Cuaderno de San Antonio
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I
El aire.
La brevedad de los gorriones.
Esa tierra ocre y rojiza por las tardes.
Las miradas.
Los rumores,
el agua que nos falta.
La procesión de días. El otoño
que nunca más veré
caer
de los ciruelos.
II
Casa grande,
ventanas con barrotes de hierro
que daban a la luz,
al campo abierto,
a la desnudez del palo Adán.
Casa húmeda a ratos,
brasa:
isla de ceniza lenta
que iba
atada en sus ladrillos
mas allá del polvo.
Allí viví mi claridad,
el grito,
la fundación de espacios
bajo el sol de junio.
Van los años de paso,
dejan su geometría calcinada
por los rincones
que acumulan sombra,
pero arde la imagen,
la transparencia dura
se derrama.
Aparecen mis nombres,
mis fantasmas
-tus fantasmas
que nada envejecieron
y ya no me recuerdan-;
aprendizajes que se anclaron
en la marea blanca
del papel:
todo habla
en la noche
de la casa amarilla
que visitaba el aire:
el dibujo de olores
en la tarde,
cuando el sol de las cinco
me borraba los ojos:
caligrafía de canela
y madreselvas
en la cena puntual.
Sí.
Habrá que despertar
el agua
que por las noches
se escurría
al lado.
Habrá que despertarlo todo,
cuando la mano acerque al memoria
que me espía
en la tina.
Mis hermanos jugaban
en el patio.
Con ellos
subía las escamas
del mezquite,
su plantel ondulado.
Por la maraña
ciega
de los arboles
me deslicé cantando,
vine al vacío
de los días secos.
Vine.
Me hallé.
-¿Aquí apareces tú?
Llegas de otro lugar,
de sitios vacilantes;
parques adormecidos sin ninguna respuesta
que la presencia verde,
cautelosa,
ramas impronunciables,
desfiladeros fríos
donde las perlas casi descubrieron
la enfermedad curvada
de su sombra.
Y ese ruido salobre,
silencioso,
la marea que pule con su aliento
la ciudad habitual,
que moja los rincones olvidados,
que desemboca siempre en nuestro polvo
para ganar miserias
o la cascara seca del murmullo.
Llegas,
sí.
Pero nadie te siente
pliegue,
ala,
Alja.
Ninguno me despierta
tus dedos,
las fichas
de mi cuerpo,
tu piel.
Todos se han ido.
Yo me aparté del agua,
de su escritura
que por las noches crece,
sube los peldaños,
gira en las facciones
y adivina.
Esos días, Alja,
por la ventana de barrotes negros
miraba el cielo claro,
la enredadera
--llamarada inocente.
Quemaba los lenguajes.
una calandria frágil
cruzaba
el mediodía.
III
Tú quedas,
tejido a la deriva,
polvo,
ceniza
en la estación borrosa,
trazo estéril
quedas
pájaro de sal,
aquí,
donde crecimos.
Las hojas se amarillan.
¿No ves las ramas?
Esta tierra nos pudre.
IV
Desde la arena
miré las estrellas
de la madrugada.
Eran pocas,
y el viento
andaba
entre los árboles.
Una sombra de frío.
Una sombra me tocaba los labios.
El sabor de la noche
entraba por mi cuerpo.
V
(Porque la luz sólo
ara
en esas piedras
que desata
la ceniza).
VI
Había que caminar poco en el monte para mirar las piedras, piedras rodadas, inútiles. A cada paso se asomaban en las faldas de los cerros los pedazos de piedra, piedras sueltas, puestas unas sobre otras, de tamaño mediano, grandes, sin un matorral, una hierba, algo que las acompañara. –Malpaís llamaron a esos lugares donde las piedras se encienden con el sol, se queman y duran en el color del fierro como piedras secas.
Yo anduve los arroyos para verlas. Seguí con los ojos las pequeñas piedras que las corrientes de julio y agosto habían dejado de trecho en trecho. Las piedras rajadas, rotas, repartidas en la arena.
Estas piedras atraviesan de lado a lado la tierra donde nací. Forman sus cimientos. Piedras inmensas, jaspeadas, negras. Rocas azules, que dan o niegan el agua escondida debajo de ellas.
Quién sabe si todo ese sur esté cortado en la piedra, si la vida haya crecido de las piedras, en lo más agrio de la sierra. Quién sabe si un viento pesado nos dejó allí, piedras, cuando alguna escasa lluvia mojó aquel suelo apagado.
VII
Bajo este cielo
infiel
a fuerza de mirarlo,
en la hora
tensa
del calor,
la dureza
del aire
quiere ser
sólo
una paloma.
VIII
Mis mayores
han entrado a la tierra
como peces,
como salmones
que regresan un día
sin cuidar la piel,
por vetas de apagado tepetate,
bajo los hongos simples
que amontonan el ocre,
muy abajo del cielo,
a los metales,
donde dejaron sueños
y espinazo.
IX
Decían la verdad:
en los sueños
se enreda una esperanza,
algo
como la fruta
regalada
del aire,
eso decían,
y yo miraba las palmeras
y la luz que tejían
y, en la noche,
vacía
la exactitud
de las estrellas.
X
Llueve
con un sonido blanco.
Una lluvia muy lenta
se desliza
por los techos de zinc,
lava los emparrados,
las acacias,
disuelve
los naranjos.
Y el agua
baila
agujas,
las oxida en el suelo,
en el bramido
ocroso
del arroyo.
--Es el verano, Alja.
Afuera hay unos niños con lluvia
moviendo cada sorpresa de la tarde.
Desde acá los veo.
Aquí no llueve.
XI
Me arranqué los ojos.
Me corté la lengua.
No hice lo que pude
con las manos.
Dormí como una piedra
la certeza de mi ausencia.
Trabajé la nada.
FINAL
Es difícil
ahora
ganar la noche,
apoderarme de su hierba
--perdí hace tiempo
las estrellas.
Regreso de lugares
empañados
por un aire lento
de palomas
que se desprenden
grises.
¿Entraré al patio
donde tomé la sal,
veré al luna,
jugaré con la sombra
entre mis dedos
mientras
me desmorono?
Javier ManríquezCuaderno de San Antonio