Bates Philip - Magia en La Villa Y Corte de Los Austrias I II III

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En octubre del año 1665, mientras Madrid prepara los funerales del rey Felipe IV, Lorenzo Gonzaga va a ingresar en un convento por orden de su padre, del que se querrá fugar en compañía de otros novicios

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MAGIA EN LA VILLA Y CORTE DE LOS AUSTRIAS

PHILIP BATES

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Miré los muros de la Patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, FRANCISCO DE QUEVEDO

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO I

Lorenzo Gonzaga había puesto por primera vez los pies en la Villa y Corte en

el otoño de 1665, a la par que la capital del reino enterraba a su Católica

Majestad Felipe IV y no cabía un alfiler en ella a causa de la afluencia

provocada por los funerales del monarca. Venía acompañado por su tío Baltasar,

canónigo de Sigüenza, con quien había viajado modestamente en diligencia de

posta desde Arévalo, ciudad de la que era natural. El muchacho procedía de una

familia de hidalgos arruinados por la concatenada serie de catástrofes de todo

tipo que se había ensañado contra la hispánica tierra durante los últimos treinta

años, epidemias de garrotillo, tabardillos y finalmente la gran peste que la

despobló entre los años 1647 y 1652, la cual se llevó, por cierto, a su madre y a

tres de sus hermanos, la sequía que produjo cosechas ruinosas, así como las

manipulaciones sobre la moneda de vellón. Su padre, don Pedro, tan sólo fue

capaz de casar con un semblante de decoro a su primogénito, Gonzalo, el cual,

según estipula la ley, estaba destinado a heredar el exiguo mayorazgo. A los

demás varones colocó en el ejército, que andaba falto de tales, o en la Iglesia por

intercesión de su hermano. De las hijas, guardó una para su cuidado personal y a

las dos restantes puso igualmente en un convento. Con lo cual parece que el

hidalgo dio por concluido su poco afortunado paso por el penoso mundo que le

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había tocado en suerte y enfermó de guardar cama durante el resto de sus días,

que no fueron ya muchos.

El canónigo cumplió la promesa empeñada con el moribundo encargándose de

que su sobrino, el menor de su prolífico hermano, entrara como novicio en un

convento franciscano de la capital del mundo. Don Baltasar recomendó Lorenzo

a los padres, visitó el monasterio situado en pleno centro de Madrid y con las

mismas regresó a su Sigüenza, dejando entre aquellos espesos y tenebrosos

muros a un muchacho que hasta los dieciséis años se había criado en los vastos

espacios, bajo la luz cegadora de la paramera, desarrollando unos ojos de halcón

y no de lechuza. De hecho, Lorenzo habría preferido mil veces el ejercicio de las

armas, pero la última voluntad de su padre había sido firme, pues los tiempos

aciagos, y a fe que aquellos lo eran, inclinaban preferencialmente a la devoción.

El monasterio no pasaba de ser una casa solariega de tres pisos, dotada de un

huerto tapiado en la parte trasera, donde se hacinaban treinta y cinco monjes y

seis novicios. A lo largo de la calle aparecían alineadas otras mansiones

similares, construcciones vetustas, algunas de ellas amenazando ruina, amplias,

oscuras y silenciosas, con fachadas desconchadas y portalones desportillados,

ostentando, muchos de ellos, viejos escudos de armas tallados en piedra,

residencia, en general, de hijosdalgo de pequeña y media capa, así como de

algún que otro comerciante enriquecido.

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Cuando culminó el ceremonial fúnebre consagrado al óbito del rey, la calle

recuperó su habitual estilo lúgubre y solitario, característico de esta parte vetusta

de la capital de un imperio caduco, más habitada por fantasmas y ánimas en

pena que por gente viva.

Durante la noche, su quietud de camposanto sólo se veía interrumpida, de

tanto en tanto, por el entrechocar de los aceros y los votos proferidos a tal o cual

por asuntos tan negros como la atmósfera que los envolvía. Cuando no por el

viático que la cruzaba como una Santa Compaña espectral y agorera que, quizás,

era. Lorenzo alzaba la frazada hasta taparse la cabeza con objeto de no oír los

latines y de protegerse del frío que comenzaba a dejarse sentir cuando bajaba de

la sierra.

Dormía junto a los otros novicios y fray Anselmo, su maestro, en una tan

descomunal como vacía estancia de techo alto, la cual prometía ser glacial

durante los meses de invierno. Desahogado monumento, pensó, en que me ha

enterrado mi padre, con estos frailes que saben de todo. Sin embargo, puede

estar tranquilo, pues su obsesión era que ninguno de sus hijos había de ser

oficial y trabajar por sus manos. Para ello los religiosos recogen a los expósitos

que estarían metidos en la paja del granero, rebullendo entre las ratas. Su

cometido, por el momento, era estudiar y rezar. Por cierto, no tardarían en

despertarles para maitines. Después de todo comía, frugalmente, con mucha

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sopa de guijarro, cierto, pero comía, cosa que no todos los días sucedía en la

casa paterna. Lo de estudiar, a fin de cuentas, tampoco se le daba muy mal.

En efecto, irrumpió uno de los vigilantes y llamó para los oficios.

Mientras fray Anselmo alumbraba un candil, Esteban Sala, su vecino más

próximo, se revolvió en su jergón rezongando palabras que a los oídos de

Lorenzo no les parecieron muy santas. Luego, poniendo los pies en el suelo y

enfilando sus sandalias, comentó en un castellano más derecho:

-Cualquier día de éstos, Dios se va a incomodar seriamente con nosotros.

-¿Por qué razón? –inquirió Lorenzo, intrigado de verdad.

-Por las horas que elegimos para ir a rogarle.

Lorenzo escudriñó el rostro de Esteban por ver si descubría un rasgo de

hilaridad, mas la poca luz se lo impedía. Así que desistió de ello y buscó a

tientas sus propias sandalias. El maestro les ordenó ponerse en fila y salir de la

pieza. El largo corredor se hallaba iluminado por hachones.

Esteban Sala le había precedido en el cenobio de tan sólo tres meses. Venía de

Medina del Campo y su historia parecía calcada a la suya, con la salvedad de

que su padre ya había muerto mientras que su madre vivía, pero había casado en

segundas nupcias. Decididamente, haría un mal monje, si bien no llamaría

forzosamente la atención por ello, pues muchos tenían, en aquella época, un

comportamiento dudoso, con las debidas precauciones, desde luego, y

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procurando no sobrepasar ciertos límites sensibles, pero dando en lo humano, a

veces muy humano, tolerado.

Mientras lo seguía, divertido, contemplando su pelo crespo y endrino, Lorenzo

se preguntaba hacia dónde desviaría Esteban. Por el momento, ningún rasgo,

ninguna inclinación permitían aventurarlo. Únicamente esa desafección por lo

religioso permitía colegir que una olla, con la tapa encajada y cerrada a presión

por barras de hierro insertadas en las asas, no podía sino acabar reventando y

esparciendo el cocido por toda Castilla la Vieja.

Entraron en la capilla y, a pesar de la pompa del ceremonial, Lorenzo tuvo que

pugnar porque no le asomara una sonrisa viendo el rostro mirífico de Esteban,

en rudo contraste con la salida de tono que había constituido su desayuno verbal

al verse despertado a una hora que, no quedaba mucho lugar para la duda,

consideraba intempestiva. En esos momentos, sin embargo, entonaba muy

devotamente el invitatorio: “Señor, ábrenos los labios. Y mi boca proclamará tu

alabanza.” Luego el salmo: “Oh, venid, lancemos gritos de alegría hacia

Jehová.”

Concluido el oficio, los monjes se retiraron a sus respectivas celdas y los

novicios a la suya común. Fray Anselmo, mientras los abarcaba a todos con una

mirada severa, sepultó la llama entre los dedos índice y pulgar.

-Esteban.

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-¿Qué?

-¿Piensas quedarte aquí toda la vida?

La respuesta de Esteban fue un silencio tan compacto que Lorenzo se

arrepintió de haber formulado la pregunta. Cuando ya no la aguardaba en modo

alguno, sintió un hálito caliente debajo de la oreja.

-¿Estás loco?

Lorenzo quedó sobresaltado y confuso. Luego reparó en que Esteban había

contestado a su pregunta con otra, lo cual siempre había juzgado ser una

triquiñuela fácil. Así que, a su vez, se abstuvo por el momento de responder. En

vista de lo cual, Esteban prosiguió.

-¿Ignoras acaso que fray Anselmo duerme siempre con un ojo, manteniendo

los oídos como boca de fraile? ¿A que no me has oído llegar?

-No.

-Pues él es todavía más sigiloso y más felino. No me extrañaría que estuviera

escuchándonos ya, en la otra orilla de tu cama.

Lorenzo se sobrecogió de nuevo. Hubo otra pausa en la que sólo se

escuchaban los latidos de la noche muerta. Un estremecimiento le recorrió todo

el cuerpo de pies a cabeza cuando, en efecto, escuchó una voz que procedía

justamente de ese lado. Era Esteban que había ido a verificar su propia hipótesis.

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-Si de verdad quieres saberlo, mi respuesta es no –admitió con un susurro

apenas perceptible. –Cuando sepa latín, me largo de aquí.

-¿Y qué harás en el mundo? Quiero decir, ¿de qué vivirás? Porque afuera,

supongo que lo sabrás, sólo se vive de milagro.

-Pues ¿qué se yo? Lo que se tercie. Acaso soldado de fortuna, si no quieren de

mí los tercios.

-¿Y para ser soldado de fortuna hace falta saber latín?

-No seas zonzo. Digo que cuando sepa latín porque, al paso que voy,

necesitaré al menos diez años para aprenderlo. Y para entonces ya seré un

hombre hecho y derecho.

Esta vez sí que no pudo reprimir Lorenzo una primera y única convulsión de

risa, que atajó de inmediato tapándose la boca con la mano.

Esteban había enmudecido como una sepultura. Por lo que dedujo que ya no

estaba allí. Pero enseguida sintió, más que oyó, el roce de un paño contra la

frazada. Ya iba a hablarle cuando un escrúpulo selló afortunadamente sus labios.

Un minuto más tarde una mano huesuda, de mariposa gigante, se posó, furtiva,

sobre su muslo. Era fray Anselmo, quien, de vuelta, iba palpando los jergones

por ver si cada mochuelo se hallaba en su correspondiente olivo. Más tarde supo

que los oídos de este fraile constituían un instrumento magnificador del sonido,

tan sensible, que aún los linces y las garduñas podrían, con razón, envidiar.

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Al amanecer, cuando llamaron para laudes, Esteban se mostró serio y distante.

Lorenzo entendió que, con la ligereza de su comportamiento, había cometido

una imprudencia que podía haberles costado cara a ambos. No obstante, junto

con esa idea le vino otra. Y es que se arrepentía tal vez de haberle hecho, de

buenas a primeras y sin conocerle apenas, una confidencia tan comprometedora.

Tras el nuevo oficio y la breve colación matutina, los pupilos y el maestro se

dirigieron a la estancia que hacía las veces de aula, la cual estaba situada en el

tercer piso y se hallaba provista de cuatro ventanas, que daban al huerto, por las

que entraba abundante luz. A lo largo de ella se alineaban varias filas de bancos

toscos, con sus planchas de madera para escribir sobre ellas; bastantes más de

los que en realidad hacían falta, lo cual permitía al maestro instalar a sus

alumnos en puestos considerablemente alejados unos de otros con objeto sin

duda de evitar los cuchicheos hueros.

Esteban tenía razón en una cosa, consideró Lorenzo, le hubieran hecho falta,

no diez, sino acaso veinte años para comenzar a entender algo de la lengua

latina. Llevaba tres meses en el establecimiento y todavía no dominaba las

declinaciones, por lo que le menudearon las reprimendas a lo largo de la

mañana. Lorenzo, en cambio, poseía ya un nivel muy superior gracias a las

esporádicas enseñanzas que su tío Baltasar, el canónigo, le prodigaba durante los

períodos en los cuales regresaba a Arévalo, al solar familiar.

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El maestro no tardó en darse cuenta de ello y a los deberes de latín añadió

otros de griego. Lorenzo quedó muy sorprendido ante esos trazos que no había

visto en su vida, pero pronto aprendió su equivalencia y, divertido, se ejercitó en

su logro, al principio como si dibujara, luego cada vez de un modo más

maquinal. Pero aquella era una lengua extraña, ardua de entender, no solamente

porque no ofrecía la menor similitud en los vocablos, como sucedía en

numerosas ocasiones en latín, aunque, de tanto en tanto, se llevaba sorpresas al

descubrir curiosas etimologías, ciertas e indudables unas, más dudosas otras, las

cuales parecían provenir de viejas metáforas lexicalizadas, eso es lo que se dijo,

en otros términos, desde luego, sino también porque ofrecía una curiosa

distribución de los términos en el interior de la oración, con mucho elemento

superfluo, se dijo, demasiada paja. Pero era así y no había más remedio que

tratar de entender su mecanismo particular y adoptarla en su propia naturaleza.

Más adelante fray Anselmo le explicó que los griegos también se habían

asentado en ciertos puntos de la península y que debieron dejar improntas en

lenguas ya desaparecidas, las cuales, a su vez, hubieron de repercutir en el latín

que vino a instalarse después. Eso sin contar la influencia directa que su lengua

ejerció sobre el latín.

Pero volviendo a ese primer día de clase, cuando hacia mediodía se les acordó

un rato de libertad para desentumecerse en el huerto, Lorenzo se fue derecho a

Esteban y le espetó a bocajarro:

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-¿Sabes? También yo me voy a fugar de este sitio cuando sea mayor.

Esteban no hizo ningún comentario al respecto. No obstante, resultó evidente

que aquella confidencia estaba destinada a establecer un lazo de complicidad

entre ambos jóvenes. En sustitución de una respuesta, dijo simplemente:

-Ven.

Echó a correr y Lorenzo tras él.

En el fondo del huerto se encontraba un muchacho de su edad, el cual estaba

cavando zanjas con una gran azada y enseguida, cambiando a un horcón, echaba

estiércol en ellas. Esteban se acercó a él, pero procurando no ser notado,

ocultándose tras las matas de alubias. Lorenzo hizo lo propio. Llegado el

primero a la altura del zagal, se le acercó por detrás, le plantó dos dedos en los

ijares haciéndole dar tal respingo que saltó del otro lado de la zanja, al tiempo

que la impresión le obligó a contraer tan rápida y fuertemente los músculos del

abdomen que se le escapó un recio pedo, sonoro y armónico como un cuerno de

caza.

Lorenzo experimentó una gran dificultad en reprimir una carcajada, pero se

esforzó con ahínco en ello pues no quería correr aún más al joven e incauto

agricultor.

-¡Pedorro! –Exclamó Esteban, implacable.- Ve a cortarnos dos varas de

avellano, a guisa de espadas. Y nos las traes al granero.

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-Enseguida, señor –musitó el aludido, confuso al tiempo que contento de

salirse tan pronto de una situación tan poco airosa, o más bien justamente

demasiado airosa.

Esteban lo vio alejarse exhibiendo una media sonrisa.

-Se llama Bartolo. Es un poco simple, pero tiene buen fondo.

-Yo diría que el fondo está más bien podrido, a juzgar por la fuerza del olor

que emana del interior.

-En efecto, huele que alimenta. No resultaría improbable que se reservara una

generosa provisión de alubias para sí, ya que es él quien las cultiva.

Echó una furtiva mirada a su alrededor y, con una sorprendente rapidez y

habilidad, arrancó dos manzanas del árbol, se dejó caer a tierra y le ofreció una a

Lorenzo. Éste no se hizo de rogar y ambos la devoraron en cuatro bocados.

Concluido el refrigerio, se puso en pie con agilidad felina, que sorprendía

incluso teniendo en cuenta su juventud.

-Sígueme –dijo.

Una rudimentaria y pina escalera conducía al granero. Todavía estaba la paja

extendida donde dormían los criados. Esteban se puso a hacerla a un lado con

los pies. Lorenzo lo imitó.

En eso llegó Bartolo con las varitas de avellano.

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-Tú ponte al cabo de la escalera y avísanos si alguien quiere subir.

Y sin perder tiempo, mirando a Lorenzo a los ojos, le entregó una de las varas.

-Se coge así y se pone así para parar. Después giras de este modo la muñeca y

me aguardas en esa posición, ¿entendido? Venga, vamos a practicar este

movimiento.

Cuando comprobó que Lorenzo lo ejecutaba con desenvoltura, le mostró otro

y luego otro y otro más. Hasta que fue capaz de efectuar un encadenamiento, del

cual pasó a otro y así sucesivamente.

-Eres tan hábil con la pluma como con la espada. Aprenderás rápido –

comentó.

Así, Lorenzo recibió el mismo día su primera lección de griego y de esgrima.

-¿Y cómo es que tú conoces tantos secretos acerca del manejo de la segunda?

-Mi padre me los enseñó. Combatió en los tercios.

Un día de los días, Bartolo hizo este comentario:

-Vosotros dos no os estáis preparando para frailes, ¿verdad?

Esteban lo consideró con un brillo de guasa en los ojos.

-Eres un lince, Bartolo. No se te puede ocultar nada. No, en verdad, sino para

caballeros andantes.

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-Pues he oído decir –replicó éste- que, cuando un caballero se lanza a trotar

por estos mundos de Dios, suele llevar consigo un criado que le cuide los

caballos y las armas en caso de necesidad y le adobe la comida.

-No dices mal, Bartolo –convino, pensativo, Esteban.- Tal es, ciertamente, lo

que se acostumbra a hacer. Por eso conviene también que ese criado sea ducho

en tirar de la espada. Por lo que pudiera ocurrir. Anda, vente para acá, Bartolo.

Y tú, Lorenzo, vigila un rato.

Con lo cual, también Bartolo comenzó a aprender el arte de las cuchilladas con

tino.

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CAPÍTULO II

Casilda Mercado abrió los ojos, despertada por un rayo de sol, maduro ya

como los trigos de julio, que atravesaba su habitación cual espada llameante.

Únicamente había logrado conciliar el sueño hacia la madrugada, a esa hora en

que un leve resplandor gris comienza a nimbar la estancia.

Se levantó pues de un salto y descorrió las cortinas. Una riada de luz invadió

la pieza haciéndola comestible como la corteza de una hogaza bien cocida. Por

cierto, su ama, doña Rodríguez, llamó de inmediato a la puerta y sin esperar

respuesta entró con una bandeja en que venía su desayuno.

-No ha sido muy madrugadora la señorita esta mañana. El refrigerio estará de

verdad frío. Pero puedo calentárselo en un santiamén.

-No, gracias. Lo tomaré de inmediato. Ya llevo bastante retraso.

-Eso es verdad. Coma Vuestra Merced en buena hora, que si no, a mediodía no

tendrá apetito y su padre le reprochará, como siempre, que no se alimenta lo

suficiente.

Casilda abrió de par en par las puertas cristaleras del balcón, puso una silla de

enea en él y agarrando la bandeja se sentó a desayunar con buen apetito.

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-Se va a resfriar –protestó la dueña.- Ni siquiera nos hallamos aún en

primavera.

-Al sol se está bien, ama. Pierda cuidado.

Doña Rodríguez refunfuñó algo inaudible y regañando entre dientes salió de la

alcoba.

Si Casilda no había dormido prácticamente en toda la noche, ello no era sin

motivo. La confesión que, la noche anterior, le confió su padre, bien lo veía, era

una de esas revelaciones que poseen la facultad de cambiar radicalmente una

vida, o al menos la concepción que de ella se tiene. En efecto, ya nada será

como antes pues se vería obligada a contemplarlo todo a través de unas lentes

como ahumadas, o tintadas de otro color. Quiera Dios que no sea el color rojo de

la sangre o peor, del fuego.

Durante la cena, ya había observado un comportamiento extraño en su padre.

Aparecía como encerrado en una bola de cristal, desde donde manifestaba una

reserva digna. Más aún, en cada uno de sus gestos percibía una cierta

solemnidad, al tiempo que dolorosa y grave, no desprovista de cierta pátina de

orgullo.

Después, cuando todos los criados se retiraron, sin decir palabra, le acercó una

silla a la chimenea, donde crepitaba un nutrido fuego, y con la palma de la mano

extendida le indicó que se sentara. Él, a su vez, tomó otra silla y la colocó a su

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lado, muy cerca. De repente Casilda recordó el día en que murió su madre. Ella

no era más que una niña, pero ahora lo recordaba todo muy bien. Sucedía como

si esos recuerdos los hubiera puesto en una gaveta, bajo llave, y luego echado

ésta al río. Mas, en ese instante, el cajón se abría solo y de él surgía una

infinidad de detalles y sensaciones que creía diluidas para siempre en una

atmósfera que el tiempo había esparcido desde hacía mucho. En aquella ocasión,

su padre la tomó de la mano y, con mucho cariño y un temblor de emoción en

los labios pero sin el menor eufemismo al uso, le reveló escuetamente que su

madre había muerto y que ya no la vería nunca más. Ninguno de esos

comentarios consolatorios como que está en el cielo y que desde allí vela por ti u

otros por el estilo. No, murió y se acabó. Eso era todo. No había más remedio

que conformarse.

También en esta ocasión don Leandro abordó el asunto sin rodeos. Ellos eran

una familia de judíos conversos, pero que, atendiendo al hecho incuestionable de

que dicha conversión no se realizó de grado, sino empleando la fuerza, así como

la amenaza capital, desde hacía muchas generaciones, en el secreto de las

alcobas, cuidando muy bien de que ni siquiera los criados ventearan el menor

indicio, siguieron practicando, como casi todos, la religión de sus antepasados.

Mientras que, de puertas afuera, exhibían una piedad cristiana exagerada, en

numerosos casos acérrima, seguros de que Dios entendería esas cosas. Sin que

faltaran ejemplos en que algunos de ellos, por medios diversos y variados,

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hubieran obtenido títulos nobiliarios, alcanzando los peldaños más elevados de

la política, las artes e incluso de la jerarquía eclesiástica, procurando, desde allí,

en la medida de lo posible, favorecer en secreto nuestros intereses. Si bien, en la

mayoría de los casos, hemos continuado ejerciendo los oficios que, a lo largo de

los siglos, desempeñaron nuestros ascendientes, es decir, financieros, banqueros,

especuladores, o también médicos, profesores de universidad y demás oficios

del saber.

Claro, no se lo había podido decir antes porque a los niños, ya se sabe, no se

les puede atar la lengua. En su inocencia, lo dicen todo, o lo dan a entender con

un discurso ignorante de las sutilidades e implicaciones que rigen en una

sociedad compleja, hipócrita y cruel.

Casilda, entonces, entendió la razón de algunos detalles del ordinario de la

casa como que, por ejemplo, si bien la carne de cerdo entraba en ella, era

invariablemente destinada a la alimentación de la servidumbre. Hasta el punto

de que, durante mucho tiempo, ignoró que ese animal fuera comestible. No es

una vianda sana, le explicaron más tarde. En todo caso no es propia de gente de

calidad. Pero ella supo, por casualidad, que algunas de sus amigas, entre ellas las

había pertenecientes a la nobleza, sí la comían. Mas, habiendo percibido un

cierto malestar entre las personas mayores que le habían entregado ese descargo,

se guardó de hacer comentarios al respecto. Otra cosa que también había

observado era que jamás se encendía fuego los sábados. Se cocinaba la víspera y

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se guardaba una parte del condumio para el día siguiente. Si era invierno,

durante el viernes las chimeneas consumían tal cantidad de madera que

caldeaban los muros. Luego, unas horas antes del atardecer, dejaban que se

consumieran las brasas. En el transcurso la jornada del sábado, la mansión

entera estaba tibia, bastaba con abrigarse un poco más en tiempo de mucho frío.

Y todos los años, cuando dicha estación se hallaba a punto de claudicar, solía

reinar durante algunos días un ambiente festivo en la casa, las comidas eran más

sofisticadas e incluso las personas mayores incrementaban moderadamente el

consumo del vino y de ciertos licores. Ella, por su parte, tenía derecho a invitar a

todas las amigas que quisiera con objeto de organizar meriendas y

representaciones teatrales, para las que les proporcionaban toda suerte de

vestidos, disfraces y máscaras. Tal elación, que ella había atribuido al gozo

generalizado ante la proximidad del verano, resulta que tenía un nombre, el cual

sólo ahora su padre había osado pronunciar. Se trataba de las fiestas del purim

que conmemoran los hechos referidos en el Libro de Ester, pero que en realidad

simbolizan todas las ocasiones, pasadas y futuras, a las que bien se pueden

incluir, si se da el caso, las presentes, en que el pueblo judío supo, y sabrá, eludir

una catástrofe colectiva, salir airoso cuando la maldad absoluta lo tiene cercado

y se apresta a desatar su aniquilación. Por eso es una fiesta sin connotación

religiosa, su único rasgo distintivo es dar rienda suelta a la alegría de sentirse

vivo y saber que uno no perecerá en lo inmediato a causa de las asechanzas de

los malvados como Hamán, los cuales, por desgracia, siempre los ha habido y

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los habrá. Y era justamente esa fiesta la que se disponían a celebrar, para la cual

podía invitar, como siempre, a todas sus amigas indiscriminadamente, pero por

primera vez conocería su significado auténtico.

El rostro de su padre se ensombreció de nuevo. Cuántas veces hemos tenido

que asistir a Autos de fe contra amigos y hasta parientes con rostro impasible,

mientras por dentro el corazón desbordaba el llanto de la amargura y la rabia,

mas cercado por el miedo. La próxima vez, cualquiera de nosotros, hombre,

mujer o niño, podía estar allí, con coroza y sambenito, blanco de la ira popular y

empapado por ella, como un algodón sumergido en alcohol, aturdido, sin

reconocer a nadie, sin comprender nada. El pueblo asiste a esos espectáculos

como va a los toros y en el fondo de su alma sólo pide una cosa, sangre. Por esta

razón, es preciso medir siempre, a lo largo y a lo ancho y a lo alto, cada palabra

que se ha de decir y cada acto que se ha de cometer, en este país en que, aún

para los cristianos viejos, son aplicables los versos del poeta: “¿Siempre se ha de

sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? Cuánto más para

un cristiano nuevo que, en lo más recóndito de su morada, judaíza.

Eso le aguardaba en adelante, el constante trabajo interior de saberse diferente

y el exterior del disimulo a ultranza como una cuestión de vida o muerte.

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CAPÍTULO III

Dos años largos habían transcurrido y Esteban se hallaba lejos de dominar la

lengua latina. Tal vez por eso no soltaba una palabra respecto a la proyectada

fuga. Lorenzo, por su parte, hablaba y escribía a la perfección tanto en latín

como en griego. Progresos que habían merecido la admiración general de los

frailes, así como su nombramiento en tanto que ayudante del bibliotecario, fray

Felipe.

Dicha actividad, junto con sus conocimientos lingüísticos, le permitieron

adquirir una cultura sólida, pues en los ratos libres leía los libros que su nuevo

mentor le señalaba como esenciales e incluso le permitía que se los llevara para

estudiarlos durante la noche.

A pesar de que no habían hecho todavía los votos, se les tenía asignada una

celda individual, al igual que a los restantes monjes. Otros novicios ocupaban la

celda colectiva bajo la férula de fray Anselmo.

Lorenzo recibió el aposento de un viejo fraile recién fallecido que, además, se

hallaba junto a la del bibliotecario. Comenzó a ocuparla en verano y la juzgó

fresca y espaciosa. Sin embargo, con la llegada del invierno, la sintió fría y

desapacible, tanto fue así que se resfrió.

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Durante toda la lección de esgrima, cuya práctica no habían abandonado un

solo día, no paró de estornudar. Y a lo largo de las siguientes, de toser. Hasta tal

punto se hizo porfiada la tos que los hermanos, viendo que perturbaba los

oficios, solicitaron del prior que éste lo dispensara de los mismos hasta que se

repusiera del catarro supino que había contraído. También fray Felipe, a quien la

tos irritaba, decidió prescindir durante un tiempo de su ayuda. Finalmente

Lorenzo se vio sin esgrima, sin oficios y sin trabajo. Por el contrario, cogió unas

fiebres que requirieron la intervención del padre herbolario y que le tuvieron

postrado en la cama algo más de una semana.

Una noche en que afuera soplaba el cierzo con fuerza, Lorenzo percibió una

corriente de aire particularmente intensa dentro de su estancia. A pesar de que la

fiebre le tenía como aturdido, decidió levantarse y encontrar a toda costa el

resquicio por el cual Eolo se colaba.

A tientas buscó el candil y fue a prenderlo en uno de los hachones que ardían

en el pasillo. De regreso a la celda, la llama se puso a temblar primero y a

agitarse después, tanto más frenéticamente cuanto más se aproximaba a la cama.

Lorenzo levantó la frazada que cubría el jergón cayendo hasta el propio suelo y

entonces la luz se extinguió, dejándolo a oscuras.

Volvió pues a encender el candil y esta vez tomó la precaución de proteger la

llama con la mano. En efecto, vio que una de las losas, no del suelo sino del

arranque del muro, tenía un canto roto, por cuya abertura se colaba un

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zarzaganillo de lo más insolente, amén de nocivo. Ahí está la madre del cordero,

se dijo, estaba durmiendo sobre una corriente de aire.

Con gran esfuerzo, desplazó la cama hacia el rincón que juzgó más al abrigo y

se echó a dormir, prometiéndose que, en cuanto se encontrara más restablecido,

taparía con argamasa el boquete. Mas la fiebre le duró todavía unos cuantos

días.

Cuando al fin remitió, acosado aún por fuertes quintas de tos, salió de la celda

en busca de Bartolo.

-Toma un cubo –le dijo- y adóbame un buen mortero.

Y mientras éste preparaba la mezcla, le explicó para qué la quería.

-Con razón murió también el viejo Emeterio, no sólo de vejez, sino también de

un resfriado de caballo.

Dicho lo cual, Bartolo se propuso para efectuar él mismo la reparación.

-Bueno. Eso me evitará tocar la masa fría.

Con las mismas se dirigieron ambos hacia la celda de Lorenzo, situada en el

tercer piso.

-Ah, claro. Acabáramos. Hay un buen boquete aquí. Pero en un santiamén le

ponemos remedio.

Bartolo echó un par de paletadas, lució un poco.

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-Listo, se acabó el viento colado. Además, le hacía falta, porque la losa se

movía ya como una muela desarraigada. Esto bastará para mantenerla fija.

Lorenzo agradeció y, aliviado, se puso a leer. Pronto notó que la atmósfera era

mucho más acogedora y, por una parte, se felicitó de haber cogido el toro por los

cuernos, por otra, en cambio, se irritó consigo mismo por no haberlo hecho

antes. En fin, pelillos a la mar.

Esa noche, considerando que estaba exento de oficios, decidió aprovecharla,

en parte, para estudiar pues, además, la tos había comenzado a remitir de manera

perceptible. Así que, a la luz del candil, leyó, entero, un opúsculo de Séneca

titulado Sobre la brevedad de la vida. La cual no es tan corta como para todo

eso cuando se la sabe aprovechar, parecía ser la lección que se desprendía de él.

La mayor parte de la gente, lo mismo en aquellos tiempos como en los

presentes, se entrega de lleno a actividades que no les reportan nada esencial y

sólo cuando le ven el rostro de cerca a la desdentada recuerdan que se han de

morir y no están preparados para ello, razón por la cual la proximidad de la

parca desencadena en ellos un miedo cerval. Cuando en realidad la muerte es un

regalo de los dioses quienes, arrepentidos por haberle impuesto al hombre la

dura ley de la necesidad, le ofrecen esa poterna para salirse al fin de ella y

recuperar la verdadera libertad.

Cierto, el estudio, la adquisición de conocimientos, constituye la actividad más

benéfica con la que pueda el hombre emplear provechosamente el tiempo, mas

30

dichas enseñanzas están destinadas a fortalecerle en su travesía por el mundo,

pues resulta obligatorio para él, si pretende que su paso por la existencia sea

efectivo, nadar en la melaza de la realidad. No se deja un cielo para entrar en

otro. La aventura del hombre consiste en poner en equilibrio sus dos

componentes esenciales, a saber, la materia, con toda su impedimenta de

trabajos y sinsabores, y el espíritu.

Por eso no olvidaba el proyecto de abandonar el convento. Lo cual debía

hacerse antes de pronunciar los votos, de lo contrario sería demasiado

complicado. Según ello, no había mucho tiempo que perder. Él estaba listo.

Únicamente quedaba ultimar un plan de evasión y decidir qué se iba a hacer una

vez fuera de esos muros. Dado que Esteban no decía esta boca es mía, Lorenzo

decidió reflexionar por sí mismo acerca de ello y en el momento en que tuviera

las cosas claras ya hablaría con su compañero, seguro de que no dudaría en

seguirle.

En fin, ya lo pensaría. Pero no esa noche pues, entre el estudio y la

convalecencia, se hallaba fatigado en exceso. Además, se estremecía de placer

ante la perspectiva de dormir una noche entera entre unas cobijas realmente

calientes.

Sopló la vela y se cubrió cabeza y todo.

31

La tos había desaparecido por completo y también el penoso trabajo ejecutado

durante muchos días por los músculos del tórax a causa de las convulsiones que

aquélla les obligaba a efectuar, reemplazado por un dulce sopor.

Cuando ya estaba a punto de romperse la cuerda que lo mantenía en este

mundo y se disponía a precipitarse en el limbo de los justos, una sensación

extraña rompió el hechizo. Tuvo la sensación de no estar solo en el cuarto. Le

pareció que había más vida en él y no una sola, por cierto. Primero percibió unos

levísimos deslizamientos, como si pequeños objetos, como el tintero o el candil,

se desplazaran por sí mismos, pero raudos. Luego, aquí y allá, como un frotar

casi inaudible. Finalmente, la entera masa de las tinieblas que poblaba la celda

amenazaba con alcanzar el punto de ebullición, aunque discretamente, sin calor

y prácticamente sin ruido. Con tanta historia de duendes, trasgos, diablos y

hechiceros como había oído contar a las viejas en su lugar de origen, imposible

no llegar a la conclusión de que una suerte de pandemónium se había desatado

en aquella habitación, acaso como consecuencia del pensamiento impío de

abandonar el monasterio, con lo que aquellos santos hombres habían hecho por

él.

En eso cayó un bulto sobre el cobertor, justo encima de sus piernas, lo cual le

obligó a dar un respingo y, sin poderse controlar, echó de un manotazo la

frazada hacia atrás, al tiempo que se levantaba de un salto. Mientras buscaba a

32

tientas el candil, el corazón le estaba tocando a rebato. Lo agarró y fue a

prenderlo.

Hecho lo cual, dudó unos instantes entre salir corriendo a todo trapo pasillo

abajo, a guisa de sálvese quien pueda, o bien entrar a inspeccionar. Finalmente

optó por esto último, pero con mucha precaución.

Todavía sin atravesar el umbral, apartó a un lado cuidadosamente la puerta.

Alzó el candil por encima de su cabeza y echó un vistazo al interior. Todos sus

músculos se hallaban en tensión, como resortes comprimidos al máximo y

susceptibles de enviarle, en cualquier momento, de un salto al techo. Por

supuesto, la decisión estaba tomada, ante el menor indicio extraño, se colgaba

las piernas al cuello y salía pitando.

Sin embargo, una primera inspección de la pieza no reveló nada anormal. Dio

un paso hacia el interior. Todo se ofrecía en su aspecto habitual. Entonces las

percibió. Trotando por el suelo, escalando las estanterías, paseándose por

encima de los muebles, de la cama, las ratas. Decenas de ellas.

33

CAPÍTULO IV

Don Rodrigo de Araujo, por ahorrar en suelas, salía únicamente lo

indispensable, a saber, para comprar una hogaza de pan, que constituía su

sustento de una semana, para echar las cartas que enviaba a los administradores

de sus tierras, comprar tinta y resmas de papel pues eran su instrumento de

trabajo y traer un cántaro de agua de la fuente. Por economía, no sólo de

esfuerzos, hacía todo a una. Así, durante seis días, se acumulaban sobre su

escritorio las misivas colocadas en forma de pila y racionaba el agua como si

fuera un bien tan costoso como el pan por no ir adrede.

Hacía muchos lustros que un criado no había pisado aquella casa, pues don

Rodrigo consideraba el mantenimiento de la servidumbre un gasto no solamente

gravoso sino inútil, puesto que las pocas necesidades que aún no lo habían

abandonado él mismo se bastaba y se sobraba para satisfacerlas. Abundar en las

mismas sería redundante pues ya están todas dichas.

La vida, por su parte, no le había dado ni mujer ni hijos, puesto que él no le

había dado a la vida nada, así que estaban ambos servidos por comidos. En

cambio le había conferido dinero. Una arqueta llena de escudos de oro, para la

cual había mandado construir un falso pilar de madera, en cuya base, recubierta

34

por el mismo zócalo que el resto de la pieza, había disimulado una abertura

destinada a alojarla.

Para las doradas monedas, entrar en dicho cofre era como entrar en religión,

pues efectuaban los votos de un fraile y se comprometían a no salir más del

cenobio durante el resto de su existencia. A efectos de subvenir al ordinario de

su desolada y fría casa, se reservaba el vellón y la calderilla. Y conocido el tenor

del mismo, fuerza es admitir que le venía holgado el presupuesto. Ni siquiera

tenía que proveer al forraje de los caballos por la razón fácilmente previsible de

que tampoco disponía ya de ellos.

Ah, pero día vendrá en que cuelgue de un clavo sus andrajos y merque jubón y

calzas nuevas y se revista todo de un abrigo de marta cebellina. Así como dos

buenos alazanes para engancharlos en la carroza, que sí había conservado

porque no pedía pan. Así será la vuelta a su señorío de Navarra. La gente no

vivirá lo bastante para contarlo. El Señor ha hecho fortuna en la Corte y viene

nadando en oro. Eso es lo que dirán. Y para confirmarlo reparará la vieja casa

solariega desde las puertas hasta el último desván.

Mientras llega ese momento de gloria, cada día, hacia el atardecer por no

gastar cera, exhumaba la arqueta y contaba pacientemente los escudos. Cuando,

obviamente, puesto que sólo él tenía acceso al tesoro, lo más sencillo hubiera

sido adicionar al cómputo total las esporádicas obleas que venían, cada vez con

menos frecuencia, a integrarse en él. Mas ése era en verdad el único placer que

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experimentaba en su vida, contemplar su aspecto saludable de miel sólida,

observar con detenimiento las inscripciones y los dibujos grabados, avanzar, no

sin cierta ansiedad, en el cálculo, hasta comprobar, una vez más, para gran

satisfacción suya, que éste era absolutamente cabal.

Hecho esto, se apresuraba a guardarla en su escondrijo y cerrar la tapa.

Sintiéndose, de inmediato, no solamente aliviado, sino pagado con creces en su

propia persona, a causa de la astucia desarrollada para poner a buen recaudo su

dinero.

Acto seguido, se acostaba en esa misma pieza, donde en realidad vivía,

complaciéndose en imaginar la escena de la irrupción de unos supuestos

ladrones que se pondrían a escudriñar todo sin llegar jamás a dar con el

habilísimo enfoscadero. No obstante, su sueño profundo jamás dejaba de ser

agitado porque. ¿Quién sabe? Acaso alguien llegara a descubrirlo con malas

artes, con artes mágicas. En tal caso, adiós gloria, adiós entrada triunfal, adiós

futuras perdices asadas en la cernada del hogar navarro, adiós pan candeal y

confites y miel sobre hojuelas. Ello constituiría un eclipse que empañaría para

siempre la luz del mundo y toda vida perecería en un instante.

Y para que el tormento cotidiano del sueño fuera lancinante hasta los límites

de lo humanamente soportable, éste se complacía en aportar todo lujo de detalles

hasta presentar la escena del robo imaginario como una vivencia más real que la

que sin duda podría ofrecer la propia vida. Con la ventaja de que, en el sueño, el

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tiempo no era unidireccional como solía, sino que tenía la facultad de ir hacia

adelante y hacia atrás, como le venía en gana, de modo que, cuando parecía

terminar la pesadilla, empezaba de nuevo, o a veces sin terminar, o sin haber

terminado de empezar, o bien haciendo suceder los momentos más dramáticos

en una síntesis intensificadora del dolor.

Sin embargo, al amanecer, don Rodrigo de Araujo recobraba la serenidad, o

algo que se le parecía bastante, al pensar que su vida estaba solucionada,

sólidamente cimentada sobre los doblones de oro, al abrigar la convicción, o

acaso sólo era el deseo intenso, de que había excluido definitivamente las

estrecheces durante sus viejos días.

Entonces se levantaba, cortaba con sumo cuidado una rebanada de pan como

un ducado de oro y la consumía ávidamente, sin despreciar las migas. Luego se

servía un vaso de agua fresca, que hace la vista clara. Por último, tomaba recado

de escribir y apretaba las clavijas lo más que podía a sus administradores,

exigiéndoles pagos suplementarios a causa de la devaluación del vellón. Luego

redactaba extensos memoriales con objeto de pretender a cargos públicos que no

obtendría jamás y lloraba el desperdicio de papel.

37

CAPÍTULO V

Enseguida entendió lo que había ocurrido. Al tapar el agujero, había

interrumpido una de las vías, tal vez la única, de comunicación para esas

bestezuelas repelentes entre el monasterio, probablemente la cocina o el granero

y el exterior. Se estremeció al comprender que, durante todas las noches que

había dormido en esa celda, un número indeterminado, pero sin duda elevado,

de perniciosas ratas había circulado por debajo de su cama. Quizá alguna se

atrevió a subir encima de ella.

De momento, no halló otra solución que abrir de nuevo el boquete y mañana

Dios dirá. Así lo hizo. No le costó excesivo trabajo, pues la obra de Bartolo

estaba todavía blanda. También era preciso encontrar la otra abertura por la que

penetraban o salían, según el sentido que estuvieran efectuando. Para ello las

observó durante un rato. Al cabo, se agachó debajo de un armario provisto de

patas y, ayudado de su candil, las vio entrar.

Las dejó a su aire y abandonó la habitación, esperando que al amanecer, como

de costumbre, no quedara en ella ni una sola. A esas horas de la noche, no tenía

más elección que dirigirse a la capilla a fingir que rezaba. Sin embargo, pronto

se quedó dormido sentado en un banco. El gregoriano de los monjes

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acercándose para laudes a donde él se encontraba lo despertó. Se apresuró a

arrodillarse y a adoptar una actitud pía.

Cuando regresó a su celda, en efecto, no quedaba ni uno de esos enfadosos

animales. Un nuevo escalofrío le erizó la entera columna vertebral al considerar

que había estado durmiendo con varias decenas, como mínimo, de ratas que se

sentían atrapadas en una suerte de trampa y que empezaban seguramente a

ponerse nerviosas. Era preciso poner remedio a ello de inmediato. Así que pasó

primero por la biblioteca con objeto de pedir permiso a fray Felipe para buscar a

Bartolo y encargarle un trabajo urgente en su celda.

Lo encontró en el campo y le explicó el caso. El muchacho no hizo ningún

aspaviento. Al contrario, su expresión daba a entender que no era nada del otro

jueves dormir por una noche en compañía de tales bichejos, los cuales debía

considerar como inofensivos. Probablemente, antes de deambular por ese pasaje

obligatorio, habían estado haciéndole compañía a él en el granero. Pero claro,

procedía impedirles el paso a través de esa habitación. Ya encontrarían otra

salida, si no es que la tenían ya.

Se pertrechó de nuevo de lo necesario y ambos se dirigieron a la celda en

cuestión. La losa estaba, en esta ocasión, completamente arrancada.

-Vaya –comentó- no me extraña que tuvierais frío. Por este boquete pasaría un

barco con las velas desplegadas.

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Colocó pues la losa y la selló con argamasa. Acto seguido, se echó junto al

armario y, como pudo, tapó el segundo agujero.

-Listo. Ahora dormiréis como un verdadero monje. Completamente solo.

Lorenzo se dirigió de buen humor hacia la biblioteca, dispuesto a olvidar, con

la mayor brevedad posible, el incidente. Lo consiguió antes de lo previsto, pues

sobre un pupitre encontró la relación que el padre Jerónimo acababa de escribir,

todavía estaba la tinta fresca, a propósito de una casa sita en la calle Cava Baja,

la cual había sido declarada encantada, pues según testimonio de los vecinos,

podían percibirse desde el exterior, durante ciertas noches de luna llena, como

relámpagos y gritos y aullidos, por lo que un monje mercedario, acompañado de

dos sacerdotes, entró con objeto de exorcizarla y los tres fueron testigos de los

mencionados fenómenos, pudiendo certificar, por añadidura, que las puertas y

las ventanas se abrían y se cerraban solas, sin que se hallara nadie del otro lado.

Y añade fray Jerónimo que la tal casa había pertenecido, a principios de siglo, a

un conocido clérigo nigromante ajusticiado por la Santa Inquisición. Justamente

la había dejado ahí para que él, a su regreso, la mandara llevar a imprimir, lo

cual hizo.

Fray Jerónimo escribía todos los días avisos o relaciones que enseguida eran

distribuidos por los ciegos a lo largo y ancho de Madrid. Lorenzo se preguntaba

de dónde le vendría toda esa información, pues el mencionado fraile pocas veces

salía del convento.

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Se lo preguntaba porque rehusaba creer los rumores que circulaban por el

monasterio en el sentido de que tenía un espíritu familiar que se lo contaba todo,

e incluso lo llevaba de la mano, por los aires, antes de que ocurrieran ciertos

hechos para que pudiera presenciarlos y después referirlos con toda suerte de

detalles, cual haría un testigo presencial de los hechos.

Después de tan edificante lectura, Lorenzo se olvidó de las ratas, se lanzó a

cumplimentar la rutinaria serie de actividades cotidianas y no volvió a pensar en

ellas más que en el instante de soplar el candil y embutirse entre las cobijas. No

pueden entrar ya. No tienen la menor posibilidad de colarse en el cuarto. Así

procuraba tranquilizarse. Sin embargo, no logró conciliar el sueño, a pesar de la

noche toledana que había pasado la víspera.

Poco después de la media noche percibió un velado alboroto en el pasillo.

Eran los vigilantes que, con escobas y palos, trataban de ahuyentar a las ratas

desorientadas que afluían al pasillo y después no atinaban a huir por ninguna

parte. Al final se hizo el silencio.

Probablemente Bartolo tiene razón, pensó Lorenzo. Deben conocer otras

salidas alternativas. Pobre del ratón que sólo conoce un forado, reza el

proverbio. Pero ese agujero, es más que un simple agujero de rata. Pasaría un

barco con las velas desplegadas, había dicho Bartolo. Él mismo había echado

una furtiva mirada a esa cavidad negra como la pez. Un barco tal vez no. Pero,

¿y un hombre?

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CAPÍTULO VI

La marquesa doña Leonor era una llama viva, una pavesa encendida, una zarza

ardiente en perpetua busca del cayado de Moisés. A sus veintidós años era una

yegua de la remonta privada de semental, retorciéndose en el lecho como un san

Lorenzo en la parrilla. Naturaleza le había asignado todo cuanto conviene a una

mujer en sazón y no la había privado de nada en absoluto. Sin embargo, no es

Naturaleza quien casa por estos pagos, en especial a la nobleza.

Don Alonso Zurita, marqués de Villacañas, su señor marido, tenía el nombre

muy mal puesto, hasta el punto de semejar una ironía mordaz, pues por no tener

cañas, no tenía ni una sola, por lo menos que valiera una nuez podrida. En pocas

palabras, era insensible a cualquier estimulación proveniente del bello sexo. Y la

marquesa llevaba muy mal esta circunstancia, hasta el punto de que temía perder

en cualquier momento el decoro y su ama, doña Águeda, la cabeza, la suya y la

de su señora, si alguien no encontraba remedio a semejante desaguisado. Pues el

marqués de Villacañas, a la par que impotente, era celoso como un turco,

doblado de una inteligencia y una astucia poco común que, tanto su carencia

como su pasión, avivaban a cada instante como aceite que se echa al fuego.

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En cuanto comprendió que jamás lograría satisfacer en lo más mínimo a su

ansiosa esposa, todo su afán fue impedir que otro lo hiciera en su lugar. Código

del honor obliga. Igualmente entendió a la perfección que no sería ella quien

pondría el menor obstáculo para evitar ser gozada, pues a todas horas la poseía

el demonio de mediodía ya que nadie más podía poseerla. Pero además lo

llevaba en la fuerza de la sangre, como otros llevan la flema o la cólera o la

enfermedad. No había sino prevenir, antes de curar. En lo cual empleó todas sus

dotes intelectuales, que no eran menguadas.

Para empezar, atendió al proverbio que dice casa con dos puertas, mala es de

guardar. Por lo cual compró ésta que, aunque somera, bastaba, con sus tres

pisos, para alojar a su personal de servicio. Y sólo tenía un gran portalón que

daba a la calle.

A la marquesa le asignó las habitaciones del piso de arriba. Pero puso

permanentemente en la puerta a dos esclavos negros castrados, los cuales, si

salía, la seguían a todas partes. Aun así, prefería acompañarla él si ello caía

dentro de lo posible. Y sí caía las más de las veces pues la nobleza no es

precisamente la clase azacaneada y despestañada del país.

Doña Leonor se cocía en su propio caldo y se ahogaba de calor en pleno

invierno madrileño. Mas no había remedio a su mal.

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-¡Señor! ¡Qué sofoco, señora! Y que no haya modo de traer un poco de alivio

a su pesar.

-No lo hay, doña Águeda. Ni la devoción, ni los baños calientes, ni el ayuno,

ni la astucia, que es muy taimado tu señor. Que si bastara con echarse un balde

de agua fría por encima de la cabeza y acabar para siempre con ello, bien que lo

haría.

Doña Águeda asentía y enriscaba los ojos al cielo. Cuantas tretas habían

madurado entre las dos, al intentar llevarlas a la práctica, las previsiones del

marqués daban con ellas al traste. Si hubiera el menor resquicio, aunque no

fuera más grande que lo necesario para introducir en casa sólo la parte que

interesa de la anatomía viril, ella lo intentara. Pero el resquicio no parecía.

Los galanes rondaban la mansión como tábanos, como gatos que ventean la

famosa gata en celo que guardaban aquellos muros, pero el personal del marqués

los mantenía alejados y por si ello no bastara, Villacañas era un temible

espadachín. Numerosos eran los que habían pagado con la vida ciertas

ponderaciones a propósito de determinadas partes de la anatomía de doña

Leonor, que todo Madrid venía a contemplar desde los edificios vecinos, pues la

marquesa se bañaba desnuda con todas las ventanas abiertas y en cuanto se veía

sola en sus aposentos, afuera sayas y corpiños para que el aire de la sierra

enfriase un poco sus crepitantes entrañas, mas era peor el remedio que la

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enfermedad. Aparte de que en ello encontraba la única posibilidad de venganza

para con su marido, pues se sabía observada y si no iba a ser gozada de hecho,

que al menos lo fuera de pensamiento.

A veces percibía el destello producido por el sol en el cristal de un catalejo de

marino y experimentaba una inmensa satisfacción al sentirse contemplada de tan

cerca y completamente en cueros. Imaginaba al contemplador y evocaba con

lancinante lucidez cada una de las manipulaciones que estaría sin duda

efectuando y ella lo incitaba más y más, adoptando todas las posiciones posibles

de la entrega, todos los gestos del goce que, en verdad, no sentiría jamás de otro

modo, sino así.

Doña Águeda entraba, se santiguaba y elevaba sus grandes ojos al cielo. Pero

no culpaba a su señora pues sabía que tenía que afrontar un destino adverso.

-Tarde o temprano –decía- Dios proveerá.

45

CAPÍTULO VII

En el corazón de la noche, los vigilantes venían llamando a maitines. Lorenzo

no había pegado ojo pensando en la dichosa abertura, en si cabía un hombre por

ella, en si podía, en caso de caber, conducirle a alguna parte. A las ratas, en todo

caso, es indudable que sí. A ellas las pone en comunicación con el exterior, de

eso no tenía la menor duda.

Además, circulaban tantas leyendas sobre tesoros encantados, del tiempo de

los moros, sobre todo, muchas de las cuales fray Jerónimo se encargaba de

difundir a través de sus relaciones, que Lorenzo leía invariablemente. Los

pasadizos daban por lo común acceso a cuevas muy hondas y finalmente a salas,

salones suntuosos, poblados por hermosísimas ninfas y sobre todo había en ellos

muchísimo oro, piedras preciosas, joyas. Todo ello defendido habitualmente por

gigantescas, temibles e inteligentes serpientes.

Lorenzo cantaba maquinalmente en el coro, pero en su cabeza no dejaban de

bullir todas esas ideas y conjeturas. Una certeza, sin embargo, emergió

imparable. A saber, que tarde o temprano cedería a la tentación de arrancar una

vez más la losa y verificar qué diablos había detrás. Si ello ha de ser así,

prosiguió en su razonamiento, más vale hacerlo de inmediato antes de que la

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argamasa se seque y haya que utilizar martillo y escoplo, con el ruido que ello

comportaría.

De regreso a su celda, la decisión estaba tomada. En el caso de que no hubiera

nada y fuera preciso sellarla de nuevo, no hacía falta recurrir a Bartolo puesto

que ya había aprendido a confeccionar la mezcla y a utilizar la paleta. Así

evitaría enojosas explicaciones.

A la luz del candil, corrió el jergón a un lado y desarraigó sin dificultad la

losa. Alargó la mano hacia la lumbre y la introdujo dentro de esa suerte de

hornacina. Tuvo que rasgar con la otra mano un tupido conglomerado de telas de

araña y, en efecto, había allí una abertura, un espacio entre dos sillares de

granito o de sílex, por el que cabía holgadamente un cuerpo humano, pero no le

veía fin, tanto el muro era ancho y el pasaje daba como una leve curva. Se metió

pues en él y avanzó reptando cual si fuera culebra, sosteniendo ante sí la luz.

De repente se vio de pie, al otro lado del muro, en un oscuro corredor

abovedado, construido con compactos bloques de sílex. El lugar era tan siniestro

que sintió enseguida miedo de su osadía, pero su curiosidad prevaleció. Decidió

seguir adelante para ver a dónde conducía. No sin antes regresar a su celda,

poner la cama donde solía, limpiar un poco la losa con el dorso de la mano y

encastrarla en su lugar.

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Entre maitines y laudes, contando también el tiempo transcurrido, debía

disponer aproximadamente de dos horas y media. Se puso pues a avanzar a lo

largo del lóbrego corredor hasta llegar a un recodo donde torcía a la izquierda.

La luz del candil únicamente le permitía ver a unos pasos delante y siempre era

lo mismo. Por el momento, la orientación no presentaba problemas. Aquello era

como un cartabón, en cuyo primer extremo se hallaba la entrada a su propia

celda, en el otro extremo, lo ignoto.

Siguió avanzando hasta que topó con una pared, pero hacia la parte derecha no

tardó en descubrir una abertura que era el arranque de una escalera descendente.

Al cabo de la misma sólo había una diminuta habitación cuadrada.

Aquello no tenía mucho sentido. El pasadizo no podía culminar ahí, en un

recinto cerrado por todas partes excepto por donde se entraba.

Acercó la luz a la pared frontal y se puso a examinarla detenidamente. Bajo la

capa de polvo notó que en un lugar la piedra no poseía exactamente la misma

tonalidad. Utilizando la manga del hábito, limpió esa zona y descubrió una losa

semejante a la que se encontraba en su celda para dar acceso al oculto corredor.

Al inspeccionarla de más cerca comprobó que estaba sellada tan sólo con arena.

Probablemente podría extirparla sin necesidad de instrumentos. Depositó el

candil en el suelo y se aplicó a la tarea. No tardó en levantarla y descubrir un

nuevo paso similar al que daba acceso a su habitación.

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La depositó con cuidado a un lado, agarró el candil y se precipitó a través de la

abertura. Una vez del otro lado, se puso en pie, alzó la lumbre por encima de su

cabeza para descubrir con horror que se hallaba dentro de un panteón, con

numerosos sepulcros y hornacinas alineados a un lado y otro. Dio unos pasos

adelante hasta avistar una escalera de mármol. Cubrió el pábilo con la mano para

mitigar el resplandor pues no sabía a dónde iría a parar. Y entonces vio una

verja, a través de cuyos barrotes tintineaban las estrellas. La empujó hacia

delante y no cedió. La atrajo hacia sí y de ese modo sí cedió.

Dejó el candil en el interior del panteón y salió al exterior. Aquello era en

efecto un camposanto vecino del monasterio del que ya había oído hablar. Se

volvió para identificar el panteón en cuestión y corrió a explorar el lugar.

Únicamente una tapia lo separaba del exterior. Se acercó a ella, dio un salto y se

agarró a la parte superior, puso a contribución sus bíceps y se encontró a

horcajadas sobre ella. Era libre, si lo deseaba. Ante él se extendía el vasto

mundo.

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CAPÍTULO VIII

Fray Felipe avanzó hacia el centro de su celda donde reposaba un libro abierto

sobre un atril. Encima de su hábito llevaba una suerte de estola de cuero que le

caía por delante y por detrás, en la cual se hallaba trazado, en tinta roja, tal vez

en sangre de algún animal, un pentáculo de los que llaman de Salomón. Todo su

rostro exhalaba una energía que hubiera asustado a sus hermanos, puesto le

tenían por un sabio imperturbable e inofensivo. Pero en ese momento su gesto se

hallaba erguido, sus ojos desorbitados y todo su cuerpo estirado como si tiraran

de él miles de cordeles accionados por poleas. Alzó los brazos, muy separados,

con las palmas mirándose y con voz baja aunque profunda exclamó: “¡Que todos

los diablos huyan, particularmente aquellos que son enemigos de esta operación!

Al entrar nosotros aquí solicitamos humildemente de Dios, el Altísimo, que

penetre en esta sala para proyectar divino placer, prosperidad y gozo, caridad y

cariño.

¡Que los Ángeles de la Paz defiendan y salven a este aposento! ¡Que la

discordia desaparezca de él!

¡Ayúdanos y ensálzanos. Oh, Señor. Que Tu muy Santo Nombre bendiga

nuestra reunión y nuestras palabras. ¡Oh, Señor, Dios nuestro, bendice nuestra

50

entrada en este Círculo invisible para los hombres pero patente para los espíritus

liberados, pues Tú fuiste bendecido por los siglos de los siglos! Amén.”

Luego, cayendo de rodillas, prosiguió: “Oh, Señor, Dios nuestro, el más

Poderoso y el más Clemente, Tú que no deseas la muerte del pecador, sino su

apartamiento del mal, y que siga viviendo, concédenos Tu bendición y consagra

este terreno y este círculo que aquí se describe y que contiene los Nombres más

poderosos y divinos.

¡Oh, Tierra! Yo te conjuro, por el más sagrado nombre ASHER EHEIEH, con

este arco, ¡hecho por mi propia mano!

Que Dios, ADONAI, bendiga este lugar con todas las virtudes celestiales. Que

ningún espíritu corrompido sea capaz de entrar en este círculo, que no pueda

causar molestias a ninguno de los que están dentro. Por medio del Señor Dios,

ADONAI, Quien vivirá siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

¡Oh, Señor Dios! Te ruego, a Ti, el más Poderoso, el más Clemente, que

bendigas este círculo y este lugar en su totalidad y a los que dentro de él nos

hallamos.

Y que se nos permita disfrutar de la protección de un buen Ángel. Elimina, oh

Señor, todos los poderes enemigos. ¡Danos, oh Señor, seguridad, pues Tú eres el

Regidor Eterno! Amén.”

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“AGLA, AGLAI, AGLATA, AGLATAI.”

Tras ello, se puso en pie y cambió de orientación. “Oh, Señor, escucha mi

plegaria, deja que mi voz llegue hasta ti. Oh Señor, Dios Todopoderoso, que

reinaste antes del comienzo de los tiempos, que con Tu infinito poder creaste los

cielos, la tierra y el mar y cuanto en ellos hay, todo lo que es visible, así como

todo lo invisible, con una sola palabra.

Te ensalzo y bendigo, a Ti, Te adoro, Te glorifico, y Te ruego que en este

momento seas misericordioso conmigo, un miserable pecador, yo, que he sido

hecho con Tus manos.

Sálvame y dirígeme, por Tu Santo Nombre, Tú para quien nada es difícil, nada

es imposible; y sácame de la noche de mi ignorancia, permitiéndome avanzar.

Ilumíname con una chispa de Tu infinita sabiduría.

Suprime en mí el ansia de codicia y la iniquidad de mis palabras ociosas.

Dígnate dar a este Tu servidor una sabia comprensión, un corazón sutil y

penetrante; haz que adquiera y complete todas las ciencias y las artes; dame

capacidad para escuchar; refuerza mi memoria para retener aquéllas, de suerte

que pueda ser capaz de realizar mis deseos y de comprender y asimilar todas las

ciencias difíciles y deseables y haz también que yo pueda ser comprendido.

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Dame la virtud para concebirlas, a fin de que sea capaz de elaborar ideas,

pronunciando mis palabras con paciencia y humildad, para que sirvan de

instrucción a los demás, tal como Tú me ordenaste.

¡Oh, Dios! Padre Poderoso y Clemente que creaste todas las cosas, que las

concebiste y conoces universalmente, a cuyos ojos no se esconde nada, Tú, para

el que no hay nada imposible:

Pido Tu Misericordia para mí y para Tus servidores, porque Tú sabes muy

bien que nosotros no hacemos esto para tentar Tu Poder, como podría juzgarse,

sino para impetrar la atención de un favor, por Tu Esplendor, Tu Magnificencia,

Tu Santidad, y por Tu Santo, Terrible y Poderoso Nombre IAH, ante el cual

todo el mundo tiembla y por el temor que hace que todas las criaturas Te

obedezcan. Concédenos, oh Señor, que sepamos corresponder a Tu Gracia, para

que a través de esto podamos confiar en Ti y conocerte mejor. Haz que los

Espíritus se revelen aquí, en nuestra presencia, y que aquellos que sean amables

y pacíficos puedan acercarse a nosotros, mostrándose obedientes a Tus

mandatos, por Ti, oh muy Santo ADONAI, cuyo reino durará por los siglos de

los siglos. Amén.”

Por último, volviéndose hacia cada uno de los puntos cardinales, pronunció

estas otras palabras: “Oh, Señor, sé Tú, dentro de mí, una muralla fuerte y

defensiva contra los ataques y el aspecto de los Espíritus Malignos.” Y en un

53

segundo recorrido por dichos puntos añadió: “Estos Pentáculos son los símbolos

de los Nombres del Creador, que os pueden causar miedo y terror. Obedecedme,

pues, por el poder de esos Sagrados Nombres y por esos misteriosos símbolos y

el secreto de los secretos.”

En ese preciso instante estalló en el exterior una espantosa tormenta, cuyos

rayos parecían detonar justo encima del convento. La habitación comenzó a

girar como una vorágine cada vez más acelerada, en la que flotaban rostros

deformes y amedrentadores, aullando o invocando o recitando salmos o

plegarias terribles. Fray Felipe permaneció impertérrito. Así, poco a poco, la

atmósfera se fue calmando y la nube de fantasmas y diablos se disipó. Pero de

un rincón salió un anciano de rostro redondo, afeitado, calvo, vestido con una

túnica escarlata. Y dijo: -Mi nombre es Dunia. Dime, oh amo y señor, cuál es tu

deseo y por qué te has dirigido a los príncipes regidores de su Altura.

A lo que fray Felipe repuso: -Deseo que sean atendidas todas mis peticiones y

que sea cumplido aquello por lo que oro: por vuestro oficio, hacedlo aparecer y

declarad que esto va a ser realizado por vosotros, si es del agrado de Dios.

54

CAPÍTULO IX

Lorenzo estuvo un momento cabalgando la tapia y reflexionando. Por un lado

sentía el fuerte reclamo de la fascinante capital del Imperio, e incluso de la

ancha Castilla; en suma, de la libertad absoluta de movimiento, que jamás había

conocido. Por otro estaba el compromiso que había contraído con Esteban y

Bartolo de abandonar el convento los tres juntos. Además, en trío siempre se

afrontaría mejor el mundo, que según había oído decir suele ser engañoso,

cuando no pérfido, o como mínimo complicado y hostil, que completamente

solo y, por añadidura, inexperto. Si había permanecido dos años en el

monasterio, bien podía aguantar dos días más en él. Tal vez menos. El tiempo de

concertarse para utilizar los tres esa vía de escape que sólo él conocía. Y quién

sabe cuánto tiempo había estado allí sin que nadie tuviera noticia de su

existencia. Allí permanecería, por lo tanto, hasta que decidieran emplearla.

Pero aún había otra cosa que vagamente le retenía, o más bien le convocaba

hacia el interior. Paró mientes en ello y dejó que la idea aflorara bien a la

superficie de su consciencia. Se trataba, por supuesto, del pasadizo en sí mismo,

no como mera vía de escape, sino como lugar recóndito y misterioso. Enseguida

surgieron multitud de preguntas. ¿Cuándo fue construido? ¿Por quiénes? ¿Con

55

qué fin? ¿Seguirá siendo empleado en relación con el propósito original? ¿Con

otros, acaso? ¿Y si escondiera algún tesoro, o algún secreto o alguna consigna

para ser desvelada a los tiempos futuros o ya presentes? Puede que disimulara

una biblioteca conteniendo los volúmenes de un conocimiento oculto o de una

magia potentísima que no podía ser puesto al alcance de la mano de cualquiera o

que era legado a la humanidad desde unas generaciones que se perdían en la

niebla de los tiempos.

Bien mirado, valía la pena posponer unos días, incluso unas semanas, la

consecución de la ansiada libertad. Más aún, lo que procedía era efectuar una

investigación personal, sin siquiera comunicarlo a sus dos compañeros, porque

mejor calla una boca que tres, sin que ello fuera óbice para ponerles al corriente

en el momento oportuno y compartir con ellos lo poco o lo mucho que se

encuentre.

Sí, eso era lo que iba a hacer. Ello era, sin la menor duda, la decisión acertada.

Volvió sobre sus pasos hacia el panteón donde ardía el pábilo del candil,

descendió a sus podridas entrañas, penetró de nuevo en el frío pasadizo, colocó

cuidadosamente la losa y comenzó a desandar lo andado a lo largo de él. Pero

despacio, pues le había acudido la idea de que tal vez a ambos lados hubiera

losas del mismo tipo que la del panteón o la de su celda y que dieran acceso a

otras estancias. O dicho de otro modo, quizá no se tratara únicamente de una vía

56

de escape del monasterio hacia el exterior, o al contrario, de entrada, sino que,

además, comunicara entre sí diversas casas. Recordó el día en que llegó con su

tío Baltasar. Todas las casas de la vecindad eran mansiones señoriales, de

abolengo, de prosapia antigua. Algo vetustas, cierto, pero poseyendo todas un

innegable carácter. Observaba cuidadosamente el color y la textura del muro. Y,

en efecto, acabó dando con una. La examinó bien, comprobando que estaba

sellada sólo con arena, bien encajada, pero fácil de retirar. Tentado estuvo de

hacerlo de inmediato. Sin embargo, una última precaución lo retuvo. No

resultaba muy hábil intentarlo de noche, con el silencio de mausoleo que reinaba

en todo el barrio, amén de que pudiera darse el caso de que, tras la losa, como

era el caso en su propia celda, se hallara la cama de alguien, que podría

despertarse fácilmente con la operación. Mejor sería efectuarla durante el día.

Desde luego, la acción comportaba de todos modos un riesgo, mas lo juzgó

menor. Además, quizá hubiera un resquicio a través del cual pudiera ver algo del

otro lado. Y si hay personas, oiría sus voces.

Dejando aparte el hecho de que ya no debía quedarle mucho tiempo hasta

laudes.

Nada, no había sino volver durante el día y proceder a una nueva inspección

del lugar, antes de tomar una decisión que, indudablemente, en ese momento se

revelaba precipitada. Apresuró pues el paso.

57

Llegado ante su celda, paró un instante las orejas por ver si detectaba algún

ruido extraño en las inmediaciones. Alguien, por ejemplo, que hubiera entrado

en su aposento. Como no oyera nada, entró. Seguidamente colocó la losa en su

sitio. El corazón le golpeaba tan fuerte el pecho que le causaba dolor. Enseguida

se metió en su jergón y se tapó hasta la cabeza.

¿Y si esa calma fuera engañosa porque ya hubieran descubierto su ausencia?

Pero claro, tendrían que haber descubierto su ausencia y el pasadizo, lo cual no

era probable. No solamente no era probable, sino que era casi imposible. Pensó

en una coartada, en caso de que alguien hubiera entrado en su celda sin haberle

hallado en ella. ¿Pero cuándo había sucedido eso? Nunca. Se tranquilizó pues.

Aunque no logró dormirse, desde luego.

De todos modos no tardaron en llamar para laudes.

Mientras se dirigía al coro con los demás, pensó que tal vez el pasadizo

formara parte de la antigua muralla de Madrid, de la que, ahora lo recordaba,

había oído hablar a los monjes pero sin que ninguno de ellos mencionara que se

encontraba justo en el espaldar del monasterio, y que acaso en los archivos de la

biblioteca se pudieran hallar los planos de la misma, aunque mucho le extrañaría

que figurara en ellos el pasadizo, pero quizá le diera alguna idea.

Ello no dejaba de comportar un cierto riesgo, porque si el padre Felipe, por

ejemplo, le sorprendía curioseando en los planos, podría preguntarse con qué

58

intención y si es que había algo detrás de semejante interés. Lo cual podría

constituir el inicio de una investigación por parte del astuto fraile. Todo ello iba

pensando y comidiendo mientras rezaba maquinalmente.

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CAPÍTULO X

Diego Fuensaldaña yacía cuan largo era sobre su lecho en la penumbra del

aposento. Las manos juntas, los dedos entrelazados. Parecía rezar. Con su rostro

óseo y enteco, semejaba un santo de Zurbarán, mirando hacia arriba, hacia el

techo o hacia el cielo. No pedía nada. Sólo esperaba. Toda su vida había sido

una larga espera. Eterno postulante de un beneficio en una Corte que ya no

reconocía los antiguos valores, que habían sido reemplazados por la intriga o el

dinero. Pero ahora el verbo esperar había tomado un sentido más estacionario,

menos volitivo, más conformista. Su mirada bien podía calificarse de

imperturbable. Lo demás ya se sabe, las crisis agrícolas, las catástrofes naturales

con sus malas cosechas, la pérdida de poder adquisitivo, los gastos

desmesurados de la Corte para mantener las apariencias y el tren de la casa. La

tenacidad de don Diego Fuensaldaña fue lo que le perdió. Únicamente cuando

ya no tenía remedio comprendió que tan sólo era afortunado en títulos, es decir

en humo. Lo restante, había tenido que venderlo y ya no quedaban rentas, ni

ingresos, ni administradores, ni tierras, ni deudos, ni amigos, ni criados, ni pan.

La Corte es una baraja con naipes marcados, las partidas tienen un texto como

las obras de teatro y cuantas veces se represente la comedia, los ganadores

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siempre serán los mismos, así como los perdedores. Y don Diego era como uno

de esos personajes que deben recibir una estocada en el último acto y la acción

se desarrolla de manera que, en efecto, la reciben. Ello a pesar de que a mitad de

ella, e incluso antes, ya se prevé el desenlace cuando se conoce el género. El

conde de Fuensaldaña no lo ignoraba. Pero la tenacidad, acompañada de un

carácter altivo, es realmente una piedra que arrastra al abismo.

Por ello no cejó en sus pretensiones, aún cuando su existencia desapareció por

completo de la memoria de todos o, como mucho, para los más viejos, era un

personaje mítico que se había engullido la historia y que sólo podía figurar en

viejos pergaminos, archivados en voluminosos armarios cubiertos de polvo. Aún

entonces, don Diego contemplaba sus títulos nobiliarios y aguardaba la carta de

Su Majestad por la cual le nombraba esto o aquello y le asignaba una renta de

tantos ducados que le sacaría de apuros y le otorgaría la relevancia que tuvieron

sus abuelos.

Ello lo esperó durante una serie imposible de años. Lo esperó hasta el final.

Pero ahora ya no esperaba nada porque estaba muerto. En el momento en que se

cumplieron siete arcos de sol sin haber comido una sola miga de pan, don Diego,

conde de Fuensaldaña, cuyos antepasados aportaron huestes para ganar España,

por cuyas venas fluía sangre real, sacó todos sus títulos del cajón, los puso sobre

la cama y se tendió junto a ellos para dejarse morir.

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Ni siquiera él debió saber cuánto tiempo empleó en hacerlo. La vigilia y el

sueño se enlazaron y se enredaron poco a poco con la muerte como en un juego.

Ocasión habría, sin duda, en que el conde se preguntó acaso si se hallaba vivo

todavía o si había muerto, si el sueño era la muerte o el despertar el limbo. El

mundo y todo cuanto contiene le importarían entonces lo que suelen importar

bofetadas en la mejilla de un turco. Razón por la cual se puede presumir que, al

menos durante esos días, conoció la felicidad. Porque, ¿qué mortal, que se

encuentre de veras en sus cabales, no lo envidiaría?

Al cabo, se extinguió sin sentirlo, sin importarle, ignorando a la Corte y al Rey

y a sus privados, de modo semejante a como ellos le habían ignorado a él. Tanto

fue así, que nadie se apercibió de su muerte, nadie lo echó en falta, el mundo

siguió su tren ordinario sin que a nadie se le ocurriera decir pero qué será del

conde de Fuensaldaña, pues hace meses que no lo hallamos. A decir verdad,

durante los últimos años de su existencia, quienes le veían caminar encorvado,

vistiendo harapos, por las callejas de Madrid, le tenían por un mendigo que

acababa de abandonar el zaguán de alguna iglesia y se dirigía a su cubil.

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CAPÍTULO XI

Fray Felipe no se encontraba en la biblioteca. Lorenzo se dirigió al catálogo y

comenzó a inspeccionarlo. Rápidamente encontró la rúbrica “planos”, así como

su emplazamiento. Varios planos del Madrid antiguo aparecían consignados,

con mención de la muralla árabe y de su prolongación cristiana. También

figuraba un plano del propio convento.

Si consultaba todo ese material en la gran sala, podría llamar la atención de

alguno de los padres que se encontraban allí o que podían llegar en cualquier

momento, pero sobre todo temía despertar la curiosidad de fray Felipe, en caso

de que se presentara repentinamente. Mejor sería estudiarlos en la recámara que

servía como taller de reparación de los libros desvencijados que en ese momento

estaba desocupada. Sin embargo, si fray Felipe le descubría allí con ese material,

sería peor el remedio que la enfermedad. Fue a ella y la examinó. Había una

repisa alta donde, en caso de necesidad, podía deslizar rápidamente los planos

enrollados. Decidió afrontar el riesgo.

Se proveyó de un libro desencuadernado y de un bote de cola con su

correspondiente pincel, que depositó sobre una mesa de trabajo. Seguidamente,

fue a buscar un plano de Madrid en el que aparecían las viejas murallas. Lo llevó

63

a la recámara, se situó en un lugar desde donde podía vigilar la puerta de entrada

a la biblioteca, pero de modo que, quien la utilizara, no pudiera ver lo que estaba

manipulando sobre el tablero de la mesa. Lo desplegó, siguió con el dedo el

trazado de la porción cristiana de la muralla. En efecto, pasaba justo por donde

se hallaba emplazado el monasterio. Leyó atentamente aunque sin mucha

convicción la diminuta caligrafía a plumilla practicada en los márgenes, por si

acaso se mencionara el pasadizo. Devolvió el plano a su sitio y agarró el del

monasterio. En él no se mencionaba la muralla, pero en cambio figuraba el

espacio de la misma pues resultaba inverosímil un muro de tal espesor. No

solamente aparecía el convento sino parte de las casas vecinas. Ahora tenía una

idea más clara de la disposición espacial de las construcciones que le rodeaban.

No quiso demorarse más y fue a colocar el plano en su lugar, cerrando con

parsimonia el cajón que lo contenía. Nadie parecía haber reparado sus

movimientos y menos abrigar el menor recelo respecto a ellos. Regresó a la

recámara y reparó el libro.

Fray Felipe no venía. Evidentemente, se reposaba en él, lo que significaba que

le acordaba su confianza. Esa conclusión no le vino sin su pizca de orgullo. Su

maestro le consideraba capaz de orientar a cualquier hermano en el laberinto

bibliográfico de la biblioteca y de ofrecerle la descripción y las características

esenciales del volumen buscado con objeto de proporcionar al interesado las

indicaciones necesarias para confirmarle, o no, en el supuesto interés que

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entraña con relación al estudio que lo ocupa. Y ello cualquiera que fuera la

lengua en cuestión.

Lorenzo tomó un libro escrito en griego y fingió sumergirse en su estudio.

¿Con qué objeto se habría construido la muralla dotándola de un pasadizo

secreto en su interior? No veía otra explicación que la del complot de las

familias más pudientes de la época para evitar pagar el fielato sobre los

productos que introducían, por ese medio, en la ciudad. Lo cual excluía, en un

principio, la posibilidad del tesoro escondido o de una eventualidad más

misteriosa y deseable aún. Aunque, respecto a dicha contingencia, no se hallaría

completamente satisfecho hasta haber practicado un examen minucioso del

corredor secreto en toda su extensión.

Con éstas y otras hipótesis transcurrió la mañana hasta sexta, hora en que

todos los monjes se dirigían al refectorio.

Una vez provisto de su escudilla, generosamente rellena de carne de vaca con

salsa y su correspondiente rebujo de pan, Lorenzo barrió la sala con la mirada

para localizar a Esteban, con quien solía comer.

No le fue difícil reconocerlo bajo el hábito pardo, pues éste disimulaba cada

vez peor la estructura hercúlea del hermano. Resultaba evidente que no estaba

hecho para llevar vida de anacoreta, pues su cuerpo llevaba sin lugar a dudas el

sello de Marte. De tal palo, tal astilla. Los leones, pensó, no hacen corderos.

65

Salta a la vista que su lugar no es el monasterio. Por lo tanto, había que sacarlo

lo antes posible de allí. Tal era el sentimiento de urgencia que se percibía en

ello, que Lorenzo no osó comunicarle su descubrimiento, temiendo que el

impetuoso Esteban no determinase utilizarlo de inmediato para poner los pies en

polvorosa.

Así que hablaron de otra cosa. Esteban solía pedirle que le refiriera el

contenido de la última relación escrita por el padre Jerónimo.

-Esta vez habla de un médico de la Corte, ya fallecido, que tenía una casa en

Madrid y otra en Roma y pacientes tanto en una ciudad como en otra. Parece ser

que viajaba entre ambas volando por medios mágicos. De modo que era capaz

de revelar noticias que acababan de ocurrir a tantas leguas de distancia como

separan estos dos lugares. Es más, fray Jerónimo aporta testimonios de personas

principales y dignas de la mayor fe que confirman que fue visto

simultáneamente, o al menos durante el mismo día, en ambas ciudades.

Lorenzo no supo jamás si Esteban creía todo aquello. Lo que sí era evidente

era el placer que experimentaba al escuchar tales relaciones.

-Si uno no tuviera que vender su alma para ello –comentó- daría lo que fuera

por poder hacer otro tanto.

66

CAPÍTULO XII

Una noche del mes de enero, particularmente desapacible a causa de una fría y

persistente lluvia, una carroza, tirada por cuatro caballos y escoltada por una

tropilla de jinetes envueltos en negras capas, se detuvo ante la casona de

Leandro Mercado. De ella bajó un capitán igualmente vestido de negro, con una

cruz de Santiago en el pecho, sobre el lugar del corazón. El cual, acercándose al

portalón, dio dos grandes aldabonazos en él.

Todo el personal de la casa se sobresaltó, pues no resultaban habituales las

visitas en ella después de anochecido y menos aún anunciándose con tal

autoridad. Leandro se levantó de la mesa, a la que estaba sentado junto con su

hija, y apartando una cortina echó un discreto vistazo al exterior. El corazón le

dio un vuelco y el rostro fue presa de una mortal palidez. Le pidió a su hija que

no asomara por nada del mundo y se dirigió hacia la escalera.

Mientras descendía, con un gesto ordenó a los criados que abrieran el postigo,

lo cual hicieron de inmediato, cuando don Leandro se hallaba todavía a mitad

del tiro de la escalera. Entró el capitán y enriscando altivamente los ojos tronó:

-¿Don Leandro Mercado?

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-Heme aquí.

-Su Majestad la Reina ordena su comparecencia inmediata en Palacio.

Diciendo esto, se echó a un lado para permitir el paso a don Leandro a través

de la puerta que había permanecido abierta. La circunstancia no admitía

apelación. Por lo tanto, el interpelado se cubrió los hombros con una espesa capa

que un doméstico se apresuró a ofrecerle y salió a la calle. El capitán, abriendo

la portezuela de la carroza, le invitó a instalarse en ella.

Al saber que su destino era Palacio, don Leandro se tranquilizó un tanto. No

obstante, escrutaba las calles por donde circulaban con objeto de tratar de

averiguar si realmente se dirigían a donde le habían dicho.

Llegaron, en efecto, al Real Alcázar y lo introdujeron por una puerta

secundaria. El capitán, sin decir palabra, se puso a avanzar con decisión a lo

largo de una red de pasillos iluminados todos por hachones, subiendo, de tanto

en tanto, escaleras. Al final se detuvo ante una ornamentada puerta y llamó con

los nudillos. Un chambelán la abrió. El capitán hizo una reverencia y, mudo, dio

media vuelta y se fue.

El chambelán ya no se ocupó más de él, sino que, posando su inquisitiva

mirada sobre don Leandro, le indicó con un gesto que pasara adelante. Tras ello,

cerró de nuevo la puerta y echó a andar. Después de doblar un recodo, se detuvo

ante otra puerta no menos ornamentada que la anterior y llamó con gran

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suavidad. Aguardó un instante y enseguida abrió, franqueando la entrada a don

Leandro.

Se trataba de un vastísimo despacho, aunque tan mal iluminado que buena

parte de él permanecía en tinieblas. En un rincón, de pie ante una mesa

iluminada por un candelabro, el cual era, junto con un hachón colgado de la

pared, la única luz que brillaba en la estancia, vio a una mujer delgada y alta,

vestida con hábito religioso. Don Leandro supo enseguida, por la majestad y

altivez de su porte, así como por sus rasgos severos, que se hallaba ante la Reina

Regente Doña Mariana de Austria. Ante ella, del otro lado de la mesa, se

encontraban dos personajes revestidos de negro desde los botines hasta el birrete

jesuítico con que tocaban sus cabezas.

Don Leandro avanzó hacia la Reina y cuando estuvo a una distancia prudente

hizo una profunda reverencia. Durante un tiempo que le pareció interminable, la

Reina permaneció impertérrita, escrutándole con extraordinaria atención, como

si quisiera averiguar lo que había dentro de él, o peor, como si lo supiera y se lo

estuviera reprochando. Concluido el minucioso examen, todavía sin pronunciar

palabra, le hizo un gesto para que se sentara en una silla que permanecía vacía

entre las de los dos jesuitas.

Una vez los cuatro personajes habían tomado asiento, la Reina se dirigió a uno

de los sacerdotes y dijo:

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-Padre Nithard, hablad vos.

El interpelado clavó los ojos en el recién llegado y se puso a estudiarlo con la

misma fijeza que antes lo había hecho el real personaje. Al cabo, desató su

lengua con fuerte acento germánico:

-La Reina, así como su hijo el Rey Carlos II, se hallan desprotegidos en

Madrid, dado que la Villa y Corte goza, por fuero, del privilegio de no alojar ni

sufrir el peso de ninguna tropa. No obstante, ciertos personajes encumbrados del

Reino han adoptado, durante los últimos tiempos, una actitud desafiante ante la

Corona tratando de imponerle, apoyados en su fuerza militar, algunas

disposiciones de gobierno que sólo a ella incumben. Según este estado de cosas,

con el fin de respaldar y asentar cabalmente la autoridad real, su Majestad la

Reina ha tomado la determinación de constituir, aun haciendo fuerza a los

fueros, una guardia de chambergos que quedaría emplazada en la capital.

Llegado a este punto, el jesuita marcó una pausa para estudiar el modo en que

su interlocutor iba asimilando las nociones. Luego prosiguió con una prosodia

más sibilina:

-El proyecto tropieza, sin embargo, con un escollo de talla. Las arcas reales se

encuentran casi vacías. Entre otras cosas –y entonces dirigió una furtiva mirada

a la Reina- por atender a las demandas de don Juan José de Austria, actualmente,

por cierto, acuartelado en Guadalajara como consecuencia del fracaso de la

70

misión de don Diego Correa, cuyo objeto era obligar a don Juan a licenciar la

escolta que se había traído de Cataluña, referentes a la disminución de los

impuestos y a la modalidad con que éstos deben aplicarse, es decir, no

gravándolos mayormente sobre el pueblo llano, para cuya aplicación solicita

igualmente la creación de una Junta de Alivios. Como consecuencia de lo

anteriormente expuesto, su Majestad la Reina ha determinado recurrir a otros

procedimientos a fin de reclutar y alojar convenientemente dicha fuerza de

intervención.

El jesuita, sabedor de que no hacía falta añadir nada más, detuvo ahí su

discurso. Don Leandro Mercader se dio por aludido.

-Excelencia –repuso,- con la mayor brevedad posible me pondré en contacto

con mis proveedores.

-Así debe ser, puesto que la situación política actual no admite demora.

Cualquier día de estos amanece tarde ya para todo.

-¿Sugiere su Excelencia un determinado plazo?

-Una semana para aportar un tercio de la cantidad global, constituiría un

período ya, de por sí, largo, dadas las circunstancias que, insisto, se hallan

cargadas del mayor dramatismo. El estado de precariedad extrema en que se

halla la Corona urge y no hay un momento que perder. Si salís airoso de la

misión que se os encomienda, seréis dignamente recompensado.

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Dichas estas palabras, la Reina se puso en pie. Los demás la imitaron. El padre

Nithard se dirigió a la puerta para convocar al ujier, quien había recibido la

orden de aguardar en la sala contigua.

Don Leandro ejecutó de nuevo una profunda reverencia y salió del aposento.

Los padres jesuitas, Juan Everardo Nithard, Inquisidor General de España, y el

otro inquisidor, el padre Valladares, procedieron de idéntica manera, aunque

demorándose un tanto para poder salir solos de los aposentos reales, cuando ya

el ujier había hecho desaparecer al converso.

Ambos jesuitas se perdieron solos por los interminables pasillos de Palacio

que Nithard conocía ya como la palma de su mano.

-No escatime Vuestra Merced los agentes en su seguimiento –le recomendó a

Valladares.- Que tenga siempre varios de ellos a sus talones. Pues, dada la

urgencia que hemos imprimido a su gestión, forzosamente habrá de cometer

errores o imprudencias. Necesitamos conocer el mayor número de sus

proveedores, a la par que reunir elementos para que, una vez los fondos en

nuestro poder, erigirles, a él el primero, una causa en el Santo Oficio.

Una causa en el Santo Oficio implicaba arresto sin ningún mandato y prisión

secreta. Eso no hacía falta ni siquiera mencionarlo. El objetivo con ello

perseguido tampoco. Evitar, no solamente el pago de los intereses, sino también

la devolución del capital en su totalidad. Amén de, por el mismo procedimiento,

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apoderarse de las haciendas, a ser posible de todos ellos, para engrosar con ellas

las ávidas arcas de la Santa Inquisición y con sus vidas dar un sonado

espectáculo en la Plaza Mayor de Madrid, mediante un Auto de fe con el boato y

la solemnidad de los de antaño.

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SEGUNDA PARTE

74

CAPÍTULO I

Nona era la hora ideal para explorar el pasadizo durante el día. Poca luz iba a

penetrar en él, presumió Lorenzo, mas cada rayo de la misma, cada resquicio

que la dejara pasar, sería un indicio a tomar en consideración, junto con otros,

por supuesto.

La aprensión de la noche anterior fue reemplazada por una ansiedad que le

obligó a despedirse sumariamente de Esteban, no sin prometerle que hacia la

media tarde iría, como siempre, al granero para su cotidiana lección de esgrima.

Los corredores del convento se hallaban ya desiertos, pues la mayor parte de

los monjes, especialmente los más viejos, practicaban la benéfica siesta. Mejor,

se dijo, si nadie me ve entrar en mi celda.

Sin pensarlo dos veces, atrapó su candil, por si acaso, y se escabulló debajo de

su cama. En un santiamén se encontraba al otro lado, en un mundo como de

ultratumba, frío y oscuro.

Al comienzo no veía nada, por lo que se sentó un momento en el suelo para

habituar sus ojos a las tinieblas. En efecto, al cabo de un rato, una suerte de halo,

de nimbo impreciso que no se sabía bien de dónde provenía le permitió

75

distinguir los paños de muro más cercanos y, conforme pasaba el tiempo, una

porción más grande del cañón abovedado.

No obstante, mientras aguardaba sentado en el frío y húmedo suelo, abrazado

a sus rodillas, otra cosa atrajo su atención. No se trataba de un estímulo visual,

sino sonoro. Un leve murmullo como el que producen dos personas navegando

en el mar sereno de un diálogo pausado, maduro, cabal. Algo así como la

conversación entre dos viejos que, durante los cálidos atardeceres de verano,

sacaban sus sillas de enea a la puerta de las casas de Arévalo y platicaban queda

y sentenciosamente sobre el tiempo, las cosechas, la política, la vida y la muerte.

Y decían cosas dignas de ser grabadas en el blanco del ojo.

Se levantó para acercarse a la losa que sellaba la entrada secreta a la celda de

su maestro. En efecto, a medida que se aproximaba a ella fue reconociendo su

voz cavernosa de hombre enjuto pero denso. Sintió un poco de vergüenza al

comprender que no era legítimo escuchar aquella conversación privada. Era

como espiarle. Sin embargo, no dejaba de ser curioso que fray Felipe recibiera a

otro monje en su celda. No constituía un hecho habitual en él, pues de sobra era

conocido su carácter distante, altivo y autosuficiente. Además, la voz de su

interlocutor le era absolutamente desconocida y lo más notable afectaba la

calidad de la misma, daba la sensación de que estuviera hablando por la boca de

un pozo toda el agua que cabe en un río o en un lago. De ella se despedía un

sentimiento de potencia al tiempo que de suavidad. Y el tono era el de alguien

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para quien la vida no es más que un juego de naipes en el que no se apuesta

nada. Sólo se juega para ayudar a pasar una larga tarde de estío y para reunirse

alrededor de una mesa y hablar de cualquier cosa mientras se ocupan las manos.

No obstante, Lorenzo no prestaba todavía atención al significado de las

palabras que ya oía con toda nitidez. Por el mero hecho, sin duda, de que aunque

se comprenda la carga semántica de una palabra, o de una frase incluso, si éstas

se hallan desligadas todavía de un corpus lingüístico suficiente, pues se oyen

como quien escucha llover. Había, sin embargo, otro detalle que absorbía toda la

atención del muchacho. En una de las junturas de la losa había desaparecido la

arenilla en parte y podía percibirse netamente una diminuta rendija a través de la

cual se afirmaba una levísima raja de claridad.

A Lorenzo le pareció indigno lo que iba a hacer, pero no pudo evitarlo. Acercó

el ojo a la minúscula grieta.

Al fondo de la celda se veía enteramente a fray Felipe, de pie, aunque apoyado

en su mesa de trabajo. El desconocido no se hallaba en su campo visual, pero su

voz sonaba muy cerca. Por eso y por la dirección de la mirada del fraile,

Lorenzo dedujo que, en realidad, lo tenía casi junto a él y se estremeció de

repente sin saber muy bien por qué.

Su maestro hablaba de algo extremadamente peligroso, como una nube de

serpientes de fuego. Ahora ya podía concentrar toda su atención en el sentido de

77

las palabras que escuchaba. Algo que no podía caer entre las manos de una

persona vana o sensual o apasionada, porque entonces se revelaba su lado

maléfico que poseía con igual intensidad que el provechoso y saludable. Por otra

parte, tampoco debía permanecer sepultado por los siglos de los siglos, pues era

un cuerpo vivo y salvado. Rogaba pues a su interlocutor, a quien se había

dirigido con el curioso nombre de Dunia, que le ayudara a encontrar un nuevo

posesor, alguien que fuera digno e irreprochable, dado que a él, ambos lo sabían,

le había sonado la hora.

¿Qué diablos podía ser ese algo, esa cosa u objeto, que, al propio tiempo podía

ser calificado de cuerpo vivo y salvado? Y sobre todo, ¿qué podía ser aquello a

quien, o a lo que, ya no sabía muy bien cómo hablar, su maestro atribuía

propiedades tan terribles y espantosas?

En eso fray Felipe se volvió de repente hacia la mesa, abrió la primera gaveta,

la más próxima al tablero, introdujo en el hueco sus largos y sarmentosos dedos

que hicieron crujir algo en el interior. Seguidamente alzó el tablero quedando al

descubierto un pequeño cajón secreto, del que extrajo un libro encuadernado con

tapas de un ennegrecido cuero repujado.

-Si lo dejo aquí –explicó, mientras levantaba en el aire el misterioso volumen

cual Moisés hubiera hecho con las tablas de la Ley ante el pueblo judío.- Tarde o

temprano alguien lo encontrará. Pero ¿quién será ese alguien?

78

-Para empezar, deberá ser una persona culta, de lo contrario no le sería de

ninguna utilidad, ya que está escrito en latín.

-La cultura, incluso el saber, no es un argumento definitivo. En este

monasterio existen varones doctos y la mayoría de los monjes lee correctamente

el latín. Sin embargo, ¿cuántos de ellos se hallan preparados para detentar, sin

perder la razón, el inmenso poder contenido entre estas dos tapas?

Entonces Lorenzo vio aparecer el más curioso personaje que jamás habían

contemplado sus ojos. Vestía una túnica escarlata con infinidad de pliegues,

confeccionada con una materia que le era desconocida, la cual le dejaba al

descubierto, hasta los hombros, unos brazos rollizos. Era de talla y de edad

mediana. Su rostro aparecía redondo como una luna llena, pero atezado, diríase

más bien como un anaranjado sol cercano ya al poniente. Ofrecía pues la

impresión de que llevaba una hogaza bien cocida sobre un cuello corto en

demasía. Y en ella, unos ojos inmensos, dotados de una córnea blanquísima, que

deslumbraba casi a quien la miraba, en el centro de la cual se hallaba incrustada

una durísima piedra de ónice. Negra pupila que semejaba un botón a punto de

dispararse y uno sentía sobre su corazón la presión real de esa mirada.

-No debes preocuparte, amo, por cuanto pueda suceder después de ti. Cuando

tú ya no estés, se habrá acabado el universo, pues éste ha sido creado

expresamente con relación a cada uno de los hombres, que son dioses. Lo

79

mismo sucede para con el libro, el cual, como muy bien has dicho, es un cuerpo

salvado y vivo.

Entonces, el misterioso personaje llamado Dunia, se volvió para mirar

directamente a los ojos de Lorenzo, como si el muro y la losa no existieran para

él, sino que hubieran sido siempre como una neblina que el sol de sus ojos disipa

con autoridad. El muchacho se quedó petrificado, lleno a rebosar de un terror

inefable. Pero aquel ser prosiguió, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos,

turbando igualmente al padre Felipe, quien no alcanzaba a vislumbrar el objeto

de su atención.

-El libro siempre encuentra su camino. Es Él quien elige a su amo.

Los ojos de Dunia estaban escrutando los más escondidos, los más profundos

y oscuros recovecos del alma de Lorenzo, quien no pudo soportar tal examen y

levantándose de golpe huyó a su celda como alma que lleva el diablo. Sólo

cuando se hubo tapado, cabeza y todo, con la frazada, notó que estaba empapado

con un sudor frío y tiritando como si se hubiera bañado bajo la capa de hielo de

un estanque.

80

CAPÍTULO II

Cuando llegó al granero donde se daban las cuchilladas de palo, todavía le

temblaban las piernas. Bartolo, nada más verle, dijo:

-Demasiado tarde me llamasteis. Habéis cogido uno de esos resfriados que son

para señalar con una raya en la chimenea. Yo en vuestro lugar iría a ver al padre

herbolario de inmediato.

-No es nada. Pero la verdad... Más vale que no desenfunde hoy la espada.

-Entonces te tocará vigilar todo el rato –sentenció Esteban.- ¿Y cómo has

podido atrapar ese resfriado caballar?

Bartolo le refirió todo con pelos y señales. Lo de las corrientes de aire y, de

postre, lo de las ratas. Lorenzo no le quitaba ojo al rostro de Esteban por ver si el

relato de su desventura despertaba en él alguna sospecha, si vislumbraba algún

indicio del estilo de que las corrientes vienen del exterior, así como que las ratas

entran y salen y que tal vez... Pero claro, el aire y las ratas no son personas.

Afortunadamente Bartolo no repitió su metáfora del barco con las velas

desplegadas. Calificó simplemente el boquete de enorme, pero claro, enorme...

Y en boca de Bartolo....

81

Esteban se limitó a exclamar:

-¡Vaya por Dios! ¡Menuda aventura!

Y enseguida se pusieron a hacer cantar las espadas. Que, por cierto, menos

mal que la mayor parte de los hermanos era algo dura de oído. Lorenzo se quedó

pues allí, al pie de la escalera, abrazado a sus rodillas y sin poder ahuyentar la

desconcertante, aguda e inquisitiva mirada de ese curioso personaje que atendía

al no menos extravagante nombre de Dunia. ¿Cómo habría podido penetrar allí?

Si por la puerta principal, forzosamente habría sido visto y a esas horas el

cenobio entero se habría hecho callos en el paladar con la lengua, pero nadie

hacía el menor comentario al respecto. Si por el pasadizo, la losa no conservaría

todavía casi enteramente la suerte de arenilla que la sella.

Tanto le dio vueltas a la cuestión al derecho y al revés, que el tiempo pasó sin

que llegara a enterarse. Los espadachines habían escondido ya sus armas entre la

paja y se disponían a abandonar el campo. Descendieron la escalera en silencio y

Bartolo se fue raudo a continuar un trabajo de albañilería que estaba efectuando

en el jardín. Los otros dos se sentaron en el claustro.

-¿No habrás olvidado nuestro proyecto de hacernos caballeros andantes y de

recorrer el mundo deshaciendo entuertos? Mira –señaló con un gesto de la

barbilla a Bartolo.-Tenemos un buen escudero.

82

No dejaba de ser curioso que, después de dos años, justamente ese día lo

mencionara. Lorenzo, sin embargo, sonrió.

-No.

-¿Y tienes algún plan?

El interpelado recuperó la seriedad antes de responder.

-No lo tengo todavía –mintió,- pero pienso a menudo.

Y luego, ensimismado, añadió:

-En cualquier caso, ve haciéndote a la idea que ello ya no puede tardar.

Aquella noche se presentaba mal para conciliar el sueño. Todos los esfuerzos

que hizo para descartar la sospecha de que el tal Dunia no era una persona de

carne y hueso, sino un genio tutelar, invocado por fray Felipe, con ayuda del

grimorio extraído del escondite secreto que había apañado en su mesa de

trabajo, resultaron vanos. No deja de ser curioso, pensó, el hecho de que la

mayor parte de la gente suele creer en la brujería y, en un sentido amplio, en

todo fenómeno sobrenatural. Arévalo constituye un claro ejemplo de ello. Si

cuanta historia de brujas que circula por la población tuviera que ser reunida e

impresa en pliegos de cordel, no se fabricaría bastante esparto en toda España

para confeccionarlos. Sin embargo, en la vida real, cada cual toma innumerables

precauciones antes de admitir como cierto un hecho de esta índole. Tú sueñas

83

despierto, muchacho, suelen replicar, ante toda relación que exhale un tufillo

sospechoso a azufre, viejas que, por su aspecto, podrían figurar sin desdoro en el

grabado de cualquier escena de aquelarre y que tal vez, al anochecer, junto al

fuego, mientras hierve la marmita, espantan a la chiquillería con historias de

hechiceras que sacrifican niños al diablo. Él, sin ir más lejos, encontraba un

placer indudable con las relaciones de fray Jerónimo, pero no podía evitar

leerlas con cierto escepticismo, el cual crecía a ojos vistas cuando se trataba de

comentarlas con otros. Por esta misma razón, se resistía a admitir lo que cada

vez se le iba perfilando con mayor nitidez como pintado con todas las trazas de

la evidencia. Parece ser que, envuelto en las tinieblas de la noche, uno esté más

predispuesto a acordar crédito a tales fenómenos, mas con la llegada del día se

desvanecen las fantasías al tiempo que toma cuerpo y densidad la realidad

cotidiana que constituye el mundo.

Pero Lorenzo se hallaba en la oscuridad de su habitación, rodeado del silencio

sepulcral de un monasterio y era otra visión del universo la que, muy a pesar

suyo, se le iba imponiendo a su mente.

Mas la fatiga acabó dando cuenta de él. En algún momento debió dormirse

porque se vio dentro del corredor secreto, caminando despacio tras el enigmático

Dunia. De repente éste se detuvo y volviéndose a mirarlo con sus ojos sabios e

inquisitivos, susurró estas palabras: “¡Te llaman! ¿Lo oyes? ¡He aquí la primera

Sala! ¿Escuchas cómo lloran en torno tuyo? ¿Escuchas cómo te glorifican,

84

cómo exaltan tus virtudes? Erguido, derecho, ¡oh Horus!, eres, en verdad,

majestuoso y fuerte. Lo mismo que tú, y después de las ceremonias en mi honor,

he sido puesto enteramente derecho.... Ptah ha deshecho a tus enemigos;

prisioneros, obedecen tus órdenes. De pie estás y tu palabra es ley para ellos,

así como para la multitud de dioses y diosas”.

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CAPÍTULO III

Mientras sonaba nona en los campanarios de la Villa y Corte, Lorenzo

penetraba en el pasadizo. Abrigaba la intuición de que Dunia se había dirigido a

él en sueños con objeto de incitarle a introducirse en lo que había denominado

“primera sala”. Venía provisto de un mondadientes que le iba a servir para

raspar la frágil arenilla de la losa y crear un punto o una grieta, a través de la

cual observar primero el interior antes de entrar, si no había peligro. “La primera

sala” no podía ser la de fray Felipe, porque el mistagogo había pasado de largo.

En cambio, se había detenido tras el recodo, al principio de ese tramo.

No era fácil distinguir la losa en la semioscuridad, cubierta como estaba por

una densa capa de polvo. El gris uniforme apenas viraba un grado hacia el

blanco. Tuvo que efectuar varias idas y venidas a lo largo de la porción probable

para dar al fin con ella.

Se puso pues a rascar con delicadeza hasta que se formó un átomo de luz como

una diminuta burbuja brillante. Aplicó a él su ojo y al punto todo su cuerpo se

estremeció como una higuera que se sacude para que caiga su fruto. Una

sensación hasta entonces desconocida y extraordinariamente turbadora lo

86

invadió. Era como si se hubiera impregnado de una niebla de fuego. Su sangre y

toda su naturaleza se exaltó.

La visión que surgió ante él se componía de los siguientes elementos. Se

trataba de una estancia rutilante, con un balcón al fondo por donde entraba la luz

a raudales. Cerca de él había una cama, se veían varios muebles de madera noble

y oscura, cuadros y tapices. Pero en el centro de la pieza había una bañera y

dentro de ella una aparición tan deslumbrante, tan esplendorosa, conmovedora e

impresionante que, en un primer momento, dudó que se tratara de una criatura

real, sino más bien el producto de un hechizo que Dunia, ese ser fantástico,

había lanzado sobre él para hacerle ver cosas que no existían. Que no podían

existir.

Dentro de la bañera se hallaba una doncella o ninfa de una belleza tal, que un

pobre monje, de apenas dieciocho años, sólo de milagro podía soportar y seguir

manteniéndose vivo. Aquella visión únicamente podía resultar apropiada para

los más fuertes, para los más imperturbables. Pero a él le estaba causando unos

efectos devastadores.

Se la veía desnuda de medio cuerpo. Una forma ondulante y esbelta como una

llama color corteza de pan surgía por encima del alabastro de la bañera, envuelta

por una larguísima y tupida cabellera castaña que debía llegarle a la cintura o

quizás más abajo. Los senos turgentes y enhiestos como dos brevas silvestres.

87

La boca, breve, se abría de un modo irresistible, dejando ver unos dientes como

ermitas enjalbegadas coruscando bajo el implacable sol del mediodía. De sus

orejas pendían dos grandes y finos aros de oro. Su mirada poseía el poder de

cien mil escorpiones y Lorenzo prefirió morir antes que sacarla de sus ojos y de

su conciencia y separarse de ella. Aquello era más, muchísimo más de lo que él

estaba preparado para soportar y se quedó anonadado, cual si hubiera recibido

un mazazo en la cabeza.

Así, como flotando por los aires, como soñando, vio entrar una dueña.

-Casilda, vuestro padre desea hablaros.

Entonces fue lo más duro, lo más difícil. Porque lo que vio fue nada menos

que Venus saliendo del baño. El corazón dejó de latir y la boca se le secó hasta

convertirse en una grieta polvorienta.

Casilda, tras secarse con una nacarada toalla, comenzó a vestirse pero no a

amenguar su belleza, sino a transformarla, a hacerla distinta, a darle un toque tal

que pudiera ser vista y asimilada por el mundo. Pero él llevaba ya en el corazón

una herida que no se curaría jamás.

Cuando la doncella hubo terminado de vestirse, salió el ama, volviendo al

poco rato con dos esclavos negros quienes retiraron la bañera.

88

Seguidamente entró un caballero provecto, con una barba blanca pero bien

cortada y envuelto en una espesa capa negra.

-Casilda, hija, sé que has estado inquieta durante estos últimos días. Habrás

adivinado, no obstante, que un asunto de la más elevada importancia se ha

abatido sobre mí, requiriendo toda mi atención. Ahora, todo lo que tenía que

hacer está hecho y sólo queda esperar la suerte que el destino nos tenga

reservada.

La muchacha se sentó en una silla situada ante el umbral de la puerta que daba

al balcón. Al fondo se veía el cielo azul de Madrid.

-Ni siquiera vale la pena mencionar –repuso- que dicho asunto está

relacionado con aquella intempestiva salida nocturna, de cuando vino la carroza,

escoltada por jinetes de la guardia real, a buscarte.

-En efecto.

-¿A dónde te llevaron?

-A Palacio.

-¿Y para qué se te requería en Palacio?

-Me recibió la Reina regente en persona. Flanqueada por nuestros más

temibles enemigos. Junto a ella se hallaba el inquisidor Valladares y el propio

89

Nithard, Inquisidor General. Resulta difícil expresar la sensación que uno

experimenta cuando se sabe cordero bajo la piel de otro animal, paseándose

entre lobos hambrientos. En fin, el valido de la Reina ha concebido la creación

de una guardia de chambergos, un verdadero cuerpo de ejército, que pretende

alojar aquí en Madrid, pese a que los fueros no lo permiten, con el fin de afirmar

con esta fuerza armada la autoridad real y asegurar su protección, especialmente

contra las asechanzas del hermanastro del Rey, don Juan José de Austria, quien

se encuentra acuartelado en Guadalajara, con una potente fuerza militar a su

disposición. Lo que de mí se espera es que convenza a mis relaciones para que,

entre todos, sufraguemos la creación de dicho cuerpo.

-Mediante la percepción de intereses, supongo.

-No muy elevados, desde luego, aunque, dada la envergadura de la operación,

no dejarían de producir pingües beneficios.

-Pero recelas una celada.

-En efecto.

-La demanda no está desprovista de cierta lógica, dada la apremiante situación

política.

-No me cabe la menor duda de la sinceridad con que se pretende la creación de

dicha fuerza militar. No obstante, dudo más respecto a la intención de los

90

futuros acreedores por cuanto se refiere a pagar los intereses contraídos, una vez

su propósito alcanzado.

-¿Y si tus relaciones decidieran rechazar la proposición?

-Ello podría revelarse infinitamente más peligroso para todos nosotros.

-Entiendo.

-Habrá que ir con los pies de plomo.

-Ocurre, sin embargo, que me han acordado una semana de plazo para reunir

un tercio de la cantidad requerida. Lo cual se deriva sin duda de la suposición de

que bastará con mis más allegados colaboradores para aportar tal cantidad. El

resto, presumen que tardará más en llegar pues se supone que debo solicitarlo

fuera de Madrid, tal vez en el extranjero.

-Sí, la cercana presencia de don Juan les inquieta. Los mandos del ejército ven

en él al único candidato posible a salvador de la Patria.

-Eso es verdad. Pero también lo es que, dándome un plazo tan breve, cabe

dentro de lo posible que cometa algún error y delate a mis fuentes. Siendo

enseguida vigilados todos de cerca por los invisibles familiares del Santo Oficio,

que están por todas partes, en todos los estamentos y profesiones. Razón por la

cual debemos mostrarnos extraordinariamente prudentes y redoblar de devoción

católica.

91

-Así se hará, padre. Sé tú también cauto en tus contactos y gestiones.

-Por cierto, don Ricardo Cusach nos envía el aporte de Barcelona, traído por

su hijo en persona, tu prometido, aprovechando la coyuntura para que os

conozcáis.

Casilda inclinó ligeramente la cabeza.

-Tu voluntad será cumplida en todo, padre.

Lorenzo había escuchado la conversación tal como si se hubiera encontrado

entre ellos dos. Y se quedó maravillado, como si estuviera todavía en la

prolongación del sueño en que se le había aparecido Dunia. Hasta tal punto que

dudó en ese instante de la realidad de la visión en la que éste se mostró por

primera vez ante sus ojos, en la celda de fray Felipe, o si acaso se trataba

también de una ilusión sobrevenida mientras dormía.

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CAPÍTULO IV

“¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la cuarta Sala! Tus dos brazos son

semejantes a estanques en la época de las inundaciones abundantes... ¡Mira

cuántas estatuas del Amo de las Aguas adornan por todas partes los estanques

sagrados! ¡Observa! Tus dos caderas están circundadas de oro; tus rodillas son

semejantes a plantas acuáticas abrigando a profusión nidos de pájaros. Tus

piernas te conducen hacia la Vía de la Felicidad y tus pies estables son ya para

siempre jamás... En verdad, tus brazos son estanques con bordes de piedra; tus

dedos son barras de oro; y sus uñas, como pedazos de sílex, ¡laboran por ti!”

Lorenzo se despertó bañado en sudor. Dunia había pasado de la primera Sala a

la cuarta, saltándose la segunda y la tercera. Así, lo había conducido hasta casi el

final del pasillo antes de detenerse para hablar. Sus palabras le habían insuflado

una inusitada confianza en sí mismo, sentía como si le hubieran refrescado los

huesos.

Por otra parte, no podía dejar de pensar en Casilda. En su peregrina belleza y

en todo cuanto había escuchado de su boca y de la de su padre. Le faltaban

elementos para poder enlazar todos los cabos de la situación en que se veían

inmersos, sin embargo, lo esencial, el grave peligro en que se encontraban

93

ambos, sí lo había percibido. Pero claro, la envergadura y la ubicación de la

misma estaban tan fuera de su alcance que no podía hacer otra cosa sino

inquietarse por ellos.

Tras los oficios de la mañana, se dirigió a afrontar su trabajo de la biblioteca

con la cabeza plenamente ocupada en otros asuntos. El padre Felipe se le quedó

mirando de un modo muy extraño. Lorenzo procuró disimular su azoramiento.

-Toma –le dijo-, lee esto. Mejor, estúdialo. Yo me ocuparé de atender a los

hermanos que vayan llegando. Tú, ve a la recámara y lee.

El libro en cuestión estaba escrito en griego y traía por título Stobaeus. Dicha

lectura lo mantuvo ocupado y, milagro, concentrado, durante toda la mañana.

Para llevarla a cabo no tuvo más remedio que recurrir a un voluminoso

diccionario que colocó a su lado y al que no concedió tregua en el transcurso del

mencionado lapso.

De repente se volvió y descubrió que fray Felipe se encontraba justo detrás de

él, contemplándole. Lo mismo podía haber estado allí desde hacía una hora.

-El secreto de los secretos –le espetó a bocajarro- está contenido en la palabra

Emmanuel, Dios con nosotros. O si lo prefieres, Dios en nosotros.

Y diciendo eso, abandonó precipitadamente la pequeña estancia, como si

hubiera dicho demasiado y se arrepintiera de haberlo hecho.

94

Lorenzo siguió leyendo hasta que sonó sexta y entonces se dirigió al

refectorio. Temía encontrar en él a Esteban porque su amigo tenía la rara

habilidad de leer en su pensamiento. Pero ello era inevitable y tuvo que

esforzarse por ocultar su agitación interna. Si lo consiguió o no, resultaba difícil

saberlo pues Esteban poseía la rara cualidad de la discreción.

No así Bartolo quien, al cruzarse con él en el claustro, le dijo con su

característico y redondo vozarrón:

-Todavía no os habéis repuesto, señor bibliotecario. Estáis más pálido que una

lechada.

-Se me pasará, Bartolo. Descuida.

-Debéis cuidaros. Una buena siesta no os vendría mal.

-A eso voy, Bartolo. Hasta dentro de un rato.

De siesta ni hablar. Le esperaba la cuarta sala.

Al pasar por la primera no pudo evitar demorarse un instante para echar un

vistazo, pero la alcoba de Casilda estaba desierta. Siguió pues adelante hasta dar

con la cuarta losa y rascó sutilmente con el mondadientes.

Ante sí se descubrió un vasto aposento similar al de la hermosa joven, pero en

este caso sumido en penumbra y desprovisto de adornos y mobiliario. La puerta

95

cristalera del balcón se hallaba cubierta por espesos cortinones que apenas

dejaban pasar una macilenta claridad. Las paredes se hallaban desnudas. La

pieza sólo contenía, en realidad, dos enseres, un jergón cubierto de una manta

raída y una mesa con una única silla. En ella se hallaba sentado un viejo de pelo

y barbas tan albos que parecía iluminar con ellos la semioscuridad. Vestía un

sayo en piltrafas, de un color indefinible. Inclinado sobre la mesa, escribía con

aplicación febril. La imagen que ofrecía era tan lóbrega que Lorenzo no pudo

evitar sentir una cierta desdicha.

Al cabo, el carcamal concluyó la misiva. La dobló y la deslizó en el interior de

un sobre que selló de inmediato. Hecho esto, se volvió con un movimiento tan

brusco que Lorenzo se sobresaltó, creyendo que lo había descubierto o más bien

que, mediante una rara intuición, había adivinado su presencia. Sin embargo, la

mirada del vejete se lanzó en otra dirección, lo cual tuvo la virtud de serenar al

contemplador, y acto seguido se levantó como movido por un resorte. Se fue

directo hacia un pilar, desplazó una moldura, quitó una pequeña plancha de

madera, extrajo una arqueta de un hueco y volvió a cerrar todo en un

movimiento rapidísimo, visto y no visto. Tras lo cual protegió el cofre con

ambos brazos y lanzó miradas como cuchilladas en todas direcciones, incluida la

de Lorenzo. Al cabo se calmó y regresó a la mesa.

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Una vez en ella, puso ambas manos sobre el cofre, como si quisiera calentarlo,

o propiciarle una caricia única si bien intensa, pero no lo abrió todavía, sino que

se dirigió a la puerta para comprobar que se hallaba cerrada con llave.

Sólo entonces regresó ante la arqueta y, con sumo cuidado, abrió la tapa.

Metió la mano en su interior experimentando un placer indescriptible, cual si se

tratara de un cuero de agua caliente en el transcurso de una de las más frías

noches de invierno, y empezó a sacar doblones de oro que iba contando y

apilando en doradas columnas de idénticas dimensiones. Cuando los hubo

sacado todos, los contempló durante un rato sin moverse, sin apenas parpadear.

Luego se levantó y se puso a mirarlas de arriba abajo. Seguidamente buscó otro

ángulo para tener otra perspectiva de sus queridas hijuelas y luego otro, hasta

que se hartó de verlas desde todas las direcciones posibles, como almacenando

en su conciencia la mayor cantidad posible de su existencia tangible.

Tomada la decisión de guardarlas, lo ejecutó con una rapidez y habilidad

sorprendentes. Nuevo vistazo suspicaz hacia los cuatro puntos cardinales y cual

ratón que ventea el gato y se apresura a ganar su agujero, se dirigió él a su

escondrijo, metió la arqueta dentro y lo tapó con una agilidad difícilmente

imaginable a sus años.

Hecho lo cual, regresó a su silla y se quedó hierático como una esfinge.

97

Lorenzo lo contempló, incrédulo, durante un rato, hasta que se aburrió y se fue

de vuelta a su celda.

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CAPÍTULO V

Esa tarde se mostró más animoso con la espada y peleó valientemente con

ambos contrincantes, razón por la cual Bartolo dio por concluido el episodio del

resfriado de Lorenzo.

Realmente el ejercicio físico le hizo bien y le abrió el apetito. El hombre está

hecho así, sus pasmos pueden ser intensos, mas duran poco. Si de repente los

burros se pusieran a predicar en las cátedras y en los púlpitos, o el cielo pasara

abajo y la tierra firme arriba, o todos los animales de esta última se echaran de

cabeza al mar para habitar en él y los de éste se establecieran definitivamente en

la tierra, el hombre se quedaría despatarrado el primer día, sorprendido el

segundo, pero al tercero ya se habría hecho a la nueva situación.

Lorenzo se trajo después de vísperas el Stobaeus, así como el diccionario, a su

celda, alumbró el candil y prosiguió su lectura. Este libro le explicaba hasta qué

punto el hombre es una maravilla, una luz brillante aunque escondida bajo un

celemín, un microcosmos hecho a imagen y semejanza del macrocosmos y en

permanente conexión con él. Estuvo leyendo más tiempo del que convenía a un

monje que debe levantarse a maitines para cantar las alabanzas de su Señor.

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Cuando se dio cuenta de lo tarde que era, se apresuró a apagar el candil y cayó

rendido en el jergón.

“¡Te llaman! ¿Lo oyes? ¡He aquí la tercera Sala! Tu cabeza, ¡oh Señor!,

adornada con largas trenzas de mujer asiática, navega en la Barca; y el brillo

de tu Rostro ilumina la morada del dios de la Luna. La parte alta de tu Cuerpo

es azul como el lapislázuli, los bucles de tu cabellera son más negros que las

Puertas de la Mansión de los Muertos. Los rayos de Ra iluminan tu Corona

adornada con piedras azules. Tus vestidos de oro están adornados con

lapislázuli. Tus cejas son dos diosas hermanas de las cuales las serpientes

sagradas dominan la cabellera. Tu nariz respira el Aire del Cielo. Tus ojos,

fijos, miran las montañas de Bakhó que se extienden en el Más allá. Tus

pestañas inmóviles están para toda la Eternidad. Tu párpado inferior está

teñido de pintura sombría “mestem”. Tus dos labios testimonian la Verdad, hija

de Ra; ella calma la cólera de los dioses. Tus dientes son cabezas de la diosa

serpiente Mehén. He aquí que tu lengua llega a ser hábil e inteligente. Tu

manera de hablar es más penetrante que lo es al alba la melodía de los pájaros

de los campos. Tus mandíbulas se extienden hasta lo infinito, y alcanzan los

Espacios Estrellados. Tu pecho permanece inmóvil; luego se dirige, al punto,

hacia los Mundos del Amenti.”

100

-El secreto de los secretos está en la palabra Emmanuel –insistió fray Felipe-

únete a él, que eres tú, mediante una vida de santidad y tus palabras quedarán

inscritas para siempre en el eterno devenir.

Otra vez, por orden de su maestro, Lorenzo pasó la mañana entera en

concentrado estudio. La actitud de fray Felipe daba a entender que había cierta

urgencia en ello. A decir verdad, esa impresión de que las aguas de la existencia

en las que se hallaba flotando comenzaban a agitarse y a avanzar cada vez más

aceleradamente era generalizada, la podía sentir allí donde estuviera, pero no

alcanzaba a atribuirla a nada en concreto. Cierto, intuía que iba a abandonar el

convento, pero no sabía ni cuándo ni cómo. Dunia, en sus oníricas apariciones,

parecía inscribir las visiones que le presentaba en ese designio, pero cualquiera

sabe, sus palabras eran tan misteriosas. De momento, la historia de Casilda, con

la amenaza que pesaba sobre ella, no le incitaba precisamente a abandonarla e

irse por los montes reales, aunque no tenía ni la menor idea de qué hacer para

ayudarla en caso de necesidad. Quizá, después de todo, la operación salida se

revele más laboriosa y paulatina de lo que había imaginado, si bien parecía

perfilarse como algo inevitable, cargado, si acaso, ahora, con algún designio

particular, atendiendo a la intervención de ese extraño personaje que se le

aparecía regularmente en sueños.

Cuando concluyó la refacción de mediodía, se dirigió, presuroso, hacia su

aposento, pues de súbito le había venido el prurito de conocer esa tercera sala.

101

Resultaba curioso cómo, desde hacía unos días, lograba embridar sus ansias,

concentrarse plenamente en lo que tenía que hacer y desplazar el entusiasmo

para los momentos de acción. Ahora había llegado uno de ellos.

Unos minutos más tarde se hallaba avanzando por el lúgubre corredor en

busca de la tercera losa. Sus ojos ya estaban avezados a la tarea de buscarla, así

que no tardó en dar con ella. Rascó hasta delinear una rajita de luz. Aplicó el

ojo. Otra alcoba preñada de luminosidad. Balcones y ventanas abiertos, cortinas

descorridas. Suntuosamente decorada y amueblada. Pero no había nadie en ella.

Lorenzo se cansó de mirar y tomó asiento en el duro y frío suelo. Aún no había

terminado de posarse cuando escuchó, con toda claridad, dos voces distintas de

mujer. Una de ellas con un timbre más joven que la otra. La mujer joven parecía

presa de una agitación incontrolable, una precipitación, un apuro, un apremio

inaplazable. Mientras que la otra, más madura, trataba en vano de sosegarla,

pero había en su voz una suerte de cansancio que indicaba claramente una total

desconfianza en conseguirlo, así como una cierta costumbre en la práctica de tal

menester. La pasión, el agobio, el sofoco, de la mujer joven no pudieron por

menos que intrigar a Lorenzo, quien se levantó a mirar, siempre con la

conciencia intranquila a causa de esa curiosidad que juzgaba malsana. Pero era

indudable que Dunia deseaba que él presenciara esas escenas. Sus razones

tendrá.

102

Cuando vio lo que ocurría allí, sus manos se crisparon y se agarraron

instintivamente a la berroqueña del pasadizo como si quisiera pulverizarla con

los dedos. Una mujer más bella aún que un ejército dispuesto para la batalla se

estaba desvistiendo con una furia salvaje. Faldas, camisa, corpiño, todo volaba

por los aires. Su respiración era entrecortada, tanta era su dificultad para aspirar

todo el aire que le hacía falta, por lo que su boca, de labios carnosos y sensuales,

permanecía abierta como un fruto en sazón que pedía a gritos comer y ser

comido. Pronto quedó enteramente al descubierto un cuerpo inimaginable, todo

ondulaciones y rotundidades, unas formas contundentes, exaltadas, que

provocaron en Lorenzo un frenesí todavía mayor que el desencadenado por

Casilda, porque aquella era mujer y ésta más parecía diablo. Una vez puesta en

vivo cuero, saltó como una pantera sobre la vastísima cama y se puso a

retorcerse como una lagartija primero, aunque luego con unos movimientos

ondulatorios, rítmicos, que a punto estuvieron de dar con Lorenzo desmayado en

el suelo.

-¡Ah, doña Águeda! ¡Tanto hombre galán rondando por la iglesia,

desnudándome fieramente con la mirada en la propia casa de Dios! ¡Qué

despropósito y qué desarreglo! Cuando no se obedece la ley divina en su preciso

momento, se ofende en otro a lo más sagrado. ¿No ha creado Dios varón y

hembra y los ha hecho a cada uno según su naturaleza? Pues sus razones tendrá

en su infinita sabiduría al poner esa fuerza de atracción, indomable, entre ambos.

103

Mayor y más irresistible cuanto más grande es su voluntad de que esa criatura

engendre para subvenir a la preservación de la especie. De mi ha querido hacer

una hembra placentera. Pues ése ha sido su gusto, ¿qué puede hacer mi flaco

albedrío? Si me ha dado brasas en lugar de carnes.

-Si al menos con ello os hubiera dado marido –repuso la otra-.

-No será porque no lo intenté todo con él. Pero no le corre la sangre por ese

sitio.

-Dios da nueces a quien no tiene dientes. Luego, es como el perro del

hortelano, que ni come las berzas ni las deja comer. Por muy ansiosos que estén

los galanes, la punta de la espada del marqués impone mucho respeto.

-Otra punta del marqués quisiera yo que impusiera respeto. Al menos tendría

el consuelo de las demás mujeres.

-¡Ah, Señora! –exclamó la dueña, como dando a entender que era aquella

mucha vaina para una sola espada.

-Si al menos los dos mayúsculos negros que me ha asignado como ángeles

custodios no estuvieran castrados.

-Ésos son peor que mujeres.

104

-Pero tienen planta de hombres y eso puede ser un consuelo. Magro, pero

consuelo.

-Son peor que mujeres, digo, y al faltarles el interés, irían con el cuento a su

marido.

-¡Qué sino más adverso!

-¡Qué tragos, Señor, qué tragos!

-Ya tarda la vejez, con sus nieves, que calmen este ardor.

-No deja de ser un desperdicio, Señora, que una hembra como vos, se malogre

de esta manera. Si hay para matar de gusto al Cid Campeador.

-Aunque fuera Álvar Fáñez, con su fardida lanza.

-¡Dios proveerá, Señora, Dios proveerá!

-Enciende las candelas, que voy a rogarle de nuevo.

-¡Qué sacrilegio, Dios mío, qué sacrilegio! –Pero diciendo esto, doña Águeda

las quemaba.

Entonces dio comienzo la oración más impía que imaginarse pueda. Tanto,

que Lorenzo se tapó los oídos y huyó malherido como pájaro que lleva un plomo

en el ala.

105

CAPÍTULO VI

Aquella tarde, en la esgrima, Lorenzo no sólo se mostró completamente

recuperado del resfriado, sino agresivo como un tigre.

-¿Has comido carne de león, o qué? –comentó, sonriendo, Esteban, parando

con suma facilidad cuanta estocada y embestida lanzaba su furioso contrincante.

Y cuando éste menos lo esperaba:

-¡Tocado!

Pero Lorenzo, no curando de sus errores, se lanzaba de nuevo con redoblado

denuedo. De vez en cuando, Esteban lo paraba muy a pesar suyo para explicarle

los defectos que todavía poseía.

-En un duelo con un fino espadachín, estas cosas podrían costarte la vida.

Así, no tuvo más remedio que parar mientes en lo que su compañero le

explicaba, de modo que consiguió neutralizar algunos ataques bien trabados de

su experimentado compañero.

106

-Muy bien, Lorenzo, -dijo éste al concluir la sesión-. Es en días así cuando uno

hace progresos extraordinarios. Ya vamos estando preparados para salir a echar

un vistazo fuera, a ver qué pasa en ese dichoso mundo.

-Parece ser que todo va de mal en peor. Y que España está de capa caída.

Portugal se perderá. Y en Europa, nuestros tercios cada vez causan menos

respeto.

-¡Ah, -bromeó Esteban-, ello será hasta que tres finas láminas logren salir de

cierto monasterio. A partir de ese momento, todo cambiará.

Ambos se echaron a reír.

Los días eran todavía cortos. El sol aceleró el último tramo de carrera y una

noche fría se vino encima. Sonó vísperas y los dos monjes guerreros se

dirigieron al coro para cantar los oficios. Luego comieron con apetito, pero

guardando, como siempre, una porción para Bartolo, a quien los monjes, en

tanto que criado, alimentaban menos bien que a ellos mismos, aunque él sabía

resarcirse en el huerto y en el corral. Poco tiempo después, ya se encontraba

cada uno en su celda y Bartolo en su pajar.

Lorenzo se lanzó a la lectura con el mismo ahínco que poco antes a la esgrima.

Afortunadamente, admitió. Porque si no funcionaran tan bien los diques que

protegían su conciencia de tanta sensación contradictoria e inquietante como

107

había afluido a ella durante los últimos días, a esas horas se habría anegado en

un magma hirviente y enajenante que le hubiera intoxicado la mollera.

Cuando cerró el libro se preguntó qué sorpresa le reservaría todavía el bueno

de Dunia.

“¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la quinta Sala! Aquí el dios Anubis, que te

ama, te trae tu mortaja. Te recibe entre los Grandes Videntes y te cubre de

adornos. Él, Guardián de la Gran Divinidad.... Tú te diriges hacia el Lago de la

Perfección y en él te purificas. Tú cumples los ritos de los sacrificios en las

moradas celestiales. Tú te concilias las gracias del Señor de Heliópolis. Te

presentan, en dos vasos preciosos, Leche Sagrada y Agua de Ra. Ahora te

levantan y te ponen derecho. Tú te lavas los pies sobre una piedra sagrada, al

borde del Lago de los Dioses. Esto hecho, vuelves a emprender tu Viaje. Tú

contemplas a Ra sentado sobre sus Pilares. Semejantes a brazos tendidos,

sostienen el Cielo infinito. Una vía se abre ante ti.... Y tú contemplas los vastos

horizontes del Cielo donde reina la Pureza tan grata a tu corazón.”

Lorenzo fue parco aquella mañana en la colación. Deseaba concluir ese mismo

día la lectura del libro que su maestro le había recomendado. Con tal fin, se

dirigió directo a la recámara, donde podía concentrarse en tal menester sin ser

requerido por los monjes a los cuales fray Felipe atendía personalmente. La

biblioteca estaba desierta y todavía sumida en la oscuridad. Apenas había

108

entrado, sin que hubiera tenido tiempo a encender ninguna luz, oyó la voz de su

maestro que hablaba, en susurros, con otro monje, el cual no hacía más que

asentir o, a lo sumo, efectuar alguna que otra pregunta. De ese discurso que le

llegaba como un rumor apenas inteligible, logró identificar los términos círculo

mágico, ropajes puros, agujas consagradas. Pareciéndole un tema en extremo

delicado, dados los tiempos que corrían, se apresuró a encender una luz,

marcando, de este modo, su presencia. El diálogo cesó de inmediato. Entonces

pudo mostrarse en el acto de ejecutar su primer cometido, encender los hachones

de la biblioteca y la recámara, los cuales arderían hasta que hubiera suficiente

claridad natural en ellas. Saludó a fray Felipe y a su interlocutor, que resultó ser

fray Jerónimo. Ambos respondieron al saludo pero se quedaron mirándole

recelosos. Lorenzo seguía a lo suyo como para demostrar que no había oído

nada en absoluto, o si algo le llegó, no acertaba a atribuirle la menor

importancia.

Fray Jerónimo se sentó en un pupitre y comenzó a escribir. Lorenzo podía

escuchar cómo su pluma corría enérgicamente sobre el papel. Enseguida

comenzaron a entrar los monjes y fray Felipe fue a atenderles, no sin antes

indicarle con un gesto a Lorenzo que fuera, sin más, realizar su cometido en la

pieza de al lado. Lorenzo no se hizo de rogar y así consumió la mañana de un

tirón.

109

Poco antes de mediodía fue, como de costumbre, a recoger las cartas que los

hermanos deseaban expedir fuera del monasterio para llevarlas al hermano

portero, entre ellas se hallaban las relaciones y los avisos de fray Jerónimo, los

cuales leía invariablemente. Al trabar conocimiento de la relación del día

comprobó que en ella figuraban, en efecto, las palabras círculos mágicos,

ropajes puros y agujas consagradas. De manera que el Espíritu Santo le llega a

fray Jerónimo a través de fray Felipe, concluyó. ¿Y por medio de quién le llega

a fray Felipe? La respuesta le vino rodada. Por medio de Dunia, evidentemente.

Llegó el momento de afrontar la quinta Sala, en ese sin orden ni concierto del

susodicho Dunia. ¿Era realmente Dunia o ese delirante hacedor de sueños que

llevamos todos en nuestro interior, el cual utiliza material visto para sus

desopilantes creaciones? Sea quien fuere, esa quinta Sala le inquietaba

particularmente. Aquí el dios Anubis, que te ama, te trae tu mortaja. ¿Será

razonable ir al encuentro de una muerte anunciada? Con respecto a las

invocaciones referentes a las salas precedentes, existía siempre una relación

vaga entre ambas. Resulta evidente que la quinta Sala alude a la muerte y

Lorenzo se preguntó si no sería más prudente saltarse esa casilla.

Las dudas, sin embargo, duraron poco, pues temió romper ese encadenamiento

mágico. El cual, viniere de donde viniere, era innegable que poseía un halo, el

inconfundible sello de lo maravilloso. Aparte de que se sabía incapaz de resistir

a la curiosidad. Bastaría con mostrarse prudente en todos sus pasos.

110

Animado con tal propósito, penetró en el corredor. Fue contando las losas. Ya

tan sólo la segunda permanecía inviolada. Y calculaba que, más allá de la quinta,

ya no podía haber otra, en ese tramo de pasillo al menos.

Llegado pues ante esa postrera losa, procedió como solía al rascado de la

arenilla. Si bien en esa ocasión no veía aparecer el esperado rayo de luz. Cuando

se hubo asegurado que el agujero perpetrado era lo suficientemente grande, le

puso el ojo encima. No pudo ver nada en absoluto. Del otro lado, si había algo,

era la oscuridad completa. ¿Sería ésta una metáfora o símbolo de la muerte? En

tal caso, ¿dónde está la utilidad? A esas alturas se había instalado bien en su

mente que había un propósito detrás de todo ello.

Se hizo a un lado y se sentó en el suelo, con objeto de reflexionar. No se le

ocurrió nada, excepto, al cabo, empecinarse. De modo que se levantó y volvió a

echar un vistazo. Probablemente porque sus ojos se habían adaptado a la

oscuridad, le pareció distinguir ciertos volúmenes, y como un suspiro de luz

proveniente del fondo. Decidió persistir, esforzarse en su voluntad de ver. Sabía

por experiencia que, cuanto más tiempo se queda uno en las tinieblas, por

ejemplo de una cueva, mejor se va viendo, hasta el punto de que luego nos

parece mentira no haber podido distinguir los objetos al principio.

Así fue, poco a poco, la mencionada aureola se fue afirmando como el

resplandor atenuado del día que penetraba por los leves resquicios de una espesa

111

cortina, por obra y gracia del cual fueron apareciendo gradualmente algunos

muebles, un par de armarios roperos, una mesa al fondo, una cama. Lorenzo se

concentró en esa cama y se puso tenso, ya que le pareció que un bulto reposaba

sobre ella. Descargó sobre él toda la fuerza de su vista, de modo que el bulto

comenzó a adquirir los perfiles de una forma humana yaciente. Como por

ensalmo, el resto de la pieza se le había revelado en toda su integridad. Volvió a

concentrarse en la figura tendida sobre la cama. Debía tratarse de una persona

muy vieja y muy delgada, pues la impresión que se desprendía era de una

extrema fragilidad. Poco le hubiera sorprendido, a la verdad, que semejante

cuerpo se alzara en los aires y se pusiera a levitar.

Su mirada iba acercándose a su rostro, a sus pómulos salientes, a sus mejillas

hundidas, a la mandíbula descarnada, al hueso.... puro de la calavera. Aquel

personaje estaba más muerto que su tatarabuelo, que en paz descanse.

Se retiró un paso atrás con horror. Ya estaba clara la alusión a la muerte.

Tratando de sobreponerse a los escalofríos volvió a mirar. El hueso no estaba

mondo en todas sus partes, sino que restaba aún carne en descomposición y,

colmo del horror, percibió unos puntitos blancos que se desplazaban sobre él y

rebullían a lo largo del cuello.

112

La horripilante visión lo echó hacia atrás como de un manotazo. Al ponerse en

pie, Lorenzo se sintió desfallecer y tuvo que apoyarse en el muro varias veces

hasta alcanzar la entrada a su celda.

113

CAPÍTULO VII

Aquella tarde no acudió al granero, como solía. Tan sólo se levantó de la cama

para asistir a vísperas, si bien luego no pasó por el refectorio, sino que se refugió

de nuevo en su celda. Y después de completas, sin ánimo siquiera para leer, se

acostó.

“¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la segunda Sala! Aquí encuentro aire puro

para las ventanas de mi nariz, mil ánsares y cincuenta cestas con hermosas y

puras ofrendas... En verdad, tus enemigos han sido volteados para toda la

Eternidad venidera....”

¡Mis enemigos! ¿Quiénes pueden ser los enemigos de un pobre monje que no

tiene mucho más de dieciocho años? ¿Se refiere a los diablos, eternos

adversarios del hombre? ¿A los malos espíritus? ¿A los enemigos del alma en su

conjunto, el mundo, el demonio y la carne? ¿Sería acaso una advertencia para

que no abandonara el recinto protector del monasterio? No, porque anunciaba

que los enemigos habían sido volteados para toda la Eternidad venidera.

Lorenzo tenía la sensación de hallarse cada vez más comprometido en un

asunto del que, a medida que pasaban los días y se le iban presentando nuevas

114

Salas, iba resultando progresivamente más difícil desasirse de él, echar marcha

atrás.

Tuvo miedo y consideró seriamente la posibilidad de abandonarlo todo en el

acto. De dirigirse inmediatamente a Esteban y Bartolo, comunicarles la

existencia del pasadizo, de dónde desemboca y lo fácil que resultaría utilizarlo y

perderse enseguida en el largo y ancho mundo. Tan vasto es, que ni siquiera

Dunia podría seguirle la pista. ¿O sí?

Pero ello sería huir como un cobarde, por puro miedo, a pesar de los alicientes

que el destino parece poner al alcance de su mano, si es que ha interpretado bien

los augurios proferidos por la boca de Dunia.

Y ese Dunia, ¿existe realmente? Y si tiene existencia real, ¿cuál es su

naturaleza? ¿Se puede existir de otro modo que en carne y hueso? En verdad, no

le extrañaría que aquello fuera esa suerte de remolino de pensamiento que se

desata justo antes de que se declare la locura. Si ello es así, apaga y vámonos,

porque ésa es una enfermedad que no tiene remedio.

O no lo da la medicina humana y tal vez sí la divina.

Por si es o no es, ese día se entregó con fervor a los oficios de maitines y

laudes, rellenando el paréntesis entre ambos mediante sentidas oraciones y ese

tipo de reflexiones que suelen incluirse en el conocido tema del memento mortis.

Y hubo de reconocer que ello le causó un cierto alivio.

115

Tanto fue así, que a la hora de desayunar le pareció que regresaba a él una

sospecha de sensación de hambre.

En el refectorio se cruzó con Esteban.

-Oye, -le dijo éste-, me parece que estás pasando una mala racha.

-Quizás, pero cuando uno se hunde, si está sano, suele ser para mejor saltar. Y

si todavía quieres saltar conmigo, mantente dispuesto para cualquier

eventualidad. En todo momento.

Esteban se le quedó mirando fijamente a los ojos. Pero Lorenzo dio media

vuelta y se dirigió a la biblioteca.

Fray Felipe lo sintió llegar y alzó la vista.

-Ven –le ordenó-. El tiempo apremia.

-¿Apremia, para qué maestro?

-A los maestros no les está permitido responder a todas las preguntas. Y ello

porque hay algunas cuya respuesta insiste en darla la vida misma. Formula las

preguntas conscientemente y te serán respondidas, tarde o temprano.

-¿La vida tiene consciencia y albedrío para que le sea dado ejecutar tal

cometido?

116

-La tiene. Además, el hombre posee el maestro interior del que habla San

Agustín. Al cual, por cierto, pronto habrás de recurrir.

-¿Cómo se recurre a él?

-Es lo más fácil del mundo. Ora.

-¿Es Dios?

-Es Emmanuel, ya te lo dije. Para simplificar, se afirma que el hombre está

hecho de cuerpo y alma. Esta verdad resulta suficiente para la mayoría. La

cuestión, sin embargo, es mucho más compleja. Lo que llamamos alma, en

realidad es tres cosas, a saber, el mero soplo de vida, que anima también a los

animales y que es como una llama que tiende a acercarse a un fuego mayor, a

fundirse con él; el Logos o inteligencia pensante, lo que reconocemos

intuitivamente como el Yo; y finalmente el Espíritu puro, el cual es una chispa

de la Divinidad, pero que la contiene en su totalidad. He aquí el misterio de la

Santísima Trinidad que habita en nosotros. Esto es lo que se conoce como la

Tríada Superior, la parte inmortal del hombre. Todo el trabajo del hombre

consiste en armonizar, en fusionar estos tres componentes, operando en este

mundo físico determinado por la necesidad. Un ejercicio delicado y peligroso.

Pero hay que superarlo, empleando para ello las existencias que haga falta.

-Si es la obligación de todo hombre, ¿cómo la va a ejecutar, si la mayoría de

ellos la desconoce?

117

Mientras hablaba, fray Felipe había cogido una llave del interior de cierta

cajita de madera. Y abriendo una puerta que daba acceso a la recámara de la

recámara, le mostró unos anaqueles que no había visto jamás. Él siempre había

pensado que ahí dentro sólo había libros descosidos, material inservible. Pero se

equivocaba. Allí debían estar los ejemplares más preciosos, pues para

protegerlos, los libros estaban atados con cadenas a su correspondiente armario.

-Al que tiene, se le dará, y al que no tiene, aún lo que tiene le será arrebatado.

Éstas son las palabras del Maestro. Por eso a las multitudes les hablaba con

parábolas, pero a sus discípulos les entregó la palabra de fuego.

Diciendo esto, penetró en el aposento secreto. Lorenzo lo siguió, admirado.

-No todo el mundo está preparado para escuchar la verdad, ya que, incapaces

todavía de entender, en todas sus consecuencias, que no hay destinos

individuales, sino un destino único para toda la creación, caerían en la tentación

de hacer un uso personal de este saber, lo cual no dejaría de producir efectos

perniciosos. Razón por la cual, dicho conocimiento debe permanecer oculto,

excepto para una minoría de elegidos. La existencia de este aposento sólo es

conocida del bibliotecario y del prior. Y todavía resta apoderarse, con la

paciencia de toda una vida, de las verdades dispersas que contiene e ir

enlazándolas poco a poco hasta reconstruir el cuerpo único y original. Si alguna

vez un hermano acierta a pedir un libro que se encuentra aquí, deberás

118

comunicárselo al prior y entre ambos estudiar la conveniencia o no de dárselo,

en función, claro está, de la motivación que alegue el solicitante. En cualquier

caso, los libros encadenados, obviamente no pueden salir de esta pieza y ningún

profano puede entrar en ella, lo cual excluye, en principio, su consulta. La cual

sólo sería posible como consecuencia de alguna razón de fuerza mayor. En tal

caso se le haría jurar al hermano sobre los textos sagrados que no divulgaría bajo

ningún concepto la existencia de esta parte de la biblioteca, amén de que se le

tendría bajo observación todo el tiempo que durara la consulta.

Lorenzo observó todo aquello maravillado, al tiempo que anonadado por la

responsabilidad que le había caído encima.

-Se ha dado el caso –prosiguió fray Felipe-, que mediante autorizaciones

especiales emanadas de lo más alto de la jerarquía, personajes encumbrados,

tanto seglares como eclesiásticos, han acudido a este monasterio para consultar

uno de estos volúmenes. Dos veces vino, de riguroso incógnito, durante el

período de mi cargo, Su Majestad el Rey Felipe IV. Y las dos veces tuve que

quedarme, impasible como una estatua, en su presencia, todo el tiempo que duró

la real lectura.

119

CAPÍTULO VIII

La losa de la segunda sala mostró a un sujeto atildado, pelo y barba endrinos,

bien cortados y bien peinados. Escribía utilizando una gran pluma, que se

agitaba con movimientos rápidos y decididos, como quien está sujeto a la fiebre

de la inspiración. Lorenzo podía oír perfectamente el ruido que efectuaba al

lanzar los trazos sobre el papel.

En eso llamaron a la puerta y el escribidor torció el gesto, contrariado. Dejó

reposar la pluma sobre el tintero y enlazando ambas manos en actitud de espera,

exclamó:

-¡Adelante!

Entró un criado en el aposento:

-El Señor Inquisidor Valladares desea verle.

Sin responder enseguida, el escribidor guardó sus escritos en una gaveta.

Luego:

-Hazlo pasar.

120

Una suerte de cuervo pareció desprenderse de una rama y caer a los pies del

escribidor.

-Excelencia, el padre Nithard nos ha dado el visto bueno respecto al asunto de

su vecino, el converso Mercader. Debemos proceder con la mayor celeridad

posible.

-Ya sabe Vuestra Merced que el proceso está montado, con suficientes

deposiciones de testigos como para enviar a la hoguera al mentado Mercader.

Pero tome asiento en esta silla, hágame el favor.

El jesuita redondeó los ojos y con un melindre obedeció.

-No obstante –repuso el religioso, procurando afectar una humildad que

paliara el aspecto avieso de sus intenciones-, sería aún mejor obtener una prueba

irrefutable, definitiva, presenciada por testigos dignos de la mayor fe. En otras

palabras, el hombre prudente debe atar bien los machos cuando es tiempo de

hacerlo. El tiempo es, en efecto, el mejor auxiliar de quien sabe utilizarlo.

-Vuestra Merced habrá concebido, según me es dado colegir, un plan para

obtener una prueba que reúna las mencionadas características.

-Así es, en efecto, Excelencia. El tiempo tiene sus hitos y conviene

aprovecharlos. Nosotros tenemos nuestro calendario y ellos tienen el suyo.

Según este último, el seis de abril cae la fiesta de pesaj. Dejemos que Mercader

121

ultime sus preparativos para celebrarla y, en el momento oportuno, entramos y

descubrimos el pastel; acompañados, por supuesto, de un número suficiente de

testigos relevantes.

-¿Y si, por alguna de aquellas, no hubiera pastel? Quiero decir que si Mercader

hubiera sido prudente, justamente por tratarse de un día señalado, o acaso

hubiera recibido el soplo. Podría ser que nos quedáramos con un palmo de

narices justamente ante esos testigos relevantes.

El jesuita esbozó una sonrisa.

-Su Excelencia el Señor Marqués acaba de decir que hay un proceso suficiente

contra el encausado. ¿Qué mejor momento pues para apresarle que aquél en el

que es susceptible de añadir gravámenes a su caso? Sea como fuere, su destino

inmediato es una mazmorra secreta del Santo Oficio, con un largo período de

maduración de la causa. Ello con pastel o sin él. Pero si lo hay, más grata será la

fiesta.

Pero enseguida corrigió el efecto de la última frase:

-La fiesta, digo, de la Gloria sin tacha de Dios, a quien ofenden las apostasías

de esa raza de dura cerviz.

Lorenzo se apartó de la losa, horrorizado. Casilda y su padre estaban perdidos,

destinados a una agonía cruel y en extremo miserable, coronada sin duda por

122

una muerte atroz. Si él no hacía algo. Pero ¿qué hacer contra la Santa

Inquisición?

Cabizbajo, regresó a su celda. Todavía tenía algo más de un mes por delante.

Pero, o bien concebía un plan, o bien les avisaba con tiempo para que ellos

tomaran sus disposiciones. Aunque esto último tal vez se revelara imposible

pues lo más probable es que la casa estuviera cercada por los espías y esbirros

del Santo Oficio y sus moradores controlados en todos sus movimientos. Si

lograran traspasar esa barrera de vigilancia, de todos modos no irían muy lejos.

A partir de esa noche, Dunia faltó a su cita de las apariciones oníricas. Ya no

había más Salas. No obstante, Lorenzo albergaba la intuición que el mistagogo

no había hecho otra cosa, mostrándole las Salas, que proponerle un enigma y él

debía esforzarse por resolverlo.

123

CAPÍTULO IX

Tras darle muchas vueltas, Lorenzo adoptó una primera resolución. Partiendo

de la base de que cada sala presentada por Dunia debía poseer su papel en la

resolución del acertijo, no había que desdeñar ninguna. Ahora bien, todas

excepto una se hallaban pobladas por seres vivos quienes podrían reprocharle

una eventual intromisión. Esa quinta, en cambio, no presentaba ningún

obstáculo para que lo hiciera, pues resultaba evidente que ese cadáver exquisito

vivía, se permitió tal licencia poética, solo en la casa, ya que, dado su avanzado

estado de descomposición, era inconcebible que otros habitantes de la casa no lo

hubieran descubierto durante ese lapso importante de tiempo o hubieran optado

por dejarlo pudrirse en su propio lecho. Lógicamente, si debía pasar a la acción,

y algo le urgía en su interior a hacerlo, lo más razonable era empezar por ahí.

Tomada la decisión, acordó llevarla a cabo de inmediato. Así es que se

proveyó de un trapo y, sin más dilación, se dirigió a la quinta losa. La levantó y

con las mismas se coló en el interior de la alcoba, casi sin pensarlo, para no

arrepentirse. Como había previsto, dentro reinaba un olor pestilencial, por lo que

se aplicó el trapo a la nariz. Hecho lo cual, pasó ante el difunto procurando no

mirarlo y se dirigió a las cortinas, que descorrió levemente, abriéndole un

124

resquicio a la luz. Giró sobre sus talones para afrontar la tétrica visión. Junto a

aquellos lamentables restos mortales había unos documentos. Los recogió con

gesto rápido y salió del aposento, pero hacia el interior de la casa.

Así, penetró en una antecámara, ésta totalmente vacía. Las puertas eran de

madera de nogal, pero sedientas de pulimento, las ventanas carecían de cortinas,

por lo que a Lorenzo le pareció que, de repente, se hacía de día, quedando, al

principio, cegado por la luz. Entonces leyó los documentos. Eran títulos de

nobleza y de propiedad a nombre del conde don Diego de Fuensaldaña. Los

depositó, por el momento, en el suelo y se lanzó a una inspección de la casa.

La segunda puerta daba sobre el rellano de una escalera, provista de peldaños

hechos de madera y ladrillo rojo, con varios tramos. A lo largo del mismo se

ofrecían a la curiosidad de Lorenzo varias puertas que daban invariablemente a

habitaciones desoladas. Bajó dicha escalera sin prestar ya atención a las piezas

de las diferentes plantas, pues todo parecía hallarse igual de vacío. Lo dejaba

para un examen posterior. Llegó a un mirador hecho con balaustres de madera y

vio que daba sobre un zaguán. Terminó de bajar la escalera y eligió la dirección

opuesta a aquél. Así, penetró en una cocina que no había servido desde los

tiempos del ruido, de allí a los corrales y cuadras, tan vacíos de animales como

la casa de personas. Volvió sobre sus pasos, pero no empleando el mismo

camino, por lo que entró en una cochera, donde había una carroza polvorienta

aunque en buen estado, con unos escudos de armas pintados sobre las

125

portezuelas. Ante ella se hallaba el gran portalón que daba a la calle. Otro

camino hacia la libertad, pensó Lorenzo. Se acercó a él. Colgada en un clavo de

la pared, pendía una enorme llave. La alcanzó, la deslizó en la cerradura para

probarla, y en efecto, el mecanismo crujió. Lo devolvió a la posición anterior

pues desde el interior no le hacía falta para abrir el postigo. Abrió ligeramente,

sólo lo necesario para aplicar el ojo y echar una ojeada al exterior. Entró una raja

de sol y, durante unos instantes, obtuvo la instantánea de una calle bastante

concurrida a esas horas. Cerró de nuevo, quedándose enseguida apoyado de

espaldas contra la enorme portalada. Bien, se dijo, tenemos una casa enorme

para nosotros solos.

Entonces se puso a examinarla con más detenimiento. No dejó una sola pieza,

de las muchas que había, sin inspeccionar. Finalmente regresó a donde estaban

los documentos y los leyó de nuevo. El único lugar donde quedaba todavía algún

mueble era la propia habitación y cámara mortuoria. Echó mano al trapo y se

adentró de nuevo en ella. Entreabrió la ventana, con objeto de disipar un tanto

los malsanos efluvios retenidos en la cerrada estancia, descorriendo también un

poco más las cortinas.

Procurando no mirar al difunto, inició un registro minucioso. Primero, en

varias gavetas, dio con más documentos, que iba colocando encima de la mesa.

Luego pasó a un gran armario, también de madera de nogal y tan ajado y ávido

de pulimento como las puertas. En él encontró varios trajes de caballero

126

completos y en bastante buen estado. Quedaba otro armario más pequeño que

contenía una apreciable colección de espadas y puñales, visiblemente antiguos,

pero de la mejor factura, fabricados con acero toledano según pudo comprobar

con ayuda de algunas letras grabadas.

Dejó las armas en su sitio, pero tomó los trajes y las cartas, pasando con todo

ello a la habitación contigua, para observar los primeros y leer las últimas

cómodamente. Tras la lectura de los mencionados documentos, Lorenzo tuvo la

confirmación de lo que ya había intuido. Don Diego de Fuensaldaña había

muerto en la más absoluta indigencia. Las pocas tierras que le quedaban no

producían beneficio alguno, pues se trataba de bosques y jarales. Había vendido

todo lo vendible, excepto los solares paternos. La casa en que residía en Madrid

y la solariega en la aldea. Por no tener, no tenía ni herederos con opción a

reclamar estas casas, aptas únicamente para albergar espíritus.

Triste fin de un linaje que había llenado las páginas de la historia castellana.

Lorenzo no pudo dejar de ver en ello una suerte de símbolo, una puesta en

abismo, de la entera realidad nacional. España, la antigua dueña del mundo, se

veía reducida a la más sórdida impotencia. Ahora no era más que un cadáver

exquisito, en presencia del cual, no sus deudos, sino extraños, iban a disputarse

el magro peculio restante, botín de aves carroñeras.

127

Si bien, razonó Lorenzo, para ello tienen que tener noticia de la muerte de don

Diego. Y ello no parecía haberse producido todavía.

Dejó todos sus hallazgos en esa pieza, pasó a la cámara mortuoria, cerró de

nuevo la ventana para que no se rompiera si acaso se declaraba viento y fue a

buscar la salida secreta que le devolvería a su celda.

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CAPÍTULO X

-Maestro, he terminado el Stobaeus.

Fray Felipe, sin responder palabra, tomó la llave de la rebotica secreta y

regresó con uno de los libros horros que, a pesar de todo, habitaban en su

interior.

-Lee el Asclepius ahora. Este libro transmite el conocimiento que, a lo largo de

las generaciones, debe acompañar al hombre hasta el final. Éste ha de saber que

se halla envuelto en un fluido luminoso, bipolar, representado en los antiguos

monumentos por el cinturón de Isis que se enrolla alrededor de dos polos, por la

serpiente devorando su propia cola, emblema del infinito y de la inmortalidad.

Es el dragón alado de Medea, una de las dos serpientes del caduceo y también la

serpiente tentadora del Génesis. En realidad es algo físico, es sólo una fuerza de

la naturaleza y debe perecer al final de los tiempos. Su objeto es mantener vivo

el sortilegio universal, la Gran Ilusión que conserva y mantiene el mundo. En

ese sentido, no carece de utilidad observar la atracción de los sexos, cuando una

simple masa de carne y de sangre atrae con un poder indomable, tiránico, a otra,

si ésta alberga la carga polar opuesta. Si el macho pudiera mirar a la hembra sin

que sus ojos fueran víctimas de ese sortilegio contenido en la luz que aspiran, la

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vería con la misma emoción con que se contempla un tintero o el tablero de una

mesa. Quiero decir al nivel de la forma y de la sensación puramente visual o

táctil.

La turbación de Lorenzo al oír estas palabras no le impidió captar el sentido de

todas ellas, por eso repuso:

-Una de las dos serpientes del caduceo, decís, ese emblema de la salud y la

medicina.... ¿Y cuál es la otra?

-Esta primera luz, representada por la primera serpiente, no es más que una

reflexión y una sombra del más brillante, aunque invisible para el ojo humano,

Sol Central de Verdad, el cual ilumina el mundo intelectual del Espíritu. Es a un

tiempo la Materia Primordial y el Logos, la Inteligencia Universal, es la siempre

Inmaculada Madre y el Hijo, que se convierte en Padre. Es el Creador, el

Primogénito, la Mente Divina en operación creativa, la Causa de todas las cosas.

He aquí la segunda serpiente. Mundo y Espíritu se las puede llamar, ambas

enroscándose alrededor del caduceo que representa la naturaleza bipolar del

hombre y atrayéndose permanentemente puesto que tienen carga polar inversa.

He ahí el drama, al tiempo que la grandeza del hombre, constituir el escenario de

tal atracción. Se dice que los ángeles aguardan aún el honor de ser hombres para

obtener el privilegio de pasar por ese trance, la prueba suprema, la puerta de

acceso a la unión con la Divinidad.

130

Lorenzo se quedó enervado, aturdido, por lo que intuía era una de esas

verdades telúricas, ciclónicas, que modifican todo a su paso y cambian el entero

paisaje de cuanto alcanzan a ver los ojos. Fray Felipe entendió esa sensación de

saturación, de borrachera intelectual de su discípulo, y lo dejó para que se

entregara de lleno a sus cavilaciones.

Hasta tal punto lo hizo que, durante varios días, no penetró en el pasadizo.

Entre otras cosas porque Dunia había dejado de frecuentar su mundo onírico y,

por lo tanto, dejó de proponerle nuevas Salas. No es que algunas de ellas, por no

decir todas, mediante razones distintas, hubieran cesado de atraerle, bien al

contrario; lo que ocurría es que juzgaba dicha atracción como algo malsano que

debía reprimir. Bien es verdad que una Sala, además de atraerle, le inquietaba, y

el motivo de la inquietud se hallaba justamente en la siguiente. Mas el problema

que le planteaba seguía pareciéndole sin solución, o si la había, se hallaba fuera

de su alcance. Aunque, por otra parte, no podía dejar de pensar en ello.

Eran, en verdad, muchas cosas en las que pensar y su mente vagaba de una a

otra sin poder detenerse de modo duradero en ninguna. Convino en que su

estado anímico era caótico y tampoco tuvo dificultad en admitir que el ejercicio

físico y la compañía de Esteban y Bartolo le hacían un gran bien.

A pesar de todo, pasados unos días, comenzó a manifestarse, como a través de

una espesa niebla de confusión, una fuerza que tiraba de él y lo arrastraba de

131

nuevo hacia el pasadizo secreto, cual si éste fuera un vacío que atrae

irremisiblemente los cuerpos que gravitan alrededor.

Así que, no pudiendo resistir la llamada, penetró de nuevo en él. Se dijo que, si

obtenía más información de la primera Sala, tal vez ello le permitiera encontrar

el modo de ayudar a sus moradores. Fue pues a mirar a través de la primera losa,

pero no había nadie. Casilda no estaba en su habitación. La aguardó un rato en

vano. El aposento permanecía desesperadamente vacío.

Lo mismo ocurrió con la estancia siguiente, la del malévolo marqués.

Dudó antes de proseguir. Recordó las palabras de su maestro: no carece de

utilidad observar la atracción de los sexos, cuando una simple masa de carne y

de sangre atrae con un poder indomable, tiránico, a otra, si ésta alberga la

carga polar opuesta. No obstante haberlo dicho el maestro, se hallaba lejos de

sentirse lo suficientemente fuerte como para afrontar tal experimento, a pesar de

intuir que se trataba realmente de una ilusión, de un espejismo, creado

verdaderamente por un sortilegio potentísimo e inveterado. ¿Qué iba a ser si no?

¿No era acaso materia y forma, similar a otras materias y formas idénticas en

otro contexto? ¿Por qué pues el cuerpo femenino se imponía con tal autoridad al

apetito? Se sofocó, sintió un ahogo ardiente que subía de sus entrañas y le

comprimía los pulmones. Trató de luchar por no ir, pero su voluntad quedó

derrotada en pocos segundos.

132

Antes incluso de llegar a la losa pudo percibir el jadeo encelado de la

marquesa de Villacañas. Diciéndose que no, que no podía ver aquello, que

mirarlo era como merendarse un buen atracón de cicuta, aplicó el ojo donde,

seguro estaba, no debía.

133

CAPÍTULO XI

A través de la ventana del fondo penetraba una claridad rutilante. La marquesa

no podía, ella sola, con la entera madurez vespertina y se retorcía sobre su vasto

lecho como serpiente que se despereza, se enrosca y se hincha. Su mirada era la

de una gata hambrienta contemplando una jaula de canarios, pero estaba fija en

el techo, mientras sus manos recorrían sus prominentes y potentes formas,

deteniéndose un instante en su centro, provocando una tremenda sacudida en

todas ellas, antes de curvar su espalda como un arco. La boca de la marquesa

estaba entreabierta, ávida de algo, sin saber exactamente de qué. Luego de

repente se volteaba, hundía la cabeza en la almohada dándole dentelladas,

mientras sus cuartos traseros se alzaban como un áureo cáliz convexo, como

esperando que la ira de Zeus la parta en dos con su formidable rayo.

A Lorenzo casi se le para el corazón cuando de repente la marquesa, tras un

salto espectacular que la había desplazado desde la cama hasta un metro escaso

de su globo ocular, cayó de rodillas ante él y, con las manos convulsamente

entrelazadas, rezó la siguiente aberración:

-¡Un varón, Señor! ¡Un varón, pero con una vara de siete palmos de larga!

A partir de ese momento, Lorenzo no fue dueño de sus actos. No solamente no

fue dueño, sino que, podría decirse, ni tan siquiera testigo. Lo que en realidad

hizo, sin tener clara conciencia de ello, fue quitarse el sayo, pues maldita falta

134

que le iba a hacer, alzar la losa y deslizarse hacia dentro con los pies por delante.

Cuando aterrizó delante de doña Leonor, tenía el miembro viril tan duro que, de

no hallarse en el particular estado alucinatorio en que se encontraba, le hubiera

provocado un dolor intenso.

La marquesa palideció intensamente. Estaba tensa como una maroma que

sujeta en vilo la cúpula de una catedral. Durante unos segundos interminables, ni

se movía ni respiraba. Luego, de repente, se puso a jadear. También de súbito se

calmó. Pero esa calma fue la que precede y desencadena el ciclón, pues de un

salto se abalanzó sobre Lorenzo, derribando entre ambos el crucifijo y los

candelabros que se hallaban justo al lado del milagro, operado por la palabra de

potencia de la fervorosa oración, en forma de hombre de carne y hueso, amén de

hallarse en la flor de la edad.

Los cuerpos buscaban el acoplo con tanta ansiedad que daban la impresión de

hallarse enzarzados en encarnizada lucha. Mas la marquesa no se anduvo con

chiquitas, en cuanto se vio cabalgando sobre el centauro, sin pensárselo dos

veces, se calzó la pica hasta la empuñadura.

La abstinencia de siglos a la que había sido sometida, le causó un efecto

demoledor en el acto de romperla en mil pedazos y convertirla en un millón de

agujas incandescentes que le aguijoneaban las entrañas, provocaban en ellas un

auténtico cataclismo sísmico, y la convertían en una yegua desesperada, lanzada

135

irremisiblemente a un galope frenético hacia un precipicio que la atraía con toda

la fuerza de la gravedad.

Lo malo fue que aquello no se produjo silenciosamente. Doña Águeda acudió

a ver qué eran aquellos gemidos que ya se pasaban de castaño oscuro y se quedó

muda ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

-¡Cristo del Gran Poder! –dijo, y se agarró a la jamba de una puerta para no

dar con toda ella en el suelo cuan larga era.

Pero en ese momento sonaron dos recios golpes en otra puerta, la que daba

acceso al entero apartamento de la marquesa.

-¡Los esclavos negros! –exclamó, todavía más azorada, la dueña.

-¡Señora marquesa, por los clavos de Cristo, no dé esas voces, que se nos

cuelan los negros y nos ponen verdes!

Pero la marquesa se curaba tanto de sus palabras como de las nieves de antaño.

Viendo que no la podía apaciguar, o más bien que para apaciguarla haría falta

un cubo con toda el agua del Manzanares, optó por cerrar la puerta de la

habitación y afrontar los esclavos del marqués.

Les abrió la puerta que con tanta rudeza golpeaban, pero se les interpuso en el

vano.

136

-¿Qué diablos os pasa, con tanto golpe? ¿Os habéis vuelto locos, negros del

demonio?

-¿Qué son esos gritos de la marquesa? –replicó uno de ellos, avanzando ya una

mano para empujar al ama.

-¿Qué van a ser, sino dolor de madre?

El negro se quedó un momento parado. En eso cesaron en seco los alaridos.

-Pues no parecía dolor de madre, eso.

-¡Ve y que te zurzan, negro tiznado!

Ante la confusión del esclavo, doña Águeda cerró la puerta de un golpazo.

Aunque enseguida sintió que se le disipaban las fuerzas y tuvo que apoyar la

espalda sobre ella para no caer por segunda vez.

-¡Dios mío –exclamó en un susurró- en qué buena hora calló mi señora! ¡A fe

mía que no fue pronto!

Mas enseguida se preguntó qué fuerza en la tierra sería susceptible de calmar

tan radicalmente el furor telúrico que se había desatado en el cuerpo serrano de

la marquesa de Villacañas. No tuvo más que abrir la puerta de su habitación para

obtener la respuesta.

137

Lorenzo, que había comprendido la urgencia de la situación, buscó algo con

qué tapar eficazmente la boca de la dama y de pronto se le alcanzó que ese algo

lo tenía entre las manos.

-Esto creo que se llama una felación, ¿no es así? –preguntó la marquesa, algo

más calmada.

Lorenzo fue absolutamente incapaz de responder, pero aunque hubiera podido

hacerlo, no tenía ni la más remota idea de que eso se llamara así. Lo único que

hubiera podido acertar a decir, si no hubiera perdido momentáneamente el don

de la palabra, habría sido que le estaba haciendo el mayor bien que imaginarse

pueda. Tanto era así, que jamás había imaginado siquiera que un tal estado

pudiera darse en este bajo mundo.

Viendo lo cual, la buena de doña Águeda acabó por desmayarse y cayó

redonda al suelo.

Pasado el peligro, la adrenalina volvió a ganar por completo el cuerpo de la

marquesa. No obstante, con un relámpago de lucidez, vio la utilidad de la

almohada. Saltó sobre la cama y hundió la cabeza en el mullido objeto,

mordiéndolo con todas sus fuerzas, ofreciéndose por detrás a Lorenzo como una

azucena con todas las velas de sus infinitas gracias desplegadas. Éste no se hizo

de rogar y si por ventura llevó la cuenta de las veces que cabalgó a su señora,

acabó por perderla.

138

Cuando la marquesa recuperó la serenidad suficiente como para

responsabilizarse del comportamiento de su garganta, quiso ser gozada de otras

maneras, adoptando posturas diferentes, a lo cual Lorenzo no encontró el modo

de oponerse, así que andaba ya doña Águeda por la sexta o séptima tila, cuando

los dos polos opuestos acertaron a separarse algo. Y las lenguas, amordazadas

antes por la durísima emoción, a desatarse progresivamente.

No era aquello milagro, ni tampoco industria por una vez, sino puro azar. La

llamada de la marquesa había tirado de su carne y de su sangre como una

maroma de barco, de modo que él no era consciente de su osadía. La dama, para

mostrar que era ella la que estaba agradecida y que en ese tipo de cosas no había

castas sino cuerpos y una misma naturaleza para todos, se arrodilló con objeto

de proseguir la felación que había iniciado hasta su término absoluto, sin querer

derramar una sola gota del dulce licor.

-¡Es una verdadera fábrica de ambrosía, lo que tiene este doncel entre las

piernas! –comentó la marquesa dirigiéndose a doña Águeda.

Pero ahora era ésta la más sofocada y quiso responder, mas no pudo, pues se

ahogaba.

La marquesa, no queriendo dar por concluido el suceso, se abalanzó una vez

más sobre Lorenzo, con lo que se reanudó la refriega.

139

De no haber recordado la dueña a su señora que, a esa hora, solía venir el

marqués a sus aposentos, la lucha hubiera durado hasta la media noche, cuanto

menos. Hubo, no obstante, que atender a razones.

-¿Volverás?

-Todos los días, mi dueña y señora.

Cuando acabó de poner la losa en su sitio, Lorenzo exclamó para sí:

-Señora del Fuego.

140

CAPÍTULO XII

De vuelta a su celda parecía como si, en vez de andar, flotara. Tal había sido el

ejercicio físico desarrollado en la tercera Sala. Y era tan tarde, que no osó

siquiera echar un vistazo en la primera. Los oficios de vísperas habrían

concluido y su presencia echada en falta. Se azoró. Pensó en qué excusa dar.

Pero mientras lo iba pensando, al pasar ante la losa del bibliotecario, notó una

agitación extraña en su interior. Un estremecimiento lo recorrió de los pies a la

cabeza. ¿Estaría Dunia allí dentro? Una cosa era verlo en sueños y otra muy

distinta con esos ojos que se había de comer la tierra. Estaba seguro que si le

echaba la mirada encima, aunque estuviera tras la losa, le descubriría de

inmediato el acto vergonzoso, o cuanto menos pecaminoso, que acababa de

cometer. La marquesa era, por añadidura, una mujer casada. No se atrevía a

pronunciar, ni siquiera para sí, en el fondo de su conciencia, el nombre que esto

tenía, tan ignominioso sonaba en los textos sagrados.

En tales razones andaba embarazado, cuando se le presentó la idea de que lo

que estaba sucediendo dentro de esa celda no se parecía en nada al diálogo

reposado que había escuchado la primera vez entre su maestro y ese curioso ser

que atendía al nombre, no menos inusual, de Dunia. Lo de esta ocasión eran

141

frases entrecortadas, como acicateadas por una prisa nerviosa. Decidió hacer de

tripas corazón y mirar.

Lo primero que vio fue a fray Felipe, tendido cuan largo era sobre su lecho.

Blanco el rostro como la cal. Las manos reposando sobre sus partes pudendas.

Llevaba puesto un hábito nuevo. Lorenzo lo miró angustiado, pero el hermano

bibliotecario no movió ni un solo músculo. Entonces cruzó, cual ave agorera, su

campo visual un hábito negro bien conocido. Aunque no le vio bien el rostro, no

tuvo la menor duda de que se trataba del inquisidor Valladares. Estaba

acompañado del padre prior y ambos intercambiaban frases raudas,

atropelladamente, sin parar de revolverlo todo, de hurgar por todos los rincones

y recovecos, de agarrar libros de la estantería y devolverlos a su sitio. Lorenzo

no tuvo la menor duda de que estaban buscando el libro. Aquél que su maestro

quería evitar a toda costa cayera en manos ímprobas.

Retiró el ojo. Por cierto, mientras él se moría de amor, fray Felipe, su maestro,

se moría de verdad. Lo cual no hizo sino aumentar su tristeza y su sentimiento

de culpabilidad. No obstante, pronto postergó tales sentimientos, pues se hallaba

en el fuego de la acción. Manos ímprobas, no podía haberlas peores que las que

hurgaban ahora por todos los huecos de la celda de fray Felipe. Le dio un vuelco

el corazón cuando el jesuita se puso a escudriñar los cajones de la mesa en la

cual sabía se hallaba escondido el objeto de los desvelos de aquellos hombres. Y

más cuando tiró hacia sí de ella para examinarla por detrás. Así estuvo, en vilo,

142

mientras duró la minuciosa inspección del mueble. Pero Valladares, casi por

puro milagro, no dio con la palanquita, o lo que quiera que fuera que había allí

para, pulsándolo, abrir el tablero. No encontrando ningún indicio, colocó de

nuevo la mesa en su sitio.

-Recurriré a mis especialistas en registros, que ejercen un verdadero oficio.

Entretanto, cierre Vuestra Merced la puerta con llave y coloque un vigilante ante

ella. Que nadie, bajo ningún concepto, la traspase, hasta que hayamos registrado

la celda y cuanto contiene con el debido cuidado.

Así hicieron. Lorenzo, sin pensarlo dos veces, quitó la losa y se lanzó al

interior. Sus dedos buscaron ávidamente en el lugar adecuado y tropezaron con

un bultito. Lo palpó con la yema, comprendió, accionó, y oyó un leve crujido.

Levantó el tablero. Allí estaba el viejo libro, aguardándole. Se apoderó de él,

dejó todo como estaba y salió por donde había venido.

Se cuidó bien de que la propia losa no delatara el acceso al pasadizo. No,

encajaba perfectamente. Pero con esos especialistas nunca se sabe. Se le ocurrió

una idea. Representaba un cierto trabajo, pero comprendió que la urgencia lo

requería. El día que llegó hasta el cementerio, había reparado, sin conceder la

menor importancia a tales objetos, varias palas, azadas y algunos sacos vacíos,

apilados junto al muro. Un cementerio es también un jardín.

143

Fue hasta allí corriendo. Afortunadamente ya era tarde para que alguien se

hallara demorándose en un cementerio. Agarró una de las palas y llenó de tierra

uno de los sacos. Cargó con él. Llegado ante la losa de la celda de fray Felipe,

vació el contenido sobre ella, de modo que, si acaso la golpearan de cualquier

manera, no sonara a hueco.

Ya estaba a punto de penetrar en su propia celda con el libro cuando le asaltó

una duda. Si no encuentran el libro en la celda del bibliotecario fallecido,

tampoco es una idea descabellada buscarlo en la de su ayudante. Interrogarlo, tal

vez. Tate, tate, se dijo. Dio marcha atrás, regresando hasta la hornacina donde

había depositado antes el libro para ir a por la tierra.

-Aquí estarás más seguro –le dijo-. Por el momento.

Entonces entró en su celda. Pero no permaneció mucho tiempo en ella, pues

era la hora de completas. De camino hacia la iglesia, se encontró con Esteban.

-¿Dónde te habías metido hoy?

-Te explicaré más tarde. ¿Alguien más ha notado mi ausencia?

-No. La muerte de fray Felipe ha tenido ocupada a toda la comunidad durante

toda la tarde. Nadie se ha fijado que su ayudante no aparecía por ninguna parte.

Yo sí te busqué sin resultado.

-Perfecto entonces.

144

Le pareció que Esteban sonreía bajo el capuchón.

Aquella noche, completas duró más de lo habitual, prolongado el oficio con

los rezos por el alma del hermano fallecido. Al concluir, muchos se encaminaron

hacia su celda, pero se les impidió el paso. Únicamente a Lorenzo le permitieron

que avanzara hasta su propia celda para recogerse en ella.

Durante una buena parte de la noche, escuchó al lado los ruidos de un registro

minucioso. Temblaba con la sola suposición de que Valladares encontrara el

corredor secreto y se apoderara del libro.

Por otra parte, ¿qué hacer, dadas las circunstancias? Desde el punto de vista

lógico, era obvio que procedía huir cuanto antes con sus amigos y el libro,

protegiéndolo así de caer bajo el dominio del negro personaje que lo buscaba sin

escatimar medios. Sólo de pensar en que el jesuita pudiera apoderarse de él, se le

erizaba el cabello. Por otra parte, en el fondo de su conciencia, una voz le

susurraba que no podía huir abandonando a su suerte a Casilda y a su padre.

Pero seguía sin saber qué podía hacer por ellos.

Al final acabó por dormirse. No debió permanecer en tal estado mucho

tiempo. Pero sí el suficiente para ver de nuevo en sueños a Dunia. Se le apareció

sentado en la silla plegable de su celda, en actitud de meditar profundamente,

pero no dijo una sola palabra. Lorenzo trató de hablarle, pero sus labios se

hallaban como sellados con cemento.

145

Cuando se despertó y recobró la lucidez, comprendió que Dunia le estaba

incitando reflexionar, a considerar detenidamente todas las posibilidades.

Reflexionar, sí. Como si hubiera estado haciendo otra cosa durante los últimos

días. En fin, casi en su entera totalidad. De repente, todo fue encajando ante sus

ojos interiores, como si estuvieran viendo las diferentes acciones que procedía

realizar proyectadas sobre un muro. Lorenzo quedó maravillado, el plan era

perfecto y ni siquiera había tenido que discurrir para encontrarlo. Bueno,

discurrir sí había discurrido, aunque sin resultado. El plan, por su parte, se había

colado en su mente como una inspiración del Espíritu Santo. Lo revisó punto por

punto y encontró que cada parte se ensamblaba dentro de la otra como las

diferentes piezas de un acertijo.

El único inconveniente era que hacía falta aguardar aún unos cuantos días, con

el riesgo que ello comportaba.

Como había vaticinado, el padre prior lo llamó a su celda con objeto de

practicarle una suerte de interrogatorio velado y suave. Le instó, eso sí, con

suma delicadeza, a que le confesara si el padre bibliotecario le había

encomendado el cuidado de algún libro en especial. Lorenzo repuso que sólo

hacía unos días que le había confiado el secreto de la recámara oculta, tras la

propia recámara de la biblioteca. Únicamente se la había mostrado y le había

hablado de la índole general de los volúmenes que allí se encontraban. Si acaso

146

quería revelarle algo más, visiblemente su muerte repentina no le dio la ocasión.

El prior sacudió, meditativo, la cabeza en signo de aprobación.

En eso, un hermano llamó a la puerta. Tras recibir el permiso de entrar, avanzó

hacia el prior con un sobre en la mano.

-La carta que estaba esperando Vuestra Merced.

El padre prior hizo un gesto para que fuera depositada sobre la mesa.

Sin alargar siquiera la mano hacia ella, despidió a ambos frailes.

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TERCERA PARTE

148

CAPÍTULO I

Lorenzo determinó que la primera fase de su plan arrancaría el día 4 de abril.

No obstante, había cierto paso previo que debía dar, sencillamente, en el

momento más oportuno. Razón por la cual consagró las tardes siguientes a la

observación de cuanto ocurría en la sala número cuatro. Claro que, pasado un

tiempo en su atalaya, siempre acababa por dejarse arrastrar un número más

abajo para deslizarse en la alcoba de doña Leonor.

Pero un buen día, don Rodrigo de Araujo, interrumpió la arrobada y habitual

contemplación de su tesoro para, tras haberlo puesto a buen recaudo en su

escondrijo secreto, consagrarse a la escritura de una carta. Terminada la cual,

selló el sobre y se dispuso a salir, no sin antes comprobar una vez más que las

tapas de madera que celaban su oro estaban correctamente encajadas y no

dejaban adivinar el menor indicio de su cometido. Lorenzo pudo oír con toda

claridad las dos vueltas dadas al mecanismo del cerrojo.

Al fin se le presentaba la ocasión. Levantó la losa y se deslizó al interior de la

cuarta Sala. No tuvo la menor dificultad en poner al descubierto el cofre del

tesoro. Tampoco tuvo remordimiento en llenar la bolsa de cuero que a tal efecto

tenía preparada, pues estaba ya claro que la única utilidad que le iban a reportar

149

esas monedas al carcamal de Araujo se limitaba al discutible placer de su

contemplación. Así, hasta el propio día de su muerte. Por otra parte, no

arramblaba con todo. Todavía le dejaba rico. En cambio, en sus manos, ese

dinero iba a salvar vidas e iba igualmente a marcar el verdadero inicio de otras.

La propiedad, después de todo, debe ser avalada por un buen fin, de lo contrario

es inmoral y por lo tanto ilegítima.

No pudiendo resistir la tentación de recordarle al miserable avaro la conocida

fábula de Esopo, tomó el recado de escribir que se hallaba sobre la mesa y

redactó la siguiente nota:

Imagínate entonces que todo el oro está aún aquí. Para ti será lo mismo que el

oro esté o no esté completo, ya que de por sí no harías nunca ningún uso de él.

Cumplimentado lo cual, dejó todo exactamente como lo había encontrado,

sellando bien la losa y añadiendo tras ella, al igual que había hecho con la de

fray Felipe, el contenido de un gran saco terrero. Luego fue a esconder el dinero

en el mismo lugar en que ya se encontraba el libro.

El tiempo que le quedaba por pasar en el convento, es decir, el que le restaba

tras el ejercicio de su cometido en tanto que bibliotecario en funciones, lo

empleó en una lectura frenética, contra reloj, de algunas obras, las que solicitaba

su instinto, contenidas en el sancta sanctórum del monasterio.

150

En ellas aprendió el poder indeleble de la palabra pronunciada con fervor por

la voz humana, el Verbo encarnado, el gran Creador de existencia. Todo cuanto

se dice y hasta cuanto se piensa, porque el Logos es inteligencia y pensamiento,

queda grabado en la Luz, en la piel de la Serpiente de Fuego, y comienza

enseguida a operar. Por eso hay que aprender también a encadenar de modo

conveniente las palabras y a reforzar el espíritu para que la semilla de aquéllas

progrese con una celeridad mayor que la de su ritmo natural. Un espíritu que

arde con todo su Fuego podría hacer crecer la semilla de un baobab de modo

que, en unos cuantos días, se convirtiera en una planta adulta. Una vez

conseguido esto último, el mago puede elaborar sus propias recetas o bien

utilizar y hasta combinar otras preexistentes, aureoladas por un efecto probado.

El Reino de los Cielos está dentro de uno mismo, como ya había dicho el Gran

Instructor. Pero hay que ganarlo con un esfuerzo denodado y tenaz, negándose a

sí mismo. Por otra parte, hay que tener también mucho cuidado en lo que se

dice cuando uno está distraído o, más aún, cuando uno es llevado en volandas

por una fuerte pasión.

Lorenzo, temiendo que el tiempo diluyera los conocimientos que había

adquirido mediante el contacto con fray Felipe y la biblioteca, tomó un pliego de

papel y se aplicó a resumirlos.

Dios se manifiesta en la Naturaleza a través de seis fuerzas, ocultas para la

mayoría de los hombres, las cuales se sintetizan en una séptima. La primera es el

151

poder grande o supremo, que incluye los poderes de la luz y el calor. En

segundo lugar cabe mencionar el poder de la inteligencia o conocimiento

verdadero. Sigue en tercer lugar el poder de la voluntad, el cual genera

corrientes nerviosas que llevan a efecto el fin deseado. En cuarto lugar aparece

el misterioso poder del pensamiento susceptible de producir resultados externos

perceptibles gracias a su propia energía inherente. La quinta fuerza se mueve en

forma serpentina, es el Principio Universal de vida, manifestándose en todas las

partes del Universo, incluye las dos grandes fuerzas de atracción y de repulsión,

el cual asegura la continuidad de las relaciones internas con las externas, que es

la esencia de la vida. Finalmente es de notar la fuerza o poder de las letras, el

lenguaje hablado o la música. Estas seis fuerzas se reúnen en la Luz del Logos.

Cuando hubo terminado, se guardó el papel en el seno con objeto de leerlo a

menudo y meditar sobre su contenido, confrontándolo a lecturas posteriores.

Esta síntesis, pensó Lorenzo, se acompasa y explica el comportamiento ancestral

del hombre.

La tarde se llamaba esgrima a fondo. Esteban notó un ímpetu de mar en la

espada de Lorenzo que no le resultaba sencillo domeñar y aplacar. Le había

enseñado toda su técnica y si no fuera porque él mismo se había superado

también con tan constante entrenamiento, el alumno habría igualado ya a su

profesor.

152

-Ya estás preparado para andar por el monte solo, como las garduñas –le

espetó al final de la sesión, sin poder evitar una sonrisa que daba a entender a

Lorenzo que sabía más de sus planes de cuanto éste podría sospechar.

Tanto es así que se le quedó mirando a los ojos y a punto estuvo de revelárselo

todo en ese mismo instante. Pero reflexionó y decidió que no valía la pena que

sus compañeros se desgastaran emocionalmente durante los pocos días que

faltaban para entrar en acción. Por el contrario, él sí, debía revisar, secuencia a

secuencia, la totalidad de su plan y para ello lo imaginaba, lo veía con sus ojos

interiores y cuando encontraba un fallo lo corregía también visualmente,

introduciendo las imágenes pertinentes para subsanarlo y a partir de ahí

continuaba la visión por mejores derroteros.

153

CAPÍTULO II

Una discreta carroza, con todas las cortinillas cerradas, entró en el patio del

Real Alcázar, deteniéndose al pie de las escalinatas situadas en el ala izquierda.

Un capitán de la Guardia Real, luciendo una cruz de la Orden de Santiago en el

pecho, se acercó a abrir la portezuela, seguido por uno de sus guardias quien se

precipitó a desplegar el estribo. De la oscuridad interior surgió el hábito del

jesuita inquisidor Valladares que pareció absorber todo el sol de la plaza,

devolviéndolo en luz negra.

-Tenga la bondad de seguirme –le rogó el capitán.

Ambos subieron la escalinata, introduciéndose después en el dédalo de

corredores que constituía las entrañas del corpulento y descomedido edificio.

Tras una buena caminata, llegaron ante una colosal puerta con dos batientes,

adornada mediante complicados trabajos de dorada marquetería. El capitán la

abrió flanqueando el paso al jesuita hacia el vasto ámbito de una descomunal

antecámara sobrecargada de adornos, muebles y cuadros.

154

El capitán encaminó sus pasos hacia una puerta de tamaño más reducido,

aunque no menos historiada, llamó suavemente con los nudillos, y tras abrirla,

se echó a un lado. El jesuita avanzó solo.

Más allá de una imponente mesa de ébano, escribía el Inquisidor General del

Reino, el padre jesuita Juan Everardo Nithard, quien ni siquiera levantó los ojos

del papel hasta haber concluido su frase. Entretanto, Valladares había llegado a

orillas de la formidable mesa y aguardaba en silencio.

Finalmente el austríaco depositó la pluma en el tintero y alargó su fino bigote

en el esbozo de una tétrica sonrisa. Valladares inclinó la cabeza y saludó:

-Dios guarde a su Excelencia.

Nithard le indicó con un gesto de la mano que se sentara en el magnífico sillón

castellano con que acogía a sus huéspedes.

-Antes de proceder a la lectura del memorial detallado que Vuestra Merced ha

preparado y que obra ya en mi poder –declaró con fuerte acento germánico-,

quisiera recibir de viva voz un resumen de la capital misión que se le ha

encomendado, la cual orientará, presumo, la posterior lectura del mismo de

modo conveniente.

-Pues bien. Las sospechas de su Excelencia resultaron absolutamente certeras.

En efecto, quienes se presentan nominalmente como asentistas de la Corona, no

155

son más que testaferros de las auténticas fortunas que aportan el capital que ellos

gestionan. En tal caso se encuentra Mercader, aunque su solvencia personal es

innegable. Ello nos lleva directamente al segundo aspecto de la cuestión.

Ninguno de ellos, dado el volumen de los asientos, puede actuar de manera

aislada e independiente, sino formando constelaciones cuya verdadera figura

constituye un dibujo secreto, invisible para el ojo del profano. Semejante

situación fuerza las alianzas, políticas y familiares. De modo que hoy en día, las

dos grandes ramas, la portuguesa, para entendernos, la de los conversos,

judaizantes en su inmensa mayoría, y la de los genoveses, se han unido de

manera inextricable mediante lazos familiares y de intereses comunes. Tal y

como su Excelencia había igualmente previsto, la propia lógica de la situación

ha disipado las sospechas de Mercader y de sus socios más inmediatos, quienes,

comprendiendo la urgencia y viendo la oportunidad, no han dudado en activar

sus redes de contactos, nacionales en un primer momento e internacionales

después. El capital, pues, está afluyendo de todas partes, especialmente de

Portugal, los Países Bajos y Génova, hacia la persona de Mercader. De esta

última, por cierto, llega a través de un banquero catalán, un converso llamado

Ricardo Cusach, quien ha encargado a su propio hijo, prometido para más señas

de la hija de Mercader, el transporte hasta Madrid de una importante cantidad de

oro para los gastos más inmediatos, así como un no despreciable volumen de

letras de cambio. Dicho joven, Carlos Cusach, tiene prevista su llegada a casa de

su futuro suegro justamente el seis de abril, día de la fiesta judía de pesaj, para la

156

cual sin duda la familia ha dispuesto una celebración tradicional con la que

agasajar a su huésped y cuyos preparativos no dispondrían del tiempo suficiente

para eliminar ante una entrada intempestiva de una nube de familiares del Santo

Oficio, que irrumpiera justo durante los instantes que siguieran a la llegada del

mancebo a la casa. Es la oportunidad ideal, no solamente para sorprender a

Mercader en flagrante delito de apostasía, sino también de implicar en ello a un

miembro de otra potente familia catalana y tras él a toda ella. Tal operación,

bien coordinada, permitiría la incautación no solamente del capital recién

arribado de Génova, sino también de los bienes de dichas familias, que no son

deleznables.

-Desde luego que no lo son. Pero la operación montada es mucho más vasta.

Es preciso que otras presas caigan en la celada, así como el capital que debe

afluir por las restantes vías.

-Según la información colectada, el seis de abril todo el caudal debe haber

afluido ya a Madrid. Tanto el proveniente de Portugal como el de los Países

Bajos. Y sabemos en casa de quiénes encontrarlo. Cuando su Excelencia lea el

memorial, encontrará los nombres y las funciones de los miembros de todas las

redes, así como el resultado de las investigaciones que permiten demostrar ahora

mismo la condición de judaizantes de muchos de ellos. Y puedo asegurarle a su

Excelencia que dicho informe le reserva grandes sorpresas.

157

-Lo leeré con la máxima atención. Basta entonces con montar ese día una

magna operación, que envuelva prácticamente a todos los efectivos del Santo

Oficio así como de la Guardia Real.

-Así es, en efecto, Excelencia. Y convendría, además, enviar cartas a la

Inquisición de Barcelona para que intervenga ese mismo día en casa de los

Cusach, pues existen grandes posibilidades de que si el hijo celebra aquí pesaj,

también ellos lo hagan allí.

-Por supuesto. Más vale batir el hierro cuando aún está caliente. Encárguese

Vuestra Merced personalmente del montaje y supervisión de la entera operación,

teniendo particular cuidado en no desencadenarla, con pesaj o sin él, hasta que la

totalidad de los fondos haya llegado a su destino natural e identificable. Si todo

sale bien, la Reina y yo mismo sabremos recompensar su devoción, fidelidad y

eficacia. Puede retirarse.

Valladares, al tiempo que se inclinaba, repuso:

-Todo se hará como previsto. Para mayor gloria de Dios.

Mientras seguía al capitán por los entresijos de palacio, en busca de la carroza

que aguardaba en el patio de armas, el inquisidor Valladares acabó de

convencerse que el asunto no podía por menos que reportarle un obispado. La

cuestión era únicamente saber cuál. Debería ser uno que le permitiera seguir

haciendo gala de sus múltiples y probadas cualidades para el desempeño de sus

158

funciones en el seno del Santo Oficio. Y no le cabía duda que si una operación

de tal envergadura era coronada por el éxito, no quedaría defraudado en cuanto a

la importancia y peso específico de la sede elegida, que le situaría

definitivamente en la zona neurálgica del poder. Una vez instalado en ella, sus

luces naturales le procurarían un medro al que sería aventurado ponerle límites.

159

CAPÍTULO III

Transcurridos los necesarios días de espera, en lugar de la consabida lucha de

palos, Lorenzo expuso sus planes con todo detalle a sus compañeros, seguro de

que ellos no hallarían el menor inconveniente en correr riesgos suplementarios

con tal de salvar la vida de una gentil doncella y de su atribulado padre. Y así

fue, pues apenas oído su relato, Esteban replicó:

-Aún no hemos salido del cenobio y ya estamos envueltos en una peligrosa

aventura. No podría presentársenos un mejor augurio.

Entonces Lorenzo les emplazó en su celda para el próximo día, a la hora nona,

cuando los religiosos disfrutan de los profusos beneficios de la siesta.

Lorenzo los dejó boquiabiertos al levantar la losa y mostrarles el boquete.

-Éste no es paso de rata, sino de burro –exclamó Bartolo, examinando el

acceso al corredor oculto.

-Venga, vamos allá, no hay tiempo que perder –determinó Esteban.

Lorenzo les condujo sin pérdida de tiempo hasta la Sala quinta, donde se

vistieron con los trajes de Fuensaldaña y ciñeron sus nobles espadas ante la

160

imperturbable flema de éste. No tan impasibles se hallaban sus compañeros, a

quienes las camisas que se ponían no les llegaban al cuerpo. Luego bajaron hasta

la planta baja para recoger la llave, mas Lorenzo juzgó que no era prudente

utilizar a esas horas la puerta de la casa del conde, para no infundir sospechas en

nadie. De modo que salieron por el cementerio.

Bartolo les sirvió de guía por la ciudad pues, no siendo más que un criado de

los que tanto abundan en Madrid, los frailes solían enviarlo a diversos recados

fuera de los muros del convento, ya que, si no regresaba un día, por el mismo

precio tenían otro igual.

Lorenzo y Esteban, por su parte, desconocían por completo el ambiente

abigarrado y tumultuoso que estaban atravesando, el griterío y el movimiento los

aturdían, por todas partes pululaban nubes de arrapiezos aullando y corriendo,

verduleras y mercaderes voceando sus mercaderías, titiriteros y amaestradores

de cabras declamando y ordenando, ciegos cantando sus viejas coplas, músicos

y tullidos pidiendo limosna, damas y caballeros atravesando el proceloso mar

humano con todas las velas de sus grandes ínfulas desplegadas, carretas tiradas

por bueyes ocupando la calle entera, casi de pared a pared, obligando a los

transeúntes a refugiarse en los huecos de las portaladas, cascos de mulas,

caballos y rucios retronando contra el suelo.

161

Bartolo les condujo hasta un tratante de caballos que tenía su cuadra en la

Cava Baja. Habían convenido en que sería él quien efectuara el trato y no fue

una vana prevención, pues el criado de los frailes se mostró un consumado

regateador. En la elección de las bestias se dejó, sin embargo, asistir por

Esteban. De modo que, entre ambos, dieron al tratante la impresión de que tales

compradores sabían muy bien dónde les apretaba el zapato. Tras intenso debate,

se hicieron con los siete mejores caballos que allí había.

Quedaron en que, en cuanto oscureciera, vendrían a por ellos. Bartolo exigió

que les dieran bebida y forraje en ese mismo momento, ante ellos, y una segunda

ración a la noche, también en su presencia.

Seguidamente fueron a apalabrar sillas de montar y arneses, para cinchar y

equipar tres monturas al completo. Las otras cuatro estaban destinadas a ser

enganchadas en la carroza. No obstante, Bartolo recordó que debían ponerles

riendas para llevarlas hasta la casa del conde. También allí, en el guarnicionero,

declararon que pasarían a recogerlo todo al anochecer.

Compraron, además, un gran saco de algarrobas que Bartolo cargó a sus

espaldas y fue a colocarse con él ante el postigo de la casa del conde. Tras una

señal convenida, Bartolo se preparó y, en cuanto vio que nadie reparaba en él,

dio a su vez un golpe, le abrieron y se coló de rondón con el saco.

162

Finalizada esta primera expedición, tuvieron que regresar al convento pues no

convenía que los frailes les echaran de menos antes de tiempo.

Pero al anochecer, mientras los monjes se hallaban en completas, Bartolo se

introdujo en la celda de Lorenzo para aguardar allí a sus dos compañeros.

Llegados éstos, sin pérdida de tiempo pasaron al corredor, optando de nuevo por

salir a través del cementerio. El bullicio de las calles apenas había disminuido,

pues para el siglo aún no había sonado la hora de cenar. Los hachones de

algunas tiendas y establecimientos diversos daban, aquí y allá, una luz de fogata

lejana, suficiente para adivinar dónde se ponen los pies.

Así, llegaron hasta el domicilio del tratante de la Cava Baja. Mientras Esteban

y Lorenzo asistían a la comida de los caballos, Bartolo fue hasta la tienda del

talabartero, situada unas cuantas manzanas más allá y, ayudado de un par de

aprendices de aquél, trajo los arneses. Eligieron a los tres animales con mejor

estampa, los cincharon y los montaron, llevando cada cual otro de la rienda,

excepto Bartolo, que llevaba dos. Con tal guisa, salieron en arrogante comitiva.

Si bien nadie reparó demasiado en ellos pues de todos modos, bajo las anchas

alas de los sombreros empenachados, nadie hubiera sido capaz de distinguir sus

rostros, así que los curiosos se daban por satisfechos con contemplar de reojo el

empaque y el ímpetu de la cabalgada, apresurándose a apartarse de su camino.

163

Ante el portalón de la casa del conde de Fuensaldaña convenía apresurarse.

Bartolo saltó de su montura, abrió diestramente ambos batientes y hombres y

bestias penetraron lo más presto que pudieron. Entre los tres cerraron de nuevo.

Visto y no visto.

Aquel establo ni siquiera olía ya a animal, pero conservaba, en un rincón, un

montón de paja vieja. Bartolo la esparció a los pies de las caballerías,

haciéndoles una buena cama. Luego preparó otra para sí, pues ya no debía

volver al convento, debido a la dificultad que se le hubiera presentado para

atravesarlo a tales horas hasta ganar el granero sin despertar las sospechas de los

vigilantes. Para Esteban la situación era, obviamente, distinta y por otra parte su

celda no se hallaba muy lejos de la de Lorenzo. Así que, a pesar de la fuerte

aprensión que sentía por dormir en el viejo y vacío caserón en el que reposaban

los restos mortales del conde de Fuensaldaña, Bartolo tuvo que hacer de tripas

corazón y quedarse.

-No te quejes –le lanzó, con guasa, Esteban- aquí por lo menos no habrá ratas.

Hace lustros que habrán abandonado la casa por falta de comida.

-Prefiero mil veces las ratas a las ánimas en pena –repuso el interpelado con

no fingida angustia.

164

-Si sales de estampida de la casa, no te olvides de coger la llave para regresar

al alba –le recomendó Lorenzo.- Pues a primera hora los animales deben estar

listos, cinchados los unos y enganchados los otros.

-Descuida, que bien pensaré en la maldita llave si me veo delante al conde de

Fuensaldaña, medio comido de gusanos.

-Si prefieres venir con nosotros, que vamos a tener que atravesar ahora su

cámara mortuoria, a estas horas de la noche –replicó Esteban.

-Pero sois dos y sólo puede agarrar a uno. Tenéis la mitad de las

probabilidades de escapar.

A pesar de la incómoda y tétrica situación en que se hallaban, ambos rieron la

ocurrencia de Bartolo.

-Deja de preocuparte –intervino Lorenzo- que Fuensaldaña ya no está para

esos trotes. Presumo que optará por dejarnos tranquilos a los tres.

Bartolo, no muy convencido, se fue refunfuñando a tumbarse sobre la paja.

-Buenas noches –le dijeron los otros dos, llevándose hacia arriba la única luz

que ardía en la casa.

-Podía haber pensado en mercar unas cuantas velas –se dijo, para sí, Bartolo.

165

Cuando se perdieron los pasos por los altos, se produjo un silencio hecho de

decenas de cuartos completamente vacíos, interrumpido únicamente por algún

que otro resuello de los caballos.

166

CAPÍTULO IV

Aquella noche Lorenzo la durmió mal, como suele suceder en las que

preceden a los días decisivos. No paraba de revolverse en su jergón pensando en

el formidable enemigo que iba a echarse entre pecho y espalda. A pesar de su

juventud y de su encierro en el monasterio, no se le había escapado el poder

inmenso, inconmensurable, de que gozaba el Santo Oficio en este país, pues

hasta los reyes y potentados le temían. La Compañía de Jesús, ya de por sí

poderosa, ahora, dotada con las credenciales de la Santa Inquisición, tenía a la

nación dentro de un pañuelo con los cuatro cabos atados. No en balde los cargos

supremos de Inquisidor General y Primer Ministro recaían ambos en la misma

persona, el jesuita Nithard, quien hacía mangas y capirotes de la voluntad de la

Reina regente. Y en general habían desplazado a los dominicanos en el control

de la temible institución. Más aún, su acerada red de espías envolvía el viejo y el

nuevo continente con una tupida tela de araña de la cual nadie, sea cual fuera su

estado, podía sentirse al abrigo, ni exento de su amenaza constante. A través de

las conversaciones que había escuchado en la Sala segunda, se había enterado

que los familiares del Santo Oficio tenían literalmente tomada la calle,

vigilándola desde abajo y desde arriba, apostados en los tejados. Debiendo

167

incluso intervenir una sección de soldados de la guardia real al mando de un

capitán, con objeto de controlar, en un momento dado, las entradas y salidas de

ambos extremos de la misma, así como cuidar que nadie escape de la casa de

Mercader por los tejados. Había demasiado dinero en juego como para dejar que

el pájaro se les fuera por los aires volando. Dinero y presión política.

Cuando al cabo se durmió, no fue Dunia quien se dignó aparecer para darle

consejo, sino el cadáver de Fuensaldaña, tal como lo habían visto, él y Esteban,

la última vez, a la luz de una palmatoria. Así hasta que llamaron a maitines, cual

si fuera el espectro que custodia el tesoro y ahuyenta a quienes lo buscan sin

tener el corazón lo suficientemente templado. ¿Lo tenía él para afrontar cuanto

se le venía encima?

Luego, el lapso entre maitines y laudes transcurrió de idéntica manera.

Tras este último oficio, Lorenzo se dejó ver por la biblioteca, atendió a los

primeros monjes, entró un momento en la recámara, pero enseguida se eclipsó

discretamente para encaminarse a su celda. Allí se colgó al cuello un zurrón de

cuero que contenía algunos efectos personales, así como diversos títulos

pertenecientes al conde de Fuensaldaña. En eso llegó Esteban y pasaron ambos

al corredor secreto. Vaciaron el saco terrero que habían tenido la previsión de

acarrear sobre la losa que ya nunca más debía ser abierta. Lorenzo recogió el

168

libro de magia así como la bolsa con las monedas de oro y con las mismas se

dirigieron directamente a la Sala quinta.

En ella, revistieron ambos ropas de caballero, ciñeron espadas de acendrado

acero de Toledo. Y luego, mientras Esteban iba a ocupar su posición ante la Sala

primera, Lorenzo se dirigió hacia la salida del cementerio.

Poco tiempo después, dejaba caer dos aldabonazos sobre la puerta de la casa

de Mercader. La suerte estaba echada.

Ante el criado que fue a abrirla, se presentó como Carlos Cusach.

-Tu señor me está aguardando.

El doméstico se inclinó dejándole pasar al zaguán y fue enseguida a prevenir

al dueño de la casa. El cual acudió casi al instante. Se le quedó mirando

intensamente y sólo entonces Lorenzo cayó en la cuenta de que ambos, Carlos

Cusach y Mercader, podían haberse visto antes y se azoró un tanto. Pero el

financiero sonrió, satisfecho.

-La última vez que te vi –rió sonoramente- eras un mocoso que no levantaba

dos palmos del suelo. Y ahora mira qué pedazo de hombre estás hecho. Ven que

te presente a tu prometida.

Don Leandro Mercader echó una mirada furtiva al zurrón que colgaba al

cuello de Lorenzo, creyendo adivinar lo que contenía, mas no dijo nada.

169

Los dos hombres subieron hasta los aposentos privados de Casilda. El padre

llamó suavemente a la puerta y desde el interior llegó una voz musical que le

autorizó a entrar. Don Leandro penetró el primero para situarse un paso más allá

del quicio y desde allí dijo, al tiempo que hacía un gesto a Lorenzo para que

pasara:

-Casilda, te presento a tu prometido Carlos Cusach.

Los dos jóvenes se ruborizaron a un tiempo y don Leandro soltó una nueva y

estentórea carcajada, pues supo en el acto que ambos se aprobaban el uno al otro

con ese calor intenso que proviene de la médula.

En eso sonaron dos recios golpes en la puerta de abajo dados con algo más

contundente que la aldaba y que retumbaron como truenos en toda la casa.

Don Leandro Mercader palideció. Y más blanco aún se puso cuando restalló el

grito de:

-¡Abran al Santo Oficio!

Pero entonces Lorenzo sorprendió a padre e hija.

-Si confían en mí, tengan la bondad de seguirme.

Abajo se produjo el alboroto característico de un tropel de gente entrando a

una y subiendo a todo correr las escaleras, entrechocando las espadas con los

170

peldaños y la barandilla de hierro forjado. Don Leandro miró a Lorenzo sin

comprender lo que éste había querido decir, pero el que creía su futuro yerno se

puso a avanzar hacia la habitación de Casilda. Y, lo más sorprendente, nada más

entrar en ella gritó:

-¡Esteban, abre, deprisa!

En eso, una losa se levantó sola ante ellos, dejando ver un hueco por donde

podían huir.

-¡Vamos, no hay tiempo que perder! –les intimó Lorenzo.

Casilda se abalanzó la primera, luego Lorenzo le hizo un signo al padre para

que la siguiera. Finalmente se echó Lorenzo, mientras Esteban dejaba caer la

losa en su sitio casi al tiempo que los primeros soldados y familiares entraban en

el aposento. Seguidamente vaciaron el consabido saco terrero para que su

contenido hiciera presión sobre la losa.

Los salvados in extremis no paraban de miran a su alrededor sin lograr salir de

su asombro. A pesar de la tierra, se oía perfectamente cómo registraban la

habitación y cómo se daban las órdenes a gritos.

Esteban, sin decir palabra, avanzó hacia la Sala quinta y penetró en ella.

Lorenzo lo siguió para vaciar el saco terrero. Tras lo cual les confió a los

atónitos espectadores el objeto de su, para ellos, incomprensible tarea:

171

-Nosotros saldremos por otra parte.

Cuando Esteban llegó a la planta baja, todo estaba listo. Los caballos, bien

comidos y bien bebidos, piafaban de satisfacción, como si se hallaran ansiosos

por desempeñar el cometido que se les había asignado. Cuatro de ellos estaban

enganchados a la carroza y Bartolo se encontraba ya en el pescante empuñando

las riendas. Los otros tres, cinchados y ensillados, aguardaban la llegada de

Esteban.

Éste, sin pensarlo dos veces, abrió de par en par la portalada, dando paso a la

carroza. Enseguida sacó los tres corceles, los ató a una reja y cerró los dos

batientes de la gran puerta. Montó uno de los caballos de un salto y se puso a

seguir la carroza. Ésta iba, tal como había aconsejado Lorenzo, con todas las

cortinillas abiertas.

Al cabo de la calle surgió, tras una arcada, un grupo de soldados que detuvo el

coche. Pero Esteban, adelantándose, les espetó con voz firme:

-Es la carroza del conde de Fuensaldaña, que nuestro amo nos ha mandado

llevarle con urgencia.

El cabo echó un rápido vistazo al escudo de armas grabado sobre la

portezuela.

-Tenemos orden de registrarla.

172

-Ya veis que no hay nadie dentro.

El guardia abrió la portezuela y se asomó al interior. Reflexionó unos

instantes. Luego hizo un gesto a sus soldados:

-¡Déjenlos pasar!

Ninguno de ellos obedecía a la descripción de las personas que andaban

buscando.

Entretanto, Lorenzo había explicado a don Leandro Mercader y a su hija

Casilda las razones por las cuales no tuvo más remedio que usurpar la identidad

de Carlos Cusach. Ambos le lanzaron una mirada complicada. Pero el primero le

agradeció sincera y calurosamente el riesgo que asumía por ellos.

Una vez fuera del panteón, se dirigieron a buen paso hacia la puerta del

cementerio. Fueron aquellos unos minutos de tensa espera hasta que vieron la

carroza doblar la esquina. Mientras se acercaba al trote de sus cuatro hermosas

bestias, Lorenzo preguntó a don Leandro:

-Está claro que hay que salir cuanto antes de Madrid. Pero ¿hacia dónde?

Éste repuso de inmediato:

-Hacia Zaragoza, para de allí dirigirnos a Barcelona.

173

Don Leandro había comprendido que en cualquier punto de España corrían

peligro, así que determinó tomar el primer barco que saliera del puerto de

Barcelona con dirección a Génova, en cuyos bancos tenía depositada una buena

parte de su fortuna. Desde allí vería el modo, a través de terceras personas, de

recuperar lo que pudiera de sus posesiones en España.

Casilda le echó una última mirada de fuego a Lorenzo que le dejó temblando.

-Gracias –le dijo, y subió tras su padre en la carroza.

Lorenzo montó de un salto en la cabalgadura que Esteban le ofrecía y le espetó

a Bartolo:

-Hacia la carretera de Zaragoza. Conduce más bien con cuidado, no vayamos a

tener algún contratiempo que nos retrase.

A la salida de la Villa y Corte tuvieron que superar una nueva inspección. No

obstante, dado que el sentido era el de abandonar la ciudad, los guardas

encargados del fielato no se mostraron demasiado escrupulosos. Aparte de que

el empaque de la carroza, tirada por cuatro caballos, así como el escudo de

armas que figuraba en las portezuelas, debió resumir todo ello el expediente.

Viéndose ya en campo abierto, los fugitivos decidieron poner tierra de por

medio. Lorenzo y Esteban, tirando este último de las riendas de un tercer caballo

que iban a utilizar de tanto en tanto para aliviar a los otros dos, se pusieron a

174

cabalgar delante, después de indicar a Bartolo que aligerara el paso. Cuatro

caballerías como ésas podían llevar en volandas una carroza ligera de equipaje y

de ocupantes.

Los tres respiraban por primera vez en mucho tiempo las primicias de la

primavera en libertad y sentían bullir, con el esfuerzo de la cabalgada, la sangre

en sus venas. Enfrente, el infinito azul del cielo les daba la medida de sus

ambiciones y esperanzas.

175

CAPÍTULO V

Entretanto, el inquisidor Valladares no comprendía un adarme de cuanto le

estaba sucediendo. Doña Rodríguez y los demás criados de la casa, interrogados

separadamente, coincidían en afirmar que, unos segundos antes de la irrupción

de sus familiares junto con los soldados de la Guardia Real, tanto el padre como

la hija se encontraban en la casa. El primero había bajado incluso a recibir a un

desconocido que se presentaba en calidad de prometido de la señorita Casilda.

De repente, nada. Los tres desaparecidos como si se hubieran evaporado y

posteriormente diluido en el aire. La puerta quedó guardada, los que subían

fueron a abrir la poterna que daba acceso al tejado. Allí se encontraban los que,

habiendo accedido a través de la casa de Juan de Silva, aguardaban de facción,

pero no habían visto pasar a nadie.

Acto seguido había mandado registrar minuciosamente la mansión. Sin

resultado. El inquisidor Valladares tenía la impresión de estar perdiendo un

tiempo precioso. Si se le llegaran a escapar los pájaros, el padre Nithard

descargaría su mal humor sobre él y sus ambiciones recibirían un rudo golpe.

Mientras los familiares seguían insistiendo en el registro exhaustivo de la casa,

él había renunciado provisionalmente a explicarse cómo habían salido de ella, si

176

es que habían salido, y decidió pasar al ámbito inmediatamente superior, es

decir, ver si existían indicios para presumir que habían rebasado el cerco

impuesto a ambos extremos de la calle.

En uno de ellos no sucedió nada anormal, los guardias habían cerrado el paso

justo antes de que se desencadenase la operación y desde entonces nadie había

entrado ni salido. Al acercarse por ese lado, el prior del convento de

franciscanos lo reconoció y lo abordó:

-Dios envía en buena hora a Vuestra Merced por aquí, pues acabamos de

constatar que dos de nuestros hermanos, junto con un criado, han huido de la

congregación.

Valladares lo interrumpió bruscamente:

-Ya veremos esto más tarde. Ahora tengo entre manos un asunto de un calado

infinitamente superior.

-Tal vez querrá Vuestra Merced saber que uno de los huidos es el hermano

bibliotecario.

El inquisidor, que ya le había dado la espalda al prior para encaminarse hacia

el otro extremo de la calle, se volvió bruscamente y le clavó los dos dardos

negros de su mirada. Recordó que, en un momento dado, se sospechó que fray

177

Felipe había legado su libro, su supuesto libro de magia, a su ayudante. No

obstante, no dijo nada y continuó su camino.

En el extremo opuesto de la calle seguía el piquete de guardias impidiendo el

paso a los curiosos. El inquisidor Valladares se dirigió al cabo que lo mandaba.

-¿Has visto algo digno de señalar desde aquí? ¿Ha intentado pasar alguien?

-Nadie, Señor. Únicamente dos criados del conde de Fuensaldaña han

solicitado permiso para llevarle la carroza a su Señor, quien la aguardaba para

efectuar un viaje.

-¿Y les ha sido concedido ese permiso?

-No sin antes inspeccionar cuidadosamente la carroza.

-¿Cómo eran esos criados?

-Muy jóvenes, Señor. Ninguno de ellos obedecía a la descripción que se nos

había dado. A saber un hombre provecto y su hija.

Valladares montó en cólera, pero decidió no perder tiempo manifestándola. A

decir verdad, la orden que había dado no era impedir el paso a cualquiera, sino

de retener a todo aquél que presentara un vago parecido con Mercader o su hija.

En ese caso se trataba tan sólo de dos mancebos, no solamente jóvenes, sino

muy jóvenes había dicho el cabo. ¿Dos de los evadidos del convento? Quizás.

178

Pero, ¿cómo es que conducían la carroza del conde de Fuensaldaña? Ese libro,

es preciso recuperarlo igualmente. Eran sólo dos, ¿y el tercero? ¿Habrán

utilizado medios mágicos para evadirse, llevando con ellos a Mercader y a su

hija? Entonces no hay nada que hacer. Lo mismo podrían encontrarse en Roma

que en Moscú a estas alturas. Pero el jesuita Valladares no era de los que se

quedan cruzados de brazos, sea cual sea la circunstancia en que se vean

envueltos. El único cabo suelto de que disponía era la carroza de Fuensaldaña y,

aun consciente de que no había en realidad nada anormal en el comportamiento

de los criados del conde, estaba dispuesto a tirar de él.

Volviendo sobre sus pasos, se dirigió hacia el capitán de la Guardia, quien

estaba conversando con don Juan de Silva.

-Capitán, le sugiero que mande a uno de sus hombres a cada puerta de salida

de Madrid para ver por cuál de ellas ha salido el conde de Fuensaldaña.

-¿Fuensaldaña? –intervino Juan de Silva-. Pues si es un carcamal arruinado

que hace siglos no se le ve.

-Pues hoy ha solicitado, seguramente desde la casa de un amigo o conocido, su

carroza tirada por cuatro hermosos caballos...

-¿Caballos Fuensaldaña? Pues si no tiene dinero para comer él mismo, ¿cómo

va a alimentar cuatro caballos?

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-¿Cómo es Fuensaldaña?

-La última vez que lo vi era un viejo valetudinario, vestido casi con harapos. Y

de eso hace, como digo, un siglo por lo menos.

-Llamemos a su casa. Interrogaremos a los criados.

-¿Criados? –Rió sarcástico de Silva-. Si no los tiene. Vive más solo que la una,

pues se halla en el último peldaño de la ruina antes de bajar a la indigencia. Si

no es que ha bajado ya.

-En tal caso –intervino el capitán-, en la casa no hay nadie, puesto que su

dueño ha solicitado la carroza para un viaje.

-Y por lo tanto la carroza no iba sola, sino que la conducían dos criados de

carne y hueso. Capitán, lance la diligencia que le he solicitado y luego vamos de

todos modos a llamar a la casa de Fuensaldaña.

Así lo hicieron, mas ya podían dar aldabonazos que no corrían el menor riesgo

de ser atendidos. Valladares ordenó a uno de sus hombres, uno de tantos

familiares de la Santa Inquisición que pululaban siempre como moscas a su

alrededor:

-Que venga un cerrajero de inmediato.

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Al poco rato acudió un hombre orondo de mediana edad con un manojo de

llaves. Observó la cerradura antes de elegir una de las llaves. No funcionó. Pero

a la segunda el mecanismo crujió y se abrió la poterna.

Valladares se dirigió a los suyos:

-¡Que registren la casa!

El personal se fue dispersando por las diversas dependencias y plantas. El

capitán se encaminó directo a las cuadras.

-Aquí han dormido caballos, en efecto. Pero no han pasado más de una noche.

La cama no ha sido cambiada y no hay montón de estiércol. No huele realmente

a cuadra impregnada de verdad de olor a bestia.

En eso oyeron a un familiar que bajaba los escalones de cuatro en cuatro:

-¡Señores! Vengan a ver esto.

Los tres subieron tras el individuo en cuestión hasta llegar a una puerta

entreabierta. Dentro reinaba una densa oscuridad. El inquisidor penetró el

primero, seguido de los otros dos. Nada más entrar, se quedaron confusos pues

no alcanzaban a distinguir nada. No obstante, los resquicios a través de los

cuales los postigos de las ventanas y las cortinas dejaban pasar haces de luz, así

como la adaptación natural de los ojos, les permitió distinguir una figura

yaciente sobre la cama. Al acercarse más a ella, supieron sin ningún género de

181

dudas que el conde de Fuensaldaña hacía mucho tiempo que no estaba en

condiciones de viajar. No al menos sacando beneficio de ello.

Por cuanto se refiere al resto de la casa, no se halló nada en absoluto digno de

interés. Se encontraba completamente vacía. Por no haber, no había ni pulgas

debido a la falta de sangre viva que chupar. Valladares dio media vuelta y sin

soltar palabra bajó precipitadamente la escalera. El capitán de la Guardia Real y

caballero de la Orden de Santiago, don Diego Castañeda, y Juan de Silva,

marqués de Brihuega, lo siguieron.

Llegado a la planta baja, salió al exterior, miró a su alrededor. Los vecinos

habían salido a los balcones, el gentío se acumulaba en los extremos de la calle,

detenido por los guardias, los que habían sido cogidos en el interior de la celada

formaban corros y cuchicheaban. Pronto tendría que levantar el cerco y dispersar

a la muchedumbre, antes de que todo el mundo pudiera ver que el Santo Oficio

había dado un golpe en falso y se iba con las manos vacías.

Lo que el jesuita no podía saber es que bajo uno de los arcos, tras la barrera de

los guardias reales, un joven llamado Carlos Cusach, con un zurrón repleto de

oro colgado al cuello, estaba contemplando lo que sucedía ante la casa de su

prometida, comenzando a comprender algo respecto al tinglado que se había

armado.

182

En eso llegó a galope tendido un jinete vestido con el uniforme de la Guardia

Real. Sus compañeros se apartaron para dejarle paso. Al divisar a su capitán

dirigió hacia él su montura y puso pie a tierra a unos cuantos pasos del mismo.

-Mi capitán, una carroza que obedece a las señas que nos ha dado salió hace

poco por la puerta de Alcalá.

El jesuita intervino antes de que el capitán reaccionara.

-Se dirigen a Barcelona, donde Mercader tiene socios y amigos. Que salga de

inmediato una tropa por el camino de Aragón. No deben llevar mucha ventaja.

El capitán transmitió la orden a un sargento quien formó de inmediato el

contingente y salieron a galope tendido, con don Diego Castañeda a la cabeza.

Valladares, por su parte, ya más sosegado, se dirigió a la puerta de Alcalá para

interrogar a los guardas del fielato. En efecto, había salido por allí, haría cosa de

una hora, una carroza tirada por cuatro caballos, con un escudo de armas en la

portezuela. En ella viajaban un hombre en la edad madura y una joven. Iban

escoltados por dos caballeros, uno de los cuales llevaba de las riendas un tercer

caballo. Las cuentas empezaban ahora a salirle al inquisidor. Los dos jóvenes

frailes, el criado conduciendo la carroza, Mercader y su hija en su interior. Pero

¿y el judío catalán llamado Carlos Cusach? ¿Dónde se le había quedado

traspapelado ese judío? Y sobre todo, ¿cómo habían logrado salir de la casa los

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que lo habían hecho y escurrírsele entre los dedos? Eso es lo que no tardaría en

averiguar, empleando los medios que hiciera falta.

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CAPÍTULO VI

Tal vez el que se le hubiera traspapelado fuera únicamente el criado del

monasterio, quien acaso ha integrado ya de corrido el hampa madrileña de la que

sin duda provenía, cansado de la disciplina conventual que debían imponerle a

pesar de todo los franciscanos. Con su pan se lo coma, no era precisamente el

volátil que más le interesaba. Así debía ser, en efecto, y entonces sí le salían las

cuentas a Valladares. En ese caso, el lazo se había cerrado a la perfección,

encerrando a todos los pájaros de cuenta en el interior de la red. Pronto los

tendría entre sus manos, sin que faltara uno solo. Y principalmente caería en el

fondo de la celada el importe completo de los asientos proveniente de los

genoveses, el más substancioso, que vendría a sumarse a los otros, ya a buen

recaudo. Por un momento había temido por su obispado, mas ahora tales

temores se disipaban como la niebla matinal fustigada por el sol, o como sus

primeros rayos hacen desvanecerse las pesadillas nocturnas. De nuevo

regresaban a su mente las exiliadas cábalas acerca de cuál podía ser la sede

episcopal que el destino, o sus buenas artes, le había reservado.

Entretanto aguardaba el regreso de los huidos, bien custodiados por la Guardia

Real, dispuso ir a visitar las cárceles secretas donde, a esas horas, debían

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encontrarse ya todos los caídos en la formidable redada. Todo carnes blancas y

delicadas, con reacciones vivas y absolutamente sentidas ante la rudeza de los

cuidados que les salen al paso, pero cuya auténtica naturaleza y dimensión aún

están lejos de imaginar.

Valladares se aprestaba a acompañarles en ese descubrimiento paulatino que

despertaba en él el máximo interés. Le excitaba intelectualmente comprobar

cómo el tiempo y determinados factores, oportunamente aplicados, modificaban,

moldeaban, las conciencias. Deseaba sorprenderse de nuevo al comprobar lo

bajo que podía caer el orgullo de los más arrogantes mediante la aplicación del

tratamiento adecuado. Por cierto que el secreto de la eficacia irremisible de cada

uno de ellos consiste en transformar los mayores exponentes de la buena fortuna

y felicidad de cada víctima en su mayor pesadilla, aduciendo el conocido

principio de que los extremos se tocan.

Viajaba solo en su carroza, con una sola cortinilla descorrida, por un Madrid

abigarrado, rebosante de pordioseros como una cabeza hirviente de piojos y

demás inmundicias. Pero él había hecho de la Iglesia su refugio. Y dentro de la

Iglesia, había asentado sus reales en su baluarte más recio, la Compañía de

Jesús. Dada su condición de eclesiástico, no poseía hijos, que son siempre el

punto vulnerable de un hombre, su talón de Aquiles, la cadena por la que se

encuentra sujeto a la roca de su martirio prometeico. De este modo podía

contemplar el mundo como si estuviera separado de él por un abismo, aislado de

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él por el fino, si bien eficaz, cristal de la ventanilla de su coche que no dejaba

pasar la miseria, esa miseria que ensucia, que mancha, y él, por su parte,

mediante una abstracción, mediante el ejercicio intelectual recomendado por los

filósofos, conseguía permanecer ajeno al sufrimiento ajeno. Así, su mundo

estaba constituido de tres esferas, él, un universo en miniatura, el poder que debe

ser conquistado mediante el utensilio de la institución a la que pertenecía y Dios,

el dador supremo. Nada ni nadie más debía perturbar esa relación permanente e

indisociable. Más aún, fuera de ella, no había existencia posible, todo era una

ilusión. Una gran ilusión. Ante la cual el sabio debe mostrarse impasible.

La carroza se detuvo ante una casa solariega sólida y cuadrangular. Valladares

dejó que el cochero se apeara, soltara la aldaba y diera el santo y seña. Hecho lo

cual, se vino a bajarle el estribo. Sólo entonces el inquisidor puso pie a tierra,

mas no se detuvo en contemplaciones sino que, raudo, se coló por la puerta.

Los familiares que se ocupaban de este menester no eran generalmente

adonises, no era gente agraciada ni de modales refinados. Tampoco había que

prestar demasiada atención a su origen ni hoja de servicios. Eso sí, no debían ser

cristianos nuevos, desde luego. El carcelero tenía una pata de palo, la cara

santiguada de costurones y un cuerpo bamboleante del tamaño de un armario

ropero. Hablaba de manera ininteligible a causa de la configuración monstruosa

y brutal de su dentadura. Estaba acompañado de otros cariacuchillados, tuertos,

mancos, comidos de viruela, aves de mal agüero vestidas de cualquier forma,

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con harapos en los que predominaba el color negro diluido y no oliendo

precisamente a rosas. Todos hicieron una profunda reverencia ante el inquisidor

y su jefe se puso servilmente a la disposición del mismo profiriendo frases de

bienvenida y agasajo que Valladares ni se molestó en descifrar, sino que,

interrumpiéndolo con un signo perentorio de la mano, en la que despuntaba un

índice enhiesto, le significó que lo condujera sin más preámbulos a las

caponeras. El aludido se calló en seco, agarró un aro de alambre en el que se

hallaban ensartadas varias llaves y se puso a andar dando tumbos como una

galera sacudida por un mar grueso de temporal. Atravesaron una gran sala,

tomaron un tenebroso pasillo, al cabo del cual el carcelero introdujo una llave en

una cerradura que el inquisidor no hubiera sido capaz ni siquiera de distinguir.

Una puerta negra se abrió para darle paso a una estancia sumida en la penumbra,

donde se percibía un leve murmullo de muchas voces temerosas, ansiosas por

comunicar pero temiendo al propio tiempo interrumpir el silencio, llamar la

atención. La pieza era de vastas proporciones, amueblada con el severo estilo

castellano, decoradas sus paredes encaladas con grandes cuadros de santos

envueltos en tinieblas y desafiando a los diablos blandiendo cruces o mediante el

éxtasis de la oración. Pero su parte central estaba toda ella ocupada por una

suerte de mesa octogonal gigantesca hecha de adobes. En cada uno de los puntos

cardinales de la misma había sillones de cuero arrimados.

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Valladares se sentó en el más próximo. Ante él se presentaba un orificio

luminoso donde aplicó el ojo. Allí abajo estaban los prisioneros en diminutas

celdas, asustados y todavía sin comprender nada de lo que les sucedía. Sus

contactos les sacarán de ese pozo oscuro de la fortuna, el más hondo y el más

miserable que se pueda hallar. Es un malentendido que pronto se aclarará. El

Estado necesita de su dinero, de su talento, de su red internacional. Sus amigos,

sus clientes, se movilizarán por ellos, aunque han caído entre las manos del

enemigo más temible que, hoy por hoy, se puede recelar en el mundo. Los niños

miraban a sus padres como esperando a que, de un momento a otro,

restablecieran la situación con su nunca hasta ahora desmentida autoridad. Todo

esto parecía salir de la mirada de cualquiera de ellos aumentada, en el fondo, por

el espanto. Pero, a pesar de todo, ni siquiera sospechaban la que les había caído

encima.

Valladares sí lo sabía. Y bien que lo sabía. Más que saberlo, lo recordaba de

sus múltiples experiencias. Tanto es así que un escalofrío de placer lo recorrió

de pies a cabeza mientras contemplaba esas carnes todavía frescas, limpias,

blancas. Dios sabe hasta qué punto inocentes.

Las familias habían sido dispuestas de modo que los padres, a pesar de

hallarse separados de sus hijos, instalados en celdas distintas, los tenían justo

enfrente, de modo que pudieran verlos en todo momento. Ello era esencial para

asegurar el éxito, relativamente rápido y rotundo, del método.

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Si había doncellas de buen ver, serían violadas por los carceleros ante los ojos

de sus padres, obligándolas a efectuar los servicios y caricias más humillantes.

Si mujer casada exhalando aún todos sus fuegos, lo sería ante los del marido y

probablemente ante los de sus hijos, sin ahorrarle ninguna grosería degradante ni

desaguisado, de entre el vasto repertorio de ambos que poseían. Eso para

empezar. Por cierto, dado que él no da nunca la cara en ninguna fase del

proceso, los subalternos se encargan de tal menester, sus ojos y sus oídos, si bien

están siempre presentes en los interrogatorios, permanecen en todo momento

invisibles, ello le permitirá, disfrazado de carcelero, y deslizando unas cuantas

monedas de oro en los bolsillos de los tales para comprar su silencio, participar

activamente en esas orgías. Dios sabe que la carne es débil y si nos vemos

confrontados a tales tentaciones, inusitadas para los demás mortales, es

únicamente para mejor servirle, para hacer reinar sin contestación su ley y su

santa religión.

Después vendrá el hambre, el frío, las ratas. La miseria, los desperdicios, a

veces añadidos a propósito por el personal de la casa, atraen a estas últimas

como al hierro la piedra imán. Cuando los padres vean que sus hijos, todavía en

la edad tierna, evolucionan entre nubes de ratas. Cuando se duerman con una

rata, de pelaje húmedo y erizado, chupándoles la herida del cuello, entonces

gritarán como fieras durante toda la noche para que se les permita, no solamente

confesar de inmediato todo lo que se quiera, sino judaizar allí mismo para que

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sus hijos, las niñas de sus ojos, puedan salir, en el acto, de ese eficaz infierno

que obra milagros inauditos para la causa del Dios único y verdadero, cuyo

excelso nombre sea siempre ensalzado y glorificado.

Pero lo que no saben es que su suerte, la de todos, está sellada, la de los padres

y la de los hijos, pues éstos son sus herederos y también los testigos de cuanto

sucederá ahí abajo, razón por la cual deben perecer al final del proceso. Y puesto

que no tienen futuro, no existen. Se puede disponer de ellos según se desee. Son

carne y huesos de fosa común.