Lecciones de Etica Profesional p Miguel Angel Fuentes

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http://miguelfuentes.teologoresponde.org/ 2014/06/30/lecciones-de-etica-profesional- vii-moral-y-tecnica/ CEYTEC - Psicología Católica Lecciones de ética profesional P. Miguel A. Fuentes, IVE El P. Miguel Ángel Fuentes, es sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado, ordenado en 1984. Licenciado en teología por la Pontificia Universidad Angélicum, de Roma; y doctor en Teología con especialización en Matrimonio y Familia, por el Instituto Giovanni Paolo II, de la Universidad Lateranense de Roma... (I. Presentación) Las páginas que publico a continuación son el fruto del Primer Curso para Universitarios, dictado en San Rafael (Mendoza), Argentina, entre el 22 y el 30 de enero de 2005. En esos días tuve a cargo el dictado de una serie de Lecciones sobre diversos aspectos de la ética del profesional, que aquí reproduzco en su versión original. Para la organización de las distintas conferencias me propuse únicamente el objetivo de alentar a los futuros profesionales a vivir y desempeñar su carrera desde la perspectiva de una conciencia recta y a la luz de la fe, indicando grandes líneas y reflexionando sobre algunos principios fundamentales que deberían guiar a quien quiera configurar su trabajo con responsabilidad y en coherencia con su fe cristiana. En este sentido, suscribo plenamente lo que nuestro gran pensador José Manuel Estrada, decía el 10 de octubre de 1880, dirigiéndose a los jóvenes en la Academia Literaria del Plata: “El mal social no es tanto la erupción fortuita de pasiones, sino la falta de ideas dominantes que las serenen, y reparen sus estragos cuando ellas se amortiguan. Los pueblos claman en vano, si no tienen en su mente principios unánimes, brotados de la fuente eterna. Eso buscaron griegos y romanos, los indios y los egipcios y los persas, como los incas y los aztecas, organizando la sociedad bajo una religión nacional, levantando en honor de dioses imaginarios, altares de fraternidad patriótica y de expiación social… Los paganos, señores, discurren mejor que los apóstatas”. Los pueblos que ignoraron a Cristo comprendieron, a pesar de sus limitaciones religiosas, que era preciso poner como base de su estabilidad, crecimiento y grandeza, una religión y principios indiscutibles; ¡y nosotros, que hemos recibido en herencia el bautismo de la verdadera fe, al apostatar de la fe (y precisamente por ello) tiramos por la borda esta percepción fundamental! Seguía, luego, nuestro autor: “¡Jóvenes cristianos! Preconizad el reino de Cristo. El reino de Cristo plasmará la sociedad argentina, o la discordia de sus elementos la destruirá”. Ciento treinta años después, somos testigos de la exactitud de estas palabras al ver desmoronarse la patria alejada, por muchos de sus gobernantes, de sus raíces católicas. Para salvarla necesitamos, hoy más que nunca, profesionales de principios claros y firmes, de conciencia fiel e inconmovible, de corazón limpio y desinteresado. Es mi deseo que las páginas que siguen contribuyan de algún modo a su forja. P. Miguel A. Fuentes, IVE 22 de junio de 2010 Memoria de Santo Tomás Moro, mártir de la conciencia 1

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CEYTEC - Psicología Católica

Lecciones de ética profesional

P. Miguel A. Fuentes, IVE

El P. Miguel Ángel Fuentes, es sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado, ordenado en 1984. Licenciado en teología por la Pontificia Universidad Angélicum, de Roma; y doctor en Teología con especialización en Matrimonio y Familia, por el Instituto Giovanni Paolo II, de la Universidad Lateranense de Roma...

(I. Presentación)

Las páginas que publico a continuación son el fruto del Primer Curso para Universitarios, dictado en San Rafael (Mendoza), Argentina, entre el 22 y el 30 de enero de 2005.

En esos días tuve a cargo el dictado de una serie de Lecciones sobre diversos aspectos de la ética del profesional, que aquí reproduzco en su versión original.

Para la organización de las distintas conferencias me propuse únicamente el objetivo de alentar a los futuros profesionales a vivir y desempeñar su carrera desde la perspectiva de una conciencia recta y a la luz de la fe, indicando grandes líneas y reflexionando sobre algunos principios fundamentales que deberían guiar a quien quiera configurar su trabajo con responsabilidad y en coherencia con su fe cristiana.

En este sentido, suscribo plenamente lo que nuestro gran pensador José Manuel Estrada, decía el 10 de octubre de 1880, dirigiéndose a los jóvenes en la Academia Literaria del Plata:

“El mal social no es tanto la erupción fortuita de pasiones, sino la falta de ideas dominantes que las serenen, y reparen sus estragos cuando ellas se amortiguan. Los pueblos claman en vano, si no tienen en su mente principios unánimes, brotados de la fuente eterna.

Eso buscaron griegos y romanos, los indios y los egipcios y los persas, como los incas y los aztecas, organizando la sociedad bajo una religión nacional, levantando en honor de dioses imaginarios, altares

de fraternidad patriótica y de expiación social… Los paganos, señores, discurren mejor que los apóstatas”.

Los pueblos que ignoraron a Cristo comprendieron, a pesar de sus limitaciones religiosas, que era preciso poner como base de su estabilidad, crecimiento y grandeza, una religión y principios indiscutibles; ¡y nosotros, que hemos recibido en herencia el bautismo de la verdadera fe, al apostatar de la fe (y precisamente por ello) tiramos por la borda esta percepción fundamental! Seguía, luego, nuestro autor: “¡Jóvenes cristianos! Preconizad el reino de Cristo.

El reino de Cristo plasmará la sociedad argentina, o la discordia de sus elementos la destruirá”. Ciento treinta años después, somos testigos de la exactitud de estas palabras al ver desmoronarse la patria alejada, por muchos de sus gobernantes, de sus raíces católicas. Para salvarla necesitamos, hoy más que nunca, profesionales de principios claros y firmes, de conciencia fiel e inconmovible, de corazón limpio y desinteresado. Es mi deseo que las páginas que siguen contribuyan de algún modo a su forja.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

22 de junio de 2010

Memoria de Santo Tomás Moro, mártir de la conciencia

Lecciones de ética profesional

P. Miguel A. Fuentes

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II. HABLAR DEL BIEN O DEJARSE TRANSFORMAR POR ÉL

(Simone Weil, Escritos esenciales):

“No es por la forma en que un hombre habla de Dios, sino por la forma en que habla de las cosas terrenas, como se puede discernir mejor si su alma ha permanecido en el fuego del amor a Dios.

Ahí no es posible ningún engaño. Hay falsas imitaciones del amor a Dios, pero no de la transformación que él realiza en el alma, porque la persona no puede tener ninguna idea de esta transformación más que si ella misma pasa por ella […]

Según la concepción de la vida humana expresada en los actos y las palabras de un hombre, sé (quiero decir que sabría, si tuviera discernimiento para ello) si ve esta vida desde un punto de vista situado en este mundo o desde lo alto del cielo. Por el contrario, cuando habla de Dios, no puedo discernir (aunque a veces sí puedo) si habla desde dentro o desde fuera […]

El valor de una forma de vida religiosa o, más generalmente, de una forma de vida espiritual, se aprecia por la intensidad de la luz proyectada sobre las cosas de este mundo […] Las cosas carnales son el criterio de las cosas espirituales. Esto es lo que generalmente no queremos reconocer, porque tenemos miedo a un criterio. La virtud de una cosa cualquiera se manifiesta fuera de ella”.

La luz de un texto

El texto apenas reportado fue escrito por alguien muy especial. Porque Simone Weil, que nació en París, 1909, y murió a los 34 años en Inglaterra en 1943, era judía e izquierdista a su manera.

Muy preocupada por los problemas sociales, muy patriota aunque a veces alineada en causas equivocadas, brillante en lo intelectual.

Mantuvo contacto con grandes personalidades de su época tanto de la política como de la filosofía, de izquierda y católicos; fue acercándose a la Iglesia católica de modo tempestuoso; fue gran amiga de algunos sacerdotes, luchadora tenaz por los derechos humanos, de conducta personal intachable (la llamaban “la virgen roja”, por esa extraña mixtura de moral intachable e ideas socialistas). En sus escritos encontramos pensamientos profundísimos sobre muchas cosas, especialmente sobre Dios, la gracia, la oración; no siempre acertados, pero cuando acierta deslumbra.

Al parecer durante su vida no quiso dar el paso de entrar en la Iglesia; pero en 1988, su mejor amiga reveló que en el lecho de muerte Simone le pidió que la bautizara y así lo hizo (incluso le había dado instrucciones para que lo hiciera si entraba en estado de coma durante su enfermedad). Por respeto a la familia judía, su amiga guardó silencio sobre este asunto durante más de cuarenta años.

Fue admirada, y con razón, por muchos pensadores católicos, como Gustave Thibon, para quien ella trabajó un tiempo. Una mujer extraordinaria porque representa la búsqueda de Dios en bruto, desde la nada; se hizo sola y tuvo, al parecer una experiencia mística de Cristo, comprendiéndolo a través de su sufrimiento.

No todos sus pensamientos son plenamente católicos, pues hay que estar atentos a las diversas etapas de la vida en que fueron escritos; para leerla hay que saber discernir. Castellani dijo de ella que fue “una mística en estado salvaje”; definición que le cuadra muy bien.

Cuando leí por vez primera el texto que cité más arriba, anote a su lado: “vale más que mil sermones”. Sigo pensando lo mismo. El texto vale un curso entero (Este texto está en: Weil, Simone, Escritos esenciales, Santander 2000, 132-134).

Criterio infalsificable

“No es por la forma en que un hombre habla de Dios, sino por la forma en que habla de las cosas terrenas, como se puede discernir mejor si su alma ha permanecido en el fuego del amor a Dios”.

Este es el centro de la cuestión. Es decir, la verdadera relación que tenemos con Dios en nuestro corazón no se pone en evidencia tanto cuando hablamos de Dios como cuando juzgamos y hablamos de las demás cosas; porque es fácil hablar de Dios como uno que cree en Dios y lo ama, pero todo esto se desvanece cuando hablamos de las cosas terrenales (de nuestros negocios, amores, amigos, trabajo, estudio, profesión, problemas…) si el corazón no ha sido realmente transformado.

Nos puede pasar lo que al rey de Francia que decía hablando del predicador de la corte: “cuando lo oigo predicar tiemblo, pero cuando lo veo comer respiro tranquilo”.

“Hay falsas imitaciones del amor a Dios, pero no de la transformación que él realiza en el alma, porque la persona no puede tener ninguna idea de esta transformación más que si ella misma pasa por ella”.

Los falsos místicos y los que se creen católicos o pretenden hacen creer a otros que lo son, imitan, representan una obra. Pero eso no es necesariamente espejo verdadero de su fe. Jesús

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dijo “el que me ama guardará mis mandamientos” (Jn 15,10).

San Juan en su primera carta repite de diversas maneras estas palabras: “Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en Él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él. Quien dice que permanece en Él, debe vivir como vivió Él” (1Jn 2,4-6).

Hoy en día muchas personas se autodefinen católicos o cristianos, y están convencidos de serlo y de tener derecho a llevar ese nombre, incluso si, como ocurre a menudo, no viven como tales, o, incluso, rechazan la doctrina católica.

Simone nos ayuda a comprender que la ciencia sobre Dios, o las palabras que decimos sobre Él, pueden ser lecciones aprendidas en los libros, escuchadas en sermones…, y, al mismo tiempo, no trascender el engaño de un corazón que vive de veleidades. Como el joven rico, que debía ser probablemente un joven ensoñador. Se puede conocer mucho del cristianismo y de Dios y no ser un cristiano auténtico, cabal.

Hoy tenemos muchos de estos. No son malos, como el joven rico no era malo (¡y Cristo lo miró y lo amó!). Pero él no pudo seguir a Cristo porque su mirada sobre las cosas terrenas no era la de Cristo.

No tenía una mirada libre. Las consideraba demasiado valiosas, tanto como para sentirse incapaz de dejarlas para seguir a Cristo.

Su mirada era una mirada esclava. No todos tenemos que dejar todo para seguir a Cristo; el religioso debe despojarse de todo; el laico debe transformar las cosas para Cristo. Pero tanto aquel como este, deben estar dispuestos a renunciar a todo cuando sea el único modo de continuar fieles a Cristo.

El joven rico no se sentía capaz de tal paso, y por eso, siendo bueno, prefirió seguir su engaño. O se engañaba pensando en amar mucho a Cristo, o se engañaba en darle demasiada importancia al mundo.

En todo caso, era un muchacho esclavo.

Uno puede “hablar y cantar el amor a Dios” y engañarse y engañar (con buena o mala intención) si su amor no trasciende las palabras, los cantos, y los afectos. Tal vez sea sincero y verdadero; pero no basta para demostrar su autenticidad. No es un criterio suficiente.

Hoy estamos rodeados de católicos que creen ser tales pero no lo son. Sólo son católicos en un 20%, que es el porcentaje que ocupa, en nuestra vida, la visión o la idea que tenemos de Dios. Pero no lo son en el otro 80%, que corresponde a lo que, de

aquel concepto que tenemos de Dios y del amor que decimos tener a Dios, se vuelca sobre el mundo que nos rodea.

Este sí es un verdadero criterio de fe, como señaló San Juan; un criterio infalsificable. Nuestra fe nace en las alturas de la contemplación de Dios, pero luego se desborda hacia un terreno que es, todo él, lucha, batalla, heroísmo; y allí se trasluce la calidad y el temple de esa fe.

El cristiano y el mundo

El fin de este curso es que ustedes tomen conciencia de la importancia que tiene el mirar las cosas terrenas con visión de fe. Para esto la fe les tiene que transformar primero el corazón. Porque es más fácil hablar sobre las cosas del cielo repitiendo nuestro catecismo, e incluso reproducir la lección aprendida sobre las realidades terrenas que verlas, sentirlas y tratarlas como lo hace el hombre que tiene fe.

Ustedes son estudiantes, futuros profesionales. Tienen una vocación específica que consiste en juzgar, penetrar de luz, iluminar las cosas (según las diversas ramas del saber que están estudiando) con la refulgencia de las verdades divinas. Dicho de otro modo: verlas como las ve Dios y divinizarlas y cristianizarlas.

Esto no es fácil en el mundo de hoy. Porque nuestro mundo es una mentira. Jesús rezó al Padre celestial por nosotros en la Última Cena diciendo: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17,15). Y San Juan dijo que “el mundo entero yace en poder del Maligno” (1Jn 5,19).

Los cristianos que viven sólo ese 20% de fe son incapaces de iluminar desde la fe las cosas terrenas, ¡y ni siquiera son conscientes de su engaño! No saben en qué lucha están metidos, ni se dan cuenta de cuánto terreno pierden día a día. Creen amar a Dios, pero sólo son afectiva y superficialmente simpatizantes de Dios. Dios nos pide a nosotros –a ustedes– mucho más: que miren con los ojos de Dios el mundo, como lo mira Jesucristo; que juzguen con los criterios que da el Evangelio; que no se queden en las nubes mientras el Maligno avanza sin que nadie le ponga resistencia.

¿Cuántos católicos hay en nuestro país? Una gran masa se proclama tal; solemos decir que es “la mayoría”. Sin embargo, no podemos decir que el nuestro sea un “país católico”. No nos engañemos. Hace medio siglo el P. (san) Alberto Hurtado escribió un libro que escoció las conciencias de muchos de sus compatriotas, titulado ¿Es Chile un país católico?

Con esta pregunta –y sus respuestas– metió el dedo en muchas llagas. ¿Y nosotros? ¿Es Argentina un país católico? Es, sin duda, un país con muchos

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católicos, y, hasta cierto punto, un país con ciertas reservas católicas y en el que persisten, enterradas en los mejores, fibras espirituales católicas –de esas capaces de levantarse en un momento de crisis o catástrofe.

Pero me temo, y lo digo con dolor, que ya no es un país católico en el sentido cabal del término: porque no son católicas sus instituciones, ni su política, ni su economía, ni sus universidades (ni siquiera algunas que lucen el calificativo en sus frontispicios), ni sus profesores.

Ni lo son los medios de comunicación, ni se educa católicamente en la mayoría de las escuelas, ni públicas ni privadas, ni son católicos sus sistemas de salud… y caminamos cada vez a que tampoco sean católicas —¡ni naturales!— sus leyes. Entiendo por “católico” lo que se guía por los criterios del evangelio. Y de esto estamos muy lejos. A la clase dirigente argentina de la generación del 1880, su coetáneo Juan Manuel Estrada la llamó “apóstata”; la nuestra es su “digno retoño”.

¿Quién tiene la culpa? No sólo los enemigos de Dios. También los que nos llamamos católicos pero sólo somos baratas imitaciones de los que hicieron grande la Patria y la Iglesia.

No tanto hablar de la fe sino con fe

La mayoría de los buenos cristianos no ha comprendido que su fe no puede reducirse a los asuntos exclusivamente religiosos. Ese fue el ariete del liberalismo decimonónico, resistido por aquella generación de católicos lúcidos, uno de los cuales, san Ezequiel Moreno, obispo de Pasto, dejó escrito en su testamento:

“Confieso, una vez más, que el Liberalismo es pecado, enemigo fatal de la Iglesia y reinado de Jesucristo, y ruina de los pueblos y naciones; y queriendo enseñar esto, aun después de muerto, deseo que en el salón donde se exponga mi cadáver, y aun en el templo durante las exequias, se ponga a la vista de todos un cartel grande que diga: El Liberalismo es pecado”.

Hemos perdido esa batalla y hoy todos somos reos de ese pecado, algunos sin saberlo. Profesamos nuestra fe en el templo y la dejamos allí, como en un perchero, esperando reencontrarnos el próximo domingo. Pero al entrar en nuestro consultorio, en nuestra aula, en el quirófano, en la oficina, en la fábrica, somos hombres de mundo, que ven las cosas como los hombres de mundo.

Quizá hablamos y escribimos como cristianos cuando hablamos de cuestiones religiosas; pero parece que nuestra fe es incapaz de influir verdaderamente sobre nuestra ciencia humana o nuestra profesión, o lo reducimos a mechar con algunas citas bíblicas o de santos nuestros

discursos, como si pusiéramos cerezas a un bacalao y nos creyéramos haber hecho una torta de bodas.

No hablamos con fe ni desde la fe sobre las realidades del mundo porque nuestra alma no está transformada, como nos decía la lúcida Simone.

C. S. Lewis apuntó en una oportunidad: “Creo que si un cristiano está capacitado para escribir un buen libro, accesible a la mayoría, sobre una ciencia cualquiera, puede hacer de ese modo un bien mayor que mediante una obra directamente apologética”.

Y luego continuaba explicando: “Normalmente, podemos lograr que las personas presten atención al punto de vista cristiano durante una media hora más o menos; pero cuando se marchan de la conferencia, o guardan nuestro artículo, se sumergen de nuevo en un mundo en el que prevalece el punto de vista contrario. Los periódicos, películas, novelas y libros de texto socavan nuestra obra. Mientras persista esta situación, es sencillamente imposible lograr un éxito extendido.

Debemos atacar la línea de comunicación enemiga; por eso no son más libros sobre el cristianismo lo que necesitamos, sino más libros sobre otros temas escritos por cristianos, en los que el cristianismo de su autor se encuentre latente” (Lewis, C.S., Lo eterno sin disimulo).

Y lo remachaba de este otro modo: “Es poco probable que un libro sobre hinduismo socave nuestra fe. Pero si cada vez que leemos un libro divulgativo de Geología, Botánica, Política o Astronomía, descubrimos que sus implicaciones son hindúes, sí podríamos sentirnos sacudidos. No son los libros escritos en defensa del materialismo los que hacen materialista al hombre moderno, sino los postulados materialistas contenidos en los demás libros. De igual modo, tampoco serán los libros sobre el cristianismo los que realmente inquieten al hombre moderno; en cambio, se inquietaría si cada vez que necesitara una introducción popular y barata a una ciencia cualquiera, la mejor del mercado fuera la escrita por un cristiano”.

Por tanto, es importantísimo que se den cuenta que no harán más bien a nuestros prójimos escribiendo más libros sobre la fe y la religión o hablando sobre la fe y la religión (eso debemos hacernos nosotros, los religiosos, a tiempo y a destiempo, y ustedes los profesionales laicos, cuando la oportunidad lo requiera),

sino cuando sean capaces de mostrar que cuando se busca al mejor psicólogo, al mejor médico, o al mejor educador y profesor de matemáticas, siempre se topan con un católico que se toma en serio su fe; y cuando quieren el mejor libro de pedagogía, de física, de psiquiatría, de historia o

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de filosofía, deben recurrir inevitablemente al escrito por un católico, porque es su fe y su fidelidad la que lo obligan a ser honesto con la verdad, a ser profundo, a ser luminoso.

Transar con el sistema

Finalmente, hoy muchos profesionales que creen ser católicos, transan con la mentira, con el poder, venden su profesión y su honra, comercian con la sangre de sus hermanos e hijos.

A esto, técnicamente le dicen: “entrar en el sistema”. Nunca olviden que “el sistema” es lo que san Juan llamaba “el poder del Maligno” (cf. 1Jn 5,19).

No es fácil, especialmente, para los más flojos, hacer frente, a pie firme, a la tentación de hacer lo que hacen todos; sobre todo si la fidelidad a la conciencia acarrea desventajas económicas y profesionales. Pero eso es, precisamente, lo que Dios espera de nosotros, y a lo que apuntan estas sencillas lecciones.

El programa de trabajo y el objetivo profesional al que aspiramos es el que hemos ya enunciado: hablar de las cosas terrenas como quien ha sido transformado por las divinas. Iluminar con el Evangelio el pequeño mundo que nos toca a cada uno de nosotros;

juzgar con criterios de fe todas las cosas, defender el valor inviolable de la conciencia cristiana y vivir los mandamientos divinos en el campo que nos toque.

Si alguno me cuestiona: ¿y esto qué tiene que ver con la “ética profesional”? Esto es precisamente ética profesional. Lo demás es aprender leyes, y la ley sin espíritu es algo muerto y mortífero.

Lecciones de ética profesional

P. Miguel A. Fuentes

III. Formarse verdadera y profundamente

San Agustin

“(…) Estudiaba yo entonces (…) los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana.

Mas siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía (…)

Semejante libro cambió mis afectos (…) De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti (…)

¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas.

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No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y honesto (…) Mas entonces (…) sólo me deleitaba en aquella exhortación el que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella escuela, sino la Sabiduría misma, estuviese dondequiera”.

(San Agustín, Confesiones, III, 4, 7-8)

Este texto, tomado del libro de las Confesiones de San Agustín, relata el encuentro de este joven de 19 años con el primer texto serio de su vida.

Un libro, hoy perdido, escrito por Cicerón, el Hortensio. Y a pesar de tener por aquel entonces, Aurelio Agustín, una gran confusión mental (pasearía todavía casi quince años por el pecado y el error), de hallarse cursando una carrera (la Retórica) más preocupada por el estilo formal que por la verdad de fondo, y de tratarse de un libro escrito por un pagano, levantó su corazón al amor del conocimiento por las cosas más altas; a la “búsqueda”, como él señala, de la Sabiduría.

Formación integral

Uno de los daños más grandes de nuestro tiempo es, sin duda alguna, la pérdida de una formación integral. Hoy en día en los lugares donde verdaderamente se enseña y se estudia (que no son muchos) se imparte, lamentablemente, una formación parcial, lo cual no deja de comportar un grosero equívoco pues por eso mismo, carece de derecho a llamarse formación; a lo más es barniz u orientación.

Formación viene de “formar”, dar forma, y la forma se da al todo, no sólo a una parte. Un escultor que quiere esculpir un caballo pero se contenta modelando la cola dejando el resto escondido en el bruto bloque de mármol, difícilmente consiga que le crean que su obra representa un caballo (salvo en el arte moderno, que pretende ser “moderno” a fuer de negar el arte).

Tal el actual sistema educativo superior que enseña sólo “especializaciones”. Tenemos técnicos en computación, técnicos en diseño, nefrólogos, urólogos, penalistas, etc. Incluso en aquellas carreras que presentan una visión más completa de su objeto (medicina clínica, derecho, etc.) siguen faltando elementos claves que den una visión de conjunto del saber y una comprensión del todo.

Los que estudian carreras relacionadas con las ciencias exactas o con las biológicas no suelen entender por qué necesitan, incluso para su propia

profesión, una formación humanista, filosófica y nociones de teología.

Por eso no tenemos sabios. Los antiguos consideraban necesario todo esto, y estaban en lo cierto. Gabriela Mistral al regresar a Chile después de una prolongada ausencia y notar en su patria la falta de un humanismo verdadero dijo:

“Cuando se traen del extranjero los ojos limpios de intereses locales se sabe que la enfermedad de la educación en nuestra América viene primero de la ausencia de un humanismo verdadero, es decir, de formación clásica. El clasicismo forma hombres completos, jefes reales, que tienen de la vida individual, lo mismo que de la nacional, un sentido de unidad.

El hombre clásico es un hombre espiritualmente vertebrado, cuya cultura, aún en los casos de no ir más allá que el liceo, tiene la armonía, el gran acuerdo en las partes.

Buena parte de nuestra gente americana se ve desmigajada, anarquizada, débil para pensar o para obrar delante de un problema: llevamos dentro y fuera de nosotros la pelea y el desconcierto a causa de nuestra propia formación sin unidad” (Gabriela Mistral; citada por Alberto Hurtado en: Una verdadera educación, Santiago de Chile 2005, 267).

El filósofo y los baches

Se repite en nuestro tiempo, a nivel universal, lo que cuenta Platón en el Teetetos sobre “una aguda y graciosa esclava tracia [que] se burló de Tales (de Mileto, filósofo), porque, mientras observaba las estrellas y miraba hacia arriba se cayó en un pozo; ávido por observar las cosas del cielo, le pasaban inadvertidas las que estaban detrás de él y delante de sus pies” (Platón, Teeteto, 174a).

Sin quitar que la esclava tuviera razones para reírse, Platón critica, en realidad, la actitud que ella simboliza: el burlarse de quienes están preocupados por las cosas espirituales, por la realidad oculta tras las apariencias, por las esencias de las cosas, y el considerar esta ocupación como algo inútil.

Esta esclava representa a los que dividen las ciencias en útiles e inútiles. Los estudios inútiles serían precisamente los de las humanidades (es provechoso leer el libro de Alberto Caturelli, Reflexiones para una filosofía cristiana de la educación, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba 1982, especialmente pp. 148-162). Es cierto que hay conocimientos que no se ordenan a producir o fabricar cosas; su fin es la “teoría” en el sentido griego de la palabra: contemplación.

Aristóteles decía de la filosofía que “no la buscamos por ninguna utilidad, sino que, así como llamamos libre al que es para sí mismo y no para

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otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre, pues ésta sola es para sí misma” (Aristóteles, Metafisica, A,2, 982b 25).

Hay que entender bien estas palabras, pues pueden prestarse a cierto equívoco: la filosofía no reporta ninguna utilidad material inmediata, pero es en el fondo la más útil de las ciencias si entendemos utilidad en la acepción de fructuosa.

Creo que a nadie se le escapa la importancia que tiene la buena formación. Pero tal vez sean muy pocos los que atinen a darse cuenta de la importancia que, en la buena formación, tiene el estudio de la filosofía y de la teología. Y sin embargo, son ciencias fundamentales: sin ellas no hay buena formación.

La filosofía (es decir, el remontarse al por qué último de las cosas) es la ciencia que nos hace conocer la esencia de las cosas por sus causas y nos pone en contacto con la realidad. Cuando alguien no tiene un pensamiento filosófico, se limita a ver, describir y clasificar las cosas, pero no sabe qué son, ni por qué son, ni para qué son esas cosas. Es un superficial.

Profesión y filosofía

La filosofía bien estudiada y conocida no sólo es, como ha dicho Chesterton, la única cosa verdaderamente digna de entusiasmo en este mundo, sino algo necesario. ¿Para todos? Para todos los profesionales sí; porque éstos, de una forma u otra tienen que pensar filosóficamente (lo que no es lo mismo que “ser filósofos”), incluso aquellos cuyo oficio los lleva al estudio de cosas más prácticas.

La historia documenta, por ejemplo, que siempre el médico ha debido filosofar sobre su propia ciencia y por eso desde los tiempos clásicos se ha reconocido una estrecha relación entre la medicina y la reflexión filosófica (Cf. Porcarelli, Andrea, Il rapporto tra filosofia e medicina nella storia del pensiero, en: AA.VV., Etica dell’atto medico, Ed. Studio Domenicano, Bolonia 1991, pp. 42-101).

Aristóteles, aun distinguiendo campos, establecía una profunda continuidad entre una y otra disciplina. Galeno (c. 130 d.C.) acusaba a los médicos de su tiempo de ser ignorantes, corruptos y absurdamente divididos en escuelas; y les exigía que fueran filósofos, por exigencias “internas” a la misma ciencia médica.

A él se atribuye la expresión: “el mejor médico es también filósofo”. Es mejor que permanezca muerto y no lo resucite Dios en nuestro tiempo, o el viejo médico pasaría estos años extras con un interminable retorcijón de estómago viendo aquello en lo que se ha convertido la medicina actual.

En el temprano medioevo sobresale el testimonio de Cassiodoro (en torno al año 500) quien concedía a la medicina un honor singular por su ordenación a socorrer las miserias humanas, pero por esa misma razón sostenía que el médico necesita una formación seria y cuidada, es decir, nutrida de todo aquello que en aquel entonces se retenía como serio y cuidado, o sea, el estudio de los clásicos.

Un siglo más tarde, San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías exigía del médico el conocimiento de todas las artes liberales, y llamaba a la medicina “segunda filosofía”.

La filosofía árabe medieval también reconocía una legítima autonomía a la medicina, pero señalaba una estrecha relación con la filosofía, la cual encuadra a la medicina en un horizonte más amplio desde el punto de vista cosmológico y teológico. En el Alto Medioevo (s. XIII) los estudios universitarios exigían para quien quisiera estudiar medicina los estudios previos de la filosofía. Y por eso Federico II, en las Constituciones del Reino de Sicilia, escribía: “Puesto que no se puede afrontar el estudio de la medicina si primero no se tiene el dominio de la lógica, establecemos que ninguno emprenda los estudios médicos si precedentemente no ha estudiado por al menos un trienio la ciencia de la lógica”.

Claro que ahora no nos gobierna ningún Federico II, ni los que lo hacen tienen la menor idea de lo que significa “lógica” y quizá, si los apuramos, tampoco entiendan qué quiere decir “trienio”.

Pareja concepción se encuentra entre los grandes teólogos medievales como Alberto Magno y Tomás de Aquino.

¡Se trata de una sapientísima observación que vale también para los científicos, maestros, académicos, periodistas, técnicos, etc., de nuestro tiempo! Porque muchos males profesionales provienen de la incapacidad para razonar correctamente; muchos usan su mente de modo ilógico, desatinado, incoherente, contradictorio y hasta ridículo. Se manejan, a veces con supina ignorancia, por sofismas y falacias que no pasaban desapercibidas a un mediocre estudiante de seis o siete siglos atrás.

Es solo una inclinación morbosa al paralogismo lo que permite que un biólogo y fisiólogo como Claude Bernard pudiera decir aquello que “nunca encontré el alma debajo de mi bisturí”; o lo que empuja a un físico de la fama de Stephen Hopkins a afirmar que “la física moderna no deja lugar para pensar en la existencia de Dios”, y creer que está hablando de física mientras hace un salto acrobático al terreno de la filosofía en la que él toca de oído… como los sordos.

Y peor aún es el caso de la mayoría de los paleontólogos que, a partir de datos de ciencia

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positiva, arriban a conclusiones metacientíficas, es decir, filosóficas (de hecho, como dice Legizamón, “cualquier hipótesis sobre el origen del hombre es necesariamente extracientífica…

es decir, escapa por completo al método científico que supone la observación y reproducción experimental de los fenómenos bajo estudio; cosas evidentemente imposibles en el problema que nos ocupa”); pero a pesar de esta evidencia, la mayoría de los actuales científicos ignora sus piruetas con la lógica y las leyes del pensamiento. Estos son solo ejemplos, pero cunden en el mundo profesional causando estragos.

La tradición de fundar la ciencia en la seriedad del pensamiento filosófico y coronarla con la apertura de mente que aporta la visión teológica, se mantuvo prácticamente invariable hasta la irrupción del positivismo que escindió el saber médico del saber filosófico y, consecuentemente, de la ética.

A pesar de la concepción moderna que separa ambos saberes, la visión clásica se impone por sí sola, pues, como afirma G. Thibon, el técnico de la medicina no puede saber qué tiene el enfermo mientras no sepa qué es el enfermo.

Por eso, deberíamos confiar más en el médico que, además de sus manuales y revistas científicas, busque un poco de sabiduría en Platón, en el Quijote, en Fray Luis de León o en San Agustín, que en otro que conozca todos los secretos del riñón o de la depresión pero ignore los secretos del alma del hombre.

Porque el sujeto de la medicina es el hombre y no el corazón o el hígado; quien ignora al hombre no puede sanar al hombre, aunque ponga en funcionamiento correcto su tiroides. El dolor y la alegría son fenómenos humanos; el materialismo (hoy en día llamado cientificismo), al olvidar el integrum humano, perdió al hombre como sujeto, como paciente y como destinatario de sus obras.

¿Qué puede hacer un médico, un psiquiatra o un psicólogo que no entiendan lo que es el dolor como problema, que no puedan responder al drama del mal, que no comprendan lo que es “el hombre paciente”?

Y esto podemos aplicarlo a todas las demás profesiones, puesto que son profesiones que tratan del hombre o de las cosas del hombre, y que se ordenan al hombre. Si un ingeniero o un arquitecto no tienen un concepto adecuado de lo que es el hombre, de su dignidad, de lo que significa la familia humana ni de lo que es la educación humana, ¿cómo pueden construir un “hogar”?

Puede hacer edificios con paredes y techos, habitaciones y baños, pero no un “hogar”, un núcleo para que viva y se desarrolle una familia, que es algo que escapa al cálculo matemático para

implicar profundos conceptos filosóficos. Ejemplo patente tenemos en las inhumanas “colmenas” en las que el socialismo masificador ha amontonado a los hombres y que, con injusta apropiación, se denominan “viviendas de departamentos”.

Es decir: cuando falta la capacidad de reflexionar sobre la realidad a la luz de sus últimas y más profundas causas no tenemos médicos sino “recetadores”, no tenemos “ingenieros” sino grandulones que juegan a poner ladrillos formando cosas, por otra parte, generalmente feas.

En todas las carreras deberían estudiarse los fundamentos filosóficos y antropológicos y también las más elementales nociones de teología, para entender al hombre sobre quién o para quién se va, luego, a trabajar. De lo contrario formamos monstruos en lugar de intelectuales o científicos.

¿Abundancia para qué?

Los problemas fundamentales del hombre (de nosotros como hombres y de los hombres para los que trabajamos o trabajaremos como profesionales) no se agotan en las cosas materiales que nos piden (salud, balances o diseños) sino en horizontes que escapan a nuestras especializaciones.

Hoy todo está encaminado a convertir las profesiones en canteras de abundancia: la medicina busca procurar abundancia de salud para sus pacientes y que vivan muchos años (lo que, por otra parte, no es objetable); la economía a producir abundancia de dinero y bienes; la política, abundancia de posibilidades en la sociedad (la buena política; de la cual hay poco y nada); la técnica, abundancia de posibilidades tecnológicas (televisores de plasma, teatros hogareños, computadoras que hacen de todo, robots, programas…

Hace pocos años se publicó la información de que en Japón se estaba reemplazando la fabricación de equipos electrónicos nuevos por la producción de unidades más pequeñas porque se habían dado cuenta que sus clientes no compraban artefactos nuevos, porque ya no tenían lugar donde ponerlos).

El problema es el que se planteó el escritor David Riesman al titular uno de sus libros Abundance for What? “¿Abundancia para qué?” Ninguna de estas ciencias positivas puede enseñar o responder el para qué quiero todo esto, y si intenta responder su respuesta será renga, a menos que conteste apelando a otro saber diverso de sí misma: precisamente apelando a esa ciencia “inútil” que da las únicas respuestas que el hombre necesita.

La innata inquietud

Los modernos programas de la mayoría de las carreras universitarias y terciarias desprecian o

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ignoran olímpicamente toda noción de filosofía, o al menos de buena filosofía. Muchos se preguntarían asombrados: ¿y para qué quiero saber filosofía o teología si yo no soy ni filósofo ni teólogo? ¿Cómo que no somos teólogos ni filósofos? ¿Acaso no somos seres humanos? Y al ser tales, ¿no tenemos una inquietud innata por conocer la verdad total, universal, que trasciende las pequeñas verdades que nos transmiten en nuestros estudios?

Siendo hombres y mujeres ¿acaso no queremos saber qué es eso que decimos al decir que “somos hombres y mujeres”? ¿Acaso no queremos saber por qué sufrimos, por qué morimos, o por qué existe lo que existe? ¿Por qué hay ser en vez de nada? La biología nos habla de leyes genéticas que son asombrosas pero no puede explicar por qué existe la vida; la astrofísica nos habla de astros, distancias y estructuras cuyas cifras ni siquiera caben en un pizarrón; pero no puede enseñarnos por qué existe algo en vez de nada.

Y tarde o temprano, si usamos nuestra cabeza, querremos saber la respuesta a esta pregunta. Llegará un momento en que dejará de interesarnos a qué velocidad se expande o se comprime el universo y querremos saber por qué hay un universo. Las ciencias sólo nos dan datos para que cada vez nos hagamos más preguntas. No menos.

Lo que no escapó al viejo Filósofo

Aristóteles comienza el primer capítulo de la Metafísica con aquella frase tan repetida: “Todos los hombres aspiran por naturaleza a saber”.

Y Santo Tomás la explica por tres razones. La primera, que todas las cosas desean de modo natural su propia perfección, y como nosotros somos hombres por ser inteligentes, nuestra perfección está en el saber ya que la inteligencia se perfecciona conociendo.

La segunda que todas las cosas tienen inclinación natural a realizar la operación que le es más propia; siendo nosotros principalmente inteligentes (en lo que nos distinguimos de los animales irracionales) y siendo la operación de la inteligencia el conocer, estamos naturalmente inclinados a saber, a conocer.

La tercera, que a cada cosa le es sumamente deseable unirse a su principio, y en esto consiste su perfección, y nuestro principio es la Inteligencia divina y su verdad, por eso tendemos a unirnos a Él conociéndolo y conociendo todas las cosas y sus esencias.

Santo Tomás es muy realista y por eso añade enseguida que si bien todos los hombres tienen este deseo, no todos lo ponen en práctica porque muchos se frenan en las cosas que tienen más cerca, como en los placeres o en las riquezas; pero

eso no es lo “normal” sino la atrofia de crecimiento de un ser destinado a algo más alto.

Todos nosotros tenemos potencias vegetativas que tienden a desarrollarse completamente, y de modo ordinario hacen que vayamos creciendo físicamente.

En algunas personas, por algún problema genético o enfermedad de la primera infancia, esta potencia se paraliza y el individuo no se desarrolla físicamente produciéndose el fenómeno del enanismo. Sabemos que eso no es lo normal y por eso luchamos médicamente para prevenirlo y corregirlo. En el plano intelectual también se da el problema del enanismo, y es mucho más triste que el corporal. Es el caso de quienes quedan semi-desarrollados intelectualmente en su deseo de saber.

Esto es indiscutible. Si la tendencia a saber, (“saber” significa conocer la realidad por sus causas, y especialmente sus causas últimas) es parte de nuestra naturaleza humana; entonces el no desarrollarla significa dejar sin desarrollo nuestra humanidad en lo que tiene de más propio.

Para llegar a ser hombres con una mente teorética, contemplativa, debemos sobrepasar lo que recibimos en nuestros estudios académicos y mirar más allá; habrá que formarse leyendo, estudiando, meditando los clásicos, los filósofos y también los teólogos.

Debemos admirarnos de las cosas y buscar saber qué son y por qué son; debemos admirarnos de nosotros y querer saber qué somos y por qué somos. Como decía un sociólogo italiano dirigiéndose a los jóvenes universitarios:

“Si queréis entenderos vosotros mismos, el mundo en que vivís, hacer carrera, tener un éxito estable, volved a los estudios clásicos, a las facultades de letras, de lenguas y literatura, a la filosofía. Y si estudiáis economía o ingeniería o medicina, no os limitéis a vuestra especialidad, ampliad la mente con otras lecturas, con otros cursos. Leed novelas, libros de historia, de filosofía, de sociología (….).

Seguid las clases de los profesores más serios, más profundos, incluso si al inicio os cuesta entender, incluso si debéis estudiar más de las mil quinientas horas globales que la reforma os pide que no superéis [el autor escribe en Italia].

Aprended a razonar, a argumentar” (Francesco Alberoni, L’inganno delle lauree brevi e delle lezioni facili, Corriere della Sera, 10-3-2003).

* * *

Es verdad que muchos de estos conocimientos, productivamente hablando, son inútiles: no enseñan a fabricar cosas. Pero son necesarios de manera radical. Las humanidades son

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imprescindibles para la buena formación del científico y del especialista; ellas le proporcionan la formación humana que hace posible el recto progreso de la ciencia misma porque le dan al científico la colocación que su saber tiene dentro de algo que es infinitamente más amplio.

Y además llenan el deseo de su corazón. De lo contrario una inteligencia hecha para la verdad plena se atrofia masticando sólo un pedazo de la verdad, que, por estar desconectado de todo el resto de la verdad, pierde su sentido y se vuelve incomprensible.

Lecciones de ética profesional

(IV. Tres modos de vida)

P. Miguel A. Fuentes

“Me parece que cada uno juzga el bien y la felicidad según su modo de vivir. Porque tanto el vulgo como la gente común consideran como suma felicidad el placer, y por esto aman la vida de bienestar y pasatiempo.

Porque son tres las vidas más insignes: la placentera, la política-civil, y la contemplativa.

El vulgo, pues, al modo de la gente servil, parece elegir vida más de animales que de hombres, y parecen excusables en cierto sentido, puesto que muchos de los que están más encumbrados en dignidad, llevan un modo de vida semejante al del [último rey asirio] Sardanápalo [que se rodeó de lujo y placeres]”. (Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro I, cap. 5).

Otro aspecto fundamental de la ética profesional es el modelo de vida que adopta cada profesional. En definitiva, cada uno es lo que hace de sí mismo, como expresa San Gregorio de Nissa:

“Somos en cierto modo padres de nosotros mismos cuando, por la buena disposición de nuestro espíritu y por nuestro libre albedrío, nos formamos a nosotros mismos, nos engendramos, nos damos a luz” (Homilía 6 sobre el Eclesiastés, PG 44,702).

Y esto está ligado directamente con lo que uno se propone ser en la vida. Uno se hace a sí mismo, según el ejemplar de hombre al que aspira.

¿Cuál es el nuestro? ¿Y cuáles son los modelos posibles?

Tres modos de vida

Aristóteles, al comienzo de su Ética a Nicómaco, divide a los hombres en tres clases de vidas, o, lo que vendría a ser equivalente, tres clases de hombres, según las diferentes concepciones sobre la felicidad que puede profesar cada uno (cf. Santo Tomás. In Eth. nn. 58-59). Su idea puede servirnos de guía para responder a las susodichas cuestiones.

Partimos, con el Filósofo, de que cada persona considera “vida suya” a aquello a lo que está más aficionado (para el filósofo “su vida” es el filosofar, para el cazador el cazar, para el jugador, jugar y divertirse). Y como aquello a lo que más aficionados estamos, lo colocamos como fin último de nuestra vida (es decir, como meta y última

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aspiración a la miramos y tendemos), se sigue que las vidas se diversifican según la diversidad del fin último.

El fin último produce una unificación en nuestra vida, rige todas nuestras operaciones: en efecto, aquello en lo que hemos puesto el objetivo final de nuestra existencia es lo que está siempre presente en cada acción, en cada decisión, en cada paso que damos (como ocurre con el que quiere ardientemente convertirse en artista o en deportista: todo cuanto piensa, hace y decide está dominado por esa idea; y los pasos que da se explican por ese fin que persigue hasta en sueños, que es también el que motiva sus renuncias y sacrificios).

Además el fin último da un colorido único a todo nuestro obrar y vivir; uno percibe que tal o cual persona tiene tal ambición o proyecto de vida porque este se le trasparenta en sus actos.

Por eso se dice que el fin último domina el afecto del hombre y le da las reglas por las que rige su modo de vivir.

Teniendo esto en cuenta el Estagirita (Aristóteles) distinguía tres géneros de vida:

(a) La vida voluptuosa que es la de quien coloca su fin en el placer deleitable o sensual. (b) La vida civil o activa, de quien pone su fin en el bien de la razón práctica (es decir en las virtudes, en el honor, en la vida pública o política, en la acción social, etc.) (c) Y la vida contemplativa, de quien fija su fin en el bien de la razón especulativa, es decir en la contemplación de la verdad.

Llama mucho la atención que Aristóteles, viviendo en un ambiente pagano y a menudo muy materialista, no dirija su atención a quienes ponen su fin en las riquezas (el dinero); la razón es que nuestro Filósofo consideraba que siendo la opinión que sostiene que “el dinero puede hacer feliz al hombre”, una de las “opiniones menos racionales”, o sea más estúpidas y propias de bestias, no valía la pena perder el tiempo considerándola.

Lamentablemente nosotros vemos que este último tipo de personas se ha convertido en el prototipo de nuestra sociedad, por lo que no podemos dejar de echarle un ojo; así la mencionaremos llamándola “vida pecuniaria” (pecunia en latín significa riqueza), y comenzaremos por ella.

El hombre y el profesional pecuniario

Se trata del utilitarista o codicioso, el que ha sucumbido a la tentación de poner como objetivo de su vida el capital, el dinero, el crecimiento de su cuenta bancaria o de su poder de producir cada vez más plata. Le decimos “hombre pecuniario” siendo más condescendientes que Aristóteles,

porque él ni siquiera lo llama “hombre”. Dice el sabio:

“Porque el que se dedica a adquirir dineros, es persona perjudicial; y es cosa clara que el dinero no es aquel sumo bien que aquí buscamos, porque es una realidad [meramente] útil, es decir, que se desea por respecto de otra cosa [o sea, aquello que nos permite adquirir]. Por tanto, el que tenga un poco más de seso pondrá su fin en cualquiera de las otras cosas antes mencionadas [el placer, la acción o la contemplación] porque esas se aman y desean por sí mismas” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, L. I, cap. V).

Y Santo Tomás, al introducir este pasaje, comenta: el Filósofo “investiga ahora una opinión menos racional, que es la que pone la felicidad en algo que tiene razón de bien útil, a saber, en el dinero. Y esto contradice la razón de fin último” (Santo Tomás, In Ethic., I, V, n. 70).

Denomina esto “apreciación” (de la vida, se entiende) “menos racional” o “poco racional” porque no hace falta emplear tan a fondo la mollera para comprender que las riquezas no pueden ser un fin en sí mismas, sino que únicamente sirven para otras cosas, es decir, son siempre medios y nunca fines.

El dinero no da nada por sí mismo; solo puede servir de medio para alcanzar otra cosa; por eso, al ser puesto como fin último (lo que exige previamente renunciar a usar a fondo nuestra capacidad racional) genera situaciones que son, en sí mismas, absurdas, como hace el que apila más dinero del que es capaz de gastar si viviera mil años, o pretende que un lingote de oro o un fajo de billetes le brinde afecto, o le devuelva el cariño, o le dé seguridad, o lo proteja de la muerte, o simplemente lo haga feliz.

El profesional que entra por este camino convierte su profesión en un negocio, y tomará como única regla moral la ganancia.

El hombre y el profesional voluptuoso

Este segundo es el que pone su fin en los placeres carnales, los cuales dominan sus aspiraciones y proyectos, incluso sus planes profesionales.

Si se quiere, es más comprensible que el anterior, porque cuando éste busca dinero trabajando o robando, lo hace para poder comprar los placeres de la mesa, del beber o del sexo; y en este sentido, aun equivocadamente, parece comprender que el dinero no es un fin sino un medio para otras cosas, por ejemplo, para sus diversiones, aunque sean más animales que humanas.

Este tipo de personas se guía por sus inclinaciones sensuales al modo en que los animales lo hacen por su instinto natural. Aunque con una diferencia

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a favor de los animales: porque el instinto animal está “regulado” por la misma naturaleza, por lo cual, salvo excepciones de animales genéticamente atrofiados, el mismo instinto lleva a que los brutos busquen el placer sexual o comestible o a defenderse sólo en la medida en que esto representa un bien para la especie o para el individuo; una vez alcanzado esa finalidad, el instinto se apaga hasta que la conservación de la especie o del individuo vuelvan a exigir la puesta en acto de esos dinamismos.

En cambio, en el hombre la inclinación no se apaga jamás sino que debe ser regulada por la razón; por eso el voluptuoso, que no se guía por su razón sino por los “estímulos de la pasión”, se enceguece, se esclaviza y se vuelve, primero esclavo de sus deseos y luego, adicto a ellos.

Estas personas voluptuosas, tarde o temprano, se pierden y caen en un lastimoso abismo. Solemos decir que se bestializan, pero no es exacto, porque los animales por lo general no tienen problemas de adicción destructora; un adicto al sexo o a la droga no tiene una vida de perros; más bien, termina por envidiarlos.

El hombre y el profesional activista

El activo es aquel que pone su felicidad (y por tanto su fin último) en la actividad, ya sea ésta política, social, civil, artesanal, etc. Nos encontramos, evidentemente, en un nivel realmente superior a los anteriores; estas personas merecen verdaderamente el título de humanos; pero son hombres incompletos.

Lo que hacen no está mal, pero es solo una parte de lo que deben hacer para llegar a la plenitud humana. La sola actividad no alcanza para que el hombre alcance su felicidad. Un manco es hombre, y un ciego también, pero, desde el punto de vista de su vida física, algo les falta. Y si bien en el plano físico carencias como la ceguera o la manquedad pueden compensarse con una gran voluntad, no sucede así en el plano del espíritu.

El ciego espiritual y el paralítico espiritual, son hombres a medias. De hecho este tipo de personas, que ponen su fin y felicidad en la actividad, viven lacerados por el miedo, por la insatisfacción, por el agobio de una actividad que se vuelve agotadora y no da la felicidad. En muchos casos, incluso, se trata de personas que se vuelcan al activismo y a la hiperactividad como un escape psicológico: huyen de su conciencia, de Dios, de la ley moral, del vacío que no saben –o no se animan a– llenar.

Incluso puede dar origen a una enfermedad que aqueja a muchas personas en países volcados a la producción como estilo de vida (por ejemplo, Japón): el “workaholism”, la adicción al trabajo; quizá sea, como alguien la ha definido, “the respectable addiction”, la adicción respetable,

porque no es tan humillante como ser adicto al licor o a la pornografía; pero es adicción, es decir, una enfermedad grave y destructiva. Es como tocar el piano sin escuchar la música o pintar cuadros sin contemplarlos.

El hombre activista es el ser que trabaja para no pensar; porque el que trabaja para pensar pertenece a la siguiente clase de hombres.

El hombre y el profesional que piensa

El hombre y el profesional contemplativo, o mejor “sapiente”, es el que ordena todo al saber último de las cosas (y finalmente al conocimiento y posesión de Dios que es la Causa última de todas las cosas y la Explicación última de todos los interrogantes).

Trabaja, disfruta, se esfuerza, sufre y se sacrifica; pero sus ojos están puestos siempre en un objetivo más lejano.

El hombre filosofante, no permanece encerrado en el pequeño horizonte de su profesión o carrera, sino que alcanza el conocimiento de las causas de las cosas, por eso sabe en qué pequeño lugar del saber está ubicado su reducido conocimiento, entiende el movimiento de la historia humana y comprende el valor de sus acciones dentro de la historia y de la meta-historia (es decir, de la “últimas cosas” que habrán de suceder al final de todo).

Gracias a eso puede juzgar y discernir y no dejarse engañar. Está abierto no sólo a una comprensión filosófica del hombre, del universo y de Dios, sino a una visión de fe y a una interpretación teológica. Lamentablemente en nuestros días las carreras universitarias no nos ofrecen este amplio marco; hay que buscarlo aparte y por cuenta nuestra.

Tener claro el fin

Tener bien claro cuál es nuestro fin es tener hecha más de la mitad del camino; no tener un ideal, ni saber francamente qué es lo que buscamos en nuestras vidas es la mayor desgracia que puede aquejar a un hombre.

No hay mayor extravío, ni más grande fuente de inquietudes, incertidumbres, ansiedades y extravíos, porque como dijo el ya citado Aristóteles en su obra sobre El Cielo:

“Una ligera desviación de la verdad puede venir a ser mucho mayor para los que ya se desviaron de ella si siguen más adelante en sus consecuencias… Lo que es pequeño en el principio, resulta muy grande en el final” (Aristóteles, De coelo, L. I, cap. 5).

Los latinos lo volcaron en el aforismo: “Parvus error in principio fit magnus in fine”.

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(V. El desafío del ateísmo)

P. Miguel A. Fuentes

“Conocí [en Polonia] a un joven conde, cuyo inmenso y costoso palacio de campo, hecho según antiguo modelo (pues él tenía otras ideas), había sido quemado y hecho ruinas, por la retirada del ejército rojo, después de la batalla de Varsovia.

Contemplando aquella montaña de mármoles destruidos y tapices incinerados, uno de nuestro grupo dijo:

«Debe de ser terrible para usted ver su casa solariega destruida como está». Pero el conde, que era muy joven en todos sus gestos, se encogió de hombros y se echó a reír con algo de tristeza:

«Oh, no les censuro por eso –dijo–. He sido soldado yo también y en la misma campaña; y conozco las tentaciones. Sé lo que un hombre siente, cayéndose de fatiga y helado de frío, y se pregunta qué importancia pueden tener los sillones o las cortinas ajenas, si, al menos, puede tener él fuego aquella noche. En un lado o en otro éramos todos soldados; es una vida dura y horrible.

No guardo ningún rencor por lo que han hecho aquí. Sólo hay una cosa que no perdono. Se la voy a enseñar a ustedes». Y nos condujo a una avenida bordeada de álamos; en la punta había una estatua de la Virgen con la cabeza y las manos mutiladas.

Pero las manos habían estado en alto, y, cosa extraña, la mutilación misma parecía subrayar esa actitud de intercesión pidiendo misericordia por esa raza humana, tan huérfana de ella”.(G. K. Chesterton, Autobiografía, cap. XV).

La gran batalla

La gran batalla de nuestro tiempo es por Dios. Ustedes van a recibir en sus universidades y facultades o una formación abierta a Dios o una formación atea. La formación atea se presenta en muchas maneras, algunas de ellas cargadas de palabrerío sobre Dios, pero en el fondo ateas (porque una falsa concepción de Dios es una forma de ateísmo; como una noción falsa del hombre equivale a una negación del hombre real).

Tal vez les resulte extraño que toque este punto dentro de un curso de ética profesional; y sin embargo, creo que debe ser un tema obligado, porque “si Dios no existe, todo está permitido”, como dice uno de los personajes de una novela de Dostoievski. El ateísmo es el padre de las principales corrupciones del mundo profesional. Si no hay Dios, no hay vida ultraterrena; si no hay un más allá, todo lo que tenemos es el presente. Y este es el principio filosófico de todos los desesperados. Nuestras universidades son, en gran medida, escuelas del ateísmo moderno. Ustedes no están exentos de este riesgo. Y la vida profesional enfrenta la gran tentación del ateísmo; ustedes, pues, no están libres de esa lucha.

Todos los estudiantes y profesionales, por tanto, deben encarar el problema de Dios (que no es problema de Dios, sino nuestro pero sobre Dios) y solucionarlo. No es tarea de este capítulo el tocar la solución de este problema, ni demostrar la existencia de Dios. Lo han hecho grandes autores, y pueden encontrar un sencillo resumen en el libro “Las verdades robadas”. Vamos a limitarnos a enunciar el problema y el modo de enfrentarlo.

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Actualidad del ateísmo

El ateísmo es el gran fenómeno de nuestro tiempo. El gran mal o la gran enfermedad de nuestro tiempo. Los estudiosos de las civilizaciones señalan que estamos en un momento de la historia en que una civilización (la nuestra en este caso) toca fondo. Cuando esto sucede (y ya ha sucedido muchas veces, como por ejemplo, vemos en la historia de Roma con la caída del Imperio) se dan varias características que se repiten en cada crisis (y no por casualidad sino que son los gérmenes que determinan la caída de la civilización), entre los que podemos notar: la destrucción de la familia por parte del mismo poder político, la corrupción a altísimos niveles, el desprecio por la verdad, el escepticismo y un extendido ateísmo.

El ateísmo ha avanzado a paso de gigante en el último siglo. El concilio Vaticano II ya reconocía apenas cruzada la mitad del siglo XX: “Muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión…

La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo” (Gaudium et spes, 7).

En algunos ambientes no se habla tanto de ateísmo sino de secularismo. Está hablándose del mismo fenómeno: “en su esencia, el secularismo separa y opone al hombre con respecto a Dios; concibe la construcción de la historia como responsabilidad exclusiva del hombre, considerado en su mera inmanencia. Se trata de «una concepción del mundo según la cual este último se explica por sí mismo, sin que sea necesario recurrir a Dios: Dios resultaría, pues, superfluo y hasta un obstáculo.

Dicho secularismo, para reconocer el poder del hombre, acaba por sobrepasar a Dios e incluso por renegar de Él. Nuevas formas de ateísmo –un ateísmo antropocéntrico, no ya abstracto y metafísico sino práctico y militante– parece desprenderse de él. En unión con este secularismo ateo se nos propone todos los días, bajo las formas más distintas, una civilización de consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de todo género: constituyen otras tantas inclinaciones inhumanas de este humanismo»” (Pablo VI Evangelii nuntiandi, 55).

Un fenómeno de muchas caras

El Concilio Vaticano II afirmaba que “este ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo”. Y analizaba esta realidad presentando sus múltiples formas (Gaudium et spes, 19 ; lo que está entre corchetes es mío]:

“La palabra ‘ateísmo’ designa realidades muy diversas.

Unos niegan a Dios expresamente [Ateísmo propiamente dicho].

Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios [Nominalismo].

Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión [Agnosticismo].

Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta [Cientificismo].

Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios [Antropocentrismo idolátrico].

Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio [Ateísmo por falso concepto de Dios].

Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religioso [Indiferentismo].

Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios [Ateísmo de origen maniqueo].

La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios” [Ateísmo hedonista].

Como vemos, el ateísmo es un fenómeno complejo y variado que toma muchas formas. De las principales quiero recordar cuatro con las que pueden ustedes enfrentarse en sus estudios y carrera:

(a) El ateísmo marxista.

Desde 1841 Karl Marx hizo profesión expresa de ateísmo. “¡Yo odio a todos los dioses!” (cf. Marx, Engels, marxisme, Paris, E.S.I. 1935, p. 250).

Para Marx, como para Feuerbach en quien se inspira, Dios no existe sino que es una proyección que hace el mismo hombre; el hombre se evade de sí mismo, inventando a Dios; el hombre proyecta sus cualidades sobre ese dios que se imagina

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según sus necesidades, quedándose él mismo vacío –lo que él llama “alienación” religiosa–;

por eso, para devolver al hombre su dignidad hay que destruir la idea de Dios y enseñarle al hombre que “Homo homini Deus” (el hombre es dios para el hombre). De ahí que el humanismo marxista sea una lucha contra Dios, contra ese Dios que ellos acusan de haber robado y vaciado al hombre.

Lenín decía: “Debemos combatir la religión. Este es el abc de todo el materialismo y, por tanto, del marxismo” (Sur le rapport du parti ouvrier à la religion, Pss. vol 17, p. 418).

(b) El ateísmo racionalista y cientificista.

Es el de los que creen y sostienen que la razón se opone a la existencia de Dios. Es más propiamente un agnosticismo pues se hace fuerte en que con la razón no se puede llegar a la existencia de Dios, que la cuestión de Dios es algo exclusivo de la fe y que la ciencia –entendida como ciencia puramente experimental– no se entiende con las cuestiones trascendentes.

Es, en realidad, un ateísmo anti-racional, pues la razón misma es la que postula la existencia de un ser supremo y de las realidades suprasensibles.

(c) El ateísmo existencialista.

Es el ateísmo de los que profesan la filosofía del hombre absurdo, o del absurdo humano; de los que entienden la idea del hombre como libertad infinita y absoluta, y en tal sentido toda idea de Dios (de un Dios que sea un Absoluto y por tanto sea, por su sola existencia, un límite para el hombre –por su Ley, por su Poder, por su Fin) destruye al hombre. “Si Dios existe, decía Jean Paul Sartre, el hombre es una nada; si el hombre existe Dios no existe” (El diablo y el Buen Dios). Si entiende al hombre como Libertad absoluta, es decir, como Dios, esto es cierto: no pueden coexistir dos Absolutos, dos infinitos, dos Dioses.

“Queremos decir solamente, decía el mismo autor, que Dios no existe y que es necesario sacar de esto las más extremas consecuencias” (El existencialismo es un humanismo).

(d) El ateísmo axiológico o moral.

Es el de los que sostienen como Nietzsche, que la fe en Dios (él pensaba en el Dios cristiano) debilita al hombre, lo rebaja, lo amansa y lo destruye. Esta concepción de Dios, para este autor, hace creer al hombre en un más allá, valora la humildad y la paciencia, le enseña a aceptar la cruz y la muerte.

Para Nietzsche esta es la muerte del hombre, y por eso proclama la guerra a Dios y la muerte de ese Dios que debilita al hombre. El predica en cambio un hombre que sea ley para sí mismo, un hombre que se imponga a los demás, un hombre que se

apoye en su propia voluntad; y lo llama el superhombre.

Características

Características comunes a todos estos ateísmos son la desesperación, la blasfemia y la arrogancia. Decía Chesterton que todas las herejías que en su tiempo habían atacado la felicidad humana eran variantes de la presunción o de la desesperación. Podemos decir que son variantes del ateísmo.

Sin embargo, la distinción más vulgar y no menos importante es la que distingue el ateísmo en teórico y práctico. Hay quienes niegan a Dios en su doctrina, en su enseñanza: “Dios no existe”. Lo enseñan, lo escriben, lo predican. Esto es llamado ateísmo teórico, porque se niega a Dios con teorías.

Hoy hay páginas de internet que se declaran ateas y hacen “apostolado ateo”, tratando de volver ateos a quienes entran en estos sitios. Pero hay otro ateísmo, que es el de los que en el plano teórico dicen que Dios existe, pero en su vida ordinaria viven como si Dios no existiera. Este ateísmo es, en el fondo, tan ateísmo como el otro, pero tiene, por un lado, el atenuante de que no ha corrompido totalmente la inteligencia, y, por otro, el agravante de que mantiene engañados a los que lo profesan haciéndoles creer que no son ateos siendo que lo son. A la corta o a la larga, este ateísmo práctico lleva al teórico.

De hecho, al ateísmo teórico generalmente se llega por medio del ateísmo práctico.

La llegada al ateísmo

¿Cuáles son las razones por las que los ateos llegan a la negación de Dios? De los muchos motivos querría resaltar los siguientes que podemos llegar a encontrar en nuestro camino.

Algunos son intelectuales y otros volitivos (en este punto me inspiro –y tomo muchas expresiones textuales– en: M. Schmaus, Teología Dogmática, I. La Trinidad de Dios, Rialp Madrid 1963, pp. 260 ss.).

(a) En la esfera intelectual, puede concebirse la posibilidad de una negación transitoria de la existencia de Dios si tenemos en cuenta que la realidad de Dios tiene como una doble cara en este mundo. Por un lado Dios se revela a través de la naturaleza (en el bien, la belleza, la sabiduría, el orden; todas las cosas creadas nos llevan a Dios, como dice San Pablo en la Carta a los Romanos cap. 1, o el Libro de la Sabiduría, cap. 13); pero al mismo tiempo también en el mundo Dios se “esconde” en el misterio del dolor, del sufrimiento del inocente, de la muerte.

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La difícil síntesis de estas dos caras, resulta para algunas personas el camino a una falsa solución: la de la negación de Dios. Existe el peligro de no ver a Dios cuando no se examinan a fondo las causas últimas del misterio del mal o cuando se pierde nuestra mirada en las creaturas sino elevarnos de ellas al creador. En el plano intelectual especialmente llevan al ateísmo todas las filosofías materialistas e inmanentistas que niegan la trascendencia y el ser de las cosas como participación.

(b) Pero los principales motivos del ateísmo –hay que reconocerlo– se dan en la esfera de la voluntad y de la afectividad, y son tres.

1º El predominio de los sentidos y del sensualismo.

Quien sin reservas se entrega a las exigencias del materialismo y del sensualismo, ya aparezcan bajo formas refinadas o bajo formas groseras, termina por no ver ninguna clase de valores espirituales, por no hablar de lo que está allende el hombre. Una forma de este materialismo demoledor de la creencia en Dios es la actitud de la burguesía fatua, que sólo se interesa por la utilidad de las acciones y no por el valor interno de esas acciones, negando toda clase de derechos o de realidad a cuanto no suministra una utilidad inmediata.

Al ateísmo se llega por una falsa concepción de la libertad (lo que tocaré en otro momento). Lo dice también el Concilio Vaticano II: “Con frecuencia, el ateísmo moderno reviste también la forma sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva el afán de autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de Dios.

Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido de poder que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer esta doctrina” (Gaudium et spes, 20).

Si una persona se busca a sí misma, si practica el egoísmo y el desprecio por la vida ajena, si uno edifica su porvenir sobre la sangre de los demás, si uno sólo vive pensando en los goces y placeres, si uno sólo aspira al poder y al enriquecimiento (sea lícito o ilícito), si uno rehúye todo sufrimiento y todo esfuerzo en la vida, si uno no se conmueve ante las lágrimas del que sufre, entonces es un ateo o vive como viviría si fuera ateo. Incluso si va a la iglesia. Porque hay ateos que van a la iglesia por inercia.

Así fueron educados y allí van con sus cuerpos, pero sin sus almas, sin sus corazones. Ateos no son todos los que no van a Misa, ni son creyentes todos los que van. Dios mira el corazón de cada

uno; nosotros solo vemos lo exterior. Todos nosotros debemos pensar si no corremos riesgo de “ateizarnos” o si no hemos ya sucumbido al peligro.

2º. La inercia o indolencia del corazón.

Es un enemigo de la fe en Dios más imperceptible, pero también más peligroso. Consiste en una falta de entusiasmo animoso; a los que adolecen de esta indolencia no les causan alegría alguna las cosas divinas. Los antiguos llamaron a este vicio: acidia; pereza espiritual.

El indolente no desea aventurarse a emprender cosas grandes; la indolencia es una especie de miedo y vértigo que se apodera del espíritu cuando éste se ve colocado ante la majestad de Dios, con el cual ha de entrar en relaciones. El indolente quiere desentenderse de las obligaciones de magnanimidad que puede imponer al hombre la existencia de Dios. Al sentirse incapaz de subir hasta la altura de la majestad y la grandeza, huye de Dios. En el terreno del espíritu se comporta totalmente de acuerdo con el siguiente refrán: prefiero lo pequeño con tal que sea mío. Desea que se le deje en paz, que no se le inquiete. Kierkegaard llama a esta actitud “desesperación de los débiles”.

Una derivación de esta fuga es la inquietud errabunda del espíritu manifestada muchas veces bajo la forma de charlatanería, curiosidad insaciable, desenfreno impío, tendencia a “abandonar el castillo del espíritu para perderse en el ajetreo del mundo”, desasosiego interno, vagabundeo y falta de decisión.

En muchos casos esto no es más que una fuga ante la faz de Dios; la provocada por la mala conciencia. El hombre malo considera a Dios como peligro y amenaza; por eso se esfuerza por quitárselo de encima, sirviéndose para ello de la charlatanería. Pretende engañarse a sí mismo en lo referente a la existencia de Dios.

Respecto a esto es sumamente instructivo lo que Nietzsche escribía en cierta ocasión: “Tuvo que morir, miraba con ojos que veían el fondo y lo recóndito del hombre, toda su oculta vergüenza y fealdad.

El Dios que lo veía todo, que veía también al hombre; ese Dios tenía que morir. El hombre no puede tolerar que exista un tal testigo” (Nietzsche, Also sprach Zarathustra, Obras completas, volumen II,382 y sigs.; citado por Schmaus).

En nuestro tiempo la indolencia del corazón, que encierra un peligro vital para la convicción de Dios, se presenta bajo formas que apenas si se habían dado hasta ahora: completa indiferencia y abulia. Son el resultado del desinterés del corazón humano, cuyas fuerzas se encargan de agotar la dureza y el ajetreo de la vida diaria.

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Este corazón atrofiado por el desasosiego y la inquietud, por el bamboleo y penuria de la vida cotidiana, ha ido borrando los problemas concernientes a los valores espirituales y más aun los que se refieren de una manera directa a la existencia de Dios.

El hombre, esclavizado por la técnica, ha perdido su verdadero semblante espiritual y corporal, se ha sometido completamente a la opinión pública, dejándose conducir por ella.

Exagerando se puede decir: un hombre así es incapaz de entrar en relación inmediata con Dios.

3º El orgullo y el odio.

Estas dos actitudes son las que más directamente se oponen a abandonarse en las manos de Dios. El orgulloso se encierra en sí mismo, y fuera de sí mismo no reconoce ninguna clase de valor. Es más, como él afirma, al bastarse a sí mismo no necesita de esos valores.

Cree que Dios, cuyos mandatos debe reconocer el hombre, es un peligro que amenaza la libertad y grandeza humanas. Recaba para sí una especie de grandeza divina. En este sentido afirma Bakunin que Dios, aun en el caso de que existiese, debería ser destruido. Nietzsche, en idéntico sentido, decía: “¿Cómo podría yo tolerar no ser Dios en caso de que hubiese dioses? Por consiguiente, los dioses no existen”.

La misma vida de Nietzsche pone de manifiesto cómo la actitud orgullosa puede llegar a adquirir una influencia fatal sobre el hombre: terminó loco. Nietzsche continúa: “Yo saqué la conclusión, y ahora es ella la que me arrastra”. Muchas formas de la Filosofía existencial, no obstante hablar de trascendencia, niegan la existencia del Dios vivo porque Dios limita la libertad e independencia del hombre.

El odio, la otra actitud hostil a Dios, es la respuesta que el corazón humano, egoísta y enfrascado en el mal, da a la santidad y superioridad de Dios. Como Dios es en todo radicalmente distinto al hombre, se presenta ante éste imponiendo exigencias y obligaciones y constituye un motivo de profundo desasosiego para el hombre que vive en un estado de autonomía exagerado, que cree bastarse a sí mismo, que se aísla herméticamente y niega cuanto no sea él mismo.

Así surge un sentimiento de malestar que puede llegar a convertirse en repugnancia y aun hasta en odio absoluto. El odio es una reacción original contra la santidad personal de Dios, un acto de rebeldía contra Él, algo egocéntrico y placentero. El grado supremo de su desarrollo lo constituye esa forma de vida a la que llamamos infierno. El odio consumado por el hombre en su peregrinación es precursor de esa rebelión

consumada y satánica, propia del infierno. El hombre, obcecado por el odio, queda incapacitado para percibir dentro de la Historia los valores divinos.

El odio a Dios es más intenso que cualquier otra forma que pueda darse al odio, ya que va dirigido contra un valor que es infinitamente superior a todo otro valor. Dios es para el hombre el más importante valor personal, a la par que es el valor más próximo; por ello para rechazar a Dios, el hombre ha de hacer esfuerzos mucho mayores que los que haría para rechazar cualquier otro tipo de valor. Cuanto acabamos de decir conserva su validez en lo que concierne a la época histórica nacida en Cristo. Porque Dios, por decirlo así, hostiga al hombre en Cristo y el hombre, que ahora quiere desentenderse de este Dios que se revela y aproxima a nosotros en Cristo, tiene que esforzarse mucho más que el incrédulo de los tiempos anteriores al Cristianismo.

El ateísmo ¿liberador?

La sima del pozo es la concepción –terrible y aterrante– del ateísmo liberador. Al dar su opinión sobre los atentados del 11 de setiembre de 2001 en New York, el Premio Nobel portugués, José Saramago afirmó: “al espíritu humano no le faltan enemigos, pero la creencia en Dios, en cualquier Dios, es uno de los más corrosivos”. Y también:

“Las religiones todas, sin excepción nunca servirán para reconciliar a los hombres. Al contrario, han sido y serán causa de inenarrables sufrimientos, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales. Son uno de los más tenebrosos capítulos de la historia humana” (cf. Vitorio Messori, Y algunos preguntan, ¿es mejor el ateísmo?, La Razón 17/10/2001).

Es indudable que hay falsas religiones que han incitado a la muerte, a la destrucción, al suicidio y al homicidio. Pero esas son religiones satánicas; no es la esencia de la religión. No es Dios sino aquél que Jesús llamó “mentiroso y homicida desde el principio” quien destruye al hombre. El ateísmo no es liberador sino la más terrible y sangrienta de las opresiones como lo ha demostrado cuando ha podido.

Así, desde que Constantino declaró el Cristianismo libre en el Imperio, pasaron catorce siglos antes de que un Estado entero –Francia– se propusiera como objetivo la desaparición misma de la fe en Jesús como Cristo, con la Revolución francesa.

Como ha demostrado el gran historiador Jean Dumont en su libro Les prodiges du sacrilège, la campaña de descristianización conducida con el Terror de la Revolución Francesa no fue un episodio más entre otros muchos, sino la revelación de su intención profunda y primaria. Precisamente, la de dar el finiquito sobre todo al catolicismo, pero también a cualquier religión

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«revelada» (junto al culto católico se prohibieron, bajo pena de muerte, también el protestante y el judío) para pasar a un culto totalmente humano, en nombre de la Razón. Un historiador americano,

Donald Greer, hizo las cuentas de dicho intento: en solo dos años, entre 1792 y 1793, las víctimas de la Revolución fueron muchas veces superiores a las de todas las inquisiciones durante cinco siglos. Los guillotinados con sentencia regular fueron casi 20.000, y otros tantos los liquidados sin proceso, linchados, o liquidados por las penurias de las cárceles. Se desilusionaría quien quisiera justificar ese frenesí sangriento, atribuyéndolo a una comprensible cólera popular reprimida por mucho tiempo.

Entre aquellas 40.000 víctimas, nada menos que el 84 % pertenecía al Tercer Estado: pequeños burgueses, obreros, y campesinos. El historiador Reynald Sécher nos da estas trágicas cifras de la campaña de destrucción de la cristiana Vandée: sobre un territorio de nada más que 10.000 kilómetros cuadrados, 120.000 masacrados (el 35 % de la población), 30.000 casas de 50.000, derruidas sistemáticamente, las fuentes envenenadas y toda la vegetación arrancada para quitar a los supervivientes toda posibilidad de recuperación. Y también en este caso, no nos conformemos apelando a los horrores desgraciadamente habituales en toda guerra: la orden explícita de los jacobinos de París (ateos, ni siquiera deístas como algunos pretenden) no era sólo vencer en batalla, sino proceder, en frío, al genocidio, masacrando en primer lugar a las mujeres fértiles, para que no engendraran «más malditos creyentes en las supersticiones religiosas».

Con la piel de aquellas mujeres, muy suave, se confeccionaron guantes para los oficiales, mientras que la de los hombres se destinó a fabricar botas. Los cadáveres desollados fueron hervidos para obtener grasa para las armas y jabón para el ejército. Y en ausencia de cámaras de gas, todas las noches, durante meses los sacerdotes, con sus parroquianos sobrevivientes, eran encerrados en grandes cajones y hundidos en medio del Loira.

Cuando el ateísmo llegó al poder en Rusia, en 1917, en los años que duró este efímero imperio el régimen comunista masacró a 66.000.000 de personas, según Alexander Solzhenistszin (Alerta a Occidente, Barcelona, 1978, pp. 159-160), o 100.000.000 de muertos según Boris Souvarine (Le Stalinism, 1972, pp. 16-17), o peor aún 280.000.000 según El libro negro del comunismo (cf. S. Courtois, N. Wertg, J.L. Panné, A. Packzowski, K. Bartosek, J.L. Margolin, El libro negro del comunismo, Crímenes, Terror y represión, Planeta, Barcelona 1998, p. 31).

El ateísmo no libera al hombre.

Hay también otra forma de “ateísmo liberador” más larvado pero no menos pernicioso: el que reduce la religión a instrumento de contención de los hombres, pero le quita su misión mediadora entre Dios y los hombres. Lo propone, entre otros, Mario Vargas Llosa en un lamentable escrito en el que exige a la Iglesia que se “acomode” a las costumbres inmorales de nuestro tiempo porque “es necesario que Ella –la Iglesia–subsista”; lo que no es necesario para él es que sea “verdadera” o “auténtica”; así dice: “la religión es importante para encauzar la ansiedad y el desasosiego que produce a los seres humanos su condición mortal, su incertidumbre y su miedo frente al más allá, y para embridar aquellos instintos que, dejados en libertad, provocarían hecatombes y podrían retrocedernos a las formas más primitivas de barbarie” (La Nación, 23-01-2005, El debate ético por el

Sida. Si no cede, la Iglesia podría verse marginada; la discusión giraba en torno a la declaración de la Iglesia de la intrínseca inmoralidad del “preservativo”). Para Vargas Llosa de la acomodación de la Iglesia a la mentalidad del mundo depende la supervivencia de la Iglesia (“¿acaso la supervivencia de la Iglesia católica no vale un condón?”, concluye el escritor). Ni siquiera es original; algunos se le adelantaron dos mil años diciendo al Fundador de la Iglesia: “bájate de la cruz y creeremos en ti”; Él ya le respondió a Vargas; y Vargas sabría la respuesta si se toma el trabajo de leer el Evangelio.

No nos engañemos: no quiere salvar a la Iglesia, sino que quiere una Iglesia que no sea mediadora entre Dios y los hombres; eso es una Iglesia sin Dios; atea.

Para no terminar como un sin-dios

¿Qué debemos hacer para no caer en esto o para que no nos empujen a este vacío espantoso del ateísmo?

Primero debemos abrir los ojos ante los signos de Dios.

No debemos eludir los interrogantes hondos y permanentes de la vida. Hay cosas que nos interpelan a todos: cuál es el origen de todas las cosas, cuál es el sentido de mi existencia, cuál es mi fin, qué hay después de la muerte, por qué existe el dolor y el mal. Muchos piensan que estas preguntas ponen en peligro su fe.

La ponen en peligro si no intentan responderlas bien, si no quieren leer y estudiar a los grandes pensadores, si no se animan a pensar, a estudiar y a rezar los grandes temas. Pero para quien quiere atreverse a pensar, estos temas pueden ser difíciles, pero no llevan a la negación de Dios. Los grandes sabios los han enfrentado y han sido grandes creyentes.

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Muchos de los grandes ateos han sido también grandes ignorantes, o al menos han mantenido voluntariamente grandes lagunas en su mente; hay problemas, como el de Dios o el alma, que no han querido enfrentar.

Sepamos también exigir pruebas claras y definitivas de todo aquello que intente perturbar la fe. Hay personas que aceptan cualquier cosa que se les diga contra la fe, la religión, la Iglesia o Dios. Pero luego se tragan cualquier hipótesis, quedan con la boca abierta cuando le dicen “esto o aquello se explica por la evolución” sin saber que le venden un buzón y que nadie explicó todavía satisfactoriamente la evolución.

¡Cuántos han perdido la fe porque un mal profesor les ha dicho “que la ciencia ha probado que no hay Dios”! ¡Exijan que se los prueben a ustedes! Y pregunten, exijan, pidan demostraciones.

No paguen con el alma ni con la mente a quien no les ha mostrado lo que les quieren vender. Hay muchos que juegan con nuestra estupidez. Algunos no tienen mala intención; pues quizá también a ellos, antes que a nosotros, les robaron su fe y su inocencia a causa de su estupidez.

Si no quieren caer en el ateísmo estén atentos al hombre; a todo hombre: al prójimo y a nosotros mismos. Hay en nosotros un valor gigantesco, un sentido de lo infinito, un deseo de lo eterno, que nos muestra que no somos solo polvo. Los perros aúllan a la luna y los pájaros agradecen la luz del día.

Pero nosotros queremos ir más allá de los astros y vivir eternamente. Si estamos atentos al hombre, a todo hombre, incluso al más miserable, veremos un reflejo de Dios.

Estén atentos a la Revelación cristiana. Conozcan su religión. Es asombrosa la falta de cultura religiosa de la inmensa mayoría de nuestros políticos, de nuestros escritores, de nuestros médicos, psicólogos, abogados y jueces… ¿Cómo no van a perder lo que ni siquiera conocen? ¿Cómo no les van a robar lo que no guardan? ¿Cómo no nos van a ensuciar lo que no cuidamos? Estudien, profundicen, recen.

Estén atentos a los grandes hombres de la historia. Lean a los grandes, fórmense una cultura. No les tengan miedo a los grandes escritores del pasado, a su sabiduría. Ellos tienen respuestas para problemas que son eternos.

* * *

Busquen a Dios con toda el alma. Pascal –aquel gran pensador francés– escribió con justeza: “No hay más que dos clases de personas a las que se pueda llamar razonables: o aquellos que sirven a Dios con todo su corazón porque lo conocen, o

aquellos que buscan a Dios con todo su corazón, porque no lo conocen” (Pensées, n. 11).

Lecciones de ética profesional

(VI. Profesión y conciencia)19

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P. Miguel A. Fuentes

(J.H. Newman, Carta al duque de Norfolk, cap., V).

tomar-conciencia1 “(…) El ser supremo (…) cuando se decide a hacerse Creador, infunde esta ley, que es, pues, Él mismo, en la inteligencia de sus criaturas racionales. La Ley divina, por esto, es la norma de la verdad moral, el distintivo de lo justo y de lo injusto, una autoridad soberana, indestructible, absoluta que se encuentra de continuo a la vista de los hombres y de los ángeles (…)

Esta ley, en cuanto llega a ser conocida y llega a formar parte del espíritu de los individuos particulares, toma el nombre de conciencia; y, aunque sufra refracciones en el camino que hace a través de los espíritus de diferentes individuos, sin embargo, no por esto es atacada hasta el punto de extraviar su carácter de ley divina;

y aun debilitada, refractada, tiene la prerrogativa de poder imponer obediencia. (…) De donde se infiere que no es nunca lícita actuar contra la conciencia; como dice el cuarto concilio lateranense: ‘lo que se hace contra la conciencia, se edifica para la condenación’ (…) Lo sé muy bien; esta manera de concebir la conciencia difiere inmensamente del concepto que ordinariamente se tiene de ella, tanto en la ciencia y literatura como en la opinión pública de hoy en día.

Esta manera de concebir la conciencia se basa en la doctrina de que la conciencia es la voz de Dios, mientras hoy está de moda considerarla de un modo u otro como una simple creación del hombre (…) En nuestro tiempo se ha entablado una guerra encarnizada, diría casi una conspiración contra los derechos de la conciencia, tal como la estamos describiendo.

Por derechos de la conciencia entienden el derecho de pensar, de hablar, de escribir, de actuar, como les plazca sin preocuparse nada de Dios. La conciencia tiene derechos porque tiene deberes; pero hoy y para una parte bastante numerosa de nuestro público, es precisamente el derecho y la libertad de conciencia los que dispensa de la conciencia”.

La lucha por la conciencia

La gran batalla entre el ateísmo y la fe en Dios se realiza en el campo de la conciencia. El enemigo está tan encarnizado que ha perdido todo rubor y descaradamente pisotea todo: la patria, las instituciones, la verdad, la familia, la escuela, el templo.

Sólo hay un reducto que no puede tomar por la fuerza: la conciencia. Allí sólo entra como dueño

absoluto Dios. Fuera de Él, todos los demás se ven obligados a persuadir, pedir permiso, amenazar, amedrentar… pero necesitan que las conciencias se les entreguen; no las pueden tomar, al menos de forma directa.

Por eso, esta gran batalla del tiempo que vivimos es la final, o la casi final. Y la pelea cada uno de nosotros, palmo a palmo, en su interioridad. Nos podemos ayudar y podemos luchar juntos. Pero esto no nos excusa de pelear individualmente. En algún momento de nuestra vida la pelea llega a nuestra propia casa, a nuestro más íntimo reducto, a nuestra propia conciencia, a nuestro propio corazón.

El que no quiere pelear, desde el momento en que decide no hacerlo, ha sido por eso mismo derrotado. En esta guerra no hay países neutrales ni ciudadanos neutrales. Porque se cumple aquí aquella descripción que hace san Ignacio del mal caudillo –el demonio– respecto de sus secuaces: “los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por el todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas en particular” sin respetar.

Nos pueden quitar todo: el trabajo, la carrera, los estudios, la familia, nuestros bienes y ahorros, nuestra tranquilidad, incluso nuestra vida. Pero no nos pueden quitar nuestra conciencia; ésta la entregamos nosotros, claudicando, o la mantenemos peleando por ella. Como los héroes, los santos y en particular los mártires.

Los medios de la batalla

¿Cómo se lleva a cabo esta lucha por adueñarse de nuestra conciencia, es decir –pues esto es “ganar la conciencia”–, por lograr que llamemos mal al bien y bien al mal, sabiendo que no es verdad lo que decimos?

Hay tres vías para lograrlo, de las cuales la más sutil y perniciosa es la primera (en la que me detendré principalmente): consiste en cambiar el concepto de la conciencia; como decía Newman en el texto citado: cambian lo que significa “derechos de la conciencia” cambiando la idea de la conciencia. Algunos nos enseñan que la conciencia es la que crea el bien y el mal, la que decide qué está bien y qué está mal.

Para entender la gravedad de esta falsificación debemos ver qué es realmente la conciencia. La conciencia “es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (Gaudium et spes, 16). No es, ésta, solo una hermosa definición, sino la verdadera.

Lo que nosotros llamamos “conciencia” no es otra cosa que ciertos juicios de nuestra inteligencia. Nuestra inteligencia, y en esto nos diferenciamos específicamente del resto de los animales, conoce

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qué son las cosas, por qué son, para qué son, y –en algunos casos– por qué deben ser así y no de otro modo.

Cuando esas “cosas” que conoce el hombre son nuestros propios actos y la razón nos dice lo que estamos haciendo, o lo que hemos hecho o lo que estamos proyectando hacer, y nos habla de su bondad o de su malicia, tal acto de la inteligencia es lo que llamamos la “conciencia”: conciencia “psicológica” (la que nos dice “qué” hacemos o hemos hecho: estoy escribiendo, he paseado, me dispongo a ir a rezar o a trabajar) y la conciencia “moral” (la que nos advierte sobre la bondad o malicia de aquello que hacemos, hemos hecho o estamos por hacer).

¿Cómo ocurre esto? Todos nosotros llevamos interiormente impresa una ley que nos indica el bien y el mal, aquello que nos perfecciona, y aquello que nos hiere moralmente; y el conocimiento de esta ley es natural. El hombre se da cuenta, de un modo que podemos llamar “espontáneo”, que ciertas cosas están bien y ciertas cosas están mal (no hace falta que nos enseñen que el amor a nuestros padres es algo bueno, ni que traicionar la patria es algo abominable; a nadie le enseñaron que tiene que defender a su madre o a sus hijos… y si se lo enseñaron cuando lo hace no lo hace porque se lo hayan enseñado, sino porque espontáneamente reconoce que eso es lo que debe hacer en esa circunstancia).

“Llevamos dentro de nosotros mismos nuestra verdad, porque nuestra esencia (nuestra naturaleza) es nuestra verdad”, ha dicho Juan Pablo II (L’Osservatore Romano, 15 de octubre de 1993, p. 22.. San Pablo, hablando de los paganos dice: “cuando los paganos, que no tienen ley [es decir ley Revelada], cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, son para sí mismos ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón…” (Rm 2,14).

Haciendo referencia a este texto de San Pablo, explicaba Juan Pablo II: “La misma ley, que Dios reveló por medio de Moisés y que Cristo confirmó en el evangelio (cf. Mt 5,17-19), ha sido inscrita por el Creador en la naturaleza humana. Esto es lo que leemos en la carta de san Pablo a los Romanos: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley» (Rm 2,14). De esta forma, por tanto, los principios morales que Dios manifestó al pueblo elegido por medio de Moisés son los mismos que él ha inscrito en la naturaleza del ser humano.

Por esta razón, todo hombre, siguiendo lo que desde el principio forma parte de su naturaleza, sabe que debe honrar a su padre y a su madre y respetar la vida; es consciente de que no debe cometer adulterio, ni robar, ni dar falso testimonio;

en una palabra, sabe que no tiene que hacer a los demás lo que no quiere que le hagan a él” (L’Osservatore Romano, 17 de junio de 1994, p. 2, nº 3).

Es por eso que cada vez que nosotros obramos, nos damos cuenta de que lo que hacemos es conforme y está en armonía con ese conocimiento que tenemos escrito en el corazón, sobre el bien y el mal. O simplemente no está conforme con él. Llamamos conciencia a la inteligencia en su función de descubrir esa “ley que él (el hombre) no se da a sí mismo, pero a al cual debe obedecer… Ley inscrita por Dios en su corazón…” (Gaudium et spes, 16). Esto es lo que quiere expresar Pablo VI cuando dice: “la conciencia no es el árbitro del valor moral de las acciones que ella sugiere. La conciencia es el intérprete de una norma interior y superior; no la crea por sí misma” (Pablo VI, Alocución, 12 de febrero de 1969).

Ocurre aquí algo análogo al fenómeno biológico de la decodificación de nuestro código genético: tenemos en nuestras células no sólo todo el patrimonio genético, con las características generales y particulares (hasta las más ínfimas) que desarrollaremos a lo largo de nuestra vida, sino también la función capaz de leer y descifrar ese código; esto a nivel biológico lo hace la misma naturaleza.

En el plano espiritual y moral ocurre algo semejante: tenemos en nuestra naturaleza impresa, codificada, la ley por la cual como seres racionales alcanzamos la perfección, y también tenemos la luz de la razón por la cual podemos leer, descifrar esa ley, y actualizarla en nuestro obrar. Esto, en el nivel espiritual, no se realiza de modo “necesario” sino que debemos realizarlo con nuestro libre albedrío; en esto consiste la dignidad de la persona humana.

Los oficios de la conciencia

La conciencia, cumple, de este modo, un triple oficio interior:1º Es testigo de lo que estamos haciendo o hemos hecho, de la bondad o malicia de lo que obramos. En este sentido dice san Pablo: “Mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo” (Rm 9,1).

2º Es juez: ella nos aprueba cuando lo que obramos es bueno, y nos condena (lo que llamamos “remordimientos” de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando el mal. A esto hace referencia San Pablo al escribir en Rm 2,15: “como quienes muestran tener la realidad de esta ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios de condenación o alabanza”; y 2Co 1,12: “El motivo de nuestro orgullo es el testimonio de nuestra conciencia”.

3º Es pedagogo (como decía Orígenes): descubriéndonos e indicándonos el camino del

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buen obrar. De este modo puede decir el Apóstol en Rm 14,5: “Aténgase cada cual a su conciencia”.

Una luz que viene de otra Luz

Esta luz que hay en nuestra inteligencia, por la cual juzgamos de nuestras acciones, la ha puesto el mismo Dios, al crearnos: no es otra cosa que la capacidad que tenemos de conocer, y de conocer el bien y el mal en las cosas. Y esa luz es una participación de su Luz y de su Verdad eterna. Por eso es que podemos decir con propiedad que es la voz de Dios.

Así, San Buenaventura decía de ella: “La conciencia es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar” (San Buenaventura, In II Librum Sent., d. 39, a.1, q.3). Juan Pablo II lo explica diciendo:

“La conciencia se presenta como el testigo, que acusa al hombre cuando viola la ley inscrita en su corazón, o lo justifica cuando es fiel a ella.

Por consiguiente, según la enseñanza del Apóstol, existe una ley ligada íntimamente a la naturaleza del hombre, como ser inteligente y libre, y esta ley resuena en su conciencia: para el hombre, vivir según su conciencia quiere decir vivir según la ley de su naturaleza y, viceversa, vivir según esa ley significa vivir según la conciencia; desde luego, según la conciencia verdadera y recta, es decir, según la conciencia que lee correctamente el contenido de la ley inscrita por el Creador en la naturaleza humana” (L’Osservatore Romano, 17 de junio de 1994, p. 2, nº 4).

La conciencia y la verdad

De todo esto se deduce una verdad fundamental de la antropología, la psicología y la moral: la conciencia no crea la verdad; la descubre. Así como descubro la realidad física, y cuando en medio del campo me topo con un toro corro, porque el toro es real y no le puedo imponer mis criterios, ni le puedo explicar que en mi cabeza he inventado la teoría de que los toros son mansos, del mismo modo existe también la verdad moral, es decir, la que enseña que algunas cosas son buenas en sí y otras son malas en sí, me guste o no me guste, y así como tengo que correr para que el toro no me agarre, debo refrenarme para no pecar o debo mortificarme y hacer cosas que no tengo ganas de hacer si es que son obligatorias.

Una conciencia que puede tropezar

Además, de esto mismo se deduce una segunda verdad: la conciencia no es infalible sino falible. La dignidad de la conciencia proviene de que ella nos hace de puente, de intermediario, con esa verdad

que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo de nuestra naturaleza y corazón; naturaleza creada por las manos de Dios. Pero la conciencia puede fallar en ese conocimiento. “Ella, dice Juan Pablo II, no es un juez infalible” (Veritatis splendor, nº 62). Es un acto de nuestra inteligencia, creada, finita, falible, herida, influenciable.

Esto sucede porque los juicios de nuestra conciencia son muy comprometedores en cuanto no se trata de afirmaciones abstractas o puramente especulativas (como cuando decimos “el sol sale por el Este”, “dos más dos es igual a cuatro”), sino afirmaciones que terminan comprometiendo nuestro modo de obrar (son “juicios prácticos”).

Por ejemplo, el descubrir la diferencia entre un triángulo equilátero y un triángulo isósceles no altera de ninguna manera el modo de vivir que yo tenía cuando ignoraba esa verdad; en cambio, aprender que una conducta determinada que habitualmente practico en mi vida privada, en mis negocios, en mi vida conyugal, etc., contradice la ley natural y es intrínsecamente mala, no me puede dejar indiferente o igual a antes de saberlo; por el contrario, me exige tomar una decisión crucial en mi vida, que puede llegar a ser un giro de ciento ochenta grados. Y de igual modo, reconocer que, de modo ineludible e inaplazable, me corresponde realizar tal deber me impone la obligación de cumplirlo a pesar de los sacrificios que suponga. Por eso, mis juicios de conciencia, que de estos se trata en los dos ejemplos antedichos, siempre están amenazados de ser interferidos por mis defectos, hábitos, comodidades, o gustos, que van a pugnar para que no reconozca interiormente lo que no tengo deseos de realizar o abandonar.De ahí que la conciencia mantenga su dignidad de juez y guía e imponga al hombre la exigencia de ser seguida (“hay que seguir la propia conciencia”) siempre y cuando le muestre la verdad o, en caso de que se equivocara, sólo en la medida en que yerre involuntaria e inculpablemente; nunca cuando se equivoque voluntariamente o cuando desconozca la verdad por desamor hacia ella o pereza para buscarla.

Es por eso que la Sagrada Escritura nos insiste constantemente en que busquemos la verdad y juzguemos de acuerdo a la verdad: “Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1Tm 1,5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9,1), debe ser «pura» (2Tm 1,3), no debe «con astucia falsear la verdad» (cf. 2Co 4,2).

Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis

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distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto»” (Veritatis Splendor, nº 62).Cuando uno está falseando la verdad o la desconoce por negligencia, o por poco amor a la verdad o a la virtud, o por negarse a hacer el esfuerzo de educar la conciencia o aclararla con quien sabe más, no podría excusarse de pecado diciendo simplemente: “sigo mi conciencia”:

“La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos. Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede «cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega». En estos casos, la persona es culpable del mal que comete” (Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1790-1791. La cita es de Gaudium et spes, nº 16).

Por eso decía hace varios años el Papa Juan Pablo II: “No es suficiente decir al hombre: «sigue siempre tu conciencia». Es necesario añadir inmediatamente y siempre: «pregúntate si tu conciencia dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente conocer la verdad». Si no se hiciera esta necesaria precisión, el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero bien” (Catequesis del 17 de agosto de 1983, nº 3).

La conciencia no decide sino que descubre

Sostener que nuestra conciencia es la que decide lo que está bien y lo que está mal (y esto está muy extendido, incluso en el lenguaje vulgar: a mí me parece, yo pienso de otra manera, yo tengo otra idea sobre esto, etc. y todo esto sin referencia alguna a la realidad o a la verdad) es algo muy peligroso. En el fondo, se está afirmando que la conciencia es infalible (la conciencia de uno, se entiende, porque estas personas piensan o sostiene que los demás se equivocan siempre que piensen u opinen distinto de ellos mismos).

Esto ya lo había dicho Rousseau en su libro Emilio. Allí escribía este personaje: “Conciencia, conciencia, instinto divino, inmortal y celeste voz; guía segura de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios”. Esto no se puede decir de la conciencia; ella nos ilumina, como hemos dicho, pero siempre y cuando busque humildemente adecuarse a la ley de Dios.

Hoy muchos están plenamente de acuerdo con estas palabras. Sería bueno que también mediten

estas otras del mismo autor: “Que la trompeta del juicio final suene cuando quiera… Junta alrededor mío la incontable turba de mis semejantes, ¡que ellos escuchen mis confesiones!… Que cada uno descubra a su vez su corazón a los pies de tu trono con la misma sinceridad, y luego, que aunque sea uno te diga, si tiene el coraje: «¡yo he sido mejor que este hombre!»”. Así escribía al comienzo de sus Confesiones, dirigiéndose sin reparo alguno al Creador.

Decía de él el enciclopedista Dionisio Diderot que tenía mucha suerte, porque hiciera lo que hiciera, su conciencia siempre se pronunciaba a su favor, al punto tal de considerarse sin tacha alguna; pero no nos olvidemos que este Rousseau que se consideraba poco menos que santo e infalible quitó a su concubina sus cuatro hijos pequeños, para no hacerse cargo de ellos, y los metió en el Hogar de los “Niños Abandonados”, lo cual en aquella época equivalía a poco menos que a condenarlos a la miseria y al abuso; cuando la noticia se supo y sus admiradores se escandalizaron, él dijo que se había “equivocado”, es decir, que se distrajo y no se dio cuenta.

Lamentablemente en nuestros tiempos Rousseau sigue teniendo muchos defensores; incluso entre los moralistas “católicos”. Sólo para citar un ejemplo, B. Schüller ha escrito que “la conciencia no puede engañarse sobre el bien y el mal; lo que ella ordena es siempre infaliblemente bien moral” (B. Schüller, La fondazione dei giudizi morali. Tipi di argomentazione etica nella teologia morale cattolica, Assisi 1975, p. 72). Con este principio Schüller exime de toda culpa y cargo (y casi canoniza) a todo ladrón, asesino, abusador y genocida.

La seducción y el miedo de la conciencia

Decíamos más arriba que hay tres vías por las cuales se intenta manipular la conciencia. La primera la mencionamos largamente: cambiar la idea de conciencia. Además de esa hay dos más.

El segundo medio para conquistar la conciencia es la seducción: comprarla, hacer obrar contra la propia conciencia con promesas, coimas y regalos. Así se destruyen las conciencias de los que se venden. Hemos conocido en los últimos años, casos de católicos –dirigentes incluso– de renombre y buena formación que teniendo debilidad por la fama, el poder y la riqueza, se han vendido por dinero para encabezar campañas corruptoras de la moral; pero mucho antes que ellos Judas vendió su conciencia por treinta monedas; él sabía que era “sangre inocente” lo que vendía, como confesó en su desesperación.

Otros, en cambio, han resistido en su conciencia la seducción del poder y del oro y han preferido el martirio. Basta leer en la Escritura las promesas de Antíoco rey a los jóvenes mártires del libro de los Macabeos… y la respuesta heroica de éstos.

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El tercer medio es el miedo, la amenaza. Quien no se pliega al sistema, pierde todo, o nunca avanza: se amenaza con echarlo, con no dejarlo progresar legítimamente, con aplastarlo, o ahogarlo socialmente. No debemos tener miedo; Jesús lo predijo: os arrojarán de las sinagogas.

Fidelidad y objeción de conciencia

La fidelidad a nuestra conciencia –y a Dios, en última instancia, cuya voz resuena en ella– nos llevará muchas veces a presentar lo que se denomina “objeción de conciencia”, es decir, a ejercer el derecho de no ser obligado a participar en una acción que nuestra conciencia nos manifiesta como intrínsecamente inmoral (ya sea leve o gravemente inmoral). Esto es particularmente importante (y debemos luchar por que se respete este derecho) cuando se trata de acciones contra la vida humana. Lo señala de modo muy claro el Papa Juan Pablo II en la Evangelium vitae:

“Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29).

Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas «no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños» (Ex 1, 17).

Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: «Las parteras temían a Dios» (ivi). Es precisamente de la obediencia a Dios –a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía– de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que «aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos» (Ap 13, 10)” (Evangelium vitae, 73; cf. 89; Donum vitae, III fin).

Educar la conciencia

Debemos, por tanto, preocuparnos por educar nuestra conciencia.

Esto nos lleva al último punto: debemos formar y educar nuestra conciencia. Debemos educar la conciencia para que nuestros juicios sean siempre veraces: “Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas. La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra paz en el corazón” (Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 1783-1784).

Para educarla debemos hacer dos cosas:

1º Ante todo, debemos ilustrar e iluminar nuestra conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y esto se hace mediante la Fe, la Palabra de Dios y la enseñanza clara de la Iglesia. Dicho de otro modo, debemos ser fieles a la verdad. Vale para todo cristiano lo que el Juan Pablo II mandaba a los Obispos de Francia: “Los Pastores deben formar las conciencias llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es malo” (L’Osservatore Romano, 15/III/87, p.9, nº 5).

Uno puede estar seguro de que está obrando con una conciencia recta, con honestidad de conciencia, cuando ha puesto todos los medios para que ésta sea recta. Esto vale particularmente para los temas delicados de nuestra vida moral y espiritual, y especialmente aquellos sobre los que tenemos dudas.

Aquí se ve, finalmente, el motivo por el cual no puede haber divergencia entre la Enseñanza de la Iglesia y la conciencia del cristiano. Porque el Magisterio no es una opinión más sino una de las fuentes donde debemos iluminar la conciencia. Juan Pablo II ha dicho: “…el Magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia” (Discurso al II Congreso de Teología Moral, L’Osservatore Romano, 22/I/89, p. 9). Y también: “La autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y solo «en» la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que

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manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto primario de la fe.

La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4,14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella” (Veritatis Splendor, nº 64). 2º En segundo lugar (aunque no de importancia secundaria) debemos vivir virtuosamente, buscar la virtud y educar en la virtud. Sólo la virtud puede garantizarnos que nuestra conciencia no quiera “justificar” nuestros comportamientos defectuosos o nuestros pecados, “racionalizar” nuestros comportamientos (sabemos lo que está mal, pero “…todo el mundo lo hace”; “más adelante podemos cambiar”; etc.).

“En efecto, dice la Veritatis Splendor, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,2) sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad” (Veritatis Splendor, nº 64. La Encíclica envía a Santo Tomás de Aquino, II-II, q. 45).

La virtud es fundamental para que las pasiones y los vicios no alteren la objetividad de nuestros juicios, así como el que se quemó la lengua no puede juzgar con exactitud sobre los sabores sino tan solo quien tiene la lengua sana, así en el plano moral no puede juzgar bien el vicioso sino el virtuoso: el borracho o el lujurioso pierden la sensibilidad ante sus respectivos pecados (y esto no los exclusa, porque a tal embotamiento moral han llegado culpablemente), y sólo el casto y el sobrio disciernen claramente.Y es por eso que hasta al más pintado las pasiones le hacen tirar por la borda la rectitud de sus juicios, cuando no media la virtud.

* * * Si ustedes no están dispuestos a jugarse por la conciencia, por la lealtad a Dios a cualquier costo, puedo predecirles que probablemente lleguen muy lejos en este mundo, que tendrán dinero y escalarán grandes puestos; tal vez la pasen muy bien materialmente y no les falte nada; harán cruceros, tendrán amigos y juerguearán sin que nadie les ponga freno.

Tal vez lleguen a jueces, generales, rectores, ministros o presidentes. Pero si algún día se encuentran con Jesucristo (y algún día se encontrarán con Él) sentirán mucha vergüenza. Y si antes de ese Día se encuentran con alguno de

los que fueron sus amigos que por no venderse a la mentira, por no transar con la ambigüedad o por no traicionar ni a su conciencia ni a Dios, haya terminado en la cárcel, sea un don Nadie y un desconocido, no tenga donde caerse muerto y todos le cierren las puertas en sus narices, le sobren, por el hambre, agujeros en el cinturón, y ande con lentes empañados de lágrimas, yo les aseguro que junto al dolor también verán luz en sus ojos y una humilde tranquilidad en su frente, mientras que ustedes, con los bolsillos llenos de dinero, se sentirán malditos y se morderán los labios de envidia.

Y si todavía les queda una llamita viva en el alma se darán cuenta, entonces, quién ha sido loco y quién cuerdo. Y ese día entenderán lo que quiso decir Jesucristo en las bienaventuranzas. Si han caído ya muy bajo, arrojarán ese pensamiento como se despejan las pesadillas al despertarse sofocados en la noche. Si no han caído tan bajo tal vez comprendan que ese pensamiento que se les cruzó puede salvarles el alma.

LECCIONES DE ÉTICA PROFESIONAL

(VII. MORAL Y TÉCNICA)

P. Miguel A. Fuentes,

Picasso-La-Lecture

“El gusto inmoderado de la forma conduce a desórdenes monstruosos y nunca vistos. Absorbidas por la pasión feroz de lo bello, de lo gracioso, de lo bonito, de lo pintoresco, pues hay grados, las nociones de lo justo y de lo verdadero desaparecen.

La pasión frenética del arte es un cáncer que devora todo lo demás; y como la cabal ausencia de lo justo y de lo verdadero en el arte equivale a la ausencia de arte, el hombre entero se desvanece; la especialización excesiva de una facultad desemboca en la nada.

Comprendo los furores de los iconoclastas y de los musulmanes contra las imágenes. Admito todos los remordimientos de san Agustín por el excesivo placer de los ojos. El peligro es tan grande que excuso la supresión del objeto. La locura del arte iguala al abuso del espíritu.

La creación de una de estas dos supremacías engendra la tontería, la dureza de corazón y una inmensidad de orgullo y de egoísmo”.

(Charles Baudelaire, L’art romantique).

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Charles Baudelaire, autor del texto citado, se lo conoce como uno de los “poetas malditos”, por su vida tormentosa y sus obras en las que se describe desencarnadamente el mal (su obra más famosa se llama “Las flores del mal”).

Hasta el punto de que algunos no llegan a discernir si su obra tiene algo de blasfemo o no. Creo que no; todo lo contrario. A veces muestra, como lección viva, las amargas consecuencias del mal. Por eso me ha parecido interesante usar su texto como base de esta conferencia.

Moral y profesión

En este curso sobre la moral profesional el tema que hemos de considerar ahora tiene una importancia capital.

Debemos explicar por qué la moral debe ejercer una guía y un punto de referencia capital en nuestros actos profesionales, aunque estos pertenezcan a campos técnicos.

Creo que son dos los temas que se pueden enfocar aquí, y si bien no se confunden ni se reducen a uno, están muy emparentados y los principios que debemos dar valen para los dos: es el problema de la técnica y el del arte. (Algunas profesiones caen de lleno bajo el marco del arte, otras en el técnico).

Tanto la técnica como el arte se ocupan de la obra a realizar.

La técnica tiene como objeto lo “útil” (se fabrican cosas que sirvan, que sean útiles, que hagan más fáciles la vida o nuestras actividades);

el arte tiene como objeto “lo bello”, lo que deleite a los sentidos (a la vista –pintura, escultura, arquitectura– y al oído –música).

Hoy reina una enorme confusión porque las capacidades productivas del hombre tanto en el reino de la técnica como en el del arte son bastísimas, y superan incluso la imaginación actual. ¿Hay algún límite? ¿Cuál es, en caso de haberlo?

Los dilemas

Muchas de las profesiones actuales se encuentran en un dramático dilema bajo este aspecto. La medicina y la biología frente a la “producción” de la vida humana, su conservación y su muerte (fecundación artificial, clonación, cultivo de células embrionales, crioconservación, etc.).

El arte con la representación de lo ofensivo, lo blasfemo, (incluso con la discusión de qué es “lo feo/lo bello”; ¿todo es arte?).

Últimamente se ha visto una confusión tremenda entre los mismos cristianos y entre los católicos.

“La cabal ausencia de lo justo y de lo verdadero en el arte equivale a la ausencia de arte, el hombre entero se desvanece”, decía Baudelaire. Por eso necesitamos ideas claras en este aspecto.

Técnica, arte y moral

La técnica tiene sus leyes y el arte tiene las suyas. Y estas leyes intrínsecas no se reducen a las mismas leyes morales, pero se subordinan a ellas.

Porque no escapan a la esfera humana, y la esfera “moral” es la esfera humana. Llamamos “moral” al acto propio del hombre en cuanto hombre, en su dimensión racional; por tanto, en su dimensión más alta.

Algunos reducen –tal vez por ignorancia, tal vez a propósito– el concepto de moral a la idea de “moralina”, como si fuese una dimensión secundaria de la vida humana.

La culpa no la tiene el chancho sino quien le da de comer. En este caso vamos a echarle la culpa a Ockam, no porque los muertos no se puedan defender, sino porque Ockam tuvo mucho que ver en este embrollo.

Él fue el que introdujo la idea reductiva de la moral, o al menos quien dio el puntapié inicial para que así fuera, terminando por entenderse que la moral es lo que se refiere a “las obligaciones” del hombre; la que indica lo mandado, lo prohibido, y lo castigado. Los moralistas pasaron a ser así los policías del alma. Y el obrar moral se redujo entonces a una relación entre ciudadanos (o conciencias) mediocres y policías (principios éticos) coimeros. En este orden de cosas se cumple con lo grueso, pero en lo que no tiene grandes consecuencias, se zafa como se puede: cruzamos las calles por la zona de rayas sólo cuando tenemos al policía cerca, de lo contrario lo hacemos por donde nos queda más cómodo; cumplimos con los carteles de velocidad o nos ponemos el cinturón de seguridad cuando sabemos que hay “operativos” cerca, de lo contrario manejamos cómodos y vamos lo más rápido posible.

De noche no respetamos ningún semáforo, pues sabemos que no suele haber vigilantes ni peligro de chocar (hasta que chocamos). Y siempre nos queda la posibilidad de preguntar al “agente” “si no se puede arreglar de algún modo”, o sea, coimeando para seguir obrando como antes. Pero esta es la descripción de la Argentina, no de la moral.

Lamentablemente, por culpa de Ockam y de sus discípulos la moral es una especie de Argentina que ha tocado fondo. Pero esto no es moral, es moralina, se parece a la moral como el coñac a la Coca-Cola.

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La moral es otra cosa. No es un policía sino un educador.

No es el comisario Pérez, sino el maestro Sócrates. No nos da a elegir entre respetar el semáforo, pagar una multa u ofrecer una coima, sino entre hacernos hombres en serio y alcanzar la felicidad o ser unos inútiles sin remedio, frustrados y muertos vivientes.

Creo que este concepto es muy importante para entender la división y separación entre el arte y la moral y entre la técnica y la moral.

El bien ético

Antes de seguir adelante debemos recordar un concepto muy importante en ética, y es el de la división del bien.

El bien se divide en útil, deleitable y honesto

Bien honesto o racional –no confundir con honesto en el sentido vulgar: el que no hace mal a nadie– es el bien que es amable o deseable por sí mismo, porque tiene valor intrínseco por sí y solo por sí; vale la pena, como por ejemplo la virtud.

Bien deleitable es el que es apetecible por el placer que produce en el apetito del que lo goza; puede ser verdadero o falso, porque nuestros apetitos no distinguen esto sino nuestra razón.

Bien útil es el que es apetecible por la utilidad que trae, como la medicina respecto de la salud, aunque en sí no tenga a veces otra razón de apetibilidad.

Esta acepciones son diversas pero no opuestas, de modo tal que pueden encontrarse simultáneamente en la misma realidad; por ejemplo, el ejercicio de la virtud es un bien honesto –apetecible por su misma bondad–, útil por los beneficios que reporta para la persona y deleitable para las potencias que lo practican.

Hay una jerarquía en esta división: de modo tal que el que regula todo es el bien honesto; si un bien deleitable o útil se opone a un bien honesto, sólo podemos decir que es un bien en cierto modo pero visto en una visión más profunda y completa no es un bien verdadero sino un mal; por ejemplo, una bomba atómica es muy útil para determinar el éxito de una guerra en favor nuestro, pero no podemos decir que es un bien porque siendo muy útil se opone al bien racional.

Leyes de la técnica

La técnica tiene sus leyes.

Estas son las leyes de la eficiencia. Desde el punto de vista técnico una cosa es “buena” si sirve o es útil. Y no es buena si no sirve o no es útil, es decir, si no cumple las expectativas para las que fue

pensada. Por estas leyes se manejan los fabricantes, los inventores, los industriales, etc. Incluso en algunas cosas los médicos, los biólogos. Hay técnicas (tratamientos, medicinas, análisis, etc.) que “alcanzan buenos resultados” u otras que defraudan las expectativas puestas en ellos.

De las expectativas de utilidad se concluye si algo es bien útil o no desde el punto de vista técnico. Y de aquí la técnica saca sus criterios técnicos o industriales, que son dos:

(a) La ley de la eficacia: algo se valora según su eficacia para alcanzar el fin al que se ordena: sirve en tanto nos hace alcanzar el fin y tanto cuanto más fácil y rápidamente nos hace alcanzar ese fin; no sirve en la medida en que no sirve para alcanzar el fin o en tanto lo hace con mayores gastos y esfuerzos.

(b) La segunda es la ley de la proporcionalidad, ligada íntimamente a la anterior: todo lo que se fabrica implica costos y beneficios. Algo es técnicamente útil en la medida en que implique menos gastos y reporte mayores beneficios. Y se hace en la medida que respete esta ley, y se deja de hacer en la medida en que no la respete.

Así, por ejemplo, en la fabricación de autos, de lapiceras, de juguetes, de maquinaria, etc. se aplican estas leyes: algo se fabrica si sirve, si se vende, si funciona. Y si deja de funcionar, o sale con muchas fallas no se fabrica más, o simplemente si exige grandes inversiones pero luego no reporta beneficios.

Estas leyes son válidas dentro del espacio propio de la técnica (y si no se aplicasen todos los fabricantes se fundirían o serían un fracaso).

Leyes del arte

También el arte tiene sus leyes. Se manejan más de cerca con los criterios del bien deleitable. Porque su objeto es la belleza, que se define como “quod visum placet”, lo que es agradable a la vista; análogamente debe aplicarse al oído, por la música.

El arte está muy por encima de la simple técnica, pero mantiene elementos en común. Dentro del campo de las virtudes, el arte es una virtud imperfecta, dianoética, porque nos garantiza la perfección de la obra realizada, pero no necesariamente la perfección moral del que la realiza.

El arte es la recta razón de las cosas fabricables (en lo que coincide con la técnica) pero no se mide por su utilidad sino por su capacidad de deleitar el sentido estético humano. Puede ser, y en muchos casos lo es, costoso, improductivo, pero es bello.

También tiene sus leyes intrínsecas.

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(a) La primera es la imitación de la naturaleza.

El arte imita la naturaleza, se dice. Hay que tomar esto con mucha amplitud, de lo contrario muchos artistas no lo aceptarán. El arte imita la naturaleza, al menos en cuanto toma de ella los criterios básicos de expresión. Si un artista quiere transmitir una idea, tiene que partir de que necesito alguna analogía con lo conocido para poder recrear en mi mente lo que él tiene en la suya. Y por eso debe tener como fuente de inspiración, como paradigma o como interlocutor a la naturaleza.

No significa esto que deba copiarla o limitarse a imitarla. Pero de todos modos, la capacidad artística en su dimensión más técnica, se puede medir por su capacidad de plasmar la realidad (sea copiándolas tal cual son, como por ejemplo las obras del llamado arte realista, o expresándolas simbólicamente). En este sentido un “buen artista” es una persona capaz de plasmar las ideas estéticas que tiene en la mente (algunos quieren y no pueden y son incapaces de hacer un dibujo, una escultura o de crear una canción de cuna).

(b) La segunda está relacionada con la gran verdad de que el arte no se limita al plano de lo puramente estético, sino que lo trasciende transmitiendo ideas.

Por eso el artista no sólo apela a lo bello sino también a lo feo, puesto en función de su idea. Por ejemplo, si vemos el rostro de María en el Juicio Final de Miguel Ángel, placet, nos deleita con su suavidad y delicadeza humilde. Pero si miramos al pie del cuadro el rostro de Caronte o de cualquiera de los demonios, estéticamente non placent, no agradan. Son feos. Miguel Ángel los pintó feos, porque quería mostrar la fealdad. Por tanto, cuando decimos que el objeto del arte es la belleza, debemos entender que es la belleza de la idea que transmite.

La idea es bella, pero no lo es la figura con la que puede suscitar esa idea. A veces el artista debe recurrir a lo feo, a lo ridículo, a lo meramente simbólico. Pero también debemos decir que el artista no puede pretender transmitir puras ideas, sino que debe hacerlo mediante la obra estética, de lo contrario no tenemos un artista sino un profesor de filosofía y no tenemos una obra de arte sino un curso filosófico.

Lo mismo se diga con la representación de lo moralmente feo: el pecado. Hay obras que son capaces de representar de manera extraordinaria el pecado; por ejemplo las páginas que Dostoievski dedica en su “Crimen y castigo” a describir la mente criminal de Raskolnikoff.

No hace falta –desde el punto de vista intrínseco del arte– que el artista esté explicando que eso es

pecado. Describe su persona y su modo de pensar y actuar.

Leyes morales

Pero tanto el arte como la técnica, que tienen sus leyes intrínsecas, no agotan la esfera humana sino que son dimensiones parciales del hombre, y como tales, subordinadas al orden que impone la razón, que es el orden moral que tiene por objeto el bien honesto, racional y subordinadamente regula y juzga la bondad o malicia de los bienes deleitables y útiles. Al no ser (las de la técnica y el arte) leyes absolutas, no bastan por sí solas para realizar la perfección del hombre, y por tanto deben subordinarse y armonizarse con otras leyes que sí sean capaces de producir la perfección del hombre. Estas leyes son las leyes morales.

Pretender la independencia absoluta de la técnica o del arte (el arte por el arte o la técnica por la técnica) es la destrucción del hombre y de la humanidad. Serían lícitos los campos de experimentación del nazismo, las obras que denigran a nuestro prójimo, etc. La ciencia sin conciencia lleva a la destrucción del hombre. El arte sin conciencia (moral) lleva también a la destrucción del hombre.

Producir embriones humanos en laboratorio puede ser muy útil para curar enfermedades o para amasar fortunas de dinero, pero es un crimen. Pintar desnudos que provoquen los bajos instintos puede ser muy aplaudido pero es pornografía. En ambos casos se ha independizado un campo del obrar humano cuyas leyes sólo sirven para garantizar la perfección material del producto (los cuerpos pintados en situaciones provocativos pueden ser más proporcionados que los que se encuentra en la realidad –gordos, flacos o demacrados– y las células de los embriones clonados óptimas) pero se destruye la dignidad del hombre: del que las hace, del que las encarga, del que las consume y del que no patalea por cobarde.

Pío XI dijo en una de sus encíclicas: “el arte tiene como tarea esencial y como su misma razón de ser la de perfeccionar la personalidad moral que es el hombre, y por eso debe ser moral” (Pío XI, Enc. Vigilanti cura. Sobre los espectáculos cinematográficos, 5). Y Pío XII: “El oficio y la misión del arte rectamente usado es levantar el espíritu, mediante la viveza de la representación estética, a un ideal intelectual y moral, que rebasa la capacidad de los sentidos y el campo de la materia, hasta elevarlo hacia Dios, Bien supremo y absoluta Belleza, del que todo bien y belleza se deriva” (Pío XII, Discurso del 25 de agosto de 1945).

Por tanto no se puede pretender que el arte y la técnica se manejen por criterios morales como criterios inmediatos. Como criterios inmediatos tienen los suyos propios. Pero sí deben guiarse por

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los criterios morales de modo supremo. No pueden entrar en contradicción con ellos. No esperamos que un fabricante haga lapiceras moralmente virtuosas, llenas de candor y de inocencia, sino lapiceras que escriban bien y sean económicas; lo que esperamos de él es que no las fabrique con material tóxico aunque éste sea más barato para él. De un artista no esperamos que sólo pinte ángeles y santos o paisajes de la Pampa argentina; sino que no ofenda con su capacidad creativa la fe de los demás ni incite sus pasiones a la lujuria o al rencor.

Decía Maritain: “No tiene el arte derecho alguno contra Dios. No existe bien alguno contra Dios, ni contra el bien final de la vida humana. El arte en su dominio propio es soberano como la sabiduría; no está subordinado por su objeto ni a la sabiduría, ni a la prudencia, ni a ninguna otra virtud; pero por el sujeto y en el sujeto está subordinado al bien de este mismo sujeto; en tanto que se encuentra en el hombre y que la libertad del hombre hace uso de él, está subordinado al fin del hombre y a las virtudes humanas.

Asimismo, [dice citando a santo Tomás] «si un arte fabrica objetos que los hombres no pueden usar sin pecado, el artista que hace tales objetos peca, porque ofrece directamente a otros la ocasión de pecar; como sería el caso si alguno fabricase ídolos para la idolatría.

En cuanto a las artes de aquellas cosas que los hombres pueden usar bien o mal, son lícitas, y sin embargo si hay artes cuyas obras son empleadas en la mayoría de los casos para un mal uso, tales artes, aunque lícitas en sí mismas, deben ser extirpadas de la ciudad por el oficio del Príncipe, según los documentos de Platón» (II-II, 169, 2 ad 4)” (J. Maritain, Arte y escolástica, Club de lectores, Bs. As.1972, pp. 94-95).

Santo Tomás recuerda siguiendo a Aristóteles que corresponde a la ciencia política, por ser ciencia arquitectónica, dirigir a las “ciencias prácticas” tales como las artes mecánicas (técnicas que hemos llamado nosotros), no sólo en el hecho de ejercer esas ciencias, sino también en cuanto a la determinación misma de la obra (así no sólo ordena al artesano que fabrica cuchillos usar de su arte, sino usar de él de tal o cual manera, haciendo tal clase de cuchillos): “uno y otro, en efecto, se ordenan al fin de la vida humana”.

En cambio, dice que no hace esto con las ciencias especulativas, las cuales las gobierna sólo en cuanto al hecho de ejercer estas ciencias, pero no en cuanto a la determinación de la obra, pues en cuanto tales actos son voluntarios se relacionan con la materia de la moralidad y pueden ser ordenados al fin de la vida humana, pero no prescribe en cuanto a sus leyes intrínsecas (no le dice al geómetra cómo tiene que concluir sus razonamientos) porque eso no pertenece al dominio de la vida humana y depende sólo de la

naturaleza de las cosas (Cf. Comentario a la Ética a Nicómaco, I, lect., 2).

Señala Maritain que Santo Tomás no habla aquí explícitamente de las bellas artes, pero que podemos aplicarles los principios indicados para las ciencias especulativas (como hicimos más arriba).

En efecto, por la nobleza de su objeto que es la belleza trascienden lo meramente mecánico (lo que hemos denominado técnico) y por eso participan de las ciencias especulativas en parte; pero siguen siendo ciencias prácticas y bajo este título todo lo que la obra trae consigo en cuanto a valores intelectuales y morales, cae normalmente bajo el control de quien debe velar por el bien común (Cf. Maritain, Arte y escolástica, op.cit., notal 149, p. 211).

Las palabras de Baudelaire, a pesar de su exageración (a propósito) sobre el iconoclasmo (la destrucción de las imágenes) son realmente profundas. La exacerbación de una facultad en detrimento de las demás equivale a la destrucción de todo el hombre.

“Será dulce para mí, escribía Claudel, cuando esté en el lecho de muerte, pensar que mis libros no han contribuido a aumentar la espantosa suma de tinieblas, de duda, de impurezas, que aflige a la humanidad, sino que aquellos que los han leído no han encontrado en ellos más que motivos para creer, para alegrarse, para esperar” (Paul Claudel, carta a Arthur Fontaine).

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VIII. LA LIBERTAD Y LA PROFESIÓN

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

“Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y volviéndose a Sancho, le dijo: –La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”

(Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Capítulo LVIII)

A nadie se lo obliga a ser malo ni a ser bueno. No podemos eludir la responsabilidad sobre nuestros actos. En este mundo hemos sido puestos con un don precioso, único, exclusivo de los seres racionales: nuestra libertad. Con ella nos cavamos una tumba o con ella escalamos las cumbres. El hombre es ciertamente un misterio.

Hace muchos siglos, un pensador extraordinario, llamado Gregorio Nazianceno lo describía diciendo: “rey de las cosas terrenas, pero súbdito de las celestiales; terreno y celeste, caduco e inmortal, visible e inteligente, en medio de la grandeza y de la humildad; al mismo tiempo carne y espíritu. Espíritu por la gracia; carne por la soberbia… Un viviente guiado por una parte, y por otra abandonado a sí mismo, y, lo que constituye el misterio más profundo, partícipe, con la inclinación del alma hacia Dios, de la dimensión divina” (San Gregorio Nazianceno, El nacimiento de Cristo, 9-11).

El desafío de la libertad

La libertad es un don, pero es también un desafío. No es fácil manejarla bien o para el bien. ¿Qué es la libertad? No es lo que muchos piensan. La libertad no es la capacidad de elegir; tiene muchas veces la capacidad de elegir y se expresa con mucha frecuencia en la capacidad de elegir; pero no se reduce a esto solo. De lo contrario la

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perderíamos cuando no tuviéramos más de una opción en la vida (y a veces sucede esto).

La libertad es la capacidad que tiene la creatura racional de dirigirse por sí misma a su fin. Incluye la capacidad de elegir entre los medios hacia ese fin, y según algunos también la capacidad de decidirse respecto del fin (lo cual nos metería en una larga discusión).

La libertad se da en la unión o conjugación (o sea, poner en juego al mismo tiempo) la inteligencia y la voluntad. Por eso también la han definido como una “voluntad razonada” o una “razón voluntaria”. Implica la capacidad de auto-determinarse, la energía de moverse a sí mismo hacia un fin conocido racionalmente. Esto es lo que nos distingue de los seres que no son libres: las cosas inanimadas, como una flecha o una piedra, van donde las dirige el que las empuja o arroja; la planta se mueve buscando el sol movida por sus potencias vegetativas; el animal busca comida o aparearse guiado por sus instintos.

Todos estos hacen algo, pero no saben lo que hacen; no lo han decidido; la naturaleza los mueve, los orienta, los determina. El hornero no decide hacer un nido de barro como los que vemos en los árboles en lugar de una madriguera, ni elige entre varios modelos, nadie le enseña ni va a una escuela de arquitectura; lo mismo se diga de las hormigas, las abejas, etc. Hay en ellos fuerzas pre-determinadas.

También nosotros los hombres tenemos inclinaciones como ellos, y estas inclinaciones son bien determinadas, pero se limitan a indicarnos sus objetos finalizantes (o sea aquello a lo que apuntan), pero nosotros tenemos la capacidad de conocer esos fines, de elegir los medios para alcanzarlos, y de poner nosotros mismos esos actos que nos hacen obtener los fines cuando queremos y porque queremos. En esto está la libertad.

Es decir, está en esto lo fundamental de la libertad. Habría que añadir una verdad clave: la libertad no consiste sólo en la capacidad de moverse uno mismo hacia el fin que perfecciona nuestra naturaleza sino en moverse conservando siempre el orden hacia ese fin.

Algunos piensan que la libertad consiste en la capacidad de obrar y de actuar lo que queramos, lo que más nos plazca, de elegir entre las infinitas posibilidades del obrar que se nos presentan en la vida. Pero esto es una falsificación de la libertad. Cuidado con las exageraciones pues estas terminan por destruir la naturaleza de lo que queremos exagerar. Un pescador puede decir que pescó un pez de quince centímetros, o mentir y mandarse la parte diciendo que tenía medio metro, o cinco metros, o diez; pero si dice que tenía doscientos metros acaba de destruir la misma idea de pez, pues no hay ninguno de ese

tamaño; nunca podrá mentir más allá de una ballena. Libertad y fin

La liberta, por tanto, es la capacidad que tiene nuestra persona de usar de sus potencias espirituales, inteligencia y voluntad, poniendo también a su servicio, en la medida que pueda las potencias sensibles (los afectos o pasiones) para dirigirse y alcanzar los fines que perfeccionan nuestra naturaleza. No consiste propiamente en elegir entre el bien y el mal, porque el mal no perfecciona nuestra naturaleza. Materialmente puede elegirse el mal, mientras veamos en él algún aspecto de bien (como un sediento en el desierto es capaz de tomar agua podrida al menos –esta es la razón de bien– porque le calma la sed), pero esto constituye un defecto –y un peligro– de nuestra libertad; no es la libertad en su expresión normal y, por supuesto, no lo es en su expresión suprema.

Un avión puede caerse, pero no vemos esto como una capacidad más de tal o cual tipo de aviones; al menos no lo encontraremos en las propagandas de turismo. También podemos electrocutarnos con nuestra licuadora, pero esto no viene especificado entre las funciones que nos ofrece el fabricante. ¿Por qué, entonces, algunos se sorprenden al escuchar que el hacer el mal –el pecar– no es una función propia de la libertad si ésta funciona como corresponde, aunque ésta pueda pecar por ser imperfecta?

Libertad amenazada

¿Cuáles son los problemas que se pueden presentar al buen uso de la libertad? Estos pueden provenir de varias fuentes.

Primero de la misma inteligencia, pues hemos dicho que la libertad es la voluntad deliberada (iluminada por la inteligencia). Si la inteligencia ilumina mal, mal podemos usar nuestra libertad. Si en medio de la noche los faros de nuestro auto iluminan poco o nada, es probable que equivoquemos el camino y terminemos en un barranco.

La inteligencia puede iluminar mal por ignorancia, es decir, por no saber las verdades que son necesarias y que debería saber todo hombre para manejarse en la vida. Estas son las verdades propias de la ley natural (resumida en los diez mandamientos) y en un profesional, las verdades propias para ejercer como corresponde su profesión. Algunos ignoran por negligencia (pereza al momento de adquirir sus conocimientos) y otros voluntariamente (lo que es el peor de los casos) como quienes prefieren no averiguar mucho cómo son las cosas para obrar con más tranquilidad. Estos últimos no corren peligro de caer en un pozo; ya están en él.

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En segundo lugar la libertad puede estar complicada en su buen uso por la misma voluntad (que es la sede principal de la libertad). Esto ocurre cuando se han adquirido hábitos y costumbres pecaminosas. Voy a hablar sobre este tema de modo especial en otra charla; aquí baste con decir que los malos hábitos (los vicios) mantienen inclinada la voluntad a obrar mal. Se aplica con mucha razón lo que dice Nuestro Señor: el que obra pecado es esclavo del pecado. Ciertamente, los vicios esclavizan; nos tienen como encadenados a un modo de obrar malo.

En tercer lugar la libertad puede estar dificultada en su obrar por las pasiones o afectos desordenados. Estos pueden ser de muchas clases. Los que más influyen son dos: el miedo y la concupiscencia o malos deseos. El miedo ata a la persona, la paraliza, le impide actuar. El médico que tiene miedo de contagiarse difícilmente se expondrá a ayudar a pacientes infecciosos; el que tiene miedo del fracaso o de perder un puesto, difícilmente se jugará para decir la verdad o para defender un inocente.

La concupiscencia o deseo desordenado es una fuerte inclinación hacia un bien material o sensible; puede ser el placer sexual, la comida, la bebida, la droga, el dinero o el poder. Todo se perturba en la mente cuando uno vive desesperado por la comezón o picazón de estas cosas. Todos los propósitos caen por tierra para el atado por la concupiscencia.

Escuché una vez una canción folklórica de litoral que cantaba la suerte de un ave de canto muy triste –no recuerdo cuál era–, y la leyenda decía que había sido un muchacho que tenía la debilidad por los bailes; una noche teniendo su madre grave, salió para buscarle un remedio, pero pasó por un baile y no puedo resistir, entró y se puso a bailar. A media noche vinieron a decirle que su madre agonizaba, pero él no pudo dejar de bailar. Al terminar el baile su madre había muerto, y Dios lo castigó convirtiéndolo en ese pájaro que canta en los bosques con un canto de tristeza. ¡A cuántos no les pasa algo muy parecido!

También puede ser impedida la libertad por las enfermedades psicológicas; pero estos, no son más que impedimentos lejanos de la libertad, en el sentido de que poco podemos hacer por ellos desde la ética. En la medida en que más serias sean las patologías que una persona sufre, menor será su capacidad de usar su razón y por tanto menor será su libertad y la responsabilidad sobre sus actos.

No son los locos ni los enfermos los que ponen en peligro nuestra sociedad; al contrario, estos son los que nos dan la oportunidad de ser caritativos y misericordiosos; estos nos recuerdan que somos polvo y que nuestra alma, siendo tan grande y noble en el más enfermo de los locos como en el más grande de los santos, está atada por las

miserias de este cuerpo; ellos, nos enseñan que no somos Dios y que debemos aprovechar de usar bien lo que tenemos porque un día se marchitará en nosotros y nos encadenará como los encadena hoy a ellos. No son ellos los que nos llevan a la ruina sino los que son sanos en su cuerpo pero están enfermos de maldad en sus almas.

En cambio, la libertad sólo puede ser limitada por la violencia (es decir, de cualquier fuerza que venga de afuera de nuestra voluntad y vaya en contra de ella) sólo en lo más secundario: la acción externa. Por violencia pueden impedirnos movernos, pueden atarnos, pueden encerrarnos y hasta pueden abusar de nuestro cuerpo. Todo esto es serio y muy importante, pero respecto de la libertad no es lo más importante. Pueden meternos en un calabozo por ser cristianos, como ha ocurrido tantas veces en la historia, pero no pueden arrancarnos la apostasía de nuestra fe.

Pueden abusar físicamente de una joven, pero no pueden hacer que ella les dé el consentimiento para pecar contra su castidad. La libertad, en estos terribles casos, se muestra en toda su grandeza: hay un núcleo inviolable en nuestro corazón y nadie puede entrar allí salvo Dios. Respecto de este centro totalmente mío, bien vale aquello de “el honor no se roba, se regala”.

El gran don de la libertad

Volvamos a nuestro texto de Cervantes. Decía el Quijote a Sancho: “con ella (la libertad) no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”. Y es que en la libertad, es decir, en la capacidad de caminar nosotros mismos hacia nuestro fin, que es Dios, está la imagen que Dios ha puesto en nosotros. Pero como no tenemos uso infalible de nuestra libertad, también con ella podemos precipitarnos en el infierno. El abuso de la libertad es la mayor ofensa que hacemos a Dios; pues manchamos su imagen en nosotros. Los que han usado su libertad para el pecado, son como los que han construido imágenes de ídolos mudos a partir de las piedras sagradas de una iglesia.

“Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”, decía también el Quijote.

Como dice nuestro poeta Alfredo Bufano en uno de sus poemas más tristes y hermosos, la Elegía de un soldado muerto por la libertad:

Duro es morir en los juveniles años.Pero yo soy feliz porque lo hice por mi Patria,Y por algo más bello todavía:La libertad de todos los hombres de la tierra.Jugarse totalmente por la libertad significa jugarse por usar la libertad para hacer el bien y no ponerla nunca al servicio del mal. Quiere decir que debemos ser responsables. Capaces de responder por nuestros actos ante nuestra propia conciencia, ante la sociedad y ante Dios.

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El buen uso de la libertad

Usar bien la libertad consiste en cumplir todos los mandamientos de Dios. Estos son las leyes de la libertad. La ley moral (natural y divina) es educadora de la libertad. Los mandamientos no son leyes para limitar la libertad sino para canalizar la poderosa energía que nos da la libertad. El cauce de los ríos no coarta la libertad de las aguas sino que las guía y les hace convertirse en poderosos ríos.

Si las inmensas aguas que vienen por nuestros ríos no viajaran por esos profundos cauces no serían más que capa de agua muerta y estancada en una pradera. Es cierto que el cauce de un río lleva las aguas por un recorrido prefijado; pero eso no lo hace menos río ni menos noble. Ese es el recorrido por el que él muestra su bravura. Los mandamientos de Dios, es decir, los preceptos de la ley natural revelados también por Dios, no son simples límites de lo que no podemos hacer; ellos nos muestran los cauces de todo lo que podemos hacer y nadie puede dudar que nos muestran horizontes que se expanden más allá de nuestra vista.

Los mandamientos no son simples prohibiciones que nos vedan mentir al prójimo, herirlo, robar sus bienes o mirarlo como objeto de lujuria. Los mandamientos nos hablan del amor a Dios, empresa en que están comprometidos los miles de millones de ángeles y no podrán agotar en toda la eternidad; nos hablan de buscar la verdad, escribir sobre ella, defenderla, publicarla, y eso es tarea de cien vidas; nos hablan de defender y promover la vida, multiplicar el amor humano, el noviazgo y la familia, nos hablan de trabajar por la justicia, la castidad, la fe, de educar en la paz y de la alegría de servir a Dios. ¿Por qué los hombres sólo miran lo que no se puede hacer y son ciegos a todo lo que pueden hacer?

Las personas que miran los mandamientos de Dios sólo como lista de prohibiciones me parecen a un hombre que en medio de un verano agobiante compra un ventilador y en lugar de enchufarlo se sienta a mirarlo pensando: “esto no me sirve ni para ordeñar mis vacas, ni para hacer fuego, ni para cocinar, ni para viajar, ni para navegar en un lago; no me permite pescar, ni puedo escuchar música con él; no puedo usarlo ni para pintar, ni para cultivar mi campo, ni para cubrirme de la lluvia y del granizo”; a la postre pensará que hizo un pésimo negocio y vivirá amargado pensando en haber sido estafado… y agobiado para el calor, porque sólo se ha preguntado qué no puede hacer con él, pero nunca se preguntó qué podría hacer con él.

La física tiene sus leyes y la química tiene las suyas. Quien no conoce estas leyes no puede lograr ninguna de las cosas que puede hacer quien las maneja. No se puede lograr energía de

cualquier manera, ni manejarla, controlarla o aprovecharla de cualquier manera. Quien no conoce sus leyes puede incluso meterse en una trampa mortal.

También el espíritu tiene sus leyes. No podemos llevar el corazón por cualquier sendero, ni crece la vida espiritual de cualquier manera. Muchos de los que han querido burlar las leyes morales de la vida han visto cómo la misma naturaleza se venga muchas veces, incluso llevando a la locura a sus transgresores. (¿Cuántos deprimidos, insatisfechos y suicidas no han llegado a este estado queriendo vivir una vida sin ley? No todos, pero muchos).

La moral cuando nos enseña sus leyes no está entorpeciendo nuestra libertad sino enseñándonos las leyes de vida de la libertad. Sus leyes de crecimiento y perfección son las leyes morales.

Baste con lo dicho. No voy a exponer aquí los principios fundamentales de la moral, porque esto no es más que una introducción al problema. En los libros de moral los encontrarán y podrán estudiarlos para ser buenos profesionales. Es suficiente para nuestro propósito con que tomen conciencia de la importancia que tiene el uso verdadero y auténtico de nuestra libertad.

Por nuestros actos somos engendradores de nosotros mismos y responsables de lo que forjamos en nuestro interior. Decía admirablemente San Gregorio de Nissa: “Somos en cierto modo padres de nosotros mismos cuando, por la buena disposición de nuestro espíritu y por nuestro libre albedrío, nos formamos a nosotros mismos, nos engendramos, nos damos a luz” (San Gregorio de Nissa, Homilía 6 sobre el Eclesiastés, PG 44,702).

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LECCIONES DE ÉTICA PROFESIONAL

(IX. PROFESIÓN Y VIRTUD)

P. Miguel A. Fuentes

“Es necesario que en todo acto de virtud, o de pecado, se dé una deducción cuasi-silogística; sin embargo, de distinta manera silogiza el sujeto virtuoso (temperatus; es decir el virtuoso o casto en este ejemplo) y el vicioso (intemperatus –lujurioso en este ejemplo); y de una manera el continente y de otra el incontinente.

El virtuoso se mueve sólo según el juicio de la razón. Usa, pues, un silogismo de tres proposiciones, más o menos de este modo: ‘No hay que cometer ninguna fornicación. Este acto es fornicación. Por tanto no hay que hacerlo’.

El vicioso, en cambio, sigue completamente a la concupiscencia, por lo que también él usa un silogismo de tres proposiciones deduciendo de este modo: ‘Hay que gozar de todo lo deleitable. Este acto es deleitable. Por tanto, hay que

gozarlo’. En cambio, tanto el continente como el incontinente se mueven por doble vía: según la razón, a evitar el pecado; según la concupiscencia, a cometerlo. Mas en el continente vence el juicio de la razón, y en el incontinente, el movimiento de la concupiscencia.

De ahí que ambos usan un silogismo de cuatro proposiciones, pero llegando a conclusiones contrarias. Pues el continente silogiza así: ‘No hay que hacer ningún pecado’; y esto lo propone conforme al juicio de la razón; pero, según el movimiento de la concupiscencia reside en su corazón el principio de que hay que hacer todo lo deleitable.

Pero como vence en él el juicio racional, asume y concluye según el primer silogismo: ‘Esto es pecado. Por tanto no hay que hacerlo’. Pero el incontinente, en quien vence el movimiento de concupiscencia, asume y concluye según el segundo: ‘Esto es deleitable. Por tanto hay que hacerlo’ y este tal es el que peca por debilidad. Por eso es evidente que si bien conoce en universal, sin embargo, no conoce en lo particular; porque no asume según la razón, sino según la concupiscencia”.

(Santo Tomás de Aquino, De malo, q.3, a.9, ad 7).

Este es un texto maravilloso. Difícil para quienes no están acostumbrados al lenguaje de Santo Tomás, pero que asume, resume y supera las grandes intuiciones de Aristóteles y de toda la psicología de la antigüedad griega y romana respecto del tema de los hábitos (virtudes y vicios) y pasiones.

Cuatro personajes

Santo Tomás habla de cuatro personajes, en las que se pueden calificar todas las clases de personas que usan bien o mal de su libertad.

◦El temperatus que es el virtuoso, o sea, quien ha adquirido los hábitos de las virtudes (aquí se usa el ejemplo del casto, pero vale para cualquier campo, como la honestidad, la veracidad, la justicia, etc.).

◦El intemperatus que es el vicioso, o sea, quien ha asumido ya el comportamiento vicioso: el lujurioso, el envidioso, el goloso, el iracundo, el ladrón, etc.

◦Y el continente (continens) y el incontinente (incontinens). ¿Quiénes son estos dos personajes? (Aclaro que muchos no los entienden porque no comprenden el sentido que tiene esta palabra en Aristóteles y Santo Tomás –o mejor: en Aristóteles traducido por Santo Tomás, pues Aristóteles escribió en griego).

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Estos dos personajes –que puede ser la misma persona en situaciones diversas, y por tanto un solo y mismo personaje– es aquella persona que en un ámbito concreto de la vida (los placeres del sexo, el campo de la verdad, el respetar los derechos del prójimo, etc.) no tiene la virtud que lo perfecciona (por ejemplo, no tiene el hábito de la castidad o pureza) pero tampoco el vicio que lo deteriora (por ejemplo la lujuria o impureza).

(Recordemos que las virtudes y los vicios son hábitos, es decir, cualidades estables en el alma, que se adquieren por lo general por repetición de unos mismos actos, hasta que se crea en el alma –y/o también en los apetitos y sentidos sensibles– una especie de huella acompañada de cierto mecanismo instintivo que nos hace tender a obrar siempre del mismo modo).

Cómo usan su libertad

Observen la distinta actitud de unos y otros cuando hay que obrar o usar la libertad. La diferencia la notamos primero en su conciencia (donde se toman las decisiones o se hacen las elecciones) y luego en sus actos externos (que son consecuencia de sus decisiones interiores, es decir, del uso de su libertad; aunque a veces puede suceder que una mala decisión interior no se manifieste exteriormente por causas ajenas; por ejemplo, quien decide cometer un asesinato pero la víctima se le muere antes por causas naturales; el homicidio ha sido cometido pero solo en el corazón; estos son los que habla el Señor que adulteran ya en el corazón). No olvidemos, para entender, esta extraordinaria radiografía psicológica de Santo Tomás, que en nuestro interior hay dos fuentes de principios: una natural y otra en parte natural y en parte fruto de nuestra corrupción.

Fuente natural

La natural es nuestra razón. Nuestra inteligencia puede captar la realidad, conocer nuestra naturaleza y las cosas, y captar de este modo lo que está bien y está mal. Está bien lo que perfecciona nuestra naturaleza como un todo (en es decir, íntegramente, y no solo una parte); está mal todo lo que destruye o corrompe nuestra naturaleza (ojo: aunque perfeccione una parte de ella, como el ejercicio del sexo entre un hombre y una mujer que no es su esposa: esto puede dar una perfección material a su deseo de placer o descarga física; pero destruye su capacidad de sociabilidad traicionando la fidelidad a su esposa si es casado, a su prójimo al usar la mujer que no le pertenece, a Dios, a los hijos que pueden surgir de una unión adulterina, etc.).

Esta primera fuente de principios la llamamos recta razón y los principios que ella descubre de forma natural es la ley natural grabada por Dios en nuestra alma al crearnos de una manera particular. Esta ley es análoga a las instrucciones

de uso que cualquier cosa que fabrica el hombre trae para indicar el uso correcto de la misma; si se la usa de otra manera se destruye. También el hombre tiene instrucciones de uso, si podemos usar este lenguaje un poco utilitarista.

Fuente mixta

La fuente que es en parte natural y en parte causada por nuestra corrupción son los principios de nuestros deseos desordenados. En parte son naturales, porque, hasta cierto punto, no son otra cosa que la expresión de las inclinaciones naturales, pero tomadas aisladas de todo que es el hombre. Que el sexo es placentero y da regocijo no es algo falso; eso lo expresa nuestro apetito concupiscible o apetito de placer.

Que la comida también es placentera tampoco es falso; por lo mismos motivos. Que es bueno abatir aquello que intenta dañarnos, también, etc. Pero –importante pero– no somos solo sexo, ni solo estómago, ni solo una sustancia que quiere seguir viva. Somos hombres y mujeres, es decir, totalidades unificadas, universos en miniatura, donde se encuentran dimensiones que son físicas, psicológicas, emocionales y espirituales, individuales y sociales. Por tanto, hay que saber también que a veces la comida, siendo buena, puede hacerle mal a mi todo (como a un hipertenso que no debe comer sal, o a un gordo que no debe comer chocolates), y el sexo siendo bueno en sí, puede hacerle a veces mal a mi todo, como cuando me haría transgredir una promesa de castidad que hice libremente, etc.

El pecado original introdujo un descalabro en toda la naturaleza humana, de tal modo, que cada potencia del hombre hace una revolución erigiendo a su objeto perfeccionante como un absoluto. Nuestra naturaleza es como un país en que se alzan de pronto cincuenta bandos en rebelión, donde cada uno de ellos quiere poner como presiente o rey a su caudillo. El resultado es la anarquía. Si no interviene un principio que devuelva el equilibrio el país –o el individuo– se desintegran. En nosotros el apetito genésico grita: ¡viva el sexo y el sexo al poder!, el apetito de gula: ¡arriba las mollejas y las morcillas!, el apetito de beber: ¡viva el vino y el agua para regar las plantas!, etc. En el orden social esto da por resultado un baño de sangre; en el individual, una sala de terapia intensiva, un centro de diálisis y un cementerio.

Dominio y desgobierno

La razón puede mantener un cierto dominio, pero no sola por mucho tiempo. Necesita crear hábitos que restablezcan el orden de modo permanente y garanticen el uso ordenado de nuestras potencias, para poder tender con todas ellas a la perfección.

Esas son las virtudes. (Atención a esto: la necesidad de los hábitos buenos –virtudes– no está

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indicada por el desorden de nuestras potencias –pecado actual y original– sino que son el modo natural de obrar de la naturaleza –el pájaro desarrolla desde los primeros días de vida hábitos mecánicos para poder volar, el pollito para comer, etc.– solo que la corrupción de nuestros vicios aumenta la necesidad de estos hábitos). La naturaleza corrompida por el pecado también crea sus hábitos que perpetúan en nosotros las tendencias corrompidas: son los vicios. Y están los que no tienen ni unas ni otros, al menos por un tiempo.

Así tenemos:◦Al virtuoso: ha logrado que la razón –gracias al hábito virtuoso– gobierne en su persona. Por eso la voz de sus concupiscencias desordenadas –que nunca deja de escucharse– sea una lejana invitación al mal, sin gran relevancia. Por eso dice Santo Tomás que cuando tiene que tomar decisiones, en momentos de tranquilidad o de tormenta (tentación) razona con un razonamiento (silogismo) de tres proposiciones: No hay que mentir (proposición de la razón garantizada o afirmada por el hábito virtuoso); esto que me yo tendría que hacer para obtener este beneficio es una mentira. Entonces, renuncio al beneficio pero no miento y punto.

◦ Al vicioso: en él la voz de su razón sigue sonando, pues no se puede acallar totalmente la voz de la conciencia (gracias a Dios), pero está muy amortiguada (e incluso podría estar encallecida por el mal) y sólo escucha los discursos de sus malos principios (dictados por sus vicios). También realiza prácticamente en todo tiempo un silogismo de tres proposiciones: Hay que meter la mano en la lata siempre que se pueda.

Ahora que nadie nos ve es el momento ideal para meter la mano en la lata. Por tanto, ¡a la lata! Terminará en el cementerio, como todos los necios, y en la segunda muerte que es peor que la primera, como dice San Juan. Pero mientras tanto, creerá zonzamente que es lata es su cielo. Estos sufren mucho ya en esta vida, como tenemos experiencia con todos los adictos al sexo, a la droga, al alcohol, al consumo, al juego, al poder, a la mentira, etc. ¡Que digan ellos si no sufren! Tengo cartas desgarradoras de muchachos y muchachas adictos, que no me dejan mentir.

◦ Y tenemos al continente y al incontinente. O sea, al que ni adquirió la virtud ni todavía lo domina el vicio. Este siente las dos voces que le gritan: la de la razón que le indica dónde está el bien, y la del corazón mal inclinado que le indica donde está el placer pasajero. En su cabeza pasan constantemente razonamientos de cuatro proposiciones (o sea, vive en una lucha constante): los dos primeros (el de la razón y el de la concupiscencia) que pelean entre sí (“esto es pecado”; “sí es pecado pero es divertido o me da placer”). ¿Cuál triunfará? Unas veces uno y otras el otro. ¿Cuándo triunfa el juicio de la razón? Cuando

las cosas no se presentan imprevistamente y ¡Dios nos manda una ayuda extra!

En estos casos, si se sigue finalmente el juicio de la razón (a veces después de una lucha agotadora; otras no tanto) a esta persona la llamamos continente (porque se ha contenido dentro de los límites de la razón). En cambio, cuando la cosa se presenta de modo imprevisto, sin dejarnos pensar mucho, o las cosas están turbias y es difícil razonar, la cabeza se nos va detrás del corazón y como el corazón no es buen guía, terminamos en el mal camino. Este es el incontinente. Y si esto se repite (como a menudo sucede si no se pone uno a buscar con firmeza la virtud) el incontinente al poco tiempo termina siendo un vicioso más.

Esta misma verdad podría iluminarse con el mito de Giges que describe Platón en La República (359d-360b) en donde relata la leyenda del pastor Giges quien estaba al servicio del rey de Lidia (Cf. Buela, Alberto, El mito de Giges, Rev. Arbil n. 87).

Un día un temblor agrietó la tierra y Giges bajando por la griega termina por encontrar un anillo de oro del cual descubre luego la propiedad de que girándolo en su dedo lo vuelve (al que lo usa) invisible. Giges se hace enviar en una embajada al rey, y aprovechando de la invisibilidad que le proporciona su anillo seduce a la reina, asesina al rey y se hace coronar en su lugar. Glaucón, quien cuenta el caso, quiere sostener con esto que los hombres son justos sólo porque no tienen la posibilidad de practicar la injusticia impunemente; cuando se les presenta (como a Giges) también se vuelven injustos.

De aquí la filosofía griega elaborará un concepto auténtico en el que se distingue con claridad entre un “buen hombre” y un “hombre bueno”; el buen hombre es el que no hace el mal por razones secundarias (como el no poder hacerlo impunemente –miedo al castigo; o timidez, o lo que sea) y coincide en parte con nuestro “continente”; el hombre bueno es el que tiene arraigada la virtud y no hace el mal aunque pueda hacerlo sin ser castigado; y este es el virtuoso.

Éste es, para mí, uno de los puntos más importantes de la ética profesional. Si nuestros profesionales no toman conciencia de que ser virtuosos no es un lujo sino el único modo de ser humanos, entonces todo lo demás que digamos no tiene sentido. Si un profesional cree que ser virtuosos es mojigatería, beatería o debilidad, todo esto no es para él. Pero cuidémonos de él, porque aunque sea médico, profesor o farmacéutico, piensa igual que los ladrones, los homicidas y los infieles. El virtuoso no se arrepiente de serlo. Los que no lo son, pueden hacer que todos los que lo rodean se arrepientan de haberlo conocido.

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LECCIONES DE ÉTICA PROFESIONAL

X. PALABRAS CONCLUSIVAS

P. Miguel Angel Fuentes

salustri-carlo-alberto-triluss-disegni-umoristici-e-caricatur-1501784En su fábula El bar de la ilusión (Bar de l’illusione) el poeta romanesco Trilussa (Carlo Salustri) presenta a la Ficción y al Engaño como dos taberneros que venden en su bodegón, atendido por el Mago y la Bruja,

“Sueños. Producción casera.

Esperanzas garantizadas por un año”.

Y describe una enorme muchedumbre de hombres y mujeres que hacen fila para beberse su copa de fantasías y anhelos, porque –nos dice el trovador–, todos los hombres necesitan aspirar en la vida, aunque más no sea, a una ilusión fingida.

El hombre no puede vivir sin ideales, es decir, sin algo que le señale ruta, dirección y sentido a su vida. Y se forjará ideales aunque sean falsos o recibirá los que les repartan en los bodegones de “cultura”. Y cuando ni aun esto logre, quedará paralizado, se experimentará sin sentido y sin rumbo, y le sobrevendrá el vacío espiritual –y a veces la no tan peregrina idea de un escape hacia el suicidio silenciador.

A las páginas que concluyo con esta reflexión quizá les quede demasiado grande el título de “ética para profesionales”, e incluso el más modesto que he ensayado de “lecciones de ética”; sin embargo, aunque no sea más que una aproximación al tema, considero que aquí están planteadas las cuestiones fundamentales que enfrenta el profesional y el que se alista a serlo. Todo lo demás que puedan ofrecerle desde una impecable cátedra, será tecnicismo, importante por cierto, pero de una importancia derivada y secundaria.

Sin los grandes pensamientos, que se sintetizan en los que aquí he recordado, asistimos a ese espectáculo que hacía reflexionar con amargura,

en una carta triste escrita poco antes de morir, al fino observador que fue Antoine de Saint-Exupery:

Hoy estoy profundamente triste. Estoy triste por mi generación, que se encuentra vacía de toda sustancia humana. Odio mi época con todas mis fuerzas. El hombre en ella muere de sed. ¡Ah!… no hay más que un problema, uno solo en el mundo: devolver a los hombres un sentido espiritual, inquietudes espirituales… No es posible seguir viviendo sin poesía, sin color, sin amor… Sólo hay un problema, uno solo: volver a descubrir que existe una vida del espíritu, más elevada aún que la vida de la inteligencia, la única que satisface al hombre… Lo propio de nuestra época es que el ser humano carece ya de sentido… Nos han cortado los brazos y los pies y después nos han dejado en libertad de caminar. Odio esta época en la que el hombre se ha convertido en… un ganado manso, educado y tranquilo… (Es) el hombre robot, el hombre hormiga, el hombre oscilante del trabajo en cadena… El hombre castrado de todo su poder creador… El hombre al que se alimenta con cultura de fabricación, con cultura standard, como se alimenta a los bueyes con alfalfa. Ese es el hombre de hoy… Rectos, nobles, limpios, fieles, ¡sí!, pero también terriblemente pobres. ¡Tendrían tanta necesidad de Dios!

Cuando no se plantean –y solucionan– los problemas que hemos enfrentado en estas páginas, los hombres y las mujeres que abrazan una profesión, estrujan junto con ella li decotti der Mago e de la Strega (los brebajes del mago y de la bruja) que le venden campechanamente en la bottega de la moderna universidad irreverente y eclipsada.

Vaya, pues, este modestísimo aporte, como intento de preservar tantas promesas encerradas todavía en los corazones de muchísimos jóvenes de nuestra patria.

FIN DE “LECCIONES DE ÉTICA PROFESIONAL”

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