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Mi princesa

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La gracia y las promesas de Dios

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MI PRINCESA

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Seguramente has tenido la oportunidad de mediar en un conflicto entre dos personas: un par de amigos, novios, esposos o similares. Por lo general, las mujeres son las primeras que se atreven a hablar de la situación con alguien externo a los involucrados. Los hombres tardan más en expresarse, pero en algún momento abren el corazón con alguien. No importa si el conflicto es simple o complejo, imagina que escuchas a ambas personas.

¿Te has dado cuenta de que cada uno tiene su versión? ¿Cómo se puede ver una misma situación desde ópticas a veces tan diferentes?

Antes que las personas en conflicto tengan la sensatez de ponerse en los zapatos del otro, cuentan una versión de los hechos que los beneficia, los justifica o explica por qué actuaron como actuaron. Parte de la dificultad del que escucha es tratar de permanecer neutral en medio de los diferentes puntos de vista. En lugar de buscar culpables, se debe buscar el fondo del conflicto.

Cuando se piensa en cómo se contaban las historias en el Medio Oriente Antiguo, enfrentamos una situación similar, encontramos una versión de la historia que, por lo general, favorece a la persona que está dejando el testimonio escrito de los eventos. Como toda tecnología, la escritura fue costosa en un principio. No todo el mundo sabía leer y escribir. Los ricos, poderosos o sólo los gobernantes podían acceder a este privilegio. Esto supuso que muchas de las historias únicamente eran narradas desde ese punto de vista.

Se podría suponer que existe una abismal diferencia entre un político del mundo antiguo, que era uno de los pocos privilegiados que tenían acceso a la escritura, y una pareja del siglo XXI, que regularmente escriben porque aprendieron a hacerlo desde pequeños. Pero no nos apresuremos, puede que las realidades sean diferentes, las tecnologías distintas y las situaciones cambiantes, pero la situación de la pareja no dista mucho de la del político del Medio Oriente Antiguo. Cada uno acude a un instinto tan antiguo como el hombre mismo, contar la historia desde una perspectiva que los beneficia.

Nos gusta quedar bien.

No obstante, cuando leemos con cuidado la Biblia, descubrimos que ocurre exactamente lo contrario. Es cierto que cuenta una parte de la historia humana desde una perspectiva específica; encontramos narraciones de reyes, de proyectos, de comunidades crecientes, de guerras, de sueños, de personas que interactúan con Dios. De hecho, cuando llegamos a un capítulo como el 11 del libro de Hebreos, donde se habla de los grandes héroes de la fe, podríamos pensar que la Biblia sencillamente sigue los parámetros de lo que han hecho los

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seres humanos desde el principio de los tiempos, contar la historia desde una perspectiva que los beneficie. Y es allí donde hay un giro inesperado.

Si nos ponemos en el trabajo de leer cada una de las historias a las que hace referencia este capítulo de la Biblia, descubriremos que no son narraciones de perfecciones. Tomemos algunos ejemplos: Noé terminó por emborracharse en la escena posterior al fin del diluvio; Jacob era un engañador empedernido y un padre con marcados favoritismos entre sus hijos; Moisés terminó por aceptar el llamado de Dios a regañadientes; Rahab era prostituta; Sansón violó sistemáticamente cada una de sus responsabilidades como nazareo; David fue un asesino, adúltero y un padre ausente.

La Biblia es inesperadamente singular.

Se esperaría que un libro en el que se consigna la historia del pueblo de Dios sólo tuviera historias moralmente adecuadas, narraciones que no produzcan incomodidad contarlas a nuestros niños o, al menos, que mostraran la autoridad moral que tanto exigimos de los que ostentan alguna posición de liderazgo. Los escritores bíblicos rompen abruptamente los parámetros de su época. Para redactar la historia de los héroes de la fe no acudieron a fantasías de un mundo sin errores, sino que fueron descarnadamente honestos. Nos presentaron la historia con toda su desnudez; no se sonrojaron para hacernos ver la realidad de estos hombres y mujeres que fueron escogidos por Dios— ¡por Dios! —como referentes de fe.

Cuando olvidamos esta forma intencional en la que se presenta la historia bíblica, perdemos una parte fundamental de la fe y de la gracia. La Biblia es mucho más que un libro con ejemplos bonitos que se pueden poner en dibujos, como hemos querido hacer creer en muchas de nuestras enseñanzas. Al leerla, nos enfrentamos con la perversidad del pecado humano y, por lo tanto, con la grandeza de la gracia de Dios. Y eso evidentemente nos da una tremenda esperanza. Porque si Dios usó a hombres y mujeres comunes, imperfectos y pecadores, lo más probable es que sus métodos no hayan cambiado.

Quizás sigue usando personas como Sara.

Una promesa extraña

En el libro de Génesis, a partir del capítulo 12, encontramos la historia de Abram. Hombre de familia, de tierras caldeas, no era religioso pero recibió un llamado de Dios de una forma intempestiva y abrupta. Le ordenó que dejara todo y siguiera lo que él le mostraría.

Desde el principio en la historia de Abram se presenta un detalle

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que no podemos pasar por alto: estaba casado con Saray, quien era estéril. Aun así, Dios le prometió que él y su descendencia tendrían la tierra que luego les mostraría. De hecho, se comprometió de la forma más radical que alguien pudiera comprometerse en ese entonces, por medio de un pacto.

El pacto, para la cultura del Medio Oriente Antiguo, era un compromiso de vida o muerte, a precio de sangre. Estaba ligado íntimamente al ritual simbólico que lo inauguraba. Consistía en sacrificar algunos animales, los cuales se partían por la mitad. Se formaba una especie de camino con los cuerpos desmembrados, con el fin de que las partes del pacto pasaran por el centro. Al final del recorrido se declaraba un juramento: “así me hagan los dioses y aún me añadan, si incumplo con lo pactado”. Es decir, si no cumplían el pacto, corrían la misma suerte que los animales. Faltar al pacto implicaba muerte.

En Génesis 15, vemos a Abram cumpliendo con el ritual típico de los pactos. Hay animales divididos por la mitad que forman una especie de camino. Pero algo extraño sucede, él no pasa por el centro de los cuerpos desmembrados sino que ¡se queda dormido! En ese momento una antorcha humeante pasa por el camino, y en el verso siguiente dice que “ese día Dios hizo un pacto con Abram” (Génesis 15:18). En otras palabras, la antorcha era un símbolo de la presencia de Dios, quien estaba cumpliendo con la ceremonia del pacto.

¿Ves lo que está ocurriendo? ¡Dios se comprometió a muerte con Abram!

Dios hizo parte de una ceremonia significativa, memorable y contundente, comprometiendo su palabra, poniéndose él mismo como garantía del cumplimiento del pacto. Si llegase a incumplir, entonces debía “morir”. Por eso el autor de Hebreos dice: “como no tenía nadie superior por quien jurar, juró por sí mismo” (Hebreos 6:13).

Dios le prometió a Abram que tendría un heredero, y reiteró su promesa por medio de una imagen poderosa: las estrellas. Le dijo que sus descendientes serían como las estrellas que hay en los cielos, ¡infinitas! Si has observado el cielo en una noche despejada, sin ninguna luz eléctrica (como en ese momento), entenderás lo magnífica que era la promesa de Dios.

¿Cómo podían un par ancianos disfrutar de una descendencia incontable? Las posibilidades de tener un hijo propio eran nulas. Los pronósticos estaban en su contra. Lo único que tenían este hombre y su esposa era un compromiso a muerte por parte de Dios, nada más.

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En Génesis 16 volvemos a encontrar a Saray en la historia. Pero ahora el tiempo ha pasado. Aunque podríamos suponer que su transcurrir es tan rápido como el pasar de unas páginas, el autor de Génesis aclara que Abram y su esposa llevaban diez años en tierras cananeas.

Entonces, pensamos en las estrellas. Esta pareja ha visto una parte de la fidelidad de Dios —¡están progresando en una tierra ajena! —, pero también han pasado más de 3600 noches. Más de 3600 noches en las que han recordado que Dios hizo una promesa —lo cual es ciertamente hermoso —, pero se ha tardado mucho en cumplirla. A medida que pasa el tiempo, una noche estrellada no solamente es un recordatorio de la palabra de Dios, es también una incesante evidencia de que todavía esa palabra no se ha cumplido. Las estrellas aparecen, pero no hay ningún retraso en el período de Saray (bueno, ya ni siquiera hay período; hace muchos años no aparece), ninguna señal de un ser creciendo en el vientre, ningún asomo de un milagro. ¿Sería posible que Dios se hubiera olvidado de ellos?

Para los que estamos de este lado de la historia es muy fácil suponer que la fe de Abram y Saray fue fácil. Pero el autor de Génesis es cuidadoso en aclararnos que transcurrieron diez años sin que ocurriera nada. Es un detalle que no podemos pasar por alto, porque la invitación es a “ponernos en los zapatos” de Saray.

Diez años es mucho tiempo. Pueden ocurrir muchas cosas. Aquellos que somos exigentes con el cumplimiento y la puntualidad, nos desesperamos por menos tiempo. Para la fecundidad el tiempo es un factor que juega en contra. Los años comienzan a convertirse en enemigos, pues el cuerpo pierde su facultad de concebir. Entonces, para Abram y Saray el panorama ya se había vuelto más oscuro. Si durante su juventud había sido imposible el embarazo, en su vejez y, a medida que transcurría el tiempo, la concepción ya no tenía sentido.

La fertilidad tiene fecha de vencimiento.

Ante este panorama, alguien tenía que decir y hacer algo. Pero como Dios aparentemente no estaba muy dispuesto a aparecer, Saray recurrió a un comportamiento típicamente humano y tomó las cosas en sus manos.

Las voces

Antes de establecer su pacto con Abram, Dios le dijo que tendría un hijo con su esposa, sin embargo, el patriarca sugirió que, dadas las circunstancias, tendría que dejar la herencia prometida en manos de su criado. Pero para Dios no existía un plan distinto. Cualquier propuesta que contemplara un hijo que no fuera de la pareja iba en

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contravía a su voluntad y voz. La promesa era así de radical.

Saray no había visto la materialización de la promesa divina. Dios no se manifestaba y era necesario hacer algo. Así que le propone a su esposo que tenga relaciones con su criada, Agar, ya que ella sí podría darle un hijo. Como era una criada de su pertenencia, el hijo que eventualmente tendría sería propiedad suya.

Efectivamente, la historia se desenvolvió según la propuesta de Saray. Abram se acostó con Agar y esta quedó embarazada. El plan de Saray se ejecutaba a la perfección. Si todo salía como esperaban, todo estaría bien. ¿O no? Bueno…no necesariamente. Los resultados esperados no demuestran que lo hecho está bajo la aprobación divina. El problema radicó en que la voz de Saray era contraria a la de Dios. Tanto Abram como ella fueron en contravía a la voluntad de Dios. Terminaron por llevar a cabo lo que Dios había rechazado tajantemente, y le dieron la espalda al plan divino al tomar la situación en sus manos.

Solemos pensar que la tentación siempre viene en envolturas claramente diabólicas, casi como si cada situación en la que podemos escoger el camino errado tuviera como antesala la recepción de Satanás. Quienes han crecido en un contexto que sobre-enfatiza las dimensiones inmateriales o espirituales deben reconocer que esta postura se absolutiza con facilidad. Incluso mucha gente puede llegar a escudarse detrás de esta postura —que, por lo general, se expresa en términos elevados —para no reconocer su propia responsabilidad, pero no tanto su responsabilidad en su pecado sino en la tentación.

Podemos ser tentación para nosotros y para otros. Cuando nuestras intenciones, propuestas, ideas, metas o acciones no están alineadas con el cielo, podemos ir en contra de la voluntad de Dios. En términos simples, tentamos y pecamos. Nuestro corazón nos lleva a darle la espalda a lo que Dios dice, para hacer lo que nosotros pensamos. Somos ególatras que con frecuencia confiamos más en nosotros que en Dios. Constantemente le damos mayor validez a nuestro pensamiento que a lo que Dios dijo.

Entendemos perfectamente a Saray. A nuestra manera sabemos lo que significa ver las estrellas cada noche sin ver la respuesta. El tiempo pasa pero las cosas no cambian, y eso produce desesperanza y la desesperanza produce incertidumbre y nos sabemos manejar la incertidumbre, porque nos gusta tener las cosas organizadas y bajo control. Nos desesperamos cuando no hay un cumplimiento evidente de lo que deseamos. Tomamos la decisión de des-esperar, es decir, dejar de esperar.

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El desespero tiene la característica de llevarnos a la acción. Cuando actuamos por desespero nos equivocamos. La experiencia de Saray lo demuestra. Ella observó su situación, presentó una propuesta y obtuvo un resultado, sin embargo, actuó no solo fuera sino en contra de los parámetros de Dios. Su voz fue la contraparte de la de Dios, fue la voz de la tentación.

Obviamente, no era un error cualquiera. ¿Cómo respondió Dios ante esta situación?

Un pequeño gran cambio

Aquellas personas que creen que el Antiguo Testamento simplemente es un registro de las acciones de un Dios impulsivo, reactivo, salvaje y vengativo5 , pensarían fácilmente que Saray se llevaría su merecido después de semejante atrocidad. Alguien que actúa abiertamente en contra de la voluntad divina debería obtener un castigo doloroso que le diera su merecido. Y aunque Saray vivió las dolorosas consecuencias de su propuesta —porque la relación con su esclava y el hijo de esta fue catastrófica —, la mayoría esperaría un pronunciamiento más que fuerte por parte del Señor.

Pero ocurrió algo inesperadamente esperanzador.

13 años después de estos sucesos, Dios se le aparece nuevamente a Abram. En esta ocasión le ratificó el pacto que había establecido con él y le recordó su promesa de una descendencia abundante. También le reiteró que existiría una relación especial entre Dios y esta descendencia. Podríamos decir que no está pasando nada extraño a lo que ya sabíamos.

Junto con todos los símbolos y todas las garantías que Dios le había dado a este hombre, le adicionó un ingrediente más: ahora su nombre sería cambiado de una forma intencional. Ya no se llamaría Abram sino Abraham, que significa “padre de multitudes”. Y, como si fuera poco, impartió el rito de la circuncisión, el cual consistía en cortar el prepucio de los varones descendientes de Abraham —ahora debemos llamarlo así —como una señal, un recordatorio físico del pacto que Dios había establecido con este hombre y su descendencia.

Para la cultura del Medio Oriente Antiguo, el nombre era mucho más que un conglomerado de letras que ayudaban a distinguir a las personas. El nombre era la identidad. El nombre de una persona, de manera misteriosa, revelaba su esencia. Cuando alguien le preguntaba el nombre a otra persona no sólo quería saber cómo llamarla, sino que quería saber quién era. Así que, aunque no lo pudiera evidenciar con un hijo en ese momento, Abraham era el

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“padre de multitudes”.

¡Dios insistía de todas las formas posibles en su promesa! Abraham seguía estando dentro del plan divino. Incluso con sus errores, permanecía como actor principal de esta historia.

Dios no se había cansado de él ni de su esposa.

Luego de cambiarle el nombre al patriarca y establecer la circuncisión, Dios incluyó a Saray dentro del discurso. Su nombre también cambiaría, de Saray a Sara. En hebreo, la y se usa como un sufijo posesivo. Lo traducimos con la palabra “mi”. La palabra Sara significa princesa; si le agregamos la y al final —como en Saray —, entonces sería “mi princesa”. Así que el nuevo nombre de la esposa de Abraham es sencillamente princesa.

¿Qué tiene de importante un cambio tan pequeño? ¿Por qué darle tanta importancia a un simple “mi”? Es evidente el sentido del nombre Abraham (padre de multitudes) en la historia, pero ¿qué tiene de especial cambiar “mi princesa” por “princesa”?

Desde siempre, una princesa ha sido un título asociado a la monarquía. Aunque hoy en día se usa como una demostración de cariño entre enamorados o como una manera tierna en la que un padre llama a su hija, la forma primaria de entender este nombre es en términos de la realeza. El valor de una princesa radica en su capacidad de procrear futuros reyes. En su vientre se gesta la esperanza de un linaje duradero. Sin su intervención, un proyecto monárquico a largo plazo sería insostenible.

El nombre Saray (mi princesa) tiene implicaciones monárquicas, pero limitadas. Se encuentra supeditada a una especie de proyecto personal. Por eso al quitarle el “mi”, Dios está restando una letra al nombre pero ampliando el sentido de su alcance. “Princesa” es un título que va más allá de los límites de una pareja, una familia o un clan; tiene connotaciones globales. Dios tenía en mente un plan que afectaría al mundo entero y a generaciones completas, el cual involucra directamente a esta mujer. Dios insistía en contar con ella.

Sara había ido en contra de lo establecido por Dios. Su propuesta fue tentación para Abraham, en tanto que contradecía los propósitos divinos. Sara se equivocó, pecó. Y es allí donde entra el pequeño gran cambio de su nombre para recordarnos una verdad que está en el corazón de la gracia: aunque la voz de Sara iba en contra de la de Dios, la voz de Dios nunca cambió. Ella y su esposo fueron infieles, pero el Señor seguía siendo fiel.

¡Esa es la clase de Dios que tenemos!