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E l C o b r e

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D E L A A B Y E C C I Ó N

M a r c e l J o u h a n d e a u

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C o l e c c i ó n A b y e c t o s , d i r i g i d a p o r L u i s C a y o P é r e z B u e n oT í t u l o o r i g i n a l : D e l ’ a b j e c t i o nD i s e ñ o g r á f i c o : G . G a u g e r

P r i m e r a e d i c i ó n : s e p t i e m b r e d e l 2 0 0 6© É d i t i o n s G a l l i m a r d , 1 9 3 9© d e l a t r a d u c c i ó n : M a r t a G i n é , 2 0 0 6E l C o b r e E d i c i o n e s , 2 0 0 6c / F o l g u e r o l e s , 1 5 , p r a l . 2 ª - 0 8 0 2 2 B a r c e l o n aM a q u e t a c i ó n : V í c t o r I g u a lI m p r e s i ó n y e n c u a d e r n a c i ó n : I n d u s t r i a s G r á f i c a s M á r m o lD e p ó s i t o l e g a l : B . 3 7 . 5 6 5 - 2 0 0 6I S B N : 8 4 - 9 6 5 0 1 - 1 6 - 7I m p r e s o e n E s p a ñ aP r o h i b i d a l ñ a v e n t a e n l o s p a í s e s d e A m é r i c a L a t i n a

C o l e c c i ó n p r o m o v i d a p o r

O b r a p u b l i c a d a c o n l a a y u d a d e l M i n i s t e r i od e C u l t u r a f r a n c é s - C e n t r o N a c i o n a l d e l L i b r o .

E s t e l i b r o n o p o d r á s e r r e p r o d u c i d o , n i t o t a l n i p a r c i a l m e n t e , s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l e d i t o r.To d o s l o s d e r e c h o s r e s e r v a d o s .

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DE LA ABYECCIÓN

Marcel Jouhandeau

E l C o b r e

Tr a d u c c i ó n d e M a r t a G i n é

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Í n d i c e

PR E FAC I O

A propósito de De la abyección 13

Hugues Bachelot

AAN T E S D E C O N O C E R E L MA L

Primera parte. Síntomas 21

En presencia de los demás 21

Testimonios de tú a tú 24

a) La Verdad 24

b) La Poesía 30

c) Misterios del Deseo 37

d) Los Sueños 42

Segunda parte. Primeras experiencias. - Los re-cuerdos más antiguos 51

BCO N O C I M I E N T O S U B J E T I V O D E L MA L, C O N O C I M I E N T O D E L MA L E N S Í Y E N M Í ,M I E N T R A S N O H A S A L I D O D E M Í

Tercera parte. Conocimiento del Mal en sí mis-mo. - Conocimiento «teórico» del Mal. - Des-cubrimiento del Lugar, del Sitio, de la Religión del Infierno 67

Cuarta parte. Conocimiento del Mal en mí. - Des-cubrimiento del Deseo: el Hombre, finalidaddel Hombre 75

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Quinta parte. Experiencias secundarias 83

CCO N O C I M I E N T O O B J E T I V O D E L MA L. CO N O C I M I E N T O D E L MA L E N A C T O, D E S D E E L M O M E N T O E N Q U E H A S A L I D O

D E M I I N T E R I O R

Sexta parte. Nuevas experiencias. - Conocimientotodavía «lejano». - Aproximaciones y prome-sas. - Contemplación del «objeto» situado enlos límites del Infinito 91

Séptima parte. Conocimiento «próximo», «prác-tico», pero todavía «accidental» del Mal, de su«objeto». - Experiencia del peligro que com-porta y ensayo de una nueva ascesis desde el interior del Mal 109

Octava parte. Conocimiento de un amor puro yexclusivo del Mal: ensayo de una delimitación de su territorio inalienable 119

DLA ABYECCIÓN, ÚNICA FINALIDAD DEL MAL

Novena parte. El Hombre, finalidad del Hombreo conocimiento «íntimo», «práctico» y «habi-tual» del Mal. - El Deseo en posesión de su Ob-jeto; su familiaridad engendra la abyección 139

Décima parte. Despertar en el estupor y el estupro 159

EEL O G I O D E L A A B Y E C C I Ó N 173

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P R E FA C I O

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A p r o p ó s i t o d e D e l a a b y e c c i ó n ,d e M a r c e l J o u h a n d e a u

Hugues Bachelot

Entre la calle de Pommes y un huerto rancio de unacarnicería de Guéret, en la región de Creuse, unamañana de julio de 1888, vino al mundo Marcel Jou-handeau para convertirse en nuestro devorador de al-mas.1 ¿Hay que creerle cuando escribe que, el día de sunacimiento, le hirió el beso de Dios en la boca, pues lefaltaba un trozo de labio?

De entrada, Jouhandeau nos arroja a un mundosometido no sólo a la doctrina cristiana, sino a múlti-ples dogmas que escapan a cualquier comprobación, unmundo que se tambalea sobre las brasas del infierno.

Lautréamont y Nietzsche habían zarandeado ya elorden del mundo; también para Füssli, para Blake –elWilliam Blake de los Cantos proféticos, según ArthurRimbaud–, el cosmos había perdido esa armonía quecantaron poetas y filósofos griegos, para convertirseen un asombroso muestrario de fuerzas misteriosas,abandonadas al azar.

Tal es De la abyección: el apocalipsis de MarcelJouhandeau; y, sin duda, es aquí donde hay que descu-brir una parte de esa especie de desconcierto, de la

1. M. Nadeau, «Un mangeur d’âmes: Marcel Jouhandeau», Lit-térature présente, Corrêa, 1952.

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espantosa atmósfera donde se precipitan algunos desus escritos.

«Dios está en el infierno, conmigo.»Desconcierto indisociable, hay que precisarlo, de un

voluptuoso placer, el de seguir hasta el final a esteescritor, a menudo desconcertante, que se atreve adecirlo todo con un impudor que sería ingenuo si nofuera tan salvaje.

Como en el caso de Proust, algunas páginas de Jou-handeau, escogidas al azar en su obra, nos llevan arealizar, de nosotros mismos y del universo, un descu-brimiento que llega hasta el estremecimiento físico. Yese ascendiente puede otearse en la manera en que suamigo y editor, Jean Paulhan entró, cautivado, en eloscuro engranaje de este ensayo.2

Era preciso disecar al hombre. Desmontar la ma-quinaria humana para comprender sus dispositivos,penetrar «en los bastidores de la vida», como dijoGabory a propósito de Marcel Proust, tan cercano, encierta manera, a Jouhandeau, aunque alejado de unaobra en que tan terriblemente ausentes están el Diabloy Dios.

Así pues, tendremos que demostrar, para empezar,que no existen en el mundo mística ni metafísica queno sean obra de la carne y de la sangre, es decir, delamor. A no ser que se trate, pensándolo bien, precisa-mente de lo contrario. En ese caso, Jouhandeau, en laestela de Platón y de Sócrates, ¿no habría articulado

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2. Colección Métamorphoses VII. Gallimard, 1939. Como pre-caución, el nombre del autor no se hizo público, pero Jouhandeaufirmó los ejemplares destinados a la prensa...

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todo su conocimiento del Ser y del alma como unavariante de ese sentimiento amoroso insólito y particu-lar, la pasión por los muchachos, pues pensaba que noera capaz de esquivar muchas imprudencias ni malba-ratar muchos cuidados y delicadezas?

Hay que admitir que triunfó de forma perfecta;exceptuando que tenemos la impresión de que siempretomó caminos sembrados de obstáculos consigomismo y con el amor, revelando de paso que, a menu-do, cierta virtud penetra en el vicio y ciertos vicios enla virtud.

«Sólo aspiro a la imprudencia que me perderá...Sólo es inmóvil el fondo del abismo. ¿Quién tiene elcoraje de aligerarse lo bastante como para tocarlo?»3

En este sentido, sería interesante leer el Saint Genet,comédien et martyr de Sartre,4 quien después de habercomparado a Jouhandeau con santa Teresa y con JeanGenet, concluyó que la verdadera superioridad no estáen la salvación, sino en la perdición.

Ciertamente, Jouhandeau vivió en una época en quelos dogmas del cristianismo y el culto de la moralrepublicana se empeñaban en traicionar la libertad depensamiento y la franqueza del deseo. «No, nadapuede igualar la fuerza de mi Deseo, de ese entusias-mo, de esa quemadura que siento cuando alguien seacerca.»5 Ser cristiano o moralista ¿no es tomar cami-nos sembrados de obstáculos para con uno mismo, debuena o mala fe? En estas condiciones, cómo no creer-

Prefac io

3. L’amateur d’imprudence, Gallimard. 4. Gallimard, 1957.5. De la abyección.

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le cuando nos dice haber escogido las almas más perdi-das porque son las más bellas y que el mal y el bien seequiparan porque ambos pueden llevar a la perfección.«El mal tenía aún un deber: ser bello.»

Desde esa perspectiva quedará trastocado el equili-brio de la existencia y Jouhandeau se verá inexorable-mente arrastrado hacia escándalos disparatados, elmenos enojoso de los cuales no será, precisamente, esanecesidad de dar a cualquiera de sus actos –en las acti-vidades más secretas–, los más oscuros de su pasióncarnal, cierta justificación divina, pues sabe evolucio-nar en el mal con alas de arcángel para continuar sien-do, según la expresión de san Agustín, al que adaptabapor su propia cuenta, «magnífico incluso desde lo másprofundo de la ignominia».

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Para Jean Paulhan

Mi querido Jean,Recibe este texto como un documento

que puede referirse a cualquier personay que sólo he consentido en entregarteporque estaba tentado de destruirlo.

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A

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P r i m e r a p a r t eSÍNTOMAS

En presencia de los demás

A veces me siento víctima de la incomprensión de loshombres, incluso de los desconocidos, me siento vícti-ma de una aversión espontánea que hace de mí un exi-liado perpetuo.

Ciertas personas consideran sospechosa mi presen-cia en el mundo y su actitud hostil me recluye en miSecreto.

Pero nada me exaspera tanto como la reprobación.

Unas pascuas increíbles. He pecado. Me he confesa-do. He vuelto a pecar.

Una madre que pasea a su progenitura: «¡Qué malacara! Pero ¿dónde está la policía?» Ocurre lo mismocuando me hago cortar el cabello.

Parezco un criminal, peor todavía, una hecatombe.M. –Tu rostro tendrá siempre veinte y 1.000 años.

Cuando parece que tiene 1.000 años y no 20, damiedo, pero cuando parece tener 20 y no 1.000, espeor.

Tienes la edad del Infierno.

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Esta mañana pasé por delante de una tienda de ver-duras tempranas españolas y oí al dueño decirle aldependiente, con el tono grave que convenía, mientrasme señalaba:

–¡Toma! ¡Fernando el Católico! –No, más bien Valentin Goudoufre.6

No es del todo imposible que un diálogo sin palabrasse establezca entre dos desconocidos sentados frente afrente, durante un viaje, o entre dos paseantes que secruzan al azar. El intercambio fugitivo permanece aveces como un estado de inquietud o se manifiesta enuna expresión del rostro: un gesto de simpatía o de hos-tilidad predecibles. Si uno de los dos paseantes es uncualquiera y el otro un quienquiera se adivina lo quepuede pasar, pero si «cualquiera» se cruza con el manía-co, el obsesionado, el «aislado» que soy yo, nadie sabecómo me afecta mirarle, ni el desacierto del que voy aser objeto por su parte, si es que hay algún hombre en elmundo susceptible de la misma curiosidad que yo ycapaz de responder a ella. Pero, si, con la complicidaddel Cielo o del Infierno, el milagro se produjera y aquel

6. Apellido sin traducción posible; en francés tiene una connota-ción vulgar, grosera incluso. Ideado por Jouhandeau a partir, qui-zás, del apellido Godeau, que se inventa para sí mismo en susescritos más autobiográficos. (N. de la T.)

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que compartiera mi idea fija viniera a mi encuentro,podríamos creer, por un instante, que el mundo enteroestá construido como nosotros, y entonces ¡craso error!nos dejaríamos llevar por un ensueño excepcional.

Sobre todo, habría que evitar vivir con los demáscomo si fueran otros yo, pero eso es exactamente loque hago.

Sin duda, yo sólo sería verosímil en un mundo en elque todos sufrieran la misma locura que yo.

Y lo que me pierde es concebir, a veces, como real elmundo quimérico en el que me siento solo.

Me bastaría con aceptar el sentimiento de mi excep-ción entre los hombres para salvarme humanamente,porque así habría descubierto la hipocresía que con-vendría adoptar, que es una forma de la sabiduría, ano ser que la única sabiduría que pueda conocer nosea sino una forma viable de mi locura.

¿Qué loco no lamenta que el mundo entero no des-barre como él? ¿Qué pecador que su pecado no seauna ley universal? Los alienados y también aquellosque comparten idéntico vicio instintivo al que, por unaatracción misteriosa, se entregan siempre a la mismahora y en el mismo lugar. De forma similar, la gente

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honrada sólo está a gusto entre ella. En un mundo quecompartiera su pecado, el pecador ya no sería pecador,sino honrado. En un mundo que compartiera sumanía, el loco ya no estaría loco, sino que sería razo-nable y la razón sería una manía.

«¡José, el obstinao!» en nuestra habla regional.¡Cuántos recelos despierta en mí ese personaje fabulo-so cuya historia desconozco, sólo el nombre que mipadre me daba cuando, siendo niño, no quería ceder!

«José, el obstinado.»

A veces tengo la impresión de vivir al ralentí, de estaral margen de la vida, de ser medio fantasma; que lo queme hace vivir ahora es, quizás, sólo una enfermedad–que me hace vivir un punto por encima de los otros.

Entonces mis propios gestos, mis propias palabrasatemorizan mi alma que se retira y se va muy lejos, enlo más profundo de mí mismo, donde nada pueda yasubyugarla.

Testimonios de tú a tú

a) La Verdad

Si uno estuviera de acuerdo consigo mismo sobre loque piensa... Pero es más fácil mentirse. Por pereza o

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por cobardía todo el mundo acepta las convencionesuniversales, respuestas estereotipadas a las angustiaspersonales.

Si transiges sobre las apariencias del honor, muypronto transigirás sobre el honor, que no es sino unaapariencia, una forma; quien siente el deleite despiada-do por la verdad no sabe guardar las apariencias, nisiquiera la apariencia de la honradez, otra forma, alfin y al cabo. Pasará insensiblemente por todas las for-mas del sufrimiento, sin conservar otra cosa que unaespecie de grandeza.

Acaso no sé que mi vida está hecha de paradojas,quiero decir, de excesos contrarios que disculpan cual-quier error, tanto los de los demás como los míos so-bre mí mismo.

Rabanath: nombre que me daba mi abuela maternacuando me ponía imposible y que debe ser el de undemonio.

«Rabanath oculta tan bien sus intenciones que casinos hace creer que actúa contrariamente a lo que pre-tende, mejor todavía, se podría afirmar que no estáactuando.» Y, efectivamente, quizás ya no actúa. Derepente, vive.

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Nada sorprendería tanto a la mayor parte de lagente como saber que están representando una come-dia, y si se le dijera cuál, no os lo perdonarían; no se loperdonarían.

Todos representan una comedia, pero nadie lo sabea ciencia cierta ni sabe muy bien cuál. Se trata de ocul-tar la propia identidad, algunos vivirán hasta el finaldel mundo en la mentira y no despertarán a la verdadmás que el día del Juicio final.

Por eso el mediocre muere, muy a menudo, sinhaberse conocido: presiente el peligro que ello supon-dría. No hay otro mayor. Las almas regias no puedenocultar mucho tiempo quiénes son.

Se miran sin engañarse, a veces incluso en medio dela calle o durante una conversación.

Bien instalado en el silencio y la inmovilidad, finjoacostumbrarme a ellos y adivino que se puede disfru-tar entonces de una tranquilidad profunda.

Nos olvidamos fácilmente de nosotros mismoscuando no somos conscientes de la existencia.

Se olvidan fácilmente ciertos pecados cuando sólonosotros los conocemos.

Hay gente buena y gente que tiene interés en pare-cerlo, y no son los primeros quienes parecen ser losmejores, ni siquiera a ellos mismos.

Los hay también que siempre parecen culpables,aún siéndolo. Se trata entonces de una segunda inocen-cia. Pero no por parecer yo un malhechor dejo de serlorealmente.

Que el vicio tiene sus hipocresías, igual que la vir-tud; el arte es una convención provisional, pero a vecesno se necesita nada entre la vida y uno mismo.

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La verdad que podemos percibir simultáneamentees un intervalo demasiado corto como para que poda-mos expresarla.

Nada es verdad, nada es siempre verdadero, nada esverdadero durante largo tiempo. Nada es verdad eltiempo suficiente como para que podamos ser cons-cientes de ello.

Sometidos a la facultad que tenemos de fijar más omenos la tuerca de la atención, la aprehensión de laverdad es pasajera, y sea cual sea la verdad que apre-hendemos, la sinceridad es una pretensión gratuita. Afuerza de creernos verídicos nos engañamos o nos men-timos, y de todos modos la verdad queda dañada, per-dida, malograda.

Hablo aquí de la verdad sobre nosotros mismos.

Cuestión de conciencia más que de inteligencia, dedisciplina interior: una actitud, una espera constante yansiosa, que supone tanto pasión como mesura, prepa-ra ese momento en que el alma se ilumina de golpe, oal menos se aclara.

Cuando la inteligencia iguala la ignorancia y ambasson considerables: ningún otro estado está más cercade favorecer una especie de genio, de adivinación.

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No hay sinceridad más que en la independenciatotal del alma, pero ¿qué alma es totalmente libre?

La sombra de una dependencia es una pesada cadena.Dependemos de lo que sabemos, y aún más de lo

que creemos saber.Ahora bien, lo que sabemos lo debemos, muy a

menudo, a la prudencia interesada de nuestros mayo-res, y lo que creemos saber lo debemos a nuestra pro-pia temeridad.

La seguridad me es tan antipática más allá de cier-tos límites, que me asquea incluso admitir que estoyseguro de sufrir. Vivir es ser engañado o engañar.Ahora bien, basta con no prestarse a lo uno ni a lootro con ninguna complacencia.

Oh libertad, facultad trágica de moverse, de exten-der sólo los brazos y llevar la mirada a lo lejos, comosi de golpe un gran bosque se derrumbara alrededor deuno.

Pero la noción de la verdad se ha rebajado tantoque si decís la verdad, os acusarán de querer sorpren-der o escandalizar. Lo que más necesita el espíritu esatrevimiento y matiz; el primero excluye al segundo,pero uno y otro son necesarios para la aprehensión yla expresión de la verdad.

Descubrir la propia verdad no es adivinarla ni ro-zarla, ni aspirar su perfume, ni percibir su reflejo al

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tiempo que uno admite que es inasequible en sí misma;no es tampoco comprenderla como si pudiera ex-plicarse: es ser poseído por ella, a expensas de unomismo, de los pies a la cabeza, desde la uña del dedogordo del pie hasta la punta de los cabellos, en todoslos sentidos, hasta lo más recóndito del alma, no respi-rar, no ver, no escuchar ni tocar otra cosa que la pro-pia verdad a través de todo, obedecerla sólo a ella,dirigirse sólo a ella, no desear ni temer otra cosa queella, ser uno con ella y que ella sea uno contigo mismoy con el resto del mundo, un mundo cuyo único signoes tu propia verdad. Y poco importa que esa verdadsea de orden elevado o inferior, que sea «la Verdad»absoluta, con tal de que sea tu verdad o la mía única-mente y de que me habite por completo. Y poco im-porta que consiga explicármela, con tal de que meexplique a mí mismo y todo lo demás. Incluso si sólotiene valor para mí, si sólo a mí es accesible, con tal deque me dé la solución al enigma, de que determine elgiro de cada uno de mis gestos, de que dé ritmo a mipaso, de que ilumine desde el interior mis pensamien-tos y galvanice mis palabras, anime mi rostro, decidamis lágrimas, organice mi sonrisa, mande a la sombrainefable de mis tristezas cubrirme o dejarme: sólo ellame entrega una voluptuosidad que soy el único enconocer, sólo ella me libra «mi placer»; gracias a ellahe dejado de sentirme perdido, la encuentro al buscar-me, al buscar mi secreto; e incluso si fuera el más des-graciado de los hombres y tuviera que pagarlo con micondena, no me preferiría a nadie, porque me es impo-sible renunciar a ella, es decir, renunciar a la verdad,quiero decir, a un recuerdo, a una emoción o esperan-

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za que le debo y que me confirman en mi obstinación demantenerme en el ser de mi ser, de no querer a ningúnprecio otra cosa que mi identidad y mi singularidad.

b) La Poesía

Cuando sus crímenes no son evidentes, el culpableposee un lenguaje cifrado que le pone a salvo de cual-quier promiscuidad con la justicia.

Incluso si creen descubrir mis intenciones o inclina-ciones, es imposible que lo que yo quiero sea tan sim-ple como creen los demás, como a menudo creo yomismo.

Toda la felicidad de un hombre, toda su gloria,depende del objeto de su deseo: a veces consigue acer-cársele, otras se aleja, a veces nos acerca a él, otras nosaleja con subterfugios.

A veces no sabemos a qué nos enfrentamos, por losrecovecos del lenguaje. Rozamos un abismo, el abismode alguien. Por sendas misteriosas os ha conducido eintroducido en su particular turbación, donde vuestra

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experiencia desfallece. Os faltan los elementos necesa-rios para juzgar, puntos de referencia, pero he aquí queos nacen subrepticiamente unas antenas que os permi-ten sospechar la existencia de un mundo nuevo, accesi-ble y simultáneamente prohibido.

Hay algo mágico en toda nuestra manera de ser, decomportarnos con lo que buscamos y que sólo pode-mos atrapar a tientas y por sorpresa, siempre y cuandono nos conformemos con un casi, quiero decir, siempreque mantengamos una exigencia interior: si aportamosno sólo pasión, sino también una especie de religión dela vida.

Dos hombres no dan nunca idéntico sentido a unamisma palabra. Según el contexto, la posición que leotorgue, el contexto con que la acompañe y el miste-rio, la soledad, la sombra o la luz, la serenidad o elhorror sagrado con que la rodee, esa palabra cambia,queda transferida, desfigurada o transfigurada, la hametamorfoseado incluso.

En cada una de las palabras que utilizo pesa todami experiencia personal y el matiz único de mi alma sedescompone o recompone en ellas como a través de unprisma único.

Innumerables son los hombres; conocemos a unospocos. Los más profundos y delicados se esconden: losque tienen una manera de sentir o de pensar original,los que han descubierto algo de Dios, de los demás ode sí mismos. A veces esa profundidad, esa delicadeza

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encuentran su expresión: estamos entonces ante unhecho raro que nos permite constatar nuestros propiosabismos.

Creía sentir únicamente lo que puede decirse y medoy cuenta de que nunca he estado tan lejos de poderexpresar lo que siento.

Más todavía, lo que he podido expresar ponderada-mente de mí mismo, ya no tiene interés para mí.

El Pecador se ve conducido a los mismos extremosque el Místico. Nadie sabe enteramente de qué hablan,ni el primero ni el segundo, ni ellos mismos se darían aentender sin recurrir a la alegoría.

«En un rincón de la sala de espera de tercera clasede la estación ferroviaria de Orléans, sobre mi abrigogris estalló la gloria: la del Infierno.»

Si no supiera crearme distracciones habría muerto oestaría encerrado en un manicomio desde hace muchotiempo. La única cosa que puede salvarme: cierta suti-leza en el uso de la analogía y del símbolo.

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Estilo: una impresión excesivamente controlada porla expresión pierde su perfil, y entonces la propiaexpresión pierde su carácter de inicio, de envite, surazón de ser.

De noche el rebaño duerme en el fondo del establoy se acaricia medio dormido, así lo hacen también enmi corazón mis más oscuros deseos.

Una grulla cae en un campo, en otoño. Un campesi-no la recoge y le corta las alas. La primavera siguienteuna hermana de paso baja a buscarla, la pobre seafana pero, privada de alas, muere de pena en tierra.

No, nada me parece más cercano a mi cuerpo que lahierba y las flores. Es en este contacto impersonal dondemejor florece mi sexo. Como si la misma savia y las mis-mas ramificaciones se expresaran en ellas y en mí. Enrealidad, sólo engaño a mi mujer con los helechos y laszarzas con que me acaricio o me lastimo.

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Por un lado del cristal alimento a los pájaros y porel otro al gato que quizás se los coma.

Cuando vivía en el distrito sexto, en la calle Gay-Lussac, por la noche, cuando volvía a casa después dealguna aventura dolorosa, me imaginaba siempre laescalera cuando regresaba a casa, después de algunaaventura dolorosa, como una escalera de mano quesubía escoltado por Ángeles y los últimos peldaños lle-gaban a las estrellas, entre las cuales me dormía en elbalcón, en los brazos de terciopelo de la pequeña buta-ca de cerezo de mi abuela materna.

Por miedo a afrentarme, rechazo las montañas. ¿Aca-so tengo que subirlas para elevarme? Quedan abolidas.

Llevo en mi interior los Pirineos y las orillas detodos los mares.

Para probármelo, durante largo tiempo, sentado ala puerta de mi ciudad, he rechazado viajar.

Por todas partes sus dientes y cabellos. En Cha-rroux, en Poitou, el prepucio de Dios y en Reims, laforma de sus nalgas. (Catalogue des reliquies fériales,pp. 101 y 128.)7

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7. Alusión veraz a famosas y sorprendentes reliquias en los luga-res sagrados indicados. (N. de la T.)

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«Maravilla que sea Calvino quien haya dicho que laMisa es Elena. Que nada como el odio para elogiar-nos, mejor incluso que el amor: quiero decir: más dig-namente.»

«Creando falsas perspectivas e infinitos accidentes,por pequeño que sea el Jardín, toma proporcionesinmensas.»

«Nada se parece tanto a las manos de los más belloscristos de marfil como las manos de un topo.»

«Por la noche, cuando el bosque se convierte en unacuario, titubeamos ante la realidad de ciertas captu-ras cuya inverosimilitud nos hace dudar: Belerofonteno creyó en un primer momento en Pegaso ni en laQuimera. Pero al día siguiente se encuentran en elsuelo de su habitación sus marcas tangibles, incluso in-delebles.»

«Pocas personas saben que se evita plantar ála-mos en las praderas porque favorecen la aparición,en su pie, de una mala hierba, ¡qué perjuicio para elCielo!»

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«Que hay una manera de mirar a un caballo que seacerca y supera incluso a la caridad.»

D’Alembert dijo en sueños que cualquier animales más o menos un hombre, que cualquier planta esmás o menos un animal, que un mineral es más omenos una planta; que no hay en la naturaleza barre-ra alguna.

«Lo que me tranquiliza: la vida y nuestra imagina-ción son paralelamente tan exactas y fabulosas, la unacomo la otra.»

«Que la zoología y la botánica no son tan ajenas aDios y al hombre como para no poder ayudarnos a co-nocernos a nosotros mismos y a Dios frecuentementemejor que la antropología o incluso la teología.»

«El universo es más antropomorfo o el hombre cos-momorfo: “Casi tan humano como su cabra”, dijoLongo.»

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«No paro de acariciar un libro que nunca he podidoleer pero cuyo título me fascina: Teología de los insec-tos.»

c) Misterios del Deseo

Entrar en la sombra de uno mismo como un ciego denacimiento entra en un mundo en que el tacto substi-tuye a la vista. La conciencia se parece más a unamano que busca a tientas, que a un ojo.

Perseguimos un objetivo escondido que nadie adivi-na y que ni nosotros conocemos.

Donde la imaginación tiene más por hacer, la parteanímica está más desarrollada. Si rechazas la realidado si la realidad te rechaza, tienes más por hacer con tualma.

«Me gusta la poesía, me decía alguien, pero a lapoesía no le gusto yo.» Damos los primeros pasoshacia lo que tememos, porque es necesario para con-fiar y acostumbrarnos a ello. Primero nos afanamosmucho para descubrir en nuestro interior una herida

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secreta cuya existencia no nos explicamos, luego nosdedicamos lo que nos queda de vida a esconderla. A lavista y conocimiento de todos, cada cual parece perse-guir un objetivo que todo el mundo conoce, pero ensecreto, se persigue otro, que todo el mundo ignora ydel que sólo somos conscientes por casualidad, y aveces nunca. Es en el curso de una de esas casualidadescuando morimos y los hombres querrán explicar loque ignoran por lo que saben. Más todavía: cada cualse deja llevar por sus preocupaciones cuya fatalidad notiene cura. La fatalidad sigue su curso, sin inquietarsepor las preocupaciones de los hombres. De ahí unmalentendido irreducible y el origen perpetuo de erro-res y de errores judiciales.

Élise8 me hace preguntas y yo le contesto: «Tendríaque estar loco para actuar así». Y eso es precisamentelo que acabo de hacer o voy a hacer.

Porque entre lo que hacemos habitualmente o loque querríamos hacer quizá no haya sólo una relacióncontradictoria. Lo que hacemos habitualmente no es, amenudo, la expresión, sino lo contrario de lo que que-rríamos.

Sólo nosotros entendemos lo que nos es placentero.Todos estamos secretamente solos, con nuestro placer.

Nuestro placer no debería depender de nada ni denadie y todo debería depender de nuestro placer.

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8. Élisabeth Toulemot, esposa del escritor, evocada en su obracomo Élise. (N. de la T.)

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Ciertamente, nada debería importar más a un hom-bre que su ensueño, que debería poder emplazar encar-nizadamente en cualquier realidad.

El ensueño no es rechazar cierta parte de la reali-dad.

Antes de ser, y para pasar del no ser al ser, hemosvivido experiencias humanamente indescriptibles, cuyorecuerdo sin duda mantenemos de forma confusa einconsciente, signo mismo de nuestros deseos.

Si soy un asesino, lo reconozco en el placer dematar. Si soy un ladrón, si soy un corrompido, ¿cuáles mi exceso, el que me constituye? Si soy un hombrehonrado, sólo mi botín me lo enseña: el bien moral.Algunas personas no sienten placer en matar, en ro-bar ni en fornicar de manera alguna, sino únicamenteen felicitarse por una universal ausencia de sí mis-mos.

Todos tenemos nuestro deseo, pero no sabemos cuáles hasta que lo encontramos. No sabemos nada que nosea por experiencia.

Es mi deseo, pero sólo lo reconozco por el desaso-siego singular que me invade en presencia de lo quebuscaba. ¿Cómo podría saberlo de antemano?

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Al acercarme a lo que buscaba, al acercarme almomento y lugar que van a entregarme el objeto de mideseo, el estremecimiento de todo mi ser me tranquili-za, la especie de muerte que me golpea me da a cono-cer mi vida, me da la vida, la llave de mi Secreto.

Miserias de quien quiere apurar su deseo para estaren paz consigo mismo. Hay quien no siente deseo. Nadapuede emocionarles en este mundo ni en el otro. Escomo decir que no existen. No tienen vocación.

Otros nunca han sentido la curiosidad o el coraje deintentar la aventura de su deseo. Lo han guardado,atrofiado o adulterado sistemáticamente en su yo pro-fundo, alimentándolo con engaños. ¿Cobardía o sabi-duría?

Tranquilo en lo sucesivo; es el caso de un religiosoque, tras ponerse unas gafas verdes, suprimió comple-tamente el ardor que incendiaba su yo interior al mirarel rosa.

Veo pasar desde mi ventana a un hombre del pue-blo que regresa del mercado. Lleva colgada del brazo

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una bolsa de comida, va vestido pobremente, peromuy cerca de él, por el borde de la acera, camina suhija, una niñita de diez años, vestida como una reina:botas, abrigo de piel, manguito, sombrero con lazos.No es día festivo. ¿Qué importa? Él tiene el día libre yquiere que sea festivo. Porque, gracias a la muñequitaque trota a su lado, sus pasiones se han disciplinado.Como querida sólo tiene a su hija, nacida de su placery que le enseña a renunciar al placer por amor a ella,a preferir las imposiciones del corazón a las de susapetitos.

Soledad de los apetitos en nosotros y entre no-sotros: no se juntan casi nunca, a menudo se ignoran,a veces se combaten, a veces se manipulan. Raramenteuno de ellos nos gana por entero; de ahí nuestra faltade lirismo, de genio.

El que se lo ha sacrificado todo, ignora lo que eldeseo va a exigirle ahora. Como un sabor, como unperfume deleitable, como un encanto que escapa acualquier análisis, como una imagen sin nombre, unaatracción irresistible le lleva al cenit de sí mismo, alfondo del Infierno donde no sabrá nunca, por comple-to, por qué se ha perdido.

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d) Los Sueños

Nadie siente menos necesidad de dormir que yo, el sueñome parece una farsa. Si hay gente en casa, la invito a dor-mir y cuando todos duermen, los miro un instante. Nadaes más feo que esa gente escabechada; me marcho.

¿Puedo dormir? El sueño me huye y cuando no puedodormir, el sueño me busca. Ese conflicto entre el sueño yyo me obliga, finalmente, a caminar al borde de unaespecie de abismo, vecino de la muerte y de la locura.

Fluctúo entre un sueño y un insomnio perpetuos yese estado consciente de semivigilia o de medio-sueñoes eminentemente favorable a la adivinación; especial-mente si se ha obtenido sin artificios; el sueño se con-vierte sin esfuerzo en un intermediario, una especie delenguaje íntimo: en ese estado uno mismo se da sorpre-sas, o más bien se hace confidencias.

En sueños, por ejemplo, me represento la altitudmejor que si la veo despierto. Es mil veces más sensi-ble. Quiero decir que el sueño me la hace muy real,mientras que la realidad sólo consigue aparentarla.

¿Quién ha dicho, fiándose de las apariencias, que elsueño es hermano de la muerte? Sin duda la muerte es,precisamente, la imposibilidad definitiva de dormir.

Soy consciente de encontrar a veces en los sueños loque la vida me rehúsa.

Por ejemplo, de noche soy consciente de mi cuerpode una forma que no siento habitualmente cuandoestoy despierto. Se me presenta como una masa en

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íntima fusión con mi yo. Me torturan sordos ataquesque sólo pueden situarse en mi cuerpo: de aquí y deallá se elevan, se desprenden con presteza, llamaradascon forma de rostros, animales, plantas, árboles queme habitan. Esa fauna y flora interiores bailan y ya nosé dónde estoy, quién soy ni lo que soy: infierno inte-rior. El oro, en el crisol, ciega su ganga y la retuercepara librarse de ella.

De esos sueños traigo flores en mi regazo y mesiguen extraños animales que me escoltan el resto deldía. Sólo se les ve a intervalos y cuando aparecen paradesaparecer enseguida la sorpresa es enorme. A veceslos demás también los perciben oscuramente a mi al-rededor y me miran con una especie de terror: «¿Dédonde viene ese?», y me dejan solo, desorientado, víc-tima de esa flora y fauna extranjeras.

¿Qué me dará la posibilidad de saltar hacia lo desco-nocido, de atravesar la barrera entre yo y yo, entre lo quecreo querer y lo que quiero, entre lo que quiero ser y loque soy, entre lo que creo que es y lo que realmente es?

Los trastornos del sueño tienen a veces el valor derevelaciones sublimes; únicos intermediarios disponi-bles para encontrarnos a nosotros mismos, hacen másaccesible la verdad; gracias a ellos el Secreto aflora.

Hay algo que ignoro y que me atrae. No sé, noquiero saber lo que es. ¡Ay, no resistirse a ello!

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¡Qué hermosa luz ha brillado el sábado por lanoche, sobre todo el día de ayer! Me veía tranquilo,sentado cerca de la ventana de mi habitación de sol-tero, cuando estalló una discusión en el peladero de lacarnicería de enfrente: la casa se estremece como siestuviera hirviendo, alguien escapa de ella y un chicode dieciséis años, quizás yo, entra en ella enloque-cido. Le oigo protestar desesperadamente, pero unoshombres con las manos ensangrentadas, los brazosdesnudos, vestidos con batas blancas manchadas, seapoderan de él y uno de ellos, que escondía bajo sudelantal una brasa puntiaguda, le revienta los ojos.Oiré siempre ese gemido en mi interior más profun-do; pero aquello no fue lo más atroz: el verdugo traea su víctima un objeto que le pone entre los dedos ytoda mi vida, mejor que cualquier cosa real, veré alciego obstinarse en mantener ante su rostro ese es-pejo donde se empeña en querer verse, incapaz sinduda de comprender de buenas a primeras su ce-guera.

Después manipulé juegos chinos, cubos de cristaltransparente en cada uno de los cuales se movían,como en un mundo inmóvil e inaccesible, personajesaislados: el oculista, el asesino, la butaca, etcétera.

Profundidad del abismo donde brillan tan inefablesluminosidades y de donde surgen a veces manantialesde delicias.

¿Quién me devolverá esas dos figuras, engarzadasen terciopelo, como máscaras de oro, y mi angustia

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ante el arbusto colmado de flores y de frutos que sur-gió del precipicio en el mismo instante en que un cochede policía iba a atropellarme?

Perfecta nobleza de ese rey tranquilo, con las manosen la cintura, la cabeza ceñida con el mismo fajín rojoque los pies, inaccesible y simultáneamente ofrendado,con un nido de palomas en las rodillas, al alcance demis manos.

Es el Demonio a quien vemos de día, en el cami-no, el que se esconde en el taller esta noche, peroaunque quiero gritar, mi voz rehúsa llegar a mislabios y me pongo a bailar ante lo que me espanta yel ritmo de mis pasos me protege y me libera tan ver-tiginosamente que, al despertarme, la cabeza me davueltas.

Otros hombres permanecen ocultos en mi yo inte-rior, bajo una manta que pisotean leones, tigres,toros que quieren rasgarla para lacerarnos; o bien,cerca de un manantial profundo y peligroso que sevislumbra a través de los nenúfares, doy la mano aun niño vestido de blanco y le explico, con toda laelocuencia de que soy capaz, que sería mortal dar unpaso más, pero entonces el niño se escabulle y lo veodesaparecer, sin que me sea posible mover un dedopara salvarle.

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Había decidido pasar la noche al raso, en Grand-cheix,9 para ver al día siguiente salir el sol: me tum-bé en la oscuridad que la sombra de los castaños ha-cía aún más negra y se hizo un silencio absoluto,como si mi corazón hubiera cesado de latir y el mundode girar, cuando muy cerca de donde estoy, alguientose.

Ante ese signo, como un trueno, mi cerebro se res-quebraja, ¿o es el Universo? y me quedo, paralizadopor el espanto, al lado de este compañero, enemigo oamigo, desconocido e invisible, de quien no sabía sipodía esperar que se levantara de un momento a otropara estrangularme o para abrazarme.

A veces sueño olores, agradables o desagradables.Una mancha en el vestido de A., que se pone demasia-do cerca, me da asco y me levanto enfermo.

Concierto interior oído cuando iba, hacia las dos dela tarde, a la calle Raynouard y el arrobamiento sepintaba tan claramente en mi cara que, a mi alrededor,todo el mundo se inquietó.

En el jardín de mi madre, en G.,10 lluvia de maripo-sas fantásticas, con atentos ojos humanos, demasiado;todas bellísimas y de colores tan brillantes que deslum-braban, pero que también espantaban, al ser tannumerosas y tan grandes y al mover tanto las patas ylas antenas, con un ruido de cangrejos en el caldero.

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9. Montaña cercana a Guéret, ciudad natal del escritor (N. de la T.)10. De nuevo, referencia al entorno biográfico personal: Guéret.(N. de la T.)

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Rey y amo del mundo, regalo un hermoso domingoa toda la humanidad reunida: un caldo que yo mismohe envenenado. El día siguiente, lunes, qué paz, peroenseguida, qué peste, que me hace morir loco de sole-dad.

A veces un recuerdo particular os mantiene alertatodo el día. Reencontramos en la memoria un detalleque reconocemos por haberlo visto, sin saber dónde,sin poder identificarlo por completo. Puede tratarse deun mobiliario, de un paisaje, de un perfume, de unretazo de conversación, de un fragmento de rostro, dela expresión fugitiva de una fisonomía conocida y anó-nima, y en cada uno de esos detalles la emoción nosabraza feliz, penosa o apasionadamente. Querríamossaber, querríamos ver más. Sabemos que hemos sidofelices en ese lugar a causa de algo, de un ser, pero¿cuándo? ¿dónde? Se trata quizás de un sueño en parteolvidado, que no ha quedado fijado en la memoria contodas sus circunstancias, aunque acaso sea lo mejor,una de nuestras experiencias más profundas, másinvulnerables, quizás la única feliz que tengamos y quepermanezca en nosotros con ese ascendiente, eseencanto que se difunde durante todo el día, y a vecesdurante toda la vida, mejor que un embrujo o unaciencia, la certeza de tener un secreto, algo tan raroque lo escondemos, que nos lo ocultamos a nosotrosmismos para guardarlo mejor.

Esta mañana he soñado con mi hermana. Se casabacon gran pompa y sólo tenía para acompañarla lasviejas ropas de mi padre. Mis pies bailaban en sus za-

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patos y arrastraba por detrás una larga esclavina depaño negro. La misa se celebraba en el altar de la Vir-gen y a causa de mi traje me habían prohibido estaren el coro, pero arrodillado en la balaustrada, con lacabeza entre las manos, sentía hasta tal punto a Diosen mi yo más íntimo que notaba, a pesar del ridículo,la total grandeza de mi actitud y una felicidad tal queme sigo sintiendo embriagado. Al contrario que laparábola, la gloria interior hacía inútil el vestido nup-cial.

Más tarde: una recepción de gente rica en casa deella, adonde llega una negra endomingada y amanera-da con afán de emulación: bastaba con no reventar derisa, pero fue más fuerte que yo y mi propia carcajadame despierta. ¿La negra? Élise, supongo.

Aún más: me interno en un bosque donde unos pig-meos quieren matarme. Antes de morir les dirijo undiscurso cuya última frase pronuncio completamentedespierto: «Donde el crimen es universal, hay comu-nidad en la barbarie». O escucho a la señora Lerouxafirmar: «Yo podría hacer cualquier cosa, sin que seme notara, sin enrojecer, como si me hubieran cortadolas manos: además ¿acaso sé lo que éstas hacen?».

Ocurre que estoy explicando a mi madre las Escri-turas y me oigo decir dormido: «La Eternidad es todaslas presencias a la vez», y otra noche escribo al dictadode un desconocido: «que sólo de mí dependía manejara mi antojo los astros». Simultáneamente se formaba,por la acción de dos manos divinamente bellas y en

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una luz diferente de la nuestra, un Universo donde lasflores eran tan tupidas y tan grandes que llegaban ainvadir los caminos y había que apartarlas o levantar-las para avanzar. Toda la gente de la ciudad dormía enla calle, alrededor de una mesa y en el centro de lamesa ardía una única vela en el candelabro de miabuela. Por encima de las casas, el campanario y, entreellas, una gruta de piedra; por las ventanas abiertas seveían los faldones negros de los trajes masculinos ylos velos multicolores de las mujeres alborozadas quebailaban un vals. Durante un segundo la música inte-rior se hizo tan embriagadora que el campanario osci-ló y las casas se pusieron a dar vueltas.

Entonces entré en la gruta, donde comulgué escolta-do por seres fantásticos; me hablaban en esa lenguafamiliar de la infancia a la que sigo siendo muy sensi-ble. La pureza que respiré allí todavía se proyecta enmí tan claramente que me pregunto si no comulguérealmente y si mi corazón sólo renunció en sueños a sudescaro. No se atraviesan en vano esas regiones sere-nas, atentas a la sublimidad que sin duda llevamos enel fondo de nuestra alma.

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S e g u n d a p a r t ePRIMERAS EXPERIENCIAS. – LOS RECUERDOS MÁS ANTIGUOS

I

En una ocasión, era por la mañana, debía tener yo sieteaños, mi nodriza, Rose, preparaba la comida en ausen-cia de mis padres, en la única habitación que servía decocina, comedor y dormitorio. Estaba allí, solo, conRose y conmigo, un joven carnicero, a quien no sé porqué llamábamos el gran Pompeyo. Probablemente debíde mostrarme especialmente odioso. El joven, con untono inspirado, como mínimo, por la cólera o la indig-nación, gritó: «Por mucho que hagamos, mi queridaRose, este enclenque acabará en presidio». Yo pasabapor ser un modelo de dulzura y amabilidad. La pro-fecía era, pues, inesperada. ¿Qué había podido haceryo? Lo cierto es que aún no me explico qué motivó,pues, la maldición. No soy consciente de ningún acto,no recuerdo ninguna actitud culpable que hubierapodido justificarla. Sólo sé una cosa: fue pronunciada,y que no haya podido olvidarla se lo debo a mi buenaRose, que no pasaba ni un solo día sin repetirla, peronunca para reprocharme nada, sólo para manifestar laanimadversión que sintió desde entonces por el granPompeyo.

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Notemos que si se cambia la palabra presidio por lapalabra Infierno, Infierno parecería un eufemismo.¿Por qué? Grave inconsecuencia.

II

Me parece que fue un poco más tarde cuando compar-tí cama con el hermano de mi madre, que tenía enton-ces unos treinta años. Mientras dormía por la mañana,fingí que dormía también para acercarme a él muylenta y pacientemente. Yo quería tocar mi cuerpo conel suyo, en un sitio secreto, pero el durmiente estabatan bien protegido por la ropa que sólo pude sentir sucalor, que me llegó a través del pijama, y respirar así suolor me extasiaba a medida que su amplio pecho pelu-do, que veía por el resquicio de la franela, me invitabasocarronamente a imaginar perspectivas más y másmisteriosas; en medio de una vegetación oscura y tupi-da, formas escondidas de una bestialidad tanto másatractiva cuanto que al mismo tiempo me asustaba.

III

Por aquel entonces íbamos varios chicos, en compañíade chiquillas de nuestra edad, a pasar las tardes deverano a casa de mi abuela paterna, que vivía en unpueblecito, a dos kilómetros de la ciudad. Mi abuela,que sólo nos pedía que no desordenáramos nada y que

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no la molestáramos, nos abría enseguida el lavadero,donde nos encerrábamos y a continuación empezába-mos a jugar a Señores y Señoras. Primero se celebra-ban los matrimonios con gran lujo de colas, velos ycoronas de flores cogidas en el jardín. Y los casados,ya en su casa, «se daban el pico», lo que no consistía(ignorábamos incluso que fuera posible) en introduciren ningún sitio un miembro que no podía. Las chicasse contentaban con estirarse, remangarse la falda, lablusa; separaban las piernas y los chicos se les meabanencima, pero de manera que la orina les cayera justosobre el sexo, que se abría y ampliaba enseguida, loque muy a menudo les hacía mear a ellas también.Entonces las orinas se mezclaban e inundaban elembaldosado, propagando poco a poco entre la parejay los espectadores una alegría profunda y sin remordi-mientos, una alegría báquica, pagana, que colmaba alos machos de orgullo y a las pequeñas hembras deuna curiosidad sin ternura. De nuevo todo en orden, seponían una muñeca bajo la ropa y daban a luz.

Mujer vivaz, la abuela sospechaba que en el lavade-ro pasaban «cosas», pero «es la escuela de la vida»,debía de decirse, sonriendo.

IV

Un poco más tarde, cuando supe leer, entendí la ins-cripción de un chico, carnicero, que se dirigía, meparece, a la planchadora y que vi en los retretes delpatio: «Pálida Joséphine, hay remedio a tu mal: está en

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la raíz del género humano que tengo entre mis muslosy que te plantaré, cuando quieras, entre los tuyos».Algunas de estas palabras galvanizaron enseguida miimaginación sin caer en la obscenidad, pues me recor-daban no sé qué mitología.

V

¿Fue quizás al día siguiente? Jugaba en la carnicería,hacia mediodía, aunque mi padre no lo permitía, cuan-do un empleado que debía de tener diecinueve años,una especie de gigante rubio y suave al que importuna-ba, cogió mi manita y, por debajo del delantal, la llevóa su bragueta. No sabía lo que quería: me hablaba «deun pajarito» y vi, efectivamente, que algo se movíabajo el tejido. Unos instantes después de la comida mellamó al patio, donde estábamos solos, y me llevó a unrincón de la cuadra, se desabrochó el pantalón y meenseñó, de lejos, un objeto desconocido cuyas dimen-siones me parecían tan enormes para él y de una formatan sorprendente, desconcertante, extraña y gratifican-te en todos los sentidos para mi curiosidad, que creíque me engañaba, que era una flor, un fruto o una ver-dura lo que había disimulado bajo la ropa.

De noche fui a encontrarme con él en un cuartuchoen el que se guardaba la avena. Una vez la puertacerrada con llave, se desnudó, pero sin vulgaridad,ofreciendo a mi mirada su cuerpo y luego su sexo conun respeto y una emoción infinitos, como se enseña,para adorar, una reliquia de otro mundo, un fetiche

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raro, misterioso, sagrado, prohibido y que os sorpren-de a vosotros también; no como quien esperase el másmínimo placer. Pero sin duda debía de disfrutar muchode mi turbación, de la sorpresa, del estupor que sentíaante lo que me enseñaba de él. Apenas, tras respondera su invitación, mi manita le rozó, se estremeció porentero y un ovillo de seda aterciopelada, de una blan-cura lechosa, se devanó completamente alrededor desu prepucio hinchado hasta los topes.

Dos días más tarde o al día siguiente quizás (¿noshabían visto juntos?) mi padre despachó a ese joven,que pertenecía a una excelente familia de la región,con el pretexto de un robo quizás inventado, paradesesperación de sus hermanas mayores, dos hermo-sas chicas rubias que se le parecían como gotas deagua y cuyos rostros llenos de lágrimas permanecengrabados, al lado del suyo, en mi memoria.

En mi alma, esa marcha revestía unos colores tannovelescos, y entre ese hombre y yo existía ya un mis-terio tan intenso, que no sentía, a pesar de lo que de élpudieran decir en mi presencia, ninguna necesidad derehabilitarlo. A los ocho años ya era capaz de guardarun secreto, y tanto más religiosamente cuanto que eltío del infeliz, un viejo zapatero de la vecindad, mehabía acunado siendo niño, por lo que pensaba quenada malo podía salir de esa familia. En considera-ción también a la manera tan cariñosa y noble, tanbucólica, en que me había descubierto y mostrado «laraíz del género humano», le he guardado siempre, enel fondo de mi corazón, un recuerdo lleno de frescura,como un nido de musgo en el que se cobijaran unaspalomas. Ninguno de los placeres alcanzados después

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me ha hecho olvidar el candor de mi emoción ni elsuyo, cuando estuvimos uno delante del otro; y sinembargo todo habría podido ser bastante peor. Mequeda sin embargo de esa aventura una especie de es-tremecimiento nervioso: quizás a causa de algo que yono llegaba admitir como conforme a lo que había pen-sado hasta entonces del Creador y del Hombre. Meparecía que llevaba en mi carne el principio de unafunción monstruosa que vería desarrollarse en mí, aexpensas mías, y que yo no podría nada contra ella, nisiquiera comprenderla. En definitiva, era eso lo queprefería: no entender, no integrar lo que había creídoadivinar o saber en lo que acababa de ver y de tocar.Nociones escondidas, confusas entonces, pero ciertas:el espíritu es, efectivamente, más fácil de admitir, deconcebir, que la Bestia, pero cuan atractiva compa-ñera para el Espíritu es la Bestia, en cuanto aquélsabe que está unido a ésta. ¿Es el Espíritu el que triun-fará o la Bestia lo avasallará? Ese es el gran Drama, elnuestro.

El tiempo que precede a la entrada en la edad de larazón es el tiempo de la inocencia que ninguna expe-riencia puede todavía manchar. Será más tarde cuan-do el mal se instale en nosotros y desaparezca lapureza. Felicidad de poder acordarme sin remordi-mientos de esa iniciación, porque en ese momentosólo importaba mi fantasía y la más fabulosa aún dela Naturaleza, que yo descubría en mí y a mi alrede-dor, sin juzgarla ni juzgarme. Edad de oro del alma y

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del cuerpo, de sus inefables noviazgos que preceden ala historia.

Sinceramente, sin embargo, no puedo negar que eseencuentro un poco rápido haya dejado en las capasprofundas de mi ser un recuerdo punzante, una ima-gen demasiado vivaz que determinó más tarde unaoscura corriente de preocupaciones y cierto desequili-brio de mi sensibilidad. Pero que Dios me guarde dequejarme de ese mal. Sin dificultades conmigo mismo,¿qué interés tendría la vida para mí?

VI

Debía de tener de diez a once años cuando conocí a unmuchachito de mi edad, el hijo de un pintor de brochagorda que se llamaba Beatus. La primera vez que medirigió la palabra fue camino de casa de mi abuelapaterna: me hizo partícipe de lo que sabía sobre el pla-cer que se dan el hombre y la mujer y me aseguró que elhombre no tenía necesidad de la mujer para sentirlo,que se lo podía dar él mismo. En el granero de una casi-ta abandonada a la que llegábamos iba a demostrárme-lo: arrodillado ante mí, efectivamente, me acariciaba deuna manera tan acuciante que poco después (por vezprimera) se levantó mi aguijón, mientras Beatus merepetía: «¡He, estás contento! ¡Tienes calor! ¡Qué biente lo hago! Te va bien». Necesitaba, primero, que él lopretendiera. En un momento dado, de repente, todo miser se estremeció, como si fuera a sufrir el último supli-cio, un desgarrón, un desgarramiento mortal en lo más

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profundo de mi carne, como en el centro de mi ser; algo,sin que aparentemente nada aflorara, debió de desatar-se: lancé un grito y me giré con espanto hacia mi com-pañero. ¿Iba a morir por su culpa? Le pedí cuentas enuna última mirada: que me dijera lo que había pasado.Había tenido que sufrir y sufrir horriblemente, sin duda.Mi rostro se había crispado y seguía convulso, peroBeatus empezaba a parecérseme: se acariciaba ahora élmismo y le vi enseguida, presa de la misma embriaguezque antes me había proporcionado, envararse, cambiarde color, de expresión, casi de cara, con los ojos fijos enmí. Su gesto, su espasmo, su turbación me tranquiliza-ron: me explicaban el mío; ¿era eso la voluptuosidad?Mi primer impulso fue detestarlo, odiarlo por habér-mela dado a conocer; pero lentamente, tras reflexionar,sentí un interés punzante, de un valor infinito, muyintenso porque me parecía muy peligroso, espantoso:ese poder que me era dado a mí mismo de salir por uninstante fuera de mí, en un estado extraordinario, queme acercaba a la locura y a la muerte.

Durante mucho tiempo creí que la vida no era sinouna sorpresa, que Beatus me había revelado sólo unode los mil y un medios para procurarme los deliriosque yo llamaba delicias y le perseguía para que meenseñara otros secretos. ¿Acaso cada uno de nuestrosmiembros no hubiera podido contener facultades des-conocidas, además de que las que le eran naturales?Esperaba de mi iniciador innumerables revelaciones.¡Lástima! Me confesó que todo el placer del hombre selimitaba a ése, pero que se podían variar el giro, elritmo, las circunstancias hasta el infinito y según qui-siéramos nosotros dos, cambiando las posturas o los

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lugares, yendo a la montaña, al bosque o bajo el agua.Sin embargo, fue en el transcurso de un acto solitariocuando se derramó por vez primera mi semilla.

Iniciado en la voluptuosidad de una forma enfermi-za, debo reconocer que fue el exceso de mis polucionesy el peligro que hacían correr a mi inteligencia, a misalud y a mi autoestima, a mi dignidad interior, lo queme hizo pensar, desde los doce años, que existíanreglas: una moral, y también ayuda para observarla:una religión, y ciertamente, la moral y la religión quemi familia y los curas me habían enseñado, hubieranquedado en papel mojado si no hubiera descubierto, acausa precisamente de mis debilidades y de sus abis-mos mortalmente amenazantes, lo bien fundado, lautilidad, la urgente, la imperiosa necesidad. Así, hoydía admito fácilmente que los que no han encontradoninguna dificultad en sí mismos, ignoran tanto el biencomo el mal, tanto la Ley moral como la Gracia.

Y Dios me libre de envidiarles.

Un poco más tarde la soledad de mi habitación seconvirtió, para mí y para los compañeros que venían aconsultarme sus dificultades, en una nueva tentaciónpara librarnos a ciertos tejemanejes, pero si sucumbíaera, desde entonces, muy a pesar mío, y no dejaba depercibir que lo que me distinguía de los demás, ademásde mis escrúpulos y de mi remordimiento, era mi inten-

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sidad en el placer y cierto ardor salvaje que me erapropio y que me acompañaba en el pecado, haciéndoloasí más atractivo. Dicho de otra manera, mi voluptuo-sidad era de tal calidad o de tal naturaleza que memantenía alejado de los que me rodeaban, sorprendi-dos hasta el espanto. En medio de sus retozos ligeros,mi fiebre me aislaba y no tardaba en dispersarlos paraluchar conmigo mismo, redoblando la piedad.

Por otra parte, a nuestro entender, esas faltas nocomportaban el menor carácter infamante. No deter-minaban en mis cómplices ninguna vergüenza personalni ningún menosprecio hacia mí. Nos parecían natura-les, como si no hubiéramos tenido a nuestra edad otramanera de desahogarnos, y Dios sabe que durante lasclases y los recreos presenciábamos excesos y conversa-ciones mucho más graves y que hacían palidecer losnuestros: los internos vivían en un estado de sobreex-citación perpetua y alucinante: lo que les excusaba eraque esos juegos eróticos, su única distracción, paraellos eran sólo un mal menor. Los reclusos que se abu-rren aspiran a una especie de fatiga, de medio-sueñoque les procure maravillosamente el agotamiento, laextenuación fisiológica, acompañante natural del ona-nismo. Saben claramente que están obligados a confor-marse con sus propias caricias o las que intercambian afalta de algo mejor. Todos aspiran a dejar de vivir entrehombres, a ver el día en que finalmente se acercarán auna mujer: sin duda, durante largo tiempo he creídocompartir su espera.

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VII

Tenía apenas quince años cuando mi padre me envióa un pueblo para asistir a una ceremonia fúnebre.Uno de sus amigos había muerto y su hijo tenía qui-zás dos años más que yo. Todo el mundo le rodeaba ypor un instante le vi sentado en el suelo, con la cabe-za apoyada en las rodillas de una mujer que debía sersu madre, desconsolada, de luto. ¿Veneración del do-lor, de un dolor tan solemne? ¿Efecto del esplendordel lugar o de un encanto singular que emanaba delpropio adolescente? Por vez primera sentí en mí rup-tura y como una especie de conflagración entre missentidos y mi cuerpo: mi sensualidad se traspuso degolpe: conocí la pasión. El chico era guapo, de unabelleza trágica, fina, el rostro agudo y pálido, lasmanos pálidas, era alto y esbelto. En un segundo seconvirtió para mí en «el único», el único objeto de miatención, la ocupación definitiva de mi espíritu; en unabrir y cerrar de ojos había puesto orden en mi inte-rior en torno a él y simultáneamente había hecho elvacío alrededor de él, ocupando el lugar que yo leentregaba; deserté de mí más y más. Mi regreso acasa fue un desgarro y una muerte. Desde mi llegadame encerré para pensar en él y pasaba horas escri-biéndole o escribiéndome páginas sobre él, que meleía y que luego rompía. Muy pronto confié mi nuevosecreto a Jeanne, que me quería como yo quería a L. C.,y nos pusimos a confeccionar, juntos, en su honor,imágenes floridas que yo enriquecía con lemas senti-mentales.

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Como nada me parecía más noble y más alejado,simultáneamente, de cualquier impureza que el afectoque me unía a un desconocido, no pensé ciertamenteen sentir remordimiento alguno, pero Jeanne me hizoleer lo que los místicos refieren sobre el peligro de lasamistades desmesuradas y no consiguió más que trans-mitirme una noción más grave de la fuerza de la pasióny una conciencia más profunda de la fuerza de la mía.Se apoderó de mí una melancolía indecible, que estuvoa punto de convertirse en mortal. Como era imposibleunirme, realmente, al único ser que me ocupaba porentero, decidí matarme absorbiendo el contenido de unfrasco de olor, y como, naturalmente, sólo conseguíenfermar, me sentí aún más hastiado de mi vida, desli-zándome lentamente hacia la muerte; pero ésta no mequiso y, finalmente, en lugar de haber adquirido la con-vicción de que era presa de una inclinación monstruosao anormal, fue sólo la dificultad para encontrar en elmundo a un Amigo que supiera compartir la elevacióny el ardor del sentimiento que yo experimentaba por éllo que me decidió a no dudar más que entre dos cami-nos: unirme a una chica que sería mi mujer o entregar-me a Dios exclusivamente. Tuve enseguida la justaimpresión de que no debía fijarme en Jeanne, que favo-recía en mi ser la eclosión de mórbidas delicadezas, yme lié descaradamente, de buenas a primeras, con suhermana pequeña Valentine, ignorante, idiota y sensualen la misma proporción en que Jeanne era distinguida,instruida, inteligente y etérea. Simultáneamente di, derepente, idéntico cambiazo a todo el mundo, de formatan brutal como práctica: era realmente consciente delterreno que pisaba y aprendía aritmética: dos y dos son

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cuatro. Mi sangre circulaba más rápidamente. Los con-tornos de la naturaleza se precisaron. La eternidad deja-ba de ser importante y el presente ganaba un saborlicencioso. Pero sin duda, en esa comunión con la Reali-dad había disipado su frescura en un solo trago. ¿Laineptitud de mi pareja tuvo algo que ver? Decidí casienseguida que sólo tenía sentido entregarme a Dios.Había sin duda algo de exceso voluntario, de excesovoluntariamente dramático, en mi resolución de ser unhombre como los demás, de modo que mi intento nofue sino una apuesta. De golpe los árboles me habíanparecido demasiado reales como para ser otra cosa queárboles de un decorado teatral, y la mujer me habíaparecido tan necesaria para mi bien que por orgullo larechacé en un santiamén como una muñeca indigna.Encontrar una vieja dama, fea con ganas, erudita y conuna experiencia universal, acabó de confirmarme en midecisión. Ella me enseñó el acabóse de la teoría, y bajosu égida, a pesar de mi temperamento violento, a fuerzade aislamiento y de austeridad me acostumbré a guar-dar castidad.

Así, a los dieciocho años alcancé quizás el primerrellano de la santidad, y de no ser por ciertos curasmodernos, muy poco psicólogos para comprender queciertos medicamentos raros son necesarios para ciertasenfermedades igualmente raras, curas además dema-siado seculares para admitir la contemplación y de-masiado celosos de su autoridad para permitir unatutela que se ejerciera, aunque fuera por el Bien, endetrimento de la suya, quizá yo hubiera pasado de lacasa paterna al claustro y del claustro a la Eternidad,sin conocer los espantos de mi Destino.

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Apenas alejado, por la intervención de los curas, dela sabia dirección de mi Egeria, encontré en su casa aun joven oficial, que también era un apóstol, cultivadoy elegante, desolado por mi negativismo y que preten-dió despertarme la alegría de vivir. Me dejé guiar porél hasta el día en que, solo en su habitación, me encon-tré de repente presa de una emoción inexpresable yuna turbación creciente, como una ráfaga incubadadesde largo tiempo atrás, que me tumbó sobre su camaen una actitud monstruosa. En un instante, sin embar-go, yo ya me había sosegado, pero decidí controlarmeseveramente, seguro ya de que no había nada comúnentre los demás hombres y yo, convencido de que es-taba condenado a la perdición, porque a pesar mío¡amaba al Hombre en sí mismo y con un ardor febril eidólatra, despreciando a la Naturaleza y a Dios!

Un hombre que ama a una mujer, incluso si la amademasiado, la ama sin peligro total, porque obedece auna ley de su naturaleza y porque sólo ama en ella loque a él le falta, pero un hombre que ama a un hombreama sólo al Hombre y está perdido, porque prefiere supropia naturaleza a la Naturaleza y porque, despre-ciando el resto de la naturaleza en favor de la suya, nosólo se prefiere a la obra de Dios tal como Dios la hahecho: también se prefiere a Dios, prefiere su propianaturaleza humana a la naturaleza divina.

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B

C O N O C I M I E N T O S U B J E T I V OD E L M A L ,

CONOCIMIENTO DEL MAL EN SÍ MISMO Y EN MÍ,MIENTRAS NO HA SALIDO DE MÍ

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Te r c e r a p a r t eCONOCIMIENTO DEL MAL EN SÍ MISMO. – CONOCIMIENTO

«TEÓRICO» DEL MAL. – DESCUBRIMIENTO DEL LUGAR,DEL SITIO, DE LA RELIGIÓN DEL INFIERNO

¿Es casualidad que en la lengua de laIglesia malum designe simultáneamenteel mal y la manzana?

Desde la caída el Hombre es un accidente patológico,una enfermedad, en el orden de la naturaleza.

Necesariamente insano en sus relaciones con lanaturaleza, con Dios, con los demás y consigo mismo,cualquier hombre tiene derecho a su enfermedad.

Nacido bajo el signo de la maldad, cualquier hom-bre tiene derecho a su maldad original, al vicio for-mal, y no hablo únicamente de ese vicio singular queatañe generalmente a la especie, sino al vicio aún mássingular que marca a cada individuo desde su naci-miento.

Todo hombre tiene derecho al vicio formal de suespecie y a su vicio personal.

La maldad es inherente a ciertos seres, como situvieran una uña clavada en lo más profundo de su sery se erizara al menor contacto. Quieren ser buenos ocreen serlo, pero al mismo tiempo, y casi sin su permi-so, esa uña desgarra lo que creen acariciar.

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¿Tendría que poderse escoger, al menos, la propiamiseria?

Todos nacemos con nuestro Pecado. Basta con queéste no tenga la última palabra; la maldad es induda-blemente nuestro privilegio para que la bondad sea,finalmente, nuestro triunfo; indudablemente la maldades nuestro privilegio para que la bondad sea, todavíamás, el privilegio de Dios.

Deseo que sólo tengáis tentaciones humanas y ordi-narias, escribió san Pablo.

Nada hay más ridículo que las palabras «justa» e«injusta» aplicadas a la Naturaleza y a la naturalezadel Hombre. Pues si la Naturaleza fuera más perfecta,sería menos buena. La Naturaleza está presidida porun genio que parecería malo si nosotros no fuéramoscapaces de ser peores o mejores. La belleza de la Natu-raleza se justifica por el hecho de que la justicia y laigualdad, la pureza, sólo son sus accidentes.

En el plano de la Religión y del Pecado no me sientoalejado de ningún ser humano por ningún interés, nin-guna repugnancia, ningún prejuicio, ningún principio:verdadera unidad, verdadera comunión, verdadera re-ligión.

Lo que conocemos de la verdadera religión es muyincompleto, pero es suficiente para nosotros.

Sin tener necesidad de conocerla por completo, nin-guna bestia deja de pertenecer a la verdadera religiónni deja de ser naturalmente religiosa, por más que lepese a Aristóteles.

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La ferocidad del tigre y la felonía del gato son debe-res de su cargo.

¿Es tan enojoso que todo el mundo crea pertenecera la verdadera religión? Si todo el mundo cumplieradebidamente los preceptos de su religión, sea ésta cualsea, muy pronto sólo habría una religión, todo ocurri-ría como si sólo hubiera una religión.

Y quizás por ser una de nuestras miserias necesitaruna religión, sea una miseria aún más grande no tenerninguna.

Para muchos la vida sale de 0 y desemboca en 0.Entre estas dos nadas, ¿qué importancia se prestan a símismos y al mundo?

No admito la nada para mí ni que se tenga lahumildad de contentarse con ella.

A fuerza de mucho dominarnos, sin duda sólo do-minamos a un maniquí. Vuela, alma.

Tenemos la religión que necesitamos. Lo peor nece-sita más la religión que lo mejor. El hombre honradono necesita la religión; cree tenerla, pero aunque perte-nezca a una religión, no tiene religión.

El hombre honrado no tiene nada que reprocharse.No existe. Y la religión es ante todo una labor contrauno mismo.

Por lo tanto, ¿por qué extrañarse de que el devotosea pecador? No es pecador porque es devoto, sinodevoto porque es pecador.

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Sin embargo, ¿y si un día me doy cuenta de queno hay reposo ni remedio para mí? ¿Si me veo perdi-do, incurable o incorregible, si me es imposible serpuro?

No es por odio ni desprecio, ni mucho menos, sinopor delicadeza, amor y respeto por lo que me manten-go alejado de mi religión. Mientras me mantengo ale-jado de ella, me impongo una privación que sufro,porque no conviene que Dios cohabite con el Malmientras la seducción del Mal viva en mí con másfuerza que la seducción de Dios, mientras viva en mí elHombre que no es ajeno a la religión sino contrario aella: no abandonaré este exilio voluntario.

Sin embargo, si nada hay menos ajeno que un con-trario a su contrario, si los contrarios mantienen en unplano lógico, y en todos los planos, las relaciones másconstantes y más íntimas, sin religión presumo deseguir siendo el más religioso de los hombres.

Como no puedo sino convertir cualquier cosa enmaldad, al menos que el Mal pueda contentarme. Enefecto, llegados a cierto grado de perdición, parece queno podamos hacer nada para ni contra nosotros mismosmás que renunciando a todo, excepto al propio Mal.

«¡Demonio, que deja un recuerdo angélico!», me diceK. a propósito de la hermana Bernard, que no me havisto desde hace más de veinte años y que se obstina en

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hablar de mí como de un santo de altar, a pesar detodo lo que puedan decirle.

Hermana Bernard. –Si hay alguien que no ignore elcamino del Cielo es él.

Élise me llama: san Malo.

La religión condiciona la pasión. La religión esnecesaria al Pecado, a mi pecado, a la grandeza y a lagloria del Mal.

Dios, el Ser eterno, es lo único superior al Almainmortal, que participa del Ser y de la Nada.

El Alma inmortal es lo único superior al Cuerpo alque anima y que tendrá derecho a la inmortalidad eldía de la resurrección.

El Cuerpo humano es lo único superior al resto dela naturaleza material, que no tendrá derecho a lainmortalidad y será destruida el último Día.

A la profundidad de su humildad se añade la ele-vación de su orgullo y se obtiene la grandeza de unhombre.

De ahí que no haya una doctrina más acertada queel cristianismo para reconciliar lógicamente la humil-dad y el orgullo absolutos de la naturaleza humana.

Por su naturaleza, el hombre está por encima detodo lo que existe en la naturaleza e incluso su debili-dad le sitúa moralmente por encima de todo lo que essuperior a él en el orden sobrenatural, lo que equivale

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a decir que no hay nada más grande que el Hombredespués de Dios, que el Hombre es la piedra angulardel Universo. Su humildad le devuelve incluso la pri-macía sobre aquellos que le superan en la jerarquía delos seres. Donde la grandeza le falta, su miseria descu-bre su grandeza. Que la grandeza le falte le sitúa másallá de la grandeza.

Ciertamente, no es el Hombre sino Dios, como eslegítimo que sea, lo que interesa primeramente a laIglesia, y después los Ángeles.

Para la Iglesia lo esencial es hacer fructificar Santosque substituyan, en el coro de los Ángeles, a los Ánge-les caídos.

Nada, pues, se hace en la Iglesia en función delHombre, sino contra el Hombre, sin tener en cuentaal Hombre.

El Hombre tiene su vida fuera de la Iglesia. Lo Humano es lo Humano y el lugar de lo Humano,

el lugar de lo Humano Puro y Absoluto es el Infierno. La Iglesia parece decir: «Qué me importa a mí la

humanidad entera, con tal de que yo logre un Santo».La materia sólo importa al escultor en la medida en

que consigue excitarle permitiéndole crear una obra dearte.

Cuando la Iglesia se hace humanista, falta a suvocación: trabaja para el Infierno.

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Yo confieso la Iglesia, como la hoja al Árbol. No esfunción de la hoja juzgar al árbol. La existencia nodepende de la excelencia. No decimos: creo en la exis-tencia de un árbol porque sus frutos son dulces.¿Cómo podría la hoja de un árbol romper con el árbolal que está unida con el pretexto de que sus frutos sonamargos? ¿Cómo podría el hombre romper con la Igle-sia con el pretexto de que sus frutos son inhumanos?

No puedo dejar de ser católico porque no puedodejar de creer en el Infierno.

Creo en la Iglesia porque nada es más importantepara mí que el Hombre.

Hay una felicidad en cortar las amarras, si uno sabeentregarse. ¿Dejar de sufrir es un progreso? Lo es dejarde sufrir por ciertas relaciones o por ciertas rupturas.Desde nuestro nacimiento, el alma recorre círculosmás y más amplios. Al final, escapa a todos ágilmente.

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C u a r t a p a r t eCONOCIMIENTO DEL MAL EN MÍ. – DESCUBRIMIENTO DEL

DESEO: EL HOMBRE, FINALIDAD DEL HOMBRE

¿De qué se trata? Más consumido que nunca, nopuedo dormir ni estar despierto. Algo en mí busca suforma.

Querría no perder nunca jamás el conocimiento.Mi corazón acelera sus latidos. Algo en mí cede a una lejana y eterna Invitación.

Feliz aquel que no tiene, como yo, una idea fija. Suinteligencia y su voluntad le pertenecen. Su tiempo ysus recursos. Mi idea fija me deja sin tiempo libre exte-rior ni interior y sin ningún momento superfluo.

Mi idea fija, mi tentación perpetua, mi pecado, es elHombre. El Hombre es mi pasión. El Hombre es mivicio y mi virtud.

Quiero para mí todos los semblantes, que son mi con-torno cotidiano, y todas las almas, astros de un Universodonde me muevo como en un Jardín de las delicias cuyoscuerpos serían árboles móviles de frutos encantados.

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Y cuando digo el Hombre, no digo la multitud. Elnúmero altera la unidad. Lo múltiple deshonra a losingular.

En cuanto veo a un hombre, quiero conocer susecreto. Sólo el hombre es un espectáculo para el hom-bre, que le baste, preferible a cualquier otro.

El estudio del ser humano es el único digno de él yel conocimiento de un hombre en particular es unaciencia superior a todas las ciencias más generales; esmás fecunda en enseñanzas y en placeres.

Sólo el hombre es la medida del Hombre. Sólo elHombre satisface al hombre. Dios le sobrepasa y ningúnser de la naturaleza, excepto el hombre, le conviene.Procuro, sin embargo, no separar al Hombre que con-templo de Dios ni del resto de las criaturas que le escol-tan en mi mirada o mi espíritu, pues no llevamos la Dig-nidad humana hasta cierto grado de perfección sinemocionarnos y ciertos sentimientos prohibidos, cuandoson justificados por circunstancias excepcionales, se pare-cen a los milagros de la Gracia ante los cuales los exclui-dos sienten, aunque sea oscuramente, cierto pesar.

Felicidad al reposar la mirada sobre un ser tan bellocomo sublime y sentir que él siente, al oíros, el mismoplacer que vosotros al verle.

La Belleza lo excusa todo, a condición de que se larespete.

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Es una mala disposición familiarizarse con lo queuno admira.

La verdadera manera de ser sensible a la Belleza yposeerla como tal es no mezclarla con uno mismo.

Respetando la belleza no se renuncia a la Belleza;nos aseguramos la eternidad en las relaciones que que-remos mantener con ella.

Una vez satisfecho, vuestro deseo os abandona caraa cara con su objeto, con el que ya no sabéis qué hacer,aunque el peor desastre es ser conscientes de la indig-nidad que nos cautiva y no poder librarnos de ella.

S. M. –Explícame por qué deseo tanto algo y sinembargo, cuando voy a cogerlo, me fallan las fuerzas,¿para amarlo quizás?

Yo. –¿Es culpa tuya o de ese algo? ¿Ya no erescapaz de insuflarle ilusiones o acaso no es digno decobijar tu sueño? ¿Te falta imaginación o eres, quizás,demasiado clarividente?

Si la belleza tiene que extinguirse en alguna parte,que no sea primero en mí.

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Algunos parecen esperar de la vida una sorpresa;otros, una decepción.

En lo que a mí atañe, miro con ternura una falangede mis dedos, en especial la pequeña falange de misíndices, y pienso que, como es tan frágil, podría enfer-mar o romperse por una nadería y que todo mi cuerpose resentiría y se entristecería por ello; entonces mesiento agradecido por todas las parcelas de mi ser quepermanecen sanas e intactas y me colma un sentimien-to de bienestar inefable.

Un rayo de sol da sólo sobre mi oreja derecha, y lapercibo como una flor de oro en medio de las tinieblasde mi persona y de mi habitación.

Estaba acostado, enfermo: por detrás de mi hombrocorría una banda blanca, la de la almohada y la sába-na, y se parecía al brazo de un crucificado.

La evocación era tan exacta que, si hubiera sidocapaz de ceder a una alucinación, habría cedido. Pero,sencillamente, me sumergí en una ilusión maravillosacuyos resortes debía controlar continuamente para noengañarme, y ahora comprendo mejor la inocencia, laimperceptible complicidad del visionario.

¿Es verdad que un cuerpo, por bello que sea, nopuede ser contemplado largo tiempo sin cansancio?

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A veces mi propio cuerpo inspira a mi alma unarepugnancia pasajera. Se siente prisionera de tantosrecovecos donde pueden cobijarse enfermedades ymaleficios.

Más o menos sensible según los seres o según lashoras, de la carne emana un rayo que tiene su origenen la alianza de ésta con el alma y también en su partede inmortalidad.

En la medida en que el cuerpo participa del almatriunfará efectivamente de la muerte, y es por la valo-ración religiosa de ésta por lo que pese a todas las de-gradaciones posibles, lejos de escapar únicamente aldesprecio, el cuerpo reviste una dignidad inviolable.

Porque su edad simboliza para nosotros más dura-ción, la gloria de los astros resulta más emotiva quecualquier otra de la naturaleza y la elocuencia de loque su luz y su lejanía nos cuentan sobre la inmensi-dad sobrepasa cualquier palabra: ¡cómo nos calibran,cómo nos ponen en nuestro lugar en la procesión delas generaciones entre las cuales nos ven pasar! Casinos borran, niegan nuestra existencia en el tiempo,pero es para revelarnos mejor la grandeza del Hombrepara lo que surgen en nuestra conciencia unidos a lavida interior del Mundo.

Un alma no puede decepcionar; ninguna almapuede decepcionarme. Desde el principio la he coloca-

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do tan alto, tan lejos de todo, que le he retirado losmedios para conseguirlo. Todo lo que puede hacer lotraspongo, lo proyecto en lo eterno y para mí deja deser libre para poder descender hasta el tiempo.

Un alma es un alma, quiero decir que la verdad nopuede añadir nada y que el error no puede quitarlenada a su naturaleza.

Un optimismo irreducible se basa en lo que piensodel alma, en relación con Dios o no y sea cual sea elMundo. Desde el momento en que el Alma ha sidocreada (tal como lo profeso) absolutamente libre, lo espara toda la eternidad, sea a favor o en contra deDios, y si para mí, en lo sucesivo, el alma humana es loabsoluto, la verdad, la religión sólo tienen una impor-tancia relativa. Cuius regio, eius religio. Sea cual seala fe de un alma, su naturaleza sigue siendo la mismay sólo su ser, su relación con el Ser y con la Nada im-porta.

El cuerpo de cada uno de nosotros sólo difiere delcuerpo de los demás como consecuencia de la diferen-cia de sus relaciones con el resto del mundo.

Idealmente, sólo existe un cuerpo, objeto de estudiode la Fisiología y de la Anatomía.

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En el alma, la inteligencia es la medida del Mundo,pero el alma escapa a su propia evaluación, cualquieralma escapa a la inteligencia en razón de su singulari-dad, porque es única.

Hay una ciencia de lo inteligible. No hay una cien-cia de lo real.

La geometría y el álgebra; como la física y la quími-ca son sólo la conciencia de lo inteligible, son sólo elconocimiento de lo general, de lo universal, de unaevaluación común entre el hombre y lo real, en que elhombre ha dado más de sí mismo de lo que ha tomadode lo real.

Lo real sigue siendo irreducible a la inteligencia nosólo parcialmente, sino también en su esencia.

El Hombre no procura escapar, sino que lo Real,toda persona humana, escapa a las evaluaciones de laInteligencia.

Las individualidades sólo existen realmente, nointelectualmente.

Lo que es singular escapa a la comprensión.Lo Singular no puede ser comprendido ni conocido.Y lo Singular es cada persona humana, inédita e

inalienable.

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Q u i n t a p a r t eEXPERIENCIAS SECUNDARIAS

Cuando somos conscientes de la Locura nos creemosprudentes, pero en realidad la Locura se agazapa y sehace más fuerte todavía.

El que se busca se pierde.Cualquier personalidad que se busca es vulgar. No

queremos nuestro destino. Un ser que posee un des-tello singular no se lo ha otorgado, o éste se borra gra-dualmente.

Un alma vulgar finge la personalidad que la huye.Un alma singular, cuanto más huye de su singularidad,más la acusa.

Basta de no ser nosotros mismos no porque lo que-remos, sino porque lo somos.

El Fuego es el Fuego. Me quemo porque me quemo.Sin razones ni sinrazones. La razón y la sinrazón sonrelativas y el hombre que ha dejado atrás ciertos círcu-los sólo necesita buscar en sí lo Eterno.

Su ceguera es un absoluto si lleva la venda de laFatalidad que anula el Juicio, el Particular y el Final.Cierta fuerza, como el Águila de Zeus, transporta a

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ciertos hombres, más allá de las leyes, hacia esa cruzmaravillosa de los Infiernos donde el Espacio y elTiempo se unen tan bien como en la del Justo que ilu-mina el Cielo:

Me estoy refiriendo a la Cruz de Sísifo.

Para la mayoría de los seres, la única manera depenetrar en el secreto de las cosas es romper el equili-brio universal.

Hay que romper el equilibrio universal o respetarloreligiosamente. Con tal de que se ponga el alma porentero en esa ruptura o en ese respeto, la vida libra susecreto, si bien a costa de cierto ardor ¿generoso opeligroso?

El Hombre que domina su Destino y a sí mismo, nose conoce ni conoce el Destino. No sabe cuáles son suslímites ni cuál su libertad.

Sólo la locura está a la altura del Destino, se ajustaal drama del Hombre y es compatible con el secreto deDios. Por eso no hay que temer ser intratable, sino noserlo bastante.

No, no es el hombre honrado quien descubre elsecreto de Dios o el secreto del Hombre, el secreto queexiste eternamente entre ciertos hombres y Dios, sinoel Santo y el Pecador.

El que no está fuera de sí mismo ni se conoce niconoce a Dios. Ignora el Destino o carece de él. El Des-tino también le ignora. Dios tampoco le dirige ningunamirada particular, ni él mismo tiene conciencia parti-cular de nada.

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¿A qué llamo Destino? A cierta Predestinaciónhacia el mal, sin necesidad de cometerlo: lo que sanPablo denomina una tentación extraordinaria y sobrehu-mana.

Nada es tan conmovedor como sentir que estamosdispuestos a todo, que estamos dispuestos a renunciara todo por aquello que amamos, para alcanzarlo, quenuestras disposiciones están a la altura de la inminen-cia de un trágico desenlace.

El Pecado, amar el Pecado, cierta vocación por elPecado, si alcanzan cierto grado de entusiasmo, unaviolencia irresistible, son la única pareja digna de laSantidad.

En ser impuro puede haber una grandeza igual a lade ser puro. La impureza a veces nos exige tantoheroísmo y abandono como la pureza; nos conduce ala misma depuración, a la misma ignorancia del honor,al mismo desprecio del desprecio que de la estimación.

Llego a extraños compromisos conmigo mismo y asacrilegios que son quizás una especie de sacrificios.Para mí, nada es más sagrado que mi Pecado, se losacrifico todo y me gustan los cálculos perpetuos queme exige por la dificultad que entrañan. Proeza de ser,

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en la miseria y la indigencia, generoso como un granseñor, victoria de evolucionar por el mal con alas dearcángel.

Existen dos maneras de librarse del deseo cuandoéste se convierte en mortal: renunciar a él o realizarlo.

De una manera u otra nos hemos liberado, pero laliberación que obtengo, si la realizo es peor, porqueprobablemente he renunciado a lo que había de exi-gencia y de sublime en mi Deseo.

Sin duda, he descubierto un Paraíso donde hay detodo, pero a costa de bajar un grado por debajo de to-do, cuando podía quizás, intentando renunciar a miDeseo, por el amor de lo que éste tiene de exigencia yde sublime, elevarme un grado por encima de todo.

Hay una vida del Cuerpo, una vida del Corazón,una vida de la Inteligencia, una vida del Alma. Cadaesfera tiene sus leyes, su perfección, sus errores, susvirtudes, su Infierno, su Cielo, pero ninguna es com-pletamente ajena a las otras, y si alguien consigue per-cibir en su conciencia esa relación, incluso si se hallaperdido en la noche oscura de los sentidos, muy aleja-do de la Única Luz, como el mismo sol ilumina todaslas esferas, de más cerca o de más lejos, aunque laSombra ardiente que disfrute en el Pecado sea la ab-yección, se complacerá en el Secreto.

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¿Y si el Paraíso al que llego es el Infierno? Si megusta, si me acostumbro, ¡oh, horrible felicidad!

Peligro del coraje.Una naturaleza perezosa, presa de un vicio, no irá

nunca muy lejos en el mal, pero si a cualquier vicio sele suma el coraje, puede ocurrir cualquier cosa.

Cuando la vida me sorprende hasta las entrañas,siento miedo, terror de ser llevado hasta donde no hequerido ir por la necesidad.

Que el Infierno posee sus leyes, sus exigencias, subelleza, sus virtudes; y el Pecado su lógica, su ética,su estética.

Una cosa: la regla que seguimos y otra: la que cree-mos seguir. Una cosa es lo que creemos y otra lo quenos ilusionamos en creer.

Bajo cualquier máscara y cadena, todas las almastienen que entenderse consigo mismas e improvisar.

En este sentido, sólo lo inesperado excusa el peca-do, pero desgraciado aquel que se ha acostumbradotanto a su pecado que éste se ha convertido en susegunda naturaleza.

Cuando nos habituamos a los arreos, ya no haymayor vergüenza: es total.

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No sabemos hasta qué punto un gesto representa ladecisión tomada, libre de deseos.

Sólo nos expresamos bien mediante actos. Todasnuestras palabras mienten hasta el día en que nossorprendemos actuando contrariamente no sólo res-pecto a todo lo que acostumbramos a decir sino tam-bién a todo lo que creíamos pensar y amar.

Sin embargo, cuando en la satisfacción de un deseoni el corazón ni los sentidos han sufrido en su delica-deza, el juicio no yerra más de lo que experimenta lanecesidad de suspenderse. Queremos permanecer enesa felicidad que estimamos y apreciamos tanto máscuanto sabemos que es un accidente.

Que la virtud es generalmente bella; el vicio sólo esbello en la excepción.

Nada es más enojoso moralmente que una tenden-cia demasiado intensa a sentirse culpable. Los escrúpu-los no alejan el pecado ni lo domestican, sino que nosacostumbran a creerlo consumado incluso antes, amenudo, de haberlo concebido.

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C O N O C I M I E N T O O B J E T I V OD E L M A L

CONOCIMIENTO DEL MAL EN ACTO, DESDE EL MOMENTO EN QUE HA SALIDO DE MI INTERIOR

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S e x t a p a r t eNUEVAS EXPERIENCIAS. – CONOCIMIENTO TODAVÍA «LEJA-NO». – APROXIMACIONES Y PROMESAS. – CONTEMPLACIÓN

DEL «OBJETO» SITUADO EN LOS LÍMITES DEL INFINITO

La ilusión de la falta predispone a la falta, dispone acometerla. Aún no sabemos si la hemos cometido yla cometemos.

A menudo sólo se trata de cierta delicadeza que, alprovocar demasiado pronto el desconcierto del juicio yun error de la conciencia, favorecen la eclosión delpecado. Más valdría ciertamente ser más viril, másdeterminado, más impulsivo. Pero nadie escoge ladimensión de sus fuerzas; cada cual administra ymodera únicamente las suyas.

A veces me digo que no existen el pecado ni la faltade forma absoluta, sino de forma relativa; que no hay,que no puede haber pecado en mí, si no es en relacióncon una imposición que me es exterior, imposición queno he escogido y que puedo siempre ignorar u olvidar,si acepto las consecuencias de mi ignorancia o de miolvido, cualesquiera que sean, para ser sensible, única-mente por un instante, a cierto frescor, al placer deempezar todo de nuevo.

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¿Qué hay en mí? ¿Un país de tigres que se destro-zan? A veces, un gran tumulto sube del mar y los tigresse callan, como si pudieran sentir miedo. ¡Ay! Si noexistiera el rumor del cielo para intimidar mis fuerzas,pero soy sensible a una sonrisa, a una lágrima. ElHombre no es sino un momento del desasosiego queaspiro a dejar atrás, pues no puedo volver al Silencio ya la Voluntad de Dios, de donde he salido sin mi per-miso.

Yo. –Me has amenazado con pensar mal de mí.Querría que pensaras de mí todo el mal posible.Entonces quizás me odiarías y eso te consolaría. Hasde saber que si lo piensas, te lo digo yo, aciertas. Que-rría no ser más severo conmigo mismo que tú.

Ella. –Me aprenderé tu alma de memoria para reci-tarla en los Limbos, esperando el Cielo.

Creo que lo difícil es mantener entre el cuerpo y elalma unas relaciones provechosas. Muy a menudo lalubricidad nace de una falsa aclimatación entre el almay el cuerpo. El espíritu se sorprende demasiado detodo lo que interesa a la carne, espectáculo que porfalta de costumbre le resulta siempre novedoso yangustioso. Así nace una fuerza irresistible, todos losarrebatos de la Tentación. Sería necesario destruir o re-ducir esa sorpresa, esa amenaza inicial de éxtasis o

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substituirla por otra sorpresa más rara o de otro cali-bre. Quiero decir que cuanto más pura es un alma,más le parece honrado el cuerpo. En la medida en queno lo ha profanado, deshonrado ni envilecido y se loha escondido misteriosamente por pudor, no atrevién-dose a mirarlo ni a pensar en él, más inclinada estaráel alma a prestar al cuerpo todas las gracias, todos losencantos, a revestirlo con todas las bellezas del mun-do. Al contrario, la familiaridad con el propio cuerpoen que vive el impúdico le arrebata muy pronto esamagia: la exhibición constante, incluso el olor perso-nal, le repugnan y le castigan.

En los primeros momentos mi anomalía tomó unaforma aparentemente sin peligro. Por ejemplo, muchasveces me encerraba en mi habitación con unos poten-tes gemelos y contemplaba a un jornalero que trabaja-ba la tierra. Cuando había situado y aislado a mi hom-bre en el centro del objetivo, me pasaba el día enteromirando cómo actuaba, cómo se movía, cómo se can-saba, cómo paraba para descansar, comer, divertirse...Al final, nada era para mí tan importante como esacontemplación: lo sabía todo, era un experto sobre eljornalero. Conocía todas las costuras de su vestimenta,había contado todos los remiendos, todos los botones;no ignoraba cómo se alimentaba ni cuánto apetito ocuánta sed tenía; era como si hubiera visto muy decerca su pañuelo y su navaja. El color de su ropa inte-rior no me era desconocido ni la decencia con quehacía sus necesidades; ni qué actitud tomaba cuando

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se acercaba una mujer. Había grabado la gama de susgestos y sabía lo que significaban cuando eran másrápidos o más lentos, o al menos creía saberlo; hacíatoda clase de conjeturas para explicarme ciertas para-das más o menos bruscas en sus maniobras y entender,por qué, por ejemplo, antes de coger la pala, el pico ola carretilla, remedaba por un segundo la acción queiba a realizar. A veces me sentía tentado de descubriren esa mímica una ironía, la ironía del esclavo; enotras ocasiones, cuando sus movimientos eran tranqui-los y armoniosos, me imaginaba que estaba asistiendoa un juego desinteresado y lleno de dulzura: Adán denuevo en el Paraíso.

Un poco más tarde, recuerdo que el propietario delnúmero 26 de la calle Gay-Lussac consintió, trashacerse de rogar encarecidamente, en alquilarme dosbuhardillas que daban al Instituto Oceanográfico, si leprometía que no recibiría a ninguna mujer allí: «Noquiero, lo entiende ¿verdad?, exponer a mi esposa, laseñora Bonnet, a encontrarse por la escalera a cual-quier mujerzuela del bulevar Saint-Michel». Vivían enel inmueble. Para provocarle o vengarme, a partir delmes siguiente fui a almorzar a una tasca de la avenidade Orléans, e invitaba al primero que veía –con tal deque no fuera una mujer– a venir a verme a casa: obre-ros sin trabajo, fontaneros, mecánicos y probablemen-te malhechores, ladrones o asesinos; a punto estuvo decostarme la vida. Cuando esos individuos llegaban ami habitación, les ofrecía un cigarrillo, un trago o un

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bocado, según la hora, y si observaba que sus uñaseran demasiado largas o estaban sucias, les pedía queme las dejaran cortar y acicalar: era mi vicio. Así,durante un buen rato tenía sus manos cautivas entrelas mías; luego les veía marchar un poco inquietos,preguntándose si estaba loco. Una tarde de domingovino uno cojeando. Le hice descalzarse y tomar unbaño de pies. Le curé yo mismo. Era, creo, un yesero,bastante guapo, que tenía veinte años. Restos de calviva alrededor de los tobillos y por entre los dedoshacían pensar en la metamorfosis de una estatua, ani-mada por la acción de mis manos. Una vez satisfechami devoción por los pies de la gente pobre, a menudo,después de esos pequeños cuidados nos tratábamoscon cierta familiaridad, pero nunca lo bastante comopara que mis huéspedes de un momento dejaran desentir por mí una especie de respeto acompañadode temor, hasta el día en que sorprendí a uno de elloscon las manos en mi cartera, y una mirada triste pormi parte bastó para que me la devolviera, después dehaber hecho el gesto, es verdad, de abalanzarse sobremí, creo que para estrangularme. Un mediodía, cuan-do volvía para almorzar, me esperaba en mi portal,adornado con azucenas, el juez de paz de C., dondevive mi familia. Sus siete hijos le rodeaban. Me dabanoticias de allí y empezaba a regocijarme cuando veovenir en ese momento hacia mí a un muchacho páli-do, vestido con un holgado pantalón de terciopelonegro y un ancho cinturón de franela escarlata; erauno de mis invitados que acababa de salir del hospi-tal, pero no tuve que hacer más que un gesto y el Peli-gro se alejó del mismo modo que había venido. ¡Qué

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motivo de exaltación la aparición, la presencia de esosdesconocidos poblando mi soledad! Algunos adopta-ban pose de esclavo: yo era su Rey. Me adoraban. Creípor momentos ser un hombre visitado por los dioses.Me empeñé en convencerles de que era grabador; esolo excusaba todo; entonces les pedía con naturali-dad que se desnudaran y se tumbaran sobre mi cama;adoptaban la actitud que querían y yo, armado con unlápiz y una hoja de papel, para que no fuera dicho,giraba a su alrededor, a veces más cerca, a veces máslejos, sin tocarlos jamás, a veces de pie, otras arrodilla-do o sentado. En cuanto Endimión se dormía, dejabade fingir.

Ayer tres desconocidos se hacían confidencias en lacalle Castiglione:

Sobre todo –decía uno de ellos–, no hables en su pre-sencia de esa peca que tienes en la nalga izquierda, escapaz de pedirte que se la enseñes y, si te niegas, de darla vuelta al mundo para verla o de matarte para desnu-dar tu cadáver al efecto, pues la peca sólo es, por suparte, un pretexto para verte desnudo. Tiene la pacien-cia de los criados chinos que tardan diez años enmover diez centímetros un mueble, empujándolo len-tamente, y ponerlo donde ellos quieren contra la opi-nión de su amo y sin que éste sea consciente de ello. Eltriunfo que expresa su sonrisa es entonces extraordi-nario y su alegría, el precio de tan largo esfuerzo,sobrepasa cualquier cálculo o sentimiento.

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Me diréis que el que se obsesiona con la lubricidadpasa al lado de la primavera sin verla y que se pierdetodas las maravillas naturales. No. Recupera la felici-dad bajo otra forma en su pequeño espacio.

¡Oh, bosque invisible donde me muevo como unciego y como un puro espíritu! Imaginad que la prohi-bición que pesa sobre Ella me rompa de golpe, que lastinieblas se rasguen, que disponga de una mano, de unrostro, que perciba mágicamente lo que de ordinarioestá escondido.

Cualquier gesto obsceno se aureola, para mí, con elprestigio de una confidencia mucho más grave que loque simboliza.

Ríe, sonríe, impío que tienes la desgracia de ignorarla exaltación que disfruto solo, profano que profanastodos los días la vida a golpe de familiaridad con ella ycontigo mismo.

En cambio yo no desconozco nada.

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Imposibilidad, a veces, de renunciar a esa posesión,a esa curiosidad, a esa borrachera. Por más que haga,por más que diga, por más que no haga nada, dependopor completo de Ella, de mi Idea fija. No hay ni unsolo ser en el mundo, por abyecto que sea, cuyo secre-to no deseara conocer, y cuando me asomo a la venta-na, sólo es para esperar que un paseante tenga la ideade desvestirse ante mí. A veces paso todo un día con elrostro pegado al cristal, esperando el milagro, como siéste fuera posible, y a fuerza de pedirlo, se produce.Aunque no haga ningún signo efectivo y nada se des-cubra por mi parte sino imposibilidad, dan vueltasalrededor de mi casa. La fuerza de mi deseo actúa mis-teriosamente sobre su objeto, lo atrae. Se acerca. Esmagnético. ¿Y si no vienen hacia mí? Entonces soy yoquien se encamina hacia la multitud y me desplazo porentre todo lo que es mi Paraíso.

No, nada puede igualar la fuerza de mi Deseo, deese entusiasmo, de esa quemadura que siento cuandoalguien se acerca.

No soy en absoluto un ser puro y no me obstino enquerer serlo, aunque sepa que bastaría desplazar un«objeto» en mí para serlo, dejar un poco de lado loque ocupa el centro de la mirada; pero no, la vidatiene demasiado interés así para mí. Borrachera deconjeturar el calor, el olor, el sabor de los recovecos

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más alejados, más inaccesibles del mundo, de pasearseen una especie de entusiasmo táctil, olfativo, auriculary visionario que no permite al secreto del alma o delcuerpo de nadie escapar por completo a mis investiga-ciones, a mi inspección, a mis misteriosas visitas, a lasutileza de mis capturas.

¿Ver a Dios me quitaría la borrachera? No necesitonegar a Dios ni dejar de creer en el Infierno para conti-nuar viviendo a mi manera. ¿Cómo podría tener lalibertad de no abismarme en lo que tanto me atrae?

La exaltación del Santo, sus éxtasis, no sé lo que son,pero sé muy bien cómo son los míos. Sé lo que sientoy si Dios también lo sabe, ¿cómo podría él dejar detemblar?

Únicamente me siento obligado a pensar que si sol-tamos las riendas de ciertas obsesiones, nadie sabehasta dónde llegarán.

Pero si mi belleza moral está a la altura de la bellezaque he descubierto en los seres, si mi respeto haciaellos iguala la emoción que me inspiran, me siento enpaz con ellos y conmigo.

Ahora bien, es preciso que mi amor por el Hombresea tan grande que me despoje de todo. Amaré tanto al

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Hombre que mi amor por Él me hará privarme de Él,por amor a Él, cuando ya la grandeza de mi amor porÉl me habrá privado de Dios y de Mí mismo.

Si soy Libertad, la Libertad de amar al Hombre másque a Dios y más que a Mí mismo ¿quién podrá po-nerme barreras, aunque me deshonre y me pierda eter-namente, aunque me encadene y me exilie aquí abajo,aunque me condene? En lo más hondo de mi prisión yen el Infierno, mi pasión bastará a su grandeza y lagrandeza de mi Pasión me bastará.

Hoy por la mañana, a las siete y media, en el túnel,un árabe de unos treinta años, con los ojos entornados,se mira el pulgar. Desprende una dulzura que debe deparecerse a la mía, una dulzura de pastor y de morabi-to. Sólo me lo imagino bien en un rincón de África,apoyándose en un cayado, guardando su rebaño y qui-zás en el mismo instante él me ve también a mí vestidocomo un pastor, hasta el punto de que todo el mundoparece preguntarse el porqué de esa cita de todos lospastores del mundo en ese subterráneo de una granciudad.

Cuando encontramos a ciertas personas, a veces loprimero que percibimos es el niño que han sido y quenos habla de ellas, las precede, os las presenta y os lasrecomienda, traduciendo atinadamente sus palabras enotras más verdaderas, más fervientes. Se realiza una

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trasposición que permite entender o admitir a esas per-sonas a pesar suyo, a pesar de la comedia que estánacostumbradas a representar: sólo nosotros no nosdejamos engañar.

En su rostro, en cambio, aparece su máscara fúne-bre. Por más que se debatan en torno a ese centromágico, los vemos en su lecho de muerte o acostados,desfigurados, ensangrentados en un campo de batalla,y esa imagen sublime, solemne, les juzga, les calibra,os permite adorarlos a pesar suyo, a pesar de lo quehagan, os ayuda a perdonarles tanto ruido y tantasinjusticias presentes.

Y el Drama recomienza porque alguien se ha senta-do cerca de mí. No digo que sea una víctima, sino quehe perdido la Paz, aunque nada se altere en mi apa-riencia ni en mi voluntad.

En el fondo de cada uno de nosotros el alma escomo un ave del Paraíso que en unos se exalta y enotros se adormece. Algunos lo han silenciado. Otros,tan armoniosos en su cantinela, se oyen –aunque sea-mos sordos– en cuanto nos acercamos.

El Apolo con cabeza de gorrión es un atleta, que yosepa, de cuerpo espléndido y cabeza insignificante, lo

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que pasa con muchos atletas, pero qué rabia siente portener que enseñar lo que querría esconder y esconderlo que querría enseñar. En su opinión, el mundo tieneque estar muy mal organizado para que la costumbreno sea pasearse desnudo, con la cabeza en un bolso,sino más bien lo contrario: «¿Sabéis de qué me sirveser Apolo? No puedo encontrar ninguna camisa deconfección a causa de mis 55 centímetros de cuello niuna virgen que no me tenga miedo».

Nuca firme y ligera de Atlas. Es eso, pero no es sóloeso, a menos que sólo eso sea importante para mí hoyy también mañana y siempre. Sostengo el Mundo.Custodio el Mundo. Aunque se esté en otra parte.Aunque no se mire lo que se ve. Aunque no se vea loque se mire. Aunque no se mire lo que no se puedesino ver. El deseo, hasta tal punto necesario y fatal,suple su objeto, lo suscita, lo crea, recrea su presenciao crea una imagen más turbadora que la presencia, porconstante y tan íntima. Nada; sólo queda eso, y cuandotodo ha sido destruido por el deseo, a éste sólo lequeda destruirse también.

Miro a alguien y desvío la mirada, pero por másque intente evitarlo, algo de mí ha quedado fijado enese rostro que ya no puedo ver pero que veo, a pesarde todo, donde no está. Me he esforzado por romperese hilo y el hilo no ha cedido sin llevarse lo esencial.

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Me ocurre también que estoy seguro de que un des-conocido cuya mirada acaba de desviarse continúamirándome, y ¿qué impresión táctil imponderable merevela que, detrás de mí, otro ser me observa?

Por más que nos prohibamos unirnos a algo y nosdeclaremos en su contra, si nuestro corazón está inte-resado, no nos pide permiso y nos damos cuenta, degolpe, de esa retractación.

A veces sorprendemos por casualidad, en ciertaspersonas de apariencia sencilla, juegos de palabraspeligrosos, y también gestos que hacen sentir su abis-mo: proximidad del suicidio, de la locura, del vicio, dela santidad.

¡Qué extrañas confidencias me hace ella y quéreproches! Como si no tuviera bastante con habersufrido a causa de todos mis amigos. También ella meagobia.

Verdaderamente, hay horas en las que estamossolos, absolutamente solos, pero eso es lo mejor quetenemos, al menos lo más grande; al menos estamosseguros de no tener nada que perder, excepto a nosotrosmismos. Lo seguro es que en esta ocasión doy vueltaspor encima del vacío.

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Elévame, Dios mío, hacia esa boca feliz.

Abro los ojos murmurando: pensamientos puros,Ángeles del Cielo, despertadme, levantadme, vestidme,perfumadme con el buen Olor, Cherubim quoque acSeraphim.

No es preciso que una mano sea bella por los cuida-dos, sino a pesar de los pocos cuidados que le dedicamos.

Rostros de cuerpos que han servido demasiado, osreconozco en vuestro abismo.

Al. viene a sentarse a mi lado con el hedor que lehabita y que él ignora.

Podemos asegurar que todo el mundo, hombres ymujeres, cede a M. por su sonrisa, sin que nadie losepa, ni él mismo.

Que ése tiene las orejas demasiado bien pegadas paraconocer su felicidad. Sólo tenemos la felicidad que mere-cemos. Ése no ha tenido más pena que nacer normal.

Los labios tan gruesos de R. duermen solos eterna-mente en el centro de su vigilancia.

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El verdadero emblema de una persona es su cara.

–Pero tú no eres un hombre como nosotros –medijo el campesino en medio del dormitorio en tinie-blas–. Eres «un venus».

Nadie reía.Hubiera sido un malcarado si me hubiera enfadado.

El campesino no había querido ofenderme. Dije sim-plemente:

–¿Qué es «un venus»?Se explica:–Eres más fino que nosotros. Tienes la piel más deli-

cada y suave. No querríamos ver tus largas manosblancas ocupadas en ciertas tareas. Montagne encen-derá el fuego y Pelegrin barrerá la escalera en tu lugar.

Élise. –Esos muchachos eran sensibles a una graciacuya presencia, ajena a tu sexo y quizás sin uso, se vis-lumbra en ti, sobre todo cuando estás desnudo.

En algunos el sexo se instala como un pulpo enor-me, y su cuerpo, devorado por ese monstruo insepara-ble, se convierte para ellos mismos en un espectáculoconstante, inquietante, obsesivo, cruel.

Esta mañana un hombre llevaba dos perros atados,uno a cada lado. Empecé a mirarle pero sentí la impre-sión de que mi mirada estaba encadenada a mí porcompleto, como él a sus molosos.

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De esos jóvenes que llevan flores invisibles junto ala cadera y otras no menos pesadas sobre las cejas.

Es muy peligroso tener una apariencia o un perfildemasiado hermosos. Se corre el peligro de no exigirsenada a sí mismo.

Algunos nacen con un rostro glorioso, de ahí queincluso si su alma es servil, tienen posibilidades de seño-rear. Otros nacen casi sin cara, pero su alma es «trono odominación». Grande es entonces su mérito porque lotienen todo por hacer, empezando por su rostro.

Al bailar, R. situaba su cabeza en el centro de símismo, delante de sus muslos, y todo su cuerpo, comola rosa de los vientos, giraba alrededor.

A veces, en los que tienen una sola pierna, el sexocorta sólo esa pierna que los senos y la cabeza coro-nan como una trinidad de antenas: ¿hombre, mujer ocaracol?

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¿En dónde reside el encanto de esa boca ensangrenta-da, tan dulce, la boca de un san Sebastián, que veía enun espejo, aisladamente, como un fragmento de unaobra maestra e imaginaba fácilmente el resto del cuerpo,digno de ella?; pero mis ojos se dirigen al conjunto ytodo el encanto, incluso el de la boca, queda destruido.

De la imagen al original hay mucho trecho; de ahílas ilusiones que nos hacemos sobre nuestra propiacara que no hemos visto nunca más que en reflejo eincluso por subterfugios y en un orden descompuesto,nunca él mismo.

Así, con J. habrá para mí durante largo tiempo uneclipse de esa rosa interior.

Algunos cuerpos no valen más, para nosotros, queun cucurucho de papel de seda, pero qué exquisitaespeciería puede contener un cucurucho de papel, eincluso vacía, una rosa de papel me es más preciosaque D., que es una estatua de oro macizo, dura, avara,pagada de sí misma e incapaz de emoción. No necesitooro ni belleza solemne, sino simplicidad y ternura,complicidad y magia, intimidad.

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S é p t i m a p a r t eCONOCIMIENTO «PRÓXIMO», «PRÁCTICO», PERO TODA-VÍA «ACCIDENTAL» DEL MAL, DE SU «OBJETO». – EXPE-RIENCIA DEL PELIGRO QUE COMPORTA Y ENSAYO DE UNA

NUEVA ASCESIS DESDE EL INTERIOR DEL MAL

G. me explica: un atardecer, me estaba paseando porentre la niebla cuando oigo gritar en las proximidadesde una granja. Era una vaca que se había escapado yque perseguían. La veo venir hacia mí y estiro los bra-zos, alzando los faldones de mi amplio abrigo de viaje.La bestia vuelve sobre sus pasos, pero, al mismo tiempo,una mujer horrorizada dice: «Es el Hombre. He aquí alHombre». Me adentré por el camino con la esperanzade tranquilizar a esa gente, y repetía: «No, soy yo, soyyo, M. G.11 Soy M. G.». «¡Oh, no, M. G! No es a usteda quien acabo de ver. A usted le conozco. Usted es M. G.Acabo de ver al Hombre que merodea siempre porestos parajes, el que habló ayer con el vaquero.» Puesbien, era yo precisamente quien había hablado con elvaquero, pero todo el mundo siente tanto respeto pormí que me disocian de mi yo y quieren creer en la exis-tencia de un sosias. Así somos yo, que estoy lleno debondad, y el Hombre, que es capaz de todo.

11. Iniciales de Marcel Godeau, nombre que el escritor se da ensus textos más autobiográficos. (N. de la T.)

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Creemos que podemos deshonrarnos impunemente.Aunque no sienta admiración alguna por los que dis-tribuyen premios de virtud ni por quienes los buscan, yaunque no respeto menos a los criminales que a quie-nes los juzgan (el alma humana no se parece a su apa-riencia), instintivamente siento horror por todo lo quees feo y aprecio lo que es noble. La expresión de mirostro se acerca a la vergüenza, si estoy cerca del opro-bio, y no paro hasta recobrar mi propia estima y la deDios, que tienen poco que ver con la de los hombres,pero la falta de consideración por su parte alerta a laconciencia, como si necesitáramos también la imagende la gloria, cuando tenemos la Gloria.

Hoy, revelación de una dimensión que no hubieracreído nunca tan reducida; quiero hablar de la quesepara el honor del deshonor, pues las mentiras, lacomedia sobre todo esto, no me han enseñado nada.En el fondo, lo sospechaba.

He aprendido hasta qué punto me he despreocupa-do de mí cuando estaba en el fondo del abismo, dondeacumulo montañas de silencio para enterrarme enellas. Sólo desde el fondo del abismo el que no tienenada sabe lo que permanece, y ahora yo no renuncia-ría ni por un Imperio a esta terrible experiencia.

Estoy seguro de no haber confirmado en mí la sen-tencia de A. M. según la cual el anhelo de la verdad

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es débil en los hombres acorralados, ¿cómo lamen-tar sin cobardía el haber visitado ese Círculo delDolor?

Cuando un policía arresta a un criminal, muchasveces el criminal debería estar tan autorizado a pre-guntar al policía, como el policía al criminal, cómo hallegado hasta allí, cómo ha caído tan bajo.

Para algunos el mundo exterior existe, mientras queotros viven en el plano de lo Eterno.

«Físico» y «metafísico» son dos aspectos de lo Eter-no. Lo exterior, lo ajeno a la Eternidad, constituye elplano de la Sociedad, por donde se pasea la gente hon-rada protegida por la Policía.

Solamente me había prohibido pedir perdón antemis verdugos y he mantenido mi palabra. Consuelo deguardar en la vergüenza muchos motivos para sentir-me orgulloso, y de provocar con la actitud, al menos,la sorpresa y la admiración de sus jueces.

Aunque el Juez se haya perdido efectivamente,cuando el culpable se ha salvado y entre un hombre

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honrado y un hombre deshonrado no hay más diferen-cia que la opinión de quien los vigila a los dos: quehayamos amado lo que amamos hasta perdernos, heahí la grandeza. Morir no es nada, es la vergüenza, esaconfrontación particular y universal.

No es la falta lo que deshonra; es que se haga públi-ca. Entre cómplices, el crimen es un secreto común;pero si, ajeno a él, conoces el mío, la imagen que tehacías de mí se deforma de golpe y se me renueva elsuplicio al recordar a cada uno de mis amigos o enemi-gos: presenciamos, por turno cada uno en sí mismo, eldesprecio que inspiramos a todos.

Pero finalmente hay una voluptuosidad única enverse tan culpable y tan inocente, en constatar, porejemplo, que la falta que nos está provocando tantaangustia no es sino una torpeza y, muy a menudo, unatorpeza deshonrosa. Yo no deseaba el mal que hacía nihacía el mal que parecía hacer. En el instante precisoen que me han pillado, sorprendido, jugaba, estabajugando con el Mal y jugaba mal. Tal vez me he en-contrado en el mismo caso, enloquecido por una con-vicción apasionada o una fatalidad implacable (que eslo mismo), pero en esa ocasión lo hacía automática-mente, distraído, atraído únicamente por lo que iba apasar. No me decepcionó.

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Al menos he sentido latir un instante en mí, en mipecho, el corazón del «Hombre». Hasta tal puntoabandonado por el Cielo y por la Tierra que ya no setrataba de mí.

Y cuando di mi nombre tuve la impresión de ser uncobarde, aunque fuera lo contrario, como si conocien-do al verdadero culpable hubiera denunciado y entre-gado a otro.

¿Quién era yo en ese momento, incluso para mí? Unperdido.

Al hombre que muere tan bien, el momento de lamuerte no le concierne. Se trata de un ser cualquierapor quien siente compasión. ¡Ya no siente orgullo yestá harto de sus recuerdos personales! El fondo delabismo es común y anónimo.

Es un poco más tarde, después del Juicio definitivo,o aún un poco más abajo, por debajo de todo, cuandonos sentimos eternamente solos en el silencio del cala-bozo, cuando nos reencontramos con nosotros mismospara consolarnos y homenajearnos a solas.

¡Cómo me he engañado! Me pregunto si no hubierapreferido haber corrido un riesgo real.

Sea lo que sea, el beneficio es el mismo: un aspectosublime de mi yo se ha venido abajo el viernes, 9 dejunio de 19.. y oiré eternamente su estruendo trasde mí.

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Realizamos un gran progreso cuando no sentimosninguna consideración ni ninguna piedad por nosotrosmismos.

Nada a la derecha, nada a la izquierda. Nada porarriba, nada por abajo. Nada en nuestro interior.

Nada. Cuando la Cosa más importante se convierte en

algo tan mínimo que no se distingue de la nada, nohay matemática posible, ni alegría, sí sufrimiento, nin-gún espacio para ninguna álgebra de los sentimientos.

No hay mejor auxiliar para la razón que algunos denuestros actos, que me han permitido constatar en miinterior la presencia y calibrar la profundidad de unalatente y peligrosa locura.

Tal limitación de mi yo sólo me parece aceptableporque he conocido el extravío.

Sólo se puede fundar una verdad sobre un error.Puedo extraer toda una ética de ese pecado del martes.Sólo mis pasos equivocados me enseñan a andar, a bai-lar incluso. Disciplino mis pasos equivocados y bailo.

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Lo que no debo perder de vista es lo concreto y realque hay en mí, que no son los límites ni la razón, sinoel error y la locura. Los límites, la razón, son única-mente la forma que he escogido para vivir, pero lamateria de la vida misma es siempre error y locura.

Dicho de otro modo, el bien es al mal lo que laforma es a la materia. No hay bien sin mal. La rutamoral de los seres que no han tenido nunca relacióncon el mal es puramente formal, es puro artificio.

–¡Qué malo sería M. G. si no fuera bueno!–M. G. sería menos bueno si no fuera malo.

Es porque esa anciana y su nieto, que recogían leñaen el bosque, tuvieron miedo de mí el martes por lamañana, por lo que me gusta y me hace sufrir pasear-me cada día en compañía de E. La presencia de un tes-tigo no suprime la tentación. La razón no suprime laimaginación. La modera. El dique no tendría razón deser sin el río, sin el mar y la impetuosidad de las tem-pestades que los visitan y los alteran. Lo pueril seríaconceder el menor valor positivo al dique y al testigo,sería creer en la existencia del dique por sí mismo.

La metedura de pata de la moral corriente es tomarconstantemente el mal menor por el bien, lo posiblepor el ser.

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Lo posible: el río y el mar encauzados por el dique.Lo imposible: el mar o el río sin diques, abandona-

dos a sus tempestades. Pero el ser es lo imposible, como es una ilusión irre-

mediable, el más grave error, tomar al contrario loposible por el ser, el bien moral por el bien absoluto.

Sin diques, ni el río ni el mar pueden ser contenidos,pero el dique es un artificio.

Hay lo que hay y lo que es convencional, quedomestica al ser, que permite al ser, ser posible.

Sólo la parte de convención que acepto permiteexistir a lo que sin ella sería lo imposible, hace tolera-ble lo que no lo sería sin ella, introduce en el ser lo queel ser no podría tolerar, en cierto punto y de otra ma-nera, sin dejar al mismo tiempo de ser.

Así, me mantengo siempre en los límites extremosdel ser y del no-ser: ese es mi terreno.

El bien aclimata el mal, le da medios para subsistir,para no devorarse a sí mismo y para dejar de ser pro-hibido: un pase. Mejor: se trata de una naturalización;es el derecho de ciudadanía dado a lo Ajeno.

Cada cual tiene que vivir con sus debilidades, yocon mi locura. De tanto en cuanto ésta se apodera demí y soy como alguien a quien llevaran a la enfermeríade la comisaría antes de dirigirlo a Sainte-Anne.12 Perocomo enseguida me doy cuenta de lo que va a pasar,

12. Centro hospitalario parisino, especializado en cuidados neu-rológicos y psiquiátricos. (N. de la T.)

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impido que todo eso suceda. Improviso una Sabiduríaque es una especie de casa de locos privada y puedovivir allí, con mucha prudencia, sin incomodar anadie.

Hay que tener un grano de locura o no se vive real-mente y un grano de sabiduría o no se puede vivir; sera la vez lo bastante loco y lo bastante sensato para lle-gar a la muerte sin ser rico, sin condecoraciones y sinestar arruinado ni deshonrado. Eso es saber vivir.

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O c t a v a p a r t eCONOCIMIENTO DE UN AMOR PURO Y EXCLUSIVO DEL

MAL: ENSAYO DE UNA DELIMITACIÓN DE SU TERRITORIO

INALIENABLE

I

Hay pocos seres que tengan mirada como un pájaro ylas manos como una mirada.

¡Oh! No tener un cuerpo molesto ni un alma emba-razosa para los demás.

La santidad acaso no sea sino la cúspide de la cor-tesía.

Sabe Dios que en toda mi vida no he dado elmenor paso ni he movido un solo hilo para que seperciba que existo. Hubiera sido contrario a mi filo-sofía.

Sólo me he relacionado con la Eternidad. Basta conno saber ser completamente feliz sino con Dios y con-migo mismo en el origen del Mundo: ese frescor, o conun solo Hombre.

Soy un extraño para el Universo actual, para mipatria, mi religión, mi casa, mi propia alma y Dios.

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En todo, qué conformismo manifiestan los demás.No es mi caso; por eso los acepto individualmente porturnos, pues no podría soportarlos en bloque.

Siempre que me acerco a un hombre, esto es lo queveo en primer lugar: mi no conformismo. Nunca heaceptado nada por completo, excepto la realidad esen-cial: Dios y yo, y a veces entre nosotros un tercero.

Le he encontrado esta mañana; se trata de uno demis compañeros, que es albañil. Recibimos la comuniónjuntos, siendo niños. ¿Albañil? Lo es de los pies a lacabeza y lo afirma con una especie de ardor místico, tandesesperado como orgulloso, por ser únicamente eso ynada más, pero por serlo voluntariamente; sin embargo,como añade demasiado insistentemente que sólo lo espara impedirse pensar: «Para ser un buen albañil estáprohibido pensar», es un poco albañil en contra mío.

No ha hecho nada para sí mismo y, decepcionado,su orgullo lo arrojó un día contra las piedras, sobre lascuales escribió: «Prohibido pensar», como si fuéramosel Pensamiento o yo quienes fueran castigados o elPensamiento fuera un crimen y yo un criminal.

Detesta el pensamiento porque no se aposentó másen él cuando estudiábamos juntos, y está resentido con-

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tra los dos porque el Pensamiento me ha preferido amí y no a él. En el fondo, nos hace una escena de celosal Pensamiento y a mí.

Nadie más que mi persona y la Persona Divina, y devez en cuando alguna Persona humana.

Me parece que la verdadera grandeza es incom-patible con el desprecio no digo del Hombre, que noes sino una noción abstracta, ni del Individuo, queno es sino una expresión numérica, sino del despre-cio por una Persona humana cualquiera, concreta,con todos sus pormenores e intríngulis –Alma yCuerpo–, situada en el cortejo infinito de sus ascen-dentes, de sus descendientes y de sus contemporá-neos, y sola, en su lugar único, irrevocable, eternamen-te crucial en el espacio y en el tiempo, determinada ysimultáneamente libre, quiero decir, simplementereal.

Cada vez veo más claramente que mi cuerpo no essino un lazo que me mantiene en relación con ciertoorden de cosas. Que si ese lazo se altera, mi unión conel mundo material se afloja y la importancia del Mun-do material disminuye para mí, pero queda otro mundoque no necesita de mi cuerpo para manifestar su exis-tencia y sólo depende de mí exaltar ese otro mundopara mostrármelo y mostrarme incluso mi cuerpo, porañadidura.

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Me levanto a las ocho y media y creo que son sólolas seis. Todo lo que he visto desde el ángulo de las seisme encantaba, pero como me he equivocado y son másde las ocho, todo vuelve a caer, a mi alrededor y en mí,en el aburrimiento.

Apenas se distinguen las hojas y los zarcillos de lavid, pero la sombra que proyectan en la pared se dibu-ja tan claramente que su perfil produce alucinaciones.A veces la sombra de las cosas es más real que lascosas mismas.

Mi vida real tiene para mí menos importancia quemis vidas imaginarias, y sin los pecados que he soñadocometer, no sería el exiguo mal cometido el que meconsolaría por no ser un Santo.

No, materialmente nada es preferible a un cuerpo,moralmente nada es preferible a un alma sobre laTierra.

Pero ¿de qué almas y de qué cuerpos dispongo?¿Qué me dan de sí mismas las almas de las que creodisponer? Nuestros amigos no son casi nunca aque-

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llos de los que somos dignos, al menos aquellos quequerríamos tener. Y las caricias que damos se dirigenmuchas veces a simulacros, a iconos de calendario.

Hay que endurecer o suavizar ese corazón que nopuede seguir siendo, a ningún precio, mediocre.

Basta con que cada cual se eleve por encima de laúnica cosa que constituye su debilidad para que recu-pere todas sus fuerzas y descubra su poder sobre todolo restante.

La primera debilidad causa la última.

El que consiguiera elevarse por encima de su «únicadebilidad» –quiero decir, de la única que presenta unpeligro mortal y eterno para él–, ése recuperaría elpoder de dominar todo lo restante, quiero decir quemerecería recuperar todas las prerrogativas de laNaturaleza original; y sería naturalmente un Mago, unPoeta o un Santo.

El médium aspira a producir con grandes esfuerzos,los fenómenos extraños que el Santo tiene tantas difi-cultades para impedir o esconder, pues su virtud lasproduce por sí misma en él y a pesar de él.

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¡Cómo estar sinceramente resentido contra quienme ha mirado de manera despectiva, sin saber queestoy en paz desde que estoy con lo Sublime!

La audacia y los escrúpulos se han repartido misdías.

Si bien a veces he actuado mal, nunca he actuadocon maldad, no me he comprometido con la maldad.Quiero decir que en el Mal he seguido siendo yo mis-mo, no he permitido que el Mal me rebajara ni yo lohe deshonrado.

El matiz es delicado y el equívoco excusa a quien nome conoce, pero no tengo derecho a condenarme ni aentregar mi alma a jurisdicción alguna.

Si bien a veces he topado con el Mal, nunca me heabandonado a él.

Si a veces he cometido el Mal, nunca he caído en labajeza.

Me despierto angustiado.¿Quién soy? ¿Qué he hecho de mí?Ciertamente, no siento pena por mi «yo» escondi-

do, secreto, íntimo. ¿Qué tiene en común con la eva-luación común de los hombres? Imagen de Dios, inclu-so en el Infierno soy profeta.

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Quod licet Jovi, non licet bovi.Hay que abundar en el sentido del propio deseo en

altura y profundidad, pero evitando profanarlo con lamenor acción o intención mediocre.

Hay que permitir al propio deseo realizarse en altu-ra y profundidad, procurando evitar solamente cual-quier vileza.

Admitiendo que el alma esté bien hecha, creo queciertos vicios, por lo que tienen de imposibles e irreali-zables materialmente, por lo dificultoso de su satisfac-ción y por la insatisfacción absoluta y necesaria en laque nos dejan, ocupan un lugar en la vida de los hom-bres mucho más fácilmente que el ideal.

Parecerse a esos frascos sospechosos que llevan unaetiqueta roja.

A veces nada nos aligera más que sentir cierto ho-rror de nosotros mismos.

A menudo la vergüenza y la gloria interior estánsólo separadas por el grosor de un delgado diafragma.

Únicamente la pasión o el vicio nos abocan a lamisma indigencia que la Santidad, y estimo que sóloen el momento en que el hombre se encuentra comple-tamente abandonado por todo y por sí mismo estámás cerca de la gracia, quiero decir, de ser digno deella.

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II

Si un ser mediocre tiene la suerte de encontrar a un serextraordinario, no lo aprovecha para elevarse sinopara rebajarlo.

Demasiado sé que mi vida está hecha de paradojasque excusan todos los disparates que sobre mí circu-lan.

La gente vulgar tiene sus puntos de referencia, gro-seros y aparentes, que no puede dejar de lado. Así, sele escapa todo lo que es sutil o profundo.

Y el Juez es siempre vulgar. «No juzgarás.»

La conciencia y también la falta son incomprensi-bles. Se delibera sobre un hecho o un conjunto dehechos, pero un abismo separa esos síntomas del delitoen sí, que está en otra parte, inaccesible a la mirada delhombre.

Es muy fácil convertir las buenas acciones en malaso a la inversa. El juicio moral es una interpretación,una lectura de sucesos: si atribuimos al malvado inten-

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ciones puras o heroicas y al hombre de bien una inten-ción equívoca o interesada, el segundo se vuelve másodioso todavía, pues íbamos a admirarlo; y el primeromás sublime, pues escapa al desprecio.

¡Oh bienaventurada desgracia que me convierte envíctima hoy y me hace errar de la mañana a la noche,perdiendo mis fuerzas por los caminos!

No hay que dejar de hablarse suavemente paradarse coraje.

X. ha decidido deshonrarse. Su cómplice llega, peropoco a poco su conversación se eleva y alcanza lasublimidad. Sin mala intención, no se hubiera elevadotan alto.

Un verdadero deseo puede pervertirse y perderos, oennoblecerse y salvaros, según la interpretación erró-nea o el buen uso que de él se haga.

Me acuerdo aquí del prisionero que, con la complici-dad del capellán de la cárcel, obtuvo como un favor sercondenado a reclusión absoluta y perpetua, porquecada vez que veía a un semejante no podía evitar querermatarlo, pero que una vez en su celda, iluminada úni-

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camente por el tejado, donde ya no estaba expuesto aencontrar ni siquiera la sombra de un hombre, cons-truía sin cesar custodias13 e iglesias.

¿Quién tiene una inteligencia y una experienciatales como para hacerse una idea del alma lo bastanteelevada para que esa idea sea justa? Para que lo sea entodas las circunstancias.

Cualquier alma es inaccesible en su relación con suplacer, y en ella el deber y la felicidad participan de esaintangibilidad.

Reconocemos en alguien todos los síntomas de unvicio flagrante y terrible, pero la persona, el alma,¿cómo asirla, dónde cercarla? ¿Ha caído en el viciopara desposarse con él o para padecerlo? Y es ese lugardel alma, su actitud con respecto a lo que parece con-quistarla, lo importante.

Elementos del proceso: lo que puede ser declaradoverdadero o falso; aquello de lo que puede constatarsela verdad o la falsedad: un hecho, una palabra. Pero loque nadie en el mundo puede saber es hasta qué puntoese acto, esa palabra comprometen al alma. Ni siquie-ra el alma lo sabe.

Sólo Dios conoce la naturaleza del hombre, que elhombre ignora y, a menudo, cuando el hombre seescandaliza, Dios quizás está siendo loado.

Sólo Dios conoce la disposición de cada uno de no-sotros, ignorada por todos los demás y, a menudo,

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13. En el sentido de reposadero del Santo Sacramento. (N. de la T.)

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cuando todo el mundo se escandaliza, probablementeDios está siendo loado.

Las relaciones de un alma con su placer varíanhasta el infinito. Una de esas posibles relaciones sellama felicidad.

La felicidad depende de una de las actitudes posi-bles del alma con respecto a su placer.

Mucha gente no ama el bien que hace; la virtudpuede ser una forma de la desesperación: algunos curassin alegría, de palabra amarga, son su viva imagen.

Mejor sería decir que la práctica de la virtud noexcluye la desesperación en mayor medida que la delvicio.

A otros se les impide cometer todo el mal que que-rrían, lo que no tiene ningún mérito, igual que unmanco no se interesaría por ninguna clase de malaba-rismo ni un lisiado soñaría con una carrera a pie.

No es el pecado lo que está mal, sino cierta manerade ser pecador o de ser virtuoso que no consigue emo-cionarnos.

No es el estado de hecho lo que importa, sino elestado del alma.

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Sólo hay una virtud: el fervor; y otra virtud: la dis-creción.

Lo que está mal no es el pecado, sino no respetaren el pecado ni el pecado ni a sí mismo o acomodarse enla indiferencia.

Nunca hay que cuidar a la ligera lo que amamos, nisiquiera en nosotros mismos. La dignidad del amor sólopuede medirse por el silencio que rodea a su objeto.

Sólo el alma importa, y su nobleza original y adqui-rida. Los actos no cuentan, sólo su calidad.

Al bien son inherentes ciertos males propios de lafragilidad de cualquier naturaleza; la inteligencia nospone en guardia contra ellos. Al mal se unen ciertasbondades, inherentes a la grandeza de nuestra alma.

Lo que a veces me espanta es lo que hay de enemis-tad en la amistad, de odio en el amor, de mal en elbien, de vicio en la virtud. Y me equivoco.

Hay una grandeza innata necesariamente inherente,en grados diversos, a cualquier alma que viene al mun-do, y una grandeza adquirida o añadida que algunasalmas se dan a sí mismas. Incluso en el alma más hu-milde o en la más extraviada se pueden encontrar siem-pre todos los elementos de la grandeza.

Conjuro a mi alma a responder: –¿Puede sentirse orgullosa a pesar de todo?

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–Sí, con tal de que mis «virtudes» igualen a mis «vi-cios». Sólo la Virtud permite ciertas libertades con el Mal.

Una nadería que buscaríamos en vano en un errorcomún, a menudo excusa las faltas más graves.

A diario encontramos gente honrada pero sin gran-deza y criminales que conmueven.

En un proceso criminal, cualquiera que sea el delito,el acusado es casi siempre el más simpático.

Cada instante debe ser una lucha obstinada perograta, tan firme a los medios como fiel en la direccióne indiferente al resultado.

Sólo necesitamos mudar poco a poco nuestra debili-dad en fuerza, extraer del pecado la virtud, obligar anuestro vicio a servirnos, a engrandecernos, a superar-nos. Transformar el Mal en Bien, cada una de nuestrasaparentes derrotas en un triunfo más íntimo.

A merced de tantas amenazas no soy nada, perotodo lo ocurrido en esa nada desde hace cuarenta ycinco años, ¡qué respeto me impone, a mí y a la eterni-dad que me rodea!

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Sólo Dios lleva la cuenta de mis alegrías y de mis pe-nas. No me ha faltado audacia y la última de misimprudencias me matará. Hay que morir siempre unavez y no querría que fuera de indigestión. Prefiero quesea lanzándome a lo desconocido para sentir mi cora-zón.

¡Qué león! Ese corazón que desconocía.

No me volverán a ver más, es la única distancia queacepto.

Ni la riqueza, ni el lujo, ni el poder. La pobreza, lasimplicidad, la humildad, para que el alma resplan-dezca.

¿Por qué fulano es libre de tantas maneras? Porqueacepta en alguna parte la parte de dependencia que esel tributo de cualquier realeza.

III

Pienso que hay tres realidades: el tiempo, la eternidady las almas que participan del primero y de la segunda.

Pienso que cada alma posee tres realidades: la eter-nidad, el tiempo y ella misma, que participa de la pri-mera y de la segunda.

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El tiempo transcurre impersonalmente y quien a élse abandone, por él será arrastrado y no guardará casinada de sí ni para sí.

El que vive en lo Eterno escapa al tiempo y a símismo.

Raro accidente, un alma que rechaza simultánea-mente el tiempo y la eternidad y se mantiene fiel sólo así misma: única soledad.

Desde cierto punto de vista que le es propio, lasrelaciones de cada alma consigo misma no conciernenpor completo a Dios ni por completo a ninguna otraalma. Ese es el gran secreto.

El alma sólo existe en la medida en que es indepen-diente.

Sólo hay vida en el «sí» o en el «no», a condiciónde que éstos alcancen un grado heroico.

Por estrechos que sean los límites donde Dios meencierra, en ellos soy libre.

Aún más, son mis propios límites, los que Dios meimpone, los que me liberan.

El ser infinitamente influenciable que soy, ¿tienealguna forma de eludir las circunstancias?

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Dios nos impone las circunstancias, pero no el acto,el «sí» o el «no» y, además, a veces tenemos el poderde cambiar las circunstancias.

Piérdete tú solo antes que ser salvado por otro.¿Salvado por otro? Eso es abdicar.

En lo que eres rey, reina.

Dios no es un límite.

En cierta manera el «Yo» no tiene límites. No tengolímites en el plano que me es propio.

El Deber no es un límite para el «yo», sino unaseñal de alarma.

«Yo» no se encuentra, no debe encontrarse en elplano de los deberes. Es su demiurgo.

Deber: parapeto. El Deber no es un límite sino unaadvertencia: que tú has nacido de ti mismo.

En ti mismo no tienes límites.

El plano de Dios es propio de Dios. El plano decada alma también es propio de cada alma.

Cuando un alma aborda el plano divino o el planode otra alma nacen los deberes. Entonces sale de símisma.

Donde «Yo» encuentra un límite, es que «Yo» hasalido de mí mismo.

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Donde «Yo» encuentra a otro «Yo», ¿cómo nohabía de chocar con un deber?

Donde «Yo» encuentra a Dios, ¿cómo no había dechocar con un deber?

Pero el Deber no limita al «Yo» en sí mismo. Limitaal «Yo» en relación con lo que le es ajeno. Le protegeen la medida en que define lo Ajeno.

Desde el momento en que tengo deberes, ya no soyyo. El Deber me alerta de que ya no estoy en el planoinalienable del «Yo».

Si soy fiel a mí mismo, no existe el Deber. Si salgo de mí mismo, dejo de ser libre.

En sí mismo «Yo» no tiene límites. En mí mismosoy universal y eternamente libre.

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D

L A A B Y E C C I Ó N ,ÚNICA FINALIDAD DEL MAL

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N o v e n a p a r t eEL HOMBRE, FINALIDAD DEL HOMBRE O CONOCIMIENTO

«ÍNTIMO», «PRÁCTICO» Y «HABITUAL» DEL MAL. – EL DESEO

EN POSESIÓN DE SU OBJETO; SU FAMILIARIDAD ENGENDRA

LA ABYECCIÓN

I

La acción es incompatible con cierto grado de sabiduría.Para actuar hay que ser bastante ignorante o bastanteininteligente. Quien lo supiera todo y lo comprendieratodo, se cruzaría de brazos y se callaría, sonriendo.A partir de cierto potencial de gravedad y de eficacia,cualquier acción, en la medida en que inquieta o tran-quiliza, se parece singularmente a un crimen, a una infa-mia o a una metedura de pata, a una falta de atención, aun error de juicio, a un error de imaginación o a un des-carrío de la sensibilidad lindante con la locura, a un acci-dente de orden moral debido a una exaltación momen-tánea o a una depresión. En el sabio indica la catástrofe.

En medio de los tranvías y de los caballos, perdido,ensordecido, ciego, cuando extendí la mano en la callede Rennes, sentí muy claramente que la Mano de Diosse retiraba y que la tierra se entreabría para dejarmesuspendido en el espacio, víctima de mí mismo, en losucesivo bajo el poder del Infierno que me recogió yme reconoció abiertamente.

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La tentación es un rayo que anula las imágenes y elruido para abocaros en un abrir y cerrar de ojos, enmedio de la noche y el silencio, ante un objeto únicocuyo esplendor y fijeza os paralizan.

Que la soledad es peligrosa, porque expone –amenos que uno sea hermético– a explosiones de simpa-tía o de antipatía irracionales.

A menudo inicio un largo viaje para ver a alguien, ycuando voy a entrar en su casa deseo que no esté allí oque haya muerto.

Admitiendo que ames cualquier cosa lo bastantecomo para preferirla a tu tranquilidad, sobre todo queno sea a alguien.

Cada uno persigue su ensueño a su manera, y losensueños son distintos según las personas; y a menudocontradictorios. Aun admitiendo que los ensueños searmonizan entre sí, no responden a las realidades quesuponen, y cada vez que la ilusión cede a la realidadnos sentimos decepcionados. Milagrosamente, dosensueños se confunden entre sí y con las personas mis-

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mas que los imaginan, es una felicidad que sin duda nose ha dado nunca.

De igual modo el placer no es nunca idéntico para tiy para mí y cada cual, al perseguir sólo el suyo, lo quitaal otro.

Sin embargo, el placer que quieren daros es unsuplicio al que no escaparéis. Sólo amamos lo quehemos elegido nosotros mismos, y la amistad que sólose mira a sí misma y vive de excesos impone su régi-men y cansa al que necesita reposo.

Me comprometo desde ahora con ocasión de estaFiesta de la que no puedo escapar. Ya me he compro-metido, se ha fijado la hora, pero como es un crimen,me hace sentir continuamente, durante varios días, enuna disposición de espíritu culpable, lo que es una pro-funda esclavitud: mis lecturas, el azar de mi humor ode mi relación con los demás me desvía a veces del pla-cer del pecado.

Me gusta que haya una parte de elección, de respon-sabilidad continua en el curso de ese drama fatal. Nues-

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tra conformidad en lo desconocido me glorifica. Ya nosoy víctima de nadie, nunca. X., que es quizás el Demo-nio, responde con su turbación a mi turbación. Me ma-ravilla que no haya entre nosotros más obligación quela fidelidad a ese instante al que nos hemos compro-metido los dos de una semana para otra, simplementepor placer.

Tiene libertad total para no venir. Yo también. Y sifaltamos uno u otro a la cita, no tenemos manera algu-na de reencontrarnos jamás.

Que nuestra adhesión del uno al otro sea sorpresacada vez, y primero miedo a no volvernos a ver; queno sepamos nuestros nombres y que sobre cada una denuestras citas, tan cortas, tan escasas, pese siempre laamenaza de ser la última, si yo o él lo queremos, sinla menor esperanza de reencontrarnos salvo por casua-lidad, eso es lo que nos emociona y nos preservará lar-go tiempo de la lasitud.

II

Salimos de casa seguros de nosotros mismos, con elalma altiva de un filósofo antiguo, superior a todo,pero apenas hemos dado unos pasos, las figuras de

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vuestra imaginación dan la mano a las de la acera,engalanan el camino del tugurio de donde saldréis muypronto ruborizados y confusos.

Devoción por la Belleza, sin duda, pero nunca en elsentido escogido previamente; siempre más abajo,similar destello ilumina similares ruinas.

El vicio del deseo empieza muy a menudo por unerror de admiración y un desconocimiento del placer.No hay ni un detalle de las criaturas que no sea dignode admiración, pero dedicar a una parte del propiocuerpo o del cuerpo de otro sea una atención exclusivasea un culto, aislar en ella una gloria de su gloria total,es mutilarla.

Dónde encontraré, sin embargo, una emoción máspunzante, más grave que la que experimento en elfondo de ese abismo, como para renunciar a descendera él, donde el espectro de la Belleza se concentra y mevisita, donde alguien me habla, donde toco a alguien.Sé muy bien que sólo se trata de un maniquí, un fan-tasma, una imagen, pero me recuerda tanto lo que de-seo, que entreveo de lejos, por ese sesgo, que gracias aesa proximidad engañosa he podido estremecerme almenos una vez de admiración y de terror.

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Cuando nos despertamos por la mañana y pen-samos en el pecado de la víspera, al principio nopodemos creerlo; nos negamos a creerlo: ese estupordura un segundo. Después nos lo creemos y nos mal-decimos.

Al mediodía nos hemos acostumbrado a nuestrapropia maldición y por la noche, vuelta a empezar.

Al día siguiente el estupor es menor y la maldiciónsubsiguiente carecerá de convicción.

Finalmente nos acostumbramos al oprobio, que seconvierte en el Pan de cada día.

III

La primera vez que le vi, no desconfié porque no habíasentido nada especial en su presencia. Una única cosame intrigaba: había intentado retenerlo por todos losmedios y sin ninguna razón concreta o plausible, comopor instinto; le había retenido mucho tiempo, más alláde lo razonable, rechazando ir a cenar con él e impi-diéndole a él ir a cenar solo, toda la noche sin dormir.En esa obstinación, ¿no podía ya adivinar una causa ono quería verla? En cualquier caso, yo no sufría. Nin-guna alarma, pues.

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La noche transcurre sin incidentes, he leído conentusiasmo esa epopeya criminal. Él escuchaba. No sécómo he llegado a esa fiebre, sin transición, sin mati-ces, y sin embargo, como si estuviera subiendo la esca-lera del Cielo, a medida que avanzaba sentía disminuirel peso de la atmósfera sobre mis hombros y ciertapesadez en las piernas ¡Qué ganas de llorar!

Ahora, lejos de él, sin duda muero gratamente ynace el día. El sol hiere la triste mirada que no ha des-cansado, que no ha dejado de disparar su aguijón.

Si hubiera sabido lo que me iba a suceder, ¿habríatenido fuerzas para no volverle a ver? Le he vuelto aver. Feliz, ligero, demasiado ligero y demasiado felizcomo para no inquietarse.

Muchas veces me he sorprendido mirándole condemasiada atención.

Se ha parado un momento en la calle para hablarcon alguien a quien parecía conocer. Entonces he senti-do una punzada en el corazón.

Hubiera querido abalanzarme sobre esa persona, oal menos separarlos o llevarme a X. por el brazo yarrastrarlo hasta saber por qué me sentía tan trastor-nado.

Pero de repente se hizo la luz. Me miré de pies acabeza.

«Sufres –me dije–. Ya está. Ese hombre acaba deencadenarte a su carro.»

Mis manos entrelazadas hacia el Cielo, pero sólosiento devoción por las suyas, ausentes.

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El fuego de mis ojos se ha extendido a mi cara. Elfuego de mi cara se ha extendido a todo mi cuerpo.Sólo soy fuego.

Esta felicidad es tan nueva para mí, tener en quienreposar mi mirada, como esos grandes veleros que cru-zaban el océano, sin parada alguna y sin días ni noches.Tener en quien reposar mis manos, cuando ya no hagonada: es a él a quien buscan, revolviendo el mundo paraencontrarlo y, cuando lo encuentran, se quedan inmóvi-les como unas palomas al borde del nido.

No hace falta que se entristezca por mi culpa, puesyo soy sólo aburrimiento y miseria en la perspectivadel Mundo; Triunfo y Esplendor en la perspectiva delo Eterno, pero ¿quién puede saberlo?

Mi corazón necesitaba más devoción que ternura,más sacrificio que voluptuosidad. Para mí, ahora,amar es lo único que vale la pena, dar, darme.

¿Qué no le he dado, sin que lo haya sabido?En todo momento mi corazón silabeaba su nombre

desconocido.

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Todas las objeciones que hubiera podido hacer, séque yo las habría destruido.

«Si hubieras mostrado tu vergüenza ante mí, lahabría convertido en la custodia14 de mi gloria.»

Hubiera deseado que fueras mil veces más pobre,más odiado, despreciado, desgraciado, miserable,enfermo, sucio, deshonesto, acusado, traicionado,condenado, perdido, deshonrado, envilecido, vil, con-denado.

Como un hombre que hubiera muerto y cuyasmanos cortadas siguieran viviendo. De tanto en cuan-to se juntan como erizos de mar y se acarician, sehablan de él; me parece que nosotros somos cada unode esas dos manos ciegas que buscan a la otra, puessin ella desaparece el recuerdo íntegro de su vida pa-sada.

Amarnos tú y yo es acordarnos unidos de alguien. Nos recubrimos por entero. Reencontramos el Pa-

raíso.

Me parece que entre nosotros existe una armoníasecreta que nos permite entendernos, entenderlo todo,incluso lo que nadie en el mundo habría entendido sinnosotros, porque eres a la vez de la misma religión y

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14. Juego lingüístico con el significado de reposadero del SantoSacramento, aparecido más arriba. (N. de la T.)

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de la misma herejía que yo y nuestra herejía es única:Tú por mí, yo por Ti.

Antes de encontrarte sólo había enamorado la vani-dad de mis amigos, a veces a su alma, nunca su carne.

En señal de alianza hemos intercambiado nuestravestimenta. Él se pasea envuelto en mi abrigo y yo enel suyo.

¿Qué importan el Mundo, el Infierno y el Cielo? Enel Espacio, una Trinidad cerrada, un único Ciclo: Dios, ély yo.

El Cielo no tenía ya el mismo color, pero ¿cuál erael color del Cielo cuando yo creía ser feliz? Mi cuerpohabía reencontrado esa gracilidad, esa juventud de losresucitados, pero lo que había de inhumano en las de-licias que sentía me impide todavía entenderlo, saber siel sufrimiento era mayor que la felicidad, pues la fragi-lidad de la alegría me era tan sensible como la presen-cia del Peligro.

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Alegría también de que mi alegría fuera sin motivo,porque necesito, especialmente, humildad.

¿Qué me importa que seas la Nada y que yo tesacrifique Todo? A veces tú mismo me dices de otro:«No es nada». ¿Qué importancia tiene? Sólo sonpalabras sin sentido para mí. Se trata del punto devista de los otros. Ningún ser es «nada» para Dios opara mí. Amo a los seres como Dios los ama. Un ser–un ser humano– nunca es nada para Dios o para mí.Al contrario, cuanto más se le desprecia, cuanto másse le deshonra, cuanto menos cuenta para los demásy para sí mismo, más cuenta para Dios y para mí. Eldesprecio, ese reino sobrenatural donde el desprecia-do reencuentra, con toda seguridad, su manto depúrpura y su corona.

Si los demás no son nada para ti y si tú no eres nadapara los demás, aislado en tu yo, todavía eres mástodo para mí, y si te obstinas en no ser nada para ti,no por eso eres menos todo para mí, y aunque renun-cies a tu orgullo, he substituido el mío por el tuyo, einstalado en el corazón de mi orgullo, por más quedesprecies al rey, no soy menos tu reino.

¿Cómo sería inútil tu vida, si la mía no lo es?¿Cómo serías pobre, si yo soy rico? ¿Cómo estaríassolo, si estoy contigo? ¿Cómo no existirías, si yo exis-to? ¿Cómo dejaría yo de ser importante y dejarías tú

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de ser importante a tus ojos, si para turbarte soy ca-paz de crear una magia, si he hecho de mi amistad porti una religión infernal?

Se ha envuelto de mí como con su abrigo, me heenvuelto de él como con mi abrigo. No es libre pararetirarme su mano y no soy libre para retirarle mimano. Nuestras manos no son sino la sombra una dela otra, pero dime, cuando retiras tu mano, ¿dónde seretira su sombra? Dime, ¿dónde se retiran las sombrascuando dejan de ser visibles?

IV

En cuanto me encierran en algún sitio, busco una fisu-ra y soy siempre lo bastante sutil como para deslizar-me por ella. Mientras no estoy fuera, ¡qué inquietud!¿Te acuerdas de mi emoción cuando se abrió la segun-da puerta?

Como un sabor, como un perfume deleitable, comoun enigma, como un encanto que escapa a cualquieranálisis, nuestro deseo nos atrae o bien, ¿cómo decir-lo?, nos llevamos nuestro deseo al fondo del Infierno,donde nunca sabrá por qué se ha perdido por com-pleto.

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Imposible dormir, soy tan consciente de mi cuerpo,sensible especialmente en sus contornos, aquí y allá,donde el recuerdo de una mano o de su boca permane-ce cual palpitante abeja.

Como un punto de referencia casi doloroso, unestremecimiento imprevisto recorre mi espalda, miscostados.

Sin ti, la masa que soy se hundiría confusamente,pero me interesa la forma que tú has esculpido a mialrededor durante la noche.

No es la ilusión por conocerla ni el derecho de exi-girla los que crean la intimidad, la duración ni la fa-miliaridad en las relaciones, ni siquiera compartir ointercambiar voluptuosidades; la amistad o el amor nola presuponen necesariamente, pero nada es más ape-tecible.

Se funda en la comunidad de un secreto y una com-plicidad la consuma.

La intimidad es el abandono total, la ausencia dedoblez.

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Conozco muy bien el peligro, pero cuanto más seprohíbe la presa, cuanto más se rehúsa a la esperanza,más victorioso es alcanzarla, aprehenderla.

¿Qué es la voluptuosidad sino la oportunidad deuna gran turbación moral? ¿O el precio de un riesgoeterno?

A ciertos seres una caricia sólo les emociona en lamedida en que los mata, o al menos los deshonra.

La intimidad empieza únicamente donde no hay yaamor propio, y quizá no se acabe sino en una comúnabyección.

Algo nuevo también en mi desesperanza por laausencia de cualquier pensamiento. Ni religión ninoción alguna del bien o del mal, un verdadero des-censo a la mina, en la carne cruda y viva, y por debajode la carne quizás, muy pronto el barro y el limo: ¡quécalor primero y, finalmente, qué pureza!

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¡Oh! Viaje iniciado para descubrir el secreto de loAdmirable, como quien recorre toda la noche unagalería oscura y ve nacer la luz sobre lo desconocido,en el cuerpo del Desconocido, cuya indiferencia meda alas. En fin, acercarme a un ser que no sea senti-mental, que no hará surgir en mí ternura alguna ni mehará pronunciar palabras ya dichas, un ser a quien nosabría atarme, que no sabría atarse a mí, del que mesepararé sin esperanzas, con una serenidad perfecta,que no amaré por él sino por mí y que es consciente deello, un ser que no me amará por mí, sino por él, y soyconsciente de ello, un ser que amará únicamente unaapariencia, quizás ni siquiera la mía (no me conoceránunca), y yo amaré también una apariencia, ni siquierala suya (no lo conoceré jamás).

Dos estatuas en la habitación o el Jardín del Rey.Las acercan. Las alejan una de la otra.

A causa de lo que en nosotros se parece, nos hemoshecho un señal, y a causa de nuestras diferencias nopodremos permanecer juntos.

Sólo se trata de un estremecimiento que os ha emo-cionado, un movimiento imperceptible en el arco delos riñones: por eso morimos o matamos. Ahora lo sé.

En medio del placer, la manera de girarse para mira-ros, os ha convertido todo lo demás en inútil.

Labios aparentemente delgados, rostro lampiño, susrasgos de Lucifer son tan inmóviles como sus hom-bros; de los pies a la cabeza, nada parece bullir, nisiquiera su mirada, tizón entre cenizas. Sólo la risa del

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ojo incansable expresa el apetito cínico, frío, cruel, sinfondo, de la voluptuosidad, de la voluptuosidad pura,sin relación alguna con la ternura o con la pasión.

Nadie ha conseguido emocionar a un ser semejanteni emocionar a nadie, como tú lo consigues; desnudoen su corsé de músculos fuertes, empapado en sangre einquietantemente pálido, sólo te esperará a ti, en unasombra perpetua, y esperará de ti una sorpresa que lelibere de sí mismo.

Acostado, cuando llegas palidece aún más y no ha-blará.

Sólo la punta de sus senos se retuerce, se endurece,tal delicado vellón de color oscuro y aterciopelado,sembrado de pelos de oro, semejante a las melindrosasflores de los castaños y, subrepticiamente, destila unagota de leche azucarada, tan pequeña que escapa a lamirada.

¿Quién es lo suficientemente viril y susceptible detanta emoción ante ciertos acercamientos, como parapedirlos sin vileza, exigirlos sin orgullo y además con

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una serenidad irresistible, hábil en sus rodeos comopreciso y seguro en su meta?

Ahora lentamente el torso, como el tronco de unjoven ciruelo, se contrae en espesas volutas: sin molestar-te, se gira para exponerse más a ti y es excitante contem-plar a ese gigante inmaterial, simultáneamente pesado yfrágil, enloquecido y calmado, entregado y sometido,parecido a mí, siempre el mismo y siempre diferente; mipropia forma en él me persigue constantemente, a vecesme encuentra, en una ocasión sale del espejo, familiar,comparsa, cómplice, me toca, me envuelve, me abraza.

El misterio entre vosotros dos, después de haberleseguido por el periplo de su experiencia, tu mérito,a sus ojos irreemplazable si le has hecho descubrir ensí mismo una zona desconocida, un continente de símismo desconocido todavía para él, si le has iniciadoen las fluorescencias, en la sorpresa de un nuevo gozocon el que has sabido, progresivamente, desarrollar elciclo hasta conducirle a la cima de sus deseos, a su cen-tro, si le has tocado, tú el primero, en ese punto único,apenas discernible, de su carne y de su alma dondeesperaba eternamente a alguien (tú, solamente tú) quele revelara su propio Edén.

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Pretexto, el amor, para conducir a alguien a toca-ros, como es preciso, donde es preciso, como uno quie-re, donde uno quiere.

Eternamente pacerás la espiga de su nuca, tan secaque sabe a siemprevivas, y bajarás, contando cada vér-tebra que se despertará a tu paso, hasta el flanco delabismo, donde los riñones, escudriñados a mordiscos,harán surgir, exhortada y atizada desde lejos, unagrupa alada que enloquece, se arquea, se yergue.

Ebrio de sol, el fruto maduro por fin estalla, sealeja de sí mismo y de su entorno, se abre y lo queestaba escondido poco a poco aflora, se dilata: uncornete de nácar se transforma en un capullo rosadocubierto de seda, primero casi invisible, después másgrande, y como un pavo real lentamente inflado, má-quina gigantesca, apenas nacida, la Quimera se balan-cea, se bambolea, avanza para acercarse al rayo que leda su plenitud y, convertido en flecha, de golpe la des-garra y la mata. Entonces, del fondo del abismo, dondenos hemos precipitado juntos, suben, repercutiendode mundo en mundo hasta el empíreo, rumores sor-dos y el gemido triunfal que la voluptuosidad arrancaa los Mudos.

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La llave ha girado en la cerradura y, como he grita-do «¿Quién es?» con un tono bastante firme, el Desti-no ha dudado.

Estoy convencido de que si por casualidad mi vozen ese momento no hubiera sonado tan bien, el que mebuscaba para estrangularme lo habría hecho.

Lo que me salvó: la relación entre mi firme seguri-dad y la falta de decisión del asesino.

¿Cómo es que Dios no me ha perdido cien veces, siyo nunca evito las ocasiones? Para que siga a mi «De-monio» por donde él quiere.

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D é c i m a p a r t eDESPERTAR EN EL ESTUPOR Y EL ESTUPRO

I

¡Podredumbre! Soy sólo carne. ¿Sólo a eso tendíantantas y tan nobles promesas?

¿Qué he hecho de mí? Qué ha hecho conmigo unatentación que había tomado primero un giro tan clási-co, después místico.

Por la noche, la humedad de mi cama me despierta:en una actitud obscena le veo a mi lado, demasiadocerca como para que no sentirme cegado, ofuscado,ahogado. Su olor tapiza mis fosas nasales y su saborparticular, en un sitio preciso de su cuerpo que tanbien conozco, ocupa constantemente todas las papilasde mi lengua y de mi paladar. Mis manos están llenas desu forma, más pesada, más obsesiva que su ser mate-rial. Inmóvil, fijo y solitario, habita mi mirada; secuela en mi alma y todo lo que le sigue le acompaña,como un séquito, me invade por todas partes y me ase-dia. Dejo de ser yo para convertirme en lo que heexperimentado con tanto placer; y el objeto de mi ado-ración, convertido en objeto de mi horror, ya no me

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abandona. Ante él mi emoción es la misma, sólo hacambiado de signo.

Puedo errar por la Tierra y buscar reposo en otrosmundos. Pero no lo encontraré. Obstinadamente heperseguido a X. Le he encontrado, emocionado,hechizado; con mis maleficios, he hecho de él unmonstruo; consagrado sólo a mí, transformado en micomparsa con su cortejo inmundo, hasta la muerte ymás allá de ella, llevará a mi sombra esa ropa devoluptuosidad y de vergüenza que he tejido para élcon mis miradas y con que le he revestido con mispropias manos. La eternidad no le bastará ni a él paramaldecirme ni a mí para expiar mi pecado. Su degra-dación, su perversidad irreparable, me las debe a mí;su tormento, soy yo quien lo ha creado. Su Infierno esmi obra y ya no tiene remedio. Aunque me salve, lehabré perdido.

A cierto nivel la voluptuosidad es ya el Infierno,el hervidor, la caldera. Todo el ser, lo que está fuerade él y lo que está en su interior, se transforma len-tamente en su objeto, se especializa, se homogenei-za. Cesa la variedad, y como el placer reside en lasorpresa, pese a todas las precauciones pronto llegael asco, al que sucede un corto reposo, y de nuevo eldeseo dispara su aguijón envenenado.

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Pesadas capas de sangre suben de las partes bajas alcorazón y bañan el rostro y la frente, para volver adescender a los bajos fondos hasta que, ya esparcidas,las fuerzas adormecidas un instante, el calor, el ardor,la quemadura ceden al hielo para renacer otra vezenseguida.

Incluso la inteligencia se pone al servicio de los sen-tidos; la facultad de abstracción se atrofia, se materia-liza; la razón sólo es un repertorio vulgar, un canon debelleza, una estética; la conciencia un catálogo demodas, la asociación de ideas un lupanar. La loca de lacasa, la que primero se ha hecho carne, sólo se distin-gue ya de los sentidos en que es propio ser de ella ilu-soria y quimérica, pero como está menos limitadacuantitativamente y no hay nada que no le sea posibleconcebir, da más libremente curso a la fantasía y seconvierte en un almacén de obscenidades; convertidaen el museo secreto de Nápoles del alma, suple, por elnúmero y las proporciones, toda la fealdad que la na-turaleza le rehúsa.

Así, el ser se mueve sólo en lo concreto, revestido enlo exterior por formas tangibles y en lo interior porformas irreales. Las unas se convierten en reflejos delas otras, o bien se engendran indefinidamente, comoespejos mágicos colocados frente a frente. Crean alre-dedor del alma y del cuerpo, influyendo más concreta-mente en el corazón y en el rostro, una atmósfera

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irrespirable, una opacidad, una especie de marea queacarrea la parálisis y la asfixia. No podemos ya mover-nos ni elevarnos desde el fondo de ese abismo oscuroni despojarnos de ese lazo de figuras de plomo, de esaarmadura, de esa máscara, de ese casco erótico, deesos límites, de esas cadenas vivas, de esa prisión infes-tada, de ese silo donde nos enterramos y nos ahoga-mos con nuestros propios excrementos, de los quesomos víctimas, sin poder ya nunca jamás vivir nimorir.

Que hay un Demonio atado a cada parte del cuer-po, de nuestro cuerpo y del cuerpo de los demás, noshace conscientes de muchas cosas; que hay un Demo-nio de la Cara, de las Manos y de los Pies; que otros,de esencia más sórdida, se alojan más abajo o másarriba, entre nuestros senos o nuestros muslos, quehay un Demonio fálico, un Demonio vaginal, unDemonio anal, y que hay tantos como tantos seres hay,de la misma forma que hay falos, vaginas y anos, yque esos Demonios tienen más vitalidad cuanto másnos entregamos al pecado y que son más o menosnumerosos según los individuos y que ciertos hombresy ciertas mujeres sean una hormiguero, un pueblo, ununiverso de Demonios, de eso no hay duda. EsosDemonios nos dejan para ir a atormentar a los demás,o nos espían al pasar, abandonando a los demás paraobsesionarnos por turno y asaltarnos finalmente todosjuntos, y nos fascinan y nos atraen presentándonoscontinuamente y con cualquier motivo el mismo obje-

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to preciso, vivo e imbuido por ellos con un atractivoparticular, irresistible al fin.

Las visiones del Infierno son el pan de cada díadel condenado, ya en la Tierra a merced de lo que amenudo es sólo una imagen, la imagen de un ser enuna actitud equívoca, o la imagen de una parte ver-gonzosa o de una expresión lúbrica de hombre, deanimal, y todo el tiempo que el Condenado esquivasu Quimera le parecerá tiempo perdido, todo el tiem-po en que deja de ser presa de esa Imagen o de laRealidad que representa, el Condenado cree no vivir,y tanto más cuanto que ese Demonio, esa Quimera,la Imagen o la Realidad que le alucinan, son inmun-dos, infames, también la degradación en la que caese hace más profunda, irreparable, definitiva, y ma-yor es la satisfacción que experimenta y su borrache-ra se vuelve más violenta, es decir, cuanto más im-placable es la atracción que el fondo del Abismo ejercesobre él, más se siente penetrado por lo que le rige, yle rige así exclusivamente. Y esa Figura inmóvil, a laque acaba por parecerse, agrandada lentamente hastalos topes de una boca de cloaca, boca de cloaca élmismo, la respira, la toca, la devora, mientras ella lehuele, le respira, le toca íntimamente, ojo miope decíclope devorando el ojo miope de un cíclope en lanoche.

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II

«Pero, ¿qué ha pasado? De repente mi corazón hadejado de sentir interés.» Y me espanto, liberado de mímismo.

El suicidio no es tanto un acto como un estado delalma. Tengo el don de identificar a los suicidas quevan por la calle, y desde hace poco, al verme en losescaparates creo reconocer también a un suicida.

Se preguntan por qué mi semblante es ausente. Nome he repuesto, y dudo entre una risa enloquecida yun torrente de lágrimas.

Que la razón (la risa y las lágrimas) son lo propiodel Hombre.

Separado del mundo, de la mayoría de los huma-nos, con cuyos ojos miro un instante, veo en el auto-bús a todos los seres que hacen al parecer el mismoviaje que yo, en particular a esa mujer rubia.

El que ya ha muerto y está en el Infierno, ¿percibe alos que viven todavía, esos a los que va a dejar seguirsu destino cuando el suyo ya ha caducado? Evalúa elmargen que le separa de ellos; no se interesan por lasmismas cosas que él. Sus miradas y la de él, sus preo-cupaciones y las de él no pueden volver a coincidir; acontrapelo contemplan orillas opuestas.

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Hemos recibido un golpe mortal, y por mucho quehagamos, nos hemos convertido en fantasmas. Eso eslo que soy. Parezco vivir.

No es necesario matarse ni morir para estar muerto.Bien puedo, por un acto firme y constante, definitivo dela voluntad, dar la vuelta al Cabo, estar aquí sólo enapariencia, «estar» ya en realidad en el otro lado, fuera,donde ya no nos pueden atrapar, ser «otro», vivir «deotro modo», asentado ya en lo Eterno, Cielo o Infierno.

Así, voy a ejercitarme en una nueva existencia, la defantasma; convertirme por completo en intangible,inaudible, invisible.

Nos habituamos mejor a la angustia en soledad queen presencia de otro ser, ¿aunque esté dormido? Uncompañero dobla la realidad de lo que os hiere. Solos,alcanzamos más fácilmente, sin billete de regreso, unmundo extraño, singular.

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Mi pobrecita madre da vueltas a mi alrededor sincomprender. Ni la escucho ni la veo, pero sus cuidadosa veces me hacen sentir remordimientos.

En un momento dado, me dice: Cuando hay peli-gro, no pienso en él sino en abrirme un camino.

El coraje, un hacha.

Únicamente cuando no hemos caído en el fango porun paso en falso es quizás posible esperar que se seque.El polvo es una especie de nobleza en suspenso, quesólo ensucia mezclado con agua.

Piensa que en un vicio hay niveles y comprueba queen esta ocasión has llegado al último, el más profun-do, el más bajo, el único que es grave alcanzar porquees mortal, que has bajado al fondo del abismo, alfondo de tu propio mal, al grado más sepulcral de tuyo y que has sentido los efectos simultáneamentemaravillosos y horribles, absurdos, legítimos, detesta-bles, pues son destructores de toda nobleza que no esinherente a ti, esencial a tu naturaleza. Confiesa quehas conocido la abyección y que debajo no hay nada,que has visitado el abismo del abismo y que es un lími-te al borde del cual la inteligencia y la voluntad nosabandonan y nuestros sentidos, excepto la conciencia,desfallecen. Convertido en animal inmundo, luego enplanta cenagosa adaptada a los recovecos de una ver-gonzosa cavidad del Infierno, por un instante tú has

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sido menos que eso, un protoplasma, para convertirteal instante siguiente en algo tan eminentemente cerca-no a la «nada» que en un abrir y cerrar de ojos hasevidenciado ese vértigo que es la otra cara de noso-tros mismos: negación, vacío absoluto. Llegado a esepunto supremo más allá del cual ya no podemosseguir decayendo sin dejar de ser, porque ya no hayacceso, porque ya no se puede acceder a ningunaparte desde ese lado para nadie ni para nada, porqueno hay lugar para estar más abajo, quiero decir, por-que el ser dejaría simultáneamente de ser para ir másallá; como me es imposible dejar de ser, necesaria-mente me he parado. Sin embargo, el reto que ha lle-vado tan lejos en mí la naturaleza humana tenía queparecerse tanto al coraje y a la estupefacción que seapoderó de mí ante lo infranqueable, imitaba tan bienel éxtasis que, permitiéndome mantener eternamentela ilusión, Dios hubiera podido abandonarme allí yme habría perdido, cuando me despertó, de golpe, elsentir que no es lo que es más, sino lo que es menos,que no es lo que es, sino lo que no es lo que tocamosdesde ese lado.

III

Reconoce que sabes ahora lo que es dejar de ser unaventosa ciega y borracha, apacentando un campo decoral, en las tinieblas del fondo de los mares donde noos rozan sino los escualos y no os ilumina sino sumirada glauca y fluorescente: que has sido cochinilla,

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moho, y que sólo eso puede ser quizás el hombreabandonado al hombre hecho de hombre.

Perderse uno mismo es cuestión de todo el ser.

Aún no se ha perdido nadie por amar lo que deberíaodiar, por adorar lo que debería detestar. Empezamos aestar perdidos sólo cuando estimamos, más que cual-quier otra cosa, lo que deberíamos despreciar por encimade cualquier cosa, y si persistimos en esa preferencia quedisfraza el consentimiento del espíritu tras el del corazóny denuncia su complicidad. El mal gusto ha pervertido eljuicio. En suma, sólo en el momento en que aprobamos yadmiramos, en que ratificamos nuestra propia decrepi-tud, nos hemos perdido irremediablemente.

No tener otro horizonte que esa sinceridad, que esefrente a frente ciego, angosto, ese beso infernal de laNada a la Nada ¿y aceptarlo?

Es el objeto del cual el alma ha decidido ser víctimael que la configura, según se es digno o indigno de ella,en la Vergüenza o en la Gloria.

IV

¡Oh, impresiones fugitivas! Imagen del Hombre, québella serías si pudiera guardarte, guardarte en mi pre-

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sencia, guardarme en tu presencia. Te contemplabaescurridiza y no podía captarte totalmente con mimirada ni con mis labios, con tu eternidad entre mismanos. Renuncio a ti porque te me escapas por todaspartes. No podemos poseerte. Sólo Dios es mío comoyo te querría a ti.

Iba a buscar en el mal, ¿quién sabe? Quizás la ener-gía para actuar correctamente, para coger, en lo másalejado al bien, el impulso más formidable para alcan-zarlo.

No podemos estar separados de Dios ni de nosotrosmismos. De todo lo restante podemos estarlo.

La vida debe enseñarme a distinguir lo que es esen-cial, lo que me es esencial, del mundo o de mí, de mí ode Dios.

Sin Dios, ¡en qué me convierto!

Señor, no quiero ya saber qué fiestas reservas alCuerpo del hombre que he adorado hasta la idolatríamás orgullosa y más rastrera. Mi cabeza suntuosa habuscado en vano un lugar entre sus brazos, entre sussenos. Allí se ha perdido, y hoy se encuentra, en losbajos fondos, como un desecho.

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He querido poseer al Hombre como se posee única-mente a Dios.

Magnífico incluso desde lo más profundo de la ig-nominia.

San Agustín

Hay en mí, indefenso, abandonado a esclavos que lellevan sobre un palanquín, un Rey. En cualquiermomento pueden rebelarse, arrojarlo por el polvo,deshonrarlo, asesinarlo.

Sólo en el Hombre el Ángel y la Bestia se encuen-tran frente a frente y se enfrentan en su propia con-fusión.

Alejarme hasta tal punto que no sean más que unespejismo y que su ruido no me llegue sino indistinta-mente.

La sombra de todos los males agrava mis desgracias.

Si no hay catástrofes, al menos heridas, jugamos, novivimos. El amor es una herida, la pasión una catástrofe.

Ciertamente existe incompatibilidad absoluta entrela Pasión llevada hasta cierto punto y la Vida. LaPasión llevada al paroxismo es el olvido imposible, larigidez, la inmovilización definitiva de las energías,que son movimiento y se acumulan hasta explotar.

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Pero, ni el amor ni la pasión son motivo de vergüen-za, y si nos extravían, es sin deshonor.

No podemos decir lo mismo del Vicio.

Frenesí de la sensualidad. ¿Por qué esa sensibilidadhacia el placer? ¿Y hacia qué tipo de placer? ¿Québeneficio moral o intelectual obtengo? Ninguno. Alcontrario. Más tarde me siento liberado, sin duda, deuna obsesión que me cerraba el paso impidiéndomesaborear cualquier cosa, interesarme por nada, traba-jar; pero mi memoria ha mermado, mi inteligencia seha cansado, mi cuerpo, víctima de la inquietud, sienteun malestar profundo, irreparable.

El Mal se presenta primero como una dificultad,como una prueba, como una tentación, y luego serevela como una costumbre, como una esclavitud,como una necesidad, como una tara.

El Mal se presenta primero como una dificultadmoral, no hay en ello nada de sublime, y reaparecemás tarde, anclado por la fuerza de la costumbre,como una marca indeleble de infamia.

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La castidad me parece una obligación urgente paramí. Progreso, pero si se restablecen ciertas costumbres,el precipicio permanece abierto.

Evitado o padecido el deshonor, hay que tratar dealejarse no tanto de la locura y de la muerte como decierta bestialidad secreta y definitiva.

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E L O G I O D E L A A B Y E C C I Ó N

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Felicidad de recibir injurias. Hay una revelación en serinsultado y despreciado públicamente. Se conocenciertas palabras que hasta entonces sólo eran acceso-rios de tragedia, palabras con las que de pronto nosvisten y nos aplastan. Quizás ya no somos quien creía-mos ser. Ya no somos, quizás, quien pensábamos ser,sino aquel que los otros creen conocer, reconocer,como Fulano o Mengano. Si alguien ha podido pensareso de mí, es que en el fondo hay cierta verdad. Prime-ro se intenta pensar que no es cierto, que es sólo unamáscara, un traje de teatro con que os han vestidopara escarneceros y queréis quitároslo, pero no; se osadhiere tanto que es ya vuestro rostro y vuestra carney, si intentáis despojaros de él, os desgarráis.

Se trata de un nombre odioso que podía rechazarayer y que ya no puedo rechazar hoy, si a alguien leplace imponérmelo como una consagración al revés,quiero decir, como un pecado. Hay que destacar quetodos los hombres sin excepción, sean cuales sean, porotra parte, sus méritos, el afecto o el grado de parentes-co que les une, sólo se nombran voluntariamente por

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sus taras: mi amigo el Jorobado, el ladrón de mi primo,ese borracho de Pablo o de Pedro, etc. Más todavía, lainjuria, el insulto, son perpetuos. No se explicitan úni-camente por boca de éste o de aquél, sino que surgenen todos los labios que me nombran; están en el «ser»,en mi ser, y los reencuentro en todos los ojos que memiran. Están en todos los corazones que me tratan;están en mi sangre e inscritos con letras de fuego sobremi rostro. Por todas partes y para siempre me acompa-ñarán en este mundo y en el otro. Son yo y es Dios enpersona quien los profiere al nombrarme, quien eterna-mente me da esos nombres execrables, quien me vedesde el Ángulo de la Cólera. Imposible, en lo sucesivo,escapar a ese Juicio Particular, Final y Universal.

Pero no tiene importancia alguna ser insultadopública y verbalmente por un extranjero que juzgasólo las apariencias. Hay que serlo por escrito, en unlibro, pero si ese insulto emana de un enemigo, nosirve. La felicidad está en que sea obra de un amigo, yde los más íntimos.

Ciertos vocablos infamantes quizás nos convenían,pero cualquiera que hubiera podido ser nuestro rum-bo, no habíamos pensado en aplicárnoslos hasta el díaen que los vemos impresos con un hierro candentesobre nuestra espalda, junto a nuestro nombre. Así, esees nuestro adorno más íntimo e inalienable, nuestra

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escolta natural, nuestro cortejo, el Carro ignominiosode la Confusión, el triunfo total que habíamos mereci-do en la mirada de los demás, cuando quizá esperába-mos encontrar la estima, una admiración universal.

Felicidad de ser objeto de escarnio y de despreciopara el único hombre en quien he tenido fe.

A él el primero, le confieso el Drama de toda mivida, y como respuesta a la generosidad de mi confian-za universal, tienes el gesto de echarme en cara, deimprovisto, delante de su mujer, una imagen que sabe,naturalmente, que me turbará, con la esperanza dedescubrir mi emoción e insultarme con ella.

Felicidad de ser desfigurado por el Mal, por el pro-pio mal. No poder ya mostrarse y mostrar su mal quees como un emblema, una insignia, un signo, el trajeblanco de la Locura o la campanilla del Leproso. Osoyen llegar, os divisan de lejos y todos los que os en-cuentran os juzgan en un abrir y cerrar de ojos y osevitan, os condenan, os arrojan de nuevo a vuestropecado, a vuestra soledad, a una reclusión eterna.

Felicidad de dejar de tener amigos o los amigos quese merecen: semejantes a ti y que te devuelven fielmen-te tu odiosa imagen.

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Felicidad de no tener ya parientes. Tu familia renie-ga de ti; si hablan de ti en su presencia, es en voz baja,y si ella habla de ti a alguien, es bajando los ojos; enro-jeciendo al recordarte.

A veces uno está tentado de creer en su propia exis-tencia, de tomarse en serio.

Sobre todo, no hay que creer en la existencia delpropio cuerpo tal como surge, sino verlo tal como es;no tal como es en este preciso instante, sino en la suce-sión de sus metamorfosis, concentrarse ya en los gusa-nos que lo roen y en la Gloria o la Vergüenza que Diosle reserva para toda la eternidad.

Felicidad de la ignorancia, de todas las ignorancias,de la falta de inteligencia, de todas las cosas ininteligi-bles, excepto la de la Nada. De desastre en desastre,una vez franqueadas todas las etapas, ya no queremoscomprender, y es en el fondo de esa noche donde mereencuentra la Luz.

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Felicidad de no ser nada, de ser feo, favor de la ver-güenza, de las enfermedades y de los pecados, de lasenfermedades que hacen de mí objeto de repulsa paralos demás y de mis pecados que hacen de mí objeto derepulsa para mí mismo. La felicidad de todo lo que meaísla, de todo lo que me «abyecta».

Igual que el Santo ha renunciado primero al Mal,luego a la Sociedad de los hombres y finalmente en símismo a todo lo que no es virtud, para unirse sólo a Diosen la contemplación y en la práctica de una vida perfecta,hasta no ser él mismo sino Nada y hasta que sólo Dios lesea Todo: así también el Pecador decidido renuncia alBien, a la Sociedad y en la Sociedad a la estima, al honor,a sí mismo finalmente y en sí mismo a todo lo que no essu Pecado para unirse únicamente por el deseo primero,y en acto luego, a su objeto, haciendo que todo gire haciael triunfo de su perversidad hasta no ser en sí mismo sinoNada y su mal, el Todo Mal.

Que hay un paralelismo entre los caminos de la Per-fección y los de la Perversión, que las etapas son las mis-mas en ambos, pero que a contracorriente conducen aveces a idéntica Luz mediante dos desenlaces opuestos.La Pureza prejuzga lo que la Impureza ha constatado.

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Descubrimiento de una especie de soledad inespera-da, justo antes de despertarme, y que a medida que medesvelo por completo, se aleja. Imposibilidad de recu-perarla, excepto el recuerdo de una montaña que lle-naría la mitad del Cielo, cuya cima tocaría el cenit yque el Mar rodearía. Desde lo bajo y hasta lo alto,simultáneamente, en la cúspide de la profundidad y dela altura, me percibía a mí mismo.

De la manera que sea, sólo se ve aparecer la verdaddespojado de todo y de uno mismo, guiado por la vir-tud o el pecado por lo alto o por lo bajo, más allá omás acá del Universo.

Sólo se percibe lo Sobrenatural guiado por la Virtudo el Pecado por lo alto o por lo bajo, más allá o másacá de uno mismo.

Tantos seres a los que querría iluminar, pero aún notengo luz suficiente para mí.

Soy como alguien que, cogido por los pelos y que-riendo disimularlo, fingiría estar recibiendo caricias.

El dolor más grande deja siempre tan gran parte demi alma vacante para la Felicidad de Dios y la mía que,en mi opinión, no existe el dolor total para el Hombre.

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Siempre hay un bies por el cual escapar al sufri-miento.

El dolor puede convertirse en insufrible para algu-nos, pero sólo ellos lo saben y lo creen.

Es verdad que ahora empiezo a verlo claro. El Solsube por detrás de las montañas y la aurora es tanagradable para quien no ha dormido en toda la noche,a causa del frío, en una montaña rocosa donde sehabía perdido.

Lo cierto es que entonces, a pesar de lo que digaF. M., no tememos tanto que sea imposible volver a serpuro como nos alegramos de respirar de nuevo libre-mente después de la asfixia.

–¿Lo has destrozado todo?–Mi sueño se ha rejuvenecido y fortificado.

En lo más profundo de la vergüenza, de repente sepercibe, gracias a cierta luz, que no es en el Pecadodonde nace el sentimiento de los matices. Se reconocelo que se había perdido, se recupera, se coge de nuevoalegremente, pero los Puros no admiten fácilmente quelleguemos al mismo punto que ellos y que hayamoscogido otro camino.

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Cuando se ve la abyección a que conducen las debi-lidades, todas nuestras facultades, incluso las más ani-males, recobran su nobleza.

Sentimos ardor, pero para odiarlo, y lo odiamoshasta tal punto que al final nos vemos más despojadosque otros, desnudos.

¿Y no sería una cobardía lamentar ahora ese deseoy sus arrebatos que nos han llevado más allá de no-sotros mismos?

Basta con que el Demonio de cada uno no tenga laúltima palabra.

Que me acostumbre a no sentir ninguna necesidadmaterial, justo la felicidad de respirar, como una briz-na de hierba entre dos adoquines.

Somos tan pobres sin Dios y Dios sin nosotros.

Dios: el Prójimo más próximo, el más urgente, elúnico necesario, el Único Eterno, continuamente Pre-sente y el Mejor, Primero y Último, compañero defini-

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tivo y sin debilidad alguna, más esencial para Mí queyo mismo, puesto que Yo sólo puede ser Dios y yo,puesto que sin Dios no puedo ser Yo íntegramente,sino vacío.

Señor, dame la Vida. Nada sino tú, Amor.He amado tanto a todos los seres que el Fuego que

hay en mí los ha consumido y ya sólo son ceniza yhumo, transparencia, que ya no queda de ellos sino elFuego.

He amado tanto todas las cosas que mi amor me lasha devorado, que sólo me queda mi Amor.

La ciudad donde vivía era alta y fortificada y her-mosa la raza de mis hermanos y de mis hermanas, queencontraba por los caminos y percibía desde mi venta-na, pero ya no quedan caminos, ventanas ni nada ninadie, sino ceniza y humo.

Sobre todo no hay que creer en la existencia de unacasa propia.

Mi Palacio ha sido víctima de las llamas y mi Cuer-po no es sino un fantasma entre ruinas.

Todo el mundo cree que vivo en una casa y en unaciudad y que hablo a mis hermanos, que los veo, quelos oigo, que los toco, pero yo sé bien que la ciudad y lacasa no son sino ilusión, así como mis hermanos.

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Fuego, ¿qué has hecho de mi ciudad, de mi casa, demis hermanos? Me los has quitado. Me los has hechotan presentes, me has hecho su presencia tan sensibleque se han convertido en imposibles, en impractica-bles. Me los escondes. Me los hurtas. No puedo reen-contrarlos. Me has quitado lo que tenían de realidad.Me los has devorado. ¿Qué has hecho de todo y demí? De todo no queda sino Tú.

Ayer sentí miedo de mi soledad.¿En qué siglo vivo, en qué Lugar? Ya no me permi-

tes saberlo. Has destruido el tiempo y el espacio.¡Fuego!Qué felicidad saber que ya no tengo nada en común

con lo que me desagrada en lo que parece gustarme, conlo que me rodea.

Que la época y el mundo a que pertenezco me dis-gusten o me encanten, que maldiga o bendiga la patriaque es la mía, el siglo que es el mío, rehúso saberlo.Sólo acepto el Vacío adonde llego, el que tú me hasdado por Reino.

¡Bendita seas, Unidad de mi amor, por haberme dadoa conocer la Verdad y la Mentira, la vanidad de todoaquello por lo que los hombres todavía se apasionan!

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Ciertamente, ninguna época fue tan sublime ni tantriste, porque los hombres son menos ignorantes, perotienen tantos prejuicios como antaño.

Pretenden creer en esto o aquello de la humanidadpero no tienen ninguna excusa para dejar de creertambién lo contrario.

El amor ha dejado de estar aquí o allá, está más alláde cualquier límite.

Sólo hay un Amor.Y todo el mundo lo sabe como Yo, pero nadie lo

quiere como Tú y como Yo.

Nada importa más que Tú y mi consentimiento,nuestro Matrimonio.

Que yo no vea, que no oiga, que no diga, que no sa-boree, que no aspire sino Tú, Eterno.

Que no me digan que viva en esta habitación, enesta casa, en esta calle, en este país, en este mundo.

No soy sino en Ti, Eterno, fuera de mí.Que no me digan siquiera que soy Yo.Me he negado, consumido hasta la Nada ante Ti.Tú.

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E s t e l i b r o s e t e r m i n ó d e i m p r i m i r e n B a r c e l o n a

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