Martínez. Pasado y Presente de La Identidad Aguascalentense

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Pasado y presente de la identidad aguascalentense. Una revisión y una mínima propuesta Gerardo Martínez Delgado Colegio de Estudios Sociales de Aguascalientes AC

Nada más oportuno para conmemorar la larga vida de una ciudad que hacer un ejercicio de reflexión sobre su gente, sobre lo que ha sido, sobre lo que es y lo que quiere ser. El acelerado ritmo con que vivimos, las preocupaciones que imponen los problemas coyunturales que no se previnieron y atacaron en su momento, la renovación y reactualización natural de una sociedad en constante cambio, o la pobre valoración que recibe en nuestros días el pensamiento, el trabajo intelectual, la educación, son todos factores que obligan a buscar momentos, al menos con algún pretexto, para pensarnos en retrospectiva y para ensayar explicaciones de quiénes somos, quiénes decimos que somos, quiénes dicen que somos y quiénes queremos ser. “Identidad”, el centro de nuestras discusiones este día, es un concepto complejo y malgastado, pervertido por su uso corriente. Si pensáramos en “la identidad del aguascalentense” podríamos responder sólo parte de las preguntas a las que buscamos respuesta: podemos especular quiénes somos, pero no quiénes queremos ser; esto último, por cierto, lo que queremos ser, también nos dice mucho de lo que somos.

Proponer cómo somos, definir nuestra identidad, sería una labor que juzgamos fuera del alcance de nuestras fuerzas. Buscar la identidad de un pueblo es una empresa que –con Fernand Braudel- requiere explorar pacientemente las ramas del árbol y llegar hasta lo más profundo de sus raíces. A cambio, proponemos en este ensayo dos ejercicios más simples. Por una parte, queremos revisar algunas de las máscaras que se han elaborado en Aguascalientes para simular identidad, es decir, examinar versiones de las identidades construidas, esas que fabrican todos los pueblos exagerando, reduciendo, copiando o inventando características y elementos. Trataremos de sustentar las fórmulas en que México y sus regiones entraron en el juego de buscar identidad, y la angustia que en muchos puntos del mundo puede provocar una especie de sentimiento de desnudez cuando, se piensa, no se cuenta con cualidades identitarias. En segundo lugar, propondremos que las historias que en algún momento -alrededor del medio siglo XX- funcionaron y legitimaron adecuadamente una propuesta de identidad para Aguascalientes han perdido su vigencia y debe promoverse un cambio de ruta. Queremos subrayar desde ahora algunas premisas que nos guían en nuestro ensayo planteándolas a modo de pregunta y respuesta: ¿En Aguascalientes tenemos una cultura característica, una forma de ser particular, una identidad? Posiblemente sí, en algunos sentidos. ¿Es importante saber cómo somos? Sí. ¿Es conveniente a estas alturas decir o pretender que somos lo que no somos? No. ¿Podemos pretender pureza, debemos cerrar las barreras para repeler “lo distinto”? No. ¿Debemos ser porosos, simples receptores de lo externo? No. ¿Debemos seguir pensando, con el modelo impuesto por las élites del siglo XIX, que somos iguales, que podemos pretender homogeneidad? No. ¿Son equivalentes los legados históricos –como un centro histórico bien conservado- con la identidad de un lugar? No. ¿Se puede confundir el valor histórico o turístico de un sitio o de una práctica con la identidad? No, debemos ser cuidadosos. ¿Seguir conformándonos

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en el discurso con lo que nos han dicho que somos, cuando en la práctica no nos importa? Desde luego, no. I. El espejo empañado. La construcción de una identidad esquiva e idealizada

Somos lo que somos, y no lo que decimos que somos. Carlos Marx Pensar nuestra identidad es colocarnos frente al espejo y describirnos, aceptarnos, ser capaces de ver quiénes somos y qué queremos, hacia dónde vamos. No obstante, este ejercicio resulta siempre difícil, con frecuencia el espejo se empaña y negamos lo que vemos para presentarnos de un modo distinto que refleje lo que queremos ser. Entre los aguascalentenses gusta mucho, y por igual a gobernantes, periodistas, miembros de la élite y a muchos de sus habitantes en general, una leyenda recurrentemente contada acerca de la existencia del Cerro del Muerto, una extensión montañosa de la Sierra del Laurel (a su vez ramal de la Sierra Madre Occidental), situada 11 kilómetros al poniente del centro de la ciudad y fácilmente distinguible y admirable desde muchos puntos de la urbe, llamativa sobre todo al atardecer, cuando el sol se oculta detrás de la montaña que figura un inmenso hombre acostado. Antes que la historia, dice Enrique Florescano, “el mito fue el primer relato acerca del pasado que intentó ofrecer una idea inteligible sobre los orígenes del cosmos y de los seres humanos”1. A falta de mitos, y acaso de historias, en Aguascalientes se construyeron tardíamente narraciones con barniz de mitos que no sólo buscaban dar algún sentido a su pasado, sino inventar elementos que les dieran identidad, que les señalaran particularidades, orgullos, hechos fundadores originales. En esta ruta, la “historia” que podría pasar como el mito fundacional más claro y extendido con que cuenta Aguascalientes es la del Cerro del Muerto. Quizá no se ha leído de esta manera, quizá no habíamos pensado en este sentido, seguramente ahora su significado y su espíritu es parcialmente diferente, pero vale la pena explorar el trasfondo y el contexto en que, creemos, se construyó. Según el mito, los Chichimecas, los Chalcas y los Nahuatlacas se habrían concentrado en lo que hoy es Aguascalientes –como centro de operaciones- a fin de tomar acuerdos sobre su futuro. Los representantes de cada grupo eran sus sacerdotes, todos gigantes, “extremadamente altos, fornidos, de aspecto majestuoso e imponente”. Habiendo deliberado, el sacerdote Chichimeca fue a bañarse a los manantiales de la Cantera, a inmediaciones del sitio donde estaban, pero al introducir su cuerpo a uno de los nacimientos, misteriosamente desapareció. La preocupación inicial de la tribu Chichimeca se convirtió pronto en certeza de que los Chalcas los habían traicionado y le habían dado muerte a su sacerdote. Enfurecidos, todo según la versión del mito que seguimos, los Chichimecas prepararon la guerra contra los Chalcas, y estando en plena batalla, apareció el guía perdido y accidentalmente fue atravesado por una flecha. Herido, dio unos pasos y con la sangre que brotaba de su cuerpo fue regando la tierra hasta que poco más adelante cayó finalmente muerto, dejando sepultado debajo de él a todo su pueblo, y dando con su cuerpo forma al actual Cerro del Muerto.

El mito no sólo explicaría la existencia del símbolo de la ciudad, del elemento que la distingue, del accidente natural que la caracteriza, que es visible para todos los habitantes y que en última instancia les da identidad. Si analizamos con más detalle la estructura de la historia, descubrimos al menos otros dos elementos fundamentales: no es sólo el cerro con su figura particular, sino el cerro en sí, el monte que en múltiples culturas                                                             1 Florescano, Estudiar, 2000, p. 27.

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es símbolo de fertilidad; además, el baño que toma el sacerdote en los manantiales de la Cantera se asocia con otro ingrediente fundamental del mito: los Chichimecas “sembraban charcos”, es decir, hacían un hoyo, le ponían agua de su guaje, un almud de sal, lo tapaban “y al transcurso de tres o cuatro años había un inmenso manantial de aguas sulfurosas”; sin duda, monte y agua completan el conjunto de los elementos fundadores de las civilizaciones, y al mismo tiempo remiten a los dos sitios que dieron vida a la ciudad: los manantiales, pero de Ojocaliente, y el propio Cerro del Muerto.

Esthelia Ruiz Medrano ha investigado la continuidad de la figura cosmológica Atl (Agua) – Tépetl (Cerro) – Oztotl (Cuevas) en las representaciones gráficas prehispánicas y coloniales en el centro de México. De acuerdo a esta autora, estos tres símbolos estrechamente unidos forman una imagen “de profundas raíces culturales” que remiten a la fundación de sus pueblos. De hecho, cerros se asocia a cuevas (estas a su vez a entierros, sacrificios, abundancia), a pirámides, y el glifo que lo representa es el agua. “Numerosos pueblos mesoamericanos consideran que los cerros se encuentran llenos de agua”, pero además, “el elemento lo encontramos en escenas que remiten a pasajes de migración y fundación, a los nombres de los pueblos o bien forma parte de un paisaje”2. En este contexto, podríamos pensar en primera instancia que el mito fundador de Aguascalientes está ampliamente arraigado, que es fruto de estas “profundas raíces culturales”, y que fue la antigua explicación que se construyó sobre su entorno entre los pobladores originales. Bien visto, sin embargo, se trata de algo así como una impostura histórica, una adaptación poco pulcra y bastante reciente de una narración significativa en su contexto pero apenas valiosa en el sitio que se pretende imponer. Dicho de otra forma, el mito del Cerro del Muerto es sin duda interesante y atractivo para los habitantes de Aguascalientes. Sin embargo, carece de sustrato histórico y de legitimidad, pues se trata de una invención elaborada en un contexto distante y ajeno a la situación que narra. La narración aludida se va fracturando y pierde uno de sus valores por las graves imprecisiones en que cae y que no pueden tener justificación ni en el sentido real ni en el simbólico: se habla por ejemplo de “Chalcas”, “Chichimecas” y “Nahuatlacas” como tres grupos diferentes que tienen presencia en la región, cuando en realidad Chalcas y Chichimecas eran dos de las ocho tribus Nahuatlacas (huejotzincas, chalcas, xochimilcas, cuitlahuacas, malinalcas, chichimecas, tepanecas y matlatzincas). Estas y otras imprecisiones históricas revelan la reciente construcción del mito. ¿Quién lo hizo y por qué? Hoy en Aguascalientes nos hacemos poco esa pregunta, damos por sentado que el Cerro existe desde hace cientos o miles de años y que “la leyenda que se cuenta” es muy antigua y, no faltará quien lo crea, algo tiene de verdad. Es significativo el enunciado contenido en la descripción que del Cerro del Muerto se hace en la publicidad de la oficina de turismo en el Estado: “Su nombre obedece a la leyenda de nuestros ancestros en el sentido de que esta tierra fue habitada por gigantes”3. La “leyenda”, obviamente, no fue construida por “nuestros ancestros”, y ni siquiera es sobre nuestros ancestros, pues está demostrado históricamente el exterminio de los pueblos Chichimecas de Aguascalientes y de buena parte de la región, y carece de sustento afirmar que Chalcas, Nahuatlacas y Chichimecas se habrían reunido en la zona. Hay que enfatizar en todo lo que vale, que estas obviedades no nos desvelan, no es la intención desmontar el mito para mostrar su inconsistencia, sino dar este paso para evidenciar cómo y por qué se construyó, qué nos dice sobre la búsqueda de identidad del aguascalentense.

                                                            2 Ruiz, “Cerro”, en: Relaciones, 2001, pp. 144, 154, 164, aa. y ss. 3 http://www.aguascalientes.gob.mx/turismo/ecoturismo/cerro_muerto.aspx

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El ejercicio de rastrear su origen no ha arrojado certidumbre total, pero no parece exigir una búsqueda muchos años atrás. La primera historia de Aguascalientes, publicada en 1881 por Agustín R. González, no refiere siquiera la existencia del Cerro del Muerto, no lo consideró un elemento ni un símbolo de la ciudad. En cambio, González consignó un apunte de extraordinario valor, a pesar de la severidad de sus juicios. Cuando en la introducción a su obra lamenta la escasez de fuentes que pudieran haber iluminado su trabajo, alude a las tradiciones, que pudieran “llenar en parte el vacío que dejan esos documentos, pero algunas de ellas no resisten la crítica menos severa”. “Las que se refieren al caporal Ardilla, a La Barragana, a los milagros del virtuoso cura Lomas, son ridículas consejas propagadas por la ignorancia y el fanatismo”4. Parece claro, que en 1881 a nadie se le había ocurrido el mito del Cerro del Muerto, pues si lo que andaba buscando González eran al menos tradiciones que le dijeran algo sobre el pasado remoto de Aguascalientes mínimamente habría mencionado la que nos ocupa entre esas “consejas” llenas de ignorancia. Continuando el ejercicio de indagación, es significativo que ni en el Escudo del Estado de Aguascalientes, ni en el Escudo de la Ciudad (formados el uno por el Lic. Bernabé Ballesteros y el otro por el pintor Francisco Díaz de León, en 19465) aparezca tampoco en ninguno de sus campos el cerro que hoy inspira nuestro orgullo. En el primero se incluyó a la Virgen de la Asunción, patrona de la villa; una fuente con brasas debajo, denotando los manantiales de Ojocaliente; unos labios de mujer rodeados de una cadena rota (fruto de otra leyenda, que alude a la Independencia respecto de Zacatecas lograda por Aguascalientes en 1835); una presa, un racimo de uvas y una rueda dentada, símbolos de trabajo y de dos momentos muy recientes como lo eran la promoción de la agricultura y en específico de la vitivinicultura, pero ninguno de los cuadrantes es ocupado por el Cerro del Muerto. Lo mismo ocurre con el Escudo de la ciudad, que repite a su patrona, la rueda dentada y posiblemente a los manantiales (representados por el fuego), añadiendo una representación de la columna central de la plaza principal, una granada, un león alado que posa su pata sobre los evangelios (en alusión a San Marcos) y otros pocos elementos menores. El profesor Alejandro Topete colocó las divisas en ambos escudos: el primero dice: “Bona terra, bona gens, aqua clara, clarum coelum”; el segundo: “Virtus in aquis, fidelitas in pectoribus”, ninguna referencia de por medio al Cerro del Muerto. Así pues, la referencia más antigua que hemos localizado se remonta a alrededor de 1951, hace apenas 57 años. Algunas fuentes indican que se incluyó en el libro titulado 35 Leyendas de mi provincia, compilado y preparado por José Aguilar Reyes. No obstante, en la edición que se ha tenido a la vista, fechada en 1949, no aparece tampoco el multicitado mito6. Como quiera que sea, habría elementos para pensar que fue efectivamente en estos años cuando se escribió, y que pudo ser la pluma de Aguilar Reyes la responsable de su construcción. No parece accesorio referir que el libro se dedicó al entonces gobernador del Estado, Ing. Jesús María Rodríguez, y a su Tesorero General, “por su labor revolucionaria y patriótica, que han venido desarrollando en beneficio de este girón de tierra que nos vio nacer”7. El Introito revela además sus motivaciones, su amor por Aguascalientes, ciudad idealizada, “alegre con su cielo azul, con sus casas de pequeños jardines y enredaderas, que aún conservan su estilo de la Colonia y que se

                                                            4 González, Historia, 1974 (1881), p. XI y ss. 5 Topete, Aguascalientes, 1973, pp. 4-5, 56-57. 6 Reyes, 35, 1949, 124 pp. 7 Ibid., p. 2.

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pierden de la vista en su paisaje policromado por los tonos rojos, naranja y amarillo de sus atardeceres”8.

Entre los reveladores autores de las leyendas, que a veces son simplemente anécdotas de su tiempo, aparecen: el Profesor José T. Vela Salas (con 2 textos), el Ing. Elías Torres (5), el Profesor Alfonso Montañez E. (5), Jesús Bernal Sánchez (1), Luis Augusto Kegel (3), Moisés Kege Kégel (1), Profesor José Ramírez Palos (2), Indalecio Ramírez A. (1), Alejandro Topete del Valle (1), José P. Rickarday (1), Fernando Olivares Carreón (1), José Aguilar Reyes (13), y sólo una narración se consigna como de “Autor desconocido”. “Un beso que emancipa” fue escrita por el profesor Vela Salas9; “El Cerro de los Gallos” por el propio Aguilar Reyes, al igual que “Un ánima en pena”, “El señor de las angustias” y otras; “El encapuchado” por Alfonso Montañez; “El Caporal Ardilla” (que ya registra en 1881 Agustín R. González) por Elías L. Torres; y “La Barragana” por Indalecio Ramírez A.

Es altamente probable que la aparición del mito del Cerro del Muerto se haya dado en este contexto de recuperación de leyendas, de invención de otras, del ejercicio de esta docena de personajes con intereses compartidos pero con esfuerzos vagos, aislados y a veces desorientados aunque importantes por dejar constancia de recuerdos o por buscar testimonios del pasado local. Después de varias décadas nuestro mito reaparece en diversas fuentes: en textos como el libro de distribución masiva Aguascalientes: mi Estado (SEP, 1982); en la compilación que con similar objeto realizó en 1996 Guadalupe Appendini, y en lo sucesivo y casi siempre a partir del libro de esta autora, en varias publicaciones de difusión histórica como Mascarón (órgano de difusión del Archivo Histórico del Estado) y Nuestro Siglo (suplemento del periódico Hidrocálido) o, más recientemente, en su adaptación realizada en un programa animado de difusión infantil dirigido por Andrés Reyes Rodríguez.

Ahora bien, en abierta oposición con autores tan reconocidos como Carlo Ginzburg, Enrique Florescano ha sostenido y mostrado que “las críticas del mito como relato que cuenta una historia falsa han impedido, sin embargo, apreciar su importancia como transmisor de la memoria del pasado en las sociedades tradicionales”10. En nuestro caso, y según se ha pretendido mostrar, no estamos ante un mito que ha transmitido la memoria de una sociedad tradicional, sino de una historia construida en el contexto de una tardía búsqueda de identidad. No pretendemos negar la importancia visual y simbólica que el Cerro del Muerto tiene actualmente entre los habitantes de la ciudad de Aguascalientes; mucho menos queremos negar su valor; antes bien pretendemos, con Florescano, develar su valor simbólico, mostrar su origen, sus razones, proponer que vale porque lo que revela es una búsqueda de identidad, una toma de conciencia, una necesidad de identificarnos, de darnos elementos identitarios, de buscar, acaso, lo que somos en lo que no somos, es decir: recurrir a un pasado indígena inexistente, utilizar el modelo fundacional de pueblos mesoamericanos –con un bagaje robusto-, diferente al propio.

Antes que en nuestra historia, buscamos lo que somos en lo que nos gustaría ser, en lo que no tenemos, en las leyendas que prefieren una independencia por un beso que por razones políticas; en cuatro barrios idealizados que ocultan la heterogeneidad

                                                            8 Ibid., p. 3. 9 Aunque a decir de Guadalupe Appendini “esta historia nació gracias al ingenio del ingeniero Elías L. Torres, quien recuperó en un escrito lo que decía el pueblo sobre la Soberanía del Estado…”, Appendini, Leyendas, 1996, p. 4. 10 Florescano, Para qué, 2000, p. 29.

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existente desde siempre en Aguascalientes (cuatro barrios tradicionales que incongruentemente incluyen La Estación, el barrio moderno por antonomasia de principios del siglo XX, como ha hecho notar Javier Delgado); en las calles bellas, risueñas, tranquilas, que contrastaban en su momento con las calles enlodadas o que contrastan ahora con las calles inseguras.

Si bien los ejemplos propuestos nos hablan más del “querer ser” que del “ser” del aguascalentense, al mismo tiempo son elocuentes del “ser”, es decir, el buscar lo que no somos revela que nos guiamos por apariencias, que elegimos modelos que no tenemos y que luchamos –en una enorme paradoja- por conservarnos como somos. II. La angustiante búsqueda de identidad

No tenemos montañas: el Cerro es apenas un chiste. El mar es un  río  (…) No  tenemos  cataratas ni petróleo ni  coca ni  indios. Tenemos  estrellas,  constelaciones.  Pocos  negros,  que  por fortuna  aportan  algo  al  fútbol  y  dan  vida  y  prestancia  al carnaval. Somos blanquitos como  los europeos, pero no somos europeos. Blanquita  la piel y el corazón mulato. Hay  rateros y punguistas, pero en ese oficio no podemos competir con Río. Ni siquiera con Madrid. (…) Quizá no tenga color, pero sí colorcito. Ésa es, después de todo, su originalidad: una ciudad provinciana (de estilo provinciano), sin capital mayor a la que referirse.  Javier  en  búsqueda  de  la  identidad  de  Montevideo:  Mario Benedetti, Andamios, 2008, pp. 99‐100.

La identidad, como la democracia, la higiene, la igualdad, la modernidad y muchos otros valores construidos, es una meta que muchas sociedades persiguen con fruición y ven desalentados como se va recorriendo el borroso punto de llegada. Evidenciar la tardía, anacrónica y ahistórica búsqueda de identidad que muestra el mito del Cerro del Muerto en Aguascalientes nos lleva a hacer una breve reflexión sobre asuntos como el nacionalismo, el patriotismo y el matriotismo, ubicarlos en su contexto y develar algunas de las razones y los momentos en que la búsqueda de identidades se vuelve angustiante. Con Benedict Anderson, pensamos en la nación como una “comunidad imaginada”. Dice este autor, que la búsqueda de identidad tiene una historia relativamente corta. Antes hubo, por ejemplo, “comunidades inmensas”, “grandes hermandades transcontinentales”, como el islamismo o el cristianismo, que estaban soportadas sobre tres pilares: la lengua particular (latín para el caso del mundo cristiano); la creencia de la divinidad y centralidad expresada terrenalmente en el poder del rey o de unos cuantos; y la concepción temporal de un inicio y un fin predeterminados11. La declinación lenta y desigual de estas certezas interconectadas, dice el mismo Anderson, está asociada al desarrollo de las comunicaciones, “al capitalismo impreso”, al acortamiento de las distancias, a la cercanía con el otro que implica incluso la lectura de un periódico de un lugar que se desconoce físicamente, de la certeza de saber de otras personas que comparten el mismo tiempo y a veces similares circunstancias a las propias. Cuando la lengua dejó de ser una y las certezas mostraron su fragilidad, se buscó identidad; cuando pareció imprescindible crear Estados-Nación se buscaron elementos identitarios, símbolos de cohesión, educación y formación homogeneizante.                                                             11 Véase: Anderson, Comunidades, 1993, 315 pp.

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Por casi dos siglos, la formación del Estado-Nación mexicano, como en sus tiempos y momentos en el resto del mundo, ha exigido la recolección de elementos unificadores, ha buscado y construido una imagen de homogeneidad que niega la profunda heterogeneidad de los grupos sociales que cobija. El triunfo de esta imagen nacional que logró México con el cine a partir de 1936 (Allá en el rancho grande) hizo y hace creer a los extranjeros, y no pocas veces al mexicano mismo, que todos aquí usan sombrero, visten de charro, son machos valerosos y las mujeres cándidas vírgenes, encerrando en un solo paquete la enorme diversidad, ocultando con una imagen idealizada particular de una región del país (localizable en Jalisco) las otras muchas imágenes idealizadas o específicas de las regiones de México. Si son los medios de comunicación los que acercan y promueven identidades, México sólo pudo aspirar a ser uno cuando la radio llevó a todos los rincones de su territorio información común. Pero ocurre que en la construcción de identidades siempre hay ganadores y perdedores. En Francia, según Braudel, ganó el norte en muchos aspectos. En México sin duda perdió el sur, y en la disputa norte-centro se ha hecho valer la fortaleza de este último: la revolución vino del norte, se dice, pero se institucionalizó en el centro y ahí resultó triunfadora una imagen no única pero sí representativa, tomándose prestada por ejemplo la figura del charro. Con mejores palabras y más argumentos lo expresó Luis González: “Para las minorías rectoras de México éste es uno e indivisible pese a sus dos millones de kilómetros cuadrados de territorio, sus tres pisos, sus tres sierras madres, sus tres altiplanos, sus múltiples volcanes, la multitud de valles y antivalles, las muchas regiones asoleadas y desnudas y las pocas regiones vestidas de verde, las nubes artificiales y crecientes sobre media docena de anchas verrugas urbanas… en suma, una tierra hecha de retazos, un suelo multiforme”12. En su contexto y a su manera, Braudel también lo señaló: “La diversidad es, pues, la hija primera de la distancia, de la inmensidad que preservó todos nuestros particularismos venidos desde el fondo de las edades”13. Pero del mismo modo en que los Estados-Nación disimulan o borran las particularidades regionales y locales, en los niveles regionales y locales se hace lo propio, también hay ganadores. La diversidad estatal, por ejemplo, se puede llegar a reducir con la Feria de San Marcos y la divisa –otra construcción difícilmente desacralizable- de “agua clara, cielo claro, gente buena, tierra buena”.

Los cuatro barrios (San Marcos, Triana, Guadalupe y La Estación), por su parte, ese canto idealizado de Jesús Reyes Ruíz a una ciudad inexistente, ignora otros sitios contemporáneos de ese que nadie podría definir con exactitud como barrio de la Estación: la colonia Ferronales (que sí cuenta con una unidad y un sabor muy propio), la colonia del Carmen, la de El Trabajo. Incluso, muchos años después, casi por mandato gubernamental, el Barrio de La Salud obtuvo su lugar en ese selecto grupo de barrios tradicionales. El poema de Reyes Ruíz y la institucionalización que se le dio olvidó muchos otros nombres, redujo a cuatro los múltiples barrios que, si por tradicionales se quería decir antiguos, pudieron haberse reconocido14. El juez de Un viaje a Termápolis, de Eduardo J. Correa, recorre por ejemplo en la década de 1870: El del río de los Pirules, el de Cholula, el del Hueso, el de las Alfarerías, el de la garita de Zacatecas, el del Tacuche, el del Estanque, el de la Indita, el del Apostolado, el de Texas, el del Ojocaliente, el de los Caleros, el de las Tenerías, el del Arroyo, el del Obraje, el del –curiosamente- Olvido, el

                                                            12 González, “Patriotismo”, en: Noriega, Nacionalismo, 1992, p. 477. 13 Braudel, Identidad, I, 1993, p. 113. 14 Reyes, “Romance”, en: Acevedo, Letras, 1963, pp. 388-390.

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del Pueblo, o Pueblito, como en realidad se le conocía al de San Marcos15. Como nos dicen con elocuencia sus nombres, todos estos barrios guardaban cierta uniformidad por las actividades que desarrollaban sus habitantes o por la zona en que se ubicaban, podían ser portadores de elementos tradicionales, identitarios, que sin embargo pasaron desapercibidos consciente o inconscientemente.

En México, como también ha señalado con agudeza Luis González, convive la imagen nacional impuesta que ignora las particularidades locales con las imágenes locales que ocultan también sus propias diferencias. Los pueblerinos, dice además, “aman y veneran, sin violentarse, a su santo patrono, figura universal, y a los héroes nacionales, invocados, entre gritos, cohetes y balazos, los días quince y dieciséis”16. Ambos centralismos comparten, hay que subrayarlo, imágenes identitarias construidas que glorifican e idealizan lo propio. “Según los expertos en economía y salud –dice una vez más González-, los microclimas del territorio mexicano han dejado mucho que desear, pero si usted pregunta a un lugareño por el clima de su tierra le dice que es el mejor del mundo”17. Nada menos, el aguascalentense promedio estará convencido y orgulloso de que la plaza principal de su capital es el centro del país y que al caer la tarde tiene, en conjunción con el Cerro del Muerto –nuestra figura aludida y analizada líneas arriba-, “los atardeceres más bellos del mundo”.

Esta desesperada búsqueda de identidad encuentra a veces algunos buenos alfileres para sostenerse, como los que hemos venido señalando para el caso de Aguascalientes, pero otras veces las pesquisas se vuelven angustiantes o frustrantes. Javier, el protagonista de Andamios, da muchas vueltas en su cabeza cuando busca qué decir sobre Montevideo: “… el cerro es apenas un chiste. El mar es un río…”18. En Aguascalientes a veces se llega a estos extremos: aunque puede haberlos, nos cuesta trabajo enlistar platillos o productos culinarios típicos: nuestro restaurante representativo sigue siendo El Rincón Maya y nuestros productos casi únicos los ladrillos (pan) y las enchiladas (potosinas) Aguascalientes. III. ¿Tiene sentido buscar identidad? Mínima propuesta para una ruta alterna

Cuando había encontrado las respuestas en mi vida me cambiaron las preguntas. Grafiti pintado sobre un muro de alguna avenida de Bogotá, Colombia.

Las explicaciones sobre quiénes somos representan una búsqueda constante e interminable. Preguntarnos y saber cómo somos, sin duda, tiene sentido, pero siempre y cuando seamos cuidadosos con el concepto y con el espíritu de “identidad”, casi indisociable de los que hemos procurado revisar: nacionalismo y/o, los que pueden ser más peligrosos, “patriotismo” y “matriotismo”. En su sentido más puro, la identidad debiera ser la búsqueda de relaciones entre un individuo y su grupo, entre una sociedad y el mundo en general, y no los ismos que conducen el barco a otros mares. Una de las gigantescas empresas intelectuales que se echó a cuestas el historiador francés Fernand Braudel fue la de indagar por la identidad de su país. No le alcanzó la vida para completar su obra, pero hizo explícito su plan: revisar pacientemente los hilos y las ramas de su árbol atendiendo cuatro grandes problemas: el espacio; los hombres y las

                                                            15 Correa, Viaje, 1992, p. 107. 16 González, “Patriotismo”, en: Noriega, Nacionalismo, 1992, pp. 485-486. 17 Ibid., p. 481. 18 Benedetti, Andamios, 2008, pp. 99-100.

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cosas; estado, cultura y sociedad; y una revisión a Francia desde fuera de Francia. ¿Qué pretendía entender por identidad de Francia? Una problemática central: “el resultado vivo de lo que el interminable pasado depositó pacientemente en capas sucesivas…”. ¿Qué daba identidad a una nación, a una sociedad? La identificación con “lo esencial de sí misma” y, en consecuencia, su reconocimiento “a la vista de imágenes propias, de contraseñas conocidas por los iniciados (ya sean éstos una elite, ya sea la masa entera del país, lo que no siempre es el caso). Reconocerse en mil pruebas, creencias, discursos, coartadas, vasto inconsciente sin riberas, oscuras confluencias, ideologías, mitos, fantasías…”19. Lo más interesante, y quizá decepcionante para muchos, es que desde las primeras páginas Braudel muestra sus cartas, sus resultados: la identidad de su país es su diversidad, “Francia es diversidad”20, y más, la identidad ha de buscarse en lo más profundo de las raíces, no en la superficie. La verdad es que lo más peligroso de la búsqueda de identidad es su perversión que busca la unidad, la pureza, negando la heterogeneidad. Aunque las visiones construidas de identidad en Aguascalientes y en otros muchos puntos buscan pureza, tradición, continuidades, siempre somos resultado de lo múltiple, del intercambio, de la migración, del contacto con el otro. Nada menos, el “catolicismo alteño” de Aguascalientes nos vino de afuera, de un grupo relativamente reciente y dominante en la ciudad. La canción que le puede mover el corazón a un aguascalentense lejos de su tierra la compuso un chileno, Juan S. Garrido, mientras los murales que se presumen en Palacio de Gobierno los pintó un compatriota del compositor Garrido. Los talleres del ferrocarril no podrían ser considerados parte central de la identidad local si atendemos a la búsqueda de las raíces más profundas que propone Braudel, pues en una historia de 433 años apenas los encontraremos desde hace apenas poco más de un siglo. El INEGI, la planta de Nissan o el Necaxa, nuevas banderas de lo aguascalentense, de lo local, se implantaron desde afuera y ninguna de ellas se imaginaba siquiera cuando la ciudad conmemoró su cuarto centenario. Buscar identidad no es lo mismo que construirla, y menos cuando esto último se hace con prejuicios, con intenciones que ignoran la historia o que la niegan. Ahora bien, buscar identidad en un mundo global, que se reconoce como multicultural es más difícil. Si nuestras búsquedas de identidad han negado hasta ahora la heterogeneidad; si nuestras pretensiones de pureza ignoran al otro, lo diverso, habremos de hacer un alto en el camino y repensar esa práctica nociva que sólo permite vernos el ombligo, que oculta, que niega, que imita queriendo preservar. En este mundo, buscar identidad al estilo tradicional es no ver más allá de las narices, es encerrarse o recibir sin darnos cuenta. Deberíamos pensar en términos de intercambio, no de recepción. Hace apenas unos días, al recibir la medalla Belisario Domínguez, el periodista Miguel Ángel Granados Chapa sentenció –aunque en un contexto diferente- la necesidad de buscar “propósitos comunes impulsados desde la diferencia…”. En Aguascalientes deberíamos preocuparnos menos en buscar identidad y más en dejar nuestras prácticas provincianas (sólo en el sentido menos limpio del término) que ignoran la diferencia y que por tanto no pueden buscar propósitos comunes. ¿Qué puede tener en común el aguascalentense de Vergeles con el de Lomas del Ajedrez? ¿Qué identidad podemos encontrar ahí? Mientras pensemos que somos iguales entre nosotros, que frente a los otros somos los mejores, que tenemos los mejores atardeceres del mundo, el mejor cerro, el mejor cielo y                                                             19 Braudel, Identidad, I, 1993, p. 21. 20 Ibid., pp. 80-117, aa. y ss.

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la mejor historia, seguiremos refractarios o absorberemos todo lo ajeno sin siquiera ser conscientes de ello, dejándonos llevar. Pensar lo propio frente a lo diverso sería mejor camino, conocer nuestro cerro sabiendo que no es el único y quizá ni el más bonito, que es nuestro y lo vemos todos los días, pero no pretendiendo que es el único. Identidad sí si no nos pone un velo que no nos deja vislumbrar más allá de lo visible desde las torres de nuestra parroquia. Identidad sí si no desconocemos nuestra historia y nos dejamos deslumbrar por la ajena. Intercambio. Para saber quiénes somos debemos conocer a los otros, lo ajeno, tener una vocación más universal, que nos permita saber en qué somos diferentes, qué nos identifica. El cambio de ruta exige ser menos orgullosos, lo que no significa desconocedores de lo que somos. El cambio de ruta implica apertura al intercambio, tomar conciencia de que somos producto de lo múltiple, de lo diverso, de las migraciones. Buscar homogeneidad significa correr un velo sobre nuestros ojos para no ver lo otro. Rescatar tradiciones, mantenerlas vigentes, cultivarlas, enriquecerlas, no estará reñido con nuestra adaptación inteligente al mundo. Hoy se teme una nueva homogenización, a la que se arribará si se combate con otra postura única y cerrada.    

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Fuentes

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http://www.aguascalientes.gob.mx/turismo/ecoturismo/cerro_muerto.aspx