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M iguel ángel G ranada LA FILOSOFÍA POLÍTICA EN EL RENACIMIENTO: MAQUIAVELO Y LAS UTOPÍAS En el último cuarto del siglo xv y en el primer cuarto del siglo xvi, período en el que transcurren las vidas de Nicolás Maquia- velo (1469-1527) y de Tomás Moro (1478-1535), la sociedad europea experimenta una profunda mutación en todos los órdenes de la vida: los descubrimientos geográficos abren Europa, de una manera defini- tiva desde 1492, a una realidad espacial radicalmente nueva con el consiguiente desplazamiento del ámbito mediterráneo a la franja atlántica; la realidad política europea se modifica sensiblemente con la aparición de las nuevas monarquías nacionales (España, Inglaterra, sobre todo Francia), esto es, con la emergencia del Estado moderno asentado sobre una base territorial amplia y marcado por la concen- tración del poder político y militar en la figura de un soberano impelido a una política exterior de fuerza y expansiva, una realidad estatal nueva frente a la cual formaciones políticas tradicionales —como el Imperio alemán y los numerosos estados italianos— evi- denciaban su inferioridad y hasta su impotencia; por otra parte, durante ese medio siglo continúa —ahora ya a escala global euro- pea— la transformación de la cultura por la acción del humanismo y su recuperación del conjunto de la cultura literaria antigua, incluso la elaboración del mito mismo de la Antigüedad como estadio supre- mo de civilización, arquetipo o modelo a imitar. Las expectativas y anhelos de corte milenarista experimentan un notable auge, tanto en sus representaciones de corte cristiano tradicional (pensemos, por ejemplo, en el movimiento centrado en Florencia en torno a Savo- narola, en la última década del siglo xv) como en los motivos proce-

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M iguel ángel G ranada

LA FILOSOFÍA POLÍTICA EN EL RENACIMIENTO: MAQUIAVELO Y LAS UTOPÍAS

En el último cuarto del siglo xv y en el primer cuarto del siglo xvi, período en el que transcurren las vidas de Nicolás Maquia- velo (1469-1527) y de Tomás Moro (1478-1535), la sociedad europea experimenta una profunda mutación en todos los órdenes de la vida: los descubrimientos geográficos abren Europa, de una manera defini­tiva desde 1492, a una realidad espacial radicalmente nueva con el consiguiente desplazamiento del ámbito mediterráneo a la franja atlántica; la realidad política europea se modifica sensiblemente con la aparición de las nuevas monarquías nacionales (España, Inglaterra, sobre todo Francia), esto es, con la emergencia del Estado moderno asentado sobre una base territorial amplia y marcado por la concen­tración del poder político y militar en la figura de un soberano impelido a una política exterior de fuerza y expansiva, una realidad estatal nueva frente a la cual formaciones políticas tradicionales —como el Imperio alemán y los numerosos estados italianos— evi­denciaban su inferioridad y hasta su impotencia; por otra parte, durante ese medio siglo continúa — ahora ya a escala global euro­pea— la transformación de la cultura por la acción del humanismo y su recuperación del conjunto de la cultura literaria antigua, incluso la elaboración del mito mismo de la Antigüedad como estadio supre­mo de civilización, arquetipo o modelo a imitar. Las expectativas y anhelos de corte milenarista experimentan un notable auge, tanto en sus representaciones de corte cristiano tradicional (pensemos, por ejemplo, en el movimiento centrado en Florencia en torno a Savo­narola, en la última década del siglo xv) como en los motivos proce-

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den tes del mundo pagano —los motivos del retorno de la aetas aurea o los Saturnia regna— que se armonizaban con el escatologismo cris­tiano en la obra concordista de los platónicos del Renacimiento, espe­cialmente en Ficino; todo ello guardaba una estrecha relación con el anhelo de una reforma religiosa, de una purificación del cristianismo, que se expresaba desde variados ámbitos y perspectivas y que desde 1517, desde la entrada en escena de Lutero, experimenta una infle­xión decisiva que se expresará con toda su fuerza en la década de 1520.

En este marco tremendamente móvil —y aunque no todos los hechos señalados se reflejen en su obra— las dos figuras mencionadas —Maquiavelo y Moro, figuras casi contemporáneas— tienen una tra­yectoria biográfica similar: ambos nacen en una familia vinculada con el derecho y ambos se forman en la nueva educación humanística, sí bien es Moro quien alcanza un nivel mayor: realiza estudios de dere­cho y adquiere la sólida formación humanística tanto en el ámbito del griego como del latín que justifica la elevada consideración en que le tiene Erasmo, el príncipe de los humanistas. Ambos ingresan tam­bién en la administración clel Estado y en la política: Maquiavelo será canciller de la república florentina de 1498 a 1512, lo que le permitirá decir que «quindici anni che ío sono stato a studío air arte dello stato, non gli ho né dormí ti né giuocati»; Moro ingresa en el Parlamento en 1507 y desarrolla una brillante carrera política que culminará en 1529 con su nombramiento de canciller del reino. Pero tanto Maquiavelo como Moro caen de su puesto: Maquiavelo en 1512, cuando la república florentina se hunde ante las tropas de la Liga Santa y los Medícis recuperan el dominio sobre la ciudad: Moro en 1532 como consecuencia de la conversión de Enrique V III a la Reforma. El período de desgracia tiene un carácter muy diferente en ambos autores; en Maquiavelo son quince largos años de ocio for­zado, en los que se redactan las grandes obras de la madurez teórica — El Principe, los Discorsi, el Arte de la guerra, la Historia de Flo­rencia— ; en Moro son tres años de prisión en los que redacta obras ascético-religiosas antes de morir decapitado.

Por otra parte, su obra, más concretamente aquella producción suya que ha ejercido una honda influencia sobre el pensamiento y la cultura posteriores, es prácticamente contemporánea: El Príncipe y los Discorsi de Maquiavelo son obras de 1513, que en el caso de Jos Discorsi se prolongan a 1515-1517; la Utopía de Tomás Moro es

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una obra que, generada desde 1509 en conversaciones con Erasmo, queda redactada en 1515-1516, Y sin embargo son dos obras muy diferentes, tanto por su contenido intrínseco y su planteamiento me- todológico-concepiual como por su fama posterior: por un lado Ma- quiavelo, el propugnador del realismo político, el maestro de la polí­tica inmoral o amoral, del maquiavelismo como praxis política «dia­bólica» característica de la modernidad; por otro Tomás Moro, el autor de una condena radical (desde principios morales, religiosos y humanos) de la sociedad europea contemporánea y el formulado!* de una alternativa global en total solución de continuidad con dicha sociedad, el iniciador en suma de un género literario en el que iban a encontrar expresión los anhelos y sueños de una justa ordenación del mundo humano. No se trata ele que no haya verdad en todo ello, pero la realidad ele las cosas —de la obra de ambos autores— se muestra, como suele ocurrir frecuentemente, más compleja y ma­tizada.

1. Maquiavelo

El Principe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio son las dos obras fundamentales de Maquiavelo, Obras mayores pos­teriores como el Arte de la guerra y la Historia de Vlorcucia reiteran y amplían la doctrina militar de Maquiavelo o bien aplican a la expo­sición histórica de los avatares de Florencia los principios políticos asentados en las obras mayores. Por su parte, El Príncipe y los Discorsi —obras gestadas en la especialísima circunstancia de 1513— representaban la cumplida y prolija exposición de un entramado con­ceptual, plenamente maduro ya y definitivo, que había ido elaborán­dose a lo largo de quince años de experiencia directa de la política y de continua lectura de las obras de los historiadores antiguos y que había venido expresándose de forma parcial, pero cada vez más madura, en escritos de diferente carácter: opúsculos, correspondencia familiar y correspondencia intercambiada con el gobierno florentino en el curso de las diferentes legaciones a que es enviado, escritos sobre la organización militar de Florencia, poemas de contenido filo- sófico-político (cf. Maquiavelo, 1987).

Según una cierta imagen de Maquiavelo, el autor florentino no sería tanto un teórico de la política como un técnico de la misma;

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su obra — sus dos grandes obras— no ofrecería tanto una teoría coherente y elaborada del Estado, sobre su origen, su estructura y su función, como una técnica de la acción política, unas normas de la acción política correcta, a partir del principio de la conservación y ampliación del poder. Indiferente en gran medida con respecto a la forma del Estado — monarquía o república— Maquiavelo reflexiona­ría y ofrecería en su obra los principios de la acción coi-recta en cada caso. Así en El Príncipe —a tenor de lo dicho en la famosa carta a Francesco Vettori del 10 de diciembre de 1513 en la que comuni­caba a su amigo la redacción de la obra— «profundizo en la medida de mis posibilidades en las particularidades de este tema, discutiendo qué es un principado, cuantas son sus clases, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se pierden». Por su parte, los Discorsi versarían sobre las repúblicas, como parece colegirse sin posibilidad de discusión del capítulo II de El Principe: «Dejaré a un lado la cuestión de las repúblicas por haber razonado extensamente sobre ellas en otro lugar [es decir, en los 'Discorsi']».

El Príncipe y los Discorsi serían, según esta visión, obras hete­rogéneas. El contraste, ademas, entre estas dos obras aumenta si se toman en consideración otros tactores: el carácter puramente oportunista de El Príncipe, obra con la que el Maquiavelo técnico puro de la política habría pretendido en las penosas circunstancias personales de 1513 mostrar, medíante ese breviario del gobernante absoluto, lo útil que podía ser su colaboración a un monarca deseoso de poder; por otra parte, la prolongación, en los años siguientes, ele la redacción de los Discorsi y por tanto de su contacto espiritual con el Estado republicano mostraría la definitiva conversión o retorno de Maquiavelo al ideario republicano, renegando así del planteamien­to monárquico transitoriamente expresado en El Príncipe.

Son éstos unos juicios sobre Maquiavelo, su obra y su pensamien­to que se han repetido con frecuencia y han llegado hasta nuestros días. Sin embargo, además de quedar en ellos empequeñecida la figu­ra de Maquiavelo, sus dos obras fundamentales — y el conjunto de su pensamiento'— quedan profundamente distorsionados al negar la íntima conexión genética y conceptual existente entre El Principe y los Discorsi: en efecto, ya no se trata sólo de que El Príncipe nace y se escribe en un plazo de tiempo muy breve (la segunda mitad de 1513} como consecuencia del estado emocional y de la posición teórica a que ha llegado Maquiavelo, a lo largo de la correspondencia

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con Vel :tori ele los meses anteriores y a lo largo de ios primeros capítulos de los Discorsi, m su reflexión sobre las causas del hundi­miento político florentino e italiano y sobre la posibilidad y las vías de una regeneración política; se trata también de la íntima unidad conceptual existente entre ambas obras: la unidad de su concepción general del organismo estatal y de la política-, la unidad ele su con­cepción del hecho militar y religioso, la unidad ele su concepción del legislador y reformador político, la tesis común de que en condiciones de extrema corrupción política de un cuerpo social no hay otra posi­bilidad de regeneración política que la reordenación institucional de la mano de un «príncipe nuevo». Conceptualmente, pues, El Príncipe y los Discorsi son solidarios y contienen una misma filosofía política que encuentra una formulación mucho mas articulada y completa en los Discorsi, la obra fundamental de Maquiavelo,

Hay que decir, por lo demás, que la obra de Maquiavelo es una reflexión sobre la política y el Estado. La moral — excepto en la medida en que es la acción política o resulta políticamente relevan­te— apenas es objeto de consideración por su parte. Como señalaba en un opúsculo muy importante de 1503 (véase Maquiavelo, 1987) «entre los particulares las leyes, los documentos escritos y los pactos hacen observar la palabra dada, pero entre los estados sólo la hacen observar las armas». Y son las relaciones entre los estados y la del Estado con sus súbditos o ciudadanos en el marco dramático de la Italia y Florencia contemporáneas lo que constituye el objeto de la re­flexión maquiaveliana, una reflexión que, a diferencia de lo que ocu­rrirá un siglo más tarde con autores como Hobbes o Spinoza, no se formula en conexión con una filosofía explícita y elaborada, con un sistema global. Los Discorsi son cualquier cosa menos una expo­sición sistemático-deductiva de una teoría del Estado a partir de unos principios filosóficos generales; su carácter ■—típico del humanismo renacentista— de comentarios a la obra de Tito Livio le da un aspec­to profundamente desestructurado, donde resulta difícil al lector dis­cerní: un curso progresivo en el tratamiento del tema, mientras que El Príncipe tiene en gran medida el carácter de un opúsculo en el que los contenidos teóricos se presentan con una concisión extrema y sin apenas desarrollo ampliado, muchas veces en la forma de efica­ces aforismos de una gran carga provocativa* en una simbiosis no siempre claramente díseerníble con la dimensión retórica y propagan­dística o movilizadora de la obra (factores todos ellos determinantes,

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junto con lo provocativo ele sus tesis, de su fortuna histórica).Sin embargo, sería exagerado e incluso erróneo afirmar que la

teoría política maquiaveliana no está conectada con una filosofía ge­neral, Tal filosofía general se halla, en efecto, implícita, y en nume­rosas ocasiones emerge y se pone de manifiesto de una forma directa o indirecta como trasfondo conceptual de las consideraciones polí­ticas particulares. Podemos decir que quizás el principio filosófico último del pensamiento político maquiaveliano es el inmanentismo cósmico del sujeto y del colectivo humano. En efecto, en conexión con las tesis de una cierta tradición aristotélica (la representada, por ejemplo, por MarsiJio de Padua y en aquellos mismos años por Pom- ponazzi), Maquiavelo no niega la existencia de Dios, pero para él es una entidad trascendente al cosmos en cuyo seno, en la región inferior del mundo sublunar sometido al gobierno astral, se halla inmersa la humanidad, cuyo destino es inexorablemente inmanente a esc cosmos permanente y eterno que presenta siempre el mismo rostro y que en el fondo hace a la existencia humana siempre idéntica también en el tiempo, por el carácter reiterativo y permanente de la physis tanto universal como humana:

Suelen decir los hombres prudentes —y no por casualidad ni sin razón— que quien quiera ver lo que ha de ocurrir debe consi­derar lo que ha ocurrido, porque todas las cosas del mundo, en cualquier tiempo, tienen su justa réplica en el pasado. Es esto debi­do a que siendo dichas cosas realizadas por los hombres, que tienen y tuvieron siempre las mismas pasiones, conviene necesariamente que resulten siempre los mismos efectos (Dtscorsi, III, 43).

El ser humano es siempre el mismo — como es siempre idéntica la naturaleza en general— y en consecuencia también lo son la histo­ria y la política. Pensar lo contrario — abandonar este principio na­turalista que ve al hombre y al colectivo humano como datos de una physis dotada de una legalidad siempre idéntica— sería suponer el absurda de que «el cielo, el sol, los elementos, ios hombres, ha­bían variado de movimiento, de orden y de poder con respecto a lo que eran antiguamente» {Discorsi, I, proemio). Es este principio, además, lo que hace de la historia «la maestra de nuestras acciones y especialmente de los príncipes» y que funda el saber maquiaveliano en las dos fuentes de «la experiencia de las cosas modernas y una continua lectura de las antiguas» (dedicatoria de El Príncipe).

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En esta visión ele la humanidad radicalmente inmanente ai mun­do sublunar, la religión no puede ser por lo demás un vínculo del hombre con la divinidad en una perspectiva ultraterrena y trascen­dente, sino un vínculo del hombre con el hombre en el seno del Estado; la religión es un ordine (una institución) estatal fundamental que elabora socialmente —con vistas a la armonía del Estado; con vistas también a la utilidad del poder— el timor Dei naturalmente inserto en la humanidad produciendo un individuo eficazmente inte­grado en el Estado. Dios —cuya existencia no se niega— viene a ser antes que el término final del vínculo religioso, el médium que posibi­lita la eficaz interrelación de los individuos en el seno del Estado. Se trata, obviamente, de una concepción política de la religio que hunde sus raíces en la tradición filosófica (platonismo, estoicismo, tradición averroísta), que resulta muy coincidente con el planteamiento con­temporáneo de Pomponazzí y que tipifica a la religión como un instrumenium regni del legislador y del Estado para el feliz desarrollo de sus fines, fines que no tienen por qué ser antitéticos con los del pueblo educado por la religión. Precisamente por elaborar ese sentimiento natural insito en el hombre es por lo que la religión no es —o no es únicamente— un instrumento de gobierno de la mate­ria social por parte del legislador y del poder estatal, sino también un factor educativo y cohesionador —una fuente de buenas costum­bres— del que depende la buena salud del Estado; «Y así como la observancia del culto divino es causa de la grandeza de las repúbli­cas, de la misma manera el desprecio del mismo es causa de su ruina» (Discorsi, 1, 11). Es natural, pues, que la evaluación maquia- veliana de las religiones se haga en función exclusivamente de su eficacia política y que por ello evalúe altamente la religión de la antigua Roma republicana y no tenga más que palabras de sarcasmo para la religión cristiana*

La religión antigua además no santificaba sino a hombres llenos de gloria mundana, como ios capitanes de los ejércitos y los prín­cipes de las repúblicas. Nuestra religión ha glorificado más a los hombres humildes y contemplativos que a los activos. Ha puesto además el sumo bien en la humildad, en la abyección y el despre­cio de las cosas humanas; la otra lo ponía en la grandeza de ánimo, en la fortaleza del cuerpo y en todas las otras cosas capaces de hacer a los hombres fortísimos. Y si nuestra religión exige que tú tengas en tí fortaleza, quiere que seas más capaz de sufrir que de hacer

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alguna cosa grande. Esta manera de vivir, pues, parece haber vuelto al mundo débil y haberlo ciado en botín a los malvados, Jos cuales lo pueden gobernar con toda tranquilidad al ver cuino la mayoría de los hombres, para ir al Paraíso, piensan más en soportar sus golpes que en vengarse de ellos (Discorsi, II, 2).

a la cual considera —no tanto por sí misma como por el grado de corrupción al que ha llegado en Italia de la mano de la Iglesia— un factor decisivo en el hundimiento político italiano contempo­ráneo;

Y dado que muchos son de la opinión de que el bienestar de Italia nace de la Iglesia romana, voy a examinar aquellas razones que se me ocurren en contra de ellos y alegaré dos razones pode­rosísimas que en mi opinión son irrefutables. La primera es que a causa de los malos ejemplos de aquella corte [i.e, Roma] nues­tro país ha perdido toda devoción y toda religión, lo cual es la causa de infinitos inconvenientes e infinitos desórdenes, pues de la misma manera que donde hay religión se presupone todo bien, allí donde falta se presupone lo contrario. Tenemos, por tanto, con la Iglesia y con los curas nosotros los italianos esta primera deuda: hemos perdido la religión y nos hemos visto reducidos a la servi­dumbre; pero tenemos otra deuda mayor todavía y es que la Iglesia ha mantenido y mantiene a este país dividido. Y verdaderamente ningún país estuvo jamás unido y feliz, excepto si vino todo entero a la obediencia de una república o de un principe, como ha ocurri­do a Francia y España. Y la causa de que Italia no haya llegado a la misma condición, ni tenga una república o un príncipe que la gobierne, es únicamente la Iglesia (Disconi, I, 12).

En este horizonte mundanal cerrado en el que la religión e$ considerada una institución estatal, la patria (la ciudad, el Estado) se convierte en valor absoluto y supremo;

Cuando de la decisión que se tome depende la salvación de la patria, no debe entrarse en consideración alguna ni sobre lo justo ni sobre lo injusto, ni sobre lo piadoso ni lo cruel, ni sobre lo loable nx lo ignominioso, sino dejando a un lado cualquier otra conside­ración, seguir enteramente aquel partido que salve su vida y conser­ve su libertad.

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El Estado se présenla así a Maguía velo como la suprema constrao ción de la luimanidad.

¿A qué se debe este alto valor del Estado? Sencillamente a que él es el «orden», la ímica posibilidad de una convivencia pacífica y organizada. Los hombres son sujetos de pasiones y entre las pasiones que naturalmente los constituyen y los hacen emrar en relación figura en primer plano la ambición:

Siempre que los hombres se ven impedidos ele combatir por necesidad lo hacen por ambición, la cual es tan poderosa en los pechos humanos que jamás los abandona por muy altos que puedan haber subido. La causa es que la naturaleza ha creado a los hom­bres de tal manera que pueden desearlo todo, pero no conseguirlo. Así que, siendo siempre mayor el deseo que la capacidad de adqui­rir, resulta de dio el descontento con Jo que se posee y la poca satisfacción. De aquí viene la mutación ele su fortuna, porque deseando unos hombres tener más y temiendo los otros perder lo conseguido surgen las enemistades y las guerras y de éstas la ruina de aquel país y el encumbramiento de éste (Discorsi, I, 37).

El Estado es el ordenamiento que canaliza el discurrir de las pa­siones y da un cauce al despliegue de la ambición* articulando de forma constructiva las relaciones entre las dos clases sociales o «humores» (nobles o grandes y pueblo) generados por la ambición; el Estado ordena y articula esa energía pasional y despliega bada el exterior en una política expansiva h ambición violenta que no puede ejercerse en su seno:

Cuando una región vive salvaje / por su naturaleza y luego por accidente / con buenas leyes se ve instruida y ordenada, / deAmbición contra extranjera gente / usa el furor, que entre sí mis­ma usarlo / ni las leyes ni el rey se lo consiente; / por eso d mal propio casi siempre cesa, / mas suele, sí, turbar el redil ajeno / donde ese su furor la enseña ha puesto (Capitulo de la ambi­ción, 1509; recogido en Maquiavelo, 1987).

Pero el Estado puede ser más o menos eficaz en la consecución de este objetivo de canalización de las pasiones enfrentadas y puede ser más o menos fuerte en su capacidad de enfrentamiento con otros organismos estatales. Todo ello depende, iiaturalniente, de la forma

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que le ha sido dada, de los ordini que han sido establecidos, por el legislador originario, pues en opinión de Mnquiavelo,

jamás o raramente sucede que una república o reino se vea orde­nado bien desde el principio o reformado completamente de nuevo al margen de los viejos órdenes, si no es ordenado por uno solo: es necesario que sea uno solo quien dé la pauta y de cuya mente dependa una ordenación de esas características. Por eso el ordena­dor prudente de una república, cuya intención además no sea servir a sí mismo, sino al bien común, no a su propia descendencia, sino a la patria común, debe ingeniárselas para tener toda la autoridad él solo {Discorsi, I, 9).

El Estado así forjado puede ser una monarquía, una aristocracia, un gobierno popular o tener la forma —caso de la República ro­mana— de una constitución mixta, forma de gobierno más estable y duradera (cf. Discorsi, L 2). Lo importante, sin embargo, no es tanto la forma de gobierno (y Maqniavelo siente, como florentino, una inclinación hacia el Estado republicano) corno la capacidad de durar del Estado, emanada ele la «necesidad ordenada por las leyes» y de la adaptabilidad a las diferentes circunstancias: «feliz puede llamarse aquella república que recibe en suerte un hombre tan pru­dente que le dé un ordenamiento legal tal que, sin tener necesidad de corregirlo, pueda vivir en seguridad bajo él» (Discorsi t I, 2).

Ya desde 1503 (desde un importantísimo opúsculo titulado Dis­curso sobre la provisión de dinero, con un breve proemio y justifi­cación; véase Maquiavelo, 1987) Maqniavelo ha llegado al conven­cimiento de que la base para la conservación de todo Estado, con independencia de su forma, es la combinación de prudencia y armas:

Todas las ciudades que por siempre se han gobernado durante algún tiempo por príncipe absoluto, por los aristócratas o por el pueblo, como se gobierna Florencia, han tenido para su defensa las fuerzas combinadas con la prudencia, porque ésta por sí sola no basta y aquéllas no llevan adelante los asuntos o, acaso de hacerlo, no los mantienen. Son. pues, estas dos cosas el nervio de todos los estados que hubo o que habrá jamás en el mundo y quien haya observado mutaciones de los reinos, las tuinas de los países y de las ciudades, habrá visto que no tienen otra causa que la falta de armas o de buen sentido.

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Decir Estado es lo mismo que decir seguridad y autonomía, es decir, dependencia exclusiva de sí mismo, y ello comporta necesariamente la posesión de la fuerza o armas capaces de disuadir a otros estados y de asegurar la confianza de los propios subditos:

Y os repito de nuevo que, sin fuerza, las ciudades no se mantie­nen.. sino que se encaminan a su fin ... ya que toda ciudad, todo Estado, debe tener por enemigos aquellos que puedan abrigar la esperanza de poder ocuparlo y de los cuales no puede defenderse. Jamas hubo Señor o república sabia que quisiera tener su territo­rio a discreción de otros o que, teniéndolo, le pareciera tenerlo seguro ... Os hallaréis desarmados, veréis a vuestros subditos des­leales y es razonable que sea así porque los hombres no pueden —ni deben—■ ser siervos leales de un señor por el que no pueden ser ni defendidos ni corregidos ... Ya os he dicho que serán amigos vuestros aquellos estados que no puedan atacaros y os lo digo una vez mas, porque entre los particulares las leyes, los documentos escritos y ios pactos hacen observar la palabra dada, pero entre los estados sólo la hacen observar las armas ... y no siempre se puede echar mano a la espada de otros: por eso lo correcto es tenerla al laclo y envainarla cuando el enemigo está lejos, pues ele ío contrario después ya no se está a tiempo y no se encuentra remedio.

Hablar de Estado es, por tanto, hablar de armas y de «armas pro­pias»; no se trata sólo de que el Estado debe disponer de armas, sino de que él es el señor de estas armas v ellas expresión suva y de su política. De ahí la polémica maquinveliana —desarrollada en Príncipe, XII-XIV— contra las armas mercenarias v auxiliares (las prestadas por otro Estado) y la exigencia de una directa articulación y dependencia de la fuerza con respecto al poder político. Esto es lo verdaderamente novedoso y clarividente en la doctrina militar de Maquiavelo, más allá de sus juicios acerca del valor de la infan­tería, artillería o caballería y acerca de k superioridad militar de las tropas mercenarias o de la «milicia ciudadana». Con su exigencia de k directa y completa subordinación de las armas al poder soberano estatal, con la conciencia de que el poder político y el poder rmlitar eran una sola cosa, Maquiavelo reconocía uno de los imperativos básicos del Estado moderno y mostraba el definitivo ocaso de la política y 1a guerra medieval o feudal; el que por su vinculación ideal y vital a una eíudad-Estado (la Florencia republicana de la

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que fue funcionario durante quince anos) y a la vieja Roma republi­cana valorara sobremanera la «milicia ciudadana» sin percatarse en­teramente de las contradicciones que implicaba su proyecto — un ejército de subditos y no de ciudadanos dada la estructura misma del Estado florentino— es secundario con respecto a la indagación fundamental de las relaciones entre el poder político y el militar.

Las armas y la guerra —-momento decisivo en el que toda la energía y solidez del Estado se ponían a prueba— son pues compe­tencia exclusiva del poder estatal: «Un príncipe, pues, no debe te­ner otro objeto, ni otra preocupación, ni considerar competencia suya cosa alguna, excepto la guerra y su organización y dirección porque éste es un arte que corresponde exclusivamente a quien manda» (Príncipe, XII). Pero el otro «nervio» de cualquier Estado es la «prudencia» o —como dirá Maquíavelo en los escritos concer­nientes a la «milicia florentina»— la «justicia», esto es, el marco constitucional que constituye el Estado y el comportamiento o go­bierno con respecto a los subditos y a otros estados. A esta ver­tiente clel ejercicio estatal dedica Maquíavelo —en atención prefe­rente al gobierno monárquico y más concretamente al «príncipe nuevo», es decir, a las necesidades en que se encuentra quien esta­blece un nuevo Estado mediante su nueva ordenación política— la tercera parte de El Príncipe (los capítulos XV-XXIII), aquella par­te que por su tono, sus tesis y sus fórmulas, más ha contribuido a consolidar la fama histórica de Maquíavelo como postulador de una política sin principios morales basada en la deslealtad, el engaño y la crueldad.

Nuestro autor es consciente de la novedad y originalidad de su planteamiento, así como de la raíz de ello: la mirada radicalmente realista dirigida sobre el mundo de la política en la consciencia de que se trata de un ámbito distinto del de las relaciones entre indivi­duos, la consideración positiva de cómo son realmente las cosas en el mundo de las relaciones intetestatales frente a toda posible ten­tación de refugio en el deseo de la imaginación o en el plano del deber ser. La dura realidad de la maldad humana impone necesaria­mente una conducta política basada en la disposición a «entrar en la vía del mal» en caso de necesidad. La política se configura así como un ámbito gobernado y presidido por una necesidad intrínseca que exige para la propía preservación — se trata de conservarse en el ser, de mantener y mantenerse en el poder, de la preservación del

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Estado— una conducta en muchos casos contradictoria con las exi­gencias de la moral:

Siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido mas conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma, Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta dis­tancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que debería hacer, aprende antes su ruina que su preservación: porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un príncipe, sí se quiere mantener, que aprenda a* poder no ser bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad (Príncipe, XV).

En efecto, frente a la literatura humanística acerca de las virtudes del gobernante —literatura que por aquellos años iba a encontrar uno de sus hitos máximos en la Instituíio principis chmticmi (1516) de Erasmo de Rotterdam y que iba a prolongarse en el género nuevo de las «utopías» abierto con la obra de Tomás Moro redactada en ese mismo año— , Maqniavelo pretende constatar que una eficaz conducta política {eficax no sólo desde el punto de vista del interés del gobernante, sino del conjunto del cuerpo social) exige de hecho en muchísimas ocasiones la parsimonia frente a la liberalidad, la crueldad frente a la clemencia; requiere ser temido antes que ama­do — sin llegar nunca a concitar el odio del universal— , así como la deslealtad y perfidia hasta llegar incluso a la traición; requiere obrar en contra de los preceptos de la misma religión que se profesa y que debe constituir uno de los cimientos básicos del edificio estatal. Es necesario asimismo la simulación y disimulación, es decir, el re­vestimiento de una apariencia de bondades que vele y oculte la rea­lidad de una praxis necesariamente marcada por el mal en muchas ocasiones:

Se ha de tener en cuenta que un príncipe —y especialmente un príncipe nuevo— no puede observar todas aquellas cosas por Jas cuales los hombres son tenidos por buenos, pues a menudo se ve obligado, para conservar su estado, a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso necesita

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tener un ánimo dispuesto a moverse según lo exigen los vientos y las variaciones de ía fortuna y a no alejarse del bien si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado (Príncipe, XVIII).

La innovación maquíaveliana y la rafe de su fama posterior re­siden en esta constatación ele la presencia clel mal en la política como consecuencia ele la realidad de la naturaleza humana, en esta consta­tación de la imposibilidad ele evitar cometer el mal e incluso — para­dójicamente— en la bondad del mal y en la maldad ele la presunta acción buena paralela:

si se considera todo como es debido se encontrará alguna cosa que parecerá virtud, pero sí se la sigue traería consigo su ruina y alguna otra que parecerá vicio y si se la sigue garantiza la seguridad y el bienestar suyo (Príncipe, XV) ... Cesar Borgia era considerado cruel y sin embargo su crueldad restableció el orden en la Romana, restauró la unidad y la redujo a la paz y a la lealtad al soberano. Si se examina correctamente todo ello, se verá que el duque había sido mucho más clemente que el pueblo florentino, que por evitar la fama ele cruel permitió en última instancia la destrucción de Pistoya. Debe por tanto un príncipe no preocuparse de la fama de cruel si a cambio mantiene a sus súbditos unidos y leales (Príncipe, XVIII).

Como ya señaló Croce, todo ello era el descubrimiento por Ma- quiavelo de «la necesidad y la autonomía de la política, que está más allá —o mejor dicho más acá— del bien y del mal moral, que tiene leves a las que es inútil rebelarse, que no puede ser exorcizada ni expulsada del mundo con agua bendita». De ahí la decisión ma- quiaveliana ele estudiar la política con independencia de toda cues­tión moral, en su propia lógica interna de fuerza y poder. Pero esta escisión entre ética y política, esta presencia del mal en la política que Maquiavelo constata realísticamente y a la que considera insen­sato oponerse, no deja de producir una fuerte dosis de amargura — tanto mayor cuanto más claramente se percibe su lógica nece­saria e incluso el tácito reconocimiento por todos— en él. Así, por ejemplo, ante la perfidia del nuevo papa Julio II con respecto a César Borgia, Maquiavelo escribe en una carta oficial al gobierno florentino: «se ve de esta manera que este Papa comienza a pagar sus deudas de una forma bastante honorable y las tacha con la tinta

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del calamar; sin embargo, sus manos son bendecidas por todos y lo serán tanto más cuanto más adelante se proceda». La necesidad po­lítica del mal no condona el mal mismo; el fin puede hacer inevita­bles los medios y éstos pueden ser excusados por el vulgo (Prínci­pe, X V III) y por el mismo sabio {Discorsi, I , 9), pero no se afirma en Maquiavelo ninguna razón de Estado ni ninguna jerarquización entre ética y política que bagan del mal y del crimen un bien o esta­blezcan una especie de suspensión provisional de la moral en aras de la bondad última del fin propuesto; mal y crimen son lo que son y de hecho no hay mixtificación posible. Maquiavelo constata, pues, una irreductible escisión entre la política (el reino de kratos, de la fuerza) y las exigencias de la moral, una escisión que hunde sus raíces en la constitución natural del hombre como sujeto de pasiones entre las que ocupa un lugar preferente k insaciable ambición.

En la situación natural de inevitable choque de las ambiciones particulares el Estado representa el único factor de estabilidad, de orden y de reglamentación; en el choque también inevitable de las ambiciones estatales la buena ordenación del propio Estado (y ello incluye la buena organización militar) constituye la única garantía de seguridad. Y el Estado se aparece a Maquiavelo ■—como a cierta tradición aristotélica representada en su tiempo por Pomponazzi— como un organismo vivo («il corpo misto delFumana generazione») con sus humores, su salud y su enfermedad, su inevitable corrup­ción con el curso del tiempo y k necesidad consecuente de regene­rarlo por retorno a los principios o por medio de una reforma com­pletamente nueva. El sentido, pues, que Maquiavelo tiene del Estado es vivísimo y no es extraño que en los Discorsi nos diga que «entre todos los hombres que reciben alabanzas los más alabados son quie­nes han sido cabezas y ordenadores de las religiones. A continuación quienes han fundado repúblicas o reinos ... Son por el contrario infames y detestables los destructores de las religiones, los dilapida­dores de reinos y de repúblicas» (I, 10). Ya sabemos que esta fun­dación y reforma de un organismo estatal sólo puede ser obra de una personalidad individual —el legislador o príncipe nuevo, figura de la que se nos nombran como ejemplos Moisés, Ciro, Teseo, Ró- mulo, y en el momento contemporáneo César Borgia— de virtù fue­ra de lo común.

Pero, ¿cuáles son los componentes de la virtù política? Es evi­dente que ella comporta una competencia técnica, una capacidad

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para reconocer la oportunidad que la fortuna brinda, la audacia y el «so decidido de la fuerza, la eficacia en el empleo decidido y opor­tuno de todos los recursos y expedientes necesarios para la conser­vación del poder, incluso aquellos contradictorios con la moral. Sin embargo, con ello solo no basta y Maquíavelo se resiste a reconocer la virtu a usurpadores afortunados del poder como Julio César o Agatóeles: «sin embargo, no es posible llamar virtud a exterminar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, carecer de palabra, de respeto, de religión. Tales medios pueden hacer conseguir poder, pero no gloria» (Príncipe, V III).

Componente fundamental de la virtu es la aplicación de esa ca­pacidad técnica de adquisición y conservación del poder a un pro­yecto no egoísta (no tiránico), sino colectivo; su fusión en suma con un ethos filantrópico en una personalidad que Maquíavelo denomina «savio, buono e potente cittadino», cuyo objetivo sea la construc­ción ele un organismo político sano y duradero y para quien el poder sólo es deseable si se da vinculado con la gloría ante k posteridad:

verdaderamente buscando un príncipe la gloria del mundo debería desear entrar en posesión de una dudad corrompida, no para devastarla totalmente como César, sino para reordenarla como Ho­rnillo. Verdaderamente los cielos no pueden dar a los hombres una mayor oportunidad de gloria ni los hombres pueden desear ningu­na mayor. Y si para querer ordenar bien una ciudad, hubiera que renunciar necesariamente al principado, quien no la ordenara por no renunciar a esc rango merecería una cierta excusa, pero siendo posible tener el principado y ordenarla ya no hay excusa alguna posible. Consideren, pues, en suma aquellos a quienes los ciclos dan una oportunidad de esa clase que ame ellos se abren dos vías: una les hace vivir seguros y a su muerte los vuelve gloriosos; la otra les hace vivir en continuas angustias y a su muerte dejan detrás de sí una infancia sempiterna (Discorsiy I, 10).

Al delineamiento de esta figura —como tínica solución posible al hundimiento y a la corrupción política, militar y religiosa de Italia— tiende El Príncipe y los primeros capítulos de los Discor sí (el la­mento por su ausencia marca incluso buena parte de la Historia de Florencia). La obra de Maquíavelo, redactada en los días del infor­tunio personal y del desastre florentino e italiano, estaba así impul­sada por un fuerte aliento reformador e incluso «utópico», un alien-

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to que sin embargo se mantenía siempre estrechamente unido al diagnóstico realista de la situación italiana y a la correcta determi­nación teórica de los principios rectores de la política en general y del establecimiento ele nuevos organismos estatales en particular. Esta inserción teórica profundamente realista da, por otra parte, a la obra maquiaveliana, a su elaboración de la figura del príncipe nuevo «redentor» de Italia (cf. El Príncipe, XXVI), el tono trágica­mente ambiguo que la caracteriza: radical es el remedio necesario y excepcional el personaje que la situación histórica exige; de ahí la lucida constatación teórica de que difícilmente podrá triunfar so­bre la fortuna, sobre la condición de los tiempos, pero de ahí tam­bién la exigencia volúntaosla que se afirma («vale más ser impe­tuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario, sí se quiere tenerla, sumisa, castigarla y golpearla», El Príncipe, XXV) y el manifiesto propagandista con que finaliza la obra (capítulo XXVI).

En vida de Maquiavelo sólo había visto la luz, de las grandes obras, el Arte de la guerra, publicado en 1521. Tras su muerte en 1527 se publicarán los Discorsi (1531) y El Príncipe y la Historia de Florencia (ambas en 1532). La definitiva consolidación del dominio extranjero en la península italiana y el ocaso de las estructuras polí­ticas republicanas frente a las formaciones estatales de tipo señorial y monárquico traerán consigo el olvido del ideario republicano de Maquiavelo y de su perspectiva regeneradora ante la crisis italiana. A lo largo de los siglos siguientes, prácticamente hasta el momento de la Revolución francesa y la revilalizacíón clel ideario republicano, Maquiavelo será el autor de El Príncipe, obra en la que no se ve el delineamiento de la figura del «príncipe nuevo», sino un breviario y una guía política para monarcas absolutos en la que frente a la tradicional preceptística cristiana sobre las virtudes que deben ornar a un príncipe cristiano se presenta, especialmente en los capítu­los XV-XVIII, los principios de una política sin escrúpulos basada en el engaño, la traición y el crimen. Surgirá así la asociación de Ma­quiavelo con el diablo (El Príncipe será «opus dígito Sathanae scriptum») que, en el marco de una Europa sacudida por las guerras de religión y la controversia religiosa, será juicio generalizado y usa­do como denuncia del bando enemigo, católico o protestante. En la segunda mitad del siglo xvi se desarrolla toda una publicística antb maquiaveliana tendente a restaurar la unidad entre política y moral que en la obra del secretario florentino había quedado despedazada;

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al mismo tiempo, en el ámbito ele la Contrarreforma católica (Botero, Zuccoio), se asistía al curioso fenómeno de la elaboración de la doctrina de la ragione di stato, en Ja cual — con un silencio prácti­camente absoluto sobre Maquiavelo, incluido en el Index en 1559— se legitimaba de hecho la praxis del príncipe maquiaveliano en aras del valor supremo del interés estatal, a la vez que se establecía una relación de subordinación ocasional de la ética a Ja política que permitía tanto la condena general de Maquiavelo como la pérdida — en un movimiento espiritual íntimamente vinculado con el easuís- mo jesuítico—- del sentido trágico de la escisión irreparable entre moralidad y necesidad política presente en la obra de Maquiavelo. Pero, por otra parte, un autor como Campanella (desde su visión utópico-mesiánica) permanecerá obstinado en la radical condena mo­ral de Maquiavelo y en el rechazo de la componenda aristotélico- jesuítica manifiesta en la noción de «razón de Estado», mientras que con Bacon se expresa el reconocimiento de Maquiavelo como «his­toriador» de la naturaleza humana y de las construcciones políticas, reconocimiento que se desarrollará en el libertinismo del siglo xvu y en aquellos autores que, como Hobbes o Spinoza, representan la elaboración de una teoría puramente natural del poder y del Estado en el marco del utillaje conceptual de la nueva filosofía y de la nueva ciencia.

2. Tomás Moro y la Utopía

Las prensas de Lovaina publicaban en 1516 —en una edición que se agotó rápidamente e iba a dejar paso a nuevas ediciones en París (1517) y Basilea (marzo y noviembre de 1518)—- una obra destinada a iniciar y dar nombre a un nuevo género literario-filosó- fico; la De óptima republkae statu deque instila Utopia de Tomás Moro, amigo personal y muy estimado de Erasmo (quien le había de­dicado su Elogio de la locura, impreso en 1511) y figura destacada en el movimiento humanístico inglés. Abundantes eran las fuentes y comentes en las que la obra de Moro encontraba alimento e inspi­ración: la apertura del mundo conocido gracias a los descubrimien­tos geográficos, que venían a añadir un «orbe nuevo» al viejo con todo tipo de noticias sorprendentes y maravillosas; la literatura de viajes floreciente en la época helenística griega (un momento de

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apertura geográfica similar al europeo de comienzos del siglo xvi), cuyas obras se habían conservado parcialmente en los resúmenes de Diodoro Sículo y Luciano de Samosata; las obras satíricas de autores como el mismo Luciano o Aristófanes (estimadísimos ambos por Moro y Erasmo, que habían traducido buena parte de la obra del primero) y la obra seria y magistral de autores como Platón (la Re­pública especialmente) y Plutarco, cuyos retratos biográficos de le­gisladores míticos como Licurgo y de personajes históricos mitificados como Agis de Esparta y Solón de Atenas prestaron más de un rasgo al legislador originario de Utopía, el rey Utopos. Cabría añadir a todo ello, en un sutil juego a la vez de adhesión y de irónico escep­ticismo, las expectativas europeas contemporáneas de una mutación en el estado de las cosas humanas, expectativas alimentadas tanto desde el ámbito de la restauración clasicísta (el retorno de la actas aurea) como desde el escatologismo cristiano, expectativas en este último caso que rebrotarían en la década siguiente con las corrien­tes de la reforma radical (Müntzer, anabaptistas) para sostener en el futura (siglos xvi y xvn) una oscilante relación con el género utó­pico.

A la Utopía, y en general a la literatura utópica, resulta plena­mente pertinente la observación de Maquiavelo en el capítulo XV de El Principe: «Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vi­vir ...» , La Utopía coincide con retratos de sociedades perfectas como la República de Platón y con retratos humanísticos de las virtudes del príncipe cristiano en trazar un cuadro de una sociedad humana a partir de las exigencias de la razón y de la religión cristiana, a par­tir en suma de imperativos éticos y religiosos (el deber ser), vol­viendo la espalda a ia realidad efectiva o a la tozudez de los hechos. A diferencia, sin embargo, de las «imaginaciones» tradicionales la Utopía de Moro sustituye la mítica ubicación en el pasado o la es- catológica localización en un futuro todavía por llegar o incluso la abstracción de las condiciones espaciotcmporales, por una ubica­ción del ideal en el presente actual: la sociedad feliz y bien ordenada es coexístente a nosotros en el espacio, pero está clausurada y se­cuestrada por una barrera geográfica destinada a mantenerla incon­taminada de asaltos exteriores. Con ello el mismo artificio que la hace literalmente posible y le presta buena parte de su fascina-

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ción, la priva de realidad y la tipifica como un punto de referencia a la vez presente y ausente. El mismo lenguaje de Tomas Moro, cuya terminología toponímica de Utopía subraya su irrealidad y cuyo estilo ambiguo e irónico crea una ambivalencia similar a la conseguida por Erasmo en el Elogia, contribuye eficacísímamente a esta doble dimensión de Utopía, No es ésta precisamente una de las ultimas razones que explican la frescura y lozanía de la obra de Moro frente a la mayor parte de la literatura utópica posterior en ella inspirada.

Porque, en efecto, uno de los rasgos sobresalientes de la litera­tura utópica es su gran diversidad, las profundas diferencias exis­tentes en las sociedades perfectas retratadas. Ello es debido, obvia­mente, no sólo a las circunstancias históricas en las que se redacta la utopía, sino también a las representaciones propias de cada autor acerca de la sociedad justa y a aquellos rasgos que le interesa poner de manifiesto como especialmente constitutivos del Estado bien or­denado. Así, la Utopía de Moro debe buena parte de sus rasgos ai momento en que fue escrita, 1516, y representa el ideal político- social del humanismo cristiano antes de la entrada en escena de Lutero (1517) y la cruenta escisión consiguiente del orbe cristiano en dos bandos irreconciliables. No se trata tan sólo de que la Uto­pía moreana encama una serie de principios e ideales del humanismo cristiano que iban a quedar definitivamente arrinconados con la intolerancia y el sectarismo religiosos triunfantes en el siglo xvi, sino también de que la misma obra moreana iba a experimentar un decisivo cambio de rumbo como consecuencia de Ja reforma lutera­na; es mucho más que probable que, ele haber esperado unos pocos años más, la Utopía nunca hubiera sido escrita o bien hubiera reci­bido un rostro muy diferente del que le otorgó la optimista confianza del humanismo erasmiano anterior a 1517. Cuando el discurso utó­pico vuelve a reanudarse en la segunda mitad del siglo xvi en la Italia contrarreíormada, la atmósfera espiritual de la Contrarreforma tridentina deja sentir sus efectos en obras como la Reppublka imtna- ginaría de Ludovico Agostini (publicada en 1591, pero escrita entre 1575 y 1580) o la Reppublka di Evandria de Ludovico Zuccolo (1625), obras de escasísima influencia, pero plenamente indicativas de la uníformización mental impuesta por la autoridad católica. Las dos utopías más características del Renacimiento tardío {La ciudad del sol de Campanella y La Nueva Átlimñda de Bacon, ambas re­

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dactadas en el primer cuarto del siglo xvn) muestran también sus rasgos profundamente diferenciados, debidos tanto al momento his­tórico de su redacción como a los ideales y pensamiento íilosóhco general de su autor respectivo.

Rasgo común de todas las utopías renacentistas es, como ya he­mos indicado, su aislamiento y clausura frente al exterior. Tal rasgo es una exigencia literaria para hacer posible y plausible la existencia real de la sociedad perfecta en el momento contemporáneo. Lo per- fecto y ejemplar sólo puede existir realmente a condición de estar clausurado para nosotros y ser prácticamente imposible el acceso y el contacto cultural con nuestras sociedades imperfectas e injustas, contacto que seguramente sólo tendría como resultado la corrupción y destrucción de Ja perfecta sociedad utópica sin que nuestras socie­dades hubieran mejorado ostensiblemente. El aislamiento y la clau­sura frente al exterior son datos consustanciales a la sociedad utópica y por tanto a las utopías renacentistas; el conocimiento de ellas y ele su organización social se establece siempre por medio de nave­gantes europeos que han accedido a ella de forma accidental e im­prevista y que han regresado a nosotros para darnos cuenta de este perfecto Estado, lo todo otro con respecto a nuestras sociedades destinado a funcionar como punto de referencia apenas alcanzablc. Como señala Horkheímer («Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia», en Max Horkheímer, Historia, metafísica y escepticismo^ Alianza Editorial, Madrid, 1982, p. 92); «la Utopía del Renacimiento es la secularización clel Cíelo de la Edad Media».

El aislamiento y la clausura de la sociedad utópica destinados a mantener incontaminada e incólume esa sociedad por su segregación clel mundo exterior, clel mundo europeo, evidencian otro rasgo con­sustancial de la misma; su inmovilismo. La sociedad utópica es una sociedad estática, inmóvil, abierta únicamente a la fiel reproducción de sí misma, a la permanente reiteración de su perfección y de su felicidad. Si uno de los factores generadores de la inmovilidad es el aislamiento frente al exterior (las sociedades utópicas están ubicadas en islas y en el caso mismo de la Utopía de Moro la isla es artificial por la destrucción de la primitiva lengua de tierra que la unía al continente), el otro es la férrea reglamentación que reina en su interior; todo está regulado y previsto; hasta la felicidad y el goce vital están sometidos a una reglamentación y organización social. Ello es debido, naturalmente, a la necesidad de mantener fijas y estanca-

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das las relaciones sociales en la perfección presente; la libre iniciati­va individual sería un factor distorsionado^ generador de profundas transformaciones sociales y un factor disolvente de las tradicionales y perfectas formas de relación y de producción; era exactamente lo que ocurría en la Europa del siglo xvr, donde la libre empresa indi­vidual estaba destruyendo formas de vida seculares y comúnmente aceptadas hasta el momento. El libro primero de la Utopía de Moro — escrito con posterioridad al segundo, esto es, a la descripción de la sociedad utópica— describe en páginas elocuentes que serían te­nidas en cuenta por el mismo Marx en su reconstrucción de la acumulación primitiva del capital (sección octava del primer libro de El Capital) el proceso de constitución del proletariado inglés me­díante la privatización de ios bienes comunales y la conversión en pastos de vastos territorios hasta entonces empleados en la agri­cultura:

Para que uno de estos garduños —inexplicable y atroz peste del pueblo— pueda cercar una serie de tierras unificadas con varios miles de yugadas, ha tenido que forzar a sus colonos a que le vendan sus tierras. Para ello, unas veces se ha adelantado a cercar­las con engaño, otras les ha cargado de injurias, y otras los ha acorralado con pleitos y vejaciones. Y así tienen que marcharse como pueden hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viu­das, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, pues la tierra necesita muchos brazos.

Emigran de sus lugares conocidos y acostumbrados sin encon­trar dónde asentarse. Ante la necesidad de dejar sus enseres, ya de por sí de escaso valor, tienen que venderlos al más bajo precio. Y luego de agotar en su ir y venir el poco dinero que tenían, ¿qué otro camino Ies queda más que robar y exponerse a que les ahor­quen con todo derecho o irse por esos caminos pidiendo limosna? En tal caso, pueden acabar también en la cárcel como maleantes, vagos, por más que ellos se empeñen en trabajar, si no hay nadie que quiera darles trabajo. Por otra parte, ¿cómo darles trabajo si en las faenas del campo que era lo suyo ya no hay nada que hacer? Ya no se siembra. Y para las faenas del pastoreo, con un pastor o boyero sobra para guiar los rebaños en tierras que labradas necesi­taban muchos más brazos (T. Moro, Utopía, Alianza Editorial, Ma­drid, 1984, p. 81).

Esta realista descripción de la formación de las condiciones de posibilidad del capitalismo recibe la más fuerte condena moral en

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el primer libro ele Utopía por parte ele Rafael Hídodeu (el nave­gante portugués que ha residido durante cinco años en Utopía) a partir de las exigencias de la justicia y de la moral, a partir del «deber ser», en suma. No es sólo ese cruel proceso de concentra­ción de la riqueza en pocas manos lo que es el objeto de la radical condena de Hidodeu, sino también rasgos mismos consustanciales al Estado moderno y ya señalados por Maquiaveío: la política expan- sionista y conquistadora de los estados europeos, la preparación de la guerra y en general la ambición, la sed de poseer. Todo ello lleva a ITidodeu a la total ruptura con el estado contemporáneo de la sociedad europea y a la maximalista formulación de un principio de organización social en completa disyunción con las sociedades euro­peas — actitud que, conviene decirlo, recibe serias objeciones críticas por parte de Moro, personaje también del diálogo, que señala la conveniencia de una reforma gradual y paulatina de la sociedad desde lo dado— : la abolición de la propiedad privada y del dinero o en palabras del propio Hitlodeti: «he llegado a la conclusión de que si no se suprime la propiedad privada, es casi imposible arbitrar un método de justicia distributiva, ni administrar acertadamente las cosas humanas. Mientras aquélla subsista, continuará pesando sobre las espaldas ele la mayor y mejor parte de la humanidad, el angustio­so e inevitable azote de la pobreza y de la miseria» (p. 104). La Utopía de Moro debe bastante de su fascinación y de su influencia a esta vivida descripción de la miseria social inglesa de comienzos del siglo xvi, a su toma decidida de posición al lado de los débiles y al marcado contraste entre el mundo de la realidad contemporá­nea y esa sociedad justa que sin embargo se presenta como existente en algún lugar de la Tierra, al tiempo que la ironía de su diálogo y el matizado escepticismo de Moro ante el entusiasmo y radicalismo de Hitlodeu permiten evitar o al menos mitigar uno de los rasgos más frecuentes y más tediosos de las construcciones utópicas: su rígido esquematismo formal, su doctrinarismo monocorde, la rotun­didad dogmática con que se afirma la existencia empírica de la jus­ticia.

La descripción de la sociedad de Utopía, confiada al libro segun­do, señala una serie de rasgos básicos, algunos de ellos nostálgicos de un estadio de k vida europea ya definitivamente superado: la organización de la vida social sobre la base del igualitarismo (aunque se reconoce una cierta esclavitud y una liberación del trabajo para

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los intelectuales, que constituyen la clase dirigente) y el reparto equi­tativo del trabajo obligatorio, lo cual permite una jornada de tra­bajo universal de seis horas; una concepción del trabajo como pres­tación social encaminada a la satisfacción de las pocas y verdaderas necesidades humanas; la agricultura como actividad económica fun­damental: «una actividad común a todos, hombres y mujeres, de la que nadie queda exento» (p. 121) junto a la cual cada uno apren­de y ejerce otro oficio o profesión; la proscripción del dinero, la educación básica para toda la población y una fortísima uniformiza- ción y reglamentación de la vida cotidiana (vestidos, casas, viajes). Moro nos diseña una sociedad rigurosamente estructurada y orga­nizada en un sistema patriarcal en el que la autoridad goza de un universal reconocimiento, una sociedad celosa de evitar el ocío y la pereza y de garantizar que «todos se apliquen de una forma asidua al trabajo», con vistas a conseguir un fin esencial: «rescatar el ma­yor tiempo posible en la medida que las necesidades publicas y la liberación del propio cuerpo lo permiten, a fin de que todos los ciudadanos tengan garantizados su libertad interior y el cultivo de su espíritu. En esto consiste, en efecto, según ellos, la verdadera felicidad» (p. 127).

Ciertamente, la Utopia de Moro, como en general la literatura utópica, lleva a cabo un esfuerzo por pensar las condiciones sociales que pueden procurar a todos los individuos la felicidad. Ello no parece posible sino a través de una completa determinación previa de la actividad social, donde nada es fruto de la improvisación, pues hasta el ejercicio individual de la libertad personal y de la propia iniciativa se desarrolla según los cauces previstos por el sistema, que son los cauces mismos de la organización racional, justa e igualatoria de la existencia colectiva.

Por otra parte son muchos los rasgos de la sociedad utopiana que muestran el esfuerzo del humanismo cristiano (en aquellos mo­mentos, 1516, en su máximo apogeo bajo la guía de Erasmo, antes de que la reforma luterana hiciera sentir sus efectos) por dignificar la existencia humana. La sociedad de Utopía muestra en ejercicio muchos de los motivos éticos y religiosos en los que el humanismo venía insistiendo desde hacía décadas: el rechazo del ascetismo exa­gerado, de la mortificación y del dolor como mérito para la obten­ción de un bien, lo cual lleva a la aceptación de la eutanasia (al tiem­po que se condena enérgicamente el suicidio); y en estrecha relación

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con tocio ello la adopción de una etica social de corte heclonísta que evidencia la influencia del epicureismo a través ele Valla y del propio Erasmo. En efecto, los utopianos «parecen estar inclinados a aceptar la opinión de los que defienden el placer como la fuente única y principal de la felicidad humana» (p, 145). Naturalmente, este he­donismo va unido a una sublimación cristiana y espiritual destinada a impedir todo atisbo de una búsqueda compulsiva del placer desor­denado del cuerpo; la prudencia y la recta razón gobiernan la elección y fuga de los placeres sobre la base de la primacía de lo espiritual sobre lo corporal y de la subordinación del placer a la salud:

Pero la felicidad, afirman, no está en toda clase de placeres. Se encuentra solamente en el placer bueno y honesto. Nuestra naturaleza tiende, irresistiblemente atraída por la virtud, hacia él, como al bien supremo ... ¿Puede la naturaleza invitarte a ser bueno con los demás y cruel y despiadado contigo - mismo? Por tanto, concluyen, la naturaleza misma nos impone una vida feliz, es decir, placentera, como fin de nuestro actos. Para ellos, la virtud es vivir según las prescripciones de la naturaleza ... Llaman placer a todo movimiento y estado del cuerpo o del alma, en los que el hombre experimenta un deleite natural ... pero en todo placer man­tienen esta pauta: un deleite menor no debe ser obstáculo a uno superior. Un placer no debe originar nunca un dolor (pp. 146-156).

Las actitudes y la vida religiosa en Utopía son otro problema fundamental de la época en cuyo tratamiento Moro sigue decidida­mente las pautas del humanismo erasmiano e incluso — podemos decir también— del platonismo renacentista de Ficino y Pico della Mirándola. Es éste uno de los rasgos de la sociedad utopiana donde Moro se muestra a la vez más avanzado con respecto a la realidad contemporánea y más enraizado en las exigencias de corrientes es­pirituales de la época. Lo que era de hecho los anhelos y reivindi­caciones de círculos intelecinales restringidos aparece plasmado como situación social fáctica en la isla de Utopía, antes de que las conse­cuencias de la Reforma protestante evidenciaran en medida aún mayor su carácter «utópico», esto es, no cncarnable en la sociedad real. En efecto, tras reconocer la inserción racional y natural del postulado ele la existencia de Dios en el hombre («la razón inspira a todos los mortales el amor y la adoración a la Majestad divina, a la que debemos nuestra existencia y nuestra capacidad de felicidad»,

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p. 147), Moro constata la pluralidad de religiones en la isla de Uto­pía y la coincidencia de k mayoría de ellas en un dios primero, creador del mundo y providente:

creen en una especie de numen desconocido, eterno, inmenso e inexplicable, muy por encima de la comprensión humana y difumi- nado por todo lo creado, no tanto como una masa sino más bien como una fuerza. Lo llaman padre. Consideran que es el origen, fuerza, providencia y fin de todas las cosas. Sólo a él le tributan honores de Dios (p. 183).

Moro presenta a los utopienses como a él (al humanismo) le gus­taría que procedieran las distintas sociedades contemporáneas, en un proceso de depuración de la creencia religiosa y de la noción de divinidad, rebasando k pluralidad de credos positivos con una creen­cia unitaria, más profunda y racional: «Me parece que los utopianos están en camino de ir dejando todas estas supersticiones para cen­trarse en un credo tínico que les parece el más racional y que supera los diferentes credos» (ibid.). Los utopienses no son cristianos, pero, aparte de las creencias señaladas, su sociedad se caracteriza por la tolerancia religiosa y por la proscripción del fanatismo, todo ello:

por imperativo de la paz. Ésta quedaría totalmente destruida con discusiones continuas y los implacables odios que originan. [El rey Utopos, legislador de Utopía] pensó además que esta medida redun­daba en beneficio de la misma religión. No se atrevió a dogmatizar a la ligera sobre asuntos tan serios. No estaba seguro de que Dios no quería un culto vario y múltiple aí inspirar a unos uno y a otros otro (p. 185).

Con estos planteamientos religiosos Moro no está van sólo anti­cipando, por encima de las discordias religiosas que iban a ensan­grentar Europa a lo largo de los siglos xvx y xvn, futuras posiciones filosóficas e ilustradas de corte deísta y apologetas de la tolerancia religiosa. Moro reflejaba — en buena medida en contraste con su pro­pia conducta inquisitorial contra los reformados ingleses; en carta a Erasmo decía en 1533: «Encuentro odiosa a toda esta laya de hombres [los herejes reformados], tanto que, como no recuperen el seso perdido, estoy decidido a set tan implacable con ellos como sea posible: pues mí cada vez mayor experiencia de estos hombres

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me atormenta con la idea de lo mucho que el mundo sufriría si cayera en sus manos», opinión que mostraba su visión de la Reforma como subversión política— los planteamientos de la comente platónica (Fi­emo, Pico) y del erasmismo, para quienes Dios prefería ser recono­cido (en las diferentes formas de culto) a ser despreciado y para quienes las diferentes religiones eran manifestaciones diversas — to­das ellas positivas y hasta fruto de la revelación divina— del natural impulso humano hacía Dios, coincidentes en su fondo ultimo de verdad.

La impresión de la sociedad utopiana concluye, sin embargo, con el escepticismo ele Moro ante ella y su posible incorporación al mundo europeo:

Al terminar de hablar Rafael, me vinieron a la mente no pocas reflexiones sobre cosas que me parecían absurdas en sus leyes e ins­tituciones . Por ejemplo, su modo de entender la guerra, sus creen­cias y religión y otros muchos ritos. Pero sobre todo. lo que está en la base de todo ello, es decir, su vida y gastos comunes sin inter­vención alguna del dinero. Con ello se destruye la raíz de la noble­za, la magnificencia y el lujo, y la grandeza, cosas que en el común sentir constituyen el decoro y el esplendor de un Estado ... Tengo que confesar que no puedo asentir a todo cuanto me expuso este docto varón, entendido en estas materias y buen conocedor de los hombres. También dire que existen en la república de los utopia- nos muchas cosas que quisiera ver impuestas en nuestras ciudades. Pero que no espero lo sean (pp. 200-201).

De esta manera, el empleo de dos portavoces (Hitlodeu y el mis­mo) permite a Moro dotar a su obra ele un halo de ambigüedad e in­certidumbre, de un carácter irónico y ludico comparable en más de un aspecto al Elogio de la locura de Erasmo. Y Moro podría hacer suyo el dicho erasmiano de que «en el Elogio de la locura expresé las mismas ideas que en el Enchíridion, pero en broma». Como el Elogio erasmiano, la Utopía de Moro era una obra literariamente muy con­seguida con todo el carácter de una provocación, de una incitación a la reflexión y a la discusión sobre las cuestiones más candentes de la actualidad, a la vez que una obra autotontcnida que podía ser abandonada, tras la lectura, con una sonrisa displicente en la que acaso asomara vagamente un asomo de preocupación,

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3. Campanella y Bacon

Tommaso Campanella (1568-1639) y Francis Bacon (1561-1626) redactaron a comienzos del siglo xvti sendas utopías en las que el género literario inaugurado con Moro alcanzaba expresiones de gran influencia posterior. La dudad del sol de Campanella (redactada en italiano en las cárceles de la Inquisición napolitana en 1602, publi­cada en latín en 1623 en Frankfurt) y La Nueva Alian/ida ele Bacon (escrita en los últimos años de la vicia del canciller y publicada, sin terminar, postumamente en 1627) son dos obras plenamente articu­ladas con el pensamiento general de su autor — al menos en el caso de Bacon— en las que la sociedad perfecta recibía una formulación marcadamente diferente entre sí y con respecto al modelo moreano.

La utopía campanelliana, más prolija y completa que la baco- miaña en su descripción global del Estado bien organizado, nos rei­tera toda una serie de rasgos tópicos: la propiedad colectiva y la distribución equitativa de los bienes, el trabajo general que permite la satisfacción plena de las necesidades con una jornada de cuatro horas, la agricultura como actividad económica fundamental, la prác­tica inexistencia del comercio y del dinero; en suma, la reiteración del ideal de una sociedad autárquica y comunista clausurada a los factores disolventes del comercio, del dinero y de la propiedad privada. El carácter comunitario de la vida cotidiana adquiere en la obra campanelliana un carácter aún más rígido y dominante que en Tomás Moro, evidenciando una atmósfera marcadamente con­ventual:

Utilizan viviendas, dormitorios, camas y todo lo que es necesa­rio colectivamente. Ahora bien: cada seis meses designan los supe- riones quiénes han de dormir en tal o cual círculo, quiénes han de ocupar tal o cual estancia ... Tanto los hombres como las mujeres marchan siempre en formación, no viéndoseles jamás solos, y siem­pre también bajo las órdenes del que les manda, al que obedecen de buen grado, pues le consideran como un padre o un hermano mayor (La ciudad del sol, Aguilar, Madrid, 1972, pp. 23 y 53).

Junto a todo ello la obra campanelliana muestra aspectos sor­prendentes para el lector moderno: enlazando con la representación de la ciudad ideal en la literatura urbanística italiana del Renaci­miento, la ciudad campanelliana se presenta como microcosmos,

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como compendio del universo, con su planta circular, con su disposi­ción interna según siete círculos concéntricos y su templo circular central que resume en su altar esta vinculación cósmica de la ciu­dad y esta apropiación benéfica de las influencias celestes:

En el altar no hay más que una esfera celeste de regular tamaño, en la que está representado todo el firmamento, y un globo terrá­queo. Además, en la cópula del templo están también pintadas las principales estrellas, cada una con su nombre respectivo, y un ter­cero en que se resume la influencia que ejerce sobre las cosas de este mundo. También están figurados los meridianos y paralelos, aunque no completos, pues que en la parte de abajo se acaba la pared. Sin embargo, se aprecia que se hallan en perfecta correspon­dencia con los dos globos del altar. Y de continuo están encendidas siete lámparas, denominadas conforme a las designaciones de los siete planetas (ibid., p. 7).

La astrología preside ciertamente la vida en la ciudad perfecta, que lo es en buena medida gracias a las influencias astrales benéficas que presidieron su fundación, gracias al conocimiento ele las influen­cias celestes que actúan sobre ella y a su uso en beneficio del colec­tivo humano. La astrología preside desde la actividad económica (los trabajos agrícolas y la cría de ganado) hasta la orientación profesional de la población y los encuentros sexuales entre hombres y mujeres con una finalidad eugenésica. La ciudad del sol muestra, en suma, presidiendo y actuando en la vida social el saber campanellíano ple­namente inserto en la tradición mágico-naturalista. Ejemplo de ello es también la utilización de la imagen, como eficaz recurso pedagó­gico, en los muros de los siete círculos de la ciudad, en los cuales se recoge toda la variedad del universo natural y humano quedando la ciudad configurada como un espejo del cosmos. También se inser­ta en esta tradición de pensamiento, tan influyente en el Renaci­miento y que encuentra en Campanella a comienzos del siglo xvu uno de sus últimos' grandes portavoces, la identidad personal de las funciones políticas, sacerdotales y filosóficas. No se trata sólo de la tesis platónica —presente también en la utopía moreana y en gene­ral en el discurso utópico— del filósofo-rey, sino también de la figura mítica de Hermes Trismegisto en la que confluían las funcio­nes del sabio teólogo, del sacerdote y clel rey legislador. Así, tam­bién en la ciudad solar está en manos del «Metafísico» la autoridad

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suprema: «Tienen un sumo sacerdote, al que llaman 5o/, que en nuestra lengua significa Meta físico. Él es la suprema autoridad, tanto en lo espiritual como en lo temporal; en toda materia o asunto, su decisión es la definitiva» (p. 8),

Esta unidad de la autoridad espiritual y temporal en la figura de un gobernante sabio cuya sucesión no es hereditaria, sino elec­tiva, posee un profundo significado en el pensamiento político de Campanella. La ciudad del sol, ubicada literalmente en la isla de Ceilán, es el trasunto literario de un modelo político-social destina­do, en opinión del visionario dominico, a extenderse por toda k Tierra en una monarquía universal, siguiendo el inexorable decreto ele la providencia divina. Desde sus primeras obras de 1593 (De monarchia Chrlstianorum y De regímine Ecclesiae) hasta sus últimas obras (la Monarchia Messiae de 1633 y el De monarchia Hispánica discursus, publicado en 1640) Campanella expone la idea de una humanidad unificada bajo el gobierno y la guía de un poder sabio, a la vez político y religioso, que en su opinión no puede ser otro que el papado romano, una vez depurado y renovado el catolicismo de todas sus impurezas. En esta visión escatológica de la historia universal Campanella se enfrentaba decididamente a las tesis de Dan­te de los dos soles (Purgatorio, XVI), es decir, de la independencia recíproca de los poderes espiritual y temporal, para ver el proce­so de unificación política del mundo bajo la monarquía hispánica como un proceso determinado por la providencia divina, que se ser­vía de la pasión humana como instrumento para el desarrollo de sus propios fines superiores. La universal monarquía hispánica y la pax que con ella advendría sería el prólogo al reinado de Cristo, cuya llegada se produciría en el momento inevitable en que se transfiriera al papa el poder temporal. La ciudad del sol se insertaba así, con su original cesaropapismo, en las expectativas escatológicas contempo­ráneas de una general renovación político-religiosa del mundo huma­no como cumplimiento de los designios de la providencia divina actualizados mediante las novedades acaecidas en los cielos o que estaban a punto de acaecer:

La ley verdadera es la cristiana, y una vez suprimidos los abu­sos actuales, se hará dueña y señora en todas partes. Pues si los españoles descubrieron todo lo que quedaba del mundo no conocido (aunque el primer descubridor ha sido en verdad vuestro compa-

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trlota Colón), fue para unificarlo todo bajo una misma ley, y estos filósofos ele la Ciudad del Sol deben ser testigos de la verdad, elegidos por Dios. Pues yo estoy en que no sabemos qué es lo que hacemos, pero actuamos como instrumentos de Dios. Y aunque los españoles vayan en busca ele nuevas tierras y países por la codicia del dinero, en realidad están sirviendo otros fines más altos que Dios se propone ... [Los de la Ciudad del Sol] dicen también que cuando entre el ápside de Saturno en Capricornio, el de Mercurio en Sagitario, el de Marte en Virgo, y las conjunciones magnas vuel­van a la triplicidad primera, tras haber aparecido la nova en la órbita de Casiopea, advendrá una gran monarquía nueva, con refor­ma de las leyes y de las artes. Surgirán nuevos profetas y habrá una gran renovación en todas las cosas. Para los cristianos todo esto resultará muy provechoso, pero hay que empezar por derruir y des­brozar antes de edificar y plantar de nuevo (ibicl.y pp, 78 y ss.).

La utopía baconiana se inserta también en estas expectativas milenaristas y escatalógicas, como por lo demás el conjunto de la obra baconiana. En efecto, el proyecto baconiano de una Jnstauraiio magna scientiaruw el artium perseguía la recuperación por la huma­nidad del saber, y consecuentemente del poder, sobre la naturaleza de que gozó Adán en el paraíso y que perdió como consecuencia de la caída. Esta restauración clcl «poder humano sobre el universo» a través de la ciencia era paralela a la reconciliación espiritual con Dios y Bacon señala constantemente a lo largo de su obra que el cumplimiento de esas expectativas en la época contemporánea estaba profetizado en el pasaje de Daniel según el cual «muchos pasarán [Bacon piensa en la ampliación clcl mundo conocido mediante los descubrimientos geográficos] y crecerá la ciencia» (12, 4). Lo nove­doso del planteamiento baconiano es precisamente la tesis de que la recuperación de la condición edénica de una existencia feliz y li­berada sólo se podía llevar a cabo a través de la ciencia y de su vertiente operacional sobre la naturaleza, con lo cual la ciencia mis­ma quedaba exculpada de toda sospecha de impiedad y recibía una poderosísima sanción desde la religión misma.

Este ideario baconiano ejercerá una poderosísima influencia so­bre la cultura inglesa del siglo xvn coloreando de cientificismo los anhelos y representaciones escatológicas tan extendidos en la socie­dad inglesa. La Nueva AtUnticla fue un elemento muy importante en la propagación de estos planteamientos bacon ¡anos por su carác-

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ter de obra conscientemente propagandística del programa baconiano mediante la utilización del género utópico. Elaborada en los últimos años de la vida del canciller y publicada sin terminar en 1627» un año después de la muerte de su autor, La Nueva Adán tula posee toda una serie ele rasgos básicos de las sociedades utópicas: su ais­lamiento del exterior, su perfecta paz y felicidad internas, la minu­ciosa reglamentación de la vida cotidiana. Sin embargo, Bacon ape­nas presta atención —y creemos que ello es independiente clel ca­rácter no terminado de la obra— a los pormenores (tan minuciosa­mente descritos por Moro y Campanella) de la estructura social y política y de la organización económica. El fin de La Nueva Adán~ dula es precisamente el de exponer, mediante e! recurso a un género literario en boga, como existente una sociedad profundamente reli­giosa, cristiana más concretamente, cuyo centro neurálgico es la investigación científica realizada a través de una institución estatal —La Casa de Salomón o Colegio de las Obras de los Seis Días— que, de forma colegiada y mediante una división del trabajo cien­tífico, tiene como objetivo «el conocimiento de las Causas y de los movimientos ocultos de las cosas y k ampliación de los límites del poder humano para la realización de todas las cosas posibles».

La utopía baconiana resulta así selectiva. La organización eco­nómico-política de k sociedad no resulta muy diferente de la realidad inglesa contemporánea tal como podía imaginársela un miembro de la clase dirigente. Todo ello da mayor fuerza al puntó exclusivo que Bacon pretende imponer: la implantación de la ciencia y de sus posi­bilidades tecnológicas y dominadoras de k naturaleza en el centro mismo de la sociedad cristiana y clel Estado que la administra. La Nueva Atlántída venía a ser así la formulación literario-retórica del programa baconiano expuesto en k instaurado Magna de 1620, un programa religioso-político-científico a aplicar en el futuro inmediato. A k luz de k fortuna de k obra y en general del baconismo en k Inglaterra del siglo xvn, a la luz de la institucionalización de k nueva ciencia y tecnología en k sociedad europea moderna, no cabe duda alguna de que la utopía baconiana es la única utopía renacen­tista realizada en el curso de la historia.

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B ib l io g r a f ía

À . M aquiavelo

i . Obras

Bertelli, S. y F, Gaeta, cds., N. Machiavelli. Opere, Feltrinelli, Milán, 1960-1965, 8 vols.1. Il Principe e I Discorsi2, Arte della guerra e scrìtti politici minori 3-5. Legazioni e commissario6. Lettere7. Istorie fiorentine8. Scritti letterari

Obras políticas de Maquiavelo (contiene III Arie de la Guerra y los Dis­corsi), Erad. cast, de L. Navarro, Poseidón, Buenos Aires, 1943.

Historia de Florencia, trad. cast, de F. Fernández Murga, Alfaguara, Ma­drid, 1979.

El Príncipe, trad. cast, de M. A. Granada, Alianza Editorial, Madrid, 1981. Antología, trad. cast, prólogos y notas de M. A. Granada, Península, Bar­

celona, 1987.

2. Literatura secundaria

ÁA. VV., Il pensiero politico di Machiavelli e la sua fortuna nel Mondo, Istituto Nazionale di studi sul Rinascimento, Florencia, 1972.

Conde, F. J., El saber politico cn Maquiavelo, Rovista de Occidente, Ma­drid, 1976.

Chabotl, F., Escritos sobre Maquiavelo, F. C. E., Mexico, 1984.Gilbert, F., Machiavelli e il suo tempo, Il Mulino, Bolonia, 1974.Granada, M. A., Maquiavelo, Barcanova, Barcelona, 1981.Lefort, C., Le travati de Voeuvre. Machiavel, Gallimard, Paris, 1972.Meinecke, F., La idea de la razón de estado en la Edad Moderna, Insti­

tuto de Estudios Políticos, Madrid, 1959.Renaudet, A., Maquiavelo, Tecnos, Madrid, 1965.Ridolfi, R., Vita di N . Machiavelli, Sansoni, Florencia, 1978.Sasso, G., Studi su Machiavelli, Morano, Ñapóles, 1967.—, N. Machiavelli. Storia del suo pensiero politico, 11 Mulino, Bolonia,

1980.Skinner, Q., Maquiavelo, Alianza Editorial, Madrid, 1984.

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B. L as utopías

1, Obras

Bacon, R, The Neto Atlantis, en J, Spedtling y otros, eds., Works, vol. III, pp. 125-166 (reprod. anastática Frommann Verlag, Stuttgart, 1963).

—,La Nueva Atliiniida) en E. Itnaz, ed„ Utopías del Renacimiento, Moro, Campanella, Bacon, FCE, México, 1966.

Campanella, X., La Cittá del Sole, ed. por R. de Mattel, Colombo Editóte, Roma, 1953.

—, La ciudad del Sol, trad. cast, de A. Caballero Robredo, Aguilar, Ma­drid, 1972.

Moro, T., Utopía, ed. por E. Sum y J. H. Hexter, en The Yale Edition of the Complete Works of St, Thomas More, New Haven-Londres, 1965.

—, Utopia, trad. cast, de P. Rodríguez Santidrián, Alianza Editorial, Ma­drid, 1984.

2. Literatura secundaria

Granada, M. A., «La reforma baconiana del saber: milenarismo cicnti- fista, magia, trabajo y superación del escepticismo», Teorema, XII (1982), pp. 71-95.

Hexter, J. H., More's Utopia. The Biography of an idea, Princeton Univ. Press, 1952.

Manuel, F. E. y F. P., El pensamiento utópico en el mundo occidental, 3 vols., Taurus, Madrid, 1981.

Mesnard, P., JJessor de la philosophie politique au XVIe siècle, Vrin, Paris, 1977.

Prévost, A., Tomas Moro y la crisis del pensamiento moderno, Palabra, Madrid, 1972.

Trousson, R., Voyages aux pays de nulle part. Histoire littéraire de la pensée utopique, Éditions de l’Université de Bruxelles, Bruselas, 1975.

White, H. B., Peace among the Wilbows: the political Philosophy of F. Bacon, N. Nijhoff, La Haya, 1968.