Carlos Ortega Vázquez

28
narrativa Carlos Ortega Vázquez

Transcript of Carlos Ortega Vázquez

Page 1: Carlos Ortega Vázquez

n a r r a t i v a

Carlos Ortega Vázquez

Page 2: Carlos Ortega Vázquez

De ti, un mundo de cuentos

Page 3: Carlos Ortega Vázquez
Page 4: Carlos Ortega Vázquez

De ti, un mundo de cuentos

Carlos Ortega Vázquez

Centro de CreaCión Literaria

teCnoLógiCo de Monterrey

Page 5: Carlos Ortega Vázquez

© D.R. 2013 Tecnológico de Monterrey Centro de Creación Literaria Felipe Montes, director

© D.R. 2013 Carlos Ortega Vázquez

Erika del ÁngelEdición y diseño

Todos los derechos reservados conforme a la leyMonterrey, Nuevo León, México

Page 6: Carlos Ortega Vázquez

Índice

Un vaticinio en tinta roja 7

Ciudad de los jardines 9

Las dunas mortíferas 11

Seducción invernal 13

Juegos de amor y fama 15

Vientos orientales 17

La santísima María 19

Amor artístico 21

Más allá de Europa 23

Mexicano inmortal 25

Page 7: Carlos Ortega Vázquez
Page 8: Carlos Ortega Vázquez

7

Un vaticinio en tinta roja

Abrí mis ojos por la necedad de la mañana calurosa y por primera vez fui deslumbrado por los rayos del país mestizo con origen lastimoso. En la misma tarde, fui a dejar mis maletas al hotel y escudriñé la capital, un tanto enamorado debido que hasta sus techos y cornisas aludían a una belleza parisina. Durante el paseo, hubo un momento que me robó la mirada: la fa-chada en construcción de una obra que ocupaba todo el panorama y mos-traba con su cúpula de palacio, la alta alcurnia artística del diseño. Estaba desconcertado, nada de esto me habían comentado mis colegas periodistas, me juraban barbarie y pobreza, pero todo era una absurda mentira.

El siguiente día fue crucial para mi aventura, ya que conocí al autor de todo este poema de nación. Ya en el castillo del presidente, en el cual no pude obviar lo espectacular del paisaje, podía asegurar que desde el palacio el acto de gobernar se confunde con un juego de mesa. Había llegado el momento, el señor presidente salió a darme la bienvenida con un rigor mi-litar que no concordaba con su edad. La entrevista inició, caminamos por el palacio, yo estaba absorto; antes de formular una pregunta completa, la mi-rada del señor presidente respondía sin necesidad de palabras. En un mo-mento dado de la misma entrevista se detuvo a admirar la ciudad, a pesar de que la fuerza del sol nos golpeaba directamente; su mirada conservaba su temple, todo estaba estrictamente calculado para su posterior respuesta: “no importa lo que digan mis amigos, yo me retiraré en el siguiente perio-do, tendré 80 años para entonces”. El castillo enmudeció por segundos ante la sentencia final del soberano. En lo que restó de mi breve estancia en el recinto presidencial, seguí escuchando en susurros la declaración, incluso la obsesión terminó por distraerme de la majestuosidad de la arquitectura barroca.

Regresé a mi hotel, quizá preocupado por el futuro de la nación mes-tiza, confieso cierto cariño adquirido por la visita al país, por su tierra y cultura que, indudablemente, apresa incluso a los hombres más ajenos a sus tradiciones. Sin embargo, no había marcha atrás, tuve que despedirme de la capital y marcharme a mi país para difundir la ansiada entrevista al mundo entero.

Ya en la estación, pedí un camarote con las ventanas más grandes, con el fin de arrebatar un poco más la bella vista de los valles y montañas. Al día siguiente, me desperté no con las caricias de sol, sino con el bullicio de una tormenta manifiesta de alaridos a razón de una huelga que además forzó al tren a detener su impetuoso paso. Pensé que la situación tardaría no solo

Page 9: Carlos Ortega Vázquez

8

un buen rato, sino del día entero. Me equivoqué: solo duró media hora. Lo lamentable no fue la brevedad de la huelga, sino los sucesos alrededor de ella que atestigüé desde la ventana de mi camarote.

Mi impresión por la ilustre sabiduría del soberano se desmoronó más de lo que se había esculpido a lo largo del viaje. La masacre fue rápida pero recalcitrante a los ojos de cualquier humano verdaderamente humano. Co-nocí por segundos a una mujer que con sus gestos me comunicó su mal sa-lario, las tiendas de raya y el alto costo social del lujo ferroviario en que me transportaba; poco después ella fue asesinada a sangre fría por los fusiles.

Volvió la marcha del tren, jamás volví a mirar la ventana, era imposible disfrutar la vista ignorando la salpicadura de sangre que reclamaba la justi-cia social de un pueblo reprimido. Mis lágrimas me traicionaron y escapa-ron de los duros ojos, ya no supe qué pensar.

Ahora, en la última parada del tren antes de traspasar la frontera, juro no publicar estos actos inhumanos, pero no por falta de humanidad sino por la confianza que apenas reconstruyo sobre esta nación mestiza tan pro-metedora. No quiero opacar, con mi denuncia, el crecimiento económico muy reacio a presentarse en casi toda la vida de la emergente nación.

Quisiera pensar que esa huelga fue un evento aislado y único, pero no puedo engañarme, la inocencia ya no está de mi lado; con deliberada hipo-cresía, doy mi último adiós y buenas esperanzas para su futuro.

Subo al siguiente ferrocarril para Nueva York y siento un llamado, vol-teo a mirar al primer tren mientras la sangre, todavía de rojo vivo, me reve-la un vaticinio apenas perceptible: “Revolución Mexicana”.

Page 10: Carlos Ortega Vázquez

9

Ciudad de los jardines

La ventanilla de un avión puede regalarle un hermoso paisaje a cualquiera, pero mis lágrimas me arrebataron esa dicha durante todo el vuelo. En rea-lidad este viaje no era más que un simple e inútil intento de mi mamá para arrancarme esta profunda pena. Sin embargo, a pesar de mis negativas, no había marcha atrás, ya estaba rumbo a la ciudad de Victoria, Canadá.

Llegué al aeropuerto, pero al parecer no terminaba el arrastre de triste-za desde México. No vi si era tarde o noche, realmente no me importaba, mi cuerpo solo se movía por las indicaciones de la voz desconocida en la entrega del equipaje. Tomé un taxi a mi hotel, apenas pude admirar los edificios de arquitectura victoriana. El día acabó cuando desempaqué en el cuarto de hotel y dejé desvanecer mi cuerpo en la cama mientras mi cara, aún mojada, recordaba la memoria de mi abuela.

El día siguiente debía ir a un paseo por unos jardines típicos de la ciu-dad. Creo que las flores fueron la primera cosa que me levantó el ánimo en todo el viaje. Existían miles de coloridas flores, de variados tamaños y for-mas. Casi olvido todo por querer formar parte del jardín. Repentinamente hubo algo que me robó la atención y saqué mi cámara del bolso para tomar una bella foto de aquella rosa delicada y elegante que resaltaba de todas las demás. Quise la mejor toma y di unos pasos atrás, tropezándome con alguien:

—I’m so sorry, lady —le dije preocupadamente.La señora me sonrío tiernamente mientras sus arrugas, su cara, sus len-

tes, todo se mezclaba para arrojarme en la melancolía. Ella se escurrió entre los turistas y yo apenas reaccionaba en mí misma, era igual a mi difunta abuela. Ese encuentro casi sobrenatural fue más allá del tiempo, ya que en un santiamén anocheció en la ciudad. Esa noche, el ambiente ya no me atosigaba con la tristeza sino con una nostalgia aún más adictiva que la primera. No dormí pensando en lo que sucedió.

Durante los siguientes días estuve visitando diversos museos, jardines, paseos al aire libre y un castillo, pero la imagen de la ancianita pesaba más que cualquiera otra cosa en mi mente. En mi último día en Victoria decidí regresar al primer jardín público que visité, ya que tenía la vaga esperanza de encontrarme con la señora.

Llegué muy temprano al lugar y me senté en una banca a esperar. Los turistas iban y venían, las flores seguían maravillando a los transeúntes y el tiempo se burlaba de mi paciencia. Se alejaba la mañana, me saludaba la tarde y se despedía con cierta tristeza. De nuevo regresó a mí un halo

Page 11: Carlos Ortega Vázquez

10

de pesadumbre, incluso el sol me había abandonado. Llovió. Pensando en irme por la gran desilusión sentí que me hablaron, pero no había persona alguna, era la gallarda rosa de la primera vez que me llamaba para llevarla conmigo. Tiernamente me acerqué a la flor y la levanté con cariño como si fuera un ser querido, sino es que ya lo era.

Caminé rumbo a la salida cuando, de pronto, el viento parecía que daba preámbulo para algo insólito; el viento acarició mi cabello como la mano tersa de mi abuela y apartó las nubes lluviosas. Verdaderamente sentí su presencia en el lugar.

Al aeropuerto de Victoria me llevé algunos recuerdos de museo y de al-gunos lugares turísticos, pero lo más importante fue la rosa. Mi sonrisa ha-bía regresado y no me abandonó en el resto del viaje. Por último, se anunció el abordaje del vuelo a México y busqué mi asiento, casi al último del avión. Ya sentada, me recosté y en un abrir y cerrar de ojos llegó también mi veci-na de vuelo. ¡Increíblemente mi vecina fue la señora del jardín en Victoria!

Sonreímos como cordial saludo y me di cuenta que ya no tenía la rosa en mi bolso, entonces empezamos a conversar durante todo el viaje…

Page 12: Carlos Ortega Vázquez

11

Las dunas mortíferas

Las balas del régimen caen bajo nuestros hombres, mojándonos de la mis-ma sangre hervida que nos robó el dictador hace más de 40 años. La re-volución africana perdurará más allá de la muerte, más allá de las dunas hambrientas.

En los rieles de ferrocarril se está librando lo más intenso de la batalla. Esto sería una inminente derrota si no fuera por el comandante Abdul y sus tropas, que desertaron del mal ejército y nos dieron los lanzacohetes; nuestro baluarte ante las moles con cañón del dictador. Mueren mis com-pañeros, sólo quedamos Elewa y yo:

—Paki, debemos irnos, nuestras armas no son nada ante la docena de moles que vienen— dijo Elewa, ya con sus manos temblorosas y un cuerpo pálido.

—No, Elewa, aguanta algunos momentos más —casi grito—, vendrán en pocos minutos más rebeldes para el apoyo.

Entonces nos ocultamos y pactamos con el desierto para que nos bendijera con su velo. Explotaron tres más de esas cosas y huimos en la arena.

—Moriremos, Paki —dijo decepcionado Elewa—, no me importa, ya la vida no tiene sentido desde que el dictador raptó a mi esposa y a mi hija frente a mis ojos.

Le sale una lágrima y le exclamo:—¡Haz que valgan sus vidas, hermano mío, no dejes que sus muertes

sean en vano!—Claro que no, hermano, es un honor pelear contigo aunque muera

ahora mismo.Todo sucede tan rápido, las moles llegan a nuestra duna; Elewa me

quita las granadas, corre hacia los aparatos mientras aparece una nube de destrucción. Quedan más monstruos, pero desaparece mi hermano.

Caigo en llanto, me preparo para atacar, pero ya no hay municiones. Espero un milagro antes de que mi vida se esfume. Instantáneamente las moles vuelan en mil pedazos y no entiendo por qué.

—Sube ya al jeep, hermano —dice un rebelde. Llegan los refuerzos en vehículos con lanzacohetes. Sin embargo no encuentro el cadáver de Elewa; las dunas se han fusionado con su sangre y cuerpo.

La ciudad que se ha tomado será en adelante, al menos durante la revolución, el bastión de los rebeldes contra la dictadura. El sol muestra otro color en el paisaje, creo que nos sugiere, con sus rayos, la esperanza

Page 13: Carlos Ortega Vázquez

12

de libertad, pero por ahora es tiempo de descansar y velar por nuestros heridos.

Mientras tanto en Trípoli un dictador sale de su palacio y se muestra ante las cámaras de los medios internacionales:

—Todos me aman aquí en Libia, darían la vida por mí —el dictador muestra su sonrisa confianzuda.

—Señor presidente, pero se han reportado algunos ataques militares a los civiles —dice un periodista— ¿qué está pasando en Libia?

—Nada, no está pasando nada. Es pura mentira de mis enemigos, mi pueblo me ama —termina el dictador.

Una noche termina en Libia, pero mil historias de guerra comienzan a estallar en toda la región árabe y en el mundo entero. El pueblo no ama a soberanos que ocultan con dunas mortíferas los llantos de libertad.

Page 14: Carlos Ortega Vázquez

13

Seducción invernal

Estoy crudo sobre una cama y medio desnudo, no sé qué sucedió y mucho menos entiendo por qué llegué a este punto. Entonces, una hermosa mujer caucásica entra a la habitación y me sonríe con talante de pícara atrevida. No hay palabras para esto, estoy paralizado. Observo lo que hay alrededor, es una recámara cualquiera: hay ventanas, un clóset, un espejo de cuerpo completo y un buró con una fotografía de la mujer caucásica con un hom-bre, su esposo. La cruda me está dejando recordar lo sucedido…

Estaba con mi esposa caminando a lo largo de la calle principal, íbamos contentos porque ese día celebrábamos nuestro aniversario de bodas. Muy felices, al parecer, pero me inundaba un sentimiento de celos que había guardado incluso antes de emprender el viaje a Suecia. Unos momentos después una mujer en un volvo para y observa, lo cual nos incomodó. La vi con mayor detenimiento, sus verdes ojos deslumbraban toda determina-ción y egocentrismo; su tez blanca, adornada de pecas, arropaba su cuerpo en una simetría.

Ella habló en un idioma desconocido, quizá sueco, pero al ver que no funcionaba se comunicó con un correcto inglés. Mi esposa, al escucharla, se enfureció y volteó hacía mí, yo rechacé la oferta. La sueca me sonrió de nuevo y guiñó el ojo mientras se esfumaba en su auto de lujo. El aire frío transformó en una helada nuestro aniversario y a mi esposa, sin pa-labras. Pensé en un escape y fuimos a una cantina típica para cambiar el ambiente.

La sorpresa surgió al entrar a la cantina. No había suecos, solo extran-jeros, en su mayoría americanos. Uno de ellos se nos acercó y me dijo que era muy valiente por haber llevado a mi esposa a un lugar como ese, paraíso de cualquier soltero. Recibí una tremenda cachetada de Sara, luego llegaron los insultos, pero para mí ya era suficiente el asombro. Sara se fue jurando nunca volver conmigo, dejándome a merced de las copas. Terminé ebrio y triste. ¡Cómo no!

Salí a la calle a contarle mis penas a la noche. Maldije la suerte y, de pronto, la mujer sueca del volvo regresó y me volvió a tentar con la oferta. Acepté, tragando un nudo en la garganta; todo quedó trazado. Me llevó a su casa al fondo de la calle, me sirvió el vino más fino que podría haber en Suecia. Le pregunté el motivo de su actuar: la temporada causa la migra-ción temporal de los varones a Estocolmo, es decir, solo había mujeres en esa villa. Lo siguiente fue seducción y sus consecuencias. Ya no me percaté de lo sucedido, estuve cegado el resto de la noche por una fantasía sueca.

Page 15: Carlos Ortega Vázquez

14

Regreso de mis recuerdos a la recámara con la mujer sueca. Es tarde, aún no me visto y debo buscar a Sara. Salgo a la misma calle en la cual fui tentado y barro la pequeña población pero no encuentro a mi mujer.

Nunca la volveré a ver, es como si ella se hubiera cambiado de identidad o como si la tierra se la hubiera tragado. Regresaré a la villa varias veces por la melancolía de sus noches y el aniversario que nunca disfrutamos. Iré a veces a la misma cantina para hablar con los depravados turistas que buscan aventuras y hablarán de una sueca extranjera. No querré pensar en nada, ni siquiera que aquella sueca será Sara, no querré recordar que me fugué con una mujer en un volvo y no volveré a ser el mismo, aunque en cada verano venga a la villa para caminar por la calle durante la noche.

Page 16: Carlos Ortega Vázquez

15

Juegos de amor y fama

Tú, mujer de estrellas que viniste desde quién sabe dónde a triunfar a Hollywood, debo decirte que sin mí no serías nadie. Llegaste a mis brazos como una harapienta desdichada que se escurría entre las calles para ver quién te daba el pan de cada día. Tus ojos bastaron para doblegar mi rudo carácter que había sido forjado por las mayores inclemencias de la vida. Yo nunca te vi como trofeo de colección para mi vitrina, me despojé de las ataduras sociales para amarte. ¡Ahora con eso me sales!

Quizás no te acuerdes, pero fui yo quien te presentó con el cineasta de aquella película de la cual te aprovechaste para ser una estrella hollywoo-dense. Desde ese momento cambiaste tus fachas por vestidos de la realeza, olvidaste tu pasado callejero y a este pobre imbécil que te arropó con la gloria misma. Quisiera al menos una vez escucharte solo un “gracias”, pero no cualquiera, uno sincero y profundo.

Crees que me he olvidado de tu falso amor que rozó mi piel hasta el punto de la adicción. ¿Acaso pensabas que lo nuestro era puro trámite para el estrellato? No quiero entender que en esos besos firmábamos mi desgra-cia y tu éxito. No creo que entiendas que en la primera noche empecé a caer en un precipicio del cual aún no toco el fondo.

¡Ni siquiera preguntes por mis heridas, embustera! Fue fatal para mí seguirte en tu suntuoso auto alemán hasta Malibú, todo para proponerte mi amor pleno y puro, pero lo único que resultó fue que me hirieras poco a poco durante toda la noche, tu noche con el cineasta. Lloré a cántaros bajo la luna descarada mientras maldecía a toda la ciudad. Entonces fui yo quien se escurría entre las calles de Los Ángeles.

Sin embargo, te juro que seré valiente y tu mal amor saldrá de mi pecho, cueste lo que cueste. Podrás quedarte con todos los ricachones pero yo me quedaré con esta adorada soledad que ha sido más sincera que tú.

Me alejaré de esta ciudad que ya está impregnada de tu aroma y, por mi bien, debo salir de ella. No te diré a dónde pero creo que París está suficien-temente lejos de tus garras, todo esto, para que, si un día me extrañas, sepas que beberé vino, enamorado de una hermosa francesa.

¡No intentes abrazarme! Ahora tus abrazos no dan calor ni ternura sino un sofoco frustrante. Sólo me he parado ante ti con el fin de reclamarte lo inevitable e incurable. Está terminado, ahora debo tomar mi avión.

�El hombre se va y algunos presentes solo se quedaron pensando sobre la locura desenfrenada de ese hombre por aquella famosa actriz, aquella

Page 17: Carlos Ortega Vázquez

16

estrella que con sus ojos derretía a cualquier varón, aquella mujer que sur-gió de la miseria para codearse con las mismísimas estrellas celestes. Algu-nos otros se conmovieron por el tremendo sentimiento del desdichado, lo cual les provocó algunas lágrimas. El resto de la audiencia presente calló ante la sorpresa de un hombre reclamando, a una pantalla de cine, supues-tos malos amores a la protagonista de la nueva película Juegos de amor y fama.

Page 18: Carlos Ortega Vázquez

17

Vientos orientales

El 11 de marzo ocurrió lo impensable, las entrañas de la tierra rugieron para recordarnos lo débiles que somos, incluso el gran Japón. Estaba con mis compañeros de la Guardia Real en el palacio de Tokio cuando ocurrió el terremoto. Prontamente decidí ver el estado del emperador y la empe-ratriz, todo estaba bien, pero ellos habían caído en la desesperación por el resto de la población.

Las noticias volaron como aves a través del mundo. Después entendí que Tokyo había resultado ileso a comparación de la ciudad de Sendai. Aquella región fue consumida por los embates de la naturaleza. El empe-rador me permitió buscar a mi madre, ya que mi familia proviene de la prefectura de Miyagi.

Cuando llegué a Sendai, recordé los libros de historia acerca de la Se-gunda Guerra Mundial, parecía revivir los desastres de aquel entonces. Me dirigí hacia el barrio en donde vivía mi madre, pero mis pasos eran lentos y torpes por la lucha que tuve contra los ríos de escombros de la ciudad. Al acercarme más a mi casa, las ruinas parecían estar en marea alta hasta un punto crítico. Mi casa estaba saqueada por el mismo terremoto, temí lo peor, no me importó el peligro de la situación; entré a la casa y pasé a la sala mientras encontraba una nota que habían dejado: “Hijo, sé que vendrás pero quería avisarte que me fui con tu tía a Fukushima, te llamo al llegar”. Mi pecho pudo respirar paz.

El día siguiente me disponía a regresar a la Guardia Real aunque, repen-tinamente, el viento me susurró al oído otro desastre venidero, en Fukushi-ma. Omití el indicio que la naturaleza me mencionó y regresé a Tokio para reportarme. Seguidamente, descubrí que los emperadores salieron del Pa-lacio, no se supo a dónde y mis colegas se habían ido con ellos.

Entonces, al saber que no tenía que estar en la Guardia Real, pude tener pequeñas vacaciones. Por fin recibí la llamada de mi madre, todos esta-ban muy bien, sin embargo, exclamaba que había mucho viento. Recordé el viento insinuante, quería avisarme de algo que sucedería allá. Salí rápi-damente a Fukushima para ganarle al destino oscuro que le deparaba a mi nación.

Les dije a mi tía y a mi madre que tenía vacaciones y podíamos irnos con unos familiares a Sapporo. Partimos de la ciudad y recorrimos kiló-metros hacia el norte mientras el cielo y el mar emboscaban a Fukushima. Momentos después cayó un tsunami tremendo que emergió de lo más recóndito de los mares para cobijar a los inocentes bajo el agua.

Page 19: Carlos Ortega Vázquez

18

Al llegar a Sapporo veíamos el desastre desde otro punto, ya no de vícti-mas, sino de exiliados por la misma madre naturaleza. Lo peor no ocurriría hasta unos días después, los noticieros especularon sobre la central nuclear de Fukushima. Apenas terminó aquella amarga transmisión cuando de nuevo sentí un horripilante y frío viento por mis hombros; en seguida fui víctima del descaro del destino por compartir sus planes.

El día siguiente llegó la noticia: “Explosión en reactores nucleares”. Me dolió en el alma saber que sucedería algo y entender que era impotente. Mi familia me vio llorar y me reconfortó.

Esa misma tarde apareció la lista de desaparecidos y me encontraba en ella, supongo que fue por mi ausencia en el viaje con el emperador. Instan-táneamente regresó a mi cuerpo ese helado viento que atribuía a los muer-tos y volví a sentir, una vez más, un desastre próximo...

Page 20: Carlos Ortega Vázquez

19

La santísima María

Por favor, Dios Santo, ayúdame a ser una buena madre, claro, como siem-pre he sido —susurró María mientras escuchaba la ceremonia en la Plaza San Pedro.

—También te pido —levantó la cabeza— que hagas superar a mi hijo el trago amargo de esa estúpida infeliz.

Estaban a mitad del evento, el sacerdote asistente mandaba sermones al público.

—Dios, tuve que matarla, si no imagínate las desgracias que caerían so-bre mi familia, pero sobre todo sobre mi hijo. Ahora él debería agradecér-melo, pero el ingrato reaccionó contrario a lo que debería; pero lo perdono, ya que estaba muy enamorado de esa cualquiera.

Mientras el pontífice recorría en su vehículo la plaza, bendecía a todos los fervientes católicos que aplaudían hasta el cansancio.

—Recuerda que yo siempre fui misericordiosa con ella, siempre le anticipé lo que le sucedería si se casaba con mi único hijo. Ella me ignoró y negó mi autoridad, lo cual fue el colmo de sus aberraciones. Así que pla-neé cómo matarla para que aquella pecadora no se mezclara con nuestra pureza. El vino de la cena antes de su luna de miel sería excelente para envenenarla y así deshacerme de ella.

Era el tiempo en la ceremonia de darse la mano como símbolo de paz, deseos de salud y bondades; María participó sonriente y feliz con todos los que la rodeaban mientras seguía injuriando a la difunta nuera.

—Dios, además de todo lo que te he dicho de la mujer esta, es que no es católica y en mi familia solo hay fervientes católicos, ninguna otra religión más que la verdadera, la que tú has fundado.

Finalmente se le pidió a los presentes a pasar a que les rociaran el agua bendita, la que el sacerdote purificaba y que representaba el abandono de los pecados; al acabar este acto, la Plaza San Pedro empezó a vaciarse y María le daba gracias a Dios por la buena fortuna que le había proveído.

—Mi hijo espera en vano en el hospital, nadie podría regresarla de su mortífero letargo —dijo María casi sonriendo—, bueno, solo tú podrías, pero ya sé que siempre has estado de mi lado, bondadoso Dios.

En ese mismo instante, sonó el celular de María, era una llamada de Pablo, su hijo:

—¡Sandra está viva!, mamá, ¡qué alegría! Simplemente fue un milagro de Dios. Te llamo primero porque fuiste parte de esto, con tus rezos y tu visita hasta la Santa Sede —le exclamó Pablo al borde del llanto.

Page 21: Carlos Ortega Vázquez

20

—¿C... cómo? —tartamudeó—, ¿cómo que resucitó? ¡Dios no pudo hacer esto!

—¡Claro que sí, mamá! Es porque Dios quiso darle una segunda opor-tunidad de vida a mi adorada Sandra. Te la voy a pasar.

—¡No me la pases! —dijo María al borde de la frustración. —¡Muchas gracias, señora María, que a pesar de nuestras diferencias,

usted haya sido tan amable de rezar diariamente, como me comentó Pablo, por mi salud!

María colgó el teléfono al tiempo que lo azotó en medio de la plaza y, cual demente, empezó a maldecir a la Santa Sede. Algunos guardias la detuvieron pero ella los golpeó, la aprehendieron y la enviaron a la comisa-ría de Roma. Los milagros suelen suceder en el momento más inesperado…

Page 22: Carlos Ortega Vázquez

21

Amor artístico

Todos los días, miles de personas visitan el museo, pero me sorprendió la belleza de una mujer misteriosa que se destacaba de los demás turistas con camisetas floridas. Se veía que ella no era turista, sus características no eran propias de París ni de Francia.

Frecuentemente les decía a mis colegas de guardia sobre aquella mujer, pero ellos no la notaban o simplemente la confundían con otras personas. Yo quería hablarle para conocer, al menos, su nombre, pero mi función en el museo no va mucho más allá de vigilar las obras de arte y romper unas cuantas cámaras atrevidas.

Después de algunos meses realizando el mismo ritual de admiración, miradas y miradas, preferí optar por el turno nocturno para no verla más y dejar de sentir impotencia por su tremenda belleza. Las noches en el museo eran completamente silenciosas, solo retumbaban los sonidos de los guar-dias que rondaban los diferentes salones del lugar. Ya me había acostum-brado al mar de ruidos de las mañanas en el Louvre, pero aquella dama era la razón por la cual me escondía en la soledad del turno nocturno.

Recordando, caí en melancolía y pensé en ella: su piel blanca y tersa mezclándose con su cabello que se ondeaba según la silueta de su cuerpo; su sonrisa siempre presente, brotada de sus labios carnosos en donde había un pequeño lunar…

Escuché suaves pisadas y eso bastó para interrumpir mi trance. Me con-centré en otros temas que no me enajenaran, aunque fue en vano porque su ausencia ya estaba inscrita en mi pensamiento; por segundos mi mente sugirió el estar enamorado. ¿Enamorado? Ni siquiera la conozco y tampo-co le he hablado, es absurdo: así me recalcaba en la mente como discurso memorizado.

Volví a escuchar ruidos, fui a ver quién era pensando además en que mi curiosidad venciera este vacío amoroso. No vi a nadie, me preocupé y mi dudan ante quién podría haber sido aumentó. Vi pasar rápidamente una silueta, la detecté por las sombras que contrastaban con el brillo lunar. Qui-se comunicarme con mis colegas, pero no había radio. Sentí algo de miedo, pero fui a perseguir a aquella figura escurridiza.

Fue una persecución policiaca, yo la seguía y la sombra escapaba, yo corría y ella corría más rápido. Se dirigía a la galería, presentía que su aven-tura acabaría pronto, así que tomé un atajo para ganarle el paso y atraparla. Al llegar a la galería, busqué la tramposa silueta pero no la encontraba. Me sentí un idiota, pudo ser un ladrón y yo no lo atrapé.

Page 23: Carlos Ortega Vázquez

22

Regresé con los demás guardias, les comenté lo sucedido y emprendie-ron una verdadera búsqueda. Cada quien se asignaba un área para observar si el supuesto ladrón pasaba por el rumbo.

Entonces, como un reto descarado, el ladrón volvió como sombra, a mostrarse ante mí como un cobarde. Me enfurecí y volvimos al mismo jue-go. Esta vez, a pesar de mi cansancio, no perdí nada de vista. Llegamos, otra vez, a la galería, la sombra se mezcló con la oscuridad; casi me sentí decepcionado pero logré ver que se escondió por un pasillo. En el pasillo no había nadie, sólo pinturas, lo cual me dejó atónito. Una ventana dejaba caer la luz sobre un cuadro en particular, como si destacara entre todas las demás obras del pasillo. Me acerqué como si fuera a saber la solución de un misterio. El cuadro mostraba a la hermosa mujer que visitaba diariamente el Louvre, no podía ser eso cierto. Observé detenidamente y estaban todos sus detalles, hasta el lunar en su labio. Sentí que el mundo daba giros por el tremendo susto, luego dando unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla, me resbalé y desmayé. Desperté en la mañana, con una jaqueca intensa, pensando que todo había sido un sueño que jugaba con mis sentimientos y que en el cuadro no estaba aquella mujer.

Ella siguió visitando el museo todos los días, como siempre. Volví a cambiarme de turno para poder verla y no tener que perseguirla durante las noches. Cada quien se enamora de su amor ideal, yo simplemente estoy enamorado de una maravilla de arte.

Page 24: Carlos Ortega Vázquez

23

Más allá de Europa

La ventisca me golpeaba incluso cuando apenas empezaba a escalar al techo del mundo. Mi viaje no fue una simple ambición del ego humano, fue un último reto por cumplir. Me había preparado durante meses, pero enfren-tarme a la montaña fue una bofetada de realidad. No había escapatoria, era mi destino, era mi final.

Empecé a escalar algunas paredes de hielo, pero no fue tan cansa-do como el silencio invernal que azotaba mis oídos. Recordé entonces el momento en que ella armaba su discurso, para enterrarme enseguida con aquella fatal noticia. Me contuve de llorar mientras escalaba, porque mis lágrimas se congelarían en mis ojos.

Seguí subiendo mientras mi cansancio se desvanecía por la ilusión de llegar a la cima. A veces observaba cómo los copos de nieve jugaban con mi mente, formando níveas siluetas. Repentinamente volvió ella a cautivarme con nuestros recuerdos, bailábamos salsa en cualquier lugar, incluso en las nevadas de Suecia; todo para mitigar el frío de nuestros cuerpos, pero aho-ra solo bailo con la gélida nostalgia.

Me detuve para observar el panorama, al mundo helado a donde me he metido; el cielo se congela dándole perpetuidad a todo lo que yace bajo las nubes. Pude sentirme eterno, sentirme inmortal, sentir que no era yo. Me acurruqué en la nieve mientras la melancolía me abrazaba para olvidar la temperatura bajo cero.

Regresé a la escalada, ya estaba en una parte muy alta de la montaña. No medí distancias, pero podía admirar cómo las naciones no se dividían por fronteras, todas estaban unidas en un solo planeta. También vi que la brecha que me separaba de las estrellas era cada vez más corta, el oxígeno era escaso, por lo que tuve que respirar más de mis ilusiones para continuar.

Ningún humano había llegado a ese lugar por el crudo ambiente, pero para mí era un abrigo, un escape. Su ausencia había tirado todos mis pro-yectos de vida. De tal manera que emprendí el viaje para morir, no en un suicidio, sino en una meta final. Sólo faltaba llegar a la cúspide para dejar-me llevar por el viento sideral.

Después de mucho desgaste, llegué al final, al pico de la montaña. Entonces saqué de entre mis cosas, la caja de cenizas de Joanna, el momen-to había llegado. Tuve miedo de saltar a tremenda altura, además de la poca gravedad que prevalecía, pero era necesario cumplir el cometido. Final-mente salté del techo del mundo y tiré las cenizas de Joanna a los límites del cielo y al resto del universo.

Page 25: Carlos Ortega Vázquez

24

Me sentí suspendido por momentos en el aire, observé cómo mi amada se escapaba más allá de la atmósfera. Lo último fue soltar una sonrisa al firmamento y ver cómo se cumplió su sueño de convertirse en una estrella brillante y un ser eterno. Dejé de respirar, cerré mis ojos, la recordé por última vez y supe que una nueva estrella se formó, dando mayor brillo al campo estelar.

Page 26: Carlos Ortega Vázquez

25

Mexicano inmortal

El atardecer caía con suavidad en la finca de don Ernesto, vaticinando una noche de tranquilidad. Los trabajadores habían cumplido la orden de di-rigirse a la ciudad nomás porque así lo dictaminó el capricho del patrón. Mientras más se asomaba la luna, el anciano hombre enloquecía artillando cada ventana, puerta o agujero. Cualquiera hubiera dicho que en esa noche perdió la cordura, sin embargo, solo perdió la vida.

Don Ernesto no durmió en toda la noche, pensó en su vida y en cómo había transcurrido hasta ese punto, un momento determinante, igual que su carácter. Entonces, el aire fresco recorrió su cuerpo provocando un es-calofrío estrepitoso como los que anteceden a una fiebre mortal. Esos ins-tantes se los dedicó a la nostalgia de su amado Monterrey, quizá también obtuvo un poco de fuerza para lo que le deparaba.

Exactamente a las 2:15 de la madrugada ellos llegaron. Eran demasia-dos, su número era exagerado para la pequeña misión de robar una débil finca. La propiedad parecía desolada, todo indicaba una fácil victoria para los demonios. Don Ernesto tomó su último trago de tequila y se acercó a la puerta principal.

Repentinamente, un disparo certero en la sien de un desalmado provo-có la épica batalla. Los malévolos notaron la presencia de un grupo de rea-cios dentro de la casa, de tal manera que tomaron posiciones para disparar su destrucción a la endeble construcción.

El aire se llenó de pólvora, lo cual aumentaba la fuerza de los mons-truos, pero don Ernesto se multiplicaba en todas las ventanas y la pelea seguía en empate. Muchos demonios murieron y los otros arreciaban la lucha que pudo haber seguido eternamente si no hubiera habido la frágil vida como límite.

El enfrentamiento llegó al punto muerto cuando la finca quedó des-trozada y los demonios se cercioraron de la ausencia de lucha por parte de los defensores... pocos entraron por temor a que el ya endeble techo los enterrara y, para su sorpresa, no había cuerpos en la sala principal, siguieron investigando el lugar y en un cuarto cercano solo estaba el ca-dáver de don Ernesto, devorado por la fatua guerra de los maleantes, de los demonios. Todos los presentes en aquella habitación sintieron una humillante sensación de miedo: un anciano de 80 años mató a la mitad de sus compinches.

El crujir del techo echó a todos los demonios de su interior; nadie ha-bló ni esbozó gesto alguno. La pólvora del aire se convirtió en un gran

Page 27: Carlos Ortega Vázquez

26

escalofrío para todo el batallón de bandidos que aún respiraban la valentía de aquel viejo que partió la confianza y el temple de los demonios.

Los sobrevivientes escaparon en sus autos, abandonando a los muertos y a los heridos que quedaron imposibilitados de moverse. Una enrareci-da atmósfera paranormal se apoderó de la finca. La mañana llegó a ilumi-nar los destrozos de la madrugada mientras que los trabajadores de don Ernesto arribaban al lugar. Dolidos hasta el alma, cobraron venganza con los heridos. Hubo grandes sollozos por el patrón, muy querido entre los suyos; un valiente mexicano.

Page 28: Carlos Ortega Vázquez

La edición de De ti, un mundo de cuentos, de Carlos Ortega Vázquez, se realizó en enero de 2013 por AZUL Casa Editora del Tecnológico de Monterrey,

en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, México. Se usó tipografía Minion Pro.