"El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

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La editorial

Desde nuestro joven proyecto al margen editorial queremos darte las

gracias por confiar en nuestras publicaciones.

Para inagurar nuesta sección de narrativa hemos apostado por un

compendio de relatos y microrrelatos del Premio Miguel Delibes de

Narrativa 2009, José Ignacio García, con una cuidada edición en papel,

que lleva por título El cuento que quisiera escribir contigo.

14 relatos cargados de un realismo humano desbordante y 41

microrrelatos que condensan, a base de elevada ironía, reflexiones del

autor sobre la vida, que convierten a este cuento que quisera escribir

contigo en la obra más redonda, cuidada y preciosista del premiado y

consagrado José Ignacio García.

Nuestra pasión por la literatura nos obliga a volcarnos con todas y cada

una de las obras que pasan por nuestro taller, para que cuando llegue a

tus manos, ya sea en formato digital o en papel, disfrutes con la mayor

intensidad posible de un contenido, siempre elaborado por escritores

que se han dejado la piel en sus creaciones.

Nuestro objetivo, como editorial, es dar a conocer a escritores con una

productiva carrera literaria, en la que se une la calidad de las

publicaciones que acumulan en sus estanterías y los premios que han

reconocido su valía, y a los que es necesario potenciar, difundir y situar

entre los referentes nacionales en sus respectivas especialidades.

Por supuesto, no nos olvidamos de las jóvenes plumas que también

merecen un espacio en el que mostrar sus talentosos trabajos.

Trataremos de dejar siempre nuestra mejor impronta, pero si alguna vez

nos equivocamos, querido lector, no dudes en avisarnos y darnos tu

siempre bienvenida opinión.

El equipo de al margen editorial te desea una muy agradable lectura.

¡GRACIAS POR APOYAR LA LITERATURA DE CALIDAD!

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José Ignacio García, escritor

Premio Miguel Delibes de Narrativa 2009.

José Ignacio García nació en San Sebastián, en 1965, pero creció en

Valladolid y empezó a escribir en León. Actualmente vive a caballo entre

Portillo, Pozal de Gallinas y Medina del Campo. Conversador infatigable,

colabora en prensa hablada y escrita, y ha participado en numerosos

acontecimientos culturales, festivos y literarios como conferenciante,

presentador, pregonero o mantenedor.

Fundó el Certamen de Relatos “Transeúntes”. Ha formado parte de

otros jurados literarios, y desde su creación coordina el Certamen

Nacional de Relato Breve “Cuéntame Portillo”.

Ha prologado los libros recopilatorios de relatos Transeúntes y

Contamos la Navidad, y los poemarios Luz de Acorde y Los pasos

compartidos, de Fernando Novalbos. También ha escrito textos para

solapas de novelas como La triste reina, de Ricardo Ruiz de la Sierra o

para contraportadas de libros etnográficos como Antaño, de Jesús

Salamanca. Y sus cuentos pueden encontrarse en revistas literarias y en

libros colectivos.

En 2009 creó el proyecto cultural Contamos la Navidad, que desde

entonces emplea la literatura como reclamo publicitario navideño, con

el afán de fomentar el amor a la lectura, y que ha superado los 80.000

ejemplares de tirada en sus siete ediciones, en las que han participado

de forma totalmente altruista grandes escritores, pintores, fotógrafos e

ilustradores del panorama nacional. En 2015 recibió el Premio de

Reconocimiento Cultural “La Armonía de las Letras″ por su esfuerzo y

dedicación a este proyecto cultural altruista.

Ha conseguido numerosos premios de relato breve, entre los que cabría

destacar los siguientes: José González Torices, Café Compás,

Internacional de Guardo, Luis Pastrana, Manuel Valdés, Mazzantini (en

dos ocasiones), Cuentos Navideños de Navalmoral de la Mata, o las

Justas Poéticas Castellanas de Laguna de Duero, en la modalidad de

cuento corto. Pero por encima de todos, sobresale el PREMIO MIGUEL

DELIBES DE NARRATIVA, que se adjudicó en el año 2009 con su libro de

relatos Entre el porvenir y la nada.

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Es autor de la novela Mi vida, a tu nombre, y de los volúmenes de

cuentos Me cuesta tanto decir te quiero, Vidas insatisfechas, Entre el

porvenir y la nada, La sonrisa del náufrago, El secreto de su nombre y

El cuento que quisiera escribir contigo.

Coordina el encuentro literario “Lengua de Estrellas”, que organiza la

Asociación Cultural “La Estrella” de Pozal de Gallinas. Es premio

“Fuentevieja” a la promoción cultural de la villa de Portillo. Imparte

Talleres de Escritura Creativa, y desde finales de 2011 figura en el

diccionario de autores de la Cátedra Miguel Delibes de la Universidad

de Valladolid, por lo que sus libros pueden leerse en sus sedes de

Valladolid y de Nueva York. Su cuento El paraíso del silencio aparece en

la antología Relatos mayores, que recoge una muestra de la obra

literaria de 33 de los mejores escritores castellanos y leoneses actuales,

y el relato Anacronismo figura en el libro Valladolid de MAR Editor.

En el transcurso de 2014 publicó en al margen editorial, la versión

digital bilingüe de la recopilación de relatos El secreto de su nombre,

que asaltó con gran aceptación el mercado anglófono con el título de

The secret of her name.

En 2015, José Ignacio García publica, nuevamente en el sello al margen

editorial, una recopilación de 14 relatos y 41 microrrelatos bajo el título

de El cuento que quisiera escribir contigo, esta vez en papel.

Es posible consultar más información sobre su vida, obra y algunos

textos representativos a través de la Wikipedia y en la Cátedra Miguel

Delibes.

Puedes seguir su huella a través del blog personal De Grana y Folio (en

proceso de renovación de título, formato y contenidos).

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¿Es posible una síntesis?

¿Qué ocurre cuando el amor llama a las puertas del corazón femenino

de manera tardía e inesperada? ¿Cómo reacciona una violinista al

enterarse de que su pareja le es infiel? ¿Por qué una mujer podría

perdonarle todo a su esposo, menos una mentira concreta? ¿Se puede

esperar durante cincuenta años que regrese la pasión que duró apenas

unas horas? ¿Y cuánto tiempo puede tardar en fraguarse una venganza?

¿Por qué en Nochebuena un adolescente puede perder la virginidad en

un burdel, una divorciada puede morir asesinada en una iglesia o un

cocinero puede desvelar gracias a una fotografía el secreto pasado de su

novia? ¿Y por qué el azar puede convertir en gigoló al vecino más

aporcado del barrio?

Esas y otras preguntas tal ve encuentren respuesta en el interior de este

libro, cuyas historias, de muy variada extensión, casi nunca son en

realidad lo que parecen, y ofrecerán al lector un universo de emociones,

sentimientos y placeres inolvidables.

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Confesiones del autor

Hace casi tres años que el carrete de hilo que hilvanaba el calendario de

mi biografía estuvo a punto de romperse definitivamente. Sin embargo,

el destino –tan enredador siempre– decidió empalmarlo con un nudo y

darme otra oportunidad. Cuando lo hizo, me pregunté por qué me

indultaba la estadística de un desenlace que no resisten 9.999 enfermos

de cada 10.000 que atraviesan el mismo trance que yo superé. Ahora,

casi tres años después, sé que aquel milagro –del todo inexplicable aún

hoy para los médicos– se produjo para que aprovechara el regalo de la

vida en su justa medida; para que valorara como se merece ese tesoro

tantas veces menospreciado que es la amistad; para que volviera a sentir

más cerca a mi auténtica familia; y, sobre todo, para que descubriera,

cuando casi acaricio el medio siglo, el auténtico amor que no había

conocido antes, y del que solo había oído hablar de lejos o había leído

sobre él en los libros. Ahora sé que ese amor existe, porque lo

experimento cada día con inusitada pasión, mágico, sorprendente,

imaginativo, sincero, chispeante, comprensivo, bueno, dialogante, y

generoso, gracias a la mujer más maravillosa del mundo, que me ha

hecho descubrirlo, que lo comparte conmigo, y que me ha dado fuerzas

para volver a poner sobre el papel nuevas historias de la imaginación,

cuando lo único que me apetece a cada momento, con una dedicación

acaso más propia de un adolescente, es seguir garabateando mis

sentimientos y mis emociones con una caligrafía digital (pero también

convendría aquí el término dactilar) sobre la piel sedosa y adorable de

su cuerpo divino.

Así que tal vez sea posible que también el destino haya prolongado mi

contrato existencial por un tiempo indefinido para que siga escribiendo.

Aunque incluso es posible que éste sea un libro todavía más especial que

los anteriores, porque probablemente será –al menos durante una

buena temporada– el último volumen de relatos que publique.

Agradezco a mis lectores, a los jueces de algunos certámenes de

narrativa y a los críticos, en general más benevolentes de lo que

merezco, que se empeñen en considerarme en Castilla y en León como

uno de los cuentistas más relevantes de mi generación, e incluso que me

hagan ruborizar cuando me comparan con grandes maestros del género,

cuyo talento y cuyo genio creativo dista años luz de mi humilde afán por

urdir argumentos y alicatarlos con palabras que no desentonen

demasiado. Pero –como los atletas que pierden velocidad con los años,

para ganar resistencia; o como esos púgiles a los que, con el paso del

tiempo, les cuesta imponerse en el primer asalto a la báscula y mantener

su peso– siento que cada vez me duele más acotar los territorios que

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ocupan mis textos, y aunque maestros incuestionables y referenciales

de la Literatura como Borges o Pereira no se cansaron de repetir que no

había ninguna novela que no pudiera contarse en unas pocas páginas,

yo siento que necesito dejar de construir chalecitos adosados para tratar

de levantar rascacielos, que no sé si llegaran a alcanzar algún día las

nubes de la gloria, o si se derrumbarán ante la falta de robustez de sus

cimientos. Pero necesito dar el paso y correr ese riesgo.

Claro que seguiré escribiendo cuentos, indultando fogonazos de la

cotidianidad que me rodea. Pero por ahora, amigos lectores, disfrutad –

si se lo merecen– con esta panda de socios insurrectos, que he escrito

después de mi paso por talleres, salvo WineRoom, que es el único relato

anterior a mi restauración, y que –siguiendo mi costumbre de rescatar

para el último el cuento más valorado del libro precedente– se merecía

una oportunidad de lograr la difusión que no dio a La sonrisa del

náufrago, la editorial que lo publicó en 2011.

En mi subjetiva y, por lo tanto, discutible opinión de autor y primer

crítico de mi obra, todos los cuentos de este libro responden a mi estilo

más reconocible. Son realistas, humanos, cercanos, emotivos y posibles.

En general hablan del amor, de la amistad, de la fidelidad, de la vida, de

la muerte y de la esperanza desde puntos de vista diferentes, salteados

con el aderezo de ligeros toques de humor o de erotismo. Pero aviso a

los consumidores de que al final, como si se tratara de trampantojos

literarios, muchos no serán lo que parecían al principio, o incluso poco

antes de terminar.

Debo confesar además que he sufrido mucho escribiendo, porque no

hay nada peor que tener que cumplir por obligación con el compromiso

que uno no quiere atender por las buenas. Solo espero que mis

personajes no sufran las consecuencias, y que los cuentos y cuentecillos

aquí reunidos cumplan las expectativas de mis lectores que, en muchos

casos, se tendrán que convertir en cómplices o jueces de los argumentos

que les ofrezco.

No me queda más que dar las gracias a todos los que desde el día 17 de

abril de 2012 aportaron su contribución a la causa de que lentamente

fuera recuperando la salud perdida y las ganas de respirar y de disfrutar

de los pequeños frutos que el árbol de la experiencia me regala cada día.

Pero especialmente quiero acordarme del equipo de reanimación y de

mis reinas blancas de la UVI del Hospital Clínico Universitario de

Valladolid, que me salvaron de un jaque definitivo y me cuidaron como

si fuera un rey, para que siga jugando esta partida de ajedrez que es la

vida; de mis padres, Juan y Angelita; de mis tíos, Sagrario, Marce y Pedro,

que no me dejaron solo ni un momento; de Carlos Velasco García, que

me sacó a flote antes que nadie (como yo, inconscientemente,

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vaticinaba en la dedicatoria de ese libro anterior tan poco difundido y

aprovechado); de Cristina Barragán y de Carmina Gómez Primo, y de sus

maridos, Javi y Jose Misiego –mis hermanos de corazón–, y de Julián

Sanz del Río, espíritu hospitalario y generoso, y de mis hermanas de

sangre, Marta (en la distancia) y Susana, y de mi cuñado Manuel, por lo

mucho que les debo; y de Charlie Prieto que se ha convertido en una

especie de sombra reconfortante y protectora; y –por supuesto– de

Isabel, que me da la vida, y es la vida en sí misma.

Pero también tengo que rendir gratitud al Ayuntamiento de Portillo, y

especialmente a su alcalde Pedro Alonso, que –a pesar de la que está

cayendo– no ceja en su afán de promover y difundir la cultura, en

cualquiera de sus ámbitos, y que ha respaldado desde su génesis la

publicación de este libro; a los Chamorro, esa familia de impresores

leoneses que secundan muchas de mis locuras; a John Prieto por su

extraordinaria cubierta; a Zeus Pérez Villán y Jorge Vallejo de Castro, mis

editores, por confiar en mí de nuevo, esta vez con mis palabras puestas

sobre el papel; al pintor José Ramos Charro por su capacidad de

comprensión y renuncia; a Enrique Señorans por hacerme una atinada

recomendación que tiene que ver con el tiempo verbal definitivo que

figura en el título del libro; a Virginia Hernández, por su exhaustiva

revisión del manuscrito original; y a Boris Rozas, por su prólogo

salpimentado de cariño y de una incuestionable calidad literaria, muy

alejada de sus pésimos gustos futbolísticos. Pero ya se sabe que nada ni

nadie es perfecto.

Ni siquiera, amigos lectores, este cuento, que, al leerlo, estaréis

escribiendo conmigo.

José Ignacio García

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El cuento que quisiera escribir contigo

Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera,

que empezó el día en que te conocí.

Stefan Zweig, Carta de una desconocida

A Martina, que acaba de empezar a escribir el cuento de su vida

Amor abrió el bolso para sacar las llaves del portal y reparó

enseguida en el intruso inesperado que su acompañante, aprovechando

algún descuido del que no era consciente, había colado entre sus

pertenencias más íntimas. Si no se hubiera quedado extasiada en la

calle, contemplando durante un tiempo que no sabría calcular una luna

rutilante y de una esfericidad perfecta, habría tenido tiempo de correr

acera abajo, a pesar de los tacones, y de preguntar al hombre con el que

últimamente había compartido algunas veladas agradables, qué

significaba aquel voluminoso sobre. Pero ya era tarde. Por eso, se limitó

a estudiar con detenimiento el papel verjurado y la letra exquisita,

caligrafiada con una estilográfica. No era una experta en grafología, pero

los datos revelados por el sobre delataban la personalidad del autor de

las cuartillas que contenía.

Aquél no era el lugar apropiado, ni la luz adormecida de la

madrugada la más recomendable para ponerse a leer. Pero en ese

preciso instante sintió por primera vez que la hostigaba la impaciencia,

y ascendió las escaleras que la separaban de su casa saltándolas de dos

en dos, como cuando era una niña. Estaba corriendo el riesgo de hacerse

un esguince en uno de sus tobillos, pero no reparó en ese peligro. Se

sentía tan ligera que era como si llevara puestas unas zapatillas de paseo

aerodinámicas que le permitían levitar sobre los peldaños. Por fin

alcanzó el rellano, introdujo la llave en la cerradura de seguridad y, una

vez abierta, traspasó la puerta con cuidado de no hacer ruido. Estaba

deseando rasgar el sobre, pero primero decidió cumplir con sus

obligaciones de hija y de madre, y revisó sigilosamente las habitaciones

donde dormían su madre y sus hijas. Su madre respiraba de una manera

irregular, arrebujada entre las mantas, a pesar de que era verano, y hacía

un bochorno sofocante en la alcoba. Las pequeñas, sin embargo,

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dormían destapadas y con la ventana abierta en el cuarto vecino; el aire

que escapaba de sus pulmones apenas podía percibirse, y la menor lucía

en su semblante una sonrisa que se haría aún más intensa cuando la

despertaran los rayos del sol que anunciaran un nuevo día. Las tapó, con

cuidado de no interrumpir sus sueños, y al salir al pasillo, comprobó en

el espejo que colgaba de una de sus paredes que su rostro se había

contagiado de la sonrisa de su benjamina.

Satisfecha tras la revista, entró en su dormitorio, que estaba

situado enfrente del de las niñas. Un sentimiento extraño, y en cierta

manera perturbador, oprimía su pecho. Por un lado, se sentía feliz, casi

como una adolescente atolondrada; pero por otro, percibía un

remusguillo de culpabilidad. Era como un desasosiego que no le permitía

estar del todo en paz con su conciencia. Desde que su marido falleció,

apenas si había vuelto a salir con alguna amiga en ocasiones muy

señaladas. Se había consagrado por completo al cuidado de sus hijas; y

cuando su madre también se quedó sola, había decidido llevársela con

ellas, para que culminara el invierno de sus días con el calor cercano de

su única hija y de sus nietas. Sin embargo, y aunque no se explicara muy

bien las causas, sentía que durante las últimas semanas el mundo

cuadriculado en que vivía se había desmandado de una forma que era

incapaz de controlar. Mientras trataba de poner en orden sus

desconcertados pensamientos, descorrió el edredón, se sentó sobre la

cama, y para alivio de sus pies se desprendió de aquellos zapatos que

llevaba tanto tiempo sin ponerse, y que de repente empezaban a

atormentar sus dedos. Luego, encendió la luz de la lámpara que

coronaba la mesita de noche, y por fin, lentamente, mientras paladeaba

los dulces recuerdos de las jornadas compartidas con aquel hombre no

del todo extraño, colocó a su gusto los cojines que protegían la

almohada, apoyó la espalda sobre ellos y extrajo del sobre las cuartillas,

que estaban hechas con el mismo tipo de papel. Eran bastantes, casi un

librillo. Las abrió en abanico, como los naipes con los que se va a jugar

una partida de cartas, y una vez extendidas entre sus dedos comprobó

que todas las cuartillas no eran iguales. Entre aquellas páginas de papel

verjurado había un par de ellas de un papel distinto y humilde, que

estaban en blanco.

Definitivamente, separó los papeles inmaculados de los escritos, y

cuando comenzó a leer la carta notó que los ojos empezaban a dársele

de sí, dilatados por el asombro:

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Querida Amor:

Siempre he sido un tipo romántico, propenso al sentimentalismo y a

tararear baladas que honran tu nombre. Sin embargo, la otra noche, en

el karaoke del pub al que nos condujeron los pasos de la casualidad, no

fui capaz de entonar más allá del estribillo de esa canción que quise

dedicarte. Seguramente porque ni conocía la letra, ni la triste historia

que contaba tenía nada que ver con nosotros. Porque la otra noche, que

casi acabábamos de reencontrarnos después de tanto tiempo, no era el

momento propicio para verter lágrimas amargas ni para pronunciar

adioses, sino para cantarte la alegría que había provocado en mi corazón

el encuentro fortuito que protagonizamos hace unas semanas en el lugar

menos adecuado. Porque ya sé que un velatorio no es el escenario que

dos personas en su sano juicio elegirían para representar el papel de un

reencuentro gozoso. Pero el Destino, que tanto ha jugado conmigo

últimamente, quiso ponerte en mi camino cuando más te necesitaba. Esa

mañana acababa de recibir una noticia que no por ser tan luctuosa era

menos esperada. Al menos para mí. Y eso hacía que me sintiera aún peor.

Porque, de una manera que no era capaz de explicarme ni a mí mismo,

“sabía” desde la última vez que lo vi, y de eso hacía muy pocos días, que

al amigo que acababa de fallecer no iba a volver a verlo nunca más con

vida. Por eso me sentía tan mal y tan culpable en aquel instante, cuando

tú y yo coincidimos en el vestíbulo de la casa donde la familia y los

vecinos le dedicaban el último adiós. Era como si el remordimiento

tuviera la textura de una hoja de lija que me raspaba la conciencia. No

podía entender esa noche que el Destino caprichoso e injusto del que

antes te hablaba me hubiera indultado milagrosamente apenas un par

de meses atrás, cuando acumulaba todos los billetes necesarios para

emprender el último viaje; y que a él, que aparentemente gozaba de una

salud de hierro, se lo hubiera llevado sin poder prevenir a nadie, mientras

dormía, dejando a su madre sin un bastón en el que apoyarse, y a mi

padre sin un compañero con el que jugar a la brisca. Ese era el estado de

ánimo que me torturaba cuando volví a coincidir contigo. Te

acompañaban dos mujeres a las que no había visto nunca, porque soy

buen fisonomista y, de haberlas visto alguna vez, creo que las habría

recordado. Lo que no podré olvidar jamás es que vestías una camisa

suelta, de cuadros azules, y unos vaqueros ajustados que te sentaban

muy bien. Recuerdo tan magníficamente esa imagen, que aún aletea en

mi memoria la fotografía de aquellos pantalones ceñidos a tus piernas

como si fueran una segunda piel. Enseguida nos pusimos a hablar sin

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parar, con la naturalidad con que lo hacen los amigos que se ven todos

los días. Habían pasado muchos años, y sin embargo me pareció que

había tanta química entre nosotros que era como si quisiéramos

ponernos al corriente de todas las cosas que nos habían sucedido desde

que, hacía algo más de una década, nos habíamos visto por última vez.

No estoy seguro, pero creo que fue una de tus amigas la que rompió el

hechizo y la que nos devolvió a la realidad, instigándonos para que

quedáramos otro día para tomar un café, y para que dejáramos unas

briznas de conversación para esa cita. Hasta entonces no se me había

ocurrido consultar la hora que era, pero mi cálculo del tiempo

transcurrido no se correspondía con el desplazamiento de las agujas del

reloj, que casi habían recorrido su circunferencia, poniéndonos en brazos

de la madrugada. Luego, abandonamos juntos la casa, nos despedimos

y al darme la espalda fue cuando te pregunté, como un estúpido que

temblaba de miedo, si habías rehecho tu vida con una nueva pareja. No

sé si escuchaste mis palabras. En cualquier caso no me respondiste, y yo

me quedé mirando cómo te montabas en el coche que te alejaría de

nuevo de mí; pensando, mientras lo hacías, que tu presencia y nuestra

conversación me habían sentado infinitamente mejor que el rosario de

medicamentos que tengo que tomar con cada comida, para recuperar

cuanto antes esa salud que ha llegado a ser tan precaria. En ese

momento, ahora te lo confieso, me di cuenta de que ya no me sentía

culpable de no ser yo el que ocupara el ataúd del velatorio. Durante

semanas no había dejado de preguntarme el motivo por el que la muerte

me había rechazado, devolviéndome a la cama de un hospital como el

mar embravecido regresa a la cubierta de un barco al marinero

indefenso que el oleaje ha arrastrado hasta sus enigmáticas

profundidades. Y la única respuesta, más o menos coherente, que se me

había ocurrido cada vez que me hacía esa pregunta era que todavía

debía de quedarme alguna cosa importante por hacer o alguna novela

memorable por escribir. Fue entonces, mientras una agradable brisa

nocturna acariciaba suavemente mi rostro, cuando empecé a sospechar

alborozado que a lo mejor el Destino se había apiadado de mí, y había

decidido compensarme con unas virutas de felicidad por todas las

desdichas que había padecido en los últimos años. Quizás por eso seguía

en este mundo, porque tal vez tuviera que escribir contigo un cuento

feliz, hecho a nuestra medida. Y también fue entonces cuando comprendí

con toda certeza lo especial que eras para mí. Lo importante que habías

sido siempre, aunque yo nunca hubiera querido reparar demasiado en

ello. Y certifiqué esa importancia cuando una incertidumbre desoladora

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consiguió que me pusiera a tiritar, y no de frío precisamente, sino porque

me aterrorizaba la idea de estar empezando a concebir unas esperanzas

que en ese momento carecían de fundamento alguno. A esas horas de la

madrugada, a las puertas de una casa donde se velaba el cadáver de un

difunto que ocupaba el lugar que debía haber ocupado yo, me zarandeó

el pánico que me sacude siempre que algo o alguien me importa de

verdad. Eché la vista atrás, retrocediendo a los tiempos osados en los

que despedíamos la adolescencia, y supe con una certeza incuestionable

y dolorosa que fuiste mi primer amor de verano. ¿Te acuerdas de esa

época en la que queríamos arreglar todos los problemas, mientras

cantábamos canciones ingenuas que reivindicaban un mundo mejor?

Teníamos la misma edad, pero para mí resultabas inalcanzable, pues te

veía tan madura, tan segura de ti misma, tan adulta comparada

conmigo, que solo era un muchachuelo con la cabeza plagada de sueños

por cumplir y de cuentos sin escribir. Por eso nunca tuve arrestos para

insinuarte siquiera cuánto me gustabas. Sin embargo, nunca te olvidé, y

cuando extraje los primeros cuentos de mi cabeza, y los puse sobre el

papel, tu recuerdo estaba de alguna manera presente en algunos de

ellos. A partir de entonces solo nos encontramos en actos literarios, que

solían coincidir con la presentación de algún nuevo libro que acababa de

publicar. Y así hasta que me llamaste un día por teléfono, para invitarme

a que bautizara el último libro que había editado en la librería en la que

acababas de empezar a trabajar. Recuerdo que, como suele ser habitual

en mí, emprendí el trayecto con el tiempo justo y llegué tarde a la librería

donde iba a tener lugar el acto. Por eso me quedé cerca de la puerta del

local, sin saber muy bien qué hacer. Pero tú te percataste enseguida de

mi presencia y fuiste a buscarme, para que me sentara a tu lado, en la

mesa que habías preparado para la presentación. Mientras nos

acomodábamos frente al público asistente me susurraste al oído que

aquél era el lugar donde me correspondía estar, y yo pensé que hubiera

sido maravilloso estar junto a ti desde que éramos casi unos críos que

queríamos arreglar todos los problemas del mundo cantando canciones

incensurables. Sin embargo, ambos habíamos emprendido otros

caminos con unos compañeros de viaje que más pronto que tarde

terminarían haciéndonos desgraciados. Pero eso, ni tú ni yo podíamos

saberlo entonces, aunque en mi caso llevara mucho tiempo

barruntándomelo. No me acuerdo muy bien de lo que dije en aquel acto.

Lo que nunca podré olvidar es que te agradecí particularmente la

invitación, y te emplacé, si la librería seguía milagrosamente abierta, y

tú continuabas trabajando en ella, a que volvieras a contar conmigo

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cuando tuviera un nuevo libro que presentar. Así podría volver a verte,

aunque para hacerlo tuviera que recurrir a la literatura como cómplice

intelectual de un adulterio que no iría más allá de los límites de mi

imaginación. Sin embargo, paradójicamente, desde entonces no

habíamos vuelto a coincidir. Años después supe por otras personas que

te habías quedado viuda, que no se había obrado un milagro y que la

librería había tenido que cerrar sus puertas, y que vivías consagrada al

cuidado de tus dos hijas. Pero para entonces yo había emprendido otro

camino, agarrado de otras manos mucho más jóvenes que las mías.

Otras manos de las que llegué a creer que jamás me querría zafar. Hasta

que fueron ellas las que se desligaron de mis dedos y me robaron con su

marcha, entre otras muchas cosas, las pocas ganas de vivir que me

quedaban. Probablemente habrá personas más valerosas o

desesperadas que sean capaces de tomar resoluciones drásticas; pero yo

no soy tan impulsivo, ni suelo adoptar decisiones inmediatas ni radicales;

incluso soy consciente de que siempre le doy a las cosas más vueltas de

las que debiera, hasta cuando resultan meridianamente claras. Por eso,

en lugar de beberme una botella del veneno más eficaz y fulminante o

de tirarme sin paracaídas desde el ático de un rascacielos, me fui

destruyendo poco a poco, esperando que el Destino rematara la faena

que yo no tenía valor para apuntillar. Pero, como te decía antes, el dios

del azar fue benevolente conmigo, y decidió concederme otra

oportunidad. La oportunidad de reencontrarme contigo, y de reavivar

ese fuego que llevaba dentro y cuyo rescoldo no se había apagado del

todo. Por supuesto que no te llamé, como nos había sugerido tu amiga.

No tenía tu número de teléfono. Mas esa excusa no sirve, ya que no me

hubiera resultado demasiado difícil conseguirlo, como finalmente

ocurrió. Pero ya te he dicho que tenía miedo de sufrir un nuevo

desengaño, porque los médicos que controlan mi recuperación me han

prohibido los disgustos y las preocupaciones; y las mujeres siempre le

habían sentado muy mal a mi salud. En cualquier caso, lo cierto es que

tras nuestro casual encuentro me sentí durante días como un barco al

pairo, varado sobre un océano de aguas calmas. La milagrosa

recuperación que avanzaba a toda vela, empujada por unos vientos de

popa favorables, se había estancado. Era como si necesitara la energía

de tu presencia para retomar el rumbo de mi restablecimiento definitivo,

como si mis pulmones fueran un acordeón sin fuelle, al que, sin tu

inspiración, se le había escapado la música entre sus pliegues. Incluso

volví a pedirle al Destino que me echara otro capote y me hiciera coincidir

contigo de nuevo, aunque fuera en el lugar más insospechado, como la

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última vez. Pero el destinatario de mis fervores debía de estar ocupado

con otros asuntos más urgentes, o tan harto de dedicarme tantas

atenciones, que esa vez no me hizo caso. Quizás fuera por eso por lo que

no me quedó otro remedio que agenciarme tu número, y después de

haber borrado muchas veces durante varios días el texto que había

empezado a escribir, por fin hiciera acopio de todo mi valor y me

decidiera a enviarte el mensaje en el que te preguntaba si querías tomar

ese café que nos debíamos, aunque no estuviera muy seguro de que

fueras a responderme. Pero, para mi fortuna, me llamaste enseguida,

para decirme que te encantaría que nos viéramos. No te imaginas la

ilusión con la que volví a arreglarme, casi ocho años después de mi última

cita con una mujer. Me acicalé como lo hacía de crío. Me rasuré la barba

concienzudamente, una y otra vez, hasta dejarme la piel casi tan suave

como la de un niño recién nacido. Rocié mi pecho con mi mejor perfume,

e incluso me puse gomina en el poco pelo que me queda, y al mirarme

en el espejo descubrí que el eco de tu voz cantarina, escuchado a través

del teléfono, había bastado para devolverle el brillo a mis ojos, la alegría

a mi espíritu y la salud a mi cuerpo. Si hubiera podido, habría volado a

lomos de un rayo para llegar enseguida junto a ti. Respiraba tanta

impaciencia, me aguijoneaba tal nerviosismo, que me hubiera despojado

incluso de mi sombra con tal de aligerarme de cualquier carga que me

impidiera estar cuanto antes a tu lado. Cuando por fin nos encontramos,

estabas radiante. Creo que nunca, ni siquiera en los sueños juveniles en

los que te había idealizado, te había visto tan hermosa. Hacía casi treinta

años que esos sueños habían caducado, pero te conservabas incluso

mejor que entonces. Era como si, al resbalar contra tu cuerpo, las

erosivas hojas que caían de un calendario ya otoñal hubieran pasado de

largo, sin atreverse a quebrantar tu piel. Yo, en cambio, no era el

muchacho inmaduro de antaño, que tenía la cabeza plagada de cuentos

sin escribir. Me había convertido en un escritor que peinaba canas y al

que le sobraban anécdotas que referir y kilos que perder. No sé si paré

de hablar ni un solo instante, ni siquiera estoy muy seguro de que

interpretaras todas las insinuaciones que te enviaba entre líneas, pero

cuando me dijiste que se te hacía tarde, y que debías volver a casa para

acostar a tus hijas, me pareció que no había pasado contigo ni un

instante de mi nueva vida. Menos mal que me dejaste que te

acompañara hasta tu casa. Juntos disfrutamos de una de esas noches

estrelladas de agosto en las que, pasada la hora en que las cenicientas

se recogen para irse a acostar, daba gusto dar un paseo. Habría deseado

que las calles se convirtieran en avenidas interminables para que no

Page 16: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

hubiésemos llegado nunca a nuestro Destino. Y me hubiera gustado

agarrarte de la mano por el camino. Y darte un sutil beso de despedida

en los labios. Y quedar contigo el fin de semana siguiente. Y preguntarte

si estabas dispuesta a rehacer tu vida con alguien algún día, y si ese

alguien podía ser yo. Pero no me atreví a hacer ninguna de esas cosas ni

a formular alguna de esas preguntas, seguramente porque te respetaba

como solo se respeta a los héroes más idealizados. Así que tuve que

conformarme con regresar despacio sobre mis pasos, recitándole versos

a la luna, hasta llegar al lugar donde tenía aparcado el coche que otra

vez iba a volver a distanciarnos. Pasaron varios días, que se me hicieron

interminables, sin que volviera a saber de ti; sin que durante las horas de

luz pudiera apartarte de mis pensamientos, ni por las noches desterrarte

de mis sueños. A cada instante rememoraba segundo a segundo nuestra

cita, y solo quería que volviera a repetirse. Quería que me conocieras

como realmente soy, no como el niño soñador de antaño, ni como el

cuentista prometedor que había ido acumulando libros y galardones en

sus alforjas; y mucho menos como el guiñapo desahuciado de toda

ilusión en que había llegado a convertirme. Quería que supieras que soy

un hombre nuevo y optimista, desintoxicado de sus hábitos nefandos y

de los naufragios del ayer. Un hombre que ha hecho limpieza en sus

armarios, sacando de ellos todo lo que ya estaba de más y no iba a volver

a necesitar nunca. Quería que comprendieras que solo pienso en rehacer

mi vida y en encontrar por fin el amor verdadero, y que ninguna de esas

dos perspectivas tendría sentido sin la otra ni sin ti. Por eso recopilé las

fuerzas que me quedaban y volví a quedar contigo. Y en esa nueva cita

quisiste saber cuál era mi modelo de mujer perfecta, y me puse a divagar,

empleando argumentos y ejemplos que seguramente no te terminabas

de creer. Porque una mujer tan inteligente e intuitiva como tú debía de

saber que me moría de ganas de decirte que mi canon tenía nombre y

apellidos y un cuerpo y un rostro definidos y tan próximos que casi podía

tocarlos. Pero tampoco me atreví, porque justo hasta ese instante creí

que nunca te habías planteado rehacer tu vida sentimental con ningún

hombre. Me sacaste de mi error, y me previniste acerca de tus elevadas

exigencias, y de que no eras amiga de los encuentros fugaces sin

identidad ni porvenir, ni de las relaciones esporádicas de fin de semana.

Y en esa precisa milésima de segundo supe, si no estaba suficientemente

convencido ya, que estaba enamorado de ti hasta las vísceras más

recónditas de mi organismo, y supe también que nunca había conocido

una mujer con la que me entendiera tan bien como me entendía contigo,

porque a la hora de plantear una relación de pareja los dos utilizábamos

Page 17: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

el mismo lenguaje. Por eso ya no me pude apartar de ti el resto de la

velada, y cuando nuestros cuerpos y nuestras manos se rozaban, de una

manera acaso no tan casual como cualquier extraño que nos viera

hubiera podido interpretar, sentía un cosquilleo en la piel que hacía

siglos que no había vuelto a notar. A estas alturas, no puedo ocultarte

que soy como esos coches que han tenido antes otros dueños, pero te

aseguro que, una vez reparado de chapa y pintura, me queda motor para

rodar durante muchos kilómetros por las vastas autopistas de la vida, y

quiero que todos esos kilómetros los recorras conmigo, compartiendo

cada segundo, regalándome a cada suspiro el cántico de tu voz, el

regocijo de tu aliento y el bálsamo de tus sabios consejos. Sé que no será

fácil, que las cosas no son tan sencillas como antaño, cuando queríamos

arreglar todos los problemas del mundo cantando canciones ingenuas e

incensurables; cuando estábamos dispuestos a abandonarlo todo, sin

que hubiera nada de lo que debiéramos arrepentirnos; mientras que

ahora los dos cargamos sobre nuestras conciencias y nuestras espaldas

con responsabilidades y equipajes a los que nadie nos haría renunciar

nunca. Pero el otro día me diste una lección fundamental. Me enseñaste

el auténtico valor del tiempo, y que cuando uno es joven lo marrota sin

tener conciencia de lo que en el futuro supondrá su pérdida; sin embargo

ese tiempo, que no se puede reponer como las mercancías de un bazar

chino, poco a poco va menguando, hasta que llega un día en que se

convierte en un tesoro tan preciado que ningún minuto debe de ser

desaprovechado con personas o situaciones que nos provoquen tedio o

malestar. Y nosotros estamos llegando a esa edad en que no podemos

permitirnos el lujo de perder los minutos con pamplinas ni con

vacilaciones, y más cuando espero que tengas tan claros tus

sentimientos como yo tengo los míos, y cuando barrunto que también

atisbas el inminente futuro común que estamos poniendo en juego. Aún

así me puedes echar en cara, y tendrías razón al hacerlo, que todo esto

debería habértelo dicho en persona, mirándote a los ojos, y sin dudar.

Pero, a pesar de todos los indicios favorables, no estoy seguro de estar a

la altura de tus exigencias, de reunir todas las características que me

conviertan también en tu hombre ideal. Ya te he advertido antes que doy

siempre demasiadas vueltas incluso a las cosas que no se las tendría que

dar. Y aunque te parezca mentira, si me he atrevido a escribir estas

cuartillas, que no sé si serán las más brillantes, pero que sin duda alguna

sí son las más sentidas que he escrito nunca, ha sido en parte gracias a

un vidente infalible del que hasta ahora no te había hablado. Sospecho

que seguramente te mostrarás escéptica con respecto a mis

Page 18: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

inclinaciones cabalísticas, y que al leer estas últimas líneas estarás

pensando que el amor me ha situado al borde de la demencia. Pero

puedes estar tranquila. Por muy loco que esté por ti, nunca me he sentido

tan cuerdo. Lo que ocurre es que ese adivino apareció casualmente en

mi vida para prevenirme, pocos días antes de que se produjera, de la

gravísima enfermedad que estaba a punto de padecer; aunque también

me advirtió de que no me asustara, que aunque llegara a ver las luces de

ese túnel que carece de retorno, el Destino iba a brindarme la

oportunidad de recuperarme por completo, y de saborear el dulce

almíbar del éxito, y de encontrar a la mujer de mi vida; esa mujer con la

que amueblar un futuro común y con la que escribir la historia más tierna

y honesta que he sido capaz de contar. Y seguro que tampoco te lo vas a

creer, pero ese hombre me ha vuelto a llamar por teléfono esta mañana

para anunciarme que esa mujer única e incomparable estaba a punto de

golpear las puertas de mi corazón, y la ha descrito tal y como tú eres. Por

cierto, también me ha dicho que a esa mujer le encanta el cine, y que

fuera preparando mis maletas, porque en cuanto los médicos me lo

permitan voy a mudarme cerca de ella. Lo que el agorero no ha visto es

que esa mujer derrocha tanta vitalidad, que incluso se ha anticipado a

sus vaticinios. Ni sabe que a cada momento sueño con verte para

atreverme por fin a adoquinar de besos tu cuello de cisne. Y seguirá sin

saberlo hasta que lea en mi próximo libro esta romántica declaración

que, como si fuera un río, se acerca a su desembocadura. Ahora solo falta

que decidamos el desenlace entre los dos. Por eso te envío esas cuartillas

en blanco, para que juntos elijamos si nuestro reencuentro no es más que

una ilusión fugaz, que acaba como las novelas tristes que no tienen un

final feliz; o si, por el contrario, es el preludio del cuento que quisiera

escribir contigo y que no ha hecho más que comenzar.

Amor releyó la carta una y otra vez, hasta aprenderse muchos

párrafos de memoria, como si los hubiera escrito ella misma. Luego se

incorporó de la cama. Buscó un bolígrafo en el primer cajón de la mesita

de noche, y tomó una de las cuartillas que estaban en blanco. Se pasó la

mano por el cuello, sin poder evitar un escalofrío indefinible, y luego

garabateó sobre el papel unas escuetas palabras, con una caligrafía

imprecisa y aquejada de urgencias.

Page 19: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

Esas palabras decían:

Tras guardar aquellas cuartillas,

que contenían la declaración más romántica que había escuchado nunca,

Amor esperó ansiosa que se consumiera la noche,

y que él se atreviera a llamarla al día siguiente para invitarla a ir al cine.

Lo de menos era la película que fueran a ver.

Page 20: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

La primera noche

Él le había prometido que la primera noche que pasaran juntos sería

inolvidable. Lo que ella no imaginaba era que fuera en un hospital. Él en

un quirófano, operado de urgencias de una insuficiencia cardiaca, y ella

sola y atormentada en la sala de espera, víctima de los efectos de la

desesperación. Se sentía culpable. Tal vez no le había dado suficiente

amor.

Page 21: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

Cincuenta sombras de Grey

Hacía mucho tiempo que casi todos suponían que ella se iba a quedar

para vestir santos. Él hacía pocos meses que había llegado al lugar, para

suceder a un compañero en el cargo. Ambos eran de naturaleza abierta,

y enseguida congeniaron estupendamente. Por eso, ella lo invitó a la

celebración de su cuarenta cumpleaños. Él aceptó, y acudió a la

merienda con un regalo. Al desenvolverlo, ella y el resto de invitados

pudieron comprobar que se trataba de un libro, que -según el forastero-

le había recomendado un librero de la ciudad vecina, porque al parecer

encajaba perfectamente en el perfil que de ella le había dibujado al

vendedor de libros. Sin embargo algo no iba bien. El forastero no sabía

lo que era, pero algo no carburaba como era debido. Como licenciado

en Psicología que era, podía apreciarlo en los rostros de los presentes,

que deambulaban entre la perplejidad y la estupefacción. Lo que él no

podía saber era que acababa de regalarle el libro erótico que más

polvaredas, críticas y comentarios adversos había recibido en los últimos

tiempos por aquellas remilgadas latitudes. Y, seguramente, no hubiera

pasado nada si se lo hubiera regalado otro hombre soltero; pero no

parecía apropiado que lo hiciera el nuevo párroco polaco que acababa

de asentarse en el rancio pueblo castellano.

Page 22: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

Una terapia agresiva

Cuando el individuo, que responde a las iniciales PDF, irrumpió en la

consulta empuñando una pistola del nueve corto, con el rostro bañado

en sudor y la camisa manchada de sangre, el psiquiatra, cuyo nombre

ocultaremos bajo las iniciales JPG, para que no se extienda el pánico

entre los miembros de su gremio, empezó a temblar, sentado tras el

parapeto inconsistente de su escritorio.

-Doctor -dijo el visitante-, por fin he decidido hacerle caso, y poner en

práctica su consejo de eliminar de mi entorno todo aquello que me haga

daño.

Y, mientras le apuntaba con el arma al centro del corazón, le anunció

que acababa de empezar su terapia con el director del Banco que le

había quitado todo.

Page 23: "El cuento que quisiera escribir contigo", José Ignacio García

El libro

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