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A Indro Montanelli lo arrestaron losalemanes en 1944. Lo condenaron amuerte y encarcelaron en San Vittore.Consiguió escaparse pocas horas antesde la ejecución.

En el presidio conoció a GiovanniBertone, protagonista de este relato —inolvidable interpretación de Vittorio deSica en la película de Rosellini—,conocido como el general de la Roverey al que fusilaron en Fossoli. Personajecontradictorio, en territorio de nadie,traidor o héroe, granuja o mártir porItalia, inspiró con su muerte la narraciónde Montanelli en la que nos muestra unextraordinario caso de suplantación depersonalidad.

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Indro Montanelli

El general de laRovere

ePub r1.3

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Título original: El general della RovereIndro Montanelli, 1959Traducción: Domingo Pruna & Leo CaroCalvo

Editor digital: AkhenatonRetoque de cubierta: PiolinePub base r1.2

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EADVERTENCIA

STE BREVE RELATO nopretende ser absolutamenteverídico, aunque tenga como

protagonista un personaje que haexistido realmente: el recluso GiovanniBertone, a quien conocí en la cárcel deSan Vittore, en 1944, como general dela Rovere, y que fue fusilado en Fossolijunto a sesenta y siete detenidos más eldoce de diciembre de aquel año.

También se encuentran en él otrospersonajes reales: el famoso doctorUgo, a quien yo y muchos otros másdebemos la vida; Mike Bongiorno, que

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fue mi compañero de celda y cuyapresentación es superficial; elFeldwehbel Franz, y los agentes devigilancia Sapienza, Ceraso y Tursini.

En cuanto a la reconstrucción de lasingular peripecia que condujo alrecluso Bertone a una muerte conhonores de general, es enteramentefruto de la inventiva de Sergio Amidei yde Diego Fabbri, quienes junto a míhan reelaborado la trama de mi relatooriginal para adaptarla a lasexigencias del film Il generale dellaRovere, dirigido por Roberto Rossellinie interpretado por Vittorio de Sica.Este pequeño libro no es sino latraducción en términos narrativos del

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llamado tratamiento sobre el cual se habasado el guión cinematográfico. Osea, que lo he escrito como unahistoria, no como una página deHistoria.

Acaso algún lector encontrarábanal esta advertencia para aclararintenciones que, de hecho, en cualquierotro sitio serían sobreentendidas.Desgraciadamente, en nuestro país esnecesaria, como lo demuestraninfinitas y apasionadas controversiasque el caso ha suscitado. Se me haatribuido, quién sabe por qué, unpropósito ofensivo para con losmártires de Fossoli y se ha pedido alMinisterio de Defensa la exhumación

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de la sepultura del cadáver del traidorque yace en ella hace quince años.

No obstante, ¿fue verdaderamenteun traidor Bertone de la Rovere? No losé. Sé solamente que cayó comoaquellos que no lo eran. Y sé tambiénque Jesucristo no se sintió ofendidopor la vecindad de Barrabás. Comofuere, yo no me propongo juzgar a esepolivalente e inquietante personaje,quien acaso tampoco supo dónde ycómo cesó de ser un aventurero paraconvertirse en héroe, y cómo, una vezincorporado al drama, no se mostróajeno a él. He tratado tan sólo de daruna explicación de ello. Y con lacolaboración de Sergio Amidei y de

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Diego Fabbri espero haberlo logrado.

INDRO MONTANELLIRoma, 11 de julio de 1959.

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E

I. INSTRUCCIÓNDE UN PROCESO

N JUNIO DE 1945 se exhumaronlos cadáveres de los sesenta yocho fusilados de Fossoli del

sepulcro donde se les enterró despuésde la matanza. Sus féretros, llevados aMilán, se alinearon en el Duomo paraser solemnemente bendecidos por elcardenal Schuster y donde recibieron elconmovido homenaje de la población.

Sobre uno de ellos no cayeron nilágrimas de parientes ni flores deamigos. Estaba un poco arrinconado y

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separado de los demás. Creo que yo fuiel único que se detuvo delante de él ydepositó encima del ataúd un ramilletede crisantemos, que compré en la puertade la catedral. Pero confieso que lo hicefurtivamente, un poco temeroso de quealguien me viese. No todos,seguramente, habrían comprendido aquelgesto de piedad hacía el general de laRovere.

Su Excelencia Fortebraccio de laRovere, general de tierra del ejército,amigo íntimo de Badoglio y consejerotécnico de Alexander, había sidoencerrado por los alemanes en la quintagalería de la prisión de San Vittore,exactamente un año antes. Lo capturaron

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en Liguria, donde había desembarcadode un submarino inglés para asumir elmando de la Resistencia en la Italia delNorte aún ocupada.

Así me lo dijo por lo menos elvigilante Ceraso, mientras pasaba antela mirilla de mi celda con un vaso en lamano, en el que flotaba una rosa que élmismo había ido a coger al Jardín paraSu Excelencia. Había entrado el díaanterior. En aquel momento estábamosfuera de nuestras celdas para vaciar losorinales, pero nos hicieron entrar denuevo apresuradamente, como si la solamirada de aquel hombre representase unpeligro o un delito. Desde nuestrasjaulas lo vislumbramos avanzar con

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paso firme y cabeza erguida, custodiadopor dos SS con la metralleta en ristre.Se detuvo precisamente ante la celdaque estaba frente a la mía. Miró adentro.Dijo algo en tono perentorio alFeldwehbel Franz, que lo seguía. Estedio una orden a los dos vigilantesitalianos, que se marcharon corriendo yvolvieron poco después con una camilla,una mesa y un rústico lavabo. Ningúnprisionero en San Vittore había recibidojamás semejante acogida.

Unos días después, Ceraso abrió mipuerta, me dijo que Su Excelenciaquería verme e infringiendo la regla deaislamiento me custodió hasta él.

De la Rovere, que usaba monóculo,

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mantenía cierto aire aristocrático, teníalas piernas arqueadas y la agilidadfísica propia de los oficiales decaballería.

Iba perfectamente afeitado, con lospantalones planchados y las uñascuidadas. En aquel lugar infame dondetodos, equiparados por la cochambre,nos tuteábamos sin distinción de rangoni de linajes, fue el único, después demucho tiempo, que me trató de usted.

—Capitán Montanelli, ¿verdad? —dijo, sin tenderme la mano, ocupada enlimpiar su monóculo con un pañuelo—.Sabía de su presencia aquí aun antes dedesembarcar. Badoglio en persona meinformó de ello en Brindisi. Su suerte es

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seguida con viva simpatía, aun cuandocon pocas esperanzas, por el Gobiernode Su Majestad. Sepa, no obstante, queel día en que caiga bajo el plomo delpelotón de ejecución no habrá ustedcumplido más que con su deber, el máselemental deber de un oficial.¡Descanse!

Sólo al escuchar estas palabras medi cuenta de que estaba en posición defirme ante él, con los talones juntos, laspuntas de los pies igualmente separadasy equidistantes, los pulgares pegados alo largo de la costura de los pantalones,exactamente como prescriben lasordenanzas.

—Todos nosotros estamos en vida

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de manera provisional, ¿verdad? —prosiguió el general, limpiando con lauña del meñique izquierdo la delmeñique derecho y contemplándolas concalma—. ¿Verdad? —prosiguió elgeneral, limpiando plácidamente—. Unnovio de la muerte[1], como dicen losespañoles. —Me miró sonriente, dio unlento paseo de un lado a otro por lacelda, balanceándose sobre lasarqueadas piernas, se detuvo de nuevoante mí, limpió el monóculo y se lo caló—. Nosotros somos dos noviospróximos a la boda. A mí ya se me hacomunicado la condena. ¿Y a usted?

—Todavía no, Excelencia —dije, unpoco mortificado.

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—Se la comunicarán —respondióél, en tono alentador—. Pero, por lo queme han dicho, también usted tendrá elhonor de ser fusilado de frente, no deespaldas. Los alemanes, hay quereconocerlo, son rudos al exigir lasconfesiones, pero también caballerosossi se abstiene uno de hacerlas. Usted seha abstenido. ¡Bravo! Le exijo quecontinúe negándose. Si siguieseninterrogándole con mediosdesproporcionados a sus posibilidadesfísicas… Puede suceder… Diga un solonombre: el mío. Diga que obró bajoórdenes mías. Yo no tengo ya nada queperder y mi deber es ahora fácil. Se lohe dicho hasta a mi viejo amigo

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Kesselring, que vino a interrogarmepersonalmente. No nos queda más queun deber, a nosotros, oficiales italianos:morir dignamente. Y en el fondo esbastante fácil absolverle. ¿De qué se leacusa a usted?

Se lo expuse sin titubeos. SuExcelencia me escuchó con la miradafija en el suelo, como un confesor, y devez en cuando movía la cabeza en señalde aprobación.

—Una situación clara —dijo al fin—, casi como la mía. Sorprendidosambos en acto de servicio. Es unamuerte en combate, en el campo delhonor. No pueden dejar de fusilarle decara. Es estrictamente reglamentario. De

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cualquier cosa que le ocurra, infórmemeenseguida. Y ahora, ¡en su lugar,descanso!

Aquél fue el primer día, creo, desdeque estaba allí dentro —y hacía ya ochomeses— en que no pensé en mi mujerencerrada en otra celda y en vísperas deser deportada, ni en mi madre,escondida en Milán, en casa de miamigo Gaetano Greco, ni en mi padre,que se había quedado solo en Roma.Pensé solamente en la muerte, pero demodo cordial, como en una bellísimaprometida de la cual yo sería el próximonovio en abrazarla. Al anochecer pedícon insistencia a Ceraso que al díasiguiente me procurase al barbero, y que

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me trajese tijeras y una lima para lasuñas. No podía, en verdad, no podíasubir al altar con aquella bellísimanovia del brazo con la barba crecida ylas manos reducidas a semejante estado.Y cuando cayó la noche, desafiando alfrío, me quité los pantalones antes deacostarme en el catre y los colgué de lareja para que recuperasen un poco laraya.

En los días sucesivos, a través de lamirilla, pude seguir las idas y venidasde Su Excelencia, mi vecino de enfrente.Se llamó a todos los prisioneros, unotras otro, a despachar con él, y todos sele presentaron: incluso Mike Bongiorno,el futuro ídolo de la televisión, que

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entonces tenía dieciséis años y habíasido detenido por ser ciudadanoamericano.

Al entrar se ponían firmes y hacíanuna inclinación. Se quedaban dentromedia hora o una hora, con Ceraso oSapienza montando la guardia al otrolado de la puerta; y cuando salían,andaban más erguidos. Un camarero dehotel a quien siempre habíamos oídollorar invocando a mujer e hijos,después de uno de estos encuentros callócon digna compostura; y una vez queFranz lo sorprendió fumando y leazotaron con el curbasc, soportó elcastigo sin quejarse. Ceraso me dijo quetodos, tras la entrevista con el general

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solicitaban, como había hecho yo, albarbero y pedían jabón. Hasta losguardias se afeitaban cada día, y nillevaban ya el gorro ladeado.Procuraban hablar italiano en vez denapolitano o siciliano. En toda la galeríano se notaba ya el desorden, ni se oía elalboroto de antes, y el propio tenienteSchulze, cuando vino de inspección,alabó la disciplina que allí reinaba y ladignidad con la cual todos noscomportábamos. Por primera vez desdeque nos dirigió la palabra no nos tratóde «perros antifascistas» y de «suciostraidores badoglianos». Se limitó aproferir una lejana alusión al «reyfelón»; y entonces, todos, sin previo

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acuerdo, alzamos los ojos al cielofingiendo no escucharlo, mientras suExcelencia, que también había sidoconvocado, pero que se mantenía unpoco apartado de las filas comoconvenía a su rango, le volviófrancamente la espalda al orador y, sinaguardar la orden de «rompan filas», sevolvió a meter con paso lento en sucelda. Y Schulze no rechistó.

Una mañana, sacaron a doscoroneles de sus celdas. Antes de salirse les preguntó por su última voluntad.Respondieron que querían despedirsedel señor general, que los recibió en lapuerta de su celda. Aquella fue la únicavez que tendió la mano a los visitantes.

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Acariciándose con ademán lento ydisplicente el pelo y ajustándose elmonóculo, dijo sonriendo a los dosoficiales en posición de firmes algo queyo no comprendí, ciertamente algunacosa cordial y afectuosa. Luego, degolpe, se cuadró y se llevó la mano a lasien. Los dos oficiales correspondieronal saludo. Estaban muy pálidos, perosonreían y jamás habían sido tancoroneles como en aquel momento.Supimos más tarde que, al caer, ambosgritaron: «¡Viva el rey!».

La tarde de aquel mismo día mellamaron para un enésimo interrogatorio.Pero para mi gran sorpresa, en vez defrente a Schulze me encontré ante mi

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madre y el doctor Ugo, el misteriosoconfidente de la Gestapo que habría desalvar a muchos de nosotros, incluyendoa Ferruccio Parri. Mi madre, que volvíaa verme después de mi captura, me pusoal corriente con voz entrecortada delplan preparado para mi fuga. Al díasiguiente, con una falsa orden detraslado de la cárcel de Milán a la deVerona, me sacarían de la celda paramontarme en un coche que jamás habríade llegar a Verona, pues se desviaríahacia la frontera suiza donde meaguardaba un sacerdote que me guiaríapara acompañarme hacia el otro lado.Volví descompuesto a la galería bajo lacustodia de Ceraso. Al pasar ante la

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celda del general, lo vi sentado en elborde de la cama, leyendo, y me detuve.Dejó el libro y me miró largamente;luego hizo una señal al visitante de quese alejase. Y siguió mirándome.

—Una vez más ha callado, ¿verdad?—me preguntó en tono de firmeza.

—No he sido interrogado,Excelencia —contesté—. Simplementeme han informado de que mañana tendréocasión de escapar de esta cárcel —hiceuna pausa. El general había fruncido elceño con expresión de sorpresa—:¿Tengo derecho a aprovechar esaocasión?

El general se puso de pie y fue haciala ventana volviéndome la espalda.

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Luego se volvió atrás y, recalcando laspalabras, me dijo:

—No tiene derecho. Tiene eldeber… ¡Adiós, capitán!

No volví a ver más a de la Rovere.Al día siguiente, antes del toque dediana, yo estaba ya en la oficina deregistro donde me preparaban la«autorización de traslado» a la cárcel deVerona, donde no me esperaban.

Un año exacto había transcurridodesde entonces. Y sólo aquel día, en lacatedral de Milán, volví a encontrar aese hombre, pero encerrado en unféretro sobre el cual no caían nilágrimas de parientes ni flores deamigos, salvo mis pocos crisantemos.

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Una placa de metal con el nombre deGiovanni Bertone lo distinguía entre losotros sesenta y siete restantes.

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E

II. FABIOGRIMALDI O ELGENERAL DE LA

ROVERE

RA EL ALBA de un día deprimavera de 1944. Un cochemilitar alemán procedente de la

vieja carretera de los Giovi se disponíaa torcer por un cruce cuando estalló unneumático y perdió la dirección. Elconductor logró frenar a tiempo. Elsuboficial de las SS saltó a tierra,examinó la cubierta y extrajo un clavo

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de cuatro puntas.—Mire, mi coronel —dijo,

mostrándolo al oficial que asomó lacabeza por la ventanilla posterior—.Otro maldito clavo de esos malditospartisanos de este maldito país… Es elcuarto, y no tenemos más neumáticos derecambio…

—Busque un teléfono y llame almando de la Gestapo de Génova.

¡Un teléfono! El sargento miróalrededor como si esperase ver algunoentre las rocas. En cambio, vio a unhombre que cruzaba el viaducto.

—¡Eh, usted! ¡Manos arriba!¡Acérquese! —le gritó en alemán,amenazándolo con la pistola.

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El hombre se pegó a la pared.—¡Le he dicho que se acerque! —

volvió a gritar el suboficial.—Es inútil gritar, sargento —

intervino el coronel, apeándose delcoche—, sobre todo en una lengua queese paisano probablemente no conoce.—Y dirigiéndose al viandante añadió enperfecto italiano—: Dispense, señor,¿podría indicarnos un teléfono?

Tranquilizado por aquel tono cortésel hombre se acercó. Rozaba loscincuenta y vestía con distinción.

—A estas horas no es fácil —dijo—. Los bares están cerrados… ¿Hanpinchado?

—Por cuarta vez y ya no nos quedan

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ruedas de recambio.—Si es sólo eso, ahí detrás del

recodo hay un garaje.—Gracias —dijo el coronel. Y

tradujo al alemán la información a sushombres, que salieron a paso ligero—.¿Un cigarrillo? —ofreció, acercandouna pitillera de oro al viandante.

—Gracias —dijo éste, cogiéndola ytendiendo a su vez una cerillaencendida.

—¿Genovés?—Napolitano.—¡Ah, Nápoles…! El año pasado,

precisamente en esta época, estaba enNápoles, en el Hotel Vesubio. Por lamañana abría las ventanas y tenía el mar

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ante mí… Mergellina… Posilipo…Capri… Sorrento… Nos ha disgustadomucho dejar Nápoles… En cambio, susconciudadanos se pusieron tancontentos, que nos tiraban cosas dealegría.

—Bueno, yo, en realidad, no soyprecisamente napolitano, pues nací enSora y, a decir verdad, me consideromás bien romano.

—Tampoco en Roma nos quierenmucho.

—¿Reside usted allí?—He vuelto a residir. Hasta cursé en

ella parte de mis estudios. Pero ahorallevo seis meses en Milán.

—¿Se encuentra bien allí?

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—En absoluto. Clima desagradable,habitantes hostiles y rebeldes. A ustedeslos italianos no les agrada mucho estaguerra.

—En general, decimos que noqueremos la guerra…, ni aun cuando esjusta y necesaria como ésta…

—¿Cree usted que es justa ynecesaria?

—¿Usted no, señor…?—Müller. Coronel Wilhelm

Müller…—Grimaldi… Ingeniero Fabio

Grimaldi…—Grimaldi… Grimaldi… Conocí a

un Grimaldi hace muchos años… Eradirector y compositor de música…

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¿Pariente suyo, quizá?—¡El maestro Grimaldi era mi tío,

coronel…! ¡Pobre hombre!—¿Por qué? ¿Ha muerto?—Hace dos meses. Diabetes.—¡Oh, cuánto lo siento! Fue mi

profesor. ¡Cuánto lo siento! Ah, aquívienen mis hombres con la ruedaarreglada… Su información nos ha sidomuy valiosa, ingeniero. Espero tener elgusto de volverle a ver…

—Yo también, coronel…El hombre se alejó. Pero apenas

volvió la esquina, sacó del bolsillo unmanojo de llaves y se puso a tocarlasescrupulosamente.

El sol se estaba poniendo cuando

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Grimaldi entró de puntillas en unaalcoba que olía a afeites ordinarios y acremas de baja calidad. Se quitó lachaqueta, la arrojó sobre un diván, sedesanudó la corbata y tras sentarse enuna butaca, se dispuso a quitarse loszapatos.

—¿Qué hora es? —preguntó una vozronca de mujer.

—Las cinco y media. Duerme,gorrioncito.

Del gorrioncito sólo se veía unamasa de pelo negro que formaba unamancha sobre la almohada. Pero eldrapeado de la sábana acusaba curvasmás bien pronunciadas.

—¿También has perdido esta noche?

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Grimaldi no contestó.—Me gustaría saber por qué juegas,

si pierdes siempre.—¿Ha telefoneado alguien?—No lo sé; pregúntaselo a Maria.Descalzo, salió al corredor, lo

atravesó y, sin llamar, abrió otra puerta.—¿Quién va? —dijo una voz

asustada de mujer.—Soy yo, estrellita. ¿Ha telefoneado

alguien?La muchacha, que se despertó de un

sobresalto, se incorporó sobre lasalmohadas sin cuidar demasiado detaparse.

—Ha telefoneado dos veces elabogado Borghesio.

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—¿Nadie más?—No… Es decir, sí: la señora

Camelli.—Cantelli, estúpida. ¿Qué dijo?—Dijo: «diga al coronel que han

liberado a mi hermano».—¡¿Cómo, liberado?!—Pues ¿qué sé yo?—¿Liberado…? ¿Estás segura?—Eso dijo.—¡Oh, maldita sea! Liberado,

¿comprendes? ¡Ahora ponen en libertada gente así, gratis, esos cretinos…!¿Gratis?

—Además, han traído un paquete.Está en el comedor. No sé lo quecontiene.

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—Yo sí que lo sé, hasta sinabrirlo… ¡Salchichones! ¡No sabenenviar más que salchichones! Nuestrascárceles deben de estar llenas deenfermos del hígado.

Y salió rezongando:—¡Liberado…! ¡Lo han puesto en

libertad!Entró en el dormitorio sin hacer

ruido, y permaneció un instanteescuchando la respiración de su mujer.Convencido de que estaba dormida denuevo, comenzó a hurgar concircunspección primero en la cómoda yluego en los cajones.

—Es inútil que busques —leadvirtió una voz—. Los he escondido.

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—Gorrioncito, es por un par de días—respondió él acercándose a la cama—. Te juro que los desempeñaréenseguida.

—¿Como los pendientes?—Escúchame, Valeria. Quiero ser

sincero. Se trata de una cuestión de vidao muerte, no de una deuda de juego. Sidurante el día de mañana no entregocincuenta mil liras a Walter, mandarán aAlemania al hijo de Borghesio.

—¿Y a mí qué me importa?—No seas inhumana, gorrioncito.

Me bastaría con aquel collarcito…—Y con aquel espejito y aquella

cadenita… No. Si quieres algo, coge,entonces, el anillo que me regalaste el

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mes pasado: ése con el zafiro oriental.Está ahí, sobre la cómoda.

El hombre titubeaba con aireavergonzado.

—Creíste habérmela dado conqueso, ¿eh? ¡Pobre atontado! Todavía hade nacer quien se la dé con queso aValeria… No dije nada porque soy unaseñora.

En aquel momento el coronel Müllersalía del baño y, poniéndose una bata detoalla, entró en el dormitorio, donde,ante el té humeante, lo aguardaba elcapitán Schrantz.

—Bienvenido, mi coronel.

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—Gracias, capitán. Ha tenido ustedolfato al elegir este hotel como sede denuestras oficinas. Bonitas habitaciones,servicios eficientes… Una gota deleche, gracias… Necesitabaverdaderamente un té caliente, despuésde ese pésimo viaje… Cuatroneumáticos al traste y el ametrallamientode un caza a la salida de Tortona… Perono podía explicarle por teléfono losmotivos… Siéntese, capitán. Yatiéndame bien… Tengo todas lasrazones para suponer que la próximanoche, entre las dos y las cuatro,desembarcará en cierto punto de laCosta de Levante que luego le diré elgeneral de la Rovere. No sé quién será,

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pero tiene un hermoso nombre. Y pareceque su misión reviste cierta delicadeza.Creo que vendrá en submarino. Decualquier modo, el desembarco seráanunciado por un mensaje que dirá: «Hallegado el afinador…». Nosotros lodejaremos llegar. Actuaremos cuandotengamos la absoluta seguridad no sólode capturarlo, sino de capturarlo vivo…¿Me he explicado, capitán? Vivo… Elhombre debe de saber muchas cosas…Y solamente hablan los vivos. Losmuertos, no… Este té es excelente. EnMilán es pésimo… Ahora déjemedescansar un par de horas… Pero,mientras tanto, empiece a estudiar lospuntos de posible atraque para un

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sumergible entre Santa Margherita yCamogli… Es necesario saberlos ycontrolarlos todos… Usted dirigirápersonalmente la operación…

Debajo de la habitación reservada alcoronel Müller estaba la de las«informaciones» señalada con elnúmero 25. Toda Génova la conocía almenos de oídas. Quienquiera que tuvieseun pariente o un amigo en la cárcel, eraallí donde acudía a buscarlo, a pedirnoticias, a solicitar permiso paramandarle algo. Un mostrador transversalseparaba a los visitantes de losfuncionarios: un sargento, un soldado yuna mecanógrafa, los tres más biencorteses y casi afables.

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La oficina se abría al público a lasocho. Pero aquella mañana, desde lassiete y media, dos señoras —unaanciana y la otra joven— estabansentadas en uno de los cuatro bancos queamueblaban la antesala. Pese a la ropaun poco usada, se adivinaba quepertenecían a una familia acomodada. Laanciana tenía los ojos enrojecidos por elllanto y el rostro descompuesto de dolor.La joven, en cambio, parecíapetrificada, y su mirada, aunque laposara sobre su compañera, mostrabaalgo de dureza y hostilidad.

Fueron las primeras en seratendidas. Y fue la anciana quienproporcionó al sargento Walter las

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informaciones sobre su caso.—Se trata de mi hijo… Ésta es mi

nuera… El teniente Michele Riva… Lodetuvieron el jueves pasado en Savona.Y no sabemos por qué, ni adonde le hanconducido. Mi hijo jamás se metió enpolítica. Ha combatido en África y enAlbania. Hasta le concedieron unamedalla de plata.

—¿Ha dicho Riva, señora? —preguntó el sargento, hojeando unregistro.

—Riva, Michele, hijo del difuntoTommaso… Detenido el juevespasado…

El sargento encontró el nombre y sequedó mirándolo. Pero no podía verse

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qué expresión tenía su rostro, pues lotenía inclinado sobre la hoja. Lo alzó aloír una voz que le decía en mal alemán:

—Guten Morgen… ¿Molesto?En la puerta apareció Grimaldi con

el uniforme de mayor de la GuardiaNacional Republicana.

—Siéntese, mayor… ¿Puedoservirle en algo?

—Por favor… Primero las señoras.Y se inclinó ante ellas dando un

taconazo.—Al teniente Michele Riva —dijo

Walter, sin dejar de mirar el registro eimprimiendo a su voz cierta solemnidad— lo detuvieron acusado de pertenecera bandas armadas que operan contra la

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seguridad de nuestras tropas y contra elGobierno legítimo de Saló.

—¿Legítimo? —saltó la joven.Walter se encogió de hombros.—Dispénsela —dijo la señora

anciana—, mi nuera está casada hace tansólo unos meses y la ha trastornadotanto… Son momentos tan difíciles…

—Ah, sí —intervino el mayor,acercándose—, son momentosterriblemente difíciles para todos. Yharía falta mucha comprensión porambas partes… Desgraciadamente, estacampaña de odio…

—¡Vámonos, mamá! —suplicó lajoven, llevándose a la vieja señora—.¡Vámonos! ¿No te dije que no hacía falta

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venir siquiera?Cuando desaparecieron, Grimaldi le

guiñó un ojo a Walter, quien abrió unapuertecita y lo invitó a entrar en sudespacho.

—He visto al abogado —murmuróel mayor en tono de conspiración—. Nohe podido encontrar las cien mil liras,pero en compensación me ha dado algoque vale cien veces más. ¡Mira quémaravilla! Un zafiro oriental montado enplatino… Las piedras no temen lainflación…

—Lo siento mucho, pero yo quierolas cien mil liras.

—No digas tonterías. Esto vale lomenos trescientas mil…

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—Tanto mejor para ti. Lo vendes yte metes doscientas mil en el bolsillo.Yo quiero los cuartos. El dinero, omañana tu protegido se va a Alemaniaen un vagón precintado… ¿Hascomprendido?

El mayor llegó al final de la escaleramás bien deprimido, pero se reanimó alver a las dos Riva que se habíanentretenido en el hall. Evidentemente, laanciana quería hacer otra tentativa y lajoven trataba de disuadirla.

Grimaldi se quedó pensativo duranteunos momentos. Pero se dirigió haciaellas. Y, rozándolas, murmuró

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apresuradamente:—Síganme hasta el bar de enfrente.

Pero sin hacerse notar, por favor…Y desapareció a través de la puerta

giratoria. Las dos damas se miraron. Ycuando la joven estaba a punto dedecirle algo, la otra le advirtió con unaenergía de la que hasta entonces nohabía dado prueba.

—No me interesa saber quién es esehombre, ni lo que quiere o puede hacer.Mi hijo se halla en peligro de muerte.Yo, su madre, tengo el deber de intentarcualquier cosa por salvarlo. Tú, decidelo que quieras…

Se marchó, sola. La nuera la alcanzóen la acera y se puso a su lado sin decir

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palabra. El bar estaba atestado, pero elmayor las esperaba apoyado en labarandilla de la escalera del fondo. Alverlas entrar, empezó a subirla. Las dosseñoras lo siguieron a distancia hasta elaltillo, donde había otro salónsemidesierto que a través de una grancristalera daba a la calle.

—Con su permiso…, mayorGrimaldi —dijo el oficial, dando untaconazo e inclinándose antes desentarse—. Siéntense… —Dio unaspalmadas y cuando acudió el camareropidió tres cafés—. Les ruego perdonenla manera brusca con que las he invitadoa seguirme. Pero espero que hayancomprendido las razones de ello. El

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uniforme no me protege de lassospechas, todo lo contrario. No es fácilde llevar…

—Nadie le ha obligado… —interrumpió la joven.

—No, ciertamente. Nadie meobligaría siquiera a socorrer, en ellímite de lo posible, se entiende, aquienes están en apuros… Y usted,señora, me parece que está con el aguaal cuello, si he comprendido bien sucaso… Por otra parte, estas cintasazules creo que me eximen dejustificarme… Hay momentos en los quees muy difícil decidir cuál es el caminodel deber y del honor. Nadie puede estarseguro de haber elegido el justo… Por

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lo que he oído, su hijo y su marido haescogido el opuesto al mío… No, no, noquiero saber hasta qué punto se hacomplicado y lo que ha hecho. Sé tansólo que en este momento es él quien menecesita a mí… ¿Tiene usted algo queobjetar, señora? —preguntó el mayor.

La joven calló, con gran alivio de lasuegra, que murmuró con una voz en laque temblaba la esperanza:

—¿Puede usted verdaderamentehacer algo?

El mayor encendió un cigarrillo enespera de que el camarero hubieseservido las consumiciones.

Luego respondió lentamente:—No lo sé, señora. Creo ser uno de

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los pocos oficiales italianos en los quelos camaradas alemanes tienenconfianza. Tal vez porque jamás les heocultado que cuando un italiano está enpeligro yo no dejo de intentarlo todo porsalvarlo cualquiera que sea el campo enel que milite… Y no me fijo siquiera enlos medios… ¿Me explico?

—¡No! —dijo la joven.—¿No?—Escuche, mayor, es mejor hablar

con claridad. Cuando dice «medios»,¿usted qué entiende? ¿Dinero? ¿Ycuánto?

—¡Pero, Carla! —imploró la suegra.—No le reprenda, señora —dijo

Grimaldi con indulgencia—. Su nuera ha

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captado perfectamente el nudo delproblema. Sólo comete el error de creerque este problema lo he creado yo…No, yo lo sufro como todos. Y si algunaculpa tengo, es la de querer ayudar a losdemás a levantarse cuando tropiezan…

—¿Entonces…? —insistió la joven—. ¿La tarifa?

—Tampoco soy yo quien la fija…Pero espero hacérsela saber cuantoantes. Dígame dónde y cómo…

—Nuestra casa está en Savona —seapresuró a responder la suegra—, peroen este momento vivimos en el GrandHotel de Génova… Puede encontrarnosa cualquier hora del día. Señoras Mariay Carla Riva… Perdone, mayor, las

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palabras de mi nuera… Es tan joven yestá tan trastornada…

—Naturalmente, señora… DijoGrand Hotel, ¿verdad? Espero poderdarles algunas noticias mañana mismo…

A través de la cristalera vio alejarsea las dos señoras por la acera; la jovendelante, seria y altiva, y la ancianadetrás, en actitud suplicante. Echó unasmonedas sobre la mesa y salió a su vez.

Media hora después llamaba a la puertade un carrugio[2].

—Está cerrado. Se abre a las dos —rezongó una voz de mujer desde el otrolado.

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—Ábrame, por favor. He decomunicar algo urgente a la señoritaOlga. Soy un pariente suyo.

La puertecita se entreabrió y unrostro de vieja comadre apareció en elquicio.

—Está comiendo —dijo, mirándolorecelosa.

—No importa: llámela igualmente.La vieja se puso a subir arrastrando

las chancletas y desapareció por elprimer rellano. Se escuchó un rumor devoces, que se apagó enseguida comocuando se abre y se cierra una puerta.

Luego otra voz descendió de lo alto:—¿Quién es?—Soy yo, Olga —respondió el

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mayor, tras haber subido unos peldañospara que pudieran verlo.

Inclinada sobre la barandilla delrellano, Olga, acaso por el uniforme, demomento no lo reconoció. Luego seestremeció:

—¡Giovanni!Grimaldi apresuró el paso,

tendiendo los brazos como paraabrazarla. Pero el rostro de Olga, ya depor sí más bien duro, se ensombreció deimproviso.

—¿Cómo has sabido que estabaaquí?

—Hace unos días me encontré conuna amiga tuya…

—¿Qué amiga?

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—Evelina.—¿Hace unos días? ¡Pero si lleva

dos semanas fuera…!—Quería venir enseguida, pero…,

como ves, me han llamado a filas.—Ya lo veo. Deben de tener

verdadera necesidad de hombres para…Y ahora, ¿por qué has venido?

—Pues… Tenía ganas de volver averte. Y pensaba que tú también lastendrías…

—¡No me digas…!—¿Me he equivocado?—Sí, te has equivocado… Te has

equivocado de veras…Grimaldi inclinó la cabeza.—Bueno, entonces dispénsame,

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Olga, si he interrumpido tu almuerzo…Adiós…

Y sin levantar la vista del sueloempezó a bajar las escaleras. Estabacasi abajo, cuando otra voz resonó en elrellano:

—¡Olga, que se te enfría todo!Grimaldi se volvió y vio asomarse a

una mujerona vestida de negro.—¡Señora Vera! —exclamó.—¡Giovanni…! ¿Tú aquí?Grimaldi volvió a subir de dos en

dos los peldaños y fue a refugiarsesobre el pecho de la mujerona, que lehabía abierto los brazos.

—¿Cómo está, señora Vera? ¿Cómousted aquí, en Génova?

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—La casa de Livorno fuebombardeada. He tenido que abrir otraaquí… ¿Has comido?

—La verdad, no, todavía no…—Come un bocado con nosotras…

Que no, hombre, no molestas, no digasestupideces. Nos complace mucho…¿Verdad, Olga?

—¿Por qué me lo pregunta? Usted esla dueña e invita a quien quiera…

—¡Uf, qué mal carácter, hijita! Si note moderas un poco… Chicas, venidaquí. Os presento a un viejo amigo mío yde Olga…

Las chicas eran siete y acogieroncon visible agrado a aquel únicocomensal masculino, y más si iba de

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uniforme. Grimaldi se sentó a la derechade Vera, que le llenó el plato de sopa, yjusto enfrente de Olga. En el salón, de unestilo liberty barato, como en el resto dela casa, reinaba una atmósfera familiar ycálida. Muchas vírgenes velaban en lasparedes, cada una con su lamparillaencendida.

—¡Fíjate bien, Giovanni querido!Hoy me esperaba cualquier cosa menosvolver a verte, y con este traje… Hicistebien, ¿sabes? Hiciste bien en alistarte.Para mí, fíjate, quien no se alista con laexcusa del antifascismo es unemboscado… ¿Dónde estuviste estosdos últimos años?

—Un poco por aquí, un poco por

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allá…—Un poco arriba, un poco abajo…

—añadió Olga, con el mismo tono.Grimaldi la miró con una sonrisa

algo amarga.—Exactamente así: un poco arriba,

un poco abajo… —Y volviéndose aVera, añadió con tono jovial—: Usted,en cambio, siempre arriba… Laencuentro muy bien… ¿Qué tal va eltrabajo?

—Así, así… Con el toque de quedaa las nueve, comprenderás que…Además, la gente tiene demasiadaspreocupaciones. Y ya sabes lo que sedice…

—Lo sé. Lo sé por experiencia,

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porque también yo tengo muchaspreocupaciones… La incorporación afilas… No he hecho nada para evitarlo,porque yo pienso igual que usted, señoraVera… Pero me ha caído encima cuandome estaba dedicando a una nuevaactividad… Bien es verdad que a lomejor puedo llevarla adelanteigualmente…

—¿De qué se trata?—Compro y vendo joyas…—Como antes… —interrumpió

Olga.—No, no como antes. Aquellas

joyas de entonces ya no puedocomprarlas y, por lo tanto, mucho menosvenderlas… Ahora compro y vendo

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estas…Y se sacó del bolsillo el anillo con

el zafiro. La señora Vera lo cogió, sepuso las gafas para verlo mejor y se lomostró a las chicas, que se habíanagrupado a sus espaldas. Todas ellasgorjearon a la vez:

—¡Qué bonito! ¡Qué maravilla!Déjame verlo… Permíteme…

Solamente Olga no hacía caso yseguía contemplando al mayor, querehuía su mirada.

—¡Magnífico! —exclamó la señoraVera.

—Ah, sí, no es por decirlo… Es dela mujer de un jerarca que lo estápasando mal: el marido sé que ha

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quedado en Sicilia… Es un momentopropicio para comprar: hay muchísimagente que pasa apuros y malvende…Desgraciadamente, hace falta un capitalque yo no tengo. Es una inversiónsegura, pues la lira va rodando, en tantoque las piedras… Pero yo he decontentarme con ser intermediario…Esto, de poder guardarlo en una caja decaudales, dentro de seis meses es mediomillón. Pero entre yo y las cajas decaudales siempre hubo incompatibilidadde caracteres; así que he deconformarme con una comisión de diezmil liras sobre las cien mil que cuesta.

La señora Vera continuaba jugandocon la alhaja en sus manazas, pálidas y

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sudorosas, tentada pero a la partemerosa.

En un momento de silencio resonó lavoz de Olga:

—Lo compro yo.—¿Tú? —dijo Grimaldi—. Si ni

siquiera lo has visto…—No lo compro por gusto, sino por

negocio… ¿No has dicho que es unainversión segura?

—Sin duda, lo es. Pero… creo quela señora Vera tiene prioridad…

—No, no —dijo la mujerona—, porfavor… Si ella lo quiere…

—Voy a buscar un cheque —dijoOlga, levantándose.

—Pero… verdaderamente…

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—¿No te fías?—Claro que me fío, pero…Olga había desaparecido ya.—No la veías hace mucho tiempo,

¿verdad? —murmuró la señora Vera—.Ha cambiado mucho… Siempre estánerviosa, se pelea con todo el mundo…¡Qué lástima! Una mujer guapa comoella, joven aún… Si no fuese porque laquiero como a una hermana…

Pero se calló al ver entrar a la chica.Olga firmó el cheque y se lo tendió almayor.

El hombre lo tomó sin decir nada.Luego, lentamente, lo dobló en dospartes, luego en cuatro, después en ocho.Y sin levantar los ojos sobre los

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presentes, lo rompió en trozos pequeños,se levantó y, ante el estupor general,salió de la estancia.

Había bajado algunos peldaños,cuando la voz de Olga lo llamó:

—¡Vanni!Se volvió para mirarla. Ella le

tendió el anillo. Grimaldi lo arrojó alsuelo y lo pisoteó con el tacón,haciéndolo añicos.

—Si lo hubiese comprado la señoraVera o alguna de las chicas, ¿habríasaceptado el dinero?

El mayor asintió.—¿Y por qué de mí no?—¿Y tú por qué me has dado el

dinero sabiendo que el anillo es falso?

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Olga le puso una mano en el hombro.—Sube —le dijo.Él la siguió dócilmente.Cuando estuvieron en la habitación,

Olga abrió un pequeño cajón de lacómoda, sacó un fajo de billetes de milliras y lo tiró sobre la cama.

—Es todo lo que tengo. Habrá unasochenta mil liras… ¿Te bastan?

Y al ver que él no se movía, se losmetió ella misma en el bolsillo de lachaqueta.

—Olga, ¿por qué haces esto?—No lo sé. Sé tan sólo que lo hago

gustosamente. Y hoy día son tan pocaslas cosas que hago a gusto… Ahorabien, vete de aquí y no vuelvas más.

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¿Has comprendido, Giovanni? ¡Nuncamás!

—¡Niñas, al salón! —resonó la vozde la encargada.

Olga salió.Grimaldi, al quedarse solo, sacó del

bolsillo los billetes de mil e hizo unademán de tirarlos sobre la cama. Perose contuvo y empezó a contarlos. Eranochenta y dos mil. Permaneció unmomento indeciso. Luego, con unencogimiento de hombros que era a lapar de despreocupación y de despreciopara consigo mismo, los dobló y se losmetió de nuevo en el bolsillo.

Al bajar las escaleras, se cruzó conOlga, que subía precediendo a un

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cliente. Ella desvió la mirada. Grimalditenía la suya clavada en el suelo.

Antes de tomar un taxi, se detuvo enotro bar, adquirió una ficha, la introdujoen la ranura del teléfono y, al obtenerlínea, marcó un número:

—¿Oiga…? ¿Está el abogado…?¡Ah! ¿Es usted, señora…? Bueno,cuando vuelva dígale que todo está apunto… Señora, por favor, le contarélos detalles a su marido mañana. Perome apremiaba, entre tanto,tranquilizarles a ustedescompletamente… Le repito que todoestá a punto… ¿Va bien? No me dé lasgracias, señora. Hasta la vista.

Subió al vehículo y cuando llegó

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frente al hotel se apeó diciéndole alconductor que lo aguardase. Subió casicorriendo la escalera hasta la habitación25. Pero Walter no estaba. Lamecanógrafa le dijo que había tenidoque ir de servicio a Sestri y que novolvería hasta última hora de la tarde.El mayor esbozó un gesto de despecho.Descendió la escalera con paso lento y,subiendo de nuevo al taxi, dio otrasseñas al chófer. Luego lo pensó mejor ylo hizo cambiar de dirección. Pocosminutos después atravesaba la verja deun hotelito de la periferia, cruzó elpequeño jardín, llamó a una puerta ycuando oyó que corrían la mirilla, gritósu nombre. La puerta se abrió sobre un

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hall presuntuoso. Grimaldi anduvo conpaso seguro hacia la derecha, abrió unapuerta y al entrar gritó:

—¡Banco!Algunas personas de ambos sexos se

apiñaban alrededor de una mesacubierta con un tapete verde. Todos sevolvieron a mirar con cierto respeto alrecién llegado que, con el monóculocalado, avanzaba con aires autoritarios.El crupier, con la espátula, le pusodelante dos cartas. Grimaldi las miró ylas tiró abiertas sobre la mesa.

—¡Ocho!—¡Nueve! —respondió el crupier,

descubriendo las suyas.—Suivi! —replicó el mayor,

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sentándose en medio de los jugadoresque se habían apresurado a hacerle sitio.

Cuando, a las dos de la madrugada,las sirenas de la defensa antiaérea sepusieron a aullar, Grimaldi no tenía enel bolsillo más que tres de los ochenta ydos billetes de mil que Olga le habíadado.

—¡Banco! —repitió en medio delgeneral barullo.

Pero nadie le hizo caso. Metiéndoseprecipitadamente en el bolsillo lasfichas y derribando sillas y copas, todosescaparon a refugiarse en el pasosubterráneo contiguo. Grimaldi serepartió las cartas a sí mismo y a unadversario imaginario. Luego descubrió

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las propias: había hecho nueve.Descubrió las del adversario: habíahecho siete. Se escucharon, lejanos, losestallidos de algunas bombas. Grimaldirepartió de nuevo las cartas: hizo siete yel adversario seis. Otra racimo debombas estalló más cerca y la luz seapagó. Grimaldi encendió una vela ysiguió jugando. Ocho, nueve, nueve,ocho… Seguramente, por vez primera ensu vida le sonreía la más descarada,pero también la más inútil de lasfortunas.

En el mismo momento en que sedesarrollaba aquel duelo entre el cielo y

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la tierra, un submarino británico emergíacautamente a la superficie del mar deCanogli. Los marineros botaron unalancha de goma y ayudaron a subir a ellaa un hombre vestido con una sahariana yunos pantalones de pana embutidos enpolainas de cazador.

—¡Gracias! ¡Buena suerte! —gritóel hombre al comandante que ledespedía con la mano desde la toldilla.

—Good luck!— respondió éste,disponiéndose a seguirlo con el catalejo.

La lancha desapareció en laoscuridad. Transcurrió media hora.Después, desde tierra firme, al mismotiempo que cesaba la señal de alarma,llegó el parpadeo de luz de una lámpara

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de bolsillo. El comandante exhaló unsuspiro de alivio, y antes de ordenar lainmersión, entregó una nota alradiotelegrafista que se encontraba a sulado. Un instante después, la estación deradio aliada en Nápoles recibía unmensaje cifrado que decía: «Por laFranchi… Ha llegado el afinador».

El afinador, una vez hundida lalancha, se acurrucó detrás de una rocaen espera del alba. Era un hombre deunos cincuenta años, de perfil aguileño ypelo cortado a lo cepillo. No parecía enabsoluto emocionado por aquellaaventura. Ocultando la cabeza en unaoquedad de la roca, encendió uncigarrillo. Luego extrajo la cartera del

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bolsillo y examinó uno tras otro lospapeles. Una fotografía de mujer lo dejóperplejo. Pero tras un breve titubeo larompió en pequeños pedazos que luegoenterró en un hoyo excavado en el suelo.

Se había quedado casi dormidocuando la claridad del cielo le advirtióque había llegado el momento. Debíaconocer muy bien los parajes, pues seencaminó resueltamente por un senderoque al cabo de un centenar de metrosdesembocaba en la carretera. Elafinador se asomó a ella concircunspección para explorarla. Estabadesierta. Pero por el recodo de unviraje, un poco más allá, aparecía elmorro de una camioneta.

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El afinador se fue en aquelladirección y vio a un hombre al volante,enfundado en un impermeable, que lehizo señas de subir a su lado. Obedecióágilmente. Pero mientras se cerraba laportezuela a sus espaldas y el motor seponía en marcha, sintió un cañón depistola en la nuca. La empuñaba uno delos dos SS agazapados detrás. En mediode ellos había otro hombre de paisano,pero desplomado contra el respaldo; unhilo de sangre le manaba de la boca.

No se pronunció palabra alguna.Petrificado, el afinador se sentó deespaldas a los dos hombres armados,con las manos en alto. No tardó muchoen comprender que el muerto debía de

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ser el partisano que venía a esperarlo. Yaún menos tardó en darse cuenta de quemuy pronto habría de envidiar su suerte.

No fue, pues, con la esperanza desalvarse, sino tan sólo por el deseo deacabar cuanto antes por lo que, cuandoel vehículo aminoró la marcha en unacurva, empujó con el codo la manilla dela portezuela y, una vez abierta, se lanzóafuera.

—¡No disparéis! ¡No disparéis! —rugió en alemán el conductor, dando unsúbito frenazo. Pero una ráfaga habíacrepitado ya, y el hombre, que intentabaincorporarse, cayó abatido junto alborde del precipicio.

—Dumm…! Verrucht…!

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Schwein…! —gritó el chófer al quedisparó, al acudir al lado del caído, quelanzaba estertores.

Los subalternos de Müller decían de élque sería capaz de leer con tonoaplacado y voz cortés hasta la condenade muerte de su propia madre. Schrantztuvo confirmación de ello cuando, con lacabeza inclinada, hubo de referirle loacaecido. El coronel, en bata, escuchóhasta el final, sin interrumpirlo nunca,sorbiendo su té. Luego alargó losbrazos.

—Me desagrada, capitán. Creípoder contar con usted. Y me ha

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decepcionado. Le encarecí laimportancia de capturar al general de laRovere. Pero vivo, no cadáver. Usted nodebió limitarse a transmitir mis órdenes.Debió haberlas cumplidopersonalmente.

—Traté de hacerlo, mi coronel. Perodesconocíamos el punto exacto deldesembarco, y yo no podía hallarme entodos los sitios a la vez.

—Claro… claro, claro… De todosmodos, aunque usted fuese trasladado odegradado, el general no resucitaría. Alo hecho pecho, dicen esos italianos quede pecho tienen tan poco… Escúchemebien, Schrantz, y trate de no equivocarsepor lo menos esta vez… ¿Una taza de té?

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Es en verdad excelente… Así que… Elcadáver del general y el de su cómpliceserán sepultados en un cementerio, lejosde Génova, sin ninguna señal deidentificación. Todos los componentesde la patrulla que han fallado en laoperación, partirán inmediatamentehacia el frente oriental…

—¿Hasta aquellos que no tenganninguna responsabilidad?

—He dicho todos, sin excepción…La noticia que ha de circular es que seha detenido al general de la Rovere y sehalla en nuestras manos. Y nadie puededesmentirla. ¿Me explico? Después,veremos a ver… Alguien debía deesperar a ese general… Alguien tendrá,

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pues, que moverse en su ayuda…Excelente, este té. Excelente de veras…

Al igual que Müller y Schrantz,Grimaldi había pasado aquella noche enblanco. Había vuelto a casa sólo paravestirse de paisano y ahora, en elacostumbrado altillo del acostumbradobar, esperaba pacientemente ante unataza de pésimo café.

La joven señora Riva se presentócon puntualidad a las nueve y media. Elmayor le ofreció una silla y murmuró:

—Perdone, señora, si me presentosin afeitar; pero es por culpa de sumarido. Ayer, después de nuestroencuentro, fui inmediatamente ainformarme y tuve la confirmación de

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que la situación era más bienpreocupante. Era preciso obrarenseguida. Y por eso no tuve siquieratiempo para irme a dormir… Un café,¿verdad?

—Se lo agradezco, mayor. Además,le ruego dispense mi desconfianza deayer…

—Por favor, señora. En su lugar, yola habría tenido igualmente. Ahora,olvidémonos de ello. De lo que enverdad se trata es de salvar al tenienteRiva.

—¿Es posible?—Es posible, con tal de que se actúe

inmediatamente. Hay alguien que estáesperando allí… e indicó con la cabeza

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la fachada del hotel de enfrente.—¿Basta, para empezar, con cien

mil? —preguntó la señora sacando unsobre del bolso y poniéndolo sobre lamesa.

Grimaldi tuvo un ligeroestremecimiento, pero se dominó. Metiócon displicencia el sobre en el bolsillo yse levantó.

—Espéreme aquí. Voy y vuelvo.La señora lo vio cruzar la calle con

paso rápido. Entonces se puso en pie,llamó al camarero, le pidió una ficha yse dirigió hacia el teléfono.

Grimaldi había asomado ya lacabeza en la habitación 25 y hecho unamistoso saludo a Walter, que se lo

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devolvió, cuando oyó a sus espaldas unavoz que no le sonaba a desconocida:

—Buenos días, ingeniero.Se volvió en un santiamén y se

encontró cara a cara con Müller.—¡Oh, coronel, qué sorpresa…!—La sorpresa es para mí que estoy

en casa por estos parajes… Pero, usted,¿qué viene a hacer aquí? ¿Alguna pega?

—No… —Vaciló. De pronto, se leocurrió una idea y se desdijo—. Esdecir, sí…, pero no es una pega seria…Un pariente… Un pariente lejano porparte de mi madre… Un muchacho… Esmás, casi un chiquillo…

—¿Qué le sucede?—Quieren deportarlo a Alemania

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por no querer incorporarse a filas… Porsupuesto, se lo merecería, porque noquerer presentarse en momentos comoéstos no está justificado ni esjustificable… Pero está de por medio mimadre, que tiene ochenta años…

—Puede ser liberadoinmediatamente si quiere alistarse connosotros…

—Es lo que le he dicho, queridocoronel… ¿Sabe lo que me hacontestado?: «Los alemanes creeríanque lo hago por cobardía y medespreciarían. Yo soy hijo de uncondecorado de guerra y sobrino-nietode uno de los Mil»… Y esto es cierto.Es un chiquillo orgulloso.

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—Me agradan los chiquillosorgullosos… ¿No se le acusa de nadamás?

—No. Jamás se ocupó en política.Sólo se ocupa del deporte… y demujeres.

—¿Cómo se llama?—Borghesio… Vittorio Borghesio.—Sargento…, el expediente del

señor Vittorio Borghesio.Walter, que había seguido, primero

con estupor y luego con desconfianza, elcordial diálogo entre los dos, hurgó enel archivo y sacó una carpeta. Después,se puso a mirar con ojos sombríos aGrimaldi, quien a su vez lo contemplabacon una sonrisita provocadora.

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—Efectivamente —dijo Müller—,no hay nada más… Sargento, borre de lalista de traslados al señor VittorioBorghesio e inscríbalo en la del serviciode trabajo…

—Pero…—Pero ¿qué?—Nada, mi coronel. Heil Hitler!El coronel salió, seguido por

Grimaldi, quien, antes de traspasar lapuerta, lanzó otro ademán de saludo aWalter, rojo de rabia.

—¿Contento, ingeniero?—Ah, mi coronel, no sé cómo

agradecerle… Quisiera correr a dar labuena noticia a mi anciana madre.Permítame que le anticipe a usted su

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agradecimiento y su bendición…—No me gusta que me den las

gracias ni que me bendigan. Pero si va aMilán, vaya a verme… Hotel Regina.

—No faltaré, mi coronel.Grimaldi bajó precipitadamente las

escaleras, cruzó corriendo la calle yentró en el bar. Pero antes de subir alaltillo se detuvo en el teléfono de abajo.

—Oiga, el abogado… ¡Oiga! ¿Yusted? Quiero no sólo confirmarle lo deayer, sino decirle, además, que será…¿Me entiende…? Exactamente…Trabajará… ¿Y quién puede no tenerque trabajar? Si no en Génova, en Italia;de todos modos, en libertad… Sí,victoria…, victoria para Vittorio en

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todos los frentes… Se lo diré, pero nohace falta… No, no, no me gusta que meden las gracias ni que me bendigan…Hasta mañana, querido abogado…

Estaba tan excitado mientrasavanzaba hacia la casa de la señoraRiva, que ni siquiera advirtió lapresencia de otros dos clientes en elfondo del salón, y casi gritó:

—¡Buenas noticias, señora…! Heencontrado el camino. Camino largo ydifícil, pero al término del cual puedeestar la libertad para su marido…

—Mi marido está ya libre —contestó la mujer con una voz queparecía venir de otra persona. Yaprovechándose del pasmo de Grimaldi,

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continuó—: Lo fusilaron ayer detrás delcementerio de Staglieno…

—¡Fusilado! —balbució el mayor—. Pero ¿entonces…?

—Pues entonces, ¿hace el favor deseguirnos, señor Bertone? —contestóuna voz detrás de él.

Grimaldi se volvió de golpe. Erauno de los dos clientes que se le habíanacercado a sus espaldas y que ahora lemostraban sus credenciales de policía.

—¡Pero aquí tiene que haber unequívoco…! ¡Un equívoco muyburdo…! —se rebeló Grimaldi

—Lo aclararemos —respondió elotro poniéndole una mano en el brazo.

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La voz de Schrantz revelaba unaindignación sincera:

—He conocido a muchos canallas eneste condenado país. Pero pese a quecasi he nacido en él, no creía quepudiese existir alguno tan soez e innoblecomo tú…

Sentado en una banqueta, bajo lavigilancia de los dos policías italianosque lo condujeron hasta allí, Grimaldi secallaba con aire distraído, como siaquellas palabras fuesen dirigidas aotro.

—¿Quieres decidirte a hablar…?Ten en cuenta que no nos faltanprocedimientos para devolver la palabra

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hasta a los sordomudos…—No hay necesidad de recurrir a

ellos —respondió por fin Grimaldi—.Basta con que venga a interrogarme elcoronel Müller…

—¿Conoces al coronel Müller? —sesobresaltó el capitán.

—Tengo ese gusto.Schrantz se quedó un momento

indeciso. Luego, resueltamente, tomó lapuerta y salió al pasillo.

Poco después volvió a entrarseguido del coronel, a cuyo encuentro,levantándose y tendiendo la mano, fueGrimaldi con expansiva cordialidad.

—¿Qué historia es ésta? —preguntóMüller, sin corresponder a la amable

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acogida. Y no se sabía si se dirigía alcapitán Schrantz o a Grimaldi.

—Un equívoco, mi coronel —seapresuró a decir el segundo—. He sidoconfundido con un tal Bertone, queparecía tenía cuentas pendientes con lajusticia… Un equívoco desagradable…

—Es una denuncia procedente de lapolicía italiana —intervino Schrantz.

—Dese usted cuenta, coronel: de lapolicía italiana —recalcó Grimaldi contono de indulgente desprecio.

—¿Y qué dice esa denuncia?—Que desde hace meses Bertone

extorsiona dinero a los parientes de losdetenidos ufanándose de amistades conoficiales alemanes y prometiendo

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disminuciones de penas. En el momentode su detención se hizo entregar cien milliras por una tal señora Riva…

Se interrumpió para prestar oído aun cabo que le sopló algo, mientrasGrimaldi exclamaba con desparpajo:

—¡Ah, ahora comprendo de dóndeviene la confusión! Si me permite,coronel…

—Que pase —ordenó Schrantz alcabo. Éste se dirigió hacia la puerta,hizo una señal a una mujer y le dejópaso. Era Valeria.

—¡Ah, esto es demasiado! —protestó Grimaldi yendo al encuentro dela chica—. No te preocupes,gorrioncito; se trata de un error… Mi

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coronel, mi esposa…—¡Qué señora ni qué narices! —

estalló la mujer—. A este individuoapenas lo conozco y no sé nada… Hayahecho lo que sea, a mí ni me va ni meviene… ¡Yo soy una artista, una artista!

—Cálmese, señorita, cálmese —dijoMüller paternalmente—. Nadie sepropone acusarla de nada,especialmente si nos ayuda a esclareceralgunos extremos de la conducta delingeniero…

—¿Qué ingeniero? ¿Ése? ¡Niingeniero ni nada, señor coronel!

—¡Valeria!—Cállese, por favor. Y usted,

señorita, prosiga… ¿Dónde y cuándo lo

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conoció?—Hace seis meses, en Mondovi. Yo

actuaba en una compañía de revistas.Era soubrette… En verdad soy actriz deprosa. Pero ¿sabe usted?, con lostiempos que corren, una tiene queadaptarse. Además, incluso la revista,cuando se hace con cierto estilo…

—Sea usted breve, señorita.—Bueno; total, una noche, después

del espectáculo, una amiga mía y yofuimos detenidas por una patrulla… Élpasaba e intervino. Con su uniforme demayor…

—¿De mayor? ¡Ah! ¿Usted es mayor,además de ingeniero?

—Si me permite que le explique…

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—No, no le permito. Continúe,señorita.

—Bueno; total, nos acompañó alhotel… Luego, ya sabe lo que pasa,después de una cosa viene otra… Meobligó a dejar la compañía…

—La verdad es que la compañía tedespidió.

—¿Quiere callarse, sí o no?Señorita, se lo ruego…

—Vinimos a Génova… Y después,¿qué quiere que le diga? De vez encuando se ponía el uniforme. Pero lo quehacía no lo sé. Jugaba: esto es seguro.Como es seguro que perdía, porquenunca teníamos una lira. Recibía muchostelefonazos. Y mucha gente venía a verlo

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y le entregaba paquetes…—¿Y qué había en los paquetes?—Salchichones… También otras

cosas, pero sobre todo salchichones. Nose comía más que salchichones, mañanay noche. Pillé una urticaria, claro quesí… ¡Mire! —Y se descubrió un hombrode manera indecente.

—Miraré más tarde, señorita. Ahoradescanse. E hizo seña a los policíasitalianos de que saliesen también.

Siguió un silencio.—Así que, amigo —dijo Müller—,

¿cómo he de llamarle, ingeniero omayor?

—Espero que no habrá creído unapalabra de lo que ha dicho esa

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deficiente. Yo tengo de mayor lo queella de actriz. ¡Actriz! Soubrette!… Notiene voz, no sabe bailar. Tan sólotiene… cierta presencia…

—No es de la señorita de quien setrata, sino de usted.

Sobrevino el cabo a murmurar algoal oído de Schrantz, que a su vez lorepitió en voz baja al oído de Müller.

—¡Ah! —exclamó el coronellevantándose—. ¿Quiere venir conmigo,por favor?

Y lo precedió al dirigirse amboshacia la puerta.

En la habitación contigua había unadocena de personas, entre ellas la jovenseñora Riva y un sacerdote.

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—Conocen ustedes al mayorGrimaldi, ¿verdad? —preguntó elcoronel.

Todos callaron. Siguió un largosilencio.

—¡Adelante! —dijo por finGrimaldi, plantándose con las piernasseparadas y los brazos cruzados anteellos—. ¿Por qué no respondéis? Novan a meteros en la cárcel si le decísque me conocéis y le contáis todo eldaño que os he hecho… Usted, señoraDe Dominici… Usted, doctor… Usted,reverendo… ¡Adelante, hablad!¡Repetid las noticias que os daba devuestros hijos, de vuestros hermanos, devuestros maridos! Que no se irían a

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Alemania, que estaban bien, que prontoserían libertados… Y no era verdad.No, no era verdad… ¿Y qué? ¿Hubieraispreferido lo contrario? ¿Que erangolpeados hasta sangrar, que dormíandiez en la misma celda, que habían sidoamontonados en un vagón precintadodirecto a Polonia? ¿Lo habríaispreferido? No, no lo hubieraispreferido. Gracias al mayor Grimaldi,estabais tranquilos, de noche dormíais,erais casi felices cuando me traíais lospaquetes. «Se lo encarezco, mayor,hágaselo llegar enseguida… Está eljersey grueso: sufre mucho del frío…Está la mermelada de melocotón que legusta tanto… El salchichón…, el

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salchichón que no le gusta a nadie…».Por ello me dabais dinero, es verdad.Pero a cambio yo os ofrecíaesperanza… Veremos si estaréis mejorahora que la señora ha denunciado elenredo porque han fusilado a sumarido… Como si lo hubiese fusiladoyo… Adelante, señores, hablen… Decidque soy una carroña, que os hetraicionado y engañado… ¡Decidlo!

Los miraba, uno a uno, con aire dedesafío, como si los acusados fueranellos y él el denunciante. Tenía los ojosllameantes, dos grumos de salivablancuzca en las comisuras de los labiosy un mechón de pelo sobre la frenteempapada en sudor. Esperó en silencio

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una respuesta que no llegó. Luego,volviéndose a Müller, que había seguidomirándolo con expresión de divertidoestupor, le dijo con gestomelodramático:

—He terminado, mi coronel… Estoya sus órdenes…

Y lo precedió entrando solo denuevo en la oficina de Schrantz.

—Haga usted poner en libertad atoda esta gente —dijo Müller al capitán.Y se fue hacia Grimaldi.

Lo encontró sentado, fumandotranquilamente. También se sentó. Cogióuna botella de coñac de una repisa, llenódos copas, una para él y otra para suhuésped, y se puso a hojear con mucha

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atención una voluminosa carpeta. Trasunos diez minutos de silencio, levantó lacabeza.

—Y ahora —dijo con su habitualtono de voz cortés y pacato—, dígame loque prefiere: ¿presentarse ante eltribunal de guerra alemán como mayorGrimaldi, acusado de complicidad conelementos de la Resistencia y decorrupción de alemanes, o volver a serGiovanni Bertone, hijo de los difuntosetcétera, y que lo denuncien porestafador reincidente y uso indebido deuniforme militar?

—Son preguntas que no hace faltaformular, y usted perdone —respondióBertone, encogiéndose de hombros—.

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En el primer caso, arriesgo acabarcontra el paredón… En el segundo,saldría librado con unos tres años…Existe, es cierto, el artículo 310, el delagravante en tiempo de guerra, quepuede ser muy fastidioso… Pero estaguerra terminará más tarde o mástemprano, ¿no? Y acabará con unahermosa amnistía…

—¡Ocho veces! —interrumpióMüller, que había proseguido hojeandola carpeta—. ¡Lo han condenado ochoveces! No le queda a usted nada porhacer… Estafa, bigamia, abuso deconfianza, tenencia y tráfico deestupefacientes…

—Sí, pero falsos… Era

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bicarbonato… Los auténticos los usabayo.

—¡Y cuántos oficios! Director dehotel, proxeneta, corredor deautomóviles, actor… hasta actor…

—Muy malo.—¿Ah, sí? No lo hubiera dicho.

¡Mire, mire…! Ha sido usted hastaoficial…

—¡No! —protestó Bertone,levantándose de un brinco.

—¿Cómo que no? Está escrito aquí—dijo Müller, sorprendido por aquellareacción.

—Es un error…—No puede ser un error. Está toda

su hoja de servicios… Oficial en activo

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hasta el grado de capitán en elregimiento de Caballería Guide…Expulsado del ejército en 1922 pordeudas y malversaciones… —Alzó lacabeza para mirar a Bertone, que habíabajado la suya—. ¡Qué extraño…! Noha tenido usted palabras de protestacontra las imputaciones de fraude, deestafa, de bigamia, etcétera. Perorechaza con violencia el ser calificadooficial del ejército, pese a haber vestidode nuevo, abusivamente, el uniforme…

—Ese uniforme no es del ejército.Es de la milicia.

—¡Ah…!—El ejército no tiene nada que ver

con mi vida de malhechor. Cuando yo

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pertenecía a él era una personadecente…

Schrantz se asomó a la puerta conaire radiante.

—Mi coronel, el cómplice deBertone, el sargento Walter Diemer, haconfesado.

—Muy bien. Que sea castigadocomo merece.

Schrantz se retiró.—Escuche un poco, Bertone —

prosiguió el coronel Müller—. Si ustedhubiese seguido en el ejército…

—Mi coronel, le ruego que noinsista sobre ese tema. Yo no tengo nadaque discutir con el ejército, ni elEjército tiene nada que discutir

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conmigo.—De acuerdo. Pero, de todos

modos, conteste a mi pregunta. Si ustedhubiese continuado en el ejército…como un caballero, se entiende, no comoun granuja… ¿Qué grado habríaalcanzado hoy?

—Depende… Mis compañeros depromoción son coroneles o generales debrigada…

Müller reflexionó un momento.Luego preguntó:

—¿Quiere serlo de cuerpo deejército?

Al amanecer del día siguiente, el coche

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de Müller recorría en sentido inverso lacarretera de los Giovi, que conduce deGénova a Milán. En el asiento posterior,al lado del coronel, Bertone, vestido conuna sahariana y unos pantalones de panaembutidos en unas polainas de cazador,leía atentamente un voluminoso dosier.Se había colocado también un monóculoen el ojo derecho.

—¡Claro que hizo carrera tanpronto! —rezongó—. Se llamabaFortebraccio de la Rovere. En 1927contrae matrimonio con la marquesa deGuimet, hija del almirante y nieta delgeneral. Al año siguiente, muere su tía,la condesa del Barrino, nombrándoloúnico heredero. Se sospecha que

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pertenece a la masonería, pero tiene unhijastro papa y un primo arzobispo…Me dan risa, me dan…

En aquel momento el chófer paró elcoche haciéndolo rozar las paredes deroca, mientras el suboficial de escoltaabría la portezuela vociferando:

—¡Caza enemigo! ¡Cuerpo a tierra!Hasta Müller se precipitó afuera y

de un salto corrió a agazaparse detrás deun peñasco. El zumbido del caza arrecióhasta transformarse en un estruendopunteado por el crepitar de la metralla.La ráfaga bordó de costado al vehículo,perforando un guardabarros y haciendovolar en torno esquirlas de piedra.

Desde su escondite, Müller vio a

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Bertone apearse con calma, calarse denuevo el monóculo para mirar a lo alto ydirigir con la mano un saludo al aviónque se alejaba.

Pocas horas después, el coronelentregaba personalmente el prisionero alFeldwehbel Franz en la entrada de lacárcel de San Vittore.

—No ha de figurar en el registro —dijo—, no ha de ser fotografiado nitienen que tomársele las huellasdactilares. Que esté aislado y bajosevera vigilancia. Pero exijo que seatratado con los respetos debidos a sualta graduación…

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—Jawohl, HerrObersturmbahnführer —respondióFranz dando un taconazo. Y cogiendo alprisionero del brazo, dijo—: Sígameusted.

El prisionero, inmóvil, primero lemiró a la cara, luego a la gruesa manoque lo atenazaba y después miró otra vezal hombre a la cara. Éste, lentamente,aflojó el apretón y soltó la presa.

—No sé —dijo el prisionero alcoronel— si volveré a tener ocasión deverle. Por esto le agradezco todas lascortesías de que me ha hecho objeto enesta situación… más bien embarazosa.

—Cualquier oficial alemán se habríacomportado del mismo modo —

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respondió Müller, casi sin darse cuentade que estaba declamando.

—Quiero creerlo… Presente missaludos, cuando tenga la oportunidad, almariscal Kesselring. Dígale que elhecho de que ahora militemos en bandoscontrarios no ha disminuido miestimación y la alta consideración que letengo.

—Así lo haré, señor… —farfullóMüller, pillado a contrapelo.

—¡Vamos, Feldwehbel! —dijo elprisionero a Franz. Y echó a andar.

Así lo vimos pisar la cárcel porprimera vez, con paso firme y la cabezaerguida, ante nuestros ojos pegados a lasmirillas. Cuando finalmente su celda se

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amuebló según sus deseos, entró en ella.Pero en el momento en que Ceraso iba acerrarle la puerta, el general advirtió lapequeña cinta azul que adornaba el ojaldel vigilante. Y apuntando con el dedo,preguntó:

—¿Dónde?—Bajo Piave.—¿Cuándo?—Julio del 18.—Batalla de Solstizio… ¿Unidad?—Ciento cincuenta y uno, brigada

Avellino.—Magníficos soldados… ¡Bravo!Ceraso empujó la puerta. Entonces,

en vez de cerrarla de golpe a lasespaldas del prisionero, según solía

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hacer, la acompañó suavemente con lamano para no hacer ruido.

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D

III. UNA CUESTIÓNDE HONOR

ESPUÉS DE MI FUGA, la grandiversión de la quinta galería,según me han contado los pocos

supervivientes, fue el duelo entre Franzy el general. Había empezado ya desdela primera mañana, cuando de laRovere, al despertar, pidió un barbero.

—Hace falta el permiso del brigada—contestó Ceraso, avergonzado.

—Bien, amigo mío, llame al brigada—dijo el general dando comienzo acuidadosas abluciones; ya que,

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excepcionalmente, se le había concedidojabón, un cepillo de dientes, un peine yuna toalla.

El brigada acudió poco después y seplantó en la puerta con aire interrogativoy hostil. El general, sin esbozar unsaludo, es más, sin apartar siquiera lacara de la servilleta con la que se estabasecando, ordenó con brevedad:

—El barbero, por favor.—El barbero está disponible cada

quince días —contestó Franz.El general se secó por última vez la

cara antes de replicar:—¿Qué artículo del reglamento

carcelario lo establece?—El artículo que prohíbe a los

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incomunicados mantener contacto entresí.

—Pero cada quince días esaprohibición puede ser infringida…

—Bajo mi estrecha vigilanciapersonal…

—Es que yo, brigada, no rechazo enabsoluto su vigilancia. De hecho, le pidoque me conceda el placer de verle cadadía. Porque yo quiero que me afeitentodas las mañanas. Y espero que no hayanecesidad de recurrir al coronel Müllerpara que me reconozcan ese sagradoderecho. Creo que él estaría un pocosorprendido del modo en que ustedinterpreta su consigna de tratarme contodos los respetos otorgados por mi

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jerarquía…—Está bien. Vete a llamar a

Banchelli —masculló Franz a Ceraso,quien corrió a pregonar por toda lagalería la noticia de aquella primeravictoria.

Cuando Banchelli llegó con losutensilios propios de su oficio, elgeneral había estado conversandodesenfadadamente con Franz, a quienpreguntó en qué frente había combatido.

—En el Africa Korps —contestó elbrigada sin abandonar su aire hostil.

—¡Ah, caramba! —exclamó elgeneral en tono respetuoso—. ¡Buenatropa…! Varias veces he tenido queverme con el general Rommel…

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—¡Con el mariscal Rommel! —rectificó Franz, contento de haberlocogido en un desliz profesional.

—Ah, claro, olvidaba que despuésde la retirada lo ascendieron amariscal… Es la moda… Buen soldado,Rommel. En combate siempre lo admiré.En relación con los planes estratégicos,un poco menos… Un magníficoconductor, en suma, pero un mediocreestratega. ¡Lástima…! Oh, aquí vienenuestro hombre… ¿Es usted barbero deprofesión?

—Tipógrafo, Excelencia. Pero aquídentro me obligan a ejercer de barbero.Me llamo Banchelli —contestó elhombrecillo inclinándose levemente. Se

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acercaba a los cincuenta, era bajito y deaspecto dulce y remiso.

—¡En silencio! —lo amonestóFranz.

Banchelli empezó a enjabonar lasmejillas del general y luego las rasurócuidadosamente sin volver a abrir laboca. Cuando hubo terminado guardósus utensilios en un pequeño trozo dehule y dijo:

—Cuando lo desee, no tiene más quemandarme llamar. Tendré mucho gustoen servirle, mientras esté aquí…¿Espera no quedarse mucho tiempo?

—No lo espero. Lo temo. Estoycondenado a muerte.

—¡Te he dicho que te calles! —aulló

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Franz indicándole la puerta.Banchelli iba a salir, cuando el

general le tendió la mano. Banchelli sela estrechó con una ligera inclinación ysalió.

—¡Y ahora, fuera! —ordenó Franz.Antes de obedecerlo, de la Rovere

se lavó la cara, volvió a peinarse el ralopelo, se puso la sahariana, que seabrochó despacio, limpió el monóculocon el pañuelo, se lo caló en el ojoderecho y, seguido por el brigada,atravesó toda la galería con la cabezaalta, devolviendo con el saludo militarlos que le hacían con una inclinación losdetenidos destinados a la limpieza de lagalería.

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La vigilancia especial a la quetodavía estaba sometido no le permitíasalir a pasear con los demás. Franz locondujo solo, no al patio en forma deestrella, sino al jardín, en el fondo delcual tres prisioneros ingleses jugabancon una pelota de goma. Eran tresoficiales liberados el 8 de septiembrede un campo de concentración,sorprendidos por los alemanes en Milánvestidos de paisano y retenidos allí, talvez en espera de alguna orden detraslado atascada en el engranajeburocrático. Dormían también en unacelda de la quinta galería, pero no teníancasi relación alguna con los demásdetenidos, un poco porque gozaban del

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privilegio de estar todo el día al airelibre, y otro poco porque ellos mismostenían interés en permanecer apartados.Fueron los únicos que no saludaron algeneral, quien parecía no haberadvertido su presencia. El generalcaminaba de un lado a otro, parándosede vez en cuando para llenarse lospulmones de aire, o bien paracontemplar las flores que crecían en losarriates bastante bien cuidados. En unmomento dado, arrancó una pensée y sela puso en el ojal sin que Franzprotestase. Habitualmente, éstecastigaba con diez azotes cada atentadoa flores o animales. Era su manera deconcebir el «civismo».

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En aquel momento, una pelota degoma, chutada torpemente por uno de losjugadores, sobrevoló la cabeza delgeneral y fue a toparse con la delbrigada. Furioso, el alemán la recogiódel suelo, y sacando una navaja delbolsillo, la desgarró, tirándoseladesinflada a los tres ingleses.

—Son of a bitch…! Dirty dog…! —prorrumpieron éstos.

Franz los miró riendo, con aireprovocador. El general prosiguió supaseo como si no se hubiese dado cuentade la escena.

Tres días después se produjo otrochoque.

Entre las muchas concesiones

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especiales con que se distinguía algeneral, se encontraba también la de unabaraja de cartas, con la que mataba eltiempo haciendo solitarios. Una nocheestaba precisamente intentando el juegode Napoleón, cuando una voz resonó asus espaldas:

—Excelencia, el diez negro va sobrela sota colorada…

Era Ceraso que, manteniendo abiertala puerta para que se ventilara la celda(corría el mes de junio y comenzaba adejarse sentir el calor), lo observaba através de la reja.

—Ah, claro, justo… —dijo elgeneral, rectificando.

En aquel momento Franz apareció

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por la puertecita que daba a la escalera.—¿Se conversa aquí? —dijo con

aires amenazantes mirando a Ceraso,que palidecía—. ¡Cierra esa puerta!

—Un momento, brigada —intervinoel general, levantándose y acercándose ala reja—. Dígame usted en qué artículodel reglamento interior de la cárcel sebasa usted para que la puerta de maderapermanezca cerrada cuando el calor essofocante.

—No estoy obligado a contestar.—Se equivoca. Tiene usted que

contestar, no a mí, sino al reglamento,cuyo artículo noveno reza: «Las puertasde las celdas deberán estar cerradas, amenos que el celador no considere tener

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que dejarlas abiertas para vigilar alrecluso…». Ahora bien, el agenteCeraso me estaba vigilandoprecisamente…

Por respuesta, el brigada cerró lapuerta de un puntapié y se alejó furioso.Pero al día siguiente, al volver para suhabitual inspección y ver la puertaabierta, no le dijo nada al vigilante, conquien se cruzó delante de ella.

El mismo día llegaron siete nuevoshuéspedes. Mike Bongiorno, que estabaencargado de distribuirles las mantas,comentó que todos habían sidodetenidos en una redada llevada a caboen los Ferrocarriles del Norte y que, sibien asustados, estaban seguros de salir

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pronto, menos uno que afirmaba sermayordomo de una familia patricia deBérgamo, estaba enfermo de diabetes ylloraba, temeroso de dejarse el pellejoallí dentro.

Efectivamente, cuando se hizo denoche, en el gran silencio de la galería,se oyó el llanto del desgraciado, seguidopoco después de unos pasos, un rechinarde llaves y un confuso parloteo.

El general esperó un poco y despuésllamó a la puerta. Un vigilante se asomóa la mirilla. No era Ceraso, esta vez,sino Tursini.

—¿Ha llamado, Excelencia?—¿Qué sucede?—Uno de los siete nuevos inquilinos

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está malo… Una crisis de diabetes…—¿Crisis verdadera o…?—No, no, una crisis verdadera.

Tenemos un ojo clínico, Excelencia.—Llevadlo a la enfermería.—Hace falta permiso del brigada,

que siempre lo ha rehusado.—Dígale que venga.—Pero, Excelencia…—Dígale que necesito hablarle con

urgencia.Apenas el vigilante se hubo alejado,

el general, que ya estaba medio desnudo,volvió a vestirse rápidamente, pero concuidado. Y ya se había puesto hasta elmonóculo, cuando apareció Franz.

—Lamento, brigada, haberle

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molestado —dijo cortésmente el general—, pero el caso no admitía demora.Resulta que un detenido se encuentragrave a consecuencia de un ataque, alparecer, de diabetes. Le ruego…, leruego personalmente… que le hagatrasladar a la enfermería antes de quesea demasiado tarde.

—Ningún preso político puede salirde la galería sin prescripciónfacultativa. El médico vendrá mañanapor la mañana.

—Cuando tal vez…—Lo siento, mi general.—Yo siento, brigada —y la voz del

general subió de tono—, tener querecordarle la observancia del

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reglamento.—El reglamento dice lo que yo diga.—¡No, brigada! —y sus palabras

fueron tan vibrantes que retumbaron portoda la galería—. El artículo primero esbien explícito: «El recluso que se halleen condiciones de salud tales que hagantemer por su vida, deberá serinmediatamente trasladado a laenfermería». Por lo que le ordeno…¿Comprende…? ¡Le ordeno que haga loque prescribe el reglamento!

Una vez más, por toda respuesta,Franz, con el rostro encendido, cerró lapuerta de un puntapié y se fue. Pero portoda la galería le siguieron lascarcajadas que resonaban dentro de las

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celdas. Al día siguiente, cuando fueron abuscar al general para conducirlo almando, todos tuvieron la seguridad deque había sido él quien se puso encontacto con el coronel para denunciarlelas arbitrariedades del brigada.

—Bueno, querido general, ¿qué talvamos? —dijo Müller indicándole unasilla delante de su mesa.

—¡Mal, querido coronel! Si hubiesesabido que en San Vittore se estaba tanmal, no hubiera aceptado nunca… ¿Mepermite? —Cogió un cigarrillo de unpaquete del coronel, que con un gesto loinvitó a metérselo en el bolsillo y le

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acercó un fósforo encendido—. En mistiempos se estaba mejor. Ahora está esebrigada… ¡Un verdadero bruto!

—Se me ha quejado mucho de suindisciplina.

—¿Indisciplina? ¡Ah! Usted llamaindisciplina a mi perfecto conocimientodel reglamento. Él, en cambio…

—Es precisamente esto lo que lesorprende. Un general no se sabe dememoria el reglamento carcelario. Y elbrigada, que es menos estúpido de loque parece, me lo ha hecho notar.Además…, parece ser que usted hablademasiado de sus amistades congenerales alemanes y se deja llevar aconsideraciones de alta estrategia…

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—Bien, creo haber dicho tan sólocosas de sentido común.

—¡Ah, claro! Un general con sentidocomún…

Lo miró sonriendo. Luego, tras habersacado de una alacena una botella y doscopitas cambió de tono:

—Pero no es para decirle eso por loque le he llamado. El premio de lalibertad que le he prometido estaría muycerca, con algunas precisioneseventuales… Esto es coñac francésauténtico. Coja también estos trespaquetes de cigarrillos.

—Gracias, mi coronel. ¿Decía usted,pues…?

—Decía… ¿Qué decía? ¡Ah, sí!

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Anoche, como seguramente usted sabrá,llegaron a San Vittore siete nuevosinquilinos.

—Lo sé.—Me lo imaginaba. Aislados, pero

al corriente de todo… ¿Sabe tambiénque entre ellos está Fabrizio?

—¿Y quién es Fabrizio?—Ah, claro, me olvidaba de que

usted no es el general de la Rovere.Pero lo hace tan bien que casi casi…Bueno, en fin, Fabrizio es uno de losmás relevantes jefes de la Resistencia,tal vez el más importante: aquel conquien usted, es decir, el general de laRovere tenía que encontrarse cuandodesembarcó…

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—¡Vaya fastidio! ¿Y si ahora mereconoce? Es decir, ¿y si no mereconoce?

—No hay miedo, Fabrizio y de laRovere no se habrían visto jamás. Serásólo en la cárcel cuando se encontrarán.O mejor dicho: será solamente en lacárcel cuando Fabrizio verá por primeravez a de la Rovere. A su vez, el generaltendrá que ver a Fabrizio, es decir,adivinar quién de los siete es él. Porquenosotros no lo sabemos. A usted le tocadescubrirlo.

—¿A mí?—A usted.—¿Y cómo me las apaño?—De la manera más sencilla: no

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haciendo nada; o sea, haciendo cada vezmás de general de la Rovere. Más tardeo más temprano verá usted cómo él daráseñales de vida.

El general encendió un segundocigarrillo con la colilla del primero.

—Dispénseme, mi coronel —dijocon aire perplejo—, pero no comprendobien. Usted no sabe quién es Fabrizio,pero sabe que es uno de los siete. Cómolo sabe, lo ignoro, pero…

—Es muy sencillo. Las radiosclandestinas anunciaron un determinadodía su captura. Nosotros poseemos laclave de sus mensajes y hemos deducidoque aquel día habían sido detenidassiete personas sospechosas… ¿Está

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claro?—Clarísimo. Pero yo estimo que

ustedes los alemanes tienen medios parahacerlos cantar a los siete.

—Menos a Fabrizio. Antes que nadaporque ninguno canta cuando sabe quesu canto le costaría el pellejo. Ydespués porque, por lo que sabemos, esun hombre con el cual resulta difícilllegar a un acuerdo. Con respecto a élhace falta astucia, no fuerza.

—Y si yo… lo consiguiese medianteastucia…, ¿tendría que denunciarlo?

—Denunciarlo… Detesto estosverbos… Bastará con que me haga saberquién es.

—No entiendo bien la diferencia,

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pero… En Génova me pidió hacer deseñuelo, y acepté. Pero ahora mepropone convertirme en el arma… lacosa cambia… Entenderá que el generalde la Rovere no denunciaría jamás aljefe de la Resistencia…

—Es justo —reconoció lealmente,tras una pausa, el coronel. Se puso apasear, echó una mirada afuera de laventana y luego volvió cerca de Bertone—. Entonces —dijo—, hagamos unacosa. Yo conocí en Génova a un talmayor Grimaldi, un oficial quepermaneció fiel al pacto de alianza conlos camaradas alemanes y que formaparte de las fuerzas armadas de laRepública Social. ¿No cree usted que el

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deber de ese bravo y leal soldado seríadesenmascarar al jefe de la Resistencia,especialmente sabiendo que ello leprocuraría un premio importante?

—¿Por ejemplo?—Un millón.—¿En oro?—En oro.—¿Y un salvoconducto para Suiza?—Y un salvoconducto para Suiza.Bertone se escanció otra copa de

coñac y se la bebió de un trago.—A propósito de Grimaldi —dijo el

coronel—, tengo el gusto de informarlede que ese tío suyo compositor, que fuetambién mi maestro, no ha muerto nimucho menos. Anteayer vino a verme…

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—¿Ah, sí? —respondió,imperturbable, Bertone—. Sea comofuere, creo que su sobrino habrá deaceptar la oferta que usted le hace…

—También lo creo yo —dijo Müllertocando un timbre. Compareció unsoldado.

—Custodie al general hasta su celda—dijo el coronel, precediéndolo haciala puerta y cambiando con él un rígidopero respetuoso saludo.

El general iba a marcharse cuandovio en la antesala, sentados en un banco,a los tres prisioneros ingleses con lapelota destrozada en la mano. Venían sinduda a reclamar. Se los señaló con lamano a Müller.

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—He ahí, mi coronel, el enésimoexabrupto de su brigada, del cual yomismo fui testigo. Hasta ahora, laWehrmacht nos había acostumbrado a laperforación de la Línea Maginot, no a lade pelotas de goma… Le estaréagradecido, mi coronel, tendrá mireconocimiento personal si se dignausted en satisfacerlos.

Müller hizo una señal afirmativa conla cabeza. El general desfiló ante lostres ingleses que casi involuntariamentese pusieron de pie y se cuadraron.

Volvió a su celda cuando ya habíanservido el rancho de las once. Pero losdetenidos habían puesto la escudillasobre la mesa, tapada con otra escudilla

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para que no se enfriase el contenido,dejando al lado una servilleta anudada,pescada quién sabe cómo y quién sabedónde. Además del vaso de aluminiolleno de agua, había otro en el queflotaba algo. Las sábanas estabanlimpias.

A Müller le esperaba una sorpresacuando volvió al Hotel Regina. Unplantón le entregó en una bandeja latarjeta de visita de una señora quellevaba una hora esperando. Rezaba así:Condesa Bianca Maria Guimet de laRovere.

El coronel se quedó por un momento

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perplejo y algo fastidiado. Luego dioorden de hacer pasar a la dama y avanzóhacia la puerta al encuentro de ella.

La condesa era una mujer de unoscuarenta y cinco años, hermosa aún, ysumamente elegante en su sencillo yusado traje gris.

—¿El coronel Müller?—Servidor. Siéntese, condesa.Así lo hizo la condesa y durante un

momento calló, ocultando mejor suansiedad que la cohibición.

—Seguramente, mi coronel,comprenderá usted los motivos de mivisita…

—Creo que sí. Pero también mesorprende un poco, pues las

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informaciones que poseemos nosaseguraban que usted y sus hijos sehallaban en Suiza.

La condesa tuvo un ligerosobresalto. Müller sonrió.

—No tema, condesa. No tengo lamenor intención de reprocharle unarepatriación clandestina. Por elcontrario, respeto su valor y suabnegación.

—Gracias, coronel. He acudido austed por sugerencia de Su Eminencia elcardenal, quien me dijo que usted ya hahecho algo por mi marido: negarse aentregarlo a los fascistas que lo habíanreclamado…

—Es exacto. Me negué y seguiré

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negándome, porque eso entra dentro demis facultades.

—Se lo agradezco. No he venido averle para interceder. Sé que hubierasido inútil y que mi propio marido no loquerría. Es un soldado en guerra: elpeligro forma parte de sus deberes.Tengo sólo un ruego que hacerle yespero que usted podrá concederlo… —Aquí, su voz, agitándose un poco, ladelató—. Verlo… Verlo aunque sea unbreve instante y al otro lado de una rejade cárcel…

Müller no trató siquiera de ocultarsu propia desazón.

—Le he dicho, condesa, que yopuedo obrar tan sólo dentro de ciertas

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facultades. Lo que usted me pide…—No es mucho, coronel. Sólo verlo,

aun sin hablarle… Tal vez sería porúltima vez…

Y la voz se le quebró en un sollozo,inmediatamente reprimido en el pañuelo.El coronel dio unos pasos por laestancia y luego volvió a sentarse allado de ella.

—Deseo condesa demostrarle todami amistad… ¿Usted quiere ver a sumarido? Está bien: concedido… Inclusopodrá hablarle… —El rostro de laseñora se iluminó—. Pero antespermítame que le exponga con franquezami opinión. Una grave acusación pesasobre el general: usted no puede y no

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debe ignorarla. Es calmoso y de unaserenidad ejemplar. Se comporta comoel verdadero soldado que es. En lacárcel goza de una situaciónprivilegiada no tan sólo material, sinotambién moral, entre los demásdetenidos. Es quien da ánimos a todos, ytodos reconocen en él a su jefe. Hoytambién hemos tenido una franca yamistosa conversación. ¿Y sabe lo queme ha contestado cuando lo he felicitadopor su actitud? Que lo que le da fuerzasno es solamente la conciencia de sudeber, sino también la certeza de que lossuyos están seguros. Me ha hablado deusted, de sus hijos… Gualberto yLudovico, si no me equivoco… Vea que

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tengo buena memoria… Y me ha dichoque, confiados a una madre como usted,no tiene preocupación por ellos…Ahora, condesa, le pregunto: ¿creeverdaderamente que el volverla a verunos pocos instantes, detrás de losbarrotes de un locutorio, y saberla aquí,lejos de los chicos y expuesta al peligrode una represalia de los fascistas, puedaservirle a él de consuelo y ayuda? Lehablo como amigo. Tengo una profundaestima por el general y lamentosinceramente que los avatares de laguerra nos obliguen a ser adversarios…Quisiera ayudarlo a salir de unasituación grave, que no desesperada, queexige de él la mayor sangre fría. Y temo

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que todo lo que usted me pide nocontribuya… Le repito, condesa: elpermiso queda concedido. Sólo lepregunto, muy respetuosamente, si nohabrá un poco de egoísmo de su parte, alaprovecharse de ello…

Müller había apostado fuerte, perojugó bien. La señora, con la cabeza baja,permanecía en silencio.

—¿No cree —insistió el coronel—que una carta sería preferible? DesdeSuiza, se entiende… Yo diré que la herecibido a través… a través delcardenal, por ejemplo. Su Eminencianos perdonará este pequeño embuste. Ledoy mi palabra de honor que no seráabierta.

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—Creo que tiene usted razón —convino la condesa después de unapausa.

—Puede también mandarle ropa yvíveres. La comida de la cárcel,desgraciadamente… Tráigalo o mándelotodo aquí. Yo mismo cuidaré dehacérselo llegar. Usted tiene mi palabrade que nada será controlado. Yo tengo lasuya de que no pasará nada decontrabando… ¿Puedo ofrecerle un té,condesa? Creo que nos hace falta a losdos.

Hacía un par de horas que habíaanochecido y toda la cárcel dormía

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cuando las sirenas, de pronto, sepusieron a aullar la alarma aérea.Sucedía con frecuencia, pero raramentela alarma iba seguida de bombardeos.Habían cesado hacía tiempo y casi nadiedejaba la cama por el refugio. Hasta losdetenidos permanecieron tranquilos. Sinembargo, cuando empezaron a retumbarlos primeros estallidos, la quinta galeríase transformó de golpe en un manicomio.Para el hombre encerrado en una celda,el miedo se torna claustrofobia y le haceperder todo control. Cada uno, excitadopor los alaridos del otro, empezó agolpear con los puños la puerta,gritando: «¡Abrid…! ¡Asesinos…!¡Abrid…!».

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Seguido por su gente armada, Franzirrumpió en el pasillo tocando el silbatopara intimidar y profiriendo las másterribles amenazas. Pero no lograbasiquiera hacerse oír en medio del fragorde las bombas y del ensordecedorgriterío de los prisioneros, que lassentían caer cada vez más cercanas. Através de los tragaluces veíanenrojecerse el cielo por los incendios, yse pegaban contra las puertas en unadesesperada tentativa por derribarlas.

No sabiendo cómo establecer lacalma en aquel infierno, el brigada abrióla celda del general, quien, descalzo yen ropas menores, se aferraba a losbarrotes, presa a su vez de una crisis de

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terror. Al ver a Franz, se le echó encima,pero el hercúleo alemán lo inmovilizócontra la pared con el brazo.

—Conque miedo, ¿eh? —le escupióen la cara el brigada—. Usted tienemiedo, ¿verdad, señor general italiano?¡Vamos, haga callar a esos locos!

—¿Yo?—Usted, sí. Usted, que siempre está

dispuesto a mandar a todos, ¡mándeles aesos idiotas que se calmen!

El general lo miró, y poco a poco sucuerpo dejó de hacer resistencia al puñoque lo mantenía inmovilizado contra elmuro.

—Quíteme esta mano del hombro,brigada —silabeó entre dientes.

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Franz dio una orden en alemán a sushombres, que corrieron a abrir laspuertas, detrás de las cuales se veían losdetenidos agarrados a los barrotes delas rejas.

Descalzo, con todo el cabelloenmarañado y la camisa fuera de lospantalones, el general se plantó en mitadde la galería con los brazos alzados.

—¡Señores! —gritó—. ¡Señores!¡Calma! ¡Un poco de calma, os loruego…! —Y se puso a recorrer elpasillo de un lado a otro—. ¡Hago unllamamiento a vuestra dignidad…!¡Señores…! ¡Italianos…!

A la palabra «italianos», gritada entono más alto, el tumulto, que ya había

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comenzado a aplacarse, cesó del todo.Sólo siguieron oyéndose los estruendosde las bombas.

—¡Italianos…! ¡Compañeros…! —repitió el general—. ¡Dad ejemplo aquien pretende darnos lecciones devalor! ¡Demostrad lo que sois, lo quesomos! ¡Nosotros no tememos estasbombas! ¡Cada una de ellas nos acercala hora de la libertad…! Gritadconmigo, gritemos todos a una: ¡VivaItalia!

—¡Viva Italia! ¡Viva la libertad! —aullaron todos con el aliento que lesquedaba. Y nuevamente la galería fue unaverno. Sobre el fondo rojo del cieloque se veía por la gran cristalera, se

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recortaba la silueta del general, sublimey ridícula a la vez, con sus pantalones demontar colgando sobre los piesdescalzos y la camisa flameando fuerade la cintura. Franz, rojo de cólera, loagarró otra vez del brazo y de unempujón lo metió en la celda, cerrandola puerta.

El general tropezó con un hierro delcamastro y cayó encima de bruces. Peroni siquiera pareció darse cuenta de lalesión. Un temblor le sacudía todo,como si fuese presa de un shocknervioso. Fuera, seguían los gritos entreel estallido de las bombas y el estridentesilbato de Franz:

—¡Viva la libertad! ¡Viva Italia!

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¡Viva el general! ¡Viva el general!Este, tumbado aún en la cama, se

tapó los oídos con las manos, haciendocon la cabeza que no, que no, que no…

Cuando Müller fue por la mañana ahacer la inspección, halló a de laRovere sentado en el escabel junto a lamesita, por primera vez despeinado ysin afeitar. Quedándose en el umbral ledijo en voz alta, de modo que pudo seroído por los de las celdas contiguas:

—Le doy las gracias, mi general,por la valiosa ayuda que dio anoche amis hombres para devolver la calma a lagalería…

El general, en vez de responderle, serefugió en un rincón donde nadie desde

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fuera pudiese verlo, y le puso ante losojos un libro abierto entre cuyas páginashabía una nota escrita en letras deimprenta: «El viento sopla del oeste».

El coronel cogió el libro, lo cerrófingiéndose interesado por laencuadernación y preguntó quedamente:

—¿Cuándo lo ha recibido?—Esta mañana.—¿De quién?El general titubeó.—¿De quién? —insistió Müller con

impaciencia.—Del barbero… Un tal Banchelli.—¡Ah…! Lo conozco. Es de los que

no hablan.—¿Qué hago ahora? ¿Qué hago? —

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imploró el general con voz aterrada.—¡Cálmese! Conteste con otra nota

evasiva para ganar tiempo… —Y en vozalta—: Estoy desolado, general, peronosotros no somos responsables de labiblioteca de la cárcel. Los librosestaban ya en este estado cuando noshicimos cargo de ellos.

Y devolviéndole el que tenía en lamano, murmuró:

—Conteste: «Esperemos que elviento cese de soplar», y entregue lanota a Banchelli. Después… Espere…—se volvió hacia Franz, quepermanecía afuera a respetuosadistancia, y le ordenó—: De hoy enadelante el general podrá salir al aire

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libre con los demás detenidos. Lavigilancia especial ha terminado.

Pero cuando llegó la hora del paseoy a los detenidos se les llamó a formarfuera de las celdas, el general se negó asalir de la suya. A través de la reja, losdemás, desfilando por delante de él, lovieron de espaldas, apoyado en elalféizar de la ventana. Y después quetodos hubieron salido, cuando en lagalería sólo quedaban los barrenderos,llamó a Ceraso y le rogó que cerrase lapuerta.

Permaneció tumbado en la cama elresto del día, rechazando incluso elrancho de las once. Sólo por la noche sedecidió a comer algo, y luego pidió al

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vigilante que lo escoltase al retrete. Enla puerta se cruzó con los tres ingleses,que, como él, estaban eximidos delorinal en la celda. Se apartaroncediéndole el paso, y Charles, que era elde más edad y mayor graduación, le dijocordialmente:

—Good evening, sir!Era la primera vez que los ingleses

dirigían la palabra a un detenidoitaliano, y hasta los vigilantes sequedaron estupefactos. El general hizocon la mano un ademán de saludo algocohibido y apresuró el paso. Pero la vozde Charles lo obligó a detenerse yvolverse.

—General —dijo en un italiano un

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poco dificultoso, pero correcto—,nosotros le admiramos mucho.

—Gracias, señores —respondió dela Rovere, y se encaminó hacia su celda.

Al día siguiente hizo llamar denuevo a Banchelli para que fuese aafeitarlo. Y dado que ahora la vigilanciaespecial había terminado, Franz los dejósolos, o por lo menos así pareció. Concircunspección, mientras el tipógrafo lejabonaba la cara, el general le deslizóen el bolsillo un trocito de papel.Banchelli fingió no enterarse y siguióhablando de naderías.

Cuando hubo terminado, fue alretrete para lavar la navaja y lajabonera. Y, seguro de que nadie lo veía,

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sacó la nota del bolsillo para meterla enla suela rota del zapato. Franz aparecióen la puerta, seguido de dos de sushombres.

Al salir esposado al corredor, eltipógrafo vio, enfrente, al generalesposado a su vez entre otros dos SS yen pasmado silencio; todos losdetenidos, desde sus puertas abiertas,los vieron desfilar así, uno detrás deotro, hacia la rotonda. No hubocomentarios ni susurros. Pero uno deaquellos mudos espectadores estabamortalmente pálido. Pertenecía al grupode los siete recién llegados, y había sidoinscrito con el nombre de Pietro Valeri,contable de la Banca Popular de Como.

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Banchelli, cuando pasó ante su celda, nole dirigió la mirada.

A pesar de su flema, de tipo másbien británica que germana, esta vezMüller estaba francamente fuera dequicio.

—Pero ¿es posible que un veteranode la cárcel como usted, que ha estadoencerrado cinco veces, no logre nisiquiera pasar una nota sin hacerseadvertir? —decía al general, que estabasentado delante de él, mudo y con lacabeza gacha como un colegial pilladoin fraganti—. Ahora todos nuestrosplanes se han ido al traste… ¿No tienede verdad ninguna idea de a quiénhubiera entregado aquella nota

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Banchelli? —Y como el general hicieraun signo negativo, abrió los brazos conademán de resignación—. No me quedaotra, pues, que hacer hablar a Banchelli.Y puesto que Banchelli no hablará no mequeda sino tratar de obligarlo a ello…¡Son cosas que me repugnan!

Pulsó un timbre, y al guardia quecompareció inmediatamente le dijo enalemán:

—Llevad al prisionero a una celdade incomunicados, y que entre el otro.

El general salió con la cabeza baja yen la antesala vio al tipógrafo, esposadotodavía, entre dos SS. Lo miróintensamente a los ojos, luego bajó lavista y siguió al guardia que lo

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custodiaba.Müller recibió afablemente al

tipógrafo y enseguida le hizo quitar lasesposas. Luego le rogó que tomaseasiento y, desdoblando sobre elescritorio el mensaje, se lo puso bajolos ojos.

—Lo reconoce, ¿verdad?—Sí, mi coronel. Pero lo que está

escrito no lo sé porque no tuve tiempode leerlo.

—Lo creo, lo creo, amigo Banchelli.Está escrito: «Esperamos que el vientocese de soplar», pero no le pregunto enabsoluto lo que significa, puesprobablemente esto usted no lo sabe…Estoy seguro, archiseguro, de que usted,

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en toda esta maniobra, no era más que elcartero. Que no conoce el contenido delas cartas y ni siquiera conoce las señas.Estas son lo único que yo quisierasaber…

—Lo único que puedo decirle es elremitente…

—Claro… —Hizo una pausa paraencender un cigarrillo. Luego se levantóy se puso a caminar de un lado a otropor la estancia—. Querido Banchelli,está usted condenado a muerte; ¿lorecuerda?

—¿Cree usted que se puede olvidar?—No. Pero sí se puede recordar que

no todas las penas de muerte secumplen. A veces pueden ser

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conmutadas por treinta años de prisiónque, en circunstancias como las actuales,pueden reducirse hasta a pocos mesestan sólo… Yo le brindo la absolutaposibilidad de esa conmutación.

—Se lo agradezco, mi coronel. ¿Quépuedo hacer para merecerlo?

—Una cosa sencillísima: añadir aesta nota la dirección del destinatario.

El tipógrafo lo miró con expresiónde ingenuo estupor.

—Dispense, mi coronel, pero ¿quéquiere usted que yo sepa? Me heencontrado en el bolsillo este trozo depapel. No sé con seguridad quién lometió…

—Se lo metió el general. Lo ha

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confesado él mismo, y no podía hacer deotro modo porque Franz lo había visto.

—Entonces, ¿por qué no le preguntaa él a quién iba dirigido?

—Usted no es ningún estúpido,Banchelli. Pero tampoco lo soy yo. Estáclaro que la nota iba dirigida a usted,puesto que la estaba escondiendo en lasuela del zapato. En todo este asunto, suresponsabilidad es mínima, casi sinimportancia. Un detenido le pasa unmensaje para transmitirlo a otrodetenido. No es más que una infraccióndel reglamento, merecedor tan sólo deun leve castigo disciplinario. Pues bien,yo no solamente le eximo de ese castigo,sino que le conmuto la pena de muerte si

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usted me dice a quién iba dirigido.—Se lo repito, mi coronel: sólo el

general lo sabe.—No lo dudo, pero él no es un

hombre de los que hablan…—¿Y cómo quiere que hable yo, si

no lo sé?Müller lo miró de arriba abajo, hizo

un gesto de resignación y oprimió eltimbre. Franz apareció a la puerta. A unaseñal del coronel, volvió a esposar aBanchelli y se lo llevó del brazo.

La celda en la cual se encerró algeneral era de las que en el lenguajecarcelario se conocían como las tumbasde los vivos, porque estaban en elsubterráneo, medían metro y medio por

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tres, y recibían luz y aire tan sólo de unminúsculo tragaluz del techo. Un catremonopolizaba todo el espacio, y en élyacía el general acurrucado hacía un parde horas, cuando la puerta se abrió y através de ella dos soldados arrojaron,como un saco de patatas, lo que quedabade Banchelli.

Anonadado, de momento el generalni siquiera se movió. Luego se acercó aaquel pobre cuerpo, doblado sobre símismo, envuelto en una manta, yarrodillándose a su lado, se puso apalparlo murmurando:

—¡Banchelli…! ¡Banchelli…! ¿Quéte han hecho Banchelli?

De la boca del desdichado, cuyo

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rostro estaba tumefacto, salía un hilillode sangre, pero ni una sola queja. Lasmanos estaban hinchadas y violáceas,los pies descalzos y llagados.

—¡Malditos! ¡Asesinos! ¿Qué te hanhecho, Banchelli?

Con esfuerzo, Banchelli abrió losojos y murmuró:

—No he dicho nada…El general rasgó un faldón de su

camisa, lo empapó en el agua de la jarray se puso a limpiar la sangre que secoagulaba en la barbilla del tipógrafo.

—Banchelli, en el nombre de Dios,¿qué te han hecho?

—¡No he hablado, mi general! No hehablado. Pero no sé si podré resistirlo

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otra vez. Es terrible…—Pero ¿por qué no hablaste?, ¿por

qué? —prorrumpió el general, casi conrabia—. ¿Por qué has dejado que tepusieran así…? ¡No es justo!

Esta vez los ojos de Banchelli seabrieron con expresión de sorpresa y seclavaron en los del general.

—No hagas caso, perdón —dijo altratar de incorporarle—, no sé lo que medigo… Ayúdate un poco,

Banchelli. Quiero ponerte sobre elcamastro.

—No puedo, mi general. Déjemeaquí…

—Deja al menos que te ponga lasmantas debajo.

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—Gracias, mi general. Preferiría unpoco más de agua en los labios y lacabeza… Es terrible, ¿sabe? No sé siotra vez podré…

—No habrá más veces, Banchelli.¡No es posible!

—Usted no les conoce, si quierensaber algo…

—¿Por qué te has metido en eso,Banchelli? ¿Por qué me trajiste aquelmensaje? ¿Por qué te lo dioprecisamente a ti?

—Porque sólo me conocía a mí entoda la galería… Pero no he hablado.Nadie sabe quién es. Nadie lo sabe, ynadie ha de saberlo.

—No, nadie. Ni yo tampoco quiero

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saberlo. ¿Has comprendido, Banchelli?Ni yo tampoco…

—No, ni usted tampoco, mi general.—Échate y trata de descansar un

poco… ¿Qué te duele?—Todo, pero especialmente los

brazos y las piernas. Debo de tener algoroto. Pero no he hablado, mi general.

—Ya sé que no has hablado, lo sé.Eres un muchacho valiente, Banchelli.Estoy contento de haberte conocido.

—Yo también, mi general.—Echate; procura descansar.

Mañana por la mañana verás como teencuentras mejor…

Se quitó la guerrera y se la pusoenrollada debajo de la cabeza. Luego

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volvió a acurrucarse sobre el camastro yallí permaneció de bruces mirando aBanchelli, que, en el suelo, de espaldas,parecía adormecido.

El sueño tardó en dominar suagitación.

Con la primera e incierta claridaddel alba que se filtraba por el tragaluz,fue a despertarlo un soldado alemán quetraía dos tazones de negro caldo. Sinpronunciar palabra, los puso encima dela mesita y salió.

El general se levantó para coger unode los tazones y se lo llevó a Banchelli,que dormía con la cabeza tapada por lamanta. Vaciló entre despertarlo o no;luego, le sacudió suavemente el brazo.

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Banchelli no hizo el menor movimiento.El general empezó a sorber el caldo.Después, temiendo que se enfriase,sacudió nuevamente a Banchelli. Fue envano. Lo llamó y volvió a zarandearlo.Finalmente trató de levantarle la cabeza,que tenía envuelta hacia la pared, y notóque su frente estaba fría como elmármol. Entonces, febrilmente, tiró de lamanta, pero al hacerlo su mano tocó algohúmedo y viscoso, y se retiróchorreando sangre.

El general, horrorizado, se irguió deun salto. Banchelli lo miraba con ojosvidriosos. En la mano derecha sosteníala esquirla de vidrio con la que se habíaabierto las venas de la muñeca.

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—¡Está muerto! —exclamó elgeneral dando un paso atrás—. ¡Estámuerto! —Y, de golpe, se abalanzósobre la puerta vociferando—: ¡Estámuerto! ¡Abrid! ¡Está muerto!¡Asesinos…!

La noticia llegó a la galería casiinmediatamente, junto a la que pretendíaque también el general había sidotorturado hasta morir. La difundieron lostres ingleses, y fue su primer gesto departicipación en las vicisitudes de losdetenidos.

Dijeron asimismo haber sabido quelas dos víctimas no habían despegadolos labios y que el general habíaescupido un diente en la cara de su

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verdugo gritándole: —¡Mándaselo aHitler!

A estos detalles que pasaron de bocaen boca durante la distribución del café,se añadieron otros al correr de lashoras. Eran transmitidos de una celda aotra con el acostumbrado alfabetoMorse, golpeando las paredes con losnudillos.

La galería jamás estuvo tansilenciosa, tan ordenada y tan lúgubrecomo aquella mañana. Hasta Franz sedio cuenta de ello cuando fue a mandarla formación para el paseo al aire libre.Todos, al salir de sus celdas,permanecieron en pie ante la puertamirando al brigada, que de momento

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devolvió sus miradas con burlóndescaro, pero luego pareció más biencohibido y se puso a vociferar másrabiosamente de lo que solía: —¡Adelante! ¡A formar! ¡Silencio!

Pero aquel «¡Silencio!», era másbien pleonástico, puesto que nadie abríala boca. Con los brazos cruzados ymirando al brigada, los prisioneros seencaminaron hacia la escalera. Pero alpasar ante la celda del general y la deBanchelli, abiertas y vacías, sesantiguaron todos. Franz fingió no vernada.

No vio siquiera, cuando volvió aconducir a los detenidos a la galería,que los camastros de los dos ausentes

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estaban cubiertos de flores.En el intervalo del paseo, los tres

ingleses habían ido a cogerlas al jardín,y las llevaron allí con la complicidad delos vigilantes italianos, que simularonno enterarse.

—¡La culpa es suya, sólo suya! Si ustedno se hubiese comportado como unimbécil, el otro imbécil del brigada nohubiera descubierto el mensaje, y ahoranosotros sabríamos quién es Fabrizio,sin tropezarnos con un cadáver en lospies… Los cadáveres no son mi fuerte,se lo confieso… Y, además, ¿cree ustedque quiero matar a Fabrizio? Cualquier

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idiota es bueno para que lo maten… Yono quiero matar a nadie. Quiero tan sólosaber…

Müller se paseaba de un lado a otrode su oficina ante el general, quien,derrumbado en un sillón, pálido ysacudido por un temblor nervioso,parecía no oírlo siquiera.

—Escúcheme bien, Bertone. Noquiero más víctimas. Desde por lamañana hasta la noche lucho con losfascistas, que me piden rehenes parafusilar. También le querían a usted, elotro día por un proceso ante el tribunalde guerra de Verona… Usted, de laRovere, se entiende, usted, Bertone.Pero no fue por proteger su falsa

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identidad que me negué a ello. No; meniego por principio. Hasta a Banchelli…su Banchelli, cuyo suicidio ahoracorrerá a mi cargo, había yo logradosalvarlo de la muerte a la que había sidoya condenado por sabotaje… Sabotaje,digo, no conspiración: hizo volar un trende municiones, ese hombrecillo… Y él,el muy estúpido, se corta las venas parasalvar la vida de un hombre al que yo notengo la menor intención de quitársela.¡Locos…! No sois más que un hatajo delocos, vosotros los italianos… Perodejémoslo correr. El dilema, para mí, esclaro. Un hombre, en mi puesto, ha deproporcionar a su mando lasinformaciones o el pellejo de los que se

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niegan a darlas. No tengo otra opción.¿Ha comprendido, Bertone? No tengootra opción. Por lo tanto, ahora volveráusted a su celda, entre suscompañeros…

—¿Yo? —interrumpió Bertone,levantándose de un salto.

—Usted, por supuesto.—No, mi coronel, quíteselo de la

cabeza. Hágame deportar, si quiere…Hágame fusilar… Pero yo a la galería,entre esos que ahora lo deben saber yatodo, no vuelvo.

—¿Que no vuelve?—No, mi coronel, no vuelvo, no

puedo volver. Todos dudarían de mí,todos me acusarían de traición. Usted no

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sabe lo que son las cárceles y lo que soncapaces de inventar los detenidos contralos delatores. ¡Muy distinto aBanchelli…! No puedo volver, tras lamuerte de aquel desgraciado, así…

Müller reflexionó un instante y luegomovió la cabeza en sentido afirmativo.

—Justo, justo —dijo—. Así, enefecto, sería peligroso. Bueno, loharemos de manera que usted vuelvamás general aún y más acreditado queantes…

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Bertone.

—Va a verlo —respondió elcoronel, pulsando el timbre.

Entró un plantón y, a una señal de

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Müller, cogió del brazo al generalinvitándolo a levantarse.

Cuando ambos hubieron salido,entró otro plantón con un paquete y unacarta.

—¿Qué es? —preguntó el coronel.—Una señora lo ha dejado aquí para

el general de la Rovere.—¡Ah…! ¡Llévaselo a su celda!

Inmediatamente después del reparto delprimer rancho, se difundió por la galeríala noticia de que también el generalhabía muerto a consecuencia de losmalos tratos. Pero enseguida llegó undesmentido: no había muerto, sino que

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solamente se desmayó de dolor, y ahoraestaban esperando a que recobrase lossentidos para comenzar de nuevo. MikeBongiorno, que había estado en laoficina de registro, volvió diciendo quehabían llamado al médico de urgenciaporque el general, a consecuencia de lapaliza, sufrió un ataque al corazón. Estasnoticias, transmitidas a golpe de nudillo,pasaban de pared en pared, sin turbar elsilencio de la galería, tan grávido ypreñado de cólera. Por ello, Franzdispuso que permaneciera en ella unapatrulla alemana de guardia. El ruidocadencioso de aquellos zapatonesclaveteados hacía más lúgubre aún lasensación de espera que se cernía sobre

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el gris corredor. Los hombres de lapatrulla habían abierto las mirillas delas celdas para vigilar mejor a lospresos y estaban estupefactos de verlosa todos sentados en los escabeles con lamirada fija en el vacío, como siobedeciesen a una consigna.

Sólo se movieron hacia las cuatro,cuando escucharon chirriar la reja quedaba a la rotonda. Entonces corrieron asus mirillas, esperando ver al general.Pero no vieron sino a un plantón con unpaquete en la mano que entraba en lacelda del ausente y que salía sin él.También este sorprendente episodio setransmitió de una pared a otra y llegóhasta quienes no pudieron presenciarlo,

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y los comentarios se entrecruzaron. ¿Quésignificaba aquel paquete, y quécontenía? Por otra parte, el hecho de quelo hubiesen depositado allí quería decirque había de volver el destinatario. Amenos que el destinatario fuese un nuevoinquilino, aún en la calle. Sí, pero en talcaso no habrían dejado la cama, ellavabo y la mesa.

Las horas transcurrían en estaansiedad. Los vigilantes italianos, bajoel control de los alemanes, no seatrevían a acercarse a las mirillas paradar informaciones de las cuales, por lodemás, carecían ellos también. Cuandola patrulla les volvía la espalda, alzabanlos ojos al cielo para hacer comprender

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a los detenidos que no se podía hacermás que esperar con resignación.

Con el alba comenzaron a declinarlas esperanzas de volver a ver, al menosaquel día, al general, cuya llegadaanunciaron los tres ingleses, volviendodel jardín, a Ceraso, al cerrarles éste lapuerta.

—¡Viene! ¡Lo han torturado! —soplóéste a través de la mirilla de otrodetenido.

—¡Viene! ¡Viene! ¡Viene! —repitieron en un instante todas lasparedes de la galería—. ¡Torturado!¡Torturado! ¡Torturado! ¡Viene! ¡Viene!¡Viene!

Transcurrieron, lentísimos, algunos

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minutos. Todas las mirillas de las celdasestaban pobladas de ojos desorbitados.Estos ojos vieron acelerar el paso a loshombres de la patrulla hacia la reja delfondo, que al poco rechinó.

El general apareció por detrás de laestatua de San Vittore que se alza enmitad de la rotonda. Pero no era él quieniba delante. Eran dos soldados que loarrastraban casi en vilo aguantándolopor los sobacos. Las piernas, en vez desostener el cuerpo, lo seguían. El rostrotumefacto y reclinado sobre el pechoaparecía surcado por relucientesregueros de sudor. En el momento deembocar la galería, el general, jadeante,se aferró a uno de los barrotes, como si

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quisiera oponer resistencia. Todosatribuyeron ese gesto desesperado a laabsurda vergüenza de mostrarse enaquel estado. Ahora él, con la expresiónde un animal acosado, miraba ante sí elinmenso corredor vacío y silente.

¿Intuía la presencia de aquellos ojosque lo seguían desde las mirillas?

Los soldados le dieron un estirón, yla reja se cerró a espaldas del general.Bertone se apoyó en ellos exclamandoalgo que nadie entendió, pero que indujoa los soldados a soltar la presa.

—¡Adelante! —conminó Franz.El general se apretó las rodillas

dobladas con los puños, y lentamentelogró erguir el busto.

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Entonces, de improviso, de unacelda en lo alto, se alzó una vozsolitaria:

Hermanos…

Otras dos o tres voces se le unieron:

de Italia…

Unánime, solemne, amplio, cundió enaquel corredor gris y desierto el himnode Mameli.

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El general pareció de momentocomo si estuviera aplastado. El bustovolvió a doblársele, la cabeza se reclinónuevamente sobre el pecho. Pero alintentar Franz hacer ademán de volver acogerlo del brazo, se zafó de modoagresivo y se encaró con el alemán, surostro desencajado mostraba unacarcajada que era a la vez de rabia, deburla y de provocación. El brigada dioun paso atrás.

Del yelmo de Escipión…

Lo cantaba con ritmo lentísimo.

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El general se secó el sudor de lafrente, se pasó las manos por la guerreraarrugada y adelantó un pie, luego el otro.

El canto se hizo más lento aún paraque pudiera acompasar con él su pasotodavía incierto y vacilante.

¿Dónde está la victoria…?

El general avanzaba como tanteandoel terreno, pero sin perder la cadencia.

La cabeza del general cesó debalancearse. Cada vez estaba más firmey más erguida a medida que sus piernasiban marcando un paso más apretado y

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más seguro.

Que esclava de Roma…

Ahora caminaba acompasadamente,como al frente de un regimientodesfilando. Habría sobrepasado su celdasi Ceraso, con el gorro en la mano, nohubiera estado manteniendo abierta lapuerta.

Apenas el general la hubofranqueado, le faltaron las fuerzas ycayó de bruces sobre el camastro.Confusamente, oyó un rumor de aplausosque hacían eco en la galería, mezclado

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con los pitidos y los alaridos de Franz.Notaba un olor a flores frescas, pero, sindarse cuenta, las había aplastado bajo supropio cuerpo.

Acabó sumido en una especie demodorra.

Era ya de noche cuando se despertó.La luz macilenta de una lámpara depetróleo iluminaba la celda.

La tenía sobre las rodillas Ceraso,sentado en el escabel a su lado. No sehabía movido de allí desde que Franzsaliera. Tursini, desde fuera, montaba laguardia contra un retorno de losalemanes.

—¿Cómo se encuentra, mi general?¿Quiere que le ayude a desnudarse?

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—¿Qué hora es?—Las diez.—Las diez…—¿Le han hecho mucho daño, mi

general?—Banchelli ha muerto…—Lo sé.—Se ha suicidado… para no hablar.—Lo sé. Lo sabíamos todos.—Se ha suicidado mientras yo

dormía, y yo no me he dado cuenta…Pero no habló, ¿comprendes? Díselo aél.

—¿A quién?—No lo sé. Díselo a todos…—Ya lo saben, mi general. Siempre

estuvieron seguros de que De Banchelli

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no cantaría.—Sí, ¿verdad…? Y… ¿y de mí?—¿De usted, mi general?Ceraso sonrió ante aquella pregunta

que le resultó divertida.—Echame un poco de agua por la

cabeza, tengo la sensación de que va aestallarme…

Mientras obedecía, Ceraso dijo:—Le han traído un paquete y una

carta, mi general.—¿Un paquete y una carta, a mí?

¿Quién lo ha traído?—No lo sé. ¿Quiere verlo?—Sí… No… No puedo volverme y

me duele tener los ojos abiertos… Miratú qué es…

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Ceraso deshizo el envoltorio.—Hay tres camisas —dijo—, un

traje, seis pañuelos, un batín, doscalzoncillos y dos camisetas…

Para mostrárselo sin obligarlo amoverse de su posición de bruces sobrela cama, depositó el envoltorio en elsuelo, abierto. El general alargó el brazoen el vacío, cogió al azar un pañuelo, lodesdobló y se acercó las inicialesbordadas a los ojos hinchados ysalpicados de sangre.

Bajo una corona condal estaban lasletras G. E de la R.

—Es lino —dijo Ceraso conadmiración—, lino puro…

El general se lo pasó por la cara y se

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sintió envuelto por un suave olor a aguade lavanda.

—Abre también la carta —dijo.Ceraso despegó cautamente el sobre.—Está la fotografía de su esposa y

de sus hijos —dijo con voz insegura—.¡Qué hermosos chicos…!

El general calló largo rato. Luegodijo:

—Lee, por favor…Ceraso se aclaró la garganta:

Ginebra, 3 de julio.

Mi adorado, esperoardientemente que estas pocaslíneas puedan llegar hasta ti.

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He sabido de tu detención pornuestro cónsul aquí. Se lo hedicho también a los chicos. Hansido todos muy valientes, nohan llorado. Tampoco yo hellorado. Hemos releído la cartaque nos escribiste después del 8de septiembre, y nos hemosrepetido tus palabras: «Cuandono sepas cuál es el camino deldeber, elige el más difícil». Loschicos están bien, en el colegionos hacen honores. Rezamospor ti, y estamos a tu lado conel pensamiento y el corazón. Entodo momento, en todacircunstancia, ocurra lo que

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ocurra, quiero que sepas que mesiento feliz de ser tu esposa yque no cambiaría mi destinopor el de ninguna otra mujer.Tuya, para siempre,

Bianca Maria.

Hubo un largo silencio. El generalparecía que durmiese. Luego, sinmoverse, preguntó:

—¿Cómo decía aquella frase,Ceraso? ¿Elige el camino del deber…?

—Cuando no sepas cuál es elcamino del deber, elige el más difícil —repitió de memoria el vigilante.

Hubo otro silencio.

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—Reléeme toda la carta, por favor.Ceraso obedeció. Luego esperó en

vano que el general dijese algo. Se leacercó y, al verlo inmóvil, creyó que sehabía amodorrado de nuevo. Le puso lafotografía bajo el rostro que reposabasobre el brazo doblado. Luego salió depuntillas.

El general no se movió. Pero, alpoco, gruesas y pesadas lágrimas comogotas de mercurio comenzaron a caersobre la fotografía.

Al día siguiente se negó a salir al airelibre porque, dijo, no se tenía en pie. Talvez fuera verdad. Hacia el mediodía lo

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mandaron al médico, quien no hallólesiones, más bien hematomas ydislocaciones por todas partes.

—Trabajaron bien —dijo con rabia—. ¿Cuántas veces se desvaneció, migeneral?

—No me desvanecí.—¿De veras? Le felicito. No quise

creerlo cuando los demás detenidos melo dijeron…

—¿Cómo lo sabían?—No lo sé. Dicen también que usted

le escupió un diente en la cara alverdugo y le dijo que se lo mandase aHitler. No se habla de otra cosa en todala cárcel… ¿Quiere que le haga ingresaren la enfermería?

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—No.—¿Por qué, mi general? Tiene

derecho a ello. En la enfermería, créalo,se está mucho mejor.

—Ya lo sé, pero prefiero quedarmeaquí con mis compañeros.

—Comprendo, mi general. Comoquiera.

La noticia de esta negativa tambiénse divulgó en la cárcel, que nunca comoen aquellos días había estado tansilenciosa para no turbar el reposo delenfermo. Los barrenderos, cuandopasaban ante su celda, caminaban depuntillas. Y una sola vez Ceraso seavino a abrir la puerta: cuando dos delos últimos ingresados fueron

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excarcelados porque se comprobó queeran efectivamente dos funcionarios delGobierno de Saló como habían dicho,pero que no quisieron salir sin saludaral señor general.

Éste consintió en recibirlos y lo hizocon mucha afabilidad en presencia delos vigilantes. Los dos hombres estabancohibidos e intimidados.

—Excelencia —dijo uno de ellos—,seguramente le sorprenderá esta visitade despedida. Nosotros militamos en elotro bando…

—No, no —sonrió el general—, noimporta «dónde» se milita. Importasolamente «cómo»…

Estaba todavía en la cama. Tenía la

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barba crecida, porque no se la habíaafeitado desde que murió Banchelli, yesto le hacía aparentar que estaba muchomás enflaquecido de lo que estaba enrealidad. Junto a la cama, pegada a lapared con migas de pan, estaba lafotografía de su mujer con Gualberto yLudovico y la carta.

—Mi general —dijo el otro visitante—, nosotros estuvimos muy mal aquídentro porque todos los demás presosnos despreciaban. Y ahora nosdespreciarán mucho más al vernossalir… Quisiéramos que usted no nosdespreciara…

—Yo no tengo derecho a despreciara nadie, ni siquiera a los alemanes… No

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hay necesidad de despreciar ni tampocode odiar al enemigo para combatirlo.Conque… ¿Volvéis a Saló, ahora?

—Sí, Excelencia —dijo el primero,tras un ligero titubeo—. ¿Sabe usted?Nosotros tenemos familia…

—Comprendo… Bueno, si veis a miexamigo y colega Graziani, decidle quele deseo una muerte de soldado, en elcampo del honor… Quisiera poderlorespetar…

Y los despidió con un gestoamistoso, pero sin tenderles la mano.

Tres días después salió a tomar el airecon los demás. Como caminaba con

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dificultad, toda la fila se adaptó a supaso, a pesar de las conminaciones deFranz. En el patio, se sentó en unabanqueta, y los demás dejaron de ir deun lado para otro para no molestarlo,pasando continuamente ante él. Elbrigada, que mientras tanto se habíapersonado en el mando, le dijo, alvolver, que si tenía algo que comunicaro que pedir al coronel Müller, éste lorecibiría gustosamente, pues se hallabaen su oficina. El general respondió queno tenía nada que comunicar ni nada quepedir.

Aquella noche le quitaron la camade la celda, el lavabo y la mesa. Enadelante, dormiría en un camastro como

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todos los demás e iría a lavarse en elsucio aguamanil de la galería. El generalno formuló objeciones ni protestó. Peroal atardecer, llovieron siete mantassobre la celda con las que pudo hacerseun improvisado colchón. Al díasiguiente le pusieron un orinal,obligándolo a convivir con sus propiosexcrementos. También esto lo aceptó elgeneral con desenfado, y sólo se opusoenérgicamente a los dos barrenderos quea la mañana siguiente intentaroneximirlo de vaciar el recipiente. Losrechazó con firmeza y fue a vaciarlopersonalmente.

Cuanto más trataban los alemanes dehumillarlo, más aumentaba el respeto en

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torno suyo. Cuando Franz, un día, desdeel fondo de la galería, se le dirigióllamándolo no ya general, sino «bandidobadogliano», tras las puertas de lasceldas estalló una bronca clamorosa queningún pitido ni ninguna amenazalograron acallar. El propio generalprodigaba en vano, a través de Ceraso,de Sapienza y de Tursini, exhortacionesa la prudencia. Dos detenidos fueronsometidos a flagelación por un sonorocorte de mangas dedicado al brigada,quien, al fondo de la escalera, acuciabaal general, de regreso del paseo, paraque subiese más ligero.

Todos, en cuanto podían, iban allevarle algo. Los tres ingleses, que

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tenían derecho a un racionamiento decigarrillos, se pusieron a economizarlospara dárselos al general. Se losmandaban con regularidad por medio deCeraso, con una rosa o un clavel. Paraevitar castigos a sus compañeros ysustraerlos a las tentaciones, el general,pese a que el calor era sofocante, rogabaa los vigilantes de turno quemantuviesen su puerta cerrada. Pasabahoras caminando de un lado para otro dela celda, o bien sentado en el escabelcon los ojos fijos en la fotografía de sumujer.

Un día pidió a Ceraso que leprocurase a cualquier precio papel ylápiz. Cuando lo tuvo, pasó los días

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escribiendo. Los tres vigilantes, que devez en cuando entraban a preguntarle sinecesitaba algo y se entretenían un pococon él, vieron que tenía entre las páginasde un libro tres sobres con tres señas:Para mi mujer, Para Ludovico, ParaGualberto. Los sobres se inflaban cadadía más. Luego se les agregó otro: ParaSu Majestad. Pero, a juzgar por elgrosor, no debía de contener más de dosfolios.

A la sazón, el general hablaba confrecuencia de sus hijos a los vigilantes.Decía que los quería a los dos por igual,pero reconocía albergar una debilidadpor Gualberto, el más pequeño, tal vezporque, por su vivacidad, le causaba

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más quebraderos de cabeza.—Temo que le gusten un poco

demasiado el juego y las mujeres, comome gustaron a mí de joven. No sé sitendrá la fortuna de dar con una mujercomo la mía. Pero se me parece tanto…

Los vigilantes contemplaban lafotografía y reconocían que,efectivamente, Gualberto era el que másse le asemejaba. Entonces el general seponía a enhebrar elogios de Ludovico,de su diligencia y ecuanimidad, comopara hacerse perdonar la confesadaparcialidad a favor de Gualberto.

No volvieron a llevárselo para un

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interrogatorio. No obstante, la sorpresafue mayúscula cuando lo trasladaron conmuchos más al campo de concentración.Al principio se creyó que los habíanenviado a Alemania. Luego se supo quehabían sido destinados a Fossoli.

A él le consintieron también que sellevase consigo su escaso equipaje.Ceraso lo ayudó a empaquetar. Elgeneral no había querido usar nuncaninguna de las prendas interiores y elvestuario que su esposa le habíamandado. Todo había permanecido,perfectamente planchado, dentro delenvoltorio. Uno de los otros deportadosse encargó de transportarlo. El generalguardó consigo solamente la carta y la

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fotografía.Los presos que quedaban estaban

todos detrás de los barrotes de lasverjas, viéndolos pasar. Él los saludóuno por uno llevándose la mano a lasien, y se alegró al ver que ninguno delos cinco recién llegados formaba partedel convoy. Cuando pasó por delante dela celda de Pietro Valeri, éste le dijo:

—Me alegra poderle conocer porfin, general.

El general lo miró con una sonrisa,mas luego su rostro se puso grave comoel de su interlocutor.

—Yo también —respondió— estoycontento de poder finalmenteconocerle…, aunque mejor hubiera sido

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encontrarnos en otro sitio.—Sí —respondió Valeri.—Dios le asista…—Me ha asistido ya su valor,

general. No le olvidaré nunca.En el momento en que atravesaba la

verja de la galería, un grito unánime deadiós salió de las celdas.

En el jardín, cuando le vieron subiral camión, los tres ingleses atacaronalegremente, a coro:

For he’s a jolly good fellow[3]

El general los saludó con un gesto de la

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mano. Los tres ingleses respondieron:

Good bye, man

Cómo y por qué fue ordenada larepresalia sobre sesenta y ochodeportados de Fossoli creo que jamás seha sabido con exactitud. Se ha sabidotan sólo que un día los sacaron de losbarracones y los alinearon contra unparedón para ametrallarlos.

El informe que algunos días despuésllegó a la mesa de Müller señalaba queel general, cuando supo la suerte que leesperaba a él y a sus compañeros, había

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pedido solamente una cosa: poder vestirel traje que se le había mandado a lacárcel y que nunca se había puesto. Se loconcedieron y con aquella indumentaria,intacta y bien planchado, avanzó conpaso seguro hacia su puesto. Un instanteantes de la orden de fuego, de la Roverese separó de la fila dando un pasoadelante y gritó:

—¡Viva Italia! ¡Viva el Rey!En sus bolsillos se encontraron las

cuatro cartas adjuntas al informe: unaPara mi mujer, una Para Ludovico, unaPara Gualberto, una Para Su Majestad.

Müller las cogió, vio que estabanabiertas y las cerró. Y, llamando a suayudante, le ordenó que fuesen

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entregadas a la condesa Bianca Mariade la Rovere, por conducto delconsulado italiano en Ginebra.

El ayudante del coronel Müller, queestaba al corriente de la intriga, lo miróverdaderamente asombrado: le parecíauna burla de mal gusto y macabra.

—No, no —dijo Müller, moviendola cabeza—, es el único modo dereparar el error que hemos cometidofusilando a ese hombre. Nosotros losalemanes juzgamos a este país por susgenerales auténticos. Y es con los falsosque da su medida.

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— FIN —

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P

ADENDA: ELÍDOLO DE SAN

VITTORE[4]

RINCIPIA mi historia el día 1 demarzo de 1944 en que suexcelencia el general Della

Rovere, íntimo amigo del mariscalBadoglio y consejero técnico delgeneral británico Alexander, fue llevadoa la prisión de San Vittore y colocado enuna celda frontera a la mía. Seempeñaba el movimiento italianosubterráneo por entonces en

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desorganizar la corriente de reservasalemanas que marchaban al frente delSur. Según supe, el general había sidocapturado por los nazis en una provinciadel Norte en momentos en que lo poníaen tierra un submarino aliado, paraasumir allí las funciones de comandantede las operaciones de guerrilla. Mecausó impresión el porte aristocráticodel hombre. Hasta Franz, el brutalinspector germano de la prisión, secuadró en actitud militar de atenciónante él.

De todas las “fábricas deconfesiones” que tenían los alemanes enItalia, la peor era la de San Vittore. Allíse llevaba a los prisioneros del

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movimiento secreto italiano que habíanresistido el primer interrogatorio “derutina”. Allí el comisario Muller, de laGestapo, y un puñado de especialistasde la SS —valiéndose de métodoscelebrados en los anales de la torturarefinada—, arrancaban generalmente lainformación deseada hasta a los másobstinados.

Seis meses habían corrido desde eldía en que me arrestaron. Había sido“interrogado” varias veces y me hallabaya exhausto y desalentado, siemprepensando hasta cuándo podía resistir. Ental situación estaba, cuando un día unode los guardianes italianos, Ceraso,descorrió el cerrojo de la celda y me

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dio una sorpresa anunciándome que elgeneral Della Rovere deseaba verme.

La puerta de la celda del generalestaba, como de costumbre, sincerradura ninguna. Además, eldistinguido prisionero disponía de uncatre, en tanto que nosotros dormíamosen tablas desnudas. Inmaculadamentevestido y con su monóculo en el ojoderecho, el general me saludócortésmente:

—¿El capitán Montanelli? Ya sabíaantes de desembarcar que lo encontraríaa usted aquí. El Gobierno de SuMajestad se interesa profundamente porla suerte de usted. Confiemos en que,aún al caer delante del pelotón alemán

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de fusilamiento, usted sabrá cumplir consu deber, el más elemental de susdeberes como oficial. Pero, por favor,no se incomode usted.

Sólo entonces me di cuenta de quehabía permanecido ante él en posiciónde “firmes”.

—Nosotros, los oficiales todos,vivimos vidas provisionales ¿no es así?—me dijo el general—. Un oficial es,como dicen los españoles, un novio dela muerte.

Se detuvo aquí. Mientras lo veíapulir el monóculo con un pañueloblanco, pensé que en ocasiones losapellidos reflejan la personalidad dequien los lleva. Della Rovere significa

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“del roble”, y este hombre, estaba claro,era de madera muy sólida.

—A mí ya me han sentenciado —continuó el general—. ¿A usted también?

—Todavía no, excelencia —contestécasi como si quisiera excusarme.

—Ya lo condenarán —dijo—. Losalemanes son rígidos cuando esperanarrancar una confesión, pero tambiénson caballeros en su estimación por losque se niegan a confesar. Usted no hahablado. ¡Muy bien hecho! Eso significaque se le hará el honor de fusilarlo defrente y no de espaldas. Le pido quepersista en el silencio. Si se le somete ala tortura —no pongo en duda sufortaleza moral, pero la resistencia

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física tiene sus límites— le insinúo queles dé un nombre: el mío. Sea cualquierael acto que haya usted ejecutado, dígalesque procedía en cumplimiento deórdenes mías… A propósito ¿cuáles sonlos cargos que le hacen?

Se lo conté todo, sin reservaninguna. Su excelencia me oía como meoiría un confesor. De vez en cuandomovía la cabeza en señal de aprobación.

—Su caso es tan claro como el mío—dijo en cuanto hube terminado—. Aambos se nos sorprendió mientrascumplíamos órdenes superiores. Elúnico deber que me resta por cumplir esmorir luchando en el campo del honor.No ha de ser difícil, creo yo, morir

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decorosamente.Cuando Ceraso me encerraba otra

vez en mi celda le rogué que memandara un barbero al siguiente día. Yaquella noche doblé con cuidado mispantalones y los realcé el plieguelongitudinal con el listón de la ventanaantes de tenderme a dormir sobre micamastro.

Durante los días que siguieron vique muchos prisioneros visitaban lacelda del general. Al salir, todosparecían como erguidos; ninguno semostraba ya abatido.

El ruido y el desorden en nuestroaislado sector habían disminuído. Elnúmero 215 dejó de dar los

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desgarradores gritos con que selamentaba por la suerte de su mujer ysus hijos, y mostró gran composturacuando lo llamaron al interrogatorio.Ceraso me Contó que después de hablarcon el general casi todos solicitaban unbarbero y pedían peine y jabón. Losguardas de la prisión dieron en afeitarsea diario y aún trataban de hablar italianocastizo en vez del dialecto napolitano osiciliano. Hasta el mismo Muller,cuando pasaba revista a la secciónencomiada, refunfuñaba la mejorageneral en cuanto a disciplina y decoro.

Lo mejor de todo era que la “fábricade confesiones” ya no las producía. Losprisioneros persistían en su obstinado

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silencio. Della Rovere les daba a todosfuerzas para resistir, como si las sacarade la gran provisión de su valor. Y suexperiencia de prisionero le permitíadarles, además, valiosos consejos.

—Las horas más peligrosas suelenser las primeras de la tarde —lesprevenía—. El solo anhelo dedistracción puede hacerles confesar.

O bien les decía:—No se queden ustedes con la vista

fija en las paredes. Cierren los ojos decuando en cuando y las paredesperderán el poder de ahogarlos.

Censuraba a quienes descuidaban elarreglo de la persona. “La limpieza”, lesdecía, “influye sobre la moral”. Sabía

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que las fórmulas militares que usabancon él les afirmaban el orgullo. Porúltimo, nunca dejó de recordarles susdeberes hacia Italia.

Alguno inquirió prudentemente cuálhabía sido la actitud del general duranteel interrogatorio. El general se echó areír y le contestó:

—Me interrogó mi viejo amigo elmariscal de campo Kesselring. Mi tareaera cosa sencilla porque Kesselringsabía de antemano todo lo que había quesaber, con excepción, eso sí, de que mehallaba yo en un submarino británicocuando me cogieron.

—¿Y realmente usted se fiaba de losingleses? —dicen que le había

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preguntado Kesselring.—¿Por qué no? —le había

contestado—. ¡Si nosotros nos hemosfiado antes de los alemanes!

En general parecía gozar muchorecordando la escaramuza.

Después de poco tiempo comenzó acorrer por la prisión el rumor de que eltal general era un contraespía, un delatoral servicio de los alemanes. Los guardasde la prisión, aunque salidos de laescoria del régimen de Mussolini,sintieron que ya eso traspasaba loslímites de la humillación. Acordaronentre sí vigilar al generalconstantemente; si resultaba ser el felónque se decía estaban resueltos a

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estrangularlo.En la mañana siguiente Della Rovere

recibió al número 203, un comandante aquien se tenía por sabedor de infinidadde datos, pero que no había soltadopalabra ninguna. Ceraso se quedó juntoa la puerta de la celda y los otrosguardas italianos vigilaban de cerca.

—Van a someterlo a extremastorturas —oyeron que le decía el generalal comandante—. No confiese nada.Trate de no pensar; hágase fuerza paraconvencerse de que no sabe nada. Elsimple hecho de pensar en un secretoque usted guarda lo expone a que lesalga de los labios.

El comandante escuchaba, pálido el

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rostro, lo que el general le aconsejaba,como me había aconsejado a mí.

—Si se ve obligado a hablar, dígalesque cuanto hizo lo realizó encumplimiento de órdenes mías.

Aquella misma tarde, y como paradarle satisfacciones, Ceraso le llevó asu excelencia unas pocas rosas, regalode los guardas italianos de la prisión. Elgeneral aceptó cortésmente las flores; nopareció tener la menor idea de que sehabía desconfiado de él.

Una mañana se presentaron en laprisión los alemanes a llevarse a loscoroneles P. y F. antes de ser conducidosal patio se les permitió satisfacer suúltimo deseo: decirle adiós al general.

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Los vi cuadrados a la puerta de la celda.Aunque no oí lo que el general les decía,vi que ambos oficiales sonrieron. Elgeneral les estrechó la mano, cosa quenunca le había visto hacer. Entonces,como si de pronto se hubiese dadocuenta de la presencia de los alemanes,se cuadró, levantó la mano y saludó. Losprisioneros le devolvieron el saludo, ygirando sobre los talones marcharon arecibir la muerte. Supimos después queambos, ya ante el pelotón defusilamiento, gritaron: “¡Viva el Rey!”.

Aquella tarde fui sometido a nuevoexamen. El comisario Muller me dijoque mi suerte dependía del resultado deeste interrogatorio. Que si persistía en

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mi silencio… Me quedé mirándolo conojos desmesuradamente abiertos, y, sinembargo, no podía oír nada, ni siquierapodía verle distintamente. En vez de suimagen se me representaban los rostrospálidos y tranquilos de los coroneles P.y F., y la cara sonriente del general. Oíauna voz tranquila que me susurraba aloído: novio de la muerte… deberelemental de un oficial morir luchandoen el campo del honor. En vano mesometieron los alemanes a uninterrogatorio de dos horas. No se mehizo sufrir tortura alguna, pero si asíhubiera sucedido habría sido capaz,creo, de mantenerlo oculto todo. Deregreso a mi celda le pedí a Ceraso que

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me dejara detenerme en la de suexcelencia.

El general hizo a un lado el libro quese hallaba leyendo y fijó en mí sumirada investigadora, en tanto que yopermanecía militarmente cuadrado.Entonces, antes que yo hablara, seexpresó así:

—Sí; así esperaba que procederíausted. No podía haber obrado de otramanera —se levantó de su asiento ycontinuó—. No tengo palabras paraexpresar todo lo que quisiera decir,capitán Montanelli, pero puesto que nohay nadie más que tome nota de nuestrocomportamiento, que sea este honradoguarda italiano testigo de lo que

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decimos en nuestros últimos días. Queescuche cada una de nuestras palabras.Estoy bien satisfecho, capitán. Estoyverdaderamente contento. ¡Bravo!

Aquella noche me sentí realmentesolo en el mundo. Pero mi amada patriame parecía más cerca, más cara a micorazón y más real que nunca.

No volví a ver más al general.Solamente después de la liberación tuvenoticias de su fin. Uno de lossupervivientes de Fossoli me refirió lahistoria.

Fossoli era un notorio campo deexterminio en donde los medios de darla muerte eran complejos y muydiversos. Cuando se trasladó allí al

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general Della Rovere con centenares deprisioneros de un tren blindado, mantuvoél siempre su dignidad. Iba sentadosobre un montón de morrales que losdemás habían juntado para que pudieradescansar. Se negó a levantarse cuandoun funcionario de la Gestapoinspeccionaba el tren. Aún cuando elnazi le dio una bofetada y le gritó: “Yote conozco, Bertone, grandísimo cerdo”permaneció inmutable. ¿Para quéexplicarle a este ignorante alemán quesu nombre no era Bertone, sino DellaRovere, que era general de un cuerpo deejército, íntimo amigo de Badoglio yconsejero técnico de Alexander? Sinalterarse recogió su monóculo y se lo

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puso de nuevo. El alemán se marchómaldiciendo.

Una vez en Fossoli, el general novolvió a disfrutar de los privilegios quese le concedían en San Vittore. Loalojaron en un cuartel común con todos yle pusieron a trabajar como a los demás.Sus compañeros de prisión trataban deahorrarle el desempeño de los oficiosmás bajos y se turnaban parareemplazarlo; pero nunca él trataba deevadirse de cumplir su tarea, por difícilque fuera para un hombre que ya no erajoven. Por las noches les recordaba asus camaradas que no eran delincuentes,sino oficiales militares. Y ellos,mirando el relumbrante monóculo y

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oyendo la voz del general, sentían elánimo más levantado.

La carnicería que se hizo en Fossoliel 22 de junio de 1944 pudo haber sidouna represalia por las victorias aliadascerca de Génova. Sea como fuera, porórdenes recibidas de Milán se sacaron65 hombres de un total de 400prisioneros. A medida que un tal tenienteTito leía la lista, el condenado, al oír sunombre, daba un paso al frente de laformación. Cuando llamó “Bertone”nadie se movió. “¡Bertone!”, rugió elteniente mirando fijamente a DellaRovere. Su excelencia no se dio pornotificado.

¿Quería Tito mostrar indulgencia

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hacia el sentenciado? Nadie podríaafirmarlo.

En todo caso, sonrió de pronto.“Muy bien, muy bien”, dijo, “DellaRovere, así me gusta”.

Todos se quedaron conteniendo elaliento mirando al general, quiensacando el monóculo del bolsillo ylimpiándolo con notable fuerza en lamano, se lo aplicó alojo derecho, y contoda calma le contestó al oficial:“General Della Rovere, si hace elfavor”, y se unió al grupo.

Se les aherrojó con esposas a los 65destinados al suplicio, y enseguida seles condujo hasta el pie de la muralla. Atodos se les vendaron los ojos, menos al

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general, que porfiadamente rechazó lavenda y obtuvo que se accediera a sudeseo. Mientras se colocaban cuatroametralladoras en la posicióncorrespondiente, su excelencia dio unospasos adelante de la fila, y con ademánaltivo y resuelto y en voz firme y sonora,habló así: “Señores oficiales: en losmomentos en que arrostramos el últimosuplicio, vayan nuestros pensamientosde fidelidad a la amada Patria. ¡Viva elRey!”.

Tito ordenó “¡fuego!”; lasametralladoras dejaron cumplida laorden. El cuerpo del general fue sacadoen su féretro, siempre portando sumonóculo.

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La verdadera historia del generalDella Rovere, que viene a conocersedespués de su muerte, es una serie deepisodios, casi increíbles, de heroísmoy sustitución de personas. Porque es locierto que el ídolo de San Vittore no eratal general. Ni Badoglio ni Alexanderoyeron hablar de él jamás. Y no sellamaba Della Rovere.

Era un tal Bertone, natural deGénova, ladrón y estafador, huéspedpresente de la cárcel. Los alemanes lohabían arrestado por un delito de menorimportancia, pero durante elinterrogatorio de rigor habían llegado adescubrir que el hombre tenía soberbiasdotes naturales de actor. Por su falta de

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escrúpulos y sus disposiciones decomediante lo creyeron ideal comoagente para embaucar a los guerrillerospresos y obtener de ellos informesútiles.

Bertone se mostró listo paracelebrar el trato. Procedería como se lepedía a cambio de un tratamiento depreferencia en la prisión y de que se lepusiera pronto en libertad. Los alemanesinventaron la historia de Della Rovere yle enseñaron bien el papel que debíarepresentar.

Una vez enviado Bertone a SanVittore pidió, y se le concedió, un cortoplazo con el fin de ganarse la confianzade los hombres a quienes iba a hacer

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víctimas. Pero Bertone era más astuto delo que los nazis creían; iba resuelto a noengañar sino a los mismos alemanes.

Y ocurrió entonces la sorprendentetransformación. Bertone, desempeñandoel papel del general Della Rovere, seconvirtió en Della Rovere de verdad.Emprendió una tarea sobrehumana:hacer de San Vittore una prisión aprueba de confesiones y de inspirar alos allí reunidos fortaleza para hacerlefrente a su destino. Y por su presenciaimponente, su impecable pulcritud, porlos altos quilates de su valor y su fe,trajo un nuevo sentimiento de dignidad yde propia estimación de esos pobresseres allí encarcelados.

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Pero al fin comprendió que el plazoconvenido tocaba a su fin. El comisarioMuller iba mostrándose más y másimpaciente con tanta demora. ¿Por quéno aparecían las confesiones? Cuando“Della Rovere” me habló aquel últimodía en su celda y le pidió a la guardiaque fuera testigo de sus palabras, sabíaque todo había terminado, que ésta erala única manera de que el mundo de quelo separaban esos muros pudieraconocer algún día su historia; el únicomedio de que Italia supiera que él habíasido fiel a la Patria.

El 22 de junio de 1945, primeraniversario de la carnicería de Fossoli,de pie en la catedral de Milán

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observaba yo al Cardenal —príncipearzobispo de esa archidiócesis—consagrar los ataúdes de los héroessacrificados en esa prisión. El Cardenalsabía de quién era el cuerpo que yacíaen el féretro marcado Della Rovere.Sabía también que nadie tenía mejorderecho al título de general que elocupante de esa caja, el antiguo ladrón yhuésped de cárceles.

Indro Montanelli

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INDRO MONTANELLI (Fucecchio,Florencia, Italia, 22 de abril de 1909 -Milán, Italia, 22 de julio de 2001). Esconsiderado como uno de los másgrandes periodistas y escritoresitalianos. Toda su vida estuvo marcadapor la lucha frente a cualquier forma detotalitarismo, haciendo gala de un

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acertadísimo análisis político tanto de laderecha como de la izquierda.

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Notas

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[1] En español en el original (N. del T.).<<

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[2] Calle estrecha entre edificios altos,típica de las ciudades y pueblos deLiguria (N. del E.). <<

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[3] Es un muchacho excelente. <<

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[4] Relato de Indro Montanelli, queforma parte del libro «Historiassecretas de la segunda guerramundial» (publicado en la revistaselecciones del Reader Digest, España1960 y no incluido en la versión impresade este libro). (N. del E.). <<