La Estructura Narrativa de La Existencia Humana

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LA ESTRUCTURA NARRATIVA DE LA EXISTENCIA HUMANA Una definición simbólica del hombre: bípedo con manos que cuenta historias. Animal de sentido (Marcel) Las manos y las palabras son, antes incluso que el arte, los órganos de la comprensión del mundo y de la vida. Sin embargo, las manos no son el unico acceso humano a los secretos, a las posibilidades del mundo. Las palabras y las historias compuestos con ellas tambien le aprenden al mundo sus secretos. estamos ante nuestra vida como ante un conjunto de cosas, en este caso las cosas que hemos hecho o que nos han pasado, todas ellas son como cuentas sueltas de un collar. Y lo que somos no es ninguna de ellas por separado ni tampoco todas ellas juntas sin más, hay que enhebrarlas para que están juntas pero según un orden, ese orden es el sentido de la historia que contamos, que es el sentido de la historia que somos, el contenido de nuestra respuesta a la pregunta quien eres. La vida humana sólo es tal si es vivir para contarla y deja de serlo si no se puede contar.

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LA ESTRUCTURA NARRATIVA DE LA EXISTENCIA HUMANA

 

Una definición simbólica del hombre: bípedo con manos que cuenta historias.

Animal de sentido (Marcel)

Las manos y las palabras son, antes incluso que el arte, los órganos de la comprensión del mundo y de la vida.

Sin embargo, las manos no son el unico acceso humano a los secretos, a las posibilidades del mundo.

Las palabras y las historias compuestos con ellas tambien le aprenden al mundo sus secretos.

estamos ante nuestra vida como ante un conjunto de cosas, en este caso las cosas que hemos hecho o que nos han pasado, todas ellas son como cuentas sueltas de un collar. Y lo que somos no es ninguna de ellas por separado ni tampoco todas ellas juntas sin más, hay que enhebrarlas para que están juntas pero según un orden, ese orden es el sentido de la historia que contamos, que es el sentido de la historia que somos, el contenido de nuestra respuesta a la pregunta quien eres.

La vida humana sólo es tal si es vivir para contarla y deja de serlo si no se puede contar.

La vida nos deja contarla en historias y las historias nos dejan sobrevivir la vida de un modo al que no podemos y casi no sabemos renunciar.

Como si vivir verdaderamente sólo fuera estar contándonos algo. Darnos el don de una historia.

Hay hombres que en general no estiman nada tanto como las historias que pueden contar.

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De esa clase son los literatos, historiadores, filósofos y quizá también buena parte de los científicos, a casi todos ellos las manos les sirven de muy poco. Son oficios que surgen de una común condición de los hombres: el gusto por contar historias. A algunos el título de contador de historias les parece poco, porque, según parece, lo que ellos cuentan no son historias sino la realidad misma.

Es difícil comprender, cómo quienes están habituados a construir hipótesis y condiciones para la experimentación, son tan reacios a admitir que la ciencia moderna se desenvuelve en el contexto de una ficción, es más, que se distingue de la ciencia antigua por la sustitución de las ficciones que se hacen con historias por la que se hacen con las manos o mediante cálculos. Todas ellas también las científicas, son formas humanas de sobre-vivir, de seguir vivos sobre la vida y el mundo contándolos. Entre los demás seres el contador de historias es un super-viviente: es el trance de tener que salvar la propia realidad lo que la lleva más allá y la supera en el hombre que  cuenta historias.

Algunos prefieren ser hacedores de hazañas y pronunciadores de discursos. El bípedo con manos que cuenta historias tiene una versión heroica en el hacedor de hazañas y pronunciador de discursos.

Hay un leve matiz entre contar historias y pronunciar discursos  que se pone de manifiesto en no pocas situaciones de la vida.

Quien pronuncia discursos parece más dispuesto a contar lo que hace y lo que hay que hacer, porque ya tiene las cosas bajo control y puede disponerlas según su juicio. Pronunciar discursos exige controlar lo que se cuenta antes de contarlo. Por eso suelen dar discursos quienes tienen poder. Por algo el pensamiento moderno se inauguró con un discurso, el del método, y concluyó con la exaltación filosófica del poder. Por el contrario quien cuenta historias es propenso más bien a contar lo qué le pasa, precisamente porque lo único que puede o sabe hacer por controlar las situaciones es contarlo. Lo primero quizá sea más heroico y más ejemplar: permite abrir brecha hacia fuera. Pero lo segundo es más humano y permite abrir un adentro, una hondura.

Quien sólo puede pronunciar discursos paga, por lo general, un precio muy alto: la soledad. Los discursos y quienes los escuchan no dan compañía, eso sólo surge de las historias. Los discursos alinean y ordenan  a los hombres,

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mientras que desde las historias se difunde el sentido atrayéndolos, como el calor del fuego los reúne en torno suyo. Las historias son el fuego que nos protege de la intemperie. Es muy difícil hacer las dos cosas, contar historias y pronunciar discursos, al mismo tiempo. Esa división de esferas suele acarrear que donde hay poder haya poca comprensión, y donde hay comprensión poco poder.

Tan difícil y superior es la síntesis entre ambas que ha servido para lo que se podría llamar una definición práctica de Dios: la Persona en la que se unen y no se estorban una justicia perfecta y una infinita misericordia. Es decir la paternidad. Si se trata de parecerse en lo posible a lo más divino que hay en nosotros, quizá sea más prudente que los hombres renuncien antes a la pretensión  de una justicia perfecta que a la de una misericordia infinita.

Hay, gente más propensa a lo uno que a lo otro, y esas discrepancias también son humanas y componen la trama de la vida social, a veces difícil, hay pronunciadores de discurso y contadores de historias. Gente que se reparte según oficios y funciones. Con todo, no se trata tanto de diferencias entre individuos como de diferentes dimensiones de la humanidad: acepciones diversas que abren el campo de lo que significa ser humano. No obstante el contador de historias es más universal y más humano: no todos precisan pronunciar discursos y sí que todos los hombres necesitan contar y escuchar historias.

El hombre es el único animal que necesita contar su vida para poder vivirla como propia: comprendiéndola.

La vida del hombre segrega y recibe el sentido en forma de historias, de relatos con los que la vida se expresa al tiempo que se hace aprehensible en un preciso sentido: como mía y como humana.

Hace ya tiempo que la filosofía de la vida ha llamado la atención sobre la estructura narrativa de la existencia humana.

Contar la propia vida es recontar o inventariar nuestro nombre: sustanciar (en el plano biográfico)lo que nos ha pasado, hemos hecho y dicho en un relato cuya urdimbre es el "yo", el sí mismo de cada uno. Como ha dicho Jorge V.

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Arrigui, "el solo procedimiento de los mortales para establecer su identidad es contársela, narrarse así mismos su vida"

Perder la memoria es perder el hilo narrativo de la vida, quedarse sin historias es tanto como quedarse sin memoria, cuando eso significa perder el adentro donde lo hecho y lo sucedido van dejando el rastro que somos.

La memoria es siempre una reconquista del yo perdido con el paso del tiempo, pero la memoria en la que nos reconocemos no se logra por acumulación, sino por interpretación. Sólo desde ahí pueden urdirse las historias que cuentan lo que se hará, los proyectos que pueblan el futuro. El hombre se aprende contándose.

Uno de los requisitos para que la historia que cuento tenga sentido es que tengamos a alguien para contársela. No hay sentido a solas. El sentido es siempre sentido común, con otro, el sentido a solas es la locura. Por eso hay que contar la vida, para ponerla en común que es tanto como entenderla.

Como entrar en posesión de mi vivir del modo que el hecho de ser hombre me obliga: comprendiéndolo.

El hombre “sobrevive” porque vive en el sentido que es algo que no está dado sino que hay que encontrar.

Aquel a quien podemos contarle la historia que somos es quien nos hace compañía, pero es del todo imposible que alguien nos haga compañía si no tenemos historia, o mejor, esa compañía no llega a ser todo lo que requería.

El vértigo que puede producir saber que nuestra historia es un invento es producto de una desconfianza, de la sospecha contra las fabulaciones. En realidad contar historias es saber ordenar y esa, ha sido desde antiguo la señal de la sabiduría: en último extremo "saber" y "contar" son dos nombres de lo mismo, porque todo contar es una forma de saber.

La necesidad de dar razón de la propia vida en una historia para poder vivirla, deja ver la distancia con la que los hombres se viven a sí mismos.

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Quien se engaña no vive una vida desierta, sino que está habitado por un extraño: es un poseído.

Quizá no exista forma más efectiva de maldición que quedar poseído por una historia que es una mentira. Las mentiras que lo son de verdad no son las que consisten en decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar, sino las historias que contamos acerca de lo que somos sin tino, sin acierto ni gracia. Estas no nos hacen mentirosos, sino que nos hacen mentira. Frente a ellas no hay ninguna defensa eficaz y lo único que cabe esperar es no estar solo. Aunque no quepa arrepentirse de ellas, sí cabe revivirse y regenerarse desde historias que fueron una desgracia o una equivocación.

No es fácil distinguir entre la equivocación y la impostura porque la vida está hecha de historias que nos permiten contarla, y las historias nos comprometen como narradores. Las historias que contamos no se quedan fuera de la propia vida sino que se le adhieren expresándola, dándoles su rostro y su voz, que puede ser una mentira o una equivocación. No obstante, la historia que no es una mentira no esconde su vulnerabilidad. La historia que puede ser quizá verdadera no desprecia la posibilidad de ser desmentida, ni la necesidad de ser participada y merecer confirmación. Las mentiras se hacen necesarias siempre desde fuera. Son, como dijo Santo Tomás del pecado, la servidumbre esclavizante respecto de un principio exterior: esa es la necesidad con la que el mentiroso cuenta historias.

La vida es una interpretación, engañarse, mentir, contar la historia de la propia vida o no poder hacerlo es posible porque somos una versión de nosotros mismos, vivimos en una interpretación de lo que somos y casi somos la interpretación en la que vivimos.

Yo me reúno conmigo mismo en la historia que cuento, es decir, reúno todo lo hecho y sucedido pero también permito que los demás se reúnan conmigo que me puedan hacer compañía porque me entienden. El sin sentido es el absurdo, la locura, la soledad..

 Los hombres nos inventamos lo humano de nuestro vivir, quizá el narrador no siempre coincida con el protagonista, tal vez el protagonista no está siempre en condición de contarse, pero si la vida no tiene algún narrador que la cuente

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tampoco hay protagonista, ni forma humana para esa vida: les ocurre a los que están solos.

Es verdad que la invención da lugar a artefactos y a lo que llamamos cultura, pero también que la cultura puede ser,  la verdad de la naturaleza. Inventar no es siempre lo mismo que falsear o fantasear, inventar significa descubrir lo que estaba oculto y poner en relación lo que se ignoraba mutuamente. Contar es reunir y descubrir a las partes su mutua afinidad: el que cuenta sabe.

Contamos las cosas para tenerlas juntas y que no se pierdan con el paso del tiempo, por eso quien no tiene una historia que contar pierde lo vivido, y lo pierde en el tiempo, contar es reunir, por eso todo lo anterior si dice así, el que no tiene recuerdos, ni historia ni puede vivir en sociedad, no tiene corazón, de la palabra latina Cordis, corazón, viene cordura, recordar y acordar.

La cordura es el sentido común que hila las cosas sueltas.

Acordar es encontrar el acuerdo, lo cuerdo en cada caso y lugar, y recordar es llevar o regresar al corazón. Todo lo anterior es lo que hace la historia que contamos. Con la que unimos no solo que hacemos y nos ocurre, sino también nosotros con nosotros mismos y con los demás. Así se hilan las cuentas del collar, sin la historia que somos el tiempo es siempre tiempo perdido, retener el tiempo  y lo sucedido es función de la memoria, no de la memoria meramente retentiva, de la memoria como cordura y acuerdo con uno mismo y con los demás.

 Es imposible tener un presente biográfico si no se pueden contar las historias de lo que se ha sido y de lo que se podrá ser. El pasado y el futuro tienen para nosotros una estructura narrativa, son un cuento, y el presente es siempre la posición que gana quien los puede contar. Por eso cuando alguien se reconoce en la historia que otro cuenta, cuando comparte con el narrador el relato de lo vivido y de lo que se espera, se sabe urdido de su misma sustancia y del mismo tiempo. Se sabe su contemporáneo. El presente se hace un sitio compartido mediante las historias que nos dejan vivirnos o que nos permiten sabernos un poco mejor. Hay hombres capaces de contar y comprender muchas historias acerca de lo que se ha sido y de lo que se será:  se merecen de verdad el título de maestros o de expertos en humanidad. Aristóteles llamó sabios a quienes poseían el orden, la conexión

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argumentativa entre la peculiar índole de lo que hay. Algo de esta sabiduría hay en todos aquellos que son capaces de contar historias, también las fantásticas.

Las primeras historias que nos dicen lo que somos están escritas antes de que nosotros las podamos contar. Nos las cuentan y las recibimos como un vestidura semántica: quedamos investidos de sentido y estrenamos lo que somos en sus primeras representaciones.

Es el vestido de la primera forma de estar en comunidad, de ser un alguien que los demás están dispuestos a reconocer, es más, que no es otro distinto del que los demás o unos cuantos, están dispuestos a reconocer.

Lo que hemos descubierto es precisamente el “uno mismo”: la unidad de lo sucedido y de lo que está por suceder en un punto intangible y nuevo que es el yo, la trama de la historia recién aprendida.

Antropólogos y culturalistas utilizan la expresión “investidura semántica” para referir el acto por el que se le da sentido a algo. Investir semánticamente algo es sacarlo de la insignificancia, destacarlo sobre el fondo neblinoso de la equivalencia universal y reconocerlo.

Nombrar poner nombres es estrenar, incorporar lo aislado a una red de remitencias mutuas que le dan sentido, es siempre la forma abreviada de una historia.

Los individuos se trenzan en pueblos o naciones mediante historias y relatos de lo que son, de cómo han surgido y quién los ha fundado. También la autoconciencia colectiva es narrativa.

Cuando los hombres creen  ser del linaje de los dioses, o deberle su fundación a algún designio divino, las historias que lo cuentan tienen el carácter de sagradas y los libros en que se depositan también. Occidente está fundada sobre unas de esas tradiciones. La antigüedad hizo consistir la historia que cada uno era,  en un relato genealógico, en un sujeto histórico y colectivo. La identidad individual era el depósito de una identidad genealógica, el nombre y la historia de un  linaje.

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Los árboles genealógicos eran el guión de un relato que le decía a cada cual -al que lo tuviera- la historia de quién era y podía ser. En la actualidad ese relato sapiencial acerca de quién se es tiene, más bien, la forma de la biografía. La memoria identificativa llega apenas al umbral donde cada uno pudo ya protagonizar sus acciones. Por algo vivimos en el tiempo del individuo de la democracia, de la opinión y de la novela. Hay en esa sustitución algo de la fáustica afirmación de que en el principio era la acción.

Pero también hay en ella la ganancia de que la propia identidad se geste al hilo de la propia libertad y no sólo desde fuera. El acontecimiento de encontrarse existiendo, de reconocerse a sí mismo, tiene para nosotros la estructura del descubrimiento de que se es autor, y no sólo actor, de la historia que somos.

A partir de entonces podemos protagonizar de una forma nueva nuestra historia. Nos convertimos en protagonistas de una historia que, siendo la de nuestra vida, con frecuencia pasa a fundirse con la historia del mundo y del resto de los hombres. El momento en que la propia vida protagonizada y la historia del mundo se funden es la edad de los ideales. Es el momento en el que nos persuadimos de que al escribir nuestra propia vida escribimos también la de los demás. Nuestras acciones y palabras cobran una dimensión épica y profética. Hemos descubierto lo que el mundo es y lo que le pasa, el mundo yace ante nosotros y podemos retomarlo para hacerlo progresar al ritmo de nuestro paso, que no es sólo el ritmo de nuestra vida sino el ritmo de la historia, de la verdad, de la justicia o de la misericordia.  Es el tiempo de las historias universales, de los sujetos transcendentales, de los mesianismo. Para unos tendrá la forma de un ideal social o político, para otros religioso, estético o filosófico, o todo junto. Se puede vivir instalado ahí para siempre. Pero también se puede romper el ideal y apagarse como se apaga una mala historia, o una historia en la que ya no se cree. Quizá sean los demás los que ya no creen en la historia que les contamos, y entonces nos convertimos en seres solitarios que cuentan una historia antigua, una historia de otro mundo. En cualquier caso es imposible evitar que sucedan cosas que no se dejan contar.

Hay cosas que no se pueden contar  porque no hay modo humano de encontrarles sentido: la muerte, el dolor, el sufrimiento. Quizá sea consustancial a la religión la afirmación de que todo tiene algún sentido, y ,

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por tanto, suministrarnos las historias que dejan ver porque puede ocurrir lo que de ningún modo debería suceder, pero eso no significa que el sentido de todo comparezca para nosotros: la religión no disuelve misterios como la muerte o el dolor, sino que los profundiza, incluso los vuelve más oscuros pero con la esperanza de que no nos hallaremos solos.

Cuando no hay modo humano de mantener unido lo que se ha hecho pero tampoco se lo niega, entonces lo que se siente es dolor, y las historias, las palabras se rompen en quejidos que denuncian que aquello no tiene sentido, que no se puede juntar y que nos resistimos a unirlo en un relato que le diera sentido.

La antigua armonía se convierte en guerra. Entonces, a veces, los hombres piden perdón, que consiste en pedir que el mal que se ha hecho no haya sido, que no exista, así empezar de nuevo. Con frecuencia lo que nos rompe no es el mal que hemos hecho sino el que hemos sufrido. (muerte, enfermedad, traición, sufrimiento..) también así se rompe las historias que somos y las que contamos.

Por ejemplo: en la guerra hay algo que no se puede contar,  y que si se pinta aparece roto, separado, hecho añicos (Guernica).

Una vida  suficientemente larga y desafortunada pude parecerse mucho a la postguerra: quedan los escombros. Incluso si la fortuna no es tan esquiva tampoco le faltan al hombre motivos que , desde dentro y desde  fuera, le muestran que en la vida hay un resto inevitable de guerra, discordia y separación.

 San Agustín definió el dolor como el sentimiento que se resiste a la división, definió también en cierto sentido una dimensión inevitable de la vida humana: los enmudecimientos del contador de historias.

La división reside en el seno mismo de lo que somos, y se hace manifiesto en nuestra incapacidad para zanjar lo que somos con una historia.

Nos sorprenderíamos de cuanto ignora cada uno acerca de sí mismo. Sin embargo, la aspiración  verse, a contarse, tal y como se ha sido, responde a un

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anhelo constante entre los hombres: aplacar la separación o la disgregación con la que vivimos y que nos exige su continua contentación.

Cuando el dolor no puede resistirse y la ruptura se consuma, nos rendimos a la disgregación, somos arrollados por una división que nos rompe, y eso es lo que suele ocurrir cuando alguien se echa a llorar. “el llanto es algo que le arrastra a uno y que le arrastra rompiéndolo” Jacinto Choza. El llanto es una encarnación de los movimientos del espíritu, la encarnación de un movimiento que es la separación. Aunque precisemos contar nuestra vida para comprenderla, eso no significa, sin embargo, que podamos hacerlo siempre, y menos que podamos hacerlo solos.

Si alguien coge esos pedazos rotos en los que hemos quedado esparcidos y es capaz de juntarlos recomponiéndolos de una manera nueva, entonces es capaz de consolarnos.

Somos consolables por la misma razón por lo que somos vulnerables, porque vivimos nuestra vida con la distancia que puede cubrir una historia que, cuando se rompe, puede ser regenerada, reinventada, recontada, y puede serlo desde fuera. Somos consolables y vulnerables porque no somos autores absolutos de nuestra historia, porque la historia que somos precisa de otros, los tiene como coautores que nos escriben la historia, la vida.

La vida de cada uno no es tan concéntrica con su libertad, ni la libertad con la conciencia: tiene un centro más vasto, más extenso y más denso. Alcanza a aquellos de los que Aristóteles dijo que lo que podemos por ellos es como si lo pudiéramos por nosotros mismos: los amigos. Ellos son la versión benévola de la historia que somos: nuestra mejor memoria.

Hay un parentesco inmemorial entre todas las formas humanas de contar historias, que sugiere un tiempo en que tal vez todas fueron una y la misma cosa. No son sólo la amistad y el arte, también religión significa reunión y ligazón. Todas son cosas que hacemos los hombres para resistirnos a la disgregación.  (también comidas en común, los cánticos, los baile, la poesía...)

La filosofía misma ha sido tenida desde antiguo como una forma de consolación y si puede hacerlo, es porque la inteligencia –como la

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imaginación- reclama integridad, es más, consiste en reunir lo esparcido integrándolo en un argumento. También la filosofía, como el dolor, se resiste a la división, a dejar esparcido lo que tal vez pudiera estar junto.

Los clásicos sostienen que la inteligencia es la capacidad de relacionar lo que parecía heterogéneo, el ordenar, encontrar la adecuada disposición o relación de las cosas consigo mismas y con las demás.

El verbo griego legein, que significa pensar, significa también unir y enlazar. El término logos significa a un tiempo pensamiento y palabra, discurso.

El que sabe componer discursos acerca de lo que hay sabe proponer tramas y argumentos que ponen en relación lo disperso.

Quizá ningún autor como Platón nos deje ver en sus obras la pasión griega por los discursos, la admiración con que eran escuchados y aprendidos y la importancia social que cobraban lo que sabían componerlos.

No se trata sólo de la unidad de cada uno y de los hombres entre sí, sino de éstos con el mundo. Sin historias el mundo está disperso, porque mientras el mundo esta unido por meras interacciones físicas que no se saben nombrar permanece mudo, ausente.

Quizá exista una forma definitiva y plena, un logos que lo atraiga toda hacia sí pero hasta entonces las historias que los hombres contamos sólo alcanzan a logran la unidad de forma pasajera y parcial: “si existe una historia –dice Lyotard- es porque la conjunción de los hombres con ellos y con el mundo no se da de manera irreversible, porque la unidad del mundo para el espíritu, la unidad de la sociedad para sí misma y la unidad de estas dos unidades necesitan permanentemente que sean restablecidas”

En realidad sostenemos nuestro mundo a base de historias y las contamos-y hacemos filosofía- porque la unidad del mundo y de nosotros mismos y la de ambos entre sí se nos gasta, se nos vuelve vieja, insignificante y sentimos la necesidad invencible de renovarla, de representarla para que no todo sea dispersión.

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Pero es cierto, nuestro logos no es capaz de atraerlo todo hacia sí. Parece que nuestro pensar ya no fuera capaz de regenerar los modos de saber acerca de lo que hay, y, seguramente, es así porque se ha hecho una idea de sí mismo que lo separa del origen desde donde los hombres se ponen a cantar, poetizar, contar cuentos y hasta bailar.

De donde surge el agua, dice Rousseau, surgen las canciones, los poemas y los nombres con los que llamamos y reconocemos lo que hay. Al menos los primeros relatos griegos están en verso y esa fue durante mucho tiempo la forma  que adoptaron todos cuantos querían contar historias. No es mucha la distancia entre una declamación en verso y un canto o un himno, y esas han sido siempre las formas arcanas de la oración y el culto. Esa común ligadura entre todas las formas del discurso llevó a Herder a pensar que la poesía era la “verdadera lengua materna del género humano” y animó a otros a pensar que cuanto decimos son fragmentos de un verso olvidado.

Cuando la historia se hace canción o poema las palabras son llevadas al origne y con ellas también se transporta el que las canta. “cantando y bailando- dice Nietzsche- se expresa al hombre como miembro de una más alta comunidad: se ha olvidado de andar y hablar, y está en camino de elevarse danzando por los aires”

Quienes proclamaron que pensar era llegar al origen compusieron sus textos como canciones y poemas porque el pensar también nace de ahí, de las formas resueltas y afortunadas de la vida de lo que surge y congrega a los hombres, de las “fuentes”que diría Rousseau: el método, como afirma Hegel, se descubre después en lo ya solucionado. A eso se refieren los discursos y sus pronunciadores, a lo ya resuelto y puesto bajo nuestro control.

Para lo que está por decir y por pensar hay que arriesgarse a bailar con las palabras una danza todavía desconocida.

Los primeros textos filosóficos son versificaciones, entre las cuales se deslizó el “ser” por primera vez en la conciencia preeuropea. El primer tratado de metafísica es un poema gracias a Parménides. Es posible que la versificación facilitara la memorización entre quienes no disponían de textos escritos o no los utilizaban para relatar. Pero entre la poesía y la memoria hay una relación

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más estrecha más profunda y misteriosa que las leyes psicológicas de la asociación y retención. La rememorización de un poema es siempre un reestreno o una reposición que no deja de ser nueva porque la poesía no se deja decir desde lo viejo. Homero y Virgilio les dieron memoria a sus pueblos con sus poemas-relato. Los poemas son una unidad imaginaria que dejan concebir la unidad del sentido dentro incluso de la dispersión.

Heidegger sostuvo que “el poetizar también sea un asunto del pensar es algo que tenemos que empezar a aprender en este momento mundial” quizá no se siga sólo la comprensión del poetizar sino la regeneración posible del pensar mismo.

La filosofía es la conjura secreta entre la admiración que levantan los prodigios y el dolor que se resiste a la división para logra  la expresión del mundo en palabras, en historias y argumentos. Hay que filosofar, como ha dicho Lyotard, porque se ha perdido la unidad,  porque la unidad no está nunca ganada, porque queda siempre un resto de división que hace gemir al mundo y a los hombre que necesitan contarlo.

La filosofía nace en el luto de la unidad, pero también para festejarla porque no ha dejado de ser posible. La filosofía no es sólo la mortaja que vela la unidad que ya está deshecha y muerta, es el luto blanco del bautismo, de lo que todavía no tiene nombre y está por llegar.

Se trata pues de una muerte que m como dice el propio Lyotard, está en estrecha relación con el nacimiento. Pensar es atreverse a estar entre la una y la otra, ente la muerte y la vida o, es atreverse a la barbarie de usar los escombros para reconstruir, de renombrar lo que es pero precisa contarse para llegar a serlo, eso es, atreverse a pensar al contador de historias.

En los banquetes y en los discursos no se come o se habla sólo por necesidad, hay en ellos algo festivo, una conmemoración de la soltura que deja reconciliar la gravedad de lo decisivo con la libertad que da el juego para inventar. Y eso se puede hacer sazonando, es decir, jugando con el alimento y con la palabra: gastronomía y retórica, las artes de la novedad y la participación en lo que se come y en lo que se dice.

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No sólo los alimentos sino también la palabra puede ser objeto de un banquete. Para la tradición cristiana se trata, de algo más que una simple metáfora, es un sacramento en el que el pan se hace carne del Verbo y se ofrece como el alimento de un banquete sagrado, en virtud del cual los comensales vienen a ser carne de la misma carne en la unidad de un cuerpo místico, y  llegan también a estar animados por Dios mismo. No obstante, la idea de que compartir el alimento establece un vínculo de consanguinidad está presente en muchas otras tradiciones culturales y prácticas religiosas.

Si para unos sistemas de creencias las comidas comunes superaban el abismo entre la vida y la muerte, para otros no hay distancia entre los vivos que se resista al compartir mesa. Entre algunos pueblos árabes el hecho de comer juntos basta para transformar la más enconada enemistad en confraternidad.

 

Las mesas o el lugar de las comidas se convierten en el lugar de la recepción y del ofrecimiento que abre al reconocimiento mutuo.

También es el lugar de la exclusión, el sitio que no están dispuesto a compartir los que no se reconocen.

Existen entre las palabras de los idiomas europeos restos de la mutua afinidad que crea el hecho de compartir alimentos, en castellano, por ejemplo, el término “compañero”, procede del latín “cum-panis”. Amistad significa también, pues, “con el mismo pan”, de modo que a quien se le deja que “con su pan se lo coma” se le deja en realidad solo, y se marca así una distancia que se abre hacia dentro, hacia el adentro donde el alimento parece poder fundir la amistad más allá de lo que se diga o lo que se haga.

La expulsión de la mesa o la no invitación es un decreto mudo de repugnancia, un repudio, un “tú no eres de los míos, en ti no me reconozco”

No hacer comunidad en las comidas, es tanto como suspender la posibilidad del reconocimiento comunitario del individuo, como si Adán al despertarse hubiera repudiado a Eva diciendo “tú no eres hueso de mis huesos ni carne de

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mi carne, por eso no te llamaré por tu nombre, ni siquiera pondré tu nombre en mi boca”

En realidad la identidad individual de nuestro cuerpo contiene una identidad

genealógica. La genética moderna ha confirmado que los caracteres genéticos

de nuestros ascendientes viven y reviven en nosotros con apariciones que

saltan entre generaciones.

Las comidas comunes, no son una constante entre los hombres de todas las épocas y de todas las culturas, pero parecen ser un singularidad humana casi excepcional entre las conductas animales en torno a la alimentación.

Tanto la elaboración como la unidad de los ritmos biológicos refuerza la impresión de que se come lo mismo, y se genera la inercia a seguir haciendo después de la comida algo que sea también en cierto modo lo mismo y según un ritmo común (como los bailes y los cánticos, las plegarias y las reuniones para escuchar historias)

 La paz y la palabra se cuentan entre los bienes  que sólo son tales si son compartibles. Pedir la paz y la palabra es tanto como reivindicar las formas más elementales de justicia y solidaridad entre los hombres, son en el fondo una sola y la misma petición.

La palabra  deja que cada uno de los comensales se haga con el todo en la porción que le toca. La palabra es una clase de pan que hace consanguinidad, consaguinidad del alma.

La palabra no sólo deja que el todo esté en cada porción, sino que se comparte siempre según un ritmo común que no es biológico sino del alma: cuando el ritmo es exterior se puede llamar melodía y sirve para componer cánticos, y si el ritmo y la medida son internos a la palabra misma se pueda llamar logos y compone diálogos, conversaciones, historias y saberes, pero cuando el ritmo es a un tiempo externo e interno a la palabra compartida se trata sin duda de la poesía. (la ópera para Wagner era la obra de arte total, porque se logra la armonía entre la música, un diálogo o una historia y la poesía que necesita todo desvelamiento. )

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En resumen:

diálogo, historia, cántico y poesía, ese es el festín de la palabra.

Que como la paz supone una solidaridad más básica, y por eso es la sazón de los banquetes y surge  donde ya ha habido comunión en el alimento.

“La palabra proporciona el reconocimiento en otros y el reconocerse con otros”(Gadamer), y ese es el sentido con el que se puede afirmar que la palabra funda consanguinidad y también están convocados, en la palabra que lo es realmente,  nuestros vivos y difuntos hasta los primeros pobladores del mundo y de algún modo se juntan en ella el cielo y la tierra; la palabra es horizonte del sentido y de la inteligibilidad.

En sus palabras están todavía los muertos y en ellas pueden recibir a los extranjeros.

Por eso, Steiner puede hablar de la lectura como cortesía y, consiguientemente, del hablar y del escribir como hospitalidad.

“desde entonces somos una conversación y podemos escucharnos nos a otros” (Hölderlin) La humanidad  una conversación consigo misma y con los divino.

Somos un conversación en la que no tenemos la primera ni la última palabra, , somos los actores de un guión cuya autoría sólo alcanzamos a participar en alguna medida y según la forma de la conversación, tanto en  la historia de la humanidad como en la constitución de nuestra identidad personal, de nuestro carácter y de la forma misma de nuestra biografía.

 No son esos, todos los poderes que contiene la palabras.

El génesis relata el principio de todo:

 <Dijo Dios “haya luz” y hubo luz>

En la Iliada se cuenta respecto de la diligente obediencia de unos siervos, “nada más dicha la palabra, la obra quedó cumplida” la idea de que la palabra contiene su propio cumplimiento puede intentar realizarse según la forma del

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mandato, y también de la magia.  Pero cuando de lo que se quiere disponer es de sí mismo con los modos de la libertad entonces toma la forma de la promesa, que si se hace compromiso (promesa mutua) otra forma de consanguinidad entre las almas.

“si quemaran mis huesos con la llama del hierro, verían qué grabada llevo allí tu figura” (Miguel Hernández a su esposa).

En ocasiones la palabra misma es su propia realización, cuando la palabra lo que quiere hacer es luz, mostrar y que se vea. Allí donde se pronuncia abre los ojos de la inteligibilidad, configura mundos nuevos y deja ver. La palabra humana se muestra como un cierto analogado natural del sacramento porque también a su modo produce lo que significa, al tiempo que deja ver la semejanza entre el hombre y un Dios cuya sola palabra “luz” hizo la luz. Toda palabra que es luz se convierte, entre todas las realidades naturales, en la más capaz para la comunión y el reconocimiento.

La forma de la comunidad humana es el reconocimiento, en ella como si en una plaza pública se tratara los hombres se encuentran unos a los otros, también los vivos y los difuntos, puesta en el decir. Puede pensarse, con los humanistas del Renacimiento , que el destino humano yace en el poder de la palabra.

La cuestión podría quedarse en la restitución de la comunión perfecta entre los hombres con la naturaleza y en la historia mediante la consanguinidad de la palabra. Pero ese no es nuestro caso, al menos desde Babel, porque allí la palabra tomó la forma incompartible del alimento fragmentándose en idiomas, desde entonces aunque “la palabra distingue al hombre ente los animales, el idioma distingue las naciones entre sí”.

Esa imposibilidad del reconocimiento mutuo en la palabra es superable, en Pentecostés donde por el don de lenguas oyeron hablar a unos galileos cada uno en su propia lengua.

La traducción es un cierto Pentecostés a la medida del hombre. Los traductores curan las heridas de la división del hombre en los idiomas, su oficio es como una diplomacia del logos donde, la reconciliación no puede

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aspirar a evitar toda pérdida: la traducción es la paz posible entre los idiomas. Con sus límites, ellos reúnen a los hombres.

Si se diera la unidad de las lenguas, la barbarie o la imposibilidad del mutuo reconocimiento entre los hombres quedaría erradicada, y al banquete de la palabra podría estar convocada la sociedad universal de los hombres.

Pero  Vico señala como origen de la diversidad lingüística: “de las diversas naturalezas y costumbres se han originado las diversas lenguas”, así se pone sobre aviso de los riesgos que arrastra la idea  de que la comunión perfecta entre los hombres pueda pretenderse en una sola lengua humana, porque semejante identidad cultural resultaría a la postre inevitablemente despótica sobre la pluralidad y diversidad de las formas de lo humano.

Unirse en un abrazo que funde dos cuerpos o juntarse a comer un mismo alimento son formas de recomponer en la medida de lo posible la unidad originaria entre los hombres, la comunión perfecta del género humano y, también, de uno consigo mismo. El amor se constituye en la trabadura del todo consigo mismo, y es probable que ese sea también el sentido religioso que tiene Babel, que el hombre vea su propia división como  causa de la división ente las naciones y entre los vivios y los muertos que desde entonces se buscan con los cuerpos, en las comidas y en los discurso para volver a ser uno.

Pero antes aún, la unión del cielo y la tierra se deja ver en el horizonte donde es posible convocar a todos ya de algún modo: camas, mesas, palabras. En todos esos sitios todavía es posible el festín de la palabra.

Quizás todas ellas sirvan de víspera  aun cuerpo que sea alimento y palabra, un cuerpo hijo del hombre en el que éste se pueda reconocer y que, como los atletas antiguos, en su triunfo contra la división se deje ver animado por algún dios.

 

Se trata de una esperanza religiosa y nos va mucho en que no deje de serlo para que siga siendo humana.

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Porque cuando alguna esperanza humana se ha adueñado de los anhelos del hombre por lograr la unidad, ha tomado siempre la forma del horror, de las tiranías totalitarias y los líderes mesiánicos que  nos iban a hacer unos en la raza, en los estados soviético o fascista, en la ciencia. Pero el horror no desmiente el anhelo por mitigar la separación, desmiente nuestro poder para lograrlo porque no somos capaces de intentarnos uno sin suprimir algo otro.