La Palanca 15

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1 LA PALANCA # 15 INVIERNO 2010

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Arte: Balam Bartolomé. Textos: Vicente Alfonso, Marina Porcelli, Gaby Torres, Julio Romano, Balam Bartolomé, Mauricio Salvador, Azucena Galettini, Debret Viana.

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1 LA PALANCA # 15 INVIERNO 2010

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Presentación:

Índice:

5. 7. 12. 16. 18. 24. 31. 35.

# 15 INVIERNO 2010LA PALANCA

Estamos convencidos que el cuento es el espacio perfecto para construir una lectura de la realidad. Su naturaleza mudable lo aproxima a las especies camaleónicas. Quisiéra-mos arrojar una definición: el cuento es un estilo. La tradi-ción latinoamericana lo demuestra por la intrépida variedad de sus voces.

El número 15 de LA PALANCA intenta dar fe de esta idea, poniendo ante los ojos del lector, un muestrario disperso de ficciones que apuestan por una personalísima manera, otra forma de contar.

La intención fue juntar a un grupo de narradores recien-tes, cuyas propuestas no sólo apuesten por la invención de una historia sino que indaguen en las posibilidades de la escritura del cuento. Aunque parezca una obviedad: ir más allá de lo anecdótico implica un lance estilístico difícil de consignar. No pretendemos experimentos narrativos sino cuentos que procuran exigirle al lector una complicidad ma-yor para afrontar y entregarse dichosamente a la tensión, la hilaridad, la pesadumbre, el absurdo, el humor ácido, la profunda complejidad de lo cotidiano.

Otra forma de narrar viene a cuento en este número, por-que el arte ha sido preparado por el artista visual Balam Bartolomé, quien presenta un conjunto de trabajos cargados de motivos culturales que proponen otra manera de captar, comprender y contar la realidad.

Agradecemos a Geney Beltrán, quien coordinó la realiza-ción de este número. Y sin más por decir, aquí comienza el cuento.

Latitud 32. Crónica de un lugar muerto.Las posibilidades del verde.Sobre la nieve.Revés. Brumas. Fuegos artificiales.Ex.

Vicente AlfonsoMarina Porcelli

Gaby TorresJulio Romano

Balam BartoloméMauricio Salvador Azucena Galettini

Debret Viana

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Consejo de colaboradores:Geney Beltrán Félix

Jair Cortés Daniel FragosoDavid MaawadJoan M. Puig

Alberto Tovalín

Agradecemos profundamente el apoyo y entusiasmo para la realización de este proyecto:

Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de HidalgoLourdes Parga Mateos

Sergio Aranda

Trico PachucaPedro Liedo

Jaime Lavaniegos

MexlinePablo GalvánLuis EstradaPaola Díaz

Myriam Novoa

Preparatoria Elise FreinetBlues Rivera

LA PALANCA se terminó de imprimir en diciembre de 2010 en los talleres de: Proveedora de Impresos Gutenberg S.A. de C.V. Plaza de las Américas, núcleo C. Local 12, altos.

Fracc. Valle de San Javier, cp. 42086. Pachuca, Hgo. Para su composición se utilizaron tipos de la familia Century Schoolbook.

La tipografía y el logotipo de LA PALANCA son BD PLAKATBAU del Buro Destruct: www.typedifferent.com

Para consultar las referencias de nuestros colaboradores y otros contenidos:

LA PALANCA en línea: www.lapalancax.blogspot.com

El contenido de los artículos y el arte es responsabilidad de sus autores.Todos los registros en trámite.

Para más información sobre la obra de Balam Bartolomé:www.balambartolome.com

Portada: Balam Bartolomé, La bandera, tempera / collage / tinta, 2010

LA PALANCAEdición: Diego José. Arte y diseño: Pablo Mayans.

m i n aeditorial

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Latitud 32

Vicente Alfonso

Sé que atravesarás en taxi las calles del cen-

tro. Algunos comercios comenzarán a cerrar

y las banquetas estarán cubiertas de basura,

de hojas secas. El auto doblará por una aveni-

da amplia, probablemente 18 de julio, y reco-

nocerás en el horizonte la silueta del edificio

contra el cielo nublado. A lo lejos, como un

rumor apenas, escucharás al Río de La Plata

estrellarse contra el malecón. Al principio con

curiosidad contemplarás el enorme edificio re-

matado por una antena de telecomunicaciones.

Pero conforme estés más cerca, un escalofrío te

recorrerá la espalda: sí, es muy parecido. Con

esfuerzo bajarás la ventanilla para ver mejor

y un ventarrón húmedo te despeinará. Le pe-

dirás al taxista que se detenga. Preguntarás

si sabe qué hay en el edificio. «Creo que sólo

oficinas y departamentos», será su respuesta.

Lléveme para allá en vez de ir al hotel, pedirás.

Tu voz se oirá un poco alterada, con los nervios

habituales del turista que acaba de atravesar

el mundo a bordo de un avión. El chofer te mi-

rará con desconfianza por el retrovisor, como si

evaluara los riesgos de cambiar el destino del

viaje. Será tal vez porque hay gente que sue-

le atribuir un carácter violento a los hombres

que sólo tienen una mano. Sus ojos seguirán

tus movimientos por el retrovisor, pero a fin de

cuentas cumplirá tu orden.

Volverás a clavar la vista en el edificio desde

la ventanilla; la construcción parecerá crecer

a medida que el vehículo avance por la aveni-

da. Doscientos, quizá trescientos metros más

adelante te dirás que es aún más grande, que

puede ser incluso del mismo tamaño que el

lugar en donde vives en Los Ángeles. La llu-

via arreciará y gruesos goterones resbalarán

por el parabrisas. Pagarás en cuanto llegue el

taxi, bajarás. Algunas personas con abrigo se

refugiarán de la lluvia bajo el toldo en la en-

trada. A pesar del frío y del agua las verás con

extrañeza, porque no acabarás de hacerte a la

idea de que mientras allá es verano, es invier-

no en este lado del planeta.

La puerta principal del edificio estará abier-

ta. Decidirás pasar. Verás que la planta baja

está distribuida en espacios amplios, bien ilu-

minados. Caminarás por el pasillo hasta el

pie de la escalera de mármol con barandal de

metal. Te sentirás estúpido. De pronto te pre-

guntarás qué haces allí, al otro lado del mundo,

en la planta baja de un edificio en una ciudad

donde nunca habías estado. Darás media vuel-

ta con la intención de salir y pescar otro taxi.

Entonces escucharás que alguien te llama.

«¿Cómo le va, señor? Dirá el conserje, ¿Qué

tal sus vacaciones? Tiene correspondencia».

Desconcertado, tomarás los sobres que el hom-

bre extenderá hacia ti. Verás la sorpresa en la

cara del hombre cuando éste se dé cuenta de

que sólo tienes la mano derecha. Y a ti te extra-

ñará ver tu nombre escrito en todos los sobres.

Pensarás de inmediato que debe tratarse de

una confusión, de una broma o tal vez de una

sorprendente coincidencia, intentarás expli-

carlo ante el empleado, pero antes de que pue-

das decir algo te darás cuenta de que el hombre

ya se ha ido. Tus ojos volverán a posarse en tu

nombre escrito en esas cartas.

Guiado por la dirección impresa en los so-

bres, subirás al cuarto piso y llamarás a la

puerta del 404. Insistirás tres o tal vez cua-

tro veces, pero nadie abrirá. Aprovecharás la

pausa para sacudirte el agua del pelo. Volve-

rás a llamar después de unos minutos. Enton-

ces recordarás la pregunta del portero: ¿qué

tal las vacaciones?, y concluirás que el due-

ño de aquel departamento salió de la ciudad.

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Lástima, dirás en voz baja. Hubiera sido inte-

resante conocer a alguien que se llama igual

que tú pero que vive del otro lado del mundo.

Con gesto resignado deslizarás los sobres bajo

la puerta y comenzarás a caminar rumbo a las

escaleras.

Te detendrás unos metros más adelante.

Girarás tu cabeza hacia la puerta del 404 y ob-

servarás las macetas que adornan el corredor.

Volverás sobre tus pasos y decidirás levantar

una, sólo una antes de irte: no optarás por la

más pequeña ni por la más grande, sino por

una coronada por una mata de jazmines se-

cos. Allí estará la llave. La puerta no abrirá

al primer intento, pero seguramente probarás

cargando un poco el peso de tu cuerpo sobre la

cerradura; entonces escucharás el arrastre de

hierros que indica cuando ha cedido el pasador.

Entrarás a la propiedad sin hacer ruido y

adentro todo estará oscuro. Avanzarás enton-

ces con pasos inciertos y por reflejo lanzarás un

manotazo hacia la pared de la derecha. Des-

pués de palpar unos momentos el vacío te sor-

prenderá que tus dedos topen con un interrup-

tor enclavado en la pared del lado izquierdo,

te sorprenderá también que la luz se encienda

y que te baste un vistazo para sentir que has

regresado a tu hogar. Verás el escritorio de ce-

dro, el librero atiborrado, las fotos de Marilyn

con marcos rústicos, el mueble con los discos y

hasta la Rémington de los primeros años ador-

nando la mesa de centro de la sala. Un enorme

espejo al fondo lo duplicará todo. Tu sorpresa

será tal que tus ojos saltarán de un rincón a

otro mientras el vértigo anida en tu cabeza.

Sentirás que el aire te falta e irás a la ven-

tana, correrás la persiana y abrirás el postigo

hasta sentir que un aire acuoso se estrella con

tu cara. «No puede ser», dirás, «esto no puede

ser». La vista de la rambla te hará recordar

el paisaje que ves cada tarde cuando llegas a

casa: la playa de Long Beach. Tratarás de con-

vencerte de que no son tan parecidos, de que

éste es el Atlántico y allá ves al Pacífico.

Irás entonces a las demás habitaciones y

en cada una hallarás detalles imposibles: un

gato de cerámica comprado en el barrio chino,

la colcha azul tendida sobre una cama de sol-

tero empedernido, la colección de vinos en la

alacena baja.

Volverás al estudio. Observarás un retrato

junto a la computadora, una foto que te recor-

dará tu viaje a Alaska. Tendrás que levantarla

para convencerte de que no eres tú quien sale

en esa foto. Porque el hombre que verás allí

será manco como tú, pero él sólo tendrá la mano

izquierda, como si fuera tu imagen duplicada

en un espejo. Verás la nieve, el hielo, y sacarás

del marco la fotografía. Atrás, con mala letra,

hallarás esta frase: Patagonia, verano 2002.

Irás al escritorio, verás en el espejo cómo el

miedo parece desbordarse de tus ojos. Alzarás

el teléfono, sostendrás el teléfono entre el hom-

bro y el mentón y marcarás el número de tu

departamento. Yo estaré en California, será mi

voz la que oigas. Ba

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Crónica de un lugar muerto

Marina Porcelli

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Ahora la botella vuelve a rodar entre los

asientos, vuelve a desplazarse a medida que

el bus entra y sale de las curvas, arrastran-

do mientras gira su sonido monótono de vidrio

que oscila, que empieza de nuevo tan apagado

al chocar contra algún borde metálico. Hace

un momento, nada más, la mujer se colocó el

echarpe sobre los hombros. Ahora, separando

las manos de la tela, ha cerrado los dedos sobre

el cordón de la cortinita abierta y el brazo ha

quedado colgando, incómodo, así. Como prefie-

re no enfrentar la luna que desnivela su reflejo

en el vidrio, se limita a torcer la cara y apoyar

la mejilla. El contacto frío no la inquieta. Ella

sigue oyendo ese rumor perpetuado, un con-

tinuo ir y venir que parece desgastar el aire

tajado por las ventanillas y que sólo dejará de

oírse, y que ella sola dejará de oírlo, cuando el

bus se encauce en la última bajada de la mon-

taña, llegue más adelante a un pueblo de ruta

y se detenga, por segunda vez desde que em-

pezó el viaje.

Hace un momento, también, un llanto ha

comenzado detrás del asiento de la mujer del

echarpe. Desgranándose con la alteración

de cada curva, el llanto de la vieja intenta

desafiar la violencia del paisaje. La mujer del

echarpe ya no quiere mirarla. Está hundida

en el asiento, con los dedos duros de frío, los

ojos cerrados. Que deje de llorar, por favor, es

lo que piensa. Que la hará llorar a ella tam-

bién. Si por lo menos se animara a hablar con

el muchacho recostado en el asiento paralelo al

de ella, porque todos los demás parecen dormir

hamacados por el vaivén del ómnibus, en tanto

la botella continúa con su movimiento, cerrán-

dolo sobre sí mismo, con su sonido perturbador.

Por eso la parada llegará como una especie de

alivio. Allá lejos, no bien el bus alcance la baja-

da amplia de la montaña y se interne a través

del valle desplegado de golpe, se descubrirán

las luces lúgubres de un pueblo. Una hilera de

tiendas frágilmente levantadas que ofrecerán

sus mesas, chicos que se acercarán a ellos con

pequeñas bolsas llenas de coca-cola o baldes de

fruta. El chofer, entonces, encenderá las luces

del pasillo. Las cabezas se asomarán entre los

asientos, despertándose. Alguien preguntará

dónde estamos y la pregunta quedará en el

aire, sin respuesta. Este lugar está cargado de

muerte, va a pensar la mujer del echarpe. Con

lentitud se pondrá de pie y bajará despacio.

Como si equívocamente se liberara, por última

vez desde que empezó el viaje.

uno

Tal vez, si el color de la tarde de Coroico no

hubiera sido tan claro, al punto de mostrar el

pueblo como cubierto de cal, o si el chillido de

los pájaros, arriba, no la hubiera perseguido

al bajar por la calle de Los Rosales hasta el

número 27, la mujer, en vez de miedo, habría

sentido la ansiedad de volver a ver a su her-

mano. La cara de la muchacha, aparecida en

la puerta del caserón de inquilinato, tampo-

co consiguió calmarla. La chica tenía los ojos

muy pintados, de un violeta profundo hacia

los costados de las cejas, como si dos alas de

mariposas se le hubieran incrustado sobre los

párpados. Leandro le había escrito acerca de

esa chica llamada Julia, de la que la mujer co-

nocía ahora el sonido ronco de la voz, bajo en la

soledad de la tarde, y su modo extravagante de

ponerse maquillaje. No se saludaron. El alien-

to de la muchacha rozó con aspereza la cara de

la mujer cuando dijo que Leandro ya le había

anunciado que vendría. Después, con un gesto

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que al comienzo resultó indeciso, le pidió que

la siguiera.

Atravesaron un patio de baldosas sucias.

Junto a la pared del fondo, un perro negro hus-

meaba un pañal. A unos metros de la pileta de

lavar la ropa, un charco de agua se derrama-

ba bajo los caños. La muchacha se había dete-

nido frente a la única puerta abierta y ahora

de nuevo comenzaba a hablar. Pero esta vez,

aquello levemente intuido al no ver de inme-

diato a Leandro, aquello que armonizaba per-

versamente con el patio, y sobre todo, con ese

pájaro de pechera blanca que había planeado

con suavidad sobre las baldosas, que había

dado uno, dos saltos, y se inclinaba sobre el

agua sucia; aquello se fue plasmando en la voz

de la muchacha hasta cobrar forma.

—Está muerto, Vera —dijo por fin.

Y su cara fue severa de golpe, su mirada

muy tiesa.

La palabra muerto había quedado ahí, entre

las dos, palabra que terminó de desencadenar

el miedo de la mujer y le provocó la situación

absurda de quedarse de pie, sin moverse, con

un gesto asustado, inútil.

Ya dentro de la habitación, la mujer conti-

nuaba inmóvil. Sus ojos evitaban las sábanas

con el cuerpo tendido. Se desplazaron, en cam-

bio, sobre los pedazos de un espejo roto junto

a las botellas de cerveza en el piso, sobre la

ropa revuelta a un lado, la pipa de tubo an-

gosto y largo con olor a marihuana. Y durante

un segundo, también, sobre algo que la mujer,

ahora, no quiso volver a mirar. En la ventana,

sin embargo, había descubierto la luna que fue

trepando al cielo del atardecer hasta quedarse

quieta. Había leído el cartel junto al marco,

figura tiawanaku, mujer desnuda en movimiento,

aunque rígida en su esplendor salvaje, símbolo ominoso, casa de sueños,

y había sentido, por la oscuridad carga-

da sobre la silueta de Julia en la silla, que

estaba presenciando un ritual privado al que

ella no pertenecía. Por eso no quiso acercarse

a la cama. Era mejor estar así, como muerta

ella también, con la garganta seca, la meji-

lla marcada apenas por haberse apoyado so-

bre el alambre tejido de la ventana, los dedos

manchándose de óxido, que aceptar lo que se

mostraba con mayor nitidez ahora. La verdad

de esa chica fumando en silencio, el olor a en-

cierro, a grasa y a marihuana, mezclado con

el chillido de los pájaros aturdiéndolas desde

el techo. Y la mano de Leandro. Abandonada

con descuido a un costado del cuerpo. Imposi-

ble acercase a un cuerpo así. Lánguido y ago-

tado de muerte. La mujer no había querido

arrimarse a la cama, se acercó, sin embargo, y

dio dos pasos. Pero sólo alcanzó a observar esa

mano que no se parecía en nada a la otra, la

mano de antes. La chica no levantó la cabeza

al oírla salir. No dijo nada. Y la mujer tampoco

se animó a volver la cara.

Una hora después, la mujer se estremeció.

El dedo de un soldado había tocado su hombro

desnudo. Un gesto gratuito, aunque delibera-

do. El hombre estaba de pie frente a ella, con

la garibaldina desabrochada por el calor, so-

bre la única calle de empedrado que hacía de

plataforma en Coroico. Él miró hacia un lado,

hacia el ómnibus lechero destartalado y verde

con cartel de “La Paz”, y después le habló a la

mujer.

—A dónde va, amiga —dijo, no lo preguntó.

La planilla se aplastaba bajo su axila. Por

un segundo, la mujer creyó que no iba a devol-

verle el pasaporte y sin embargo, el hombre

acabó de estirar el brazo y se lo alcanzó.

—A La Paz —contestó ella.

Aunque daba lo mismo, ¿a qué otro lugar

podía irse dentro de ese ómnibus? Viajar de

Buenos Aires al norte de La Paz para ver a

su hermano. Llegar a Coroico durante la tarde

y ese mismo atardecer bajar nuevamente a la

ciudad, como si no supiera a dónde ir. O mejor:

como si diera lo mismo, realmente, a dónde ir.

—A qué —dijo el soldado, con cierto aire de

fastidio, y después agregó—, mucha gente se

llega a la ciudad para esta época.

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La mujer hizo un gesto. Murmuró rápida-

mente la palabra vacaciones mientras guarda-

ba el documento en la cartera. En la planilla,

quedó su nombre estampado, la fecha y una

pequeña firma: Vera Balmoros, 5 de abril. Y

esa madrugada, veinticuatro horas cumplidas

desde la muerte de Leandro, ella estará como

fugándose, mucho más tranquila que ahora,

metida en el fondo de un ómnibus que dará

toda una vuelta por el este, antes de llegar a

la ciudad. El rumor esmerilado de la botella

habrá comenzado. También se oirán los ruidos

de un hombre que masca tabaco, junto a la vie-

ja, sentados detrás de Vera, mientras el bus

se va internando entre las montañas salvajes,

monstruosamente reales por la oscuridad de la

noche. Entonces de nuevo ella pensará esto es

absurdo. ¿Qué le quedaba ahora? Una carrera

hecha a los apurones. El recuerdo de un hom-

bre y de una relación que no había funciona-

do. Un hermano muerto. Algo que Vera había

sentido como el refugio último que no iba a

desarmarse y que se partía ahora para dejarla

sola, lejos de todo lo que supo o creyó que podía

sostenerla. Por eso lo único que necesitaba era

irse. Separarse rápidamente del soldado y ca-

minar hasta el chofer del ómnibus que, de pie

frente a la baulera abierta, va a entregarle un

boleto a “La Paz”.

dos

Llegarían a las seis de la mañana, fue todo lo

que le dijo el chofer, sin mirarla. Vera, recos-

tada contra la ventanilla, observaba la escena

que se desarrollaba abajo. Un hombre de bigo-

tes blancos, con los zapatos destrozados, discu-

tía con el conductor. Sus manos se aferraban

a una canasta para impedir que la guardara.

Un grupo de gallinas se apretujaba dentro, or-

denadas en ronda y sujetas por elásticos, los

cuellos trepidaban como hojas secas al fuego.

Los dos hombres se quedaron tensos, uno fren-

te a otro, la canasta al medio. Después, el óm-

nibus tembló levemente cuando el chofer cerró

la baulera. Vera se alisó el pelo con el canto de

la mano. Un muchacho pasó por el pasillo bus-

cando su número de asiento y, detrás, entró el

hombre de bigotes blancos.

—Se me van a morir —dijo señalando la

baulera.Ba

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Mientras tanto, Vera tiene el echarpe sobre

las rodillas. Sus ojos esquivan su cara en el

vidrio. Se siente agitada frente a la ladera y

frente al esbozo de nubes, arriba, que pronto

se abrirán mostrando la luna,

mujer desnuda en movimiento,

diosa causante de

muertes repentinas,

pero para Vera, el frío cuerno de la luna,

un dibujo intacto cristalizando en el hueco de

una ventana, que recuerda la muerte de su

hermano.

—Documentación, amiga.

La luz de la linterna la trasladó nuevamen-

te a la realidad del ómnibus. Se habían deteni-

do y a pesar de que Vera quedó enceguecida un

momento, logró distinguir, detrás de la luz, los

ojos de un soldado joven y las señas para que

le entregara el pasaporte. El soldado sonrió al

devolvérselo.

Con la cara pegada al vidrio —el vidrio em-

pañado a unos centímetros de ella le indicó que

la vieja también seguía los movimientos de

afuera—, Vera vio al hombre de bigotes blan-

cos de pie contra uno de los lados del bus. Vio

que estiraba el brazo y alcanzaba el documen-

to. Otro soldado, mientras tanto, había dejado

la luz de la linterna clavada sobre el hombre.

La línea amarilla empapaba la cabeza descu-

bierta del campesino, mostraba el pelo más

adherido a la cara. Después, la linterna descri-

bió un ángulo y quedó plantada sobre el papel.

El hombre dio un paso hacia la luz. Una de las

figuras puso el arma en alto, inmediatamente

gritaron al chofer que siguiera, y el bus hizo el

primer movimiento de arranque.

Y a medida que el ómnibus reinicie su mar-

cha, la figura del campesino conducido a través

de los pastizales, con los bajos de los pantalo-

nes seguramente mojados, la espalda recorta-

da por el círculo desprendido de la linterna y

todas las demás figuras se irán adelgazando

hasta que la imagen quede guillotinada de gol-

pe, con la primera curva. El muchacho, junto

Le contestó en aimara una vieja diminuta,

sentada junto a él. El muchacho volvió por el

pasillo y se acomodó cerca de Vera. Por lo me-

nos estoy sola en el asiento, pensó entonces la

mujer. Estiró las piernas y reclinó el cuello, con

los ojos fijos en la ventanilla. Ya habían dejado

atrás las calles de tierra y el bus daba tumbos

bajo la caldera amarilla del cielo, sulfurada por

la fuerza del atardecer. En cualquier momen-

to, aparecerán los ranchos más espaciados, de

madera podrida y una sola habitación. Una

nena tirará de las riendas de un caballo que

se habrá empacado en un corral, y una fila de

chicos caminará bordeando la línea de la ruta,

cargando sobre las espaldas atados de ramas.

No levantarán la mirada cuando el ómnibus

pase a su lado. Tampoco hablarán entre ellos.

No harán siquiera el gesto de girar la cara.

tres

Ahora la botella se ha desprendido y ha co-

menzado a girar. Las luces internas del óm-

nibus están completamente apagadas. La la-

dera de la montaña, semejante a un murallón

insondable, parece extenderse con cada curva.

Dentro del silencio absoluto, sólo el zumbido

del motor se oye en el paisaje, trayendo consi-

go el murmullo en aimara de la vieja detrás de

Vera, entretejido con la masticación de tabaco

del hombre de bigotes blancos. Todo se man-

tendrá de este modo un rato más todavía.

Las cosas seguirán así hasta que la luz de la

linterna cruce brutalmente los ojos de Vera, la

saque de sus pensamientos, y la obligue a mi-

rar, junto con los demás pasajeros, lo que suce-

de afuera. Pero cuando todo haya terminado,

y el bus recupere su movimiento monótono, la

vieja que ahora está hablando en aimara ten-

drá los ojos turbios, desorientados, y su úni-

co gesto será el de contraerse sobre sí misma,

apretando los párpados con miedo, hasta que

su llanto corte el aire asfixiante del ómnibus.

Entonces la botella volverá a rodar incansa-

blemente y Vera, paralizada en su asiento,

pedirá, como si rezara, que por favor deje de

llorar.

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a Vera, ya se habrá persignado y luego estará

muy quieto, como si temiera moverse. Nadie

más se moverá. A excepción de la vieja, cuyo

único gesto de mujer cansada, pero aún viva,

será el de cerrar los ojos y volver a abrirlos

cuando su llanto irrumpa gradualmente la os-

curidad del ómnibus.

cinco

La vieja detrás de ella ha dejado de llorar,

la botella ha interrumpido su rumor perpe-

tuado y el ómnibus, después de la bajada de

la montaña, se ha detenido en un pueblo de

ruta, como si hiciera una pausa. Ha refresca-

do. Vera, ya con el echarpe sobre los hombros,

descubre, aún desde el bus, las luces morteci-

nas de los toldos. Sólo quiere bajarse y fumar

un cigarrillo, tranquilizarse como sea a pesar

del lugar.

Nadie ha dicho dónde se han detenido. Pero

caminando hacia los chicos que ofrecen pollo

frito y panes de maíz, Vera respira liberada

del sonido de la botella. Por fin. Con un vaso

de leche caliente entre las manos, elige una de

las mesas más alejadas de la luz. Siente, y es

la primera vez que lo siente desde que salió de

Buenos Aires, una suerte de tregua con la vida

que la atropella. Es por el amparo que le da el

toldo. La luz tenue que la separa del campo y

de las montañas abiertas al vacío y al miedo.

En el horizonte, una franja clara al final del

cielo muestra que está por amanecer. Pronto,

entonces, el ómnibus llegará a La Paz y des-

pués ella. Ella no sabe qué va a hacer después.

No sabe todavía a dónde ir. Pero ese peque-

ño remanso improvisado debajo del toldo, con

el vapor de la leche acariciándole la cara y el

calor del vaso entibiándole el cuerpo, casi la

obligan a evitar cualquier pensamiento.

Entonces Vera se adormece, respira tran-

quila y se adormece.

El sonido del motor la despierta. Por un mo-

mento, las cosas adquieren la consistencia de

las cenizas frías. Una muchacha, a unos me-

tros, está colocando los bancos sobre las mesas

y un chico la ayuda con los restos de comida.

Ya de pie, Vera sigue con la mirada el ómni-

bus que trepará por las subidas más próximas.

Ella no hace, sin embargo, un gesto. No inten-

ta siquiera correr tras él.

El cartel de La ruidosa se sacude dos veces

por el viento helado. Vera ha mirado nueva-

mente las mesas antes de levantar los ojos al

cielo. La franja sobre el horizonte se fue ensan-

chando por la luz traída del amanecer.

Con la cabeza baja, ahora, la mujer del

echarpe está caminando al ras de la ruta. Ca-

mina, como si fuera tragada por el lugar.

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Las posibilidades del verde

Gaby Torres

Frente al televisor alguna mujer espera. Un

comercial. Otros más. Quizá muchísimos más.

Pero espera. El momento de reflejarse mesiá-

nica-cóncava en cadena nacional. Se le ocurre

el paño exaltado por la luz blanquísima, los

ojos desinflados en las cuencas. El jingle-cover

de inicio al programa, el conductor que en vivo

es un poco más delgado y menos interesante,

la anuncia.

CRESTOMATÍA

Una mujer que es ella, corre trastabillando

entre las ramas de un bosque, perseguida por

tres botargas con cabezas de pescado y esca-

mas de foamy. Ella (que es otra): close up a

su mirada espesa y horrorizada. Música new

age: violines sintéticos cuando desafortunada

cae en slow motion. Zoom out y vemos que los

hombres pescados están a unos metros. Apre-

suran el paso con la dificultad de las recicladas

botargas de utilería. La música se detiene justo

cuando la rodean. Con sus tentáculos de fieltro

la incorporan y ella, tambaleante, insegura, se

resiste sólo un poco. Entonces una pistola que,

asumimos, es tranquilizadora aparece en pri-

mer cuadro: su rayo invisible. Aflojado el cuer-

po, ellos la arrastran y la imagen se desenfoca

y disuelve en pixeles que implican la violación.

El conductor aparece con un gesto de in-

certidumbre actuada, carraspea y acomoda

las hojas del guión del programa. La toma

se abre un poco y la mujer frente al televisor

aparece con otra ropa. La mujer en vivo sonríe

al verse en pantalla sin manchas de paño. Él

la cuestiona; ella intenta articular su versión

pero entonces, no se sabe si por nervios o por

el recuerdo, llora. La toma se abre más para

dejarnos ver el avanzado estado de embarazo

y cómo ella se contiene la panza con ambas

manos. La acaricia y entre sollozos menciona

que también es su hijo. El aborto por violación

no es la opción, es una desconsideración, dice

una de las pancartas de los católicos próvida

que se manifiestan en el estacionamiento del

canal. Y probablemente haya algunas cartuli-

nas con otras rimas agudas facilonas. Pero no

importan, porque la mujer vio esa específica

pancarta y fue la que parafraseó enseguida de

mencionar que también es su hijo.

Deja de llorar un momento para narrar la

espantosa experiencia de haber sido abusa-

da por alienígenas. La amnesia de la pistola

tranquilizadora no le permite tener un recuer-

do claro, así que la narración es una suerte de

zapping. Caminaba por un terreno baldío muy

grande que tiene que atravesar para ir al pue-

blo a surtir la despensa (vive y trabaja en una

ranchería). Vio una luz más fuerte que el sol;

quizá no más fuerte pero sí distinta. Escuchó

el sonido de las ramas de los árboles al que-

brarse por el peso de la nave: un gigantesco

plato de acero inoxidable que flotaba inmóvil

sobre el terregal. De él descendieron tres se-

res con aspecto entre pez y anfibio. Corrió para

ocultarse pero parecía que éstos ya la habían

visto que, incluso, era ella su objetivo. Ocurrió

lo que vimos en la crestomatía y finalmente

quedó inmovilizada en una plancha de metal

que no era frío. Uno de los seres se le acercó

y en un español con acento de otra galaxia, le

comunicó que sería la madre del próximo rey

When I was just a little girl

I asked my mother, what will I be

Will I be pretty, will I be rich?

Here’s what she said to me.

Doris Day, Qué será, será

Page 13: La Palanca 15

13

de los humanos. El conductor la interrumpe

para pedir una descripción más detallada de la

nave. La mujer se limita a decir que había mu-

chas lucecitas, como de navidad, pero muchas,

más, todas amontonadas sobre cajas enormes

con pantallas al centro. Y en una suposición

que justifica el español del único ser que se co-

municó con ella, dice que muy probablemente

sólo él conocía el idioma. Parece que a nadie le

importa este detalle del lenguaje porque hay

un close up al conductor que remata con la

frase: Juzgue, usted mismo. Enseguida se es-

cucha el jingle del programa que es una mala

versión con sintetizador de Así Hablaba Za-

rathustra de Strauss. El futbolista de moda se

rasura con la tecnología de navajas para afei-

tar de tres hojas. Off.

La mujer frente al televisor se levanta des-

concertada. Se supone que la entrevista du-

raba más. Probablemente sólo transmitieron

una cuarta parte. Quizá menos. En una de las

cápsulas mencionó que si su hijo era el rey de

los humanos, trataría de educarlo con humil-

dad. En otra dijo que le gustaría crear una

asociación para ayudar a las mujeres que han

sufrido abusos del tercer tipo. Y en una última

intervención dejó muy en claro que no permi-

tiría que se llevaran a su bebé, ni los alieníge-

nas ni las autoridades y fue cuando se levantó

para reafirmar su amenaza, al tiempo que se

detenía la panza, y llegaron los de seguridad

para calmarla y así fue como debió terminar

el programa. Aún no le pagaban los mil pesos

acordados por su participación. Y encima edi-

taron escenas; importantes mensajes que ella

debía transmitir a la humanidad en cadena

nacional. Una llamada cero uno ochocientos al

canal y le responde una grabadora que advier-

te que ésta es una grabación oficial y que deje

su mensaje y que alguien más se comunicará

con ella más tarde, que: por el momento todas

nuestras líneas se encuentran ocupadas. Mal-

dice con la apostura de quien se sabe la madre

del próximo rey de los humanos.

C

Rosa, mejor conocida como La Ajolota, tenía

los ojos pequeños y negros, apenas se le veía

un poco de blanco esclerótico. Decían que su

papá fue un soldado sueco que pasó por el pue-

blo, pero eso decían de todos los que fuesen un Ba

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poco más blancos; otra versión aseguraba que

su padre había sido un ajolote, que por eso las

comisuras de la gran línea de su boca, apunta-

ban hacia el suelo.

Creció con la piel ácida, aromada a zumo

de naranja, entre citricultivos. Nadie le creyó

que era virgen. Y no sabía el porqué de la pan-

za hinchada. Su mamá la golpeó mientras le

gritaba: ¿quién es ese cabrón? Y ella suplicó

negando la existencia de cualquier posible ca-

brón. Los abortivos golpes le sacaron de en-

tre las piernas una manada de lagartijas. El

cabrón había sido una ajolota que se le metió

cuando fue a orinar al campo. Eso se dijo. Así

fue que ante el rumor, proliferó la construc-

ción de letrinas y los actuales sanitarios. To-

dos temían que a sus hijas o mujeres se les me-

tiera una ajolota preñada. Por eso a Rosa se le

quedó La Ajolota. Nunca más tuvo nada en el

vientre. Se dedicó a matar ajolotes como las

mujeres que se dedican a tener hijos. Murió

ahorcada en un limonero. Ese fue el principio

de la extinción. Y en una esquina de la plaza

principal del pueblo hay un ajolote de bronce,

aunque hace una década que nadie ha visto al-

guno. También hay una naranja, pero ésta es

de concreto.

C C

Es revisada por los doctores. Nadie se traga la

supuesta violación alienígena. Pero más vale

prevenir. Efectivamente una escamosidad ver-

dosa le brota de la piel. Es bautizada como la

Mujer Pescado. O la Pescada. Para descubrir

científicamente que, además del avanzado em-

barazo, tiene un extraño papiloma cutáneo.

Puede ser que el producto también lo padezca.

Luego de exhaustivas asepsias, yerbas y pas-

tillas, desaparecerá. Junto con la sugestión co-

lectiva de esperar ser gobernados por aliens,

aunado a los souvenirs del imaginario y el pro-

grama de televisión. La inmediatez suple posi-

bles intereses en avistamientos o encuentros

cercanos con cualquier clase de más allá. Lo

único absoluto en este planeta, es la flojera de

pensar en el otro.

C C C

La Ajolota, efectivamente, fue virgen. Pero

no fueron ajolotes lo que le salió de entre las

piernas, sino un feto con ocho semanas de

gestación. No hubo ningún cabrón. Sólo una

madre que no se tragaba la historia de ser vir-

gen y estar embarazada (imposible en nues-

tra cultura). Lamentable es la ignorancia de

la partenogénesis, en donde un ser es capaz

de ovular y producir esperma para así autorre-

producirse. Ni la ciencia se explica cómo este

fenómeno puede ocurrir en escasas humanas.

Muchos animales pueden hacerlo. Pero a La

Ajolota nadie le creyó. Por eso inventaron que

sus hijas fueron lagartijas. Lo cual es bastante

irónico, pues las lagartijas son un ejemplo de

que la partenogénesis es posible.

C C C C

Mi madre decía que las visitas eran normales.

Cada noche aparecía el mismo ser que abría la

puerta de la recámara con extraña familiari-

dad. Me contaba anécdotas de sus aventuras

en el espacio y así aprendí los nombres de las

estrellas, planetas y constelaciones. Yo desea-

ba, como Calisto la cazadora, convertirme en

luz redimida. Pero yo no era cazadora ni ese

ser un todopoderoso. Mamá compró estrellas

de plástico que brillan en la oscuridad y las

puse en el techo: planetas, meteoros, naves

sputnik, astros grandes y pequeños, poco a

poco fui aderezando un gusto impuesto. Pero

me prohibieron hablar mucho del tema en la

escuela. De por sí era un tanto extraña. Re-

probé tres años y me fui retrasando en clases

y los pocos compañeros con quienes entablaba

una amistad, fueron cambiando. Luego me sa-

caron de la escuela y asistí a educación espe-

cial con una señora que me enseñaba dos días

a la semana. Me fui aislando pero tenía al ser

nocturno con el que cada vez hablaba menos;

iba a lo que iba y solamente. Dejó de hablar-

me de planetas, de viajes interestelares y yo

fui perdiendo la voz. Aprendí a platicar en mi

mente. Recreaba los diálogos que la gente, po-

tencialmente, diría de acuerdo a su personali-

Page 15: La Palanca 15

15

dad. Aunque debo confesar que en mi mente

eran más interesantes: hablaban de astros y

algunos trabajaban en la construcción de una

gran nave que nos sacaría a muchos de este

mundo. Viviríamos en planetas propios, como

El Principito. Sin saber por qué, comencé a

enfermar. El diagnóstico médico fue que esta-

ba embarazada. A mis once años: embarazada.

Mi madre estaba muy molesta. El camino

de regreso a casa, mientras manejaba, me

golpeaba con el puño cerrado de su derecha.

En los semáforos rojos me estiraba el cabello

con ambas manos. No lloré; como dije, de ma-

nera un tanto rara fui perdiendo la voz. Sólo

lagrimones que intuía por la humedad de las

mejillas. El ser nunca regresó. Y mamá sacó

al bebé muerto de mi útero. Lo golpeó con co-

raje y yo quise ayudarlo pero era obvio que el

bebé ya no sentía. Ni siquiera tenía el tama-

ño de un bebé real. Era más pequeño que una

botella de coca cola. Todos se fueron de casa

casi el mismo día: el ser, papá, el bebé. Mamá

se fue una semana después. Lo supe porque

la escuché empacar y prender el carro. Yo me

sentía muy débil esos días. Sangraba mucho

más que de costumbre y no comí por un tiem-

po. Hasta que llegó la señorita de educación

especial y tocó a la puerta con insistencia. No

pude levantarme y sin embargo salió un poco

de la voz que, probablemente, escuchó. En el

hospital dijeron que estuve a punto de morir.

En la clínica diagnosticaron severa disocia-

ción. No creen que mi bebé era más pequeño

porque fuese de otro planeta. No creen que

todas las noches la luz entraba a mi cuarto y

se posaba en las sábanas introduciéndome el

candor de la Vía Láctea que rebotaba en mi

cuello. No creen que algún día seré elevada,

como Calisto, junto al bebé muerto. Reducen

el universo a cuatro años de constantes viola-

ciones. Yo pienso que el mundo fue más que

una palabra.Ba

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Sobre la nieve se desliza el río rojo todas las

cerezas del mundo se han derretido desde el

fondo del caudal alguien escupe las semillas

las márgenes de la corriente cobriza tu nom-

bre navega sobre sus olas que no son olas son

las hojas del manzano que se ha secado por ha-

ber absorbido ese veneno mi alma es su canoa

detrás porque podrás decir que así es esa furia

que desviste a la luna cada vez que descubres

que entre las bocinas y la boca se abre un es-

pacio en el que se pierden todas las palabras

que tenías que decir y del otro lado de la ra-

dio nadie escucha nada es casi como un deleite

una alucinación que Neptuno esté pescando a

la orilla del río una náyade rígida es su caña

de pescar y en sus cabellos dorados poblados

de gusanos se atoran los peces a través de sus

bocas la náyade regresa a tierra con una cofia

de escamas y huye por el bosque eso que la

persigue no es un ciervo oh qué ingenua eres

es la boca que ha emergido desde el fondo de

la tierra con la furia de un caballo acosado por

ese conejo por esa nube por ese cielo por este

cubo de hielo qué hace fuera de los polos ah

con que se trata de tu nariz no sabía que estu-

viera tan fría así sucede en estas islas pero no

estamos en una isla entonces qué es esto es un

monte te confundiste es comprensible ese río

rojo no es la historia te equivocas la historia

es otro río del mismo color pero de sabor me-

nos dulce y también los manzanos se pudren a

su paso y son otras las barcas y son otros los

nombres nada tan trivial como ese que te hace

voltear cada vez que lo pronuncian cómo era

perdón ya se me olvidó hace tanto tiempo no es

tanto lo que pasa es que quieres olvidar pero

no puedes cómo lo sabes yo lo sé y sólo de eso

se trata ya basta

Después de todo no son más que unas cuen-

tas atravesadas por un sable flexible muy lar-

go pero también muy flexible y no tiene puño

eso hace difícil empuñarlo pero es tan flexible

que te sorprendería se puede doblar y cortar

con unas tijeras y así atraviesa esas pequeñas

esferas esos abalorios deja de citar a Hesse por

el amor de dios ya no tienes quince años mejor

dame la fotografía que te comiste la última vez

que preparaste el postre ah es que eran tan

parecidos a cualquiera le pasa la página 218

extraño los números los números ahí va uno

se va volando se perdió en ese cielo de estadís-

ticas pero reaparece cada cierto tiempo como

un cometa y toma el cincel y comienza a tallar

se llama complejo de Pigmalión sí era Pigma-

lión verdad no sé de qué hablas o era Rodin ya

deja todo eso o cómo se llama ese reloj arete

por encima de la barrera los jueces dan la ca-

lificación perfecta pero aún así hay que ir a la

guerra ya terminó no esa no la otra guerra oh

te refieres a la de todos los días esa misma la

que no figura en los libros de ríos rojos y en la

que tantos nombres y lugares y fechas pierden

importancia se pierden entre los supermerca-

dos y las filas para el banco y los trámites y

las horas de entrada y salida en el fondo es

una música que hay que escuchar recuerdas

aquellos días en que podíamos estarnos todo

el tiempo contemplando la barca que estaba

del otro lado del cristal ese muelle de madera

verde y frágil en realidad era moho un moho

muy resistente que se extendía por las aguas

y por los bosques ves qué fácil ves qué senci-

llo es todo esto ahora mi alma ha naufragado

y tu nombre se ha hundido en el fango verde

pero cómo fue posible porque fue imposible

porque nuca creíste que pudiera llegar a pasar

Sobre la nieve

Julio Romano

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pel,

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tu silueta se asoma brota desde las aguas con

una plasticidad similar a la de la lava del vol-

cán vecino qué ocurrirá ahora el rojo y el verde

el mundo es como un gran plato de enchiladas

como quiera que sea estás atrapada y yo ten-

go que huir perdóname pero no puede ser de

otra manera cómo quieres que te perdone en

realidad no quiero ni me importa quizá si tu

barca no se hubiera hundido si no la hubieras

dejado zozobrar podrías salvarte porque algo

cualquier cosa podría importarme pero ahora

es demasiado tarde y sucumbes víctima del

verde que quisiste evitar y del rojo que yo no

quise detener

Page 18: La Palanca 15

18

Viene dando tumbos violentos sobre el camino de terracería. Pareciera como si la pesada carcacha avanzara flotando sobre una fina alfombra de polvo. Alcanzo a ver pequeñas sombras montadas sobre él, diminutas y apretujadas. La cercanía inminente del camión genera entre todos una bruta tensión; los músculos se tensan, en alerta. Junto a mí, el hombre del sombrero intenta como sea colocarse en primer plano. Viene abrazan-do contra su pecho una bolsa de papel. Da órdenes, enrojece, se indigna, refunfuña, desespera, escupe al hablar. Nadie lo escucha, no lo dejan pa-sar. Todos, sin exepción, esperan lo mismo.

—“[¿Cómo llegué aquí? ¿Qué incomprensible destino me hizo venir a esta ciudad olvidada e inmunda, a este caos, a este salvajismo?]”

Los hombres ahí reunidos nos miramos de reojo, desconfiados, pro-tegiendo celosamente el mínimo espacio que pisamos. La inercia de la tensión colectiva nos hace balancear de manera uniforme al tiempo que nos impulsa torpemente un par de pasos adelante. “A qué hemos llega-do” pienso mientras hundo mi codo sobre las costillas de una presencia que me empuja por detrás, intentando pasar. “¡Nunca!” me digo instin-tivamente, los dientes rechinantes, fuerza irreconocible. Somos todos un nudo de energía que palpita y hierve; un solo músculo hinchándose hasta el límite. Pienso en las aventuras de Istolak, el troyano, que leí de niño. En ellas, el guerrero de Ilión cae preso del imperio egipcio con quienes pasa de ser general privilegiado a esclavo desechable. A pesar de las ad-versidades, el héroe nunca pierde el temple; jamás se vuelve indigno de su honor de soldado.

Ahora eso no importa. El autobús ha llegado y no hay otra forma de salir de aquí. El viejo armatoste pasa sin detenerse, lento y pesado. Está cargado hasta el último rincón. Los hombres brincan, se trompican, se pisan unos a otros intentando pasar. Se agarran de donde sea, como sea. Desesperados, feroces. w

Revés

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w Algunos caen y otros se aferran como grapas, todos manos y uñas —más bien garras— a la veintiúnica grieta de donde sujetarse hasta que, eventualmente, las yemas de sus dedos sangren, la carne se queme y caigan otra vez sobre la carretera. Resisto con fiereza asido apenas a una ventana medio abierta. Un individuo de mediana edad intenta a toda costa afianzarse a una de mis piernas. Sostener dos veces mi peso es de-masiado, así que lo pateo con fuerza. Cae. El hombre del sombrero corre atropellado, intentando mantenerse al paso del camión. De la bolsa de pa-pel asoman fajos de billetes como nunca había visto. Son tantos que pare-cen solo papel multicolor. Grita sin aliento, tose, gruñe, se ahoga. La boca seca y espuma seca acumulándose en las comisuras de los labios. Alza los brazos ofreciendo su pequeña fortuna al conductor. Queda sin fuelle pero sigue, chorros de adrenalina corriendo por su cuerpo, dolor incomprensi-ble y desconocido en sus muslos. Fuego, en vez de sangre. Su esposa e hija lo observan en la lejanía y lloran, moquean abundantemente.

Blanca y muy angulosa, casi con filo, sólida, dura como un meteoro. El hombre del sombrero la pisa y su tobillo se tuerce en un movimien-to violento. Cae al piso y los billetes golpean el asfalto. Un golpe seco, anclado. El impacto levanta una nube de polvo. Unos cuantos billetes vuelan mientras la polvareda hace casi invisible la acción. Alcanzo a ver al hombre del sombrero recuperarse; rostro y alma vueltos un fantasma. Su apariencia me recuerda las pinturas de payasos que veía en el consul-torio de la Dra. Anzures, mi pediatra. El hombre del sombrero ve al bus alejarse. Traga saliva dificultosamente mientras sus ojos se humedecen. Alrededor de ellos y sobre las pestañas se empieza a formar un lodo gris. Unas diminutas piedrecillas de agua y mineral.

El autobús se aleja mientras el hombre del sombrero recoje sus bille-tes, lenta, dolorosamente.

Balam Bartolomé

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cula

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pape

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Brumas

Mauricio Salvador

En aquellos tiempos mi padre sentía la vida

como una especie de aislamiento interplaneta-

rio, como si alguien lo hubiera metido a la fuer-

za en una nave y lanzado miles de kilómetros

hacia un lugar desconocido al que mi madre

había llegado para echarlo todo a perder. Para

ella no era muy diferente. ¿O cómo se explican

todas esas noches de gritos, de objetos lanza-

dos con fuerza a la cabeza del otro? Corríamos

gran peligro, lo puedo asegurar. Pero nunca

pasó por la mente de nadie la idea de marchar-

se sino hasta una noche de Año Nuevo, cuan-

do ella simplemente no pudo más. Mientras la

cena se enfriaba y por la televisión un conduc-

tor descontaba los últimos segundos del año,

mis padres se encerraron en su habitación y

comenzaron a gritarse una vez más. Podía es-

cuchar su respiración, los movimientos que

hacían, pero no podía entender ninguno de sus

gritos. Un tipo cantaba en la televisión cuando

ella salió de la habitación con un par de male-

tas. Comenzó a moverse por la casa sin mirar

a nadie, como si hacer lo que estaba hacien-

do (guardar la comida, recoger la mesa) fuera

lo más importante en ese momento. Mientras

lo hacía, papá salió de la habitación avanzan-

do su silla de ruedas y deteniéndose para ob-

servarla fijamente. Cuando ella fue al baño a

peinarse él la siguió y la miró todo el tiempo

desde la puerta.

Mi madre se acercó a mí, me abrazó y en-

tonces, con las maletas ya en cada mano, abrió

la puerta con un pie y se fue. Olvidé lo que me

dijo, y en cambio recuerdo que mi padre conti-

nuó mirando la puerta, como si por medio de

algún poder especial pudiera todavía contem-

plarla en su camino por el pasillo oscuro, por

las escaleras y luego más allá, hacia la calle

que no volvería a pisar jamás.

Mi tía Esther llegó a la siguiente noche para

hacerse cargo de la casa. Ella y mi madre nun-

ca se entendieron. Mi tía pensaba que atendía

poco a su esposo y menos a su hijo. Por ello lo

primero que hizo fue juntar sus últimas perte-

nencias (vestidos, bolsos, tacones) y guardar-

las en bolsas que luego arrumbó en un clóset.

Hecho esto, tía Esther se instaló en el cuarto

de servicio y comenzó a vivir con nosotros.

-Si quieres –me dijo un día, mientras co-

míamos–, dime mamá.

-Estoy bien –dije.

-No llores –dijo mi padre.

-No estoy llorando.

-Maricón –dijo.

-No estoy llorando. Mírame –pero no me

miró. Hizo el gesto de escuchar algo a la dis-

tancia, sin comprenderlo, y luego siguió co-

miendo, muy divertido.

Un día le dije a mí tía Esther que no lloraba

por mamá o por él sino que simplemente las

cosas me hacían llorar; y con cosas me refiero

a todo lo que me pasaba por la cabeza y que

provocaba en mí una suerte de mundo alterno

en el que, por fuerza, debía sufrir. Imagina-

ba, por ejemplo, que las llamas consumían la

escuela donde estudiaba con una única vícti-

ma como consecuencia fatal: yo. Entonces mi

mente viajaba al funeral para contemplar el

dolor de mis deudos. Veía a mi padre embuti-

do en un sobrio traje negro y a mi madre a sus

espaldas en un elegante vestido azul oscuro

con un moño morado dejado como al descuido

en la cadera. Y sin duda el mejor momento era

cuando él tomaba la palabra y a nombre de

mi madre y de mi tía, y de todos los que me

conocieron, decía que no podía haber tenido

mejor hijo.

Page 25: La Palanca 15

25

-Me arrepiento de haberlo tratado tan mal.

Otras veces la situación era heroica. Pelea-

ba, digamos, con un tipo enorme, fuerte, que

me provocaba al decirme “maricón” o “joto”.

Tras una ardua batalla me veía fatigado, con

dolor en los músculos, puede que con una u

otra fractura, no importaba, pero con la sen-

sación irreprochable de haber peleado por la

dignidad propia. Eso me hacía llorar, la ima-

ginación me hacía llorar. Aunque mi padre,

fiel a sus convicciones, creía que lloraba por la

ausencia de mamá. Su partida resonaba en mi

cerebro ya como un recuerdo muy vago, como

si mi madre hubiera sido tan sólo una visita

que compartió con nosotros unos minutos de la

noche de año nuevo. Supongo que la causa es

que la extrañé muchísimo la misma noche que

se fue, y pensé en ella al grado de acabar con

todo el pensamiento que tenía disponible para

su recuerdo. Además, sospechaba que volve-

ría, que pasarían algunas semanas o incluso

meses, y ella volvería con nosotros.

En la escuela mi única amiga había inten-

tado suicidarse, o eso decían y yo nunca me

atreví a preguntárselo. Tenía una arracada en

la nariz y otra en la ceja, era muy tranquila,

con ojos muy negros y brillantes y labios gor-

dos, blanduchos, pintados de morado. Una tar-

de le dije:

-Imagina que en este mismo momento la es-

cuela se incendia. Imagina que muero.

-¿Qué?

-Sólo imagínalo. Imagina que ya no estoy

más aquí –lentamente el paisaje se formó en

mi cabeza. En ocasiones me era tan fácil caer

en ese estado catatónico que mi propio poder

me asustaba. Silvia tomó su distancia para ob-

servarme, con el ceño fruncido:

-Estás loco –dijo.

-Olvídalo.

Sacudió la cabeza y sonrió tristemente.

-Es por lo de tu madre que estás así, ¿ver-

dad?

-No –dije–. Sólo fue una broma.

Ella lo pensó un poco, torció la boca.

Una tarde me pidió una cita. Caminaba por

el bordillo de la banqueta con los brazos exten-

didos para sostener el equilibrio. Ya no tenía

arracadas. En vez de eso se había pintado los

párpados de azul brillante y llevaba un bolso

pequeño con un gato negro estampado por un

lado. Dio un saltito a la calle.

-¿Quieres ir a ver una película?

Seguí caminando.

-¿Quieres ir?

-No puedo.

-¿Por qué no?

-Porque no.

-¿Alguna vez has tenido una cita?

-¿Qué entiendes por cita? –dije yo.

-Una cita –dijo Silvia–. Hombre-mujer.

Íbamos por el largo camellón y los asperso-

res defectuosos habían dejado muchos charcos

sobre el pasto; Silvia los saltaba, yo los rodea-

ba.

-¿No tenías que ir por otro camino?

Puso los ojos en blanco, pero sólo por un ins-

tante.

-¿Quieres ir o no?

-¿A qué hora es?

-A las seis.

-Bueno, supongo que sí.

-Entonces nos vemos –dijo ella–. Adiós.

Mi padre y mi tía conversaban en la sala

con el ruido del televisor como fondo. Los sa-

ludé con un murmullo y me fui directamente

hacia mi cuarto, rodeando la silla de ruedas.

Con los nudillos, como si tocara una puerta, mi

padre me golpeó el brazo.

-Tú –dijo.

-¿Sí?

-Hoy tenemos paseo, no lo olvides.

Dejé escapar el aire con fuerza y seguí de

largo. Pensé en los ojos en blanco de Silvia, en

sus labios abultados y brillantes y mientras la

recordaba me tiré en la cama e imaginé una

escena de brutal desprecio de su parte. Po-

día ser que en realidad todo fuera una farsa,

un engaño. Disfruté de un llanto sosegado e

Page 26: La Palanca 15

26

imaginativo. Me gustaba salir victorioso de la

manera contraria en que a la gente le gusta

hacerlo, molido, engañado, abofeteado, pero

con la dignidad en alto. Luego planché unos

pantalones que sólo había usado una vez, me

probé un par de camisas e intenté un nuevo

peinado; al final me puse la gorra. Mi tía tocó

la puerta para avisarme que la comida estaba

lista pero le dije que no comería. Pegué la oreja

a la puerta para escuchar a papá y sólo oí el

ruido de los cubiertos. Más tarde salí por la

bolsa de pertenencias de mamá porque pensé

que entre todas esas cosas habría algo que a

Silvia le encantaría. Al volver a mi habitación

mi padre me miró de arriba abajo, sonriendo.

-¿Listo para el paseo? –preguntó.

-Hoy no puedo –dije–, metiendo la bolsa en

mi mochila–. Tengo una cita.

-¿Una cita? –sonrió ligeramente, como para

no dar crédito.

-Con una amiga de la escuela.

Sonrió aún más.

-Oh, oh –rió–. ¿Tienes amigas?

Tía Esther se acercó para acomodarme el

cuello. Me quitó la gorra de la cabeza.

-No pensarás ir con gorra –dijo.

-¿Y piensas que me quiero quedar a ver la

televisión?

-Sólo hoy, papá.

Se golpeó ambos muslos con las manos, con

los codos echados adelante, y me observó, me-

neando la cabeza. Luego, con los labios apre-

tados, asintió. Sus ojos lucían amarillos y bri-

llantes. Siguió asintiendo.

-Está bien, está bien –dijo–. No te preocu-

pes. Iré yo solo. Al fin y al cabo qué me cuesta

una caminadita, ¿no crees? –se tomó una pier-

na con ambas manos y colocó un pie contra el

piso–. No te preocupes –jadeó–. Iré yo solo. Sin

tu ayuda.

-¿Lo ves? –dije a mi tía–. No puedo hacer

nada. Es como vivir preso.

-No llores –dijo ella.

-Pero tengo una cita. Voy a ir al cine.

Mi padre abandonó su cometido de caminar

y me miró, con la boca abierta.

-Al cine –dijo–. Tú y yo nunca hemos ido al

cine.

-No te gusta el cine.

-¿Que no me gusta? ¿Sabías que cada fin de

semana tu madre y yo íbamos al cine?

-Por favor –dije.

-Así es, aunque no lo creas. El cine es una

de mis pasiones. ¿Has visto El despertar del

diablo? Muy buena. Y sabes, creo que es buena

idea. Vamos al cine.

-Papá, por favor. Sólo hoy.

-Ya lo decidí –dijo–. Toma la cartera.

-Déjalo ir a su cita –terció mi tía.

-Cállate –gritó él–. Y pásame algo para ta-

parme.

Tardamos veinte minutos en llegar al lugar

de la cita porque de pronto mi padre decidió

que no quería ir en taxi sino a pie (o sea yo

empujando la silla y él con los brazos sobre

las piernas, mirando a todos lados), para dis-

frutar tranquilamente del paisaje. Me sentía

muy nervioso por llegar tarde y por llevar a mi

padre a la cita. Silvia leía sentada en una jar-

dinera y fue el ruido traqueteante de la silla la

que la hizo levantar la vista del libro y mirar a

mi padre, luego a mí, y ponerse de pie, lenta-

mente, alisando de un manotazo la falda larga

oscura de tela metálica. Se veía muy bien. Lle-

vaba botas negras, altas hasta media pantorri-

lla y una blusa blanca, de mangas transparen-

tes y retazos de tela colgando por todos lados.

El peinado imitaba, en cierta manera, el corte

de la blusa, con los flecos volando, y un mechón

rojizo que le caía por un lado de la cara.

-Hola –dijo.

-Hola. Él es mi papá. Papá, ella es Silvia.

Él la miró de arriba abajo, sin ninguna ex-

presión en su cara y sin responder al tímido

hola de Silvia.

A su seña iniciamos el camino hasta el cen-

tro comercial. Papá parecía un niño curioso

mirándolo todo desde su silla mientras que

Silvia caminaba despacio, ligeramente detrás

de nosotros bamboleando el cuerpo, como para

mostrarse, por ese gesto, lo más indiferente Ba

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que le fuera posible. En el cine él se ofreció a

pagar las entradas aunque no era precisamen-

te dinero lo que le sobraba. Silvia sugirió que

ocupáramos asientos en lo más alto de la sala

pero por la silla de ruedas debimos permane-

cer abajo, junto a la pantalla. Papá se excitó

mucho con los adelantos pero a los pocos mi-

nutos, cuando ya había iniciado la película, co-

menzó a cabecear hasta quedar dormido.

Silvia se giró para verme y me golpeó con

el codo.

-Insistió en que quería venir –dije.

Soltó un suspiro.

-Perdón.

-No estoy enojada –dijo–. Sólo me confunde

un poco. Es extraño.

Cuando la película terminó, mi padre des-

pertó con un sobresaltó y se mantuvo rígido

y atento mientras terminaban los créditos y

como si durante todo ese tiempo hubiera es-

tado pendiente de la película. Las luces se

encendieron y nuevamente caminamos en si-

lencio, primero por los pisos pulidos del centro

comercial y luego por el cemento agrietado. El

atardecer era frío y mientras íbamos por un

camino de baldosas hacia el sitio de taxis, mi

padre frenó la silla con brusquedad, giró en

noventa grados y se lanzó por una calle que se

internaba unos cien metros bordeando la pa-

red exterior del cementerio.

-Vamos para allá –dijo–. Al panteón. Vamos

a visitar a alguien.

Silvia y yo nos miramos un momento y en

seguida nos fuimos tras la silla que papá mo-

vía afanosamente. Ya en el panteón camina-

mos por un sendero hasta un grupo de tumbas

que se encontraban en la parte más alejada,

pegadas al muro. La silla frenó y mi padre se

secó el sudor de la frente y el cuello.

-Aquí está enterrada mi esposa –dijo.

-Por favor, papá. Qué dices.

-No hablo de tu madre –dijo él, reaccionan-

do bruscamente–. Hablo de otra mujer. Mi pri-

mera esposa.

-¿Otra mujer?

-Y un hijo, mayor que tú.

-No le creas –dije a Silvia.

-No me creas –llevó la silla hacia la derecha

unos cuantos metros y señaló el lugar–: Ahí

–dijo–. Murió en el 85.

-¿En lo del temblor? –preguntó Silvia, y lue-

go se arrepintió.

-Un poco después –dijo él, sin notar su

gesto.

-No sé si creerte, papá.

-No tienes que creerme –dijo–. No es tu his-

toria.

Sin que lo advirtiéramos, porque era muy

difícil advertir a alguien entre tantos árboles

y tumbas, dos tipos se habían acercado a no-

sotros por el camino que venía del otro lado

del cementerio, donde la salida era una puerta

de hierro clausurada desde hacía varios años.

Papá fue el primero en sentir la presencia de

los tipos, pero apenas comenzó a hacer un mo-

vimiento, se dio de frente con los hombres, que

no eran los clásicos asaltantes; no se apresura-

ron de la manera en que suelen hacerlo quie-

nes sólo desean un poco de dinero, despojan-

do a sus víctimas en un abrir de ojos y luego

huyendo a saltos, sin que nadie pueda hacer

nada. En vez de eso nos miraron seriamente,

como si de todas las personas en el mundo no

se hubieran esperado encontrar a tres persona-

jes como nosotros. Pasó un minuto o cosa así y

finalmente uno de ellos, el de menor estatura,

avanzó un paso y le arrebató el bolso a Silvia.

Papá aferró con fuerzas las ruedas de la si-

lla y le dijo al tipo que le devolviera el bolso.

Los tipos se rieron con desprecio y sacaron

dos billetes del bolso, lo arrojaron lejos y siguie-

ron en su lugar, sin decir palabra. El rostro de

papá se congestionó pero tampoco dijo palabra,

era claro que hacía un esfuerzo por no provo-

car a los tipos aunque deseaba hacerlo. Uno de

ellos mantenía bajo la playera algo que preten-

día ser un arma, sin que fuera totalmente claro.

De pronto, el más alto habló, dirigiéndose

a mí.

-La mochila –dijo.

El otro avanzó un paso, me arrebató la mo-

chila y la vació sobre el pasto. Las cosas que

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cayeron provocaron un efecto curioso en todos

los que estábamos ahí porque supongo que na-

die esperaba encontrarse con artículos de esa

naturaleza. Mi padre contempló las cosas. Es-

taba confundido. Y por lo mismo no pudo decir

nada y sólo atinó a mirarme, con una expresión

que nunca había visto en su cara, una mezcla

de estupefacción y decepción. Por mi parte, fue

como conjurar la presencia de mi madre y sólo

lograr la aparición de aquellas cosas, cosas

que a su manera eran un recordatorio de que

ella no estaba ahí, y de que no habría querido

estar. Lo extraño fue que yo mismo me sintie-

ra confundido y avergonzado porque mi padre

tuviera que contemplar aquellas cosas que sin

duda tenían un significado para él. Pero lo que

dijo a continuación fue una prueba de que no

pensábamos lo mismo. Movió la cabeza dicien-

do no, y clavó sus ojos en mí, con enojo.

-No lo puedo creer –dijo–. ¿De quién es todo

esto?

-Es de mamá –dije.

Los tipos se carcajearon, la misma risa des-

preciativa de antes.

-No me sorprende que seas incapaz de de-

fender a tu propio padre. ¿Sabes lo que haría

de estar en tu lugar, de no estar en esta silla

de ruedas?

-Tranquilo, papá. ¿Qué estás pensando?

¿De lado de quién estás?

-Ni del tuyo ni del de ellos –dijo–. Estoy

aquí, viendo cómo nos asaltan mientras mi

hijo se queda sin hacer nada. Estoy de mi lado,

a final de cuentas.

-Eso nos ayuda mucho.

-¿Y qué, quieres que me eche a correr?

-No sería mala idea.

-¿Qué dijiste?

-Nada. Quiero irme –dije, en un murmullo,

pero nadie pareció escucharme.

Los tipos salieron de la actitud perezosa en

que se encontraban y tras intercambiarse una

señal se dirigieron hacia mi padre y lo tomaron

por los sobacos con la intención de sacarlo de la

silla. Mi padre miró a uno y a otro y se debatió

moviendo el cuerpo y aferrándose a las ruedas

con todas sus fuerzas, pero los tipos siguieron

luchando con él sin poder aflojarle las manos

de las ruedas. Y fue esta lucha suya, solitaria,

la que me ofreció una dimensión más amplia

de la que hasta entonces había podido atesti-

guar. Nunca había pensado en él como en un

hombre diferente, un hombre que un día había

gozado de una salud perfecta, y que era guapo

y fuerte, antes de sufrir el accidente. Mi propia

inmovilidad parecía transmitirle fuerzas, una

fuerza que estoy seguro él mismo no sabía que

poseía. Silvia se abalanzó sobre ellos porque

para entonces era obvio que el tipo que fingía

llevar un arma en realidad no llevaba nada. El

tipo más alto la aventó, ella retrocedió y vol-

vió a la carga. Y luego yo me aventé y entre

los cinco se formó un nudo muy tenso, hasta

que los tipos, viendo que no iban a poder hacer

lo que querían, se abalanzaron sobre mí, me

derribaron sobre el pasto, y comenzaron a for-

cejear y a desgarrarme la ropa. Durante unos

segundos todo fue confusión y jadeos, pero al

siguiente segundo ya estaba yo semidesnudo,

cubierto de tierra y con el rostro enrojecido

por el esfuerzo. Para los tipos fue una aventu-

ra más bien poco fructífera porque decidieron

marcharse. Uno de ellos, sin embargo, dio una

patada a la silla de ruedas antes de perderse

por el camino por el que habían venido.

-Hijos de la chingada –exclamó papá.

Tomé la mano que Silvia me ofrecía y me

puse de pie. Además de los pantalones, los ti-

pos habían hecho jirones la playera. Papá me

observó de arriba abajo, con un gesto de des-

precio.

-Muy bien –dijo–. Muy bien.

-No es tu culpa –dijo Silvia.

-Por supuesto que es su culpa. Toda su

culpa.

-Tenemos que hablarle a mi tía –dije–. Ne-

cesito ropa.

-No pienso hablarle a nadie. Nadie va a sa-

ber que me asaltaron aquí, frente a la tumba

de mi mujer.

-Olvida eso, papá, está muerta.

-¿Qué has dicho?

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-Que está muerta.

-Ese no es el punto. No me importa si está

muerta.

-Parece que va a llover –dijo Silvia, miran-

do el cielo.

Y apenas lo dijo una gota grande y pesada

cayó sobre mi hombro. Y otras más le siguie-

ron, manchando rápidamente las lápidas de

las tumbas que nos rodeaban. Papá estaba rojo

de ira y yo no sabía qué hacer o qué decir para

tranquilizarlo. Ni siquiera sabía si era cierto

lo de su primera mujer y su primer hijo. La

lluvia arreció y papá movió la silla con esfuer-

zo para alejarse de ahí por el sendero. Cuando

me acerqué para tomar los manubrios Silvia

se me acercó. Tenía un vestido en las manos,

un vestido liso y manchado de lodo que había

tomado de entre las cosas de mi madre.

-Mejor que nada –dijo.

Y sí, era mejor que nada, así que me lo en-

cajé por la cabeza y lo estiré hacia abajo, hasta

la mitad del muslo.

Papá ya se había alejado un buen trecho;

corrimos hacia él, tomamos los manubrios y

lo empujamos entre ambos, mientras él iba

tranquilo, con la mirada al frente, el agua mo-

jándole los mechones de cabellos grasosos.

La gente se había resguardado de la lluvia

bajo un toldo que se extendía de la caseta de

vigilancia hacia la banqueta y cuando pasamos

nos gritaron y silbaron, como si fuéramos una

caravana de circo o algo parecido. Papá no les

hizo caso y siguió hablando consigo mismo.

La tarde se había ido pero todavía se adver-

tían zonas claras entre las nubes. Era casi un

año de la partida de mi madre y no podía re-

cordarla bien; a lo sumo recordaba sus brazos

y sus manos, siempre haciendo cosas, lavando,

arreglando, ayudando.

Silvia y yo seguimos empujando la silla bajo

la lluvia. A esas alturas el rímel se le había

corrido por las mejillas y las partes de tela

transparente de su vestido se le habían pegado

a la piel. Lo más extraño fue que no me resultó

incómodo ni molesto estar con ella en una si-

tuación así, y a ella no parecía importarle.

Al tomar la calle que nos conducía a casa

papá señaló con despreció a dos chicos que nos

miraban desde una ventana.

-Parece que nunca han visto una silla de

ruedas –dijo.

Se peinó el pelo hacia atrás y se quitó la llu-

via de la cara.

-Espero que las cosas cambien, hijo.

-Sí, papá.

-Y espero que de hoy en adelante te compor-

tes como un hombre. No eres un niño, eres un

hombre.

-Sí, papá.

Por encima de los hombros nos tocó las ma-

nos con los dedos, un solo toque que, tanto para

mí como para Silvia significaba que podíamos

olvidar lo que había pasado.

-Prométeme que vas a comportarte –dijo.

-Lo prometo, papá.

-Un día –agregó–, me vas a agradecer todo

lo que hago por ti. Te vas a mirar al espejo y

vas a ver a un hombre. Escucha lo que te digo:

un hombre.

-Sí, papá. Un hombre. Ba

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Fuegos artificiales

Azucena Galettini

Le está hablando, pero por encima de la músi-

ca a ella sólo le llega un murmullo. Cierra los

ojos. Es como si su madre no estuviera, como si

hubiera dejado de existir. Siente que le sacan

con suavidad un auricular.

—Siempre con el aparatito éste, vos. —No

grita, no. No le dice que qué hace escuchan-

do esa música horrible a todo lo que da, hasta

quedarse sorda. Está haciendo un esfuerzo, es

evidente—. En un rato llegan los abuelos, me-

jor si ya te cambiás, ¿no?

No le va a preguntar qué hay de malo con lo

que tiene puesto. Ya sabe la respuesta.

—Bueno —dice, y apaga el mp3. Su madre

sale y ella se levanta de la cama. Busca entre

la pila de ropa y elige una pollera corta, con

el cinturón de chatas, una musculosa blanca y

los borcegos. Igual les va a parecer mal cual-

quier cosa que se ponga.

Sale del cuarto y va al living. El mantel

rojo, los platos buenos, copas de cristal.

—¿No iba a poner la mesa yo?— le pregunta

a su madre, que entra con unos candelabros.

—Después de la pelea que armaste...

—Pero al final dije que la iba a poner. Vos

enjuagabas los platos y me llamabas…

—Juli la quería poner. No pensé que te a

iba a importar.

—No me importa —dice y sale al jardín.

Métanse la Navidad en el orto, querría decir-

les. Pero no, suficientes peleas por un día.

“¿Por qué siempre tenés que arruinar

todo?”, le había dicho Juli, todavía con su pi-

jamita rosa puesto, haciendo fuerza para no

le salieran las lágrimas; nunca le gustó que la

vieran llorar. Que ella dijera “está bien, pon-

go la mesa” no sirvió de nada. Nada de lo ella

diga sirve, parece.

En el jardín corre más viento de lo que hu-

biera creído. Las nubes están rosas, cada vez

más y más abiertas. Va a terminar por ser una

noche despejada.

—Va a estar lindo para ver los fuegos.

No vio cuándo entró su padre al jardín.

—Sí —dice ella.

—Hubo lío, me dijo tu mamá.

—Lo de siempre —dice ella. Por suerte su

padre no le da un sermón, que es siempre como

la parte dos de lo que le haya dicho su ma-

dre—. Lástima que no tiremos fuegos este año.

—Muchas cosas no fueron como uno hubie-

ra querido este año.

Ella suspira. Ahora va a salir con lo de la

fiesta de quince. Va a tener cuarenta años y

van a seguir lloriqueando con eso de que ella

no hizo fiesta de quince como las otras taradi-

tas de sus compañeras. Con la plata que les

ahorró.

—Si tu primo también va a la fiesta de la

radio, podés ir —dice su padre.

—Para nena, la tenés a Juli. Puedo ir sola

a una fiesta.

Su padre no la mira.

—Si Juanjo no va, vos tampoco. Y como in-

sistas con ese tono, aunque vaya Juanjo…

—Dejá —dice ella y entra.

En el living está su hermana. Tiene puesto

un vestido rojo y unos moños en el pelo. Tara-

rea mientras acomoda unos adornos en el ár-

bol de Navidad. El perfecto angelito…

Se tendría que ir a la mierda ahora mismo,

dejarlos a todos con su linda cena de Navidad

y sus festejos pelotudos en los que nadie se

aguanta pero todos sonríen y dicen “gracias,

justo lo que necesitaba” cuando le regalan

cualquier porquería.

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08Suena el timbre. Va hacia la puerta y la

abre. Es Juanjo, que trajo a los abuelos en el

auto. Su primo está parado ahí, como muñeco

de torta, vestido de traje.

—¿De qué te disfrazaste? —le pregunta

ella.

Él sonríe.

—De persona. ¿Vos de qué estás disfrazada,

de pendeja rebelde?

—De mí —dice ella.

—Por eso.

Su abuela le da un beso

—Sos tan linda y te ponés esa ropa que te

hace tan fea...

Podría empujar a los dos viejos, atravesar

la puerta, salir corriendo y que la vayan a bus-

car después. Absurdo.

Juli viene corriendo y Juanjo la levanta.

—¡Qué lindo estás! —le dice su hermana

desde el aire.

—Gracias, princesa, me alegro que a al-

guien le guste.

—¿La trajiste a tu novia? —pregunta Juli y

todos se ríen.

—Va a venir después de las doce —dice

Juanjo —, por eso el traje.

“Desde que andás con esa mina, estás he-

cho un pelotudo,” tiene ganas de decirle. Su

madre ya le avisó mil veces que más le vale

tratar a la novia de Juanjo bien, porque se-

guro que se terminan casando. Qué estupi-

dez casarse tan joven. Ella no se piensa casar

nunca, menos con un tipo que se ponga traje.

No piensa ni mirar a alguien que siquiera ten-

ga un traje.

Después llegan sus tíos y se sientan todos a

comer. La cena se hace eterna.

—Qué callada que andás —le dice Juanjo.

—Para lo que sirve hablar acá —dice ella,

en voz no muy alta. Su primo le pone cara

rara, pero se queda callado.

Juli no para de dar vueltas alrededor del

arbolito y tanto insiste que empiezan con los

regalos antes de las doce. No le sorprende lo

que le dan: un perfume, que no piensa ponerse

nunca, y un vestido que no usaría aunque le

pagaran. Sonríe igual y dice gracias. El único

regalo que le gusta es el de su primo: un libro

de Herman Hesse.

—Te va a romper la cabeza —le dice él, y

ella asiente.

Su mamá se sienta a su lado, y miran a Juli

bailar con uno de sus regalos: una muñeca de

trapo con forma de mulata.

—Pensar que alguna vez vos también fuiste

como Juli —le dice a ella.

—¿Boba?

Su mamá la mira enojada.

—Capaz de ponerte contenta con casi nada.

Antes te encantaba la Navidad, que estuviéra-

mos todos juntos, tirar fuegos artificiales con

tu papá. Últimamente…, últimamente ya no

sé ni cómo hablarte.

—Tenemos algo en común entonces —dice

ella, pero el tono no le sale exactamente como

había querido.

Juli viene hacia ella sacudiendo a su mu-

ñeca.

—¿No es igual a la tuya? —le dice.

—¿La mía? ¿qué mía?

—La tuya, la que me dabas cuando dormía-

mos en la misma pieza y yo tenía pesadillas.

Ella la mira sin entender.

—Juli, tenías como dos años...

—¿Qué tiene? Yo me acuerdo.

—Pero yo no.

Entonces empiezan los fuegos y todos salen

a verlos.

—Mirá papá —dice ella sorprendida-, al-

guien tira los globos. Pensé que no los hacían

más.

—¿Globos? —pregunta Juli—, ¿qué globos?

—Son un tipo de fuegos artificiales —dice

su papá—. Es un globo con una vela adentro.

El globo va subiendo, y subiendo, y cuando la

vela se acaba, hace prender unos fuegos que

tienen adentro. Eran los que más le gustaban

a tu hermana.

—Pero los dejaron de hacer —dice ella.

Siguen con la mirada a uno, pero termina

tapándolo un edificio y no llegan a ver la ex-

plosión.

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34

—Ahí hay otro, Juli —le dice—, seguilo fijo

con los ojos.

Pero la vela se apaga y no pasa nada.

—Está refrescando —dice su mamá—. Me-

jor entremos.

Ella y Juli se quedan. Entre las explosiones,

las cascadas de diferentes juegos, ellas buscan

ver otro globo. Seguro que ya se le terminaron

a quien los tiraba, nada se pierde con esperar

un poco más.

—Ahí, ahí —le dice Juli señalando un pun-

to naranja.

Las dos lo siguen con la vista mientras se va

acercando. Entonces el globo estalla. El ruido

sobresalta a Juli, que cierra por un segundo

los ojos y le aprieta con fuerza la mano… Asus-

tada, como cuando dormían juntas y se desper-

taba llorando por una pesadilla y ella le daba

su muñeca para que la abrazara fuerte, “la

negrita te va a cuidar” y entonces sí podía dor-

mirse. El brillo plateado y verde de los fuegos

ilumina la cara de Juli: los ojos negros muy

grandes, la boca semi abierta. Ella le aferra la

mano con más fuerza. Y entonces, los fuegos se

acaban y de nuevo están a oscuras.

—Esperemos otro —dice Juli.

—Ya no hay más —dice ella, soltándole la

mano, y entra. Ba

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Ex

Debret Viana

1

Resulta que tengo que ir a cenar a casa de una

ex. No tengo ganas de hacerlo, traté de zafar-

me de mil modos, pero al final le dije que sí,

y ahora no tengo más remedio que ir. Me lla-

mó veinte veces, me rogó. Siempre tuvo una

notable aptitud para erosionar la resistencia

molestando incansablemente. Encima vive en

un barrio incómodo. No es exactamente lejos,

pero tengo que tomar dos colectivos. Eso ya me

predispone mal.

2

Trato de no mantener ningún tipo de contacto

con mis ex precisamente por estas cosas. ¿Qué

pueden tener que decirse dos personas que

han estado juntas? Después de tanta cerca-

nía, cada uno ha visto del otro las llagas y los

monstruos. Salvo mediado por la anestesia del

amor (o al menos del cariño) nadie es tolerable

de cerca. Si yo más o menos soporto a los de-

más, es porque me importan poquísimo. Eso,

y que no me acuerdo nunca de casi nada. No

tengo tiempo de detestar a nadie, porque me

la paso haciendo esfuerzos para que no se note

demasiado que prácticamente me son descono-

cidos. La gente se ofende con esas pavadas.

3

No sé qué me quiere decir. Me importa poco.

Mi pasado no me ata demasiado. No soy una

persona nostálgica. Es por una condición de

mi memoria. Me olvido las cosas con facilidad.

Pasa un tiempo, y por más que haya pasado

seis años al lado de alguien, su rostro se me

vuelve impreciso, y no logro discernir qué co-

sas hacíamos juntos ni por qué fue especial

para mí. Es complejo a la hora de ser interpe-

lado, porque a la gente le gusta recordar cosas

juntos. El ritual de que alguien diga “che, te

acordás de tal cosa” y el otro asienta. Me con-

tento con decir que sí y dar pie a que el otro

continue. Aunque a veces me maravilla encon-

trarme en relatos de otros haciendo cosas que

ni imaginaría. Pero me distraigo. Tomé los dos

colectivos, y fui.

4

Toqué timbre, ella bajó. Tal vez estaba un poco

desprolija. Maltrecha, creo que sería la pala-

bra. ¿O directamente sucia, pordiosera? En fin,

me saludó cordialmente, me invitó a pasar. Me

mostró parte de la casa. Tenía un gatito blanco.

Me dijo “¿te acordás que yo era de los perros?

Bueno, vos me hiciste querer a los gatos”. Su-

pongo que sonreí, pero sobre todo para no tener

que decir nada. Había cocinado pollo y papas

fritas. Toda comida congelada. No importa,

igual me gusta. Incluso me atrae esta idea de

los conservantes. De que cuando muera, mi

cuerpo va a tardar mucho en descomponerse

por la cantidad de conservantes que tengo. No

es que me vaya a importar mucho después de

muerto. Pero me parece un detalle hacia los se-

res queridos. Que no lo vean a uno demasiado

putrefacto. Al menos yo, cuando veo a un muer-

to, prefiero que esté más o menos presentable.

Ya morirse es un contratiempo para todos. Es

algo que fuerza a reajustar la rutina. Por lo

menos, mantener una apariencia no delezna-

ble es una delicadeza gentil llegada la hora.

5

La casa era chica. Ella decía acogedora. Pero

era chica. La cocina era el living. Una puerta

daba al baño. Otra, presumiblemente, a la ha-

bitación. Me pareció correcto que no me la mos-

trase. Habíamos estado juntos tantas veces que

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36

hubiese resultado incómodo. Hizo café para

acompañar el postre. Unas porciones de torta.

Bizcochuelo viejo. Apenas lo probé. Hablamos

de pavadas. De política, de nuestras vidas, del

trabajo. Me siguió pareciendo insoportable. Se

movía mucho, hablaba muy fuerte. Tenía pre-

disposición al monólogo. Interrumpía y detes-

taba que la interrumpiesen. Cuando fuimos

pareja, discutíamos todo el tiempo. Y cuando

nos separamos, me pregunté muchas veces por

qué había estado con ella. Nunca logré respon-

derme. Pero como me aliviaba su ausencia, no

me hice demasiado problema.

6

En un momento, sentí que su máscara se que-

bró. La voz le salía más lenta, y parecía que

iba a llorar. ¡Una escena! Lo único que me fal-

taba. No sé qué hacer, no sé dónde ponerme

cuando la gente llora. Llorar, más ante un in-

vitado, es una descortesía. Pero ella se puso a

decir “la pasé muy mal cuando nos separamos.

Casi no comía, perdí mucho peso. Casi todo un

año estuve anémica. Y vincularme con otra

persona, después de lo nuestro, era tan difícil.

No me animaba a correr otra vez el riesgo. Dis-

culpame que te diga estas cosas, me lo tenía

que sacar del pecho”. Le dije que estaba bien,

que igual habían pasado años, que etc. Traté

de comer un poco de torta para mantener la

boca ocupada, pero era intragable.

7

“Encima cuando me enteré que estabas con

otra, que vivías con ella… me dio una bronca.

Hice terapia, tomé pastillas. Pero nada. Estaba

obsesionada. Te quise llamar, pero para qué,

¿qué te iba a decir?”. Y caminaba por la habi-

tación, iba y venía, movía las manos, frenéti-

camente. Casi parecía teatro. De repente, se

detuvo, y me miró. A los ojos. Y me dijo “igual

ahora estoy mucho mejor. Sí, mucho mejor.

Tengo trabajo, tengo a alguien. Es muy dis-

tinto a vos, eso sí. Pero bueno, vos te acordás

como nos llevábamos”. Horrible, pensé. Pero

dije “y, cada uno tenía lo suyo”. “Vení” me dice,

“quiero que lo conozcas; está en la habitación,

duerme como bestia, todo el día, es terrible”.

Y empezó a caminar hacia la habitación. Le

dije “no, pará. Está durmiendo, no lo molestes.

Otro día, dejá. No sabía que estaba, con todo

este ruido mirá si lo incomodamos. Dejá, otro

día tomamos algo”. Pero ella insistía. Yo me

hubiese ido. Pero algo me decía que no se con-

traría a una mujer neurótica. Y mucho menos

si la mujer neurótica tiene un cuchillo en la

mano. Es notable como un chuchillo, un míse-

ro metal con cierta punta afilada, modifica por

completo el vínculo entre dos personas.

8

Abrió la puerta, me dijo “quiero que lo conoz-

cas, dale, es un minuto, es importante para

mí”. Yo ya me había puesto el saco, ya había

pensado cuatro excusas, ya tenía el celular en

la mano y ponía cara de “uh qué tarde que se

me hizo”. Pero ella, esta transfigurada. Su ros-

tro era el de alguien a punto de llorar (¡otra

vez!). Y se movía tan rápido, tan sacada. Me

dio más miedo que lastima. Y accedí. Di un

paso hacia delante, diciendo “pero está dormi-

do”, y ella me dijo que no importaba, que le

dijera hola. Estaba la tv prendida. El cuarto se Ba

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azulaba, con sombras intermitentes. Me acer-

qué a la pareja de mi ex. Estaba boca arriba,

casi sentado en la cama. Dije “hola, que tal”. Y

no respondió. Tenía los ojos abiertos. Le dije

“discúlpame que te moleste, yo….” y ahí, con

las publicidades de fondo, y la palidez de la

piel y el olor abominable que expelía, entendí

que estaba muerto. La situación fue muy in-

cómoda. Los muertos tienen algo que no me

genera afabilidad.

9

Ella me miraba desde la puerta, traté de seguir

la frase, más o menos. “Yo, eh… pasaba a sa-

ludar nomás, muy linda la casa, y… bueno, ya

me estaba yendo, tomamos algo un día, dale,

bárbaro, chau”. Y me volví hacia la puerta y le

dije “listo, ya está, me tengo que ir”. “¿Pero por

qué tan rápido? ¿Ya te tenés que ir?”. “Si, ya.

Es que…. Tuve una epifanía. Ya sabés como

son estas cosas. Tengo que ir a escribirla. ¿Me

abris?”. “Bueno, pero, qué te pareció”. Dudé

sobre cómo responder a esa pregunta. “Te-

nías razón, no se parece a mí”. Casi digo: al

menos en la parte del sístole y el diástole. Me

contuve. “Porque estuvimos teniendo algunos

problemas últimamente, el habló de mudarse”

me dijo, un poco triste y alterada. “No, no se

va a mudar nada, quedate tranquila. Son pro-

blemas de convivencia nada más”. “¿En serio?

¿Vos podrías hablar con él?”. Era palpable que

la situación se volvía cada vez más compleja.

“Uy justo ahora me tengo que ir, pero un día de

estos lo llamo, ¿está? Dale, nos vemos y hablo

con él”. Mi táctica de disuasión no tuvo efecto.

Le cayeron muchas lágrimas rápidas sobre el

rostro, y se llevó la mano –la que no tenía nin-

gún cuchillo– al la frente, temblando. Entré a

la habitación, y me dispuse a conversar con el

muerto.

10

Mi preocupación, muy ingenua, era esta. Que el

tipo se acababa de morir. Entonces, no quería

estar ahí cuando ella se diera cuenta, y mucho

menos quería ser quien le diera la noticia. Pero

inmediatamente toda duda me fue despejada.

Ella entró, y le habló al finado “Mauro, no seas

irrespetuoso, y contestale. Yo le pedí que hable

con vos, no seas caprichoso”. Hubo un silencio.

Ella dio dos pasos al frente y le clavó tres veces

el cuchillo, en el pecho y en el estómago. Me

dijo “es un poco terco, pero es buen tipo”.

11

Todo se puso casi como una película de terror

japonesa cuando ella dijo “no quiero interrum-

pirlos. Hablen tranquilos” y cerró la puerta.

Oí el mecánico ruido a insecto que tienen las

cerraduras cuando se gira la llave. Quise, con

bastante voluntad, que todo fuese un mal sue-

ño, para poder despertar. Pero no, no era un

sueño. Era eso. Me recosté en la cama y me

puse a ver televisión. Me pareció inconvenien-

te protestar. Es decir, hasta donde sabía, mi

ex tranquilamente podía haberse vuelto una

psicópata homicida y lo menos que quería

hacer era darle motivos para la reincidencia.

Al rato me quedé dormido. ¿Qué iba a hacer?

Las cosas ya eran lo que eran. Desesperarme

hubiese complicado todo. El muerto olía mal,

pero no peor que alguien vivo un poco sucio.

Alguien vivo con resaca, o más o menos.Ba

la

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ar

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lo

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pel,

2007

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38

12

Supongo que siempre hay una competencia

morbosa entre la actual pareja de una ex y

uno. No pretendo esconder que me satisfa-

cía sentirme superior al finado. Aunque más

no fuese en todavía poder hacer la digestión,

mover un brazo, mantener una conversación,

parar un taxi, parpadear. Son cosas pequeñas,

pero los detalles, a la larga, suman.

13

Cuando me desperté, había sobre la cama una

bandeja con tres tazas de té, y medialunas.

Ella estaba sentada en el borde, y sonreía. Me

dijo que tome tranquilo, que Mauro lo toma-

ba frío. Yo le dije que había estado hablando

con Mauro, y que era un buen momento para

relajarse, cerrar los ojos, respirar hondo, y

abrirse para poder comprender al otro. Ella

lo hizo, y yo aproveché para golpearla con el

velador y dejarla inconsciente. Luego, discre-

tamente, me di a la fuga. Tal vez fui un poco

violento, pero la situación exigía un reflejo

análogo. Además, ella estaba loca. Cuando se

despertara, ni se iba a acordar o iba a conjetu-

rar cosas de loca.

fin

No sé bien qué pensé al respecto de todo esto.

Esa mujer estaba loca, y vivía con un muerto.

Tal vez hasta lo mató ella. O se murió ahí (en-

tonces ella se ofende y cada tanto lo acuchilla).

En una de esas el tipo era muy vago y muy

callado, y casi no se notaba la diferencia. Sea

como fuese, me pareció bizarro que mi ex convi-

viese con un muerto. No tengo nada en contra

de los muertos. Comen poco, no tienen exigen-

cias, no hay que pelear por el control remoto.

Tal vez en su locura, ella era feliz. No lo pare-

cía, claro. Parecía desequilibrada, sucia y psi-

cótica. Pero tal vez en un rincón muy profundo

era feliz. Tendría que tratarse de un rincón

tremendamente profundísimo, como un sótano

subterráneo o algo así. Pero era posible.¿Qué

podía hacer yo? ¿Llamar a la policía? El tipo

estaba muerto, y eso era irreversible. Si su

cadáver mantenía contento a alguien, aunque

ese alguien sea una sociópata con trastornos

neurasténicos, es más útil así que enterrado

en alguna tumba, ¿no? Bueno, no sé. Lo cierto

es que el trámite policial que implica una de-

nuncia es complicado y lleva mucho tiempo.

Las burocracias me desalientan. Ba

la

m B

ar

to

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pape

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09

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