De Puntillas Por Amor
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DE PUNTILLAS POR AMOR
Por John T. Seamands
Casa Nazarena de Publicaciones ● P.O. Box 527
Kansas City, Missouri, 64141, E.U.A.
Esta obra apareció en inglés con el título de On Tiptoe with Love. Fue traducida al castellano por
Loida Birchard de Dunn bajo los auspicios de la División de Publicaciones Latinas.
IMPRESO EN E.U.A. — PRINTED IN U.S.A.
Prólogo
“Lo que el mundo necesita ahora es el amor, el dulce amor” es el verso clave de una canción
popular que se ha oído en la radio y en la televisión recientemente. La canción dice la verdad. Lo
que el mundo necesita es una dosis gigantesca de amor.
Una pregunta básica es: ¿qué clase de amor necesita el mundo?
Mucho se ha dicho acerca del amor estos días. Novela tras novela se ha escrito; canción tras
canción se ha compuesto; película tras película se ha producido, todas con el tema del amor. Y
sin embargo la gente sabe menos acerca del amor verdadero que nunca. El amor ha perdido su
carácter y su contenido. Aun la palabra “amor” necesita ser redimida.
Otra pregunta importante es: ¿en dónde hallaremos este amor?
Los hombres van por todas partes en busca del amor. Algunos lo buscan en las universidades, en
los hogares, en las iglesias. Otros lo buscan en los cabarets, en las orgías, dentro y fuera del
matrimonio. Sin embargo, del amor verdadero encontramos menos y menos que nunca. Hay
amargura, odio, abuso, rencor y violencia en todos lados. El amor se ha vuelto concupiscencia.
La Biblia tiene mucho que decir acerca del amor. “Dios es amor”... “Cristo amó”... “El fruto del
Espíritu es amor...” “Ama a Dios con todo tu corazón”... “Ama a tu prójimo como a ti mismo”...
“Amad a vuestros enemigos”. El amor verdadero se semeja a Cristo. Es puro, no egoísta, y está
listo a sacrificarse. El amor verdadero es dado por Dios. Es derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo quien nos es dado.
Si queremos saber el verdadero significado del amor, si queremos encontrar el amor genuino,
eterno, tenemos que volvernos a Dios. Dios es la fuente del amor. Cristo es la manifestación del
amor. El Espíritu nos capacita para que amemos.
Jesús les dijo a los discípulos: “Por esto sabrán los hombres que sois mis discípulos, si os amáis
los unos a los otros”. De los cristianos primitivos se dijo: “Mirad cómo se aman”.
No basta decirle al mundo: “Dios es amor”. La gente necesita ver ese amor. Los discípulos de
Cristo tenemos que mostrárselo. Y la única manera de llegar a manifestar el amor es
primeramente recibiéndolo de Dios, al permitir que el Espíritu more en nosotros. Vivir llenos del
Espíritu es el secreto de la vida verdaderamente amorosa, porque el amor es fruto del Espíritu.
Por lo tanto no buscamos el amor solamente, buscamos al Espíritu Santo que es la fuente del
amor. Donde está el Espíritu, allí está el amor.
JOHN T. SEAMANDS
Prólogo
I Viviendo Bajo el Nivel Posible
II ¿Dónde Estaba Antes?
III No Llenaba los Requisitos
IV Aquí Empezamos
V ¿Qué Ocurrió Allá Arriba?
VI ¿Qué Debo Hacer?
VII El Amor Es la Señal
VIII Siga Caminando
IX ¿Es Esta la Respuesta?
I VIVIENDO BAJO EL NIVEL POSIBLE
No hace mucho una anciana falleció repentinamente en una ciudad del estado de Florida. Su
esposo había sido abogado en una ciudad del noroeste de Estados Unidos, y al fallecer él, ella se
había trasladado a Florida. Se vestía pobrísimamente y vivía en una casa vieja y destartalada.
Compadecidos de ella los vecinos la llevaban en sus automóviles de compras y a veces de paseo.
Cada ocho días venía una mujer para ayudarla con la limpieza de la casa. Un día cuando esa
mujer entró para limpiar, halló a la anciana, ya fallecida, en la cama. Llamó de inmediato a la
policía; cuando los agentes inspeccionaron la casa, encontraron aproximadamente un millón de
dólares en cajas y cartones metidos en los rincones de la casa. Al investigar más, averiguaron
que tenía en una cuenta en el banco casi otro millón.
Por causa del aspecto inesperado de la muerte de la viuda, la policía ordenó una autopsia.
¡Imagínate la sorpresa general al saberse la causa de su muerte: insuficiente alimentación!
Se cuenta la historia de un joven irlandés quien hace muchos años decidió inmigrar al Nuevo
Mundo para ganarse la vida. Trabajó muchísimo en su país hasta tener apenas el dinero
suficiente para comprarse el billete para cruzar el Atlántico en un vapor. Con el dinero que le
restaba se compró unos panes y un queso, que pensaba comer durante sus días de viaje en el
vapor. Durante varios días, ya en alta mar, al llegar las horas de las comidas, el irlandés iba a su
cuarto a comer pan con queso. Pero el aire salino ensuaveció el pan y endureció el queso, y el
joven se aburrió de comida tan pobre.
Un mediodía, cuando él estaba en su cuarto resintiéndose, triste y hambriento, pasó por el pasillo
un camarero que llevaba una bandeja formidable de comida. El joven llamó al camarero y le
dijo: “Señor, dígame, ¿dónde puedo conseguir una comida como esa?”
“¿Cómo se subió usted a este vapor? ¿No tiene usted billete?, le preguntó el camarero.
“Claro que tengo billete” replicó el joven pasajero.
El camarero miró asombrado al irlandés, “Señor, ¿no sabe usted que el billete le da derecho a
todas las comidas a bordo? Usted puede ir a los comedores, pedir cualquier cosa del menú, y
comer cuanto usted quiera”.
¡Y ese joven se había alimentado con pan y queso cuando se podría haber estado deleitando
todos los días!
Muchos cristianos son como la anciana en Florida y el joven emigrado de Irlanda. Viven en un
nivel bajísimo en comparación con sus derechos y recursos espirituales. Les falta el gozo,
cuando Dios les ofrece “gozo inefable y lleno de gloria”. Les falta la paz mientras que Dios
quiere darles “paz que pasa más allá de la comprensión humana”. Están vencidos y
descorazonados cuando Dios quiere que sean “más que vencedores en Cristo” el Omnipotente.
Están estériles e inefectivos mientras que el Padre celestial quiere llenarles “con el poder de lo
alto” para que lleven mucho fruto.
En la parábola del hijo pródigo el hermano mayor se indignó mucho al oír a uno de los criados
contar que su hermano había vuelto a casa desde las tierras muy lejanas y que su padre le estaba
preparando una fiesta. Celoso y resentido, no quiso entrar en la casa. Su padre tuvo que rogarle
que entrara a la fiesta. Nótese la fuerza del diálogo:
“He aquí tantos años te sirvo, no habiendo traspasado jamás tu mandamiento, y nunca me has
dado un cabrito para gozarme con mis amigos; mas cuando vino este tu hijo, que ha consumido
tu hacienda con rameras, has matado para él el becerro gordo.”
El padre le respondió con calma: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”.
El hijo mayor podría haber tenido muchas fiestas. Pero no las tuvo, porque no las pidió. Jamás
había hecho uso de sus propias posesiones.
Nuestro Padre Celestial nos está diciendo hoy día: “Todo lo que tengo es tuyo. Todos mis
recursos están a tu disposición”. Si no vivimos la vida abundante, es simplemente porque no nos
hemos hecho dueños de toda nuestra herencia en Cristo. Jesús dijo que el Padre Celestial “dará el
Espíritu Santo a los que lo pidieren de El” (Lucas 11: 13).
Jesús habló del don del Espíritu Santo como la promesa del Padre. Dios había dado muchas
promesas a sus hijos. Las hemos encontrado en la Biblia y las hemos puesto como lemas en las
paredes de la casa. Las cantamos en los himnos; las aprendemos de memoria; las atesoramos en
el corazón. Pero el Señor Jesús escogió esta promesa para llamarla “la promesa del Padre”. De
todas, ésta es la promesa clave. ¿Y por qué? Porque todas las otras promesas que El dio trataban
de dádivas—de la paz, del consuelo, de la dirección, y del sostén. Pero aquí estaba la promesa de
la dádiva del Dador. El Dador se daba a Sí mismo, y no había otra dádiva mayor posible que
pudiera dar.
Al dar al Espíritu Santo, el Padre nos daba precisamente eso; se nos daba a Sí mismo. Con qué
razón se le llama “La Promesa”. Esta reunía todas las promesas en una sola. ¡El Dador, las
dádivas se hicieron una! Se asemeja al novio que ha traído muchos regalos a su querida—
confites, perfumes, flores. Pero ahora llega al día sagrado de la boda, cuando trae a regalar lo
último—se da a sí mismo. Es “la dádiva”. Sin ésta, las otras dádivas quedarían desnudas. La
dádiva de sí mismo consuma todas las otras. Asimismo el Padre Celestial habiendo dado muchas
dádivas a sus hijos, viene ahora al momento de la consumación—el momento de darse a Sí
mismo al creyente receptivo. Si perdemos esto, perdemos la mayor dádiva de Dios.
El apóstol Pablo describe la dádiva del Espíritu Santo de esta manera: “la garantía de nuestra
herencia hasta que nos hagamos poseedores de ella” (Efesios 1:14). La palabra griega que se
traduce “garantía” es arrabón, que significa el primer pago o “enganche”. El arrabón era una
práctica común en el mundo de los negocios de los griegos. Era garantía de que se pagaría el
resto del precio tratado, con tiempo. Si una persona vendía una vaca, recibía cierta cantidad de
dracmas en arrabón, es decir, en promesa de que se pagaría debidamente el resto. Si se
contrataba a un grupo de músicos para alguna fiesta, se les pagaba la cantidad del arrabón como
garantía de que después de la función se les daría el resto del dinero y cumpliría completamente
el contrato.
Cuando yo, siendo joven, fui de misionero a la India, muy pronto aprendí el significado del
primer pago o “enganche”. Siempre que llamaba a un carpintero, o un albañil, o a un peón, para
ayudarme con alguna tarea de la casa, primero hacíamos el trato del total, inclusive el costo del
material y el trabajo. Hecho este trato, el obrero siempre me pedía el enganche. Por ejemplo, si
calculábamos gastos de cincuenta rupias, el hombre me pedía unas cinco o diez rupias. Esto
sellaba el trato y daba valor al contrato. Al completarse la tarea, se le pagaba el resto al obrero.
Pues bien, lo que dice Pablo es que la experiencia del Espíritu Santo que tenemos en este mundo
es solamente disfrutar anticipadamente los gozos y las riquísimas bienaventuranzas del cielo; es
la garantía de que algún día entraremos de lleno en nuestra herencia en Cristo.
Supongamos que usted inesperadamente recibiera un aviso de un abogado que le dijera: “Señor,
un tío suyo, rico, falleció recientemente en Sudáfrica, y le ha dejado todos sus bienes. Yo soy el
albacea del testamento. Su tío tenía muchísimos bienes; entre ellos, vastas acciones en minas de
diamantes, de oro y de uranio. Nos estaremos varios meses en completar los detalles legales,
pero mientras tanto, si usted necesita dinero, estoy autorizado para avanzarle el primer pago”.
Inmediatamente usted diría dentro de sí: “¡Magnífico! Bien podríamos usar unos centavitos para
ropa y la casa necesita componerse un poco”. De modo que le dice al abogado: “¡Cómo no! Me
gustaría recibir algunos fonditos. ¿Cuánto me podría adelantar?”
A lo que él dice: “¿Qué tal si le doy un cheque por la cantidad de $500,000.00? ¿Ayudaría eso?”
Usted se queda boquiabierto y le contesta: “Perdone, señor, ¿dijo usted cinco mil o quinientos
mil dólares?”
“Dije quinientos mil. Lamento que sea tan poco por ahora.”
“¿Tan poco? Pues ¿cuánto vale toda la herencia?”
“Señor, es más de lo que se le podría decir. Entre más se cuenta, más resulta.”
Cuando Pablo habla del don del Espíritu Santo como el arrabón—el primer pago de nuestra
herencia, da énfasis a la profundísima verdad de que la mayor y más íntima experiencia del gozo
y la paz cristianos, posibles en esta vida, son sólo una pálida anticipación del gozo al que en-
traremos algún día. Es como si Dios nos dijera al aceptarnos como sus hijos: “Hijo, hija, no
puedo traerte a mi presencia todavía porque aún tengo tareas que quiero que hagas para mí en el
mundo. Pero haré lo mejor posible. Te daré mi presencia en la persona del Espíritu Santo y El
habitará contigo de día y de noche; en enfermedades y en salud; en gozo y en tristeza. No puedo
traerte al paraíso todavía, pero pondré un poquito de paraíso dentro de ti. Esto será una
anticipación de lo venidero”.
“Señor, es tan maravilloso tenerte viviendo dentro de nuestros corazones por medio del Espíritu
Santo y saber que Tú estás con nosotros todo el tiempo. Es de maravilla tener la experiencia de
tu gozo y tu paz en medio de las pruebas y las tristezas de la vida. Si esto es no más que una
anticipación del cielo, ¿cómo será la herencia final?
Dios ofrece la plenitud del Espíritu Santo y la vida abundante a todos sus hijos. ¿Hemos
demandado nosotros nuestra herencia? ¿Estamos viviendo a la altura de todos nuestros recursos?
II ¿DÓNDE ESTABA ANTES?
Las últimas palabras de nuestros seres amados al punto de partir a la otra vida son las que más
atesoramos y a las que más caso hacemos.
Hace muchos años que guardo entre las páginas de mi Biblia un papelito en que mi querida
abuelita me escribió su nota de despedida antes de fallecer, en noviembre de 1943. Mi hermano y
yo le teníamos muchísimo cariño a la abuela. Había enviudado a los cuarenta y siete años de
edad, y más tarde, cuando tenía cincuenta años se trasladó a la India para que mi hermano y yo
pudiéramos vivir en su hogar al asistir a la escuela en la ciudad mientras que mis padres
trabajaban en la obra misionera en el interior. Años más tarde se trasladó a Wilmore, en el estado
de Kentucky, de regreso en Estados Unidos para que mi hermano y yo tuviéramos un hogar
mientras cursábamos los estudios en la academia de Asbury, y después en la Universidad. Mi
abuela pagó los gastos de nuestros estudios de música además de compramos a cada uno, un
piano, un trombón, y un acordeón. Por lo visto, era como tener una segunda madre.
Mucho tiempo después, mi abuelita padeció un ataque serio del corazón y, dándose cuenta de
que estaba cercana la muerte, me envió esta nota desde su casa en Kentucky a la India donde yo
servía como misionero: Mi queridísimo J.T.: Este es mi “adiós”. Me voy para estar con Jesús.
Tu hijita Silvia (que en estos días tenía un año) es tan primorosa. Predica la Palabra y no te
apartes del antiguo libro. Sé bueno y nos encontraremos en el cielo. Con amor tu abuelita.
Este fue el último mensaje de mi abuela y por lo tanto lo he guardado con cuidado durante todos
estos años. Encarecidamente me he esforzado a predicar la Santa Palabra. Tengo la firme
intención de encontrarme algún día con ella en el cielo.
Ahora bien, si de tal modo atesoramos y respetamos las últimas palabras de nuestros seres
queridos terrenales, ¡cuánto más debemos dar atención a las últimas palabras de nuestro Señor y
divino Salvador!
¿Cuáles fueron las últimas palabras de Jesús a sus discípulos antes de que El ascendiera al
Padre? Les había dicho tantas cosas inmortales. “Amad a vuestros enemigos.” “Sed siervos de
todos.” “Pierde tu vida para poder hallarla,” etcétera, pero ¿qué es lo que El escogió como de
mayor importancia? ¿La última cosa de la que quiso hablar? Nótense estos dos pasajes de la
pluma del historiador de la cristiandad primitiva, San Lucas: He aquí, yo enviaré la promesa de
mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis
investidos de poder desde lo alto. Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los
bendijo (Lucas 24:49-50).
Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del
Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros
seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días pero recibiréis poder, cuando
haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea,
en Samaria, y hasta lo último de la tierra. Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue
alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos (Hechos 1:4, 5, 8-9).
Así que las últimas palabras de Jesús a sus discípulos trataron del Espíritu Santo. Jesús sabía que
si no comprendían esta verdad, dejarían de ver todo el asunto de la redención. Porque el Espíritu
Santo es la redención que continúa dentro de nosotros. Aparte de El, la redención está fuera de
nosotros—en la historia, en el Jesús histórico. Pero por medio del Espíritu Santo lo histórico se
vuelve personal; por medio de El, el Dios encarnado se vuelve el Dios que habita en nosotros.
De modo que Jesús mandó a sus discípulos que no se apartaran de Jerusalén, sino que esperasen
a ser investidos del poder de lo alto por medio de la plenitud del Espíritu Santo.
Durante su ministerio terrenal Jesús dijo tres palabras importantes. Al principio de su obra, dijo,
“Venid”. “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados y yo os haré descansar” (Mateo
11:28). Después de su resurrección El les mandó a sus discípulos: “Id”. “Id haced discípulos a
todas las naciones” (Mateo 28:19). Pero antes de su ascensión les mandó: “quedaos,” o esperad.
“... quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto”
(Lucas 24:49). Es el esperar lo que le da valor a venir y a ir. En cada caso, junto con el
mandamiento, Jesús les dio a sus discípulos una promesa. Al decir “Venid” les prometió “Yo os
haré descansar”. Cuando les mandó “Id,” les prometió “He aquí Yo estoy con vosotros todos los
días,” y cuando les mandó que esperaran, les prometió, “Seréis bautizados con el Espíritu
Santo... y recibiréis potencia”.
¿Qué hicieron los discípulos en cuanto al último mandamiento de Jesús? En primer lugar, lo
obedecieron. Inmediatamente regresaron a Jerusalén y fueron al Aposento Alto. No se
extraviaron; no perdieron tiempo. El Maestro había dicho “quedaos” y “recibid” y ellos hicieron
planes firmes de esperar hasta recibir el don del Espíritu Santo. Todos los otros planes y deberes
fueron puestos a un lado por el momento. Había solamente un asunto en el programa. El
mandamiento de Jesucristo tenía preeminencia sobre todas las otras cosas.
Si nosotros los cristianos de hoy día hemos de ser instrumentos efectivos para la redención y la
reconciliación en un mundo lleno de turbaciones y ansiedades, nos será menester tomar a pecho
la orden de nuestro Señor de que esperemos el bautismo con el Espíritu Santo. Tendremos que
obedecer esa exhortación. Pedro dijo claramente que Dios da el Espíritu Santo “a los que le
obedecen” (Hechos 5:32). El mandamiento a esperar es tan válido como lo es el mandamiento a
arrepentimos de nuestros pecados, o a creer en el Señor Jesucristo. No se trata de algo que poda-
mos tomar, o dejar, a nuestro gusto. ¡Esto es un requisito! Lo es pues, sin ser llenos del Espíritu
Santo no podemos ser llenos de utilidad.
¿Qué ocurriría si la iglesia de hoy día hiciera a un lado sus planes para la construcción de
edificios, las comidas, las ventas, las reuniones de comités, y los esfuerzos financieros y se
dedicara a obedecer el mandamiento de Dios? Tan sólo pensarlo nos conmueve. Sería la chispa
que principiaría fuegos de un avivamiento sobresaliente en la historia. ¿Qué hubiera pasado si los
primeros discípulos no hubieran esperado a ser investidos con la potencia de lo alto? ¿Habría
iglesia hoy? ¿Y qué pasará si nosotros no esperamos “la potencia de lo alto”?
La crónica en Hechos nos cuenta que los discípulos perseveraban unánimes en oración (Hechos
1:14). No sólo estaban reunidos en un sitio. También tenían unanimidad de mente y de corazón.
Había completa unidad de propósito y de deseo. Y continuaron en oración y en súplica por varios
días buscando una sola cosa—el bautismo con el Espíritu Santo. Tenían todas sus oraciones
enfocadas en un blanco.
Los discípulos no sólo respondieron a la exhortación de Cristo con obediencia. Respondieron
con fe. Se acordaron de las palabras de Jesús durante la primera parte de su trabajo aquí en la
tierra cuando El dijo: “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos,
¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13).
Jesús también había dicho, “Pedid y se os dará... porque todo aquel que pide recibe” (Lucas
11:9-10). En otro lugar, El les había prometido antes de su ascensión, que ellos recibirían el
bautismo del Espíritu Santo dentro de pocos días. De modo que los discípulos pidieron y en fe
creyeron la palabra de Cristo que los que piden sí reciben. Descansaron totalmente en la divina
promesa. Y la historia bíblica nos dice que en el día del Pentecostés “todos fueron llenos del
Espíritu Santo”. La promesa se cumplió.
No debemos equivocarnos y pensar que el Espíritu Santo entró al mundo por primera vez en el
Día de Pentecostés; que había estado escondido detrás del telón durante tanto tiempo, y que salió
repentinamente al escenario de la historia humana. No fue así. Siendo Dios, es coeterno con el
Padre y existe desde el principio del tiempo; sí, y aún desde antes del tiempo. Ha estado obrando
en el mundo desde el amanecer del universo.
En el Antiguo Testamento se hace referencia al Espíritu Santo más de 90 veces. En la mayoría de
ellas se le llama el “Espíritu del Señor” o “el Espíritu de Dios”. Muchas veces se le llama
simplemente “el Espíritu”. Tres veces se le llama el “Espíritu Santo”. Algunas veces se le
designa “el Espíritu de la sabiduría,” o “del juicio,” o “de la gracia”.
La actividad divina del Espíritu Santo es notable a través de todo el Antiguo Testamento. La
Palabra revela el hecho de que El fue un agente en la creación del universo. En Génesis 1:2
leemos: “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y
el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”. Fue el Espíritu quien sacó orden del caos.
En otro lugar leemos que “su Espíritu adornó los cielos” (Job 26:13).
El Santo Espíritu también participó en la creación del hombre. Eliú, uno de los personajes
principales en el drama de Job dio fe de ello cuando dijo: “El Espíritu de Dios me hizo y la
inspiración del Omnipotente me dio vida” (Job 33:4). El Espíritu también sostiene toda la vida
sobre la tierra. Job dijo, “... todo el tiempo que mi alma esté en mí, y haya hálito de Dios en mis
narices… (Job 27:3).
Uno de los aspectos mayores de la actividad del Espíritu fue su parte en la inspiración de los
escritores que nos han dado la historia, las leyes, las promesas, los preceptos, y las profecías del
Antiguo Testamento. Aunque los autores mismos procedieron de todos los niveles sociales se
reconocieron como instrumentos del Divino Espíritu.
En el Antiguo Testamento leemos que el Espíritu Santo vino sobre ciertos hombres de una
manera especial para equiparlos a rendir algún servicio específico a Dios. Se les dieron las
cualidades necesarias para la tarea, fuese física, mental o espiritual, que Dios les había
encargado. El Espíritu Santo les dio profunda sabiduría a Moisés, a Josué y a David para que
pudieran gobernar a su pueblo con más justicia. A veces vino sobre los jueces y líderes de Israel
para darles valentía y fuerzas en casos de emergencias o crisis. El Espíritu preparó a Gedeón para
batallar contra los madianitas (Jueces 6:34) y a Sansón le dio fuerzas para matar al león (Jueces
14:6). Luego, otra vez, en las épocas de la construcción del Tabernáculo y del Templo como
sitios de residencia de la presencia de Dios y de la adoración del hombre, el Espíritu Santo les
impartió mayor habilidad intelectual y mayores talentos artísticos a Bezaleel y a David quienes
fueron los encargados de estas tareas (véase Éxodo 31:1-5 y I Crónicas 28:11-12).
En el Antiguo Testamento también hay ciertas caras promesas que tienen que ver con el
ministerio mayor y más amplio que había de venir. En Ezequiel tenemos la promesa de la obra
del Espíritu en la regeneración o el nuevo nacimiento: Y os daré corazón nuevo, y pondré
espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré
corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis
mandamientos y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra (Ezequiel 36:26-27).
Luego, por medio del profeta Joel, Dios dio la maravillosa promesa de la plenitud del Espíritu
Santo que se cumplió en el Día del Pentecostés: Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre
toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y
vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi
Espíritu en aquellos días (Joel 2:28-29).
Los Evangelios son, en gran parte, una transición entre la dispensación del Antiguo Testamento
y la época del Nuevo Testamento. Se hallan atrás del Pentecostés. Sin embargo nos ofrecen un
rico tesoro en cuanto a la actividad del Espíritu Santo, especialmente en la vida y el ministerio de
nuestro Señor Jesucristo.
La concepción de la naturaleza humana de Cristo en el vientre de María fue obra del Espíritu
Santo (Mateo 1: 20). En el principio de su ministerio terrenal, Cristo fue bautizado por el
Espíritu Santo y ungido para servir (Juan 1:33). El fue “llevado por el Espíritu” al desierto para
el conflicto con Satanás y volvió victorioso “en virtud del Espíritu” (Lucas 4:1, 14). Todas sus
maravillas se hicieron en virtud del Espíritu (Lucas 4:18-19). Fue la agencia del Espíritu Santo lo
que le levantó de los muertos (Romanos 8:11).
Durante su ministerio público Jesús se refirió al Espíritu Santo varias veces. A los fariseos les
amonestó a no pecar contra el Espíritu Santo (Mateo 12:22-32). Este sería el pecado de aseverar
que los milagros de Cristo fueron hechos por un demonio o espíritu inmundo en vez de por el
poder del Espíritu Santo. A Nicodemo, miembro del Sanedrín, Jesús le habló de la necesidad de
ser nacido del Espíritu para poder entrar al reino de los cielos (Juan 3:1-7). En la sinagoga en
Capernaum, El declaró que el Espíritu Santo es la fuente de la vida espiritual (Juan 6: 63). A sus
discípulos les dijo que el Padre Celestial le daría el Espíritu Santo a los que se lo pidieran (Lucas
11:13). En el último día de la fiesta de los tabernáculos en Jerusalén, Jesús anunció que cuando
viniera el Espíritu Santo en su plenitud, haría correr ríos de agua viva de la vida del creyente
(Juan 7:37-39).
Jesús tuvo mucho que decir sobre la persona y el ministerio del Espíritu Santo cuando se
encontró con sus discípulos por última vez en el Aposento Alto. El les dijo: Pero yo os digo la
verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a
vosotros; mas si me fuere, os le enviaré. Y cuando él venga, convenceré al mundo de pecado, de
justicia y de juicio (Juan 16:7-8).
Jesús les dijo a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñaría todas las cosas y les traería a la
memoria todas las cosas que El les había dicho (Juan 14:26). Les guiaría a toda verdad y les
mostraría cosas que habían de venir (Juan 16:13). Moraría en ellos y habitaría con ellos para
siempre (Juan 14:16-17). Además, daría testimonio de Cristo y siempre le glorificaría (Juan
15:26; 16:14).
Después de la resurrección, Jesús siguió hablando a sus discípulos acerca del Espíritu Santo.
Cuando primero se le apareció, sopló y dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Juan 20:22). Más tarde
les mandó que se quedaran en Jerusalén hasta ser investidos de la verdad del Espíritu Santo
(Lucas 24:49). Les prometió que serían bautizados del Espíritu Santo dentro de pocos días y que
recibirían poder para ser eficaces testigos de El por todo el mundo (Hechos 1:5, 8).
Cuando llegamos a los Hechos de los Apóstoles, nos hallamos ya de este lado del Pentecostés, en
una nueva época. El Espíritu Santo está siempre al frente. Es el personaje principal en la iglesia
primitiva. Si el Padre es la Persona principal en la revelación del Antiguo Testamento, y el Hijo
es la principal en la época de los evangelios, ciertamente el Espíritu Santo es la principal desde el
Pentecostés. El Libro de los Hechos es en realidad los Hechos del Espíritu Santo. El es quien
lleva a cabo la obra del reino a través de sus instrumentos escogidos a quienes El llama y prepara
para su servicio. Se le menciona 49 veces en el Libro de los Hechos desde el principio (1:2) hasta
el fin (28:25).
En el Día del Pentecostés los discípulos fueron llenos del Espíritu Santo y desde entonces se les
llamó hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo. El Pentecostés introdujo la dispensación del
Espíritu Santo y dio principio a una nueva y más íntima relación entre el Espíritu divino y el
personaje humano. En la vieja dispensación, el Espíritu fue dado a un número selecto; en la
dispensación nueva está al alcance de todos. En la vieja dispensación, fue dado de una manera
limitada; en la nueva se nos es dado sin medidas—en su plenitud. Anteriormente fue impartido
esporádicamente, de vez en cuando, para ciertas tareas; ahora El viene a habitar para siempre y
le da poder al creyente para la vida cotidiana. Antes el énfasis enfocaba en proezas físicas; ahora
enfoca a la pureza interior y al poder espiritual. Anteriormente el Espíritu Santo venía sobre el
individuo; ahora habita dentro de nosotros.
¿Por qué es que el Espíritu Santo no pudo ser dado en su plenitud antes del día de Pentecostés?
San Juan nos da la respuesta a esta pregunta en su Evangelio: En el último día grande de la
fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que
cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del
Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él: pues aún no había venido el Espíritu
Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado (Juan 7:37-39).
He ahí la respuesta: “aún no había venido el Espíritu Santo; porque Jesús no estaba aún
glorificado”. Era menester fijar el modelo del poder antes de que pudiera darse el poder. Fue
necesario que Jesús viviera, muriera y resucitara. Así se fijó el modelo. Es poder que se semeja a
Cristo. Ahora sí Dios podía darlo con las dos manos.
En el Antiguo Testamento leemos que el Espíritu vino sobre Sansón y que éste salió a matar a
mil filisteos (Jueces 15:14-17). En el Nuevo Testamento no leemos que el Espíritu Santo haya
venido sobre los discípulos en el Aposento Alto, y que ellos salieran a matar a miles de los
responsables de la crucifixión de Jesús.
Jesús nos da el modelo del Espíritu Santo, tanto en el poder como en la pureza. Jesús fue la
santidad infinita y la sanidad infinita. Le inyectó el contenido correcto al concepto del Espíritu.
Así como no es posible saber cómo es Dios aparte de Jesús, tampoco es posible comprender de
lleno cómo es el Espíritu Santo sin Jesús. Ahora sabemos que el Espíritu Santo es igual a Jesús.
El también es santidad infinita y sanidad infinita. Así que ya no le tenemos temor. El ser llenos
del Espíritu Santo quiere decir que nos asemejamos a Jesucristo.
El pastor de una iglesia grande le dijo en cierta ocasión al Dr. E. Stanley Jones: “Cada vez que
usted menciona al Espíritu Santo, me causa escalofríos”. Cuando se le preguntó el motivo de tal
reacción, explicó: “Me es horripilante el emocionalismo desenfrenado”.
El Dr. Jones le replicó: “Amigo mío, usted está limitando al Espíritu Santo al modelo de ciertas
personas que se han ido a extremos. Cristo es nuestro modelo. El fue más lleno del Espíritu
Santo que cualquier otro ser que jamás anduvo sobre la faz de la tierra. ¿Tiene usted miedo de
semejarse a Jesucristo?”
“¡Ah, eso ya es otra cosa!” exclamó el predicador. “En tal caso no hay por qué temer.” Su actitud
cambió de resistencia a receptividad en cosa de pocos minutos. En cuanto se le corrigió el
concepto que tenía del modelo, tuvo la actitud correcta.
Fueron necesarios la vida, el ministerio, la muerte, y la resurrección de Jesús para que
pudiéramos adquirir el concepto adecuado del Espíritu Santo.
Además, se requirió el ministerio completo de Cristo para permitir que el Espíritu Santo
ministrase a las necesidades del hombre de una manera ilimitada. La tarea del Espíritu es ser
testigo de la persona de Cristo. Y El no podía serlo sino hasta que dicha Persona divina (Jesucris-
to) hubiese entrado en la corriente de la historia y vivido una vida victoriosa y perfecta entre los
hombres. El ministerio del Espíritu es hacer que la redención se vuelva personal para el
individuo, y tal cosa no sería posible sin la muerte y la resurrección del Salvador. El objetivo su-
premo del Espíritu Santo es glorificar a Cristo sobre la tierra, pero no le fue posible hacerlo sino
hasta que Jesús hubo ascendido al Padre y fue glorificado en el cielo. Cuando el Espíritu Santo
vino en todo su poder en el Día de Pentecostés, fue la señal y el sello de que Jesús ya estaba
glorificado y que ahora era el Señor exaltado.
El Pentecostés, por lo tanto, es significativo desde el punto de vista de la aceptación de la obra de
Cristo completada en la cruz. Ahora la salvación puede ser la experiencia de todo aquel que
acepta la oferta que le extiende el Señor exaltado. Los mensajeros pueden proclamar libremente
las buenas nuevas, es decir, el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo. Los creyentes
tenemos en el cielo a nuestro Salvador y su obra aceptada; mientras que en la tierra tenemos aun
dentro de nosotros mismos al Espíritu Santo que aplica la obra completa con todos sus
beneficios, a los creyentes.
El Pentecostés fue el principio de toda una nueva época en la historia de la redención y del trato
de Dios para con el hombre. Y cuando el Pentecostés se vuelve algo personal para nosotros,
puede traer un nuevo amanecer a nuestras vidas espirituales.
III NO LLENABA LOS REQUISITOS
En el capítulo ocho de los Hechos leemos de un movimiento evangelístico que se llevó a cabo
bajo la dirección del evangelista laico llamado Felipe en la ciudad de Samaria. Cuando Felipe
llegó a la ciudad halló que los habitantes estaban casi mesmerizados por un mago que se llamaba
Simón. Todo el pueblo estaba a sus pies. El decía tener ciertos poderes sobrenaturales, e hizo
creer a la gente que eran don de Dios. Sin duda era un vivo charlatán que sabía engañar a la
gente ilegítimamente, con motivos egoístas bajo guisa de religión.
Felipe era un hombre lleno del Espíritu Santo. Sin temor empezó a proclamar a Jesús y el Reino
de Dios. Bajo el poder del Espíritu también hizo muchos milagros notables. Los samaritanos le
hicieron caso, escuchando sus mensajes y observando sus obras, y antes de mucho tiempo,
recibieron al Cristo a quien él predicaba. Se volvieron de lo ilegítimo a lo verdadero; de la magia
del curandero al milagro de la salvación. Se les transformó la vida y se les curó el cuerpo. Fueron
bautizados en el nombre de Cristo y la ciudad se llenó de gozo.
Todo esto le causó confusión a Simón el Mago. Perdió a sus oyentes y su dinero. El sintió que
Felipe le había robado sus seguidores. Pero en verdad no fue Felipe sino el Cristo de Felipe
quien había ganado los corazones de la gente. Razonando que ya que no había podido
convencerlos le convenía cambiar de método, Simón decidió unirse a Felipe para recuperar el
favor del pueblo. Recibió el bautismo e hizo papel de creyente.
Cuando llegaron noticias a los apóstoles en Jerusalén de que Samaria había aceptado a Cristo,
enviaron a Pedro y a Juan y éstos se dedicaron especialmente al ministerio entre los recién
convertidos. Pusieron énfasis en el bautismo con el Espíritu Santo y muy en breve los creyentes
en Samaria recibieron su Pentecostés individual.
Simón el Mago vio todo esto con mucho interés. Había creído que el bautismo con agua sería
suficiente para iniciarlo. Pero, no. Parecía que había aún más proezas en la imposición de las
manos. Creyó que él también podría adquirir ese toque poderoso, de modo que lo buscó. Trajo
dinero y se lo ofreció a los apóstoles diciendo: “Dadme también a mí esta potestad, que a
cualquiera que pusiere las manos encima, reciba el Espíritu Santo”. ¡Con bienes materiales
trataba de comprar la potencia celestial!
Es posible que Simón Pedro sospechara de Simón Mago desde un principio pero ahora pudo ver
la falsedad claramente. ¡Qué reprensión tan marchitante la que le dio Pedro! “¿Quieres esta
virtud?” le habrá rugido, “¿quieres cohecharme? ¡Tu dinero perezca contigo! Tu corazón no está
correcto delante de Dios y no tienes qué ver con este asunto del Espíritu Santo. Arrepiéntete y
pide el perdón de Dios”.
Simón el Mago es una advertencia para todos nosotros. Es un ejemplo clarísimo de la falta de
profundidad cristiana que se halla muchas veces en la iglesia. Había sido bautizado y se le había
dado un lugar en la comunión de los fieles. Hasta había fungido como líder. Pero todavía tenía
una absurda ignorancia de los asuntos más elementales de la vida cristiana.
Como muchos en la iglesia de hoy día, Simón el Mago tenía una idea muy limitada de lo que es
el Espíritu Santo. En primer lugar creyó que el Espíritu era un “algo,” una cosa intangible. Una
influencia quizás como el “espíritu de independencia,” o el espíritu de lealtad escolar. O quizás
un dinamismo, como la gasolina en el tanque o la electricidad en el dinamo. No pudo
comprender que el Espíritu Santo es una persona—una persona con quien podemos tener una
relación íntima.
Siendo persona, el Espíritu Santo posee todos los atributos de la personalidad. Tiene mente,
voluntad y afectos. Piensa, determina y siente. Hace actos personales, habla, testifica, llama,
escudriña y manda. Es posible resistirle, herirle y pecar contra El.
El Espíritu Santo es Persona divina, es miembro de la Divina Trinidad. Es Dios. Posee todos los
atributos de la Deidad. Es omnipotente, omnisciente, omnipresente, soberano y santo. Se le
atribuyen hechos divinos, la creación, la preservación, la regeneración, la santificación y la resu-
rrección de los muertos. Siendo Dios, el Espíritu Santo es el objeto de nuestra honra y adoración.
El Espíritu Santo es el ejecutivo de la Deidad. Es el Padre y el Hijo en el mundo de los hombres
y en el corazón de los hombres. Funciona en la naturaleza y en la historia para llevar a cabo los
decretos y las obras de la Deidad.
En segundo lugar, Simón Mago creyó que los hombres tenían la autoridad de otorgar al Espíritu
Santo. Se quedó viendo cuando Pedro y Juan imponían las manos y la gente recibía al Espíritu
Santo. Entonces pidió poder para imponer las manos y así dispensar este poder divino. Pero no
hay hombre por espiritual o importante que sea que tenga la autoridad de otorgar al Espíritu de
Dios. Algunas veces el predicador o el evangelista pone las manos sobre el que busca al Espíritu
Santo, pero esto no es más que simbolismo para fortalecer la fe del que pide. El mismo no puede
transmitir el Espíritu Santo. El testimonio de Juan el Bautista dice claramente que sólo Cristo
puede bautizar con el Espíritu Santo (Mateo 3:11; Marcos 1:8; Lucas 3:16; Juan 1:33).
El obispo Jaime Thoburn, uno de los iniciadores de la obra misionera de la Iglesia Metodista en
la India, estaba una vez predicando acerca del bautismo con el Espíritu Santo en unas
conferencias. Al llegar al final de su mensaje, se retiró del púlpito y dijo en voz baja a sus
oyentes: “Tengo que reconocer que, aunque soy obispo metodista no puedo administrar este
bautismo. Pero un Amigo mío y yo hemos quedado de acuerdo antes del servicio. El es el único
que puede administrar este bautismo. Me ha asegurado que estaría presente para que si alguien
dijera „Yo quiero recibir ese bautismo,‟ El estaría aquí para administrarlo, para recibir la sincera
consagración y para honrar la fe sincera.”
Tenía razón el obispo. Nadie, sólo Cristo, puede otorgar al Santo Espíritu, y El está siempre
disponible para hacerlo.
Simón el Mago creyó que el don del Espíritu Santo podría comprarse por algún precio. Hasta
trajo dinero para ponerlo a los pies de los apóstoles. Es posible negociar hasta adquirir ganancias
en las instituciones de la religión, pero no es posible hacer negocio del Espíritu Santo. El
bautismo del Espíritu, como todas las bendiciones de Dios es un obsequio. No se puede ni
comprar, ni adquirir, ni ganar por mérito. Siendo obsequio, solamente puede ser recibido. Dios
da el Espíritu Santo a los que se lo piden. “Pedid y se os dará.”
Algunas personas dicen “He estado buscando al Espíritu Santo ya hace muchos años”. El hecho
es que no le han estado buscando sino resistiendo. No es necesario buscar, sino simplemente
pedir y recibir.
Simón el Mago creía que el bautismo del Espíritu Santo era un fin en sí mismo. Pensaba del
Pentecostés en término de lucirse y de ganar poder para hacer lo espectacular. Quería restablecer
su prestigio perdido, y ganar de nuevo a sus seguidores. Quería impresionar a la gente. Estaba
más preocupado con sus conquistas que con su carácter; más preocupado con lo que iba a hacer
que con lo que iba a ser. Quería poseer al Espíritu para ver qué podía él hacer con el Espíritu y
no para ver qué podía hacer el Santo Espíritu con él. Quería gloriarse, y no dar gloria al
Salvador.
El Espíritu Santo no trata de gloriarse. No habla de Sí mismo, habla solamente de Jesucristo.
Desea solamente glorificar a Cristo. El no permite que nosotros hablemos de nosotros mismo ni
que tratemos de ser vistos. El desear al Espíritu Santo incluye el deseo de glorificar a Cristo en
todo y estar listos a morir a nosotros mismos. Tenemos que estar listos para que El nos use.
Simón el Mago pensaba del Espíritu Santo sólo en términos del poder. Pero el poder de Dios no
se nos puede dar aparte de la pureza. Galahad, el caballero en el gran poema de Tennyson dice:
“Mi poder es el poder de diez porque mi corazón es puro”. El poder es resultado de la santidad
del corazón y una disposición que se semeja a Cristo. Muchas personas buscan el poder pero no
buscan la pureza. Pero Dios no da su poder a una persona egoísta que no se haya rendido del
todo. Da su poder solamente al que está listo a ser limpiado. El Espíritu es antes de todo el Santo
Espíritu: el que purifica. Por lo tanto es el que da poder.
El hecho es que Simón el Mago no sólo estaba muy equivocado en sus conceptos del Espíritu
Santo, tampoco llenaba los requisitos para ser un candidato genuino para el bautismo con el
Espíritu. Vemos claramente, por la regañada que le dio Pedro, que el mago no había sido regene-
rado, y que no estaba en comunión con el Padre Celestial. No se había arrepentido de manera
genuina ni había recibido el perdón de sus pecados. En realidad no se había convertido; y el
bautismo con el Espíritu Santo se ofrece tan sólo a los que han nacido del Espíritu.
Pero, usted dirá: “¿No nos cuenta el relato bíblico que Simón también creyó?” (Hechos 8:13).
Así dice, pero es menester examinar la fe de Simón Mago. Es posible ser creyente hasta cierto
punto y no ser salvo.
En su evangelio, Juan nos relata de muchos que creyeron en Cristo durante el ministerio público
de nuestro Señor: Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre,
viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no
tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues El sabía lo que había en el
hombre (Juan 2:23-25).
Aquí se ve claramente que hay quienes son creyentes verdaderos y quienes no lo son. Hay
quienes han hallado ciertos atractivos en el evangelio y se han allegado a él superficialmente.
Pero el Maestro conoce los recintos escondidos de su corazón y no está contento con ellos. La fe
consiste en más que un asentimiento mental a la verdad. La fe genuina resulta en acción.
Santiago escribe en su epístola: “La fe sin obras es muerta... también los demonios creen y
tiemblan” (Santiago 2:20- 19).
El año pasado mi esposa y yo viajamos por las islas del sur del Pacífico. Muchos meses antes del
principio del viaje hicimos los arreglos necesarios y recibimos información completa acerca del
viaje. Sabíamos el número de cada vuelo, la hora exacta de salida y de llegada; qué clase de
aparato, el costo del billete, el nombre de cada compañía aérea, etc. Creímos plenamente la
información que se nos dio y creímos que los aviones nos llevarían sin percance a nuestro
destino y que nos traerían de nuevo a casa. Podríamos haberlo creído de todo corazón y todavía
quedarnos en casa hasta que nos brotaran las canas sin jamás cruzar el Pacífico. Pero nos fue
menester poner nuestras creencias en acción. Pagamos los billetes y abordamos el avión con todo
y equipaje. Hasta antes de subir al avión, sólo creíamos. En cuanto abordamos y nos abrochamos
los cinturones de los asientos dimos muestras de fe. No lo dijimos con palabras, pero en efecto
decíamos: “Señor piloto, aquí nos tiene; vengan nubes o cielos claros; vengan vientos o un vuelo
agradable. Nos encomendamos a sus manos y a las manos de la tripulación cuyas habilidades son
promesa de que en cinco horas estaremos en Honolulú”.
Si queremos otra ilustración, es posible creer sinceramente que si escribimos una carta y la
echamos al buzón, se irá a la dirección destinada. Pero el creer no se hace fe sino hasta que
soltamos la carta, cae al buzón y la encomendamos al cuidado de las autoridades del correo.
Es algo absurdo hacer esta comparación pero nótese que es posible creer cada palabra en la
Biblia y quedar eternamente perdidos. Tenemos que poner en acción lo que creemos. La fe es
una acción voluntaria—el encomendarnos a la persona de Cristo. Creemos que la Biblia es la
palabra de Dios; que Jesucristo murió por salvar a los pecadores; que El puede perdonar el
pecado— ¡claro que sí! Pero llega el momento cuando nuestra fe espera en El y decimos en el
corazón: “Señor Jesús, creo que Tú moriste por mí. Creo que Tú me perdonas ahora mismo. En-
comiendo la totalidad de mi vida a tu cuidado, ya sea en enfermedad, o en salud; sea en
adversidades o en prosperidad; en tristeza o en gozo. Yo creo que Tú puedes conducirme a salvo
en todo el transcurso de la vida hasta llegar a la otra playa”. Esto es la fe.
Simón el Mago dio muestras de creencia mental, pero él no empleó la fe salvadora. Y por causa
de su fe superficial, su conversión fue superficial. Fue bautizado y se allegó al grupo de
creyentes, pero su corazón no estaba recto delante de Dios. Pedro lo mostró claramente. Simón
se allegó a la iglesia pero no a Cristo. Tuvo comunión con Felipe pero no con el Salvador a quien
él predicaba. Había rendido su magia pero no se había rendido a sí mismo: era egoísta. Tenía una
ignorancia absoluta de los principios básicos de la vida cristiana. Como resultado, no hubo cam-
bio verdadero en su vida. Era aún la vieja criatura de Simón Mago.
Esta es la prueba de la conversión. ¿Ocurrió algo en su vida? ¡No, no! No quiero decir un
estallido de emociones, un relámpago o visiones repentinas. ¿Hubo transformación en su vida?
¿Cambió el manantial secreto de su carácter? ¿Hizo usted contacto con el Cristo viviente?
El gerente de una tienda vio a un niño que le daba golpes a la máquina vendedora de bombones.
Le corrían tremendas lágrimas.
“¿Qué te pasa, niño?” le preguntó.
Con voz quejosa éste le respondió: “Es que le he metido la moneda y no ocurrió nada”.
Eso es lo que pasa. Mucha gente profesa creer, pero no ocurre nada.
La conversión no es sólo un cambio de rótulo, sino un cambio interior de vida. No es
simplemente horizontal (es decir, un de aquí para allá) o cambio de agrupación. La conversión es
básicamente vertical (el cambiar de un nivel de vida a otro), al salirse de uno mismo y al entrar
en Cristo.
Hace algunos años un sacerdote católico que trabajaba en la India, tuvo de cocinero a un hombre
musulmán. Un día inesperadamente se llegó el cocinero y le dijo: “Señor, quiero hacerme
cristiano. Por favor; bautíceme”. Sin averiguar los motivos del hombre, lo bautizó y lo recibió en
la iglesia. Al ponerle el agua el sacerdote le dijo: “Ya no eres Abdul (nombre musulmán); desde
hoy en adelante serás Daood (David).”
Acabada la ceremonia el sacerdote le dijo: “Te advierto que ya no debes comer carne de carnero
los días viernes sino solamente pescado”. Ese hombre era muy aficionado al carnero en curry (un
condimento de la India). Pasaron unas semanas. Todo iba bien hasta un día viernes cuando
vinieron unos amigos del cocinero a visitarle y él quiso festejarlos con carnero. Mientras se
preparaba el almuerzo, el aroma delicioso del carnero llamó la atención del sacerdote. Llamó al
cocinero y le reprendió.
“Daood, te dije claramente que no debías de preparar carnero los viernes, sino solamente
pescado.”
“Señor, esto no es carnero, es pescado.”
“Hombre, no me engañas. Sé bien que preparas carne de carnero.” Arguyeron buen rato, el uno
insistiendo que era carnero, el otro que era pescado. Por fin Daood le dijo al sacerdote: “Yo soy
tan hábil como usted; usted me echó agua y me dijo: „Ya no eres Abdul sino Daood‟. Pues yo le
eché agua a la carne y dije: „Ya no eres carnero sino pescado‟”.
Esto es un ejemplo de una conversión superficial que causa simplemente un cambio de etiqueta
sin causar el cambio correspondiente en la vida del individuo. Pero en otra ciudad de la India un
estudiante universitario hindú estudió el Nuevo Testamento cuidadosamente y llegando a la
conclusión que Jesús en verdad es el Salvador del mundo, puso toda su confianza en El. Fue
bautizado y recibido como miembro de la iglesia. Al poco tiempo un amigo hindú le detuvo en la
calle.
“Prabhudas, he oído que has cambiado de religión.”
“Hombre, estás equivocado. Mi religión me ha cambiado a mí.”
Esa es una conversión. ¡Una transformación genuina de la vida!
¡Qué vasta diferencia la que vemos entre Simón el Mago y Simón Pedro, el apóstol! Simón
Mago creyó pero no pasó nada; aún era el mismo. Simón Pedro también creyó pero fue
cambiado. La primera vez que estuvo delante de Jesús, el Maestro le miró y dijo: “Tú eres
Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cephas, que quiere decir piedra” (Juan 1:42). Cuando en
una ocasión Jesús les dijo a sus discípulos “gozaos de que vuestros nombres están escritos en los
cielos,” el nombre de Pedro estaba en la lista. También se le incluyó en la oración final de Jesús,
cuando dijo respecto a sus discípulos: “Padre... las palabras que me diste... las recibieron... y han
creído que tú me enviaste... tuyos son... y he sido glorificado en ellos... no son del mundo como
tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:1-19).
Pedro era candidato para el bautismo con el Espíritu Santo el Día de Pentecostés porque era
convertido. Por cierto que negó a su Señor la noche de la crucifixión pero inmediatamente se
arrepintió de su pecado y volvió a su Señor. En cuanto a Simón Mago, no era candidato para la
plenitud del Espíritu porque nunca se había convertido verdaderamente. No estaba relacionado
con el Padre Celestial. Le hacía falta el arrepentimiento y la fe verdaderos.
Antes que uno pueda ser bautizado con el Espíritu Santo, es menester ser nacido del Espíritu.
IV AQUÍ EMPEZAMOS
Un hombre llamado Nicodemo llegó a Jesús una noche para una entrevista privada. Se han
ofrecido muchas ideas de por qué vino de noche. Algunos han dicho que Jesús era un hombre tan
ocupado, con tantas multitudes cercándole a todas horas del día, que el único tiempo que alguien
podría verle en privado sería en las horas de la noche. Otros han comentado que, siendo miembro
del Sanedrín, Nicodemo tendría tantas tareas durante el día que su horario le permitiría visitar a
Jesús solamente después de horas de despacho. Otros sospechan que Nicodemo temía a la
opinión del público y por eso fue a ver a Jesús aprovechando la oscuridad. Cualquiera que haya
sido la razón verdadera, la escena nocturna se volvió una ocasión para tratar un tema de apogeo.
Nos enteramos de ello en Juan 3:1-15.
Nicodemo empezó su conversación dándole a Jesús un elevado elogio, “Rabbí” le dijo, “sabemos
que has venido de Dios por maestro porque nadie puede hacer estas señales que tú haces si no
fuere Dios con El”. Reconocía que Jesús no era un comentador religioso cualquiera, como los
escribas. Era alguien especial que hablaba y se comportaba con autoridad.
Sin embargo, el Maestro no hizo caso del elogio y dirigió sus palabras a las necesidades
espirituales de su visitante. Vio más allá del impresionante exterior y se asomó a lo profundo de
su corazón. Le dijo a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del
Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios... Os es necesario nacer de nuevo.”
LA NECESIDAD DEL NUEVO NACIMIENTO
Y aquí estamos cara a cara con la urgente necesidad del nuevo nacimiento. En primer lugar, fue
Jesús mismo quien habló esas palabras. No fue algún hombre; un obispo o profesor de religión;
sino el Hijo de Dios que conocía el corazón del hombre, aun mejor que nadie. También es de
notarse que usó los vocablos más fuertes posibles. No dijo: “Sería bueno que fuera renacido del
Espíritu,” ni “te recomiendo que seas renacido”. Dijo: “Tendrás que renacer... El que no naciere
de agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.”
“Tendrás; el que no... no puede” son palabras de mucha fuerza. Y casi cada vez, Jesús antepuso a
sus palabras la frase “De cierto, de cierto, te digo”. Según las costumbres de aquella época, tal
frase equivalía a decir: “Estoy por decirte algo de suma importancia; fíjate bien”. Lo que es más,
Jesús recalcó la necesidad del nuevo nacimiento una y otra vez. Variando la forma un poco, repi-
tió el mandato tres veces (vrs. 3, 5, 7). ¿Habrá duda de la importancia que El le daba al tema?
En segundo lugar empezamos a comprender cuán necesario es el nuevo nacimiento cuando nos
damos cuenta a quién le dijo Jesús estas palabras. Nicodemo no era un hombre cualquiera—
alguien que fuera pasando. Era un personaje de importancia en la sociedad judía. El escritor del
Evangelio nos cuenta que era fariseo, miembro de uno de los grupos religiosos más estrictos de
aquel tiempo. Los fariseos se enorgullecían de que practicaban la ley hasta su menor detalle.
Ayunaban con regularidad. Oraban a menudo. Diezmaban sus ganancias. Seguían las tradiciones
de los ancianos. Edificaron las tumbas de los profetas. Eran celosos en tratar de ganarse nuevos
convertidos (véase Mateo 23).
Nicodemo era también príncipe de los judíos, y miembro del Sanedrín. Era uno de los
funcionarios eclesiásticos que gobernaban la vida social y religiosa del pueblo. Todo esto quiere
decir que tenía autoridad y prestigio. Tenía buena educación y sin duda estaba en buenas
condiciones económicas. Se le respetaba en la comunidad. Sin embargo, a tal hombre religioso y
de alcurnia Jesús le dice: “Tendrás que renacer”. Por esto le extrañó tanto a Nicodemo al oírlo.
No sorprendería que Jesús se lo hubiera dicho a un endemoniado. Si se lo hubiera dicho a la
mujer sorprendida en adulterio o al ladrón en la cruz, sería de esperarse. Pero Nicodemo era un
fariseo moral y justo. ¿No estaba Jesús excediendo los límites?
De ninguna manera. Jesús nos declara a cada uno hoy día, cualesquiera que sean nuestros
antecedentes religiosos, nuestra nacionalidad, o nuestros éxitos morales: “Te es menester nacer
de nuevo; a menos que seas nacido de agua y del Espíritu, no podrás entrar en el reino de Dios”.
Jesús le diría al habitante analfabeto de las selvas más remotas y al más ilustre profesor
universitario: “Tendrás que renacer”. Se lo diría al hombre más pobre de los barrios bajos y al
millonario de las grandes urbes: “Tendrás que renacer”. Se lo diría al asiático, al africano, al
mongol y al europeo: “Tendrás que renacer”. Le diría al budista, al musulmán, al hindú, y al que
sólo es cristiano de nombre: “Tendrás que renacer”. El dice lo mismo a todos en todas partes. El
nuevo renacimiento es una necesidad humana universal.
Los predicadores rurales de la India tienen una ilustración predilecta: cuentan del comerciante
riquísimo que cruzaba un río en una barquilla del barquero del pueblo. Al emprender el viaje, el
comerciante empezó el relato del gran número de escuelas a las que había asistido y cuántos
libros había leído. “¿Hasta qué grado cursó usted en la escuela?” le preguntó el barquero.
“Señor,” dijo el remero, “jamás en la vida he asistido a la escuela. No puedo ni leer ni escribir”.
“¡Qué lástima; ha desperdiciado la cuarta parte de su vida!” Y continuó el relato de sus
maravillas, gloriándose de sus extensos viajes y las magníficas cosas que había visto.
“Y usted, ¿cuánto ha viajado?” le dice al barquero.
“Pues yo, señor, nunca he salido de esta región” dijo el pobre, avergonzado.
“¡Miserable... usted ha desperdiciado la mitad de su vida!” fue el comentario del comerciante.
Luego empezó a relatarle cómo había juntado riquezas a caudales, sus terrenos cultivados, sus
haciendas y sus cuentas bancarias.
“Y usted, ¿cuánto ha ahorrado en toda la vida?”
“Yo no tengo ningún dinero en el banco. Vivo de día en día,” replicó el barquero.
“¡Pobre hombre!” exclamó el comerciante, “tres cuartas partes de su vida están totalmente
perdidas”.
De repente una ráfaga de viento volcó la barquilla arrojando a los dos hombres al agua. El
barquero tiró hacia la orilla nadando con seguridad.
“¡Socorro!” ¡Socorro, que me ahogo!” gritaba el comerciante.
“¿Cómo?” gritó el barquero, “con todo su dinero, y sus viajes y su educación, ¿no aprendió usted
nunca a nadar? Voy a decirle a usted algo sin rodeos: usted está al punto de perder toda la vida”.
La única cosa que le urgía tener al comerciante en ese momento, saber nadar, no la tenía. Todas
las otras cosas no le servían para nada. Asimismo, el único requisito para todos los hombres es el
nuevo nacimiento. El que pierde esto pierde toda la vida. No hay substituto.
LA NATURALEZA DEL NUEVO NACIMIENTO
Cuando Jesús le dijo a Nicodemo, “Tendrás que renacer,” éste equivocó totalmente el significado
de estas palabras. Dejó que sus pensamientos fueran al escenario de una alcoba oscurecida y una
partera. Pensó en el renacimiento en términos puramente físicos. Le preguntó al Maestro, “Pero
Señor, ¿cómo es posible que un hombre siendo viejo renazca? ¿Puede entrar de nuevo al vientre
de su madre y nacer otra vez?”
Jesús le contestó: “Nicodemo, hablo del nuevo nacimiento del Espíritu. Lo que es nacido de la
carne, carne es. Y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. Jesucristo estaba poniendo énfasis
en un principio básico biológico, que el vástago es como la planta madre. De la verdura resulta
verdura; el animal engendra animal. Del hombre nace hombre; y así mismo del Espíritu proviene
lo espiritual. El nacimiento físico produce tan sólo la vida física. Se requiere un nacimiento
espiritual para iniciar la vida espiritual. El hombre, por lo tanto, requiere dos nacimientos. Tiene
que ser concebido de sus padres para poder recibir la vida física y así entrar en el mundo.
También tiene que ser concebido del Espíritu de Dios para recibir vida espiritual y entrar al
Reino de Dios. Al ser nacido de padres humanos, el hombre es hijo de ellos. Al ser nacido del
Espíritu se vuelve hijo de Dios.
De modo que el nacimiento del que habla Jesús no es físico sino espiritual. En esencia lo que
Jesús le dijo a Nicodemo es: “Puedes ser concebido en el vientre de tu madre cien veces, (aún
mil veces) pero lo único que tendrás será vida física. Lo que te es menester es un nacimiento
espiritual hecho por el mismo Espíritu de Dios".
El hombre es la única criatura capaz de existir en dos mundos distintos al mismo tiempo. Siendo
un ser físico, creado en la imagen espiritual de Dios, puede vivir en el mundo físico y en el
mundo espiritual. Es, al mismo tiempo, hijo del hombre e hijo de Dios. Es posible, sin embargo,
que uno esté muy vivo físicamente y al mismo tiempo esté muerto espiritualmente. Puede ser su
cuerpo ambulante, caminando en la carne, pero muerto en el espíritu. En sus epístolas Pablo
describe a menudo al hombre como “muerto en pecados y transgresiones” (Efesios 2:1;
Colosenses 3:13). Nos declara con solemnidad que “la paga del pecado es muerte” (Romanos
6:23).
¿Por qué razón mucha gente no tiene deseos de leer la Palabra de Dios? Porque están muertos
espiritualmente y no conocen al Autor del libro. ¿Por qué no aman la iglesia, y por qué parece
que no sacan provecho alguno de los cultos de adoración? Porque están muertos espiritualmente
y no son sensibles a los movimientos del Espíritu. ¿Por qué es que ni evangelizan ni sirven a sus
prójimos? Porque están muertos e insensibles a las necesidades espirituales de los otros.
Oí una vez la historia de un ministro de raza negra, pastor de una congregación urbana que se
ufanaba de su opulencia. El pastor predicaba fielmente y hacía su labor, pero la congregación era
indiferente. Un día, completamente desanimado, declaró que la iglesia estaba muerta y que él
predicaría el sermón fúnebre el domingo siguiente. “Sólo queda una cosa que hacer con un
cadáver y es enterrarlo.”
El día señalado, movida por la curiosidad, llegó una multitud a los funerales. Los ujieres trajeron
un ataúd y el pastor predicó el sermón. Al final anunció que ahora todos podían pasar a expresar
su respeto final, y ver por última vez los restos de la finada iglesia. Al pasar la primera persona y
al estirarse a ver lo que allí adentro había, dio un salto para atrás y siguió andando con una
mirada de sorpresa. Lo mismo pasó con cada uno que, por la curiosidad, se asomó. En el fondo
del féretro, ¡el pastor había puesto un espejo!
Es una triste verdad que hoy día muchas iglesias están muertas espiritualmente, y se debe a que
las personas que componen la congregación están muertas espiritualmente. Nunca han nacido del
Espíritu ni han sido vivificadas espiritualmente. La tragedia es que muchas veces ni siquiera se
dan cuenta de su estado muerto a menos que se miren en el espejo de la santa Palabra de Dios.
Cuando un hombre nace del Espíritu, repentinamente es vivificado. Su conciencia despierta por
los impulsos del Espíritu Santo. Su mente está viva a las verdades espirituales. La oración tiene
ya un nuevo significado pues es un diálogo con un Amigo. La Palabra de Dios es una íntima
carta de amor. Evangelizar y servir al prójimo son expresiones espontáneas del amor.
Además, cuando uno es nacido del Espíritu, recibe una naturaleza nueva. Puesto que es hijo de
Dios, participa de la santidad de Dios. Esto resulta en un cambio radical en el carácter y en la
conducta. El apóstol Pablo lo describe de esta manera. “...Si alguno está en Cristo, nueva criatura
es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (II Corintios 5:17). Se trata de más
que remiendos y alteración exterior. Lo que ha sucedido es una transformación interior, moral.
Eso es lo que testificó un joven al final de un retiro espiritual: “Vine con esperanzas de que el
Señor me podría hacer unos remiendos; y en cambio me ha dado un motor nuevo”.
Hace unos años un ministro metodista en una ciudad norteamericana predicó sobre el nuevo
nacimiento. A los pocos días una joven muy guapa llegó a hablarle en su despacho. “¿Se acuerda
usted del sermón que predicó sobre el nuevo nacimiento?” Le preguntó. “Pues me ha tocado
profundamente.” Luego, ella le relató al ministro que por algún tiempo había sido la amante de
un hombre de negocios en esa ciudad. Siempre que hacía viaje de negocios a otro pueblo se la
llevaba a ella en el avión y se quedaban juntos en el hotel. La esposa del señor lo había
descubierto y se encontraba inconsolable.
Como resultado del sermón del ministro, la joven sintió convicción de sus pecados, regresó a
casa, oró desesperada, y al fin se rindió completamente a Cristo. Al levantarse de las rodillas,
inmediatamente llamó a la señora por teléfono y le rogó que la perdonara. Le aseguró de que en
ese momento quedaba rota la relación que había tenido con el esposo. Al día siguiente fue a la
oficina de ese hombre.
“Ya acabó todo” le dijo, “esta es la última vez que me verás”.
“Linda, se te va a acabar el dinero,” le dijo él. “No podrás comprarte la ropa lujosa a que te he
acostumbrado.”
“No importa,” respondió ella. “Voy a conseguir empleo y trabajaré para mantenerme.”
“Te van a hacer falta los viajes y las fiestas.”
“He encontrado un gozo nuevo en la vida.”
“Mujer, ¿qué te pasa?” dijo al fin el hombre, enojado. “¿Has encontrado otro amante?”
Ella se quedó pasmada un momento y luego respondió con una sonrisa, “Eso es. Me he
enamorado de Otro.”
Su ex-amante se puso de pie y furioso rugió: “¡Dime su nombre y lo mato!” al tiempo que daba
puñetazos en el escritorio.
“Creo que eso no lo puedes hacer,” dijo ella, “porque fíjate que me he enamorado de Jesucristo.”
Al concluir su historia le dijo al pastor: “Algo me pasó aquel domingo por la mañana. Ya no soy
la misma. Es como si hubiera nacido de nuevo”.
EL MISTERIO DEL NUEVO NACIMIENTO
Al ver la expresión de completa sorpresa en el rostro de su visitante, Jesús le dijo a Nicodemo:
“No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde
quiere, y oyes su sonido, mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es na-
cido del Espíritu” (Juan 3:7-8).
En otras palabras, hay cierto misterio en el nacimiento del Espíritu. El nuevo nacimiento es
difícil de explicar y de entender. Pero no es necesario tropezarnos con el misterio. No es
necesario comprender todos los aspectos del nuevo nacimiento antes de aprovecharlo
personalmente. Jesús nos dijo que es como el viento. No lo comprendemos, ni sabemos de dónde
viene ni para dónde va; pero sí vemos su efecto en todas partes. Sentimos las brisas frescas en la
cara. Vemos cuando el viento esparce las hojas en el patio. Lo vemos cuando doblega las ramas
de los árboles. Así es con el Espíritu de Dios. Ni le vemos ni le comprendemos por completo.
Pero sí sabemos que nos inspira nueva vida. Nos sentimos gozosos cuando testifica a nuestro
espíritu que somos hijos de Dios. Vemos el cambio que efectúa en nuestras vidas cotidianas.
Hay muchos misterios en la vida. La electricidad es una. ¿Cuánto comprende la persona
ordinaria acerca de la electricidad? Pero, ¿es necesario comprender la electricidad antes de poder
gozar de sus muchos beneficios? Lo único que necesita saber es tirar la palanca, e inmediata-
mente podemos gozar de la luz o arrancar el motor.
Los alimentos que comemos son un misterio. ¿Comprendemos de lleno cómo es que la carne y
las verduras se vuelven sangre y hueso, células y tejidos? Pero no por eso dejamos de sentarnos a
la mesa tres veces al día. Lo que sí sabemos es que cuando comemos recibimos nueva vitalidad y
energía. No comprendo cómo es que una vaca parda, come hierbas verdes, y da leche blanca.
¡Pero eso no me previene de beber leche!
Hay quienes titubean y no quieren aceptar la verdad del nuevo nacimiento porque lo hallan
difícil de entender y explicar. Pero no tienen que comprenderlo de lleno antes de tener la
experiencia. El hecho es que una vez nacidos del Espíritu, cuando ya se les han abierto los ojos
del entendimiento, comprenderán mucho más de las cosas espirituales de lo que habían
comprendido antes. Algunos meses de andar en el Espíritu les enseñará más que docenas de
cursos sobre el tema.
El nuevo nacimiento es misterioso porque es un milagro. Un milagro hecho por el mismo
Espíritu de Dios. Cae, por lo tanto, en la categoría de lo sobrenatural.
Hay tres milagros estupendos en el mundo. El primero es el de la creación cuando Dios dijo:
“Sea,” y fue. Esta fue la introducción de la vida en la materia muerta. El segundo fue el milagro
de la Encarnación, cuando Dios tomó forma del hombre para que en Cristo pudiera reconciliar el
mundo a Sí. Esta fue la invasión de la vida de Dios en la historia humana. El tercero es el
milagro de la nueva creación cuando la persona nace del Espíritu. Esta es la introducción de la
vida de Dios en la vida del individuo. Algo nuevo ha principiado.
Se han escrito muchos preciosos himnos evangélicos para describir el milagro del nuevo
nacimiento. Por ejemplo este intitulado “Fue un Milagro,” y que dice así:
Mi Padre omnipotente es y nadie negará, Dios de milagros y virtud, el cielo afirmará.
Fue un milagro que al astro alumbró y al mundo en su órbita lo instaló.
Mas cuando me salvó y me redimió, milagro fue de todos el mejor.
LOS MEDIOS DEL NUEVO NACIMIENTO
Después que Jesús había puesto énfasis en la necesidad del nuevo nacimiento y había tratado de
explicar su naturaleza y los resultados, Nicodemo se volvió a Jesús y dijo: “¿Cómo puede
hacerse esto?” y Jesús le dijo: “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del
Hombre que está en el cielo. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario
que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más
tenga vida eterna” (Juan 3:13-15).
De esta manera enseñó muy claramente que el renacimiento se hizo posible por su muerte vicaria
en la cruz. No había otro medio. El dio su vida para que nosotros tuviéramos vida. Murió para
que nosotros viviéramos. El Hijo de Dios se hizo el Hijo del Hombre para que los hijos de los
hombres pudieran ser hijos de Dios.
Se cuenta la historia de dos hermanos que vivían en el mismo pueblo. El mayor era el juez local,
y era hombre bueno, justo y digno de respeto. El menor, sin embargo, era descarriado, y siempre
estaba metido en líos. Rehusó el consejo de su hermano mayor, y lo que fue peor aún, a causa del
puesto judicial que ocupaba el hermano, creyó qué jamás se le condenaría por los crímenes que
cometiera.
Un día el hermano menor, estando borracho se peleó con un hombre, le dio un golpe y le mató.
Fue capturado y traído al tribunal. Su propio hermano era el juez. El jurado dio su fallo:
¡culpable! El juez le impuso la pena de muerte, en la horca. Al oír la sentencia, el joven corrió al
frente, cayó a los pies del juez gritando: “Eres mi hermano, ¿no me tienes ningún amor? ¿Me
estás condenando a morir?”
El juez respondió solemnemente: “Es cierto que soy tu hermano, pero ésta es una corte legal y yo
estoy aquí como juez. Eres un homicida. Tendrás que morir por tu crimen”.
El joven fue llevado a la cárcel donde se le mantuvo incomunicado. Al acercarse el tiempo de su
muerte la tristeza y el miedo llenaron su corazón. Apenas una o dos horas antes de que fuese
ahorcado, el hermano mayor, vestido en su toga jurídica, llegó a la cárcel y pidió permiso para
hablar con el preso. Al entrar en la celda, dijo, “Allá en la corte de la ley, fui tu juez y me vi
obligado a ver que prevaleciera la justicia. Pero aquí está el hermano que te ama y quiere
libertarte. Hay sólo una manera de hacerlo. Quítate la ropa de reo, y ponte mi toga de juez y
márchate libre. Yo me quedo en tu lugar”. Se cambiaron la ropa y el menor salió en libertad.
Vinieron los guardias, se llevaron al preso y le ahorcaron. De repente vino corriendo desde muy
lejos, el hermano menor. Rodeó con sus brazos la forma inerte de su hermano llorando amarga-
mente, y gritó: “¡Ay, hermano mío, has muerto en mi lugar!”
Los guardias horrorizados se dieron cuenta de lo que había sucedido. Pero ya era tarde. Se había
tomado una vida; se había pagado la pena.
Esto es exactamente lo que Cristo ha hecho por nosotros. Comparecimos ante el Juez del
Universo, culpables y condenados. El fallo fue: “La paga del pecado es muerte”. Pero porque
Dios nos amó con amor sempiterno, el Juez se hizo nuestro Hermano Mayor para que pudiera
hacerse nuestro redentor. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (II Corintios
5:19). Cristo cargó nuestros pecados sobre Sí mismo y murió en nuestro lugar. Tomó la iniciativa
e hizo por nosotros lo que nosotros jamás podríamos haber hecho.
La pregunta importante es ésta: ¿Qué vamos a hacer con lo que Dios ha hecho por nosotros? El
ya ha actuado. Pero, ¿cuál será ahora nuestra actitud? ¿Responderemos con gratitud? O ¿seremos
ingratos? ¿Responderemos con fe o con incredulidad?
La fe es la entrada a la vida. Jesús dijo: “El que crea en mí... tendrá vida eterna”. Juan escribió:
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos
hijos de Dios” (Juan 1:12). Nos es menester recibir el don que nos ofrece en sus manos tras-
pasadas de clavos. Tenemos que poner toda nuestra confianza en El y entregarnos totalmente a
su cuidado.
Cuando respondemos con fe, la que también es un don de Dios, el Espíritu Santo se vuelve el
agente de la regeneración en nuestras vidas. El es el que nos vivifica, y nos lleva de muerte a
vida eterna. El es el Partero Divino, y nos trae al nuevo mundo del Reino de Dios y nos inyecta
la mismísima vida de Dios. Entonces somos nacidos del Espíritu y nos volvemos hijos de Dios.
Jesús le dice a cada ser humano: “Tendrás que renacer; el que no naciere de agua y del Espíritu
no puede ver el Reino de Dios”. Esto es el sine qua non (es decir, el requisito indispensable) para
la vida espiritual. El camino del cristiano empieza con el nacimiento del Espíritu.
El nuevo nacimiento es el requisito para el bautismo con el Espíritu Santo. El don de la plenitud
del Espíritu se ofrece, no a los pecadores, sino a los hijos de Dios. Fue a sus discípulos
inmediatos, a aquellos que habían dejado todo para seguirle, hombres convertidos cuyos
nombres estaban ya escritos en el Libro de la Vida, a quienes Jesús les prometió que serían
bautizados con el Espíritu “antes de muchos días”.
Pero en cuanto uno es nacido del Espíritu, es candidato para el bautismo con el Espíritu. Esto es
la intención y la voluntad de Dios. Es la provisión y la promesa de Cristo. Ningún hijo de Dios
debiera de estar satisfecho hasta haber reclamado toda su herencia en Cristo y experimentado un
Pentecostés personal en su propia vida. El dejar de hacer esto es perder la suprema voluntad de
Dios y perder el más fino de sus dones.
V ¿QUÉ OCURRIÓ ALLÁ ARRIBA?
Ocurrieron muchas cosas en ese día memorable en un aposento alto en Jerusalén. Pero para
nosotros hay grave peligro si hacemos caso tan sólo de las manifestaciones exteriores y físicas y
no notamos la realidad de las transformaciones interiores que resultaron de esos eventos. Hubo
un ruido que parecía viento que corría y llenaba toda la casa en que estaban reunidos los
discípulos. Hubo llamas como de fuego que se asentaron sobre cada uno de ellos. Todos los
discípulos hablaron en idiomas que no eran su propia lengua, lo que permitió que personas de
todas las naciones que estaban en esos días en Jerusalén, entendieran lo que los cristianos
dijeron.
Pero, ¿es esto lo que debemos esperar del Pentecostés hoy día? ¿Viento, fuego, idiomas
distintos? O ¿hay algo más profundo?
Es importante hacer una distinción entre los aspectos pasajeros y los permanentes del
Pentecostés; entre lo provjsional y lo eterno; entre lo superficial y lo fundamental; entre el marco
histórico y el hecho personal.
Forma Provisional Hecho Permanente
1. El día de Pentecostés— fiesta
agrícola de los judíos en
conmemoración de las
primicias de la cosecha.
2. Ciento veinte discípulos en
un aposento alto en
Jerusalén.
3. Llamas repartidas como de
fuego.
4. Manifestación extraordinaria
de hablar en lenguas
extranjeras.
5. Señales exteriores y
milagros.
1. Cualquier día en que estemos listos a llenar los
requisitos; una fiesta espiritual representando los
frutos del Espíritu
2. Cualquier número de discípulos en cualquier parte,
unidos, rendidos y pidiendo en oración el
derramamiento del Espíritu.
3. El fuego refinador del Espíritu Santo que santifica al
individuo y le da poder para servir a Dios.
4. Demostración de que en la iglesia del Cristo viviente
no hay ni judío ni gentil, ni siervo ni libre y que el don
del Espíritu Santo es para todos.
5. La fuerza interior y la bendición de la santidad. La
mayor señal de todas y el gran milagro del poder
adecuado para la vida de santidad y servicio
fructífero.
Así que debemos distinguir entre el cuadro y su marco; entre el obsequio y su envoltura. Por un
lado, el Día de Pentecostés, como un gran drama histórico en el plan de salvación de Dios, es un
acontecimiento del pasado y no puede repetirse. Fue el principio de una época y el día del
nacimiento de la iglesia. Y en cuanto a su significado histórico no podrá repetirse jamás como
tampoco se repetirá el nacimiento, ni el Calvario, ni la resurrección del Señor, ni su ascensión.
Por el otro lado la experiencia del Pentecostés se ha repetido vez tras vez durante toda la era
cristiana; y puede volver a repetirse en cualquier tiempo y en cualquier lugar en que un discípulo
o grupo de ellos se encuentre listo a llenar los requisitos de obediencia, rendimiento y fe.
El Libro de los Hechos narra en varias ocasiones de otras personas que fueron llenas con el
Espíritu. Miles de cristianos a través del mundo pueden testificar hoy día de una experiencia de
Pentecostés personal. En sus epístolas Pablo exhorta claramente a todos los cristianos a que sean
llenos del Espíritu Santo; y Pedro en el Día de Pentecostés explícitamente dijo que el don del
Espíritu Santo es para todos. “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para
todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:29).
Al leer cuidadosamente los Hechos de los Apóstoles se nos revelan tres resultados fundamentales
de la experiencia del Pentecostés: 1) la plenitud del Espíritu; 2) la pureza del corazón; y 3) el
poder para servicio.
LA PLENITUD DEL ESPIRITU
El historiador Lucas nos cuenta que en el Día de Pentecostés los 120 discípulos fueron llenos con
el Espíritu Santo. Esto fue fundamental a todos los demás eventos subsecuentes.
Como ya se ha mencionado, esto no significa que esta fuera la primera vez en que el Espíritu
obrara en las vidas de los seguidores de Cristo. El Espíritu no era desconocido para ellos. Jesús
clarificó esto en su último discurso en el Aposento Alto, cuando se reunió con sus discípulos
para la celebración de la Pascua. Dijo, hablando del Espíritu Santo: “Vosotros le conocéis,
porque mora con vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14:17). Al mismo tiempo dijo que los
discípulos entrarían muy brevemente en una relación más íntima con el Espíritu Santo. “Mora
con vosotros y estará en vosotros... con vosotros para siempre... mas vosotros seréis bautizados
con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Juan 14:17, 16; Hechos 1:5). En otras palabras
iba a haber plenitud del Espíritu.
Una vez más debemos tener cuidado para comprender lo que esto significa. No podemos creer
que el Espíritu Santo esté “en pedazos” y que nosotros lo recibamos y que venga por partes o en
porciones de modo que, al ser nacidos del Espíritu le recibiéramos en parte y que al ser bautiza-
dos con el Espíritu recibiéramos el resto. El Espíritu Santo es una persona, una personalidad
perfecta. El no puede ser dividido. No puede ser dividido en estados de más o de menos. Quizás
nosotros seamos esquizofrénicos o vacilantes pero para El eso no es posible. Cuando nos
convertimos tenemos al Espíritu; todo el Espíritu que jamás vamos a tener. Por lo tanto, al ser
bautizados, o llenos con el Espíritu Santo, no significa por cierto que recibimos más del Espíritu
sino que el Espíritu recibe más de nosotros, porque, en la conversión, aunque poseamos todo el
Espíritu, El no nos posee totalmente a nosotros. Es menester que El tenga control absoluto de
nuestras vidas de modo que no sólo habite en nosotros, sino que habite sin límites; es decir, en
toda su plenitud.
En cierta ciudad los miembros de la asociación de pastores estaban haciendo planes para una
campaña evangelística en toda la ciudad. Se habían sugerido varios nombres de evangelistas.
Alguien sugirió que se invitara a Dwight L. Moody, predicador notable de ese tiempo, pero otro
ministro se opuso fuertemente. “Hemos tenido ya al señor Moody,” dijo. “¿Por qué quieren
invitarle vez tras vez? ¿Acaso tiene Moody monopolizado al Espíritu Santo?”
“No,” replicó el otro ministro, “pero el Espíritu Santo tiene monopolizado a Dwight L. Moody”.
Ese es el secreto de la vida llena del Espíritu. El Espíritu Santo tiene que tenernos
monopolizados.
Pero tal vez alguien pregunte: “¿No puede uno ser regenerado y llenado con el Espíritu Santo a
la misma vez? ¿No puede una persona darse en entera consagración a Jesucristo la primera vez
que se le acerca? ¿No puede Dios hacer las dos operaciones, la regeneración y la santificación a
una misma vez?”
La respuesta teórica es “sí”. No hay limitaciones de parte de Dios. El cumplirá sus promesas el
momento que nosotros llenemos los requisitos. Pero del punto de vista práctico los datos
históricos en el Nuevo Testamento y la experiencia de miles de cristianos sinceros confirman el
hecho de que, por regla general, uno no recibe el nacimiento del Espíritu y el bautismo del
Espíritu a la misma vez. La imitación es de nuestra parte. Hace algún tiempo leí el librito de
Lawson, Deeper Experiences of Famous Christians (Experiencias profundas de creyentes
famosos). Hallé que la teología, sus términos y vocabularios de esos creyentes variaban bastante.
Cada individuo expresa en esa obra su experiencia dentro del marco teológico de la terminología
de su propia denominación. Pero era aparente que había mucho en común en todas las
experiencias. Esta “experiencia más profunda” siempre ocurrió después de la experiencia de la
conversión y fue el resultado de algún tiempo de cuidadoso examen interior y de desesperación
espiritual. Se advierte en todos los testimonios un nuevo y más profundo rendimiento del ser del
individuo a Dios, así como un mayor sentido de la presencia y del poder de Dios en la vida de la
persona al emprender una existencia nueva en un nivel permanente más alto.
Por lo tanto, parece que hay acuerdo general que la plenitud del Espíritu Santo viene después de
la crisis de la conversión. El individuo hace un rendimiento inicial a Cristo cuando lo recibe
como Salvador. Pero al andar de día en día la vida cristiana, empieza a descubrir que hay
rincones de su vida que no están totalmente entregados a la voluntad del Maestro. Ve que Cristo
no es Señor de todas las partes de su ser. También descubre que dentro de él quedan aún
actitudes, deseos, y reacciones que no son cristianas y que funcionan como una traba en su vida
espiritual. Al ver eso, hace una rendición completa de sí mismo, corona a Cristo como Rey de su
vida y permite que el Espíritu Santo le santifique hasta lo más profundo de su ser. Hay
innumerables cristianos que pueden dar testimonio de esta experiencia.
Supongamos que usted prende la luz central de la sala de su casa. Inmediatamente la luz inunda
el cuarto y dispersa la oscuridad. Pero aún habrá rincones del cuarto en donde prevalece la
oscuridad. El sofá, las sillas, el piano, y otros muebles causan sombras en el cuarto. Debajo del
sofá estará bastante oscuro. Luego supongamos que usted saca todos los muebles del cuarto.
¿Qué pasa? La luz inmediatamente penetra en todas partes del cuarto, porque ya no hay
impedimentos. La cantidad de luz no ha cambiado, pero el área de penetración es mayor.
Del mismo modo, el Espíritu Santo puede tener residencia en el creyente y todavía no tener
cómo penetrar en todas las partes de su ser. Hay muchos impedimentos. Resentimientos, enojo
desmedido, orgullo, dudas, y otras actitudes no cristianas están dejando sus sombras en su
corazón. Lo que el individuo necesita no es más del Espíritu, sino permitir que el Espíritu Santo
posea más de él, sí, que lo posea en su totalidad. Entonces será lleno del Espíritu Santo.
PUREZA DEL CORAZON
El segundo resultado básico del Pentecostés fue la pureza del corazón. Pedro lo dijo claramente
al convocar el primer concilio cristiano en Jerusalén: “Y Dios que conoce los corazones, les dio
testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre
nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones” (Hechos 15:8-9); (Las cursivas son del
autor).
Lo que Pedro les estaba diciendo esencialmente era esto: “Exactamente lo mismo que Dios nos
hizo a nuestros corazones el Día de Pentecostés, lo ha hecho ahora en los corazones de los
gentiles”. Y ¿qué fue lo que Dios hizo? “Les purificó el corazón.” El vocablo “corazón” se usa
simbólicamente para denotar el sitio de los afectos, las emociones, los deseos, las actitudes y los
móviles. El purificar el corazón, por lo tanto, se refiere a una purificación radical, interior, del
centro de nuestra personalidad.
Tal purificación fue muy notable en la vida de los discípulos de Cristo. Antes del Pentecostés
ellos habían manifestado en varias ocasiones actitudes y reacciones que no semejaban a Cristo.
Por ejemplo, mostraron orgullo. Disputaron entre ellos mismos quién sería el mayor en el Reino
de los Cielos (Lucas 9:46). Manifestaron egoísmo. Le rogaron a Jesús que les concediera tronos
a su derecha y a su izquierda cuando El estableciera su reino (Marcos 10:35-40).
También mostraron cuán mezquinos eran. Una vez al ver a un hombre que no era discípulo del
Señor echando fuera a los demonios, quisieron reprenderle (Marcos 9:38). A veces los discípulos
reaccionaron con cólera. Por ejemplo, en una ocasión cuando viajaban por Samaria, al no lograr
que les dieran posada querían hacer caer fuego sobre la gente (Lucas 9:54-56). Dieron muestras
de tener temor carnal y cobardía. En la noche cuando Jesús fue arrestado y juzgado, huyeron y se
escondieron. Pedro negó a su Señor tres veces (Mateo 26:56, 69-75).
En el Pentecostés el Espíritu Santo hizo una operación espiritual radical en el corazón de los
discípulos; el orgullo fue reemplazado por la humildad; el egoísmo, por un espíritu de servicio, la
mezquindad por la compasión, el enojo por el amor, y el temor carnal fue reemplazado por el
valor espiritual. Muchos de los discípulos de Cristo de hoy en día necesitan una operación divina
semejante en su vida.
El deseo de ser lleno del Espíritu tiene que estar acompañado de la voluntad de ser purificado. El
Espíritu de Dios es fundamentalmente el Espíritu Santo. Una de las reglas de la lógica dice que
cuando se afirma algo automáticamente se niega lo opuesto. Cuando se dice de un objeto, “esto
es blanco” se está diciendo, “esto no es negro”. Cuando se dice “Esto es un rectángulo” a la vez
se dice que no es un círculo. Cuando se declara, “Esto es de madera,” quiere decir que no es de
metal. Igualmente el Santo Espíritu está absoluta e irrevocablemente opuesto a lo malo.
El afirmar que estoy listo a ser lleno con el Espíritu es declarar que estoy listo a vaciarme de
todas mis actitudes y mi espíritu impuros. Muchos oramos con los labios, “Señor, lléname,” pero
por dentro decimos: “Señor, cuidado con descubrir mis resentimientos; y no me interrumpas mi
comodidad”. Pero Dios no puede claudicar con el pecado. Nos señala todo aquello que se
interponga entre nosotros y El, y entre nosotros y nuestros prójimos. Con el fuego del Espíritu
Santo quiere purificarnos en lo más profundo de nuestro ser.
Un evangelista, amigo del autor, recibió una invitación a conducir una serie de servicios
especiales en una ciudad y fue hospedado en la casa de unos señores. Al llevar al evangelista a la
alcoba que se le había preparado, la señora le dijo con voz calurosa y amable: “Usted está aquí
en su casa. Queremos que esté tan cómodo como sea posible. Cuelgue los trajes en el ropero y
alce su ropa en los cajones. Este es su cuarto”. El visitante le hizo caso a la señora. Sacó todo el
contenido de su maleta y puso sus cosas sobre la cama. Pero cuando fue al ropero para alzar los
trajes y las camisas, lo encontró lleno de trajes, vestidos, pantalones y abrigos sin ninguna percha
a su disposición. Al abrir el cajón superior del tocador estaba lleno de ropa vieja y trapos. Abrió
el de en medio, estaba lleno también. Igualmente el de abajo estaba llenísimo de fotos viejas y
recuerdos de la familia. Como no había ni un solo lugar dónde poner su ropa, la volvió a meter
de nuevo en la maleta.
Cuando le decimos al Santo Espíritu, “Estás en tu templo,” no podemos tener nada escondido en
los rincones y en los cajones del corazón. Tenemos que estar listos a vaciarnos de todo aquello
que no esté de acuerdo con su naturaleza y su voluntad. El tiene que ser más que huésped: tiene
que ser Señor del corazón. Esto quiere decir que El hará una tarea completa de limpieza, y
compondrá el mobiliario según su propio plan.
PODER PARA SERVICIO
El tercer resultado básico del Pentecostés es poder. Breves momentos antes de que ascendiera al
Padre, Jesús les dijo a sus discípulos: “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros
el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último
de la tierra” (Hechos 1:8). En otras ocasiones les había mandado que asentaran en Jerusalén
hasta que fueran investidos con virtud de lo Alto (Lucas 24:49; Hechos 1:4).
Otra vez notamos aquí la diferencia en las vidas y el ministerio de los discípulos antes y después
del Pentecostés. Antes del derramamiento del Espíritu Santo en su plenitud, los discípulos
mostraron sus momentos de debilidad. Algunas veces tuvieron vacilaciones, dudas, o un temor
carnal de los hombres. Esto fue especialmente notable en los días antes del Calvario.
Abandonaron al Maestro y se escondieron. Pedro negó al Señor vergonzosamente. Pero después
de la experiencia del Pentecostés, los discípulos mostraron mayor fe y un nuevo espíritu de con-
fianza y valor. Poseyeron un poder que no procedía de ellos mismos para aguantar la persecución
y la tentación, y para ser testigos sin temor de la resurrección del Señor.
¡Cómo necesita la iglesia de hoy día este poder sobrenatural! ¡Poder para extenderse más allá de
los confines de sus paredes y para llevar el avance espiritual a los fuertes donde se esconde la
sociedad! La iglesia necesita poder para salirse de la rutina y la formalidad y para hacer proezas
en nombre del Maestro; poder para llamar a la gente al arrepentimiento y a la justicia verdadera;
poder para transformar al individuo y cambiar la sociedad.
La iglesia de hoy tiene grandes edificios, pero poca valentía. Tiene números pero poco nervio.
Tiene comodidad pero le falta ánimo. Tiene posición pero le falta espíritu. Tiene prestigio pero le
falta poder.
Recuerdo haber visto una vez un programa de televisión llamado “Cámara Cándida”. (En este
programa se trata de sorprender a alguien y filmar su reacción con cámaras escondidas). En
cierto episodio una señora dejó rodar libre su automóvil en una bajada hasta llegar a una estación
de gasolina. Con una sonrisa anchísima la bromista le dijo al dependiente: “Llene el tanque de
gasolina”.
¡Imagínese la mirada atónita del dependiente al levantar la cubierta del motor y encontrar que no
había ni señas del motor! En muchas partes la iglesia me hace pensar de un automóvil sin motor.
¡Ha perdido la fuente de su poder!
En la ciudad de Pasadena, California, hay un famoso desfile anual de carrozas de flores. En uno
de esos desfiles, una carroza magnífica bajaba por la avenida Colorado. Iba a la mitad del desfile
y el número de sus flores y su arreglo era un espectáculo digno de admirar. De repente el
vehículo que movía la carroza se sacudió débilmente y se paró. ¡Le faltaba gasolina! Tuvo que
detenerse todo el desfile mientras que alguien fue a comprar gasolina. Todos los espectadores se
rieron a carcajadas cuando se supo que la carroza representaba a una grande compañía petrolera.
¡Con todos los recursos riquísimos de esa tremenda compañía a su disposición, a su vehículo le
faltaba gasolina!
La iglesia de hoy día no tiene que seguir en su condición débil e inefectiva. Todos los tremendos
recursos del Espíritu Santo están a su disposición. El cristiano no tiene que seguir anémico y
débil. Puede esperar en rendimiento y en fe hasta “ser investido de poder desde lo alto”. Así
como el poder atómico representa poner en libertad fuerzas escondidas en el mundo físico, el
Pentecostés representa poner en acción las fuerzas invisibles del reino de la personalidad.
Insistimos en que debemos entender otra vez, claramente, que el poder no puede separarse de la
pureza. El poder no es una entidad en sí mismo. Es básicamente el correr libre y sin estorbos de
la energía del Espíritu Santo dentro de la vida que se ha rendido a Cristo y se ha puesto bajo la
cirugía radical de su tierna mano poderosa. No podemos tener la experiencia de este poder sino
hasta que estemos listos a ser purificados. La pureza y el poder van asidos de la mano.
Estas pues, son las características remanentes y fundamentales del Pentecostés: 1) la plenitud del
Espíritu Santo; 2) la pureza del corazón; 3) el poder para servir y ser testigo. Estos fueron los
resultados que ocurrieron en las vidas de los apóstoles y en los cristianos primitivos del primer
siglo; y estos son los resultados que pueden ocurrir en la vida de cualquiera de los creyentes en
Cristo en este siglo.
El Pentecostés no fue tan sólo una fecha histórica; es algo posible en la actualidad. No es un
evento pasajero ni alejado del centro y del curso de la vida de la iglesia. Es una experiencia vital
con valores duraderos y principios permanentes. El Pentecostés no es un día particular sino una
dispensación prolongada. El bautismo con el Espíritu Santo no fue tan sólo para la iglesia
apostólica sino que reposa sobre la iglesia de cada generación como obligación y oportunidad.
El Pentecostés es para todas las edades del planeta. Cuando un hijo de Dios está totalmente
rendido, esperando con fe, cualquier cuarto puede volverse un Aposento Alto y cualquier día
puede ser un día de Pentecostés.
VI ¿QUÉ DEBO HACER?
Habiendo ya establecido que la experiencia del Pentecostés es el derecho innato de todos los
hijos de Dios, y habiendo examinado de cerca los resultados del Pentecostés; llegamos a la
pregunta de mayor importancia: ¿Cómo recibimos la plenitud del Espíritu Santo?
Hay quienes declaran que simplemente llegamos a esa experiencia por medio del crecimiento.
Dicen: “Denme más tiempo. Déjenme crecer. Más tarde y poco a poco, llegaré a ser más como
un santo”. Todo esto suena muy bien pero pasa por alto los hechos tanto de las Escrituras como
de la experiencia general de los cristianos. Es una idea falsa y peligrosa. A. W. Tozer nos
advierte que el tiempo, como el espacio, no tiene poder para santificar a la persona. Después de
todo, el tiempo no es nada más que una invención humana. Es solamente nuestra manera de
expresar la realidad. Es un cambio y no el paso del tiempo lo que nos conduce a la profundidad
cristiana: un cambio hecho por el Espíritu Santo mismo. El hecho es que hay muchos que fueron
mejores cristianos al poco tiempo de su conversión, de lo que son hoy día. ¿Por qué? Porque no
han buscado la plenitud del Espíritu y como resultado se han contentado con vivir la vida
cristiana tibia y lenta. Han estado flotando sin rumbo ni crecimiento.
Claro que hay cierto sentido en que sí crecemos hacia la experiencia de la plenitud del Santo
Espíritu. Es decir, que con frecuencia hay un proceso o una serie de crisis menores que nos
llevan al evento final del bautismo de su Espíritu. Muchos de nosotros tenemos que madurar
hasta cierto punto en nuestra vida cristiana para poder ver que tenemos necesidad de una
operación de limpieza más profunda y sólo entonces podemos rendirnos por completo a Cristo.
Quizás en vez de decir que tenemos que llegar a ese punto mediante el crecimiento, debiéramos
decir: descender hasta ese punto de preparación. Porque la pura verdad es que no son muchos los
que crecen constante o gradualmente. Somos demasiados rígidos y egoístas para crecer en gracia
tan fácilmente así.
Dios tiene que bajarnos, una y otra vez, con crisis y más crisis. Tiene que permitir que caigamos,
tratando con nuestras propias fuerzas sólo para fallar, varias veces, hasta que finalmente estamos
tan totalmente desesperados que llegamos al fin de nuestros recursos. Descubrimos que no sólo
somos pecadores, sino el pecado mismo, y que en nosotros no habita cosa buena alguna. Nos
damos cuenta que el total de nuestros trabajos y esfuerzos son como trapos sucios, hediondos de
aquella maldad que se llama glorificación propia.
Es entonces cuando en suma desesperación nos damos por vencidos y nos rendimos totalmente y
nos arrojamos sobre la gracia de Dios. Si creemos que llegamos a ese punto por medio de un
crecimiento gradual y con el tiempo, estamos gravemente equivocados. Se trata en realidad de
enfrentarse con una serie de crisis, y de una búsqueda que aumenta en su desesperación, hasta
que finalmente recibimos la plenitud del Espíritu.
RINDASE POR COMPLETO
El primer paso en la vida llena del Espíritu es el rendirse completamente. Ya se ha dicho que la
razón por la que muchos cristianos no son llenos del Espíritu es que el Espíritu Santo no ha
logrado poseerlos completamente. No se han rendido del todo al Salvador ni le han coronado
Rey de su vida.
¿Por qué es que la fe cristiana pone tanto énfasis en que el cristiano se entregue completamente?
Simplemente porque el no rendimos es la base de todos nuestros problemas espirituales. De igual
modo que los dedos están arraigados en la mano, así nuestros pecados están arraigados en la
palma de un ser que no se ha rendido. ¿Por qué roba uno? Para conseguir algo para sí mismo.
¿Por qué miente uno? Para protegerse a sí mismo. ¿Por qué se enoja el hombre? Porque ha
tenido alguna afrenta. ¿Por qué es uno celoso? Porque está en peligro de quedar más atrás que el
otro. ¿Por qué tiene pensamientos viles? Para entretenerse a sí mismo.
Miremos la palabra YERRO. Con el principio y el fin de la palabra componemos la palabra YO.
El yo sin rendirse es la raíz de nuestros males y de los yerros que cometemos.
El yo sin rendirse se manifiesta en muchas formas diferentes. Algunas veces se manifiesta
porque busca lo suyo. En vez de buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia busca su
propio placer, su posición sus planes, y su prestigio. Es como el hijo pródigo que le dijo a su
padre: “Dame, dame”. Quería tomar sus posesiones y gastarlas en sus propios intereses. Y como
los discípulos Jacobo y Juan que le pidieron a Jesús que les permitiera sentarse a su derecha y a
su izquierda cuando estableciera su reino en la tierra. Buscaban tronos y cetros para su propia
gloria mientras que Jesús iba rumbo a la cruz para entregarse a la muerte para la redención del
mundo.
A veces el no rendirse se manifiesta en amor propio. El individuo, en vez de amar a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, está en realidad enamorado de sí mismo. Se cree
mayor cosa de lo que debe, volviéndose orgulloso y criticón. Se cuenta de un profesor
universitario que era tan vanidoso que los estudiantes decían que era “un hombre hecho por sí
mismo que adoraba a su creador”. El yo que no se ha rendido se manifiesta en “demandar los
derechos”. Al individuo le gusta ser el centro del grupo. Le gusta dominar la conversación
hablando de sí mismo, dónde ha estado y qué ha hecho. Con frecuencia emplea el pronombre
personal yo.
Cuando el hermano del autor escribía su tesis para la licenciatura en la Universidad en Hartford,
hace algunos años, alquiló una máquina de escribir de un agente. El hombre la trajo y mientras la
instalaba en el apartamento de mi hermano, le contó algunos datos interesantes sobre las
máquinas de escribir. “Viera usted,” le dijo, “que la letra en el teclado que más tenemos que
reemplazar es la I mayúscula (en inglés así se escribe el pronombre Yo). Y la razón es, no tanto
por la frecuencia de su uso, sino por la fuerza con que se le golpea al escribir YO.”
A veces el Yo sin rendir se manifiesta por complacencia excesiva para consigo mismo. Los
móviles del individuo no son reglas ni valores sino deseos. Esto puede conducir a los excesos, la
glotonería, vicios esclavizantes, o inmoralidad.
La auto-justificación es otra característica del Yo. ¡Qué difícil le es admitir una simple
equivocación! Es muy lento en expresar su culpa. Siempre trata de justificar sus acciones y
vindicar su posición.
Además hay la autosuficiencia. El individuo, en lugar de fiarse del todo en los recursos y la
gracia de Dios, depende de su propia sabiduría, su habilidad, y sus propios esfuerzos. Lo vemos
en el caso de Pedro, quien, la noche que prendieron y juzgaron a Cristo había dicho que aunque
los otros discípulos abandonaran al Maestro y huyeran, él, solo, sería fiel hasta el fin, aún hasta
la muerte. Pero cuando vino la hora de la prueba, falló miserablemente y negó a su Señor tres
veces. Había confiado en sus propias fuerzas.
Una niñita estaba cantando solita en la sala de la casa un día, mientras que su madre trabajaba en
la cocina. Era un himno conocido, pero la versión de la niña era nueva y revisada. La madre no
pudo menos que sonreír al oírla.
Cuenta tus bendiciones, Nómbralas una por una
Y, ¡qué sorpresa para el Señor Ver lo que tú has hecho!
Este YO también se manifiesta en la obstinación. Quizás esto es el punto de partida del asunto.
En lugar de buscar la voluntad de Dios en cada decisión de la vida, con frecuencia escoge su
propio camino. En su admirable libro The Great Divorce, C. S. Lewis sugiere que realmente, no
hay más que dos grupos de personas en el mundo. El primer grupo consiste en los que le dicen a
Dios: “No mi voluntad sino la tuya sea hecha”. Jesús fue el gran ejemplo de esta actitud cuando
oró exactamente así en el huerto de Getsemaní poco tiempo antes de su crucifixión. En el
segundo grupo están aquellos a quienes Dios por fin tiene que decirles: “No mi voluntad sino la
vuestra sea hecha. Quisisteis tener todo a vuestro modo; pues bien, así sea— para siempre”. Y
según el escritor Lewis, cuando Dios final y decisivamente le dice eso a un hombre, ¡eso es el in-
fierno!
Generalmente el ser es lo último que llegamos a rendir. Es fácil dar a Cristo las cosas, es más
difícil darse a sí mismo; presentarse en rendimiento. Generalmente estamos listos a dar cualquier
cosa a Cristo—el dinero, las posesiones, aún el servicio—todo menos nosotros mismos. Me
acuerdo de un laico en la India que confesó: “Todos estos años he dado fielmente mis ofrendas al
Señor pero nunca me he rendido a mí mismo.” Un misionero joven que fue a la India para ser
pastor de una iglesia angloparlante de una gran ciudad, dijo en un retiro: “He dejado mi hogar, la
familia, un puesto con buen salario, para venir a la India a servir a Dios; pero hasta hoy no me
había rendido por completo”. Simón Pedro hablando por los otros también le dijo al Maestro “He
aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué pues, tendremos?” (Mateo 19:27).
Nótese la última parte de lo que dijo. Pedro había entregado su hogar, su barco, su pesca, pero no
había rendido a Pedro y como consecuencia se estaba enredando en el yo.
Debemos tener mucho cuidado y entender que rendirse no significa apagarse. Uno no puede
nunca deshacerse totalmente del ser. Si se le echa por la puerta vuelve a entrar por la ventana. El
ser es la esencia eterna de la personalidad humana. Es aquello que le hace a uno ser persona; lo
que le da individualidad. Ser un “sin-ser” no es posible; es contradicción de términos. Es posible
no ser egoísta, pero nunca se pierde el ser.
El rendirse totalmente es un cambio radical, de tener el enfoque en uno mismo a enfocar en
Cristo; así la vida ya no gira alrededor de uno mismo sino que gira alrededor de Cristo. Es
necesario cambiar ese Yo en un ¡Ya! “Ya, Señor me rindo.” Cuando ese Yo se encamina a la
voluntad del Maestro, se llega a ser un verdadero heredero en Cristo.
Notamos no hace mucho que cuando el hijo pródigo se marchó de la casa de su padre, lo que
decía era: “Dame, dame”. Observemos ahora que cuando volvió a su casa, decía: “¡Hazme!
¡Hazme!” El centro de la voluntad había cambiado del hijo al padre.
Al estudiar la gramática aprendemos a conjugar los verbos de esta manera: primera persona—yo;
segunda persona—usted (o tú); tercera persona—él. Pero al rendirse uno completamente la
gramática espiritual cambia. Primera persona—El (Dios); segunda persona—tú, usted (o el
prójimo); tercera persona—yo. Dios tiene que tener el primer lugar; es menester que tenga la
preeminencia. Usted, prójimo mío tiene que tener el segundo lugar.
Hay dos modelos básicos de la vida. Uno gira alrededor de sí mismo y el otro gira alrededor de
Dios, El es el centro. El Nuevo Testamento habla de estos dos modelos simbólicamente como “el
hombre viejo y el hombre nuevo”. Todos los acontecimientos y el contenido de la vida caen
dentro de uno de estos dos modelos. No podemos negar que, hasta cierto punto en los corazones
sin rendir, existen ambos modelos al mismo tiempo, de modo que vistos en forma geométrica
hay una elipse en lugar del círculo que debía de haber.
En su libro intitulado El Espíritu de Santidad1 el Dr. Everett Cattell da la siguiente ilustración de
esta común condición espiritual: si se mueve un imán en forma de herradura debajo de un papel
en donde se ha puesto limaduras de hierro, y se mira por encima, no puede verse el imán. Pero sí
se puede ver dónde están los dos polos porque las limaduras reaccionan arreglándose en dos
círculos adyacentes sobre los polos. “En la vida del convertido” dice el Dr. Cattell, “todavía hay
dos grandes polos—el Yo y Dios. Todos los elementos de la vida se agrupan alrededor de un
polo u otro en una vida equívoca y ambivalente. Es posible que ciertos elementos en áreas
dominadas por ambos polos reaccionen ambiguamente”.
Es menester ser limpiados de ese egoísmo centrado en el Yo. Esa dualidad tiene que dejar de
existir. El Yo, un polo apartado de Dios tiene que entregar su hurañía, su aislamiento, su
enemistad con Dios, su soberanía independiente, por medio de un acto de rendimiento absoluto.
Tiene que hacerse a un lado hasta ser escondido con Cristo en Dios. El ser entonces sigue
viviendo pero vive en Dios. Los polos son ahora, por decirlo así, idénticos; y el modelo de la
vida es uno, íntegro.
Esta paradoja espiritual fue expresada breve e intrigantemente en las conocidas palabras: “Con
1 En preparación.
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo
en la carne, lo vivo en la fe del hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”
(Gálatas 2:20). Este es un versículo asombroso. Pone énfasis al rendimiento y la crucifixión del
Yo, pero al mismo tiempo habla mucho del Yo. Predominan los pronombres personales.
Tenemos que seguir el razonamiento de Pablo con mucho cuidado.
Es evidente que habla de tres entidades (“yo”) distintas, o mejor dicho, tres aspectos del Yo.
“Con Cristo estoy juntamente crucificado...,“ dice al empezar. Esta es la parte del yo que
necesita ser crucificada. Es aquel Yo orgulloso, perverso, y egoísta que busca gloriarse en todo.
Luego sigue Pablo, “y vivo”. Esta es la parte del yo que vive más allá de su crucifixión. Es
nuestro ser esencial, el Yo verdadero, imperecedero y eterno. Dios mismo lo ha creado y no lo
destruirá; vivirá para siempre. “No (vivo) ya yo, mas Cristo vive en mí,” concluye Pablo. He
aquí el secreto. Cuando se crucifica el yo carnal y egoísta, entonces puede haber un yo genuino,
lleno y poseído de Cristo. Por lo tanto, Pablo un momento dice: “Estoy muerto,” y luego “Estoy
vivo”. Entonces clarifica al añadir: “Cristo vive en mí”. La crucifixión del Yo es muerte que
conduce a la vida.
Se cuenta la historia de un señor que leía la página de los fallecimientos en el periódico, cuando,
¡cuál no sería su sorpresa, encontró su propio nombre en la lista! Volvió a leerla. Las iniciales, el
apellido, hasta la dirección de su casa estaban allí. ¡Anunciaban que él había muerto! Primero le
causó risa, pero luego sonó el teléfono muchas veces. Sus conocidos llamaban adoloridos para
preguntar la causa de tan repentina muerte. Al fin muy irritado llamó al redactor. “Señor,” dijo,
“han anunciado mi fallecimiento en el periódico de esta mañana y resulta que estoy
verdaderamente vivo. Esto les está causando mucho confusión a mis amigos. ¡Demando que
corrijan este error!”
El redactor, confuso, no supo qué decir hasta que, inspirado dijo: “No tenga usted pena, señor,
corregiremos todo. ¡Mañana pondremos su nombre en la lista de recién nacidos!”
Es una parábola espiritual. Si morimos con respecto al viejo yo carnal, de repente nos
encontramos vivos en Cristo de una manera nueva, porque después de la crucifixión viene la
resurrección. Muere el yo viejo y es levantado un yo nuevo. Ponemos nuestro nombre en el
anuncio de los fallecidos e inmediatamente nos hallamos en la lista de los recién nacidos.
En este punto se necesita una nota de precaución. La crucifixión del yo viejo de que hemos
estado tratando no puede hacerla el individuo mismo. Es decir, el yo no puede crucificarse a sí
mismo. Irrevocablemente se opone a su propia crucifixión. La única cosa que el individuo puede
hacer es alistarse a ser crucificado por la ejecución del Espíritu Santo. Pablo dice: “Nadie puede
llamar a Jesús „Señor‟ sino por el Espíritu Santo” (I Corintios 12:3). Pero cuando nosotros
estamos dispuestos, hallamos que El es capaz.
RECIBA LA PLENITUD DEL ESPIRITU
El rendimiento completo del ser no es un fin en sí mismo. Es meramente limpiar el canal para
que el Espíritu pueda darse en su plenitud. Sin embargo es importante que no lo interpretemos
como una forma de “regateo” celestial, en el que damos nuestro todo, y El da su todo en un
intercambio. Al rendirnos totalmente no hay modo de que lleguemos a merecer la plenitud del
Espíritu. No hay nadie que “lo merezca” pero todos los cristianos podemos recibirlo. Este es el
don de Dios. Se nos da si lo pedimos. Jesús dijo: “Pues si vosotros, siendo malos sabéis dar
buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los
que se lo pidan?” (Lucas 11:13). Lo único que tenemos que hacer es pedir al Espíritu Santo que
ya mora en nosotros, que tome el control de la vida, que nos santifique y nos llene.
Al buscar la plenitud del Espíritu Santo, nuestros ojos tienen que estar fijos en el Dador mismo y
no en una de las dádivas. Pablo dice que el Espíritu Santo distribuye sus dádivas “a cada uno en
particular como él requiere” (I Corintios 12:11). No todos reciben la misma dádiva; ni tampoco
posee un individuo todas las dádivas. No es posible dictarle al Espíritu Santo cuál dádiva debe
darnos. Esta es su prerrogativa. Pero todos podemos recibir el don de la plenitud del Espíritu
Santo mismo. ¡Eso se nos ofrece a todos!
Poco tiempo después de que mi señora y yo llegamos a la India como misioneros, los japoneses
atacaron el puerto de Pearl Harbor y así precipitaron la entrada de los Estados Unidos en la
segunda guerra mundial. En pocos meses, las fuerzas japonesas habían avanzado hasta las
fronteras de la India y el embajador americano nos dijo que debiéramos de evacuar. Mi esposa y
nuestra hija que en esos días tenía seis meses de edad, regresaron a los Estados Unidos en un
vapor militar, pero yo me quedé en la India. No nos volvimos a reunir sino hasta que pasaron dos
años y siete meses.
Durante ese largo período de separación, mi esposa y yo padecimos muchas horas de soledad.
Ella me escribía con frecuencia, pero en esos años de guerra el correo era lento y se practicaba
estricta censura. A menudo faltaban trozos grandes de una carta. A veces ella me mandaba
paquetes con algún obsequio como prueba de su amor. Una vez, estando yo en Calcuta en una
serie de servicios especiales, un ladrón entró en la casa del pastor y se robó unas cositas caseras,
mi traje y una pluma fuente. Cuando mi señora supo mi pérdida, juntó lo que pudo de sus
ahorros y me compró otro traje y otra pluma también. Estuve encantado por supuesto al recibir el
regalo. Pero le escribí a ella: “Queridísima, te agradezco mucho todas las cartas que me aseguran
de tu amor y tus oraciones. Te agradezco todos los obsequios especialmente este último; pero,
querida, estoy llegando al punto en que ya no me bastan las cartas y los paquetes. Tengo ansias
de estar contigo y sólo contigo. Si pudiera verte la cara y tenerte en mis brazos, valdría más para
mí que mil cartas y paquetes. Otra vez que me mandes un paquete, ¡ponte adentro y vente!”
Llegó un tiempo en mi vida espiritual cuando tuve que decirle casi lo mismo al Espíritu Santo.
En mi corazón le dije, “Señor, te agradezco todos tus dones, el perdón, la paz, el consuelo, y la
fortaleza. Pero Señor, yo quiero más, que solo dones. Te deseo sólo a ti. Quiero que Tú penetres
y llenes todo mi ser.”
Es menester que deseemos al Señor más que cualquier cosa en todo el mundo. Debemos desearle
a El y sólo a El.
Finalmente debemos recibir al Espíritu Santo en su plenitud por fe. Pedro, ante el concilio en
Jerusalén dijo, “Y Dios que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo
lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe
sus corazones (Hechos 15:8-9). (Letras cursivas del autor). Todos los dones de Dios se reciben
por fe.
Muchos cristianos parecen rendirse totalmente a Dios, crucifican el yo, pero todo es tan triste,
tan deprimente.
Les falta tomar el paso positivo de la fe.
El rendimiento dice: “Con Cristo soy crucificado”
La fe dice: “Cristo vive en mí”
El rendimiento dice: “Estoy vaciado y limpiado”
La fe dice: “Lleno y listo para el uso del Maestro”
El rendimiento dice: “Doy todo lo mío”
La fe dice: “Recibo todo lo tuyo”
La fe es sencillamente creer lo que Dios ha dicho en su Palabra, poniendo todo su peso en el
poder de sus promesas. Nos asegura que el don del Espíritu Santo es para todos, que El le da el
Espíritu Santo a cualquiera que le pide, y que si le pedimos algo en su nombre nos lo da. En vista
de esto, digo en mi corazón: “Señor, sé que lo que dices es la verdad. Ahora te pido que me
llenes con el Espíritu Santo; y creo que Tú me llenas en este momento. Gracias, Señor.”
Puesto que a esta experiencia uno entra por la fe, puede ocurrir en nuestras vidas en cualquier
tiempo, en cualquier lugar, cuando lo pedimos y creemos.
Predicaba yo en cierta iglesia una serie de mensajes sobre el tema del Espíritu Santo. Una ama de
casa, hija sincera de Dios sintió deseos de ser llena con el Espíritu Santo. Una mañana estando
sola en la casa, trabajando en la cocina, en su mente meditaba y oraba. De repente levantó los
ojos y dijo en voz alta: “Señor, el predicador dijo que podemos recibir el bautismo del Espíritu
Santo por fe. Según veo, Señor esto está de acuerdo con tu Santa Palabra. Pues Señor, aquí y
ahora mismo te pido me llenes con el Espíritu Santo, y creo ahora que lo estás haciendo”. En el
servicio de esa noche, se puso de pie y testificó que tenía la seguridad de que el Espíritu Santo la
había llenado. ¡Ocurrió mientras que ella lavaba los platos en la cocina!
Hace algunos años en un retiro de predicadores y laicos en el estado de Nueva York, estuve
predicando esa misma serie de mensajes sobre el Espíritu Santo. Al terminar la primera sesión,
se dio tiempo para preguntas y discusión. Los ministros se enfrascaron en los puntos teológicos
en pro y en contra del tema. En eso, uno de los laicos que se llamaba Sam interrumpió la
discusión y dijo ansioso: “No puedo entender esa jerigonza teológica. Lo que sí sé es que
necesito la plenitud del Espíritu Santo. Díganme cómo la puedo encontrar”. Brevemente le di el
bosquejo de los pasos al rendimiento y la fe.
Al acabar la sesión de la noche, el líder del retiro explicó que ahora empezaría un período de
silencio que duraría la noche y abarcaría la hora devocional de la mañana siguiente. También nos
dijo que al salir tomáramos una de las tarjetas, en cada una de las cuales habría escrito el nombre
de uno que estaba allí. Se nos pidió que oráramos por la persona cuyo nombre nos tocara.
Inmediatamente oré en mi corazón, “Señor, dame a Sam que sea mi objeto de oración.” Cuando
tomé la tarjeta, el nombre era el de Sam _____________. “Coincidencia” dirá usted. Pero eran
más de cien tarjetas. Sentí que había sido la mano de Dios. Me fui a mi cuarto y oré
encarecidamente por Sam, que fuera lleno con el Espíritu.
En la misma mañana nos reunimos para devociones colectivas y silenciosas. Al final del período
de silencio, Sam de un salto se puso en pie y dijo, “Apenas pude esperar que se rompiera el
silencio. Ya reviento con las buenas nuevas que quiero impartirles. Anoche Dios me llenó con el
Espíritu Santo. Pedí y creí y el Señor me contestó la oración.” Contó que el bautismo y la
plenitud del Espíritu habían venido mientras que él se bañaba en la ducha.
Muchos años han transcurrido desde que un hombre, alto, delgado y pelirrojo, nativo del estado
de Kentucky, estudiante de ingeniería civil en la Universidad de Cincinnati, andaba por la
avenida Clifton cerca del plantel universitario. Eran las últimas horas de una tarde de enero, fría
y pesada. El verano pasado el joven había asistido a las conferencias en el campamento Sychar
en Mount Vernon, del estado de Ohio, y se había convertido. Había sentido vocación a la obra
misionera en la India. No hacía poco había recibido instrucción acerca del bautismo con el
Espíritu Santo y estaba buscando anhelosamente la experiencia. Andando en la acera, perdido en
sus pensamientos, dijo en voz alta: “Señor, yo he puesto mis ambiciones, mi carrera, mi
matrimonio, mi todo en el altar. ¿Qué más debo hacer para recibir al Espíritu Santo en su
plenitud? Esto es lo que necesito y deseo más que cualquier otra cosa”. Una voz interna dijo
suavemente: “Sólo pídelo y cree”. Pues aquel joven (que llegó a ser mi padre) levantó los ojos al
cielo y dijo desde lo profundo de su corazón: “Señor, sí creo; lléname ahora mismo”.
No hace mucho, mi padre me llevó a Cincinnati y me mostró el sitio en donde ocurrió.
Estuvimos allí juntos en unos momentos de oración expresando gratitud.
En mi propia vida, cuando yo era estudiante en la Universidad de Asbury en Wilmore, estado de
Kentucky, recuerdo cómo, por primera vez recibí la plenitud del Espíritu. Dos años atrás había
aceptado a Cristo, y había empezado la vida cristiana con mucho celo. En eso llegué a una
meseta, y no progresaba espiritualmente. El descubrimiento de ciertos deseos y actitudes en mi
corazón claramente contrarios al espíritu de Cristo me causó profunda pena. Estaba dividido con
guerra intestina. Las doctrinas del Espíritu Santo y la santificación no eran nuevas para mí. Había
crecido en la tradición de Wesley. Solamente necesitaba tomar a pecho la verdad y hacer
experiencia de la doctrina. Una mañana, sentado a solas en mi escritorio para mis devociones
privadas, oré para mis adentros: “Señor Tú has dicho, „Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia, porque ellos serán saciados.‟ (Mateo 5:6). Pues bien, yo tengo hambre. Tengo
sed. Quiero ser limpio y lleno con el Espíritu más que cualquier cosa. Señor, cumple ahora tu
promesa. Creo.” En ese momento me sentí como si hubiera acabado de bañarme. Me sentí
limpio. Además tuve la certeza que el Espíritu Santo había poseído todo mi ser. Me duele decirlo
pero no siempre he sido fiel al Maestro. Hubo un tiempo cuando le falté miserablemente a mi
Señor y perdí la seguridad de su plenitud. Pero el Espíritu fue fiel en su ministerio y me trajo de
nuevo al punto de rendirme y creer. Hoy día tengo la seguridad de su plenitud.
Estos, pues, son los pasos para llegar a la vida llena de la plenitud del Espíritu Santo. Rendirse
totalmente a su voluntad. Dejar morir el yo del hombre viejo. Recibir al Espíritu en su plenitud
por fe. Darnos cuenta que es la intención de Dios llenarle con su Espíritu. Entonces se cumplirá
la promesa en su vida y el Pentecostés será tan verdadero para usted como lo fue para los
discípulos en Jerusalén.
VII EL AMOR ES LA SEÑAL
De todas las proclamaciones en todas las lenguas, la mayor es “Dios es amor”. No dice
solamente que “Dios ama” sino que “Dios es amor”. El es la personificación del amor. El amor
es la fibra de su ser.
Todas las acciones de Dios emanan de ese hecho básico. Por ejemplo, el amor es la base de su
acción creativa. ¿Por qué creó Dios? Porque el amor requiere relacionarse. Requiere objetos
sobre los que pueda prodigar su afecto. Así que Dios creó al hombre para tener una relación
amorosa con él y para derramar sobre él su amor. Los padres crean por la misma razón. Desean
tener hijos a quienes puedan llamar suyos y brindarles todo el afecto y quienes reciprocarán esas
acciones con amor.
El amor es la base de la acción redentora de Dios. “Porque de tal manera amó Dios al mundo,
que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida
eterna” (Juan 3:16). “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a
su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (I Juan 4:9). “En esto hemos conocido el
amor, en que él puso su vida por nosotros” (I Juan 3:16). Fue una cosa peligrosa que Dios creara.
Era posible que su criatura hiciera mal y le quebrantara el corazón. Pero Dios quiso hacerlo.
Sabía que El tendría que entrar en escena y decirle al hombre: “Ya pecaste. Ahora aquí está mi
amor.” Por lo tanto, la cruz estaba inherente en la creación. A Jesús se le llamó “el Cordero que
fue inmolado desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8), no sólo hace 2000 años. El
momento en que el hombre desobedeció y se hizo pecador, una cruz se formó en el corazón de
Dios. Era inevitable. ¿Cómo podríamos saber que le importaba a Dios y que El padecía a causa
de nuestro pecado? La única manera de saberlo era que El levantara una cruz en algún momento
en la historia para que la pudieran ver todos los hombres. Por medio de la cruz exterior, de
madera, en el Calvario podemos ver la cruz interior, invisible, en el corazón de Dios. De modo
que porque Dios es amor, amó al mundo y dio a su Hijo, y el Hijo entregó su vida.
El amor es la base por la cual nos podemos acercar a Dios. Supongamos que yo fuera un pecador
necesitado de ayuda y dirección, y viniera a pedirle a usted que me aconsejara. Usted me diría:
“Dios es omnipotente. Acuda a El; le ayudará”. Pero no me atrevo a acercarme a El basado en su
omnipotencia. Soy débil y finito. Tal vez El me aplaste en sus manos poderosas. Entonces usted
me diría, “Dios es omnisciente. Acuda a El; le ayudará”. Tampoco me atrevo a acercarme a Dios
basado en su omnisciencia, porque eso significa que El me conoce—cada hecho, cada palabra,
aun mis pensamientos más íntimos.
Entonces, tal vez usted me diría: “Dios es santo. Acérquese a El y El le ayudará”. Pero no me
atrevo a acercarme basado en su santidad. El es la perfección absoluta mientras que yo soy un
pecador miserable. Mientras más me le acercara, mayor sería mi vergüenza. Tal vez usted me
diría: “Dios es justo. Acuda a El para el socorro que necesita”. Pero no me atrevo a acercarme a
El basado en su justicia. He pecado contra El y soy culpable en su presencia. La justicia demanda
que yo sea condenado por mi pecado.
Finalmente usted me diría: “Dios es amor. Acuda a El y El tendrá compasión de usted”.
Entonces sí, olvido mi vergüenza y mi falta completa de méritos y me precipito en sus brazos
extendidos, implorando misericordia. Y porque Dios me ama, me dará la bienvenida, el perdón,
y la limpieza y me recibirá. El amor es la única base sobre la que puedo acercarme a él.
Puesto que el amor es una de las características básicas de Dios, es una de las características
básicas de la vida plena del Espíritu Santo. Esta es la verdad reiterada por Pablo en su Primera
Epístola a la iglesia en Corinto. Habiendo discutido los dones del Espíritu en el capítulo doce,
concluye de esta manera: “mas yo os muestro un camino aun más excelente”. Luego, en el
capítulo trece nos da su gran tributo al amor, el cual constituye una de las alegorías más sublimes
en toda la literatura.
Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que
resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda
ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada
soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo
para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve (1 Corintios 13: 1-3).
La esencia de lo que Pablo dice es: Podemos declamar las más maravillosas palabras; podemos
poseer los mayores dones; podemos hacer proezas de la mayor nobleza. Pero si no poseemos y
practicamos el amor, no somos nada. Todo es en vano.
Esta es la razón por la cual cuando se le preguntó a Jesús cuál era el mayor mandamiento,
declaró que era amar. Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo sinceramente.
El primer mandamiento de todos es: Oye Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es y amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus
fuerzas... y el segundo es... Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento
mayor que éstos (Marcos 12: 29-31).
Como Dios es amor y el hombre es hecho en la imagen de Dios, es natural que el hombre tenga
la capacidad de amar. Anteriormente los psicólogos decían que había tres instintos en el
hombre—el yo, el sexo, y el grupo; es decir, el instinto de la auto-preservación, el de propagarse
y el de asociarse con otra gente. Pero en años recientes los psicólogos han estado diciendo que
hay solamente un instinto básico en realidad, y es el de amar y ser amado. El hombre tiene que
amar algo. Si no ama a Dios y al prójimo, a lo menos amará el arte, la música, la literatura, los
deportes, su patria o alguna causa noble. Alguien ha condensado eso al decir: “El amor hace
girar al mundo.”
El opuesto de ese adagio también es cierto. “La falta del amor arruina a todo el mundo.” La
causa principal de muchos hogares despedazados y de la delincuencia juvenil de hoy día es la
falta del amor. Muchos esposos han perdido su primer amor. Muchos hijos no han tenido amor
verdadero (que incluye disciplina) en su hogar. Muchos de los jóvenes de muy temprana edad
que se fugan y se casan, están buscando el amor que no recibieron de sus padres.
Recuerdo haber leído en un periódico hace unos años del secuestro de un bebé de tres semanas
de edad en un pueblo del sur del estado de Illinois. Una mujer como de treinta y tantos años de
edad visitó a los padres del niño y dijo que representaba al Hospital Memorial Massac. Dijo que
al niño se le había escogido para ser el “bebé del mes” y que quería llevarlo al hospital para
sacarle fotos. Cuando pasaron varias horas sin que la mujer regresara, la madre afligida llamó a
la policía. Unos cuantos días después hallaron a la secuestradora con el bebé, en la ciudad de
Chicago. Cuando las autoridades le preguntaron porqué había robado al recién nacido, ella
respondió llorando: “Yo quería tener algo que amar.” Más tarde se supo que un mes antes se le
habían muerto el esposo y el padre y ella había abortado a su propio hijo quedando absoluta-
mente sola. Presa de la desesperación había robado al bebé para tener “algo que amar”.
La religión y la psicología ordenan: “Amarás”. Esto es básico en la vida cristiana. Pero alguien
dirá: ¿Cómo puede el amor ser el resultado de una orden? El amor no puede ser genuino a menos
que sea espontáneo, del corazón. La respuesta es esta: cuando Dios manda que amemos, la
naturaleza concuerda. Si violamos la ley del amor, violamos la ley de nuestro ser. Si no amamos
a Dios y al prójimo, no podemos amarnos a nosotros mismos. Supongamos que estoy hablando a
un grupo de gente y al medio día les digo: “Vayan a almorzar”. Sería un mandamiento, pero
habría dentro de cada oyente algo que estaría de acuerdo con ese mandamiento. Asimismo
cuando Cristo nos manda que amemos, nuestra naturaleza interior responde al mandamiento,
porque tenemos la capacidad de amar.
Luego Jesús añade: “Amarás al Señor tu Dios”. Dios ha de ser el objeto de nuestro amor—una
Persona, no meramente una doctrina, ni sólo una idea, ni una causa. Tiene que haber una relación
personal.
Dios es el Objeto perfecto de nuestro amor. Es absolutamente bueno y santo, y sin faltas ni
defectos. Podemos depender totalmente en El y jamás nos fallará. A veces mi esposa me dice:
“Querido, te amo a pesar de tus faltas”. Y yo puedo decirle lo mismo a ella. Puesto que somos
humanos todos tenemos faltas. Tenemos que amarnos a pesar de las faltas y debilidades que
tengamos. Pero no podemos venir ante Dios, ver su rostro y decirle: “Señor, te amo a pesar de
tus faltas”. El no tiene falta alguna. Es la única persona en todo el universo que es absolutamente
perfecta y fidedigna.
Dios es también el Objeto eterno de nuestro amor. Esta es una relación amorosa que no tiene fin.
En el mundo de relaciones humanas, viene la hora cuando tenemos que bajar al esposo, la
esposa, el hijo, o el amigo al sepulcro, y la íntima relación amorosa se rompe. Pero cuando nos
enamoramos de Cristo, es el principio de un romance eterno. Por lo cual estoy seguro de que ni
la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo
alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en
Cristo Jesús Señor nuestro (Véase Romanos 8:38-39).
Un niño pequeño tenía un conejo predilecto, regalo de cumpleaños de su padre. ¡Cómo quería al
conejo! Lo llevaba consigo a todos lados. Pero un día dos perros callejeros pasaron por el patio y
al ver al conejito, lo hicieron pedazos. Esto le quebró el corazón al niño, tanto que lloró por
varios días. Entonces su padre le trajo un hermoso perrito, y el niño pronto olvidó lo del conejo.
Acariciaba a su perro y jugaba con él hora tras hora. Donde él iba, corría el perrito detrás. Pero
un día mientras que jugaban, el perro cruzó la calle en pos de una pelota y fue atropellado por un
carro, muriendo al instante. El niño de nuevo se vio con el corazón quebrantado y lloró
largamente la pérdida de su animalito. Se subió a las rodillas de su padre y con sus ojos llenos de
lágrimas le dijo: “Papacito, se me murió el conejo y se me murió el perrito, ¿no puedes
conseguirme algo que nunca se me muera?”
Hay algo en el corazón del hombre que exclama del mismo modo: ¿No habrá algo o alguien en
el universo al que pueda amar y que jamás se muera? ¡Sí, hay Alguien! El Señor Jesucristo.
Cuando nos enamoramos de El, es amar para siempre. Es un romance eterno.
Jesús sigue hablando y dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y
con toda tu mente, y con toda tu fuerza”. Pone énfasis en la palabra “todo”. Nuestro amor para
con Dios ha de ser completo. El desea toda nuestra devoción. ¿No es igual con nosotros? La
esposa quiere todo el amor del esposo; el esposo quiere todo el amor de la esposa. No estamos
satisfechos hasta tenerlo todo. ¿Querrá Dios tener menos?
Nuestro amor para Dios ha de ser un amor equilibrado que exprese cada aspecto de nuestra
personalidad. Hemos de amarle con toda nuestra mente—con toda la sensatez de nuestra
naturaleza intelectual. Hemos de amarle con todo el corazón—con toda la sinceridad de nuestra
naturaleza emotiva. Hemos de amarle con toda nuestra alma— con toda la intensidad de nuestra
naturaleza volitiva. Hemos de amarle con toda nuestra fuerza—con toda la vitalidad de nuestra
naturaleza física. La totalidad del hombre ha de sujetarse al dominio de Dios. Esto hace posible
unificar la personalidad y fijar el propósito.
Muchos aman a Dios de una manera desequilibrada y por lo tanto, débil. Hay quienes lo amen
con la fuerza de las emociones y la debilidad de la mente. Esto causa a los emocionalistas
religiosos. Otros aman a Dios con la fuerza de las emociones y la debilidad de la voluntad Esto
causa sentimentalistas religiosos Otros más aman a Dios con la fuerza de la mente y la debilidad
de las emociones. Esto es lo que hace que haya intelectualistas religiosos. Otros más todavía lo
aman con la fuerza de la voluntad y la debilidad de las emociones. Esto produce a los legalistas
religiosos, esas personas de hierro—muy morales, pero que ni aman ni atraen el amor. El
cristiano verdaderamente fuerte es el que ama con la fuerza del intelecto, con la fuerza de las
emociones, con la fuerza de la voluntad, y con la fuerza de toda la personalidad. Todo el ser
participa en una pasión de amor y rendimiento a Cristo
Después de que da el primer mandamiento grande, “Ama a Dios con todo tu ser,” Jesús añade el
segundo mandamiento: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Los dos no pueden separarse. Son
como los dos rieles del tren o las dos alas del pájaro. Hablar de amar a Dios sin amar al prójimo
es una farsa. Sería comparable a darle un abrazo a alguien y al mismo tiempo darle un puntapié
en la canilla. Hay que escribir el Amor cristiano con A mayúscula. El vértice agudo de la A nos
recuerda nuestra relación con Dios, pero la base horizontal de la A representa nuestra relación
con el prójimo. Si amamos a Dios, amaremos a la gente.
Mi padre pasó sus años de adolescencia en la ciudad de Tucson, en el estado de Arizona. Cuando
estudiaba la secundaria pasó un verano trabajando en el dique cerca de la frontera mexicana. Fue
allí donde, por primera vez él vio a unos hindúes del sur de Asia. Habían venido por invitación
del gobierno de México para trabajar de peones en unos proyectos de obras públicas. Cuando mi
padre vio a estos culíes con sus marcas de casta y sus costumbres tan extrañas, y oyó su música
rara al amor de las fogatas de noche, dijo dentro de sí que esa gente era la basura de todo el
mundo y que nunca había visto gente tan aborrecible. ¡Poco imaginaba entonces que Dios le
llamaría unos cuantos años después para que le sirviera de misionero en la India! Pero antes que
pudiera ocurrir esto, fue convertido en unos cultos campestres en el estado de Ohio y más tarde
fue lleno del Espíritu Santo. Recibió tal bautismo de amor en su corazón que su actitud hacia los
hindúes cambió por completo. La India llegó a ser su patria querida; la gente de la India llegó a
ser su pueblo. Puede decirse en verdad que jamás hubo quien amara más a los habitantes de la
India, ni fue nadie tan amado como mi padre.
Hace pocos años yo conduje un retiro devocional de solo un día en una iglesia presbiteriana en la
ciudad de Baltimore. Una joven universitaria muy guapa llegó al retiro, pero al ver que había
buen número de negros en el grupo, se resintió y casi se regresó a su casa. Sin embargo, se
controló a si misma y se quedó. Escuchó atentamente los mensajes sobre el Espíritu Santo, y
cuando se dio la invitación a que viniera la gente al altar para orar, ella respondió pronto. Al
celebrarse la sesión final del retiro, la joven se puso de pie ante el grupo, confesó el resenti-
miento que había sentido y pidió el perdón de todos los negros presentes. Luego prosiguió en voz
alegre: “Quiero decirles que le pedí a Dios que me llenara con el Espíritu Santo. El ha contestado
mi oración. Ahora encuentro de repente que se me ha quitado la actitud de prejuicio racial y por
primera vez tengo la capacidad de amar a todos mis hermanos negros y a todo el mundo”. Ella
había cambiado de rechazamiento a aceptación en un período de seis horas. Había sido un
verdadero milagro de la gracia de Dios.
Estoy escribiendo estas líneas en el interior del Congo, África, en donde estoy asistiendo a la
conferencia anual de la Iglesia Metodista. Está aquí un joven misionero que se llama Paul Law.
El y su esposa recientemente graduaron de la Universidad de Asbury (en Kentucky). Han venido
a servir a la gente del Congo. Hace seis años el padre de Paul, Burleigh Law, piloto misionero
metodista, fue asesinado a balazos por los rebeldes en la guerra civil. Está enterrado en la misión
de Wembo Nyama. Hoy su hijo ha venido a la misma misión, predicando a Cristo a la gente de
esa región. Humanamente se esperaría que Paul tuviera resentimiento hacia la gente del Congo
por la muerte de su padre. Uno esperaría que él ni siquiera querría ver el Congo. Pero aquí está
en el escenario del martirio de su padre, amando y sirviendo en el nombre de Cristo. Solamente
por el amor de Cristo puede uno servir así.
En su carta a la iglesia en Roma, Pablo dice que, “El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). Luego en su Carta a
los Gálatas escribe: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,
fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gálatas 5:22-23). Vemos que el
amor con todas sus manifestaciones es la evidencia suprema de la morada del Espíritu. Cuando
estamos enteramente rendidos a Cristo y llenos del Espíritu, su amor es aún más evidente en
nuestra vida.
Las dádivas del Espíritu son importantes y deben usarse para la edificación de la iglesia y para la
gloria de Dios. Pero el Espíritu Santo reparte sus dones según su propia voluntad. A uno le da el
don de la profecía (o la proclamación), a otro el don de la sanidad, a otro el don del
discernimiento, y a otro el don de lenguas, etcétera (Véase I Corintios 12:4-11, 27-31). Nadie
posee todos los dones, ni tampoco tenemos todos el don en forma idéntica. Es por esto que no
podemos decir que un don en particular es la manifestación del bautismo con el Espíritu. Sin
embargo, cada uno que está lleno del Espíritu posee todos los frutos del Espíritu. El Espíritu
Santo no reparte a uno el amor, a otro la paciencia, a otro la paz, etc. Cada uno de nosotros
necesita todas las gracias cristianas. Todos necesitamos amor, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fe, mansedumbre y templanza.
El fruto del Espíritu es la evidencia suprema de la presencia del Espíritu que mora en nosotros.
Es muy significativo que la plenitud del Espíritu se diera por primera vez el Día del Pentecostés,
que era la fiesta de las primicias de los judíos. El bautismo con el Espíritu Santo es una fiesta
espiritual que produce el fruto del Espíritu en nuestras vidas. El amor es la característica
principal del fruto, porque las otras gracias son tan sólo manifestaciones del amor. El gozo es la
expresión emotiva del amor. La paz es el amor en reposo. La tolerancia y la benignidad son el
amor en el comportamiento. La bondad y la mansedumbre son la disposición del amor. La fe es
la confianza quieta del amor, y la templanza es el amor controlador.
Hay pocas cosas que la iglesia de hoy necesite más que un nuevo bautismo del amor. Solamente
cuando el amor divino de Dios se “derrama en nuestros corazones” (Romanos 5:5), podremos
ver a cada ser humano como una persona por quien Cristo murió y un posible hijo de Dios. Sólo
entonces podremos amarnos los unos a los otros con “amor fraternal no fingido” (I Pedro 1:22) y
los hombres sabrán que en verdad somos hijos de Dios.
Cuando Cristo se apareció a sus discípulos la tercera vez después de la resurrección, preparó un
fuego en la playa del mar de Tiberias y sirvió una cena de pan y pescado. Después de la cena
habló personalmente con Pedro. Esto fue el examen final del pescador robusto que tenía tres
años estudiando en el seminario ambulante del Maestro. El examen consistió en tres preguntas y
las tres fueron casi idénticas. “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” La historia nos relata que a
Pedro le causó dolor que se le preguntara la misma cosa la tercera vez. Le hizo recordar la escena
parecida de poco tiempo atrás, cuando, al calentarse junto a un fuego había negado tres veces a
su Señor. Le había fallado miserablemente a su Señor porque su amor era vacilante y debilitado
por causa de su temor a los hombres. Ahora su Señor demandaba un amor que fuera constante y
completo. Pero vino el tiempo en la vida de Pedro, en el Día de Pentecostés cuando su amor para
Cristo fue reforzado con una fibra moral que le mandó listo a enfrentarse con un mundo hostil y
listo a entregar su vida en el servicio del Maestro.
Nótese que cada vez que Pedro respondió a la pregunta del Señor, éste le dijo que apacentara sus
ovejas. En otras palabras, nuestro amor para con Cristo tiene que expresarse por medio de
servicio a nuestro prójimo. El amor no es una emoción pasiva que se sienta con las manos
dobladas en actitud de contemplación. El amor es acción agresiva, lista a remangarse la ropa y
ensuciarse las manos en servicio y ministerio a los necesitados.
Para ilustrar su mandamiento a que amáramos a “nuestro prójimo” Jesús contó la historia del
samaritano. Con ella recalcó el hecho de que el amor no se sienta en las gradas del estadio, fuera
del juego como espectador, moviendo la cabeza con lástima. El amor está listo a descender de su
posición de comodidad y privilegio para enfrentarse con los sufrimientos y las penas de los
necesitados. El caminante samaritano no sólo sintió compasión del hombre caído; se bajó de la
bestia; se acercó al hombre; le ató las heridas, y le llevó a la posada, y aún pagó sus gastos. El
amor se expresa en acción y en liberalidad. Hoy el Maestro nos examina y nos exhorta tal como
lo hizo con Pedro. “¿Me amas más que éstos?” “Apacienta mis ovejas.” Nos manda a cada uno:
“Ama supremamente a Dios y a tu prójimo como a ti, sinceramente”. Pero esto sólo es posible
cuando hemos tenido una experiencia personal del Pentecostés en nuestra vida y el amor
maravilloso de Dios se ha derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo:
Necesitamos orar con el himnólogo:
Hazme amarte con angélico amor; Santa pasión me llene y luego
El Paracleto purificador En mi alma encienda el amante fuego.
VIII SIGA CAMINANDO
Hay dos errores que tienen que ver con la santificación o la vida plena del Espíritu. Uno es la
idea de que la plenitud del Espíritu es el resultado del crecimiento espiritual y por lo tanto, un
proceso gradual. Ya hemos dicho que aunque haya una serie de eventos que conduzcan al
bautismo con el Espíritu Santo, no podemos nunca llegar a la experiencia por medio de
crecimiento ni pasar “sin darnos cuenta” a ese estado. Llega el momento en nuestra vida cristiana
cuando nos damos cuenta que necesitamos una obra más profunda del Espíritu, nos rendimos del
todo, y tenemos fe que Dios nos llena con el Espíritu Santo. Es una crisis tan definitiva como lo
es el nuevo nacimiento, es decir la conversión.
Sin embargo, es igualmente erróneo pensar que la plenitud del Espíritu es sólo una crisis, que
resulte en una condición fija y final de la existencia, que no deje lugar para el crecimiento. La
vida de santidad es ambas cosas: crisis y progreso. Después de que somos santificados por el
Espíritu Santo, todavía tenemos que crecer en gracia hasta llegar a la madurez espiritual y la
plena estatura de Cristo. Al igual que Pablo, debemos constantemente seguir hacia la perfección
(Filipenses 3:12).
La vida cristiana no es fija ni estática. Es dinámica y progresiva. Lo que el Espíritu Santo llena,
lo ensancha. El es el viento divino, la “inspiración de Dios” que nos llena y nos ensancha.
Mantenemos la plenitud si nunca nos contentamos con un nivel estático de santidad, sino que
pedimos continuamente que El nos conserve “llenos”. En el capítulo diecinueve de Los Hechos
leemos cómo Pablo desafió a los discípulos efesios a que recibieran el bautismo con el Espíritu
Santo, y cómo ellos participaron de una tremenda experiencia de crisis (Véase Hechos 19:1-7).
Pero algún tiempo después, en su Epístola a los Efesios, Pablo exhorta a esos mismos cristianos
a que sean siempre llenos del Espíritu (Efesios 5:18). En el idioma griego en que Pablo escribe,
el tiempo que él usa, el imperativo presente, es tan fuerte, que puede traducirse literalmente así:
“Estad siempre llenos con el Espíritu Santo”. La plenitud espiritual de la vida no es como una
vasija que se llena hasta arriba y luego se deja a un lado. Hemos de ser canales para llevar las
bendiciones espirituales a un mundo necesitado. Hemos de ser como una vasija puesta bajo el
chorro del agua, de modo que el agua está siempre fluyendo, siempre está rebosando la vasija y
queda llena.
Esta vida de plenitud espiritual es primeramente una relación con el Espíritu Santo. Mientras
mantengamos esta relación íntima, El seguirá purificándonos y llenándonos de poder de día en
día y tendremos en nuestra vida la evidencia del fruto del Espíritu. El momento en que dañamos
esta relación, le impedimos al Espíritu perfeccionar su obra en nosotros, y nos hallamos en
peligro espiritual.
¿Cómo ha de mantenerse esta vida de plenitud espiritual? Exactamente en la misma manera en
que se recibe la plenitud del Espíritu por primera vez—es decir, mediante el rendimiento total
del ser, y la fe. Ese acto inicial tiene que volverse la actitud perenne. La crisis debe volverse el
andar cotidiano.
ACTITUD DE RENDIMIENTO
Al igual que la santificación, el rendimiento es ambas cosas, crisis y proceso. Llega el momento
en que nos rendimos completamente por primera vez en la vida, pero después de este acto de
rendimiento ha de seguir una actitud de rendimiento y obediencia de día en día. Es algo muy
parecido a lo que acontece en el matrimonio. En el altar decimos un “sí” grandísimo que
determina la dirección del resto de la vida. “¿Le amarás, le honrarás, le cuidarás en tiempo de
enfermedad y de salud; y renunciando a todos los otros, te conservarás para él sólo mientras los
dos viviereis?” Pero como sabemos muy bien todos los que somos casados, hay una multitud de
ocasiones en que tuvimos que decir nuevamente “sí,” en el curso de nuestra relación marital.
En cierto sentido, es necesario hacer de cuando en cuando un nuevo rendimiento. El hecho de
que estemos rendidos a Dios en estos momentos no quiere decir que jamás descubriremos nuevas
áreas qué rendir más tarde. La luz que el Espíritu Santo arroja en nuestras vidas no es como un
faro que encendido de repente, alumbra con todo su fulgor para revelar cada detalle de nuestra
vida que no le sea de agrado. Eso sería demasiado fuerte y nos espantaría. El Espíritu funciona
más bien como un reóstato que va encendiendo la luz poco a poco. Al arrojar más y más
claridad, expone más áreas de la vida que tienen que ajustarse a la voluntad de Dios. Puesto que
ya hemos dicho el gran “sí” en el altar del rendimiento, ahora, inmediatamente y de buena
voluntad añadimos otro: “Sí, Señor, eso también te lo rindo”. Con gratitud decimos, “Señor, no
me había dado cuenta de este defecto en mi vida. Agradezco que me lo hayas mostrado. Estoy
listo a obedecerte”.
En la India había un cristiano en una aldea muy respetado por su piedad y su vida ejemplar. Era
pobre y analfabeto y vestía solamente un dhoti (tela que se ataba a la cintura) y llevaba un manto
sobre el hombro. Era un hombre verdaderamente convertido y lleno con el Espíritu Santo. Un
año, durante las conferencias anuales, testificó. Contó cómo recientemente había estado
reposando bajo un árbol, meditando y orando cuando una voz interior le dijo: “Jettiyappa, algo
tengo contra ti”.
“¿Qué es, Señor?” preguntó él.
“Jettiyappa, tú fumas. Yo podría usarte mucho más eficazmente si estuvieras dispuesto a
abandonar ese vicio.”
Inmediatamente Jettiyappa respondió: “Señor, no me había dado cuenta que no te complacía este
hábito. Agradezco que me lo hayas revelado”. Al decir eso botó los cigarrillos hechos a mano
que tenía y jamás en la vida volvió a fumar. De igual manera, el Espíritu Santo nos hablará y a
veces nos guiará a nuevas profundidades de rendimiento. Si estamos sinceramente andando en la
luz, seremos sensibles a sus impulsos y obedeceremos sin demora. El Dr. H. C. Morrison, quien
por muchos años fue presidente de Asbury, decía que la consagración se hace en dos etapas:
cuando consagramos lo conocido, y cuando consagramos lo desconocido. Es menester poner los
dos “paquetes” en el altar. Consagramos todo lo que sabemos hasta ahora, y también todo lo que
vendrá en el futuro. De modo que la consagración no es sólo llenar una hoja de papel con la lista
de todas las cosas que rendimos a Dios y ponerle la firma, sino que también es entregarle a Dios
una hoja en blanco y decirle a Dios: “Aquí tienes Señor, llénala Tú. Tal vez no lo hagas sino
hasta cinco o cincuenta años de hoy, pero estoy listo a hacer tu voluntad, hoy y para siempre”.
Cuando hablamos de rendir nuestro ser, en realidad queremos decir entregar nuestra voluntad a
Jesucristo. La ponemos en sus manos. Pero no estamos rindiendo nada en concreto sino hasta
enfrentarnos con una situación concreta. Psicológicamente hablando no es posible rendir aquello
de lo que no nos hemos dado cuenta. En este momento solamente podemos afirmar nuestra
intención de decidir en favor de Dios cada vez que nos demos cuenta que tenemos que hacer una
decisión específica. Le decimos a Dios: “Señor, yo renuncio al derecho de escoger basándome en
mis propios planes y deseos. En cada caso trataré siempre de saber tu voluntad y hacerla”. Pero
el contenido de esa voluntad y los resultados prácticos de esa disposición a obedecer son cosas
con las que estaremos tratando el resto de la vida. Al surgir cada crisis nueva, tendremos que
afirmar el rendimiento inicial al decir: “Señor, en este asunto, escojo que se haga tu voluntad”.
Es aquí en este punto donde a veces tenemos problemas. Al enfrentarnos con cada situación
específica, todavía puede haber conflicto entre nuestras emociones y nuestra voluntad. Los
sentimientos y las emociones pueden causarnos muchos problemas. Algunas veces la batalla es
severa. Tal vez seamos tentados a pensar que la consagración que hicimos en primer lugar no fue
completa. Pero lo mejor que podemos hacer en tales circunstancias es confrontar nuestras
emociones con sinceridad y decirle a Dios lo que esas emociones son. Entonces, mediante la
ayuda del Espíritu Santo nos rendimos a su santa voluntad con respecto a este asunto en
particular. Ratificamos el primer pacto hecho con El y la victoria sigue siendo nuestra.
Quizá la mejor ilustración bíblica de esta verdad se halle en la vida misma de Jesús. Es imposible
comprender la tremenda lucha que ocurrió en su corazón y en su mente, mientras oraba en el
huerto de Getsemaní la noche que fue arrestado. Leemos que tres veces se postró en el suelo y
oró en agonía desesperada. “Y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la
tierra” (Lucas 22:44). Recordemos que poco antes había dicho a los discípulos: “No se turbe
vuestro corazón,” y ahora San Marcos nos dice que “Comenzó a entristecerse y a angustiarse”
(Marcos 14:33.). Y Jesús mismo les dijo a sus discípulos: “Mi alma está muy triste hasta la
muerte; quedaos aquí y velad” (v. 34).
¿Por qué tan ardua lucha? ¿No se había entregado Jesús desde el principio de su vida y
ministerio, totalmente a las manos del Padre? ¿No afirmó y reafirmó, “mi voluntad es hacer la
voluntad de mi Padre”? ¿Puede dudarse de la realidad o la profundidad de su rendimiento? ¡De
ninguna manera! Pero sí hubo una tremenda lucha entre sus emociones del momento y su
voluntad. Sintió la aversión a la muerte tan natural en un ser humano. También quería
naturalmente huir del dolor atormentador y la vergüenza de la cruz. Jesucristo confrontó también
la realidad horripilante de que tendría que tomar sobre sí el pecado del mundo.
Es interesante notar que Jesús aceptó sus emociones y luchas sin vergüenza. Aún los escritores
de los Evangelios no trataron de encubrirlas. Pero Jesús ganó la victoria cuando por fin oró: “No
lo que yo quiero, sino lo que tú”. En ese momento confirmó nuevamente la actitud de obediencia
y rendimiento que había mantenido desde el principio. Vemos que Jesús fue “tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15).
¿Qué hijo de Dios, por maduro que sea no ha padecido luchas semejantes? ¿Quién de nosotros
no ha pasado por tal trance? Todos tenemos que ser tan sinceros con respecto a nuestras luchas
intestinas como fue el Nuevo Testamento al tratar las luchas de Jesús. Los recién convertidos
nunca deben recibir la falsa impresión que el rendimiento es algo que se hace una vez y para
siempre y allí se acabó el asunto. Podemos hacer una entrega que dure toda la vida. Podemos
decir: “Me rindo por completo” y decirlo de veras. Pero lograr que esta entrega se vuelva
realidad, ponerla en práctica y hacerla real en situaciones concretas es un asunto continuo de
toda la vida. Vez tras vez, en cada crisis nueva tenemos que decir: “No lo que yo quiero, sino lo
que tú”. Pero este es el punto en donde crecemos.
Nos hacemos más fuertes en nuestro empeño y llegamos a ser más sensibles a sus direcciones,
conforme logramos mayor madurez en nuestra vida espiritual.
En Arabia ciertos caballos son amaestrados especialmente para el servicio del rey. La lección
primordial es la obediencia. Por ejemplo, los caballos aprenden a venir a él, siempre que el
entrenador les da cierta señal con el silbato. El entrenamiento dura varios meses y por fin se les
da un examen interesante. Por varios días no se les da agua; los caballos están hasta desesperados
por la sed, y andan agitados en el corral. De repente se abre el portal que conduce al agua y los
caballos corren locamente para saciar su sed. Pero en el preciso momento en que llegan al agua,
el entrenador da un silbato. Los caballos se detienen por instinto. Surge una tremenda lucha en
ellos: el deseo enloquecedor de tomar el agua contra la voluntad entrenada a obedecer el son del
silbato. Los caballos que abandonan el agua y se regresan al entrenador son los únicos que se
consideran dignos de servir al rey. De igual manera, aquellos hijos que han aprendido a discernir
la dirección del Espíritu y a obedecer la voluntad de Dios en todo tiempo, son los únicos que
están listos para servir al Rey de Reyes.
ACTITUD DE FE
Recibimos la plenitud del Espíritu por fe. Nos damos cuenta que es la voluntad de Dios llenarnos
con el Espíritu, de modo que creemos lo que El ha dicho y sencillamente nos abandonamos a sus
promesas, con una acción similar a cuando nos desplomamos sobre una silla—logrando un
descanso completo. Extendemos la mano de fe y aceptamos el don. Esto es un acto definido de la
voluntad que resulta en una experiencia de crisis. Pero de allí en adelante tenemos que mantener
esa actitud de fe de día en día. Así que la fe, al igual que la actitud de rendimiento, es ambos: es
proceso y crisis. Es una actitud constante tanto como un acto voluntario. Es una disposición de la
mente tanto como una decisión de la voluntad.
Nos veremos tentados a dudar de la validez de nuestra experiencia. Especialmente si permitimos
que nuestras emociones influyan sobre nuestra fe. Nuestras sensaciones varían a menudo. Varían
de acuerdo a las circunstancias diarias, nuestra actitud del momento, ¡y a veces hasta por la
temperatura! Por lo tanto estas cosas son un fundamento muy débil para nuestra fe.
Supongamos que un día amanece nublado y lluvioso y que todo sale mal y para colmo tengo una
jaqueca que me vuelve loco. Entonces exclamo: “¡Qué mal me siento hoy! ¡Me parece que ya no
estoy casado!”
“¡Qué ridículo!” dirá usted y con razón. ¿Qué tiene que ver mi estado matrimonial con mi estado
físico o mental? ¡Nada! Pero, ¿es acaso más racional que un día, cuando todo va mal y hace mal
tiempo, usted se diga: “Me parece que hoy en realidad he perdido la plenitud del Espíritu”?
Si permitimos que nuestra fe se establezca basada en nuestras emociones, al bajar éstas, la fe
puede caer también. Las promesas de Dios son el único fundamento seguro de nuestra fe.
También tendremos la tentación de pensar que nuestra fe depende de manifestaciones y señales
exteriores. A veces se nos hace creer que si no poseemos cierto don del Espíritu, no poseemos el
Espíritu Santo. Pero como ya se ha dicho, hay varios dones del Espíritu y El es quien los
distribuye de acuerdo con su propia y santa voluntad. Nosotros no podemos dictar al Espíritu
Santo cómo ha de manifestarse en nuestra vida. Esa es la prerrogativa de El. Cada cristiano ha de
recibir con gratitud el don que se nos ofrece, y luego unidos, debiéramos usar todos esos dones
para la edificación de la iglesia y la salvación de los pecadores.
Durante mi ministerio en el sur de India, fui pastor de una iglesia urbana, en donde se hablaba
inglés. La iglesia tenía varios miembros ancianos que ya no podían salir. Yo acostumbraba
visitarles, leerles alguna porción de las Escrituras, y orar. Muchas veces llevaba mi acordeón y
cantaba algún himno conocido. Pero hubo ocasiones cuando era inconveniente llevar el
acordeón, y entonces no tocaba ni cantaba. Habría sido ridículo si hubieran dicho después de tal
visita: “Hoy no vino el pastor Seamands porque no cantó ni trajo su acordeón”. Lo importante
era mi presencia en el hogar y no que yo cantara o tocara el instrumento. De la misma manera, la
manifestación del Espíritu Santo no es tan importante como el hecho de su presencia en nuestra
vida.
Algunas veces los cristianos dudan sólo porque sienten el tirón de la tentación en su vida. No
saben distinguir entre la tentación y el pecado, y creen que porque son tentados, han pecado.
Pero la tentación no es pecado. Si la tentación fuera pecado tendríamos que admitir que Jesús
mismo ha cometido pecado porque fue tentado sumamente. Pero la Biblia nos dice que fue
“tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Jamás llegaremos a
alguna etapa de esta vida en que seamos inmunes a la tentación. Mientras estemos en este mundo
sufriremos tentaciones y pruebas. Hasta los santos más piadosos son tentados.
Lo importante es: ¿Cómo nos enfrentamos con la tentación? ¿Qué hacemos, por ejemplo, cuando
sentimos surgir celos y resentimientos? ¿Les damos entrada en el corazón para que puedan
desarrollarse? O ¿pedimos inmediatamente limpieza, hallando así la victoria sobre esos senti-
mientos? ¿Qué hacemos cuando pensamientos lascivos entran en nuestra mente por el portal de
los ojos que han visto algún rótulo sensual en el camino o algún anuncio lujurioso en la
televisión? ¿Les damos hospedaje en la mente y meditamos en ellos y los agrandamos? O, ¿me-
diante la ayuda del Espíritu Santo echamos fuera inmediatamente tales pensamientos? No somos
responsables porque tales pensamientos entren en nuestra mente pero sí somos culpables si los
recibimos y los hacemos nuestros. Martín Lutero decía, “No es posible evitar que los pájaros
vuelen sobre nuestra cabeza, pero ciertamente podemos prevenir que construyan sus nidos en
nuestro cabello”.
Tal vez haya una ocasión en que la tentación nos encuentre desprevenidos y nos venza. ¿Quiere
eso decir que hemos perdido por completo la relación con Cristo o la presencia del Espíritu
Santo? ¿Debemos abandonar nuestra fe y negar toda nuestra experiencia cristiana? ¡No! El
Espíritu Santo no es un policía divino que se pasa el tiempo buscando una violación a la ley
divina que hayamos cometido. No nos abandona por la menor desviación de su voluntad. Jesús
dijo que el Espíritu Santo viene a morar para siempre (Juan 14:16). No se trata de una visita que
viene por unos días sino de un Residente permanente.
La intención del Espíritu es quedarse. Cuando nos desviamos un poco del camino o le
ofendemos de alguna manera, nos detiene al instante y nos pone bajo convicción por nuestro
pecado. La respuesta inmediata debería de ser penitencia y obediencia. Si hemos injuriado a al-
guien debemos buscar reconciliación y restablecer la relación cuanto antes. Si inadvertidamente
hemos caído en una trasgresión, debemos confesarlo inmediatamente y pedir perdón. Entonces
hallaremos que “El es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”
(1 Juan 1:9). Nuestra relación con Dios quedará intacta.
Sin embargo, si nuestro pecado es cosa calculada y premeditada, herimos al Espíritu haciéndole
salir de nuestra vida. Si no hacemos caso de los impulsos reiterados del Espíritu y permitimos
que persista alguna barrera entre nosotros y el prójimo, o entre nosotros y Dios, con tiempo
expulsaremos al Espíritu. Su presencia ya no estará con nosotros.
La vida santificada no es un estado de perfección sin pecado. Jamás llegamos al punto en que ya
no sea posible pecar. En su magnífica Primera Epístola, el apóstol Juan, después de haber
declarado inequívocamente que “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado,” y
después de exhortarnos claramente a que nos abstengamos del pecado, prosigue: “Y si alguno
hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (I Juan 1:7; 2:1). En
otras palabras, la implicación de Juan es que aún siendo santificados es posible pecar. En tales
casos, nos asegura que Jesús está siempre listo como nuestro abogado para alegar nuestra causa.
Sin embargo, nunca debemos usar esta provisión como excusa para el pecado o para auto-
justificar conducta dudosa. Es un arreglo de emergencia y no una licencia para una vida inmoral
o promiscua. No guardamos una llanta de repuesto en el automóvil para poder tener una pincha-
dura. La guardamos allí en caso de una emergencia, sea pinchadura, o estallido de una llanta en
uso. Esperamos que nunca tengamos que usarla pero el tenerla nos imparte cierta seguridad.
Asimismo, Dios ha provisto un escape para sus hijos que se extravían. Su provisión nos ofrece
consuelo y seguridad. Pero su intención es que nos quedemos siempre en la senda. La norma es
la victoria y no la derrota.
Así, manteniendo una actitud de rendimiento y obediencia, con nuestra fe bien fundada en la
Palabra de Dios, podemos caminar constantemente en el Espíritu y saber el gozo y el poder de su
presencia. Cada día se vuelve más glorioso y más significativo cuando continuamos nuestra
peregrinación terrestre con El.
IX ¿ES ESTA LA RESPUESTA?
¿Está el Pentecostés limitado a los claustros tenebrosos y a las torres aisladas? ¿O tiene algo que
ver con el mercado, el plantel universitario, la casa, y en general con los temas importantes de la
vida? ¿Es verdadero? ¿Es pertinente? ¿Es revolucionario?
No es necesario desarrollar teorías sobre la cuestión. Dios mismo ha contestado estas preguntas
con las manifestaciones de su presencia y su poder en numerosas ocasiones de avivamiento y
renovación espiritual. El más reciente de tales derramamientos fue la visitación del Espíritu
Santo sobre la Universidad de Asbury, que con el tiempo se extendió a centenares de planteles
universitarios y a iglesias por todas partes de los Estados Unidos. Dios habló clara y
decisivamente.
Por muchos años me acordaré de aquel día de acontecimientos el tres de febrero de 1970, cuando
Dios se manifestó con gran poder. Mi esposa y yo almorzábamos cuando de repente nuestra hija
Sandy entró corriendo al cuarto. “¡Ustedes simplemente no van a creer lo que está pasando en la
Universidad!” exclamó animadísima, al tiempo que tiraba su abrigo sobre una silla. “Quiero
comer rapidito y regresar. ¡No quiero perder ni un minuto!”
“Pero ¿qué está pasando? Vienes media hora tarde.”
Mi esposa y yo escuchamos atentos mientras que Sandy, alumna de segundo año de la
universidad, nos contó la historia. Esa mañana el estudiantado había entrado como de costumbre
al auditorio para el culto devocional de las diez. Esta vez, en lugar de lo acostumbrado, un him-
no, una oración y un sermón breve, el período fue dedicado a testimonios voluntarios. Cualquiera
podía ponerse de pie y contar lo que Dios estaba haciendo en su vida. Conforme algunos
estudiantes contaban de nuevos encuentros personales con Jesucristo, otros empezaron a
reconocer necesidades espirituales en sus propias vidas. En pocos momentos, un sentido
extraordinario de la presencia del Espíritu Santo prevalecía por todo el auditorio.
Muy pronto fue evidente que no era un servicio común. Cuando faltaban sólo quince minutos
para que se acabara la hora devocional, uno de los profesores subió a la plataforma y dijo que él
sentía que había necesidades que debían tratarse en el altar. Inmediatamente acudieron varios
estudiantes y a éstos siguieron muchos más. Se había electrificado el ambiente. Había una actitud
de expectación: ¡algo iba a suceder!
Conforme los estudiantes iban ganando la victoria espiritual, muchos iban al micrófono en el
púlpito para alabar a Dios por su perdón y su gracia. Algunos confesaron abiertamente su pecado
e hipocresía; otros confesaron resentimientos y hostilidades; otros expresaron cantando el nuevo
gozo que tenían. Por aquí y por allá, en todo el auditorio, se veían escenas tiernas de
reconciliación conforme el amor ferviente de Dios derretía enemistades.
Lo que había empezado como un servicio devocional rutinario, esa mañana de febrero, resultó
siendo el más largo y quizás el más significativo de los servicios en todos los ochenta años de la
historia de la escuela: terminó una semana más tarde. Mientras tanto, se cancelaron las clases, y
el auditorio fue el centro de las actividades. Al segundo día, el avivamiento había cruzado la
calle a la institución hermana, el Seminario Teológico de Asbury. Los ciudadanos de Wilmore
empezaban a asistir. Durante las horas del día había hasta 1,200 personas reunidas en el
auditorio. Durante las horas de la noche nunca bajó el número a menos de cincuenta presentes.
El domingo el número creció hasta mil quinientos. Durante todos estos días, nadie predicó, sólo
hubo oraciones en el altar, himnos y testimonios.
Muy pronto la noticia del prolongado avivamiento se extendió por el estado de Kentucky y por
toda la nación. Los periódicos principales del estado publicaron artículos con fotos en sus
primeras páginas. La estación WLEX en Lexington dedicó tres minutos de película al
avivamiento en su programa vespertino de noticias. El comentarista Bill Thompson al dar el
informe, dijo que en todos sus treinta y cuatro años de noticiero, nada le había conmovido como
la historia de Asbury. Más tarde los periódicos principales del país, como el “Indianapolis Star,”
“Chicago Tribune,” y “St. Louis Post-Dispatch” también tuvieron editoriales y noticias del
avivamiento.
Como resultado de tanta publicidad, centenares de pastores y oficiales de otros centros de
enseñanza superior telefonearon a pedir que se les enviaran grupos de estudiantes para compartir
la historia con sus congregaciones y estudiantados. Por muchas semanas, todos los sábados
salieron grandes desfiles de automóviles de la ciudad de Wilmore rumbo a todos los puntos
cardinales. Muchos viajaron en avión, a sitios distantes a los que habían sido invitados. Al fin de
mayo habían salido unos mil quinientos equipos de estudiantes de la universidad para testificar,
sin contar los que habían salido del Seminario. Habían testificado en casi ciento cuarenta
planteles de otras instituciones educativas y celebraron servicios en millares de iglesias. Dos
parejas del seminario viajaron hasta Colombia, durante las vacaciones de primavera. Testificaron
a los misioneros y a los pastores colombianos en veinticinco reuniones.
En algunos casos, los testimonios de los estudiantes encendieron extraordinarios avivamientos
espontáneos que duraron varios días e influyeron a toda la vecindad. En la Iglesia de Dios de la
ciudad de Anderson, del estado de Indiana, los servicios de avivamiento continuaron cada noche
por cincuenta días. El templo se llenó cada noche de gente de todas partes de la ciudad. En la
ciudad de South Pittsburg del estado de Tennessee principió el avivamiento entre los estudiantes
de la escuela secundaria. Se calculó que unos quinientos de los 700 estudiantes aceptaron a
Jesucristo o se reconciliaron con El.
Al reflexionar en los acontecimientos que siguieron al derramamiento inicial del Espíritu en
Asbury, resalta claramente un aspecto: lo completamente “gratuito” del avivamiento. Fue algo
dado. Claro que hubo evidencia de factores humanos que habían preparado el terreno; por ejem-
plo cierto espíritu de oración y fe expectativa en los corazones de un núcleo de jóvenes
cristianos. Pero ese avivamiento no fue de ninguna manera el resultado de la manipulación
humana. Fue un “suceso divino”. Dios actuó de una manera soberana y llena de gracia. Nos
sorprendió a todos o casi a todos. Aun los visitantes de afuera y los periodistas que habían
venido a observar el fenómeno dijeron admirados: “¡Esta es la obra de Dios!”
¿Cuál era el propósito de Dios en todo esto? ¿Estaba El tratando de decirnos algo a todos?
Yo creo que es significativo el tiempo en que ocurrió— el momento oportuno—de este
avivamiento. La década de 1960 fue explosiva. Fue un período de violencia, huelgas,
manifestaciones, disturbios, incendios y asesinatos. Fue una década sórdida, obsesionada con lo
grotesco y lo indecoroso, cuando la “ética situacional”2 y el “amor libre” regían. Fue una época
de rencores raciales caracterizados por prejuicio blanco y poderío negro. El fin de la década nos
dejó agotados, frustrados, y deprimidos. ¿Habría alguna esperanza para el futuro?
Entonces, repentinamente, al despuntar la década de 1970, Dios se interpuso en la situación.
Visitó a su pueblo. Manifestó su poder. Derramó su amor. Es cierto que se manifestó sólo en
regiones aisladas de la nación, pero ¿no estaría Dios tratando de comunicarle algo a todo el mun-
do? ¿No estará tratando de decirnos que hemos probado todas las sendas menos la correcta?
¿Que El tiene el camino para sacarnos de este revoltijo en que nos hemos metido? Yo tengo el
presentimiento de que eso es lo que El está haciendo.
Es conmovedor analizar las características de este movimiento dado por Dios.
UN AVIVAMIENTO JUVENIL
Muchos de los jóvenes de la tierra están afligidos. Se han entregado a demostraciones públicas y
a la violencia, al licor, a la marihuana, al sexo y al crimen. Para los jóvenes ni la vida tiene
significado ni el futuro esperanzas. En esta situación, repentinamente Dios se volvió realidad
para un grupo universitario. Encontraron nuevo propósito en la vida, y les invadió un nuevo
gozo. Ardientes de entusiasmo se dedicaron a una causa más grande que sus recursos.
Oí a un universitario decir ante una congregación enorme en el estado de Indiana: “Es una gran
cosa encontrar la euforia de creer en el Señor; estar calmado con el Espíritu Santo. ¡Es
formidable, hombre! ¡Es formidable!”
Varios jóvenes que estaban esclavizados con el uso de drogas y píldoras encontraron liberación
gloriosa por medio del Espíritu Santo.
Un estudiante de veinte años de edad, del estado de Florida, le contó lo siguiente a un periodista
del “Louisville Courier-Journal”: “Me había aventurado de lleno en todo antes de venir para acá;
los narcóticos, el sexo, el licor, el juego —¡todo! Estaba fumando una barbaridad de marihuana.
Ahora ya no necesito buscar emociones con drogas y licor. Con los narcóticos uno se levanta en
una euforia, ¡sólo para desplomarse al suelo! Con Cristo voy a mantenerme en un nivel y trataré
que mis amigos hagan lo mismo”.
Un estudiante del último año de secundaria dijo ante todo el cuerpo estudiantil reunido en una
asamblea: “He hallado por fin lo que busqué por tanto tiempo; y lo que buscaba no estaba en
todas estas cosas, el sexo, el licor ni los narcóticos, sino en Cristo.”
¿No estaba Dios tratando por medio del avivamiento de enseñarnos que en el poder de su
Espíritu El tiene la respuesta a los problemas de hoy día?
UN AVIVAMIENTO DE ETICA
Durante la década pasada presenciamos un decaimiento espantoso en la moralidad de nuestra
nación, un decaimiento en la integridad básica y en la decencia común. Era muy de moda tener
normas variables de acuerdo a la situación. Se oyó mucho acerca de la falta de veracidad y de la
“ética situacional”. El divorcio se volvió más frecuente que nunca.
El avivamiento reciente produjo una renovación de la ética cristiana. Los estudiantes confesaron
2 Filosofía que postula que el contenido moral de las acciones depende de las circunstancias.
que habían entregado informes falsos sobre las asignaciones de lectura. Algunos esposos
confesaron actos de infidelidad a su esposa. Varios empleados restituyeron cosas robadas. Oí a
un joven decir al levantarse del altar: “Esta reconciliación me va a costar varios centenares de
dólares pero tengo que arreglar las cosas.” El redactor de un periódico en una ciudad de Indiana
le dijo a la congregación que ya no aceptaría películas de carácter dudoso. El dueño de un
comercio de licores abandonó el lucrativo negocio. Una pareja que tenía ya diecisiete años de
mantener un cabaret con espectáculo de variedades, inclusive bailes lascivos, cerró el club y
puso el siguiente aviso en la puerta: “Cerrado para siempre. Nos hemos decidido a seguir a
Cristo. Nos veremos en la iglesia el domingo”.
Cierta congregación no olvidará nunca la confesión hecha por cierto hombre, como de cincuenta
y pico de años; se puso de pie ante el micrófono y dijo: “Hace años que soy miembro activo de la
iglesia. He sido director de muchos campamentos juveniles de verano, pero he sido un
hipócrita”. Contó que en la reorganización de las escuelas de la ciudad, había sentido tales
rencores hacia unos miembros de la junta de escuelas, que de pura mala voluntad había puesto
zorrillos muertos en los buzones de sus casas y había derramado pintura roja frente a sus puertas.
Cuando el Espíritu Santo lo puso bajo convicción por esa maldad, fue a cada casa y confesó que
él había sido el culpable. En la primera casa una pareja de ancianos lloró con él, conmovidos. En
la segunda, el esposo dijo enfurecido: “Dije que le daría un balazo al ingrato que nos hizo eso.
¡Y todavía tengo unas ganas de hacerlo!” Más tarde se ablandó y expresó admiración por la
valentía del hombre que confesaba.
La respuesta al dilema moral en que nos hallamos se halla en el poder transformador de
Jesucristo.
UN AVIVAMINETO DE LA IGLESIA
La iglesia ha sido el blanco de mucha crítica en los años recientes. Se dice que está anticuada,
ajena a lo moderno, en desacuerdo con lo del día, y que es una ciudadela aislada en su
mentalidad, o un club social etcétera. Hay razón para gran parte de esa crítica. En muchas partes
la iglesia está muerta e impotente.
Pero cuando centenares de jóvenes, de muchas universidades y colegios superiores salieron a
compartir esa fe con la gente, docenas de iglesias a través del país se avivaron de repente. Los
estudiantes hablaban de un encuentro personal con Dios y de cómo El les había librado de sus
contratiempos y les había dado nuevo vigor espiritual. Sus testimonios tenían el eco de la
realidad.
Los pastores y las congregaciones captaron el desafío. Abandonaron el sermón y el orden del
culto por el momento. Muchos miembros, cansados de tanta pretensión, se quitaron las máscaras
y expusieron la falsedad e hipocresía de sus vidas. Quebrantados de espíritu, confesaron, oraron
y testificaron. Altares que por muchos años no habían sido más que parte del mobiliario de la
iglesia, se volvieron ahora sitios consagrados, en los que la gente se encontró con Dios y los
hermanos se reconciliaron. La rigidez y la formalidad fueron substituidas por una nueva libertad
en el Espíritu. La gente se olvidó del reloj y de los alimentos. Se quedaron por horas en el
santuario, disfrutando del amor y de la presencia de Dios.
Una anciana en una iglesia grande en la ciudad de Atlanta se puso de pie y levantando las manos
en alto oró: “Señor, gracias por habemos salvado del pecado de creernos demasiado „cultos‟”. En
la misma ciudad, el pastor, de otra iglesia grande exclamó en oración, “Oh Dios, Tú has hecho
más en un instante que lo que nosotros hemos logrado en cinco años”. Un señor de negocios, al
ver la obra del Espíritu, y al sentir la nueva comunión cristiana, dijo felizmente: “Esta es la
iglesia del Nuevo Testamento”.
¡Y vaya un movimiento ecuménico! El avivamiento atravesó todas las barreras
denominacionales. Se extendió desde las iglesias conservadoras, hasta las iglesias evangélicas
cuyo fervor se había apagado. La tarea de dar testimonio pasó por alto toda frontera de credo.
Los rótulos denominacionales se volvieron secundarios. En la ciudad de Robinson, estado de
Illinois, un pastor contó que había visto presbiterianos, episcopales y metodistas arrodillados
juntos en el altar. Los hombres de negocios de varias denominaciones se reunieron para orar y
compartir sus experiencias, en el ayuntamiento, a medio día, durante el avivamiento en
Anderson, Indiana. A todos lados donde el avivamiento llegó, hubo maravillosa unidad en el
Espíritu Santo.
¿No estará Dios enseñándonos hoy en día que la iglesia es todavía el cuerpo de Cristo; y que
puede ser gloriosamente renovada por el Espíritu Santo; y que puede volver a ser el instrumento
de redención y reconciliación en el mundo? ¿No estará tratando de enseñarnos que sin vitalidad y
pureza, la unidad orgánica de la iglesia no basta?
UN AVIVAMIENTO DE MISIONES
En años recientes ha habido una disminución notable del alcance misionero de la iglesia. Muchos
teólogos han dudado de nuestro derecho de evangelizar y convertir a los seguidores de otras
religiones. Muchas congregaciones se preguntan si no habrá pasado ya el día de misiones ex-
tranjeras. Menos jóvenes se están ofreciendo para servir en el exterior.
El avivamiento en Asbury fue una demostración admirable de las palabras de Jesús, “pero
recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Al recibir un
nuevo toque del Espíritu, se sintieron impulsados a compartir el gozo con otros. Empezaron a
telefonear a sus familias, a sus amigos y a su pastor para decirles las buenas nuevas.
Se llamó al comentarista Paul Harvey, al senador Mark Hatfield, y a un ayudante del Presidente
Nixon. Una joven telefoneó a Madalyn Murphy O‟Hair, quizá la atea más conocida de los
Estados Unidos, y le contó del amor y del poder de Dios.
No pudo contenerse al Espíritu Santo dentro de los límites de la pequeña ciudad de Wilmore.
Muy pronto los estudiantes y también los profesores se diseminaron por los estados
circunvecinos llevando la antorcha del avivamiento. Muchos cristianos que habían tenido
vergüenza de hablar en público, obtuvieron nueva confianza y libertad en el Espíritu, testificando
audazmente del poder redentor del Señor resucitado. Un estudiante fue por avión a una
universidad evangélica en Azusa, California, otro fue a otra escuela en el estado de Washington.
Un grupo fue a la Universidad de Oral Roberts en Tulsa, estado de Oklahoma. Otros más fueron
a planteles, a las iglesias locales, a las que pertenecían algunos de los estudiantes, y a reuniones
en gran parte de los estados del este. Un grupo aun fue al Canadá.
En cada lugar donde estos grupos estudiantiles dieron su testimonio, los resultados fueron los
mismos: confesiones, oraciones, testimonios, canciones, y reconciliaciones. Luego, a su vez, de
esas iglesias y escuelas salieron otros grupos a ciudades vecinas para compartir la novedad de su
gozo y su victoria. Por ejemplo la iglesia de la calle Meridian en Anderson, Indiana, envió
grupos a treinta y uno de los estados y al Canadá. Como resultado miles y miles se reconciliaron
con Cristo.
Un estudiante de la Universidad Evangélica de Azusa, California, visitó el hogar de la familia
Sirhan, en Los Ángeles, y por hora y media les habló del amor de Cristo a la madre y al hermano
del asesino de Robert Kennedy.
Un estudiante del Seminario Teológico de Asbury fue a una cárcel en la ciudad de Atlanta y les
predicó a los presos. De los 97 que se reunieron voluntariamente, 80 aceptaron a Cristo como su
Salvador personal.
Cuando dos pastores estudiantes contaron del avivamiento a una iglesia grande en Atlanta, hubo
una gran conmoción en la congregación y muchos vinieron al altar a orar. Tres hombres fueron
llamados al servicio misionero. Cuando uno de ellos fue a su casa y le contó a su esposa, ella se
puso afligidísima. “Esta vez tendrás que ir solo. No soy hija de Dios y no tengo intención alguna
de ser esposa de pastor.” Sin embargo, le acompañó al servicio de esa noche, y al darse la
invitación, fue al altar y se rindió a Cristo. Luego fue al micrófono, confesó lo que había dicho
esa mañana y dijo, “Ahora sí soy hija de Dios y estoy en el mismo equipo con mi esposo”.
Estuve presente en el servicio devocional en la Universidad de Asbury la mañana del 7 de marzo.
El aspecto misionero del avivamiento era muy evidente. El presidente de la escuela contó que
había recibido una carta de Colombia, pidiendo que fueran unos estudiantes para celebrar cultos
con la juventud colombiana. Concluyó diciendo: “No sé de dónde vendrá el dinero pero tendrá
que venir de este lado y no de América del Sur”.
Un profesor del seminario dijo desde el balcón: “Quiero el privilegio de dar los primeros cien
dólares”. Luego, un profesor de la universidad prometió otros doscientos cincuenta. Un
estudiante subió a la plataforma y contó de una ofrenda de doscientos dólares que había recibido
su grupo de evangelización recientemente. “Nuestro grupo quiere que la cantidad se use para este
proyecto misionero”. Una guapa estudiante dijo: “Aquí tienen los diez dólares con que iba a
comprarme una falda esta tarde”. Alguien sugirió que se pusiera una cesta para ofrendas en la
plataforma. Antes de terminar el culto se habían reunido más de mil dólares. La cantidad llegó a
más de $2.000.00, lo que permitió que un grupo de estudiantes fuese a Colombia durante el
verano a predicar el evangelio de Cristo.
El remedio que Dios tiene para el “enfriamiento misionero” de las iglesias estadounidenses es un
derramamiento fresco del Espíritu Santo sobre el pueblo de Dios. Sólo El es el originador y el
promotor de las misiones cristianas.
UN AVIVAMIENTO DE AMOR
¡Cuánta amargura, cuánto odio y cuánta violencia presenciamos en la década de 1960! ¡Cuántas
luchas y recriminaciones entre negros y blancos; entre el estudiantado y las autoridades
escolares; entre trabajadores y patrones! Fue la década del puño cerrado y ha lengua afilada.
Los periódicos se refirieron al avivamiento en Asbury como una grande celebración de amor.
Tenían razón. Dios le dio a su pueblo un nuevo bautismo de amor. Sacó a la luz los
resentimientos, limpió los celos, derritió las hostilidades. Al reconciliarse la gente con Dios, se
reconciliaba también con el prójimo. Con frecuencia se vio que alguien se pusiera de pie en el
templo, que llamara por nombre a otra persona presente, le pidiera perdón, y se encontraran en
los pasillos con un abrazo de perdón. A menudo, esposos asidos de las manos bajaban al altar, o
se paraban en el púlpito abrazados para expresar el nuevo amor que ahora tenían para Dios y
mutuamente. Una tarde vi una escena de inefable belleza en la capilla del seminario. Los asientos
estaban vacíos pero el altar estaba lleno con jóvenes parejas de esposos y esposas, orando juntos,
consagrándose nuevamente a Dios.
Esto no era una emoción sentimental ni una efervescencia momentánea. Era el amor de Dios
derramado en nuestro corazón por medio del Espíritu Santo. En iglesia tras iglesia el ambiente
estaba saturado de amor.
Cuando un estudiante africano que estudiaba en Asbury fue a una iglesia en Ohio para testificar
del avivamiento, varios miembros de la congregación le rodearon y le abrazaron en una
expresión espontánea del amor que sentían en su corazón. Arrodillado al lado de un comerciante
en una iglesia del estado de Indiana, le oí orar, diciendo entre lágrimas: “Te agradezco, Señor,
que me has capacitado para amar a los negros y a la gente que antes me caía tan mal. Ahora sí
puedo amar a todos”.
Cuando el avivamiento brotó en la ciudad de South Pittsburg, Tennessee, el templo de la iglesia
en donde se llevaban a cabo los cultos, pronto fue insuficiente para el gentío que venía. Se
sugirió cambiar los cultos a una iglesia más grande, situada en la misma manzana. Pero había un
problema. Muchos estudiantes negros estaban asistiendo a los cultos especiales y la
congregación de la otra iglesia no había abierto todavía sus puertas a los negros. Pero el Espíritu
Santo de Dios derrumbó las barreras. El ministro ofreció muy amablemente el uso de su iglesia y
anunció por la radio que había franca entrada para todos. Hasta se le anunció a tres líderes negros
de la comunidad para asegurarles que se extendía una cordial bienvenida a todos.
Fue también este ambiente del amor lo que salvó la distancia de la brecha entre las generaciones.
Se abrieron nuevas comunicaciones entre padres e hijos y entre adultos y adolescentes. El
avivamiento empezó con la juventud y se extendió a los adultos. Las dos edades se escucharon y
se comunicaron. Los adolescentes confiaron una vez más en los que tenían más de treinta años y
los ancianos notaron que podían aprender de los jóvenes. La edad dejó de ser una barrera. La
gente olvidó quién era viejo y quién joven. Un momento testificaba un joven de veinte años en el
micrófono; y otro, un canoso tenía la palabra; seguidos de un escolar pre-adolescente. En una
grande reunión en la ciudad de Anderson, Indiana, en la que había dos mil personas, un hombre
joven, con barba larga y pelo hasta los hombros, recibió a Cristo como su Salvador, y dio tes-
timonio ante toda la congregación. Una abuela de ochenta años, con el pelo blanco en un moño,
bajó al altar y le abrazó.
Dios está tratando de enseñarnos que la única respuesta al rencor racial, la brecha entre las
generaciones, y las divisiones nacionales es tener su amor operando en nosotros. Nos está
ofreciendo el don de su Espíritu, el único que puede ponernos de puntillas del puro amor.