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746 LA CONTEMPORANEIDAD RECIENTE: EL SIGLO XX zación provino esencialmente de Europa, la descolonización no fue en absoluto un producto histórico de Occidente. Chesneaux (1969) ha señalado que la occidenta- lización no ha sido una hipótesis de trabajo muy fecunda para la investigación histórica y la interpretación de los hechos. Hoy resulta evidente algo que en los primeros momentos de las investigaciones sobre descolonización no parecía serlo tanto: que las historias occidentales no pueden de ninguna manera servir de inspi- ración al estudio de las historias asiáticas. Conceptos occidentales como burguesía, urbe o campo no pueden ser referentes para evaluar la condición o la estructura social fuera del mundo colonizador, donde arcaísmos y modernismos se entrelaza- ron para constituir un todo singular. CAPÍTULO 14 América Latina, 1914-1990 Liliana Cattáneo y Lucas Luchilo A comienzos del siglo XX, la población de América Latina se acercaba a los 62 millones de habitantes, e inmigrantes estacionales o permanentes seguían arriban- do, especialmente a los países del sur. Desde la década de 1870 se había intensifica do el proceso de integración de las economías latinoamericanas a los mercados del Atlántico norte y, aun con diferencias regionales y nacionales más que acentuadas, el comercio de exportación constituía el sector más dinámico de la economía. Las inversiones europeas —en su mayoría británicas, francesas y alemanas— afluían al continente, dirigiéndose en un porcentaje elevado a tres países: la Argentina, Brasil y México. Las inversiones norteamericanas, todavía limitadas a fines del siglo XIX y fuertemente concentradas en México y Cuba, aumentaban su participación en América Central y el Caribe, apoyadas en el control que ejercían sobre los gobiernos, y se extendían hacia América del Sur. Si bien la mayor parte de la población era rural, las ciudades habían crecido y en algunos países el dinamismo del sector exportador había estimulado el desarro- llo de las manufacturas destinadas a los mercados internos. Junto a la industria textil, a la de alimentos procesados, bebidas y materiales de construcción, comen- zaba un leve desarrollo de la química, la metalurgia y, en el caso de México, la siderurgia. Los textiles, la ropa y los alimentos procesados seguían, sin embargo, representando el 75 por ciento de las manufacturas en 1913. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los efectos de esta modernización sobre las sociedades latinoamericanas eran, sin dudas, desparejos. La enorme ma- yoría de la población —como se afirmó- seguía siendo rural, y sobre ese sector el balance de los años de crecimiento basados en las exportaciones resultaba, en mu- chos casos, desalentador. México es sólo un ejemplo de los contrastes presentes dentro de las fronteras de un mismo país. La enorme proporción de campesinos sin tierra y la existencia de mano de obra semiesclavizada en Yucatán convivían [747]

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746 LA CONTEMPORANEIDAD RECIENTE: EL SIGLO XX

zación provino esencialmente de Europa, la descolonización no fue en absoluto un producto histórico de Occidente. Chesneaux (1969) ha señalado que la occidenta-lización no ha sido una hipótesis de trabajo muy fecunda para la investigación histórica y la interpretación de los hechos. Hoy resulta evidente algo que en los primeros momentos de las investigaciones sobre descolonización no parecía serlo tanto: que las historias occidentales no pueden de ninguna manera servir de inspi-ración al estudio de las historias asiáticas. Conceptos occidentales como burguesía, urbe o campo no pueden ser referentes para evaluar la condición o la estructura social fuera del mundo colonizador, donde arcaísmos y modernismos se entrelaza-ron para constituir un todo singular.

CAPÍTULO 14

América Latina, 1914-1990

Liliana Cattáneo y Lucas Luchilo

A comienzos del siglo XX, la población de América Latina se acercaba a los 62 millones de habitantes, e inmigrantes estacionales o permanentes seguían arriban- do, especialmente a los países del sur. Desde la década de 1870 se había intensifica do el proceso de integración de las economías latinoamericanas a los mercados del Atlántico norte y, aun con diferencias regionales y nacionales más que acentuadas, el comercio de exportación constituía el sector más dinámico de la economía. Las inversiones europeas —en su mayoría británicas, francesas y alemanas— afluían al continente, dirigiéndose en un porcentaje elevado a tres países: la Argentina, Brasil y México. Las inversiones norteamericanas, todavía limitadas a fines del siglo XIX y fuertemente concentradas en México y Cuba, aumentaban su participación en América Central y el Caribe, apoyadas en el control que ejercían sobre los gobiernos, y se extendían hacia América del Sur.

Si bien la mayor parte de la población era rural, las ciudades habían crecido y en algunos países el dinamismo del sector exportador había estimulado el desarro-

llo de las manufacturas destinadas a los mercados internos. Junto a la industria textil, a la de alimentos procesados, bebidas y materiales de construcción, comen- zaba un leve desarrollo de la química, la metalurgia y, en el caso de México, la siderurgia. Los textiles, la ropa y los alimentos procesados seguían, sin embargo, representando el 75 por ciento de las manufacturas en 1913.

En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los efectos de esta modernización sobre las sociedades latinoamericanas eran, sin dudas, desparejos. La enorme ma-yoría de la población —como se afirmó- seguía siendo rural, y sobre ese sector el balance de los años de crecimiento basados en las exportaciones resultaba, en mu-chos casos, desalentador. México es sólo un ejemplo de los contrastes presentes dentro de las fronteras de un mismo país. La enorme proporción de campesinos sin tierra y la existencia de mano de obra semiesclavizada en Yucatán convivían

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con la explotación agrícola moderna en la zona de La Laguna, con una industria en crecimiento y con una enorme extensión de vías férreas que habían conectado las distintas zonas del país. Esa heterogeneidad de las nuevas sociedades, que en grados diversos afectaba gran parte de la región, hacía que las demandas políticas y sociales se tornaran más complejas, y diferentes de las de tiempos anteriores.

Sin embargo, los balances que las élites realizaban antes de la Gran Guerra acerca de la integración con las economías del Atlántico norte no se veían empaña-dos por esa disparidad de los efectos de la modernización. En las siguientes tres décadas, la debilidad de la situación latinoamericana, expuesta a las fluctuaciones de la economía internacional y a los avatares políticos y militares europeos, se evidenció con toda claridad. Los años de entreguerras estuvieron signados por los intentos de adecuar las economías regionales a la trastocada, y poco predecible, situación internacional. En ese proceso, el modelo de crecimiento basado en la exportación primaria fue paulatinamente reemplazado por uno que privilegiaba el mercado interno y la industrialización, y cuya emergencia sería visible a partir de 1945.

1. Tiempos inciertos (1914-1945)*

a) La economía en un período de transición

LAS CONSECUENCIAS DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

La Primera Guerra Mundial provocó un fuerte impacto en América Latina, puesto que la crisis financiera desatada por la salida de capitales y la interrupción inicial del comercio frenaron la actividad económica. Los índices de desocupación —aun con diferencias nacionales muy marcadas—. Rieron elevados, induciendo la salida de inmigrantes en tres países tradicionalmente receptores de mano de obra, como la Argentina, Brasil y Chile.

A partir de 1915, las exportaciones latinoamericanas comenzaron a recuperarse, aumentando sensiblemente los embarques de materias primas estratégicas, como el petróleo, el cobre, los nitratos y el estaño, que encontraban una demanda am-pliada, y también de algunos alimentos procesados, como el azúcar y la carne enla-tada. La disminución y el encarecimiento de las importaciones produjeron, sin embargo, fuertes desequilibrios internos. A la carestía de productos esenciales y a la inflación inducida por el aumento del precio de los bienes importados, se sumó la escasez de recursos gubernamentales, que tenían en los gravámenes aduaneros su principal fuente de ingresos.

Las consecuencias que la disminución de las importaciones tuvo sobre la in-dustria local fueron diversas. La Argentina, Brasil, México, Uruguay, Chile y Perú, y en un grado apenas incipiente-Colombia y Venezuela, habían desarrollado un

* Por Liliana Ca ttaneo

sector manufacturero moderno destinado al mercado interno, antes de la Primera Guerra. Dentro de estas actividades industriales, algunas ramas no tenían compe-tencia extranjera —ladrillos, fósforos, tabaco— y su crecimiento dependió, en esos años de comienzos de la guerra, de una demanda que se encontraba frenada por la recesión inicial.

La limitación a las importaciones significó, ciertamente, un estímulo para aquellas industrias que competían con los productos extranjeros. Pero ese estí-mulo reclamaba, para transformarse en un efectivo crecimiento, una capacidad instalada suficiente para aumentar la producción, o cuando menos una que no hiciera necesaria inversiones significativas, así como los insumos imprescindi-bles para sostener ese aumento. En este sentido, la guerra no significó una opor-tunidad para el crecimiento de la industria en los países de América Central y el Caribe, ni para Ecuador, Bolivia y Paraguay, que no contaban con estructura ya instalada que fuera suficiente. Por otra parte, las restricciones a las importacio-nes fueron menores en aquellas naciones de América del Sur en las que Estados Unidos era ya el proveedor principal o un proveedor importante, como ocurría con Colombia, Venezuela y Perú. En Brasil, Chile, Argentina y Uruguay el des-empeño de la industria fue bueno. Se expandió el sector tradicional —textiles, alimentos, bebidas, calzado—, creció la industria química y se desarrollaron nue-vas empresas, como las destinadas al ensamble de automóviles.

De los cambios provocados por la guerra, el más significativo fue, sin dudas, el aumento de la participación norteamericana en la economía de la región. El con-flicto significó una oportunidad excepcional para intensificar el comercio de Esta-dos Unidos con América Latina, que fue apoyado desde entonces por el estableci-miento de filiales de los principales bancos y por la apertura de cámaras de comer-cio. Entre 1913 y 1918, la participación norteamericana en el total de las importa-ciones de América Latina creció desde un 24,5 a un 41,8 por ciento, mientras que el porcentaje de las exportaciones latinoamericanas destinadas a ese mercado as-cendía desde el 29,7 al 45,4 por ciento (Bulmer-Thomas, 1998).

La presencia de los productos de Estados Unidos en el total de las importacio-nes de la región se consolidó en el curso de los años 20, incentivada tanto por la alta competitividad de la industria norteamericana como por los flujos de capital provenientes de ese país.

LA DIVERSIFICACIÓN DE LOS AÑOS 20 Y LOS LÍMITES DE

LA ECONOMÍA EXPORTADORA

El ingreso masivo de capitales estadounidenses en el curso de la década abierta en 1920 se produjo tanto bajo la forma de empréstitos como de inversiones direc-tas en industrias y servicios. En el período 1924-1928, América Latina recibió el 24 por ciento de las emisiones de capital nuevo destinadas al exterior efectuadas en ese país, y el 44 por ciento de las inversiones directas (Thorp, 1991; 1998).

El impacto de la afluencia de capitales extranjeros sobre las economías nacio-nales dependió, en principio, del grado de autonomía real de los distintos países. En América Central y el Caribe aumentó el control extranjero, cuando no la inje-

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rencia directa de los funcionarios norteamericanos. Las prácticas de corrupción asociadas a las negociaciones de los empréstitos resultaron asimismo frecuentes. Pero los años 20 fueron también un momento de diversificación en los sectores no exportadores de los países más grandes. Las inversiones realizadas después de la Primera Guerra posibilitaron este proceso. Si bien aún faltan trabajos empíricos sobre las fuentes de inversión, se ha subrayado tanto la importancia de los peque-ños talleres de reparación de maquinarias como núcleo inicial de algunas indus-trias, como el papel significativo desempeñado por la reinversión industrial y la llegada de capital extranjero. La década del 20 marcó el comienzo de una tenden-cia nueva en este tipo de inversión, con el establecimiento de filiales de firmas extranjeras, especialmente norteamericanas, que buscaban así evadir barreras aran-celarias. La lista de empresas que instalaron unidades productivas en esos años incluye, entre otras, a General Electric, RCA, IBM, Ericsson, Philips, Standard Elec-tric, Burroughs, Pirelli, Ford y General Motors. Por primera vez, en los países industrializados de América Latina el sector secundario creció más rápidamente que el Producto Bruto Interno.

Simultáneamente, el sector exportador de varios países comenzaba a enfren-tar limitaciones en la demanda de los productos tradicionales, que habían impul-sado el crecimiento en la etapa previa, y una fuerte inestabilidad en los precios. Los stocks acumulados durante la guerra dispararon fuertes variaciones a comien-zos de los años 20. A ello se sumaron motivos menos coyunturales, como los avances tecnológicos en la industria química, que impulsaron la competencia de productos sintéticos, y los cambios demográficos en Europa que, unidos a la apli-cación de políticas agrícolas proteccionistas, limitaron la demanda de la cebada, el lino, el algodón y la lana, entre otros productos. La competencia de África y Oriente redujo, a su vez, la participación de América Latina en el comercio de dos productos dinámicos como el caucho y el cacao. Con la excepción del petróleo y de algunos minerales como el hierro y el cobre, las exportaciones perdieron el dinamismo déla etapa anterior. El ingreso masivo de capitales extranjeros permi-tió, sin embargo, que las balanzas de pagos registraran superávits o estuvieran por lo menos equilibradas, creando la imagen de una aparente prosperidad. En 1928, las altas tasas de interés en Estados Unidos indujeron la salida de capitales, revir-tiendo este proceso.

LA CRISIS Y LA EXPANSIÓN DE LA INTERVENCIÓN ESTATAL

La contracción del comercio internacional que siguió al colapso financiero de Wall Street fue acompañada por un grave deterioro de los términos del intercam-bio, que afectó la producción latinoamericana. Los precios de las mercaderías de exportación, con algunas excepciones como el petróleo venezolano, cayeron muy por debajo del precio de las manufacturas que los diferentes países importaban. Durante el período más severo de la crisis, que se extendió entre 1929 y 1933, la caída porcentual de los valores de las exportaciones fue, en general, superior a la contracción de los volúmenes. Esta situación, sumada a los flujos negativos de capitales, creó graves problemas en las balanzas de pagos.

En los primeros tiempos, un porcentaje elevado de las divisas debió asignarse al pago de los intereses de una deuda cada vez más onerosa. Esta circunstancia limitó aún más la capacidad de importación y obligó a una drástica reducción de los gas-tos del Estado, dado que los gobiernos seguían teniendo como principal fuente de financiamiento los gravámenes aduaneros. Con la excepción de Venezuela, que había completado el pago de su deuda externa en 1930, y Haití, República Domi-nicana y la Argentina, que lograron cumplir con sus compromisos externos, el resto de los países latinoamericanos entró en cesación de pagos a mediados de la década del 30.

Para entonces, movidos por la necesidad, los gobiernos habían comenzado a aplicar un conjunto de medidas intervencionistas —no demasiado diferentes, por otra parte, de aquellas que se venían aplicando en varias naciones europeas- para estabilizar la economía: devaluaciones, controles de cambios, establecimiento de cupos y cuotas a las importaciones y creación de juntas reguladoras de la produc-ción. Desde ya, no todos los países de la región implementaron por completo este conjunto de medidas, ni lo hicieron al mismo tiempo. Sin embargo, suele admitir-se que los países en los que el Estado intervino más activamente lograron superar en forma más rápida la fase aguda de la depresión. Carlos Díaz-Alejandro (1988) comparó, en este sentido, el buen desempeño de los países grandes, como Brasil, o con sectores públicos autónomos, como Costa Rica y Uruguay, con el que tuvie- ron las naciones con gobiernos dependientes, con posibilidades limitadas de mani-pular instrumentos de política económica.

Así, las medidas aplicadas para superar la deflación y contrarrestar las prácticas proteccionistas de los países industrializados condujeron en los años 30 a una mar- cada acentuación de la intervención del Estado. En el curso de esos años, a la vez, que aumentaban los gravámenes a las importaciones, algunos países como la Ar- gentina, Brasil, Colombia y México diversificaron las fuentes de financiamiento del Estado a través de impuestos internos -directos e indirectos- y emprendieron activos planes de desarrollo de obras públicas.

La repercusión que la crisis internacional y las políticas heterodoxas aplica das por los países más activos tuvieron sobre la estructura productiva ha sitio objeto de intensas polémicas. Pero, aun con correcciones significativas, la no-ción de punto de inflexión no ha sido abandonada. La necesidad inicial de redu-cir las importaciones y los cambios en los precios relativos de los Bienes naciona-les y extranjeros brindaron oportunidades para la sustitución de importaciones agrícolas e industriales.

Dada la limitada posibilidad de realizar inversiones en los primeros años de la década, sólo aquellos países que contaban con un parque industrial previo pudie- ron sustituir manufacturas. Las inversiones que se habían realizado en los años 20 permitieron inicialmente expandir la producción a través de una utilización más intensiva de la capacidad ya instalada en la Argentina, Brasil, Chile, México, Uru-guay, Colombia y Perú. En la segunda mitad de la década se realizaron nuevas inversiones, a la vez que se modificaba la composición de las importaciones, dismi-nuyendo la participación de los bienes de consumo y aumentando hacia fines del decenio la de bienes intermedios y de capital, imprescindibles para continuar la

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expansión industrial. El control de cambio fue, en este sentido, un instrumento adecuado para estimular el crecimiento de la industria en varios países. La compo-sición de la producción industrial también sufrió modificaciones, al aumentar la participación de los bienes de consumo duradero, químicos, metales y papel. Si bien hacia fines de los años 30, la participación de la industria en el PBI de las naciones rnás industrializadas de América Latina superaba el 22 por ciento sólo en un caso, la demanda interna ya no estaba determinada centralmente por el sector exportador.

La sustitución de importaciones agrícolas, a su vez, fue característica de los países de América Central y el Caribe, en los que la importación de alimentos para la población urbana y para los trabajadores rurales había aumentado en los años 20, como consecuencia de la apropiación de tierras antes dedicadas a los cultivos internos por parte de las empresas exportadoras de plátanos y café.

Tanto la industria sustitutiva de importaciones en las economías grandes como la agricultura de consumo interno en los países pequeños tuvieron un dinamismo superior al del sector exportador. De todos modos, y a pesar del desarrollo de estas actividades ligadas a la demanda interna, los gobiernos otorgaron una importancia central a la recuperación de las exportaciones. A diferencia de lo que ocurriría en la segunda posguerra, durante el período de "desarrollo hacia adentro", en los años 30 se intentaron promover activamente las exportaciones tradicionales, lo que no significa afirmar que se desconocieran las consecuencias directas o indirec-tas que las políticas implementadas tenían sobre la industria.

Sin embargo, si aún a mediados de la década del 30 muchos esperaban un re-torno a la situación previa, la Segunda Guerra Mundial desmoronó esas expectati-vas, convirtiéndose en los hechos en un estímulo adicional para la industrializa-ción y la intervención estatal.

HACIA UN DESARROLLO AUTÓNOMO

El inicio del conflicto desencadenó, rápidamente, dificultades en el sector ex-terno; los vínculos con los mercados de exportación, con las fuentes de recursos financieros y de suministros quedaron severamente comprometidos. Con el pro-pósito de asegurarse el abastecimiento de productos estratégicos y evitar que la crisis económica de la región estimulara posiciones que atentaran contra la solida-ridad hemisférica, Estados Unidos promovió políticas que alentaron la industriali-zación de América Latina.

En 1939 se creó la Comisión Interamericana de Desarrollo que fijó tres líneas de acción para hacer frente a la crisis del sector externo: estimular las exportacio-nes no competitivas hacia Estados Unidos, fomentar el comercio intralatinoame-ricano y desarrollar la industria. A través de otro organismo panamericano, el Banco de Exportación e Importación, se financiaron obras de infraestructura y compras de equipos y, entre otros emprendimientos, la siderúrgica integrada de Volta Re-donda, en Brasil. Los préstamos del gobierno estadounidense, que prácticamente no existían antes de la guerra, llegaron a la cifra récord de 178 millones de dólares en 1943.

Estas políticas, junto con las dificultades para la importación, alentaron la industria sustitutiva y reforzaron las tendencias iniciadas en los años 30. En la Argentina, Brasil, Chile y México, la industrialización por sustitución mostró una inclinación mayor que en el período anterior a la producción de artículos intermedios y bienes de capital, apoyada por la creciente intervención del Estado y el aumento de sus inversiones directas en industrias básicas e infraestructura. El comercio entre las naciones latinoamericanas, a su vez, creció notablemente. En 1938, sobre el total del comercio exterior, la región sólo participaba con un 7,5 por ciento; en 1945, ese porcentaje había subido al 21 por ciento. Tal aumento impulsó la exportación de manufacturas brasileñas, argentinas y mexi-canas hacia el mercado regional; los textiles brasileños llegaron a representar cerca del 20 por ciento de las exportaciones totales de ese país durante algunos años de la guerra, y en 1943 la Argentina exportó el 20 por ciento de su produc-ción industrial (Bulmer-Thomas, 1998).

Pero, más allá de estos casos, en toda América Latina el crecimiento de la in-dustria fue superior al de una agricultura deprimida por las limitaciones en los volúmenes exportables y sin posibilidades de seguir sustituyendo importaciones, como en la década anterior.

Así, la Segunda Guerra Mundial supuso un nuevo y severo golpe al modelo de crecimiento basado en la exportación; ese impacto se sumaba a los anteriores, pro-vocados por la guerra de 1914 y la crisis de 1929. En los países más industrializa-dos de la región se fortalecieron las posiciones favorables a un desarrollo autóno-mo, que tenía en el mercado interno y la industrialización dos piezas clave. Lo paradójico de la situación, señaló con acierto Rosemary Thorp (1998), fue que mientras ganaba consenso la idea de que era posible, y deseable, un desarrollo autónomo, la influencia norteamericana en la economía de América Latina crecía notoriamente.

b) Una sociedad que se transforma: migraciones internas y urbanización

La población de América Latina creció a un ritmo sostenido -con índices supe-riores a los de Europa e incluso al de América del Norte- en la primera mitad del siglo XX, pasando de 01.871.000 de habitantes en 1900 a 165.880.000 en 1950 (Sán-chez-Albornoz, 1993; Merrick, 1997). En los años de entreguerras, sin embargo, se produjeron cambios significativos con respeto a las pautas que habían caracterizado la etapa anterior. El primero de ellos fue que con la crisis de 1929 llegó a su fin la inmigración masiva, y por consiguiente su aporte al crecimiento demográfico de cinco países, con incidencia en el total de la población del continente. Si bien durante la Primera Guerra Mundial ya se habían registrado saldos negativos en la Argentina, Chile y Brasil, en los años 20 se produjo una recuperación.

A partir de 1929, entonces, el aumento de población estuvo basado en el creci-miento vegetativo, apoyado en altas tasas de natalidad acompañadas por una gradual disminución de los índices de mortalidad, que no fue, sin embargo, uniforme. La tasa de crecimiento de la población ascendió del 1,7 por ciento anual, estimado para el período 1900-1930, a un 1,9 por ciento en los años 30 y un 2,1 por ciento en la década

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del 40. En diecisiete de los veinte países, los índices de natalidad se mantuvieron muy elevados e incluso registraron ascensos con respecto a la etapa anterior a 1914, en un promedio que se estima en 45 por mil habitantes. Las tasas de mortalidad, a su vez, fluctuaron en la mayoría de los países entre el 20 y el 30 por mil, con una tendencia a la baja, que recién se generalizó en la segunda posguerra.

Existen, por supuesto, amplias diferencias entre los países. La Argentina y Uru-guay siguieron un patrón diferente al del resto de la región, con una tasa de creci-miento demográfico inferior a la media latinoamericana, que se explica por una temprana disminución de los índices de natalidad. En ambos países, la esperanza de vida superaba ampliamente el promedio de treinta y cinco años, que era el estimado para América Latina en conjunto. Su porcentaje de población urbana era el más elevado de la región, y la fuerza laboral ocupada en la agricultura apenas representaba el 25 por ciento de la población económicamente activa. También tuvieron un crecimiento demográfico inferior a la media países como Haití, El Salvador y Bolivia pero, a diferencia de los casos rioplatenses, aquí el factor decisi-vo fue el elevado índice de mortalidad.

Una segunda característica de los años de entreguerras fue que se acentuaron los movimientos migratorios hacia los centros urbanos. James Scobie (1991) estima que un tercio de la población de la Argentina, Uruguay y Chile vivía ya en ciuda-des de más de veinte mil habitantes en 1930, mientras que en otros países grandes la cifra se acercaba al 15 por ciento. Si se incluyen ciudades de menor rango, la población urbana trepa a un 30 por ciento para 1930. Los movimientos migrato-rios de los años 30 y 40 elevaron esta proporción al 41 por ciento en 1950. Los elevados índices de desocupación registrados tras la crisis de 1929, si bien afecta-

ron tanto al trabajo urbano como al rural, impulsaron las migraciones hacia las ciudades. A partir de la recuperación de las economías, que comenzó hacia 1933, se intensificó la migración hacia los centros urbanos y se produjeron profundas transformaciones en las pautas de urbanización. Estas migraciones relacionadas con el crecimiento del sector industrial comenzaron lentamente a modificar la composición de los sectores populares y, especialmente, la de la clase obrera.

En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el proletariado industrial tenía im-portancia sólo en algunas ciudades como Buenos Aires, Santiago de Chile, Sao Paulo, Puebla, Veracruz o Lima, y el promedio de trabajadores por empresa, con la excepción de los sectores más concentrados destinados a la exportación y las industrias textiles, no llegaba a las diez personas. Los trabajadores portuarios, fe-rroviarios y los mineros en Chile, Perú y México superaban en número a los obre-ros industriales. En los años 40, la importancia de los trabajadores fabriles dentro del conjunto de la clase obrera había crecido de manera evidente, así como tam-bién el número de personas empleadas por empresa. El porcentaje de trabajadores de la construcción y de la industria del petróleo en Venezuela y Colombia también había aumentado. En el mismo período la fuerza laboral ocupada en la agricultura disminuyó desde un 74,4 por ciento en 1930 a un 66,1 por ciento en 1940 y al 53,2 por ciento en 1950 (Long y Roberts, 1997).

El éxodo hacia las grandes ciudades, iniciado en algunos países en los años 20 y en otros en los 30 y los 40, inauguraba una característica que se acentuaría en los

decenios siguientes, en los que la vivienda y en ocasiones también los puestos de

trabajo resultaban inferiores al número de migrantes. En muchas ciudades, no sólo en las capitales, comenzaron a crecer barrios pobres en los suburbios, que recibieron diferentes denominaciones: "ciudades perdidas" en México, "favelas" en Brasil, "callampas" en Chile, "barriadas" en Perú, "villas miseria" en la Argen-tina, "cantegriles" en Uruguay. Si en vísperas de la Primera Guerra sólo diez ciu-dades tenían más de cien mil habitantes en América Latina, en 1940 Buenos Aires, Ciudad de México, Río de Janeiro y Sao Paulo superaban el millón de habitantes y la primera lo duplicaba ampliamente. En Lima, La Habana, Montevideo, Santiago de Chile y Rosario vivían más de quinientas mil personas y en La Paz, Bogotá, Caracas y ocho ciudades más residían doscientos mil (Romero, 1976).

c) La desigual ampliación de la participación política

En la primera década del siglo XX, las realidades políticas de las repúblicas latinoamericanas cubrían un abanico de situaciones que iba desde las dictaduras hasta los sistemas de alternancia entre partidos tradicionales, con control de mino- rías de "notables" y sistemas electorales restringidos, cuando no fraudulentos.

En algunos países como la Argentina, el derecho a voto masculino era amplio desde el siglo XIX y no existían limitaciones sobre la base de la propiedad o la educación; en este país podían votar los varones nativos mayores de dieciocho años, incluidos los analfabetos. El porcentaje de votantes no superaba, sin embar- go, el 15 por ciento o a lo sumo el 20 por ciento de la población habilitada para hacerlo. Esa participación resultaba aún más limitada si se tiene en cuenta el eleva- do número de inmigrantes no nacionalizados.

En la mayoría de las naciones latinoamericanas, el marco legal resultaba, sin

embargo, más limitativo. El requisito de la alfabetización para estar en condicio- nes de votar representaba la vía más sencilla de exclusión. La supresión legal de ese requisito, y en algunos casos del de propiedad, sólo se generalizó después de 1945. El derecho femenino al voto también fue excepcional hasta esa fecha.

A partir de comienzos de la segunda década del siglo XX, en algunos países se produjo una ampliación de la participación política. Se suele hablar de un variado "impulso democrático", que incluye experiencias diversas entre sí, como la del México revolucionario y las de la Argentina y Uruguay, con el tránsito de partidos de notables a partidos modernos. En otras naciones de América Latina, si bien no se produjeron cambios significativos en la legislación electoral o en las prácticas institucionales, la ampliación de la participación se manifestó, en especial desde el fin de la Gran Guerra, en una intensa actividad de las agrupaciones políticas y

culturales que, en el marco de la creciente agitación social, cuestionaron el orden vigente.

MÉXICO: LAS LUCHAS ENTRE LOS REVOLUCIONARIOS

La convocatoria a una insurrección para oponerse al nuevo fraude montado por Porfirio Díaz en las elecciones de 1910 dio origen al proceso conocido como

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"Revolución mexicana". Las intrigas entre las élites y las facciones del ejército por la sucesión de un presidente de ochenta años y el creciente malestar generado por el deterioro de la situación económica hacían posible pensar en el triunfo del plan diseñado por el moderado candidato antirreeleccionista Francisco Madero. Sin embargo, la promesa de estudiar las quejas de los poblados por la pérdida de tie-rras, incluida en la proclama de Madero, otorgó al levantamiento una base social no prevista inicialmente, con demandas diferentes a las de reforma de las prácticas políticas. La rápida organización de milicias de campesinos en las sierras norteñas de Chihuahua y en Morelos, en la meseta central, y la presencia de focos revolu-cionarios en otros lugares del país, forzaron la renuncia de Díaz. La revolución liberal-constitucional se convertía, por los actores sociales involucrados y por el contenido de sus demandas, en una revolución con alcances más vastos e inciertos.

El heterogéneo bloque que había enfrentado a Díaz, conducido, entre otros, por políticos liberales, líderes agraristas, dirigentes anarquistas, hacendados nor-teños y miembros de la emprendedora burguesía de Sonora, sólo permaneció uni-do para forzar la renuncia del dictador en 1911 y para derrotar entre 1913 y 1914 a la contrarrevolución dirigida por el general Emiliano Huerta. A partir de allí, la guerra civil enfrentó a quienes habían sido aliados circunstanciales. Una primera etapa de esa lucha concluyó con la victoria de los ejércitos constitucionalistas so-bre Pancho Villa y Emiliano Zapata. La búsqueda de apoyo popular, sin embargo, había radicalizado el discurso de los vencedores, quienes promulgaron una ley de reforma agraria y negociaron el apoyo de la anarcosindicalista Casa del Obrero Mundial.

La Constitución de 1917 fue una consecuencia del período de intensa movili-zación social y de las tendencias diferentes que convivieron dentro de la revolu-ción, incluso dentro de la facción vencedera. Aquella constitución diseñó un Esta-do intervencionista, encargado de garantizar la soberanía nacional sobre los recur-sos naturales, el acceso de las comunidades campesinas a la tierra y los derechos de los trabajadores; un Estado que era presentado como arbitro de los conflictos en-tre las clases e independiente de la influencia de éstas (Hamilton, 1983). Existió, por supuesto, una gran distancia entre la retórica institucional y la práctica políti-ca, pero los años de guerra civil habían demostrado que los campesinos y los obre-ros eran fuerzas sociales importantes, que debían ser tenidas en cuenta en las sali-das políticas intentadas.

LAS EXPERIENCIAS DEMOCRÁTICAS DEL SUR

El establecimiento del voto secreto, así como la creación de mecanismos institu-cionales para limitar el fraude, avanzaron en Uruguay y en la Argentina, junto a la imposición del voto obligatorio. En este último país el proceso tuvo lugar a través de la aprobación en 1912 de una ley electoral para asegurar el voto secreto y obligato-rio, que se aplicó por primera vez en 1916 en una elección presidencial; en Uruguay, en 1918. En ambos casos suelen asociarse las experiencias de los gobiernos radicales y colorado-batllistas con la ampliación de la participación política, especialmente de los sectores populares urbanos, y con políticas sociales más atentas a los intereses de

esos grupos. Los cambios en los sistemas electorales reflejarían tardíamente, enton-ces, la creciente complejidad de unas sociedades que hacía décadas se estaban ha-ciendo más heterogéneas. Un nuevo estilo político atento a la presencia de un elec-torado ampliado se evidencia en ambas orillas del Río de la Plata, con el impulso de la prensa partidista y la creciente actividad de los comités barriales.

Sin embargo, las diferencias entre ambas experiencias de democratización de los sistemas políticos y de tránsito de partidos de notables a partidos de masas resultan, por demás, significativas. En la Argentina, la aprobación de la ley electo-ral mencionada -más allá de los debates que enfrentan a los historiadores sobre cuáles fueron los motivos ciertos que impulsaron a la élite tradicional a otorgarla-condujo en las primeras elecciones presidenciales de 1916 al triunfo de la principal fuerza de oposición: la Unión Cívica Radical (UCR). El "error de cálculo" de la élite tradicional, que planeaba una gradual incorporación de la UCR y del Partido Socialista como fuerzas minoritarias, marcó el sentido de la democracia, que fue percibida por la élite, desde entonces, como una amenaza. Se estructuró así un sistema político fuertemente antagónico, que más allá del cambio de protagonistas y partidos acompañó a la política argentina a lo largo del siglo XX.

En Uruguay el cambio lo condujo el partido que había hegemonizado el po-der, directa o indirectamente, desde mediados del siglo XIX. A su vez, la política social progresista del batllismo fue previa al establecimiento del voto secreto y obligatorio. Los sectores económicos poderosos tenían representación en las dos fuerzas políticas tradicionales en Uruguay, lo que permitiría plantear la existen-cia de un "multipartidismo encubierto" por detrás de ambas fuerzas (Caetano, 1994). Más allá de esto, la primera experiencia de voto secreto dio como resulta-do una derrota del voto considerado progresista, atenuando los temores de los sectores tradicionales.

EL ACTIVISMO DE LOS AÑOS DE ENTREGUERRAS: TIEMPOS DE DENUNCIA Y RADICALIZACIÓN

Desde fines de la Primera Guerra Mundial, en muchas de las grandes ciudades latinoamericanas se desarrollaron procesos de renovación cultural, que se prolon-garían durante la década del 20 y hasta mediados de la del 30. La prédica antibeli-cista del grupo Ciarte, la Revolución rusa y la aparición del fascismo conmovieron, en los primeros años 20, especialmente a la franja juvenil del universo político y cultural latinoamericano, entremezclándose con el referente más cercano de la Revolución mexicana y la expansión del reformismo estudiantil.

En su sector universitario, por entonces numéricamente reducido y con una pertenencia social que apenas se abría, en algunos países, a sectores acomodados de las clases medias, la Reforma Universitaria de la Argentina de 1918 había inau-gurado ya un clima de discusión, que incluía entre sus temas tanto la situación de la propia universidad como la de las respectivas sociedades nacionales. El descon-certante desarrollo de la Revolución mexicana capturó, a la vez, la atención de muchos de estos jóvenes, convirtiéndose en un laboratorio de reflexión sobre las posibilidades de una transformación social. A lo largo de los años 20, mientras se

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intensificaban las redes construidas entre los militantes sociales y estudiantiles, hacía» su aparición una prensa de denuncia, que circulaba en distintos países alenta-da por el crecimiento de los públicos alfabetizados urbanos y también por los to-davía escasos grupos políticos vinculados a la Internacional Comunista.

Dedicados a la política y a la literatura, estos activistas culturales solían exhibir, en los tempranos años 20, un pensamiento que asociaba el juvenilismo con otros temas del repertorio reformista. A fines de esa década, muchas de las posiciones que ese complejo de ideas podía sostener se inclinaron a la izquierda radicalizada. Así, aquel pensamiento juvenil, inicialmente vago e inclinado a una reflexión espi-ritualista, acentuó sus dimensiones políticas y pasó, con fervor, a la denuncia de los males sociales del continente; este último desplazamiento disparó la atención so-bre el mundo rural latinoamericano. Por entonces, ya estaban circulando los diag-nósticos comunistas y de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) so-bre la realidad económica de América Latina. A pesar de las diferencias, ellos favo-recieron el empleo de la noción de países dependientes para caracterizar a los latinoamericanos. De ese modo, en el curso de los años 20 se difundió entre estos grupos la idea de pertenencia a una realidad común, cuyo dato central era su sub-ordinación al imperialismo y la certeza en un futuro que, a pesar de las discusiones sobre tácticas y modelos, sería socialista (Kohan, 2000).

El cuestionamiento de la situación social también formó parte de los argumen-tos puestos en juego por algunos militares que, en los años 20, intentaron alza-mientos. Para entonces, como afirma Alain Rouquié (1990), había concluido la etapa de formación de ejércitos profesionales modernos en América del Sur y en Guatemala y El Salvador. En algunos de estos países, durante los años 20, y en otros durante los 30, las fuerzas armadas comenzaron a intervenir políticamente como institución. Los movimientos de oficiales reformistas incluyeron el tenentis-mo brasileño, del que participó el futuro dirigente comunista Luis Carlos Prestes; a los golpistas chilenos de 1924, algunos de cuyos integrantes estuvieron luego relacionados con el gobierno del coronel socialista Marmaduke Grove, y a parte de los militares ecuatorianos de la revolución de julio de 1925. Por supuesto, estos movimientos fueron heterogéneos, y los oficiales que los integraban evoluciona-ron hacia posiciones diferentes y a veces enfrentadas. La asociación entre militares y fuerzas de izquierda, sin embargo, no desapareció completamente y tuvo algunas expresiones hasta mediados de los años 40.

LA INESTABILIDAD POLÍTICA TRAS LA CRISIS DE 1929

La crisis internacional tuvo un efecto desestabilizador sobre los diferentes re-gímenes políticos latinoamericanos. Pocos países transitaron los años más severos de la depresión económica sin rebeliones, golpes militares, renuncias anticipadas o recambios en el predominio de los partidos tradicionales. Entre 1930 y 1932 los militares intervinieron en naciones tan distintas como la Argentina, Brasil, Boli-via, Chile, Perú, Ecuador, Guatemala, Honduras y El Salvador, lo que ha llevado, en ocasiones, a proponer la imagen de una oleada golpista antidemocrática. Si se atiende a las realidades políticas previas a la depresión, resulta difícil plantear la

quiebra general de un orden democrático, dado que éste no existía en la mayoría de los países. La crisis del sistema político latinoamericano, producto de la nueva e inestable situación económica posterior a 1929, resulta un fenómeno más variado y complejo.

La incapacidad de las élites políticas para superar la crisis, y su consiguiente descrédito, los temores a los estallidos sociales y la influencia de las ideas corpora-tivistas europeas, pueden haber confluido para acentuar el papel que los militares se autoatribuyeron en esos años. Existen, sin embargo, diferencias acentuadas en-tre las intervenciones militares de esa década. El conservador ejército argentino, por ejemplo, derrocó en 1930 a un gobierno elegido democráticamente, mientras que los oficiales nacionalistas bolivianos de 1936 se opusieron a los intereses de los sectores económicos poderosos. Los enfrentamientos entre militares resultaron frecuentes, especialmente cuando habían surgido grupos opuestos al orden esta-blecido. Es posible afirmar que corrientes nacionalistas y estatistas, que se vincula-ron a los proyectos industrialistas hacia fines de ese decenio y comienzos del si-guiente, ganaron consenso dentro de heterogéneas fuerzas armadas, en las que convivían desde recientes admiradores de los fascismos europeos hasta conserva-dores de viejo tipo, pasando por los herederos de los movimientos reformistas de los 20.

Por otra parte, en varios países los cambios políticos generados por la crisis se produjeron sin la intervención directa de los militares o con una participación secundaria. En Uruguay tuvo lugar un autogolpe presidencial en 1933, organiza-do por facciones conservadoras de ambos partidos políticos, para modificar la Cons-titución y anular una rama del Poder Ejecutivo. En Colombia, en cambio, el Par-tido Liberal reemplazó la larga preeminencia de los conservadores, extendiendo en estos años el sufragio universal masculino no obligatorio a los analfabetos e incorporando algunas leyes sociales, y en Costa Rica los actores políticos se am-pliaron en un marco de estabilidad institucional. Finalmente, México recorrió durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, entre 1934 y 1940, un período de intensos cambios, en los que el Estado promovió la movilización y la organización tanto del campesinado como de la clase obrera urbana y rural y emprendió una amplia reforma agraria.

Los debates políticos, a su vez, fueron intensos y complejos en los años 30, y al mismo tiempo las posiciones adoptadas por quienes intervenían en ellos exhibie-ron a menudo un marcado eclecticismo. Tales debates los libraban no sólo intelec-tuales destacados y partidos políticos orgánicos sino también elencos de funciona-rios de Estados en trance de hacerse más activos en la intervención sobre la vida económica y social, agrupaciones políticas de escaso arraigo electoral pero con auditorios amplios en las élites, viejos miembros de los grupos dominantes que continuaban gozando posiciones privilegiadas en el mundo político. Los argu-mentos utilizados estaban naturalmente influidos por las líneas de reflexión que se desarrollaban en otros escenarios. Así, por ejemplo, la imagen de las democracias amenazadas por el fascismo, que en Europa alentó la Guerra Civil española y lue-go la Segunda Guerra Mundial, fue ganando espacio en la reflexión política lati-noamericana hacia fines de la década. Esa clave de interpretación no se relacionó

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de manera sencilla con tendencias que habían sido fuertes en años anteriores, en particular con el antiimperialismo.

Pero la propia realidad latinoamericana sumaba desafíos a quienes intentaban explicarla y actuar sobre ella. Así, la crisis económica internacional estimuló las actitudes que planteaban la posibilidad de un desarrollo hacia adentro, dando al mercado interno, a la industria y a la intervención del Estado un lugar más rele-vante en la agenda de las políticas económicas. El contenido antícíclico de algunas de las políticas que podían inspirarse en esas actitudes hizo que ciertas experiencias fueran seguidas con atención tanto por sectores económicos y políticos tradicio-nales como por parte de la izquierda; así ocurrió con los resultados del primer plan quinquenal de la Unión Soviética y con el New Deal de Roosevelt.

Por otra parte, el nacionalismo que se extendió en América Latina durante los años 30, con frecuencia relacionado con aquellas posiciones industrialistas y mer-cadointernistas, no constituye sólo un reflejo de las influencias corporativistas eu-ropeas en la cultura política latinoamericana. El nacionalismo era una fuerza con tradición tanto en México como en Cuba, por ejemplo. A su vez, algunos grupos articularon en los 30 el nacionalismo con el antiimperialismo de denuncia de los años anteriores, en una huella próxima a la del APRA. Por supuesto, las ideas fascis-tas tuvieron eco en sectores de las fuerzas armadas y proporcionaron a miembros de las élites tradicionales argumentos para sostener su antidemocratismo previo. Si bien se organizaron en esos años algunos partidos o movimientos fascistas en América Latina, con la excepción del integrismo brasileño y del sinarquismo mexi-cano, fueron poco numerosos.

Durante la Segunda Guerra Mundial, y en particular en el período que se abrió en 1941 con la invasión de la Unión Soviética y la entrada norteamericana en la contienda, la polémica política tomó tonos más dramáticos. Sin embargo, ni las inclinaciones que maduraron a lo largo de los años 30, ni las contradicciones e incertidumbres que las acompañaban, desaparecieron en ese contexto. Y si en 1945 la clave para la explicación de muchas posiciones era la universal alternativa entre la democracia y el fascismo, pronto la ruptura del bando de los vencedores impul-saría nuevos realineamientos en el mundo político latinoamericano.

Más allá de estas situaciones que afectaban el modo en que los actores políticos interpretaban la realidad, el propio sistema había cambiado, fundamentalmente en lo que atañe a las características de los partidos, si se compara la situación de 1914 con la de 1945. Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial existían en América Latina varios partidos -como el APRA, Acción Democrática, la izquierda chilena, el liberalismo colombiano-, e incluso se habían desarrollado experiencias estatales -el cardenismo en México y parcialmente el varguismo en Brasil-, que habían promovido la integración de sectores sociales amplios. Esa integración era diversav

de la que permitía la mera ampliación del sufragio: el APRA había desarrollado una intensa campaña de movilización y encuadramiento popular que llevaba ya casi veinte años, y los sindicatos eran un interlocutor estatal no sólo en el México car-denista sino también en el Brasil de Getulio Vargas. Así, en los años de entregue-rras algunas de estas experiencias anticipaban uno de los rasgos centrales de la situación latinoamericana en los años 40: la existencia de los llamados "populis-

mos", que en ocasiones llegaron a ocupar el poder, con bases sociales muy amplias, y que constituyeron una de las vías de incorporación de los grupos populares a la dimensión política y social de la ciudadanía.

2. Los años de desarrollo hacia adentro (1945-1980)*

Desde el mirador del cambio drástico de orientación de las políticas económi-cas de la década de 1990, muchos políticos y analistas de la situación latinoameri-cana enfocaron el período abierto a partir de la segunda posguerra como una opor-tunidad malgastada, como un alejamiento del recto camino de apertura económi-ca, equilibrio fiscal y moneda sana que debía haber conducido a los países de la región a niveles de prosperidad y bienestar comparables a los de los países desarro-llados. Esta condena de la trayectoria económica y social latinoamericana de los cuarenta años que siguieron al fin de la guerra varía en profundidad y virulencia en los distintos países de la región, en relación directa con el peso del legado del período condenado y de las estrategias de reformas estructurales seguidas por los gobiernos de las décadas de 1980 y 1990. La idea de que las raíces de los problemas económicos de la década de 1980 se encontraban en el modelo de desarrollo adop-tado en la segunda posguerra ganó adeptos más allá de las filas neoliberales.

Sin embargo, esta crítica retrospectiva suele obviar un par de cuestiones clave. Una de ellas fue el éxito del modelo de desarrollo definido en la segunda posgue-rra en lo relativo al crecimiento del Producto Bruto Interno y, más específicamen-te, del producto industrial. La otra fue la racionalidad de las decisiones que condu-jeron a la cristalización de ese modelo de desarrollo. En este sentido, las opciones que tomaron los países latinoamericanos con posterioridad a la Segunda Guerra estuvieron fuertemente condicionadas por las posibilidades y por las restricciones internacionales e internas del período de la inmediata posguerra.

a) El Estado y la economía

EL ESCENARIO DE LA SEGUNDA POSGUERRA

Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos comenzó a diseñar un nuevo sistema de reglas para la economía mundial. Estas reglas, plasmadas en los acuerdos de Bretton Woods y en las instituciones derivadas de esos acuerdos -el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Internacional de Reconstruc-ción y Fomento (BIRF-Banco Mundial)-, tenían como propósito facilitar las inver-siones y contribuir a mantener la estabilidad monetaria y financiera. La liberaliza-ción del comercio no llegó a cristalizar en un ordenamiento institucional de enver-gadura comparable: el proyecto de creación de una organización mundial de co-

* Por Lucas Luchilo.

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mercio no funcionó y, en su lugar, solamente se estableció el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT).

Estos acuerdos e instituciones estaban inspirados por el deseo de evitar la repe-tición de la experiencia de los años de la Gran Depresión. Detrás de este nuevo diseño institucional, se hallaba el enorme poder económico de Estados Unidos. Cuando las economías europeas dieron muestra de carecer del dinamismo necesa-rio, el gobierno estadounidense -movido, además, por las preocupaciones estraté-gicas de la Guerra Fría— puso en práctica un ambicioso plan de ayuda económica a Europa. También fue significativa la ayuda a Japón y, más tarde, a Corea del Sur.

La convergencia entre una liberalización a medias de la economía mundial y un decidido impulso de Estados Unidos a algunas regiones no resultó particularmente beneficiosa para los países latinoamericanos. En principio, América Latina no consti-tuía una prioridad estratégica para Estados Unidos. Las conferencias de Chapulte-pec, Río de Janeiro y Bogotá no cumplieron con las expectativas de los gobiernos latinoamericanos en lo relativo al apoyo económico del gobierno estadounidense.

LA AMPLIACIÓN DE LA INTERVENCIÓN ESTATAL

En los primeros años de la segunda posguerra, se ampliaron los alcances y las modalidades de intervención estatal en la vida económica. La mayoría de los Esta-dos latinoamericanos expandieron sus atribuciones de regulación de la actividad económica y desarrollaron un importante sector productivo de propiedad estatal. En varios países se profundizaron los mecanismos de intervención estatal en las relaciones entre empresarios y trabajadores. De hecho, los Estados nacionales se convirtieron en los actores clave del proceso de sustitución de importaciones. Ante el mantenimiento de condiciones externas que facilitaban la industrialización, los Estados adoptaron decisiones que les dieron un papel central en el suministro de recursos financieros al sector privado, en la política de ingresos y en la creación y el mantenimiento de empresas públicas de producción y de servicios.

Para sostener la estrategia de sustitución de importaciones, los gobiernos latinoa-mericanos adoptaron una batería de medidas de política económica que favorecían a los industriales y, en menor medida, a los trabajadores urbanos. Altas tasas de protec-ción para los artículos de consumo y bajas tasas para los bienes de capital, créditos subsidiados, incentivos fiscales, tipos de cambio múltiples -que desalentaban las im-portaciones de bienes de consumo, facilitaban las de equipos y, en algunos casos, desalentaban las exportaciones primarias-, fueron mecanismos que apoyaron el cre-cimiento del sector industrial. Las medidas adoptadas tendieron a desalentar las ex-portaciones de productos primarios, en particular las de alimentos, necesarios para satisfacer la creciente demanda de una población urbana en rápida expansión.

Esta estrategia tuvo éxitos importantes. Las economías de los países latinoame-ricanos tuvieron altas tasas de crecimiento económico, con un notable aumento de la producción industrial. El crecimiento anual del PBI de la región entre 1950 y 1973 fue del 5,3 por ciento. El producto per cápita creció a un ritmo del 3 por ciento anual. El principal motor de estas tasas de crecimiento fue la industria, que entre 1945 y 1972 creció un 6,8 por ciento anual. El crecimiento del sector agro-

pecuario fue menor. Si bien existieron aumentos en la productividad derivados de la introducción de mejoras tecnológicas -en algunos casos, basadas en el apoyo gubernamental a la investigación aplicada y al extensionismo agrario-, el sesgo de las políticas económicas a favor de la industria y de los sectores urbanos limitó la expansión del sector.

La creación y expansión de un poderoso sector de empresas públicas obedeció a distintas influencias. La preocupación de los militares por el autoabastecimiento de insumos estratégicos condujo en algunos países a la creación de empresas quí-micas contribuyó a legitimar la producción estatal en la siderurgia. Esta preocu-pación se intensificó con la experiencia de la guerra. Getulio Vargas sintetizó el argumento industrialista de los militares en un discurso de 1944 al afirmar que "nuestra primera lección de la presente guerra [es que los países militarmente poderosos son los que están] suficientemente industrializados, con capacidad de producir dentro de sus fronteras los materiales bélicos que precisan".

La siderurgia fue el símbolo de la industrialización promovida por el Estado. En cierto modo, industrializarse equivalía a ser capaces de producir acero. La ex-periencia paradigmática fue la puesta en funcionamiento del proyecto de la acería de Volta Redonda en Brasil. La misma, que comenzó a producir en 1947, fue fi-nanciada con un préstamo del Eximbank, otorgado por Estados Unidos, preocu-pado por el acercamiento de Vargas a Alemania. A partir del éxito de Volta Redon-da, el Estado brasileño continuó fomentando la siderurgia, con empresas con par-ticipación mayoritaria del capital estatal.

La siderurgia mexicana, en cambio, tuvo un origen privado, con las primeras empresas del estado de Monterrey. Pero la participación estatal fue creciendo y, hacia fines de la década de 1970, el consorcio estatal Sidermex tenía alrededor del 60 por ciento de la producción. También en la Argentina la siderurgia se desarro-lló a partir de la intervención directa del Estado, con los altos hornos de Zapla de principios de la década de 1950, y con Somisa, una empresa mixta con participa-ción mayoritaria estatal. Chile, Colombia, Venezuela y Perú también llevaron ade-lante proyectos siderúrgicos de envergadura.

El fomento de la siderurgia no se justificaba solamente por razones de seguri-dad militar o de prestigio nacional. La idea de la potencialidad de la siderurgia -y también de la petroquímica- para producir enlaces hacia delante -en las industrias mecánicas o en la construcción- y hacia atrás -en un aprovechamiento más eficaz de los recursos naturales de la región- tenía fuertes evidencias a su favor.

Otro sector en el cual el Estado participó activamente fue el de la energía. La formación de grandes empresas petroleras fue, al mismo tiempo, una afirmación de soberanía nacional y una fuente de recursos para los exportadores -como Méxi -co, Venezuela y Ecuador- o un mecanismo para evitar la onerosa importación de combustible -como en el caso de la Argentina y de Brasil-, También Brasil y la Argentina realizaron un importante esfuerzo en el desarrollo de un sector de ener-gía nuclear, en una orientación en la que volvían a combinarse consideraciones económicas y militares. En el área energética, varios gobiernos realizaron impor-tantes esfuerzos en la construcción de plantas de generación de energía hidroeléc-trica y de redes de transmisión.

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Además, los gobiernos latinoamericanos formaron grandes empresas públicas dedicadas a la provisión de servicios de transporte, de comunicaciones, de sanea-miento y agua potable, y de aerolíneas de bandera y de flotas mercantes.

EL AVANCE DE LA INDUSTRIALIZACIÓN SUSTITUTIVA

El sostenido avance de la industrialización fue uno de los rasgos salientes de las economías latinoamericanas entre las décadas de 1950 y 1980. Para el conjunto de la región, la participación del sector industrial en el PBI pasó del 18,4 en 1950 al 25,4 por ciento en 1980. Las trayectorias de algunos países son todavía más llama-tivas. Brasil pasó en el mismo período del 23,2 al 33,1 por ciento y Venezuela del 10,2 al 18,8 por ciento. La trayectoria característica del crecimiento industrial latinoamericano comprendía una fase inicial en la que se fabricaban localmente bienes de consumo ligeros, seguida, con mayor o menor éxito, por la fabricación de bienes intermedios, de consumo durable y de capital. El éxito de la industriali-zación sustitutiva no puede ser subestimado. Sin embargo, la industrialización tuvo algunos problemas serios. El insuficiente tamaño de los mercados nacionales, las altas tasas de protección efectiva, la escasa capacidad de innovación tecnológica y la relativa debilidad de los empresarios nacionales limitaron severamente el poten-cial expansivo del desarrollo industrial. La incapacidad de la industrialización sus-titutiva para contribuir a resolver los problemas del sector externo fue, tal vez, la muestra más clara de las insuficiencias del modelo de desarrollo hacia adentro. Por una parte, los países latinoamericanos no mejoraron de manera significativa la participación de las manufacturas en sus exportaciones. Por otro lado, la propor-ción de manufacturas importadas se mantuvo en niveles altos. Además, la creciente necesidad de bienes intermedios y de capital de origen extranjero incrementó los problemas de balanza de pagos.

Hacia mediados de la década de 1950 se intensificó la presencia de filiales de compañías multinacionales -en su gran mayoría estadounidenses- en los países más importantes de la región. Las empresas instalaron sus plantas para aprovechar la demanda de mercados insuficientemente abastecidos y con niveles de protec-ción que justificaban la radicación en cada país, a pesar de la dificultad para alcan-zar economías de escala similares a las de las plantas de los países desarrollados. Si bien el aporte de la inversión extranjera directa fue muy importante en algunos países en la producción de bienes de consumo durable, el aporte tecnológico fue limitado. Las empresas por lo general traían tecnologías maduras y no invertían localmente en investigación y desarrollo.

b) Una sociedad en transformación acelerada

LA DINÁMICA DEMOGRÁFICA

Los países latinoamericanos experimentaron un notable crecimiento de la po-blación, producto de la convergencia entre el mantenimiento de elevadas tasas de natalidad y la introducción de mejoras sanitarias, que contribuyeron a reducir la

mortalidad infantil y a prolongar los años de vida de la mayoría de, sus habitantes. La población total de América Latina hacia 1950 era de alrededor de 165 millones de habitantes; veinte años más tarde, había crecido hasta alrededor de 285 millo-nes con una tasa anual de crecimiento demográfico de 2,72 por ciento. Estas tasas de crecimiento se manifestaron también en un alto porcentaje de población menor de quince años, que hacia 1960 representaba cerca del 42 por ciento de la pobla-ción total.

Después de la Segunda Guerra Mundial, gobiernos y organismos internacio-nales se comprometieron en amplias campañas destinadas a la prevención de en-fermedades infecciosas y a la promoción de la salud pública. Enfermedades hasta ese momento endémicas, como el paludismo, fueron puestas bajo control, y la introducción de nuevas vacunas y antibióticos permitió una notable reducción en la incidencia y en la mortalidad de otras enfermedades infecciosas, dolencias respi-ratorias y enfermedades estomacales. Estas mejoras se tradujeron en un notable aumento en la expectativa de vida.

El crecimiento demográfico fue vertiginoso en América Central y en las zonas tropicales de América del Sur, y moderado en el Caribe y en las regiones templa-das de América del Sur. La disminución de la tasa de natalidad explica las bajas tasas de crecimiento de la población de la Argentina y de Uruguay, similares a las de los países europeos y de alrededor de la mitad de países como México, Perú o Venezuela.

El aumento de la población fue mayor en las ciudades que en el campo. El porcentaje de población residente en ciudades pasó del 41 en 1950 al 65 por ciento en 1980, con una tasa de crecimiento del 4,1 por ciento anual. Esta tendencia tuvo sus manifestaciones más notorias en el crecimiento de algunas grandes ciudades, en particular Sao Paulo y Ciudad de México y, con una magnitud menor, Buenos Aires, Río de Janeiro y Lima. El rápido crecimiento urbano fue acompañado por graves problemas de vivienda, pobreza, insuficiencia en la cobertura y en la calidad de los servicios públicos, desempleo y descontento social y político.

Esta expansión demográfica de las ciudades tuvo un componente importante en las migraciones internas del campo a los núcleos urbanos. Entre los múltiples factores que influyeron en esta tendencia migratoria, podemos distinguir dos lí-neas principales. Por una parte, la estructura de tenencia de la tierra y la insufi-ciencia en los incentivos para el desarrollo del campo limitaban las oportunidades para una población rural en rápida expansión. Por otra, la misma orientación en las políticas económicas que discriminaba al sector rural, favorecía a los núcleos urbanos, donde se concentraban las inversiones, se ampliaban las oportunidades de empleo y se expandían los servicios públicos.

LAS TRANSFORMACIONES EN EL TRABAJO

Después de la Segunda Guerra, se iniciaron y consolidaron transformaciones muy profundas en el mundo del trabajo. La población económicamente activa en la agricultura pasó del 53,4 en 1950 al 31,8 por ciento en 1980, mientras que la ocupada en la industria pasó del 19,5 al 25,9 por ciento en el mismo período; y la

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ocupada en los servicios pasó del 14,8 al 42,3 por ciento. Este crecimiento de los servicios era muestra, al mismo tiempo, de una mayor complejidad y modernización de las actividades productivas y de un creciente peso del trabajo informal en las ciudades latinoamericanas. Esta expansión de los servicios -tanto personales como técnicos, administrativos y profesionales- contribuyó al crecimiento de la participación femenina en la población económicamente activa, especialmente en las décadas de 1960 y 1970.

El empleo en la industria creció desde cerca de 10.500.000 trabajadores en 1950 a cerca de veinte millones en 1970 y a alrededor de treinta millones en 1980. El mayor crecimiento se produjo en Brasil, Venezuela y México, mientras que la Argentina, Uruguay y Chile tuvieron tasas menores. Los nuevos sectores industriales —en especial, el complejo metalmecánica— fueron un generador importante de empleo y la base para los movimientos obreros de los distintos países.

En términos de la organización de los trabajadores, a partir de la posguerra se produjo un incremento importante de las tasas de sindicalización y un fortalecimiento del papel de los sindicatos en la vida social y política de cada país. Esta expansión de efectivos, de importancia y de fondones del sindicalismo se dio en un contexto de fuerte regulación estatal de las relaciones laborales y de las organizaciones sindicales. Dentro de esta tendencia general, pueden observarse variaciones importantes según los países y según los momentos.

Brasil y México fueron ejemplos de un estricto control del movimiento obrero por parte del Estado. Pero, incluso en estos casos, los cambios en las coyunturas económicas o políticas se tradujeron en mayores o menores márgenes de autonomía y en ganancias o pérdidas para los trabajadores y sus organizaciones. Así, por ejemplo, durante los quince años posteriores al Estado novo brasileño, los sindicatos formaron parte de una aceitada maquinaria de control estatal, con un peso creciente del sindicalismo en actividades asistenciales y con el afianzamiento de una dirección sindical fuertemente burocratizada y conservadora. En los años de la presidencia de Joao Goulart (1961-1964) se agudizaron los conflictos sociales y políticos, y el movimiento obrero adquirió mayor presencia y combatividad. Con el golpe militar de 1964, la gran mayoría de los sindicatos fue intervenida y sus líderes fueron desplazados.

La situación del sindicalismo bajo los gobiernos de Juan Domingo Perón (1945-1955) en la Argentina se ajustó a esta pauta de fuerte regulación estatal de las relaciones laborales y de la vida sindical, en un contexto de expansión de los servicios sociales para los trabajadores. A partir del derrocamiento de Perón, las organizaciones sindicales ganaron en autonomía y en influencia política a partir de una estrategia que combinaba una importante capacidad de organización y movilización con un pragmatismo en sus relaciones con los gobiernos y con los empresarios.

En otros países latinoamericanos, la pauta de relación entre sindicatos, empresarios y Estado se acercó más a un sistema de relaciones laborales y de organización sindical más liberal, en el que los gobiernos intervenían menos en los conflictos entre empresarios y trabajadores -y, por lo general, respaldaban las posiciones de los primeros- y no buscaban de manera sistemática la cooptación de las organizaciones sindicales.

EXPANSIÓN EDUCATIVA Y MODERNIZACIÓN CULTURAL

Los años del desarrollo hacia adentro -especialmente a partir de la segunda mitad de la década de 1950- fueron una época de modernización social y cultural. A semejanza de lo que ocurría con la actividad económica -en donde coexistían orientaciones fuertemente nacionalistas y estatistas con una clara apertura hacia el capital extranjero y una preferencia por el modelo de desarrollo estadounidense-, en el terreno cultural se manifestaban corrientes de afirmación de una cultura nacional y, al mismo tiempo, de adopción de modelos inspirados en la experiencia contemporánea de los países industrializados del Atlántico norte.

Las tendencias de crecimiento de la población joven y urbana fueron acompañadas por una notable expansión de la cobertura de los sistemas educativos nacionales. La primera manifestación de esta tendencia fue la reducción de la tasa de analfabetismo. En 1950, la proporción de la población analfabeta de más de quince años era del 50 por ciento en Brasil y del 43 por ciento en México; treinta años más tarde el porcentaje se había reducido al 25,5 y al 16 por ciento respectivamente. Esta reducción era una muestra de los avances de la escolarización básica, que amplió su cobertura aunque mantuvo elevados índices de fracaso escolar.

Al mismo tiempo, se produjo una muy notoria expansión de la educación media y de la universitaria. En 1960, la población con entre siete y doce años de estudio era de cerca del 15 por ciento en la Argentina, del 5 por ciento en Brasil y del 7 por ciento en México. En 1980, la proporción se había triplicado en los tres países.

También en 1980, la tasa neta de escolaridad de los niños de seis a once años era del 82 por ciento. La escuela secundaria cubría al 63 por ciento de los jóvenes -cuadruplicando la proporción de 1960-, mientras que un 24 por ciento de los jóvenes de dieciocho a veintitrés años cursaba estudios en instituciones de educación superior.

La emergencia de una clase media con estudios secundarios o terciarios -de diferente peso según los países- y con ocupaciones en los sectores modernos de los servicios y de la industria fue un factor clave para la difusión de unas pautas de consumo y de vida que replicaban las de Estados Unidos.

c) Populismos y desarrollismo

LA IMPRONTA POPULISTA

La modalidad descripta de relación entre el Estado y los trabajadores urbanos en varios países latinoamericanos a partir de la posguerra —y, en algunos casos desde antes, como el México de Cárdenas— ha sido frecuentemente conceptualiza-da bajo la categoría de populismo. Si bien el término 'populismo' ha sido utilizado de manera demasiado amplia e imprecisa —designando a partidos, movimientos, regímenes, líderes, ideologías, programas de gobierno u orientaciones de política económica, en un arco temporal que puede abarcar desde principios del siglo XX hasta la actualidad—, lo que le ha quitado utilidad, creemos que puede aplicarse con

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provecho para dar cuenta de un tipo de régimen político característico de una coyuntura que se abrió a partir de la crisis de 1930 y se cerró a mediados de la década de 1950.

Se trata de regímenes surgidos en momentos de transición hacia una sociedad más industrializada y más urbanizada, en la que los perfiles de clase no se encuentran cristalizados y los Estados establecen una relación directa con los sectores populares. Como ha señalado Francisco Weffort (1978) para el populismo brasileño, "todas las organizaciones importantes que se presentan como mediación entre el Estado y los individuos son, en verdad, antes anexos del propio Estado que órganos efectivamente autónomos". En este sentido, las pautas de relación entre Estado y sociedad forjadas bajo los regímenes populistas han tenido una continuidad significativa, que trascendió la vigencia efectiva de esos regímenes.

Los casos de Perón y de Vargas suelen presentarse como las expresiones más claras de regímenes populistas. José María Velasco Ibarra (1934-193 5, 1944-1947, 1952-1956yl960-1961)y Lázaro Cárdenas (1934-1940) en México también aparecen como ejemplos de populismo. En cualquier régimen populista, esta pauta de incorporación de los sectores populares al Estado supone un intercambio entre las élites a cargo del aparato estatal y los sectores populares. El contenido de este intercambio varió según los países y las coyunturas. En general, los actores principales del intercambio fueron grupos urbanos, favorecidos por la expansión de la industria y del sector público. La excepción fue el cardenismo, cuyas políticas distributivas tuvieron como destinatario principal al campesinado mexicano. En el caso argentino, en los primeros años del gobierno de Perón se produjo una importante transferencia de ingresos hacia los asalariados urbanos. Las políticas populistas condujeron en muchas ocasiones a una fuerte polarización política y social, que puso en entredicho la supervivencia de los gobiernos.

LA OBSESIÓN POR EL DESARROLLO

Hacia mediados de la década de 1950, se afirmaron en América Latina un conjunto de ideas acerca de la situación de los distintos países y unas orientaciones políticas que pueden agruparse bajo el nombre de desarrollismo. La preocupación por el desarrollo fue desde ese momento y, durante más de veinte años, el sustrato común de las propuestas políticas de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos.

La preocupación por el desarrollo estaba, sin duda, ligada a la difusión del aumento de la capacidad de consumo de amplios sectores de la población de los países industriales, sobre todo de Estados Unidos. En muchos países latinoamericanos se generalizó la convicción de que era necesario y posible alcanzar los niveles de prosperidad y bienestar de los que gozaban los países desarrollados. Para ello parecía imprescindible un esfuerzo nacional con una conducción estatal moderna y decidida.

La noción de desarrollo remitía a una prioridad por la acumulación de capital y el crecimiento industrial, y las políticas desarrollistas descansaban sobre una alianza entre élites estatales, empresas multinacionales y burguesías nacionales. La legitimidad de

estas políticas dependía, en buena medida, de su eficacia en generar crecimiento y de su capacidad de mantener bajo control a los sectores medios y populares. En esta dirección, los gobiernos desarrollistas por lo general difundieron una ideología de integración nacional, que retomaba temas de los gobiernos populistas.

Asimismo, la ideología de la integración nacional tenía un fuerte componente territorial: se trataba de expandir los sistemas de transporte y de comunicación para vincular regiones hasta ese momento aisladas. La construcción de la carretera transamazónica fue el ejemplo más notable de esta preocupación. Además de transportes y comunicaciones, se ensayaron planes de desarrollo regional.

El desarrollo era una aspiración compartida por movimientos y grupos políticos e intelectuales de orientaciones muy diversas. De hecho, políticas que priori-zaban los temas básicos del desarrollo fueron llevadas adelante por gobiernos democráticos y por dictaduras.

La formulación más ambiciosa y expresiva de este clima de ideas fue, probablemente, la del gobierno de Juscelino de Oliveira Kubitschek (1956-1961). La consigna fundamental de la campaña que lo llevó a la presidencia de Brasil en 1955 fue la de hacer en cinco años de gobierno lo que, en condiciones normales, debía tomar cincuenta años. En esa meta se condensaban dos de los componentes básicos de las aspiraciones desarrollistas. Por un lado, la conciencia de déficits fundamentales en la economía y en la sociedad brasileñas. En su libro Por qué construí Brasilia, Kubitschek (1975) afirmaba que, "para que se tenga una idea de cómo era la situación brasileña a comienzos de 1956, por medio de algunas estadísticas com-parativas, basta decir que, en el año anterior, Brasil produjo un millón de toneladas de acero, mientras que Estados Unidos produjo 120 millones; Brasil tenía una producción de tres millones de kilowatios de energía en comparación con los 150 millones de Estados Unidos; Brasil tenía ochocientos kilómetros de rutas pavimentadas y Estados Unidos, siete millones de kilómetros; Brasil aún no producía ningún automóvil y Estados Unidos estaba fabricando siete millones".

Por otra parte, en esta misma apreciación se encontraba implícita una visión optimista de las posibilidades de resolver los enormes déficits del Brasil: la conciencia de la distancia entre los países latinoamericanos y los países desarrollados y, a la vez, la confianza en la capacidad para cubrir esa brecha.

En las versiones predominantes, el desarrollo se identificaba con la industrialización. La difusión de la industria a través de un papel muy activo de los Estados nacionales era la vía áurea para salir del subdesarrollo.

Los gobiernos desarrollistas procuraron resolver algunos de los problemas críticos de las economías latinoamericanas. Para ello, debían afrontar tanto el problema de la escasez de capitales como el de la eficacia en su utilización. Una de las fuentes principales para el incremento de la inversión provino del extranjero. A partir de la sanción de legislaciones favorables al capital extranjero en un contexto en el que las empresas norteamericanas estaban dispuestas a invertir en la región, se estableció un importante flujo de inversión extranjera directa. Además, los organismos multilaterales de crédito —el Banco Mundial y, posteriormente, el Banco Interamericano de Desarrollo- contribuyeron a aumentar la disponibilidad de recursos financieros para los países latinoamericanos.

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Estas corrientes de financiamiento y esta reorientación de las políticas econó-micas de los países latinoamericanos en dirección de una mayor apertura hacia el capital norteamericano fueron reforzadas por una importante iniciativa del go-bierno del presidente John E Kennedy (1961-1963). La Alianza para el Progreso fue un intento de impulsar el crecimiento económico de la región, de promover algunos cambios estructurales-especialmente, en el sector agrario-y de fortalecer la democracia. En buena medida, esta iniciativa buscaba responder a la amenaza de difusión de la Revolución cubana, con una combinación de apoyo financiero, asis-tencia técnica y respaldo político a los gobiernos constitucionales de la región.

Este intento de reformas con ayuda norteamericana perdió impulso rápida-mente. Por una parte, Estados Unidos dejó de priorizar el apoyo a las democracias para limitarse a sostener a los gobiernos aliados. El propio Kennedy defendió esta reorientación cuando, refiriéndose a la política a seguir frente al dictador domini-cano Héctor B. Trujillo, afirmó que: "Hay tres posibilidades, en orden descendente de preferencia: un régimen decente y democrático, una continuación del régimen de Trujillo, o un régimen castrista. Nosotros tenemos el deber moral de apuntar al primero pero, en realidad, no podemos renunciar al segundo hasta estar en con-diciones de evitar el tercero".

Además, el flujo de fondos no fue de la magnitud esperada, y las exigencias impuestas para acceder al financiamiento estadounidense -que, básicamente, su-ponían el uso de los fondos de la Alianza para favorecer el comercio exterior de Estados Unidos- provocaron reacciones negativas en varios países latinoamerica-nos. En cierto modo, el impacto de las corrientes de financiamiento externo fue mayor en aquellos países que tenían programas de reforma propios y que contaban con capacidad técnica y política para llevarlos adelante.

LAS REFORMAS AGRARIAS

Uno de los temas en los que insistió la iniciativa estadounidense fue el de la transformación de la estructura agraria de la mayoría de los países latinoamerica-nos. En la década de 1960, la reforma agraria se convirtió en una cuestión recu-rrente en la agenda de los gobiernos latinoamericanos. Los argumentos para justi-ficar su necesidad eran variados. La reforma podía ser vista como un componente imprescindible de la modernización de las economías latinoamericanas; la redis-tribución de la tierra implicaría, desde este punto de vista, una vía para la mejora de la productividad agraria y un alivio para la necesidad de alimentos de una po-blación urbana en expansión. Un argumento complementario enfatizaba el papel de la distribución de la riqueza en la creación de un mercado nacional. Desde otro punto de vista, la reforma agraria era un instrumento para disminuir el poder y la influencia de los terratenientes. Los técnicos ligados a los equipos de planificación económica veían en esta reforma uno de los bancos de prueba más importantes para la planificación del desarrollo. Pero, además, era considerada un requisito básico para resolver los problemas de desigualdad y de pobreza en el mundo rural latinoamericano.

Las reformas agrarias más profundas y efectivas estuvieron ligadas a las revolu-

ciones. Tal fue el caso de la mexicana, la boliviana, la cubana y la nicaragüense. También se realizaron reformas importantes en Chile bajo los gobiernos de Eduardo Frei (1964-1969) y de Salvador Allende (1970-1973) y en Perú, bajo el gobierno del general Juan Velasco Alvarado (1969-1975). Reformas de menor envergadura fueron llevadas adelante en Venezuela, Colombia, Costa Rica, Panamá, El Salva-dor, República Dominicana, Costa Rica, Honduras y Uruguay. Los terratenientes brasileños se resistieron con éxito a estas iniciativas, mientras que en la Argentina la reforma agraria nunca llegó a constituir un tema político importante.

La redistribución de la tierra no fue la única iniciativa adoptada por los gobier-nos latinoamericanos para afrontar los problemas agrarios. Otras medidas —que probablemente tuvieron un mayor impacto sobre la productividad agraria que el reparto de tierras— estuvieron orientadas a la mejora de la calidad de las semillas, al desarrollo de sistemas de riego y a la difusión de técnicas de manejo de suelos. Además, muchos gobiernos preocupados por los déficits productivos del sector agrario intervinieron activamente a través del uso del crédito agrícola, de políticas de precios bajos para los insumos agrícolas y de la asistencia técnica en aspectos de organización de la producción y de la comercialización.

INESTABILIDAD Y CONFLICTOS POLÍTICOS

Durante los quince años posteriores a la guerra, en la mayor parte de los países latinoamericanos se mantuvo una pauta de inestabilidad política, con periódicas inte- rrapciones del orden constitucional. El fin de la Segunda Guerra supuso el descrédito de las opciones autoritarias en América Latina y una revalorización de la democracia representativa, apoyada por la influencia norteamericana. En este contexto, varios países latinoamericanos iniciaron procesos de apertura política. La caída de Vargas o la salida electoral del régimen instaurado en 1943 por los militares argentinos son muestras de esta tendencia. Al mismo tiempo, ejemplifican bien sus límites: tanto la sucesión de Vargas como la de los militares argentinos tuvieron más elementos de continuidad que de ruptura con el gobierno precedente.

La combinación de conflictos dentro de las élites, de dificultades de esas elites para mantener su hegemonía en un contexto de creciente movilización de sectores urbanos medios y populares, y una presencia constante de los militares como actores políticos, se tradujo en inestabilidad política y recurso a los gobiernos de fuerza en la mayoría de los países latinoamericanos.

En buena parte de la región, los años de la posguerra estuvieron marcados por conflictos violentos y golpes de Estado. En 1948, el asesinato del líder liberal co- lombiano Jorge Eliécer Gaitán condujo a una masiva insurrección popular en la capital y a un recrudecimiento de la violencia en las áreas rurales, que se extendió por más de dos décadas. En ese mismo año, en Perú un golpe derechista instaló en el gobierno al general Manuel Odría y en Venezuela el coronel Marcos Pérez. Jiménez instauró una dictadura.

La reforma agraria guatemalteca iniciada en 1952 fue abortada por un movi-miento militar instrumentado por el gobierno de Estados Unidos y financiado por la United Fruit, que derrocó al gobierno de Jacobo Arbenz en 1954.

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También en 1954, en medio de una fuerte polarización política, Getulio Vargas se suicidó.

Un año más tarde, un movimiento cívico-militar derrocó al segundo gobierno de Juan Domingo Perón en la Argentina, y proscribió al peronismo.

En América Central, la caída en 1944 de las dictaduras del salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez y del guatemalteco Jorge Ubico alentó las expectativas de democratización. Esas expectativas se cumplieron parcialmente. Costa Rica se afirmó como una democracia dirigida por gobiernos reformistas. En Guatemala, las experiencias de reforma llevadas adelante por los gobiernos de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz se vieron frustradas por el golpe de 1954.

Sin embargo, varios países latinoamericanos consiguieron mantener la vigencia de la democracia constitucional. Uruguay y Chile lograron establecer regímenes constitucionales hasta la década de 1970. Costa Rica constituyó también una notable excepción, que contrastó con el panorama centroamericano. Después de la guerra civil de 1948, los grupos que triunfaron establecieron una Constitución que, entre otras cosas, suprimió el ejército, organizó un tribunal electoral independiente, nacionalizó la banca y promovió la educación pública y el cooperativismo. El orden democrático se afirmó a partir de entonces, contrastando vivamente con la persistencia de las dictaduras y de los conflictos armados en el resto de América Central. Entre las razones del éxito costarricense, suele destacarse una distribución de la tierra bastante igualitaria. Asimismo, el talento político de José Figueres Ferrer -el principal líder del país en las décadas de 1940 y 1950- contribuyó decisivamente a afirmar el programa de la Constitución de 1949.

En 1952 una rebelión popular instaló en el gobierno de Bolivia al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que había triunfado ampliamente en las elecciones y había sido desplazado por un movimiento militar. El gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario, encabezado por Víctor Paz Estenssoro, contó con el apoyo del sindicato de los mineros del estaño y llevó a cabo una importante reforma agraria, que repartió alrededor de diez millones de hectáreas entre doscientas mil familias.

El derrocamiento en 1959 del dictador cubano Fulgencio Batista y el ascenso al poder de los jóvenes líderes de la guerrilla encabezados por Fidel Castro tuvo un enorme impacto sobre la política latinoamericana de las dos décadas siguientes. Especialmente a partir del enfrentamiento con Estados Unidos, el acercamiento a la Unión Soviética y la proclamación por parte de Castro de su condición de mar-xista-leninista, la Revolución cubana se convirtió en un modelo a imitar o en una amenaza a conjurar.

EL PAPEL CRECIENTE DE LAS FUERZAS ARMADAS

La reacción norteamericana ante el alineamiento del gobierno cubano con la Unión Soviética condujo a un cambio en el patrón de intervención de los militares en la vida política de la mayoría de los países latinoamericanos. El Pentágono suministró entrenamiento y ayuda militares y, además, contribuyó a redefinir los conceptos estratégicos básicos de los ejércitos nacionales.

La llamada "Doctrina de la Seguridad Nacional" proveyó a los militares lati-

noamericanos una justificación general para su intervención en la vida política. De acuerdo con la premisa de las "fronteras ideológicas", el enemigo al que las fuerzas armadas debían enfrentar estaba dentro de las propias fronteras nacionales y se identificaba con todos aquellos que profesaran ideas contrarias a las que los propios militares definían como legítimas.

Esta tendencia de las fuerzas armadas a considerarse como el garante último de la integridad nacional puesta en peligro por el espectro omnipresente de la amenaza comunista otorgó a las intervenciones militares un tinte paranoico y fuertemente represivo. La amenaza comunista no se encontraba, desde la perspectiva de los militares, circunscripta a los pequeños partidos comunistas del continente; ni siquiera se detenía en los a veces más numerosos y activos militantes de otras corrientes de izquierda. El enemigo de los militares era definido en términos1 más culturales que sociopolíticos. Dentro de esa definición, paradójicamente, a veces ocupaban un lugar más destacado las transformaciones en las costumbres difundidas desde los países capitalistas desarrollados que las acciones efectivas de los grupos de la izquierda radi-calizada. Para la concepción dominante entre los militares, entonces, la difusión del uso de píldoras anticonceptivas era, en cierto modo, una introducción a la política revolucionaria tan eficaz como los escritos de Ernesto "Che" Guevara.

3. Crisis económica, transición democrática y persistencia de las desigualdades

a) Crisis y reestructuración de las economías latinoamericanas

LAS SEÑALES DEL AGOTAMIENTO, LA CRISIS DE LA DEUDA Y LA "DÉCADA

PERDIDA"

Las orientaciones de política económica posteriores a la crisis de 1930 habían descansado sobre el supuesto de la imposibilidad de confiar en la expansión de las exportaciones de productos primarios como motor del crecimiento de las economías latinoamericanas. Antes que una opción a priori de los grupos dirigentes latinoamericanos, el desarrollo hacia adentro había sido una necesaria adaptación a circunstancias que quedaban fuera del control de esos grupos. El éxito de esta opción contribuyó a desalentar otras alternativas y a mantener el mismo patrón de desarrollo.

Sin embargo, hacia la década de 1960 se manifestó con nitidez que la solución adoptada treinta años antes mostraba insuficiencias serias. Los problemas de balanza de pagos eran la expresión más acabada de esas insuficiencias. Las dificultades del sector externo de la economía revelaban los desequilibrios del patrón de desarrollo predominante, que combinaba -en proporciones variables según cada país- tres factores: un sector industrial en crecimiento -pero con una baja productividad en relación con la de los países desarrollados- y muy orientado hacia los mercados internos, una fuerte dependencia de insumos importados y un insuficiente, desempeño de las exportaciones de productos primarios.

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Con todo, estos problemas no eran percibidos como amenazas profundas a un modelo de crecimiento sino, más bien, como una tendencia al estancamiento o a un insuficiente dinamismo, o a un crecimiento irregular, jalonado por crisis perió-dicas. Para hacer frente a estas cuestiones, los gobiernos ensayaron diversas medi-das. Por una parte, varios gobiernos llevaron adelante intentos de ampliar los mer-cados de destino de las producciones nacionales por la vía de procesos de integra-ción regional, de búsqueda de nuevos mercados o de ampliación de la presencia de las exportaciones de los países latinoamericanos en los mercados noratlánticos. Por otra, varios países ensayaron líneas de promoción de las exportaciones, tanto agromineras como industriales. Esta estrategia tuvo algunos éxitos en la expansión de exportaciones industriales, pero no alcanzó a modificar las orientaciones bási-cas de las economías latinoamericanas: el porcentaje del PBI representado por las exportaciones se mantuvo entre 1960 y 1980 con muy pequeñas variaciones. Los intentos de promoción de las exportaciones primarias corrieron una suerte similar a las de productos industriales, a pesar del nivel de precios que alcanzaron muchos productos en la década de 1970. La presencia estatal continuó en aumento. La participación en el PBI del poderoso sector de empresas públicas creció de manera sostenida y contribuyó al mantenimiento de altas tasas de inversión en las décadas de 1960 y 1970.

El modelo de industrialización sustitutiva en economías cerradas, con merca-dos limitados en su expansión por una desigual distribución del ingreso y con re-currentes problemas de financiamiento, encontró en la segunda mitad de la década de 1970 una posibilidad de sobrevida. La expansión del mercado de petrodóla-res y la desregulación de los mercados financieros (véase capítulo 8) facilitaron el flujo de un ancho caudal de dinero hacia los países latinoamericanos.

Los préstamos de bancos privados -con intereses bajos y sin condicionamientos-crecieron abruptamente, y los préstamos de la banca privada se convirtieron en el principal componente de la inversión extranjera directa -a diferencia de lo ocurrido en décadas anteriores, en las que predominaron la radicación de empresas mul-tinacionales y los préstamos de instituciones oficiales-. La mayoría de los países latinoamericanos se endeudó sin tomar demasiados recaudos y confió en que la abundancia de préstamos podía subsanar los problemas de competitividad, de des-equilibrio fiscal y de la balanza de pagos. Cuando, a principios de la década de 1980, comenzaron a subir las tasas de interés, la situación de algunos países lati-noamericanos se agravó repentinamente. En agosto de 1982, el gobierno mexicano decidió suspender el servicio de su deuda externa.

Esta decisión desencadenó un proceso de reflujo del financiamiento externo para los países latinoamericanos. Los bancos acreedores procuraron cobrar sus deudas, mientras que los países deudores intentaron, con escasa fortuna, coordinar sus acciones frente a los acreedores. Estados Unidos, por su parte, maniobró favoreciendo las demandas de los bancos. La crisis del sector externo desnudó los problemas de las economías latinoamericanas, que se manifestaron en altas tasas de inflación, estancamiento o retroceso económico y en una crisis fiscal de los Estados de magnitud inédita. Los indicadores económicos de los años 80 justifican con creces la denominación de "década perdida" con la que la Comisión Econó-

mica de los Países de América Latina (CEPAL) caracterizó esta etapa. El producto per cápita descendió cerca del 8 por ciento, con caídas de los salarios reales, la inversión -del 2 3 por ciento del PBI en 1980 al 16 por ciento en 1989- y el consu-mo. La inflación pasó del 54,9 por ciento en 1980 a más del 1.000 por ciento en 1989.

En un primer momento, los gobiernos y la opinión pública de cada país -y, en buena medida, también los organismos multilaterales de crédito- tendieron a sub-estimar la magnitud de la crisis y a sobrevalorar las posibilidades de afrontarla sin enormes costos productivos y sociales. La crisis era, desde esta perspectiva, una crisis de liquidez, más grave que otras anteriores, pero manejable. Sin embargo, a mediados de la década algunos gobiernos se vieron obligados a adoptar planes de estabilización económica más profundos y exigentes que los habituales. La Argentina con el Plan Austral y Brasil con el Plan Cruzado adoptaron programas heterodoxos, mientras que Chile y México realizaron ajustes fiscales de mayor profundidad y magnitud. A pesar de estos esfuerzos, el desempeño económico no mejoró.

LAS REFORMAS PROMERCADO

Hacia fines de la década de 1980, la situación económica de los países latinoa- mericanos comenzó a mudar de la mano de un cambio en la perspectiva de Estados Unidos sobre el tratamiento de los problemas económicos latinoamericanos y de una disposición creciente de sus gobiernos para adoptar un paquete de reformas inspiradas en la nueva ortodoxia del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El Consenso de Washington fue la denominación utilizada para descri- bir el acuerdo al que arribaron ambos organismos para apoyar financieramente a los países que combinaran el arreglo de sus deudas con la adopción de un conjunto de medidas de política económica centradas en el equilibrio presupuestario, la apertura comercial y financiera, la privatización de empresas públicas y la desregu- lación de sus mercados internos. Estas orientaciones se vieron fortalecidas por un nuevo plan para reestructurar las deudas de los países latinoamericanos. El Plan Brady permitió a varios países latinoamericanos renegociar sus deudas, escalonando los pagos y reduciendo las tasas de interés.

En el marco de este cambio general de orientación, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos llevaron adelante políticas de reformas económicas, que impla- carón una redefinición del papel de las relaciones entre los Estados y los sistemas económicos. Esta redefinición supuso una ruptura profunda con las tradiciones políticas y con las pautas de organización de los intereses económicos en los dife-rentes países. Los casos más llamativos fueron las privatizaciones de empresas pú-

blicas, que implicaron importantes transferencias de patrimonio estatal a manos de capitales privados y, por lo general, extranjeros. Además, en muchos casos, las empresas privatizadas mantuvieron condiciones monopólicas y los Estados resig-naron buena parte de su capacidad de regulación del funcionamiento de los servi cios públicos privatizados.

Estos procesos de reestructuración no constituyeron una adaptación lineal y directa de los Estados nacionales a las recomendaciones de política del Consenso

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de Washington. Si bien en todo el continente se pusieron de manifiesto tendencias hacia un mayor equilibrio fiscal, hacia el retiro de los Estados nacionales de actividades directas de producción de bienes y servicios, hacia un control de la inflación o hacia una mayor apertura comercial, el alcance, la secuencia y la oportunidad en la adopción de estas orientaciones obedecieron, en buena medida, a condiciones económicas y sociopolíticas específicas de cada país.

Los cambios en las orientaciones y en el desempeño de las economías latinoamericanas en la década de 1990 dependieron, básicamente, de la convergencia entre las tendencias de los mercados financieros internacionales y las políticas macroeconómicas adoptadas por los gobiernos. No resultó extraño, entonces, que los ritmos de crecimiento de las economías latinoamericanas estuvieran fuertemente ligados a las coyunturas financieras internacionales -en algunos casos, influidas por el comportamiento de las economías de los principales países de la región-, tal como se analiza en el capítulo 15. En los primeros años de la década de 1990, estas economías experimentaron un rápido crecimiento, favorecido por la recuperación del acceso al crédito internacional y a las bajas tasas de interés en Estados Unidos. Este ciclo de crecimiento concluyó con el llamado "efecto tequila" -la crisis financiera desencadenada por la devaluación de la moneda mexicana a fines de 1994-. Después de un par de años de estrechez fiscal, las economías de la región comenzaron a recuperarse. Sin embargo, la crisis financiera de 1997 en Asia y en Rusia volvió a golpear a las economías latinoamericanas, poniendo en evidencia la persistente fragilidad de los países de la región ante las fluctuaciones financieras internacionales.

En esta década de relativa recuperación del crecimiento, de contención de la inflación, de modificación del modelo de desarrollo y de recurrente impacto de crisis financieras globales, algunos países latinoamericanos ensayaron formas de integración regional que les permitieran afrontar en mejores condiciones los desafíos de una economía globalizada. México decidió aceptar la iniciativa de Estados Unidos y suscribió el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (NAFTA), un tratado de libre comercio con el vecino del norte y con Canadá. En América del Sur, Brasil y la Argentina intensificaron la política de acercamiento iniciada en la década de 1980 y, en 1995, los presidentes de ambos países, junto con los de Uruguay y de Paraguay, pusieron en marcha el Mercosur.

b) La persistencia de las desigualdades

EL IMPACTO SOCIAL DE LA CRISIS DEL PATRÓN DE DESARROLLO HACIA ADENTRO

El aceptable desempeño de las economías latinoamericanas durante los años del desarrollo hacia adentro no tuvo una correlación directa con la disminución de la desigualdad y la reducción de la pobreza. Al final de la fase de crecimiento de la posguerra, la mayoría de los países latinoamericanos grandes y medianos -con excepción de Colombia y, probablemente, de Costa Rica y Venezuela- mostraba una mayor concentración del ingreso. La baja productividad agropecuaria -mu-

chas veces ligada a una estructura muy injusta de tenencia de la tierra-, los bajos niveles educativos y la importante proporción de población rural pueden contribuir a explicar esta persistente desigualdad en los ingresos. Pero, además, las propias características del patrón de desarrollo de posguerra, con unas estructuras productivas oligopólicas y una fuerte imbricación entre los intereses privados y el Estado, contribuyeron a una importante desigualdad en la apropiación de los beneficios del crecimiento económico.

Los altos niveles de desigualdad han sido un rasgo constitutivo de la mayoría de las sociedades latinoamericanas. La crisis económica de la década de 1980 agravó este problema, sin que la moderada recuperación económica de la década de 1990 consiguiera modificar la tendencia. Hacia 1990, el ingreso per cápita era un 15 por ciento inferior al de 1980. Los niveles y las características de los empleos y los salarios reales sufrieron un marcado deterioro. Disminuyó la tasa de creación de empleos en el sector urbano, circunstancia que quebró el precario equilibrio vigente en el patrón de desarrollo de posguerra entre aumento del empleo formal y crecimiento de la fuerza de trabajo urbana. Los déficits en la creación de empleos en el sector formal no se tradujeron, sin embargo, en un aumento inmediato en las tasas de desempleo abierto.

El estancamiento o la caída del empleo industrial fue compensado por un mejor desempeño del sector agropecuario, un crecimiento del empleo en los servicios -en ciertos casos, acompañado por una importante expansión del trabajo de baja calificación por cuenta propia- y, en algunos países, por un aumento del empleo en el sector público. En general, la tendencia destacada por la CEPAL fue la transferencia de mano de obra desde actividades de mayor productividad e ingreso hacia otras de productividad e ingresos más bajos.

Las evidencias del aumento de la desigualdad son muy notables. La tendencia general fue la ampliación de la brecha entre los ingresos de los hogares ubicados en los extremos superior e inferior de las distribuciones correspondientes. En casi todos los países de la región, los hogares de menores ingresos cayeron en su participación en el ingreso nacional. En cambio, creció la participación del 10 por ciento más rico, y el 5 por ciento más rico, además, mantuvo o aumentó su riqueza en términos absolutos. Un fenómeno adicional, particularmente importante en algunos países, fue el deterioro de la participación en el ingreso y el empobrecimiento de amplios sectores de las clases medias.

LAS INSUFICIENCIAS DEL NUEVO PATRÓN: TENDENCIAS EN LA

DISTRIBUCIÓN DEL INGRESO, EL EMPLEO Y EL BIENESTAR SOCIAL

A partir de la recuperación económica de principios de los 90, algunos indicadores sociales experimentaron una leve mejoría. De acuerdo con la estimación de la CEPAL, entre 1990 y 1997 el porcentaje de la población en situación de pobreza se redujo del 48 al 44 por ciento aunque, en valores absolutos, creció de 200 a 204 millones.

Sin embargo, el impacto de las políticas de ajuste estructural y los cambios técnicos y productivos concomitantes condujeron a un nuevo escenario social, ca-

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racterizado por una fuerte vulnerabilidad, una persistente desigualdad en la distri-bución del ingreso y un elevado número de latinoamericanos en condición de po-breza. La noción de vulnerabilidad trata de dar cuenta de los cambios en la situa-ción social de las personas, pero también de las modificaciones en las percepciones y creencias que esas personas tienen acerca de su estado actual y de sus perspecti-vas futuras.

Los profundos cambios producidos en las sociedades latinoamericanas han in-cidido negativamente sobre la generación de empleos y sobre las condiciones de trabajo, con pérdidas de garantías de estabilidad laboral y sin una amplia cobertura de seguros de desempleo. Además, la mayor parte de los nuevos empleos se ha concentrado en sectores de baja productividad y bajos salarios, con un efecto de desaprovechamiento del capital humano acumulado. Las informaciones sobre el empleo de fines de la década de 1990 muestran un sostenido incremento de los trabajadores en empleos no permanentes, fuera de los contratos de trabajo y sin cobertura de seguridad social.

La erosión de las modalidades productivas y de los patrones de intervención estatal en la economía -característica del modelo de desarrollo hacia adentro- se manifestó también en un deterioro de las organizaciones sociales y de las formas de participación tradicionales. Los sindicatos, los partidos políticos y las asociacio-nes voluntarias más tradicionales vieron mermar su inserción social, tanto por la ruptura de los lazos con los sectores populares y medios bajos como por las ten-dencias individualistas dominantes entre los grupos de mayores ingresos. La situa-ción, con todo, admite importantes variaciones nacionales y regionales.

En general, los sindicatos han perdido peso en todo el continente. La legitimi-dad de los partidos políticos ha disminuido y, en algunos casos, se han producido drásticas transformaciones de los sistemas de partidos -por ejemplo, el desplaza-miento y la virtual desaparición de los partidos Acción Democrática y Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), las fuerzas dominantes en la política venezolana a partir de 1958, o del APRA de Perú—, En otros países los partidos tradicionales conservan niveles importantes de adhesión, dentro de una tendencia general a la pérdida de confianza en la política.

En el terreno délas asociaciones sociales voluntarias también se ha producido un desarrollo de nuevas instituciones -agrupadas bajo el rótulo de "organizaciones no gubernamentales"- de distinta finalidad, características y recursos. También en el terreno de las organizaciones religiosas se pueden observar algunos cambios: si bien la Iglesia católica mantiene una feligresía mayoritaria, distintas Iglesias evangélicas han adquirido una presencia muy significativa, especialmente en América Central.

Estas transformaciones han alcanzado también a las familias. Una de las res-puestas de los núcleos familiares a la disminución de los ingresos del jefe de hogar ha sido el aumento de la densidad ocupacional del hogar. El progresivo envejeci-miento de la población, sumado a la insuficiente cobertura de la previsión social, también tiene efectos sobre los hogares: se estima que uno de cuatro hogares lati-noamericanos cuenta entre sus integrantes con un adulto mayor de sesenta años.

Junto con estas tendencias generales, que configuran un panorama social por demás grave, se aprecia la intensificación de dos fenómenos, en algunos casos

estrechamente vinculados. El primero de ellos es la agudización de la violencia y de la inseguridad, con mayores índices de criminalidad, una significativa pérdida de eficacia de la administración de justicia y una creciente corrupción de las fuerzas de seguridad. El segundo es el de la creciente presencia de la producción, el tráfico y el consumo de drogas. La casi totalidad de la producción mundial de hoja de coca, de pasta base y de clorhidrato de cocaína se concentra en la región. La presión de Estados Unidos para la sustitución de cultivos de coca en Perú y en Bolivia tuvo un relativo éxito en esos países, rápidamente compensado por la expansión de la producción en Colombia. También mantiene su importancia la producción de marihuana y, de manera creciente, se cultiva amapola y se produ-cen opio y heroína. La magnitud del negocio y la trama de intereses involucra-dos han afectado profundamente la vida de varios de los países de la región, lo que ha reforzado la cultura de la ilegalidad y favorecido la corrupción de los poderes de los Estados.

c) Dictaduras y democracias

LOS AÑOS CRUELES DE LA POLÍTICA LATINOAMERICANA

La situación política de los países latinoamericanos a mediados de la década de 1970 mostraba un predominio casi absoluto de regímenes autoritarios de variados orígenes y características. Alain Rouquié (1984) ha formulado una útil tipología de los regímenes autoritarios que predominaron en América Latina entre las décadas de 1960 y 1980. En primer lugar, se encuentran las dictaduras personales y patri-moniales —instaladas, en muchos casos, con anterioridad a la década de 1960—, como las de la familia Somoza (1950-1979) en Nicaragua, la del general Alfredo Stroessner (1954-1989) en Paraguay, la de Frangois Duvalier (1957-1971) y Jean-Claude Duvalier (1971-1986) en Haití o la de la familia Trujillo en la República Dominicana. Las tres categorías restantes tienen en común el hecho de que, más allá del fuerte liderazgo de un jefe militar -como Augusto Pinochet en Chile o Velasco Alvarado en Perú-, son producto de decisiones institucionales de las fuer-zas armadas.

La segunda categoría comprende a los regímenes burocráticos y desarrollistas de Brasil (1964-1985) y de la Argentina (1966-1970), que constituyeron intentos de conciliar altas tasas de crecimiento con un férreo control del poder político por parte de las cúpulas militares. La tercera categoría incluye a los gobiernos milita-res de orientación nacionalista y reformista, como los de Velasco Alvarado (1968-1975) en Perú, del general Juan José Torres (1970-1971) en Bolivia, de Omar To-rrijos (1968-1978) en Panamá o el breve intermedio del general Roberto Levings-ton (1970-1971) en la Argentina.

Finalmente, la cuarta categoría está integrada por las dictaduras terroristas y neoliberales de Chile (1973-1988), Uruguay (1973-1984) y la Argentina (1976-1983). En el mismo período, se mantenían como casos excepcionales el régimen castrista en Cuba, el régimen del PRI en México y la democracia constitucional en Costa Rica.

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LA CONTEMPORANEIDAD RECIENTE: EL SIGLO XX

Los jefes militares que asumieron el gobierno en la Argentina, Chile y Uruguay tuvieron dos objetivos complementarios: la destrucción del orden sociopolítico preexistente y la instauración de uno nuevo, en el que la trama de relaciones entre el Estado y los actores fundamentales del viejo orden -en particular, los partidos políticos y los sindicatos- fuera radicalmente redefinida. La dimensión represiva era la condición de posibilidad del éxito del propósito de instauración del nuevo orden, que era la meta que otorgaba sentido al conjunto de la acción de los jefes militares. Como lo destacó el general Genaro Díaz Bessone, uno de los principales ideólogos de la dictadura argentina, "la justificación de la toma del poder por las Fuerzas Armadas fue clausurar un ciclo histórico".

Las dictaduras implantaron un régimen terrorista, en el que el Estado, como señala Tomás Moulian (1997), tuvo y ejerció la capacidad absoluta y arbitraria de "inventar, crear y aplicar penas o castigos sin más límites que las finalidades que se ha definido". Estas acciones no se dirigieron de manera exclusiva a las organiza-ciones guerrilleras sino que apuntaron al conjunto de la sociedad. Desde la pers-pectiva de los jefes de las Fuerzas Armadas argentinas, la acción de las organizacio-nes guerrilleras —genéricamente definidas como la "subversión"— no era, como lo señaló el general Jorge Rafael Videla, presidente entre 1976 y 1981, "solamente la manifestación objetiva de un grupo armado. La subversión es un fenómeno bastante más complejo, profundo, global, donde están justamente en juego los valores subvertidos". De acuerdo con esta visión, las dictaduras del Cono Sur adoptaron la decisión de instaurar un conjunto de dispositivos de represión, similares en todos los países, de violencia y crueldad sin antecedentes comparables. Las desapariciones forzadas de personas fueron la expresión característica de estos dispositivos, pero no la única. Las ejecuciones con ensañamiento, el uso sistemático de las torturas, las prisiones sin juicio y los asesinatos en terceros países, constituyeron un conjunto de prácticas que pusieron de manifiesto la vigencia de un régimen en el cual la capacidad del Estado para actuar sobre las personas no reconocía límites jurídicos ni morales.

El intento de creación de un nuevo orden social y político tuvo diferentes grados de concreción en los distintos países del Cono Sur. El caso argentino ha sido des-cripto con justeza como una "refundación frustrada y una contrarrevolución exito-sa". El régimen militar fracasó en su política económica y en su intento de perpe-tuarse en el gobierno. La acción del general Augusto Pinochet en Chile, en cambio, condujo a modificaciones sociopolíticas de largo alcance, cuya expresión institucio-nal fue la sanción de una nueva Constitución nacional en 1980. Estas modificaciones no obedecieron exclusivamente al mayor éxito de la política económica chilena ni a la solidez de sus apoyos sociales. Además, tuvo importancia decisiva la capacidad de Pinochet de establecer un control sin fisuras sobre las Fuerzas Armadas.

LAS TRANSICIONES A LA DEMOCRACIA: LOGROS Y LÍMITES

Este panorama comenzó a cambiar a fines de la década de 1970 y, durante la década siguiente, se instalaron gobiernos democráticos en la gran mayoría de los

AMERICA LATINA, 1914-1990

países de la región. El punto de partida de estos cambios es difícil de determinar. El derrocamiento de Anastasio Somoza en 1979 puso fin a la más antigua de las dinastías autoritarias. Las elecciones ecuatorianas de 1979, las peruanas de 1980, las hondureñas en 1981 y las bolivianas de 1982 mostraron un cambio importante. Esta tendencia incipiente cobró un nuevo impulso a partir del derrumbe de la dictadura militar argentina, derrotada por los ejércitos británicos en su intento de recuperar por la fuerza las Islas Malvinas. En rápida sucesión, se instalaron gobiernos democráticos en la Argentina (1983), Uruguay y Brasil (1985) y, a fines de la década, terminaron por caer las dictaduras de Augusto Pinochet en Chile y de Alfredo Stroessner en el Paraguay.

Si bien existieron factores específicos muy determinantes en cada caso nacio-nal de transición a la democracia, también pueden identificarse algunos elemen-tos comunes. Fuera por razones de principio —la política de derechos humanos del presidente James Cárter— o por consideraciones estratégicas -la necesidad de la administración de Ronald Reagan de mantener a raya la presencia militar en América del Sur mientras llevaba adelante su agresiva "cruzada democrática" en Nicaragua y El Salvador-, Estados Unidos abandonó su apoyo irrestricto a las dictaduras aliadas y pasó a sostener más activamente los gobiernos democráticos. Además, el fracaso económico de las dictaduras contribuyó a erosionar las posibilidades de retorno de grupos militares al gobierno. Finalmente, después de muchos años de polarización ideológica y de descrédito -tanto desde la izquierda como desde la derecha- de la democracia representativa como marco institucional legítimo para la concreción de los distintos proyectos políticos, la mayoría de las fuerzas políticas y sociales aceptaron sin reservas la necesidad de respetar el sistema democrático.

Sin embargo, las esperanzas abiertas con los procesos de transición a la demo-cracia de la década de 1980 se vieron opacadas por el ostensible deterioro de la calidad institucional de los regímenes democráticos en los 90. El autogolpe del presidente peruano Alberto Fujimori o los desplazamientos de los presidentes ecua-torianos Abdala Bucaram y Jamil Mahuad son solamente manifestaciones más ex-tremas y espectaculares de una tendencia general.

Es difícil encontrar una explicación general que dé cuenta de las razones de este deterioro de los regímenes democráticos en los distintos países latinoamerica-nos. Probablemente, el contraste sea menos marcado si, en lugar de tomar como referencia el funcionamiento -a menudo idealizado- de las democracias liberales de Europa occidental y de Estados Unidos, partimos de las tradiciones políticas de la región. Desde esta perspectiva, los déficits de calidad institucional de los regí-menes democráticos pueden mirarse como la continuidad de una historia de frau-des, corrupción política y predominio de las oligarquías.

Sin embargo, es preciso también considerar algunos factores nuevos. La coin-cidencia en el tiempo entre los procesos de transición a la democracia, el agota-miento del modelo de desarrollo hacia adentro y la crisis económica limitó severa-mente las posibilidades de los gobiernos democráticos de llevar adelante políticas de redistribución de ingresos o de mantenimiento de los niveles de protección social básicos. Si ks dictaduras militares habían excluido de sus prioridades la sa-

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tisfacción de las necesidades de los sectores populares, los gobiernos democráticos fueron incapaces de encontrar alternativas para asegurar el bienestar de la mayoría de la población en medio de la crisis económica. En otras palabras, los resultados de los gobiernos democráticos han sido, por lo general, insatisfactorios para los sectores más pobres.

Además, este deterioro de los regímenes democráticos puede ser visto como un componente de una crisis más general de los Estados latinoamericanos. Esta crisis se manifiesta en tres aspectos principales: la ineficacia de la burocracia estatal, la ausencia del cumplimiento efectivo de la ley-puesta de manifiesto por la degrada-ción de la administración de justicia y del funcionamiento de las fuerzas de seguri-dad- y la incapacidad de las clases políticas de los distintos países para orientar sus decisiones de acuerdo con alguna concepción del bien común. Esta crisis de la autoridad estatal encuentra su expresión más dramática en Colombia, donde la convergencia entre los narcotraficantes y la guerrilla amenaza la integridad terri-torial del país. La corrupción generalizada, el aumento de la criminalidad en las ciudades, la violencia rural y la represión policial están poniendo en cuestión la legitimidad del orden estatal en buena parte de América Latina.

Cuestiones polémicas

1. Crisis e industria

Los orígenes y las características de los procesos de industrialización en Amé-rica Latina suscitaron la atención, a partir de la segunda posguerra, tanto de histo-riadores como de economistas. Basados en enfoques teóricos diversos y fuerte-mente condicionados por las opciones políticas del presente, los debates iniciales de los años 50 y 60 reflejaron la influencia que los planteos de la CEPAL ejercieron en el pensamiento económico latinoamericano. Estuvieron, asimismo, estrecha-mente asociados a los intentos por establecer un modelo desarrollista, que solía tener en su centro lo que se denominaba una sustitución de importaciones cons-ciente. Este último término apuntaba a diferenciar la industrialización de la pos-guerra de lo ocurrido en los años 30, cuando habría sido "un efecto no deseado" de las políticas gubernamentales. La Gran Depresión fue interpretada, desde esa pers-pectiva, como un momento clave, en el que había concluido una época de creci-miento basado en las exportaciones y había comenzado otra centrada en la indus-trialización sustitutiva de importaciones.

El aporte más relevante de la corriente cepaliana fue el trabajo del economista brasileño Celso Furtado (1961). Para este autor, la depresión había logrado producir en Brasil una ruptura de la tendencia anterior en materia de industrializació Furtado buscó explicar la expansión de la producción industrial a partir de 1933 determinando las causas de lo que consideraba una rápida recuperación de la economía. En este sentido, destacó como factor central la decisión gubernamental de apoyar al sector exportador, comprando y destruyendo los stocks de café. Al mantener elevadas las rentas de ese sector, se habría impedido que la demanda interna entrara en colapso al contraerse la demanda externa, adoptándose "inconscientemente" una política anticíclica de gran amplitud. El sostén de la demanda interna, combinada con el brusco encarecimiento de los artículos importados, con la existencia de una capacidad ociosa en algunas industrias y con la presencia de un pequeño núcleo de industrias de bienes de capital, permitirían explicar la expansión de la producción industrial, que se convirtió, desde entonces, en el factor dinámico principal en el proceso de creación del ingreso. El reconocimiento de la existencia de una transferencia intersectorial de recursos, como consecuencia de la mayor rentabilidad del sector industrial, completaba el análisis de Furtado.

La principal línea de revisión de los argumentos cepalianos se basó, a fines de los años 60, en la teoría del bien primario exportable ("Staple Theory"). Esta co-rriente, que tomó como referencia el trabajo de Harold Innis Essays in Canadien History [1956], fue seguida, entre otros historiadores, por Warren Dean (1971), Nathaniel Leff (1986), Roberto Cortés Conde (1974) y Ezequiel Gallo (1982), e impulsó una serie de estudios comparativos entre América Latina, Australia y Ca-nadá. En abierto contraste con los estructuralistas, quienes adscribieron a la teoría del bien primario exportable, asociaron el crecimiento industrial y la sustitución

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de importaciones a las condiciones favorables creadas por el comercio de exporta-ción, y no a las guerras o crisis internacionales. Polemizando con Furtado, Dean (1971) sostuvo que la industria en Sao Paulo había dependido, desde el comienzo, de la demanda generada por la ampliación del mercado externo del café, creciendo a un ritmo sostenido entre 1880 y 1920; las crisis externas sólo habrían tenido efectos limitados sobre esa industria.

La crisis de la deuda a comienzos de los 80 impulsó una nueva mirada sobre la depresión de los años 30. Tanto Rosemary Thorp (1988) como Díaz-Alejandro (1975), al retomar los debates que tuvieron lugar en el 44° Congreso Internacional de Americanistas (1982), advirtieron que sus planteos se acercaban a los de la CE-PAL. Si bien señalaron que se había exagerado el antes y el después, reconocieron que 1930 constituyó un punto de inflexión en el que se derrumbó un modelo de cr ec imiento basado en las exportaciones y se produjo una relativa sustitución de importaciones, no sólo de productos industriales sino también agrícolas. Pero, a diferencia de la interpretación central de la CEPAL, otorgaron importancia al papel desempeñado por el comercio exterior y los mecanismos financieros internacionales en la recuperación y destacaron que el desarrollo de los 30 se había apoyado en tendencias de la industria, intervenciones estatales y acciones institucionales ante-riores a la depresión (Thorp, 1988).

Recientemente, Bulmer-Thomas (1998) desdibujó aún más la noción clásica de ruptura, al destacar tanto la diversificación productiva y los límites de las expor-taciones en los años 20 como el papel desempeñado por la recuperación de las exportaciones en el curso de la década del 30.

2. El autoritarismo burocrático

Durante muchos años, el rasgo más característico de la política latinoamerica-na fue la presencia recurrente de jefes militares en los gobiernos de la mayoría de los países. En los años posteriores a la Revolución cubana, esta presencia se hizo cada vez más notoria y adquirió perfiles nuevos. Las dictaduras militares de Brasil partir de 1964 y de la Argentina desde 1966 mostraron rasgos que parecían dis-tinguirlas de experiencias precedentes.

Una de las interpretaciones más influyentes sobre estas nuevas dictaduras fue desarrollada por Guillermo O'Donnell (1975), que las caracterizó como "Estados burocrático-autoritarios". Su interpretación tenía varios atractivos. Poruña parte, modificaba la explicaciones típicas de la sociología norteamericana de la moderni-zación, que establecían un nexo directo entre modernización y democracia. O'Donnell mostraba, en cambio, una asociación fuerte entre modernización y au-toritarismo, que tenía la virtud de ligar una fase específica del proceso de indus-trialización de algunos países latinoamericanos con la emergencia de una clase particular de dictaduras. Al mismo tiempo, tomaba distancia de interpretaciones más tradicionales del militarismo latinoamericano, que enfatizaban el peso de la herencia del caudillismo o que, desde la perspectiva de la izquierda clásica, asimi-laban las dictaduras latinoamericanas al fascismo. Para O'Donnell, los autoritaris-

mos burocráticos eran el producto de la convergencia entre tecnócratas militares y civiles de alto nivel, estrechamente vinculados con el capital extranjero, que lleva-ban a cabo una severa exclusión de la participación de los sectores populares y que buscaban promover aceleradamente la industrialización.

Además, encarnaba esa asociación en actores concretos, cuya trayectoria analiza-ba con detalle. En particular, O'Donnell desarrolló en varios de sus trabajos un estu-dio muy preciso sobre la trayectoria de las fuerzas armadas de los países latinoameri-canos desde principios de la década de 1960. La adopción de un nuevo cuerpo doc-trinario y la profesionalización del cuerpo de oficiales —siguiendo en ambos casos la línea impulsada por el Pentágono— contribuyeron a crear en los ejércitos de la región una visión de la política nacional y del papel que debían jugar en ella sustancial-mente diferentes de las dominantes hasta entonces. Como señalaron Cardoso y Pérez Brignoli (1987), las fuerzas armadas no tomaron el poder "para mantener en él a un dictador (como Vargas o Perón), sino más bien para reorganizar la nación de acuerdo con la ideología de «seguridad nacional» de la doctrina militar moderna".

Asimismo, O'Donnell prestó particular atención a la emergencia de nuevos actores empresariales -muchas veces ligados a las compañías multinacionales- y de nuevas élites tecnocráticas que construyeron los argumentos justificatorios de las intervenciones militares y asumieron la gestión de áreas clave del aparato esta-tal bajo las dictaduras.

Postuló también una relación directa entre la emergencia de los autoritarismos burocráticos y la profundización de la industrialización, entendiendo por profundi-zación la integración vertical de los sectores industriales de cada país avanzando en la producción de bienes intermedios y de capital. Esta asociación fue objeto de funda-das críticas. Como observaron Serra y Hirschman (ambos en Collier, 1985), existían pocos fundamentos empíricos para generalizar la idea de que los autoritarismos burocráticos tenían como propósito central la profundización de la industrialización. Si bien la tesis de O'Donnell era plausible para una fase de la política económica del gobierno de la llamada "revolución argentina" (1966-1973), no resultaba adecuada para otros casos, en particular el brasileño. Además, tampoco las ideas de los principales protagonistas de la política económica en los autoritarismos burocráticos tenían como centro la profundización de la industrialización. En varios casos, incluso, los ideólogos económicos de los regímenes militares pertenecían a los grupos que, en términos de Hirschman, "atacaron la industrialización no porque se hubiera logrado muy poco, sino porque se había llevado demasiado lejos".

3. Las reformas estructurales de la década de 1990

Los procesos de reformas estructurales encarados por distintos gobiernos lati-noamericanos suelen ser vistos como un vasto movimiento de reestructuración de las economías y de los Estados bajo la férrea dirección de los organismos multilate-rales de crédito y la atenta guía de los gobiernos de Estados Unidos. El programa de estas reformas se sintetiza en el denominado "Consenso de Washington" (1990), un conjunto de criterios generales y recomendaciones de política elaborados por los

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organismos financieros internacionales. Señala Hopenhayn (1994) que "el Consen-so de Washington reflejó un acuerdo previo a que llegaron después de ciertas discre-pancias intestinas el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que convi-nieron en coordinar recursos y fuerzas para apoyar financieramente a aquellos países que conciliaran el arreglo de sus deudas externas con un determinado conjunto de políticas económicas". Tan importante como el contenido específico de las reco-mendaciones fue el papel creciente de los organismos multilaterales de crédito en la definición de las políticas públicas de los países latinoamericanos.

Desde la perspectiva de los defensores de las políticas de reformas estructura-les, lo que en realidad cuenta -más que el papel del Fondo Monetario Internacio-nal o del Banco Mundial- es el reconocimiento por parte de los gobiernos lati-noamericanos de la pérdida de viabilidad de las políticas macroeconómicas popu-listas. En términos de Dornbusch y Edwards (1992), el "populismo económico" es "un enfoque de la economía que destaca el crecimiento y la redistribución del ingreso y menosprecia los riesgos de la inflación y el financiamiento deficitario, las restricciones externas y la reacción de los agentes económicos ante las políti-cas agresivas ajenas al mercado". Para estos autores, la aplicación de las recetas populistas conduce a resultados contrarios a los que los defensores de esas políti-cas desean. En consecuencia, la única opción razonable al "populismo económi-co" es un profundo cambio de enfoque en las políticas económicas, que se identi-fica con los criterios generales del Consenso de Washington.

Desde una perspectiva menos optimista acerca de los resultados y más atenta a las trayectorias específicas de los procesos de reformas estructurales en los distintos países de América Latina, Juan Carlos Torre (1998) postula la necesidad de "razonar desde una perspectiva analítica que contemple la referencia tanto a los límites que ponen las circunstancias económicas como a las opciones que hacen los líderes de gobierno". Este abordaje reconoce que los países latinoamericanos se han orientado hacia un conjunto similar de reformas promercado pero que, al mismo tiempo, los alcances de las reformas, su secuencia y sus resultados han diferido de manera signi-ficativa de acuerdo con las condiciones específicas de cada país y las decisiones polí-ticas adoptadas por los gobiernos.

Así como las reformas estructurales promercado han tenido elementos comu-nes e importantes variaciones entre países de la región, también existen problemas compartidos y cuestiones específicas en la fase posterior al ajuste estructural. To-rre enumera algunos de ellos, en un proceso todavía abierto. El primer problema del desplazamiento hacia el mercado es la marginación de actores económicos y sociales ligados a la modalidad de intervención estatal de posguerra y la pérdida de capacidad de los sectores populares para mantener niveles básicos de protección social. El segundo problema remite a las insuficiencias de las reformas de orienta-ción neoliberal para favorecer la adquisición de ventajas competitivas. En otras palabras, las reformas de la década de 1990 han sido exitosas en la desestructura-ción del patrón de relación entre Estado y economía de la segunda posguerra y han logrado niveles razonables de estabilidad de precios, pero aún no han mostra-do logros significativos en el terreno del crecimiento económico y han tenido con-secuencias regresivas sobre la distribución del ingreso.

CAPÍTULO 15

¿Hacia una nueva época? Los años 90

Julio Aróstegui y Jorge Saborido

Hasta el momento, el tratamiento del presente histórico mismo en que una h i s t o - ria se escribe, el tiempo que vive el historiador, no es cosa frecuente en los libros, Pero el interés por la "historia vivida" es cada vez más patente en el mundo actual. La historia se entiende hoy como el transcurso de los avatares de la humanidad s i n que pueda decirse que concluye en un determinado punto del pasado, sino que se prolonga con todo derecho hasta el mismo instante vivido. Los años 90 del siglo XX se presentan en el panorama de la historia contemporánea mundial, entre ot ras, con dos peculiaridades muy destacables.

Por una parte, esos años constituyen nuestra historia del presente, porque es la historia de las gentes vivas en el mundo actual. Conviene señalar, en cualquier

caso, que el análisis del tiempo presente en manera alguna se confunde, aunque se trate de un tiempo aún fluente, con la crónica, el periodismo, el ensayo de actuali- dad y, menos aún, con e l comentar io de la polít ica más palpitan te, como suelen creer y practicar algunos autores (Garton Ash, 2000). Por el contrario, la historia del presente es mucho más la historia de la cultura de nuestro tiempo (Bédarida, 1998).

Por otra parte, una segunda peculiaridad es la existencia en el mundo de hoy de una percepción general de que en los años 90 del siglo XX nos hemos adentrado en un cambio de época. ¿Qué quiere decir esto?, ¿cuándo puede hablarse en la historia de cambios de época? Todo hace pensar que el mundo de los umbra les del siglo XXI tiende efectivamente a consolidar unas nuevas condiciones de vida humana. Ello hace necesaria una reflexión sobre los síntomas y atisbos de esa nueva época,

obliga a pensar en una historia nueva y, seguramente, también en una forma nueva de escribirla.

El "corte" o "ruptura histórica" que parece haber acabado con el siglo XX "his-

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