Cuadernillo de Literatura 5º año Cosmovisiones realistas ...

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Escuela de Educación Secundaria Nº26 de San Francisco Solano Cuadernillo de Literatura 5º año Cosmovisiones realistas, fantástica, de ciencia ficción y realista mágica Profesor: Mauricio Zárate Ciclo lectivo: 2021

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Escuela de Educación Secundaria Nº26 de San Francisco Solano

Cuadernillo de Literatura 5º año

Cosmovisiones realistas, fantástica, de ciencia ficción y

realista mágica

Profesor: Mauricio Zárate

Ciclo lectivo: 2021

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Trabajo Nº 1

EN ESTA CLASE TRABAJAREMOS CON EL CONCEPTO DE LITERATURA Y COMIENZO DE LA PRIMERA UNIDAD.

1) Buscar tres definiciones del término LITERATURA, incluir la fuente y/o autor de tal definición.

2) ¿Qué son los Géneros literarios?

3) ¿Qué es Movimiento Literarios? Menciona cuáles son y ubica tiempo y espacio en el que se

desarrollaron.

4) A partir de lo trabajado e investigado, expresar qué significa para vos, qué te provoca (sensaciones,

emociones) a diferencia de otros discursos sociales.

5) a- Responder las consignas del siguiente texto:

PREGUNTAS, Juan Gelman

Ya que navegas por mi sangre y conoces mis límites y me despiertas en la mitad del día para

acostarme en tu recuerdo y eres furia de mí paciencia para mí dime qué diablos hago por qué te

necesito quién eres muda sola recorriéndome razón de mi pasión por qué quiero llenarte

solamente de mí y abarcarte abarcarte mezclarme a tus huesitos y eres única patria contra las

bestias del olvido.

b- ¿Por qué puede decirse que este texto pertenece a la literatura?

6) ¿Quién emite el mensaje? ¿A quién se lo dedica? ¿Qué palabras distinguen al receptor?

7) ¿Cuál es el estado anímico del autor? ¿Qué palabras determinan tal estado?

8) ¿Cuál es el tema del texto?

9) ¿Por qué crees que el autor no habrá incluido puntuación?

10) Elaborar un texto literario propio. Menciona al final qué te inspiró.

Trabajo Nº2

El Realismo literario

Hemos analizado el concepto del inicio del realismo en la literatura en otra clase. A continuación, vamos

a nombrar las características que tienen los textos literarios realistas:

Descripciones: Se describen con sumo detalle los ambientes, lugares, situaciones como así

también los personajes (su personalidad, forma de pensar y aspecto físico).

Monólogo interior: El narrador reproduce el pensamiento del personaje (sus sentimientos,

emociones e ideologías en algunos casos). La mirada o visión del mundo que lo rodea.

Ironía: A través del relato el narrador deja en evidencia por medio de la ironía, el doble sentido

una denuncia social o moral con respecto a una situación vivida u observada. (Crítico).

Verosimilitud: El narrador muestra su historia con carácter de verdad, es real y es creíble a los

ojos del lector.

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Mil Grullas de Elsa I. Bornemann.

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el

mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.

Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes.

Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo. ¡Ah... y también se estaban descubriendo uno al otro! Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas y nadie

más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos. Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al

silencio... Pero Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a ella la ración

de batatas que había traído de su casa. -No tengo hambre -le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía-. Te

dejo mi vianda -y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.

Naomi... Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...

El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.

Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.

A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.

Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque... Se fue julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque... Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! -pensaron los dos al mismo tiempo. Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia

la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.

Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas, -Para cuando termine la guerra... -decía el abuelo-. Todo acaba algún día...-comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.

¿Y Naomi? El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a

su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo. Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una

cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro. El dos y el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus: Lento se apaga Pronto florecerán

el verano. Enciendo los crisantemos Lámpara y sonrisas. Espera, Corazón.

Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.

El cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso

resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podían sujetar un deseo para que se cumpliese.

La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...

A continuación, leer los siguientes textos realistas y realizar las actividades correspondientes.

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Y los dos deseos se cumplieron. Pero el mundo tenía sus propios planes... Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Naomi se ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora? "Ahora", Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi? En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad. En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Verso de una popular canción infantil japonesa. Una docena de chicos canturrea:"Donguri-Koro Koro- Donguri Ko..." por última vez. Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez. Miles de hombres piensan en mañana por última vez. Naomi sale para hacer unos mandados. Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río. Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios,

árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima. Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni

retomar ningún camino querido. Nadie será ya quien era. Hiroshima arrasada por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando. Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios! Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles

que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre. Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana. El invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar. Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita

oscura. Sobre su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas. -Voy a morirme, Toshiro... -susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama-. Nunca llegaré a plegar las mil

grullas que me hacen falta... Semba-Tsuru (Mil grullas): Una creencia popular japonesa, asegura que haciendo mil de esas aves -según enseña a realizarlo el

origami (nombre del sistema de plegado de papel)- se logra alcanzar la larga vida y felicidad. Mil grullas... o "Semba-Tsuru", como se dice en japonés. Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó

cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta. -Te vas a curar, Naomi -le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida. El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas. Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella

noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí. Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado

mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos. En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza deque nadie

más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas. Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho. La tijera la llevaba oculta entre sus ropas. Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó,

uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.

Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.

No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.

-Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.

Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor... Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma

aparentemente impasililidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh?

Naomi dormía. Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió.

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Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres.

Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.

Tosi-can: diminutivo de Toshiro -Son hermosas, Tosí-can... Gracias... -Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas-y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta. En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el

viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana. Los ojos de Naomi seguían sonriendo. La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas

de papel vencer el horror instalado en su sangre? Febrero de 1976. Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco

establecido en Londres. Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con

importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.

Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo. Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de la máquina de calcular. Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes... Grullas y más grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición japonesa. -Algún día completará las mil...-cuchicheaban entre risas- ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio? Ninguno sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su

perdido amor primero.

Actividades

1) Este cuento une ficción y realidad, ¿podrías establecer cómo se desarrollan cada una en el relato? 2) Describir brevemente a los protagonistas, física y emocionalmente. 3) Copiar la parte del cuento que más te haya impactado, comentar por qué y qué sentimiento te despertó. 4) Hay un fragmento del relato que enumera varias acciones que se realizarán por última vez, ¿qué generan

esas palabras en el lector? 5) ¿Creés que valió la pena el trabajo de Toshiro? ¿Por qué? 6) ¿Qué características propias del realismo literario presenta el cuento? 7) En un momento de la historia, Naomi escribe sus primeros haikus. El haiku o haikú es un tipo de

poesía japonesa. Consiste en un poema breve de diecisiete sílabas, escrito en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente. ¿Qué sentimientos expresan los haikus que escibe Naomi?

8) ¿Te animás a escribir uno?

Trabajo Nº3 Cosmovisión Realista

El concepto de Realismo permite identificar la manera de contar, presentar, considerar o percibir lo que ocurre tal como sucede.

Son relatos que narran historias basadas en hechos reales o imitados de la realidad, cuya principal condición es la verosimilitud, es decir, crear el efecto de que lo que se cuenta puede ser cierto. Por tanto, el cuento realista es una representación seria y a veces trágica de la realidad. Generalmente el autor parte de la observación directa de su entorno y lo refleja en sus obras apelando a lo verosímil. A raíz de esto, se puede decir que la postura realista tiene la particularidad de evitar exageraciones: sólo narra los acontecimientos concretos.

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Cabe resaltar que el realismo también representa una doctrina filosófica que se caracteriza por resaltar la existencia objetiva de los conceptos de carácter universal. Desde la perspectiva de la filosofía moderna, el realismo constituye un saber basado en la idea de que los “objetos que pueden percibirse a través de los sentidos poseen una existencia que resulta independiente respecto de ellos mismos.”

En el campo del arte se conoce como realismo a la estructura estética que busca surgir como una imitación fiel de la naturaleza. Puede hablarse de realismo pictórico (el cual pretende plasmar la realidad en cuadros) o realismo literario (cuyos textos intentan aportar un testimonio sobre una determinada época). Además, el concepto también se utiliza para denominar aquella opinión, comentario, pensamiento o doctrina que favorece a la monarquía: "En la época colonial, las fuerzas del realismo se enfrentaban en sangrientas batallas frente a los movimientos independentistas de América Latina".

El Realismo en la Literatura El realismo literario tuvo su origen en la primera mitad del siglo XIX y sus precursores fueron

Honoré de Balzac y Stendhal. Se trató de una corriente estética que se impuso ante el imperante Romanticismo de la época, oponiéndose no sólo en cuestiones ideológicas sino también en lo estructural, provocando un rotundo quiebre entre las letras del siglo XIX.

Una de las características fundamentales se centró en su atención en la sociedad y no en el individuo. Los autores comenzaron a describir de forma específica cómo era el pueblo y pintaron objetivamente los problemas sociales que acontecían; así surgió la que se llamaría novela burguesa. Esta nueva inclinación no sólo se vio reflejada en las descripciones escénicas sino también en la interacción de los personajes, para los cuales se buscó una expresividad más coloquial. Se les hizo adoptar la forma de lenguaje adecuada para cada uno de ellos, teniendo en cuenta su estrato social, su educación y demás cuestiones que pueden indicar cómo debe comunicarse un individuo.

Entre los autores más destacados puede mencionarse a Miguel de Cervantes Saavedra, Pérez Galdós, Charles Dickens y Gustave Flaubert. También podría incluirse en la lista a Fedor Dostoyevski, aunque algunos prefieren ubicarlo dentro del existencialismo, dado su inmenso interés por temas como la psicología humana y las preguntas filosóficas relacionadas con el sentido de la vida.

Existe por último una variante del realismo en la literatura, que se conoce como realismo mágico. Se trata de un movimiento de carácter literario que surgió en latinoamérica a mitad del siglo XX y que se caracteriza por introducir elementos fantásticos en medio de una narrativa realista. El novelista colombiano Gabriel García Márquez es uno de los principales exponentes de esta corriente literaria. Características Temática: En el cuento realista el autor se propone dar una idea cabal y verdadera del mundo que lo rodea en todos sus aspectos: material, moral, económico, político y religioso. Por ello, la realidad del hombre en su esencia y existencia y la descripción del medio en que éste se desarrolla como individuo o como ser social es la materia literaria de este tipo de relato.

En el afán de testimoniar la realidad inmediata, las obras resultan a menudo vastos cuadros sobre la vida, las creencias, el lenguaje y las tradiciones del hombre contemporáneo. En estos casos, la anécdota se diluye o es solamente un pretexto para la descripción de caracteres y de costumbres.

Narrador: El escritor realista trata de narrar los hechos con objetividad y para lograrlo se vale de la observación directa. Por lo general utiliza la tercera persona gramatical y adopta la posición de narrador testigo u omnisciente.

Personajes: Los personajes aparecen caracterizados con una técnica tipificadora o genérica. El tipo, síntesis de virtudes y defectos fácilmente reconocibles facilita al escritor explicitar una doctrina moral o social a través de su conducta.

La descripción: La descripción, en los cuentos realistas tradicionales, tiene la función de guiar al lector para que pueda imaginar un mundo reconocible.

Lenguaje: Como recurso de verosimilitud el narrador realista reproduce el lenguaje de los personajes: habla local, modismos, formas coloquiales. Es asimismo importante la mayor inclusión de diálogos como procedimiento para la caracterización de los personajes y su presentación objetiva.

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Espacio y tiempo: Como recurso de verosimilitud, describe minuciosa y detalladamente el escenario en que vive el hombre y, en mayor medida que en otras clases de cuentos, incorpora el contorno humano con el objeto de sugerir una atmósfera o de crear un clima de realidad.

El espacio es el ámbito de la burguesía urbana y el ambiente rural. En ocasiones, el autor se detiene en la observación de los aspectos más vulgares de la sociedad con una intención de denuncia, o para presentar una tesis.

El desarrollo del tiempo de la acción es lineal y cronológico. Con el fin de precisar los hechos narrados y dotarlos de realismo, las fechas son indicadas con exactitud (meses, años, días, horas o minutos). Incluso algunos relatos aparecen desarrollados en un momento histórico determinado. La historia presentada es preferentemente la inmediata o contemporánea al escritor. En estos casos el plano histórico se conjuga e integra con el plano de la invención. El ofrecer hitos temporales precisos permite al autor exponer los hechos en orden lógico y sucesivo y, de este modo, acentuar la verosimilitud de la ficción. Primera parte

*Luego de leer la información, responder:

ACTIVIDADES

1) Extraer del texto el concepto de Realismo.

2) ¿A qué se llama verosímil o verosimilitud?

3) Realizar una red o mapa conceptual sintetizando la teoría leída anteriormente.

Segunda parte

*Para trabajar el Realismo literario, leer el siguiente cuento:

"PATRÓN" de Abelardo Castillo I La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que potros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agregó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho: –Sí, claro. Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo. –Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad. Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entrado al rancho y había dicho: –Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha? –Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal. El dijo: –Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas. –Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablarla”. Ella entró y dijo: –Sí, claro. Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor. –Un alambre parece el viejo. Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.

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Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor: –Cerro Patrón. Y fue todo lo que dijo. Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmudeció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros. Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos. –Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate. Ella se acercó. –Mande –le dijo. –Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, hasta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta. Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relincho. El dijo: –Vení a la cama. II No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso. –De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo. Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase-guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para reventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadraba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado treinta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó. Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un animal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama. –Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo: –No, don Anteno. –¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…? Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera: –Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés. En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hombres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la amenaza. El viejo no los miraba: –Qué buscas. –La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella comprendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo. –Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo. III A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de estafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insulto en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

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–O cuarenta y tantos, es lo mismo. Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo. –Volvemos a la casa –dijo de golpe. Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplando por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siempre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furibundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había salido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara. –¡Contesta! Contéstame, yegua. El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía. –No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre. –Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso. La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días. –Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora. Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, chamuscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera. Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él. –Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos. Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta. –Che –dijo el viejo. –Mande –dijo Paula. Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y hacía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba temiendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron. –¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó. Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar. Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez. –¡Ayúdenme, carajo! IV Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudando, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el médico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico. –Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho. Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo después garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron. Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se quedaba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces. Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Hablaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció ahogarse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lámpara, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los labios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito: –¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

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Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo. Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo: –Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza. Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían. V El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía. Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula. –La eché –dijo Paula. Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave girando en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pasos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estático, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apretando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en puntadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adivinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo: –Va a tener el chico. Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía. VI Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo. –Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina. Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio. –Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo: –Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana. Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico. Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde. Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontraron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un ángulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impotente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón. Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

Actividades

1. Buscar en el cuento fragmentos que describan ambientes realistas.

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2. Identificar y transcribir pasajes del relato que demuestren la verosimilitud presente en el mismo.

3. ¿Qué se oculta detrás de la palabra “Patrón”? ¿Qué aspecto tendrá? ¿En dónde vive? ¿Quién es?

4. ¿Qué relación se establece entre este personaje y Paula?

5. El título marca la tensión que dominará la trama: las relaciones de poder, sociales y simbólicas.

Explicar cómo se desarrollan esas relaciones en el cuento.

6. ¿Qué situación va a modificar la vida del “patrón”?

7. ¿Qué palabras te permiten afirmar que los hechos ocurren en épocas pasadas?

8. Releer el final del cuento, los últimos párrafos. Un plan macabro se va gestando con rencor, odio y

crueldad… ¿Quién es más cruel, Paula o Antenor?, ¿ella hace justicia?

9. Después de semejante decisión, ¿habrá aparecido la culpa o fue vivido como hecho natural? Dar tu

opinión.

Trabajo Nº4

Hablemos de cosmovisiones…

1. Explicar brevemente el concepto de cosmovisión.

2. ¿Qué semejanzas y diferencias encuentran entre las cosmovisiones?

3. Den cinco ejemplos, de libros y películas que conozcan, pertenecientes a cada cosmovisión.

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Trabajo Nº5

Una Mirada Fantástica de la Literatura

Hemos iniciado con una antesala de lo fantástico en la Literatura desde el Realismo

mágico para adentrarnos a la línea estrictamente fantástica.

El término fantástico se ha usado para agrupar todas las obras literarias como: leyendas,

relatos de terror, de fantasmas, y ciencia ficción. El significado está asociado a que si un texto

presenta sucesos o hechos normales que pueden ser explicados dentro de nuestro mundo

cotidiano entonces es REALISTA. Pero si en el relato aparecen situaciones “anormales” y no se

las puede explicar con leyes que rigen nuestra realidad, entonces estamos ante un texto

FANTÁSTICO.

Dentro de los relatos fantásticos podemos tener tres grandes grupos:

Maravillosos: Mundos imaginarios, irreales, cuentos de hadas, existencia de criaturas

como gnomos, brujas, magos , hechiceros etc.

Extraños: Cuando encontramos en el relato situaciones raras , tal vez producto de una

ilusión, un sueño o la locura.

Fantásticos: Aquí podemos decir que la narración es puramente fantástica , pues el

suceso , hecho o fenómeno anormal presentado produce en el lector una VACILACIÓN : DUDA ,

con respecto a lo que sucedió y no encuentra explicación racional posible.

A continuación, leer el cuento de Cortázar “No se culpe a nadie”:

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No se culpe a nadie

(Final del juego, 1956)

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde

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del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Actividades

1. El protagonista del cuento intenta realizar una actividad cotidiana.

a. ¿Cuál es? ¿Por qué razón debe realizarla?

b. ¿Qué complicación encuentra?

2. Luego, el personaje advierte que una de sus manos sufre una transformación. Subrayen esa idea en

el siguiente fragmento:

“(…) aunque es casi imposible coordinar los movimiento de las dos manos, como si la mano izquierda

fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que

en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano

se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que

renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello

y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y

hacia atrás, girando en medio de la habitación (…)”.

3. El protagonista en varias oportunidades justifica sus dificultades. Miren el ejmplo y extraigan otros

del texto.

“No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver”.

4. Señalen las sensaciones que les provocó a ustedes la lectura del cuento.

Enojo – desesperación – impotencia – asfixia – confusión – encierro – enfrentamiento - miedo

5. Escribir una explicación “lógica” y otra “fantástica” para el final del relato.

Trabajo Nº 6

Seguimos leyendo a Cortázar…

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra

florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas

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que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se

despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy

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Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras, al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado, pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él.

Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte

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y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Fuente: https://www.ucm.es/data/cont/docs/119-2014-02-19-Cortazar.LaNocheBocaArriba.pdf

En ese enlace, podés descargar el PDF, o escuchar el audiolibro:

https://www.youtube.com/watch?v=cot5TQw2PIo

Actividades

1. Reflexionar sobre el título del cuento y responder:

a- ¿Les permitió predecir el contenido?

b- ¿Por qué “la noche”? ¿Por qué “boca arriba”?

2. Transcribir las reiteraciones de la expresión “boca arriba” que encuentres. Y explicar sus

significados en los distintos momentos del relato.

3. Como ya habrás percibido, este relato desarrolla dos historias. En base a esto, resolver:

a- Sintetizar las secuencias narrativas de la historia (los hechos importantes, estructurales)

conforme a la manera en que se presentan en la trama.

b- Explicar las variaciones de personajes, espacios, tiempos e imágenes entre una y otra historia.

c- Estas historias, ¿se presentan paralelas, alternadas, se entrecruzan o se encadenan? Explicar.

d- ¿Por medio de qué elemento se conectan ambas historias?

4. Explicar por qué este relato es fantástico.

5. Se entiende por” intertextualidad” la propiedad de los textos de “dialogar entre sí”. Leé el siguiente

texto y determina si existe alguna vinculación con “La noche boca arriba”. Fundamentar la

respuesta.

Sueño de la mariposa

“Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una

mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”.

Chuang Tzu (300 a. C.)

Trabajo Nº7

Un texto argumentativo, el ensayo

En los textos argumentativos, el emisor se dirige al lector con la finalidad de convencerlo para que comparta

su opinión sobre un tema o hecho particular que puede generar controversia. Como las opiniones son

discutibles, el emisor debe utilizar razones o argumentos que sostengan y defiendan sus ideas.

Los ensayos son escritos argumentativos en los que su autor reflexiona y da su punto de vista sobre un tema

determinado.

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2- Lea el siguiente texto y responda:

El Futuro llegó

En los últimos tiempos pudimos ver en los carteles de cine un gran número de títulos vinculados con los clásicos de la ciencia ficción: Yo robot y El hombre bicentenario, de

Isaac Asimov; La máquina del tiempo, La isla del Doctor Moreau y la guerra de los mundos, de H. G.Wells; o Minority report, de Philip Dick.

Por: Aníbal Fenoglio

¿Por qué la ciencia ficción sigue tan vigente en el cine? ¿Qué le interesa ver al espectador cuando saca una entrada para este tipo de películas? Si estos filmes siguen atrayendo, no es solo porque el público desea apreciar el despliegue de sus efectos especiales, sino porque también busca encontrar en esos mundos del futuro algunas posibles respuestas para preguntas presentes. Pero entonces, ¿por qué necesitamos ver y leer sobre el futuro cuando presente y pasado son tan ricos en historias para reflexionar?

Tal vez sea necesario pensar este interés por el género a partir de algunos de sus temas recurrentes, por ejemplo, el viaje. Básicamente, podemos distinguir dos tipos de viajes en la ciencia ficción: el espacial y el temporal. En ambos casos, el género retoma una de las más antiguas y ambiciosas fantasías del hombre: liberarse de la sucesión cronológica y recorrer otros momentos que los que le ha tocado vivir; conocer otros espacios (en este caso planetas) donde depositar sus esperanzas.

El viaje nos permite pasar a otra realidad, entrar en otro u otros mundos para experimentar la posibilidad de ser feliz, de pensar un mundo mejor. También puede ocurrir que el territorio explorado sea peor que el lugar de donde se parte y, en ese caso, reconocemos en ese mundo (peor que el nuestro) cuáles son las consecuencias de nuestras acciones presentes; como sí se tratara de un espejo deformante que permitiera detectar nuestros defectos.

El tema del viaje ha sido tratado desde épocas muy antiguas en la literatura, pero recién a mediados del siglo XIX la ciencia ficción se hace cargo de esa tradición para especular sobre la crisis de la sociedad contemporánea. Muchos autores sostienen que el tema del viaje en la ciencia ficción se encuentra relacionada con la problemática del espacio interior del viaje del hombre dentro de sí mismo. De este modo, la exploración del “espacio exterior” sería, en realidad, una proyección del interés del hombre por explorar su propio ser, su propio interior. En este viaje interno el hombre puede reconocer sus miedos, sus errores, sus aciertos, sus olvidos y sus límites: ¿Cuál es la diferencia entre un robot y un hombre?, ¿qué ocurrirá con la humanidad si seguimos creando armas nucleares para enfrentarnos?, ¿cómo sobreviviremos al calentamiento global, ¿qué deberíamos modificar para ser mejores hombres, para vivir en una sociedad más armónica? Todas estas preguntas remiten directamente a otra mucho más general: ¿qué pasará con la humanidad dentro de cierta cantidad de años?

La fórmula “Qué pasaría si…” es una de las claves para entender la ciencia ficción. Pero estoy siendo injusto, en realidad es una pregunta que el ser humano no deja de hacerse desde el momento que toma conciencia de que sus decisiones presentes traerán consecuencias futuras. Y tal vez sea por eso que las películas de ciencia ficción (las buenas películas de ciencia ficción) nos siguen convocando; porque cada vez que el futuro se presenta en la pantalla es una forma de pensarnos en el presente y sentir que aún podemos modificarlo.

a-Subraye en el ensayo el tema sobre el que el autor toma posición. Tenga en cuenta que, a menudo, el tema de los textos argumentativos aparece formulado como una pregunta a la que a la que se quiere dar respuesta. b- Extraiga del texto el punto de partida que da pie a la argumentación y a la conclusión. c- Señale con una cruz (X) cuál de las siguientes opciones les parece que resume mejor la tesis del autor.

o Las películas de ciencia ficción nos permiten viajar a otras realidades. o La ciencia ficción nos permiten viajar a otras realidades sobre la realidad del

presente. o La ciencia ficción es el género que tiene más espectadores.

3. Subraye en el ensayo el fragmento donde se presenta la tesis. 4. a- Extraiga del texto un ejemplo, una comparación y una pregunta retórica. b- Señale con una cruz en qué parte del ensayo podría agregar la siguiente cita de

autoridad.

Isaac Asimov sostiene que “una buena historia de ciencia ficción trata corrientemente sobre una sociedad bien diferente de aquella con la que estamos familiarizados, una sociedad que no existe y que jamás ha existido, una sociedad completamente”.

5. Escriba una nueva versión del texto incluyendo otros argumentos que refuercen la tesis. Puede utilizar como ayuda las siguientes frases.

-La ciencia ficción sigue vigente porque…

-Pensar sobre el futuro es importante porque… -Cuando reconocemos cuáles son nuestros defectos, recién entonces podemos modificarlos. Por ejemplo…

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Trabajo Nº8

Y porque también con la literatura argumentamos…

Dos palabras Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella

misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin en el universo y más allá.

Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las l1anuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte.

La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos le animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y sus ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.

Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo rnás que su timidez. Se acercó a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.

--¿Qué es esto? --preguntó. --La página deportiva del periódico--replicó el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia. La

respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.

--Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero Tiznao en el tercer round. Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña

puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar.

Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas.

Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad.

Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.

--A ti te busco--le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas. Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el corazón convertido en arena por las sacudidas del

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caballo, sintió que se detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado.

Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.

--Por fin despiertas, mujer--dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida. Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre dos árboles.

Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.

--¿Eres la que vende palabras?--preguntó. --Para servirte--balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor. El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura y

sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al hombre más solo de este mundo. --Quiero ser Presidente—dijo él. Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que

ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años, durmiendo a la intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos.

Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido ser Presidente.

El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre.

--Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un discurso?--preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario. Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus brazos. Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres.

Haciendo uso de los conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba sujetándolo con la punta de los dedos.

--¿Qué carajo dice aquí?--preguntó por último. --¿No sabes leer? --Lo que yo sé hacer es la guerra--replicó él. Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando

terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.

--Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve, Coronel--aprobó el Mulato.

--¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?--preguntó el jefe. --Un peso, Coronel. --No es caro--dijo é1 abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los restos del último botín. --Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas--dijo Belisa Crepusculario. --¿Cómo es eso? Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba

una palabra de uso exclusive. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien.

Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde é1 estaba sentado y se inclinó para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrándo en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.

--Son tuyas, Coronel--dijo ella al retirarse--. Puedes emplearlas cuanto quieras. El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.

En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza.

Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por él.

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Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el político más popular.

Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de é1. Viajaron de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus seguidores y de sus enemigos.

--Vamos bien, Coronel--dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito. Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor

frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.

--¿Qué es lo que te pasa, Coronel?--le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.

--Dímelas, a ver si pierden su poder--le pidió su fiel ayudante. --No te las diré, son sólo mías--replicó el Coronel. Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a

muerte, el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.

--Tú te vienes conmigo--ordenó. Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo.

No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco está dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.

--Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría--dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer. El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.

Podes descargar el PDF: https://www.bbns.org/uploaded/PDFs/Upper_School/Summer_Reading_2019/AP_Spanish-_Isabel_Allende.pdf?1560446283370 O escuchar el audiolibro: https://www.youtube.com/watch?v=7TObSyc5yX0

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Trabajo Nº 9

El Realismo Mágico y la literatura fantástica

El Realismo mágico es una corriente literaria de los años 60 que se caracteriza por la

combinación de elementos fantásticos y fabulosos con el mundo “real”. Por ello sus historias

presentan una propuesta que implica la búsqueda de un equilibrio entre un ambiente mágico y

cotidiano a la vez. Gabriel García Márquez es uno de los autores latinoamericanos más

representativo de este movimiento, nosotros vamos a leer uno de sus cuentos “Un Señor muy

viejo con unas alas enormes”. En este cuento podremos observar cómo dentro de un contexto

habitual -cotidiano aparece lo insólito o increíble.

El Realismo mágico en sus textos presenta estas características:

Movimiento propio de las culturas Latinoamericanas. Se

unen lo real e imaginario.

Se toman las costumbres de los pueblos con sus supersticiones,

religión, magia , mitos ( Todas las creencias de sus habitantes).

Se acepta lo insólito o fantástico como algo cotidiano o normal.

Uso de lo grotesco ,es decir, la realidad que se presenta sufre

deformaciones y casi se parece a una caricatura.

El mundo onírico ( los sueños) está presente en sus historias y tienen un

valor muy relevante en las mismas.

Actividades:

1- Lectura del cuento “Un Señor muy viejo con unas alas enormes” de Gabriel García

Márquez. También podes escucharlo: https://www.youtube.com/watch?v=lseWXWwCscU

2- Describe brevemente cómo es el pueblo caribeño que se presenta en el cuento.

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UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES

AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo

que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con

calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el

mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de

lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía,

que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo

que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un

hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía

levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole

compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un

callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el

cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había

desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas

para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron

muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les

contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto

el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave

extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las

cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado

la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso.

Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos

de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo

toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del

lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia,

Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de

comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y

provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las

primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor

devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura

sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían

acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el

porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu

más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas paraque ganara todas las guerras.

Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe

de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura,

había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que

le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina

decrépita entre las gallinas absortas.

Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de

desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó

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sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio

los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la

lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado

humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las

plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo

con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los

curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir

a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial

para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer

a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo

Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez,

que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con

bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo

torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos

por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó

zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de

ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una

pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un

jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se

levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor

gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban

felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila

de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando

acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de

sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que,

de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los

despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se

supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud

sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas

en busca de los parásitos estelares que

proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los

más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que

consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba

tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua

hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de

gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron

que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque

la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo

en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración

doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma

había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su

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dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería

simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los

siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al

pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La

entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda

clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera

en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una

doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que

contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres

para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un

trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la

convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran

echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento,

tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales.

Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del

ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero

estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos

milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la

reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre

Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los

tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una

mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los

cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo

estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de

alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol,

de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos

tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron

las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de

muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al

principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego

se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se

había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue

menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con

una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que

atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos

ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue

la lógica de sus alas.

Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no

las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el

gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a

escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos

lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la

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casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de

ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando

con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima

una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la

noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se

alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se

hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se

quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de

diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más

bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque

se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces

cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo,

cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y

sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de

arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que

resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro

de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de

cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la

cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un

estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

3. ¿Qué relación entre lo natural y lo sobrenatural se propone desde su título? 4. a- Caracteriza a la criatura: su aspecto físico, su forma de moverse, su manera de hablar, su

alimentación, sus actitudes y sus hábitos. b- ¿Qué cambios sufre el ángel durante su permanencia en el patio de la casa de Pelayo y de

Elisenda? c- ¿Qué modificaciones se producen en la familia durante su estadía en la casa? d- Explica las distintas interpretaciones que surgen entre los habitantes acerca del origen y de

la identidad del hombre viejo de enormes alas.

5. Realizá una historieta, con texto narrativo incluido, del cuento.

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Trabajo Nº 10

EL RELATO DE CIENCIA FICCIÓN

La ciencia ficción abarca una serie de relatos como cuentos, novelas, historietas, guiones de cine, etc. En estos el conflicto tiene que ver con el uso que se le da a los avances científicos y tecnológicos y sus influencias sobre el mundo y la vida de las personas. Las historias suelen estar ambientadas en el futuro, pero algunas también lo están en el presente y en el pasado. El marco de la historia, como en todos los textos narrativos, también presentan su propio tiempo y espacio:

El espacio o lugar, depende del conflicto y los acontecimientos pueden suceder en galaxias lejanas, otro planeta, estaciones espaciales, laboratorios, centros tecnológicos, entre otros.

El tiempo, suele desarrollarse en el futuro, porque se especula sobre cuál será el impacto de la ciencia y la tecnología sobre la vida. Pero también se cuentan los viajes en el tiempo hacia el pasado, a través de una máquina del tiempo.

Los personajes, depende del conflicto, pueden ser científicos, astronautas, extraterrestre, máquinas, robots cada vez más humanizados(androides), etc. Los términos ciencia ficción utópica y ciencia ficción distópica sirven para designar dos géneros literarios

donde se exploran las estructuras sociales y políticas. La ciencia ficción utópica se refiere a utopía, término

utilizado para designar un mundo ideal donde todo es perfecto. Por el contrario, la ficción distópica (a veces

conocida como literatura apocalíptica) se refiere a una sociedad que pretendiendo felicidad, hace sufrir

sistemáticamente a sus ciudadanos o degradándolos a un olvido irreversible. Muchas novelas combinan

ambas, a menudo a modo de metáfora de las opciones que puede tener la humanidad para terminar con uno

de los dos futuros posibles.

La ucronía es un género literario que también podría denominarse novela histórica alternativa y que se

caracteriza porque la trama transcurre en un mundo desarrollado a partir de un punto en el pasado en el que

algún acontecimiento sucedió de forma diferente a como ocurrió en realidad (por ejemplo, los vencidos de

determinada guerra serían los vencedores, o tal o cual rey continuó reinando durante mucho tiempo porque

no murió fruto de las heridas recibidas).

Tanto el nombre de Ciencia Ficción como la definición de este género ha sido estudiado y discutido a lo

largo de la historia de la literatura. En forma didáctica se podría decir que es una rama de la literatura

fantástica con algunas características propias, las más importantes el rigor y la verosimilitud: lo que sucede

debería ser posible, o en un futuro lejano, o en una tierra paralela, o en otra galaxia, o en otra dimensión de

la mente. Rescato la denominación de Damon Knight “capacidad de asombro” al efecto provocado por la

Ciencia ficción en el lector, quien suspende sus juicios llevados por la coherencia de la trama.

Ampliamos el desarrollo de este género en el video explicativo que te adjunto.

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Algunas temáticas generales:

Viajes en el tiempo y

el espacio.

La rebelión de las

máquinas.

Las guerras o la

convivencia

interplanetaria.

Las invasiones

extraterrestres.

El mundo virtual.

El descubrimiento de

mundos perdidos.

Las realidades o

dimensiones

paralelas.

La exploración de

regiones inaccesibles

para el hombre.

Los modos en que

estará organizado

nuestro mundo en el

futuro.

La manipulación

genética

Científicos e inventos

que traspasan los

límites éticos

permitidos.