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E l C o b r e

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E N T I N I E B L A S

L é o n B l o y

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C o l e c c i ó n A b y e c t o s , d i r i g i d a p o r L u i s C a y o P é r e z B u e n oT í t u l o o r i g i n a l : D a n s l e s t é n è b r e sD i s e ñ o g r á f i c o : G . G a u g e r

P r i m e r a e d i c i ó n : n o v i e m b r e d e l 2 0 0 6© d e l a e d i c i ó n , t r a d u c c i ó n y n o t a s : L u i s C a y o P é r e z B u e n o , 2 0 0 6© d e e s t a e d i c i ó n : C E R M I / E l C o b r e E d i c i o n e s , 2 0 0 6E l C o b r e E d i c i o n e sc / F o l g u e r o l e s , 1 5 , p r a l . 2 ª - 0 8 0 2 2 B a r c e l o n aM a q u e t a c i ó n : V í c t o r I g u a lI m p r e s i ó n y e n c u a d e r n a c i ó n : I n d u s t r i a s G r á f i c a s M á r m o lD e p ó s i t o l e g a l : B . 4 2 . 9 9 0 - 2 0 0 6I S B N : 8 4 - 9 6 5 0 1 - 1 8 - 3I m p r e s o e n E s p a ñ a

C o l e c c i ó n p r o m o v i d a p o r

O b r a p u b l i c a d a c o n l a a y u d a d e l M i n i s t e r i od e C u l t u r a f r a n c é s - C e n t r o N a c i o n a l d e l L i b r o .

E s t e l i b r o n o p o d r á s e r r e p r o d u c i d o , n i t o t a l n i p a r c i a l m e n t e , s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l e d i t o r.To d o s l o s d e r e c h o s r e s e r v a d o s .

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EN TINIEBLAS

Léon Bloy

E l C o b r e

E d i c i ó n , t r a d u c c i ó n y n o t a s d e L u i s C a y o P é r e z B u e n o

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Í n d i c e

Prólogo a la primera edición, por Jeanne Léon Bloy 13

I. El desprecio 17

II. Las apariencias 21

III. La voluptuosidad 25

IV. La espera 29

V. El terror 31

VI. El corazón del abismo 35

VII. Los ciegos 39

VIII. Un alarido nocturno 43

IX. El dolor 45

X. El cañón 53

XI. El milagro 57

XII. El clamor 61

XIII. La putrefacción 65

XIV. El inconcebible advenimiento 69

XV. La frontera 73

XVI. Conmemoración 77

XVII. El desastre intelectual 81

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XVIII. Un solecismo 87

XIX. El inventario de almas 91

XX. Los nuevos ricos 95

XXI. El ciego de nacimiento 99

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Tenebrae erant super faciem Abyssi

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P r ó l o g o a l a p r i m e r a e d i c i ó n *

En la hoja parroquial de Bourg-la-Reine de diciembrede 1917 puede leerse:

«Han recibido cristiana sepultura...»... 6 de noviembre, señor Léon Bloy, 71 años...»De entre los difuntos cuyos recientes funerales se

han anunciado, séanos permitida una mención particu-lar al señor Léon Bloy, escritor vigoroso y original quenos lega un crecido número de obras. A otros les co-rresponderá hablar de la fogosidad de su polemismo,de las prendas de un estilo que suscitaba “la admira-ción de las personas cultas, incluidas las que se conta-ban entre sus adversarios”.

»A nosotros nos corresponde hablar del cristianoconvicto al que veíamos todos los días en el comulgato-rio hasta el instante mismo en que, vencido por la en-fermedad, debió resignarse a permanecer en su casa.Contaba con numerosos amigos, conversos algunos;uno de éstos me decía al siguiente día de las exequias:“Somos muchos los que, merced a él, hemos vuelto alredil”. Si su lenguaje incurrió en exageración o en vio-

* La primera edición de En tinieblas, publicada por la editorialMercure de France en 1918, se abría con este prefacio de la viudade Léon Bloy. (N. del T.)

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lencia, Dios se apiadará de todo el bien que quiso hacery del que efectivamente hizo.»

Esta mención lapidaria del óbito de Léon Bloy mecomplace.

Ha sido la Iglesia la que ha hablado por boca del hu-milde cura de su parroquia y ante la Muerte y a un pasode la Eternidad, a qué más puede aspirar un cristiano,sino a que se diga: «Dios se apiadará del todo el bienque quiso hacer y del que efectivamente hizo».

Para vosotros amigos, conocidos y desconocidos,después de Dios, se ha escrito este libro. Ahí estabais,en derredor del anciano escritor, cual cortejo invisible,pues sólo le animaba el propósito de haceros el bien,justo hasta el momento, el 15 de octubre, en que la plu-ma rodó de su mano, dos semanas antes de su muerte.

Pero su espíritu no conoció descanso. Los dilatadoscapítulos que tenía en mente, para rematar la obra, seextendían ante él en sus noches en vela. A «Los nuevosricos» debían seguirle «Los nuevos pobres», dos capí-tulos más y luego una conclusión.

Espoleada por la curiosidad de conocer el contenidode esa conclusión, le pregunté un día por el mismo,respondiéndome: «Desearía mostrar cómo, antigua-mente, todo cuanto era grande se hacía con medios mi-núsculos, mientras que lo que hacen hoy los hombreses siempre minúsculo, aunque lo hagan con grandesmedios».

Me parece que no contrarío sus deseos reemplazan-do los tres capítulos y la conclusión inacabados por suestudio sobre el ciego de nacimiento.

Léon Bloy tenía la intención de completar una seriede estudios bíblicos de este tipo. Esta tarea, bastante ar-

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dua, reclamaba una gran paz interior, ninguna inquie-tud particular y una vida casi contemplativa. No nos hadejado más que notas sueltas, pero no es menos ciertoque la esencia de su pensamiento respecto de una inter-pretación de las Escrituras que no deba nada ni a lomoral ni a lo histórico, sino al simbolismo puro, presi-de, para los que saben leer, toda su obra.

¿Pero la llave que abría el sentido absoluto de las di-vinas palabras, esa llave preciosa, quién, en lo sucesivo,sabrá manejarla?

Esto justamente es lo que nos aflige a nosotros, losamigos de su pensamiento inmortal.

Pues él no había recibido sólo un don al que podría-mos llamar intuición sobrenatural; no, le fueron con-fiados también otros bienes en depósito. Estaba casiseguro de que cada vida esconde su abismo de tinieblaso de luz, secreto entre él y su Creador, sea o no cons-ciente.

Durante toda su existencia, Léon Bloy arrastró elpeso de su secreto, secreto deslumbrante y terrible parala debilidad humana.

En cuántas ocasiones no me diría: Le debo todo aesa intervención en mi vida. Un suceso insólito habíaabierto sus ojos y le fue dado penetrar el sentido de laEscritura.

¡No otro era el ciego de nacimiento! Al igual que enel Evangelio, Jesús le había curado los ojos «con saliva»y él mismo, respondiendo a nuestras indiscretas pre-guntas, nos decía: «Una cosa sé, que habiendo sido yociego, ahora veo».

¡Que este libro encuentre su destino! El autor impri-mió en él su sello, el del dolor.

Prólogo a la pr imera edic ión

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Nuestra Señora de los Desamparados le dedicó elparlamento que figura en el capítulo III, que escuchóLéon Bloy una madrugada, y que transcribió al punto:

«Tú y Yo, hijo mío, formamos el Pueblo de Dios. Es-tamos en la Tierra prometida y yo Misma soy esa tierrade bendición, como fui antaño el mar Rojo que habíaque atravesar. ¡No olvides que mi Hijo llamó bienaven-turados a los que lloran y a mí las generaciones me di-cen Bendita porque he derramado todas las lágrimas yexperimentado todas sus agonías! ¡Nada son las mara-villas de Egipto, nada tampoco las maravillas del De-sierto en comparación con las cosas admirables que tetraigo para la Eternidad!».

En una muy dulce conversación que tuve con mi es-poso, una de las últimas noches antes de su muerte, medijo con un acento extraordinario: «Soy el único que séla fuerza que Dios me ha dado para el combate».

Nosotros que creemos en la Vida eterna, tengamosfe en que esta fuerza será empleada a la mayor Gloriade Dios.

Jeanne Léon BloyBourg-la-Reine, 3 de diciembre de 1917

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I

E l d e s p r e c i o

¡Oh, el delicioso, el inestimable refugio! ¡Alivio para uncorazón macerado en la angustia y el asco! El despreciouniversal, absoluto, de hombres y cosas. Llegados ahí,cesa el sufrimiento o al menos se tiene la esperanza deno sufrir más. Se dejan de leer los diarios, se deja de oírel fragor de las ciénagas, se renuncia a saber nada nue-vo y se aspira sólo a morir. Es el estado propio de unalma transida por el dolor que conoce a Dios y que sabeque no hay nada sobre la faz de la tierra en que apo-yarse en nuestros espantosos días.

¿Hay que llegar a viejo para darse cuenta? No estoyseguro, pero es más que probable. El mal es inmenso,piensan los hombres que han superado los sesentaaños, pero si echamos mano de esto o de aquello pode-mos poner algún remedio. No se dan cuenta de que es-tamos atrapados en la red del más avieso de los cazado-res y que sólo un ángel del Señor o un varón abastecidode milagros podrían librarnos.

La Fe yace tan yerta que cabe preguntarse si algunavez la hubo, y que lo que hoy pasa por tal es tan necioy hediondo que la tumba es mil veces preferible. Encuanto a la razón, ha llegado a tal grado de miseria y deinanición que mendiga por los caminos y se mantienecon las sobras de la filosofía alemana. No queda más

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entonces que el desprecio, único refugio de las pocasalmas superiores que la democracia no ha conseguidoarrastrar.

He aquí un hombre que no espera sino el martirio.Sabe a ciencia cierta que un día le será dado elegir en-tre la prostitución de su pensamiento y los más horri-bles suplicios, pero él ya ha elegido. Entretanto hayque esperar, vivir, y no resulta fácil. Felizmente, existenla plegaria y las lágrimas y la calma ermita del despre-cio. Esta ermita se alza justamente a los pies de Dios,al abrigo de todas las concupiscencias y de todos lostemores. Lo ha abandonado todo, como está manda-do, renunciando incluso a la posibilidad de lamentarsepor algo.

A lo sumo, sentiría la tentación de envidiar la muer-te de quienes ya cayeron y entregaron su vida terrenalcombatiendo con generosidad. Pero ese final llega a repugnarle, por ignominioso, tras haber concitado elaplauso de los cobardes y de los necios.

El resto es espantoso. La estupidez infinita de todo elmundo casi sin excepciones; la ausencia, jamás vista, decualquier superioridad; el envilecimiento inaudito de lagran Francia de antaño, que implora hoy el socorro delas naciones sorprendidas de no temblar ante ella; y lasobrenatural infamia de los usureros de la carnicería,multitud incontable de logreros grandes y chicos, admi-nistradores soberbios o mercachifles de la peor estofa,que se embriagan con la sangre de los inmolados y seceban con la desesperación de los huérfanos. Ha sidopreciso llegar, generación tras generación, al umbral delApocalipsis y verse convertidos en espectadores de unaabominación universal no conocida ni por los siglos

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más oscuros para experimentar la imposibilidad abso-luta de cualquier esperanza humana.

Sólo entonces, Dios, sabedor de la miseria de suscriaturas, otorga misericordiosamente a algunos de losque ha elegido para que sean sus testigos la supremagracia de un desprecio sin tasa, del que únicamentequedan a salvo Él mismo en sus Tres Personas inefablesy los milagros de sus Santos.

Cuando el sacerdote alza el cáliz para recibir la San-gre de Cristo, cabe imaginar el inmenso silencio de todala tierra que el adorador supone colmada de espanto enpresencia del Acto indecible que evidencia la inanidadde todos los demás actos, equiparables al punto a vanasgesticulaciones en las tinieblas.

La más horrible y cruel injusticia, la opresión de losdébiles, la persecución de los presos, el mismo sacrile-gio y hasta el desencadenamiento consecutivo de las lu-jurias del Infierno, todas esas cosas, en ese instante, sediría que dejan de existir, pierden su sentido si se lascompara con el Acto Único. No queda más que la avi-dez de sufrimientos y la efusión de las lágrimas esplén-didas del gran Amor, anticipo de la beatitud para losnovicios del Espíritu Santo que han fijado su morada enel tabernáculo del olímpico Desprecio de las aparien-cias todas de este mundo.

El desprec io

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L a s a p a r i e n c i a s

Creer que las cosas son lo que parecen, he ahí la mástrivial de las ilusiones, ilusión universal que se ve con-firmada, día tras día, por la impostura tenaz de nues-tros sentidos todos. Sólo la muerte nos desengañará. Enel instante mismo en que nos sea revelada nuestra iden-tidad, tan perfectamente desconocida para nosotrosmismos, inconcebibles abismos, dentro y fuera de no-sotros, se descubrirán ante nuestros genuinos ojos. Loshombres, las cosas, los sucesos, nos serán finalmentedeclarados y cada uno podrá comprobar la afirmaciónde aquel místico que dijo que desde la Caída el génerohumano sin excepción se sumió en un profundo sueño.

Sopor prodigioso de las generaciones, con las inco-herencias y deformaciones infinitas inherentes a todosueño. Somos durmientes atestados de imágenes desdi-bujadas del Paraíso perdido, mendigos ciegos en el um-bral de un palacio sublime de puertas condenadas. Nosólo no logramos reconocernos unos a otros, sino queni siquiera podemos distinguir, escuchando su voz, anuestro prójimo.

Se nos dice: he ahí a tu hermano. Ah, Señor, ¿perocómo podría reconocerlo en medio de esta multitud in-discernible y cómo sabría que es mi semejante, puesestá hecho a tu imagen, si yo mismo desconozco mi

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propio semblante? A la espera de que te plazca desper-tarme, no cuento más que con mis sueños y casi siem-pre son pesadillas. ¡Con cuánta más dificultad podrédesenmarañar las cosas! Creo en realidades materiales,concretas, palpables, tangibles como el hierro, inconcu-sas como el agua de un río, y una voz interior surgidade las profundidades me confirma que no hay más quesímbolos, que mi propio cuerpo no es sino una apa-riencia y que todo lo que me rodea es una aparienciaenigmática.

Se nos ha enseñado que Dios nos ofrenda su Cuerpopara nuestro alimento y su Sangre para nuestra sedbajo las formas de la Eucaristía. ¿Por qué aspiramos aque se nos libere de un modo explícito, siendo como so-mos una porción ínfima de su creación?

Mientras que los hombres se agitan con las visionesdel sueño, Dios es el único dotado de omnipotencia.Traza su Revelación en la apariencia de los sucesos deeste mundo, y ése es el motivo por el cual la historia estan cabalmente incomprensible.

Valga un ejemplo cercano. ¿Es posible imaginarse unanalista mínimamente solvente de la guerra mundial, ala que desde hace tres años creemos asistir como testi-gos? Suponiendo que ese temerario no se hunda en laciénaga infinita de los documentos, ¿cómo se las arre-glará para componerlos de forma plausible? Basta pen-sar en ello para que el corazón desfallezca y la razón sehorrorice.

Dentro de algunos años, ¿qué quedará de los millo-nes de soldados que el emperador alemán ha lanzado almundo con orden de hollarlo y sojuzgarlo? ¿Qué que-dará de ese criminal y de nosotros mismos? Polvo y un

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Las apar ienc ias

poema de desolación inaudito. Ésa será toda la historia,toda la apariencia de historia. Los que vengan despuésno entenderán nada, salvo que el tiempo de la vida apa-rencial está tasado y que los sucesos son nubes más omenos negras, pero infaliblemente disipadas, hecho queno justificaba una prueba tan colosal.

¿Por qué en este instante se apodera de mí el salmoIn exitu, que habla de los «ídolos de las naciones»? Heahí una beldad infinitamente espiritual, adorada por lamultitud, capaz, se dice, de hacer de menos a los santos.He ahí también un estadista afamado, universalmenteadmirado por su elocuencia y su penetración. ¡Ídolosambos!

«Tienen boca –dice el Espíritu Santo– y no articulanpalabra; tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen;tienen narices y no huelen; con sus manos no tocan; consus pies no caminan, ni emite sonido alguno su gargan-ta. Y como ellos –añade– serán los que los hacen y to-dos los que a ellos se confían.»

Es ya un lugar común afirmar que el milagro es larestitución del orden. ¡No hay sin embargo otro mediode demostrar lo perenne de las apariencias! Todo elmundo sabía que el cojo lo era de nacimiento. Pedro ledijo: «Ni plata ni oro tengo; pero lo que tengo eso tedoy». El tullido sanó al instante. ¿Qué tenía el Príncipede los Apóstoles para dar y qué necesitaba ese infeliz?De sólo una cosa tenía necesidad, del Paraíso terrenal.

Pedro no había dejado de velar desde el canto del ga-llo pascual y el mendigo de la Puerta preciosa estaba pro-fundamente dormido. Nada más verlo, Pedro le espetócon su autoridad irresistible: «Mírame», y el adormila-do, entreabriendo los ojos, contempló por vez primera la

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Integridad primordial, las colinas sobrenaturales del Jar-dín de las delicias, las fuentes de infinita pureza, las plan-tas salutíferas, las avenidas inefables de ese asiento de laInocencia. Todo eso en el rostro y en los ojos del Pesca-dor de hombres que Jesús había elegido.

No hacía falta más para disipar inmediatamente lasapariencias y devolver la salud completa, la vida mis-ma, a un infeliz que no sabía nada mejor que mendigarla ilusión de un mendrugo de pan a otros infelices comoél que tenían la ilusión de poseer algo. Incluso se diceque la sombra de Pedro sanaba.

Impera ahora su 260 sucesor.* Ignoramos si tienesombra o si él mismo es una sombra. Pero no se le atri-buye ningún milagro y su rostro no evoca en nadie ni elmás remoto recuerdo del Paraíso perdido. Es el únicode los vicarios del Hijo de Dios que ha proclamado,urbi et orbe, la neutralidad de Nuestro Señor Jesu-cristo. Se trata de una mera apariencia de papa, apenasmás visible y ciertamente más horrible que las aparien-cias de emperadores, reyes o repúblicas que se apretu-jan ante la roja puerta del Apocalipsis, cuyas hojas seabren cuan grandes son sobre la abominación del In-fierno.

* El 260 sucesor de Pedro fue el papa Benedicto XV, que ocupó lasilla de Pedro de 1914 a 1922, contra quien Léon Bloy desata todosu furor por su decisión de permanecer neutral respecto de las po-tencias beligerantes en la Primera Guerra Mundial. Bloy, en éste yen otros muchos escritos, le reprocha acerbamente que no apoyasela causa de Francia en detrimento de la de Alemania. (N. del T.)

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L a v o l u p t u o s i d a d

Vida y Muerte. Todo el mundo piensa o cree pensarque sólo esas dos palabras tienen un sentido exacto eindiscutible, pero los artistas y los poetas han abusadotanto de esos términos que ignoramos su significadopreciso.

A no dudar, el aspecto de un cadáver bastaría paraanular enteramente la idea trivial de la vida, pero la vi-sión de un joven atleta no enerva ni un ápice la idea dela muerte. Con harta frecuencia la refuerza y la tornafecunda hasta la obsesión.

Lo más seguro pasa por suspender el empleo de esosvocablos y hablar solamente del Gozo y del Dolor, cuyacontingencia es, amén de inmediata, siempre probable.Es creencia común que lo contrario del gozo es el dolory que esas dos impresiones del alma y del cuerpo sonexcluyentes, motivo por el cual se las opone. Típico re-curso literario.

¿Cómo hacer entender que a cierta distancia son lamisma cosa y que un alma heroica las asimila con faci-lidad suma? ¿Pero dónde se encuentran hoy las almasheroicas? Harto sé que el heroísmo puede hallarse hoy,al menos en grado rudimentario, en nuestros comba-tientes, pero el heroísmo integral, de una pieza, el heroís-mo con marchamo de eternidad, ¿dónde puede hallarse?

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El del cristiano cabal que renuncia a cuanto tiene poramor de Dios antes de dar algo por su patria, puedecontarse con los dedos de una mano.

El conflicto de esas dos potencias es permanente, esla historia misma de la humanidad. Siempre han exis-tido gozantes y dolientes. Y ha existido, sobre todo, la inmemorial alternancia del gozo y del dolor y susinfinitas distribuciones. Aunque eso es propio de lamasa.

Las almas superiores son ajenas a esa fluctuación.Residen demasiado alto como para que las inquieteninguna ola. Reciben con indiferencia lo que por con-venio conocemos como dicha o desgracia. Se resigna-rían a gozar si así Dios lo manda, pero prefieren el do-lor y el dolor es su gozo acabado. Constituye un placertal que para esas benditas almas no hay consuelo ni es-peranza comparable cuando golpes inesperados rompeno mancillan momentáneamente el barro que son. Enton-ces es cuando se gozan en el sufrimiento, ceden a laconcupiscencia de los tormentos, y la misma inmensi-dad de su pena se torna en su plenitud, ignorantes delos conflictos de las demás almas.

¡El gozo de sufrir! Sentimiento ignorado en el Paraí-so terrenal, imposible de conocer antes de la felix culpa,por la cual vendrá la exultación de todos los que per-manecen dormidos.

¡Sería necesario haber abofeteado a Jesús! ¡Haber-lo ultrajado con saña, denostado, negado, crucifica-do! ¡Sería necesario no sentir piedad por el Corderode Dios, haberlo azotado atrozmente, haber sembra-do de espinas su Cabeza misericordiosa con horriblesevicia!

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La voluptuos idad

De otro modo, cómo entender la voluptuosidad delas torturas, la inexpresable delicia de ser desgarradopor bestias, de caminar sobre brasas, de sentir la calen-tura del aceite hirviendo y de tener, al tiempo, el cora-zón macerado por todas las ruedas de molino de la in-gratitud y la injusticia, hasta el momento en que laVirgen Dolorosa, la Misma que llora desde hace sesen-ta años en su montaña,* venga en persona a tomar ensus brazos a esos martirizados y a oprimirlos contra sucorazón, susurrándoles al oído: «Tú y Yo, hijo mío, for-mamos el Pueblo de Dios. Estamos en la Tierra prome-tida y yo Misma soy esa tierra de bendición, como fuiantaño el mar Rojo que había que atravesar. ¡No olvi-des que mi Hijo llamó bienaventurados a los que llorany a mí las generaciones me dicen Bendita porque he de-

* Referencia a la aparición de la Virgen a unos pastorcillos, lla-mados Melania y Maximino, ocurrida en la aldea francesa de LaSalette-Fallavaux, situada en el monte del mismo nombre, distri-to de Grenoble, el 19 de septiembre de 1846. Bloy censuró a laIglesia católica francesa de su tiempo por no atender los manda-mientos de la Virgen y, sobre todo, por negarse a revelar al pue-blo de Dios los terribles males y las extraordinarias calamidadesque ésta anunció que caerían sobre el mundo como castigo porsus pecados. Para conmemorar tan milagroso suceso, se levantóen ese monte una capilla bajo la advocación de Nuestra Señora deLa Salette, destino desde entonces de numerosos romeros. Por lasinmediaciones corre un arroyo que, según los creyentes, brota dellugar donde cayeron las lágrimas de la Virgen. Sus aguas, consi-deradas milagrosas, tienen la propiedad de curar las enfermeda-des. La pasión de Bloy por esta aparición mariana, refrendadapor la Iglesia pero falsa para algunos, que la tachan de pura y sim-ple superchería, tuvo su reflejo en obras como Celle qui pleure,La Vie de Melanie y Le Simbolisme de l’Apparition. (N. del T.)

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rramado todas las lágrimas y experimentado todas susagonías! ¡Nada son las maravillas de Egipto, nada tam-poco las maravillas del Desierto en comparación conlas cosas admirables que te traigo para la Eternidad!».

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I V

L a e s p e r a

Sea así, pues. Aguardaré el supremo Dolor, el sublimeDolor, la Consolación sin fin. ¡Pero cuánta fortaleza re-quiere la espera! Habré de aguantarlo todo, sobrellevargozos y dolores bastardos. La Mediocridad plantarásobre mi corazón su pata de elefante y no me quedarásiquiera el recurso vulgar de esperar la muerte.

Pues no admite duda que estoy hecho para esperarsin fin y para consumirme esperando. Después de me-dio siglo pasado, no estoy capacitado para nada más.

¿Qué son la parrilla y el cilicio en comparación, porejemplo, con la ignominia conminatoria de un recibode alquiler, o de una factura; con la pestilencia de unacharla mundana; con la contagiosa podredumbre de unalma burguesa; con los efluvios letales de los ineludi-bles apretones de manos?

¿Qué atrocidades, por diabólicas que sean, de ver-dugos chinos o persas pueden equipararse con lamuerte lenta inferida por la necedad victoriosa o porel repugnante triunfo, infalible siempre, de los infe-riores?

¿Cómo aguantar, en fin, el horror completo de lasentimentalidad religiosa que ha sustituido por doquiera la Caridad en las prácticas más virtuosas de la pala-bra y la literatura?

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Suponiendo incluso un medio estrictamente admisi-ble de pensamientos, de sentimientos o de actos a la al-tura de los tiempos, ¿cómo podría ofrecerse tal cosa alas almas infinitas que no dicen nunca: «¡Es bastante!»y que se tienen por hijas de Dios?

Esperemos sin embargo, transijamos con cualquiercosa si así lo manda el Paráclito, representará una ex-celente preparación con miras a la futura ebriedad delas espléndidas Tribulaciones.

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E l t e r r o r

Cœpit pavere. Jesús comenzó a sentir terror, dice sanMarcos. El Maestro conoció pues el terror. Tembló vien-do aproximarse la hora de su Pasión y su angustia llegóal grado de sudar sangre. Un terror que llega al extre-mo de sudar sangre no cabe en cabeza humana. Un te-rror así resulta inconcebible. Considerémoslo, pues. Unterror divino, una agonía de terror sacudió a la Luz delmundo. Fue necesario de toda necesidad que traspasa-se infinitamente los terrores todos, como Jesús ha tras-pasado las cosas todas. Trátase de un terror triunfal,valga la expresión.

La insuficiencia de las palabras humanas es aquí tan-to más palmaria cuanto que se trata de algo oprobioso,de una ignominia extrema que repugna esencialmente ala Gloria. El Redentor se espanta de su sacrificio y aúnmás de las consecuencias de su sacrificio, vano para losmás. Plenamente consciente de que ese cáliz le corres-ponde, ruega a Dios no obstante que lo aparte de sí, sicabe. Mas hay que beberlo, apurarlo hasta las heces ysumirse por su medio en una sima de oprobio, antesa-la de la nada, que horrorizaría a los más abyectos bri-bones.

¿Cómo entonces no he de sentir terror yo, que soyun infeliz? Lo confieso lisa y llanamente, humildemen-

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te, siento un miedo cerval. No temo sólo por mi cuerpoque podría muy bien ser pasto de atroces suplicios, si-no que temo sobre todo por mi alma que no podrá eludirde ningún modo su destino de espectadora de las infer-nales inmolaciones que se avecinan. Harto nos ha avi-sado la Madre de Dios,* y el crimen clerical de silenciarsu Voz no es precisamente el más indicado para aplacarla indignación de Aquel cuya cólera Ella anuncia.

Hoy la montaña de La Salette que amenaza al mun-do con su desplome tras sesenta y ocho años de sacudi-das, se precipita por fin con un estrépito enorme y noparará hasta el fondo del abismo, destruyéndolo todo.Podemos aún implorar la gracia del arrepentimiento, siqueda algo que no haya sido alcanzado por la abomi-nación, pero pronto no podremos siquiera hacer ofren-da de una vida que no nos pertenecerá.

«Será tiempo de tinieblas –dice la Santísima Virgen–,la profanación de los lugares sagrados, la putrefacciónde las flores de la Iglesia y la entronización del Demo-nio en los corazones. Se desatará una guerra mundialespantosa. No veremos más que crímenes y se oiránsólo las detonaciones de las armas y las blasfemias.Desierto será la tierra...»**

Ya se dejan ver los preludios de los horrores venide-ros. Y eso por no hablar del hambre y de la peste, que es-tán llamadas a ser más letales que el cañón, ni del egoís-

* Bloy alude de nuevo a los anuncios de la Virgen en su apari-ción de La Salette. (N. del T.)** Bloy reproduce aquí fragmentos del mensaje que la Virgen, ensu aparición de La Salette, transmitió supuestamente a los pastor-cillos Melania y Maximino. (N. del T.)

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El terror

mo diabólico de un enorme número de hijos del demonioprontos desde siempre a todas las torpezas o injusticiaslucrativas, ni de la desesperación de las enfurecidas mul-titudes.

¿Ese momento no lo detendrá una práctica de la que,hasta hoy, ningún santo parece haberse apercibido, asaber, la Imitación del Sagrado Temor de Jesucristo enel Huerto de su Agonía?

¿Qué será de los contados hijos de Dios que las pri-meras matanzas nos arrebatarán? Ignoro si todos ellostendrán miedo, pero sé bien que tiemblo anticipada-mente por mí mismo y por muchos otros que no ven loque desde hace cuarenta años salta a la vista.

No hay duda de que la historia es un cúmulo de abo-minaciones, pero éstas fueron siempre intermitentes y lo-calizadas. Mientras en Asia naciones enteras se extermi-naban, en Occidente otras merecían unas jornadas o unosaños de paz. La Cólera conocía interrupciones, sobresal-tos, traslaciones súbitas, retornos imprevistos. Avanzabadando tumbos, descargando de repente aquí o allá, dan-do gracias a Dios cuando momentáneamente se aplacaba.

Ahora campea sobre el orbe entero. Es como un nu-barrón inmenso a ras de tierra que lo cubre todo, sofo-cando cualquier esperanza de escapar a su destrucción.Algo no muy distinto de lo que debió de ocurrir la vís-pera del Diluvio, cuando Noé construía el Arca que sal-varía sólo a ocho almas. La amenaza es tan terrible quela inconcebible ceguera de los videntes hará las funcio-nes de venda. ¡Qué grito de agonía no lanzará el mun-do cuando el velo de las apariencias quede rasgado ynos sea dado ver de repente el corazón del Abismo!

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V I

E l c o r a z ó n d e l a b i s m o

¿Cómo hay que entender esta locución: el Corazón delAbismo? La Biblia, un abismo ella misma, invoca elabismo desde sus versículos iniciales, declarando que alprincipio había tinieblas sobre la faz del abismo. En unsalmo se dice que los juicios del Señor son como el abis-mo inmenso y en otro que su vestido es el abismo. Elmismo Señor pregunta a Job si se ha paseado por elfondo del abismo y el profeta Habacuc habla del gritodel abismo en su célebre cántico. El Evangelio, en fin,refiere que la legión de demonios que poseía a un infe-liz rogó a Jesús que no la mandase ir al abismo, sinoque le permitiera entrar en una piara de cerdos que pa-cía en el monte, precipitándose inmediatamente por undespeñadero.

La palabra abismo ocupa un lugar tan singular en laRevelación que uno está tentado de pensar que se tratade un pseudónimo de Dios y que el corazón de esteabismo no es sino el Corazón de Dios, el Sagrado Co-razón de Jesús, adorado por la Iglesia toda. En él debe-mos aguardar a ver cuando se agoten las cosas visibles.Si hasta los mismos demonios tienen miedo, ¿qué tem-blores no sentirán los humanos? En el momento de laPasión pudieron ultrajar su Faz, envuelta entonces entinieblas, ¿pero qué poder tienen sobre su Corazón?

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Sea todo lo más grande o lo más grandioso. Sea elHimalaya, del que se afirma que ni aun veinte elevacio-nes como el Pic du Midi componen una escalera bas-tante para coronarlo. Sea la terrorífica majestad delOcéano polar en el momento en que una infinita tem-pestad agita violentamente sus inmensas placas de hie-lo bajo la difusa claridad del ocaso. Sean las más pavo-rosas convulsiones del globo, los más inconcebiblestemblores de tierra, como los que azotaron en el siglo via Iliria o Siria, haciendo sucumbir en apenas un instan-te provincias enteras y populosas ciudades, la cortezaterrestre entreabriéndose ávida de personas y haciendaspara cerrarse al punto con tal estrépito que sus ecos lle-garon hasta Constantinopla.

Sean también las grandezas humanas, las colosalesedificaciones de Indochina o de Java, comparadas conlas cuales las ciclópeas construcciones de los pelasgos ode los egipcios resultan insignificantes. Sean tambiénnuestras sublimes catedrales que la barbarie alemanaquiere derruir, y el prodigioso canto de todas las artesde Occidente; las pinturas de los hombres primitivos ylas sinfonías de Beethoven, Dante y Shakespeare, Mi-guel Ángel o Donatello. Sea, para acabar, Napoleón,por no mencionar la luminosa muchedumbre de losAmigos de Dios.

¡Todo eso es infinitamente accesorio ante el esplen-dor, el poder y el anonadamiento del alma; el valor deesas cosas y esos hombres es cero cuando se para mien-tes en el Corazón del Abismo!

Una piedad rampante y vil hipnotizada por las apa-riencias ha mancillado a más no poder ese misterio dedilección y de horror con imágenes cuya villanía pueril

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e irreverente realismo provocan el llanto de los Ángelesque circundan los altares. Pero lo Absoluto, la Irrefra-gable morada, es el inmenso abismo que tenemos allado, a nuestro alrededor, en nosotros mismos. Paradescubrirlo es indispensable ser precipitado en él. Ni elmilagro ni la trascendencia mística bastan. Es fama quePascal lo veía sin cesar, pero era el abismo negro de sujansenismo, y en modo alguno el abismo de luz cuyasola vislumbre basta y sobra para matar a los santos.

A un viejo eremita mitad egipcio mitad escita, peroque veneraba a Dios con toda la sencillez de su cora-zón, se le ocurrió pedir permiso a Dios para pasearsepor el fondo del Abismo. Regresó después de un siglopara morir de admiración y al pie del sicomoro de laciencia donde fue sepultado brotaron retoños de la ta-lla de san Juan Crisóstomo, san Ambrosio, san Jeróni-mo, san Agustín, san Gregorio Magno, santo Tomás deAquino, san Bernardo y los demás portadores de luz.

El corazón del abismo

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V I I

L o s c i e g o s

La muchedumbre infinita, la población toda del glo-bo, todos ciegos. No sólo el mundo entero duerme,sino que a fuerza de dormir, el mundo entero se haquedado ciego, incluso en los mismos sueños, de suer-te que, de despertarse, lo hará a ciegas, acometido porel miedo horrible de caer en algún hoyo. Pero lo máschocante de esta universal ceguera es que los más cie-gos son precisamente los clarividentes, los que pasanpor ver más allá que los demás, por ver antes que losdemás.

Entre los antiguos judíos, o mejor entre los antiguosisraelitas de la Biblia, anteriores a la fundación deRoma, se llamaba vidente al profeta. Cuando el peligroacechaba, se pedía consejo al Vidente y éste al Señor.

Hoy nada es igual. Los videntes modernos carecende Dios al que consultar. No lo necesitan. Les está ve-dado, además, elevar su mirada, la Revelación demo-crática lo prohíbe taxativamente. Ha de bastarles coninterrogar a la Opinión. Bajan los ojos, fijando la mira-da en los puntos o en las tinieblas más densas. Puedenaugurar con autoridad plena, como aquel afamado no-velista que dijo poco antes de la guerra que ya no habíaque temer a la barbarie, pues el Estado Mayor alemánera un valladar infranqueable.

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De tres años a esta parte, no faltan profetas de ta-maño vigor y tamaña agudeza. Puede afirmarse inclusoque hay tantos videntes como electores. Tal ha de ser elcabal cumplimiento, pasados veinte siglos, de las pala-bras de las Sagradas Escrituras: «Después de esto, de-rramaré mi espíritu sobre toda carne, profetizaránvuestros hijos y vuestras hijas, sueños soñarán vuestrosancianos y visiones verán vuestros jóvenes».

Si hacemos caso de este texto, llegarán por su paso,si es que no han llegado ya, y a porfía, prodigios en elcielo y en la tierra; «sangre, fuego, humaredas» y en fin«el Gran Día del Señor», que no podía ser otro, claroestá, que la triunfante democracia universal.

Lo confieso, añoro los años, ya tan lejanos, en losque se podía salir, incluso en los peores momentos, sinexponerse a tropezar con profetas; en los que conocí aseres sencillos y humildes –en gran número– que no seconsideraban soberanos ni dioses y cuya fatídica pers-picacia se limitaba a anticipar modestamente ciertosmeteoros o a rogar con fervor cuando se anunciabancalamidades. Entonces, no todos lo sabían todo. Losmás reputados zapateros no se jactaban de poder con-ducir ejércitos a la victoria y era posible hallar un consi-derable número de albañiles y de barrenderos que no as-piraban a ocupar las carteras de Hacienda o de Marina.

Estoy hablando, claro, de la época anterior a la Co-muna, en la que el sentido del ridículo connatural aFrancia aún no se había extinguido por completo. Mu-chas personas mantenían la compostura y ni el parloteoincontinente ni tampoco el furor sectario constituían re-comendaciones infalibles. Se dormía, qué duda cabe, yse tenían sueños, pero cada cual en su lecho y sin pre-

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Los c iegos

tender que sus sueños prevaleciesen. Todo eso ocurrióhace tanto, lo vuelvo a repetir, que la generación pre-sente nunca lo ha oído y no puede por tanto entenderlo.

Hoy, tras el fracaso de tantas experiencias necias ycriminales y la imposibilidad irrebatible de aguardar unpunto de equilibrio, se ha formado una especie de callode insensibilidad en unos y de estupidez en otros. Traslas primeras convulsiones del horror y la fatal resigna-ción ante los más gravosos sacrificios, la voluntad se haenervado. Se acepta un futuro incierto. Completamenteciegos, se cierran los ojos por clarividencia, por conoci-miento. Se afirma que el mal, por enorme que sea, ten-drá un fin que nadie precisa. Se aguarda una paz cual-quiera, resignados de antemano a las humillaciones mástemibles.

Y sin embargo se espera la llegada de Alguien, Al-guien nunca visto cuyos pasos me parece oír en el fon-do del abismo. La divina Francia, el Reino de María nopuede perecer, es menester que Él venga. Cuando al finÉl se presente, cuando Él llame a la puerta de los cora-zones con la divina Espada a guisa de aldaba, el des-pertar de los ciegos será prodigioso.

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V I I I

U n a l a r i d o n o c t u r n o

«¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas?»Viajaba por Normandía o por Bretaña. El tren atrave-saba sordamente la opaca noche y mi tristeza era infi-nita. Acababa de leer el relato de una de esas inmola-ciones terribles que hacen parecerse a Francia a uninagotable surtidor de sangre. Algunos de mis seresqueridos habían sucumbido y rogaba en mi interior a laVirgen de los Desamparados y a los Ángeles plañiderosque me surtieran de lágrimas bastantes para lavar todosesos pobres cadáveres, ya sin alma, que ni siquiera me-recían la caridad de una sepultura.

De repente, se hizo un gran silencio. El tren se paróen seco en pleno páramo, como tantas otras veces, sinduda para dejar pasar un convoy de heridos o mori-bundos. Entonces, sí, entonces, ocurrió algo terrible.De las entrañas de ese paisaje desconocido, sepultadopor las tinieblas, se oyó el alarido de un hombre que re-velaba un dolor indecible. Ese sollozo, al principio dé-bil y que hubiera podido tomarse por el gemido de unave devorada por cualquier rapaz nocturna, se amplifi-có enseguida, revelando el paroxismo del sufrimientohumano.

Y no se trataba, no, del sufrimiento del cuerpo hu-mano, sino del sufrimiento del alma, la desolación sin

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tasa de una madre que ha presenciado el degollamientode sus hijos y que no encontrará ya nunca consuelo. Nosabría expresar la angustia que transmitía ese lamentoproferido en la oscuridad y que se extendía por todaaquella región invisible.

No era un lamento articulado, sino, como digo, unalarido enorme, convulso, propio del instante de lamuerte, un pánico de aflicción que se diría universal,que recordaba acaso lo referido por los antiguos res-pecto del duelo de las mujeres de pueblos bárbaros ve-lando a sus difuntos. Sin embargo, esta equiparaciónclásica, de la que no fui consciente, quedaba en entredi-cho por un no sé qué de augusto, de cristiano, que so-brenaturalizaba el tormento y que hacía estallar mi co-razón de compasión...

El tren reanudó la marcha y no volví a oír el horrí-sono lamento. Los demás pasajeros dormían profunda-mente y recuerdo que tardé algún tiempo en caer en lacuenta de que el destinatario de ese alarido era única-mente yo.

Pasado un tiempo, recorrí otras varias regiones, Or-leáns, Turena, Perigord, Auvernia, los departamentosdel Mediodía. Por doquiera el milagro se renovaba. Pordoquiera idéntico alarido en la noche profunda e idén-tico sopor en los demás pasajeros. ¡Acabé por com-prender que se trataba de la gran Francia de antaño quelloraba en mí, la infeliz anciana madre de todos los hi-jos de Francia!

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I X

E l d o l o r

En este siglo tan abandonadamente sensual, si hay al-guna cosa que recuerde en algo a una pasión violenta,es el odio al Dolor, odio tan profundo que llega a con-fundirse con la esencia del hombre.

Esta antigua tierra sembrada antaño de Cruces por to-dos los lugares por los que pasaban los hombres y en laque, como dice Isaías, germinaba el signo de nuestra Re-dención, es llevada al desgarro y a la devastación paraforzarla a proporcionar la felicidad a la raza humana, aeste ingrato linaje del dolor que no desea sufrir más.

Si hay algo universalmente inflexible, es esta ley delsufrimiento ínsita en todo hombre, yuxtapuesta a la con-ciencia de sí mismo, que preside el desarrollo de su librepersonalidad y que gobierna tan tiránicamente su senti-miento y su juicio, que los antiguos, horrorizados, la te-nían por el Dios ciego de su Panteón, al que adorabanbajo la terrible advocación del Destino.

La pura y simple verdad que enseña el catolicismo esque es necesario de todo punto sufrir para salvarse, yesta postrer palabra lleva consigo una necesidad tal quetoda la lógica humana, auxiliando a la metafísica mástrascendente, no atinaría a explicar.

Dios, habiendo comprometido el hombre su salva-ción eterna por lo que conocemos como Pecado, quiere

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que entre así en el orden de la Redención. Dios lo quie-re infinitamente. Se desata entonces un combate terribleentre el corazón del hombre, que quiere huir por mor desu libertad, y el Corazón de Dios, que quiere adueñarsedel corazón del hombre por mor de su poder. Es creen-cia común que Dios no precisa de toda su fuerza paradoblegar a los hombres. Esta convicción acredita una ig-norancia supina y honda de lo que es el hombre y de loque es Dios en relación con él. La libertad, ese don pro-digioso, incomprensible, incalificable, por el cual nos hasido dado vencer sobre el Padre, el Hijo y el EspírituSanto, dar muerte al Verbo hecho carne, apuñalar hastasiete veces a la Inmaculada Concepción, ahuyentar conuna sola palabra a los espíritus todos que pueblan loscielos y los infiernos, contener la Voluntad, la Justicia, laMisericordia, la Piedad de Dios en sus Labios e impedirque descienda sobre su obra, esa inexpresable libertadno es otra cosa que el respeto de Dios por sus criaturas.

Inténtese por un momento concebir esto: ¡el respetode Dios! Y ese respeto llega a tal extremo que nunca,desde la gracia, se ha dirigido a los hombres investidode autoridad, sino muy al contrario con cortedad, condulzura, e incluso añadiría con la obsequiosidad, aprueba de desalientos, de un pordiosero. Por designio,inescrutable e inconcebible a más no poder, de su eter-na voluntad, se diría que Dios ha renunciado hasta laconsumación de los tiempos a ejercer, respecto de susvasallos y súbditos, sus derechos como señor y sobera-no. Para tomar posesión de nosotros ha de recurrir a laseducción, mas si Su Majestad no nos agrada, podemosapartarla de nuestra presencia, cruzarle la cara, darlede latigazos y crucificarla con el aplauso de la canalla

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más vil. No presentará defensa recurriendo a su poder,sino solamente echando mano de su Paciencia y de suBelleza, y ahí empieza el terrible combate del que ha-blaba hace un momento.

Entre el hombre revestido indeliberadamente de li-bertad y un dios deliberadamente despojado de poder,el antagonismo surgirá de inmediato, el ataque y la re-sistencia tenderán a equilibrarse razonablemente, sien-do esa perpetua lucha de la naturaleza humana en con-tra de Dios el manantial inagotable del Dolor.

¡El Dolor, palabras mayores! ¡He ahí el camino paratoda vida humana sobre la tierra, el ápice de toda pree-minencia, el cedazo de todo mérito, el criterio infaliblede todo adorno moral! Nos resistimos a creer que el do-lor es completamente necesario; desbarran quienes afir-man que el dolor es útil. La utilidad tiene siempre ca-rácter adjetivo y contingente, mas el dolor es necesario.Es la espina dorsal, la médula de la vida moral. El amorse reconoce en esa señal, y cuando esa señal falta, elamor no es más que la prostitución de la fuerza o de labelleza. Alguien me ama cuando ese alguien acepta su-frir por mí o por mi causa. En otro caso, ese alguien quepretende amarme no es sino un usurero sentimental que desea establecer su ruin negocio en mi corazón. Unaalma noble y desprendida persigue arrebatadamente,con delirio, el dolor. Cuando una espina la hiere, la cla-va aún más para no perder ni un adarme de la amorosavoluptuosidad que ésta puede proporcionarle, desga-rrándola más profundamente. ¡Nuestro Salvador Jesúspadeció a tal extremo por nosotros que fue preciso, nocabe duda, un convenio entre su Padre y Él para que nonos fuese vedado, en adelante, referirnos sin más a su

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Pasión y para que la mera mención de ese Hecho noconstituyera una blasfemia tan enorme que redujera elmundo a polvo!

¡Y bien, somos, vaya si somos, Señor Nuestro Dios,los miembros de Jesucristo! ¡Sus miembros! Nuestrairreferible miseria consiste en tomar siempre por merossignos o símbolos sin vida las declaraciones más trans-parentes y más vivas de las Sagradas Escrituras. Cree-mos, pero no sustancialmente. ¡Es menester que las pa-labras del Espíritu Santo nos traspasen y se introduzcancomo plomo fundido en la boca de los parricidas o delos blasfemos! ¡No alcanzamos a ver que somos losmiembros del Varón de Dolores, del Hombre sin Ale-gría, ni Amor, Verdad, Belleza, Luz y Vida supremasporque es el Amante eternamente extraviado por el su-premo Dolor, el Peregrino del postrer suplicio, venido através del infinito, del fondo de la eternidad, para echarsobre sí y apilar sobre su cabeza, en una unidad espan-tosamente trágica de tiempo, lugar y persona, los tor-mentos todos, acumulados en cada uno de los actos quehan realizado los hombres durante cada segundo, sobretoda la faz de la tierra, en sesenta siglos!

Los Santos saben que la mera revelación de un solominuto de los sufrimientos del infierno bastaría parafulminar al género humano, disolver el diamante y de-tener el sol. Ahora bien, he aquí lo que puede inferir larazón por sí misma, la más frágil razón que puede pal-pitar bajo la divina luz:

Todos los sufrimientos que ha acumulado el infiernodurante toda la eternidad quedan en nada ante la Pa-sión, porque Jesús sufre en el Amor y los réprobos su-fren en el Odio; porque el dolor de los condenados es fi-

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nito y el de Jesús es infinito; porque, en fin, si cabe ima-ginar que algún exceso ha faltado en el sufrimiento delHijo de Dios, cabría pensar que algún exceso ha falta-do a Su amor, lo que es absurdo a ojos vista y blasfemo,pues Él es el Amor mismo.

He ahí el principio de toda medida de las cosas. De-clarándonos miembros de Jesucristo, el Espíritu Santonos reviste de la dignidad de Redentores y, cuando rehu-samos el sufrimiento, incurrimos en simonía y preva-ricación. Hemos sido hechos para eso y únicamentepor eso. La sangre que derramamos afluye sobre elCalvario llegando a toda la tierra. ¡Si esa sangre estáemponzoñada, caiga sobre nosotros la maldición!Cuando lloramos –el llanto es «la sangre de nuestrasalmas»–, nuestras lágrimas empapan el Corazón de laVirgen y éste comunica ese líquido a todos los corazo-nes vivos. Nuestra condición de miembros de Jesucris-to y de hijos de María nos enaltece tanto que podemosanegar el mundo con nuestro llanto. ¡Malditos y tresveces malditos, pues, si ese llanto está contaminado!Todo en nosotros es idéntico a Jesucristo, a cuya seme-janza estamos natural y sobrenaturalmente hechos.Cuando rehusamos una aflicción, adulteramos a másno poder lo que hay en nosotros de más esencial, de-jando penetrar en la Carne misma y hasta en el Almade nuestro Dueño y Señor un elemento profanador quele es preciso expulsar de Sí mismo y de todos susmiembros a costa del redoblamiento inconcebible desus tormentos.

¿Lo anterior, se entiende fácilmente? No lo sé. El nú-cleo de mi pensamiento es que en este mundo caídotodo gozo se manifiesta en el orden natural y todo do-

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lor en el orden divino. Teniendo en cuenta los cimientosde Josafat, teniendo en cuenta lo perecedero de todo,los desterrados del Paraíso no pueden aspirar más quea la sola dicha de sufrir por Dios. La genealogía de lasvirtudes cristianas ha prendido en el Sudor de Getse-maní y en la Sangre del Calvario. San Pablo nos exhor-ta a conocer sólo a Jesús Crucificado, pero nosotrosnos resistimos. Olvidamos muy a menudo que sólo dis-ponemos, en la vida moral, de una categoría para en-tender y para explicar todo, y esa categoría es el Dolor,la esencia divinamente condensada de todo dolor ima-ginable e inimaginable, represada en el vaso humanomás valioso que la Sabiduría eterna ha podido nuncaconcebir y dar forma.

El criterio que debe abarcar y resumir finalmente enlos tres órdenes de la naturaleza, la gracia y la gloria esde una simplicidad absoluta y rayana, de tan sublime,en la monotonía: la esencia de la Pureza es el Varón deDolores; la esencia de la Paciencia, el Varón de Dolores;la Belleza, las Fuerzas infinitas, el Varón de Dolores; laHumildad, el más insondable de los abismos, y la Dul-zura, más ancha que el Pacífico, residen en Él; el Cami-no, la Verdad y la Vida es Él: omnia in ipso constant.Desde la cima de esta Montaña simbolizada, se diría,por la Montaña de la Tentación, se divisan todos losimperios, o lo que es lo mismo, todas las virtudes mo-rales invisibles desde cualquier otro punto, y sólo elamor, el máximo, el apasionado, el arrebatado Amorpuede dar fuerzas para alcanzarla.

Los Santos han perseguido la Sociedad de la Pasiónde Jesús. Han tomado por buena la Palabra del Maes-tro cuando dijo que nadie tiene mayor amor que el que

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da su vida por sus amigos. En todas las épocas, las al-mas encendidas y magníficas han creído que para hacerlo suficiente, hay que hacer demasiado, y que de estemodo se han arrebatado al Reino de los Cielos...

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X

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Mientras escribo, oigo el cañón. El viento me trae susonido desde muy lejos. Aunque sordas en extremo, las detonaciones cambian y me digo que cada una de ellas me anuncia la muerte de un crecido número dehombres.

Y es que un torbellino de almas, afligidas o gozosas,pasa junto a mí en pos de su propio lugar, in locumsuum, según la temible expresión de las Sagradas Escri-turas refiriéndose a Judas. Pues es sabido que las almasde los difuntos conocen de inmediato adónde deben ira parar y acuden allí raudas y veloces.

¿Pronto las seguirá la mía? Sólo Dios lo sabe. Nadiepuede decir la hora ni el lugar. Mientras espero, no dejode pensar, porfiada y dolorosamente, en esa muchedum-bre en peregrinación hacia lo Incógnito, que pasa enmasa rozando la mesa en la que me esfuerzo por escri-bir para consuelo de algunos vivos que serán muy pron-to, también ellos, difuntos.

Nunca se había visto tal número. Obra es del cañón,soberano abastecedor de abismos de tinieblas y de abis-mos de luz. Este ingenio del linaje de Caín no existíahace quinientos años. La artillería que Napoleón em-pleó en Wagram o en Waterloo, comparada con la ac-tual, causa una gran lástima.

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Antes del cañón, exterminar a un ejército constituíauna tarea ímproba. El pan de la matanza se ganaba conel sudor de la frente de los mercenarios. Hoy en día sepuede acabar en apenas unas horas con cincuenta milhombres y reanudar la tarea el día siguiente. Pero no esmás que un desgaste, una destrucción lenta de conse-cuencias imperceptibles, si consideramos la innumera-ble masa de combatientes de todo el orbe luchando uni-dos contra una nación execrable.

Con todo, la exterminación vendrá, vendrá como laVoluntad divina sobre las olas del mar o sobre las es-paldas de las montañas que se desplazarán, si fuera pre-ciso, como lo haría el más dócil de los elefantes; pero,hasta nueva orden, el cañón tiene la palabra. Y he di-cho hasta nueva orden porque existe el Milagro queDios se reserva para que se obre a través de Quien, a sudebido tiempo, decida enviar. Hasta entonces, el cañónreducirá a polvo hombres y cosas, al extremo de que lossupervivientes guardarán de ellos en su memoria merasapariencias, no siendo el horrible cañón más que otraapariencia no menos monstruosa, que un día se desin-tegrará ante la plegaria balbuciente de un niño.

... Y el tropel de almas se precipita pasando siemprejunto a mí, como si yo fuera el único que parara mien-tes en ellas, evocando, con una lacrimosa compasión,los míseros cuerpos que acaban de abandonar hace uninstante y con los que no se reencontrarán hasta la Re-surrección.

El estrépito del lejano cañón continúa, semejante alruido de un mazo enorme amplificado por acantiladoscolosales. Se diría que es algo así como el mea culpa deFrancia, el Confiteor de las blasfemias, de las traicio-

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nes, de las bajezas, de la ingratitud infinita del pueblode la Reina dolorosa, y no se ve cerca el fin de esta pe-nitencia. Cuanto se ve y cuanto se oye es el cañón, elhomicida cañón, infatigable y expiatorio.

Expiatorio, quién lo duda, pero sin hermosura. Elcastigo resultaría vano si viniera de la mano de la mag-nificencia. El cañón es un invento mecánico. Tan feo yestúpido como temible. Matando a distancia a los hom-bres, aniquila los más nobles arranques del valor hu-mano. Soldados de corazón sublime caen muertos sinsiquiera darse cuenta. Cuanto podía haber de hermosoen las guerras de antaño, ha desaparecido. En lo sucesi-vo, el heroísmo consistirá en soportar con paciencia elfrío, el hambre, la lluvia, el lodo, la inmundicia, el atrozaburrimiento y una muerte tan exenta de gloria comode consuelo. Así lo quiere una justicia superior y a ellohay que resignarse.

¿A todo esto, qué dirá la historia? Antaño, hace ape-nas un siglo, daba cuenta de hombres como Lannes,Murat, Ney y cincuenta más, para no decir de ellos sinoque estaban poseídos por su espíritu. Ahora dará cuen-ta de los cañones y un horror sin tasa caerá sobre elalma humana.

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E l m i l a g r o

Acabo de referirme al Milagro diciendo que Dios lo re-serva para el que debe enviar. Harto sé que esta palabracarece completamente de sentido, que hoy no significaabsolutamente nada. Sin embargo, no tengo otra.

Dios existe o no existe. Si se accede a que existe, hayforzosamente que acceder a que existe efectivamente, su-poniendo una continuidad infinita de la Creación, lo cualcomporta una omnipotencia absoluta sobre lo conocido ylo desconocido, sobre lo visible y lo invisible. Si el Actocreador se interrumpiese, inmediatamente el más durogranito y los metales todos se reducirían a polvo, y estemismo polvo terminaría por desaparecer. No existiríanada más. La naturaleza entera se desvanecería en la inin-teligible nada. Si no se admite este postulado, se es porfuerza bien un ateo, bien un necio, términos sinónimos,por lo demás, desde el punto de vista estético. Pero esto esun prolegómeno completamente rudimentario.

El milagro no precisa explicación ni justificación. Setrata de una gentileza de Dios y ya es bastante. Se com-place en alterar la apariencia, en devolver a la vida a undifunto o en que un enfermo sane repentinamente. ParaÉl no representa un esfuerzo y a los que le conocen noles causa extrañeza. Diríase un rico que acuña calderi-lla para repartirla entre los pobres.

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A tal punto es el Dueño y Señor de todo, que los con-ceptos humanos de soberanía y posesión, aplicados aÉl, no son más que el reflejo de una imagen borrosa enun espejo empañado. El Señorío divino es acabadamen-te inconmensurable, inconcebible, inescrutable, y nadani nadie puede dar idea de él.

Si en un rapto de locura se llega a afirmar que un po-deroso puede hacer todo cuanto quiera, la irrisión com-parecería al instante, señalando el círculo infranquea-ble del Límite; y si se afirma razonable, humildemente,lo mismo de Dios, no hay criatura humana ni aun an-gélica que logre entenderlo.

La inteligencia más elevada adolece de incapacidad ab-soluta para comprender el Infinito. Pocas palabras tanempleadas como eternidad. ¿Dónde está el genio imparque se atreva a iniciar una explicación de ese lugar co-mún? ¡Lo que no tiene principio ni fin! Por vía de la fe eincluso por la de la razón sabemos que eso es así. Sabe-mos incluso que eso es lo único realmente existente. Perohasta ahí llegamos. Mas allá nos topamos con el aceradomuro contra el que se estrella toda potencia intelectual.

Es el dominio de Dios, el Jardín del Milagro, el arria-te de la Rosa Mística. Sólo a los más pequeños y a losmás humildes les es dado en alguna ocasión avizorardesde la infinita lejanía las elevadas cumbres. Condes-cendencia extremada del Señor y primero de los privile-gios. Ellos mismos no entienden más que los otros. Sóloque les ha sido concedido el obrar milagros, como unafragancia reveladora, como una partícula de polen deflores ignotas.

Aquel a quien hay que aguardar, el único Forasteroque podrá poner fin a la inconmensurable Tribulación,

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será ciertamente un hombre que goce de eternidad, enel sentido de que esté autorizado para beber del Aljibedel Temible Jardín, no lejos del añoso Árbol de la Cien-cia, en el sitio mismo donde cayó la Sangre de la Manodiestra de Jesús, luego de clavarlo en la Cruz, frente alOccidente.

¿Qué hará ese personaje espantable en quien Diosdelegará su poder? Sabemos de eso tanto como de lasleyes de las nebulosas. Lo más que podemos llegar a de-cir es que el milagro vendrá precediéndolo, como lospajarillos precedían al Santo de Asís; las criaturas ani-madas e inanimadas le obedecerán ad natum con mara-villosa exactitud.

Pienso a menudo que el aniquilamiento de la razaconsagrada al Maligno es una exigencia divina, unacondición previa del inventario del mundo, pues hayotras muchas cuentas que liquidar. ¿Pero cabe el exter-minio de ochenta millones de almas? Seguramente undébil soplo bastaría, y se trataría de un milagro menorque la conversión de un solo infiel. El cañón más enor-me, con su fealdad y su pesadez, es menos temible queel insecto que Dios envía. Le bastan apenas unas horaspara transformar una bestia inmensa en una pila dehuesos. Ése podría ser muy bien el destino de la orgu-llosa bestia alemana.

El mi lagro

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X I I

E l c l a m o r

Tercer aniversario de la victoria del Marne. Los mis-mos lugares comunes que el año pasado, la misma in-comprensión del suceso, de todos los sucesos presentesy futuros.

Francia «fanática de la honradez»(!), he ahí todocuanto pude retener del apoteósico discurso proferidopor uno de nuestros gobernantes sobre las sepulturasde los caídos. Se diría que esta chocante simpleza cum-ple a la gloria pasada y futura de nuestra patria.

Ni la menor mención de Dios, por supuesto. Ridícu-lo a más no poder sería recordar que esta inesperadavictoria coincidió con la fiesta señalada de la Natividadde María, que muy bien pudo lograrla para que su pue-blo, tan severamente castigado, no pereciera. ¿Peroquién piensa en la Natividad de María? Se la debemosa los previsores y diligentes generales y a los prácticossoldados. Suponer una intervención preternatural ofen-dería a ambos.

Hay que reconocer, empero, que el término milagro noha caído en completo desuso. Sin ir más lejos, esta mismamañana lo he leído en algún sitio. Pero sólo se trata delmilagro de los fieles del azar, en su acepción trivial de cosaimprevista, asombrosa, de difícil explicación pero con to-do explicable, se supone, con cierta cortedad de espíritu.

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Por lo que hace al milagro en sentido cristiano, al genuino milagro obrado por Dios y de todo punto inexplicable, ése podría quizá llegar a aceptarse, a con-dición de que fuese visible y tangible y viniese acompa-ñado o precedido de manifestaciones exorbitantes, elmilagro, en fin, tal como lo entienden los salvajes o losnegros; cabe afirmar incluso que los pretendidos mila-gros de la ciencia hacen que en la actualidad un sinnú-mero de infelices los echen en falta. «¿Por qué no semanifiesta Dios?» Tal es el clamor de la muchedumbre,el postrer clamor.

–Se manifestará, pierdan cuidado, mucho antes de loque piensan, no como esperan, y será como para echar-se a temblar, pues vuestro clamor no es desde luego unclamor de amor. Para vosotros, el Dios de Moisés y delSinaí no es más que un clavo ardiendo, un becerro deoro fabricado en las factorías sulpicianas,* y que espe-ráis revender con ganancia a los idólatras americanos ocaucasianos, cuando pasado el peligro os hayáis cansa-do de invocarlo. Hoy invocáis su nombre contra losenemigos declarados de Francia, contra la muerte queronda a vuestros hijos, contra el hambre que acomete almundo entero, contra la miseria o la penuria extremaque vuestro egoísmo provocó pese a tres años de vanasadvertencias. Mas no lo invocáis contra vosotros mis-mos, dándoos golpes de pecho. No se os pasa por la

* Nueva alusión despectiva de Bloy a la Iglesia católica francesade su tiempo y, en concreto, a la enseñanza y valores que recibíansus clérigos. Los sulpicianos era el nombre con que se designaba ala Congregación Sacerdotal de San Sulpicio, fundada en 1645 porM. Oliver, párroco de la iglesia parisina de esta advocación, dedi-cada tradicionalmente a la formación de seminaristas. (N. del T.)

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imaginación que aquel a quien llamáis en vuestro soco-rro, envileciéndolo con vuestro culto carnal, podríamuy bien aniquilaros al mismo tiempo que a los másacérrimos enemigos de su Dulce Nombre y de su Glo-ria, que no le son acaso menos aborrecibles que los pre-tendidos creyentes que lo mancillan.

Séale permitido a un solitario hoy, un 8 de septiem-bre, que hable de la Natividad de María, de Nuestra Se-ñora de Francia, la Virgen Milagrosa, la Virgen delLlanto. ¡Se la ha despreciado, se la ha ofendido, se hallegado a renegar de ella tanto y con tanta hipocresía enestos sesenta años últimos! Se oye por ahí que la ingra-titud adensa el corazón del que la padece. El Corazónde María pesa más que todos los soles de la Vía Lácteajuntos. Sin embargo, daría su perdón incluso a los obis-pos y a los sacerdotes que ella misma ha motejado de«sentinas»; perdonaría a cuantos se dicen sus seguido-res y no han levantado un dedo para impedir que fueraultrajada; perdonaría sin medida. Pero Aquel que Ellaalumbró ha visto colmada su paciencia y ya vemos losindicios. Si todos los culpables serán llamados, ¿quéquedará?

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L a p u t r e f a c c i ó n

No quedará nada más que la putrefacción universal.¿Hay alguna necesidad de llamar la atención sobre laimportancia infinita de una alma viva, importancia talque al día siguiente a un cataclismo, un solo hombresalvado valdría por una generación? Esto, huelga decir-lo, hay que entenderlo en sentido espiritual.

La población toda de la tierra se calcula en milcuatrocientos o mil quinientos millones de personas.¿Pero cuántas almas verdaderamente vivas hay en esaturbamulta humana? Una de cada cien mil, acaso, ouna de cada cien millones. No se sabe. Hay personaseminentes, de genio incluso, pero de alma inerte yque mueren sin haber vivido. Un alma sencilla dirácada día, llorando de angustia: «¿Dónde está en mí elEspíritu de Dios, el Espíritu Santo? ¿Puedo realmenteconsiderarme vivo o soy un difunto en espera de se-pultura?».

Causa espanto pensar que sobrevivimos en medio deuna multitud de difuntos que se tienen por vivos; que elamigo, el camarada, el hermano con el que nos trope-zamos por la mañana y que volveremos a ver por la no-che, no es más que mera vida orgánica, apariencia devida, una caricatura de existencia que no difiere ennada de cuantas se licúan en las sepulturas.

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Resulta intolerable reconocer ante uno mismo quenos han traído al mundo unos padres difuntos; que esesacerdote plantado en el altar se asemeja a un finado yque el Fármaco de la inmortalidad, la Hostia que acabade consagrar para que nuestra alma reciba la Vida eter-na, nos la va a administrar la mano de un cadáver, de-clamando con voz sepulcral las sagradas palabras de laliturgia.

Todos esos espectros funcionan, sin embargo, conuna regularidad perfecta. La misa dicha por ese sacer-dote vale tanto como la de un santo. La absolución queotorga a los pecadores es válida. La fuerza de su minis-terio sobrenatural se alarga tanto en el tiempo que lamuerte no prevalece contra él. Y esto es así para todoslos semidifuntos que nos rodean y que nos vemos obli-gados a llamar, anticipadamente, muertos. Un almaexenta de vida puede actuar y pensar mecánicamente.

Un cuerpo saludable y lozano puede ser el taber-náculo de un alma putrefacta. Horror harto frecuente.Ha habido casos de santos tocados por el privilegio es-pantable de poder oler las almas. De la Pastora de LaSalette, Melania,* se contaba que su vida era un purosofoco. Castigo infernal que aceptaba y que no es posi-ble afrontar sin horror.

La putrefacción universal que sigue a los horrendoscastigos que han diezmado una parte de la tierra puedepor tanto entenderse como la podredumbre de las al-mas. Seguro que algunos raros elegidos de Dios sientenen este momento ese terrible hedor.

* La pastorcilla a quien se apareció la Virgen en la montaña de LaSalette el 19 de septiembre de 1846 (ver nota de pág. 27). (N. del T.)

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La putrefacc ión

No hay duda de que esta guerra interminable de-satada por los demonios ha rebajado tanto los caracte-res que puede decirse que todos los corazones se mue-ven a ras de tierra. Mientras unos se hacen matar parasalvar cuanto quepa de la herencia de los siglos, otros,incontables, se baten en cómodas moradas con los cua-jarones de la sangre de las víctimas. La avaricia más fe-roz, la concupiscencia más grosera se han apoderado detal manera de los elementos que componen el honor delpueblo, que se llega a glorificar el hacer fortuna asesi-nando a la patria ya mutilada. Todo cuanto rinde pro-vecho material merece respeto. Incluso la traición,practicada ventajosamente por los habilidosos, tiene suaureola, y la guillotina llora.

Hay que estar tan privado de razón como de olfatopara no percibir que el cuerpo social entero es una ca-rroña semejante a aquella de Baudelaire «que vomitabanegros ejércitos de larvas» de «fetidez tan enorme que,sobre la hierba, la amada creyó desmayarse». Esta abo-minación, que sólo el fuego podrá purificar, crece día adía con terrible celeridad. Nos acostumbramos a ello,la cobardía de unos se torna cómplice de la perfidia delos otros, y quienes deberían mostrar un mayor horror,sin mover un dedo se resignan calladamente a la chus-ma. Se trata de la bancarrota de las almas, del irrepara-ble déficit de la conciencia cristiana.

Resulta evidente que Dios se verá forzado a cam-biar todas las cosas, pues la situación es insostenible.Pero los caídos que entraron en la Vida perdurable enalas de la victoria y los más venerados santos de Fran-cia no tolerarán que se consume la ruina de una tierraque es la más dilecta heredad de Jesucristo. Qué ha-

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rán, no lo sabemos. Asistiremos a prodigios que nosharán temblar o llorar de amor, tan imprevisibles co-mo insólitos, pródromos seguros del inconcebible Ad-venimiento.

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X I V

E l i n c o n c e b i b l e a d v e n i m i e n t o

El de la Tercera Persona divina, del Paráclito, del Pneu-ma, como dicen los griegos, del Soplo inspirador quealienta en el inicio de cualquier vida y por medio delcual todo será consumado. El advenimiento del Espíri-tu Santo que aguarda toda criatura que puede gemir yprocrear.

Está escrito con claridad suma que este adorable Es-píritu, habida cuenta de nuestra ignorancia de lo quehay que pedir o desear, «intercede por nosotros con ge-midos indecibles». «El Espíritu sopla de donde quiere–dice Jesús–, y escuchas su voz pero no sabes de dóndeviene ni adónde va.»

El Espíritu de Dios y las criaturas gimen pues acoro, éstas porque padecen a causa de su degradacióno de su destierro, aquél porque espera, con infinita im-paciencia, la realización de nuestra Redención, realiza-ción incomprensible que no puede ser más que obrasuya.

Pero a fuer de divino, es un cautivo. Diríase que tie-ne la «intuición de una especie de impotencia divinatransitoriamente acordada entre la Misericordia y laJusticia con miras a alguna inefable recuperación deSustancia prodigada por el Amor». Permanecerá cauti-vo, inconcebiblemente, hasta tanto venga su reino. Su-

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blime momento que hará estallar todos los relojes y queel universo aguarda desde hace milenios.

En lo más profundo del cielo nocturno vemos unaestrella apenas perceptible, diríase una gota de rocío oun conato de lágrima luminosa, pero se trata de un solcolosal, centro de atracción de enormes planetas invisi-bles. También él aguarda el momento y acaso, de tantoesperar, ha terminado extinguiéndose, dejándonos sólola ilusión de su luz a la distancia de un increíble núme-ro de leguas. Si esto es así para un cuerpo inanimado,¿qué habría que pensar de las pesadumbres de la hu-manidad y de tantas generaciones que han aguardadogimiendo o blasfemando, sin saber siquiera lo que espe-raban?

Los Patriarcas, los Profetas, los Santos, han aguar-dado la Hora de la venida de Dios. Incluso los malva-dos y los viles la han esperado igualmente, porque noera dable no esperar. Los que lloran y los que causanllanto, ambos la esperan, los unos porque aguardan suconsuelo y los otros porque sus almas perversas aguar-dan servirse de ella para aumentar su capacidad paracausar llanto. Unos y otros, sin llegar a entender, pre-sienten al Dios del Llanto.

¡El Dios del Llanto! ¿Qué significan esas palabras yquién es ese Dios? Sólo puede ser el Espíritu Santo. A Élle debemos la vida y el llanto es el signo de su presen-cia. ¡Maldito sea el que no llora! Las lágrimas son elaceite de las lámparas que las vírgenes del Evangelio nopodían dejar extinguir, por temor a que el Esposo queregresara de madrugada les dijese: «No os conozco».Las lágrimas son a tal punto don del Espíritu Santo queno pueden fluir sin llamar la atención de Dios, pues por

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El inconcebible advenimiento

el mismo Dios sabemos, dicho por su boca, que Él en-jugará todos los ojos. Son tan sumamente valiosas queno han de derramarse en vano.

¡Ah, Señor, concédeme llorar en la vigilia y en el sueño, llorar siempre como tus profetas! Si mis lágri-mas no son puras, truécalas en sangre, y si esa sangreestá echada a perder, que se conviertan en arroyos defuego; pero, sea como sea, concédeme el llanto, pues esel único modo de merecer las bendiciones, el secreto in-falible para atraerse al Consolador. Hagamos cuenta de la muchedumbre inmensa de hombres que han llora-do a lo largo de este siglo, llantos, no lo ignoro, muchasveces vanos. Ha habido lágrimas de orgullo y lágrimasde concupiscencia; hubo y habrá siempre lágrimas deDolor que acogéis con amor. Su abundancia es como elDiluvio y vuestro Espíritu planea sobre esas aguascomo antaño, cuando aún no habíais creado el mundo.

Es claro, y así lo he dicho, que hay que esperar y es-perar siempre. Sin embargo, la hora no puede tardar enllegar. Las existencias de esperanza se agotan por mo-mentos. Los ciegos lo ven y hasta los brutos más redo-mados comienzan a experimentar la necesidad de unaprimavera. Es menester que todo perezca o que todocambie. Asistimos al otoño del mundo. La verdura delas almas se agosta y cae el invierno con su cosecha decataclismos. Pero el cambio necesario, universal, obradel Espíritu Santo, es de todo punto inconcebible. Nadaen toda la historia simbólica puede darnos idea, y has-ta las analogías más audaces hacen gala de su inanidad.«Lo nunca visto, lo nunca oído, lo nunca sentido porcorazón humano.» He ahí todo cuanto sabemos, todolo que nos proporciona la Revelación, y las escasas al-

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mas que vivan para contarlo temblarán como no se havisto temblar nunca.

Unos pocos han sido señalados para temblar deamor; son los escogidos del Paráclito, dotados por Él de corazón abundante. Sé de un cristiano que respondea esas señas. No se tiene en más consideración que elpeor de los bribones y acaso no se equivoque, en el sen-tido humano. Pero el Consolador lo ha escogido y nadapuede oponer a esa elección. No es más que el caprichodel Dueño y Señor que se divierte a costa de desconcer-tar a la misma Sabiduría y que se complace colmandocon su elección a los que se tienen por menos dignos.«¡Si supieras el gozo que proporciono –les dice–, la de-licia del Espíritu Santo!»

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X V

L a f r o n t e r a

Camposanto inmenso. Cementerio prodigioso dondedescansan las víctimas de una guerra infernal. Son tan-tas que estamos a punto de perder la cuenta. Límite ac-tual de Francia, de Alsacia al mar del Norte. Más allá,la barbarie.

Cuando paramos mientes en la misteriosa Personadel Espíritu Santo pensamos forzosamente en los difun-tos, pues el Dios del Llanto es el Dios de los difuntos.Comparado con Él, el lóbrego Plutón de la mitologíano es más que una caricatura idolátrica y harto oscurade una idea tan antigua como el hombre.

Es creencia universal de los cristianos que las reli-quias de los «muertos en el Señor» son el habitáculo deAquel que ha de resucitarlos un día, y es lícito suponersu presencia aquí o allá, en medio de tantos esqueletosinmóviles. ¡A cuánto asciende el número de los que die-ron su vida terrenal por defender los últimos vestigiosde Vida divina en su malhadada patria! Sólo lo sabre-mos cuando le plazca al Señor comunicárnoslo.

Pero, lo repito, ahí está la frontera, en espera de quesea posible franquearla. Ahí duermen creyentes e incré-dulos caídos en la batalla, mezclados las más de las ve-ces, en medio de paisajes horriblemente devastados. Aalgunos pocos los corona una mísera cruz de madera,

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producto de la caridad de los camaradas supérstites. ElEspíritu divino reconoce así a los suyos.

En la maravillosa Vida de Ana Catalina Emmerich*se cuenta que cuando, en su niñez, cruzaba el cemente-rio de su pueblo, experimentaba, en la proximidad dealgunas sepulturas, el sentimiento de la luz, de la ben-dición desmedida y de la salvación; pero que cerca deotras le asaltaban el espanto y el horror.

¿Qué cosas no experimentaría en esta prodigiosa ne-crópolis la santa niña? A no dudar, una incomparablepiedad, interrumpida por sobresaltos de inmenso te-rror, pero también alguna vez la turbación que producela presencia del Consolador. Fiel como pocos, no aban-dona a los que, cuando aparentaban vivir en el mundo,se le confiaron y gimieron con él en la Profundidad.

He pensado con frecuencia que la inquietante leyen-da Aquí yace que figura sobre todas las sepulturas hade ser entendida en sentido sobrenatural, meditaciónamorosa que excluye la idea de abandono o de soledadpara los que ahí reposan. ¿Quién sabe si no es el Espíri-tu Santo el que está en los restos mortales de esos di-funtos, con la columna de luz invisible manifestada a lavidente de Dulmen?**

La Iglesia militante ruega por todos los difuntos, areserva de la inexpresada elección directa y plena de al-gunos que no conoce, pero que el Consolador que la

* Visionaria alemana (1774-1824). Monja agustina del conven-to de Dulmen. Es fama que durante sus éxtasis se le abrían las ci-catrices que tenía en el cuerpo y que de ellas manaba sangre. (N.del T.)** Esto es, Ana Catalina Emmerich. (N. del T.)

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acompaña en sus ruegos se complace en ocasiones se-ñalando con signos milagrosos. Ignoro qué puede al-bergar este interminable camposanto que es hoy nues-tra frontera. En todo caso, los bárbaros no consiguenfranquearla. ¿Acaso le placerá a Dios que de toda esahueste de guerreros inmóviles surja de pronto el Exter-minador, del que nadie podrá afirmar si se trata de unvivo o de un muerto?

La frontera

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C o n m e m o r a c i ó n

Me refiero, claro está, a la de Todos los Difuntos, so-lemnidad mayor de la Iglesia. La que vulgarmente lla-mamos Día de los Muertos, y que viene a nuestra me-moria cada vez que visitamos un cementerio, y más uncementerio de esta clase. La mayoría de los difuntos, ol-vidados sin dificultad, apenas idos, por sus deudos, nocuentan más que con esa festividad para esperar un so-corro mínimo en la incomprensible tribulación de laotra vida. Pero no es de esta conmemoración de la quequiero hablar.

Se trata de otra por la que muy pocos cristianos pa-recen mostrar interés, a saber: la festividad de las Lá-grimas de María, cuando lloró sobre la montaña de LaSalette, el 19 de septiembre de 1846. La misma Iglesiaafecta haber olvidado este acontecimiento nunca visto.El misal romano celebra el 11 de febrero una misa con-memorativa de la Aparición de Lourdes, la cual pareceexclusivamente consoladora, sin acusar ni amenazar anadie. La Aparición de La Salette, doce años anterior,no ha merecido nada. La miel de la devoción modernaencuentra en ella demasiada hiel, y el hecho de que laVirgen Santísima anuncie infortunios terribles, cuyosprolegómenos estamos experimentando, debidos a laflagrante indignidad criminal de los clérigos, no puede

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tolerarse. El fariseísmo ha protestado y un silencio im-penetrable se ha extendido por doquier.

Sin embargo, determinadas almas no ceden al olvi-do. Hay algunas todavía, y éstas más que las otras, conexclusión incluso de todas las otras, capaces de sentir lanecesidad y la inminencia del cumplimiento de las ame-nazas. Saben de sobra que resulta inútil detener el cur-so de las aguas. Es incluso demasiado tarde para elarrepentimiento. Todo cuanto es dable hacer es aceptarhumildemente el sufrimiento extremo, el oprobio ple-no, la muerte exenta de gloria.

Las Palabras de la Madre de Dios, que muchos hancreído haber apagado completamente, aparecen graba-das a sangre y fuego hoy en letras más elevadas que lascatedrales profanadas por los bárbaros. Esas Palabras,propias de una madre, si se las interpreta rectamente, sehan tornado implacables y arrolladoras. Pueden apli-carse sobre todo al pavoroso cementerio. Pues, dichosea de paso, la Virgen Santísima, Esposa mística del Pa-ráclito, debe reinar con Él sobre el inmenso imperio delos difuntos. La Regina mortorum está sobrentendidaen las Letanías.

Los que se tienen por vivos y sus cabecillas se hanarrancado los ojos para no ver; ha desaparecido inclu-so la irrisoria esperanza de un amago de contriciónaparente que recordaría los arrepentimientos intermi-tentes del Faraón cuando prometía la libertad al Pueblohebreo cada vez que una plaga devastaba Egipto. Nues-tros obispos, cuyo desacato ha sido de tanta ayuda al in-fame Guillermo para acabar con Francia, se han hechoinsensibles al castigo y se han acerado cual demonios.

He aquí lo que me escribía un religioso en 1912:

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«Desde hace más de sesenta años, la jerarquía de laIglesia francesa rechaza con diabólica porfía los Men-sajes misericordiosos proferidos entre llantos por laReina del Paraíso con el propósito de que los ministrosde Dios los den a conocer a la grey cristiana... ¡Si en-contráis demasiado pesado el Brazo de vuestro Hijo,han respondido nuestros pastores, no hagáis más pordetenerlo y dejad que nos aplaste! Preferimos mil veceslos cataclismos desconocidos con que nos amenaza yque cada día parecen acercarse más a la humillación detransmitir tal Mensaje a vuestro pueblo. Haced zozobrar,si es vuestro deseo, a la Cristiandad en el piélago de to-dos los dolores; aplastadla bajo el peso de las más incon-cebibles calamidades; pero tened por seguro que nuncaobedeceremos, porque se nos ha faltado al respeto».

A estas alturas de 1917, se estaría inclinado a pensarque por lo menos han cambiado de lenguaje; pero esosería desconocer el orgullo clerical, el más firme quehay en el mundo. Ha sucedido justamente lo contrario.En la mismísima Salette, el lugar señalado donde laMadre de Dios habló, no pasa un día que no sea des-mentida por los capellanes de la Basílica encargadospor sus superiores de contar a los peregrinos el relatode la Aparición, teniendo especial cuidado de ponerlosen guardia contra el Mensaje mismo que escamotean,denunciándolo como una impostura...

Los oyentes, llegados en ocasiones de muy lejos yque pueden conservar todavía en sus oídos el estruendodel cañón, deben extrañarse por esta cínica omisión delas amenazas –verificadas ya– de la Virgen Santísima ypor la monstruosa supresión de su «presente llamamien-to a los auténticos discípulos del Dios vivo»...

Conmemoración

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Ignoro qué esperarán esos fariseos que espetarían almismísimo Dios: «¡Has mentido!», pero sé que es im-posible vencerlos. El orgullo llevado al paroxismo aca-ba necesariamente en necedad. Nada podemos contraesos brutos bendecidos y alentados por el episcopadoen pleno...

No cabe pensar, empero, que las lágrimas de la Ma-dre de Dios sean vanas. Los sucesos de La Salette encie-rran algo inmensamente misterioso, que no compren-demos. «La Salette guiará al mundo», ha dicho el curade Ars, profeta auténtico. Este suceso único en la histo-ria ha debido de obedecer a alguna disposición har-to particular de la insondable Voluntad divina, y el sor-do desacato, el ultrajante desprecio de estos servidoresinfieles, es sin duda una prevaricación tan necesariacomo lo fue antaño la perfidia judía para el cumpli-miento de los designios prodigiosos que se nos ocultan.

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E l d e s a s t r e i n t e l e c t u a l

¿El inmenso crimen del universal desacato de los sacer-dotes y sus príncipes puede verse contrabalanceado, si-quiera mínimamente, por la indignación de los demás?

¿Alguien en el vasto orbe cristiano ha levantado suvoz para protestar contra ese silencio monstruoso?

Desde el inicio de la guerra se han escrito y publica-do innumerables libros. Bien o mal, con frecuencia másmal que bien, lo han dicho todo, salvo lo único que de-berían haber dicho. Dirigidos a un pueblo sin Dios,¿cómo habrían podido hablarle de un Dios que desco-nocen y señaladamente de una Virgen dolorosa cuyaAparición y Mensaje les han sido tan acabadamenteocultados?

Esos pobres autores no saben absolutamente nada,no han alcanzado siquiera el presentimiento oscuro delo que les sobrepuja. Se dirigen al público como los cer-dos al muladar y hacen lo mismo que antes de la gue-rra, que aprovechan ahora para exhibir las mercaderíasde su tenebrosa vacuidad. Oficio lucrativo para algu-nos que no sienten el menor remordimiento y que con-sideran que todo marcha a pedir de boca si sus tristes li-bros se venden bien.

Quiero referirme a uno solo, puesto que parece tenermás éxito que todos los demás juntos y revela más ní-

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tidamente que cualquier otro el nivel intelectual de lamayoría. Se trata de El fuego* de Henri Barbusse, es-critor al que no tengo el gusto de conocer y del que ja-más había oído hablar.

(Diario de una escuadra), se añade entre paréntesis.No contento con ese subtítulo real, el astuto editor haimpreso en la portada la palabra novela, truco destina-do a embaucar a los concupiscentes.

El fuego es todo un éxito editorial. Parece que se hanvendido bastante más de cien mil ejemplares, cifra des-concertante que me recuerda el repentino e inesperadoeco que tuvo La taberna** hace cuarenta años. Ambasobras tienen algunas analogías.

Como Zola, Barbusse ha comprendido que al ser lademocracia dueña y señora del mundo, hay que hablarsu idioma, enormemente enriquecido, por lo demás,desde La taberna; al igual que Zola enseña con autori-dad que es la única vía si no se quiere engañar. «Pondrélas grandes palabras en el lugar que les corresponde–afirma–, porque tal es la verdad.» Resultaría comple-tamente ocioso preguntar a esa clase de personas quéentienden por Verdad, uno de los nombres indubitadosdel Hijo de Dios, pero que para ellas no significa másque exactitud fonográfica. El inmenso éxito de Zola fuerevelador del nivel espiritual de su tiempo, y el de Bar-

* Le Feu, célebre novela antibelicista del escritor francés HenriBarbusse (1873-1935), aparecida en 1916, un año antes de la fe-cha de composición de En tinieblas. (N. del T.)** L’Assommoir, novela del escritor francés Émile Zola (1840-1902) que, como bien registra Bloy, conoció un inmenso éxito trassu aparición en enero de 1877. (N. del T.)

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busse alumbra a su vez la horrenda sima en que hoy sepudren las almas; pues la historia profunda de un pue-blo anida en su lengua.

Pero hay más cosas, como la negación formal deDios o más bien la repetición machacona de los tópicosmás abyectamente pueriles: «El dolor me impide creeren Dios. El frío desmiente a Dios. Para creer en Dios,sería preciso que todo fuera distinto». Así hablan losinfelices, los mutilados. «Estas ruinas de hombres, estosderrotados –agrega el autor–, experimentan un princi-pio de revelación... ¡Contemplan el rostro de la verdadcara a cara!» Idéntica categoría humana que Zola.

Si no se tratara más que de las «las grandes pala-bras», de las cuales se abusa hasta la extenuación, has-ta podríamos admitirlas. Son muchas veces inevitables,irremplazables, pero también existe la jerga atroz de lastrincheras, la horrenda deformación de la lengua fran-cesa, efecto de la deformación completa del pensamien-to. Y esto es verdaderamente insoportable, tanto máscuanto que el autor es sin duda un escritor que dominasu oficio, un escritor de talento, no me duelen prendasreconocerlo. ¡Ah!, pero ese talento no se eleva lo sufi-ciente, no pica alto, y aunque da a menudo con la pala-bra justa, en muchas ocasiones incluso con la más vigo-rosa, sentimos que se queda corto.

Tenemos el episodio del zapador Poterloo, y el idiliode Paradis que quita con unción el barro de los boti-nes de una muchacha a la que jamás ha visto. Tenemos elpermiso de Eudore y el poema de los infelices soldadoshumillados por los burgueses en el Café de las Flores,pasaje que hubiera firmado Flaubert. Tenemos tambiéna cierto cabo Bertrand que se erige en profeta y que va-

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ticina lugares comunes trasnochados, aunque al menoslo hace en francés.

Una cosa que inmediatamente me llamó la atenciónfue la consideración de la censura para con este dilata-do volumen. Ni una línea, ni una palabra tachada. Loscensores, que tachan con tanta facilidad páginas com-pletas de cualquier escrito, siempre en interés de la de-fensa nacional, no encuentran nada reprochable en esteDiario de una escuadra que leen libremente cientos demiles de personas y que es precisamente el libro másdesmoralizador que puede leer un soldado.

De la primera a la última página, ninguna inquietuddistinta, ninguna prédica distinta del horror infinito dela guerra; no de esta guerra infame, envilecida y manci-llada por los alemanes, sino de la guerra en sí misma,justa o injusta, independientemente de la nobleza, delheroísmo, de la santidad de los combatientes. «¡Malditasea la gloria militar, malditos sean los ejércitos, malditosea el oficio de soldado!» No pongo en duda el patrio-tismo de Barbusse, incluso lo creo animado por las me-jores intenciones, dado que se permite creer en la próxi-ma terminación de las guerras y en la fraternidad detodos los pueblos. ¿Pero cómo creer en el celo de unacensura que pasa por alto este tipo de cosas?

La ceguera universal es tan completa que ha llegadoa afirmarse que se trata de un escritor de genio. No hanfaltado plumas que han escrito esto, juicio que ha debi-do molestar no poco al infeliz. Demasiado inteligentepara ignorar que del genio no se hacen tiradas de cienmil ejemplares y que el sufragio multitudinario es tandeshonroso para el pensador como para el escritor, seha visto forzado sin embargo a confesarse que ha con-

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seguido esta mezquina gloria mancillando a un tiempoel fondo y la forma de su pensamiento. Hasta los másbenignos jueces se verán en la necesidad de concluir quesabía muy bien lo que hacía al componer con los másandrajosos harapos de la lengua las mentiras humanasmás desacreditadas.

¿Cómo podría este autor leer sin bochorno el últimocapítulo titulado «El alba», en el que los supervivientesde un diluvio que ha anegado las trincheras y los caño-nes charlan entre sí en medio del fango, repitiendo has-ta la saciedad: «Después de esto, no se necesitan másguerras... Hay que acabar con la guerra... El principiode igualdad debe acabar con la guerra...», etc.?

El libro concluye con estos necios postulados, peroel autor, se dirá, ha conseguido lo que quería: tiradasamplias y derechos de autor...

Henos furiosamente lejos de La Salette y de cualquierconsideración religiosa. Apenas pensaba referirme aquía un libro que me aflige como una catástrofe que hubie-ra acabado con la vida de cien mil personas, pero eramenester mostrar entre lágrimas la enorme distanciaque nos separa de aquello que habría podido salvarnosy de dar con la más terrible prueba de nuestra actualmiseria que este documento aportado por un testigo delos peores sufrimientos que parece no haberse molesta-do en buscar en su corazón una palabra reconfortantede compasión ni en su cerebro un pensamiento conso-lador.

Y ahora podéis llorar, seguir llorando, oh VirgenDolorosa, sobre vuestra montaña. Carecéis de pueblo yde hijos. Muchos de los que os hubieran podido acom-pañar en vuestro llanto yacen muertos, y los que que-

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dan han renegado de Vos y fingen no conoceros. Ni si-quiera un hueco hay para Vos en ese libro que es, sinembargo, un libro preñado de dolor, una crónica crueldel sufrimiento de los hijos de vuestro Dolor. Y su autor se cuenta entre ellos. No ha podido ignoraros deltodo porque se trata de un cristiano y porque fue edu-cado como cristiano. Pero como tantos otros ha rene-gado de Vos, no mostrando ningún interés por la exis-tencia de Dios.

¿Qué vais a hacer? Sé que no podéis oponeros al desa-tamiento de la Cólera, pero sé también que no podéisadmitir que vuestros hijos todos perezcan. ¿Qué vais ahacer? ¿Descender de vuestra montaña para llorar enlos quicios de las puertas como cualquier vagabundo?¿Reanudar como en Belén vuestro vano ruego cuandobuscabais un refugio para dar a luz al Redentor? Losministros de Dios os desalentarían con ignominia. Loscristianos y las cristianas que tienen a gala honraros enlas iglesias os acusarían de impostura y los soberbiosateos, que creen haber borrado la impronta de su bau-tismo, os arrojarían a la cara su intelectualidad de vó-mitos. ¡Oh, mi Señora de la Compasión y mi Reina delLlanto, es preciso que perezcamos!

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X V I I I

U n s o l e c i s m o

Es superior a mis fuerzas. No puedo aguantarlo más.Oigo a todo el mundo hablar de la guerra mil veces aldía y no veo que nadie se escandalice ni se indigne porla monstruosa prostitución de este término.

Unos inmundos malhechores se han introducido enmi casa para robarme y darme muerte. Planto caracomo puedo a esos bandidos y a eso se llama guerra. Simi mujer y mis hijos mueren en la contienda, si lo quetengo por más valioso resulta destruido, se dirá que songajes del oficio. Si los asesinos simulan cansarse y de-sesperados de vencerme piden una tregua sin ofrecerreparación de ninguna clase, con la mira puesta sólo en rehacerse para aprestarse a un nuevo ataque, se diráque soy un insensato por rechazarla y que el exterminiode los malvados, la satisfacción que anhelo, es una exi-gencia bárbara. Seré requerido para una conciliación yprobablemente acusado por un juez íntegro que mereprochará lo exorbitante de mi temperamento vindica-tivo. Siendo juez de paz, me hablará naturalmente deguerra. Acabaré siendo el culpable.

Miembro de una generación que guarda aún memoriade la gran epopeya de Napoleón, repleta desde mi infan-cia de los más gloriosos recuerdos, la ignorancia actualde cualquier grandeza militar es para mí una aberración

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inefable; pero este completo envilecimiento de lo máselevado que hay en la historia de nuestra patria me pare-ce más humillante e intolerable que la peor insania.

Mancillar el nombre de la guerra es lo que hace Ale-mania de tres años a esta parte, abolir pura y simple-mente el sentido de las palabras, al tiempo que desapa-recen las nociones más rudimentarias del honor. Nopuedo sino repetir lo que escribí hace dos años:

«... Arrojarse como bestias armadas hasta los dientessobre pueblos desprevenidos, degollar a miles de seresindefensos y deshonrarlos mediante la tortura, prenderfuego, darse al pillaje, devastar sin motivo las más her-mosas regiones del planeta, destruir con visajes de si-mio loco obras maestras venerables, con la idea de queasí harán temblar a todo el orbe... Tal es la obsesión dela Alemania prusianizada y la de todos sus intelectualesque rinden pleitesía a un farsante lamentable.

»La verdad que hemos de gritar por doquier es quenosotros no estamos en guerra. Defendemos como po-demos nuestra tierra, nuestras costumbres, a nuestrasmujeres e hijos, contra la más colosal empresa de expo-lio y asesinato que han visto los siglos. Decir que esta-mos en guerra con Alemania es tan absurdo como decirque un infeliz que se ve atenazado por una horrible mé-nade presa de todos los demonios de la lujuria y de laque se defiende con todas sus fuerzas, ha contraídonupcias con semejante posesa.

»Si me cupiese el honor de un mando militar, no meavendría nunca a tener por soldado a un alemán y nome molestaría demasiado en hacer prisioneros.

»El uniforme de esos crápulas confunde nuestra in-teligencia de combatientes caballerosos y nos hace pa-

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sar por alto que estamos en presencia de una colosalturbamulta de infames comadres disfrazadas de solda-dos. ¿Tomar prisioneros? Tratamos con consideraciónsuma, con honor incluso, a bribones execrables queavergonzarían a nuestros propios presidiarios...».

Si desde los primeros momentos nuestra concienciasublevada hubiera vomitado en el rostro de Alemania elinmenso horror de su bandidaje, si un clamor unánimela hubiera denunciado cual puerca indigna de llevar ar-mas, y si hubiera tenido por único trofeo de sus inmun-das victorias un estigma universal de oprobio inacaba-ble, ciertamente nuestros sufrimientos no hubiesen sidomenores, pero algo esencial habría cambiado. La re-pugnancia habría cortado por lo sano cualquier tenta-ción de perdón, la exclusión formal de la idea de la gue-rra hubiera tenido como consecuencia necesaria laexclusión correlativa de la idea de paz, dejando en loscorazones todos sólo el deseo vehemente de un castigoimplacable y la más augusta voz del orbe cristiano no sehubiera desacreditado tan horriblemente hablando delhonor de las armas alemanas.

Pero, ¡ay!, nos hemos habituado y yo mismo, trému-lo de cólera, ¿no me veo obligado a emplear la palabraguerra en todas y cada una de mis páginas, si quiero ha-cerme entender? No se habla más que de guerra, del finde la guerra a cualquier precio, y de lo que seguirá aesta abominable ficción. Dios quiera que la ficción depaz que resulte de tan monstruoso solecismo no sea aúnmás abominable.

Un solec ismo

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E l i n v e n t a r i o d e a l m a s

Saber dónde estamos en lo espiritual, lo que aún puedequedar de la riqueza de antaño, lo poco o mucho quepodemos esperar o temer del mañana, si es que nos esdado afrontar algún mañana; tal es la tarea que hay queemprender en un momento en que se manifiestan trai-ciones inconcebibles, en que se han descubierto o sesospechan las artimañas más negras por doquier, anteel enorme estupor de las gentes sencillas a quienes lesgustaría suponer al menos un mínimo de pudor en lospolíticos y en las autoridades a las que han otorgado suconfianza.

Y he aquí que de repente asistimos a la más trivial delas prácticas comerciales. Y sin embargo se trata de al-mas, de puras y simples almas, pero se tasan, se pesan,se les pone precio cual mercaderías. Las hay que estána la venta y su número causa espanto, pero sólo unaspocas tienen salida, quedándose las más sin vender. Nosalen las cuentas.

Hay ruinosas existencias de almas de segunda manoque nadie quiere, que amenazan con atestar los almace-nes y que habrá que liquidar con pérdidas, traspasán-dolas a los traperos, negocio fallido, pues costaron aprecio de oro. Hay otras que, sin ser despreciadas porlos eventuales compradores, tienen difícil colocación,

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no se sabe bien por qué. Y otras, en fin, que se puedencontar con los dedos de la mano, que no están por suer-te a la venta y que despiden con cajas destempladas alos compradores, cualquiera que sea la oferta. Artículosrarísimos merecedores de premios en exposiciones uni-versales o dignos de exhibirse en escaparates, dada lanecesidad de llamar la atención de la clientela.

A pesar de ser inmortales, hoy sólo se toma a las al-mas por mera mercancía, buena o mala, de mediana ode pésima calidad, ruinosa o lucrativa; se han converti-do en materia de especulación para la mayoría y son la levadura de la astucia más aplicada, pues el diablo sealoja en el vientre de los especuladores. Se trata de unnegocio tan antiguo como el mundo, pero que ha creci-do extraordinariamente, generalizándose desde hacetres años por obra del ejemplo y el trato de los alema-nes. No obstante, lo reitero, se necesita una profundaastucia.

Se da el caso de pagar en exceso por una alma cual-quiera de la que nos encaprichamos y que no podremoscolocar a un chalán alemán, pues hasta los boches másbrutos conocen el paño. La menor insinuación de belle-za, la más mínima tacha de virtud, se les revela al ins-tante.

Otras veces creeremos aprovechar la ocasión únicaque proporciona el apremio de una liquidación aparen-te anunciada a bombo y platillo, maniobra audaz de unestratega de la especulación que inunda el mercado concantidades increíbles de género devuelto.

Comprenderemos al punto que el comercio de almases extremadamente peligroso para el crédito. Los mis-mos boches pueden sentirse defraudados, pues las al-

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El inventar io de a lmas

mas son en ocasiones mercancía viva, dispuesta a la ac-ción y a vengarse de sus explotadores. «¿Cómo quiereque ese hombre no sea rico? –dijo alguien de Talley-rand–;* ha vendido a todos cuantos lo han comprado»,aunque, dicho sea de paso, cuesta mucho suponer unalma a Talleyrand, pero el término tiene alguna impor-tancia y merece ser meditado.

El inventario que imagino sin aconsejarlo a nadie esen verdad lo más complicado que hay en el mundo; tan-to es así, que sólo Dios es capaz de hacerlo, justamenteDios que no tiene la condición de comerciante. Resultaincompatible con su eternidad. No teniendo principioni fin, las operaciones a plazo le están vedadas, y nohay más que decir.

Una sola vez rescató todas las alma, sin hacer acep-ción, y cada una de ellas a un precio exorbitante, de-jándoles, es cierto, la libertad para revenderse a sí mis-mas cual reses desahuciadas. Asistimos hoy a la feriasin igual de las almas, en la que no podemos esperar en-contrar a Dios. ¿Cómo podría Él estar presente? Con loque se comercia es con la Sangre de su Hijo, la precio-sísima Sangre de su Hijo derramada para la salvaciónde todo el género humano. «En mi Agonía, pienso en ti,esa gota de sangre que derramo va por ti.» Esa gota queveía el pobre Pascal no es sino el precio de cada una de

* Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, príncipe de Bénévent,hombre de Estado francés (1754-1838). Tras abandonar, coinci-diendo con la Revolución Francesa, la dignidad de obispo, sirviósucesivamente a Napoleón I, con el que terminó malquistado, aLuis XVIII y a Luis Felipe de Orleáns. Ha pasado a la historiacomo ejemplo eminente de político taimado, ladino y desleal, du-cho en traiciones e intrigas. (N. del T.)

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las almas de los hombres. Chicas o grandes, por todasha habido que abonar un precio exorbitante. El almade un necio o de un pillastre, el alma de un espía o deun traidor que se cree pagado con una suma ínfima, tie-ne un valor real infinitamente superior al de todos losmundos juntos, y Dios no tiene nada que hacer con esepopulacho mercantil que le ultraja vilipendiándolo has-ta el horror.

Él permanece en su cielo, escuchando el cántico so-brenatural de María, el canto eterno conocido comoMagnificat, con el que esta Madre que contiene su Bra-zo le habla sin cesar de su Misericordia y de su Poder,haciéndole notar entre súplicas que aún no ha enalteci-do a los humildes ni saciado a los hambrientos y queacaso los hombres esperan, para adorarlo, el cumpli-miento de sus promesas. Lo adormece por algunas ho-ras, arrullándolo como antaño en la humilde moradade Nazaret. Pero la Predilecta del Espíritu Santo nopuede contenerlo más, sabe de sobra que no cabe pedira su Hijo que repita la Pasión para salvar a Judas, máspresentable sin duda que los traficantes de almas, puesél al menos devolvió las monedas.

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L o s n u e v o s r i c o s

Son los que no devuelven ni devolverán ninguna mone-da, salvo que sin miramientos de ningún tipo nos lan-cemos a destriparlos, desenlace más que probable en unplazo menor de lo que pueda pensarse y que yo acorta-ría, loco de contento, si estuviera en mi mano. Son ho-rribles a más no poder.

Los ricos por su casa, objeto de solemnes maldicio-nes en el Evangelio, no me agradan más. He compues-to un libro entero para vomitar mi espanto por esos cri-minales cuya función social consiste en comerse a lospobres y mancillarlos mientras los devoran. He llega-do incluso a reprocharme el no haber dicho todo cuantosentía.

Sin embargo, pueden alegar en su favor el beneficiode una especie de prescripción. Algunos pueden hacervaler no sé qué servicios prestados antiguamente por an-tepasados de los que no queda memoria y que una justi-cia superior recompensa en sus inútiles descendientes.

Otros, ayunos de antepasados dignos de mención ycuya opulencia procede de fuentes más recónditas quelas del Nilo, pueden invocar la sapiencia de reputadostratadistas que han demostrado desde antiguo la nece-sidad de las grandes fortunas para el equilibrio y la es-tabilidad de la sociedad. Otros, en fin, cuya riqueza tie-

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ne un origen francamente infame, cuentan con el recur-so de anteponer lo sublime de sus intenciones y el deberque tan caritativamente se han impuesto de reparar loscrímenes de sus padres colmando a los indigentes con lacentésima parte de lo que les sobra. Nada habría quereplicar a esto: el venerado código civil de los notariosy el bendito celo de los gendarmes constituyen una ba-rrera infranqueable para la indignación de los pobres.

Las trazas de los nuevos ricos son muy otras. No pu-diendo contar con la aprobación o la desaprobación denadie, responden por sí mismos con cínica y admirableaudacia. No se declaran positivamente ladrones ni ase-sinos de pobres, pero no les desagrada que se piense talcosa ni que se admire su habilidad.

¡Reparemos, pues, en ella! ¡Hacer fortuna mientrasla ruina amenaza a todo el mundo, sacar provecho delas catástrofes agravándolas, tornar fecunda la desola-ción, abonar la desesperación, ser las prósperas moscasy los voraces gusanos de los cadáveres después de habersido el último tormento de los agonizantes! ¿No sería elcolmo de la estupidez desaprovechar la oportunidaddel inexplicable reposo de la guillotina?

Acaparar víveres, dosificar o sofisticar la alimenta-ción del pueblo entero para centuplicar su valor sonprácticas tradicionales que antaño se pagaban con lahorca y que hogaño despiertan la admiración y la en-vidia.

Hay logreros chicos y grandes y no es fácil determi-nar cuáles de ellos son más horribles. Los grandes ase-sinan a los pobres a distancia, de manera indiscrimina-da, al socaire de tal o cual combinación administrativasiempre enigmática. Los chicos, los llamados minoris-

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tas, degüellan a diario a los pobres que se ponen a su al-cance. Artífices de colusiones admirables, fijan los pre-cios que les vienen en gana y se embolsan ganancias del300 o el 400 por ciento. ¡Es la guerra!, dicen con unasonrisa, y llevan a buen puerto su infamia, a sabiendasde que ninguna sanción contrariará sus designios.

Esperan con ahínco alcanzar la fortuna, pero comoson, a semejanza de los especuladores al por mayor, tannecios como malvados, ninguno se para a pensar quéserá de ellos al día siguiente de su innoble victoria.Siempre olvidan que en el frente hay un millón de hom-bres acostumbrados, y van tres años, a matar a otroshombres, exponiéndose ellos mismos a la muerte, acos-tumbrados, por consiguiente, a considerar la vida hu-mana como una futesa. Volverán un día, con la impa-ciencia de arreglar las cuentas pendientes. ¿Qué diránante el espectáculo de la proliferación de canallas y conqué ojos verán la prosperidad diabólica de los merca-deres que han matado de hambre, que han torturado asus mujeres y a sus hijos, mientras ellos aguantaban pormor de la defensa común los peores horrores?

Es posible que entonces los alegres y sonrientes lo-greros no encuentren escondrijos suficientes para hur-tarse al furor de esos incontrolados para quienes poderdespanzurrarlos sería una delicia paradisíaca. Nunca serecomendará bastante a los interesados la meditaciónsobre este futuro.

Bourg-la-Reine, 16 de julio - 15 de octubre de 1917

Los nuevos r icos

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Capítulo IX

Así interroga Jesús al ciego de nacimiento al que acabade curar: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?», y éste le pre-gunta: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Y Je-sús le responde: «Pues le has visto, y el que habla con-tigo Él es.»

Estas últimas palabras resultan abrumadoras. ¡Asípues Jesús habría dado la vista a ese mendigo ciego quenunca vio nada, para que lo primero que tuviese antesus ojos fuese precisamente al Hijo de Dios! El Hijo deDios deseaba la mirada virginal de este miserable. Lamirada de los demás, de quienes habían visto tantí-simas cosas antes que su presencia, no le bastaba. Esamuchedumbre podía haber contemplado la creaciónentera, desde la de los animales y las plantas hasta la delos minerales. Podía haber visto las estrellas todas delfirmamento, pero nadie había podido gozar del privile-gio insólito de ver, como primera cosa, al Hijo de Dios.Nadie fuera, claro está, del Padre, que contemplaba in-deciblemente a su Hijo antes de que la creación fuesevisible...

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* Jan Van Rusbrock o Ruusbroec el Admirable o, como se le co-noce en la literatura piadosa española, el Divino Rusbroquio.

El ciego iluminado fue preguntado: «¿Dónde está elhombre que te dio la vista?», y dijo: «No sé». A la acu-sación de que se trataba de un pecador, replica: «Si especador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo sido yo cie-go, ahora veo». Preguntados sus padres, contestan queno saben nada, salvo que es su hijo y nació ciego. Losmismos que preguntan reconocen ignorar de dónde pue-de venir el autor del prodigio. Nadie sabe nada.

Sin embargo, sí desean saber qué pensaba el infeliz dequien le abrió los ojos, a lo que respondió: «Es profeta».Y agregó: «Si no viniera de Dios, nada podría hacer». Heaquí en verdad una oscuridad harto singular que se aden-saría hasta convertirse en las Tinieblas tangibles de laNovena Plaga, si algún doctor extraordinariamente ins-pirado fuese tan discreto como para preguntar a este cie-go devuelto a la luz quién era él mismo, a lo que ésterespondería lo que figura en el Evangelio: «Pues esto eslo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde sea».

Antes de intentar, con una temeridad rayana en lademencia, una interpretación cualquiera, deseo dete-nerme en el privilegio exclusivo, inquietante e inconce-bible del ciego de nacimiento, elegido entre los hombrestodos para contemplar virginalmente, sin visión previa,la Faz de Jesús. Innumerables eran los que, anterior-mente a él, lo habían visto –si es posible, con todo, em-plear semejante término.

La contemplación en su esencia no es afectiva ni ac-tiva, y la razón no tiene más parte que la voluntad. «Lacontemplación –decía Rusbrock el Admirable–* es un

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conocimiento superior a las demás formas de conoci-miento, una ciencia superior a las formas de sabidu-ría... Es una ignorancia alumbrada, un espejo magnífi-co en el que se refleja el eterno fulgor de Dios; noconoce medida y todas las diligencias de la razón cedenante ella.» Todas las facultades del que contempla estánen las garras de la Paloma que va donde le place, quehace su gusto, que viene de no se sabe dónde, que notiene principio ni fin.

Claro es que los primeros adoradores del Niño Jesús,los Pastores, avisados por los Ángeles o los Magos, ilu-minados en el fondo de su ser, lo habían contemplado,sin que quepa admitir ninguna otra expresión. Pero lamultitud innumerable, incluidos Apóstoles y Discípulos,¿cómo pudieron, hasta su muerte, que les causó espantoy escándalo, dejar de verlo sino con ojos carnales, comolo veían los animales, objeto visible que no podían dejarde comparar con los demás objetos que habían pasado desu vista a su memoria, antes de que se les mostrase?

Beato flamenco nacido en 1293 en Ruusbroec, localidad próximaa Bruselas, y muerto en 1381 en loor de santidad. Tras ejercer du-rante muchos años como coadjutor de la iglesia bruselense deSanta Gúdula, funda la comunidad de Groenendaal de religiososde vida retirada o en soledad, de la que fue prior. Autor de nume-rosas obras de subido misticismo (Bodas del alma, El libro de lamás alta verdad, El espejo de la salvación divina, etc.), su pro-ducción ejerció un enorme influjo sobre la literatura espiritual europea, incluida la española, de los siglos siguientes. Bajo el tí-tulo de Obras puede encontrase en español una edición de sus es-critos mayores, a cargo de Teodoro H. Martín (Universidad Pon-tificia de Salamanca/Fundación Universitaria Española, Madrid,1985). (N. del T.)

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Privilegio infinito. Muchos siglos después, espe-cialmente hoy, los cristianos capaces de amor no pue-den evitar sentir celos de los bienaventurados que vieron al Señor asiduamente y hasta de quienes lo vie-ron solamente una vez. Los Patriarcas y los primerosHebreos suspiraban, se decía, por su venida, y llora-ban de ganas invocando al Bienamado en las monta-ñas y en los valles profundos. Cuando fue llevado de muy niño a Jerusalén, el justo anciano Simeón murióde gozo.

¡A nosotros, cristianos tardíos, debe bastarnos la es-peranza! Pero en lo que hace a la Faz de Cristo encar-nado, a sus benditos Ojos, a su divina Boca que sólo seabre para proferir parábolas y alegorías, a su Mano deUnigénito de Dios vivo que sanaba las llagas del cuerpoy del alma, a su inefable Corazón palpitante y a su en-tero Cuerpo de Cordero Místico que ha de ser sacrifi-cado para el rescate de los que creen en él; en lo quehace a todo eso, nuestra singular esperanza es, valga lapalabra, retrospectiva, en el sentido de que anhelamosver lo que hace veinte siglos vio un pueblo entero du-rante treinta años.

Sabemos por la fe que lo veremos al cabo si nos loganamos, ahí estriba la diferencia. Y aun ganándonos-lo, no lo veremos igual. Ya no en carne perecedera. ¡Di-choso Judas! ¡Dichoso Caifás! ¡Dichoso Herodes! ¡Di-choso Pilatos!, que lo vieron con sus propios ojos. Pocoimporta que padezcan ahora horribles tormentos. Loque contemplaron, sin hacerse una idea, no puede pa-garse ni con una eternidad de suplicios.

El caso del ciego de nacimiento es completamentedistinto. Le fue dada la luz para ver a Jesús, una luz sin

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parangón que nos permite pensar que siguió siendo cie-go para todo cuanto no fuera Jesús.

El Señor había sanado a otros muchos: el del caminode Jericó, por ejemplo. Pero éste no era ciego de naci-miento y sabía sobradamente quién era Jesús, pues lellamó «Hijo de David». El milagro se obró de mododistinto. «¿Qué quieres que te haga?», le preguntó Je-sús. «Maestro, que recobre la vista.» Y Jesús le dijo:«Vete, tu fe te ha salvado». Enseguida recobró la vista.Una palabra, ningún gesto.

Pero el ciego de nacimiento mereció una especie deceremonia litúrgica: «En tanto que estoy en el mundo,luz soy del mundo». Dicho esto, escupió en tierra, hizolodo con su saliva y untó con el barro los ojos del cie-go, y le dijo: «Ve a lavarte en el estanque de Siloé» (quetraducido, es el Enviado). Fue entonces, y se lavó y re-gresó viendo.

¿Qué sentido tiene esta saliva de la luz del mundo,qué este lodo y qué hay que pensar del estanque? Larespuesta no es fácil, que digamos; el mismo san Agus-tín, en sus tratados sobre el Evangelio de san Juan elu-de la cuestión, afirmando que es suficientemente claray que, por tanto, no hay que detenerse en ella. No obs-tante mi respeto por este gran Doctor de la Iglesia, re-conozco que por más intentos que he hecho no he con-seguido sacar nada en claro, ni siquiera una mínimavislumbre del misterio que encierra este pasaje evangé-lico.

De entrada, ¿qué es un ciego de nacimiento, un cie-go congénito? La primera respuesta que se nos pasa porla cabeza es decir que el ciego del Evangelio es símbolo

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del linaje humano cegado por el pecado. Pero esta res-puesta metafórica no me contenta, pues Jesús parecedecir con todas las palabras que ni el ciego, ni tampo-co sus padres, pecaron, y que nació ciego «para quelas obras de Dios se manifestaran en él». ¡Las Obrasde Dios...! Aun tomándolo en el sentido más vulgar y corriente, en el de ceguera material y congénita,¿cómo concebir un estado semejante?, ¿cómo ponerseen su lugar? Pues no en vano esta circunstancia pura-mente física merece un capítulo entero de san Juan, ypronto hará veinte siglos que nos interpela. Se tratadel inicio, de la base de todo este misterio, y exige quenos pronunciemos. Pero, una vez más, ¿por dónde to-marlo?

Los ciegos por accidente o por enfermedad no sonciegos auténticos. Han visto lo suficiente y se guían porlas imágenes que conservan en su memoria. Se aseme-jan a los mutilados que hicieron uso de sus miembros.Su situación no es comparable ni guarda similitud conla de un ciego de nacimiento. Su caso es ciertamente in-concebible. Ya llamemos a sus tinieblas interiores o ex-teriores, habita en ellas, en toda su extensión, y éstasson el Imperio del Mal. Si es hijo de cristianos, recibe elbautismo en tinieblas; es confirmado en tinieblas; elCuerpo radiante de Jesucristo le es dado en tinieblas;muere a tientas en medio de las más espesas tinie-blas. No ha visto ni puede siquiera imaginar en qué con-siste ver. Ignora el aspecto de los hombres y de sí propio.Ignora el aspecto de las mujeres, de los niños, el colorde la sangre, el color del fuego, el color de las lágrimas,el color de los cielos, y no llega siquiera a barruntar laapariencia del Redentor. Sin el don de la vista no se

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puede entender nada. La suya no es una indigencia des-medida, es una indigencia monstruosa.

¿Qué pensar, entonces, del ciego de nacimiento delEvangelio, que sin haber presenciado nunca nada en sucovacha de la Sinagoga es llamado repentinamente aver al Hijo de Dios, de modo que, por un milagro no in-ferior a la creación de las estrellas, fue exaltado a la ca-tegoría de Vidente de la Divinidad doliente? «Credo,Domine, creo, Señor», dijo; y arrodillándose, le adoró.En este instante grandioso como los siglos, ¿qué vio, nohabiendo tenido jamás el presentimiento ni siquiera eldeseo de ver nada y con la Faz de Jesucristo por todohorizonte?

Nada fuera de esta Faz cargada con todos los críme-nes del mundo, incomparablemente más dulce y más te-rrible a sus limpios ojos que la que gozaron después lossantos favorecidos por las mayores visiones.

La Faz de Jesús reprendiendo al viento y domeñandoel mar, llorando en la sepultura de Lázaro y sudan-do sangre en Getsemaní; la Faz lívida y escarnecida delSeñor azotado, crucificado, agonizante, profiriendolas Siete Palabras inconmensurables, una por cada unode los Siete Días del Génesis; que al final se hará visi-ble en una gloria inconcebible, más allá de las doradaselevaciones de la Resurrección, en una lejanía miste-riosa y formidable, en la que tendrá su asiento el Juiciofinal.

Y era necesario que así fuese, puesto que el Señor,para dar la luz a este ciego, sólo para eso, obró de igualmodo que para la creación de la Estirpe humana. Tomótierra, pero al mismo tiempo, y dado que había carga-do con la culpa toda de la estirpe, que no es sino el pre-

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cio de la Redención, la untó con su saliva en cumpli-miento de la ley solemne de Moisés establecida en el Levítico: «Quien escupa sobre alguien puro, inmundoserá hasta la tarde».

La estatura del pobre ciego adquiere en ese instanteproporciones ignoradas. De inmediato, no se le ve másque a él y su ceguera se convierte en un faro que ilumi-na el Evangelio. La humillación infinita del Hijo deDios, su estado de oprobio y de miseria profetizada porDavid y su infamante muerte en las tinieblas de la no-che; todo esto vendrá determinado simbólicamente porsu curación milagrosa. Luego son de plena aplicación aeste ciego, como ya he dicho, las palabras que dijo él desu salvador: «Pues esto es lo maravilloso, que vosotrosno sepáis de dónde sea».

Lo más chocante de esta sorprendente historia, quepor más veces que he leído siempre me ha parecido laprimera, es el testimonio de los padres y la airada pro-testa de los doctores de la Sinagoga. «Sabemos que éstees nuestro hijo», dicen los primeros. «... Preguntadle aél, aetatem habet, ipse de se loquatur; edad tiene; él ha-blará por sí mismo.» Habida cuenta del carácter Ab-soluto de las Sagradas Escrituras y de su concordancialuminosa, resulta difícil no pensar, en este punto, en «laedad de la plenitud de Cristo» de que habla san Pablo eimposible de todo punto pasar por alto que únicamen-te Dios puede hablar de sí mismo, pues tal es el sentidoprofundo de toda la Revelación escrita.

Entonces, ¡oh!, entonces ese ciego a quien Jesúsalumbra sería el mismo Jesús, su imagen enigmática re-flejada en un espejo. Y a esos padres que saben de so-

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bra que es su hijo pero que afectan no saberlo por mie-do a los judíos y a sus doctores, cómo no identificarloscon los propios padres de Jesús cuando, a los doce años,hubo que buscarlo durante tres días seguidos en Jerusa-lén, ciegos ellos mismos o creyéndolo acaso ciego, paraterminar dando con él al cabo en el Templo, sentado enmedio de los doctores, admirados de su ciencia.

A menudo la respuesta de este adorable Niño a susdesconsolados padres se ha considerado una dificultadgrave: «¿No sabéis que en los negocios de mi Padre mees necesario estar?». Términos estos muy similares a losde la respuesta de Jesús en la plenitud de su edad: «Paraque las obras de Dios se manifestaran en él», en estehombre, ciego de nacimiento por más señas, cuyos ojospor mí iluminados me devuelven mi propia imagen in-contaminada.

«Edad tiene.» Esta afirmación paterna es de una im-portancia tal que el Evangelista la registra dos veces,como si el Espíritu Santo que lo inspira quisiera que re-parásemos en los dos Testamentos. Y esto es lo queexaspera a los judíos de la Sinagoga: «Hazte tú discípu-lo de quien te ha dado la vista, del que nosotros abomi-namos», dicen al alumbrado mientras le injurian; «haz-te su discípulo, que nosotros lo somos de Moisés». Y loechan fuera, recogiéndolo Jesús.

«Edad tiene», una vez más. Ese hijo nacido en tinie-blas, crecido en tinieblas y libre ahora de las tinieblas,¿qué edad puede tener? Sin duda la misma edad que Je-sús, y la edad de Jesús coincide con la de Dios, con lade Dios en su plenitud, con la edad de la creación, delos Patriarcas todos, de los Profetas todos, de los pue-

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blos y los planetas todos, la edad de la Trinidad y de la Eternidad.

Tan luego como vemos o entrevemos esto, llegamosa la conclusión de que resulta enteramente imposibledesenmarañar este pasaje, que es, como todas las pará-bolas de la Escritura, impenetrable a los hombres. Porno saber, no sabemos quién es Jesús y quién el ciego denacimiento. Cuando se dice que éste es expulsado porlos discípulos de Moisés, pensamos de inmediato en Jesús; y cuando estos mismos dicen de Jesús: «Nosotrossabemos que ese hombre es pecador», a fuer de menti-rosos aciertan, aciertan plenamente, porque el Hijo deDios, al cargar con todos los pecados, se convierte enpecador, al punto de encarnar el Pecado, como dice sanPablo. Mientras los vecinos, vecini, del ciego de naci-miento –es decir, todos los Profetas de la Antigua Leyque lo habían visto mendigar– decían: «¿No es éste elque se sentaba y mendigaba?», unos respondían: «Él es».Y otros: «A él se parece». El iluminado, a su vez, dice:«Yo soy, ego sum».

Ante estas palabras acabadamente divinas, bastantespor sí solas para detener cataratas y hacer retrocedermontañas, caemos a tierra, como los acompañantes deJudas en el monte de los Olivos, y lloramos, no sabien-do a punto fijo en presencia de quién estamos... Unavida no bastaría para decir cuanto se nos ocurre.

¿Sabe alguien en qué acaba convirtiéndose este cie-go iluminado que ciertamente fue un hombre, lo queno obstante cuesta trabajo creer, cuando a infinita dis-tancia nos preguntamos por el significado simbólicode este pasaje al que el Evangelio dedica un capítuloentero?

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¿Se trata de un discípulo de Jesús, como parece decirél mismo, o más bien de uno de sus verdugos?

Pues ateniéndonos a su naturaleza humana, no esmás que uno de los muchos a los que curó o dio con-suelo y que poco después no dudan en crucificarlo consaña. Desaparece todo rastro de él después de este capí-tulo IX de san Juan.*

Nada he dicho aún del estanque de Siloé, y acaso porahí podamos dar con un poco de luz. La palabra queemplea la Vulgata es harto extraña. Natatoria. En sen-tido estricto es un lugar donde se nada, dispuesto parala natación. Había una fuente de Siloé al pie de la coli-na del Templo, al sudeste de Jerusalén, extramuros. Sunombre, antiquísimo, significaba Enviado, tal como su-braya el Evangelista, particularidad asaz misteriosa quepuede explicar su situación extramuros de Jerusalén,cuando se considera, en esta figura, la expulsión judai-

* Jacobo (o Santiago) de la Vorágine, en su célebre Leyenda dora-da, nos ofrece sobre el ciego de nacimiento información adicional ala contenida en el capítulo IX del Evangelio de san Juan. En efecto,en la hagiografía que dedica a santa María Magdalena anota que«Estos obligaron a subir a... san Cedonio el ciego de nacimiento cu-rado de su ceguera por Cristo y a otros muchos cristianos; condu-jeron la nave hasta alta mar y allí la dejaron abandonada, sin re-mos, sin velas y sin nada cuanto pudiera servir para ayudar a lanavegación, con la pérfida idea de que el navío naufragara y sus pa-sajeros murieran ahogados; pero Dios se encargó de conducir mila-grosamente sobre las aguas del mar a los expedicionarios, haciendoque la maltrecha embarcación arribara a las costas de Marsella, encuyo puerto desembarcaron sus pasajeros». Se cita por la edición deLa leyenda dorada, a cargo de Fray José Manuel Macías, vol. 1, pá-gina 384, publicada por Alianza Editorial, Madrid, 1996. (N. del T.)

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ca, pertinaz, veinte veces secular, de Jesús, el Enviadopor antonomasia.

Esta fuente predestinada no puede ser otra que Ma-ría, de quien surgió Jesús, María permanente e inme-morialmente simbolizada en los Libros sagrados por lasaguas de todos los manantiales, fuentes, ríos, y mares yocéanos; tanto es así que Moisés en su relato de la Crea-ción no puede no llamar María a la universal «congre-gación de las aguas»... Cuando Jesús manda al ciego alavarse en el estanque, es como si lo mandara a su Ma-dre. Ella, que preside soberanamente las inmersionesbautismales y es madre de la Luz del mundo, toma deeste hombre su ceguera para trasladarla –en medio delos suspiros inmensos de su Transfixión– a la Raza Ju-día, su propia raza, obligada desde entonces a esperarque se cumpla inefablemente la Primera Palabra delRedentor en su Cruz, para poder verse libres de las ti-nieblas de su terrible Velamen.

Esto es todo cuanto alcanzo a ver en esta historia delCiego de nacimiento. Un pordiosero que jamás vio naday que parece ser, ocultamente, el mismo Jesús reflejadoen el espejo enigmático de san Pablo; este mendigo, cie-go a toda luz hasta entonces, convertido repentinamen-te en vidente, al frotar Jesús, Luz del Mundo, sus ojoscon el lodo formado con su saliva y enviado luego alseno de su Madre, que no podía distar mucho, creo, dela fuente de sus propios ojos anegados en lágrimas queno tardarán en caer sobre la sepultura de Lázaro; y am-bos, el Pordiosero y el Señor, las Tinieblas y la Luz, cadauno espejo del otro, al punto de que Jesús, pareciendotrasponerlo todo, afirma, finalmente, que ha venido al

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mundo para que los que no ven, vean, y los que ven,sean cegados, criterio por el que se juzgará al mundo yque resultará fuente de sorpresas insólitas.

Luego, unos padres que saben que este ciego de na-cimiento que acaba de ver la luz es hijo suyo, pero queno saben nada más y que parecen darlo por perdido,ahora que ve se separan de este hijo que ya no los nece-sita, pues edad tiene y puede hablar por sí mismo, acti-tud respetuosa que no diferirá de la de los Profetascuando venga el Salvador que ellos anunciaron. Luegotambién los discípulos de Moisés, visiblemente enfure-cidos por estos acontecimientos, sintiendo que ahorason ellos los ciegos, mientras el Ciego de nacimientoque los condena recibe por fin la vista, cree y adora.

Todo esto, huelga decirlo, ocurre sobre las cimas ro-jizas de la Contemplación, a inmensa distancia de la in-terpretación estrictamente moral o doctrinal del Textosagrado e infinitamente por debajo de la límpida VisiónBeatífica. Es una forma de llorar mirando al cielo, pen-sando en el incomprensible Dios de nuestras almas, quenos haría arder como yesca si se mostrase ante nosotrosde distinta forma que en enigmas o en parábolas.

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E s t e l i b r o s e t e r m i n ó d e i m p r i m i r e n B a r c e l o n a

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