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Fragmento Espíritus Nelson De Almeida

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Fragmento

Espíritus

Nelson De Almeida

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ESPÍRITUS

Nelson De Almeida

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UNO

Tras una larga caminata a oscuras, retiraron la venda de sus ojos y Chris-

tian tuvo que pestañear un par de veces para ajustar la visión y percatarse

de que se encontraba en el bosque, rodeado por un grupo de diez personas

ataviadas con una larga toga parda; sus cabezas iban cubiertas por una

capucha y el velo de la noche le impedía a Christian ver el rostro de sus

futuros compañeros de fraternidad.

—Christian Abreu —dijo uno de los encapuchados con voz sombría—

, esta es tu iniciación. Si quieres pertenecer a nuestra fraternidad, la prue-

ba deberás superar. Antes de la media noche, las diez escamas de plata

deberás encontrar.

El joven iniciado, de tan sólo dieciséis años, asintió, vio la hora en su

reloj de pulsera y, sin perder más tiempo, se apartó del grupo y dio inicio

a la búsqueda.

El ulular de las lechuzas y el pisar de las hojas secas que dejaban su

caminar invadían la calma que traía la noche. Se escucharon unos pasos

detrás de él y, al volverse, distinguió a uno de los encapuchados esconder-

se tras un grupo de árboles. Christian supuso que la hermandad no lo

dejaría vagar solo y por eso asignaron a uno de ellos a acompañarlo, por

si abandonaba la prueba o se extraviaba en el bosque. Le restó importan-

cia y prosiguió.

—Maldición —soltó al tropezarse con la raíz de un árbol.

Tras varias horas de búsqueda, el vigía que lo seguía desapareció. El

muchacho ya portaba siete escamas de plata en la seguridad de uno de los

bolsillos de su sudadera. Transcurrida una hora, el encapuchado apareció

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tras un pequeño grupo de arbustos a pocos metros de él. Christian se

alarmó en cuanto vio el brillante garfio apuntando en su dirección.

El iniciado retrocedió y echó a correr. En medio del miedo y la noche,

Christian se encontraba desorientado. Tropezó y rodó por una pendiente

hasta detenerse a la orilla del río. Un pequeño alivio lo abordó, solamente

debía seguir la dirección del agua y llegaría al pueblo.

Apartando ramas secas y saltando rocas, Christian corrió sin siquiera

importarle haber perdido las escamas que había recolectado. Al diablo la

iniciación, pensó, justo cuando el puente de acceso al pueblo surgía de

entre los árboles.

Esperanzado, corrió hacia la carretera de asfalto, pero la misteriosa fi-

gura surgió de un costado y lo embistió contra un árbol.

—¡AYUDENME! —gritó el muchacho, mientras se retorcía para za-

farse de su captor.

El encapuchado alzó el brazo donde portaba el garfio y abrió una fisu-

ra en la garganta del tembloroso joven. La sangre salpicó por todos lados.

Las piernas de Christian cedieron y se desplomó sobre el suelo abrigado

por las hojas del otoño.

—Muere en paz —dijo la figura, tras arrodillarse frente a su agonizan-

te víctima.

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DOS

El celular de Rebeca Kirchoff comenzó a sonar de forma estrepitosa en

cuanto acabó de empacar su maleta. Tomó el dispositivo y, al ver de

quien se trataba, lo arrojó a un lado; era su novio… mejor dicho, su exno-

vio. Ayer lo había pillado muy amoroso con la chica que atendía la cafete-

ría de la universidad, desde ese momento le hizo la cruz. Vaya manera de

comenzar el cuarto año de su carrera.

—¿Puedo pasar? —preguntó su madre tras tocar la puerta.

Rebeca soltó una bocanada de aire y tomó asiento a un costado de la

cama. Su madre lo tomó como una respuesta afirmativa y se adentró en la

alcoba, arrastró la silla del escritorio y se sentó frente a su única hija.

—¿Cómo lo llevas?

—Fueron tres años, mamá. ¿Cómo puedo enfrentar eso?

—Con tiempo y manteniéndote ocupada —contestó ella, sujetando la

mano de su hija en señal de apoyo—. El hospital te vendrá bien. Volverás

al lugar en el que naciste, te mantendrás ocupada, tal vez te encuentres

con algunos de tus amigos de la infancia y verás a la abuela.

Saber que volvería a ver a su abuela después de un largo año la emo-

cionaba, más aún, porque esta vez sería ella quien iría a visitarla. Todo un

año con nana y Costarena, la pequeña ciudad en la que nació.

—Gracias, mamá —dijo, en cuanto le dio un abrazo a la mujer que le

dio la vida.

—Falta poco para que te gradúes. Doctora Rebeca Kirchoff —soltó

con emoción. Ambas sonrieron y se dispusieron a bajar al comedor para

desayunar algo antes de que su hija se marchara al terminal.

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***

Tras despedirse de sus padres, Rebeca abordó el autobús que la lleva-

ría a Costarena, una pequeña ciudad ubicada junto al mar, donde la pesca

y el transporte marítimo eran sus principales actividades comerciales.

Al tomar asiento, sólo tuvo que esperar diez minutos para que la uni-

dad se pusiera en marcha, y cinco minutos más para que el frío del aire

acondicionado la abrumara y se abrigara con una chaqueta.

Tras cinco horas de viaje, el cartel de bienvenida apareció a un costa-

do de la boscosa carretera. Un par de kilómetros después, el autobús se

detuvo a causa de la fila de autos que se acumulaba al inicio del puente.

Rebeca supuso que se trataba de algún accidente de tránsito.

Después de una larga espera, la unidad comenzó a avanzar con lenti-

tud. Rebeca pudo observar por su ventanilla que uno de los carriles de

circulación estaba cerrado debido a dos patrullas de la policía y una am-

bulancia. No había coches destruidos, pero sí un par de paramédicos ter-

minando de introducir una camilla, con un bulto bajo la manta, en la am-

bulancia.

En cuanto el puente quedó atrás, las viviendas residenciales fueron

apareciendo poco a poco y, en un parpadeo, los comercios, plazas, par-

ques y un sinfín de construcciones, cercaban la calle principal. El autobús

describió una curva antes de detenerse.

Uno a uno, los pasajeros fueron vaciando la unidad, siendo Rebeca la

última en abandonar aquel enorme refrigerador.

A pesar del sol de mediodía, el frío del otoño se imponía y la joven es-

tudiante de medicina decidió que lo mejor sería mantenerse abrigada

Tras recuperar su maleta, entró a la estación y una mujer de cabello

blanco avanzó hasta ella con la ayuda de un bastón.

—¡Abuela! —saludó Rebeca, junto con una gran sonrisa y un abra-

zo—. Es lindo verte otra vez.

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—Un año. Tú y yo —dijo con emoción la mujer, sin soltar los hom-

bros de su nieta.

—¿Quién te ha traído? —le preguntó, tras volver a tomar sus maletas

y caminar junto a la madre de su padre hacia la salida de la edificación.

—Podré ser vieja, hija, pero soy fuerte como un roble. Gracias a Dios,

todavía no necesito depender de alguien.

Guardaron el equipaje en el maletero del pequeño Volkswagen esca-

rabajo y, luego de una sacudida, el auto se puso en marcha por las pinto-

rescas calles de la ciudad, las cuales estaban decoradas por cientos de

banderines de colores.

Según las palabras de Martha, la abuela de Rebeca, esa noche se cele-

braría el aniversario de Los Fundadores, un grupo de siete extranjeros que

habían llegado a aquellas tierras hace exactamente cien años y alzaron

Costarena con arduo trabajo. Al día de hoy, la ciudad se mantenía en gran

esplendor gracias a sus actividades económicas y el excelente manejo que

ha recibido por parte de los descendientes de los antiguos fundadores.

La zona comercial quedó atrás. Ahora transitaban por un tranquilo ve-

cindario plagado de casas y hermosos jardines otoñales. La vía serpentea-

ba en una leve inclinación, al final de la ruta, una pequeña casa de madera

se alzaba junto a un risco de piedra, con una increíble vista de la playa

que se extendía a lo lejos.

Rebeca sólo podía pensar en la vista que contemplaría.

Las Kirchoff bajaron del auto, cada una arrastrando una de las male-

tas. En cuanto llegaron al porche, y Martha se disponía a buscar las llaves

de la entrada principal en la cartera, un silbido captó la atención de ambas

mujeres.

—¡Marcos! —exclamó la anciana, avanzando hasta un sonriente suje-

to de su misma edad. Era su vecino, llevaba entre sus manos un plato

repleto de galletas caseras.

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—En cuanto me dijiste que tu nieta nos visitaría, no aguanté las ganas

de hacerlas.

Martha tomó la bandeja y se la entregó a su nieta en cuanto se acercó a

ellos. Tras las presentaciones y la sorpresa del vecino al ver como la pe-

queña Rebeca había crecido, el trío entró a la residencia Kirchoff y toma-

ron asiento en la salita. Rebeca se ofreció a preparar el café para acompa-

ñar los manjares que habían traído.

—¿Supiste lo del joven Christian Abreu? —escuchó Rebeca desde la

cocina, mientras sacaba la cafetera de un gabinete.

—No, ¿qué sucedió? —preguntó la mujer con mucha curiosidad.

—Lo encontraron muerto en el bosque, junto al río —Se hizo una lar-

ga pausa y, tras un carraspeo, Marcos prosiguió—: Hallaron el cuerpo sin

una gota de sangre. Lo drenaron por completo.

Con aquella conversación, Rebeca entendió la escena que se desarro-

lló en el puente cuando iba en el autobús. El apellido Abreu se le hacía

familiar, pero no lograba ubicarlo.

A través de la ventana, una corriente de aire frío se adentró en la coci-

na. A Rebeca le recorrió un espasmo y los vellos se le erizaron de inme-

diato. Por un momento se sintió observada y abrigada por un inexplicable

miedo. Cerró la ventana y bajó la cortina.

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TRES

Al marcharse la visita, Martha le mostró a su nieta la alcoba que ocuparía

y le recomendó que durmiera, ya que esa noche bajarían al pueblo para

asistir a la celebración de Los Fundadores; una gran oportunidad para

hacer nuevas amistades, reencontrarse con las viejas y conocer al doctor

Miller, quien sería su tutor en el hospital.

En cuanto la noche dominó el cielo, Rebeca terminaba de ponerse

unos vaqueros y cerrarse la chaqueta hasta el cuello. Si en las horas del

mediodía el frío era bastante intenso, durante la noche lo sería más.

—Esos anteojos me recuerdan a tu padre —declaró la anciana en

cuanto vio a su nieta bajar las escaleras—. Vivía extraviando los suyos

cuando tenía tu edad.

—Aun los pierde —rio la joven—. Mamá vive peleando con él por

esa razón.

—No la culpo —dijo Martha, sacudiendo la cabeza de manera negati-

va—. Es desesperante. Yo también peleaba con él. Bueno, hora de irnos.

***

El pueblo estaba repleto de personas, y a Martha Kirchoff le costaba

hallar un buen puesto para aparcar su viejo automóvil. Al encontrar uno,

incentivó a su nieta a que se paseara por la plaza y conociera el lugar

mientras ella se reunía con sus amigas a cuchichear.

La plaza estaba decorada por cientos de banderines y luces; las flores,

de variados colores y tipos, invadían cada jardín y abrigaban una pequeña

tarima que se alzaba al lado de una enorme escultura, donde siete hom-

bres habían sido inmortalizados en piedra. Junto a algunos árboles, nume-

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rosas mesas descansaban repletas con suculentos bocadillos y humeantes

bebidas dispuestas para los asistentes. Por todos lados había grupos de

niños, adolescentes y adultos disfrutando de aquel evento nocturno.

En medio de su distracción, Rebecca tropezó con alguien, provocando

que la bebida de esa persona se esparciera por todo el piso de piedra.

—Lo siento…

—Fíjate por donde caminas —espetó una chica de larga cabellera aza-

bache. Miró a Rebeca de arriba abajo y arrugó la nariz—. Será mejor que

le devuelvas esa ropa a tu abuela —soltó de forma burlona, mientras aca-

riciaba su lacia cabellera y sus acompañantes estallaban en crueles carca-

jadas y añadían comentarios mordaces sobre sus gafas.

Rebeca puso los ojos en blanco y decidió que no perdería el tiempo

discutiendo con una mocosa mimada de quince o dieciséis años. Hace

mucho que ya había quemado esa etapa.

Junto a un árbol, vislumbró a una joven de cabellera rojiza recoger,

con cierta dificultad, un montón de arreglos florales del suelo. Sin vacilar,

se acercó a ayudarla.

—Gracias —dijo la joven. Ambas colocaron los arreglos sobre una

mesa y la muchacha se lo agradeció de corazón—. ¡Tú eres la nieta de

Martha Kirchoff! —advirtió con sorpresa.

Rebeca pestañeó asombrada.

—Las noticias corren muy rápido por aquí.

—Tu abuela suele comprarme flores todos los sábados. En estos dos

últimos no paraba de hablar sobre ti y de lo emocionada que estaba por tu

llegada —La voz de aquella joven era sumamente dulce y le provocaba

cierta ternura a Rebeca, incluso, un inexplicable deseo de querer cuidar-

la—. Te pareces mucho a ella.

El golpeteo de un micrófono extrajo a la estudiante de medicina de su

ensimismamiento. Junto al resto de los comensales, Rebeca y la joven de

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las flores dirigieron su atención hacia la tarima, donde las personas co-

menzaban a aglomerarse en torno a ella.

Tras alisar su vestido de estampado floral, una vivaz muchacha de ca-

bellera rubia les dio la bienvenida a todos. Rebeca la reconoció en segui-

da: Paulina Corzo, su amiga de la infancia. No había cambiado en nada.

—Esta noche cumplimos cien años desde que nuestros siete fundado-

res desembarcaron en estas costas y levantaran lo que hoy conocemos

como Costarena —La voz de Paulina era sedosa, transmitía seguridad y

entusiasmo. Nadie quería perderse ninguna de sus palabras—. Con el paso

del tiempo, las distintas generaciones que descendieron de estos grandes

hombres mantuvieron en alto el honor de nuestra pequeña ciudad. La

hicieron crecer hasta lo que tenemos hoy…

Su discurso se prolongó unos minutos más y, tras los sonoros aplau-

sos, Paulina invitó a que todos disfrutaran de la festividad y que recorda-

ran que en pocos días se celebraría el festival de la luna azul en los mue-

lles.

—Es buena con las palabras —dijo la joven de las flores. Seguida-

mente, se volvió hacia Rebeca y le tendió la mano—. Soy Helen Foley.

—Rebeca Kirchoff —se presentó, estrechando la mano de la joven—,

pero eso ya lo debes saber.

Helen no pudo evitar sonreír ante aquel comentario.

Los segundos pasaron a ser minutos, y los minutos crecieron hasta

convertirse en horas. Rebeca y Helen ya habían intercambiado cientos de

historias e intereses y, gracias a ello, ya habían fijado las bases para una

amistad.

Durante aquella larga conversación, Rebeca pudo saber que Helen

cumplía un año de residencia en Costarena, que era amante del chocolate

al igual que ella y estudiaba oceanografía, sin embargo, tuvo que congelar

sus estudios debido a que era la única persona de la familia que podía

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cuidar a su tía, Agatha Foley, quien padecía una grave enfermedad, por lo

que requería atención constante.

—Pero ha mejorado con el tiempo —prosiguió la joven con voz lán-

guida—. Aun así, el doctor Miller no deja de decir que está en etapa ter-

minal.

—Lamento eso —contestó Rebeca, apenada por no saber que decir an-

te aquello.

—Descuida. El trabajo en la tienda ayuda a distraerme.

‹‹Primavera Foley››, ese era el nombre de la tienda que se encontraba

bajo la propiedad de tía Agatha y que Helen atendía en su lugar. Era la

floristería más grande de la localidad y la que disponía de las flores más

hermosas y aromáticas de la región… y quizás en todo el planeta; los

habitantes de Costarena acudían a ella cuando necesitaban de un hermoso

arreglo floral, incluso, personas adyacentes a la ciudad lo hacían.

—¿Entonces, todas estas flores provienen de tu tienda? —preguntó

Rebeca, haciendo un gesto para señalar el entorno floral. Helen asintió

con una sonrisa—. ¿Cómo haces para mantenerlas vivas en esta época del

año?

—¿Rebeca? —inquirió una voz sedosa y entusiasta. La aludida se

volvió para ver con sorpresa a una emocionada Paulina Corzo. Era increí-

ble que después de tantos años sin verse, ésta la reconociera—. ¡Dios mío,

no has cambiado en nada!

La joven rubia la envolvió en un alegre abrazo, que tardó en disolver,

mientras le hacía saber lo feliz que estaba de volver a verla.

—No puedo creer que estés aquí… Hace mucho que no sé de ti.

—Lamento haberme distanciado, Paulina.

La aludida negó con la cabeza. Lo entendía bien y no era culpa de Re-

beca. Sus padres decidieron mudarse muy lejos cuando ambas ya habían

cumplido los ocho años de edad. Aun así, consiguieron mantener la co-

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municación mediante cartas; tenían sus respectivos números telefónicos,

pero ambas estaban de acuerdo en que la comunicación por correspon-

dencia sería más especial, sin embargo, la carrera que Rebeca estudiaba le

exigía mucho de su tiempo, por lo que el intercambio de sus cartas y men-

sajes de texto comenzaron a disminuir de forma masiva.

—Rebeca y yo éramos las mejores amigas cuando niñas —le dijo con

alegría a Helen, quien le respondió con una amable sonrisa—. Los arre-

glos estuvieron hermosos, Helen. Mi padre y yo no podíamos esperar

menos —prosiguió, haciendo un gesto para abarcar todas las decoraciones

que brillaban en cada esquina de la plaza. Seguidamente, buscó en su

costosa cartera un trozo rectangular de papel y se lo entregó a la joven—.

Lamento no habértelo entregado antes. Había muchos preparativos que

supervisar y no tuve tiempo de…

—Descuida —la interrumpió con delicadeza, tomando el cheque y ha-

ciendo un gesto para restarle importancia a aquel contratiempo—. Me

alegra haber contribuido a la festividad.

—Helen se encarga de llevar una floristería hermosa. Los viveros son

increíbles, deberías visitarlos mañana.

—Sí, me estuvo comentando —contestó Rebeca, abrazándose a sí

misma debido al frío que comenzaba a hacer—. Tal vez vaya mañana en

la tarde, si no es molestia.

—Para nada. De hecho, es el mejor horario.

Paulina dio un respingo en cuanto un par de gruesos brazos la rodea-

ron desde la espalda. El muchacho le dio un beso en la mejilla y Paulina

le golpeó repetidas veces los hombros con el bolso hasta conseguir su

libertad.

—Odio cuando haces eso.

—Pero a mí me encanta —le respondió con una media sonrisa, sin

prestarle atención a las otras dos chicas y frotándose los golpeados brazos,

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los cuales iban completamente desnudos—. Quiero invitarte a una cami-

nata por el muelle, bajo la luz de la luna…

Paulina lo silenció al poner su dedo índice sobre los labios del mucha-

cho.

—Puedes ir tú solo, Roy —dijo con amabilidad. Paulina era el tipo de

chica que se negaba a contestarle con veneno a una persona, sin importar

lo desagradable que fuera.

Helen intentaba reprimir una sonrisa.

—Parece que las cosas siguen iguales entre ustedes dos —declaró Re-

beca con diversión.

Roy alzó la mirada y sus ojos se abrieron como dos enormes platos al

toparse con la persona que recitó aquellas palabras.

—Roy —comenzó Paulina con total emoción—, recuerdas a…

—¡Rebeca! —dijo con felicidad, mientras se acercaba y la abrazaba.

Su emoción fue tan grande que la alzó del piso sin dificultad alguna—.

No puedo creer que al fin te esté viendo en persona —finalizó, tras devol-

verla al suelo.

Rebeca reía mientras se llevaba dos mechones de cabello por detrás de

las orejas. La estudiante de medicina volvió a pensar que el Roy que se le

presentaba ante sus ojos no se parecía en nada al Roy bajito y escuálido

de hace doce años atrás.

—Llevamos unos meses hablando por Skype —explicó Rebeca al ver

la cara de confusión de Paulina—. Me encontró en Facebook y el contacto

volvió. Deberías de abrirte una cuenta.

Tras varios minutos de charla, los fuegos artificiales emprendieron a

iluminar el cielo con su peculiar explosión de colores. A Helen se le agua-

ron los ojos ante aquel evento debido a un viejo recuerdo, Roy, al perca-

tarse de las lágrimas de la joven, depositó la mano sobre su hombro dere-

cho para hacerle saber que todo estaría bien y que podía contar con él.

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Helen se lo agradeció con una pequeña sonrisa mientras se enjugaba los

ojos.

—Lindas palabras, Paulina. Espero que hayas pensado en Christian

cuando las pronunciaste —dijo una chica, procurando inyectar todo el

veneno que le era posible.

Rebeca no necesitaba ver el rostro de aquella persona para reconocer-

la, ya que su voz era inconfundible: Era la misma mocosa con la que

había tropezado horas atrás; esta vez iba sola.

—Es suficiente, Penélope —Roy se había puesto de pie, dispuesto a

defender a la chica que le gustaba—. No es momento para tus espectácu-

los. A todos nos duele la muerte de Christian.

Penélope soltó una risotada y el olor a alcohol se extendió entre el

grupo. Helen sintió náuseas y pensó que ni sus flores podrían disfrazar

aquella peste.

—Son unos mentirosos —Penélope los miraba como si fueran una es-

pecie de musgo creciendo bajo el fregadero—. A ninguno les interesa. De

ser así, hubiesen cancelado la celebración.

—Sabes muy bien que no se podía —Paulina se había puesto al frente.

No iba a permitir que Penélope hablara mal de ella y mucho menos que

Roy la defendiera, no era una damisela en peligro—. Este festival es una

tradición que no puede romperse y lo sabes. Christian lo hubiese querido

así, y todos los Abreu.

Penélope rio con crueldad.

—Si es cierto lo que dices, ¿por qué ninguno de los Abreu se encuen-

tra presente?

Paulina enmudeció. No tenía la respuesta para refutar aquello. Poco a

poco, pudo sentir como su alma se oscurecía al darse cuenta de lo mal que

había actuado. Su padre era el alcalde y debió disuadirlo de que cancelara

la festividad por respeto a Christian Abreu y toda su familia, pero decidió

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anteponer sus deseos egoístas, ya que aquella celebración siempre había

sido muy especial para ella desde niña.

—Eso pensé —Tras arrojar un poco más de veneno, Penélope se vol-

vió con la barbilla en alto y marchó por donde vino, no sin antes tropezar

con su hermano mayor, quien parecía reñirla por haber estado consu-

miendo alcohol como una desquiciada.

Roy intentó animar a Paulina, pero ésta, empleando todas sus fuerzas

para contener el llanto, se disculpó y se apresuró en retirarse. Roy fue tras

ella y ambos desaparecieron entre la sonora multitud.

—Fue algo cruel.

—Para alguien que siempre quiere ayudar a los demás y dar lo mejor

de sí mismo, lo es. Pero Penélope tiene razón, sin embargo, se equivoca

en cargarles toda la culpa a Paulina y a su padre. Todos los que estamos

aquí presentes, festejando, lo somos. Si de verdad respetamos a los fun-

dadores, lo más honorable habría sido cancelar el evento y dar nuestro

apoyo a los Abreu.

—Lo dices como si Christian fuera una celebridad… un héroe.

Helen dibujó una sonrisa lánguida en los labios.

—A todos debería importarnos su fallecimiento, Rebeca. Christian

Abreu era un descendiente de los siete fundadores. El más joven de los

Abreu.

***

Ya vestida con su pijama, Rebeca encendió la luz del baño que dispo-

nía su alcoba para continuar con su ritual antes de dormir: lavar sus dien-

tes, aplicarse una crema hidratante en el rostro y cepillar su cabello…

Cuando estaba por llevar a cabo la última actividad, un hermoso canto

penetró en sus oídos. Parecía provenir de afuera.

Despacio, Rebeca dejó el cepillo sobre el lavabo y avanzó hasta la

ventana de su habitación. Por un momento se vio tentada en abrir la ven-

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tana y arrojarse por ella, pero rápidamente desechó aquella locura. ¿Por

qué había pensado en ello?

Abrió la ventana, con la intención de escuchar un poco mejor aquel

delicado canto y, si era posible, localizar su origen.

Más allá de las calles de aquel vecindario, a cientos de kilómetros, la

muchacha pudo observar un pequeño trecho de playa, donde el agua sala-

da lamía una y otra vez la áspera arena. El canto parecía provenir de allá,

sin embargo, no era capaz de ver más que agua, arena y altas paredes de

piedra.

La melodía se detuvo y el miedo la abordó en cuanto escuchó a al-

guien susurrar su nombre a sus espaldas. A la velocidad de un rayo, Re-

beca se volvió y tragó en seco al ver que estaba sola. Su corazón tambori-

leaba de forma violenta. Un chico había susurrado su nombre, estaba

segura de ello. Pero ¿cómo era eso posible? Encendió la luz de su alcoba

y buscó en cada rincón sin éxito alguno. Los nervios no la abandonaron.

Volvió a apagar las luces y a toda velocidad se lanzó sobre la cama,

envuelta en la seguridad de sus cobijas. Junto con una corriente de aire

frío, la luz de la luna se filtraba a través de la ventana; había olvidado

cerrarla. Lo pensó dos veces, pero desistió, ya que en ese momento Rebe-

ca Kirchoff carecía del valor necesario para levantarse y sellar aquel por-

tal.

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CUATRO

Tras vestirse, tomar un rápido desayuno y despedirse de su abuela con un

beso en la mejilla, Rebeca salió de casa a toda velocidad, directa a la

parada de autobús, donde un grupo de personas ya aguardaban bajo su

techo.

Aquella lluviosa mañana, la joven estudiante de medicina debía pre-

sentarse a las ocho en punto en el hospital de Costarena para reunirse con

el director de dicho centro hospitalario. Las entrevistas solían ponerla

nerviosa.

El autobús se detuvo y Rebeca abordó la unidad con el pecho com-

primido a causa de los nervios. En cuanto canceló el pasaje, avanzó hasta

el final, donde tomó asiento junto a la ventana y vio como el área residen-

cial se desvanecía hasta convertirse en la zona comercial de la localidad.

Le resultaba extraño estar de regreso en la ciudad donde nació y vivió

parte de su infancia. Nunca entendió por qué tuvieron que mudarse; sus

padres tenían un buen empleo y los ingresos eran más que suficientes, la

tranquilidad dominaba cada rincón de Costarena, sus habitantes eran muy

amables y Rebeca era feliz con sus amistades: Paulina y Roy. Recordó las

noches de campamento en la casita del árbol de Roy, los espectáculos de

magia que armaban con la dirección de Paulina para sus padres, y el día

en que decidieron explorar el bosque para comprobar si de verdad había

un fantasma merodeando en el lugar; Rebeca sonrió al recordar el castigo

que se ganaron los tres. Irse fue muy doloroso. Dejar a sus amigos y a su

abuela, quien se rehusó a marcharse… Al menos mantuvo el contacto, no

muy seguido, pero lo suficiente para no caer en el olvido.

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—Disculpe —dijo una señora de vestimenta extravagante, arrancando

a Rebeca de sus recuerdos—, ¿puede cambiarme este billete? Le estaría

muy agradecida.

Rebeca sonrió y ayudó a la desconocida mujer con su dilema moneta-

rio. Ésta se lo agradeció y bajó en la parada. Rebeca volvió su mirada a la

ventana, dispuesta a retomar el hilo de sus pensamientos, sin embargo,

dio un diminuto respingo al ver una palabra escrita en la superficie del

cristal: ‹‹Huye››.

La unidad se detuvo y el conductor anunció que aquella era la última

parada. Rebeca sólo se distrajo unos segundos, pero, al volver la mirada al

cristal, el mensaje se había esfumado. Seguidamente, abandonó el vehícu-

lo, consternada ante aquella rareza y la de la noche anterior. ¿Estarían

conectadas? ¿Acaso los nervios por su entrevista le jugaban una mala

broma?

Se escucharon varios gritos, un rechinido de cauchos deslizándose por

el asfalto y en un segundo, Rebeca se encontraba en el piso, con el cora-

zón palpitando a mil. No se había fijado en que estaba cruzando la calle y

que una patrulla de policía tenía el turno de transitar. Afortunadamente, el

auto no la golpeó; el miedo la hizo tropezar y caer de sentadilla.

El público cuchicheaba, mientras el oficial abandonaba el auto y corría

hasta Rebeca. Le tendió la mano y, con nervios, ella la aceptó.

—Debe tener más cuidado a la hora de cruzar, señorita —dijo el ofi-

cial, tras examinarla rápidamente. No se escuchaba enojado, pero tampo-

co alegre. Ella asintió, disculpándose por lo sucedido. Él le puso una

mano en el hombro, cosa que la tranquilizó—. Mucho cuidado, ¿sí? —

concluyó con una sonrisa bastante agradable.

Rebeca se ruborizó al ver el gris que pigmentaba los ojos del oficial.

Le pareció atractivo, pero aquello se esfumó al recordar que su ex tenía

los ojos del mismo color.

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Rebeca volvió a disculparse, el oficial regresó al coche y prosiguió su

camino.

La alarma de su celular chilló y la muchacha soltó una palabrota. Le

quedaban cinco minutos para llegar a la entrevista. Sin más distracciones,

terminó de cruzar la calle y se adentró en el hospital.

***

En cuanto la campana sonó para dar inicio al receso, “las plásticas”,

un grupo de tres chicas lideradas por la temida Penélope Olszynski, avan-

zaron por los pasillos del recinto educacional dispuestas a reunirse en sus

dominios. Al acercarse a las puertas del sanitario, la abeja reina escuchó a

un grupo de chicas de segundo año susurrar, mientras se alejaban corrien-

do:

—Rápido, que ya es territorio de Penélope.

“Las plásticas” entraron y en cuanto aseguraron la habitación, Penélo-

pe encendió un cigarrillo; el humo que inhaló alivió su cuerpo. Frotó su

dolorido cuello y descargó con sus amigas el aburrimiento que sintió

durante la clase de historia.

—¿Piensas ir al homenaje de Christian? —preguntó una de las chicas,

mientras peinaba su cabellera.

—Supongo, después de todo soy yo la encargada de decorar el audito-

rio de este mugroso lugar —contestó. Cada palabra que gesticulaba le

permitía al humo escapar y expandirse por el sanitario—. Christian era

raro, algo tonto a mi parecer, pero lo conocía un poco… Siempre metien-

do la nariz donde no debía.

—Si me lo preguntas, Penélope, diría que sientes algo de cariño por él

—aventuró otra de las chicas, mientras encendía una y otra vez su encen-

dedor rosa. Penélope la observó con una mirada punzante, la chica se

encogió, pensando que ésta podría encenderle fuego a su preciado cabello

rubio.

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La reina abeja apaciguó la mirada y la rubia consiguió aferrarse a la

tranquilidad.

—No lo quería, pero estábamos conectados —declaró.

Las chicas estaban sedientas de información. Penélope lo podía notar

en sus miradas.

—¿Qué quieres decir? —inquirió la muchacha que hace unos momen-

tos peinaba su cabello. Despacio, guardó su estuche de maquillaje en el

bolso.

Penélope se removió incomoda. Aquellas palabras debieron quedarse

en su mente…

—Somos amigas —dijo la rubia, quien había tomado una bocanada de

aire para acercarse y tomar las manos de su amiga entre las suyas—…

Puedes confiar en nosotras.

En silencio, Penélope recuperó sus manos, apagó el cigarrillo y se

volvió hacia sus amigas una vez más. Tenían razón, podía confiar en

ellas, además, al saber lo que se avecinaba, no podía darse el lujo de estar

sola. La más joven de los Kirchoff había regresado y sólo eso faltaba para

que, una vez más, aquella terrible maldición se activara.

—Ambas conocen la historia de Costarena y sus fundadores —Las

chicas asintieron—. Bien, pero lo que no saben es que hace mucho tiem-

po, los siete fundadores hicieron algo muy grave… algo que los marcó de

por vida, a ellos y a toda su línea de descendientes.

Las muchachas intercambiaron miradas nerviosas.

—Y… ¿Qué fue eso que hicieron? —preguntó una de ellas.

—No lo sé —contestó Penélope, recostando su cuerpo contra la pa-

red—. “Vivimos de los pecados de nuestros antepasados, nos conecta de

manera física y espiritual. Eso pone en peligro a los siete descendientes

más jóvenes…” Al menos, eso fue lo que le dijo mi papá al alcalde Corzo

durante una reunión.

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—Christian y tú… —susurró Amanda.

Penélope asintió.

—En la noche de su muerte… sentí su miedo. Su dolor.

—¿Hablaste con tu padre?

Penélope negó con la cabeza.

—Nunca tiene tiempo para estar conmigo. “El tiempo es dinero y el

dinero es tiempo”. Es lo que suele decirme cada vez que intento hablar

con él. A veces es despreciable, y mi madre no se queda atrás.

Las chicas le regalaron un abrazo. Penélope luchó por contener el llan-

to. Aun así, les devolvió el gesto y en ese instante sintió una calidez en el

corazón que hace mucho no experimentaba.

—Algo malo se prepara para atacarnos a los siete —añadió Penélope,

tras dar por terminado el abrazo grupal—… y no es la primera vez que

sucede.

—¿Cómo lo sabes? Quiero decir, ¿cómo es que lo sabes tú? No veo a

más nadie preocupado en el pueblo.

—Investigué los archivos de mi padre y los registros del pueblo…

La campana sonó de forma estrepitosa y Penélope les prometió termi-

nar el relato en cuanto volvieran a estar las tres a solas. Las chicas acepta-

ron y abandonaron su territorio, no sin antes recibir una orden de su abeja

reina: mantener en secreto lo que ésta les contó.

***

Los muelles estaban atestados por personas marchando de un lado a

otro. Los preparativos para la carrera de veleros de los próximos días

tenían muy entusiasmado a todos, ya que dicho evento atraía a miles de

turistas a la localidad, lo que se traducía en enormes cantidades de ingre-

sos.

Paulina Corzo estaba al frente de la organización y no paraba de dictar

instrucciones de cómo debían disponerse las cosas. Aquel evento era su

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favorito, sobre todo, porque Roy participaría; lo hacía todos los años y

por eso se esforzaba el triple, ya que su amigo era un gran fanático de los

veleros y deseaba que todo fuera lo más perfecto posible.

Una enorme mano se posó sobre su hombro derecho y la joven rubia

dio un respingo. Al percatarse de que se trataba de su padre, sonrió y se

lanzó a los brazos del hombre que la crio. Éste le acomodó el flequillo, el

cual estaba alborotado a causa de la brisa que soplaba.

—El viento está perfecto —comentó la chica con total emoción, apre-

tando contra su pecho una carpeta repleta de papeles—. Todos los años

son iguales. Estoy segura de que el día de la competencia seguirá igual…

¡o hasta mejor!

El alcalde Corzo tranquilizó a su hija y, en silencio, le arrebató la car-

peta a la muchacha para entregársela a su asistente y que ésta se encargara

de los preparativos. Paulina intentó quejarse, pero su padre le hizo un

gesto para que no hablara. Seguidamente, la invitó a dar un paseo por los

muelles.

—No quiero que te dediques a la organización de los eventos de Cos-

tarena, Paulina —dijo el alcalde con voz monótona—. Dedícate a tu tra-

bajo de grado. Sólo te falta eso para graduarte y obtener tu título.

—Lo sé —contestó sin dejar de sonreír—. Llevo meses trabajando en

ello, así que decidí tomar un pequeño descanso.

Su padre se detuvo y la vio incrédulo.

—Pero estás trabajando. Eso no es descansar.

—Para mí sí lo es. Sabes muy bien que no puedo estar sin hacer nada.

—Eso lo heredaste de tu madre.

Esas palabras generaron mucha ternura en Paulina. Nunca la pudo co-

nocer, ya que aquella mujer murió al culminar el hermoso acto de traerla a

la vida. Sólo tenía los recuerdos de su padre y las viejas fotografías del

álbum familiar. Nunca escuchó su voz.

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—En cuanto acabe esta semana, te prometo que volveré con mi traba-

jo de grado. Sólo déjame ayudarte en esto, ¿sí?

Su padre aceptó, y al ver que dos de los amigos de su hija se acerca-

ban, se retiró, no sin antes decirle que volvía a tener el control de la coor-

dinación de aquel evento.

—Es raro ver a tu padre en los muelles… o en cualquier frente de tra-

bajo —dijo Helen, sin apartar la mirada de la voluminosa espalda del

alcalde Corzo.

Paulina se volvió y se sorprendió al toparse con Helen Foley y Roy

D’Altrui.

—Estos son los arreglos que puedo hacer para el evento —prosiguió

la joven de las flores con total amabilidad tras los saludos—. El costo

total se refleja aquí.

Paulina tomó la lista y, tras darle un vistazo, le dio luz verde a Helen

para que iniciara con su magia.

—Roy me ayudó a cultivarlas.

Paulina se ruborizó y el aludido estalló en quejas. Al parecer, aquella

información debía mantenerse en secreto. Helen no pudo evitar reír ante

la situación.

El joven enamorado recuperó la compostura y continuó.

—Me preguntaba si este año también entregarías el premio.

—Claro, la tradición se mantiene —La sonrisa que esbozó el mucha-

cho llenó de calidez el alma de Paulina—. Espero que este año consigas el

primer lugar, Roy.

—Necesitaré un poco de motivación para conseguirlo —prosiguió,

acercando su rostro al de la chica.

Paulina depositó su mano en el pecho de Roy y, con un simple movi-

miento, lo hizo retroceder.

—El trofeo es bonito. Creo que eso te motivará lo suficiente.

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Helen ocultó una sonrisa tras su mano al darse cuenta de hacia dónde

Roy quería dirigir la conversación. Paulina podía ser tan inocente en al-

gunas situaciones, pensó Helen.

—¿Qué tal si me das un beso de motivación?

Paulina volvió a ruborizarse, aquello la había tomado por sorpresa.

—Eh… Este… —titubeó la rubia, sin embargo, consiguió recuperarse

al instante—. No tengo porque obsequiarte un beso.

—¿Y si gano la competencia?

Helen no lo soportó más y soltó la risa, cosa que conquistó la atención

de los dos tontos enamorados.

—Lo siento, es que todo esto me causa mucha gracia. ¿Qué tal si ha-

cen una apuesta? —añadió en cuanto recuperó la serenidad.

—¿Una apuesta? —preguntaron los dos al unísono.

—Si Roy obtiene el primer lugar, le das un beso —propuso Helen, co-

sa que animó a Roy. Por otro lado, Paulina no parecía muy contenta—.

Pero si no lo consigue —prosiguió la chica de las flores—, Roy dejará de

perseguirte.

Paulina se animó un poco, pero al joven le cayó como un balde de

agua fría.

Roy era un gran deportista. Fue el capitán del equipo de waterpolo en

la secundaria, y era el actual en la universidad a la que asistía. Desde

pequeño practicaba la navegación con el velero bajo la tutela de algunos

de sus hermanos mayores y la de su padre, quien era el encargado del

departamento de deportes de Costarena. No podía perder, y mucho menos

con lo que estaba en juego. Tras meditarlo unos segundos, aceptó.

Paulina, para no quedar como una miedosa, se unió a la apuesta.

—Está decidido. Helen, tú serás nuestra testigo…

La atención de Helen se concentraba en un extraño movimiento en el

agua. En ese momento todo su alrededor se silenció y lo único que era

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capaz de escuchar era al viento y al agua chocar contra los pilotes del

muelle. Entrecerró los ojos para ajustar la visión, ya que por un momento

le pareció ver un par de ojos observándola.

—¿Helen?

Sí, eran unos ojos. Estos se dieron cuenta de que la chica los miraba…

—… ¿Helen?

La muchacha seguía hipnotizada. Consiguió distinguir muchas esca-

mas brillantes y un par de… ¿manos?

—¡Helen! —llamó Paulina. La aludida despertó de su trance y, al ver

una vez más el agua, la figura había desaparecido—. ¿Estás bien?

—¿Algo interesante en el mar? —secundó Roy.

—No… Es sólo que creí haber visto algo.

—Tal vez un pez —bromeó Roy.

Paulina lo golpeó en un costado y éste se quejó.

—Tal vez fue un pez —respondió la muchacha, esbozando nuevamen-

te una sonrisa—. Regresaré a la tienda para terminar el pedido del institu-

to… Gracias por ayudarme, Roy.

Paulina y Roy estaban un poco preocupados. Era la primera vez que la

veían de esa manera: triste y con la preocupación dominando su rostro.

En silencio, Helen Foley se retiró aferrando las manos a sus codos.