensidad conmovedora.

—¿Qué viniste a buscar acá?La pregunta inevitable le dolió

menos de lo esperado. Melisa dejó quesus ojos bajaran hasta la punta de susborcegos gastados. Con ellos dispersóuna legión de cáscaras de maní que seacumulaban debajo de la mesa y despuésde unos segundos contestó:

—No sé.Ana le respondió con una carcajada

y con esa frase que ahora es casi unaconsigna en su cabeza. Después se pusoseria:

—¿Y desde cuándo estás

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confundida?—Tal vez desde que nací. En el

jardín de infantes, cuando me queríanponer el delantal rosa de las nenas,lloraba y gritaba como una loca. Paracalmarme me terminaban dando el azul.No te rías.

—¿Cómo te acordás de esascosas…?

—No sé si me acuerdo o es que melo contaron tantas veces que lo aprendíde memoria. Pero no supe quésignificaba hasta hace muy poco. Escurioso como para un mismo grupo depersonas un recuerdo divertido puedeconvertirse en algo vergonzante. Estos

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años no la pasé bien, ¿sabés?La familia de Melisa es muy

católica. Su padre, Néstor Salinas escontador público, y su madre, PatriciaHirsch, trabaja en una inmobiliaria. Ellale contó a Mel que cuando era jovenquería ser monja pero que «no tuvo lavocación suficiente y que despuésapareció Néstor y que el amor a Diosfue por otro camino». Melisa tiene doshermanas: Camila, de doce años yMariela, de nueve. La familia nuncafalta a la misa del domingo y mantieneuna activa participación en la parroquiadel barrio.

Fue justamente en la iglesia donde

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Mel —así la llaman en su casa—conoció a una chica de la que seenamoró. No podía explicarlo y dehecho nadie se enteró jamás, y menosella, que era la coordinadora de sugrupo de catecismo. Melisa se lasingeniaba para sentarse cerca de ella enla misa de modo que en el momento enque todos se desean la paz y se saludan,le diera un beso en la mejilla. Soñabacon sus abrazos casi todas las noches.

Melisa también le contó a Ana queuna vez estuvo con un chico, pero quefue casi por obligación. «Fuimos noviosporque él me lo pidió», se avergüenzaahora. La relación duró muy poco. Más

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tarde, a los quince, llegó a darse unosbesos con su mejor amiga en una nochede campamento escolar, pero nada más.

Y ahora estaba allí, solemne ydecidida, para saber cómo era.

Ana volvió a reír con ganas. Paraella todo es un juego. Cree que cadacosa que ocurre, por importante queparezca, es algo pasajero. Convenció aMelisa para que la acompañara hasta lapensión donde vivía, sobre la avenidaIndependencia. Apenas entraron a sucuarto, Ana la tomó de la mano y lallevó hasta la cama de una plaza. Melisase plantó de golpe en medio de lahabitación. Por un instante pareció que

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saldría corriendo.—Ahora no tengas miedo, dejame

ayudarte… dejame por favor… —insistió Ana, en un susurro.

Como Melisa no respondió, MaríaBethania la empujó suavemente sobre elcolchón y comenzó su tarea de amor. Ladesvistió muy despacio mientras labesaba en el cuello y le decía cosaslindas. Palabras dulces que nadie lehabía dicho nunca. Mucho tiempodespués, todavía Melisa no podíaentender cómo Ana era capaz de hablarsobre el aroma de la piel o elogiarle lasuavidad de su cabello en momentos así.Con hábiles movimientos, Ana sólo la

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dejó con la bombacha pequeña y blanca.Primero le acarició el vientre, como sifuera un masaje de madre. Una suerte desana-sana. Después las cariciassubieron. Melisa primero puso el cuerpoa la defensiva, se revolvió y por unosminutos mantuvo los músculos entensión. Pero enseguida se relajó, elplacer se imponía a todas susprevenciones. Cuando las manos deMaría Bethania se posaron en sus tetaspequeñas, los pezones erguidos dieronlos últimos permisos.

—Siempre quise tener tetasgrandes… —se disculpó.

Ana comenzó a besarle los senos de

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todas las maneras posibles. La sintióvibrar en la boca. Luego la siguióbesando hacia abajo. Con el pie le bajóla tanguita hasta los tobillos y le pasó lalengua por cada milímetro del cuerpoentre el ombligo y la entrepierna.Comenzó entonces a lamerle el pubislentamente, como si fuera la actividadmás delicada del mundo. Como siestuviese operando el corazón de unbebé, como si estuviese desarmando unabomba. Melisa contenía los gemidoscomo podía. Cuando se vino por fin, aMaría Bethania le pareció que Melisatenía ganas de llorar y a ella también sele llenaron los ojos de lágrimas.

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—Nadie como yo sabe lo que legusta a una mujer —le dijo Ana, y sedurmieron abrazadas.

Esa noche, de regreso en su casa,casi no pudo dormir. Era como sihubiese nacido de nuevo. Su iniciaciónfue como el revés de un parto. No podíadejar de pensar en María Bethania.Durante dos meses la visitó aescondidas. Sobre fin de año y en mediode una discusión con su madre por laspésimas notas que había traído delcolegio, Melisa nombró a «la únicapersona que la entendía en el mundo».

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Patricia Hirsch estalló lanzando unabatería de reproches, pero Melisaduplicó la apuesta. No sólo le contó alos gritos que le gustaban las mujeres, ledijo también que estaba enamorada. Lareacción fue violenta. Una cachetada ylos gritos de puta y tortillera la llevarona refugiarse en su habitación. Duranteuna hora escuchó el llanto de su madre,matizado por citas bíblicas ymaldiciones. No salió de allí en toda latarde. Arrepentida de su confesión,deseó con todo el corazón que su mamáno se lo contara a su padre.

A la hora de cenar, como nadie lavenía a buscar, decidió enfrentar la

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situación y salió de su refugio rumbo alcomedor. Cuando entró, vio que en lamesa sólo había cuatro platos. Su lugarestaba ocupado por la panera.

—Nos traicionaste. Estás afuera deesta familia hasta que te recuperes —ledijo su padre señalándole con la cabezael taper donde le habían guardado suparte de la cena—. Quiso protestar, perola furia contenida en la mirada de supapá la disuadió. Muchas veces se habíaenojado con ella. No le gustaban susamistades, ni la música que escuchaba,ni su look, pero nunca la había miradoasí, con tanto rencor y desprecio. Tomósu ración y volvió al cuarto en silencio.

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Desde entonces, la vida de Melisase convirtió en un infierno. La llevaron aun terapeuta para que la tratara por sudesviación sexual. En su casa estabanconvencidos de que tenía unaenfermedad mental. Le prohibieronhablar con sus hermanitas y la obligarona realizar un retiro espiritual durante unasemana. Pero hubo un castigo más duro,le prohibieron ver a Ana. Es más, supadre fue a verla al Estrella Roja y laamenazó con meterla presa porcorrupción de menores. Pero de todosmodos era difícil contener a Melisa.Sólo la negativa sistemática de la propiaMaría Bethania la alejó del bar de San

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Telmo.

Ahora, ante la psicóloga del Juzgadode Menores, Melisa no recuerda elmomento exacto en que decidió matar asus padres.

—En realidad no quería matarlos —aclara—. Deseaba que murieran en unaccidente. Volver un día a mi casa yencontrar a un policía en la puerta con lanoticia. Quería que desaparecieran demi vida. Los odiaba.

Melisa les declaró la guerra a todos.

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También a sus compañeros de colegio,para los que hacía rato era «una torta».Y eso que ni sabían de su historia conMaría Bethania. Sólo dos de sus amigasmás cercanas la seguían apoyando. Peroprefería estar sola. En su casa, decidióno hablar más con su madre. Era sucastigo personal. Sin embargo, auncuando los silencios se tornabaninsoportables, la ofendida siempreparecía ella. Con su padre no cortó lacomunicación pero hacía todas las cosasque a él le molestaban, se pintaba lasuñas de negro y se hizo un piercing en laceja izquierda.

Todas las tardes después de

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almorzar sola y en su habitación,aprovechando que sus padres salían atrabajar se iba un par de horas al bar dela estación de servicio de Independenciay Cerrito. Allí conoció al ColoradoBáez. El pibe tenía cinco o seis añosmás que ella y se ganaban la diarialimpiando los vidrios de los autos queparaban en el semáforo de la avenida.Siempre estaba buscando plata para susvicios y no dudaba en vender cosasrobadas o apelar al arrebato cuando lanecesidad lo apremiaba. Desde elmismo momento en que lo conoció,Melisa estuvo convencida de que estabaante el hombre que podía ayudarla en su

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liberación.Una tarde, después de varias

cervezas, le contó que sus padresguardaban cincuenta mil dólares en lacasa. Que después del corralitofinanciero su viejo ya no confiaba en losbancos y que por esa razón tenía todo eldinero acumulado por la familia enalgún lugar de su habitación. Lapropuesta era simple y Báez seentusiasmó. Ella desconectaría la alarmay lo haría entrar al chalet donde vivían.

Sólo le puso una condición.

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NOTA DEL AUTORLos crímenes narrados en este librotienen correspondencia con hechosreales. Sin embargo, todos lospersonajes, escenas, fechas y lugarespertenecen al mundo de la ficción.

Mi reconocimiento a UNICEF, y aEmilio García Méndez, Laura Musa ytodas aquellas personas que trabajan porla creación de un sistema deresponsabilidad penal para menores quegarantice sus derechos.

Mi profundo agradecimiento aClaudia Vieder por su apoyo sinrestricciones. A Santiago y Luciano por

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el amor que me dan a pesar de misausencias y errores. A Lardi Vignoli porsu confianza. A José León Pace por sucolaboración periodística. A FernandoEsteves, Julia Saltzmann, PatriciaSomoza, Mariela Asensio y PabloRobledo por la lectura del original y sussugerencias.

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REYNALDO SIETECASE. Nació enRosario, Argentina, el 12 de octubre de1961. Es poeta, narrador y periodista.Publicó su primera revista al terminar elcolegio secundario. Fue uno de losfundadores del grupo literario El PoetaManco. Ejerce el periodismo en medios

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gráficos, radiales y televisivos de laArgentina. Por su trabajo en radio fuedistinguido con el premio Martín Fierroen 2006 y con el premio Éter a la mejorlabor periodística en 2008 y 2009. Suprograma Lado Salvaje fue galardonadocon el premio Martín Fierro al mejorprograma periodístico de televisión porcable en 2006 y 2008.

Es autor de los libros de poesía Ylas cárceles vuelan (1987), Ciertacuriosidad por las tetas (1989),Instrucciones para la noche de bodas(1992), Fiesta rara (1996), Pinturanegra (2000), Hay que besarse más(2005) y Mapas para perderse (2010).

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La antología Los poemas (2011)recopila parte de su producción poética.

Publicó las novelas Un crimenargentino (2002) y A cuántos hay quematar (2010), el volumen de relatosPendejos (2007) y dos libros decrónicas: El viajero que huye (1993) yBares (1997).