Post on 04-Jul-2015
Autor: Denisse Adriana Callejas Jackson.
Cel:(55) 4459 6319
Mail alternativo: jlmcc_4@hotmail.com
Twitter: @Denissecj
Título: Los Fantasmas Del Pygmalion.
Sinopsis:
En el pasado La Castilleja fue territorio de dos poderosos linajes de gitanos
conocidos como los “Hijos del Sol” y los “Hijos de la Luna”, hasta que la alianza
entre ambas castas llegó a su fin. Hoy en día, La Castilleja es una ciudad
fantasma cuyo misterio nadie ha logrado develar. Sin embargo, Luca un joven que
a sus 20 años ya se comporta como un anciano; vive obsesionado con la historia
del “Payaso Piérrot” y “Petrú la prisionera del reloj” cuyo trágico romance se ha
transmitido en su familia de generación en generación. Perseguido por el estigma
de su abuelo quien al final de sus días fue tildado como un viejo loco por alegar
haber visto al fantasma de Piérrot – amo y señor del “Circo Pygmalion” –
descubrirá que él mismo comparte un íntimo lazo con la isla fantasma a la que
todos temen. Con la ayuda de Elena, una locuaz arquitecta que también ha visto a
un fantasma relacionado con el misterio de La Castilleja; y Lully un apuesto
vagabundo que sabe más de lo que dice. Luca viajará en el tiempo a través de las
memorias de los muertos y aprenderá que éstos pueden regresar a nuestro
mundo para recuperar aquello que más añoran: “carne y huesos.”
Es una historia contada a través de historias, pues en el mundo de La
Castilleja las palabras de los gitanos poseen el poder para revivir a los muertos.
1. La Prisionera del Reloj. 12. Maldición 23.Sonreír, sonreír, sonreír...Payasito.
2. El Escritor. 13. Mariposas Negras. 24. El Canto del Cuervo.
3. ¡En hora buena transeúntes! 14. Adiós, la tercer lápida. 25. La Hermitaña de la Cabaña.
4. Die Hasen! 15. Las manecillas que navegan a Bizancio. 26. El Gato.
5. La Prisionera y El Brujo. 16. Navegando hacia la Castilleja. 27. La Torre.
6. El Ladrón de Pizzas. 17. Los Guardianes de la Castilleja. 28. Piérrot y Petrú.
7. El Encuentro. 18. Venganza. 29. ...Y la muerte no tendrá Señorío.
8. La Familia Del Juguetero. 19. ¡Pygmalion! 30. El último vals.
9. Gitano y El Señor Brujo 20. Radú. 31. Epitafio.
10. El Sol y La Luna. 21. Las 12:31
INDICE
El espectral payaso sonríe en el oscuro rincón de mi habitación, donde el
claro de la luna no le alcanza a iluminar. Entre sus largas manos juega con una
cajita musical, y al darle cuerda hace girar a la diminuta bailarina que dentro de
ella guarda. Me oculto bajo mis sábanas porque si le miro estoy seguro que me
hablará, pero aún le escucho rechinar los dientes agitado y de tanto en tanto la
madera cruje bajo sus pisadas al acercarse al borde de mi cama, pero siempre
regresa al mismo rincón. Como si la luna llena del cielo fuese un gran ojo cuya
mirada desea evadir a toda costa.
Con el correr de la madrugada su silueta se disuelve lentamente, y al llegar
el alba se pierde entre el polvo de aquél rincón suyo. – “Ha sido un mal sueño.” –
Me aseguran mis padres, culpando al abuelo por contarme tantas historias
fantásticas del pasado. Pero el abuelo ríe profundamente y les dice que nada
puede hacer porque los muertos se burlan de los vivos cada vez que el olvido
amenaza con desterrarlos para siempre de éste mundo, pues con cada nueva
historia que es contada el tiempo se vuelve la música que les transforma en
fantasmas… al menos eso solía decirme él hace mucho tiempo. Una vez, no,
muchas veces antes de que a sus oídos el infernal sonido de aquella música le
confinara para siempre a la sombra de aquellos que se rehúsan a perecer en
nuestras memorias…
1. LA PRISIONERA DEL RELOJ.
La cálida lluvia de abril torna el aire espeso y se abraza a tu piel, hirviendo
de tedio tu nuca; la puesta del sol ha comenzado y sus rayos pintan el cielo de
púrpuras añejos que adormecen los sentidos, mientras que danzan molestamente
en el cristal del parabrisas. Tus párpados caen una y otra vez; luchando,
resistiéndose a aquel sueño empolvado que se rehúsa a morir en las pantanosas
profundidades del olvido. Y para cuando ya has andado un largo tramo en la
desierta carretera, descubrirás que el serpenteante camino te ha arrastrado hasta
una ciénaga oculta detrás de la tupida cortina de sauces llorones que le rodean.
Entonces la radio enloquecerá y en lugar de ésa monótona canción que has
estado tarareando todo el día, escucharás el alegre cantar de los bombos y
platillos de un circo; las manecillas en tu reloj de mano girarán frenéticamente y de
la señal en tu celular mejor ni hablar.
Sin saberlo; mientras te ocupas de hacer callar ésa molesta tonada circense
de tu auto; la tragedia ya ha comenzado a desarrollarse al otro lado del parabrisas.
Un joven y galante payaso; de estilizada silueta; ropas holgadas y
divertidamente distinguidas, se decide a cruzar la autopista. Con la mirada
cabizbaja y el delicado rostro oculto debajo de un paraguas en el que ha
capturado el cielo purpúreo con cada una de sus estrellas negras, así camina el
trágico payaso en una lluvia solitaria de preguntas y enigmas que lo empapan
hasta los huesos. Pues en su mente, ahora al borde de la demencia, se repinta la
silueta danzante de la bailarina estrella del legendario “Circo Pygmalion”. Su
diminuta cintura, su piel de seda recubierta de vestidos dignos de un carnaval de
primavera y ¡Su exquisito cuello de cisne! Pareciera que cada detalle en ella
hubiese sido minuciosamente tallado con el malicioso fin de embrutecer al más
cuerdo de los hombres; y así pues hay un último recuerdo que le devora las
entrañas mismas al apuesto payaso.
-‐ “¿Vendrás conmigo?” – Preguntó el payaso, sin maquillaje alguno que
ocultara sus ojos negros como la noche, ni sus agraciadas facciones de
ángel caído.
-‐ “¡¡Nunca!!” – Ruge la bailarina con su deliciosa voz de ruiseñor.
Harto, cruza por tu mente el arrancar la radio del auto, pero al final te
conformas con ignorarlo. Sin embargo, en ése instante te distrae una dulce
vocecita advirtiéndote que mires al frente, y al obedecerla, te topas con la figura
empapada de un esbelto hombre con ropas extrañas que se guarece de una lluvia
que no está ahí, al menos no al alcance de tu vista. Desconcertado, haces un
violento giro a la izquierda, y el paisaje se vuelve confuso. Todo da vueltas, las
bolsas de aire se activan y cuando por fin todo se ha detenido; te hayas atrapado
en esa verdosa ciénaga.
Con el corazón en la garganta, empujas la puerta del auto para acudir en
auxilio de aquel hombre al que casi atropellaste. Pero cuando te apresuras a su
lado, no hay rastro alguno de él... salvo una lluvia de pétalos rojos que lentamente
tiñen el asfalto de sangre.
Mientras que las aguas del pantano devoran con feroz apetito tu auto; el
eco de una multitud distante irrumpe el silencio de la solitaria carretera;
“¡Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion...!” claman una y otra vez. Es entonces, que
el gusano morboso en tu interior lo sabe: ¡¡En hora buena transeúnte, has llegado
a La Castilleja!!
En toda la Iberia, no hay isla más vieja y supersticiosa que La Castilleja.
Cuando las olas rompen en sus peñascos, una brisa de sal salpica en nuestro
mundo y lo contagia de su magia. Algunos afirman que está directamente
relacionada con el Triángulo de las Bermudas, otros que se trata de un portal
hacia la ciudad perdida de la Atlántida; hay quienes piensan que se trata de una
ciudad de zombis; y los más aventurados incluso van tan lejos como para afirmar
que los habitantes de La Castilleja son en realidad una colonia de extraterrestres
esperando confirmación de su líder para poner algún siniestro plan en marcha. La
verdad – como a menudo suele suceder – es mucho más común y aburrida. La
Castilleja es una isla recóndita, cuyos pueblerinos conservan tradiciones simples y
que lentamente han ido muriendo con el pasar de los años; en donde lo
misterioso, un buen día sencillamente dejó de ser misterioso. Pese a ello, se ha
convertido en el objeto favorito del morbo de reporteros y escritores de revistas
paranormales venidas a menos, en las que se han publicado teorías y fotografías
retocadas que intentan documentar sus llamadas “experiencias sobrenaturales”
dentro de ésta peculiar ciudadcilla; y aunque en la gran mayoría de los casos –por
no desacreditar la imaginación de éstos mentirosos, diciendo que en todos los
casos – no se trata más que de un vulgar fraude; hay un nombre en particular que
siempre sale a colación: el de Petrú, la niña prisionera del reloj.
Se dice que más allá de la ciénaga que da la bienvenida a los mal
aventurados viajeros, existen casas con tejados rojizos y rosales que reptan en
sus ladrillos; castillos en ruinas que albergan entre sus grietas los lamentos de
fantasmas; nubes aborregadas y cielos tan extensos como el mar que rodea las
costas de La Castilleja; capillas grises y tenebrosas que custodian la entrada a los
cementerios; y en el centro de todo se halla una enorme plaza construida a la
imagen y semejanza de un tablero de ajedrez. Ahí los pueblerinos se reúnen bajo
la sombra de una torre de reloj para dar la bienvenida a los talentosos artistas del
“Circo Pygmalion”.
... Y mientras que el ajedrez viviente rebosa de música y bailes; hay alguien
que silenciosamente observa las piezas moverse de un cuadro a otro, desde la
colosal torre que tan engreídamente marca las horas....
Todos en La Castilleja la conocen como “Petrú”. Una delicada suerte de
mujer a medias, cuyos días y horas transcurren en una larga espera que parece
no tener fin. Sentada desde el mismo rincón de siempre – En ése donde los
estantes de libros se llenan de humedad, los sillones viejos pierden la vergüenza y
dejan enseñar sus resortes, los títeres han olvidado para qué servían sus hilos, las
pinturas cobran vida, y el fonógrafo ya no sabe cómo cantar. – Ahí, es donde Petrú
observa sus días correr.
Su vestido raído que algún día lució un exquisito tono lila con bordes de
flores doradas, ahora se ha vuelto gris y marchito. Su cabello color miel se ha
convertido en un refugio para las polillas que habitan en la torre. Y sin embargo;
ella permanece tan inmóvil, tan cubierta de polvo, y tan silenciosa; que si uno no la
mira con cuidado la dará por muerta. Mientras tanto, el suntuoso reloj (su único
compañero) contempla embelesado; ése delicado prodigio que más de un vulgar
reportero ha intentado capturar en borrosas fotografías ¡Y peor aún en palabras!
La tersura de su piel acanelada; el travieso desorden de su cabello como de
duende; la triste luz apagada de sus ojos dorados.
La dulce inocencia de sus eternos diecisiete años.
A través del vitral más ancho de aquella prisión metálica; Petrú asoma
medio cuerpo y escucha los silbidos jubilosos de los habitantes de La Castilleja; la
sensual música de las panderetas y castañuelas; aspira el sabor agridulce de la
cerveza, y a la distancia alcanza a vislumbrar a los fantasmas sepia que
sobrevuelan la arena en donde se erigen orgullosos los castillos más antiguos.
Pues en ésa diminuta canasta de sensaciones Petrú encuentra el consuelo de
saber que no es la única que espera impaciente por las doce y media campanadas
del reloj.
¡O si! Éste diabólico reloj es capaz de eso y más.
En una ocasión el Circo del Pygmalion casi no llegó a tiempo; las
manecillas del reloj marcaban ya las 12:30 y las personas no tardaron en
enloquecer de aburrimiento. Comenzaron a golpearse entre ellas, a disparar
revólveres al aire, y a arremeter contra las puertas de la torre con antorchas en
mano. Los niños se echaron a llorar desconsolados – lo mismo que uno que otro
brabucón que añoraba la oportunidad de admirar a la primera bailarina del
Pygmalion–, los fantasmas asaltaron las iglesias, y Petrú... bueno ella esperó
porque sabía que al final él llegaría. – “Una promesa es una promesa.” – se repitió
a sí misma. El reloj debió haber pensado exactamente lo mismo porque se rehusó
a tañer las doce y media campanadas.
Y como el reloj era el único que jamás cometía errores en La Castilleja,
todos supusieron que tal vez eran ellos los que habían llegado demasiado pronto,
así que volvieron a cantar, a silbar y a aplaudir.
Tal como hacían ahora.
-‐ Ojalá siempre fueran las doce y media. – Murmuró Petrú, a la vez que
se sumía en uno de los sillones viejos de la torre. A menudo Petrú se
pillaba a sí misma pensando en voz alta; No porque le agradara el
sonido de su propia voz sino para el reloj que tanto se había
acostumbrado a su compañía. O mejor dicho a su presencia, porque
alguien que habla poco y hace nada más que esperar, resulta muy
aburrido, incluso para un reloj gigante.
Sin embargo para pasar el rato Petrú no necesitaba de la compañía de
nadie – aunque ocasionalmente recibía la visita de la exquisita Señora Reimei y su
títere Ékster – pues en su soledad ella había descubierto el consuelo de saber
soñar. Podía pasar horas, semanas y a veces hasta meses, sentada o parada;
contemplando al vacío sin hacer otra cosa que soñar; allí es donde radicaba su
verdadera libertad. Pero no se trataban de sueños comunes, de esos donde te
crecen alas o apareces desnudo frente a un montón de gente desconocida, no.
Los sueños de Petrú le permitían hablar y conocer personas y países más allá de
la torre; más allá de La Castilleja.
Y por obra de sus sueños, más de una vez Petrú había salvado la vida de
los viajeros que consumidos por la curiosidad acudían a La Castilleja en busca de
una buena historia...pero también –las más de las veces –los había condenado a
una muerte segura. Pues, con el pasar de las manecillas, la tolerancia de Petrú
hacia esos seres tan repulsivos había terminado por agotarse. Así es como la
población de fantasmas se había incrementado en los últimos años. Tanto que los
habitantes ya no se molestaban en elaborar epitafios para los muertos, sino que
sencillamente se habían limitado a mantener una rigurosa clasificación:
“Reportero”, “Escritor”, y “Extraviado (favor de encontrarlo)”.
Dentro de los límites de La Castilleja, sólo el Circo del Pygmalion podía ir y
venir a voluntad. Pues su presencia los complacía a todos. Le complacía a ella.
El horizonte ya teñía de rosa oscuro cuando los ojos de Petrú, cansados de
esperar, finalmente se cerraron.
En ése instante; los techos altos de la torre en la que Petrú descansaba,
lentamente perdieron su forma. Los pomposos libreros que la rodeaban fueron
sustituidos por cuatro estrechas paredes corroídas a causa de la humedad y
tapizados por un rascacielos de libros y revistas viejas. En el techo, en lugar del
deslumbrante candelabro de bronce, un foco opaco y amarillento se mecía de un
lado a otro, como un trapecista cansado.
De inmediato, Petrú reconoció de mala gana el lugar donde su sueño la
había llevado.
Detrás de la puerta amarilla por la que Petrú había entrado por primera
vez a ese departamento de mala muerte, estaba una litera de metal oxidado; y
justo a un lado una computadora tan vieja que su cabús era tres veces más
grande que el escritorio que a duras penas la sostenía. También si uno guardaba
silencio, se escuchaba un crujido proveniente de los agujeros en las paredes. –
“Seguro son cucarachas.” – dedujo Petrú apenas puso pie en ése apartamento.
Pues sabía de primera mano que las polillas generalmente son más respetuosas
de la privacidad. Y además, entre los restos de pizza que había tirados en el piso,
había una cucaracha aplastada.
Si bien es cierto que Petrú prefería soñar con lugares más extravagantes y
limpios, con praderas y construcciones tan imponentes que habían trascendido
más allá de la memoria de los hombres. También sabía que había algo especial
sobre ese departamento que la atraía como miel a las moscas. Pues últimamente
no era capaz de soñar ninguna otra cosa, y eso la hacía rabiar, ya que contrario a
lo que las personas solían pensar de ella; a Petrú no le complacía permanecer
mucho tiempo en un mismo lugar.
… Es decir, ya no más, para ella esos días de arraigado sedentarismo
habían quedado atrás. Desde aquél incendio que había reducido a La Castilleja en
un escombro de cenizas…
-‐ “Tal vez exista alguien por ahí que te esté llamando. “ – Le sugirió la
Señora Reimei en una ocasión.
-‐ Es hora de ponerle fin a esto. – Espetó Petrú decidida, a la vez que con
un toque de sus diminutos dedos oprimía el botón de encendido de la
computadora del departamento.
“Saludos, respetable Señor Brujo. – comenzó a tapear en el
teclado. El título de “señor” le pareció apropiado para alguien que tenía el poder de
hacerla aparecer a voluntad en ése lugar tan horrible; y que encima jamás había
tenido el placer ni el disgusto de conocer en persona. – Le agradecería si
tuviera usted la gentileza de dejar de llamarme a ésta
humilde pocilga. Si tiene algún asunto que tratar conmigo lo
invito a visitarme en la Torre del Reloj, no debería tener
problemas para encontrarla. Pregunte usted por “Petrú”, la
Gitana de los ojos Dorados. Todos saben quién soy. Dadas las
circunstancias creo que sobra intercambiar direcciones pero
sólo por si acaso: Castille...”
Un espasmo frío como el hierro sacudió el espinazo de Petrú; y las paredes
húmedas, los rascacielos de libros, y las cucarachas, se desvanecieron de golpe.
Cuando Petrú abrió los ojos, se hallaba sentada en una cómoda silla de
caoba, tapeando sus pequeños dedos en la barra de una rústica cantina. El
bullicio de las personas y el choque de los tarros y botellas, la aturdieron
momentáneamente, pues estaba acostumbrada al sordo “tic-tac” de la torre. Junto
a ella había un hombre de tez morena, espalda ancha, brazos musculosos, un
alborotado cabello castaño que enmarcaba su vivaz rostro, y una lengua tan
elocuente como la de un loro.
-‐ ...No lo niego los trucos del payaso son algo espectacular, pero de vez
en cuando me gustaría verla únicamente a ella bailando en el escenario.
Sin ése bastardo siguiéndola a todas partes, la pobre a veces parece a
nada de romper a llorar. ¡No la deja respirar ni un momento! – Decía el
corpulento hombre al que todos apodaban “El Gitano”, mientras que
jugaba con la navaja roja que lleva con él a todas partes.
Aunque a decir verdad, todo el mundo sabía que no la usaba para otra cosa
que no fuera tallar juguetes y amuletos de madera.
Gitano había quedado prendando de la bailarina del Pygmalion apenas la
vio contonearse de puntillas de un extremo a otro en el escenario. Fue el día en
que el circo representó su singular versión de “Petrushka”, así que la bailarina
llevaba un par de exageradas mejillas rojas que la hacían ver como una seductora
muñequita de madera. Nada más terminó la obra, Gitano se propuso convertirse
en el “Moro” de la historia; pues sería él aquel galante héroe que se ganara el
corazón de la hermosa bailarina y la arrebatara de las celosas manos del payaso
del Pygmalion.
-‐ ¿Ya terminó la función? – Preguntó Petrú, poniéndose de pie
abruptamente.
El Gitano, la miró con gesto sorprendido pues no se esperaba que la
pequeña Petrú despertara tan pronto. – Tranquila pequeña, el payaso cumplió su
promesa. – la consoló a la vez que colocaba su pesada mano sobre la alborotada
cabeza de Petrú, para sacudirle un poco el polvo que empañaba sus cabellos.
-‐ No me llames “pequeña”. – Le respondió Petrú retirándole la mano con
ademán brusco. No le molestaba cuando era la Señora Reimei o las
personas mayores quienes la llamaban así, pero el Gitano tenía apenas
tres años más que ella. – ¿Dónde está Ékster?
Con un movimiento de cabeza, Gitano le indicó el camino a la puerta de
salida. Pues Ékster aguardaba por Petrú, allá afuera. – Ya sabes que no le gustan
para nada, estos lugares de “perdición”. – Arremedó el Gitano, la vanagloriosa voz
de soprano de Ékster.
Desde luego, Petrú no se quedó a presenciar ése divertido acto de
pantomima; y salió bullida de la cantina a encontrarse con Ékster, la títere de la
Señora Reimei.
La historia de la pomposa títere, era una bastante famosa entre los
pueblerinos de La Castilleja; Era la única habitante con vida que no era nativa de
la isla. Hace algunos años, cuando los dedos de Ékster aún eran de carne y
hueso, ella era una afamada clarinetista. Hasta que un buen día, una de esas
tormentas de verano la hizo perder el camino. Cuando se detuvo a pedirle
direcciones al joven payaso que se hallaba a un costado de la carretera;
inesperadamente su auto derrapó y quedó estrellado contra los sauces llorones de
la ciénaga. Fue entonces que Petrú acudió en su auxilio, pero cuando por fin logró
llevarla con la Señora Reimei; ya era demasiado tarde. Ya no había manera de
salvar el cuerpo de Ékster, pues la piel olía a carne podrida y los huesos estaban
poco más que triturados. Así que con la ayuda de Gitano; la Señora Reimei le
construyó uno nuevo con la mejor madera que daban los robles de la Castilleja. Y
Petrú, se hizo cargo de decorarla, por lo que naturalmente los colores que
predominaban en el tocado de la títere Ékster eran los pasteles.
Es cierto que en otro tiempo, Ékster hubiera gritado histéricamente al
hallarse dentro de un cuerpo distinto al que estaba acostumbrada. Pues para
Ékster, la disciplina y el orden lo eran todo. Petrú siempre ha considerado irónico
que fuera precisamente ese amor por el orden lo que la hubiese llevado a perder
su cuerpo original. – “Sólo ibas unos minutos tarde, no tenías por qué correr. La
orquesta hubiera esperado por ti, estoy segura.” – le replicó Petrú luego de que
Ékster le explicara en qué azares había ido a dar a La Castilleja.
Pero una vez que Ékster vio el fino trabajo que Gitano y la Señora Reimei
habían fabricado y el alegre decorado que Petrú le había obsequiado; su única
respuesta había sido: “Es mucho más bonito que el de antes.”
Desde entonces, Ékster asiste a la Señora Reimei en todos sus
menesteres. Entre los que se incluye el cuidado de Petrú.
-‐ ¡Querida, recuerda tus modales! – Reprendió Ékster a Petrú, cuando
desconsolada Petrú la abrazó por la espalda.
-‐ ¡¿Estuvo aquí?! – Se soltó a llorar Petrú. Pues los brazos de Ékster por
duros y astillados que fueran, eran los únicos que le brindaban algún
consuelo siempre que Petrú se sentía triste.
-‐ ¡Qué si estuvo! Ve el cielo querida. – Petrú se soltó de ella y echó la
cabeza hacia atrás. El cielo estaba completamente negro y las estrellas
ardían en la distancia, burlándose de la inútil espera de Petrú. – Él
mismo te trajo en sus brazos ¿Sabes? – Ékster intentó alegrarla. – Muy
en contra de mi mejor juicio, debo añadir. Una cantina no es lugar para
una dama. Pero se estuvo todo el rato sentado junto a ti, esperando a
que despertaras. ¡Incluso te cantó al oído! ... Tiene una voz afinada, le
concederé eso. Casi como de barítono. – Replicó Ékster. Y viniendo de
ella, eso representaba un gran cumplido y un desmesurado respeto,
pues Ékster jamás bromeaba cuando de música se trataba.
Petrú imaginó al apuesto payaso, murmurándole dulces palabras al oído
mientras el resto de la clientela del bar lo vitoreaba con aplausos y golpes rítmicos
en las mesas y sillas. Imaginó el cálido abrazo en que debió haberla envuelto
antes de bajar las escaleras metálicas del reloj con ella en brazos; como una
pareja de recién casados. Imaginó que cuando despertó era el payaso y no
Gitano, quien platicaba con ella.
En fin, Petrú imaginaba muchas cosas, a veces demasiadas.
La títere Ékster suspiró resignada, mientras observaba a Petrú perdida en
sus ilusiones, danzando en medio de la plaza. Parecía una preciosa dama de
marfil saltando de un cuadro a otro. Y su corazón de madera se estremeció, pues
conocía el significado de la sonrisa ausente en el rostro de Petrú y le dolía no
poder hacer nada para cambiarlo.
-‐ ¿A dónde vas Petrú? – Preguntó pese a conocer de antemano la
respuesta.
-‐ A la torre ¿No ves que ya casi son las doce y media?
2. EL ESCRITOR.
El día se había alargado ¡Más que el de ayer! Sus sueños se perdieron
entre las hojas y estantes que albergan los nombres que el iluso muchacho tanto
admira; Kafka, Borges, Michael Ende, Julio Cortázar, Carroll, ¡Tolkien! – aunque a
veces le avergonzaba admitirlo por temor a parecer poco atractivo a sus ya de por
sí escasas pretendientes – El muchacho se ha resignado a vivir entre suspiro y
suspiro; ordenando lo que otros desordenan y encontrando lo que otros buscan. –
Y con gran pesar recuerda el día en que desafió la egoísta voluntad de su padre,
entonces las ambiciones de Luca habían alimentado su valor como la gasolina al
fuego. Pero luego de cinco años de una infructuosa búsqueda por una oportunidad
que jamás llegó; a sus escasos veinte años, Luca ya era un anciano decrépito.
Mirada clavada al suelo; aspecto ceniciento y escuálido; Pantalones de
mezclilla con el dobladillo descocido y repleto de lodo pues todas las noches
regresa a pie a su departamento porque el poco dinero que gana se le va en
comida y alquiler; un saco beige de cuadros escoceses que constituye su única
posesión de valor pues fue un regalo de su difunto abuelo – un eterno niño de diez
años –; y lentes tan grandes que se necesitarían dos caras para sostenerlos por
encima del puente de la nariz. En efecto, ése que miran con tan temeroso andar,
por el frío y húmedo pasillo del edificio cuyos cimientos están a punto de venirse
abajo, no es ningún otro que Luca, o como todos lo llaman en la universidad
donde trabaja: el “acomodador de libros”.
Recientemente Luca había sido degradado de escritor a acomodador de
libros, no por falta de imaginación sino porque después de cinco años de noches
interminables sentado frente a la luz parpadeante de su viejo ordenador, él mismo
había llegado a la conclusión de que no tenía nada que decirle a nadie. En vano
había abandonado las comodidades de su antigua vida y alejado a todos los que
se empeñaban en convencerlo de tragarse su orgullo y regresar con sus padres.
– “Tragarme mi orgullo... bueno al menos comería algo.” – Había pensado Luca
durante éste último mes, en que su departamento comenzaba a figurársele las
ruinas de su propia tumba. Tanto que hacía todo lo posible por retrasar su regreso;
andar a pie, auxiliar al anciano de la limpieza, ayudar a los estudiantes que se
quedaban hasta bien entrada la madrugada…Ciertamente ésa era su parte
preferida del día. – Y también la única que vale la pena mencionar. – Pues había
una estudiante en particular que le guardaba compañía durante aquellas solitarias
madrugadas en las que con rigurosa meticulosidad, el acomodador de libros se
ponía manos a la obra.
La primera vez que Luca la vio, creyó que se trataba de una visión, pues en
medio del húmedo y grisáceo ambiente de las galerías; los universitarios zombis; y
el solemne aroma del café negro; En una de las mesas se hallaba sentada una
muchacha sorbiendo leche directamente del cartón (aunque con bastante
decoro); con el cabello rojizo tan corto como el de un niño de ocho años; un
colorido vestido con mangas acampanadas; un curioso sombrero púrpura al estilo
de los años veinte y un par de botas a juego. En sus grandes ojos de cervatillo
tenía una expresión encantadoramente despreocupada y un perfil suave. Luca
tuvo que frotarse los ojos un par de veces antes de dar crédito a lo que veía; era
como asistir a un velorio y toparse con un ataúd rojo eléctrico. – “Tampoco ella
encaja en éste lugar.” – Dedujo, sólo de echarle un vistazo. Y aunque es verdad
que las más grandes historias de amor ocurren a primera vista – ¿Quién podría
olvidar a Romeo y Julieta; Tristán e Isolda; Rose y Jack; Edward y Bella…? –…
ésta tristemente no era una de ellas. Así que tendrían que suceder una larga
cadena de eventos antes de que se encontraran el uno al otro.
Con el pasar de las semanas y los meses, las visitas de la excéntrica chica
se volvieron cosa de rutina. Sin embargo, por arte y obra de la apatía de Luca; ella
apenas y se enteraba de su presencia; y él no sabía absolutamente nada de ella.
Salvo lo que los libros que la chica dejaba de tras le decían: “I quattro libri
dell'architettura”; “Vida y Obra de Frida Kahlo” ; “El jardín de senderos que se
bifurcan”; “El espejo en el espejo”; “Arquitectura Viva”; “El Lenguaje del Espacio”.
– “Es arquitecta.” – Concluyó Luca, transcurridos cinco meses. Y no una arquitecta
cualquiera, ésta sin duda sentía especial afición por los laberintos. Y sólo por ello,
en su fuero interno, Luca decidió que le agradaba tener cerca a aquella exquisita
mota de color, entre todo lo gris que era su vida.
Con todo, Luca no podía evitar el regreso a casa. Y nada era tan difícil
como éste último tramo de pasillo… Nada podía retrasarlo.
En cada piso del edificio donde vive Luca; hay seis departamentos pero
únicamente tres están habitados en el piso de Luca. El número quince, el
departamento de los ladrones. –Ladronzuelos en realidad, apenas mayores que
Luca y jamás han “robado” nada que no provenga de los tiraderos de basura. – El
número dieciocho, habitado por una anciana que colecciona búhos disecados. Y
finalmente el departamento de la puerta amarilla, el número diecinueve; el
departamento habitado por el escritor y su compañero, el excéntrico trotamundos.
Luca mira de reojo ésos tres números y durante el breve lapso que le toma
llegar a su puerta, desearía sencillamente dejar de existir.
– Más sencillo que morir, y decididamente más fácil que vivir. – Piensa en
voz alta, mientras se imagina esfumándose en medio del pasillo como una burbuja
de jabón, sin que ninguno de sus vecinos se inmute por su ausencia. De la misma
manera en que jamás se inmutaban por su presencia.
-‐ ¡Luca! – De pronto oye a alguien llamar su nombre, segundos antes de
sentir en la espalda el golpe que lo derriba al suelo.
Los lentes de Luca resbalan de su nariz pero no los oye caer al piso, es
entonces que se da cuenta que no los necesita para saber quién es la persona
que acababa de derribarlo. Con sólo cerrar los ojos puede verlo sonreír mordaz y
despreocupado, ágilmente sosteniendo una caja de pizza en la mano derecha y
los lentes de Luca en la otra. Con ésa estilizada silueta de trotamundos de antaño.
Sombrero negro de copa no muy alta (levemente inclinado hacia la izquierda) y
una desgarrada gabardina de piel azul oscuro.
-‐ ¡Un mes y todavía pareces un anciano! – Lo saluda, de nuevo el joven
trotamundos.
Luca, sacude la cabeza antes de levantarse. En cuanto oye la voz de su
amigo, desearía abrazarlo y decirle que éstos últimos treinta y dos días han sido
los peores de su vida, que durante las noches se duerme encima del teclado por
fuerza de hábito mas ha perdido la voluntad de escribir que antes le enardecía la
sangre y le nutría el cuerpo; que cada mañana siente ganas de llorar y que hoy
finalmente se había armado de valor para “terminarlo” de una buena vez. Sin
embargo; en cuanto se vuelve para encarar a su amigo, Luca se da cuenta de que
ya no siente nada eso.
-‐ ¡Maldito vago! ¿Dónde te habías metido? – Responde Luca, a la vez
que con un puñetazo en el brazo, devuelve el saludo de su amigo.
-‐ En todas partes. – Responde el muchacho, encogiéndose de hombros. –
Pero no encontré nada parecido a ésta pizza.
-‐ ¿Así que regresaste porque te dio hambre? – Pregunta Luca, mientras
le arrebata sus lentes al trotamundos. A la vez que el vagabundo asiente
señalando con la mirada la caja de pizza en su mano; Luca sonríe para
aceptar la invitación y se encamina hacia su departamento. La verdad es
que de pronto se le ha despertado el apetito.
Notando la súbita ligereza de sus pasos, Luca piensa en un gato llamado
“Espanto” que tuvo cuando niño. De pelaje gris obscuro como un atardecer
lluvioso, ojos grandes y azabache; y un sordo ronroneo que le brindaba seguridad
durante aquellas noches obscuras en que el viento lo asustaba y los “monstruos”
salían debajo de su cama y de su clóset. El gato entraba y salía de la casa a
voluntad pero todas las noches regresaba sin falta para guardarle compañía a
Luca... hasta que un buen día, no regresó más. Aunque Luca siempre imaginó que
no era capaz de vivir sin la compañía de “Espanto”, la verdad es que no le importó
demasiado cuando se perdió porque fue justamente por ésa época que conoció a
Lully; el trotamundos.
Después de que Luca abandonara su hogar, no tuvo más remedio que
pagar el alquiler de un cuarto viejo que el periódico había anunciado como
“Departamento, en buenas condiciones. Oportunidad única.” En ése entonces el
pasillo le había parecido demasiado largo para la emoción de abrir la puerta
amarilla de su nuevo hogar que lo estaba carcomiendo... sólo que nadie le había
advertido que tendría un compañero de cuarto ¡Y qué clase de compañero de
cuarto! Al principio, cuando entró y encontró a Lully sentado en la parte baja de
una vieja litera oxidada, luciendo esa extraña fachada de gitano bohemio; se sintió
engañado y de inmediato intentó excusarse de la habitación para ir a reclamarle al
arrendador; pero de alguna manera Lully se las había ingeniado para envolver a
Luca en la telaraña de sus sueños y en la belleza de un mundo al que Luca tan
sólo podía aspirar cuando el joven gitano permanecía a lado suyo.
En muchas maneras “Espanto” era idéntico a Lully: ojos vivaces que incluso
en la más sublime quietud lo escudriñaban todo, y una voluntad libre y egoísta. Se
desaparecería durante días o meses, pero justo como esas llaves escurridizas
que todos hemos perdido en algún momento; siempre regresaba en el momento
en que Luca más lo necesitaba.
-‐ ¿Qué es eso? – Pregunta Lully, mirando por encima del hombro de
Luca, que aún lucha contra la cerradura vieja de su departamento.
-‐ Cuentas por pagar supongo. – Responde distraído, mientras que Lully
recoge los miles de sobres acumulados al pie de la puerta.
Pronto Lully se da cuenta de que efectivamente Luca estaba en lo cierto.
Todos son sobres de cuentas vencidas, excepto por unos cuantos cupones de
descuentos o publicidad de algún restaurante.
Cuando Luca por fin abre la puerta, Lully se da a la tarea de guardar en sus
bolsillos los cupones de comida y tirar los de publicidad y cuentas por pagar. Tan
entretenido está en su tarea que no nota la devastación en que la depresión de
Luca ha sumido al departamento. Agujeros en las paredes, restos de comida en el
suelo, cartones de cerveza en el segundo nivel de la litera, el foco del techo a
nada de desprenderse, cucarachas asomándose por cada rincón... y si acaso lo
nota honestamente no le interesa. Lully lleva demasiado tiempo acostumbrado a
disfrutar de su libertad para ocuparse de las querencias de un hogar.
Mientras Luca intenta hacer de ése basurero un lugar medianamente
presentable, Lully se limita a dejar la caja de pizza sobre el diminuto escritorio y
recostarse en el reacio colchón de la parte baja de la litera.
-‐ ¿Qué hiciste todo éste tiempo? – Rompe el silencio Luca, aunque sabe
que no obtendrá respuesta, al menos no una seria. – ¿Escribiste una
canción, pintaste una catedral, bailaste con algún ballet?
-‐ Conocí una chica. – Responde Lully, con gesto ausente a la vez que
continúa con la inspección de sobres. – Elena. Es guapa, trabaja en la
pizzería. Te la presentaré algún día, es perfecta para ti. Tiene sesenta
años, recién cumplidos.
Al oír la edad de la “chica”, las fantasías de Luca llegan a un súbito fin. Y
enfadado quita la caja de pizza del escritorio y se la arroja en la cara a Lully.
-‐ Es de mala educación jugar con la comida. – dice el joven vagabundo,
sin inmutarse por el ataque de Luca, pues un sobre en especial ha
llamado su atención. – Y lo es más, rechazar a una dama sólo por su
edad. – replica entre risas.
Aún molesto, Luca coge un pedazo de pizza y se sienta al escritorio;
reparando por primera vez en que la pantalla está encendida y hay un extraño
mensaje escrito en ella.
“Saludos, respetable Señor Brujo. – Empieza a leer. – Le
agradecería si tuviera usted la gentileza de dejar de
llamarme a ésta humilde pocilga. Si tiene algún asunto que
tratar conmigo lo invito a...” – Lo que sigue le parece una broma
extremadamente cruel y un insulto a su nada entrañable infancia. E iracundo se
vuelca a golpes sobre Lully.
-‐ ¡Idiota! ¡Estoy harto de tus bromas! – Le reclama a Lully, quien se
protege el rostro con ambas manos, sin entender bien a bien a qué se
deben los reclamos... ni los golpes. – ¡Siempre haciéndote el payaso!
Entre las escazas virtudes de Lully se cuentan su cuestionable sentido del
humor y su inalterable paciencia, pero también entre sus numerosos defectos
está su poca tolerancia por las injusticias. Especialmente aquellas que le afectan
directamente.
Sin responder una sola de las acusaciones en su contra, Lully se quita su
sombrero y saca un bastón plateado con el que derriba fácilmente a Luca.
Dejándolo con la nariz sangrando en el piso y el cristal de sus lentes cuarteado.
Considera seriamente molerle la cara a golpes, pero al verle el hilillo de sangre en
las fosas nasales, de pronto una desagradable memoria le azota y nubla su juicio;
por lo que temeroso de su propia ira decide dejarlo por la paz.
-‐ “Nos complace informarle...” – Comienza a leer en voz alta Lully,
mientras esquiva el cuerpo adolorido de Luca con la felina gracia de un
bailarín y la desfachatada despreocupación de un niño. – “... que la
revista Portal Paranormal ha aceptado su solicitud de empleo. Lo
esperamos en nuestras oficinas, blablablá,... entregar su primera
investigación blablablá adjunta en el otro sobre blablablá”... – Cuando
Lully termina de leer, una traviesa luz asoma a sus ojos y la apatía de su
amigo termina por desesperarlo – ¡Hombre quita esa cara! ¡Qué has
conseguido el empleo!
Luca observa mientras su compañero sacude la carta en el aire, y temeroso
de que pudiera tratarse de otra broma se abstiene de celebrar. No se siente
capaz de tolerar otra desilusión.
Al darse cuenta de ello, Lully lo toma por el brazo y lo sienta frente al
escritorio, como si se tratase de un muñeco de madera que ha perdido sus hilos.
-‐ ¿No estás en broma? – Pregunta Luca, como en trance.
-‐ Míralo por ti mismo. – Responde Lully al entregarle la carta y el sobre
que contiene su primera asignación como escritor de la revista Portal
Paranormal.
Luca, pega un grito de alegría y de nuevo siente ésa vieja gasolina correr
en sus venas.
“Portal Paranormal.”; puede que no se trate de una revista de prestigio ni
mucho menos. Por el contrario, es una revista de poco presupuesto que se dedica
a recibir fotografías de sus lectores que aseguran haber capturado la imagen de
algún OVNI, a Pie Grande alimentando a “Nessi” en Escocia, o sencillamente
algún fantasma pidiendo auxilio. También hacen “investigaciones” de cualquier
lugar en que se registren sucesos inexplicables. En corto, es un trabajo deplorable
para cualquier escritor respetable, pero afortunadamente Luca es tan sólo un
acomodador de libros que acaba de ser promovido a “inventor de verdades”. Que
desde el punto de vista de Lully, es exactamente lo mismo que un escritor.
Lully se pasea inquieto de un lado a otro, mientras que Luca comienza a
leer de qué tratará su investigación. Conforme avanza la carta, su cara se torna
pálida y alternamente lleva su mirada de la carta, a la pantalla del ordenador, a
Lully, y de vuelta a la carta.
- Imposible. – Murmura cuando ha terminado de leer.
-¿Qué? – Pregunta Lully, aun paseándose en el departamento. Explorando
y olfateando juguetonamente las montañas de libros viejos que tapizan las
paredes.
- Tengo que ir a La Castilleja. – Apenas se las arregla Luca para pronunciar
en un murmullo aquellas palabras.
La traviesa expresión del trotamundos se torna seria de repente.
-‐ Felicidades ¿Eso es lo que has deseado todo este tiempo, no es así? –
Inquiere mientras hunde las narices en las páginas de un libro, para
ocultar la repentina sombra que ha caído sobre sus ojos.
Luca asiente, pues desde niño ha deseado comprobar que las leyendas
sobre La Castilleja son reales; al menos para él. Sin embargo, el sabor amargo en
su saliva y el nudo sobre su pecho, son ocasionados no por la emoción ni por el
contenido de su primer trabajo para “Portal Paranormal”; sino por el mensaje
escrito en la pantalla de su computadora.
Él sabe sobre coincidencias y por lo tanto reconoce al instante que no se
trata de una. Al igual que el día en que halló al trotamundos comiendo pizza en su
departamento, esto es algo que va más allá de la suerte o la casualidad; Es algo
que cuando el universo así lo decide, sencillamente es inevitable.
-‐ ¿Qué es lo que harás? – Se apresura a preguntar Lully cuando termina
de leer el mensaje que Luca le ha mostrado en la pantalla.
-‐ Ir. – Responde Luca, sin una mota de pretensión. Sólo determinación. –
Sería descortés plantar a ésta tal “Petrú.”
Lully, que jamás ha tenido un pelo de cobarde y cuya vida ha transcurrido
entre una desventura y otra, de repente siente su sangre helar. Él conoce algo que
la ingenuidad de Luca jamás sería capaz de imaginar, y que lo hará correr peligro
si llegara a poner un pie en las tierras de La Castilleja.
-‐ ¿Sabías que el índice de desapariciones es más alto que el del
Triángulo de las Bermudas? – Intenta, inútilmente, desanimar a Luca. –
¡Ése lugar es peor que la “Masacre en Texas”!
Un ataque de carcajadas internas le sobreviene a Luca, está acostumbrado
a los ataques melodramáticos de Lully, propios – piensa él – de un artista tan
prolífico como su amigo. Cantante, poeta, bailarín, compositor, pintor, ilusionista y
mago… Uno no puede ser tantas cosas en la vida a menos que se esté
ligeramente loco ¿No?
-‐ Tienes razón – responde tranquilamente Luca. Con el pasar de los años
ha aprendido a lidiar con las variadas excentricidades de su amigo
(Como la de no ingerir ningún otro alimento que no sea pizza). –
supongo que tendrás que acompañarme. Ya sabes, porque el
protagonista siempre necesita que “el mejor amigo” cometa todas las
estupideces que lo harán parecer el “héroe” al final de la película.
En el rostro de Lully se dibuja una sonrisa que está muy lejos de reflejar la
angustia que ha comenzado a embargarlo. Pero no se siente capaz de destrozar
las ilusiones de Luca, pues aunque la decadencia del departamento le ha pasado
desapercibida; el aspecto raquítico y los ojos marchitos de su amigo son lo
primero que ha notado al llegar.
-‐ Está bien. – Termina aceptando Lully de mala gana.
De inmediato Luca comienza los preparativos de su viaje; empaca en una
mochila vieja la poca ropa que posee, y revisa minuciosamente la antigua polaroid
que los vecinos del número quince hallaron un día en la basura y que Lully les
arrebató para obsequiársela a Luca de cumpleaños. Normalmente a Luca no le
agradaba cuando Lully se pasaba de listo con las personas – lo que dada su
agudeza mental y agilidad física, era muy seguido – pero ése día el vagabundo
estaba tan extrañamente melancólico que Luca decidió atesorar la cámara casi
tanto como su saco de cuadros escoceses.
-‐ ¡Maldición! – Exclama Luca, cuando ha terminado de contar el dinero
que ha ahorrado durante el mes. – No es suficiente para rentar un auto.
¡Y ningún taxi va a llevarnos ahí, sin cobrar honorarios “extras”!
El pantano de La Castilleja se había convertido en una de las leyendas
urbanas más populares entre los choferes de autobuses y taxis. Demasiados
colegas habían desaparecido en ésa ruta; por lo que como regla general, pasada
la media noche, las rutas se detenían y ninguno se atrevía a colocar sus manos al
volante… a menos que les ofrecieran un jugoso incentivo. El cual Luca no podía
costear; una y otra vez recuenta las monedas como esperando que se
multiplicaran entre sus manos; el pobre está a nada de tirarse a llorar – es de los
que se derrumba fácilmente. – Pero el gallardo vagabundo que lo observa con
ojos atentos y levemente avergonzados de tener un amigo tan achacoso e
insignificante como ése, se quita el sombrero y le da una paliza con el a Luca.
-‐ ¡¡Agh!! ¿¡Qué demonios llevas en ése sombrero?! – se queja Luca. Que
ha sentido como si acabara de ser golpeado con un martillo.
-‐ Todo lo que le quepa. – Responde Lully, volteando el sombrero, y
dejando caer centenares de dulces con envolturas multicolores; un
monociclo; su elegante bastón plateado; y otros artefactos inútiles que
dejan asombrado a su amigo.
-‐ Sería mejor si tuvieras dinero ahí escondido. – farfulla Luca.
-‐ No necesitamos dinero pedazo de imbécil ¿Te olvidas de nuestros
encantadores vecinos del número quince?
En ése instante el semblante de Luca se ilumina ¡Lully en verdad es un
genio! ... Dejando de lado sus escrúpulos morales, eso es. Normalmente Luca no
apoyaría las malas pasadas que el abusivo trotamundos les juega a los ingenuos
ladronzuelos del quince, pero éstas no son circunstancias normales ¡El sueño de
su vida está en juego!
Inflamado de la emoción, Luca se pone de pie y coge la maleta.
-‐ ¿Qué tanto podrás estafarles, ésta vez?
3. ¡EN HORA BUENA TRANSEÚNTES!
Los rayos violetas comienzan a acariciar la extensa negrura del asfalto
húmedo. La feroz tormenta que torturó a Luca y a Lully durante todo el trayecto,
finalmente comienza a amainarse. Y debajo de la brizna que juega entre las largas
pestañas del vagabundo, se oculta el fatal espejo de su pasado.
Antes de partir, Luca esperó cerca de una hora fuera del edificio; cuando los
ladrones del número quince bajaron con la cara descompuesta y desamparada, en
compañía de Lully quien al contrario de sus desafortunados vecinos; sonreía de
oreja a oreja. – “No entiendo cómo lo hace, el muy bastardo.” – Espetó entre
dientes, uno de los ladrones al entregarle a Luca las llaves de dos Harley
Sportsters clásicas.
-‐ Caballeros, cómo siempre es un placer hacer negocios con ustedes. –
Dijo Lully, a la vez que realizaba una burlona reverencia.
-‐ ¿Qué…cómo…? – Inquiere Luca, incrédulo.
-‐ ¡No creímos que llegaría tan lejos! – Estalla de pronto el más joven de
los ladronzuelos, descompuesto al grado que es incapaz de controlar la
temblorina de su cuerpo. – ¡¡Casi me mata!!
-‐ Lully... – murmura el joven escritor, temiendo que el trotamundos haya
ido demasiado lejos ésta ocasión.
-‐ La bala apenas le rozó. – Responde Lully ignorando la expresión de
espanto de los ladrones y de Luca; mientras que arrebata un juego de
llaves y enciende una de las Sportsters. – No deben jugar “ruleta rusa”,
sino tienen el estómago. Además están vivos, deberían considerarse
afortunados. – Exclama Lully triunfal, antes de arrancar la moto y
perderse a la distancia.
Al hallarse solo, Luca aclara su garganta nerviosamente. A la vez que se
dispone a alcanzar a Lully.
-‐ … Si bueno, estoy seguro de que fue un juego limpio. – Pero conoce
demasiado bien al elegante gitano; y reconoce que lo más probable es
que la pistola que utilizaron estuviera trucada. Sin embargo en
ocasiones su osadía podía ser tan siniestra… que tal vez… Bueno, una
cosa era segura; ése montón de chillones ladronzuelos se habían
acobardado en cuanto la primera bala se disparó y cuando Lully no dio
señales de retroceder, no les quedó más remedio que acceder a
entregarle las motocicletas. – ¿Sin remordimientos, entonces?
Desde luego que Luca no se arriesgó a esperar por la respuesta de los
ladrones; y tan pronto arrancó la motocicleta salió disparado de ahí.
Sin mirar atrás, ni una sola vez.
Así pues, ambos; el escritor y el vagabundo emprendieron su camino hacia
el pantano que tan celosamente guarda las puertas de La Castilleja. Sin saber
que cada uno; conducía hacia destinos distintos. Luca hacia le realización de un
sueño que hacía tiempo que creía muerto; y Lully hacia una pesadilla que contra y
pese de todo, se había mantenido con vida.
-‐ Ya está amaneciendo. ¿¡Cuánto más tendremos que conducir, antes de
llegar a ésa jodida torre?! – Se queja Luca. Mitad en serio, mitad en
broma. Lo cierto es que ha comenzado a resentir el súbito silencio del
trotamundos; y no se le ocurre nada mejor qué decir, para hacerlo
hablar. “Es como cuando un perro deja de comer – teme Luca – es
cuando sabes que las cosas en verdad andan mal.”
-‐ Depende. – Responde Lully, a la vez que por primera vez en todo el
camino alza la mirada para encarar la espesa ciénaga que se vislumbra
bajo el horizonte del sol naciente.
-‐ ¿De qué? – Pregunta Luca intrigado.
Lully, sin embargo no pronuncia palabra, en su lugar extiende el brazo para
señalar el pantano delante de ellos. Sobra decir que en cuanto el joven escritor se
percata de la pastosa verdura de los árboles chillones, apenas puede contener las
lágrimas y los gritos de emoción. Sin previo aviso, sus manos se aferran con
fuerza al puño del acelerador y de pronto el paisaje a su alrededor se vuelve
incierto. Tan hilarante se halla Luca que no oye a Lully, pidiéndole que aguarde
por él.
Al frenar, la moto derrapa y Luca desciende de un salto. Sus ojos no dan
crédito a lo que ve... una ciénaga de aguas pantanosas, tan común y corriente
como cualquier otra.
-‐ ¿Qué...? ¡Qué es esto! – Estalla en frustración.
-‐ Parecen los restos de un carro viejo. – Responde con voz apagada
Lully, que finalmente ha logrado alcanzar a Luca. Refiriéndose al
enorme bulto de chatarra metálica cubierto por un manto de algas
pegajosas.
A Luca, sin embargo no le interesa escribir una aburrida historia sobre un
carro viejo devorado por las aguas del pantano; así que las patadas y los gruñidos
de desesperación no se hacen esperar.
-‐ ¡¡No entiendo, aquí debería de estar!! ¡Junto al pantano! Así lo dice en
todas las versiones de la leyenda.
El trotamundos sacude la cabeza, siempre le ha parecido, a la vez, un tanto
patético y un tanto gracioso los achaques de su amigo. – “Tan ingenuo, tan
desprovisto de todo sentido común.” – Continuamente se asombraba de la
facilidad con que Luca podía pasar de ser un brioso escritor, a un anciano
quejumbroso.
-‐ Te advertí que dependía. – Espeta Lully a la vez que se echa a la boca
un par de caramelos recién salidos de su sombrero.
-‐ ¿¡De qué!?
En la cara del trotamundos, una mueca divertida se dibuja en la comisura
de sus labios; y súbitamente ésa burlona sonrisa se torna en una diabólica
carcajada que le eriza la piel a Luca.
-‐ ...¿Qué te pasa?... – Pregunta Luca francamente aterrorizado, mientras
que mira a su amigo contraerse en espasmos de risa.
-‐ ¡¡Todo éste tiempo buscando, leyendo, rebuscando...Y no las oyes
llamar!! ... “¡Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion!” – Comienza
a imitar el hostigo de una multitud a la que Luca no puede ver ni oír.
A los ojos de Luca, el vagabundo finalmente ha perdido la cabeza pues ha
comenzado a danzar en círculos con los brazos extendidos hacia al cielo. Pero
visto a través de los ojos de Lully, la historia es completamente distinta. Lirios
rojos caen sobre el asfalto y lo tiñen todo de sangre, las campanadas de la torre
retumban en los oídos del vagabundo, y la multitud clama por la llegada del Circo
Pygmalion. Cuando las campanadas se detienen abruptamente, la divertida
música circense no tarda en impregnar el aire. Entonces Lully cesa su escabrosa
danza y con una mirada tan oscura como la garganta de la noche, se vuelve al
escritor:
-‐ Disculpa Luca, ¿Podrías darme la hora?
Como hechizado, Luca aparta la mirada del trotamundos y la vuelca de
lleno en su reloj de mano.
-‐ Son las... – Los huesos de Luca comienzan a temblar, pues con
asombro se da cuenta de que su reloj ha dejado de funcionar. –
...las...las... doce treinta. – Balbucea.
Cuando de nuevo levanta la mirada, horrorizado observa el cuerpo de Lully
fragmentarse como si se tratara de un espejo. El cielo se encapota sobre de Luca;
es entonces que el eco de la multitud que clama por la llegada del Pygmalion
finalmente alcanza sus oídos. Y de entre las negras nubes que emergen del
sombrero del trotamundos; un medallón plateado cae en sus manos.
Lo último que el escritor mira antes de cerrar momentáneamente los ojos,
es el pantano repleto de lirios rojos. Un aroma como de dulce y avellanas inunda
su nariz, y la próxima vez que Luca abre los ojos; se halla tirado en el pasto
húmedo, bajo la sombra de un letrero metálico con letras carmesí en el que se lee
la siguiente leyenda:
“¡EN HORA BUENA TRANSEÚNTES, HABEÍS LLEGADO A LA CASTILLEJA!”
4. DIE HASEN!
Luca no se atreve a mover un sólo músculo, y sus ojos desorbitados se
niegan a creer lo que ven. En la distancia, una franja de robustos árboles cerca el
puerto de una pintoresca villa que se halla en pleno campo abierto; bordeada
únicamente por un extenso mar de azules y verdes cristalinos. Un viento cálido
arrastra la arena y el agua salada que se incrusta en los poros de su piel; y en el
cielo se oye el agudo cantar de las gaviotas que descansan en los mástiles de los
barcos que se mesen al compás de las olas. Y justo sobre de Luca, se encuentra
el letrero metálico que le deja saber que su más añorada fantasía se ha cumplido;
así pues, no se detiene a pensar en qué ha sido del joven vagabundo que lo
acompañaba, sino que obliga a sus piernas adormecidas a moverse hacia el
camino de piedra que se curva sobre la hierba seca.
Apenas da los primeros pasos, se topa con una ostentosa iglesia; con
grandes agujas y vitrales de colores. Los pilares decorados con centenares de
ángeles tocando clarinetes, cítaras, y arpas. Y a un costado, lápidas talladas en
piedra de mármol. Curioso, Luca se arrodilla en la primera hilera de tumbas; y
aunque no haya ningún nombre en ellas, llama su atención lo excelentemente
conservadas que están así como el hecho de que la gran mayoría comparten la
misma inscripción: “Reportero.” Y “Escritor”, únicamente la última del lado
izquierdo tiene escrito “Extraviado (favor de buscarlo)”.
-‐ Extraño. – Murmura, a la vez que se dispone a sacar la polaroid de su
mochila pero antes de hacerlo se percata de la extraña calidez que
emana del resplandeciente medallón que aferra entre sus manos.
Entonces, recuerda al excéntrico vagabundo resquebrándose bajo una
lluvia de lirios rojos. – ¡Lully! ¡Lully! ¡Lully!
Comienza a llamar su nombre en toda dirección y sin querer, provoca la ira
de aquellos que descansan bajo la tierra. Primero un leve temblor, apenas
suficiente para ahuyentar a las libélulas que revoletean en los alrededores, y
después centenas de figuras color sepia tan espesas como la bruma; brotan de las
profundidades para congregarse en torno a Luca.
De haber sido cualquier otra persona, sin duda hubiera salido corriendo de
ahí. Pero el alma anciana de Luca no puede sino maravillarse ante la belleza
melancólica que emanan aquellas figuras de sepia. Todas con una apariencia muy
similar entre ellas; sacos con coderas, gafas de armazón negro y grueso… de
hecho, todos ellos parecieran familiares de Luca.
-‐ Imposible. – Es lo único que se le ocurre decir a Luca.
-‐ ¿Qué te pasa niño? ¿Nunca antes habías visto muertos? – Preguntan
al unísono con voces profundas, aquellas temibles figuras. A la vez que
revoletean cerca de Luca.
-‐ No, no...ehem... Jamás fuera de sus tumbas. –Se las arregla para
responder, al tiempo que pone todas sus fuerzas en controlar la
temblorina de su quijada.
-‐ ¿¡Qué!? – Se acercan de golpe, sorprendidos todos los fantasmas.
Unos incluso, de la impresión, han dejado caer sus ojos podridos. –
¿¡De dónde vienes no tienen muertos!?
-‐ ¿Eh? No, eso no es lo que quise...
-‐ ¿Cómo es entonces? ¿Sus cuerpos se pudren cuando todavía están
vivos? Eso es repugnante.
-‐ No, ellos no... – Intenta explicarse Luca.
-‐ ¡¡No se pudren!! – gritan todos extasiados – Esos es maravilloso
¡¡Llévanos contigo, niño!! – Comienzan a halarlo de sus ropas y cabello.
-‐ ¡No, aléjense de mí! – Comienza a asustarse Luca, pues de cerca los
muertos son más terroríficos de lo que había pensado. Pero además, las
memorias de su infancia lo azotan implacablemente.
Las historias que su abuelo solía contarle sobre los fantasmas de La
Castilleja, y las noches en que aterrorizado se escondía bajo las sábanas cada
vez que las almas tortuosas del pasado lloraban al pie de su cama.
-‐ ¡Llévanos, por favor! ¡Ten piedad de nosotros! ¡Llévanos contigo! ¡¡Sí,
contigoooo!! – Rápidamente comienzan a aglomerarse las súplicas y los
berridos.
Las quijadas caídas, el penetrante aroma a azufre, las cuencas vacías, pero
sobre todo los agudos quejidos pronto abruman la frágil cordura de Luca. Le hace
falta el aire, y no puede pensar con claridad. – ¿Qué hago aquí? ¿Por qué vine en
primer lugar? – Su cabeza lentamente se vuelve una espiral de la que no sabe
cómo salir.
Sin quererlo, se pierde en los recuerdos de su niñez, cuando las figuras
monstruosas reptaban de entre las sombras hacia sus sábanas y le halaban los
pies para forzarlo a jugar con ellas. – Entonces ¿Quién las ahuyentaba? ... no
puedo recordarlo. – En sus manos empapadas de sudor frío, se aferra al
medallón plateado que el vagabundo le obsequió antes de desaparecer. – ¡Lully!
¿Era él... o alguien más...? ¿Cuál era su nombre? – Luca ha retenido el nombre
en el corazón pero la mente ya ha empezado a olvidar.
-‐ ¡¡Queremos ir contigo!! ¡Llévanos, llévanos, llévanos, llévanos, llévanos,
llévanos....!
Luca se resiste a la cercanía intrusa de los muertos, pero su lucha sólo
consigue encolerizarlos. Pronto las súplicas se tornan violentas, y el saco de Luca
es desgarrado por la furia de los fantasmas. Entonces a lo lejos, las campanas de
un reloj comienzan a sonar.
Una campanada, dos campanadas, tres campanadas, cuatro
campanadas....
-‐ ¡¡¡Piedad!!! ¡¡Llévanos!!
Un maullido se deja oír por encima de las funestas súplicas, y por fin Luca
es capaz de recordar, lo que él mismo no comprende por qué olvidó en primer
lugar.
-‐ ¡Espanto! – Exclama rebosante de alegría.
El gato salta de espaldas a Luca con ademán protector y los fantasmas se
dispersan rápidamente. – Igual que antes. – Cuando la doceava campanada
repica, el lomo del gato se eriza y los fantasmas salen volando disparados.
-‐ ¡¡Pygmalion!! – Abandonan el cementerio, como una espesa neblina de
azufre; y Luca los mira alejarse en dirección a la plaza que está justo en
el centro de la isla.
-‐ ¿Pigma- qué? – Farfulla Luca, aún agitado por el susto.
Mientras tanto, el gato trepa sobre la última lápida de la izquierda. Y
despreocupado lame una de sus patas. Un perro saltaría encima de su dueño y
agitaría la cola para mostrarle lo feliz que está de verle; Pero los gatos son
demasiado orgullosos así que cuando más felices están, más indiferentes se
muestran.
-‐ ¿Espanto? – Llama su nombre una vez más, pues teme que su cabeza
le esté jugando una mala pasada. Y justo cuando Luca teme estar en lo
cierto; Espanto trepa encima de Luca. – ¡Sabía que eras tú! ¿Dónde
has estado todo éste tiempo? – Exclama a la vez que lo levanta entre
sus manos para verlo mejor; sin embargo al mirarlo de cerca se lleva
una fuerte impresión y termina por soltarlo en seco... Afortunadamente,
ni siquiera en La Castilleja se ha sabido de un gato que no sepa caer de
pie.
Los ojos de Espanto ya no están en su lugar, y sus párpados están cosidos
con un grueso hilo negro. Alrededor del cual, aún se pueden apreciar diminutos
trozos de carne con gotas de sangre seca.
-‐ ¿Quién te hizo esto? – Pregunta asqueado. No porque en realidad
espere que Espanto le responda, igual que con Lully sabe que jamás
obtendrá respuesta alguna, pero su falta de malicia no le permite
imaginar con qué fin alguien haría algo tan horroroso cómo eso.
Sin embargo, de alguna manera, Espanto parece comprender las palabras
de Luca y a manera de respuesta sale corriendo, deteniéndose tan sólo un
instante con la cabeza ladeada para indicarle a Luca que lo siga.
El felino se escabulle velozmente entre las ramas de los árboles,
perdiéndose a momentos de la vista de Luca, que hace lo mejor que puede por
mantener el paso. A medida que avanzan, Luca comienza a escuchar la misma
música alegre de antes, y los castillos lejanos que a distancia se confundían con
los árboles parecen cada vez más enormes, los aplausos y cánticos se mezclan
en perfecta armonía con la tonada circense que anima a aquella curiosa isla.
Cuando por fin descienden la colina, Espanto se desliza rápidamente entre
los pies danzantes de los aldeanos que festejan sobre la plaza en forma de
ajedrez. Mientras que Luca embelesado por la magia de aquel lugar termina
resbalando y cae de sentón en medio de la multitud.
-‐ ¡Mira por dónde caminas! – Le riñe una pareja que ha tropezado con
Luca.
-‐ Di-disculpe.
La pareja lo pasa de largo y se unen de nuevo al baile. Luca, los observa
alejarse y todo parece salido de un sueño. Las personas danzan con grandes
vestidos y antifaces con vistosos decorados, los tarros de cerveza chocan uno con
otro y empapan a las personas con la espuma.
-‐ Si te quedas ahí sentado, provocarás un accidente. – Le aconseja una
bella mujer que se ha inclinado para ofrecerle una mano a Luca. – Si
estás en un baile, lo más adecuado es bailar ¿No te parece?
El cabello de la mujer cae a la altura de la cintura y es rojo como el fuego, al
igual que el resto de su atuendo. Porta un par de anteojos tan grandes como los
de Luca, excepto que ella sabe lucir hermosa con ellos puestos. Y aunque la
distinguida dama es lo suficientemente mayor para ser la madre de Luca, éste
último no puede evitar sonrojarse a la vez que deja volar su imaginación.
-‐ Y bien ¿Bailarás conmigo? – Pregunta gentilmente la mujer, fingiendo
no comprender por qué Luca se la queda mirando boquiabierto.
-‐ S-sí. – Responde Luca tímidamente.
En cuanto empiezan a bailar, no paran de chocar con las otras parejas y
pronto Luca termina con la cabeza bañada en cerveza. Así, la dama de rojo
descubre que Luca no tiene idea de cómo comportarse en un baile, por lo que lo
toma de la cintura con el ceño fruncido y es ella quien comienza a guiarle;
provocando que de nuevo Luca se sonroje de la pena.
-‐ Lo último que imaginé es que un chico tan lindo como tú, tuviera dos
pies izquierdos. – Espeta secamente la mujer. – Eres toda una
desgracia andante.
Gravemente ofendido, pero sobre todo desilusionado de que ésa dama tan
hermosa no fuera la mitad de lo delicada que aparentaba ser, Luca se suelta
bruscamente de ella y reacomoda sus lentes gigantes sobre su nariz; cómo hacía
siempre que necesitaba llenarse de valor para decir lo que pensaba.
-‐ ¡Pues yo no la invité a bailar!
Uno diría que luego de años de rechazos, Luca terminaría por
acostumbrarse a ser pisoteado por todas aquellas mujeres atractivas de las que se
enamoraba sin razón aparente. Pero la manera tan altanera de conducirse de ésta
mujer, hiere la poca vanidad que aún posee.
La mujer sacude la cabeza, como lo haría una madre que está por
reprender a su hijo.
-‐ Pero qué forma es esa de dirigirte a tus mayores, niño. – Responde,
sonriendo en anticipación a lo que ya sabe que está por suceder. Pues
hay un cierto muchacho con cuerpo de bisonte que hace rato que los
observa.
-‐ ¡No me venga con eso ahora, cuando hace sólo un momento...usted...! –
Puede que Luca carezca de malicia, pero eso no quiere decir que sea
estúpido; sabe que hace nada la dama de rojo estaba tratando de
seducirlo. Sin embargo, no se atreve a decirlo en voz alta.
La mujer comienza a reírse y enfurecido; a Luca se le ocurre que podría
hacer como los actores de antaño en las películas, cuando el viril
protagonista alzaba la mano para asustar a la rebelde heroína y cuando
ésta se cubría la cara; entonces el actor sonreiría triunfal y se retiraba
espetando alguna frase ingeniosa. Desafortunadamente para Luca, no sólo
ella es demasiado astuta para que un mocoso como Luca la asuste tan
fácilmente, sino que también el fornido muchacho que los vigila siente un
gran respeto por esa dama de fuego y jamás permitiría que nadie le hiciera
daño.
Así pues, Luca termina de nuevo en el suelo, con un moretón en la cara.
-‐ ¡Gitano! Deja al pobre niño en paz. – Le pide la mujer al musculoso
joven que está a punto de volcarse a golpes sobre de Luca, a la vez que
contiene una carcajada. Nada le resulta más entretenido que comprobar
una y otra vez lo manipulables que los hombres pueden llegar a ser
entre sus expertas manos; sobre todo cuando son tan jóvenes.
-‐ Pero... ¡Señora Reimei! Éste insecto iba a lastimarla. – Responde
indignado, mientras que Luca lo mira adolorido desde el suelo. Sabe que
si ése tal Gitano le golpea una vez más de seguro que lo tritura hasta los
huesos.
-‐ Gitano, si haces un escándalo ella se molestará. – Espeta
tranquilamente, la Señora Reimei. – Ha esperado largo rato por éste
momento, si se lo arruinas ni si quiera nuestra querida Títere Ékster
podrá consolarla.... Además no creo que a tu adorada bailarina le
agrade ése despliegue de fuerza bruta, en medio de su gran debut. –
Dice burlonamente.
Luca, se percata de como las mejillas de Gitano se tornan coloradas
rápidamente. Es un talento natural que la Señora Reimei posee desde jovencita.
Habiendo sido dotada con tan sensual belleza, los hombres son como barro entre
sus manos de artesana.
-‐ ¡Agh! ¡Oye tú, más te vale que te largues de mi vista! – Le gruñe Gitano
a Luca, quien al percatarse de la navaja que porta consigo Gitano no
siente ganas de quedarse en ése carnaval. Claro, el pobre Luca no sabe
que Gitano es demasiado gentil para herir de gravedad a nadie.
El joven escritor, se levanta y da la media vuelta de inmediato, pero es
entonces que nota el imponente gigante metálico que marca las horas sobre la
alegre plaza. A partir de ése instante, hay un único pensamiento en la mente de
Luca: “La niña prisionera de la Torre” y el misterioso mensaje en su computadora;
“...pregunte usted por Petrú, la gitana de ojos dorados...”
Luca, sabe que se arriesga a ser muerto a golpes, pero sólo alguien que
haya luchado por hacer de sus sueños una realidad podrá entender a la perfección
el predicamento de Luca. Así, la gasolina recorre de nuevo su sangre y de golpe
se vuelve gritándoles a Gitano y a la Señora Reimei; “¿¡Petrú, dónde puedo
hallarla!?”
-‐ ¿Qué has dicho? – Se acerca con ademán suspicaz la Señora Reimei.
-‐ ¡He venido a hablar con ella, y no me iré hasta verla!
-‐ ¿Eres amigo de la pequeña? – Inquiere sorprendido Gitano, sabe que
Petrú no es de las que va por ahí haciendo amigos.
-‐ Querido, no digas estupideces. – Le reprende la Señora Reimei, ésta
vez con un tono de voz más severo. – Ningún “amigo” de Petrú, asistiría
a ésta fiesta nuestra. – Lo que significa que eres uno de ésos ¿Verdad?
– Pregunta desdeñosamente. En La Castilleja, hay una sola persona
que odia a los reporteros más que Petrú, y Luca ha tenido la mala
fortuna de bailar con ella. – Con tu mochila y tus lentes. De seguro
también llevas una cámara contigo.
Luca, traga saliva luego de ésa última acusación, pero se aferra al cálido
medallón entre sus manos e imagina la manera en que Lully se zafaría de ésa.
-‐ Me ha ofendido usted profundamente, bella señora. – Responde Luca,
imitando el tono seductor y juguetón que el vagabundo tomaba cuando
se disponía a engañar a alguien.
La Señora Reimei oprime con tanta fuerza las uñas en sus puños, que
comienza a sangrar. Pues lejos de sentirse halagada, algo en las palabras del
joven escritor le ha hecho recordar a un ser querido del pasado.
– Yo...yo estoy aquí sólo porque Petrú me invitó. – Se excusa Luca,
rápidamente.
Enonces, las cejas de la Señora Reimei se separan, y su semblante pasa
de la ira a la sorpresa. No puede creer que ante ella se encuentre el poderoso
brujo que invoca a Petrú todos los días.
-‐ Vaya, vaya “Señor Brujo”; sí que he metido la pata esta vez. – Espeta
levemente avergonzada la Señora Reimei. – Permítame remediarlo ¿Ve
usted el reloj sobre nosotros? – Inquiere, a la vez que señala la torre
donde Petrú está sentada esperando anhelante por el payaso del Circo
Pygmalion. – En lo más alto, hallará a su anfitriona. Que se muere por
conocerlo, Señor Brujo.
Ante, el súbito cambio de actitud, Luca esconde su sorpresa y se apura a
seguir las instrucciones de la hermosa Señora Reimei. Quien lo mira perderse
entre la multitud.
-‐ Es usted una mujer en verdad malévola Señora Reimei. – Declara
Gitano, con tono mordaz. – ¿Cree usted que ése pobre infeliz logre salir
de aquí?
La Señora Reimei, coge un tarro de cerveza de uno de los vendedores que
se mezclan en el baile; y antes de dar el primer sorbo sonríe encogiéndose de
hombros.
-‐ Como un querido amigo mío solía decir; “Depende.”
5. LA PRISIONERA Y EL BRUJO.
Por fin, Luca logra penetrar en el corazón de La Castilleja. Ése órgano de
formas curiosas e inconstantes, donde todo se halla en penumbras; las escaleras
metálicas en forma de caracol se tambalean; y los pesados engranajes giran sin
ocuparse de la presencia de los intrusos, al tiempo que los latidos de la torre rugen
con un poderoso “tic-tac”.
El escritor juega nerviosamente con el medallón entre sus delgados dedos,
y con cada peldaño que avanza puede sentir en su propio pecho el eterno girar de
las manecillas de La Castilleja. – “Son sólo historias de tu abuelo, deja de
imaginarte cosas.” – Retumba en las paredes, el eco de sus padres, maestros y
psicólogos que lo diagnosticaron irremediablemente chiflado cuando niño. Y sin
embargo ahora ¡Helo aquí! Al pie del último escalón, a unos escasos centímetros
de la habitación en dónde la prisionera del reloj pasa sus días.
En la parte más alta de la torre, hay una amplia habitación con gruesas
vigas negras en el techo, una elegante chimenea en donde se apilan montones de
ceniza, libreros y muebles de caoba podrida, y un gran ventanal a través del cual
difusas motas de luz bañan la polvosa estancia. Y de bajo de ellos la delicada
gitana de ojos dorados baila con los brazos extendidos al son de una antigua
canción que toca en el fonógrafo. Pues aburrida de observar a las piezas de marfil
beber y cantar allá afuera, cierra los ojos y se imagina bailando de la mano del
apuesto payaso del Pygmalion. Juega a ser una bailarina admirada y querida por
todo cuanto la rodea. Hasta que escucha un familiar maullido; seguido por un
pesado crujir proveniente de las escaleras.
Sin pensárselo demasiado, el gato salta a los brazos de Petrú, y juntos
comienzan a jugar. Espanto, hace del payaso y Petrú de la bailarina. Giran y giran,
al son del “Vals de las Flores” que ha empezado a sonar en el fonógrafo; hasta
que de pronto Petrú vislumbra con el rabillo del ojo a un muchacho de aspecto
deplorable, observándola estupefacto desde el umbral que separa las escaleras
de la habitación de Petrú.
Y no es para menos, Luca nunca antes había visto una chica de aspecto
tan dulce y delicado como ésa que ahora danzaba felizmente. – “En verdad sus
ojos resplandecen como el oro mismo.” – Piensa Luca.
Mientras que la diminuta figura de Petrú avanza hacia él con elegancia y
hasta el polvo que opaca su alborotado cabello maple, resulta mágico.
-‐ Muy buenas tardes, caballero. – Dice Petrú, al tiempo que toma los
pliegues de su vestido para realizar una reverencia que Luca no
corresponde, pues está demasiado conmocionado. Por lo que de
inmediato, Petrú se dirige a Espanto. – Lo hiciste de nuevo. – Espeta
Petrú con el entrecejo fruncido, y acto seguido lanza al gato por la
ventana.
-‐ ¡Espanto! – Grita Luca horrorizado, saliendo al fin de su estupor. Al
tiempo que se apresura a asomarse por la ventana. Comienza a darse
una idea de quién le ha cosido los ojos a su querido gato. – ¿¡Por qué
hiciste eso!?
En contraste a la repentina histeria de Luca, Petrú se aproxima
calmadamente a la ventana.
-‐ No me gusta que traiga invitados sin avisarme, y además aún le quedan
ocho vidas más. – Responde Petrú, echando un vistazo fuera de la
ventana.
-‐ ¿¡En verdad!? –La mirada de Luca, rápidamente recorre la trayectoria
que Petrú le señala y aliviado observa a Espanto avanzar felizmente
entre la multitud.
Luca sonríe al ver que Espanto está a salvo; sin percatarse de que junto a
él, Petrú estudia con cuidado su rostro.
A primera vista le parece que tiene la misma pinta que el resto de los otros
intrusos que han osado perturbar su morada, sin embargo, de cerca aprecia que el
idealismo de sus ojos no está contaminado por el morbo de los muchos otros que
la han visitado antes.
-‐ ¿Averiguamos cuántas vidas tienes tú? – Propone traviesamente Petrú,
a la vez que coloca su delicada mano en la espalda de Luca.
Asustado, Luca se aparta rápidamente de la ventana. – ¿¡Qué pasa
contigo!?
-‐ ¿Conmigo? – Pregunta confundida, pues considera que la suya ha sido
una pregunta legítima después de todo. – ¿Qué pasa contigo, qué pasa
con todos?
Sólo de verla, Luca se llena de miedo. No termina de explicarse cómo es
que puede asomarse tanta obscuridad en un par de ojos tan dorados como el sol.
– Éste es mi hogar. – Declara Petrú, con los brazos extendidos. – Eres
tú, quien ha irrumpido en el sin invitación.
Luca es un caballero y aunque en el fondo sabe que ha estado mal en
entrar sin avisar en la habitación de una jovencita; su orgullo no le permite
quedarse callado.
-‐ Eso no es del todo verdad, es decir ¿Tú eres Petrú, no? Tú me invitaste
a venir ¿Recuerdas? – Responde Luca con el corazón acelerado. La
mirada glacial de ésa jovencita le impone más de lo que él mismo
hubiera esperado. – “Respetable señor brujo... lo invito a visitarme en la
Torre del Reloj.” – Recita un fragmento del mensaje que Petrú dejó en
su computadora.
Petrú, inclina la cabeza, adoptando una expresión sorprendentemente
inocente.
-‐ ¿Eres tú? – Inquiere incrédula. Y de improviso se aproxima a Luca para
olfatearlo.
-‐ ¿Qu-qué haces? – Pregunta apenado; no se siente cómodo permitiendo
que una chica tan linda como ésa se le acerque tanto, y de modo tan
invasivo.
-‐ Mentiroso. – Declara Petrú cuando ha terminado de inspeccionar a
Luca. – Tú hueles a; humedad, manzanilla y cerveza... mucha cerveza.
– Espeta provocando que el joven escritor se avergüence, pues Petrú
no sabe que se la han derramado mientras intentaba bailar con la
Señora Reimei. – El Señor Brujo que me llama a ésa pocilga todos los
días, tiene un aroma dulce, similar al vino. Mezclado con especias y
pizza.
-‐ ¿¡Pizza!? … ¿Te refieres a Lully?
-‐ Cómo voy a saberlo, si nunca lo he conocido. – Responde Petrú, a la
vez que se acerca a apagar el fonógrafo. “Las Cuatro Estaciones” ha
comenzado a sonar, y ésa obra que en algún tiempo Petrú había
disfrutado con tanta pasión, ahora le destrozaba los nervios.
-‐ ... Él estaba conmigo antes de llegar aquí. – Empieza a explicar Luca.
-‐ ¿Y dónde se encuentra ahora, ése amigo tuyo? – Inquiere Petrú con
vivo interés. Al tiempo que se deja caer seductoramente sobre un futón
de terciopelo rojo.
-‐ No lo sé... – Responde Luca, atolondrado. La postura que Petrú ha
adoptado, le provoca un vuelco en el corazón. Su vestido tan raído y
desgastado, bajo los tenues rayos del sol, deja muy poco a la
imaginación; y sus largas piernas de gitana ejercen un efecto hipnótico
sobre el pobre muchacho que no acaba de comprender la naturaleza de
aquella mujercita a medio formar. Sin embargo, tan embelesado como
está, la culpabilidad comienza a atormentarlo. Recuerda que Lully se
había rehusado con todo su ser, a ir a La Castilleja. No puede evitar
sentirse culpable por el triste destino que el gallardo vagabundo sufrió al
final. –... Él se “rompió” antes de entrar aquí. – Le responde a Petrú con
voz ahogada.
-‐ ¿A si? En ése caso, no tienes de qué preocuparte. Cuando lo
encuentres, la Señora Reimei puede hacerle un cuerpo nuevo... Eso si
aún está vivo, claro. – Lo conforta Petrú.
-‐ ¿Qué dices? – Pregunta Luca, sin estar enteramente seguro de querer
saber la respuesta.
-‐ Para serte honesta, los fisgones de tu tipo me resultan molestos. Pero,
si en verdad has logrado deshacerte de ése Señor Brujo por mí, estoy
en deuda contigo. Si lo que quieres es tenerlo de regreso, pídelo y lo
tendrás…con algunas modificaciones, desde luego. – Dice Petrú, al
recordar lo diferente que La títere Ékster lucía en su antiguo cuerpo.
Las palabras de Petrú, no tienen sentido para el joven escritor. Sin
embargo, lo poco que logra deducir es que Lully, ha pasado a mejor vida.
-‐ ¿Está muerto?... ¡¿Qué le hiciste a Lully!? – Estalla de pronto y jala
violentamente a Petrú del vestido.
-‐ Deja de llorar, era sólo una broma. Si pudiera prescindir del Señor Brujo
tan fácilmente, no lo habría invitado a venir. Pero de seguro, que es tan
molesto cómo ése gato entrometido. ¡Tampoco he podido deshacerme
de él!
Lentamente Luca, la suelta. Y Petrú reacomoda con delicadeza los pliegues
de su vestido.
-‐ Entonces ¿Dónde...?
-‐ Bueno... si yo tratara de adivinar; diría que el Señor Brujo te ha
engañado. No es la primera vez que se vale de un pobre infeliz, como
tú, para fastidiarme la existencia. Hace algunos años utilizó a un
encantador anciano, pero al final tampoco él fue capaz de vencerme.
Ningún brujo, chamán o exorcista puede tocarme; No mientras me
resguarde aquí, en La Castilleja.
-‐ ¿”Señor Brujo”? No entiendo… Lully, él es mi amigo. – Balbucea Luca.
En un acto inesperado, Petrú toma gentilmente a Luca de las manos. Y éste
se siente desmallar; no es que Petrú sea una mujer despampanante pero hay algo
cautivador en el aire que la rodea.
-‐ No conozco a “Lully”, pero hay algo que debes saber; el Señor Brujo
no tiene amigos sólo peones. – Espeta al tiempo que guía a Luca hacia
el ventanal, y juntos contemplan el enorme tablero de ajedrez en el que
todas las piezas danzan conforme a la voluntad del Señor Brujo. – Cómo
veras ésta fiesta nuestra no nos concede tregua. Y ya me he cansado
de esperar, sólo quiero que se termine ¿Comprendes?
-‐ Lully, es decir, El Señor Brujo ¿Es el causante de esto? – Pregunta
Luca con el rostro descompuesto.
Petrú, esboza una suave sonrisa. – Ninguno de los dos somos tan jóvenes
como aparentamos. Y me temo que ambos compartimos la mitad de un mismo
destino.
-‐ ¿Qué quieres decir?
-‐ ¿No te has dado cuenta? Eres el único en ésta isla con un cuerpo de
carne y hueso.
-‐ Pero eso es imposible; porque hace un momento te sostuve entre mis
manos y antes bailé con esa dama de rojo; y además el... – se
interrumpe a sí mismo, a la vez que se lleva una mano al moretón que
Gitano le obsequió hace un rato.
-‐ ¡Ah claro, el moretón! Soy la Gitana de los ojos dorados, desde luego
que puedo hacer algo tan sencillo como eso. Puedo mantenernos con
vida, o algo parecido a una vida, en tanto permanezcamos en La
Castilleja, pero más allá del mar que nos rodea somos poco menos que
polvo y cenizas. El Señor Brujo, sin embargo es el único de nosotros
que ha logrado escapar de la maldición… ese gato Espanto dijo que tu
nombre es Luca ¿Es correcto? – Luca asiente con la cabeza. – Bien,
Luca ¿Te gustaría hacer un trato conmigo? Trae ante mí al Señor Brujo
con su dulce aroma a vino y convéncelo para que nos entregue la llave
que nos librará de La Castilleja. A cambio, te concederé aquello que
más anhelas… eliminaré tu existencia. El mundo jamás sabrá nada de ti.
Luca, siente una gota de sudor frío correr por su nuca. Enunciado en voz
alta el deseo de su corazón, suena hueco e insignificante. – “Como yo.” – La única
persona en el mundo que pensó que lloraría por él, había resultado ser una farsa
¿En verdad alguien notaría la diferencia, si un buen día su deseo se cumpliera?
-‐ De acuerdo. Es un trato. – Enuncia Luca solemnemente.
-‐ Ya lo creo, joven Luca. – Responde Petrú, a la vez que estrecha la
mano diestra del escritor. Y al hacerlo, Luca siente un ardor en la palma
de su mano derecha.
-‐ ¿Qué me hiciste? – Inquiere al ver con sorpresa, que en su mano se ha
grabado una intrincada cicatriz con forma de reloj. Marcando las doce y
media.
-‐ No le prestes atención, la marca me permitirá asegurarme de que
honres tu parte del trato cuando te marches a tu mundo.
-‐ Si, hablando de eso… ¿Cómo saldré de aquí?
-‐ ¿Ya deseas marcharte tan pronto? Puedes quedarte si lo deseas, no me
enfadaré, lo prometo. Esperaremos juntos al Pygmalion ¡Será divertido!
Luca, no sabe qué decir. Nunca antes había tenido que rechazar a una
joven tan bonita como la que ahora lo miraba con tiernos ojos suplicantes. Pero,
al final el miedo que Petrú le infunde puede más con él; al grado que de pronto
piensa que su aburrida vida es un tanto reconfortante y no puede esperar para
volver a ella.
-‐ No es que quiera irme, pero tengo que hacerlo. Para poder traerte a
Lully, digo al “Señor Brujo”.
-‐ Entiendo. – Asiente Petrú. – Entonces, te daré mi aurora boreal
-‐ ¿Aurora boreal?
-‐ Es la única puerta que conozco, desafortunadamente yo no puedo
usarla. Así que te la obsequiaré, pero a cambio quiero una cosa. – “Así
que en realidad no es un obsequio”, piensa Luca a sus adentros. Y
como toda una escurridiza ladronzuela, Petrú se escabulle en los
bolsillos de Luca y hábilmente logra robarle el medallón que llevaba
consigo. – ¡Te tengo!
-‐ ¡Oye, eso es mío!
-‐ Y la aurora es mía. No me place entregártela sólo porque sí. Si deseas
salir de aquí, tendrás que obsequiarme el medallón. – Dice, alzando el
medallón para admirar las figurillas talladas en el. Pues de cerca, se
aprecia el semblante de un payaso sonriendo; y al oprimir un botoncillo
en el borde del medallón; maravillada contempla el suave tic-tac de un
reloj que hace que el medallón palpite suavemente. Como si fuese un
corazón.
-‐ Esto es absurdo, las auroras no pertenecen a nadie. – Responde Luca
enfadado, pues teme que ése medallón sea el último recuerdo de su
excéntrico amigo.
-‐ Ya lo sé, me pertenecen a mí. – Dice conteniendo una risilla, Petrú
piensa que el joven escritor dice cosas muy extrañas y graciosas.
Al verla jugando con la cadena del medallón entre sus manos, Luca
comprende que en realidad no tiene opción; Sencillamente es que Petrú ha decido
jugar a ofrecérsela.
-‐ Está bien, puedes quedártelo. Ahora dame la aurora boreal. – Dijo esto
último con un cierto tono de escepticismo. Pues en el fondo esperaba
que Petrú estuviera haciéndole una mala broma; y no que de los ojos
dorados de Petrú la aurora emergiera resplandeciente en la habitación.
Es una luminiscencia danzante de tonos pasteles, que súbitamente se
introduce en las pupilas de Luca, y lo ciega durante un breve instante en que todo
a su alrededor se vuelve brillante y difuso.
… Y es en ése preciso momento, que el reloj de la torre vuelve a dar sus
campaneos.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, y doce
campanas resuenan; cada una más breve y fuerte que la anterior. Y cada una,
tocó siguiendo los latidos de Luca, que con cada repique sintió un intenso dolor en
el pecho.
Cuando las doce campanadas han terminado de sonar, les siguen treinta
repiques, tan veloces como el zumbido de un colibrí.
-‐ ... Otra vez son las doce treinta. – Murmura Luca para sí mismo,
mientras se deja desfallecer en un barranco de luz.
“¡Piérrot, por fin llegaste!”; Escucha el escritor, un eco distante de la jubilosa
voz de Petrú; antes de despertar sobre la litera oxidada de su departamento.
6. EL LADRÓN DE PIZZAS
El monzón estaba en todo su apogeo y el frío comenzaba a enfermar a
Luca que tiritaba sin parar. Pese a eso, él no tenía intenciones de correr a
guarecerse pues temía regresar a casa, donde la soledad y la locura aguardaban
por él.
Cuando despertó en la litera, sintió el estómago volver y todo recuerdo que
poseía sobre su encuentro con la prisionera del reloj le resultó demasiado borroso
e impreciso. –“Por qué los muertos saldrían de sus tumbas y Cómo alguien podría
obsequiarme una aurora boreal; a menos que se tratara de un sueño, demasiado
real, pero sueño al fin.” – intentó convencerse a sí mismo, una y otra vez. Hasta
que reparó en la cicatriz de su mano derecha, sin embargo como medida de
precaución Luca contactó de inmediato a la revista “Portal Paranormal”, sólo para
asegurarse de que su imaginación no estuviera haciendo estragos en su cordura.
En cuanto hubo terminado la llamada, Luca salió en busca del vagabundo
o mejor dicho del “Señor Brujo”.
Llevaba alrededor de cuatro horas recorriendo; cada librería, bar, parque,
teatro, museo, y casa de apuestas; que sabía que Lully a menudo frecuentaba. En
ningún lado pudieron dar razón de él; en el mejor de los casos decían que lo
habían visto por última vez hace tres meses – Lo cual extrañó a Luca, dado que
hacía apenas un mes desde la última vez que su amigo había abandonado el
departamento –, así que su única esperanza yacía en “Noony`s” ése pintoresco
restaurante de pizzas al que el trotamundos era prácticamente adicto.
Cuando Luca se presentó en el restaurante, ya era bastante tarde, no había
ningún comensal que atender. Los manteles de cuadros rojos que cubrían las
mesas de madera, ya estaban doblados a un lado de la caja registradora; las velas
derretidas que decoraban el lugar estaban todas apagadas; y en la penumbra una
esbelta figura se movía apresuradamente de una mesa a otra. Pues Elena, la
joven encargada del lugar, se preparaba para cerrar.
Tan pronto la campanilla de la puerta anunciaba la salida del último
comensal, Elena ponía manos a la obra, sabía que disponía de pocos minutos
antes de la media noche. En otros tiempos, eso a ella no le habría importado en lo
absoluto porque si Don Chema – el dueño de la pizzería – tiene algo que decir
sobre Elena; es que se trata de una joven enérgica, tan responsable y trabajadora
que se quedaría hasta las cinco de la mañana de ser necesario; de hecho algunas
veces se veía forzada a hacerlo muy a pesar de ella misma.
Y es que desde una desafortunada noche, en que Elena presenció la
aparición de un fantasma que se había escabullido en el almacén de pizzas; su
valentía había sido lanzada al caño. Ahora, no había poder humano que la hiciera
entrar al almacén a no ser que alguno de los otros meseros la acompañara, a
menudo le rogaba a Don Chema que se quedara con ella a cerrar cuando los
comensales se rehusaban a marcharse temprano. Y normalmente Don Chema,
que es un señor bonachón, accedía pero hoy era el cumpleaños de su nieto más
pequeño; por lo que Elena había sido abandonada a merced de ése fantasma
devorador de pizzas.
-‐ ¡Fuera de aquí! – Amenazó Elena al escritor, con una diminuta cruz
dorada que llevaba colgada al cuello. Supuso que si había funcionado
en el “Exorcista”, también funcionaría con ése zombi de lentes que había
aparecido en la puerta de Noony´s.
Y es que los cabellos embarrados a la cara, no le iban nada bien a Luca.
-‐ Perdona, no quise asustarte. – Se disculpó Luca, tímidamente. A la vez
que se preguntaba cómo es que ése demonio de vagabundo se las
arreglaba para avergonzarlo sin siquiera estar presente. “Una anciana
de setenta años”, le había dicho a Luca, pero la chica ante él no tenía
más de veinte años…y tampoco se trataba de cualquier chica.
¡Ésa sicodélica pinta, Luca la reconocería aún si se quedara ciego! – “Es la
arquitecta de laberintos.” – Si Luca hubiera sabido que ésa era la encargada del
lugar, y no la señora arrugada y flácida que esperaba encontrar, se habría bañado
y arreglado antes de presentarse ante ella con esa facha fangosa de muerto
viviente.
-‐ Ya no estamos sirviendo. – Respondió Elena hostilmente, bajando
lentamente la crucecita dorada.
-‐ ...La puerta estaba abierta... Además apenas van a dar las doce. – Dijo
contrariado, pues Luca había oído de Lully y algunos estudiantes de la
universidad, que en ocasiones el ambiente en la pizzería era tan ameno
que las noches bohemias se armaban hasta la madrugada. Y así era,
pero únicamente en los fines de semana; Cuando Elena descansaba y
no tenía que quedarse a lidiar con ningún fantasma.
-‐ Entre semana cerramos temprano. – Se aseguró de poner un enfático
“Lárgate de una vez.”; en la última palabra.
-‐ Entiendo. No te quitaré mucho tiempo, sólo quiero saber si has visto a
un amigo mío. Es alto, de ojos negros, cabello alborotado, y un
sombr...
El tiempo seguía su paso, y con el la paciencia de Elena se agotaba; así
que lo interrumpió, mientras intentaba guiarlo “gentilmente” hacia la salida.
-‐ ...No quiero ser grosera – Era verdad, se estaba esforzando mucho por
no serlo. Pues una vez pasado el susto, el escritor le pareció más o
menos atractivo; aunque de una manera inusual. Además le molestaba
genuinamente, el no saber por qué su rostro le resultaba tan familiar. –
pero veo mucha gente durante el día. No puedo recordarla a toda.
-‐ Lo sé, pero si me dejas explicart... Aaa... ¡Achú!
El estornudo tomó por sorpresa tanto a Luca – que no daba crédito a la
mala suerte que lo había llevado a estornudarle encima a su hermosa arquitecta –;
como a Elena que brincó del susto al fijarse en el reloj en la muñeca del escritor, y
ver que faltaban dos minutos para las doce.
“Jamás terminaré en dos minutos.”, se lamentó la joven.
-‐ Sabes, he sido una grosera contigo. – Se disculpó Elena, a la vez que
acomodaba a Luca en una de las mesas. – Está lloviendo, y no es
bueno para el negocio que un cliente ande por ahí diciendo que lo
sacaron a patadas sin probar alimento. Don Chema jamás me lo
perdonaría. Espérame aquí, y en seguida tomo tu orden.
-‐ Pero, no traigo dinero... – Intentó ponerse de pie Luca, pero Elena no se
lo permitió.
-‐ Ésta va por la casa. – Dijo sonriendo servicialmente.
-‐ Gracias, pero en verdad tengo prisa. Mi amigo está desaparecido y ...
-‐ ¡No quiero estar sola con el fantasma! ¿¡Está bien!? – Estalló Elena. –
Está lloviendo, estás resfriado y te estoy ofreciendo una pizza gratis
¿¡Qué más tengo que hacer para que te quedes a acompañarme!?
Elena era bonita y generalmente amable, pero de temperamento corto...
muy corto. Luca, tuvo que aclarar la garganta para recobrar el aliento. – De
peperonni, por favor.
Compartieron la pizza, con una botella fría de cerveza para ella y una
tasa caliente de café para él; pues al igual que Petrú, Elena juzgó que por el
aroma de Luca, él ya había bebido más que suficiente. La noche se les resbaló
de las manos, sin que ninguno mirara el reloj una sola vez. Y es que lo que sus
ojos fallaron en ver durante seis meses sentados uno frente al otro en una fría
biblioteca; sus corazones lo reconocieron apenas sus manos se rosaron al
brindar en salud del infame “fantasma ladrón de pizzas”.
Bajo la media luz de las velas, Elena observó sin recato cada
movimiento que el joven escritor realizaba; y no tardó en memorizar sus
facciones delicadas ni la inusual fragilidad de su complexión; el dulce esmero
en sus modales o sus ropas desaliñadas. Pero sobre todo la paz que emanaba
de sus ojos cafés, que de tanto en tanto se le figuraba que refulgían con un
tenue resplandor dorado.
-‐ ¡No puedo creer que seas tú! El acomodador de libros ¿Quién lo diría? –
Exclamó Elena un par de veces, entre bocado y bocado. – Ya decía que
te me hacías conocido.
Elena se sonroja al pensar que Luca la vio beber leche cual mamarracho;
Por su parte Luca se siente en las nubes; la escucha reír y hablar pero en realidad
se halla absorto en sus ojos de ciervo, y hasta en la infantil manera en que tuerce
los labios cada que mencionan al “fantasma ladrón de pizzas.” Todo cuanto Elena
hace, ejerce un hechizo abrazador sobre de él. Así que mientras ella le cuenta
sobre las cajas que desaparecen sin explicación del almacén, los saleros y salsas
movidos de su lugar, y la figura oscura que prácticamente se había desvanecido
ante ella; lo único que a Luca se le ocurre es cuánta razón había tenido Lully…
“Es perfecta.” – Si qué es un ladrón de pizzas, pero no es ningún fantasma.
– Espeta Luca entre risas, una vez que Elena hubo terminado de contarle toda la
historia. – Ése, es Lully.
-‐ ¿Tu amigo desaparecido? No lo creo, se esfumó del almacén como por
arte de...
-‐ ...Magia. – la interrumpió Luca. – Es un ilusionista muy talentoso. De
hecho es su mejor talento de entre todos los que posee. – Luca, nunca
lo admitiría frente a nadie más, pero sentía una admiración desmedida
por las múltiples habilidades del vagabundo.
-‐ Pero, su ropa es tan anticuada...
-‐ ¿Gabardina exageradamente larga y sombrero de copa?
Elena azotó la cerveza en la mesa. – ¡Ése bastardo! – Luca, estalló en
carcajadas. – ¿A te parece gracioso?
-‐ No, lo siento. Es que... – Quiso excusarse, pero la risa se lo impedía.
-‐ Bien, veamos si te sigue pareciendo gracioso cuando le rompa la cara.
¡Anda, vamos a buscarlo! – Propuso Elena enérgicamente, no sólo
porque sentía que su propia astucia (aptitud de la que se enorgullecía
secretamente) había sido gravemente ridiculizada sino también porque
con cada minuto que transcurría, la compañía del extraño escritor la
fascinaba un poco más. – ¿Dónde lo viste por última vez?
Luca sabía muy bien que si deseaba conservar la recién nacida amistad
entre ellos dos, lo más prudente era mentirle, “En un parque.” Pensó en decirle,
desafortunadamente lo que salió de su boca fue:
-‐ Despedazándose en la entrada de La Castilleja.
Elena, guardó silencio de principio a fin. Escuchando atentamente a cada
detalle que Luca describía sobre su aventura en La Castilleja; Desde el
recibimiento de los fantasmas de azufre, su encuentro con Gitano y la Dama de
Rojo; los ojos dorados de Petrú; la cicatriz con forma de reloj; hasta la manera en
que toda la ciudad aguardaba impacientemente la llegada de un circo llamado
“Pygmalion.” Cuando Luca hubo terminado de hablar, Elena se levantó
tranquilamente y cogió el teléfono detrás de la caja registradora.
-‐ Vete, antes de que me arrepienta y llame a la policía. – Declaró,
apretando los dientes para contener la rabia. La historia de Luca, la
había llevado a concluir que el mismo Luca se había tallado esa
dolorosa cicatriz en la palma de su mano; y de ser así entonces él
necesitaba atención profesional. Lo que era peor, es que se le ocurrió
que tal vez el cadáver del tal Lully o “Señor Brujo” (como Luca se había
referido a él, hace unos instantes) aparecería en el noticiero de mañana
tirado en algún basurero.
-‐ Pero, no entiendo pensé que tú me creías. – El corazón de Luca estaba
sufriendo un gran desencanto; pues la historia de su infancia estaba
repitiéndose.
-‐ Estás borracho y cansado. Es natural que estés... desvariando, por eso
no haré nada si te marchas ahora. – Le sentenció Elena.
El escritor abrió la boca pero no pronunció palabra. Ya no le quedaban
energías para revivir aquellas dolorosas discusiones que tenía cuando niño con
sus profesores, doctores, y hasta con sus padres. Sin embargo antes de dirigirse a
la puerta, Elena creyó escucharlo murmurar; “En verdad creí que algún día nos
encontraríamos.”
Su alma se destrozó pedazo a pedazo a medida que le daba la espalda a
Elena; y para cuando se hallaba a dos cuadras lejos de la pizzería, Luca había
sido degradado nuevamente a acomodador de libros.
7. EL ENCUENTRO.
Si le preguntaran a Petrú, probablemente les diría que el tiempo es un niño
cruel e hipócrita; pues para cada cual se muestra con un rostro diferente. A veces
inalcanzable si actúas cobardemente, fugaz si eres tan grosero como para
ignorarlo, y si te comportas demasiado atento sencillamente te pasará de largo a
hurtadillas. El “Señor Brujo” en cambio; responderá que es el escritor perfecto,
pues sea cual sea el final de seguro que te pilla por sorpresa.
Por su parte Elena, de estas cosas aún no entiende nada; su juventud no se
lo permite. Así que mientras espera sentada a que el escritor aparezca en el
pasillo del edificio desolado en el que le dijo que vivía – antes de que lo corriera,
eso es – , lo único que se le ocurre deducir al mirar la hora en su celular; es que
han transcurrido: Dos semanas desde la última vez que vio la espalda del joven
escritor perderse en la lluvia; Una semana desde que se resolvió a investigar La
Castilleja por su cuenta; Cinco días desde que la prensa publicó que luego de tres
y medio años de estar desaparecida, el cadáver de una famosa clarinetista (cuyo
nombre ya nadie recuerda) apareció sumergido en un pantano ; y finalmente 4
días con 19 horas, 39 minutos y 59 segundos desde que decidió hacer guardia
fuera del departamento de Luca.
Todo comenzó hace un par de semanas cuando Elena enfermó de culpa –
era la primera vez que enfermaba de algo desde que Don Chema la había recibido
– y no halló fuerzas para abandonar su cama. Don Chema, como era de
esperarse, brincó de felicidad al darse cuenta de que era tan humana como el que
más. Aunque Elena, sólo le platicó la verdad a medias (o le mintió a medias) pues
le dijo que un comensal la había contagiado de gripa; pero de lo que en verdad la
había contagiado era de demencia.
Peligrosa epidemia, ésa es.
Cuando Luca salió del restaurante, a Elena se le ocurrió que acababa de
aplastar al único humano que había encontrado de su misma especie; cosa que
no era nada sencilla en el rígido mundo de los arquitectos en el que ella se
desenvolvía. Un terrible desvío de vocación, opinaba Don Chema; y (como
frecuentemente ocurre con todo aquel que es abuelo de alguien) estaba en lo
correcto.
Elena es magníficamente talentosa para construir alegres espacios donde
únicamente se halla el terrible y obscuro vacío, pero de planos y números no
entiende ni jota. Sin embargo, adoraba la idea de crear mundos que los demás
pudiesen admirar. Lamentablemente, estos últimos días había caído en la cuenta,
de que aquello que le enfermaba el ánimo era que ahora solamente le interesaba
la admiración de una persona en especial...
Mirarle los ojos al escritor, al tiempo que su débil luz dorada se extinguía, es
lo más triste que Elena ha tenido que encarar jamás; incluso más que cuando los
profesores desaprueban con el ceño fruncido sus atolondrados planos de
construcción. Así, la depresión terminó por tumbarla, pero al contrario de Luca, a
Elena nunca nadie le enseñó cómo deprimirse; por lo que no derramó lágrimas tan
espesas que no pudiera lavarlas de su cara, ni su cuerpo se volvió tan pesado que
no pudiese moverse del día de ayer hacia al día siguiente. Para ella, la depresión
tenía efectos vigorizantes; nunca era tan productiva ni tan enérgica como cuando
se sentía triste.
¡Y qué suerte para Luca, pronto resultaría eso! Pues en el cuarto día, de la
hora veinte con quince minutos, y cero segundos; el escritor se sorprende
gratamente al encontrar apiñada en la entrada de su puerta, a la arquitecta de
laberintos.
-‐ ¿Qué haces aquí? – Se aproxima el acomodador de libros, dispuesto a
reprocharle la humillación de hace dos semanas; pero Elena que
tampoco ha aprendido nada sobre ofrecer disculpas, en su lugar le
ofrece la copia de un periódico viejo que ha hallado en la hemeroteca de
la universidad.
-‐ Dejaste de ir a la biblioteca, los libros están todos desordenados y no
encuentro la copia de “El espejo en el espejo.” – responde con el ceño
fruncido, pero al darse cuenta de que Luca pasa de ella y se rehúsa a
dirigirle la palabra, pierde la paciencia. – ¡Llevo días esperando a que
aparecieras para mostrártelo! – Dice con expresión muy seria, Elena. Al
tiempo que le restriega en la cara a Luca, el periódico que lleva consigo.
Cuando Luca lee que las grandes letras del encabezado conforman la
palabra: PYGMALION. Sonríe.
-‐ Supongo que no soy el único que necesita “atención profesional” por
aquí. ¿Verdad?
Sentado al borde de la litera, Luca devora las palabras ávidamente,
deteniéndose de vez en cuando para mirar las fotografías que acompañan a la
nota. La mayoría retratan a los animales en la pista y la vistosa carpa del circo,
pero hay una que retrata a una sensual bailarina abrazada del brazo de un galante
payaso que oculta su rostro bajo un antifaz, ataviado con una capa de cuadros
blancos y negros.
“Payaso Piérrot (izquierda) y Bailarina Petrú (derecha)”, lee al pie de la foto
y tiene que frotarse los ojos un par de veces antes de estar completamente seguro
de que la sensual bailarina y la tierna jovencita que conoció en la torre, son de
hecho la misma persona.
-‐ Son tan distintas. – Dice asombrado, mientras que Elena evalúa cuál es
el mejor lugar para comenzar a limpiar ése chiquero que Luca tiene por
departamento.
-‐ ¿Cómo puedes saberlo? Es tan sólo una foto, además por lo que me
platicaste sólo has visto a Petrú una vez.
-‐ Tendrías que haber estado ahí. – Dice con expresión ensoñadora. –
Petrú es tan delicada y hermosa pero de una manera dulce, casi
inocente. En cambio ¡Ésta bailarina es despampanante! Es decir mira
ése talle; sus labios. Nunca he visto una mujer así de guapa. – Por un
momento Luca se sintió tan a gusto con la compañía de Elena que
olvidó por completo que hablaba con la chica a la que pretendía
conquistar. Y cuando levanta la mirada, se halla con la vanidad herida
de Elena. – Excepto tú...Elena, tú eres...mmm...bonita. –....Error.
-‐ ¿”Bonita”? – Responde entre dientes, y cuando Elena hace un mohín
con los labios, Luca sabe que le tomará más de una disculpa antes de
reparar su falta.
-‐ Lo que quiero decir es que eres distinta...
-‐ Cállate y sigue leyendo.
Luca, que sabe lo que le conviene no discute y vuelve a esconder su cara
en el periódico. Continúa leyendo sobre una exitosa compañía de circo de antaño,
cuyo espectáculo incluía acróbatas, payasos, magos, cantantes y músicos,
contorsionistas, traga fuegos, bailarinas, adiestradores de animales y otro tipo de
artistas. Una empresa ambiciosa por decir lo menos. Desgraciadamente, el dueño
enviciado por la belleza de la bailarina principal del Pygmalion, había quemado
todo hasta los cimientos. Ningún sobreviviente fue encontrado; ni en las jaulas
donde los animales habían chillado desesperados, ni en las tiendas donde los
artistas dormían y despertaron para ser arrojados a una muerte de dolor y
desesperación.
La información que Elena había recopilado sobre el Pygmalion era más que
suficiente para escribir una novela entera, pero a Luca esas cosas no le
interesaban. Lo que el joven escritor añoraba más que nada en el mundo era
descifrar el misterio de la magia que envolvía a la mística isla fantasma; La
Castilleja.
-‐ Te lo agradezco. – Espetó amablemente cuando hubo terminado. Esta
vez, escogiendo con sumo cuidado sus palabras, pues no quería
menospreciar el esfuerzo de Elena. – Pero la revista me ha pedido un
artículo sobre la Castilleja; no éste circo viejo.
Elena resopló con ademán impaciente. – ¿Sabes algo? Y por favor, no me
lo tomes a mal. – Lo último que deseaba era herir por segunda vez al
escritor. Pues entre tanto excavar en la historia de La Castilleja, Elena se
topó con un secreto que el escritor se aseguraba de guardar siempre muy
dentro de sí. Y que hacía de las palabras de Elena una ofensa
imperdonable ante los propios ojos de la locuaz arquitecta. Sin embargo,
pensó que tampoco podía permitirle a Luca andar a ciegas por la vida. –
Pero, creo que no tienes lo necesario para hacer este trabajo.
Luca sintió su corazón resquebrajarse. ¡Cuántas veces más tendría que
escuchar esa acusación, antes de desistir de sus sueños ingenuos!
-‐ Lo sé pero tampoco sirvo para ninguna otra cosa. – Respondió Luca,
pusilánimemente.
Las mejillas de Elena se tornaron coloradas, pero no porque se sintiera
avergonzada sino porque estaba encolerizada. Los sueños, opinaba ella, se
defendían con sangre y sudor; no con lágrimas.
Nunca con lágrimas.
-‐ ¡Deja de actuar así! ¿¡Qué clase de novio serás si te derrumbas por
cada cosa insignificante que digo!? ¿Imaginas si tu tío-tatarabuelo
hubiera sido así de débil? – Dijo, al tiempo que le atizaba el cabello a
Luca, con ademán juguetón.
-‐ ¿Mi tío-tatarabuelo? – Inquirió desconcertado, apartando suavemente
las manos de Elena.
-‐ Si, es el hermano de tu tatarabuelo.
-‐ ¡Ya lo sé! – Exclamó, ansioso. Le molestaba que la gente pensará que
era estúpido. – Lo que quiero decir es...
-‐ ¡Ajá! – Dijo con gesto triunfal, Elena. – Ahora, sí estás mostrando
actitud.
Elena, admiraba los sueños del escritor y la pasión con que podía creer o
no en ellos. Por eso, la inexperta arquitecta estaba decidida a protegerlos de la
propia pusilanimidad de Luca.
-‐ Pues verá usted “Señor Lucas Mariano Castilleja” – Comenzó a hablar
Elena, de manera respetuosamente juguetona. – pese a que usted
ocultó su apellido de mí; la revista que recientemente acaba de
contratarlo me lo proporcionó. – Luca, se sonrojó. De seguro la
encantadora mesera ahora pensaría que estaba obsesionado con la
leyenda únicamente porque era una historia que había sido transmitida
de generación en generación, al igual que su apellido.
Y en parte así era, pero sólo en parte. Una parte apenas minúscula.
-‐ Yo, yo no... No es un capricho...– tartamudeó nerviosamente. – Mi
apellido no tiene nada que ver, sé que es únicamente una coincidencia.
No creas, que...
-‐ Piense otra vez, Señor Castilleja. – Espetó Elena, al tiempo que tomaba
asiento a un lado de Luca. Le apeteció así, familiar y cariñosa. – Tu
padre, que por cierto es un señor muy bien parecido, me contó que su
abuelo, o sea tu bisabuelo, a menudo le platicaba historias de lo más
entretenidas sobre tu tatarabuelo y su hermano.
-‐ ¿Hablaste con mi papá? – Se puso de pie Luca abruptamente. La sola
idea, de aquella estricta e imponente figura paternal conversando con
ésa bonita pero locuaz mesera; le ponía a Luca la piel de gallina. Poco
sabía de lo similares que eran esos dos en realidad. – Tú, hablaste con
mi papá ¿Y él te escuchó?
-‐ Luca concéntrate, esto es importante. – Lo reprendió Elena, sin oír el
asombro en la voz del escritor. – Le prometí a tu papá contarte la
historia con lujo de detalle. ¿Sabías que desciendes de unos fugitivos
traficantes de alcohol?
8. LA FAMILIA DEL JUGUETERO.
Elena, le habló de una pareja que había llegado a probar suerte a una isla
perdida en España. El señor aunque mal encarado tenía el don de la palabra y era
un buen comerciante, y la señora era bastante carismática y atractiva, así que
pronto hicieron migas con los otros pueblerinos del lugar. Debido a que las
actividades ilícitas del señor los habían convertido en fugitivos, sus identidades
tendrían que permanecer para siempre en el olvido; por lo que la familia adoptó el
nombre del pueblo que sería su nuevo hogar: Castilleja.
El señor construyó una pequeña juguetería que con el tiempo se convirtió
en una fábrica, y para cuando los hijos del señor Castilleja se convirtieron en unos
muchachos hechos y derechos; aquellos que sabían de finanzas y negocios
comenzaron a referirse a la fábrica, con la palabra “imperio.” Naturalmente,
conforme el rostro del señor se llenaba de arrugas y sus cabellos encanecían; un
anhelo prevalecía en su alma: que sus dos hijos dieran continuidad a su apellido y
al imperio que había construido con sus propias manos. Sin embargo; pronto se
toparía con una voluntad más feroz que la propia; la de su hijo mayor. Lelouch
Castilleja.
-‐ ¿”Lelouch”? – Interrumpió Luca el relato, haciendo una mueca de
disgusto. El nombre le parecía un tanto....
-‐ Rimbombante lo sé. – Respondió Elena, con los ojos en blanco. Aunque
en honor a la verdad; “rimbombante” distaba mucho de la palabra que
Luca tenía en mente. –Pero recuerda que fue hace mucho tiempo,
cuando los papás se empeñaban en nombrar a sus hijos como un platillo
de comida francesa o un trabalenguas. En fin. – continuó Elena. –
Resulta que desde pequeño Lelouch estaba maravillado por los gitanos
del pueblo; aprendió a cantar, robar y bailar como ellos. Por lo que
comprenderás que la vida corporativa no le hacía ni un poco de gracia.
El Señor Castilleja, sin embargo, desaprobó tajantemente la idea de ver
a su primogénito convertido en un cirquero y con el tiempo se
desentendió por completo de él. No supieron de tu tío tatarabuelo
durante algún tiempo, hasta que el Circo Pygmalion, comenzó a hacerse
de fama.
-‐ ¿Quieres decir que el hermano de mi tatarabuelo...?
-‐ Ajá, tu tío-tatarabuelo era el dueño del Circo Pygmalion.
Fue por ahí de los tiempos de la “Ley seca”. Lelouch y Mariano Castilleja
tenían doce y diez años de edad respectivamente, cuando sus padres decidieron
mudarse a La Castilleja. La señora de la familia estaba acostumbrada a la buena
vida, pero reconocía que el valor del dinero no radicaba en el papel sino en el
trabajo puesto para obtenerlo. Por lo que pasaba los días encantada de la vida
ayudando a su esposo a atender a la clientela y las noches zurciendo las ropas
gastadas de sus hijos. Sin embargo, el señor Castilleja tenía en alta estima a su
familia, y de ninguna manera estaba dispuesto a conformarse con el rudimentario
ritmo de vida de aquella pintoresca isla. Contrario de sus hijos, quienes hallaban
aquel estilo de vida mucho más emocionante que el de la ciudad, aunque aquello
tenía que ver principalmente con sus labores escolares.
Los maestros tenían un estilo muy peculiar de enseñanza, pues
menospreciaban los cuadernos y el lápiz; y en cambio encausaban a los alumnos
a sentir curiosidad por los libros y todo aquello que les rodeaba y que
desconocían. Así pues el modus tradicional de enseñanza era – “Salid y vivir.” –
Como a eso del medio día, Lelouch y Mariano quedaban totalmente libres para
explorar las colinas, recolectar las conchas extrañas que el mar arrastraba a la
arena, y buscar los tesoros escondidos de los castillos en ruinas que tan
abundantes eran en La Castilleja. Hasta la hora de la comida, cuando corriendo
regresaban a casa para contarle a su madre la aventura del día, y aunque el
Señor Castilleja los escuchaba la mayor parte del tiempo con el entrecejo fruncido,
la señora sonreía dulcemente ante cada palabra que los niños pronunciaban.
Entonces, fastidiado de historias el señor interrumpía aquel cuadro feliz, con lo
que él consideraba una charla más apropiada de mesa. – “La Señora Reimei, ha
hecho otro pedido grande hoy. Tendremos mucho trabajo en el taller, no estaría
mal que ustedes le echaran una mano a su madre con la pintura.” – Para estas
alturas el Señor Castilleja ya se había hecho de cierta reputación, y tan pronto
tuvo los recursos contrató una buena cantidad de muchachos jóvenes que lo
apoyaran en la fábrica, sin embargo consideró que no estaba de más enseñarles a
sus hijos tanto el negocio, como la gratificación de ganarse el pan que se llevaban
a la boca. Así que las aventuras de los hermanos Lelouch y Mariano pronto
llegaron a un súbito fin.
Pasado un año, la vida de los hermanos transcurría prácticamente entre la
escuela, la casa y el taller; hasta que un buen día Lelouch se sintió atraído por un
grupo de músicos que cantaban una alegre canción cerca del puerto. Por la letra
dedujo que se trataba de una especie de encantación para que los marineros que
partían en el barco gozaran de buen tiempo y tuvieran buena pesca. Mariano –
que en apenas escasos meses había madurado mucho más que su hermano
mayor – para ése entonces ya había superado su fascinación por la isla y sus
prácticas extrañas; y hasta se había acostumbrado de buena gana al negocio de
los juguetes, por lo que cuando desistió de llamar la atención de Lelouch
amenazándolo con la tunda que le pondría su padre sino se apuraba, decidió
abandonarlo ahí.
“Un gato tuerto para alejar a los muertos,
Una piña fresca para el buen tiempo,
Y un tierno beso de mi querida niña para la suerte.”
Rezaba la última estrofa que Lelouch escuchó cantar a los gitanos, y en
medio de un círculo bailaba agitando en el aire la pandereta; una dulce jovencita
de ojos dorados. Al verla Lelouch pensó que no le importaría morir sumergido en
aquel par de soles que la chica tenía por ojos; la arena blanca y suave danzaba
entorno a ella, jugando con sus pies descalzos y acariciando sus mejillas
coloradas. Lelouch cerró los ojos y se pensó nada más que un insignificante
granito de arena, que nacía en el mar para ser consumido en el íntimo calor de la
piel acanelada de aquella gitanilla. Cuando finalmente el estruendoso retocar del
reloj de la torre lo hizo reparar en las dos horas que había perdido embelesándose
con las danzas y demás trucos de los gitanos.
Lelouch corría con tanto ahínco que casi podía sentir su mejilla entumecida
de la paliza que su padre sin duda estaba a punto de propinarle. Aunque dicho sea
de paso, eran tantas las veces que Lelouch se escabullía de sus labores que
llegado cierto punto creyó con toda certeza que su cara se había vuelto tan dura
como el mármol. Tan ensimismado estaba, que no reparó en la señora que venía
atravesando el llano, en dirección suya, con un pesado par de cajas en manos.
-‐ Perdone usted, bella señora. – Se disculpó Lelouch mientras le ofrecía
su mano a la señora que había tumbado al suelo. Asegurándose de
esbozar su sonrisa más encantadora, para suavizar la ira de la señora,
pues sus cajas habían quedado hechas añicos.
-‐ ¿“Bella señora.”? Tu madre tiene razón, eres todo un Don Juan
¿Verdad?
-‐ Por favor no diga usted ésa clase de cosas, me ofenden gravemente
Señora Reimei.
La Señora Reimei, sacudió la cabeza con desaprobación cuando con la
ayuda de Lelouch, comenzó a revisar el contenido de las cajas. – No tienen
remedio tendré que cancelar la función de hoy. – Espetó compungida, pues el
espectáculo de títeres era una de las partes más populares del pequeño circo de
la Señora Reimei. – Y a tu padre no va a gustarle nada tener que fabricarme otro
centenar de cajas de títeres, gratis.
Pese a que Lelouch intentó mostrar compostura y comportarse a la altura,
su rostro se puso pálido.
-‐ Aunque... – Comenzó a decir la Señora Reimei, con ademán
maquiavélico. –… hay otra forma en la que podrías pagarme, sin que el
Señor Castilleja tenga que enterarse del asunto…
“¿Cuál?”, estaba a punto de preguntar Lelouch, cuando de la distancia
emergió corriendo como energúmeno uno de los jóvenes que trabajaban a medio
tiempo en el taller del Señor Castilleja.
-‐ ¡Señora Reimei, espere por mí! – gritó el joven energúmeno, antes de
alcanzarle los pasos a Lelouch y a la Señora Reimei. – Es usted muy
cruel Señora Reimei, se marchó sin mí.
-‐ ¡Ja! El descaro. – Exclamó la Señora Reimei desairada. – A estas
alturas, creí que te quedarías a vivir en ése taller para siempre Gitano. –
Le reprendió la Señora Reimei.
El muchacho al que todos en la isla llamaban simplemente “Gitano” se
sonrojó, como hacía siempre que la señora Reimei le reñía frente a extraños, y no
ayudaba el hecho de que el otro joven fuera tres años más chico que él. Sin
embargo, no discutió de vuelta. Sentía un cariño y un respeto demasiado inmenso,
por aquella que era lo más cercano que había conocido a una madre.
-‐ Te lo digo, uno de estos días vas a quedarte a vivir en ése oscuro taller.
– Le recriminó la señora Reimei.
-‐ Para nada, yo jamás las abandonaría. Pero eso sí, estoy decidido.
Aprenderé el negocio ¡Y en unos años seré tan rico como el Señor
Castilleja y ese par de renacuajos que tiene por hijos!
La señora Reimei escuchó a Lelouch farfullando, y encontró aquella
situación tan divertida que continuó provocando a Gitano.
-‐ En eso tienes razón, he escuchado que los obliga a trabajar en ése taller
húmedo y obscuro. Y los trata peor que a los empleados; los explota
tanto que los ha dejado todos debiluchos.
-‐ Para nada. Lo que sucede es que ese par de paliduchos que tiene por
hijos son unos flojos. – replicó Gitano. Pues las palabras de la Señora
Reimei tenían un tanto de verdad; Gitano había visto e incluso trabajado
codo a codo con los hermanos Castilleja sin haberse enterado nunca de
quiénes eran en realidad. El Señor Castilleja jamás mostraba ningún tipo
de condescendencia hacia sus hijos. – El jefe es estricto pero también
es infinitamente más compasivo y paciente que usted, Señora Reimei.
Para éste punto Lelouch no pudo contenerse más, sin embargo astuto
como era, pudo ver claramente las intenciones de la Señora Reimei, por lo que
procuró contestar calmadamente.
-‐ Tienes razón el Señor Castilleja no es un monstruo, pero tampoco iría
tan lejos para pintarlo como un santo.
-‐ ¿A no? – Dijo Gitano, al tiempo que con expresión agraviada sacaba un
bulto de monedas de entre sus bolsillos. – Hoy me ha felicitado por
trabajar tan rápido e impecablemente; y hasta me ha pagado extra por
los títeres que... – se le fue apagando la voz a medida que reparaba en
las astillas que estaban regadas por toda la tierra. – Pero ¿Cómo, por
qué….quién…?
Lelouch, sabía que de él y su familia se rumoraba un sinfín de cosas, pero
moriría antes de que nadie pudiera acusarlo de cobarde. No sin cierto pesar,
Lelouch abrió la boca para confesar pero la Señora Reimei le robó la palabra
antes de si quiera darle oportunidad de agarrar valor.
-‐ Me temo que soy una torpe Gitano – espetó drásticamente al tiempo que
se quitaba lo lentes gigantes que llevaba puestos – creo que necesito
revisarme los ojos de nuevo, porque aquí venía yo toda quitada de la
pena con mis cajas de títeres nuevos y no he visto a éste joven al que
arrollé por completo.
Aquella mentira pareció funcionar de maravilla pues de inmediato Gitano
cesó de dirigirle miradas mortíferas a Lelouch, sin embargo buscó y rebuscó
compungido entre los añicos de madera, hasta que de una da las cajas sacó una
muñeca con un bello vestido de seda, con el rostro triturado y las extremidades
resquebrajadas.
-‐ Petrú, va a ponerse triste cuando la vea. – Declaró Gitano con gran
pesar.
-‐ Petrú ¿Quién es Petrú? – Preguntó Lelouch con curiosidad, pues al ver
que Gitano estaba tan angustiado, no podía creer que existiera alguien
que pudiese infundir tanto temor como el Señor Castilleja.
-‐ Es mi hija – contestó la Señora Reimei sin concederle más importancia
al asunto. – Gitano, haz favor de ayudar a éste jovencito – dijo
señalando con la cabeza a Lelouch – a llevar estas cajas a casa. Y
pídele a Petrú que se prepare que ésta noche tendrá oportunidad de
hacer su gran debut; supongo que ése número suyo que ha estado
practicando deberá bastar para sustituir a los títeres.
-‐ Aguarde – la llamó Lelouch, antes de que la Señora Reimei se diera la
vuelta – ¿Qué le dirá a mi padre?
-‐ Eso depende ¿Tenemos o no un trato? – Inquirió ofreciéndole la mano a
Lelouch.
-‐ Lo tenemos. – respondió Lelouch al estrechar la mano de la Señora
Reimei, y al hacerlo sintió un intenso ardor que le recorría todo el brazo
pero cuando se levantó las mangas para revisarse no tenía nada.
-‐ Acabas de hacer un trato con una gitana. No vayas a olvidar que me has
dado tu palabra Lelouch o las consecuencias serán fatales. – Exclamó
sonriente la Señora Reimei mientras se encaminaba en dirección al
hogar de la familia Castilleja.
Inquieto, Lelouch siguió con la mirada a la Señora Reimei hasta que
desapareció descendiendo la colina; y cuando se volvió para cargar una de las
cajas se topó con la feroz cara de Gitano.
-‐ Con que tú eres Lelouch Castilleja.
Gruñó Gitano, tras lo cual Lelouch se inclinó para recoger ambas cajas, al
tiempo que con una amplia sonrisa respondía. – En carne y hueso. Pero puedes
llamarme Lully.
9. LA FAMILIA DEL JUGUETERO.
Elena, le habló de una pareja que había llegado a probar suerte a una isla
perdida en España. El señor aunque mal encarado tenía el don de la palabra y era
un buen comerciante, y la señora era bastante carismática y atractiva, así que
pronto hicieron migas con los otros pueblerinos del lugar. Debido a que las
actividades ilícitas del señor los habían convertido en fugitivos, sus identidades
tendrían que permanecer para siempre en el olvido; por lo que la familia adoptó el
nombre del pueblo que sería su nuevo hogar: Castilleja.
El señor construyó una pequeña juguetería que con el tiempo se convirtió
en una fábrica, y para cuando los hijos del señor Castilleja se convirtieron en unos
muchachos hechos y derechos; aquellos que sabían de finanzas y negocios
comenzaron a referirse a la fábrica, con la palabra “imperio.” Naturalmente,
conforme el rostro del señor se llenaba de arrugas y sus cabellos encanecían; un
anhelo prevalecía en su alma: que sus dos hijos dieran continuidad a su apellido y
al imperio que había construido con sus propias manos. Sin embargo; pronto se
toparía con una voluntad más feroz que la propia; la de su hijo mayor. Lelouch
Castilleja.
-‐ ¿”Lelouch”? – Interrumpió Luca el relato, haciendo una mueca de
disgusto. El nombre le parecía un tanto....
-‐ Rimbombante lo sé. – Respondió Elena, con los ojos en blanco. Aunque
en honor a la verdad; “rimbombante” distaba mucho de la palabra que
Luca tenía en mente. –Pero recuerda que fue hace mucho tiempo,
cuando los papás se empeñaban en nombrar a sus hijos como un platillo
de comida francesa o un trabalenguas. En fin. – continuó Elena. –
Resulta que desde pequeño Lelouch estaba maravillado por los gitanos
del pueblo; aprendió a cantar, robar y bailar como ellos. Por lo que
comprenderás que la vida corporativa no le hacía ni un poco de gracia.
El Señor Castilleja, sin embargo, desaprobó tajantemente la idea de ver
a su primogénito convertido en un cirquero y con el tiempo se
desentendió por completo de él. No supieron de tu tío tatarabuelo
durante algún tiempo, hasta que el Circo Pygmalion, comenzó a hacerse
de fama.
-‐ ¿Quieres decir que el hermano de mi tatarabuelo...?
-‐ Ajá, tu tío-tatarabuelo era el dueño del Circo Pygmalion.
Fue por ahí de los tiempos de la “Ley seca”. Lelouch y Mariano Castilleja
tenían doce y diez años de edad respectivamente, cuando sus padres decidieron
mudarse a La Castilleja. La señora de la familia estaba acostumbrada a la buena
vida, pero reconocía que el valor del dinero no radicaba en el papel sino en el
trabajo puesto para obtenerlo. Por lo que pasaba los días encantada de la vida
ayudando a su esposo a atender a la clientela y las noches zurciendo las ropas
gastadas de sus hijos. Sin embargo, el señor Castilleja tenía en alta estima a su
familia, y de ninguna manera estaba dispuesto a conformarse con el rudimentario
ritmo de vida de aquella pintoresca isla. Contrario de sus hijos, quienes hallaban
aquel estilo de vida mucho más emocionante que el de la ciudad, aunque aquello
tenía que ver principalmente con sus labores escolares.
Los maestros tenían un estilo muy peculiar de enseñanza, pues
menospreciaban los cuadernos y el lápiz; y en cambio encausaban a los alumnos
a sentir curiosidad por los libros y todo aquello que les rodeaba y que
desconocían. Así pues el modus tradicional de enseñanza era – “Salid y vivir.” –
Como a eso del medio día, Lelouch y Mariano quedaban totalmente libres para
explorar las colinas, recolectar las conchas extrañas que el mar arrastraba a la
arena, y buscar los tesoros escondidos de los castillos en ruinas que tan
abundantes eran en La Castilleja. Hasta la hora de la comida, cuando corriendo
regresaban a casa para contarle a su madre la aventura del día, y aunque el
Señor Castilleja los escuchaba la mayor parte del tiempo con el entrecejo fruncido,
la señora sonreía dulcemente ante cada palabra que los niños pronunciaban.
Entonces, fastidiado de historias el señor interrumpía aquel cuadro feliz, con lo
que él consideraba una charla más apropiada de mesa. – “La Señora Reimei, ha
hecho otro pedido grande hoy. Tendremos mucho trabajo en el taller, no estaría
mal que ustedes le echaran una mano a su madre con la pintura.” – Para estas
alturas el Señor Castilleja ya se había hecho de cierta reputación, y tan pronto
tuvo los recursos contrató una buena cantidad de muchachos jóvenes que lo
apoyaran en la fábrica, sin embargo consideró que no estaba de más enseñarles a
sus hijos tanto el negocio, como la gratificación de ganarse el pan que se llevaban
a la boca. Así que las aventuras de los hermanos Lelouch y Mariano pronto
llegaron a un súbito fin.
Pasado un año, la vida de los hermanos transcurría prácticamente entre la
escuela, la casa y el taller; hasta que un buen día Lelouch se sintió atraído por un
grupo de músicos que cantaban una alegre canción cerca del puerto. Por la letra
dedujo que se trataba de una especie de encantación para que los marineros que
partían en el barco gozaran de buen tiempo y tuvieran buena pesca. Mariano –
que en apenas escasos meses había madurado mucho más que su hermano
mayor – para ése entonces ya había superado su fascinación por la isla y sus
prácticas extrañas; y hasta se había acostumbrado de buena gana al negocio de
los juguetes, por lo que cuando desistió de llamar la atención de Lelouch
amenazándolo con la tunda que le pondría su padre sino se apuraba, decidió
abandonarlo ahí.
“Un gato tuerto para alejar a los muertos,
Una piña fresca para el buen tiempo,
Y un tierno beso de mi querida niña para la suerte.”
Rezaba la última estrofa que Lelouch escuchó cantar a los gitanos, y en
medio de un círculo bailaba agitando en el aire la pandereta; una dulce jovencita
de ojos dorados. Al verla Lelouch pensó que no le importaría morir sumergido en
aquel par de soles que la chica tenía por ojos; la arena blanca y suave danzaba
entorno a ella, jugando con sus pies descalzos y acariciando sus mejillas
coloradas. Lelouch cerró los ojos y se pensó nada más que un insignificante
granito de arena, que nacía en el mar para ser consumido en el íntimo calor de la
piel acanelada de aquella gitanilla. Cuando finalmente el estruendoso retocar del
reloj de la torre lo hizo reparar en las dos horas que había perdido embelesándose
con las danzas y demás trucos de los gitanos.
Lelouch corría con tanto ahínco que casi podía sentir su mejilla entumecida
de la paliza que su padre sin duda estaba a punto de propinarle. Aunque dicho sea
de paso, eran tantas las veces que Lelouch se escabullía de sus labores que
llegado cierto punto creyó con toda certeza que su cara se había vuelto tan dura
como el mármol. Tan ensimismado estaba, que no reparó en la señora que venía
atravesando el llano, en dirección suya, con un pesado par de cajas en manos.
-‐ Perdone usted, bella señora. – Se disculpó Lelouch mientras le ofrecía
su mano a la señora que había tumbado al suelo. Asegurándose de
esbozar su sonrisa más encantadora, para suavizar la ira de la señora,
pues sus cajas habían quedado hechas añicos.
-‐ ¿“Bella señora.”? Tu madre tiene razón, eres todo un Don Juan
¿Verdad?
-‐ Por favor no diga usted ésa clase de cosas, me ofenden gravemente
Señora Reimei.
La Señora Reimei, sacudió la cabeza con desaprobación cuando con la
ayuda de Lelouch, comenzó a revisar el contenido de las cajas. – No tienen
remedio tendré que cancelar la función de hoy. – Espetó compungida, pues el
espectáculo de títeres era una de las partes más populares del pequeño circo de
la Señora Reimei. – Y a tu padre no va a gustarle nada tener que fabricarme otro
centenar de cajas de títeres, gratis.
Pese a que Lelouch intentó mostrar compostura y comportarse a la altura,
su rostro se puso pálido.
-‐ Aunque... – Comenzó a decir la Señora Reimei, con ademán
maquiavélico. –… hay otra forma en la que podrías pagarme, sin que el
Señor Castilleja tenga que enterarse del asunto…
“¿Cuál?”, estaba a punto de preguntar Lelouch, cuando de la distancia
emergió corriendo como energúmeno uno de los jóvenes que trabajaban a medio
tiempo en el taller del Señor Castilleja.
-‐ ¡Señora Reimei, espere por mí! – gritó el joven energúmeno, antes de
alcanzarle los pasos a Lelouch y a la Señora Reimei. – Es usted muy
cruel Señora Reimei, se marchó sin mí.
-‐ ¡Ja! El descaro. – Exclamó la Señora Reimei desairada. – A estas
alturas, creí que te quedarías a vivir en ése taller para siempre Gitano. –
Le reprendió la Señora Reimei.
El muchacho al que todos en la isla llamaban simplemente “Gitano” se
sonrojó, como hacía siempre que la señora Reimei le reñía frente a extraños, y no
ayudaba el hecho de que el otro joven fuera tres años más chico que él. Sin
embargo, no discutió de vuelta. Sentía un cariño y un respeto demasiado inmenso,
por aquella que era lo más cercano que había conocido a una madre.
-‐ Te lo digo, uno de estos días vas a quedarte a vivir en ése oscuro taller.
– Le recriminó la señora Reimei.
-‐ Para nada, yo jamás las abandonaría. Pero eso sí, estoy decidido.
Aprenderé el negocio ¡Y en unos años seré tan rico como el Señor
Castilleja y ese par de renacuajos que tiene por hijos!
La señora Reimei escuchó a Lelouch farfullando, y encontró aquella
situación tan divertida que continuó provocando a Gitano.
-‐ En eso tienes razón, he escuchado que los obliga a trabajar en ése taller
húmedo y obscuro. Y los trata peor que a los empleados; los explota
tanto que los ha dejado todos debiluchos.
-‐ Para nada. Lo que sucede es que ese par de paliduchos que tiene por
hijos son unos flojos. – replicó Gitano. Pues las palabras de la Señora
Reimei tenían un tanto de verdad; Gitano había visto e incluso trabajado
codo a codo con los hermanos Castilleja sin haberse enterado nunca de
quiénes eran en realidad. El Señor Castilleja jamás mostraba ningún tipo
de condescendencia hacia sus hijos. – El jefe es estricto pero también
es infinitamente más compasivo y paciente que usted, Señora Reimei.
Para éste punto Lelouch no pudo contenerse más, sin embargo astuto
como era, pudo ver claramente las intenciones de la Señora Reimei, por lo que
procuró contestar calmadamente.
-‐ Tienes razón el Señor Castilleja no es un monstruo, pero tampoco iría
tan lejos para pintarlo como un santo.
-‐ ¿A no? – Dijo Gitano, al tiempo que con expresión agraviada sacaba un
bulto de monedas de entre sus bolsillos. – Hoy me ha felicitado por
trabajar tan rápido e impecablemente; y hasta me ha pagado extra por
los títeres que... – se le fue apagando la voz a medida que reparaba en
las astillas que estaban regadas por toda la tierra. – Pero ¿Cómo, por
qué….quién…?
Lelouch, sabía que de él y su familia se rumoraba un sinfín de cosas, pero
moriría antes de que nadie pudiera acusarlo de cobarde. No sin cierto pesar,
Lelouch abrió la boca para confesar pero la Señora Reimei le robó la palabra
antes de si quiera darle oportunidad de agarrar valor.
-‐ Me temo que soy una torpe Gitano – espetó drásticamente al tiempo que
se quitaba lo lentes gigantes que llevaba puestos – creo que necesito
revisarme los ojos de nuevo, porque aquí venía yo toda quitada de la
pena con mis cajas de títeres nuevos y no he visto a éste joven al que
arrollé por completo.
Aquella mentira pareció funcionar de maravilla pues de inmediato Gitano
cesó de dirigirle miradas mortíferas a Lelouch, sin embargo buscó y rebuscó
compungido entre los añicos de madera, hasta que de una da las cajas sacó una
muñeca con un bello vestido de seda, con el rostro triturado y las extremidades
resquebrajadas.
-‐ Petrú, va a ponerse triste cuando la vea. – Declaró Gitano con gran
pesar.
-‐ Petrú ¿Quién es Petrú? – Preguntó Lelouch con curiosidad, pues al ver
que Gitano estaba tan angustiado, no podía creer que existiera alguien
que pudiese infundir tanto temor como el Señor Castilleja.
-‐ Es mi hija – contestó la Señora Reimei sin concederle más importancia
al asunto. – Gitano, haz favor de ayudar a éste jovencito – dijo
señalando con la cabeza a Lelouch – a llevar estas cajas a casa. Y
pídele a Petrú que se prepare que ésta noche tendrá oportunidad de
hacer su gran debut; supongo que ése número suyo que ha estado
practicando deberá bastar para sustituir a los títeres.
-‐ Aguarde – la llamó Lelouch, antes de que la Señora Reimei se diera la
vuelta – ¿Qué le dirá a mi padre?
-‐ Eso depende ¿Tenemos o no un trato? – Inquirió ofreciéndole la mano a
Lelouch.
-‐ Lo tenemos. – respondió Lelouch al estrechar la mano de la Señora
Reimei, y al hacerlo sintió un intenso ardor que le recorría todo el brazo
pero cuando se levantó las mangas para revisarse no tenía nada.
-‐ Acabas de hacer un trato con una gitana. No vayas a olvidar que me has
dado tu palabra Lelouch o las consecuencias serán fatales. – Exclamó
sonriente la Señora Reimei mientras se encaminaba en dirección al
hogar de la familia Castilleja.
Inquieto, Lelouch siguió con la mirada a la Señora Reimei hasta que
desapareció descendiendo la colina; y cuando se volvió para cargar una de las
cajas se topó con la feroz cara de Gitano.
-‐ Con que tú eres Lelouch Castilleja.
Gruñó Gitano, tras lo cual Lelouch se inclinó para recoger ambas cajas, al
tiempo que con una amplia sonrisa respondía. – En carne y hueso. Pero puedes
llamarme Lully.
10. GITANO Y EL SEÑOR BRUJO.
Elena guardó silencio y aguardó a que Luca se tomara un momento para
digerir lo que acababa de revelarle, pero cuando éste último se limitó a toser
violentamente y murmurar ininteligiblemente por lo bajo, entonces se decidió a
sentarse frente a él hasta quedar a apenas a una nariz de distancia, sin embargo
el joven escritor parecía estar en coma.
-‐ Luca ¿Sigues ahí? – Dijo Elena preocupada, al tiempo que colocaba una
mano en la frente de Luca. Pues mientras le relataba la historia de su
familia, Elena se había percatado de que la salud de Luca estaba yendo
de mal en peor. – Ya me lo imaginaba, tienes fiebre. Será mejor dejar
esto para mañana, necesitas descans…
-‐ Lully es Lelouch. – La interrumpió Luca de pronto con voz carrasposa,
parecía no enterarse de que Elena le estaba guardando compañía
durante aquel lluvioso atardecer. –… Lelouch, mi tío-tatarabuelo. El
misterioso Señor Brujo…ése es mi tío-tatarabuelo. Lully…. ¡Lully! –
Exclamó por fin, como si al decirlo en voz alta, alguna poderosa
maldición pudiese romperse.
Elena enarcó la ceja, parecía que Luca enloquecería de un momento a otro.
Para tranquilizarlo, se sentó de nuevo a su lado y le rodeó por los hombros.
-‐ Te dije que era un fantasma. – Lo reconfortó Elena, con un suave
murmullo y una dulce sonrisa. – Ningún humano puede devorar esa
cantidad de pizzas.
-‐ Tienes razón – Respondió Luca, entre risas. – Pero, tampoco los
fantasmas. Petrú me lo dijo, no pueden existir más allá de los límites de
La Castilleja, entonces ¿Cómo es que…? ¿Qué demonios es Lully?
Asintiendo con ademán juguetón, Elena se puso de pie y se encaminó hacia
a la puerta.
-‐ Vamos, ambos necesitamos estirar las piernas y muero de hambre. –
Dijo Elena, pues sabía que de otra manera Luca no se movería de ahí.
-‐ De acuerdo. – Accedió Luca un poco de mala gana. No sin antes
tomarla de la mano, mientras ambos abandonaban aquel edificio viejo.
El escritor se sorprendió cuando descubrió que Elena vivía en el cuarto
ubicado en el piso de arriba de Noony´s. – “Por eso pasa las madrugadas en la
biblioteca.” – La idea de pasar la noche en compañía del fantasma ladrón de
pizzas, la mantenía en vela todas las madrugadas, hasta que finalmente se le
ocurrió refugiarse entre las galerías de la biblioteca de la universidad. Así las
historias que leía en los libros distraían su mente y hasta se olvidaba de la madera
que crujía en su habitación, y de los misteriosos pasos que estaba segura
provenían de la cocina donde se hallaba el horno de pizzas.
-‐ Entonces, Don Chema te deja quedarte aquí a cambio de hacerte cargo
de la pizzería. – Inquirió Luca, mientras observaba a Elena calentar
agua en una cocineta que estaba en una esquina de la habitación, la
cual distaba mucho del hoyo negro en que habitaba el escritor.
La pared – juzgó Luca – había sido decorada por la propia Elena, utilizando
nada menos que globos rellenos de pintura, que habían sido lanzados con fuerza
para explotar como estrellas de colores al chocar contra la pared blanca. La
cocineta estaba impecable, era azul cielo y parecía salida de una película de los
setentas. Del lado contrario estaba ubicado un baño diminuto, con una tina clásica
en la que se imaginó que su dulce arquitecta de laberintos se relajaba jugando con
las burbujas y la espuma de algún perfumado champú, tal vez de coco.
-‐ Luca ¿Estás bien? Te pusiste rojo. – Le preguntó Elena, que ya llevaba
buen rato llamándolo, para que tomara asiento en el colorido sofá cama
de la habitación.
-‐ Si perdón – volvió en sí Luca. – me decías algo sobre tu padrino…me
parece.
Elena torció los labios y Luca se supo de nuevo en problemas. – Te decía,
sobre mi padrino Don Chema que se hizo cargo de mí, luego de que mis padres
(arqueólogos en caso de tampoco hayas escuchado) murieron en un derrumbe. –
Espetó entre dientes, al tiempo que le alcanzaba a Luca una taza de té de limón,
con tanta fuerza que la mitad del agua hirviendo se derramó sobre de Luca, quien
desde luego tuvo el buen sentido de no decir palabra.
-‐ Lo siento, no sé qué me sucede. Normalmente no soy tan distraído... –
Quiso deshacerse en disculpas Luca. Pero Elena, estaba demasiado
ofendida para escucharlo por lo que decidió echarse sobre el sofá y
continuar con la historia.
Que después de todo era lo único que le interesaba al joven escritor, o al
menos eso creyó ella.
El sol bañaba de reflejos rojos y naranjas el océano, cuando Gitano y
Lelouch llegaron al humilde hogar de la Señora Reimei. Les había tomado toda la
mañana llegar, y no porque estuviera retirada en uno de los muchos rincones
recónditos de La Castilleja, sino porque Lelouch se las había ingeniado para
engatusar a Gitano en una aventura dentro las penumbras de una oscura gruta
ubicada a orillas del mar. Lelouch juraba que el alma en pena de un marinero
mantenía hechizado aquel lugar, y que si se quedaban en verdad callados incluso
podía escucharse el crujir de su pata de palo.
-‐ Tonterías. – Replicó Gitano. – Son sólo historias de mujeres
comadronas y niños cobardes. – pronunció con especial entonación la
última palabra. Lo que más temprano que tarde, descubriría que no
había pasado inadvertido para Lelouch. – Nadie ha visto jamás al infame
marinero.
-‐ Mi hermano y yo lo hemos visto, más de una vez. – Declaró orgulloso
Lelouch.
Gitano sacudió la cabeza, pero no era un “no”, sencillamente estaba
intentando resistirse a la idea que tan seductora se le antojaba. Y es que aunque
Gitano estuviese dotado con el ingenio de su raza; y con la fuerza y voluntad de
un toro. Lelouch Castilleja era de una audacia soberbia y estilizada astucia que
hasta el más violento de sus caprichos se tornaba una sutil telaraña de palabras y
juegos de la que nadie a su alrededor podía escapar. – He escuchado muchas
cosas sobre el heredero del Señor Castilleja, pero al menos pensaba que no eras
un mentiroso. Tu padre siempre está diciendo en el taller que un verdadero
hombre valora su palabra por sobre todas las cosas. – Espetó con expresión seria
Gitano. Pues en verdad consideraba cada oración del Señor Castilleja como
tallada en piedra.
En su naturaleza cándida, Gitano creyó que había asestado un buen golpe
en el orgullo de Lelouch, sin percatarse de que en realidad había caído en sus
redes.
-‐ ¿No me crees? Puedes verlo con tus propios ojos ahora mismo. – Le
retó Lelouch. – A menos claro que la oscuridad te asuste demasiado…
… Gitano fue el primero en adentrarse a la gruta.
En la boca de la gruta, un bote atado a un mástil mohoso se mecía con el
solitario ir y venir de la marea. La voz grave del viento rebotaba en el profundo
estómago de la caverna, y con su mano fría acariciaba el espinazo a ambos
jóvenes. Al adentrarse en aquella oscuridad de senderos inciertos y tramposos; el
agua se tornaba más densa y escabrosa, las diversas formaciones rocosas
labradas en lo alto y lo bajo de la caverna parecían cobrar vida hasta el punto en
que pronto Gitano pensó hallarse en un sombrío mar de almas perdidas. Pues los
rostros vacíos de esos seres tenebrosos se adherían cual sanguijuelas en lo más
retorcido de su imaginación.
El tiempo no daba razón de aquella cueva, lo mismo podía haber
transcurrido un largo minuto o un brevísimo lustro. Ni Lelouch ni Gitano lo sabían y
tampoco les interesaba saberlo. Ahí sólo la precipitosa marea rendía cuentas del
día perdido; el agua calzaba ya hasta el pecho de Gitano cuando se detuvieron
ante una suerte de fosa abismal.
-‐ La Garganta del Infierno. – Murmuró Gitano.
En una isla ya desde entonces tan antigua como La Castilleja, las leyendas
eran cosa común entre sus habitantes pero la favorita de los niños y jóvenes, era
aquella que versaba sobre una maldición conjurada en tiempos remotos, y que
condenaba a las almas de sus habitantes a arder por siempre en el infierno que
yacía oculto bajo la sábana negra del mar. Aquello desde luego, no era más que
un montón de patrañas inventadas por alguna abuela aburrida que buscaba
asustar a sus crédulos nietos, al menos eso decía la Señora Reimei; y sin
embargo ahí estaba.
-‐ ¿Te lo parece? – Respondió Lelouch, que aún llevaba sobre sus
hombros todas las cajas de la Señora Reimei, sin haberse quejado una
sola vez durante todo el trayecto. Ni siquiera durante el tramo en que la
marea alcanzó su cuello, y es que pese a haber probado ser tan fuerte
como Gitano, nada podía hacer por las casi tres cabezas que éste último
le sacaba. – No creo que sea lo suficientemente profunda. – Contestó
sonriendo y manteniendo aquel peculiar tono de misterio.
Poniendo sumo cuidado en sus pasos, Gitano asomó la cabeza en aquella
enorme garganta donde únicamente las sombras habitaban, y un vértigo le
sobrevino en la boca del estómago. – No veo ningún marinero con pata de palo.
Será mejor que regresemos. – Dijo intentando disfrazar su miedo con
preocupación y escepticismo.
No había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando de entre la
relegada oscuridad Gitano vislumbró una espesa niebla de azufre, seguida por un
berrido penosamente salvaje. – “¿Qué ha sido eso?” – Preguntó asustado, y en
respuesta la nube sepia ascendió velozmente hasta alzarse imponente ante él en
la forma de un humano pálido y demacrado, iluminado por los difusos halos de luz
que se filtraban en la gruta. Largos mechones de cabello gris caían revueltos
sobre su cara, sus ojos ardían con el fuego de la ira, los gusanos de la tierra se
asomaban de entre sus orejas y nariz; y en dónde debía hallarse la pierna
izquierda estaba un grueso trozo de madera. – “Eres real.” – logró balbucear al
fin Gitano.
Durante un breve instante el fantasma lo miró con ojos llameantes de
envidia; por sus hombros anchos, sus piernas fuertes, sus vivaces ojos cafés, pero
sobre todo por su noble corazón que aún palpitaba. El fantasma profirió un
juramento en algún lenguaje gutural, y se precipitó iracundo contra Gitano
elevándolo sobre aquella inmensa fosa que pronto sería su tumba.
-‐ ¡¡Lelouch!! – Clamó por ayuda, a la vez que intentaba luchar ferozmente
contra la espectral aparición que se aferraba a sus ropas.
-‐ Dime. – Respondió Lelouch con expresión tranquila, sin inmutarse en lo
más mínimo.
El fantasma lanzó por los aires a Gitano, y cada vez que estaba a punto de
caer en la “Garganta del Infierno” la nube sepia lo envolvía y lo estrellaba de
nueva cuenta contra las estalactitas que colgaban cual lágrimas de piedra desde
el techo de la caverna. – “¡Ayúdame! Haz que se detenga. ¡Va a matarme!” – Le
suplicó a Lelouch, cuando la sangre comenzó a manar de su cabeza.
-‐ Con placer querido amigo, en cuanto te retractes. – Espetó Lelouch,
mientras que seguía con su mirada serena la trayectoria del cuerpo de
Gitano que rebotaba por todo el lugar.
-‐ ¿De qué habl…? – Inquirió Gitano, cuando el filo de una estalactita se
incrustó en su pierna izquierda.
Fue entonces que por primera vez desde que el espectro había aparecido,
que el imperturbable rostro de Lelouch se azoró con terror.
Desea su pierna izquierda. – ¡Detente de una vez pescador! – Le ordenó al
fantasma, sin embargo éste permaneció sordo a sus palabras. – ¡Alto te digo!
Era la primera vez que algo así le sucedía a Lelouch, nunca antes ningún
espíritu había sido capaz de ignorarlo de forma tan grosera y absoluta. Pues ya
desde sus años de infante, ejercía una fascinación sobre estos mágicos seres que
se doblegaban a su voluntad y se desvivían por adorarlo.
En un súbito ataque de rabia, Lelouch lanzó las cajas de la Señora Reimei
al abismo. Los desdichados títeres salieron volando, similar a Gitano. Piernas,
brazos y cabezas de madera, se perdieron en las entrañas de la Garganta del
Infierno. Entonces con los brazos extendidos a los lados, Lelouch caminó hasta la
orilla del precipicio. – ¿Has visto eso? – Se dirigió al fantasma. – Si no lo dejas en
paz, terminaré igual que esos títeres. Nadie más vendrá a guardarte compañía
¿Me oyes?
Incrédulo, el fantasma emitió una cruel carcajada y se volvió para lanzar a
Gitano una vez más.
Lelouch se acercó aún más al borde y de nuevo miró al vacío. – Que así
sea. Púdrete en tu soledad, pescador. – Y sin pensárselo dos veces se arrojó
hacia la Garganta del Infierno.
En ése instante, fuera de la gruta, las personas en La Castilleja
contemplaron a las nubes resplandecientes encapotarse de manera repentina. El
halo dorado del sol se tornó bermellón, dando la ilusión de que la marea
lentamente se teñía de sangre. Mientras que del interior de la gruta, los rostros
perdidos en la tosquedad de las rocas húmedas lloraban por la sangre que iba a
derramarse…
-‐ Lelouch... – Lloró Gitano, todo había sucedido de manera tan repentina
que no se explicaba cómo había llegado intacto al suelo. Ni tampoco
sabía cómo le diría al Señor Castilleja que se había quedado pasmado
mientras que su hijo mayor entregaba su vida para salvarlo.
-‐ Dime. – Respondió Lelouch, mientras que una niebla de azufre lo
colocaba gentilmente a lado de Gitano.
-‐ ¡Estás vivo! Pero ¿Cómo…?
-‐ ¿Eso? – Dijo, a la vez que señalaba con la mirada a la neblina
difuminándose en la oscuridad de aquel profundo pozo. – Sólo se dejó
llevar, en realidad está bastante apenado. Espera que no le guardes
rencor.
-‐ Si, seguro. – Espetó Gitano, enarcando la ceja. A la vez que señalaba la
profunda herida en su pierna.
-‐ Será mejor que nos pongamos en marcha. Va a ser un largo camino
contigo a rastras. – Dijo Lelouch en tono burlón, a la vez que colocaba el
pesado brazo de Gitano sobre sus hombros para ayudarlo a ponerse de
pie.
Gitano sonrió, en verdad aquel muchacho era el hijo del Señor Castilleja.
-‐ Me retracto – declaró de pronto. – No eres ningún un cobarde, Lully
Castilleja.
11. EL SOL Y LA LUNA.
El hogar de la Señora Reimei era como todas las casitas de la Castilleja,
exceptuando claro la de la familia de forasteros que habían adoptado el nombre de
la isla. Pues tan pronto el juguetero amasó fortuna se hizo propietario de uno de
los castillos en ruinas que tanto pululaban entre las colinas de La Castilleja. La
nada modesta fortaleza estaba situada sobre el arrecife, recogiéndose en la
pleamar; en la terraza principal las gaviotas revoloteaban escandalosamente; en
los jardines el sol brillaba esplendoroso y las viejas estatuas yacían bajo el musgo
crecido; y en donde debiese haber una torre de vigía en su lugar había un reloj
gigante de bronce alzándose de frente al océano. Sin embargo, los señores
Castilleja (como casi todos en la isla) eran gente de trabajo por lo que aún
pasaban la mayor parte del tiempo en su vieja casilla que desde hace medio año
fungía meramente como taller.
Aún con toda la esplendorosa magnificencia de aquella antigua
construcción, no era capaz de igualarse al hogar de la Señora Reimei. En el frente
los rosales crecen férrea y salvajemente, impregnando un dulce aroma en las
narices de los visitantes e hiriendo con sus filosas espinas a los intrusos. Sobre los
afilados tallos, las mariposas negras revolotean a plena luz del día, y los brillantes
ojos de sus alas custodian con silenciosa ferocidad la entrada que tan sólo unos
cuantos elegidos han cruzado. – No las mires fijamente, soltarán polen en tus ojos
si lo haces. – Le advierte Gitano a Lelouch, mientras que lo guía a la puerta. Y no
es que considere a Lully un delicadito pero ha sido testigo de cómo más de un
fisgón se ha quedado ciego apenas intentan poner pie en el jardín.
-‐ No lo harán. – Espeta Lelouch, al tiempo que extiende la mano en
dirección de una de las rosas que con tanto fervor cuidan las mariposas.
Con cierta tosquedad Lelouch arranca la rosa, sin importarle las espinas
que se entierran en la palma de su mano. Torpemente Gitano intenta detenerlo,
pero su cuerpo adormecido de dolor lo retiene. Así pues, con asombro observa la
sangre manar de la mano de Lelouch, y a las mariposas negras posarse
delicadamente sobre la herida.
-‐ Están bebiendo de tu sangre. – Murmura Gitano, como temeroso de que
algo terrible estuviese a punto de suceder.
-‐ Es natural, están hambrientas por eso están tan de mal humor ¡auch! –
Una de las mariposas ha mordido con demasiada fuerza y su rostro se
descompone un poco de dolor, pero fuera de eso a Gitano no le parece
que Lelouch dé señal alguna de consternación. – Presiento que la
Señora Reimei las ha engañado, confunden el rojo de las rosas con el
de la sangre. Están cuidando su alimento, no la casa.
-‐ Lully, deberíamos entrar. – Espeta Gitano preocupado, pues la
asiduidad con que aquellas mariposas nocturnas se alimentan lo ha
puesto nervioso. Él mismo lleva sangre seca sobre sus ropas, y no
quisiera convertirse en el festín de aquellos desagradables insectos.
-‐ De acuerdo. – Responde Lelouch un poco de mala gana; y procede a
exprimir unas cuantas gotas de su sangre sobre los pétalos de la rosa
que acaba de arrancar para arrojarla al aire y alejar a las mariposas
negras de su lado.
Como una obscura niebla, las mariposas se arrojan con frenesí sobre la
rosa y la despedazan sin piedad.
Al entrar en la casa, el aroma agridulce de las hierbas medicinales y el de
las botellas añejas de whisky (ocultas detrás de una falsa pared) le brindan a
Lelouch una extraña sensación de alivio. De pronto su cuerpo se siente liviano y
su cabeza da vueltas sin parar, sin quererlo se deja caer sobre un diván de
terciopelo rojo con detalles dorados. Mientras que Gitano; saca una botella de
alcohol y un pedazo de hierro para cauterizar la herida en su pierna. Con cierta
aprensión, prepara el fuego en el horno para poner a hervir la punta del hierro y
espera hasta que ésta se vuelva roja. Sin embargo Lelouch no se entera de nada
de esto; ni del cochambre sobre la cocina oxidada, ni del cálido fuego que hace
crujir los troncos en la acogedora chimenea; los manojos de hierbas colgados de
las vigas; los gruesos libros de cuero que forran las paredes; las calaveras
regadas en el piso; o del desgastado piano de cola que sirve de comedor. Y en
cambio nota de inmediato, el aroma a establo proveniente del patio trasero.
Invadido por la curiosidad, se encamina en dirección de aquel hedor. Y halla un
modesto establo, acondicionado para tres imponentes caballos negros
percherones y un caballo enano blanco. En el centro del patio se encuentra un
tablón rodante decorado a manera de escenario, y un par de jaulas con
chimpancés, tigrillos y oseznos.
-‐ Esto no está bien. – Dice para sí, mientras que acaricia la espesa crin
negra de uno de los caballos para tranquilizarlo. Pues apenas se
percataron de su presencia los animales, comenzaron a relinchar y
golpearse contra sus respectivas jaulas. Todos menos el caballo de ojos
azules que acaricia Lelouch. – Tus ojos debieran ser marrón rojizo, no
azul cielo. Y tampoco tienes la sangre fría de tu raza… Ya somos dos. –
Dice al tiempo que el caballo comienza a bufar furioso, avisando que
hay alguien tras de Lelouch.
-‐ Lully, retrocede con cuidado. – Dice Gitano a media voz, a la vez que
con pasos silenciosos y mesurados se aproxima al establo.
-‐ Vaya colección de mascotas que tienes aquí Gitano. – Responde
Lelouch, entreabriendo la puerta del establo.
-‐ ¿¡Estás imbécil!? – Se apresura Gitano a derribarlo, para impedirle que
libere al caballo.
-‐ No ¿¡Lo estás tú!? – Espeta Lelouch molesto por la mugre de heno,
lodo, y deposiciones de los animales que han manchado su ropa y
cabello.
-‐ ¿Tienes idea de lo cerca que has tentado a la muerte en los últimos
minutos? – Responde acaloradamente Gitano mientras que se ocupa de
asegurar la puerta de “Magnus”. – Las mariposas negras de la entrada,
han arrancado los ojos y uñas de innumerables transgresores
simplemente por haberlas mirado; Y tú las alimentaste. ¡Y Magnus! ¡Hay
que ser un verdadero gilipollas para acercársele!
Magnus se ha alzado sobre sus patas traseras para derrumbar su prisión y
acudir a lado de Lelouch; los tigrillos y oseznos gruñen y se golpean contra las
jaulas desesperados; y los otros tres caballos bufan y relinchan desquiciantes. Las
sienes de Gitano bombean apresuradamente, y en el medio de aquel caótico
ajetreo Lelouch Castilleja sacude sus ropas y lava su cabello con el agua de las
cubetas que se hallan cerca de las jaulas. Ajeno pues se mantiene del mundo que
le rodea, y se limita a apreciar la belleza salvaje que envuelve el hogar de la
Señora Reimei.
-‐ Lo del marinero te ha puesto nervioso ¿Verdad? – Dice Lelouch, en tono
de burla. Sin reparar en lo palidecida que la tez morena de Gitano se ha
vuelto.
-‐ Lelouch, ése caballo es Magnus. – Declara Gitano con expresión seria,
pero enarca una ceja cuando Lelouch se limita a encogerse de hombros.
Cómo si en verdad fuera posible que una persona en ésa pequeña y
remota isla no conociera a Magnus, el asesino de hombres. – Ya ha
matado a cinco jinetes, y tres lacayos. Nadie se atreve a acercársele, la
Señora Reimei tuvo que prometer mantenerlo encerrado o sacrificarlo
para evitar que los empleados del circo armaran un jaleo.
-‐ Ah. “El asesino de hombres.” – Dice Lelouch a la vez que se encamina
hacia Magnus. – Me temo que tu fama te precede amigo. He oído
historias maravillosas sobre ti y tu circo.
-‐ Maravillosas... – Resopla Gitano. – Su maravillosa historia terminará en
un par de noches. La Señora Reimei odia tener gastos innecesarios y él
se ha convertido en uno. – Espeta orgulloso, pues es una de las muchas
lecciones que ha recogido del Señor Castilleja.
-‐ Con que por eso estás tan alterado. – Se dirige Lelouch al caballo una
vez más. – Es una lástima, en verdad me agradas Magnus. – Dice al
tiempo que el caballo coloca mansamente su hocico sobre la mano
ensangrentada de Lelouch, a través de la rejilla.
-‐ Eres de temer Lelouch Castilleja. – Declara Gitano pensativo, para sí
mismo. Recuerda la ocasión en que la Señora Reimei se decidió a
sacrificar a Magnus. “Un alma así de cruel, sólo puede ser dominada por
otra igual.” Dijo resignada, aquella noche de tormenta.
-‐ ¡¡Gitano!! – Lo llama de improviso una dulce vocecilla, seguida por el
tintineo de los cascabeles atados en unos diminutos tobillos. En las
manos llevaba un ramillete de lilas salvajes; sus pasos eran ligeros y su
aroma exquisito a los sentidos. La arena y la sal del mar jugaban en sus
cabellos de duendecilla; y los rayos dorados del sol resplandecían en
sus ojos.
Aún hallándose de espaldas a ella, Lelouch reconoció la voz cantarina y el
musical andar de sus pies descalzos.
-‐ ¡Petrú! – Exclama Gitano, sobresaltado. Al tiempo que alegremente ella
se arroja en sus brazos.
-‐ No creerás el día que tuve hoy. – Declara esbozando una magnífica
sonrisa. –Realicé mi primer conjuro, fue cosa sencilla, para la buena
pesca. Pero creo que lo he hecho de maravilla. Las redes llegarán
reventadas, ya lo verás.
El corazón de Lelouch da un vuelco sólo de escucharla, ella en cambio ni
siquiera repara en su presencia pues desde hace un tiempo ya, ha decidido que
su afecto le pertenece tan sólo a Gitano y nadie más. ¡Y es que con qué facilidad
se encapricha un corazón tan joven!
-‐ Vaya los animales están especialmente inquietos hoy… ¿Qué hay de ti?
– Inquiere Petrú al tiempo, que se vuelve para acariciar a uno de los
tigrillos. – ¿El “monstruo Castilleja” al fin te ha pagado el dinero que te
prometió? – Gitano, balbucea nerviosamente; un tanto por la
acostumbrada indignación que le embarga cuando alguien habla
malamente de su patrón y otro tanto porque el hijo del “monstruo
Castilleja” está detrás de él.
Si ha de vengarse de alguien que sea de mí, no me importa. Piensa
llevándose una mano, a la herida en su pierna. Y mirando furtivamente a Lelouch,
pues de pronto se halla temiendo por la seguridad de la pequeña Petrú.
-‐ Por cierto, permíteme presentarte a un nuevo amigo. – Dice Gitano,
aclarando un poco la garganta.
Ante esto último, Petrú adopta una actitud sorpresivamente hostil y
defensiva. Ni ella ni la Señora Reimei están acostumbradas a las visitas
inesperadas, y Gitano prácticamente tiene que forzarla a acercarse a Lelouch.
Especialmente cuando se dio cuenta de lo cerca que aquel extraño muchacho
estaba de Magnus, el asesino de hombres.
-‐ Petrú; te presento a Lelouch Castilleja. Lully; te presento a Petrushka la
hija de la Señora Reimei.
-‐ Encantada Lelouch. – Responde Petrú, entre dientes.
En ése instante; Lelouch galanamente echa los hombros hacia atrás pues
no desea parecer un enano a lado de Gitano. Pasa sus dedos a través de su
oscuro cabello húmedo, para coger valor. Suspira para recuperar el aliento que
esos ojos dorados le han robado. Y da un paso enfrente para arrodillarse ante
aquella gitana encantadora.
-‐ El placer es absolutamente mío. – Dice a la vez que estrecha la delicada
mano de Petrú entre las suyas, y la besa con suavidad. – Petrú. –
Pronuncia aquel nombre con desafiante familiaridad.
Gitano, no puede sino poner los ojos en blanco. Al igual que a Magnus, la
fama de Lelouch lo precede. En palabras de la Señora Reimei; “Un descarado Don
Juan.”
Al primer roce de manos; las mejillas de Petrú adquieren un suave rubor sin
embargo su feroz orgullo le impide apreciar aquel aparente acto de galantería.
Lejos de estar impresionada lo considera presuntuoso y de mal gusto. Por lo que
de inmediato, sin ocultar su desagrado, retira la mano.
-‐ Únicamente mi familia me llama Petrú. – Espeta secamente. – Y
preferiría que continuara de ésa manera Lelouch Castilleja.
Por ásperas que sean las palabras de aquella temperamental gitancilla, por
dorado que fuera su mirar; no logran someter la caprichosa voluntad de Lelouch,
por lo que éste esboza su mejor sonrisa, al ponerse de pie nuevamente.
-‐ Llámame Lully, mis amigos lo hacen.
-‐ Supongo que lo harían si los tuvieras. – Responde Petrú con perversa
severidad.
El Señor Castilleja convivía en paz con los gitanos que habitaban en la isla;
incluso salía a beber con ellos a menudo. Mantenía sus puertas abiertas al
desamparado y su plato servido para al hambriento; y les prestaba ayuda sin
rechistar siempre que estuviera dentro de su alcance o no se interpusiera a sus
intereses. Hasta la Señora Reimei había bendecido con algún antiguo ritual la
próspera juguetería de aquella familia de extranjeros sin cobrarles centavo alguno.
Sin embargo durante el tiempo que Lelouch y Mariano llevaban en La Castilleja,
no habían tenido oportunidad de hacer migas con nadie. Su padre se oponía a ello
con violenta terquedad. Había llegado al punto de abofetear a su esposa cuando
le interrogó insistentemente al respecto; desde entonces los hermanos habían
optado por no tocar más el tema. Así pues en su soledad los hermanos habían
aprendido a conocer cada rincón de la isla a través de las historias que los
habitantes hacían correr de esquina a esquina. Sin embargo, aunque en palabras
lo sabían todo sobre los gitanos; sus rituales; su fogosa música; el fantástico circo
de la Señora Reimei; el caballo asesino de hombres… La “Gitana nacida bajo la
magia del sol”; Nunca ninguno de los hermanos Castilleja había tenido trato con
gitanos fuera del taller… hasta ésa noche en que el mayor de ellos cruzó el umbral
del hogar de la más mística gitana que habitaba en La Castilleja.
Lelouch se limita a sonreír silenciosamente, pero es precisamente en ésa
ausencia de palabras que Gitano percibe en él un tinte de la misma soledad
mundana que le embargaba a él antes de que la Señora Reimei lo acogiera en su
hogar.
-‐ Como dije; te presento a mi nuevo amigo. – Espeta bonachonamente al
tiempo que coloca su brazo sobre los hombros de Lelouch a manera de
camaradería. Ante lo cual la pequeña Petrú se encuentra a sí misma
indefensa, pues el cariño que le profesa a Gitano le impide contradecirlo,
al verlo así de feliz al lado de aquel payo engreído.
-‐ ¿Has traído a Ékster de regreso? – Pregunta Petrú jovialmente, en un
esfuerzo por cambiar de tema.
La expresión de Gitano se deshace en preocupación de repente ante
aquella interrogante y se pasa nerviosamente las manos por su alborozado
cabello.
-‐ Verás Petrú lo que sucedió, fue que La Señora Reimei tuvo un accidente
con las cajas... – Comienza a explicarle nerviosamente el incidente con
la caja de títeres.
Gitano apenas ha empezado siquiera, cuando los ojos dorados de Petrú se
nublan con lágrimas que inútilmente intenta disimular, pues Lelouch se percata de
ello de inmediato.
Y es que la infantil tristeza de la pequeña Petrú, ha venido acumulándose
desde hace un tiempo ya. Cuando los juguetes del Señor Castilleja comenzaron a
cobrar fama, sólo los forasteros enfundados en los más finos trajes y con los más
esplendorosos coches de la época; podían costear las muñecas de porcelana más
lindas y delicadas; las cajitas musicales de plata; y los barcos de madera más
relucientes para sus hijos (especialmente durante la época navideña). Aunque
hay que decir, que en época lenta los pedidos más importantes eran los pobres
títeres de aspecto vulgar y hechos de madera común que se vendían de manera
regular en la isla. Con todo a Petrú únicamente le interesaba aquella muñeca con
blancas manitas de porcelana, espesos bucles rubios que caían graciosamente
sobre su vestido decorado con detalles lilas y dorados, y hermosos ojos de cristal
verde. A la que cariñosamente apodó “Ékster” un caluroso día de verano que la vio
en el aparador de la tienda. La Señora Reimei y el mismo Gitano habían
prometido regalársela el día de su treceavo cumpleaños, así pues su corazón de
niña había aguardado impacientemente a que aquel día llegara.
-‐ Fue culpa mía. – Interrumpió Lelouch abruptamente el relato de Gitano.
– Fui yo quien chocó con la Señora Reimei. – Reconoció al fin,
embargado por una vergüenza que no había experimentado nunca
antes. – Pero a cambio, espero poder concederte una alegría mayor. Tu
madre ha accedido a dejarte bailar en el acto de ésta noche. – Repitió
con profunda solemnidad el mensaje que la Señora Reimei había
encargado a Gitano.
-‐ ¿Es eso cierto? – Inquirió Petrú esbozando una deliciosa sonrisa de
oreja a oreja. Cuando Gitano asintió, su felicidad estalló en forma de
saltos y besos que graciosamente lanzaba al cielo a manera de
agradecimiento por su buena fortuna. – ¡¡Es el mejor regalo de
cumpleaños que pude haber recibido, será maravilloso!
Así pues, Gitano y Lelouch se vieron arrastrados por la enérgica felicidad
de aquella gitanilla. Mientras ella se ocupaba de arreglar su cabello y practicar el
número que presentaría al fin ésa noche; Gitano se encargaba de preparar a los
animales y arrastrar el escenario ambulante hacia la parte de enfrente de la casa
para trasladarlo a la playa, más tarde. Y esa misma noche el corazón de Lelouch
Castilleja se desgarró, pues al verla danzar bajo la pálida luz de luna, comprendió
que un alma tan oscuramente retorcida como la suya jamás podría amarla sin
espinar su delicado corazón, ni ella podría algún día corresponder a ése amor
egoísta que apenas comenzaba a nacer.
-‐ ¡Lelouch! – Lo llamó de pronto ella con su voz cantarina. – ¿No quieres
bailar conmigo? – Se le antojó invitarlo de pronto, al verle ahí parado a
lado de Magnus con aquella extraña expresión en su rostro. Tan
distante, tan melancólico, tan impropia para la traviesa mueca que se
delineaba en la comisura de sus labios.
En ése instante los obscuros ojos de Lelouch se iluminaron al extender su
brazo para estrechar el fino talle de Petrú y sin saber qué decir Gitano dejó caer el
escenario ambulante que había comenzado a trasladar. Pero una grave y
profunda voz proveniente del interior de la casa, rompió aquel momento mágico
que el claro de luna había conjurado sobre aquellos tres chiquillos.
-‐ Le aseguro que no es ninguna molestia Señora Reimei. Demasiado ha
hecho usted por mi familia, como para negarme a realizar una tarea tan
sencilla como ésa. Además por causa de mi viejo oficio, he tenido que
tomar vidas más valiosas que la de un animal, en el pasado créame. –
Decía aquella voz que hizo a Lelouch palidecer, mientras que anunciaba
su salida al patio trasero.
El hombre que escoltaba a la Señora Reimei, tenía un poderoso porte y un
oscuro mirar. Su grueso abrigo de piel, el elegante sombrero de bombín y sus
finas ropas de seda intentaban conciliar, aquello que sus ojos obscuros, su tez
canela y su sedoso pelo negro como ébano delataban a todas luces. Su altura era
casi tan imponente como la que Gitano alcanzaría dentro de algunos años pero su
andar era ligero como la bruma. Apenas hubo puesto un pie afuera, las nubes
nocturnas envolvieron a la luna llena sumiéndolo todo en profunda oscuridad; y
todos los animales hicieron silencio, excepto Magnus que parecía intuir la llegada
de su verdugo.
-‐ ¡Señor Castilleja! – Exclamó Gitano, efusivo y gratamente sorprendido
de que su estimado patrón estuviese compartiendo el mismo techo que
él.
-‐ Muchacho ¿Existe acaso una hora del día en que no te encuentre yo
trabajando? – Respondió aquél imponente hombre, con la altivez y
propiedad de un ciervo. – Petrushka. Temo que es la primera vez que
nos presentan formalmente. – Enunció, de pronto al verla ahí parada de
manera tan tímida a lado de Gitano.
Y estaba en lo correcto además, pues aunque en numeradas ocasiones el
Señor Castilleja la había visto bailar y juguetear por las playas; pasearse por el
aparador del taller; y hasta actuando en el circo. Ésta era la primera ocasión que
ambos cruzaban palabra. Petrú sin embargo se limitó a inclinar la cabeza en
manera de saludo.
-‐ Lelouch. – Pronunció aquel nombre con solemne sequedad, cuando
posó la mirada sobre de él.
-‐ Señor. – Fue la única respuesta de Lelouch.
En ése momento fue que Gitano al fin cayó en la cuenta del por qué en todo
el tiempo que llevaba trabajando en la juguetería, nunca reparó en que aquél
desgarbado muchacho que entraba y salía del taller a deshoras, dejaba las cosas
a medio terminar, y a menudo era reprendido severamente por su patrón; era
ningún otro que el primogénito del Señor Castilleja. Si acaso en la cálida intimidad
del hogar, padre e hijo eran afectuosos, Gitano no podía saberlo pero al menos
durante aquel breve saludo, en ésa oscura noche de verano el único lazo que
parecían compartir era el de la sangre.
-‐ ¿Qué haces aquí? Hace horas que tu madre aguarda por ti. – Dijo el
Señor Castilleja, al tiempo que dirigía una furibunda mirada a la Señora
Reimei.
-‐ Es verdad ¿Olvidé mencionárselo? ¡Pero qué tonta soy! – Respondió la
Señora Reimei, golpeando su cabeza en broma. – Lelouch me ayudó a
cargar las cajas ésta tarde. Sin embargo, es una buena pregunta…
¿Qué hace Lelouch aquí?– Inquirió mirando furtivamente a Gitano.
Gitano tenía prohibido invitar a nadie que no contara con la venia de la
Señora Reimei, ése era el único precio que debía pagar a cambio de techo y pan.
“Nunca faltes a tu palabra o las consecuencias serán fatales.” Le había advertido
la Señora Reimei aquella ocasión. Y por la mente de Gitano jamás cruzó el
traicionar su juramento, hasta aquel día en que Lelouch Castilleja le salvó la vida,
pues en su fuero interno había decidido protegerle hasta saldar su deuda.
-‐ Yo lo invité. – Intervino de pronto Petrú, al ver el rostro angustiado de
Gitano.
-‐ ¿Esa es la verdad? – Inquirió la Señora Reimei dando un paso al frente.
– Y dime hija mía ¿Qué hizo éste joven para ganar tu favor? – Dijo, al
tiempo que la circundaba como en una especie de danza hipnótica.
Sin saber qué responder la pequeña Petrú desvió la mirada, y clavó sus
dorados ojos en los de Lelouch. Como rebuscando algún trazo rescatable en la
persona de aquel joven payo, pero incapaz de percibir algo remotamente digno
dentro de su alma oscura. Se silenció y agachó la cabeza.
-‐ Salvó mi vida. – Espetó de pronto Gitano, al tiempo que los ojos de
Petrú se abrían incrédulos de par en par. – Lully, salvó mi vida ésta
tarde.
Al fin satisfecha la Señora Reimei asintió. – Eso explica el sabor agridulce
de tu sangre, jovenzuelo. Se han dado un festín. – Se dirigió a Lelouch, mirando a
través de las ventanas a las mariposas negras que revoloteaban entre los rosales.
– “Una mariposa negra anuncia la partida del ser amado. Hasta la muerte, hasta la
sangre, hasta la última gota que tu alma derrame…”
-‐ “… No olvides, serán aquellas alas piadosas, las últimas en amarte.” –
Completó el Señor Castilleja ése extraño cantar de la Señora Reimei. Y
durante un instante se miraron el uno al otro con extraña y melancólica
complicidad. –… Terminemos con esto de una vez. – Espetó aclarando
su voz, a la vez que sacaba un arma de entre sus ropas.
Entonces, Magnus aquél magnífico demonio negro se alzó imponente sobre
sus patas traseras; trinando y luchando por derrumbar las puertas del establo
desesperado.
-‐ Que tengas una buena muerte, mengue negro. – Declaró solemne el
Señor Castilleja, al halar del gatillo.
-‐ ¡Detente! – Se interpuso Lelouch entre el arma y Magnus.
El Señor Castilleja consiguió desviar el disparo a tiempo, por lo que la bala
apenas rozó el hombro de Lelouch; Gitano se apresuró a su lado para cerciorarse
de que la herida no fuese profunda. Sin embargo Lelouch no desvió la mirada ni
del cañón del arma ni de los feroces ojos de su padre. Fue entonces que Petrú se
percató del tenue fulgor plateado que se debatía contra aquellas llamas negras
que el extraño payo tenía por ojos.
-‐ ¡¡Demonio de niño!! – Vociferó el Señor Castilleja. – Hazte a un lado.
-‐ … tiene que haber otra manera. – Habló Lelouch, casi en un suspiro. Le
costaba encontrar el valor para enfrentarse al imponente hombre que se
hallaba frente a él, aún sin retirar el arma de enfrente suyo.
-‐ ¿La hay Señora Reimei? – Inquirió el Señor Castilleja con sequedad.
La Señora Reimei, que generalmente era la bruja gitana a la que todos
temían, ésta ocasión tardó en coger el coraje suficiente para responder.
-‐ Lo siento Lelouch, pero no puedo mantener un peso muerto en el
establo. Cada animal que ves aquí se gana su alimento. – Dijo esto
último con un tinte burlón, al mirar de reojo a Gitano, que no sabía cómo
quitarse de en medio de aquel enfrentamiento que padre e hijo sin duda
estaban a punto de sostener.
-‐ ¿Escuchaste? Hazte a un lado. – Le advirtió a Lelouch, mientras que se
preparaba para halar de nuevo el gatillo.
-‐ ¡Lo compro! –Exclamó Lelouch con tanto ímpetu que sin querer empujó
a un lado a Gitano. – Le pagaré renta por darle asilo, si es necesario.
En ése momento Petrú dejó escapar una risilla e incluso Gitano tan
ingenuo como era…
-‐ ¡Jajajajaja! – Interrumpió con abruptas carcajadas, Luca el relato. – En
todo el tiempo que llevo compartiendo el departamento con él, jamás ha
pagado un sólo centavo al arrendador. Mucho menos lo haría por un
animal ¿Viste las Harley fuera del edificio? Prácticamente robadas…
Ése que pintas en la historia, no es Lully.
Impaciente Elena enarcó una ceja, y acalló a Luca arrojándole una frazada
para que se abrigara pues había estado tiritando durante todo el relato.
-‐ Presta atención Luca, las cosas se ponen algo… complicadas después
de esto. Cuando termine, puedes decidir si ése Lelouch Castilleja que
tienes por tío-tatarabuelo es el mismo Lully; fantasma-devorador de
pizzas. ¿De acuerdo? – Luca asintió, e hizo una pantomima en la que se
colocaba un candado y arrojaba la llave detrás del oído de Elena.
Aquello le arrancó a Elena la primera sonrisa de la noche; entonces
Luca supo que la locuaz arquitecta finalmente lo había perdonado.
-‐ Bien, cómo te estaba diciendo…
Gitano, tan ingenuo cómo era pensó que ni siquiera a él se le ocurriría
pedirle dinero al Señor Castilleja luego de haberlo desafiado de manera tan abierta
y combativa. Sin embargo, al contrario de cierto joven escritor… Petrú y Gitano
tenían apenas un día de conocer a Lelouch, no podrían imaginarse que de todos
los habitantes en La Castilleja, la víctima más vulnerable de Lelouch siempre sería
su propio padre.
-‐ ¿Con qué lo pagarás? – Preguntó el Señor Castilleja. – No debes hablar
cómo hombre si aún vives a las faldas de tu madre y bajo el techo de tu
padre.
Lelouch entonces esbozó aquella sonrisa, que en apenas unas horas
Gitano había aprendido a temer.
-‐ Con mi vida. – Respondió, encogiéndose de hombros. – Señora Reimei,
acepte usted mi vida a cambio de la de Magnus; y me convertiré en su
esclavo más fiel. Tiene mi palabra.
En ése instante el Señor Castilleja, mudó de expresión. Y aquella fue la
primera y única vez que Gitano recordaría haberlo visto palidecer. Sin más dejó
caer el arma al suelo, al tiempo que la Señora Reimei se acercaba a Lelouch para
estrechar su mano y sellar el trato.
-‐ Puedes hacer como plazcas con tu alma, pero nunca olvides que tu
sangre y huesos me pertenecen, ahora y siempre… joven Castilleja. –
Pronunció con una extraña y musical entonación, aquella oración.
Se dice que aquella noche las caracolas del mar arrastraron un lamento
desgarrador, que al tocar la arena húmeda hizo eco en el corazón de la pequeña
gitana Petrú y del Señor Castilleja.
-‐ Está hecho. – Declaró áspero el Señor Castilleja. – Andando. – Le
ordenó a Lelouch, y cuando éste hizo ademán de debatirle, lo acalló
rápidamente con apenas una seña. – En tanto yo viva, tu madre no
derramará una sola lágrima por causa tuya. Irás a despedirte de ella, y
acudirás a su llamado cuando la nostalgia la haga extrañarte… Pero
óyeme bien Lelouch, asegúrate de no volverte a cruzar conmigo o no
habrá poder humano que pueda salvarte. Apenas pongas un pie fuera
de la casa, habrás muerto para mí.
Dicho esto, Lelouch asintió sin más. El Señor Castilleja hizo un ademán con
el sombrero para despedirse de Gitano; y se inclinó para estrechar la delicada
mano de Petrú y fue entonces que para sorpresa de todos se le dibujó una amplia
y malévola sonrisa en el rostro.
En tiempos de antaño, la Señora Reimei anunciaba aquel extraño suceso
con un peculiar grito; “¡El Cuervo Negro está sonriendo!”… Entonces todos los
otros gitanos sabían que la mala fortuna estaba a punto de caer sobre de ellos.
-‐ Señora Reimei, al fin estamos a mano. – Le murmuró al oído y acto
seguido la besó en la mejilla a manera de despedida. – Por cierto…
Hace una luna maravillosa ésta noche; me parece que es buen
momento de barrer su jardín de enfrente. No querrá atraer la mala
suerte. – Espetó señalando a través de la ventana, mientras que
abandonaba la casa. Con Lelouch siguiéndolo en el más absoluto
silencio.
-‐ Mamá ¿Qué es lo que quiso decir? – Inquirió Petrú.
Nerviosa la Señora Reimei se apresuró a salir al jardín, y lo que halló fue un
espectáculo terrible. Todas las mariposas negras, que habían consumido la
sangre de Lelouch yacían muertas sobre las espinas de los rosales.
-‐ Pero estaban bien cuando Lelouch las alimentó. Lo juro. – Dijo Gitano, a
la vez que abrazaba a Petrú para que no viera aquel triste panorama.
La quijada de la Señora Reimei rechinaba con rabia. – Petrú, muéstrame
tus manos.
Aquello no le sorprendió a Petrú, pues era costumbre que su madre le
leyera su destino tan sólo palpando las finas líneas de sus pequeñas palmas. Sin
embargo aquella noche, Petrú se negaba a mostrárselas hasta irlas a lavar.
-‐ ¿Es eso sangre? – Preguntó la Señora Reimei, al verle a Petrú la manita
bañada en un oscuro rojo.
Petrú asintió. – Es de Lelouch, debe ser de cuando la besó. – Respondió
al tiempo que el rostro se le iluminaba con dulzura. Pues tan sólo de
mencionar el nombre recordaba la graciosa petulancia de aquel payo; las
curvas de su orgulloso sonreír; y el resplandor plateado de sus ojos negros
que la miraron con tal fascinación al estrechar su mano. – ¿Sucede algo
malo mamá? – Preguntó Petrú, cuando la Señora Reimei la soltó y se
dispuso a zafar las mariposas negras que habían quedado espinadas en el
jardín.
-‐ Dímelo tú querida. Te has vuelto una adivina mucho más hábil que yo
estos últimos meses.
Lo que Petrú vio la desconcertó, pues apenas ayer la vida le había
vaticinado tremenda fortuna; al ser la hija predilecta del sol. – La línea de mi vida
se ha acortado. Debe ser de cuando ése Señor Castilleja la estrechó. – Dijo
haciendo una infantil mueca de disgusto.
-‐ Te equivocas, hija mía. Ha sido de cuando aquel, que es el hijo
predilecto de la luna la besó. – Respondió al tiempo que una lágrima le
corría por la mejilla.
12. EL MAGO.
Transcurrido algún tiempo el reacio corazón de la Señora Reimei terminó
por cogerle cariño a aquel mestizo con cara de payo, que todos en la isla llamaban
afectuosamente “Lully”. Sin embargo las primeras noches lo forzó a dormir en el
establo en compañía de su caballo Magnus, incluso durante las más feroces
tormentas. No fue hasta que descubrió que Gitano e incluso la misma Petrú,
abandonaban la calidez de sus respectivos aposentos para guardarle compañía a
Lelouch, que finalmente a regañadientes la Señora Reimei accedió a acomodarlo
como era debido bajo el techo de una de sus habitaciones.
Lo único que podía hacer, decidió Lelouch, era demostrarle a su nueva ama
lo útil que podía serle tanto en el circo cómo en la casa. Así pues, cada mañana
apenas el alba se anunciaba sobre la isla; Lelouch se arremangaba las mangas,
se colocaba un viejo trapo a manera de delantal y ponía manos a la obra. Lo
primero era disponer de los deshechos de los animales, así que cogía un cubo de
agua y una pala; permitiéndose a sí mismo la entrada a las jaulas. Al principio su
mera presencia enloquecía a los animales, por lo que llegaron a morderlo en más
de una ocasión. Pese a ello ni Gitano ni Petrú lo oyeron quejarse jamás, y no por
algún remilgado complejo de mártir, sino porque su juramento se le había quedado
grabado en el cráneo; “Haz cómo plazcas con tú alma…” le había dicho la Señora
Reimei. – “Éste cuerpo no es mío, es de la Señora Reimei. Como también lo es
cada daño que el sufra.” – Pensaba Lelouch durante las noches en que el frío lo
mantenía despierto. Tomando a menudo consuelo en el dulce recuerdo de su
madre y sus ojos llenos de lágrimas cada que se veían en secreto en la torre; o
mejor dicho; en el viejo reloj del castillo. Aquel amor tan puro y tan desprendido de
sí mismo, lo ayudó a sobrevivir las semanas en que encarnecida por las tristes
memorias de su juventud, la Señora Reimei lo dejaba días sin probar alimento.
Ahora bien, Lelouch Castilleja no iba a mendigar por comida pero tampoco
estaba dispuesto a permitir que su estúpido orgullo le matara de hambre. Decidido
a no pasar más penurias, una noche, terminada la función del circo se decidió a
seguir la caravana de artistas que trabajaban para la Señora Reimei y sin más se
dispuso a convertirse en uno de ellos. Pese al mejor juicio de Gitano.
El campamento estaba asentado en los márgenes de La Castilleja, entre las
frías cimas donde siempre es tiempo de tormenta y la glacial fuerza del viento
doblaba los verdes abetos, secaba los arbustos, y volvía la hierba amarilla. Allá
dónde la gente enterraba a sus muertos, y las estrellas se explayan plateadas y
brillantes sobre el oscuro manto de la noche.
Con astuto sigilo, Lelouch escondió a Magnus entre los otros caballos que
habían llevado a cuestas las carretas, y permitió que bebiera de aquella agua que
las bestias parecían necesitar con desesperación, luego de tan pesado viaje.
Exhausto, Lelouch se derrumbó sobre una roca preguntándose qué es lo
que iba a hacer ahora. Desde las alturas, contempló el sombrío mar a sus pies y
las barcas pesqueras que se mecían a la distancia en la bahía. Luego se volvió, y
observó más de cerca a aquellos seres de apariencia tan peculiar, danzando a la
luz de la luna. Entre ellos había, una mujer de espesa barba negra y pronunciadas
curvas; un gigante de casi tres metros; un hombrecillo de piernas torcidas y
espalda encorvada; un cuarteto de feroces lanzallamas; un grupo de muchachos
en zancos; y un domador bonachón con un delgado bigote blanco que de cuando
en cuando amansaba a los felinos enjaulados a fuerza de latigazos. Aunque
concedía que aquella danza tenía su propio encanto salvaje, no consideró el
quedarse a admirarla pues carecía de la gracia y delicada sofisticación a la que
estaba acostumbrado cada que miraba a Petrú bailar para su público; para el cielo
azul de la playa; para la buena fortuna y en contada ocasiones para él.
Entonces, entre su sigiloso rebuscar halló una tienda que llamó su atención
por la cantidad de bosquejos y aparatos que había dentro de ella. Las rocas del
suelo estaban manchadas y grasientas; había un par de polvorientas capas de
terciopelo y un largo sombrero de copa. La mayoría de los aparatejos tenían
espejos; falsos fondos y eran más grandes por dentro de lo que parecían a
primera vista. Pero entre tanto desorden era imposible el descubrir para qué era
que servían, por lo que sin más decidió hurgarlo y limpiarlo todo… principalmente
hurgarlo.
-‐ ¿¡Qué haces!? – Le llamó la atención uno de los artistas del circo a
Lelouch, cuando lo halló introduciéndose en lo que parecía una suerte
de ataúd rojo con festivas decoraciones doradas.
Era un hombre consumido por los años, aquel que sostenía un bastón
plateado en la mano izquierda y una botella de ron a medio terminar en la
derecha. Sus manos largas llevaban las manchas del tiempo y sin embargo aún
conservaba la agilidad en sus dedos; y sus movimientos eran sorprendentemente
fluidos para alguien de tan avanzada edad. Sus exhaustos ojos grises, examinaron
toda la tienda en un parpadeo, pues ya era cosa de rutina el que algún pillo o
mago de segunda deseara robarle aquellos secretos que con tanta celosía
protegía del curioso morbo de su audiencia. Vestía un desgastado esmoquin rojo,
con un alto sombrero de copa negro.
-‐ Los espejos esconden la pared que lo mantiene a salvo cuando su
asistente, introduce las espadas. – Respondió Lelouch, mientras que
trepaba fuera de ésa extraña caja. – Pero aún no entiendo, ¿Cómo es
que ha salido ileso de entre las llamas?
-‐ ¡Ladronzuelo, de porra! – Exclamó el hombre con rabia, mientras que
alzaba la mano para moler a Lelouch a bastonazos.
-‐ Yo no haría eso, si fuera usted. – Lo detuvo Lelouch. – Éste cuerpo le
pertenece a la Señora Reimei, si lo lastima tendrá usted que responder
por los daños. Y no por nada, pero me considero artículo de primera
necesidad. – Dijo, mordaz. –… Además, Magnus está allá afuera. Un
silbido mío, y la feliz fogata habrá llegado a su fin.
El anciano asomó la cabeza fuera de la tienda, y de entre los caballos
saltarines vislumbró un gigante negro de ojos azules que bufaba feroz en dirección
de la tienda donde se hallaba su dueño. Aquel demonio negro sobresalía de entre
el feliz rebaño, no sólo por su imponente tamaño sino por esa extraña aura de
muerte que solía rodearle a la criatura doquiera que anduviera.
-‐ Somos inseparables, él y yo. – Repuso, Lelouch a la vez que
acomodaba aquel curioso ataúd.
-‐ ¿Lully? – Inquirió el hombre, entornando los ojos como si estuviese
mirando una aparición.
-‐ Ha oído usted de mí…sorprendente. Podemos dejar las presentaciones
de lado Señor, no mejor dicho, Mago Heysol.
-‐ Eres todo de lo que la pequeña Petrú habla.
-‐ ¿En verdad? – Preguntó Lelouch con los ojos iluminados de esperanza.
Dejando entre ver una encantadora ingenuidad poco usual en él. Aquello
logró conmover en cierta medida al Señor Heysol, pues durante un
brevísimo instante creyó verse reflejado en los oscuros espejos de aquel
joven.
-‐ Juventud... – masculló al tiempo que tomaba un gran sorbo de la botella.
–…la broma más cruel que dios pudo jugarle a los hombres. – Espetó al
tiempo que limpiaba el licor de sus descuidadas barbas grises.
Vencido por la bebida el Sr. Heysol, se desplomó entre un montón de
cojines arrumbados entre los rincones de la tienda.
-‐ ¿Mago Heysol? – Dijo Lelouch, al tiempo que le daba palmadas en las
mejillas para hacerlo volver en sí. – Abra los ojos Heysol, no querrá
perderse la visita que está a punto de llegar. Me esforcé mucho para
traerla, sería una lástima que lo hallara en éste estado tan… poco
conveniente. – Espetó, a la vez que retomaba su curioseo entre los
aparatejos.
-‐ ¿Visita? , muchacho. Hace años que quienes me visitaban pasaron a
mejor vida. – Dijo entre risas el Señor Heysol. – Ya es tarde, regresa a
casa. Y por amor de dios, déjame disfrutar mi merluza.
-‐ ¿Tarde dice? … Mago Heysol, le importaría decirme qué hora es…
Justo cuando la paciencia del Señor Heysol llegaba a sus límites, la
estridente campana del gigante reloj que se alzaba sobre los muros del castillo de
la Familia Castilleja, anunció la entrada de la madrugada. Entonces, un relámpago
intenso cayó sobre la fogata para la que danzaban los cirqueros embriagados de
felicidad; los caballos comenzaron a relinchar hasta que sus amos los aplacaron a
fuetazos y aunque todo quedó sumido en el más absoluto de los silencios un ruido
de hierros viejos se escuchó acercándose a rastras hacia la tienda del Señor
Heysol.
-‐ ¿Qué es eso? – Preguntó el Señor Heysol, al tiempo que se santiguaba.
-‐ Gitano, me contó la historia más curiosa. Sobre un joven ilusionista y
una hermosa trapecista que iban a fugarse durante una oscura noche de
tormenta, similar a ésta, hasta que ella presa del pánico decidió
regresar a casa con su familia. Ahora, lo caballeroso hubiese sido que
nuestro héroe probara su amor y la acompañara, pero no lo hizo…
¿Verdad? – Dicho eso, Lelouch dio un silbido y fuera de la tienda
Magnus reveló su presencia al campamento.
“¡El asesino de hombres!”, se escuchaba chillar fuera de la tienda, los
disparos no se hicieron esperar. Pues había más de uno que deseaba cobrarse
venganza sobre de Magnus, sin embargo el Mago Heysol no podía enterarse de
nada, pues ante él se hallaba la pálida figura de aquella trapecista a la que su
corazón hacía tiempo que abandonó en el olvido, y en el fondo de las botellas de
cuanto bar visitaba.
-‐ No puede ser… tú estás muerta.
La demacrada criatura no parecía entender una sola palabra que el Señor
Heysol pronunciaba; sin embargo sus ojos le miraban como un par de feroces
carbones encendidos. Su larga cabellera le caía revuelta sobre el rostro
ensangrentado, la piel podrida se hundía en el hueco de su cráneo, y de sus
tobillos y muñecas colgaban pesadas cadenas.
-‐ Le…louch... – Habló con voz espectral aquella aparición. – Lelouch…
¿Dónde está mi Heysol? … Esos hombres dijeron que me ayudarían a
regresar… fueron tan amables al principio… Lelouch…
-‐ Perdona, dulzura. He errado el camino pero éste hombre nos ayudará a
encontrar a tu Heysol ¿Verdad? – Se volvió Lelouch hacia el Señor
Heysol, esbozando una fría sonrisa en su rostro.
-‐ Basta, detente. Por piedad, te lo suplico. – Sollozaba, el Señor Heysol
con el rostro hundido entre sus manos temblorosas.
-‐ Regresaré a medio día. Cuando esté descansado, hay un favor del que
me interesa mucho hablarle. Y que supongo no me negará, luego de lo
que acabo de hacer por usted.
Un segundo relámpago iluminó los cielos, y Magnus relinchó fuera de la
tienda, aguardando por su amo y lanzando mordidas a todo al que se le acercaba.
Lelouch, se montó y con una seña se despidió del Mago Heysol. Un par de
espuelazos bastan para que Magnus gire y atraviese la colina a lo largo, a todo
galope.
-‐ ¡Dulzura, guía el camino! – Exclamó, a la vez que Magnus y él salían
bullidos del campamento, esquivando las balas que tan enardecidas
disparaban tras de ellos.
Aquella madrugada, una pesada nube de azufre se asentó sobre la
montaña y lo ocultó todo bajo su sombra; hasta que los primeros rayos del sol se
abrieron paso desde el horizonte.
Cuando Lelouch llegó a casa, la pequeña Petrú angustiada salió corriendo a
recibirlo con un abrazo.
-‐ ¿Dónde estabas? – Preguntó, al tiempo que le profería una tunda de
golpecillos. Había temido que ése payo terco no regresara más a ella.
-‐ … ¿Qué hiciste? – Inquirió Gitano, al ver que su amigo sonreía con tanta
satisfacción.
-‐ Calma, tan sólo fui a conseguir trabajo.
-‐ ¡Ja! ¿De qué? – Se bufó Gitano, pues sabía que nadie en la isla osaría
ofrecerle empleo a Lully. Ya que eso significaría enemistarse con el
Señor Castilleja; El Cuervo Negro.
-‐ Como aprendiz del Mago Heysol. – Respondió Lelouch, encogiéndose
de hombros.
-‐ Eso es imposible. – Respondió Gitano. – ¿De seguro fue idea de Ariya y
Bogie, verdad? ¡¡Ése par de locos, no saben cuándo cerrar el pico!! – Y
estaba en lo cierto, ésa joven pareja de esposos habían visto a Lelouch
ayudando a limpiar las jaulas de los animales; y se les rompía el alma
solo de verlo tan raquítico y pálido. Por lo que le aconsejaron pedir
trabajo como asistente del Mago Heysol; de ésa forma ganaría más
dinero y no dependería de la “hospitalidad” de la Señora Reimei.
Con los ojos abiertos de par en par, Petrú secundó la sorpresa de Gitano. –
Heysol no ha tomado aprendices desde hace años.
-‐ Te lo dije, mi Petrushka. – Espetó besándola afectuosamente en la
frente. – No se negaría ante mí. Lelouch Castilleja, consigue todo cuanto
desea.
13. MALDICIÓN.
Nadie se enteró cuándo fue que los tres chiquillos que el claro de luna
acogiera alguna noche de tormenta bajo su sombra, desaparecieron de repente
entre la espuma de mar; con sus alegres cantares, sus sueños a medio terminar,
las noches de desvelos al calor de la fogata; y su tierno mirar. Todo devorado sin
piedad por el inseguro pasar de las manecillas, una cálida noche en que los tres
chicos miraban el negro cielo encenderse con las luces que estallaban sonoras en
las alturas, cortesía de los pirómanos que trabajaban en el circo de la Señora
Reimei. Castillos de colores ardientes explotaban violentamente entre la vasta
oscuridad de aquella noche, en honor al quinceavo cumpleaños de la gitancilla
protegida por la magia del sol. En la arena, yacían sus dos fieles siervos; Gitano y
Lelouch con los brazos cruzados detrás de sus nucas; admirando aquella pícara
silueta balanceándose ligeramente con su fino cabello de maple ondeando
dulcemente sobre sus mejillas; y una extraña luz dorada refulgiendo entre sus
ojos.
Cientos de caballos galopaban en círculo sobre la pálida arena al son de la
voz tronadora del domador, excepto el demonio negro Magnus que por órdenes de
la Señora Reimei permanecía atado a una afilada roca que aunque maciza,
aquella bestia de feroces ojos azules bien podría zafarse de ella pero sabe que su
amo Lelouch se molestaría gravemente con él y por eso se contenta tan sólo con
mirar. Los payasos enfundados en sus mejores trajes de colores chillones bailan
en zancos y marcan el ritmo con sus palmas. Los malabaristas juegan con pelotas
encendidas en llamas azules, las fieras rugen de entre sus jaulas. Mientras que el
Mago Heysol le guarda compañía con una botella a la Señora Reimei, ambos
sentados al ras de las olas.
-‐ ¡Por los días! – Exclamó el Señor Heysol, al chocar la botella de whisky
con la de la Señora Reimei.
-‐ ¡Qué creímos que nunca terminarían! – Respondió entre risas la Señora
Reimei, al apurar su bebida.
-‐ ¿Recuerdas lo fácil que era todo Reimei? – Pregunta el Señor Heysol,
contemplando la espesa oscuridad que se vislumbraba, ésa peculiar
noche, por las aguas. – No había montaña tan alta, aguas tan salvajes,
ni enemigos tan mortales que nos hicieran volver atrás. El mundo entero
a nuestros pies, y nosotros tan estúpidamente avaros nos conformarnos
apenas con las migajas.
-‐ La jugarreta del diablo, mí querido amigo. – Respondió la Señora
Reimei, al tiempo que miraba furtivamente a los tres chiquillos olvidados
de la vida, jugar en la playa. – Con el pasar de los días, sin darnos
cuenta, nos convertimos en fantasmas de nosotros mismos... Heysol... –
Dijo de pronto con expresión seria. –… ¿Por qué tomaste a ése
muchacho cómo alumno?
El Señor Heysol permaneció callado durante breves instantes, luego de
echar una rápida mirada a Lelouch. Hacía un año apenas, desde la fatal
madrugada en que aquel joven e inexperto brujo hurgara en su tienda y se
presentara ante él con el ridículo deseo de ser el mejor ilusionista que el mundo
haya visto jamás. Las escabrosas memorias de ése rostro pálido y desfigurado por
la muerte, aún lo atormentaban noche y día. –… Reimei, si en verdad necesitas
preguntar. No eres la poderosa gitana que te creía.
-‐ Entiendo. – Espetó la Señora Reimei con voz queda. –… Por los días…
-‐ Por los días. – Brindaron, al unísono.
La gitana de ojos dorados cantaba una maravillosa canción sobre caracolas
de ámbar perdidas en las profundidades de los océanos, alabó al astro rey que
concedía vida a todo cuanto mirara. Riéndose giraba y giraba en redondo, y
saltaba tan alto que sentía las estrellas en las palmas de sus manos. Aquella
noche. Y mientras ellos escuchaban su cantar, su voz parecía cada vez más
suave, tan suave la voz que el alma de uno y del otro se sentía desfallecer bajo su
cruel encanto. Aquella noche. Un grito de alegría brotó de los labios de Petrú al
detener su frenética danza y con sus ojos dorados, contemplar el rostro hermoso
de aquél a quién la luna vagabunda bañaba con su luz plateada. Aquella noche.
Ella le echó los brazos al cuello y se estrechó sobre su regazo. – “Refugio.” –
Musitó Petrú. – “Si debes desterrarme de ti, arráncame antes el corazón.”
Con los ojos adormecidos por el asombro, Lelouch la contempló ahí quieta
entre sus brazos y la sujetó contra sí, aún con más fuerza. – “Mi Petrushka.” – Le
pasó la mano por la frente para apartar los cabellos que caían sobre sus ojos de
sol. Y con un beso, ambos sellaron aquello que la Señora Reimei y el Cuervo
Negro solían llamar; “la jugarreta del diablo”.
Aquella Noche. Las llamas de la fogata centelleaban en los ojos de Gitano,
con un resplandor tenebroso.
Concluida la celebración; los cirqueros partieron a la soledad de su
campamento y los tres chiquillos regresaron a casa ignorando por completo que
aquella sería la última vez que se verían el uno al otro con la misma tierna
inocencia de antaño. Gitano ensombrecido por la envidia que comenzaba a
corroerle las venas se retiró a su habitación sin pronunciar palabra. Mientras que
la pequeña Petrú andaba con pasos ligeros y calmos tomada del brazo de
Lelouch, pues por primera vez se halló a sí misma anhelando que el sol
permaneciera oculto tras el horizonte por toda la eternidad. Sin embargo, al final el
sueño pudo más con ella y se marchó a su cuarto; no sin antes obligar a Lelouch a
prometer que no se apartaría de su lado. – “Cuando miras, ves más allá de mí. Me
da la sensación de que un buen día me daré la vuelta… y no te veré más.” – Le
explicó Petrú, la razón del por qué su angustia cada que se apartaba de su lado.
Lelouch suspiró y besó su frente. – “Te lo prometo, siempre regresaré a ti.” – Dijo
finalmente, entonces Petrú durmió tranquila.
¡Y es que con qué facilidad puede un joven corazón amar y desamar, con
igual intensidad!
Al final tan sólo quedaron Lelouch y Magnus, en el establo contemplando
los primeros albores de aquellos días que estaban por venir.
-‐ Perdona amigo. – Dijo Lelouch, acariciando la crin del animal. – Sé que
extrañas correr libre por la fría arena, cómo lo hacían esos “ponys” de
circo. Pero las vidas que tomaste en el pasado, aún no han sido
olvidadas.
Quien hubiese salido al patio y visto a Magnus en aquél momento, no lo
habría reconocido. El llamado asesino de hombres, permanecía en absoluta
armonía con su joven amo. Manso, con la cabeza gacha rebuscando
juguetonamente entre los bolsillos de Lelouch. Y es que desde que los oseznos y
las otras fierecillas habían crecido demasiado para permanecer en el patio de la
Señora Reimei, hubo que trasladarlos al campamento de los cirqueros. Así que
ahora, tan sólo eran los otros tres caballos en sus cuartiles y el demonio Negro,
Magnus.
-‐ ¡Es verdad! Lo había olvidado. – Espetó a la vez que introducía las
manos en sus bolsillos. – Mariano y mi madre, enviaron esto para ti. –
Dijo mostrándole a Magnus, un par de cubos de azúcar blanca y
cristalina. – Saboréala, que la han importado de una de las mejores
plantaciones. – Le reprendió, cuando Magnus los engulló todos de un
sólo bocado. – Si mi padre viera lo que ése par hace con su azúcar,
entonces…
Un fuerte ruido proveniente del interior de la casa lo interrumpió. Magnus,
comenzó a bufar y a sacudir inquieto la cabeza, pero Lelouch lo hizo callar al
instante. – Aguarda aquí. – Le ordenó, mientras que sigiloso entraba en la casa. Al
principio, tan sólo vio una fina silueta escarlata con pasos inseguros y
trastabillantes. Con unos lentes negros en la mano izquierda, y una botella de ron
a medio terminar en la derecha.
-‐ Señora Reimei. – Se apresuró a ayudarla a andar. – Si que disfrutó de la
fiesta, ésta ocasión. – Espetó en tono burlón, al tiempo que la ayudaba a
sentarse frente al viejo piano que les servía de mesa.
-‐ ¡Por los días! – Exclamó la Señora Reimei, empinando las últimas gotas
de la botella.
-‐ … Por los días. – Respondió Lelouch, con voz queda. No deseaba
despertar a Petrú ni a Gitano, pues pensaba que éste último se había
comportado de manera extraña toda la noche. Así que tomó asiento a
un lado de la Señora Reimei, y esperó a que se tranquilizara un poco
antes de ponerla a dormir.
-‐ Eres idéntico a tu madre. – Dijo de repente. – Apuesto, a que todos te
dicen lo mismo. – Lelouch asintió tranquilamente. Pues aún intentaba
entender aquél súbito cambio de humor en la Señora Reimei, quien
hasta entonces había hecho todo lo posible por no cruzar palabra alguna
con él. – ¡Ajá! Pero a qué no sabes que tus ojos, son los de tu padre.
Las mismas cejas negras, los mismos abismos que lo miran todo sin
piedad alguna….Por Dios ¡Lo intenté! – Irrumpió en medio de histéricas
carcajadas. – ¡Con qué furor lo intenté!
Lelouch no mudó de expresión, por el contrario observó aquél histérico
dolor con tanta tranquilidad que todo él parecía estar hecho de piedra. Los
primeros rayos del sol bañaron la habitación con suavidad y ternura, y sin
embargo su expresión permaneció velada por una densa sombra.
-‐ ¿El qué? – Quiso saber, cuando las mejillas de la Señora Reimei se
llenaron de lágrimas.
-‐ Odiarte. – La Señora Reimei, guardó silencio durante unos instantes
pero al ver que aquello no inmutaba al joven payo. Se limpió las
lágrimas y continuó hablando. – Provengo de un antiguo linaje de
gitanos ¿Sabías? ; de la clase que aconsejaba reyes; ganaba guerras; y
hasta conjuraban las más crueles plagas contra sus enemigos. Por
siglos mis ancestros gozaron de buena fortuna, hasta que fueron
traicionados y desterrados por sus amos. Fue entonces que para
sobrevivir, las dos casas se unieron.
-‐ ¿”Dos casas”? – Inquirió Lelouch.
-‐ Los llamados Hijos del Sol y los Hijos de la Luna. Ambas casas
obsesionadas con ganar el favor de reyes, se enemistaban una con la
otra, sin embargo la magia que nació de su alianza fue más que
suficiente para poner a temblar a más de un reino. Por ello en estas
tierras los gitanos siempre hemos gobernado a voluntad… Con el pasar
de los siglos se intentó preservar aquel linaje, pero... Verás, desde muy
joven fui prometida en mano al último descendiente de los hijos de la
luna. Y me agradaba aquél destino, crecí creyéndome afortunada de
jamás tener que sufrir las desventuras del amor para al fin hallar a aquel
con quién pasaría mis días de anciana. Yo le amaba, ciegamente le
amaba, y él también. Hasta que ella llegó a la isla, una tarde de
vendimia. El Cuervo Negro, embaucaba a las personas a comprar las
“pociones” y remedios para reumas, calvicies, fiebres, todo lo que se le
ocurriera; mientras que yo leía la fortuna a los caballeros bien parecidos.
Entonces la vi, en medio de la multitud enfundada en un hermoso
vestido rosa pálido. Su semblante era delicado y franco, su andar ligero
y a la vez dueño de cuanto sus pies tocaban, similar a ti. Apenas sus
miradas se cruzaron lo supe… verás ella venía escoltada por un par de
gorilas entrajados y armados hasta los calcetines. Cómo bien sabes, los
negocios de su padre eran de la clase que se paga con dinero pero se
cobra con sangre; pero eso a él no le importó. Renegó de su gente y de
aquello que por derecho le pertenecía… todo por esa paya
insignificante. ¡Yo era la “Dama Roja”! Los hombres caían rendidos a
mis pies, como perros falderos. ¿Qué tenía ésa pálida sombra de mujer
que hacer a lado mío? – La voz de la Señora Reimei, se quebró
amargamente. –... Apenas me hubo dejado suplicando en medio de la
nada, lo maldije. Porque él se había burlado de mi amor y de mi
vanidad; llegaría el día en que aquello que su alma amase más que
nada en el mundo sufriría mi penar en carne propia. Me apoderaría de
ello y lo vería consumirse a fuego lento... Hace dos años la noche en
que estrechaste mi mano, la maldición se cumplió. – Los ojos negros de
Lelouch se entornaron con incredulidad. –... Nunca subestimes el amor
de un padre, Lully.
-‐ Eso significa que yo... – Comenzó a decir Lelouch.
-‐ Porque él te ha amado desde el primer instante en que te sostuvo entre
sus brazos; La muerte ha colgado en tu espalda, desde tu nacimiento.
Pero fui estúpida, debí saber que aunque la alianza hubiese
desaparecido la magia de ambas casas subsistiría en la sangre de sus
descendientes. Aquella noche, el resplandor plateado de la luna cuidó
de ti Lelouch, y volvió la maldición en contra mía…
-‐ Petrú... – Pronunció Lelouch, apenas moviendo los labios.
-‐ Mi dulce Petrú. – Repitió la Señora Reimei entre sollozos. – Su alma no
conocerá el dulce gozo de la muerte. Todo cuanto ella anhele se volverá
cenizas entre sus manos, todo cuanto ame la espinará hasta
desangrarla... Cuando al fin, se hunda en la oscuridad de su propia
desesperación, invitará a la muerte a dormir entre sus brazos. Y será
entonces que aquellas alas negras se posen en sus hombros...
-‐ “Una mariposa negra anuncia la partida del ser amado. Hasta la muerte,
hasta la sangre, hasta la última gota que tu alma derrame…” – Recordó
Lelouch, aquella amarga canción que su padre y la Señora Reimei,
entonaron la noche en que conoció a Petrú.
Aquello no sorprendió del todo a Lelouch, ya desde niño los espíritus que le
adoraban y se desvivían en dulces canciones por el favor de su compañía, a
menudo le advertían y procuraban pues temían el perderlo... Lelouch conocía a la
muerte y había bailado con ella en más de una ocasión. No sabía cómo temerle,
así que al final relajó los hombros y suspiró aliviado.
-‐ En otras palabras, de cualquier manera estoy frito. ¿Verdad? – Dijo
sonriendo, tranquilamente.
Los ojos de la Señora Reimei se enarcaron, hasta convertirse en apenas un
par de mirillas. No terminaba de comprender la complicada naturaleza de aquél
muchacho, igual que había fallado en comprender la de Magnus. – “¿Qué es
mejor para ti, el alivio que la muerte trae consigo o vivir odiado y temido por todos
los que amas?” – Le había preguntado a Magnus cuando incluso el domador
decidió que la única solución era sacrificar a aquél caballo asesino.
-‐ Lelouch. – Lo estrujó tiernamente entre sus brazos. – Mi cruel niño; tus
cabellos nunca encanecerán, tus ojos negros nunca reflejarán la
sabiduría de un hombre, ni tu rostro los surcos del pasar de los años.
Morirás, tal cómo eres ahora, una historia sin terminar.
-‐ ¿Pero tendré su corazón? – Inquirió Lelouch, con voz tersa pero con una
nube de tristeza en su mirar. Todo aquello que sus ojos vislumbraban en
la lejanía de los días por venir, se había esfumado de repente. De pronto
sintió miedo. Miedo del olvido, miedo de la muerte, terror de la nada.
-‐ Lo tendrás pequeño mengue. – Le calmó la Señora Reimei. – Ahora ve
a dormir. No permitas que el amanecer te alcance desprevenido o la
noche caerá sobre ti, sin darte cuenta. – Dijo besándolo en la frente.
En otros tiempos había soñado con el día en que ese chiquillo de profundos
ojos negros fuese suyo. Y ahora que lo era, se le partía el corazón. Sin embargo...
mientras lo veía retirarse silencioso a su habitación, pensó en las lágrimas de la
Señora Castilleja y una maligna mueca se dibujó en la comisura de sus carnosos
labios rojos.
-‐ ...Lo tendrás. Pero no olvides; Con qué facilidad puede un joven corazón
amar y desamar, con igual intensidad.
Murmuró para sí misma. Cuando se volvió, notó que el sol se alzaba
brillante sobre el turbulento mar de La Castilleja.
14. MARIPOSAS NEGRAS.
Con paso seguro transcurrieron los meses y La Castilleja recibió las frías
ventiscas del invierno. Las encapotadas nubes grises trajeron consigo granizo y
nieve; y cada rosal, cada árbol, y hasta la mala hierba de los huertos sucumbieron
ennegrecidos ante el perverso viento invernal. A la sombra de aquellas frías y
lúgubres colinas, era difícil el pensar que apenas hace unos meses el
esplendoroso sol de verano jugaba con los reflejos de la marea.
En la solitud del llano bajo el cobijo de una haya roja, aguardaban un
caballo de pobre figura gris y un impaciente joven sentado en la hierba seca. Con
los brazos apoyados sobre las rodillas, y al oír el estruendoso campaneo de la
torre de la Familia Castilleja repara en las horas que lleva ahí esperando;
angustiado mira en ambas direcciones, rebuscando entre la espesa neblina
aquella oscura silueta que irrumpiría la tensa quietud del valle como un trueno en
el silencio. – “Podría hacerlo, nunca nadie sabría de mi corazón taimado.” –
Piensa mientras observa sus fuertes puños y se imagina el frágil cuello de aquél a
quien espera, crujir bajo sus pulgares... pero entonces aquél silencio se extendería
como una red entre los grises árboles. – “Es más hermoso compartir el silencio.” –
Se consuela, y aparta aquél insidioso pensamiento de su cabeza.
Y es que por más que lo intenta no es fácil el odiarle. A ése, su amigo, que
con tan cambiantes voluntades y tan perversa astucia ha forjado su destino sobre
el de los demás; cruel como el viento del invierno barre cielos y se asienta sobre
ellos para luego contemplarlo todo con la calma inocencia de un niño que no sabe
lo que ha hecho.
Otra campanada más y su inquietud crece, no puede evitarlo. Hace apenas
unos días una nube de mariposas negras decidió reposar sobre el tejado de la
Señora Reimei; y más tarde ésa misma noche Petrú anunció que había soñado a
Lelouch sentado sobre tres lápidas. – “Dos malos augurios en un solo día, más les
vale poner especial cuidado por donde anden con éste mal tiempo.” – Les advirtió
la Señora Reimei, y desde entonces Gitano había quedado reducido a un manojo
de nervios.
-‐ ¡Gitano! – Escuchó de repente que le llamaban por encima de la tercera
campanada, pero no era la voz de aquél amigo a quien tanto deseaba
poder odiar, sino la de su hermano, Mariano Castilleja.
-‐ ¡Por acá! – Respondió Gitano poniéndose de pie de un salto. Y al poco
tiempo escuchó los cascos de un par de caballos abriéndose paso entre
las ramas secas que entrelazadas les cerraban el camino.
Ambos jinetes espoleaban avanzando a largos saltos, pero sólo uno de
ellos azotaba el fuete en las ancas del semental hasta casi hacerlo sangrar. Gitano
sacudió la cabeza sonriendo divertido, sabía que no importaba cuánto maltratara
al pobre animal jamás podría vencer al infame “asesino de hombres”. Así pues,
miró a su amigo desmontar de su caballo, mucho antes de que Mariano siquiera le
hubiese alcanzado los talones.
-‐ Lo has hecho bien amigo mío. – Espetó Lelouch, al tiempo que
recargaba su frente en la del imponente demonio negro Magnus.
Gitano, observó con atención aquella cabeza levemente inclinada con el
pelo negro cayéndole en el rostro como un velo. Lelouch había cambiado
drásticamente desde aquella noche de verano. No en su complexión; era tanto el
tiempo que pasaban juntos que Gitano no se había percatado de los centímetros
que su amigo había crecido, ni del largo de su cabello, y apenas reparaba a veces
en el extraño cambio que sus ojos negros sufrían durante los breves lapsos en
que su ira era provocada y éstos adquirían un fulgor plateado entorno del iris. Pero
había algo más que Gitano notaba con cada día que transcurría; en sus maneras,
en la forma en que miraba a las personas. Pareciera que a veces Lelouch no
notaba la diferencia entre los espíritus que tan a menudo le rondaban y los
humanos de carne y hueso, cómo él.
-‐ Lelouch. – Lo llamó tomándole por el hombro, para llamar su atención
que tan dispersa se había vuelto estos últimos meses. Al grado en que
una ocasión Gitano confrontó a la Señora Reimei preguntándole si aún
lo obligaba a sostener esos exagerados ayunos, pero el mismo Heysol
le aseguró que “aquel muchacho del demonio” devoraba alimento como
león enjaulado. –... ¿En dónde estás, Lully?
Apareció aquella maliciosa sonrisa de tiempo atrás. – En todas partes. En
las estrellas que tan cerca contemplan el abismo; en las altas montañas con sus
brisas extrañas y puras; en los nuevos mares... en las vías del tren. ¿Cuál es la
diferencia, Gitano? De cualquier manera me seguirás, lo sabes bien. – Se burló
Lelouch, recordando el día en que lo engatusó hacia la gruta donde moraba el
fantasma de ése marinero olvidado con pata de palo.
-‐ ¿Hacia las vías del tren? – Inquirió Gitano, pasando por alto la burla.
Por respuesta, la misma sonrisa que no desaparecía.
-‐ ¡Lelouch! – Exclamó Mariano, falto de aire, que por fin les alcanzaba. –
Me rindo ¿Cuánto quieres por ése animal? Te daré lo que sea. – Espetó
decidido, Mariano.
-‐ Ya te lo he dicho hermano. Tu peso en oro, no pagaría su precio. –
Replicó Lelouch, al tiempo que de un salto montaba de nuevo en
Magnus. – Andando, que el tiempo se nos va de las manos caballeros.
-‐ ¡Ea! – Le bloqueó el paso, Mariano, haciendo que su caballo bailara
graciosamente sobre sus ancas. Demasiado conocía a su hermano, si lo
había ido a sacar de su habitación a hurtadillas y a pocos minutos antes
de la media noche; nada bueno debía traerse entre manos. – La última
vez que hice caso de tus arranques terminé encerrado con ése tigre de
circo y amanecí en la tienda de aquella inmensa mujer barbuda.
La mención de aquella anécdota provoca una risa ahogada en Gitano, al
recordar la expresión de pánico en el rostro de Mariano cuando creyó que se
había hecho hombre en el lecho de aquél desafortunado esperpento de mujer. No
fue hasta que Lelouch juró sobre la vida de su madre que nada había sucedido,
que el color regresó a las mejillas de Mariano. Era extraño pero de un tiempo acá,
a Lelouch parecía sobrecogerlo la súbita necesidad de compartir aquellos alegres
momentos de insensatez con su hermano menor, como si la melancolía del hogar
lo acongojara o la añoranza del pasado lo atormentara de cuando en cuando.
-‐ Yo las he visto peor. – Replicó Gitano, encogiéndose de hombros,
cuando Mariano buscó su apoyo con la mirada. –... pero... – continuó
mirando de reojo a Lelouch, pues las últimas noches que se habían
escabullido era para visitar a personas de lo más extravagantes en las
afueras de la isla, y las más de las veces Gitano era forzado a esperar
fuera de algún edificio abandonado hasta el amanecer, cuando Lelouch
salía con el rostro palidecido y demasiado extenuado para dar un paso
más. En aquellas ocasiones a Lelouch le sobrevenían escalofriantes
episodios de delirio en los que farfullaba cosas de lo más extrañas
cómo; “Ojos maliciosos que rondan en la oscuridad... ¡Innombrables y
ocultos! Sus garras jamás me alcanzarán, envidiadme pues jamás he de
morir...” repetía entre frenéticos temblores, durante todo el trayecto en
que Gitano lo cargaba sobre su espalda. Cuando por fin llegaba a casa,
la Señora Reimei irrumpía en lágrimas silenciosas y preparaba
comprensas frías mientras que Petrú se inclinaba al borde de la cama
de Lelouch y le sujetaba la mano con dulce devoción. Más tarde, ésa
misma noche, terminada la función del circo; Lelouch ya más repuesto,
el Mago Heysol y la Señora Reimei tendrían largas charlas a puerta
cerrada y al salir no se discutía más del asunto... Hasta que Lelouch
acudía de nuevo en busca de otros “conocidos” de la Señora Reimei.
-‐ Calma, Gitano. – Dijo Lelouch con voz suave, al adivinar la
preocupación en las palabras de Gitano. – Ésta noche, celebramos una
causa noble y jubilosa. – Espetó en tono solemne.
-‐ ¿Cuál? – Inquirió Gitano, a la vez que Mariano asentía sonriente,
adivinando lo que su hermano se traía entre manos.
-‐ Ya veo, en ése caso es oportuno que haya traído eso conmigo. – Dijo
Mariano, al tiempo que de entre su saco sacaba una cajita de cuero
rectangular, para entregársela a Lelouch.
-‐ ¿Qué...qué es eso? – Preguntó Gitano temeroso, nunca sabía que
esperar de Lelouch.
-‐ Gitano, mi hermano. – Dijo Lelouch al desmontarse de nuevo, colocando
la cajita en las hoscas manos de Gitano. –... Feliz cumpleaños. – Repitió
a la vez que el reloj del castillo terminaba de dar las doce campanadas.
Conmemorando así, el décimo noveno cumpleaños de Gitano.
-‐ ¡Vamos ábrela! – Le apuró impaciente, Mariano.
Al abrirla Gitano encontró en el interior; resplandeciendo entre el terciopelo
negro que la envolvía; una daga de hoja roja, con decoraciones en oro blanco e
incrustaciones de diminutas piedras escarlatas.
-‐ Es uno de nuestros más finos trabajos. Yo mismo la diseñé. – Espetó
Mariano, irguiéndose con orgullo. – Claro, mi padre no sabe quién es el
benefactor de tan peculiar pedido. – Dijo mirando a Lelouch. –
Engañarlo no fue tarea fácil, pero apenas recibió el pago no escatimó en
materiales ni en mano de obra. Tal como lo pidió mi hermano ¡Una
navaja digna de un artesano de reyes! – Exclamó realizando una ligera
reverencia en dirección de Gitano.
“Más bien una navaja mandada a hacer por reyes.”; pensó Gitano. Tan sólo
las piedras que la adornaban valían una fortuna, y aunque en los últimos meses el
circo de la Señora Reimei – por arte y obra de Lelouch – había cobrado suficiente
fama para producir una fortuna considerable, no era lo suficiente para costear un
tesoro como el que Gitano sujetaba ahora en sus manos. Gitano no pudo más que
sacudir la cabeza y reír a sus adentros al pensar en los desgraciados que habrían
caído en las garras de Lelouch.
Era bien sabido por todos en La Castilleja que Lelouch sentía cierta
debilidad por los juegos de apuestas , y todo había comenzado como una
jugarreta para aquellos hombres que a menudo merodeaban en los pueblos
cercanos de La Castilleja vestidos con trajes de seda y armados con enormes
metralletas. Siempre listos para despachar a todo aquél que se negara a pagar “la
cuota”, sin embargo, aún si la vida les concediera mil años de vida, no podrían
nunca haberse preparado para enfrentarse a semejante demonio…. Nadie supo
jamás a ciencia exacta lo que sucedió pero las malas lenguas decían que en una
tarde en que el sol bañaba con sus dorados reflejos el campamento del circo, los
desdichados hombres se presentaron a cobrar “la cuota” que durante muchos
años su antiguo jefe le había condonado a la Señora Reimei, y que ahora el hijo
de tan respetable señor se empeñaba en recolectar. Todos los artistas armaron un
jaleo tremendo para correr a esos hombres pero cuando el arma de uno de ellos
apuntó a la cabeza de Petrú todo se tornó absoluta quietud; viendo el rumbo que
las cosas habían tomado la Señora Reimei consideró prudente entregarles el
dinero y mandó a Lelouch a traerlo. Cuando Lully entregó el maletín lo hizo de
manera cordial e incluso un tanto reverencial para el gusto de Gitano. – “Apuesto
que nunca resisten la tentación de abrirlo ¿Verdad?” – Les bromeó Lelouch antes
de que se marcharan. Gitano y Petrú estaban furiosos de que esos bastardos se
hubieran salido con la suya, y aunque Lelouch se dispuso a cepillar tranquilamente
la reluciente crin de Magnus… Aquella fue la primera vez que los ojos negros de
Lully se tornaron color plata… El día siguiente un grupo de chiquillos hallaron los
cuerpos hinchados de esos hombres, con los ojos salidos de sus cuencas y las
barrigas infladas al punto de reventar, y cuando uno de los niños con infantil
morbosidad pinchó la panza de uno de los cadáveres, un mazo de billetes sucios
de sangre ennegrecida estallaron de entre sus entrañas. Cuando la noticia llegó a
La Castilleja, Lelouch respondió con su mirada refulgiendo en un suave plateado;
“Supongo que perdieron la apuesta.”; y tres días después en el campamento
recibieron un maletín con el doble de la cuota que la Señora Reimei les había
entregado a esos bandidos, pues el joven jefe había entendido que no era el viejo
jefe quién le perdonaba el pago a La Señora Reimei; sino al revés. Desde aquél
momento el gusto de Lelouch por las apuestas se volvió manía; pues obtenía un
placer desmedido en observar a sus contrincantes sucumbir ante sus propios
temores y debilidades. Ya que pese de su juventud, Lelouch sabía leer los gestos
de los hombres y adivinar sus pensamientos, que sin remedio se dejaban seducir
ciegamente por el engaño que lentamente Lelouch tejía ante sus propias narices.
Fue entonces que la Señora Reimei juzgó que por fin estaba listo para dirigir el
negocio, y aunque en nombre ella aún era la dueña y ama del circo, era a Lelouch
a quien los estoicos hombres entrajados en seda negra rendían cuentas cada que
osaban rondar cerca de La Castilleja.
-‐ Bien caballeros – habló Lelouch, poniendo fin a las cavilaciones de
Gitano, a la vez que brincaba sobre el lomo de Magnus y halaba de las
riendas con fuerza. – ¡Apuremos, que la noche nos espera! – Dicho esto
último, salió disparado perdiéndose de la vista de los otros dos jóvenes.
-‐ ¡¡Lelouch, aguarda por nosotros!! ¿Qué hay de los caballos? ¡No quiero
dejarlos en el campamento otra vez con ése giripollas de Radú! – Salió
gritando Mariano tras de él.
Conmovido, Gitano quedó en silenciosa solitud, antes de montar su
escuálido caballo gris y espolearlo con rabia; pues aquella lágrima que caía sobre
la navaja escarlata que sus manos estrujaban junto con las riendas, luchaba por
dar voz a su alma envilecida.
-‐ ¡En mala hora me das el arma con que he de poner fin a tu miserable
existencia, Lelouch Castilleja! – Profirió su feroz juramento.
En la ciudad la gente avanzaba a toda prisa, esquivando los flamantes
autos que derrapaban sobre el pavimento húmedo y frío. Las luces de colores
iluminaban las calles atiborradas de personas que pasaban empujando, riendo,
gritando, y hasta cantando. Las multitudes se congregaban en torno a los
llamativos aparadores de edificios y tiendas – entre ellas las luminosas jugueterías
de la Familia Castilleja – La oscuridad de los callejones brindaba refugio a los
criminales de poca monta que sólo de mirar a Gitano, se recluían de nuevo en su
escondite. Todo ahí era tan ruidoso y sucedía todo tan aprisa, que pese a que
Mariano y Lelouch se desenvolvían con naturalidad en medio de aquél alboroto,
Gitano no podía sino sentirse abrumado cada vez que los acompañaba a la ciudad
y de inmediato encorvaba la espalda para intentar pasar desapercibido.
Luego de caminar un buen rato, finalmente Lelouch se detuvo en la parte
trasera de lo que parecía ser una carnicería vieja. Dio tres toques en la puerta,
hasta que un par de ojos aceitunados se asomaron a través de una diminuta
ventanilla. – “¿Quién llama?” – Preguntó una seductora voz aterciopelada que
provocó que Mariano se pusiera colorado hasta las orejas.
-‐ Maya. Vida mía – Respondió Lelouch, ignorando los feroces ojos de
Gitano que se le clavaban en la espalda. – ¿Tan pronto te has olvidado
de mí?
-‐ ¡¡Lelouch!! – Exclamó la voz, al tiempo que se abrían las cerraduras.
Al abrirse la puerta, apareció una exquisita belleza de rizos castaños que
caían a la altura de la nuca; graciosamente ataviada con un sombrero campana
carmín y un seductor vestido a juego. El tintineo de los largos collares negros que
sobresaltaban la exquisita figura de sus pechos, marcaba el ritmo de su rebosante
corazón al colgarse del cuello de Lelouch.
-‐ ¡Nunca había estado tan feliz de ver los ladrillos de los callejones
atiborrados con carteles de circo! – Dijo aquella sensual joven al tiempo
que colmaba a Lelouch de traviesos besos en las mejillas.
El primer encuentro entre aquellos dos se había dado desde hace un par de
meses cuando “El Circo Ambulante de la Señora Reimei.” – Por empecinada
insistencia de Lelouch – hizo su debut en la ciudad. Entonces, Maya fascinada
tanto por los audaces trucos de los artistas, como por la hipnótica danza que La
Bailarina Petrú y el Payaso Piérrot habían llevado a cabo ésa noche; invitó a la
compañía entera – que aún no era ni remotamente la mitad de grande de lo que
pronto llegaría a ser – a festejar su rotundo éxito al bar clandestino del que ella
misma era dueña. Aquella noche, todos se marcharon luego de un par de tragos,
incluidos Petrú, Gitano, y el lacayo Radú. Sin embargo Lelouch decidió
permanecer el resto de la madrugada en compañía de Maya, que no dejaba de
contemplarle sin disimulo alguno, ni dejaba escapar la oportunidad de acariciar
juguetonamente su largo cabello negro.
-‐ Gitano, me da gusto volver a verte. – Lo saludó Maya, con un suave
beso en la mejilla.
-‐ Maya. – Respondió Gitano entre dientes, inclinando levemente la
cabeza.
-‐ ¿Y tu quién eres cervatillo? – Espetó Maya, dirigiéndose a Mariano que
la miraba boquiabierto. – ¿Una nueva adición del circo?
-‐ Para nada, es mi hermano Mariano. – Respondió Lelouch. – Mariano, te
presento a Maya.
-‐ Un placer. – Respondió Mariano, besando tímidamente la mano de
Maya, provocando que ésta riera divertida. – ¡Vaya, primera vez que un
hombre besa mi mano, antes que...otras cosas! Pero no se queden aquí
queridos, únanse a la fiesta. – Espetó, al tiempo que cogía a Lelouch por
el brazo y los guiaba al interior de aquella húmeda bodega.
Al entrar un par chicas de aspecto bastante similar al de Maya, se lanzaron
sobre de Gitano y Mariano.
-‐ Mímenlos señoritas. – Espetó Lelouch, por sobre el barullo del lugar. –
¡Que uno cumple años y el otro tiene mucho que aprender!
Aquél lugar era peor de lo que Gitano recordaba, la iluminación era
bastante pobre y todo estaba oculto por una espesa nube de humo, pues la única
ventana era aquella que conectaba con el mostrador de la carnicería. Hombres y
mujeres se pavoneaban ebrios de licor, whisky y vino. Ellos las abordaban
descaradamente con sus copas en mano y ellas los rechazaban provocativamente
con una deslumbrante sonrisa y sus largos cigarrillos en mano. Sin embargo
aquella noche, todas miraban a los tres jóvenes que acababan de entrar. A
Mariano que a sus escasos catorce años ya tenía el porte de un hombre, cortesía
de la sangre de su padre aunque pese a poseer la belleza exótica y las reacias
facciones del Cuervo Negro; sus juguetones rizos castaños y sus grandes ojos
marrón, que eran los de la Señora Castilleja, reflejaban su dócil temperamento. Su
corazón tan ansioso de enamorarse se sumergió fácilmente en el dulce perfume
de una linda muchacha que vestía con lentejuelas azules.
También miraban embelesadas a Gitano que se había convertido en un
caballero de espaldas anchas y altura desmedida, con un desgarbado cabello
castaño que le dotaba de un atractivo salvaje que no pasaba desapercibido para
ninguna de las mujeres en el lugar. De hecho tres de ellas se colgaban de sus
fuertes brazos de artesano. – “Uuu ¿Qué es esto?” – Preguntó una con un extraño
tono de malicia y dulzura, al coger la navaja roja del cinto de Gitano. – “Eee...un
regalo.” – Respondió Gitano, arrebatándosela de la mano, a la vez que otra de
ellas le colmaba de besos... Su noble corazón envilecido por la tristeza de amar a
aquella que no se enteraba de su existencia y odiar a aquél que era la única
familia que había conocido, se entregó en cada beso que esos tres labios tan
ávidos de complacerle osadamente murmuraban su nombre, y le brindaban
consuelo.
Mientras, oculta detrás de la cristalina pirámide de copas construida sobre
el taburete de la cantina, Maya miraba a Lelouch sonreír amablemente al tiempo
que aceptaba el puro que un grupo de caballeros le ofrecían tan solícitamente.
Siempre era así a donde quiera que fuese, las mujeres lo contemplaban
fascinadas y los hombres escuchaban todo cuanto decía con religiosa admiración.
Y es que aún en aquella obscura y atiborrada habitación, su presencia destacaba
por encima de la todos esos “hombres de mundo”. Su lustroso cabello negro
atado con un descuidado listón púrpura, botas de cuero por arriba de las rodillas
similar a las de los piratas, y las mangas excesivamente anchas de su camisa
blanca en conjunto con una larga gabardina negra ornamentada con broches de
plata; todo le confería la apariencia de algún extravagante príncipe de tierras
lejanas. – Es tan sencillo quererle. – Pensó Maya a sus adentros, mientras llenaba
dos copas de vino. Por qué era precisamente ella, la de los ojos dorados, la única
que no se daba cuenta de ello.
-‐ ¡Bailar la vida! – Irrumpió Maya, dentro de aquel círculo de sofisticados
hombres que acaparaban la atención de Lelouch.
-‐ ¡Beber la vida! – Respondió Lelouch al tomar la copa de vino que Maya
le había llevado. Y mientras la empinaba, el resto de los hombres le
secundaron al unísono; “¡¡Beber la vida!!”.
-‐ ¡Maya, querida! – Habló el que más años tenía de los hombres que se
hallaban en el bar, y también el más poderoso. – ¿Por qué no nos
habías presentado a éste jovencito? A los ancianos nos complace
rodearnos de jóvenes a los que podamos aburrir con las anécdotas de
nuestro pasado, para quitarnos años de nuestras espaldas. Pero nos
agrada aún más, oír las de ellos para olvidarnos de nuestros achaques.
– Exclamó el hombre, al tiempo que le daba una fuerte palmada en la
espalda a Lelouch.
-‐ Estoy segura de que así es Don Julián, pero no quería que lo
acapararan. ¡Viejos lobos! – Exclamó entre risas Maya, a la vez que
metía su brazo debajo del de Lelouch y lo encaminaba lejos de aquél
asfixiante círculo de humo y risotadas.
-‐ ¡Piensa en lo que te propuse, hijo! – Gritó por sobre el bullicio, Don
Julián.
-‐ ¡Lo haré, Don Julián! – Exclamó Lelouch, levantando su copa, para
poder caminar entre el gentío.
Lelouch tomó asiento en una de las bancas de la cantina, y se acomodó de
frente a la ventana de la carnicería, y cuando vio a Mariano con la camisa a medio
desabotonar y manchada de carmín, sacudió la cabeza divertido. Maya rió con él,
aunque en verdad deseaba echarse a llorar ahí mismo. Detestaba aquellas
ocasiones en que debía encararlo y hablarle, porque no toleraba la manera en que
ése par de oscuros ojos la desmiraban; rebuscando en su pobre compañía el
aroma, los mimos, los labios de ella, la única compañía que él en verdad
anhelaba.
-‐ Vi los anuncios hace apenas unos días, lo que significa que “El Circo
Ambulante” no vendrá hasta dentro de un par de meses. – Comenzó a
decir Maya, pero Lelouch permaneció en silencio. – Dime ¿Cómo está
Radú? Me sorprendió no verlo siguiéndote a todas partes como perro
faldero. – Intuyó Maya, la oscuridad detrás de aquella sonrisa.
Aquél lacayo Radú era un joven apuesto e ingenioso, de rasgos
infinitamente vagos pero de grandes ojos negros, elocuentes y alegres. Lelouch y
la Señora Reimei le habían hallado inconsciente en medio de la carretera a finales
del verano, cuando regresaban del campamento del circo. Al despertar el
muchacho se rehusaba a pronunciar palabra y permanecía receloso de todo
cuanto se le acercara, como un animal herido. Sin embargo Lelouch parecía
entender el mensaje que aquél silencio ocultaba, y nunca le cuestionó sobre nada;
ni sobre los motivos de sus agresores, ni del por qué persistía en él ése temor tan
arraigado al contacto de otros. Gitano y Petrú cuidaron de él porque Lelouch les
había dejado en claro, que vendería su alma de nuevo a la Señora Reimei si era
necesario para que ése muchacho se recuperara de sus heridas. – “Mi madre, lo
revisó ésta mañana. Está en perfectas condiciones, puede marcharse ya mismo.”
– Respingó Petrú aquella ocasión, a lo que Lelouch respondió besándola con
dulzura. – “Hay heridas tan profundas, que el tiempo las esconde bien dentro de
nosotros. Mi Petrushka.” – Desde aquél momento el muchacho se convirtió en la
segunda sombra de Lelouch, y la Señora Reimei no tuvo más remedio que
incorporarlo en uno de los actos del circo. Así fue que se convirtió en uno de los
afamados payasos del “Circo Ambulante de la Señora Reimei”; y nació El Payaso
Piérrot. Con el pasar de los días el tímido muchacho recordó cómo reír, cómo
aceptar la mano amable que le ofrecía ayuda; recordó lo que era querer y ser
querido. Incluso la voluntariosa Petrú se acostumbró tanto a su presencia que ella
misma lo maquilló la noche que debutó en la gran ciudad.
¡Y qué noche tan memorable resultó ser esa! Las ovaciones en pie no se
hicieron esperar. El acto en que la hermosa bailarina Petrú y el melancólico
Payaso Piérrot danzaban en torno de tigres blancos que se deslizaban en
peligrosa cercanía a ellos resultó un éxito entre las mujeres de la audiencia y
algunos caballeros que no podían quitar los ojos de encima a Petrú; pero fue el
acto final el que tornó a la multitud en un estallido incontrolable de aplausos y
gritos de admiración… En lo más alto de la carpa, parado sobre la tarima de los
trapecistas el joven aprendiz del Mago Heysol se preparaba para – “Desafiar a la
muerte y probarse digno del Circo Ambulante.” – O al menos así lo anunció la
Señora Reimei enfundada en un entallado esmoquin rojo mientras que la red de
seguridad era retirada. La verdad es que Lelouch apenas se contiene de bostezar,
al contrario de la audiencia que lo mira boquiabierto desde abajo. El redoble de los
tambores hace que el silencio se imponga a los incrédulos cuchicheos de la
inquieta multitud y todas las luces se centran en Lelouch, quien con actitud
despreocupada da un paso al frente y se deja caer en picada.
De inmediato los gritos histéricos inundan la carpa, pero el morbo no les
permite apartar la mirada de aquél joven que sonriendo se desprende de la
gabardina que lleva sobre sus hombros al desgaire y se envuelve en ella.
Desapareciendo segundos antes de estrellarse en la arena de la pista.
Desconcertada la gente se levanta de sus asientos y estiran las cabezas
esperando encontrar una puerta oculta en el centro de la pista, otros devuelven las
miradas a la cima de la carpa pero no lo hallan ahí tampoco. Es entonces que el
joven aprendiz aparece sentado cómodamente en una butaca, y arrebatando las
palomitas de un niño de la audiencia pregunta mordazmente. – “¿Qué es lo que
miramos?” – Fue tan rotundo su éxito, que una hermosa dama invitó a la
compañía entera a festejar cuando el espectáculo hubo concluido…
Ésa noche, mientras Maya bebía y cantaba en compañía de Lelouch, Petrú
intentaba con todo su ser ocultar la rabia que le embargaba sólo de mirar a ése
par. Entonces en un desesperado intento de ofrecerle consuelo; el muchacho por
fin abrió los labios. – “Radú, mi nombre es Radú.” – Petrú esbozó una enorme
sonrisa, y respondió “Lully se alegrará en saberlo. Mucho gusto en conocerte,
Radú.”
-‐ Radú, todavía es un perro faldero. Sólo que ha cambiado de amo. –
Respondió Lelouch, destrozando entre sus manos el cristal de la copa
que sostenía.
-‐ Mi dulce príncipe. – Espetó Maya, al tiempo que colocaba su pañuelo en
la herida de Lelouch. – Odias con la misma violencia abrazadora con
que amas. Me pregunto yo, cuál de las dos será peor ¿Ser odiado por ti
o amado por ti? – Dijo encorvando los labios con una burlona sonrisa.
-‐ Te equivocas. – Respondió Lelouch, apartando su mano bruscamente. –
No odio a Radú. Él se ha convertido en un hermano más para mí.
Maya le miró unos momentos, y luego sacudió la cabeza. – Pero amas a
Petrú. Y la amas con el más absoluto egoísmo, porque odias todo cuanto ella
ama. ¡O tu hiel es dulce, pero te delatan tus ojos de serpiente! Tu alma es
insaciable y ningún afecto te satisfará jamás. Aquél a quien tu odio alcanza, se
estremece porque oye tu corazón romperse. Aquellos que amas, se retuercen
porque no soportan tu constante insidia... Mi dulce príncipe ¿No te das cuenta?
Tan premeditado tú engaño, tan astutas tus mentiras, tan seductoras tus palabras;
que tú mismo las has creído. Tú odias en tanto más amas; que no te quede duda
alguna de ello. O uno de estos días te hallarás a ti mismo, enfermo de locura.
En el otro extremo de la bodega, tendido en una silla, Gitano se había
abandonado a la más tranquila felicidad. Se hallaba recostado sobre la vibrante
arena, lejos de aquél lugar y de todos los pesares que le aquejaban, Petrú yacía a
su lado entre conchas y corales de cristal. Y le sonreía con la más fervorosa de las
miradas. – “Petrú.” – Dejaba escapar entre murmullos de vez en cuando,
provocando un brote de risillas nerviosas entre las atractivas jóvenes que le
colmaban de besos y caricias. En su mente inundada de licor, todo era negrura e
indescriptible satisfacción... Hasta que un violento espasmo de ira puso fin a su
ensoñación. Con el rabillo del ojo vio a Maya acercando sus labios a los de
Lelouch, y los ojos de él relumbrantes de deseo sobre de ella. – ¡Maldito bastardo,
cómo te atreves! – Gruñó al ponerse de pie de golpe, apartando con brusquedad a
las jóvenes que le rodeaban.
Si yo poseyera su corazón, si ella me contemplara como un prodigio de
belleza inalcanzable... ¡Moriría en pedazos antes de traicionar su afecto! –
¡¡¡Lelouch!!! – Rugió cuando empujó a Maya a un lado, y estrujó a Lelouch
por la camisa. – ¡¿Cómo te atreves a degradarla con tus mentiras?!
Durante un instante todas las miradas se posaron sobre de ellos. Mariano
los miraba sin saber qué hacer; nunca en su vida imaginó que Gitano fuese capaz
de ponerle una mano encima a Lully. Entonces un par de hombres corpulentos se
colocaron detrás de Gitano, pero bastó con que Lelouch levantara una mano para
que Maya los despidiera.
-‐ Como prefieras, pero no quiero desastres en mi bar. – Espetó Maya
antes de alejarse, entonces todos volvieron a sus asuntos como si nada
hubiese pasado.
Todos menos Gitano y Lelouch.
Lelouch, miró a su amigo con grandes ojos de sorpresa, pero al final no
pudo más que reír ante semejante arranque de ira.
-‐ Te lo advierto Lelouch, no estoy para juegos. – Espetó Gitano entre
dientes, al tiempo que estampaba a Lelouch contra la cantina. – He
pasado muchas cosas por alto, pero esto no lo toleraré. No dejaré que te
burles de Petrú.
-‐ ¿Burlarme dices? – Dijo Lelouch al reincorporarse. – Cómo me habría
gustado que me mostraras a mí tal lealtad. – Respondió serio al fin. –
¿Burlarme, degradarla? ¡Mira lo que ella ha hecho de mí! ... Hablo con
malignos espíritus que habitan más allá de nuestros tiempos; sueño los
sueños de otros; miro la telaraña infinita de futuros que se despliega
ante nosotros... ¿Y ustedes fueron tan estúpidos para creer que no me
daría cuenta?
Tan doliente sonaba su voz, que Gitano quedó desarmado al instante. Él
sabía, sin duda lo sabía. Conocía el secreto de su alma emponzoñada, temió
Gitano.
-‐ Claro que lo conozco. – Respondió Lelouch de repente sonriendo a
medias.
-‐ ¿Cómo...? – Inquirió Gitano, palidecido de sorpresa y temor.
Lelouch sacudió la cabeza. – No puedo leer mentes, contrario a lo que
creas. Pero no estoy ciego, he visto como la miras. Cada palabra de ella es un
mandato para ti... Sin embargo he de confesarte, jamás creí que llegarías a
odiarme tanto. – Gitano abrió la boca para defenderse, pero Lelouch lo acalló
alzando una mano. – Desde aquél día en la “Garganta del Infierno”, aprendiste a
temerme. Por eso preferiste que fuera ella quién me traicionara, y tú mi mezquino
hermano me guiaste hasta a la trampa.
-‐ Lelouch, ¿Qué...?
-‐ “El Señor Heysol, mandó llamar por ti.” – Lo arremedó Lelouch. –
Recuerdo que cuando llegamos a su tienda te detuviste en la entrada,
abriste la boca pero al final no dijiste nada. Te diste la media vuelta, y
apretaste el paso ¡Hombre, tendrías que haberte quedado a contemplar
tu obra maestra! ... Cuando me disponía a entrar escuché voces, así que
no quise importunar pero entonces escuché su voz, murmurando un
nombre que no era el mío. “Radú, detente.” Decían sus labios de brujilla
mentirosa, pero su cuerpo le devolvía cada beso con mil veces más
pasión. – Su rostro permaneció tan apacible como siempre, pero su voz
se quebró. – ¿Vas a negármelo? – Gitano sacudió la cabeza. –... Vaya
¿Ni si quiera una mentira piadosa merezco?
Gitano pensó en aquello que había prometido llevarse a la tumba; pensó en
todo lo que podía decirle, y en todo lo que debía decirle, pero al final sencillamente
dijo...
-‐ Ella te ama.
Lelouch esbozó una de esas sonrisas, que no tienen nada de sonrisa. Y
cuando alzó la cara para agradecerle a Gitano aquella mentira; vio en el cristal de
la ventana su propio reflejo pero con facciones cuanto más delicadas, más suaves,
más femeninas. Extrañado frunció el ceño, pero el reflejo en el cristal continuó
sonriéndole, entonces lo vio con toda claridad... El vestido rosa, el sedoso cabello
castaño y los grandes ojos de cervatillo; en verdad que eran idénticos a los de
Mariano.
Aquella aparición cruzó el cristal y atravesó a la multitud como una cálida
brisa de mar, dejando detrás un sutil aroma a hierbabuena. Cuando se hubo
detenido, echó un vistazo detrás de ella en donde estaba sentado Mariano, y
luego de enviarle un beso se volvió hacia Lelouch. – “No olvides abrigarte, hará
mal tiempo.” – Le besó en la mejilla, y se desvaneció en el aire, dejando de tras de
ella... nada.
Lelouch se llevó la mano hacia su mejilla adormecida. – Adiós, mamá. –
Murmuró.
-‐ Lelouch, ¿Está todo bien? – Lo hizo volver en sí, Gitano.
-‐ Ve por Mariano, nos marchamos. – Dijo al tiempo que se apresuraba
hacia la salida.
-‐ Lully, aguarda ¿Qué sucedió? – Lo retuvo Gitano por el brazo.
-‐ Tenemos un funeral al que atender.
Ninguno pronunció palabra en el trayecto de regreso, tan sólo el sonido
metálico del tren y el silbido del vapor llenaron el silencio que los acompañó en el
vagón. Cuando por fin hubieron arribado a la estación, había un viejo carro
destartalado aguardando por ellos, con Radú al volante y Petrú en el asiento de al
lado. Ambos vestidos de riguroso negro. Al verlos Gitano sintió un escalofríos
recorrerle el espinazo y de inmediato se volvió hacia Lelouch, esperando hallar
aquel fulgor plateado en sus ojos que anunciara la cólera que sin duda invadiría
sus venas, pero no vio nada más que a Lelouch aferrado a la asidera de la puerta.
-‐ ¿Lully? – Le llamó Mariano que acababa de bajar delante de él. Pero él
no se movió.
En el instante en que Petrú oyó su nombre por sobre de la bulla de las
locomotoras y las personas que andaban apresuradas; bajó del auto y corrió,
empujando y esquivando a aquella atolondrada multitud tan propia de las
estaciones de tren. Y apenas hubo distinguido su silueta corrió aún con más
obstinación, y sin saber bien cómo, se las arregló para salvar la distancia de
aquellos escalones que la separaban de su lado. No se preocupó por sujetarse de
nada porque sabía que Lelouch no la dejaría caer. Y tenía razón, apenas la vio
brincar hacia él, se soltó de la asidera y la sujetó entre sus brazos, perdiendo un
poco el equilibrio por el impacto de aquél efusivo abrazo.
-‐ Lo siento tanto Lully. – Sollozó Petrú, con la cabecilla hundida en su
regazo.
Entonces, en el rostro de Lelouch se dibujó aquella maliciosa mueca de
satisfacción. Mientras que alzaba la mirada para encarar a Gitano que estrujaba la
navaja de su cinto; y a Radú que se aferraba con rabia al volante. – No tienes por
qué, mi Petrushka.
Una vez en el carro, Gitano tomó el lugar del copiloto; y Leouch, Petrú y
Mariano se acomodaron en la parte de atrás. La carretera era terrosa y tan
bifurcada como las colinas y las montañas que la rodeaban. Ya el cielo rosado
comenzaba a clarear; sin embargo Radú y Gitano iban al pendiente de que no
hubiese ningún bandolero oculto entre las pocas horas de sombra que aún
restaban. Aunque en el fondo sabían que no tenían nada de qué preocuparse,
pues ninguno de esos cobardes se atrevía a meterse con “La Bruja de los Ojos
dorados”; y mucho menos con el “Demonio de Ojos negros”.
-‐ Fue una de esas fiebres extrañas; pero dicen que no sintió nada, se fue
soñando. – Les aseguró Petrú a los hermanos Castilleja. Pero ninguno
respondió nada.
Cuando llegaron al campamento, Gitano y Radú se disponían a preparar los
caballos pero Lelouch los detuvo. – Mi padre, entre tanto ajetreo dudo que haya
reparado en la ausencia de Mariano. Gitano, haz favor de acompañar a mi
hermano al castillo y ayúdalo a prepararse; – Espetó de pronto, indicándole con la
cabeza que se llevara el auto consigo. – No puede lucir así en el funeral de
nuestra madre.
-‐ Entiendo. – Respondió Gitano de inmediato, pues sabía que en lo que
realidad pensaba Lelouch era en que su hermano no regresara solo a
enfrentar la lobreguez que sin duda le recibiría en aquél enorme castillo.
-‐ Radú – le llamó mientras que Gitano encendía el auto. – Acompaña a
Petrú a presentarle mis respetos a mi Padre. Llévense los caballos de
Gitano y de mí hermano.
Obedeciendo a sus órdenes, Radú corrió hacia el corral donde guardaban a
todos los caballos (excepto a Magnus que para tranquilidad de todos, lo habían
llevado de regreso a casa de la Señora Reimei) y se apresuró a ensillarlos para
partir de inmediato.
-‐ ¿No vas a venir? – Exclamó Gitano, asomando medio cuerpo por la
ventanilla del auto. Lelouch, negó con la cabeza. – ¿¡Cómo diablos no?!
¡Vas a venir aunque tenga que...! – Gitano apenas tenía un pie fuera del
carro, cuando Petrú lo obligó a meterse de nuevo, cerrándole la puerta
en la cara.
-‐ Déjalo por la paz. – Le murmuró Petrú entre dientes, y luego se volvió a
Lelouch. – Lully nunca falta a su palabra, y además él ya se ha
despedido de la Señora Castilleja ¿Verdad? – Al ver que de nuevo
Lelouch se limitaba a asentir, Petrú caminó a él y lo besó. – Tienes una
voz hermosa amor mío, no la silencies por culpa de la tristeza.
-‐ Debo hacerlo, te olvidas que no soy dueño de éste cuerpo mío. Así
pues, mis pesares no son mis pesares, y por tanto tampoco son míos
para llorar. – Le respondió al tiempo que ahuecaba las manos para
ayudarla a montar a uno de los caballos que Radú acaba de traer.
Cuando Petrú se hubo acomodado el vestido, y metido los pies en los
estribos. Se irguió y miró al sol que comenzaba a asomarse sobre las colinas
cubiertas de nieve.
-‐ En ése caso, quiero que sepas que lloraré por ambos. – Espetó Petrú
con expresión grave, segundos antes de espolear al caballo de Mariano
y perderse en la distancia, levantando un torbellino de nieve detrás de
ella.
Ansioso Radú echó un vistazo a Lelouch, cómo pidiendo su consentimiento
para salir tras de ella.
-‐ Anda. – Respondió Lelouch por fin, y lo miró seguirla como una segunda
sombra. – Puedes decirlo ahora Gitano. – Espetó, sonriendo a medias.
Cuando los otros dos se hubieron perdido de su vista. – Dime lo
embustero y canalla que soy.
Gitano, sacudió la cabeza y observó por el retrovisor a Mariano que miraba
al vacío. – Tu hermano no tiene por qué enterarse de la clase de diablo que eres.
– Dicho esto pisó el acelerador, y emprendió marcha. Mirando a Lelouch por el
espejo hasta que éste se volvió un punto negro en la distancia. – ¿Qué forma
tomará tu venganza, Lully? – Temió a sus adentros.
Entonces en la quietud del campamento, Lelouch con un gesto sacudió la
nieve de su negro cabello y se encogió de hombros, a la vez que se daba la media
vuelta para acudir en busca del Señor Heysol.
-‐ ... Eso depende, amigo mío. – Murmuró, el “Demonio de Ojos negros.”
***
En cuanto repararon en su presencia, todos lo rodearon para ofrecerle el
pésame, lo abrazaban y estrechaban sus manos frías con el más fingido decoro; el
cual Lelouch aceptaba de buena gana pues sabía que no lo hacían con mala
intención; sino porque más temprano que tarde aquél joven payo se convertiría en
su legítimo patrón. Sin embargo, había también quienes rehuían de su presencia,
ya sea porque eran recelosos de él o por simple y llano temor de ser los próximos
a quienes su sombra maldita alcanzara y los mandara a sus tumbas.
Así pues Lelouch, deseoso de una compañía menos solemne y más
amena; dispuso de tareas insignificantes al campamento entero y sin decir nada
más apretó el paso hacia la tienda del Mago Heysol.
La tienda estaba hecha un verdadero lío, el cristal de la lámpara de
queroseno estaba hecho añicos en la entrada, como si alguien la hubiese lanzado
en un repentino ataque de ira. Los extraños artefactos con los que normalmente
Heysol era obsesivamente meticuloso al momento de acomodarlos, estaban
regados por todo el lugar conformando una suerte de barricada. En la mesa de
trabajo había tres botellas de licor vacías y estaba regada de pólvora. Entre los
escombros de aquél desastre, Lelouch vio el sombrero de copa del Señor Heysol,
y sintió el corazón subirle de pronto hasta la garganta.
Puede que el Señor Heysol fuera un viejo decrépito y borracho, pero
siempre era especialmente estricto en cuanto a la indumentaria y decoro que un
mago debía salvaguardar en todo momento. Lelouch incluso lo había visto pegarle
de fuetazos a un lacayo que había tenido la osadía de personificar al maestro de
ceremonias utilizando la vestimenta de Heysol.
Con gran pesar Lelouch se llevó una mano a la frente, y pronunció el
nombre del Señor Heysol, con una pesada y extraña cadencia en su voz.
-‐ Heysol, obedézcame. – Habló una vez más antes de que el cielo se
encapotara sobre las colinas, y una ventisca se alzara súbitamente
entorno de la tienda del Señor Heysol.
El pestilente hedor del azufre inundó la nariz de Lelouch, a la vez que una
extraña figura sepia atravesaba las paredes de la tienda. Aquél espantoso ser,
lucía y hablaba como Heysol pero sus ojos eran completamente blancos, carentes
de iris o de vida.
-‐ Ha elegido el peor de los días para marcharse, Mago Heysol. – Espetó
Lelouch, con voz trémula.
-‐ Mi dulce amor aguarda por mí. – Respondió aquel esperpento con voz
espectral.
-‐ Entonces no debe tenerla esperando más ¿No le parece? – Espetó
Lelouch, estirando una mano en dirección del espectro. Y cuando sus
manos se posaron sobre aquellos nebulosos hombros, la silueta sepia
lentamente adquirió una luminiscencia plateada. Hasta que pronto el
Señor Heysol recuperó los años que había desperdiciado en vida.
De pronto las canas de sus cabellos desaparecieron dando lugar a un
sedoso castaño, y el rubor juvenil de sus mejillas llenó las hendiduras de su
demacrado rostro... Era una noche de tormenta, y la hermosa trapecista sollozaba
temerosa en medio del oscuro y desolado camino; con su deslumbrante traje de
lentejuelas sucio de lodo y manchado de sangre...
-‐ Está tan sola. – Sollozó el joven Heysol, al tiempo que sus ojos
espectrales miraban más allá de la tierra que su espíritu aún habitaba.
-‐ ¿No lo estamos todos? – Sonrió Lelouch. – Vaya con ella, Heysol. No
tendrá otra oportunidad de redimir su pecado, se lo aseguro.
La trapecista sonrió con expresión dulce y extendió las manos con las
palmas hacia arriba. Entonces el fantasma se sobresaltó. – ¡Santo Cielo! Mira la
hora que es, está a punto de comenzar... ¡Con un demonio! Alguien dígale al chico
de iluminación que si erra una vez más las instrucciones de mi futura esposa. No
habrá poder humano que le salve si ella falla un salto por culpa suya... ¿Chico
sabes qué hacer? – Se dirigió a Lelouch, similar a como solía hacerlo durante los
primeros días en que acababa de acogerlo como discípulo. Lelouch asintió. –
Bien. Recuerda, un buen mago jamás miente, tan sólo...
-‐ ... juega con la verdad. – Terminó de decir Lelouch, a la vez que la luz
de aquella aparición se disipaba como la flama de una vela. Y cuando
se hubo extinguido por completo; el Mago Heysol ya no fue más. – Que
tengas una buena... Adiós. – Dicho esto último, Lelouch se desplomó
sobre los escombros de la tienda. Su cuerpo se sentía cansado, y su
rostro había perdido color.
Cuando Bogie, uno de los acróbatas del circo, irrumpió en la tienda. Se
llevó tremendo susto al verlo ahí tirado.
-‐ Pero muchacho ¿Qué te ha pasado ahora? – Espetó al tiempo que lo
ayudaba a ponerse en pie. – Les dije que no debíamos dejarte sólo, en
momentos así. ¡¡Ariya!!– Llamó a una traga fuegos, que también fungía
como la hierbatera del campamento. – ¡¡Ariya!!
-‐ ¡Corta ya el jaleo, Bogie! – Le ordenó Lelouch, a la vez que se lo quitaba
de encima.
Bogie era mayor, y mucho más alto y corpulento que Lelouch, sin embargo
siempre le obedecía sin chistar. – Pero niño, mira nada más lo pálido que estás.
-‐ Bueno ¡Por qué semejante pajarraca! – Entró una hermosa mujer de
facciones delicadamente infantiles, vestida como mozo y con el cabello
recogido bajo una boina negra.
-‐ Ariya, que encontré a Lully todo enmayao. – Espetó Bogie.
Los ojos avellana de aquella enérgica mujer se abrieron de par y par, y
sujetó a Lelouch por los hombros forzándolo a sentar sobre una de las cajas en las
que el Señor Heysol cortaba a su asistente por la mitad. Y comenzó a examinarle
los ojos; colocó una mano en su frente para tomarle la temperatura; e incluso le
obligó a abrir la boca y decir “Ah”.
-‐ Basta ya. – Se levantó Lelouch de golpe. – ¡Demonio con el alboroto!
Hay mucho por hacer, no tengo tiempo para que una pareja de locos me
usen de mono cirquero.
En cuanto Lelouch alzó la voz, tanto Bogie como Ariya se quedaron
inmóviles, conteniéndose de obligarlo a recostar y de atosigarlo con las atenciones
con que le habían mimado hasta el cansancio desde la primera vez que la Señora
Reimei lo presentó ante todos los miembros del circo.
-‐ Hace rato que mandé traer a Magnus. – Dijo Lelouch a media voz; mitad
por el cansancio, mitad por la culpa de haberle gritado a esos dos que
se habían desvivido por hacer de aquel circo un hogar para él.
Ariya puso los ojos blanco. – Sabes bien que ése asesino de hombres no
tolera rienda que no sea la tuya. La Señora Reimei tuvo que llevárselo;
además medio campamento anda vuelto loco buscando a Heysol que no
aparece desde ayer. Cómo podrás, ver – dijo señalando con la cabeza el
desastre de la tienda. – armó una buena bulla.
Lelouch esbozó una sonrisa. – Diles que no pierdan más el tiempo, y
levanten el campamento.
-‐ ¡¿Qué?! – Exclamaron Ariya y Bogie al unísono, con las mandíbulas
caídas y los ojos abiertos como platos.
-‐ Pero no pongan esas caras; somos el “Circo Ambulante” ¿o no? –
Espetó a la vez que de entre los escombros recogía un bastón plateado
y sacudía el polvo del sombrero del Señor Heysol y lo acomodaba
levemente inclinado sobre su cabeza.
15. ADIOS; LA TERCERA LÁPIDA.
Con su pálido esplendor el sol iluminaba el mar que rompía contra los
muros del Castillo; era una mañana particularmente fría pero con un resplandor
blanco tan radiante que al chocar contra la nieve cegaba la vista. El aire arrastraba
el arrullo de las olas y el penoso cantar de las aves; torbellinos de nieve barrían el
paisaje; y sin embargo, aquella mañana el gran reloj de la torre no guardó luto por
la muerte que acaecía sobre sus paredes y continuó marcando sus horas, una tras
otra. Era desolador el contemplar una fortificación tan magníficamente quebrada
contra un cielo por de más luminoso, consumida por las sombrías estatuas que
desde las altas almenas con sus malignas muecas se burlaban sin piedad de la
tristeza que consumía al Señor de aquel magnífico Castillo.
Cuando Petrú y Radú hubieron entregado los caballos al joven caballerango
del castillo; una anciana pulcramente vestida de negro con cofia y delantal blancos
los guió hasta un amplio salón con altos ventanales recubiertos en satén rojo. En
el techo colgaban pesadas lámparas con cadenas de oro en las que refulgían
cálidas llamas con un dulce aroma a hierbabuena. Las paredes estaban tapizadas
de flores de lis, el piso era blanco y negro como si de un tablero de ajedrez se
tratara; y en el centro había una larga mesa de caoba oscura, de color similar al
del vino, tan lustrada que el olor del aceite se mezclaba dulcemente con el de las
lámparas. La mesa estaba rodeada de al menos cincuenta sillas de altísimos
respaldos de terciopelo rojo obscuro, y sobre la sobria chimenea de mármol negro
descansaba un cuadro tan grandiosamente enorme que opacaba todo cuanto
habitaba en el salón; su marco era de oro blanco y con un ostentoso decorado de
flores de cristal. Con todo lo más conmovedor era la delicada belleza que en el
retrataba; a la Señora Castilleja.
-‐ Lelouch sonríe del mismo modo, cuando su alma está en paz. – Declaró
Petrú, a la vez que inclinaba su cabeza ante aquel retrato, en señal de
respeto. – Pero es a Mariano a quien en verdad se parece, si miras con
atención.
-‐ Me temo que yo no sabría. – Respondió Radú en apenas un murmullo. –
El amo rara vez sonríe de ése modo en mi presencia, sin embargo sus
ojos sin duda son los del ¨Cuervo Negro¨.
-‐ Radú, deja de llamarle así o lo harás rabiar uno de estos días. “Lully”, le
agrada más. – Espetó Petrú, al tiempo que tomaba una mano de Radú
entre las suyas.
Radú era un joven caballero de pelo negro ensortijado, rasgos agudos y
vivos ojos negros; con permanente sonrisa y afable mansedumbre que le habían
ganado el favor del joven patrón del ¨Circo Ambulante¨ quien sentía cierta
compasión por aquél muchacho desamparado. Por demás reservado pero que al
expresarse lo hacía siempre con una precisión que rayaba en lo molesto. Ésa
cualidad en particular divertía siempre a su joven amo, pues en una discusión
contra Heysol, Gitano o incluso la Señora Reimei; Radú salía siempre en su
defensa y le ayudaba a salirse con la suya.
Radú sacudió la cabeza, a la vez que se llevaba las manos de Petrú a sus
labios. – Creo que ya he deshonrado su confianza lo suficiente.
Petrú hizo un mohín con los labios, y retiró sus manos con tosquedad.
-‐ No puedo decidir si eres demasiado cándido o absurdamente leal. Sea
cual sea, deja que te diga algo dulce Radú; Lelouch te desprecia con
todo su ser. No hay más que observar ese par de abismos negros que te
miran al dirigirse a ti.
Radú oprimió los puños tan duro que sus manos se volvieron rojas, y abrió
la boca pero en el último instante prefirió guardar silencio. En su lugar caminó
hacia el comedor y le ofreció una silla a Petrú.
-‐ Gracias, pero prefiero esperar de pie. – Se negó Petrú, al tiempo que
juguetonamente saltaba de uno de los cuadros negros del piso, a uno de
los blancos. – Lelouch detesta ésta habitación ¿Sabías? Dice que es
como un gran tablero de ajedrez en el que todos somos peones
insignificantes; pero a mí parece una hermosa caja musical. – Espetó a
la vez que se paraba de puntillas en una pierna y extendía la otra hacia
atrás, con ambos brazos delicadamente extendidos delante de ella.
Invitando a Radú. – ¿Conoces la historia de “Petrushka”?
Radú negó con la cabeza, al tiempo que tomaba la mano de Petrú, para
envolverla en un tierno abrazo que se desenvolvió lentamente en una serie de
movimientos lentos y elegantes que sin darse cuenta los llevó a recorrer el salón
entero.
-‐ Había una vez tres títeres solitarios, hechos de paja y serrín: Una
bailarina, un apuesto moro, y el payaso Petrushka. – Comenzó a decir
Petrú sin detener aquella danza. – Condenados a bailar en los confines
de un pequeño escenario, hasta que con la música de su flauta El Mago
conjuró un hechizo que les daba vida y les permitía saltar del escenario
para bailar en medio de la multitud que siempre les animaban con sus
aplausos. Pero tan pronto la música terminaba, los pobres títeres debían
volver a su prisión; cada vez que eso sucedía el rencor de Petrushka
crecía más. Y lo único que le ayudaba a sobrellevar aquella amargura
era su amor por la bella bailarina, sin embargo al darse cuenta de que
ella estaba perdidamente enamorada del apuesto moro; el patético
payaso enloquece y ataca al moro, quien termina asesinándolo con su
espada enfrente de toda la audiencia. “Tan sólo es un títere de paja.”
Intenta tranquilizar a todos, El Mago. Pero cuando todos se marchan, el
terrorífico fantasma de Petrushka aparece ante su creador… “Pero si tan
sólo eres un títere.” Solloza El Mago aterrado. Al final, es imposible
saber cuál de los dos tenía la razón. Por eso es la historia favorita de mi
mamá.
-‐ Y por eso te di ése nombre, querida Petrushka. – Irrumpió de pronto la
Señora Reimei, acompañada de la anciana ama de llaves y de otro
anciano de espalda encorvada y dentadura amarilla.
Radú y Petrú se separaron de inmediato.
-‐ El Señor los verá en seguida. – Espetó la ama de llaves, al abandonar la
habitación.
Con trabajos y mascullando el decrépito anciano se apuró a ofrecer una
silla a la Señora Reimei.
-‐ Te lo agradezco, Tibo. – Dijo la Señora Reimei, dejándose caer sobre la
silla. – Ha sido una mañana extenuante. Me alegra que ustedes dos
estén pasando un rato más ameno que el resto de nosotros. – Espetó
mordaz, mirando a Radú con especial desprecio.
-‐ Hemos venido en nombre de Lully. – Respondió Petrú.
-‐ El amo no deseaba faltar a su promesa, ni agraviar al Señor Castilleja
con su presencia. – Espetó Radú con voz queda y respetuosa.
-‐ Ya veo. – Sonrió la Señora Reimei. – Tu amo es una persona astuta, y a
ustedes dos les convendría no olvidarlo.
Petrú dio un paso al frente para protestar pero en ése momento, la larga
puerta de caoba rechinó. Allí estaba él, con su espesa melena negra peinada
hacia atrás; con una chaqueta de terciopelo negro larga y holgada. Apoyando
parte de su peso en un elegante bastón dorado rematado con un cuervo en la
manija; mirando a sus visitantes con ademán reflexivo y sereno. Todo se hizo
silencio.
Petrú fue la primera en hablar. – Señor Castilleja. – Dijo a la vez que se
acercaba unos pasos a él. – Lamentamos profundamente su pérdida. Su esposa
siempre fue amable y bondadosa con nosotros; donde quiera que se halle,
Lelouch quiere que usted sepa que ella está en paz.
El Señor Castilleja se sonrió suavemente, pero no había tintura alguna de
compasión o gentileza en aquella sonrisa. En lo absoluto. Sencillamente le
admiraba la curiosa mujercita que había resultado ser aquella gitanilla tímida; pese
a que aún conservaba las facciones menudas de su niñez, sus ojos dorados
habían adquirido cierta expresión de malignidad que con todo no conseguía
apagar la dulzura de sus maneras. Un carácter altivo, propio de quienes crecen
sabiéndose amados por todos quienes les rodean; y sin embargo en nada se
parecía a su madre “La Dama Roja”. Pues ésa linda bruja era sensible y en
extremo afectuosa, para nada hosca ni flagrante, pero a juzgar por su mirar, su
corazón era otra historia… Insolente y egoísta; una voluntad torcida que sin duda
le traería más de un sufrimiento. En conjunto, un ser hechicero, como lo había sido
su madre en otros tiempos.
-‐ ¿En paz? – Replicó él con su voz grave y sedante. – ¿Qué paz es ésa,
niña? Arrancada de aquellos que la aman; confinada a una eternidad de
solitud. Dile a ése hijo mío que lo que vio no era paz, sino resignación.
Leila amaba la vida más que nadie que haya conocido. – Espetó con voz
apagada, pero sin abandonar jamás aquel imperturbable dominio.
De pronto el silencio se ensanchó y plegó sobre sí mismo, en aquél enorme
salón.
-‐ Pero también tenía la voluntad más obstinada y férrea que jamás haya
conocido. – Espetó la Señora Reimei, a la vez que se ponía de pie. –
Pocos podemos marcharnos de éstas tierras, sin mirar atrás. Tu
hermosa Leila fue lo suficientemente sensata y valiente para hacerlo. –
Cuando se halló a apenas unas narices de distancia del Señor Castilleja,
irguió la espalda orgullosa y le rodeó con los brazos. – Mi más sentido
pésame. – Le murmuró al oído, y conteniendo el llanto que su cercanía
le provocaba retrocedió de nuevo. – Y créeme que me apena
terriblemente tener que pedirte un favor precisamente en éste día; pero
en nombre de la amistad que alguna vez compartimos debo suplicarte
que no me lo niegues. Pues hoy, ambos hemos perdido a un buen
amigo.
Entonces el Señor Castilleja adivinó qué era aquél pesado bulto oculto bajo
una sábana en la carreta que aguardaba por la Señora Reimei afuera del castillo.
El Señor Castilleja, sacudió la cabeza con pesar. – Entiendo, veré que sea
enterrado dignamente. – Dicho esto, rodeó a la Señora Reimei por los hombros y
la besó en la frente. – Acompáñame deseo despedirme de él. – Dijo a la vez que
la encaminaba hacia la puerta, pero entonces ella se detuvo.
Sin soltarse del Cuervo Negro, se volvió hacia Petrú y Radú. – Adiós. – Y
juntos abandonaron la habitación.
-‐ Adiós. – Respondió Petrú.
-‐ ¡Gracias al cielo! Al fin se marchó. – Exclamó el anciano Tibo, al tiempo
que se santiguaba. – Ese hombre me da tantos escalofríos como el
demonio de su hijo.
-‐ El “demonio de su hijo”, es mi novio Tibo. Y más te vale guardarle el
debido respeto. – Le reprendió Petrú con aspereza.
Tibo agachó la cabeza a la vez que se deshacía en farfullos de disculpas;
entonces Radú no pudo sino contener la risa. Sabía de la magia que Lelouch
conjuraba en compañía de Petrú en ocasiones; le había visto hablar con los
muertos; le había visto engatusar y mentir; incluso lo había forzado a fungir de
vasija para aquellos espíritus con los que Lelouch deseaba entretenerse; Y sin
embargo no comprendía aún, el por qué su joven amo inspiraba tanto temor entre
los miembros del circo, y sobre todo en los más ancianos.
-‐ Tibo, de qué hablaba la Señora Reimei. ¿A quién enterrarán? – Quería
saber Radú, cuando Gitano entró ruidosamente, seguido de Mariano.
-‐ ¡Bien, ya están aquí! – Exclamó Gitano. – Pensé que tendría que
mentirle al Señor Castilleja sobre el paradero del caballo de Mariano.
-‐ Hace rato que lo dejamos en el establo. – Respondió Petrú. – Ustedes,
¿No tuvieron contratiempos?
Ésta ocasión fue Mariano quien habló, por primera vez en toda la mañana.
– Mi padre acompañó a mi madre toda la madrugada. Ni siquiera se enteró
cuando llegamos. Pero éste bestia, se niega a dejarme en paz. – Se quejó entre
dientes, mirando de reojo a Gitano.
El aludido sin embargo tenía las instrucciones de Lelouch demasiado en
mente para contradecirlas, e hizo caso omiso.
-‐ Tibo ¿Tú también vienes a presentar tus respetos? – Se burló Gitano,
provocando que el anciano manoteara haciendo una resinlla.
-‐ Vine a acompañar a la Señora Reimei, ya que fui yo quien lo encontró. –
El anciano sacó el pecho orgulloso, pero bastó verles las caras a esos
cuatro jóvenes para darse cuenta de que ninguno tenía idea de qué
hablaba. Tibo sonrió maliciosamente. – ¿No se han enterado? La
segunda lápida ya tiene nombre.
Mariano que nada sabía sobre el sueño de Petrú, de inmediato adivinó que
la primera lápida era la de su madre; y de un salto se puso de pie para exigirle el
respeto que ella merecía de aquél viejo achacoso. Pero Gitano lo forzó a sentarse
y callarse, enterrándole una mano en el hombro.
-‐ Tibo un anciano como usted, no debería hablar así de los muertos. Por
la pinta que tiene, la siguiente lápida en el cementerio bien puede ser la
suya. – Espetó Radú con cierta rudeza en su voz, pues consideraba que
de estar presente, su amo no toleraría tal comportamiento.
Tibo hizo un mohín con sus curtidos labios, no entendía cómo es que ese
payo malévolo era capaz de inspirar tal lealtad no sólo entre los más allegados a
él sino entre todos los campesinos de La Castilleja; así que para vengarse por
haber interrumpido su historia, les soltó la noticia sin más. – Heysol amaneció ésta
mañana tirado en la playa, con un agujero en los sesos.
Mariano, Radú y Gitano; de inmediato inclinaron las cabezas y musitaron
una breve plegaria por el eterno descanso de aquel viejo mago. Petrú sin
embargo, permaneció inmóvil durante un buen rato hasta que finalmente preguntó
– ¿Dónde está Lelouch?
Tibo se encogió de hombros. – A saber, ésta mañana llegó como
endemoniado y nos entretuvo a todos en mil menesteres. Y en medio de la garata
el muy sin vergüenza se marchó sin importarle si Heysol aparecía o no.
Los cuatro jóvenes se miraron el uno al otro, pues los cuatro compartían el
mismo temor. Las dos anclas que retenían a Lully en aquella isla remota, habían
desaparecido. La tormenta estaba a punto de desatarse, lo sentían en sus
corazones, la sentían reptar en sus almas y sin embargo ninguno imaginó que
aquella sería la última vez que estarían juntos; la melancolía por aquellos días tan
inocentes que habían dejado detrás se los impidió.
-‐ El funeral – Espetó Mariano esperanzado. – Mi hermano no se iría sin
antes ver a mamá una vez más.
Petrú asintió enérgicamente, nada deseaba más que creer en las palabras
de Mariano.
-‐ Tibo, regresa al campamento y aguarda por la llegada de Lelouch. Si se
escabulle de nuevo en medio de la ceremonia, haz lo que tengas que
hacer para retenerle. ¿Entendido? – Le ordenó.
Tibo asintió sonriendo con maliciosa anticipación, y se apuró a salir de ése
castillo embrujado. Imaginando en el camino, las mil maneras en que
contravendría los conjuros de aquel “Demonio de ojos negros” para impedirle el
paso.
Mientras tanto, Petrú iba y venía de un sitio a otro. Andaba toda ella
sombría cual nube de tormenta, hasta que apretando los puños se detuvo a mirar
de nuevo el retrato sobre la chimenea. Pero no era a Leila Castilleja a quien sus
ojos miraban…
-‐ ¿Qué haremos nosotros? – Preguntó Radú, ocultando la débil
esperanza que aguardaba en su corazón. “Si el amo la abandona…”.
Gitano, en cambio no dijo nada pues ya conocía la respuesta.
Petrú se volvió a él de golpe. – Iremos al funeral. Si ése Brujo de ojos
negros osa abandonarme, sabrá de los tormentos infernales que la hija predilecta
del sol es capaz de conjurar en ésta tierra. – Espetó, temblando de rabia.
Aquella tarde el sol no brilló más, tan sólo el viento y la nieve barrían el
paisaje. El aire era violento y tempestuoso, y pese a ello la procesión no disminuyó
el paso. Adelante iba el ataúd de la Señora Castilleja cubierto de lirios blancos; y
detrás el ataúd del Mago Heysol cubierto de rosas amarillas. Cuando hubieron
arribado al cementerio, el Cuervo Negro besó una rosa roja y la colocó sobre el
ataúd de su esposa antes de que fuese lanzado a la tierra. Entre tanto negro
resultaba chocante el contraste de las vestimentas carmín de la Señora Reimei
parada a un lado del lóbrego Señor Castilleja; al mirarlos Petrú y Gitano no
pudieron evitar el preguntarse qué habría sido de aquel par si ésa fosa hubiese
sido cavada mucho tiempo atrás. – “Un mañana que jamás vendrá.” – Pensó uno
de ellos, o tal vez ambos.
Una vez concluida la ceremonia, la multitud se dispersó pues todos en la
isla conocían del carácter irascible del Cuervo Negro, y afortunadamente tuvieron
el buen sentido de expresar sus condolencias y marcharse. Tan sólo la compañía
del “Circo Ambulante de la Señora Reimei”; permaneció en el cementerio
acompañando al Mago Heysol. Fue entonces que Petrú divisó a Ariya.
-‐ ¡Diablo de niños! – Les amedrentó Ariya, al tiempo que golpeaba a
Gitano y Radú con su boina. – ¿Dónde se metieron toda la mañana?
-‐ Teníamos asuntos que arreglar. – Respondió Petrú.
Ariya, echó un vistazo rápido a la Señora Reimei. – Entiendo, no debió ser
fácil para ella despedirse de ti. Le dije a Lully que esperáramos un tiempo, pero ya
lo conoces una vez que su mente está fija en algo, es más terco que un buey.
Petrú entornó los ojos sorprendida. – ¿A qué te refieres?
-‐ Cómo, ¿No lo saben? – Dijo Ariya, mirándolos a los cuatro.
Era la segunda vez en el día que les hacían ésa pregunta, parecía que no
importaba cuánto intentaran alcanzarle, Lelouch les llevaba un paso adelante.
¿Quién más habría muerto?
-‐ Ésta mañana, antes de que Tibo encontrara al Mago Heysol; Lelouch
habló con la Señora Reimei para que le vendiera el Circo. Ella desde
luego se negó, y en lugar de eso se lo obsequió. Así que en cuanto
acabemos de despedirnos de Heysol, nos marchamos.
Los cuatro se quedaron pasmados ante la noticia. “Adiós” les había dicho la
Señora Reimei…
-‐ Lo supuse – Dijo sonriendo, Mariano. – Nunca ha sabido estarse quieto
en ningún lugar. Si quiere marcharse no seré yo quien se oponga a ello,
pero te ruego Ariya le digas que pese a mi padre; nuestras puertas
estarán siempre abiertas.
Ariya asintió, y le prometió que cuidaría de su hermano mayor. Entonces
Mariano, que demasiado bien conocía a su hermano desistió de detenerlo y se
regresó al castillo en el viejo caballo gris de Gitano; sólo que ésta vez Gitano no le
siguió.
-‐ … P- pero ¿Con qué dinero? – Inquirió Gitano.
-‐ Un tal Don Julián, me parece. – Respondió Ariya, encogiéndose de
hombros y mirando de reojo a Bogie que en el afán de consolar a la
Señora Reimei andaba en peligrosa proximidad con el Cuervo Negro. –
Escuchen, tengo que irme antes de que mi estúpido esposo cave su
tumba aquí mismo. Pero si quieren hablar con Lelouch al respecto, me
parece que quería pasar a su hogar antes de irnos. – dijo a la vez que
corría en dirección de Bogie, para llevárselo a rastras si era necesario.
-‐ ¿Al castillo? Pero si venimos de ahí. – Espetó Gitano, al tiempo que
giraba la cabeza en todas direcciones con la esperanza de divisar a lo
lejos la silueta de Lelouch.
-‐ No seas imbécil, Ariya habló de su hogar. ¡Está en casa! – Exclamó
Petrú, a la vez que corría hacia el viejo auto en que habían llegado ella y
Radú.
-‐ ¡Petrú aguarda! Hay demasiada nieve en el camino. – La llamó Radú
que salió disparado tras ella, junto con Gitano.
Cuando la hubieron alcanzado, ya había comenzado a andar el auto por lo
que tuvieron que aferrarse de las ventanillas del carro para brincarse dentro.
-‐ ¡Calma mujer, que vas a matarnos a todos! – Le gritó Gitano por sobre
el ruido del acelerador.
-‐ ¡Perfecto! Así cargará con nuestras muertes, ese bastardo egoísta. –
Gruñó Petrú entre dientes, a la vez que derrapaba sin cuidado sobre el
asfalto húmedo.
Petrú entró en la casa con una violencia de la que ella misma no se había
creído antes capaz; y su angustia aumentaba a medida que se adentraba en las
habitaciones. No había rastro alguno de él; sus ropas, su perfume, el violín que
Bogie le había obsequiado de cumpleaños, los coloridos dulces que le gustaba
ocultar entre sus mangas para jugar con los niños de la isla, los cuadros que
pintaba para pasar el rato, hasta sus libros preferidos habían desaparecido , no
quedaba nada.
-‐ Se ha ido. Gitano, se ha ido. – Comenzó a sollozar, al tiempo que Radú
la tomaba en brazos para consolarla.
Embargado de tan lúgubre culpa, Gitano oprimió la daga roja de su cinto
para darse valor.
-‐ Es culpa mía, debí decírtelo antes. – Petrú enarcó los ojos contrariada.
Gitano tomó una gran bocanada de aire antes de hablar, preguntándose
si acaso aquella sería la venganza de Lelouch sobre todos ellos. –…
Hace tiempo que él sabe sobre ustedes dos.
El par de suaves mejillas se le encendieron de rabia, y se le fue encima a
Gitano cual fierecilla. Le arañó el rostro y en un arranque de ira incluso le arrancó
un buen mechón de pelo. – ¡¡ Maldito embustero!! ¡Tú mejor que nadie sabías que
yo…! – Su absceso de ira se cortó de repente, cuando alebrestado por aquel
escándalo, el potente relincho de Magnus se dejó oír desde el establo.
-‐ ¿También se marchó sin él? – Habló Radú, en un murmullo.
Gitano, aún sin soltarse del agarre de Petrú, negó con la cabeza. – Ama a
ése caballo; Seguro mandará por él después. ¡Tal vez entonces, aún podamos
seguirle el rastro! – Exclamó Gitano, sorprendido de su propia emoción.
-‐ ¿Aún no aprendes a conocerlo Gitano? No desea que le encontremos,
venderá su alma al diablo si es necesario para desaparecer de la faz de
ésta tierra. Lo del circo, fue tan sólo una distracción. – Se llevó Petrú
una mano a la frente, estaba empapada de sudor y de lágrimas. –…
Pero antes de que tenga la oportunidad, me cobraré aquella alma que
debió pertenecer al mismísimo infierno desde un principio. – Espetó al
tiempo que salía a zancadas al establo. Seguida de Gitano y Radú.
Enardecida, Petrú cogió uno de los gruesos látigos que se usaban sobre las
fieras del circo. Magnus bufaba desesperado con sus peculiares ojos azules
desorbitados, y sosteniendo su peso sobre las patas traseras para defenderse de
aquellos golpazos que lo habían enseñado a aborrecer a los humanos muchos
años atrás. Mucho antes de que lo vendieran a la Señora Reimei; y mucho antes
de conocer a aquél chiquillo de espíritu tan similar al suyo. Cuando ella asestó el
primer latigazo, le cercenó la piel cerca del cuello empapándole la negra crin de
rojo oscuro.
-‐ ¡Petrú, detente! – Le gritó Gitano, sin acercarse a ella.
-‐ Vendió su alma por ésta bestia; y ahora nos abandona a ambos. –
Lloraba Petrú, sin detener los erráticos latigazos, ni siquiera cuando la
sangre comenzó a salpicarle el rostro. – ¡Lo prometió! ¡Prometió que
nunca nos abandonaría! – Lloraba Petrú.
Pero por penoso que fuera el llanto de Petrú, nada opacaba los chillidos del
animal que tenía el hocico destrozado y uno de sus ojos inyectado en un charco
de sangre. Hasta que en medio de su pánico con las patas delanteras derribó la
puerta del corral, obligando a Petrú a retroceder y tropezar en el proceso.
De inmediato Gitano acudió en su auxilio, mientras que Radú hacía todo lo
posible por controlar al animal.
-‐ ¡Suéltame! – Gritó Petrú, empujando a Gitano a un lado. – No temas
más Magnus, esto acabará pronto. Lo prometo. – Espetó, a la vez que
con un movimiento de su muñeca hizo que Radú saliera volando al otro
lado del establo.
-‐ ¡¡Basta estás fuera de control!! – le gritó Radú, por encima de los
desesperados relinchos de Magnus. – Si nos apuramos, podemos
alcanzarlo en el próximo tren con el resto de la compañía.
-‐ No, estoy cansada de tener siempre miedo. – Murmuró Petrú. Y con un
chasquido de sus dedos hizo aparecer un círculo de grandes llamas
rojas y azules entorno del desgraciado caballo.
El caballo lleno de miedo giraba de un lado a otro, intentando hallar la
salida. Relinchaba y alzaba sus patas delanteras, pero era inútil la carne ya
comenzaba a chamuscarse. Su pelaje lustroso pronto se llenó de ampollas, y los
chillidos no se detenían… Hasta que repentinamente la bestia pudo retroceder lo
suficiente para tomar impulso y lograr atravesar las llamas, plantándose frente a
Petrú. Bufando furioso con espuma en su hocico, y apoyado sobre sus ancas, listo
para descargar su cólera contra el cráneo de Petrú. Asustada se cubrió el rostro
con ambas manos aguardando por el fatal golpe, pero en su lugar oyó el sonido
sordo de un arma dispararse detrás de ella; seguido de un último relincho. Cuando
abrió los ojos miró dos cosas: A Magnus que caía de rodillas hasta derrumbarse
sobre un espeso charco de sangre. Y a Lelouch apoyado en el umbral de la puerta
del establo, que temblando y con el rostro desencajado observaba a Radú
sostener el arma que acaba de matar a Magnus.
-‐ ¿Qué has hecho? – Espetó Lelouch, respirando hondamente y
caminando lentamente hacia el cuerpo mutilado de Magnus.
Sin ponerse de pie, Petrú cubrió con sus manos parte de su rostro. No
sabía qué responder, y al hablar lo hizo con voz trémula. – Yo no lo sé… No
quería irme de La Castilleja, creí que me abandonarías… Estaba fuera de mí, yo…
Lo siento… Lo siento tanto Lelouch, por favor créeme en verdad lo lamento. –
Rompió en llanto, al tiempo que Lelouch la pasaba de largo y se hincaba a un
lado de Magnus, acariciando su negra crin ahora pegajosa por la sangre.
Los grandes ojos del animal estaban abiertos de par en par, y sin embargo
Lelouch no lograba ver un ápice de aquél esplendoroso azul, todo era rojo oscuro.
-‐ Perdóname amigo mío, al final de todo no pude protegerte. – Dijo a la
vez que apoyaba el rostro sobre la frente de Magnus.
De inmediato Gitano acudió a su lado, y colocó una mano en su espalda a
manera de confortarlo.
-‐ Amo, yo... – Comenzó a hablar Radú, pero con una mano levantada
Lelouch lo hizo callar al instante. Y cuando éste levantó el rostro
empapado en la sangre de Magnus, Gitano vislumbró en sus negros
ojos aquél centelleo plateado que tanto temía.
-‐ Calla Radú, que no hay nada que perdonar. Todo lo contrario, debo
agradecer que me hayas librado de las dos maldiciones que pesaban
sobre mí. – Sonrió con la calma inocencia de un niño, señalando con la
cabeza el cuerpo de Magnus y a Petrú que aún permanecía en el suelo.
– Gracias a ti, al fin soy un hombre libre.
-‐ Lully... – Musitó Petrú.
Lelouch se inclinó a la altura de Petrú y tomó una de sus delicadas manos
para ayudarla a ponerse de pie. – No debes temerme mi Petrushka, jamás tú.
Enfrentaría mil muertes antes de causarte daño alguno. – Dijo besándole con
suavidad su alborotado cabello maple. – Vamos quiten ya esas caras ¡Que he
venido a darles la noticia! – Exclamó de pronto con expresión jovial y alegre. Y
aunque Petrú se relajó a su lado, y Radú muy a pesar de sí mismo logró sonreír a
medias; Gitano permanecía tenso a la expectativa de ése resplandor plateado que
no se desvanecía. – Nos andamos a Rusia para aprender de los grandes circos;
y reclutar nuevos artistas. No será mucho tiempo, ocho meses a lo sumo, hay
inversionistas a quienes responder. Tu tía Ilona – se dirigió a Petrú – nos dará
asilo. Ya he hablado con la Señora Reimei y me ha asegurado que no habrá
problema. Aunque claro, ahora que el circo es oficialmente nuestro mi Petrushka,
habrá que idear un nuevo nombre ¿No les parece?
-‐ Lelouch – Comenzó a decir Gitano con voz calma. – no estás bien,
necesitas descansar. No ha sido un día fácil para ti...
-‐ No lo molestes más, Gitano. – Le riñó Petrú. A la vez que abrazaba a
Lelouch y le besaba con dulce fervor. – Nos marchamos ya mismo, si
así lo desea.
-‐ Claro, amor mío. – Respondió Lelouch. – Pero antes necesitamos un
nombre. ¿Tú qué opinas Radú? – Radú se encogió de hombros como
solía hacer siempre que alguien le preguntaba algo directamente. –
Anda Radú, eres nuestro payaso estrella. Dime ¿Qué nombre te
gustaría que llevara nuestro circo?
-‐ No lo sé. – Respondió Radú en un murmullo apenas audible.
Entonces sucedió, aquello que Gitano temía. La suave sonrisa de Lelouch
lentamente se tornó macabra; avanzó unos cuantos pasos más cerca de Radú y
le habló con una voz malignamente afectuosa que rápidamente fue cambiando de
tono hasta terminar en una delirante serie de maldiciones y gritos.
-‐ ¡¡Acaso tu amo no merece una respuesta!! Mira que hasta ahora te he
pasado por alto varias cosas Radú, pero ésta falta de respeto no la
toleraré. – Gritaba al tiempo que lo sacudía con tal violencia que lo
arrojó contra las barras de los corrales. Por sobre las objeciones de
Petrú y Gitano; quien pese a tener la fuerza sobrada para detenerlo no
movió un solo dedo por auxiliar al pobre Radú.
-‐ ¡Basta ya, lo has hecho sangrar! – Espetó Petrú, al tiempo que corría a
socorrer a Radú.
Entonces el tenue halo de plata que iluminaba los ojos de Lelouch
finalmente se extinguió. Y desapareció de su rostro aquella perene mueca mordaz,
tan suya. Así de profundo era aquel dolor. – ¿Y por éste amor tan voluble; me has
arrebatado algo que yo apreciaba tanto? – Le dijo a Petrú, señalando el cuerpo
ensangrentado de Magnus. – Algo por lo que yo sentía un cariño, quizá mucho
más grande que el amor que dices sentir por mí. ¡Y todo por una sombra de
hombre como ése!
-‐ Lelouch, no es así. Te amo por sobre todos los infiernos de ésta tierra.
-‐ Eres cruel, al mentirme de ésa manera. Entérate Petrushka, que tus
dulces palabras no me dan consuelo alguno, todo lo contrario cada vez
que pronuncias mi nombre, cada vez que me besas con tan increíble
falsedad; me desangras el alma.
-‐ Semejante idiota que eres, si piensas que mi amor por ti es un engaño.
– Contestó ella, sin apartarse del lado de Radú.
-‐ ¡Con gusto seré el más de los idiotas! – Rió sarcástico. – Demuestra que
estoy equivocado Petrú. Termínalo de una buena vez; míralo a los ojos y
dile que se olvide de ti. Que te marchas a Rusia y que él debe quedarse
aquí en ésta paria de isla olvidada de Dios, separado de tu lado. – Petrú
empezó a sacudir la cabeza con vehemencia, “No, por favor no.”
Musitaba. –… Bien, entonces… Adiós…
-‐ No lo hagas. – Lo interrumpió ella. – Por favor, no me pidas escoger
porque no puedo. – Rompió en desconsolado llanto.
De nuevo su cuerpo se sintió desganado, la vista se le nublaba. También él
estaba exhausto, de todos y de todo. – Está bien no llores. – Se arrodilló a
tranquilizarla. – ¿Quieres mi corazón? Es tuyo, haz como plazcas con lo que
queda de él. Que te aseguro, no es mucho… Pero mi caballo tiene un precio que
ha de ser pagado... – Enunció al tiempo, que se llevaba violentamente la mano
manchada con la sangre de Magnus a la boca de Radú.
-‐ ¡Detente qué haces! – Exclamó Petrú. – Gitano, dile que se detenga que
le hace daño.
-‐ No te preocupes Radú, te prometo que lo que tomaré no lo extrañarás. –
Decía con absoluta calma a la vez que en torno de él se desplegaban un
montón de sombras danzantes y deformes. Ignorando los penosos
alaridos de Radú; y cuando las sombras hubieron detenido su danza
frenética, entre sus manos aferró la lengua de Radú y la arrancó. –
Disfruten su festín. – Dijo al lanzar aquel baboso pedazo de carne a las
sombras que desaparecieron entre las grietas de la tierra una vez que
hubieron engullido el banquete que el “Demonio de los Ojos Negros” les
había ofrecido. – Gitano, por favor ayúdalo a ponerse en pie; que
partimos en menos de tres horas. – Espetó Lelouch, a la vez que con
refinados y elegantes gestos se deshacía de la sangre que quedaba en
sus manos y ropa. – Petrú, amor mío no llores más. Me han devuelto un
cuerpo, sin corazón. ¿Qué esperabas de mí?
Mientras que Gitano y Petrú, se apresuraban a colocar a Radú sobre
el piano para curarlo, Lelouch se sentó ante el y comenzó a tocar una
tarantela suntuosa y por demás jubilosa. – Lo tengo – dijo de repente
mientras que Gitano y Petrú corrían de un lado a otro con alcohol, vendas y
hierbas medicinales. – “… mereces la felicidad, una felicidad que tú mismo
has plasmado. Aquí tienes a la reina que has buscado. Ámala y defiéndela
del Mal" – Recitó un verso de una de sus historias preferidas.
- “Pigmalión.” – Reconoció de inmediato aquél verso Luca, el joven
escritor que no daba crédito a la historia que Elena, su bella arquitecta
acababa de contarle.
16. LAS MANECILLAS QUE NAVEGAN A BIZANCIO.
Luca estaba sentado al borde del sofá temblando por los escalofríos que le
provocaban la fiebre que le había sobrevenido durante el transcurso de la noche y
la escabrosa historia que Elena apenas terminaba de contarle. Afuera, la tormenta
había amainado pero el tamborileo de la lluvia aún persistía y la penumbra ceniza
de la noche lo cubría todo; las bocinas, las luces de los autos, la música vibrante y
el ajetreo del restaurante del piso de abajo; todo ello parecía apenas un débil eco.
Una resonancia extraña de otro tiempo, otra realidad que no pertenecía a la que
Luca y Elena habían vivido las últimas horas.
-‐ Al final, ella eligió al Payaso Piérrot; digo a Radú. – Espetó Luca al
tiempo que miraba la foto en aquél periódico viejo que sostenía en sus
manos temblorosas. Con la mano derecha medio cerrada a causa del
dolor punzante que le provocaba la extraña cicatriz en forma de reloj que
Petrú le había grabado en su piel. – Bien, lo reconozco. Mi tío-
tatarabuelo, Lully, era un artista demente.
-‐ Peor – Replicó Elena, que acaba de levantarse a preparar café, en una
encantadora cafetera de porcelana con florecillas rojas. – es un brujo
demente.
Luca no respondió, estaba sobrecogido por el más mudo asombro. Sumido
en la contemplación de aquellos personajes tan trágicamente egoístas; tanto que
de no ser por los violentos espasmos de tos y aquellos jadeos roncos que le
habían estado sobreviniendo toda la noche, Elena lo habría tomado por una
estatua hecha de cera.
-‐ ¿En qué piensas? – Le preguntó Elena, al tiempo que colocaba la
cafetera y un par de tasas en una curiosa charola plateada.
Luca sacudió la cabeza cubriéndose la boca, en un intento por sofocar
aquél acceso de tos. – Falta algo, estoy seguro. Es decir mira lo absolutamente
felices que están estos dos en la fotografía. Algo sucedió durante esos ocho
meses en Rusia…pero ¿Qué? – Escupía las palabras entre roncos jadeos. –
¿Qué fue lo que finalmente llevó a Lelouch a terminarlo todo?
Elena colocó la charola en la mesilla de centro, y se sentó con las piernas
cruzadas en el piso frente a Luca, como una chiquilla de kínder en el receso. – A
decir verdad esperaba que tú me lo dijeras. – Espetó a la vez que apuraba la tasa
de café recién preparado para entrar en calor.
-‐ ¿Qué quieres decir? – Preguntó él.
-‐ Bueno, fue tu papá quién me contó ésta historia, pero a él se la contaron
tu bisabuelo, y tu abuelo. Sólo que tu papá siempre pensó en ella como
un cuento, al contrario de... ti… – La voz se le apagó lentamente, sabía
por boca de su madre lo sensible que Luca era al hablar de los
recuerdos de su infancia. Comenzó a enroscar sus manos
nerviosamente. –… Por eso te separaron de tu abuelo; cuando él
comenzó a enfermar lo único de lo que hablaba era de un extraño
payaso que lo acompañaba al borde de la cama pidiéndole que usara su
magia para salvar a la bailarina del Pygmalion. En ésa época tu apenas
comenzabas a olvidarte de los “monstruos” que acechaban en tu
habitación, tu papá no quería… es decir, él lo siente…bueno no lo dijo
exactamente con esas palabras , pero hay que ser imbécil para no saber
que lo siente, Luca. Tu abuelo estaba enloqueciendo y él sólo intentaba
protegerte. – Le riñó, pues ella que no tenía más a sus padres no
perdonaba a Luca por abandonar a los suyos.
-‐ Comprendo. – Espetó Luca, sonriendo a medias. – Pero aún así, casi no
recuerdo nada de aquellos días. Apenas tengo fragmentos de imágenes
de Espanto gorjeando nervioso al pie de mi cama….Y alguien oculto en
un rincón de mi recámara observándome, aunque recuerdo que cuando
él estaba cerca los otros monstruos no se acercaban a mí.
-‐ Pero debe haber algo que tu abuelo te haya dicho antes de enfermar;
algo que nos dé una idea de cómo encontrar a Lelouch. Vamos Luca
piensa.
-‐ Bueno, hay algo que Petrú dijo sobre el Señor Brujo utilizando a un
anciano para derrotarla. ¿Crees que Lully haya intentado engañar a mi
abuelo igual que quiso hacerlo conmigo?
Elena colocó su mano en la barbilla pensativa. – Es probable, es decir tu
familia lleva la sangre del Cuervo Negro en sus venas después de todo.
-‐ ¿A qué te refieres? – Dijo Luca, forzando la voz y oprimiendo su mano
derecha con fuerza pues el dolor comenzaba a tornarse insoportable.
-‐ Imagina qué habría sido de Lelouch sin la guía de la Señora Reimei y el
Mago Heysol e incluso tal vez ésa tal Ilona en Rusia. – Luca enarcó una
ceja. – ¿No lo ves? Tu abuelo y tú, poseen el mismo poder que Lelouch.
Y eso los convierte en una amenaza para él, no dudo que el fantasma
de Radú haya acompañado a tu abuelo en su lecho de muerte para
evitar que cayera en las redes de Lelouch.
-‐ Eso es... – Un violento acceso de tos lo sacudió repentinamente.
-‐ Tienes una tos muy mala, Luca. – Dijo Elena al ponerse de pie
rápidamente para auxiliarlo, pero cuando quiso posar una mano sobre
su espalda, ésta le atravesó como una fina neblina y por un instante le
pareció ver la mesilla de centro a través del cuerpo de Luca. – ¿Qué
está pasando aquí?
-‐ Elena... – Jadeó Luca – no me siento bien. – Dijo a la vez que caía al
suelo retorciéndose del dolor, y estrujando fuertemente la mano diestra
contra su pecho.
Elena se arrodilló a su lado. – Luca, háblame. ¿Qué es lo que te pasa?
-‐ La cicatriz de mi mano… – Se las arregló para decir Luca entre roncos
jadeos.
Elena tomó su mano y la viró para mirar de cerca aquella cicatriz en forma
de reloj, y observó con sorpresa que el par de manecillas habían avanzado al
menos un cuarto más que cuando Luca se la había mostrado por primera vez.
-‐ Luca, la manecilla se movió. – Espetó, pero Luca no respondió. – Luca –
Le llamó de nuevo al tiempo que lo sacudía, para hacerlo volver en sí.
Cuando de pronto sus ojos se abrieron repentinamente, refulgiendo con
un poderoso resplandor dorado.
Luca se reincorporó despacio, y giró la cabeza examinándolo todo con
extraña curiosidad. De inmediato Elena captó algo diferente en él; en su aire, en la
postura arrogante y resuelta que había adquirido.
-‐ Tú no eres Luca. – Espetó Elena oprimiendo la quijada con tal rabia que
casi podía oír sus dientes rechinar.
Una maliciosa sonrisa se dibujó en el rostro de Luca. – Tienes razón Elena.
– Habló la cantarina voz de Petrú, por encima de la de Luca. – No pude resistirme,
si acaso se topaba con el Señor Brujo debía verlo por mí misma.
-‐ El resplandor dorado que vi antes… ¿¡Eras tú espiando!? – Gruñó
Elena.
Petrú asintió. – Pero la historia que acabas de contar resultó tan triste, que
al final no pude resistirme. – Se rió. – Además, debo admitir que se siente bien el
respirar aire fresco de nuevo y sentir el cándido calor de un cuerpo. – Dijo al
tiempo que estiraba los brazos y henchía el pecho aspirando el suave olor del café
que inundaba la habitación. – Me pregunto, si es así como él escapó de La
Castilleja…
-‐ ¿Hablas de Lelouch? – Inquirió Elena con ademán suspicaz al tiempo
que despacio se ponía de pie.
Petrú se encogió de hombros. – Imposible saberlo, sólo sé que huele a vino
y especias, y…
-‐ ¡Eso es mentira! – Replicó Elena. – Tú lo conoces. Tu madre lo acogió
en su casa a cambio de perdonarle la vida a Magnus ¿Lo recuerdas? –
Petrú comenzó a sacudir la cabeza con vehemencia. – Lo amaste
profundamente hasta que conociste a Radú; entonces él enloqueció... –
“Calla” musitaba Petrú al tiempo que se cubría los oídos. – torturó a
Radú... – “Calla, calla, calla” seguía chillando. –… aprendiste a odiarlo; y
finalmente Lelouch acabó con tu vida y la de Radú, cuando empezó
aquel incendio…
-‐ ¡¡Dije que te calles!! – Estalló en rabia, al tiempo que con un movimiento
de su brazo hizo volar a Elena hasta estrellarse contra la pared. Sin
embargo al mirar a Elena tirada en el suelo, Petrú comenzó a llorar
desesperada. – Lo siento, yo sólo quería jugar contigo. No quería
lastimarte. – Adolorida por el impacto, Elena se reincorporó. Sorprendida
de hallar a Petrú deshecha de arrepentimiento. – ¡Ya lo sé! Si quieres
puedes venir a casa a jugar conmigo. Será divertido. – Espetó sonriendo
dulcemente. – Podemos aguardar juntas la llegada del Pygmalion; y te
presentaré a la títere Ékster, es un juguete en verdad entretenido.
Los ojos de Elena se volvieron un par de mirillas, no daba crédito a lo que
veía. Era casi como si se tratara de alguien más, o peor aún como si Petrú no
recordara en absoluto nada de lo había sucedido hace apenas unos segundos. –
Claro, pero antes tendrás que responderme una pregunta. – Replicó Elena, a la
vez que a paso lento se acercaba hasta Petrú. – El reloj en la mano de Luca ¿Qué
es?
Petrú se sonrío. – Tonta ¿No lo sabes? Es el regalo que Luca pidió a
cambio de cumplir su promesa. Como ha hecho un gran esfuerzo por ayudarme, la
magia ha comenzado a trabajar. – Confundida Elena enarcó una ceja, a la vez que
observaba aquellos dorados ojos ensombrecerse. –… es más ahora que lo pienso,
creo que fue idea de él… Si debe de haber sido, era su poema favorito.
“Navegando a Bizancio.” Lo leyó de camino a casa de la tía Ilona, estaba tan
concentrado en su lectura que apenas me dirigió la palabra; Aunque he de
confesar, que yo nunca fui capaz de entenderlo del todo. – Dijo con la mirada fija
en el vacío.
Creo que la poesía era lo último que a Lelouch le interesaba en aquél
momento. - Te refieres ¿A luego de que descubrió que lo engañabas con Radú? –
Inquirió Elena con cierta malicia, pues pese a tratarse de un desgraciado espíritu
en pena, Elena no pudo contener la tentación de castigarla por haber obrado tan
egoístamente cuando estaba viva.
-‐ ¡¡¡Dije que te callaras!!! – Rugió al tiempo que se disponía a arrojar a
Elena de nuevo, pero ésta ocasión Elena la retuvo con fuerza.
-‐ Lo haré en cuanto abandones éste cuerpo. – Replicó enterrándole las
uñas en el brazo.
-‐ ¿Por qué? No me digas que te sientes atada a él. – Espetó en tono de
burla.
-‐ ¿Sabes algo? Las niñas malcriadas como tú ¡¡En verdad me
desesperan!! – Gritó Elena, al tiempo que cogía la charola de plata en la
mesilla para plantarle un buen golpe a Petrú en la cabeza. – ¿Quieres
un cuerpo nuevo? Bien, permíteme amoldarlo a tu medida. – Dijo
golpeándola de nuevo en la cara.
Petrú se hallaba derribada en el suelo, mientras que Elena estaba que
estallaba de ira, le asestaba golpe tras golpe sin contemplación alguna. Nunca
nadie la había sobajado de tal manera, furiosa Petrú se volvió para defenderse,
pero al enfrentarse a aquellos ojos tan encolerizados... – No lo repetiré más, largo
de aquí. –… lo que miró en ellos la asustó tanto que abandonó el cuerpo de Luca
al instante.
Cuando el cuerpo de Luca hubo caído inerte, Elena se apresuró a su lado.
-‐ Cielo santo, te he dejado hecho un desastre. – Dijo al tiempo que se
arrodillaba para reanimarlo. Pero al mirarle la cara se llevó una
impresión más fuerte de lo que esperaba. – Luca. – Musitó asustada.
Entonces el joven escritor lentamente recobró la conciencia, y cuando abrió
los ojos Elena comprobó aliviada que aquél resplandor dorado había desaparecido
por completo.
-‐ Dios, ¿Qué me sucedió? – Preguntó al llevarse una mano al chichón en
su cabeza. –Me duele todo el cuerpo y mi cabeza…
-‐ Tu cabeza, es el menor de tus problemas. – Declaró Elena al tiempo que
con cierta brusquedad ayudaba a Luca a reincorporarse y lo arrastraba
con ella hasta un coqueto armario.
Elena abrió la puertecilla de aquel armario en la que colgaba un espejo,
para que Luca pudiera ver con sus propios ojos lo que Petrú le había hecho.
Luca tentó su cara para asegurarse de que aquél reflejo era en verdad el
suyo. – P-pero ¿Qué es esto? – Balbuceó, entonces el extraño hombre que le
miraba desde el espejo balbuceó también. Era un completo extraño para él, y sin
embargo le reconoció de inmediato.
El hombre vestía igual que él, hasta llevaba el mismo saco de cuadros y los
mismos lentes enormes colgaban sobre su nariz. Era idéntico a él en todas las
maneras posibles, excepto que ése extraño tenía oscuras ojeras y diminutas
arrugas entorno de sus ojos, sus cabellos castaños estaban cubiertos de finas
canas, y en su rostro se expandía una tenue nube de pecas, al igual que en sus
manos. Luca permaneció un largo rato en silencio, antes de volver a hablar. –
¿Cómo es que he envejecido casi treinta años, de un jalón?
-‐ No lo sé, Petrú dijo que era tu regalo por cumplir tu promesa. – En aquél
instante el rostro de Luca mudó de expresión. – ¿Qué? ¿Acaso, eso
significa algo?
-‐ Antes promete no enfadarte. – Respondió Luca. – Hay algo sobre mi
encuentro con Petrú, que no te he contado.
Elena se paseó histérica de un lado a otro, cuando el joven escritor le
hubo terminado de contar todo sobre el funesto deseo que Petrú le
concedería si lograba llevar ante ella al Señor Brujo.
-‐ ¿Desaparecer? De todas las cosas que pudiste pedirle, tú eres el
imbécil que se le ocurre pedir morir. – Gruñía entre dientes. – ¿! Qué
clase de excusa de hombre eres!?
-‐ Te recuerdo que prometiste no enfadarte. Además eso fue antes de…
conocerte. – Espetó él con voz suave.
-‐ No te atrevas a salirme con eso o te juro que te muelo a golpes ya
mismo. Te aviso, que no hay nada romántico detrás de tus palabras;
Romeo era un chiquillo mimado que no sabía qué hacer de su aburrida
vida pero tú… ¿¡No pensaste en tu papá?! En tú mamá ¡Por Dios!
¿Imaginas lo que esto le haría a tu pobre madre?... Lo que me haría a
mí. – Dijo con voz afectuosa. Entonces Luca sonrió, provocando que la
rabieta de Elena cobrara nueva fuerza. – ¡No hay más! – Exclamó
molesta golpeando fuertemente con su pie el piso. – Tendremos que
detener nuestra búsqueda, y dejar a La Castilleja y todos sus habitantes
a su suerte… Y yo voy a tener que convencer a mi padrino para que
acepte a mi novio de cincuenta años. – Dijo sonriendo al fin, entonces
Luca pasó saliva para agarrar valor.
-‐ … Eso me gustaría, excepto que… con cada minuto que pasa o mejor
dicho entre más considero la idea de volverle la espalda a todo; el dolor
se vuelve cada vez más insoportable. – Espetó a la vez que recogía las
mangas de su saco, para mostrarle a Elena su brazo derecho
ennegrecido. – Si rompo mi promesa, la cicatriz…
Los ojos de Elena se nublaron de lágrimas y se dejó caer desganada sobre
el sofá.
-‐ Lo siento, sé que he sido un verdadero idiota.
Elena se levantó de su lugar y se acercó a Luca hasta que sus caras se
hallaron a apenas una nariz de distancia. – Luca yo... – Comenzó a decir al tiempo
que los labios de Luca se entreabrían, hasta rozar dulcemente los de ella…
entonces la puerta de la habitación se abrió abruptamente, y ambos se separaron
rápidamente uno del otro.
-‐ ¡Muchachos, los buscan allá abajo...! – Irrumpió de pronto Don Chema.
Quién frunció el ceño al ver a aquél hombre vestido de manera idéntica
al joven que hace unas horas Elena le acababa de presentar. –… Creí
que eras más joven…
-‐ ….Ehm… ¿Más joven, yo? Debe haber sido la pobre iluminación... –
Balbuceó Luca.
-‐ ¡Si, las velas! – Le siguió ella el juego. – Siempre te he dicho que esas
velas, nos dejan a ciegas a los meseros. ¿Ahora me crees, padrino?
Don Chema, inclinó la cabeza meditabundo. Era un hombre tan ancho
como alto, de abundante pelo gris y enormes ojos marrón similares a los de Elena.
Sus labios eran gruesos pero permanecían ocultos bajo un espeso bigote que
acicalaba entre sus gruesos dedos cada que algo no le olía bien. Justo como
hacía ahora. – No lo creo… aunque debo admitir que si hay un gran parecido…
-‐ Padrino, dijiste que nos buscaban. – Le distrajo Elena.
-‐ ¡Si es cierto! Es un joven bastante simpático, llevo las últimas horas
hablando con él; y te digo que casi pareciera que conversaba con un
viejo de mi edad. – Se rió Don Chema, sujetando bonachonamente el
par de tirantes rojos que sostenían sus anchos pantalones. – Elena me
alegra que tengas una amistad tan considerada, los jóvenes de hoy día
no tienen respeto alguno por sus mayores. Te digo que han sido las diez
pizzas que con más gusto he obsequiado, y hazme favor de decirle que
él es bienvenido cuando quiera. – Espetó mirando de reojo a Luca, con
marcado desprecio.
-‐ Padrino, no sé de quién hablas. Debe de haberse confundido, ahora si
haces favor. – Dijo Elena al tiempo que empujaba del brazo a Don
Chema, fuera de la habitación. – Que Luca, digo el Señor Luca y yo,
tenemos cosas que discutir.
-‐ Pero niña, que Lully preguntó expresamente por ti y… éste Señor Luca.
De inmediato la sangre abandonó el rostro de Elena y se quedó
boquiabierta.
-‐ ¿… Dijo usted, diez pizzas? – Inquirió el joven escritor.
Los dos bajaron corriendo, empujando a cuanto mesero desafortunado se
les atravesó en el camino. Se detuvieron en seco, justo en el centro del
restaurante.
-‐ Lelouch – Dijeron al unísono, al tiempo que giraban en redondo,
escudriñando cada mesa y a cada despreocupado comensal que se les
quedaba mirando a ésa extraña pareja de locos. Y cuando se hubieron
convencido de que Lelouch no se hallaba oculto entre las mesas y el
ajetreo de los meseros, irrumpieron en la cocina sin importarles que casi
derrumbaban al pobre mesero que llevaba sobre su cabeza una charola
de tarros de cerveza.
-‐ Maldita sea, lo perdimos. – Espetó Luca, dejándose caer en una caja de
madera que contenía tomates, cilantro, y otras tantas verduras que por
su mala calidad habían sido descartadas por el chef; Don Chema.
-‐ No, de ninguna manera. – Espetó Elena al tiempo que lo halaba de los
brazos para forzarlo a ponerse de pie. – Iremos a buscarlo, no pudo
haber ido demasiado lejos.
-‐ Elena por favor aguarda, no te precipites. – La retuvo Luca por el
hombro. – Conozco a Lully, no bastará con seguirle el paso. Tendremos
que hallar la forma de adelantarnos a él.
Elena sofocó un ataque de risa. – Vaya, Señor Castilleja. Veo que la
edad lo ha vuelto sabio.
Indignado Luca frunció el ceño. – Graciosa.
-‐ No te enojes – Se burló Elena – Sólo digo que cómo haremos para
adelantarnos a él, si ni siquiera sabemos ¿Qué se propone?
Fue entonces que a Luca se le ocurrió, que no tenía la más remota idea de
cuál era el deseo de Lelouch. ¿Por qué mantenía a Petrú encerrada en aquella
isla fantasma, para luego desentenderse completamente de ella? ¿Por qué no
había aprisionado también a Radú? … y lo más importante ¿Qué era Lelouch? Un
fantasma, un zombi, un ladrón de cuerpos o quizás… ¡Un vampiro! – No lo creo, a
menos que se trate de una raza que subsiste a base de pizzas. – Descartó
rápidamente aquella idea.
-‐ Elena – Entró de repente Don Chema en la cocina. – Uno de los
muchachos acaba de decirme que Lully dejó algo para ustedes. – Dijo
sacudiendo por encima de su cabeza un sobre amarillo. Elena quiso
brincar de inmediato para arrebatárselo pero Don Chema la hizo a un
lado gentilmente con una mano. – Escúchame niña, aceptaré que no me
digas nada para que no te veas forzada a mentirme. Pero no pienses
que nací ayer; éste “Señor Luca” tenía al menos veinte años menos
cuando entró aquí. – Elena se quedó sin palabras, no sabía qué
responder a eso; pues a su parecer tenía dos opciones: Mentirle, o
decirle la verdad a riesgo de que la tomara de loca. Y en aquél momento
por fin pudo entender lo que era estar en los zapatos de Luca.
La expresión acongojada de Elena mientras se debatía era tan
enternecedora, que Luca no pudo dejarla atravesar por toda ésa desventura sola.
– Lully, es mi tío-tatara abuelo. – Respondió Luca encogiéndose de hombros.
Mientras que Elena se quedó paralizada, esperando por la reacción de su
padrino…
-‐ Bueno, eso explica mucho. – Replicó Don Chema, esbozando una de
ésas sonrisas cándidas tan propias de hombres mayores de buen
corazón como él.
-‐ ¿D-de verdad? – Preguntó Elena con voz queda.
-‐ ¡¡Claro, niña!! Todas la familias tienen al menos una de esas historias
tenebrosas con que asustar a las visitas. Es más, entérate que la tuya
no se queda atrás. – El rostro de Elena se iluminó, ella también quería
formar parte de una de esas leyendas, igual que Luca. – Apenas el otro
día, mientras preparaba el desayuno vi en el sartén la figura de la
muerte. – Elena mudó de expresión, y Luca hizo lo mejor que pudo por
asentir afablemente y sofocar la risa. – Te juro que la silueta estaba tan
detallada que hasta se podía ver la guadaña, por debajo de la costra del
omellete.
-‐ …Ehm… si es algo parecido, con Lully y conmigo. – Respondió Luca
amablemente, pues no quería ofender a Don Chema, restándole
importancia a su historia.
Y juntos, Elena y Luca, procedieron a contarle todo lo sucedido hasta
entonces. A la mitad del relato, Don Chema mandó a un mesero a traer una
botella de vino y un par de copas que sirvieron en un rincón de la cocina, a lado
del refrigerador dónde no obstruían el ir y venir de los meseros. Pero ésa fue la
única vez que pronunció palabra, el resto del tiempo los escuchó con benigno
placer y profundo interés.
-‐ Menudo lío en que se han metido. – Declaró Don Chema, cuando
hubieron terminado de contarle toda la verdad sobre de Lully y Luca. Y
acto seguido les entregó el sobre amarillo.
De inmediato Elena tomó un cuchillo de los que usaban para rebanar el
salami de las pizzas, y rompió el sello del sobre.
-‐ ¿Qué hay adentro? – Inquirió impaciente, Luca.
-‐ Son unas llaves. – Respondió Elena, al tiempo que volteaba de cabeza
el sobre.
Luca las reconoció al instante. – ¡Son de las Harley!
-‐ ¿Hablas de ése par de chatarras en la acera? – Bufó Don Chema con
tono displicente pero con una expresión que dejaba entrever sus ansias
de salir y probar por sí mismo la velocidad de aquél par de motos. Era
de esos hombres que con mirarlo uno sabía que las canas en sus
cabellos habían sido ganadas a pulso de una juventud bien
aprovechada.
-‐ Eso significa que ¿Quiere que le sigamos de vuelta a La Castilleja? –
Inquirió Luca.
-‐ No lo sé... – Respondió Elena al tiempo que metía su mano al fondo del
sobre para sacar un pedazo de papel que había alcanzado a ver antes
de botarlo a la basura. –… Luca mira esto.
Elena le entregó el papel a Luca, pero en el únicamente se hallaban
escritos con una elaborada letra de antaño, dos números: “I y IV”.
-‐ No comprendo. – Dijo desconcertado el joven escritor.
-‐ Luca ¿Cuántos versos tiene el poema “Navegando hacia Bizancio.”? –
Preguntó Elena con expresión ausente.
-‐ Cuatro ¿Por qué?
-‐ Petrú mencionó ése poema cuando le pregunté por la cicatriz de tu
mano. Dijo que había sido idea de Lelouch… ¿Crees que sea…?
-‐ Un hechizo. – Espetó de pronto Don Chema, saliendo al fin de su
estupor. – ¿Recuerdas lo que tu madre solía decir sobre las oraciones y
los poemas?
Elena asintió, esbozando un dulce sonrisa. Al recordar una de las muchas
cosas locas que su madre le contaba cuando niña. – “Un loro puede repetir cien
veces la misma oración y los cielos permanecerán sordos. Un hombre puede
recitar la más dulce poesía sin nunca levantar la más pobre pasión. Y sin
embargo, una sola palabra dicha por una lengua cautivadora puede condenar el
alma más pura.”
Era sencillo recordar las cosas que la mamá de Elena le decía, pues sentía
tal reverencia por las palabras que ponía un romántico esmero en todo cuanto
hablaba. Al final un sencillo saludo en sus labios terminaba sonando a canción.
-‐ Así es – Continuó Don Chema explicándole al joven escritor. – la madre
de Elena era una mujer en extremo cuidadosa en todo lo que hablaba.
Se expresaba con tal delicadeza y una reverencia que a veces he de
confesar me parecía que rayaba en lo fanático. Pero ella creía
firmemente que el poder de las palabras yacía en su significado y el
sentimiento de aquél que las pronunciaba. – Declaró Don Chema
riéndose, a la vez que limpiaba con el dorso de su mano una lágrima
que apenas empezaba a nacer en sus ojos. – Mi ahijado no pudo pedir
mejor esposa.
-‐ ¿Padrino? – Le habló Elena, a la vez que colocaba una mano en su
espalda a manera de confortarlo.
Don Chema, sacudió la cabeza y ahogó rápidamente las lágrimas. – Estoy
bien mi niña, es sólo que Lully me la recordó mucho. Me dijo algo parecido,
sino mal recuerdo sus palabras exactas fueron: “Las plegarias que repetimos en
nuestro fuero interno, no son otra cosa que hechizos mal logrados. Pero si acaso
las dejáramos cobrar vida, hasta la poesía más pobre se convertiría en una
maldición.”
-‐ Suena a Lully. – Espetó Luca quedamente, pues le apenaba el
interrumpir un momento tan dolorosamente íntimo entre ahijada y
padrino.
Elena sacudió la cabeza pensativamente. –Son migajas de pan. Debe
estar tratando de decirnos algo; quiere que sepamos algo.
-‐ Pero Petrú... – Comenzó a decir Luca.
-‐ Petrú era una niña mimada, ególatra y desquiciada. Que no podía
vivir sin saberse querida por todo el que la rodeaba, en verdad
¿Vamos a confiar en todo lo que su fantasma nos diga? – Declaró
Elena en un súbito ataque de celos contra aquella bruja mentirosa
que había condenado a Luca. Además luego de que el padre de
Luca le hubiese contado aquella historia sobre el juguetero y su
familia, de alguna manera ella entendía y simpatizaba más con los
motivos de Lelouch que con los de Petrú.
-‐ Yo también creo que por ahora, ésa es su mejor pista muchacho. –
Declaró Don Chema, al tiempo que se ponía de pie y estiraba las
piernas.
-‐ Supongo que tienen razón. – Espetó Luca desganado, pues pese a
todo él en verdad sentía compasión por esa encantadora y trágica
bailarina del Circo Pygmalion. – Pero no sé el poema de memoria.
-‐ Bien, iré por mi lap.
Cuando Elena hubo traído una de esas viejas lap de color rosa con una
luminosa manzana mordida en la cubierta, no les costó mucho encontrar el
poema, tan sólo bastó con tapear el nombre “William Yeats” para hallar lo que
buscaban.
-‐ ¿Y? ¿Qué dice el primer verso? – Preguntó Don Chema impaciente.
Luca aclaró la voz antes de leer en voz alta. – “No es país para viejos.
Jóvenes abrazados, pájaros en las ramas (esas generaciones moribundas) a su
canto cataratas de salmones, mares repletos de caballos, pez, carne, o ave,
celebran a lo largo del verano todo aquello que se engendra, nace y muere.
Presos en tal música celestial, todos olvidan los muros del imperecedero
intelecto.”
-‐ ¿¡Eso es todo!? – Exclamaron Don Chema y Elena, pues no
escuchaban lo mismo que el joven escritor.
Luca en cambio, entendió casi al instante que Lully no sólo les había
entregado las llaves de las Harley sino que también les había dado la llave para
abrir las pantanosas puertas de La Castilleja.
-‐ Para Yeats; Bizancio es una ciudad símbolo. – comenzó a explicarles
Luca. – Como una metáfora del viaje espiritual de los humanos en su
constante búsqueda de un paraíso eterno… Al comienzo del poema
abandona su país porque aquellos habitantes jóvenes y vigorosos se
conforman con su destino y se fían de su juventud olvidándose de la
trascendencia de la muerte de un ser humano y por lo tanto no
sienten la misma necesidad de buscar alguna “forma” de eternidad,
que para Yeats era el arte; el intelecto del hombre. En general ésa
es la idea principal del primer verso, así que eso nos da el
“significado.” Pero para Lully…
-‐ … Es lo mismo. – Espetó Elena con expresión ausente, pero
hablando rápido por la emoción que le provocaba el entender de
manera tan clara los sentimientos del “Demonio de ojos Negros.” –
Petrú dijo que él leyó éste preciso poema cuando partieron a Rusia.
Está claro que se sentía identificado con las palabras. Piénsalo.
Todos sabían que Lelouch no era del todo feliz en La Castilleja, él
quería viajar; conocer el mundo. Pero no podía hacerlo cuando niño
porque debía proteger la identidad de su familia, y después no se
atrevió a hacerlo por temor a perder a Petrú a manos de la maldición.
Para cuando se marcharon a Rusia, él ya se sentía sofocado y harto
de las personas simples y conformistas de La Castilleja. Él deseaba
algo más grande que su mera existencia, deseaba dejar huella en
éste mundo.
-‐ Eso nos da el “sentimiento.” – Espetó Don Chema. – La pregunta es
si ustedes podrán revivir ambos, al momento de pronunciar el
hechizo.
-‐ Sólo hay una manera de averiguarlo. – Espetó Elena al tiempo que
se ponía en pie y cogía un juego de llaves de una de las Harley.
-‐ Aguarda – La retuvo Luca por el brazo. – ¿Qué hay del cuarto verso?
Elena le dirigió una mirada a Don Chema quien contenía un ataque
de risa. Pues aquél hombre que retenía a su ahijada, se expresaba con
toda la ingenuidad e inseguridad de un niño. No le quedaba la menor duda
de que su naturaleza reflexiva y compasiva se complementaría a la
perfección con la personalidad espontánea y abrasiva de su ahijada. Ambos
serían la fortaleza del otro.
Luego Elena se encogió de hombros, y ayudó al cuerpo viejo de Luca a
levantarse.
- Se lo preguntaremos directamente a Petrú cuando la veamos.
17. NAVEGANDO HACIA LA CASTILLEJA.
Sentados a la orilla del pantano, ninguno llevaba ya la cuenta de las horas
que habían transcurrido en espera de que el vagabundo apareciera o de que al
menos las aguas escabrosas del pantano se levantaran y abrieran las puertas de
La Castilleja. Ninguno de sus aparatos que marcaban la hora funcionaban, ni
siquiera los simples relojes de mano, así que sin darse cuenta pronto se
acostumbraron a estar sin conocer el tiempo en que vivían.
Las motocicletas tiradas a unos metros atrás de la espesa cortina de
árboles llorones que conciliaban la ciénaga. Y ellos acurrucados bajo un frío manto
de estrellas; la mano de Luca se había tornado más negra y aunque él hacía todo
lo posible para ocultar su malestar, Elena notaba el constante temblor que lo
invadía a fuerza de resistir los quejidos de dolor.
-‐ Hace mucho frío. – Lo ayudó Elena a sobrellevar la farsa, pues se le
ocurrió que lo distraería de pensar en la molestia que aquella cicatriz en
forma de reloj le provocaba. – ¿Crees que alguna vez se abrirán las
puertas de La Castilleja?
-‐ No lo sé, ambos son tercamente caprichosos. No podemos fiarnos de
ninguno. – Respondió entre titiriteos que Elena pretendió creer eran
debido a la helada brisa que les golpeaba las caras.
-‐ Es verdad, pero no habríamos llegado hasta aquí sin Lully. – Lo
defendió Elena, en parte por celos de la ternura con que Luca hablaba
de Petrú, y en parte porque de alguna forma simpatizaba con el dolor
que todos aquellos a quienes Lelouch quiso le habían provocado con su
traición. – Hay algo que no estamos haciendo bien… Veamos. – Espetó
aclarando su voz. – “No es país para viejos. Jóvenes abrazados, pájaros
en las ramas…” No puedo hacerlo. – Se interrumpió a sí misma. –
Estoy harta de repetir lo mismo una y otra vez.
A Luca le sobrevino un ataque de risa que tristemente derivó en una
carraspera que le sofocaba la voz.
-‐ ¡Ja! Te sirve bien por burlarte anciano. – Se bufó Elena, aunque la
verdad era que temía que Luca estuviera a punto de envejecer de nueva
a cuenta.
-‐ No me reía de ti, arquitecta testaruda. Pero es que técnicamente yo soy
el que ha estado parloteando como perico las últimas horas.
-‐ Precisamente. No entiendo por qué te cuesta tanto entender lo que tu
tío- tatarabuelo sintió en aquél instante. Imagina Luca, su mundo se vino
abajo en un sólo día. ¿Cómo te sentirías?
-‐ Mató personas inocentes, Elena. – Respondió secamente, Luca. – Y lo
que le hizo al pobre de Radú… no tiene palabras.
-‐ Pero las tiene Luca. Él las halló en éste poema, en éste verso halló un
espejo de su propio dolor. De la dulce inocencia que nunca más
recuperaría, de las muertes que él nunca podría deshacer. – Dijo Elena
con voz suplicante.
Luca veía el dolor que se reflejaba en aquél par de grandes ojos marrón,
empañados con dulces lágrimas que ella luchaba fieramente por contener. Y sin
embargo él no podía sentir otra cosa que desprecio por aquél brujo egoísta y
manipulador, que aún en muerte atormentaba a la niña prisionera de la torre y a
Radú mejor conocido en otros tiempos como el “Payaso Pierrot”; un noble sirviente
cuya lealtad había sido pagada de la manera más terrible.
-‐ No puedo hacerlo. – Espetó finalmente, colocando su mano sana
dulcemente en la fría mejilla de Elena. – Entiendo el significado de las
palabras, pero nunca podré sentir lo mismo que Lully al momento de que
él las pronunciara por vez primera. – Una lágrima comenzaba a nacer en
los ojos de Elena, cuando Luca habló de nuevo. –… Por eso, necesitaré
de tu ayuda.
-‐ ¿Quieres que ésta vez…?
-‐ Digámoslo juntos. – Le pidió Luca, al tiempo que la besaba suavemente
en la frente.
Entonces Elena asintió enérgicamente y le tomó fuertemente de la mano
para sumergirse juntos en las aguas verdosas del pantano; y juntos repitieron en
voz alta: “No es país para viejos. Jóvenes abrazados, pájaros en las ramas (esas
generaciones moribundas) a su canto cataratas de salmones, mares repletos de
caballos, pez, carne, o ave, celebran a lo largo del verano todo aquello que se
engendra, nace y muere. Presos en tal música celestial, todos olvidan los muros
del imperecedero intelecto.”
Una a una, las gotas del pantano se elevaron en el aire. Al principio, como
una traviesa brizna de verano, jugueteaban en sus mejillas; y les empaparon los
cabellos y las ropas. Pronto las castañuelas, los violines, las canciones y los
aplausos inundaron sus oídos; una vez más el público aclamaba fervorosamente
por la llegada del Pygmalion. Después como un violento remolino, el agua se
levantó y sofocó al par de intrusos que tan osadamente habían tocado a las
puertas de La Castilleja; y el sabor putrefacto del pantano se fue tornando dulce y
cristalino. Y sin embargo Luca y Elena, se aferraban el uno al otro, decididos a no
perderse en aquel mundo olvidado.
Cuando sus fuerzas empezaban a desfallecer; Un poderoso tic-tac de hierro
retumbó en el aire y disipó el agua… Al abrir los ojos, se hallaban en medio de una
oscura gruta. Con incontables figuras deformes hechas de piedra húmeda cuyos
rostros habían sido tallados en ellas, similares a un infierno de almas condenadas
en la oscuridad; y delante de ellos un pozo profundo y oscuro albergaba las
mismas aguas pantanosas que los habían arrojado dentro de aquella cueva
infernal.
- “La Garganta del Infierno.” – Musitó Luca, jadeando por el asombro.
Entonces de entre aquellas aguas turbias una conocida figura fantasmal,
con una insoportable pestilencia de azufre y una pata de palo, se levantó ante
ellos.
- ¡¡ En hora buena, transeúntes. Han llegado a la Castilleja!! –
Calurosamente les dio la bienvenida, la pestilente aparición.
Y mientras en la lejanía, por encima del murmullo del mar; el gigante
metálico que marca las horas, ha dado la primera campanada.
18. LOS GUARDIANES DE LA CASTILLEJA.
De alguna manera las aguas del pantano habían desembocado dentro del
pozo y se mecían inquietas como la marea al quebrarse contra las rocas. Sobre de
ellas revoloteaba el ser de azufre; con los espesos mechones de cabello gris
sobre su cara; los ojos encendidos con un rojo encarnecido y los gusanos
asomando de entre sus orejas y nariz. Era tal y como Elena lo había descrito. Ahí
estaba ante ellos el tenebroso fantasma del marinero con pata de palo.
-‐ Luca... – Musitó Elena con voz temblorosa, sin quitarle los ojos de
encima a aquél tenebroso fantasma.
-‐ No lo mires. – Le advirtió Luca, escondiéndole el rostro sobre su regazo
de inmediato.
-‐ Luca, no puedo respirar. – Se quejó Elena, al tiempo que intentaba
librarse del asfixiante abrazo de Luca.
-‐ No te muevas un ápice, no debemos llamar su atención. – Le indicó
Luca entre dientes, mientras que el fantasma volaba en torno a ellos con
una expresión desoladoramente vacía. Su cabeza corroída por los
gusanos, giraba y giraba sin entender la naturaleza de aquellos intrusos
cuyos cuerpos aún emanaban calor y vida.
Un triángulo de dolor se concentró en el pecho de Luca pues luchaba por
no dar paso al interminable ataque de tos que se le desataría apenas tomara una
bocanada de aire. Y a la vez, la cercanía de aquel espantoso ser le arrastraba de
golpe hacia las memorias perdidas de su infancia. Sin quererlo recordó las visitas
frecuentes de alegóricos personajes danzando frenéticamente en torno de su
habitación; el lomo erizado del gato Espanto al ahuyentarlos con sus maullidos; y
sobre todo los pedazos de las delirantes historias que el abuelo le contaba sobre
el desventurado Payaso Pierrot y la niña prisionera del reloj, ambos luchando por
romper el hechizo que les permitiría volver a estar juntos. De pronto una imagen le
azotó el cráneo; el payaso con su elegante traje púrpura sentado al pie de su
cama, secando las lágrimas del pequeño Luca y acariciando la cabecilla gris de
Espanto. – “No llores más Luca, tu abuelo descansa en paz.” – Le consoló el
Payaso Pierrot.
-‐ Yo lo conozco… conozco a Radú. – Murmuró Luca.
Y aquel murmullo bastó para provocar la ira del desgraciado marinero
olvidado. Las aguas tranquilas de la caverna de pronto borbotearon y de su
espuma surgieron formas vagas que clamaban a la par del marinero – ¡¡Carne y
huesos!! ¡¡Carne y huesos!! – Gemían.– ¡Ése nombre está maldito! ¡El amo les
hará pagar por pronunciarlo en su morada! – Exclamó el marinero al embestir al
joven escritor.
El cuerpo de Luca salió disparado hacia la fosa, donde el agua se transformó
en miles de brazos pálidos y deformes que aguardaban ávidos por él.
-‐ ¡¡Luca!! – Se apresuró a retenerlo Elena por el saco, evitando que el joven
escritor cayera al pozo.
-‐ Gracias, eso estuvo cerca. – Jadeó Luca, a la vez que le echaba un rápido
vistazo a las interminables aguas negras que se sacudían violentamente
dentro de aquél pozo.
-‐ Tenemos que salir de aquí, rápido. – Lo instó Elena, ayudándolo a ponerse
en pie.
Guiados por un difuso halo de luz que se divisaba a la distancia, ambos corrían
sin saber a ciencia cierta hasta a dónde los llevaría el otro lado de aquella oscura
gruta. Y justo cuando Elena sentía los rayos del sol palpar su rostro, Luca tropezó.
-‐ Sigue sin mí; éste cuerpo... – Dijo Luca entre carraspeos. – los huesos me
duelen y mi brazo… ¡Maldita sea! – Gritó, presa del dolor. – Elena… Tienes
que irte.
-‐ No. – Fue su única respuesta, pese a que vislumbró por sobre del hombro
del escritor el demacrado rostro del marinero acercándose a ellos
rápidamente.
-‐ Vete. – Jadeó Luca una vez más, llorando de la rabia. “No debí arrastrarla
conmigo.” Se lamentaba a sus adentros.
-‐ No. – Respondió de nuevo, al tiempo que se hincaba para poder abrazarlo
y hundir de nuevo su rostro en el regazo de Luca. ¡Qué extraordinaria paz
sentía al hacerlo! Temblando, ella apartó la mirada de aquel pútrido ser que
se hallaba orgullosamente erguido a espaldas del escritor y no pensó en
nada más que en el cálido abrazo de Luca.
-‐ ….Carne y huesos... – Rugió el marinero, entre terribles carcajadas que
terminaron por dislocarle la quijada. Así, el marinero mostró sus colmillos y
su rostro se desfiguró hasta despojarse de cualquier rastro de humanidad
que restara en él; quedando reducido a una mueca eterna que jamás habría
de morar en paz.
Las aguas del pozo se alzaron como finos pedazos de niebla y de entre
ellas emergieron suplicantes manos huesudas y pútridas, rasgándoles las ropas a
Elena y Luca.
¡Qué exquisitos envoltorios de carne había enviado el amo para ellos! … Las
voces funestas de esas almas condenadas pronto inundaron el silencio de la
oscura caverna.
Con los ojos cerrados, Elena y Luca se aferraron entre sí. Pues un helado
estremecimiento les recorrió las venas; y por un brevísimo instante no oyeron
nada más que silencio… Entonces un infernal maullido ecó en cada rincón.
Cuando abrieron los ojos, el gato Espanto se hallaba entre ellos y el marinero, con
ademán protector.
-‐ ¿Espanto? – Musitó Luca aliviado.
-‐ Veo que te rehúsas a cambiar, fantasma infernal. – Emergió del otro lado
de la gruta, una suave voz, tan grácil como autoritaria. Su cuerpo astillado
se movía con dificultad, y los colores pastel que coloreaban su dulce rostro
estaban desgastados por la humedad. – No me dejas opción... ¡Espanto! –
Llamó al gato, y de inmediato éste saltó a su lomo. – “Ojos maliciosos que
rondan en la oscuridad. ¡Innombrables y ocultos! Sus garras jamás me
alcanzarán, envidiadme pues jamás he de morir.” – Se movieron sus rígidas
mandíbulas de madera, pero fue otra voz tan baja y suave como el suspiro
del viento la que salió de aquella garganta, y redujo a polvo a las envidiosas
criaturas que custodiaban la entrada de La Castilleja.
-‐ Esa voz... la conozco. – Habló Luca con voz trémula. –… ¿Lelouch?
-‐ Hace tiempo que nadie me llama de esa manera, Luca. – Respondió
Espanto, al tiempo que en su hocico se dibujaba aquella mueca burlona tan
característica de Lelouch Castilleja.
***
Con sus grandes ojos de cristal, la Títere Ékster miraba fijamente a los dos
humanos. Era tan fascinante que alguien de carne y hueso cruzara la “Garganta
del infierno” sin terminar hecho una nube de azufre, que apenas resistía la
tentación de palparlos con sus largos dedos astillados y sentir por ella misma
aquél calor que de su sangre emanaba. Pero ante todo ella era una dama… sin
embargo entendía perfectamente el por qué las desdichadas almas de La
Castilleja anhelaban tan vorazmente ése par de cuerpos. La carne cosquilleante y
cálida, la sangre vibrante corriendo por sus venas al ritmo del reloj que residía en
el lado izquierdo de sus pechos. Eran tan suculentos… Pero Petrú le había
obsequiado aquel cuerpo rígido y hueco, con su magia la había mantenido a salvo
de sucumbir a la envidia y desesperación de la que todos los espíritus eran presas
en aquél lugar. Y una dama jamás socavaría un obsequio tan valioso como ése.
Además, Lelouch se enfadaría con ella si lo hacía. Así pues, Ékster estiró uno de
sus brazos en dirección a Luca y Elena.
-‐ Síganme, debemos andar mientras ella está distraída. – Los apuró Ékster a
la vez que los guiaba hacia la salida. Sin embargo ni Luca ni Elena, se
movieron. Al percatarse de ello, con dificultad la títere hizo crujir su cuello
al girar la cabeza completamente. – ¿Sucede Algo? – Les preguntó
cordialmente a sus invitados; se le ocurrió que tal vez tendrían hambre. Ella
ya no recordaba ésa sensación, pero Lelouch a menudo le contaba del
apetito insaciable que le atacaba cada que visitaba el mundo de los vivos; o
mejor dicho cada que lo intrudía.
-‐ Sucede mucho. – Espetó Luca, rechinando los dientes de la rabia.
A estas alturas, ni Elena ni Luca se asombraban de los fantasmas, de las
muñecas parlantes, ni siquiera de haber ejecutado de manera tan asombrosa un
hechizo tan complicado como el que acababan de recitar para atravesar “La
Garganta del infierno.” No, sus mentes estaban obsesionadas con el poder de
aquél brujo embustero que casi hace que los maten; y que ahora se presentaba
ante ellos en la forma de un gato muerto. Tan fresco y sereno, como si nada
hubiese acontecido.
-‐ Ese gato – Continuó Luca. – ¿Es Espanto?
Si Ékster aún pudiera sonreír, lo habría hecho en ese mismo momento. – Si, lo
es. – Respondió acariciando la cabecilla del gato gris que descansaba en sus
hombros.
-‐ Pero hace unos instantes, habló como Lelouch. – Le refutó Luca,
contrariado.
-‐ También lo hice yo. Eso no significa que yo sea Lelouch. – Dijo la títere, y
aunque el rostro de Ékster permanecía imperturbable, su tono de voz les
hizo pensar a Elena y Luca, que ésa muñeca gigante de madera estaba
burlándose de ellos.
-‐ ¿Entonces, qué significa? – Inquirió molesto, Luca.
-‐ Significa que Ékster no es un títere. – Respondió el gato Espanto, al tiempo
que de un salto descendió del hombro de Ékster. – Pero no creo que
ustedes sean capaces de entenderlo. Aunque admito, que planeaba
regresar al mundo real un par de veces más para divertirme un poco, pero
su llegada me tomó por sorpresa. Así que puede que sean más listos de lo
que esperaba; para tratarse de un par de títeres huecos.
En uno de esos arranques de enojo, que de tanto en tanto hacían al joven
escritor perder los estribos, se agachó precipitadamente para coger bruscamente
al gato por el lomo. Y tan pronto lo hubo hecho, lo lamentó al escuchar el súbito
crujir de su espalda.
Desde luego que aquella breve pero marcada ironía no pasó desapercibida
para la títere Ékster.
-‐ ¡Ea Luca! “Cosa mezquina es un viejo.” ¿Verdad? – Se burló Lelouch, al
tiempo que su diminuto cuerpo pendía del morrillo que Luca sostenía en
sus manos furioso.
El gato no tenía ojos, tan sólo párpados entretejidos con un grueso hilo
negro, y sin embargo Luca sentía el perverso mirar plateado de Lelouch
atravesándole el alma siniestramente. Lo soltó de inmediato, pues no deseaba
terminar como el payaso Radú.
-‐ Déjate de juegos Lelouch. – Le amenazó Luca con la voz entrecortada,
pues cada que respiraba el pecho le dolía terriblemente.
-‐ Lo lamento, había olvidado que no tienes sentido del humor. – Farfulló
Lelouch, lamiendo elegantemente una de sus patas delanteras.
-‐ ¿Eres Lelouch o Espanto? – Preguntó de repente Elena, maravillada.
No podía creer que al fin el “Demonio de Ojos Negros.”, se hallaba ante
ellos. Había tanto que quería preguntarle…
En un gesto marcadamente humano, el gato inclinó la cabeza vacilante. –
Ambos. – Espetó.
Luca le había advertido que era imposible entablar una conversación
coherente con Lully. Pero al menos en lo tocante al asesinato que había cometido
contra la mujer que supuestamente él amaba, Elena creyó ingenuamente, que
sería sensato… No podría haber estado más equivocada. Conteniéndose, Elena
oprimió los puños. – Eso es imposible. – Espetó Elena entre dientes.
-‐ Bien, entonces soy ninguno. – Respondió Lelouch, al tiempo que de
nuevo trepaba a los hombros de Ékster.
-‐ Eso también es imposible. – Espetó Elena impaciente.
-‐ ¿Entonces, qué es lo posible Señorita Elena? – Preguntó Lelouch,
echando sus orejas hacia atrás maliciosamente.
-‐ … Uno de los dos. – Habló Luca, haciendo un esfuerzo mayúsculo por
no sofocarse al hacerlo. Pero se le ocurrió que si la respuesta era
“Espanto”, entonces su querido gato nunca había existido en cuyo caso
le sería más fácil disponer de Lelouch ahí mismo. Pero si la respuesta
era “Lelouch”, entonces aquél cuerpo era prestado, y Luca no se
atrevería a dañarlo. – ¿Eres Lelouch o Espanto?
El gato sonrió. – Entiendo lo que piensas, Luca. Pero dime ¿Qué eres tú?
Alma o “carne y huesos”. – Arremedó la voz espectral de los espíritus que
moraban en La Castilleja.
-‐ Eso es fácil – Intervino Elena, segura de que su respuesta era la
correcta. – Somos alma.
Lelouch sacudió los bigotes y sonrió una vez más. – En ese caso
pueden marcharse ya mismo. Luca estará bien, aún después de que la
cicatriz en su mano haya consumido su cuerpo. – Dijo a la vez que con la
cabeza le indicaba a la Títere Ékster, que comenzara a andar.
-‐ ¡Aguarda! – Le pidió Elena, pues de pronto recordó algo importante de
la historia. – Tú… Solías repetirlo constantemente, “Este cuerpo no me
pertenece y éste pesar no es mío.”… Lo que quiere decir que el cuerpo
que habitas ahora es de Espanto, pero tú eres Lelouch. Eres… tú eres
ambos. – Respondió con un leve rubor en las mejillas. – Lo entiendo,
somos ambos. Ahora por favor, ayuda a Luca. Petrú no lo librará de la
maldición hasta que te llevemos ante ella… pero por otro lado si lo
hacemos…
-‐ Mi cuerpo envejecerá hasta las cenizas. – Terminó de decir Luca.
-‐ No sabemos qué hacer, pero tú eres “El Demonio de Ojos Negros.”; “El
señor Brujo.”…. deber haber algo que tú... – La voz se le fue apagando
lentamente, pues en realidad no tenía idea de qué podía hacer Lelouch
para ayudarlos. Pero al mismo tiempo, sabía que tampoco tenían a
quién más recurrir.
-‐ Me temo que nada podemos hacer, excepto... – Intervino de pronto la
Títere Ékster con una extraña y perversa cadencia en su voz. – La única
manera de vencer la maldición, es eliminando a la persona que la
conjuró sobre ti.
-‐ Pero Petrú está muerta. – Inquirió Luca, suspicaz. No le gustaba para
nada el giro que estaban tomando las cosas. – ¿Quieres decir que la
eliminaremos de éste lugar? ¡Eso sería borrar su existencia para
siempre de éste mundo! – Gritó Luca, provocando que la falta de aire le
sofocara.
-‐ Calma Luca, no tenemos opción. Además es un fantasma, ya está
muerta. – Lo tranquilizó Elena, dándole unas palmadas en la espalda
para ayudarlo a respirar. – ¿Cómo lo haremos? – Preguntó sin un gramo
de piedad o temor en sus ojos y voz.
Entonces el Gato rompió los hilos que le ataban los párpados, y sus ojos
plateados resplandecieron como un par de lunas llenas. –… Ésa clase de afecto
egoísta la meterá en líos Señorita Elena. Créame, sé de lo que le hablo. – maulló
Lelouch.
-‐ Eso no es asunto tuyo. – Gruñó Elena.
-‐ Tiene razón. Eres la última persona que debería estar dando consejos
en ésta cueva, considerando todo lo que has hecho. – Espetó Luca. –…
Dinos qué tenemos que hacer o lárgate de mi vista.
En todo el tiempo que llevaba conociendo al joven escritor, aquella era la
primera ocasión que lo veía lo suficientemente molesto como para que su rostro
adquiriera esa expresión amenazante, opacada ahora mismo por las tenues
arrugas que se habían extendido tan velozmente por su piel. El gato no hizo más
que sacudir la cabeza, sin embargo una secreta sensación de orgullo le inundó el
alma. ¡Era tan parecido a Mariano! Y sin embargo, su sangre también guardaba el
temperamento corto del “Cuervo Negro.” Aquella mezcla perfecta era tal y como
Lelouch hubiese deseado ser tiempo atrás… entonces su padre le habría amado
sin tener que combatirle constantemente; su alma hubiese sido tan reflexiva y
serena como la de su madre; y entonces él hubiera podido amar sin lastimar a
todos cuanto llegaron a quererle…. De pronto rió a sus adentros, ¡Qué mentiras se
le podían ocurrir a veces! …Lelouch amaba ser cómo era.
Sus ojos se tornaron negros de golpe. – Terminemos de una buena vez con
ésta absurda leyenda de la “Prisionera del Reloj.”
Dijo a la vez que por primera vez Ékster añoró la imperfecta calidez de su
antiguo cuerpo. Pues un corazón de madera no podía romperse de tristeza ni los
ojos de cristal sabían cómo llorar, y le parecía injusto que su alma aún recordara
cómo lamentar el fin de una vida tan dulcemente querida como la de la pequeña
Petrú.
19. VENGANZA.
La doceava campana ha repicado y el terrible silencio se ha postrado en la
tierra de la Castilleja, y ni siquiera los fantasmas sepia que surcan por los cielos se
atreven a emitir un chillido. En el horizonte, el sol brilla rojo como el fuego y
pareciera que de sangre ha comenzado a bañar las montañas lejanas. Las
figurillas danzantes de la plaza han echado sus cabezas hacia atrás, y con
grandes ojos vivaces buscan más allá de las nubes que se funden con el índigo
del cielo. – “Ya casi es hora.” – Mascullan vehementes.
Y desde las sombras, un par de ojos dorados sueñan con la llegada del
amado Payaso Pierrot que la librará de su eterna espera, pero al despertar no hay
nada más que polvo. Un sentimiento vengativo la corroe y un grito de
desesperanza retumba en cada rincón de La Castilleja. –“¡¡¡Volverás a casa,
Lelouch Castilleja!!!” – Resuena entre los engranajes sin aceite; el eco de una
promesa rota. Hace muchos, pero muchos ayeres.
20. ¡Pygmalion!.
Al llegar a la plaza, luminosos cristales de nieve descendían con delicadeza
desde el cielo púrpura; descomponiendo los rayos del sol en diminutos y difusos
arcoíris que coloreaban aquel piso blanco y negro; y bañaban los rostros
suplicantes de los habitantes de La Castilleja. Ocultando por breves instantes la
desesperación de sus almas perdidas y los oscuros garabatos que habían
devorado las córneas de sus ojos. Como aves de rapiña echaban las cabezas
hacia atrás con las bocas abiertas y aguardaban sin emitir sonido alguno, sin
darse cuenta de que se habían dejado consumir por el tiempo que marcaba
indiscriminadamente aquél reloj de metal.
- ¡Esto es hermoso! – Exclamó Elena, girando en círculos con los brazos
extendidos en dirección al cielo. Sin prestarle atención a las estatuas
vivientes que aguardaban las doce y media campanadas. – ¿No te lo
parece Luca?
El joven escritor había recorrido el camino con la ayuda de Ékster, pues el
malestar en su pecho le dificultaba el mantenerle el paso a Elena, sin embargo el
verla ahí se le antojó una visión que hacía valer cualquier sufrimiento. Las motas
de sol conformaban una suave aureola en torno a ella; su diminuto cabello rojizo
resplandecía a la par de los cristales que caían sobre su cabeza, y su infantil
danza le recordó la manera en que Lelouch había visto a Petrú por vez primera.
Había tal limpieza en su mirar, en su risa… ¿Era hermoso? Quería saber ella, no,
en lo absoluto. A los ojos de Luca no eran más que espíritus fúnebres rezando al
cielo por su salvación; pobres condenados a repetir el mismo sueño una y otra
vez. Pero porque ella estaba ahí, ése y todos los otros mundos eran hermosos. –
Supongo que lo es. – Respondió Luca, cuando al fin logró alcanzarla.
-‐ Éste tipo de cosas no son posibles en nuestro mundo, daría lo que fuera
por poder crear un mundo igual a éste. – Suspiró Elena, rodeando el
brazo de Luca. Al tiempo que la Títere Ékster se retiraba discretamente
de su lado. Se le ocurrió que pese a que su cuerpo de madera era más
fuerte y resistente, Luca prefería apoyarse en los hombros de Elena al
caminar.
Lelouch, que esquivaba con cautela los pies de la abstraída multitud, se
impulsó en sus patas traseras para brincar sobre la espalda encorvada y cansada
de Luca. – Yo solía pensar lo mismo; hasta que lo creé. – Espetó, observando con
descontento las miradas vacías de aquellos que habitaban en La Castilleja.
Elena frunció el entrecejo sin comprender del todo el desprecio que
destilaba de la voz de Lelouch, pues para ella ése mundo poseía una belleza
disonante e irreal. Era un mundo que vivía por la muerte, una muerte que jamás
llegaba. Un mundo incapaz de asumir su mera existencia; porque en tal mundo lo
fúnebre y lo fausto; lo obscuro y lo brillante; lo mezquino y lo benigno; vivía. Y a
esa vida la muerte no le acechaba porque ése mundo era muerte. Todo cuanto
habitaba en ése mundo, era sin tener que ser.
- Es tan hermoso, que resulta perverso y terrible. – Murmuró Elena,
mientras que uno de los cristales de nieve se derretía en su mano pues
con el calor que irradiaba de su cuerpo, aquellas estrellas de hielo
morían apenas caían del cielo.
-‐ Es la “jugarreta del diablo.” – Le respondió Lelouch, al tiempo que con la
cabecilla señalaba detrás de ellos a la Títere Ékster, que entre sus
manos astilladas acunaba un puñado de resplandecientes estrellas de
cristal. – Vida y muerte, imposible tener una sin la otra. A menos que
seas yo, claro. – Añadió en tono mordaz.
-‐ ¡Ah! Pero tú sufriste ambas cómo si la otra no existiera, eres una
aberración tanto para una como para la otra. Y ésa es su sentencia
“Señor Brujo”, no su proeza. – Le respondió Elena imitando a la
perfección la misma malicia con que Lelouch se dirigía a ellos cada que
pronunciaba palabra alguna.
Hubo un breve silencio durante el cual, Luca escuchó el nervioso crujir de
Ékster, cuando el pelo de Lelouch se erizó. No sabía nada de aquél Lelouch que
era su tío- tatara abuelo, pero Lully el joven vagabundo no toleraba las burlas a su
persona. Sin importar lo mucho que él disfrutaba reír a expensas de otros.
Pero entonces el cuerpecillo de Lelouch se relajó, y brincó de Luca a los
hombros de Elena. – Me recuerdas mucho a ella. – dijo de repente, con la
cabeza inclinada afectuosamente junto al cuello de Elena.
-‐ ¿A Ékster? – Inquirió Elena torciendo los labios.
Lelouch negó con la cabeza. – No, pero ella también se le parece mucho.
¿No crees?
-‐ ¿Hablas de Petrú? – Preguntó Luca confundido, pues no veía el
parecido entre ellas, tampoco.
-‐ Supongo que sí, porque también ella es su vivo retrato. O al menos,
solía serlo.
Elena y Luca se miraron encogiendo los hombros y con el ceño fruncido.
Era imposible comprender lo que decía el joven vagabundo, precisamente porque
había verdad en todo lo que hablaba pero también guardaba una intención de
mentira y burla en cada palabra que parecía elegir con sumo cuidado y
premeditado descaro. Sin embargo aquello rompió algo dentro de Elena y provocó
una cálida sensación que le inflamó de felicidad, al escucharle expresarse así. Y
sintió lo mismo que Don Chema había sentido mientras conversaba con Lelouch,
pues sólo habían conocido a otra persona que hablara de la misma manera. – Tú
también me la recuerdas mucho. – Espetó Elena con una sonrisa, al tiempo que
acariciaba la cabeza de Lelouch.
Entonces Lelouch se apartó de su lado, y regresó con Luca. – Pensándolo
bien, tal vez no te le pareces tanto. Pero igual me agradas, Señorita Elena. – Dijo,
echando ambas orejas hacia atrás.
Luca se les quedó mirando, no se había percatado de lo similares que ése
par eran. E incluso, quizás por aquella forma felina que Lelouch guardaba en La
Castilleja, el parecido entre ellos se había acentuado al punto en que sus almas
parecían estar cortadas por la misma tijera. Aquél pensamiento lo abrumó, y el
joven escritor se llevó una mano a la frente, la falta de aire lo estaba mareando y
el persistente dolor en su mano derecha estaba provocándole náuseas.
-‐ Luca ¿Te encuentras bien? – Preguntó Elena, pero Luca no alcanzaba a
escuchar el sonido de su voz. – ¿Luca? –…Nada. Más que el estrépito
de las olas del mar y el murmullo de varias voces que convergían en
una sola dentro de su cabeza. “Tráelo a mí Lucas Castilleja… cumple tu
promesa…tráelo ante mí.”
-‐ …Es…ella. – Se las arregló para hablar. – Es Petrú.
Entonces Elena tomó de inmediato la mano derecha de Luca; y comprobó
aquello que temía. Las manecillas en la cicatriz se habían movido de nuevo,
marcando la media noche.
-‐ Déjame ver tu brazo. – Espetó Elena, mordiéndose los labios para no
dar paso a la angustia que se acumulaba dentro de ella. Pero Luca negó
con la cabeza, pues el dolor en su pecho no era provocado únicamente
por el deterioro de sus pulmones; sino porque la cicatriz se había
expandido. Sin decir más nada, Luca se abrió el saco y desabotonó los
botones de su camisa, dejando al descubierto su pecho ennegrecido por
una oscura masa de carne dura y azulada. Elena se llevó una mano a la
boca.
-‐ La pequeña Petrú está impacientándose. – Espetó Ékster con un tono
extrañamente dulce y maternal, al ver la piel chamuscada de Luca.
-‐ Tu cuerpo está muriendo. – Declaró Lelouch. – Debemos evitar que el
minutero de la cicatriz avance más…
-‐ Lo sé. – le interrumpió Luca, a la vez que se abotonaba de nuevo la
camisa, suprimiendo los gestos de dolor que aquella sencilla acción le
provocaba. – Cuando de nuevo marque las 12:30, todo habrá terminado.
En ése instante un estruendo sacudió la nefasta quietud que reinaba en La
Castilleja; el reloj gigante acababa de dar las doce y media campanadas. La
vibración de los treinta repiques zarandeó los suelos, el mar y hasta las altas
montañas que se ocultaban tras las nubes cambiantes de aquella ciudad olvidada.
Todo pareció rugir a la par de las campanadas, como si la tierra misma se hubiese
extendido dentro del corazón de aquellos que fervorosamente aguardaban por el
Pygmalion; y cuando las campanas cesaron su cantar un zumbido sordo persistió
en los oídos de Luca y Elena. Un zumbido, que no era tal, sino más como un eco.
Una voz sorda que no conseguían escuchar del todo, sin embargo aquél siseo los
compelió a echar sus cabezas hacia atrás igual que hacían el resto de los
habitantes de La Castilleja.
Y sobre del sol, sus ojos avistaron un centenar de enormes globos
aerostáticos de colores que lentamente flotaban en dirección a la plaza.
Trompetas, violines, y tambores, entonan una alegre melodía cuyo ritmo se
encandece a medida que los coloridos globos se acercan a la plaza; los rayos de
sol que inciden sobre los globos liberan luminosas estelas de color que semejan el
resplandor de las estrellas. Y desde las barquillas doradas que penden de los
globos, los artistas del circo comienzan su intrépido descenso.
-‐ ¡Pygmalion! ¡Pygmalion! ¡Pygmalion! – Claman todos los presentes,
contada Elena entre ellos.
Largas sirgas de seda color pastel caen de las barquillas, y asidos a ellas
cuelgan los trapecistas con trajes de lentejuela; columpiándose de un globo a otro
y dando piruetas en pleno aire. – “Parecen mariposas”, piensa Elena. – A la vez
que uno de los globos libera una parvada de cuervos furiosos que se deja ir contra
las personas, pero antes de que nadie salga herido, los cuervos se transforman en
una lluvia de lirios rojos. Uno de ellos, lo ha tomado Luca para colocárselo en el
cabello a Elena.
Rápidamente los globos empiezan a perder altura, y los malabaristas son
los primeros en saltar al centro de la plaza con mazas y diábolos prendidos en
fuego. Cuando terminan el número, se agrupan para formar con los instrumentos
la figura de un dragón en llamas. Asombradas, las personas aplauden y entonces
¡BUM! El dragón y los malabaristas desaparecen y en su lugar un enorme
elefante de metal pintado de colores vivos, saluda a todos con la trompa.
Los globos que ya han terminado de descender, comienzan a desinflarse.
Mientras que del estómago del elefante de metal, dos compartimentos se abren;
por un lado salen los tigres, leones, caballos, y elefantes de carne y hueso; y por
el otro los domadores. Las bestias rugen y relinchan asustadas ante la presencia
de tantos extraños, pero entonces los adiestradores extienden las bolsas de los
globos para conformar un extenso manto con el que cubren a los animales. Pero
por más fuerza que los domadores pongan, el manto sigue zarandeándose, hasta
que un grupo de zanqueros ataviados con trajes negros y máscaras doradas se
unen a la lucha. Entonces, las inquietas bestias bajo el manto comienzan a perder
su forma, los rugidos se apagan, y cuando el manto se queda plano y estático en
el piso; los domadores le prenden fuego.
-‐ Luca... – Murmura Elena angustiada, pues detesta la idea de tener que
presenciar la muerte de los animales en primera fila.
-‐ Tranquila, seguro que es parte del espectáculo. – Le asegura Luca,
mirando de reojo a Lelouch que tan tranquilamente lame una de sus
patas, sin prestarle atención a nada de lo que está pasando.
El incendio de la carpa, ha dejado en el piso una mancha cenicienta en
forma de estrella. Todas las personas de la audiencia contienen la respiración.
Entonces la estrella comienza a hacerse más y más estrecha; hasta que
lentamente adquiere forma humanoide. La obscura silueta crece y crece; a lo
ancho y largo de la plaza; hasta que de ella surge, como si de una oruga se
tratase; un payaso envuelto en una capa púrpura. Su rostro y cabello todo pintado
de blanco, enfundado en un aristocrático traje negro con motes purpúreos; de
apariencia fría y lunar. Pero de palabras rápidas, elocuentes e irónicas.
-‐ ¡Mis queridos peones, apaleados por el patético palo de sus
pretenciosos amos de ébano y marfil; Sus paradójicos príncipes y
princesas de carnes y huesos! Permítanme que sea Pierrot que con sus
payasadas y parlantes parlerías, sea el que purgue las penas de sus
apesadumbrados pescuezos, perdidos y profanos en éste tan pintoresco
purgatorio; que con penas pero sin pesares hemos, poseído en los más
parduscos de nuestros pasados y presentes días. Y sin más
preámbulos, paradigmas ni parajismos por parte de éste peculiar
personaje, permitan presentar a la: peregrina prodigiosa principesca
pretenciosa proverbial y peligrosa preciosura del Pygmalion
¡¡¡Petrushka!!!
La multitud explota en silbidos y ovaciones, al tiempo que el apuesto
payaso se desprende de su capa. Y cuando la arroja en el aire, de ella nacen tres
extensos mantos azules, adornados con soles dorados que al tocar el suelo se
inflan como los pulmones de un gigante y se erigen hasta conformar una inmensa
carpa con barrotes dorados y banderines que ondulan traviesamente en la cima; y
lucecillas que alumbran la entrada que da la bienvenida al público del Circo
Pygmalion. Entre empujones y golpes, la gente enloquecida se amotina para ser
los primeros en entrar, sin embargo Luca y Elena permanecen estupefactos e
incapaces de mover un solo músculo.
-‐ ¿Creí que le habías cortado la lengua? – Murmura Luca, pero cuando él
y Elena giran la cabeza se dan cuenta de que Lelouch ya se halla frente
a la entrada del circo.
– ¿No vienen? – Les invita Lelouch, al tiempo que se pierde dentro la
penumbra de aquella magnífica carpa.
-‐ Elena... – Comienza a hablar de pronto Luca con voz débil. Sabe que
Petrú estará allá adentro y que en el momento mismo en que Lelouch se
muestre ante ella… su fatal deseo será cumplido.
-‐ No tengas miedo niño. – Espeta la Títere Ékster, al tiempo que coloca su
mano en los hombros de Luca para ayudarlo a armarse de valor. – Yo
también creí que era el fin, y heme aquí. Él no la dejará ganar, tan
fácilmente. – Espeta Ékster, a la vez que un par de grietas se abren en
su rígida cara, pues una maliciosa sonrisa ha intentado asomarse.
En silencio Luca inclinó la cabeza para observar de cerca la cicatriz en
su mano, y sin quererlo se halló a sí mismo aceptando con total resolución su
propia muerte como algo inevitable. Una sensación de claridad le recorrió las
venas y el torbellino de imágenes desconectas que su cabeza había sido hasta
ése pequeño instante, se disolvió y tan sólo quedó en él resignación, o mejor dicho
rendición total. Sonrió con cierto pesar, pues se le ocurrió que si Elena o Lully
leyeran su mente sin duda lo molerían a golpes hasta el cansancio. Pero no podía
hacer nada para sacudirse aquella sensación; la carga de su vida estaba
disipándose con el pasar de las manecillas que Petrú había marcado en su carne.
Pronto el molesto crujir de sus huesos, los temblores de sus manos, el dolor al
respirar; todo terminaría y no tendría que arrastrar más aquél cuerpo marchito. –
“Ahora entiendo porque la gente anciana siempre sonríe.” – Pensó a sus adentros,
cuando de improviso Elena cogió su mano.
-‐ Vamos. – Le alentó sonriendo Elena. – Eres heredero del “Cuervo
Negro”, no lo olvides Luca… Los venceremos y regresaremos a casa, y
escribirás un libro maravilloso sobre todas las cosas que hemos vivido.
Tu papá y tú harán las paces; y tu mamá me mostrará todas las fotos
vergonzosas de cuando eras un bebé. Comprarás un anillo
ridículamente grande que tendré que forzarte a darme porque cada vez
que intentes preguntarme si deseo ser tu esposa te acobardarás al
último momento, entonces construiré una casa en forma de laberinto en
la que vivamos juntos, que después tendremos que derrumbar por ser
un peligro para todos los vecinos…y un buen día cuando ambos
tengamos la misma piel arrugada, dormiremos tranquilamente y nos
despertáremos sin saber si todo esto fue un sueño o no…
Estaba equivocado. Pensó Luca. – No es por eso que los ancianos
sonríen. – Espetó, a la vez que tomado de la mano de Elena se adentró en
la oscuridad del Circo Pygmalion.
-‐ ¿Los has visto Petrú? – Murmuró la títere Ékster a la vez que alzaba su
cabeza para encarar en dirección del ventanal más alto de la torre del
reloj. – No llores más pequeña. – Respondió. – Pronto lo llevaremos
ante ti. – Masculló Ékster al entrar en la carpa del Circo Pygmalion.
21. RADÚ.
Entre salvajes vitoreos, hicieron su entrada la compañía de artistas al centro
de la monumental pista. Los caballos bailoteaban sobre sus ancas al llamado de la
pandereta que su domador tocaba, los zanqueros lanzaban llamas de sus bocas,
tres osos se paraban de manos jugando pelota con el mayor decoro, y un grupo
de equilibristas formaron una pirámide mientras caminaban en la cuerda floja
sobre las cabezas de la audiencia. Y desde el techo una pareja de acróbatas
pendían de un par de gruesos jirones dorados; como si danzaran en el aire daban
volteretas sin nunca soltarse de la luminosa tela. Entonces una orquesta de
violines, flautines, cítaras y tambores avanzó entorno de la pista entonando una
grave música de ensueño; y con sus palmas la audiencia marcaba el compás de la
alocada melodía; al tiempo que un grupo de alegóricos bailarines hacía su entrada
triunfal. Vestían extraños trajes de corte antiguo ornamentados con plumas y
espesas pelusas de colores, que en conjunto con el maquillaje y las máscaras les
conferían un aspecto animalesco y feroz. Sus ademanes eran frenéticos y sin
embargo sus cuerpos se sacudían con movimientos estéticos y de intricada
majestuosidad.
¡Era un frenesí de música y color!
Con gran esfuerzo Luca y Elena habían logrado abrirse paso entre la
multitud que (ayudada por la orquesta) entonaba una delirante canción de amor en
una lengua gutural que ambos desconocían.
-‐ No logro ver ni a Lelouch ni a Ékster por ningún lado. – Exclamó Elena
por encima de aquél estruendo, renuente a despegar los ojos de la pista.
– Lelouch debe haberse escabullido entre el gentío, pero ¡Estaba segura
de que la títere venía tras nosotros!
-‐ No debimos apartarnos de su lado. – Masculló Luca, cuando de pronto
un grave grito lo silenció todo.
Asustadas, las personas se pusieron de pie estirando sus cuellos para
buscar de dónde es que provenía el desgarrador grito. Al tiempo que la sombra de
un hocico con colmillos se proyectaba al centro del ruedo; y rápidamente crecía
hasta engullir a los músicos, los animales, los trapecistas y todo cuánto se hallaba
en la pista. Rápidamente la sombra fue creciendo y creciendo hasta que la carpa
quedó sumida en la más absoluta y fría obscuridad.
Una gota de sudor resbaló por la nuca del joven escritor; mientras que
Elena se aferraba de su brazo pues a momentos presa del miedo, olvidaba el
malestar que aquejaba a Luca.
Un repique de satánicas carcajadas ecó en la negrura voraz, y un violento
viento sacudió la carpa hasta hacerla crujir y casi derrumbarla. Entonces un trueno
iluminó dramáticamente el centro de la pista, descubriendo las figuras del Payaso
Piérrot y la bailarina Petrú, envueltos en un tierno abrazo. El violín suave se dejó
oír, apenas acariciando sus cuerdas. A la vez que el par de cuerpos se
desenvolvían en una serie de movimientos majestuosos, y ademanes lentos y
solemnes; acariciándose el uno al otro con infinito fervor. Volviendo en hielo fino
todo cuanto sus pies pisaban, girando y girando en redondo hasta que él la
levantó gentilmente por encima de su cabeza para luego colocarla en el suelo;
como si temiera romperla entre sus manos. La tierra parecía girar caóticamente
bajos sus pies, y el público cautivado por la encantación que su danza conjuraba,
quedaron sumergidos en el más solemne mutismo.
-‐ ¿Acaso no les provoca náuseas? – Habló Lelouch de repente con voz
queda, al tiempo que saltaba a los hombros de Luca.
-‐ ¿¡Dónde te habías metido?! – Musitó Luca.
-‐ Disculpen pero… ¿Ven lo mismo que yo? – Intervino de pronto Elena,
con expresión contrariada sin perder de vista la grotesca danza que
estaba tomando lugar al centro de la pista.
El escritor asintió desviando la mirada de aquella ridícula burla, que nadie
más parecía notar.
Al centro de la pista el Payaso Piérrot bailaba de la mano de una
espeluznante muñeca de porcelana. Con un rostro vacío y garabatos negros en
donde debieran hallarse los dorados ojos; el trabajo de un artesano inexperto sin
duda alguna. Vestía un tutú rosa pálido y se desplazaba torpemente de un lado a
otro pues con los brazos y piernas colgando sin dirección, sus movimientos
resultaban tiesos y acartonados. Sin embargo, desde las butacas todos le
lanzaban flores y le silbaban elogiando su belleza; aclamando fervientemente el
nombre de “Petrú”.
-‐ No es ella. Esa no es Petrú. – Espetó el escritor.
-‐ Eso supuse. – Replicó Elena, aliviada. – Pero entonces ¿Dónde está?
Creí que la llegada del Circo Pygmalion es lo que ella añora más que
nada en el mundo.
-‐ Ustedes aún no entienden el por qué están aquí ¿Verdad? – Inquirió
Lelouch, erizando el pelo de su lomo, y dejando entrever sus largos
colmillos al esbozar algo similar a una sonrisa.
Elena frunció el entrecejo y cuando se disponía a preguntarle a Lelouch
qué era lo que quería decir, una pesada mano se apoyó en el escuálido hombro
de Luca.
-‐ ¿No te lo dije “cuatro ojos”? ¡Es hermosa! – Exclamó efusivamente,
Gitano. Echando de un lado a Elena, sin siquiera percatarse de su
presencia. – Pero te advierto, no vayas a ser tan ostentoso con tu afecto
escritor, o ése desgraciado le hará daño. – Le advirtió Gitano a Luca
con expresión sombría.
Elena y Luca, intercambiaron miradas, pues ella estaba conteniéndose de
gritar al reconocer la navaja de hoja roja que colgaba del cinto del robusto
muchacho.
Los trágicos fantasmas del pasado, hablaban y se ruborizaban con tanta
candidez como los vivos; y sentían la vida vibrar aún más en sus venas secas. Así
pues la historia de La Castilleja estaba de nuevo en marcha para reescribir su fatal
desenlace; y sin embargo Lelouch no hizo más que maullar tranquilamente sobre
el hombro del joven escritor.
-‐ ¡¡Bravo!! – Exclamó Gitano, sin despegar la vista de lo que a sus ojos
era una belleza prodigiosa. – ¡¡Mil veces bravo, pequeña Petrú!!
La danza macabra continuaba prolongándose sin dar razón del tiempo; el
payaso Piérrot besaba la fría mano de porcelana y sus ojos negros contemplaban
con adoración el rostro de aquella desdichada bailarina que no puede sino guardar
su misma sonrisa hueca en forma de media luna. Pronto Luca y Elena
comprendieron que aquél triste espectáculo celebraba la muerte y alababa el
terror de perder todos los placeres terrenales que los vivos – ¡Afortunados ellos! –
gozaban como si fuesen dioses eternos sobre la tierra.
Perturbado por aquella funesta visión, Luca apartó la vista del ruedo y se
dirigió a Gitano, con la más confidente y calma voz de la que era capaz. –Gitano
¿De casualidad sabes si es posible que hablemos un momento con Radú? –
Pronunció temeroso, aquél nombre.
-‐ ¿Radú, has dicho?... ¡¡Nunca debes pronunciar ése nombre maldito en
presencia del amo!! – Espetó trastornado, apartando por primera vez la
vista de la muñeca danzante. – Radú, Radú, Radú, Radú... – Musitaba,
a la vez que se dejaba caer de rodillas escondiendo el rostro entre sus
manos. – ¡¡No lo hagas!! ¡¡No la lleves de mi lado!! – Gritó al tiempo que
las lágrimas surcaban su rostro. – ¡¡¡Lelouch!!!...Maldito sea tu nombre…
¡¡Maldito cien veces seas!!
Como si de una encantación rota se tratase, la música dejó de tocar
abruptamente y la desdichada muñeca cayó azotada; rompiéndose en diminutos
pedazos que nadie se molestó en volver a juntar. Despacio la mirada del payaso
Piérrot se posó, primero en el pobre Gitano que lloraba desconsolado y después
sobre el par de intrusos que intentaban confortarlo.
Sin pronunciar palabra el payaso se abrió paso entre la audiencia – que
observaba todo desde la sombras – con pasos tranquilos y livianos. Cuando hubo
estado a unos pies de distancia del par de intrusos, detuvo su oscuro mirar sobre
el gato que yacía en los hombros del joven que portaba consigo la jugarreta del
diablo; labrada en su mano derecha.
-‐ Amigo mío ¿Qué nombre es el que has llamado? – Inquirió de pronto el
payaso con ademán compasivo, arrodillandose a un lado de Gitano.
Elena y Luca, contemplaban al payaso con ojos atentos y ávidos. Su rostro
delgado y de afables rasgos permanecía oculto bajo el pesado maquillaje blanco y
negro; su cabello oscuro cubierto por una capa harinienta. La larga gabardina
púrpura con estrellas negras, la camisa de mangas anchas con puño fruncido;
pero aún con todo lo que llevaba encima, le delataban sus grandes ojos negros y
su voz baja y servicial. Tan distinta de la del “Payaso Piérrot.”
-‐ …¡¡Fue culpa mía!! – Lloraba Gitano, hundiendo el rostro en los
hombros del payaso. – Lelouch… nos condenó a todos…
-‐ Gitano, no comprendo lo que dices... – Respondió Piérrot. – ¿Por qué
repites ése nombre?
-‐ ¿Radú? – Intervino el escritor tímidamente. A la vez que sutilmente
posaba su brazo delante de Elena con ademán protector.
Entonces el payaso se incorporó despacio, con los ojos entornados
inclinó su cuerpo para examinar a Luca más de cerca, llevó sus largas manos
hacia su rostro y palpó cada una de sus arrugas. Todo él estaba frío y rígido, por
lo que la calidez que emanaba de Luca le provocó una penosísima sensación que
lo obligó a retroceder casi de inmediato, no sin antes dirigir una larga y detenida
mirada al gato gris que descansaba tan plácidamente en el hombro del joven
escritor.
-‐ ¿Sabes algo? Tienes un gran parecido a alguien que conozco o conocí.
– Habló el payaso con voz cordial y serena. – En otro tiempo, en otro
lugar… otro final.
-‐ ¿Hablas de Lelouch? – Intervino Elena de repente, asomando la cabeza
por encima del brazo de Luca. – Son parientes así que…
-‐ ¿Parientes? – Sonrió el payaso. – Recuerdo que tuve de esos alguna
vez. ¡¡Eran figurillas de plata!! – Irrumpió en risas histéricas. – ¡Cerdos
con alas de colores! … Igual que ustedes.
La mención de aquél nombre provocó que el pensamiento del payaso
saltara de una imagen terrible a otra. Petrú con los grandes ojos dorados abiertos
e inexpresivos, su cuerpecillo bañado en lirios rojos y flotando entre la espuma de
las olas. La sangre espesa expandiéndose en la arena del circo… y luego las
llamas. Como grandes flores naranjas y rojas, consumiéndolo todo a su paso.
-‐ “Lelouch”… ¡Jamás deben pronunciar el nombre maldito! – El espectral
payaso comenzó a sollozar, y sus lágrimas escurrieron el maquillaje de
su cara confiriéndole un aspecto grotesco.
Entonces un recuerdo más azotó a Luca súbitamente; su abuelo tendido en
la cama, intentando ocultarse entre las sábanas sucias de su lecho de muerte, con
la boca muy abierta gritando de horror. Y el Payaso Piérrot entonando un verso de
un poema sinfónico que a menudo tocaba en el tocadiscos de su abuelo… “Henri
Cazalis o Saint Saens; uno de ellos era el autor o tal vez ambos.” no lo sabe bien
Luca. – “Zig, zig, zig, La muerte en cadencia, pateando un sepulcro con sus
talones. La muerte a medianoche entona un baile con precisión, Zig, zig, zag, en
su violín.” – Sin querer repitió en voz alta aquellas palabras, Luca.
-‐ ¡¡Calla. No soporto el sonido de tu voz!! – Gime el Payaso Piérrot. Al
tiempo que el circo se obscurece y los rostros hambrientos de la
audiencia comienzan a amotinarse en torno de Elena y Luca. – Si van a
quedarse con nosotros, necesitarán un cuerpo nuevo. – Declara con voz
furiosa, el payaso. Cubriéndose la mitad del rostro con sus manos
temblorosas.
Confundida, Elena inclinó la cabeza y se aferró del brazo de Luca. – No
comprendo, creí que deseaba nuestra ayuda. Los muertos desean nuestra ayuda
¿O no? – Le murmuró al oído, pues no se atrevía a hablar por encima de las
terribles carcajadas del Payaso Piérrot.
-‐ Ya no más. Radú, detente. – Habló Gitano con voz queda, aún sin ser
capaz de ponerse en pie. – Si deseas castigar a alguien… yo fui el
culpable. Sólo, ya no más Radú. Por piedad, ya no más. – Repitió
fatigado.
El payaso cesó las risas, y se descubrió el rostro. Revelando debajo del
blanco maquillaje y la negra pintura en los labios, el rostro repulsivo. Demacrado
por las marcas del rencor y el odio. – ¿Radú, has dicho?... ¡¡Yo soy Piérrot!!
¡Dueño y señor del corazón del Pygmalion; del corazón de Petrú! – Exclamó entre
malévolas risotadas, a la vez que de sus uñas crecían filosas garras negras. –… Y
no admitiré al heredero del “Demonio de Ojos Negros” en mi morada. – Declaró
finalmente, al tiempo que se disponía a asestar sus garras contra Luca.
Fue entonces que el gato saltó hacia Piérrot y enterró sus diminutas
garras en su terrible rostro. Cuando el gato hubo caído al suelo, no lo hizo sobre
sus cuatro patas sino sobre ambos pies; su pelaje gris desapareció y en su lugar
una larga cabellera negra caía desordenadamente sobre sus hombros. Así pues;
Ataviado con una larga gabardina carmín con botones y hebillas dorados, camisa
y botas negras, el sombrero de Heysol sobre su cabeza y apoyado con gesto
cansino en el bastón plateado de su maestro; ante ellos se presentó finalmente
Lelouch Castilleja.
-‐ ..Lully… ¿¡Por qué sigues regresando, una y otra vez?! ¡Por qué sigues
atormentándonos!– Gimió Gitano, dando rienda suelta al llanto
desgarrador que tanto había luchado por contener.
-‐ ¡Anda Gitano, seca esas lágrimas! – Le silenció Radú, a la vez que
realizaba una burlesca reverencia. – Que el amo, al fin ha regresado a
pagar por sus pecados. – Espetó siseando con la misma perversidad de
que una serpiente era capaz.
Durante un brevísimo instante Lelouch permaneció muy quieto plantado
frente de Luca y Elena, pensando en los azules que el cielo de La Castilleja había
desplegado en el pasado y en aquellos que había amado bajo su sombra; hasta
que en la comisura de sus labios se dibujó la mueca de una malévola sonrisa. –
En lo absoluto dulce Radú, ve lo que tus pecados le han hecho a tu cuerpo.
¡Tratándose de mí, terminaría hecho un monstruo si permito que mi cuerpo tome
la forma de mis pecados! – Declaró, a la vez que desenvainaba la espada
conciliada dentro del bastón plateado.
En un parpadeo Radú se vio arrojado sobre el suelo, con la presión del
pie de Lelouch sobre su cuello y el filo de su espada rozando sus cadavéricas
mejillas. – “Dueño y Señor.” – Le arremedó Lelouch. – No me hagas reír. ¿En
verdad creíste que podrías vencerme? ¡A mí, el hijo predilecto de la Luna!... Pues
óyeme bien Radú; todo cuanto hiciste, todo cuanto tuviste, sucedió porque así yo
lo quise.
-‐ ¡¡No!! – Rugió con voz gutural, Radú. Al tiempo que cargaba todo su
peso contra de Lelouch hasta hacerlo retroceder. – ¡Petrú me amaba!
Pero aún así te aferraste a ella con la asiduidad de una sanguijuela…
Ella lo hubiera abandonado todo por mí, de no ser por su cobardía, y la
mía propia. Temíamos herirte, temíamos abandonarte, pero sobre todas
las cosas ¡Temíamos tu cruel ira, amo! – Espetó lanzando furiosos
zarpazos con sus garras negras; al tiempo que Lelouch las esquivaba a
suerte de saltos y espadazos.
-‐ Mi cruel ira, dices… Ya he tenido suficiente de tu parloteo. … – Dijo
Lelouch oprimiendo con fuerza la quijada. –… Lo que me recuerda,
¿acaso no me deshice ya de ésa lengua viperina tuya? – Espetó
cerrando la palma de su mano, como si exprimiera un limón seco en
ella.
Y cuando Radú quiso separar sus labios, las palabras se atrancaron en
su garganta y sólo un gemido sordo surgió de ella. Al abrir la boca, un líquido
espeso y negro comenzó a manar a borbotones de ella. Radú, se retorcía como
gusano en el suelo como si la herida hubiese sido provocada apenas hace unos
segundos; y no años atrás.
-‐ Me sorprende lo mucho que hablan de mi “cruel ira”, cuando lo único
que hice fue quererlos muy a pesar de su mezquina alma. – Decía
Lelouch, al tiempo que atizaba estocadas profundas entre las costillas a
Radú, quien no podía hacer más que gemir como un animal herido. – No
hay nada que les hubiera negado dulce Radú; a ninguno de los tres. Mi
afecto por ustedes era así de grande, así de ciego. Y en cambio
ustedes… no sólo me traicionaron a mí, se traicionaron ustedes mismos.
Porque sepan que ustedes también me querían muy a pesar de mí. ¿O
acaso me equivoco Gitano? – Espetó, al enterrar con fuerza la espada
en el pecho de Radú.
Gitano se hallaba postrado, abrumado por el dolor que le provocaba
pensar en el pasado. Le costaba el imaginar que todo cuanto había protegido,
cuanto había amado; Desapareció en el lapso de una noche, sin avisos ni
amenazas, sencillamente sucedió. Le bastaba con cerrar los ojos, para ver el
medallón plateado colgando del cuello de Lully; la navaja roja empañada con el
espeso líquido que manaba de aquél cuerpo tan frágil, tan premeditadamente
indefenso. Y los gritos, los gritos jamás cesaban porque las súplicas por
misericordia no terminaron hasta que todo hubo quedado hecho cenizas. Y él
había sido el culpable de todo, si alguien merecía sufrir el tormento de aquél
purgatorio, si alguien merecía ser prisionero de aquella interminable pesadilla que
era La Castilleja; ése era él.
Por un instante Lelouch permaneció en silencio, contemplándolo
fijamente. Y por un instante la luz plateada resplandeció en sus ojos negros; pero
fue entonces que Gitano recordó aquello que era lo único que podría acallar los
gritos y disipar las memorias que le atormentaban. – ¡Pygmalion, Pygmalion,
Pygmalion! – Exclamó animosamente una y otra vez; secundado por los
ininteligibles gimoteos de Radú; y el público que tan inmóvil había permanecido en
torno de Luca y Elena.
Lelouch se echó hacia atrás tambaleándose, sacó su espada del pecho
de Radú y la envainó de nueva cuenta; luego con expresión desoladora levantó la
mano lánguidamente y la pasó entre sus cabellos. – La historia va a comenzar de
nuevo, deben abandonar éste lugar, si no desean quedar atrapados en ella. – Les
advirtió a Luca y Elena, con una voz baja que denotaba el cansancio que lo
consumía.
-‐ Pero Lully ¿Qué hay de Luca y…? - Comenzaba a protestar Elena,
cuando de pronto una conocida silueta carmesí se abrió paso en medio
de todo, ante ellos.
-‐ ¿Tan pronto te marchas? – Habló con voz seductora, jugando con su
rojo cabello entre sus manos. – No honras el nombre de tu padre ni tu
madre, mi cruel niño.
-‐ Señora Reimei. – Le saludó con un beso en la mano, Lully.
-‐ Veo que esta vez trajiste refuerzos. – Se sonrió la Señora Reimei,
mirando de reojo a Elena y Luca.
Lelouch negó con la cabeza. – Están de paso.
-‐ ¡No lo estamos! – Declaró Elena, dando un enérgico azote en el suelo
con la pierna.
Entonces la Señora Reimei levantó el mentón y examinó con cuidado a
esa muchachita de modos insolentes. El suave perfil, la traviesa expresión, los
reflejos rojizos de su cabello de mocoso, pero en especial llamó su atención la
altivez en sus grandes ojos de cervatillo.
-‐ El parecido entre ellas es asombroso. – Dijo al fin, la Señora Reimei.
Lelouch sonrió suavemente. – Lo sé, por eso creí que funcionaría.
-‐ Es verdad, ambos son todo lo que no supimos ser en vida. – Respondió
echando un rápido vistazo a Luca. Que le había parecido desde su
primer encuentro que era la viva imagen de Mariano; pero con la
tenacidad del “Cuervo Negro”. – Entonces está decidido. – Exclamó la
Señora Reimei, esbozando una sonrisa tan limpia como Lelouch no
había visto en mucho tiempo. – A ellos encomendaré mi sueño de
muerte.
-‐ ¿Sueño de muerte? – Inquirió Luca con voz temblorosa, a causa del
dolor.
La Señora Reimei asintió, y posó la mano dulcemente en la mejilla de
Lelouch. – Si tanto les gusta soñar con las maravillas del pasado; justo es
que sueñen también con sus tormentos...Es tiempo mi cruel niño. – Dijo, a
la vez que una brillante lágrima corría en su rostro. – Libéranos.
El tiempo puede engañar de distintas maneras. Ésta vez, tomó apenas
un suspiro antes de que Lelouch entonara aquella macabra canción que habría de
derrumbar el hermoso sueño que él mismo había tejido para su Petrú. Sin
embargo, en aquél minúsculo lapso, Luca y Elena escucharon el sonido agitado de
su propia respiración; y un murmullo de voces les agitó el corazón. Y los embargó
una terrible sensación de vértigo y profundo desconcierto. Fue como caer dentro
de un sueño antes de despertar abruptamente en el suelo de nuestras alcobas.
-‐ “Todos ellos se toman de las manos y bailan en círculos. Zig, zig, zag.
Puedes ver en la multitud al rey danzando entre los campesinos. ¡Pero
hist! De repente, salen de la danza. Avanzan, vuelan; el gallo ha
cantado.”
Terminado su cantar; Incandescentes flores azules, rojas y naranjas
nacen del centro de la pista, y sus lenguas abrasan todo cuanto hallan en su
camino. Los soles líquidos que adornan la carpa se disuelven en espesas nubes
grises, y la orquesta deja de tocar. El cielo violeta de la noche engulle la blanca
alba y desde las colinas los fantasmas de azufre aúllan impotentes; sin embargo
los sofoca el alegre cantar del circo que no se detiene pues los cadáveres
envueltos en llamas bailan frenéticamente a su ritmo, anhelando que Luca y Elena
se unan a su danza. “¡Carne y huesos, carne y huesos, carne y huesos…!”
-‐ ¿Qué está pasando? – Pregunta Elena, con el corazón a punto de
salírsele por la boca. Al tiempo que Luca le coloca su saco en la
cabecilla, en un intento por protegerla de las llamas.
En medio de lastimosos alaridos, las almas salen de su ensueño; y sus
cadáveres se vuelven figuras de cera cuyos rostros se deforman en espesas
capas de grasa como velas que hace tiempo extinguieron su mecha, y sus
cuerpos se deshacen con los brazos extendidos en un triste gesto de plegaria. Y
en el centro de las llamas danzantes, Luca distingue una silueta toda negra, que
pareciera estar alimentando aquél fuego infernal.
-‐ Es… Ékster. – Pronuncia en un lastimoso murmullo.
-‐ Deseaban; Carne y huesos. – Le responde la Señora Reimei, mientras
que sus lágrimas se vuelven pesadas gotas de cera. –… no permitas
que la muerte los arrastre. – Se dirige a Lully. – Anda y deja que la
noche caiga sobre ti, cruel niño.
Dicho esto, pese a las acaloradas protestas de Luca y Elena, Lelouch
dio tres azotes con el bastón plateado y los envolvió a los tres en una
resplandeciente luz plateada que los llevó lejos del incendio que consumía al Circo
Pygmalion. – Gracias por el tiempo prestado Ékster. – Dijo la Señora Reimei,
mientras su cuerpo se derretía por completo.
Cuando en la penumbra de la noche, la única estrella que iluminaba
aquella trágica ciudad fantasma provenía de la que devoraba con feroz calor y
luminosa voracidad al Circo Pygmalion; un último deseo de muerte perduró entre
las cenizas que el viento disipó. “Que descanses en paz, mi dulce niña.” Ecó la
voz de Ékster, y un desolador maullido le respondió.
22. LAS 12:31.
El tiempo en la Castilleja se había detenido una vez más; y con paso
apresurado el gato gris trepaba las escaleras tambaleantes para guiar al par de
intrusos a través de la torre metálica que había comenzado a retorcerse sobre sí
misma. Las campanas repicaban, como si de una misa fúnebre se tratara. Y es
entonces que un terrible dolor paralizó la mano derecha del escritor.
-‐ ¿¡Luca!? – Se arrodilló Elena a un lado del joven escritor, sujetándolo
por la cintura para evitar que cayera por las escaleras.
-‐ Las manecillas, se han movido de nuevo. – Mordió las palabras,
temblando de dolor, al sentarse en uno de los enroscados escalones.
-‐ Las doce y cuarto… ya no nos queda mucho tiempo. – Respondió Elena
al tiempo que se colocaba bajo el brazo de Luca para ayudarlo a
sostenerse. Pues su cuerpo había envejecido de nueva cuenta; sus
cabellos se tornaron del color de la nieve, su rostro quedó reducido a un
manojo de arrugas; y sus huesos frágiles apenas sostenían su propio
peso. Y cuando Elena pegó el oído a su pecho, oyó que los latidos de su
corazón eran tristes y cansados. – Hay que darse prisa.
Entonces Luca la retuvo, moviendo los labios débilmente hasta que
logró juntar el aire suficiente. – ¡¡No!! – Estalló iracundo. –… Radú, Gitano, La
Señora Reimei… Ékster todos ellos… no me moveré más hasta saber ¿Por
qué?... ¿Por qué Lully? Los condenaste a una muerte cruel y después los
aprisionas en ésta, ésta… ¡Ésta suerte de limbo! – Preguntó el escritor, a la vez
que un pesado círculo de dolor le oprimía el pecho.
Lelouch inclinó su pequeña cabeza; y se remontó a aquellos años
lejanos, en que su familia vivía felizmente en La Castilleja. Cuando con la ayuda
de su madre, él y Mariano burlaban la vigilancia de su padre; para acudir a los
campamentos de gitanos con la esperanza de un día ver bailar a la niña de ojos
dorados; Petrú. La tierna gitana que según contaban, había sido bendecida por la
magia del sol.
-‐ Mi adorada Petrú, se ama a sí misma por sobre todas las cosas. – Habló
Lully con voz trémula. – Lo supe desde la primera vez que la vi
contonearse de puntillas ante su leal audiencia…. Con cada baile, con
cada movimiento; esa sensual bailarina les correspondía el amor que
vertían en ella. No sé por qué razón, fui tan estúpido de pensar que
algún día ella podría llegar a quererme lo suficiente como para renunciar
a todos aquellos, que le alababan. – Tan acongojada era su voz y tan
pesadas las palabras que calmaron momentáneamente el enojo de Luca
sin embargo…
-‐ … Eso no justifica lo que les hiciste Lelouch. – Intervino Elena. – Todas
ésas personas que quedaron atrapadas en el incendio eran inocentes; y
Piérrot y Petrú… ambos merecían ser felices juntos.
Desconcertado, Lully movió las orejas. – Supongo que no tengo
alternativa, les diré todo pero antes; ¿Elena podrías darme la hora?
Haciendo un mohín con los labios, Elena se arremangó la blusa y con
sorpresa miró que su reloj se había detenido por completo. – Son las doce treinta
y…
Entonces mostrando sus colmillos Lelouch saltó hacia los hombros de
Luca.
– Por cierto ¿Les mencioné la hora en que morí?
23. EL DESEO DE LA MATRIOSKA.
Cuando hube terminado de tocar aquella burlesca tarantela, me calmé y
me hallé tan exhausto como la muerte misma. Por primera vez reparé en lo que
estaba sucediendo a mí alrededor. Aunque ahora debo confesar todo me parece
demasiado difuso y pálido; recuerdo que había trapos y vendajes con sangre seca
regados por toda la sala, si ¡La sangre! Fue su color, su textura, su aroma de
metal, lo que me había hecho perder la razón antes. Estaba por doquier, en mis
manos, en mi cabello, hasta en las teclas que tan hermosas melodías reproducían
bajo mis dedos danzantes. Al alzar la mirada vi a Radú que yacía sobre el piano
acurrucado con los brazos sobre el estómago y el pelo pegajoso por el sudor
sobre su rostro, todo su cuerpo temblaba y aunque sus ojos estaban cerrados los
gemidos no se detenían. – “Maldito seas… ¿Por qué? ¿Por qué me desprecias
tanto? Mi amo, mi hermano. “– Le escuché decir con cada gimoteo. Petrú estaba
con la cabeza hundida entre sus cabellos besándolos tiernamente, al tiempo que
le pasaba un pañuelo húmedo por la frente, y de inmediato supe que los ruidos
metálicos y de pesados bultos siendo movidos y tirados abruptamente desde el
establo provenían de Gitano descargando su frustración con los quehaceres de
todos los días. Verán, creo que incluso desde entonces el pobre intentaba
tercamente que todo permaneciera igual, que nada cambiara. No puedo culparlo
en realidad, porque ahora sé que en el fondo yo también deseaba lo mismo.
-‐ Dile que arroje el cuerpo al mar. Si lo incinera su alma revivirá el
recuerdo de su muerte; y si lo entierra… no seré capaz de abandonarle.
– Le indiqué a Petrú que hiciera con los restos de Magnus, pero hasta
mi voz me resultaba ajena a mí, porque en ése momento me convertí en
nada. Mi cuerpo y mi alma, me pertenecían enteramente, y por primera
vez experimenté una sensación de calma y paz que no había sentido
jamás. Y es que al fin había dejado de luchar, ¿Saben? Luego de años
de convertirme en aprendiz de las más oscuras artes para librar a Petrú
y a mí de la maldición que corría en nuestras venas, de combatir la
voluntad de mi padre, de acallar mi deseo de libertad; todo me pareció
insignificante. Sencillamente me rendí.
El semblante de Luca estaba tenso, con una mezcla de aturdimiento e
incredulidad. – ¿Eso era lo que habías estado haciendo? Todas las noches que te
escapabas a visitar a los amigos de la Señora Reimei y regresabas ardiendo en
fiebre, todo fue por ¿Petrú?
Lelouch echó las orejillas hacia atrás y sacudió la cabecilla. – Fue por
mí. Sabía que en tanto el afecto de Petrú me favoreciera, mi destino estaría tallado
en piedra. Podrán imaginar que aquello no me hacía ninguna gracia. Anhelaba
tanto salir de ésa isla, conocer nuevos mares, nuevas ciudades. Quería vivir, así
de sencillo. – Elena, que lo había idealizado como un héroe trágico, frunció el
entrecejo. – Sé que suena egoísta Señorita Elena, pero el amor es egoísta. Tú
debes comprenderlo mejor que el mismo Luca; entre más quieres a una persona,
entre más te preocupas por ella; más pierdes vista de lo que ella en realidad
desea, de lo que en verdad la hace feliz… Yo quería vivir mis días en compañía de
mi Petrushka, pero eso era tan sólo lo que yo deseaba.
-‐ Hace rato que Gitano cargó a Magnus en la carreta; Bogie y Ariya
pasaron por él para botarlo en la Garganta del Infierno. Como pasas
tanto tiempo allí… ¿En verdad no los viste, no los oíste? – Me preguntó
asombrada sin levantar su cabeza alborozada del lado de Radú.
-‐ Al menos está lejos de todos los idiotas que le temían. – Le respondí,
echando hacia atrás el asiento del piano. – Es tarde, tengo que irme.
-‐ ¿A dónde vas? – Se levantó de golpe. Era tan graciosa cuando
pretendía no entender las cosas; sus labios finos como eran se torcían
como los de un mamarracho apunto de asestar un golpe. Similar a ésa
mueca tuya, Señorita Elena.
No le respondí, no porque temiera que mi resolución flaqueara al mirar
sus suplicantes ojos dorados; una vez que he resuelto algo lo hago sin importar
qué o quién; pero en aquél momento no la toleraba, y no me apetecía reanudar la
misma riña. Pensaba en lo amargo e intenso que mis emociones habían sido al
verla bañada en la sangre de mi querido Magnus; habían sido tan incontrolables
que sentí miedo por primera vez; miedo del “Demonio de Ojos Negros”. Puede
que ella lo ignorara, pero yo bien sabía que su corazón había elegido al débil
siervo, al grácil payaso; a Radú. Y yo, había quedado reducido a un instrumento
más de la maldición destinada a hacerla miserable… ¡Yo era la maldición! Sin
darme cuenta me convertí en su torturador sobrenatural.
Estiré la mano para abrir el pestillo, cuando de repente ella pegó un
grito, al volverme ella tenía la cara descompuesta. Con los ojos abiertos y llenos
de temor, me enterró las uñas en el brazo para retenerme. – Voy contigo. – Creo
que sus palabras me hicieron temblar de rabia, pero luego su otra mano tocó con
suavidad la mía y sus labios se apretaron dócilmente contra los míos. – Sólo serán
ocho meses ¿Verdad? – Ella podía ser increíblemente dulce y seductora cuando
se lo proponía; tener sus labios en mi rostro y jugueteando en mis párpados me
pareció una eternidad, y las palabras no conseguían salir de mi garganta; así que
simplemente asentí. Entonces el escándalo en el establo se detuvo y miré a
Gitano por encima del hombro de Petrú. Tenía la boca muy abierta pero tampoco
articuló palabra.
Ella se volvió hacia él, y caminó con la misma inocencia con que se contoneaba
cuando era una mocosa gitanilla danzando en la arena y colgándose de la espalda
de Gitano. – Nos veremos en ocho meses. – le dijo, al tiempo que le acariciaba la
mejilla. Desde luego que él no le discutió, y se limitó a besar su mano a manera de
despedida. Pero entonces, las teclas del piano emitieron un sonido terriblemente
desgarrador; Radú estaba dando de manotazos sobre ellas para protestar, para
luchar por Petrú. ¡Imaginen al pobre diablo! Mudo y desangrándose al punto de la
muerte, y aún así halló la energía para clavar más hondo su daga en mi orgullo
herido.
Apenas hubo emitido aquella lastimosa suplica, sentí las uñas de Petrú
soltarse de mi camisa para acudir a lado de Radú. Fue vergonzoso. Radú lloraba
desconsoladamente pero sus lágrimas no eran suplicantes ni tiernas, más bien
eran insípidas y empalagosas, ¡Y los gemidos! Esos ruidos guturales que surgían
de su garganta eran lo peor que hubiese visto en mis dieciséis años de vida, me
sentí asqueado por aquella patética criatura que con tan retorcida devoción se
aferraba al corazón de mi Petrushka. Me compadecí de él… hasta que ella acunó
su rostro entre sus manos y lo besó. Fue un beso empañado por la sangre que
todavía manaba de la herida de Radú (la herida que yo mismo le había perpetrado
al arrancarle la lengua); y sin embargo había más amor en aquel roce de labios
rotos que en todas las promesas y juramentos que Petrú pudiese haber
pronunciado a favor mío.
El dolor me golpeó en pleno pecho como si acabara de recibir un
mazazo descargado por la descomunal fuerza de Gitano; me sentí hervir de cólera
y temí de nuevo. Era preciso que abandonara ésa isla maldita.
Me había girado para largarme, cuando la sentí rodeándome del brazo,
acariciándome con ése par de soles. – ¿Has pensado en su reemplazo? El
número de la bailarina y el Payaso Piérrot es de los más populares. No podemos
eliminarlo del espectáculo tan fácilmente. – Me dijo, al tiempo que cruzábamos el
umbral, de aquella casa que durante tantos años fuese mi hogar; mi prisión; y mi
infierno.
Partimos mucho antes que el resto de la compañía, de modo que uno y
el otro éramos los únicos rostros familiares en aquél tren; y encima había tenido el
mal tino de comprar un vagón privado para nosotros dos. Es lo terrible de planear
con tanta antelación, recuerdo que cuando hice los preparativos para partir a
Rusia estaba seguro de que lo suyo con Radú era puro capricho. De que lo
abandonaría sin vacilación alguna y juntos hallaríamos la manera de romper la
maldición que pesaba sobre ella, pero ya ven no podría haber estado más
equivocado. Así pues estábamos atrapados el uno con el otro.
Recuerdo el crujir de las vías, y el contorno pálido de la torre del reloj
que resaltaba por encima de los grandes ventanales que adornaban el castillo de
mi padre. Sonreí a mis adentros porque aquello que era lo último que vería de la
Castilleja, fue lo primero que mi madre había notado cuando llegamos por primera
vez. Estaba tan maravillada por la majestuosidad de aquél reloj y la suntuosidad
melancólica del castillo, que mi padre no pudo abstenerse de obsequiárselo en
cuanto tuvo la oportunidad. Conforme más nos alejábamos, más pequeña se
volvía aquella silueta, hasta que al final quedó oculta detrás de una nube viajera;
dejándome solo en mi asiento, aferrado al banco.
-‐ Mi madre me habló de la Tía Ilona cuando era pequeña. – Rompió Petrú
el silencio, con la mirada ausente y la cabeza recargada en la ventanilla
fría del vagón. – Dijo que repudiaba a nuestra familia y nuestras
enseñanzas, y que por ése motivo la magia del sol no corría más en sus
venas. – “Magia”, ella no podía saber lo mucho que aprendí a odiar el
significado de la palabra. –… Me pregunto por qué nos habrá enviado
con ella; la hermana que la niega… ¿Por qué quieres tú ir con la Tía
Ilona?
Susurré algo, rápido e irracional. Pero no me dirigía a ella, creo que en
aquél momento percibí la presencia de algún espíritu, un maquinista muerto en un
accidente ferroviario si no mal recuerdo; el caso era que no me sentía con ánimos
de lidiar ni con los muertos ni con los vivos. Mi mente seguía atrapada en aquella
pequeña isla, tenía la impresión clara y aterrorizadora de que; Radú, Mariano,
Heysol, Gitano, la Señora Reimei, mi madre y hasta mi padre; estaban todos cerca
de mí, hablándome apasionadamente de sus anhelos, de sus recuerdos más
preciados y hasta de sus sueños de muerte. Y los sentí como si fuesen los míos
propios. Mis manos temblaban frenéticamente, cuando me levanté de golpe para
buscar en las valijas un libro que Bogie y Ariya me habían obsequiado la
primavera pasada en mi cumpleaños. “La torre.”; decía en la portada, yo deseaba
escapar del vagón; de la Castilleja; pero sobre todo quería escapar de mí. Por lo
que el título me desanimó, sin embargo no conocía otro modo de perderme del
mundo más que entre las palabras entintadas de los libros, por lo que abrí las
páginas casi sin pensar en el acto mismo… No sé cómo explicarme, estaba
terriblemente agitado, mis sentidos estaban vivos ¡Yo siempre me aferraba a la
vida! Sin embargo, aquél cuerpo me resultaba ajeno como si mi conciencia fuese
un ente invadiendo en la propiedad de alguien más. Tal era el mal estado en que
me hallaba.
Entonces lo vi, con letras grandes y negras…
-‐ “Navegando hacia Bizancio.” – Murmuró Elena con las mejillas
ruborizadas. Pues aquella era la primera vez que en verdad veía a
Lelouch Castilleja por lo que era. No como lo idealizaba, ni como el
vagabundo devorador de pizzas; sino como una triste resonancia del
pasado. Un fantasma en toda la extensión de la palabra; hecho de carne
y huesos.
Lelouch se quedó sentado sobre el regazo de Luca, con una pequeña
sonrisa bailoteando entre sus relucientes colmillos. – Así es e intuyo, dado que
están aquí, que no necesito explicarles lo que ése poema representó para mí. Sin
embargo, lo que Petrú no percibió entonces fue que algo resonó en mi alma. Una
especie de enfermedad expandiéndose por todo mi cuerpo… Una confusión
deliberada, pues sin proponérmelo acababa de descubrir mi poder más grande.
Sólo que todavía no lo sabía.
***
Siempre he pensado que Rusia es una tierra llena de misterio, intriga y
pasión. Toda su historia ha estado envuelta en una tragedia humana, tras otra; la
Primera guerra mundial; luego las dos revoluciones de 1917, seguida de la Guerra
Civil… Cuando Petrú y yo llegamos hacía apenas tres años de la “hambruna rusa”,
así pues nos encontramos con un país que aún estaba sanando de viejas heridas,
y la vida social de la gente sufría cambios tremendamente radicales y opuestos a
los que yo había conocido hasta ese entonces; con un gobierno que intentaba
desesperadamente debilitar el dominio patriarcal de la familia, al grado en que
libraba a la mujer de las responsabilidades de la maternidad a través de los
abortos que se efectuaban a diestra y siniestra. Ustedes deben comprender que
en mis tiempos y particularmente en La Castilleja las mujeres eran férreas
guerreras con los enemigos, y madres amorosas con sus familias; así que aquello
se me antojó sencillamente monstruoso. Sin embargo Smolensk era distinta, más
que una ciudad era una fortaleza repleta de kremlins, muros y torres. Había algo
vasto e indestructible en ella; algo que ni el hombre ni la naturaleza misma podrían
con su fiera intemperie devorar jamás… una especie de alma antigua. Si, creo que
eso era lo que me transmitía, el alma de un gigante que continuamente temía su
muerte, y pese a ello la tierra y la sangre se combinaban para mantenerla viva. Y
la visión de aquella civilización de nieve y fríos inviernos; ríos serpenteantes entre
los verdes prados y el deslumbrante sol blanco que no perecía jamás; me trajeron
un soplo de placer extraordinario… Pero era invierno, y el invierno ruso carece de
color…
Era de noche y las indicaciones que la Señora Reimei me pasara antes
de partir, nos condujeron hasta un viejo río congelado y rodeado por casas de
cuyos techos pendían estalactitas acechándonos como los colmillos de una bestia;
con chimeneas que manchaban el cielo de gris. Petrú tiritó todo el camino pese a
que la cubrí bajo mi abrigo. – “Extraño el sol de La Castilleja”. – musitaba
aferrándose a la tela de mis ropas, para evitar resbalar pues la nieve humedeció
nuestros zapatos y penetró nuestros huesos. Avanzamos hasta la cima de una
colina escarpada y de una quietud tan exasperante que el viento resonaba como
cristales rompiéndose al caer, los largos troncos se ocultaban tras los límites de la
luz y la fina escarcha los revestía de blanco; y bajo sus ramas secas, como si de
un nido se tratara, se asentaba una cabaña.
-‐ Llegamos. – Le dije, y ella me cogió de la mano con una presión
silenciosa que me instaba a tocar la puerta. Fue entonces que me
percaté de que ella tenía miedo de aquella tía exiliada.
Apenas hube dado tres toquidos con mis dedos entumidos, escuché el
resonar de un paso cojo por encima del feroz silbido del viento; luego el ruido
metálico del cerrojo seguido por el pesado crujir de la puerta.
Me quedé perplejo, cubriéndome del frío con una mano en el rostro, y
observando a esa mujer como idiota. Tenía el mismo cabello de fuego que su
hermana mayor; los mismos soles que Petrú; pero sin rastro de la perversa
incandescencia que destellaba de las otras dos. Toda ella vestía de azul cielo y
una gruesa capa bermellón, convirtiéndose en una exquisita paleta de colores en
medio de la neblina oscura. Hubiera permanecido petrificado, de no ser por su
silencio y la cualidad remota y ensoñadora de su semblante. – ¿Ilona Sunce? –
pregunté, pero su rostro no mostró señal alguna de reconocimiento, ni siquiera
cuando Petrú se acercó a ella.
-‐ Petrushka Sunce. – Dijo, irguiéndose orgullosamente, a pesar de que su
cuerpo no dejaba de temblar. – “Hija…”
-‐ Sé quiénes son ustedes. – Respondió aquella cara inexpresiva. Al
tiempo que con una seña nos invitaba a pasar.
El interior era todo de madera, con muebles aterciopelados, cojines
bordados, rosas translucidas que crecían desde la chimenea y reptaban hacia las
ventanas; helechos que colgaban de las altas vigas negras; y en lugar de paredes
había espejos. Espejos de diferentes formas y colores que lo reflejaban todo de
manera interminable. Me resultó imposible estimar con precisión la engañosa
dimensión de aquella inhóspita cabaña. En un rincón detrás de la puerta distinguí
un aparador con pilas de platos y cubiertos de plata, y a un lado una mesa de
roble con patas en forma de garras en la que había tartas, kashas, quesos a
medio cortar, patatas, nabos, y un sinfín de ingredientes y botellas con sustancias
que no reconocí. En el centro se hallaba una chimenea con el cálido fuego
bailoteando entre los gruesos troncos, frente a ella estaban colocados un sillón
tapizado con rosas doradas y una silla de terciopelo rojo. Solté el montón de
maletas y me dejé caer sobre ella, me sentía exhausto.
Petrú se acomodó en el sillón y la mujer se sentó a su lado, con la
misma postura quieta y el par de dorados ojos examinándonos en silencio. No
puedo describir con exactitud la belleza de ése silencio suyo, era como un canto
desarticulado. – “Deja que los impuros recuerdos del día se desvanezcan, entre
los ecos de la noche.” – murmuró de pronto, al tiempo que inclinaba su cuerpo
para acariciar mis cabellos cubiertos de nieve. Entonces una oscilación invadió mi
cabeza, todo lo que me rodeaba adquirió un resplandor tenue y cálido, y aunque a
momentos el delirio me amenazaba con las vívidas imágenes del cuerpo inerte de
Magnus y los sollozos de Radú, al final no quedó más que una sensación de
caída. Lo último que recuerdo de ésa noche, es a Petrú mirándome con el
semblante pasivo y los ojos distantes, como si deseara que nunca más despertase
de aquél letargo profundo en el que estaba sumiéndome.
Al despertar, la cegadora luz nívea del día me rodeaba. El fuego frente
a mí estaba reducido a carbón y cenizas blancas, cuando me froté la cara me di
cuenta de que me hallaba solo. Ni Petrú ni la extraña mujer estaban a la vista,
sobresaltado me levanté de un golpe y cuando giré para echar un vistazo a la
habitación; caí en la cuenta de que todo estaba movido de lugar. El techo era
mucha más alto (lo suficiente para colgar un pesado candelabro), la chimenea y
los sillones estaban detrás de la puerta, el aparador estaba en el centro de la
habitación y algunos de los espejos reflejaban los altos árboles vestidos de nieve;
los tejados de las casillas que se vislumbraban a faldas de la colina; y a las
personas que andaban a orillas del río embarañadas en capas y capas de ropa y
pieles para protegerse del frío. Y además, había una nueva puerta a un costado
del aparador, pero cuando quise abrirla sentí un millón de agujas clavándose en
mi mano, y de inmediato solté la chapa.
De más, está decirles que al salir de la cabaña, su tamaño y su forma
no habían variado en lo absoluto. Al menos no desde fuera. Me azotó de golpe la
misma curiosidad infantil de cuando me escabullí por primera vez en la tienda de
Heysol. Descolgué los espejos de las paredes y los moví de lugar, esperando que
ello tuviera algún efecto en el espacio de la cabaña pero nada sucedía, luego
rompí en pedazos los que reflejaban el exterior de la cabaña pero las imágenes
únicamente se fragmentaban como si fuesen los ojos de una mosca. Estaba
eufórico, debía saber qué era esa cabaña y cómo hacía posible la Tía Ilona que
tales cosas existieran. Cogí el viejo sombrero de Heysol de entre una de las
valijas, y bajé corriendo la colina.
Los primeros copos de una nevada casi líquida comenzaban a caer, y el
calor del sol se perdía entre la ventisca cortante. Cuando hube terminado mi
descenso, el suelo estaba cubierto por una capa de escarcha ennegrecida. Las
casillas se encimaban una sobre la otra, las calles húmedas eran extremadamente
estrechas pues los árboles ocupaban casi todo el espacio, y los caminos estaban
bordeados por el río que parecía estar hecho del más fino cristal. Las personas
vestían pesadas capas de ropa, y se cubrían el cabello con gruesos sombreros de
piel, caminaban apresuradas con la mirada cabizbaja para cubrirse del viento
cortante. De pronto el sonido de las campanas de una iglesia pintada con colores
vivos, repiqueteó e hizo vibrar la ciudad. Y su sonido me llenó de una extraña
nostalgia por mi viejo hogar, pero el murmullo de las voces pasadas de la ciudad
me engullía y me distraía de aquella añoranza. Las siluetas sepia pasaban
danzando enfrente mío y tan fascinado estaba con esos espíritus militantes que
me dejé cautivar de lleno por el embrujo de Smolensk. Un calor asfixiante me
embargó de repente, me sentí mareado, cansado y perdido… ¡Y lo adoré! Me
encantó el desconocer mi arrogancia, mi culpabilidad, mi furia; el perderme de mi
mera existencia me concedió una libertad que no creo haber experimentado nunca
antes.
Deambulé un buen rato por las encrespadas calles, sin conocer el
rumbo que llevaba. – “¿Conoce a la Señora Ilona Sunce?”, “¿Ha visto usted a
Petrú?” – Preguntaba a cuanto extraño se cruzaba en mi camino pero todos
desviaban las miradas; mis ojos debían estar resplandeciendo con su escalofriante
fulgor plateado porque nadie se atrevía a cruzar palabra conmigo. Hasta que un
niño me tomó de la mano y me guió al interior de una casa encantadoramente
acogedora, la dulce criatura me ofreció asiento en una mecedora vieja y con el
dedo índice en sus labios me pidió que guardara silencio. Entonces de una las
habitaciones, llegó a mis oídos una canción dulce y armoniosa; las palabras se
volvían sordas bajo el estruendo de la tormenta convocada por aquella melodía, y
aunque fuese una lengua gutural y extraña su sonido apaciguaba mi alma.
-‐ ¡Lelouch! – Escuché de pronto que alguien llamaba mi nombre, y
cuando entorné mis ojos vi a Petrú enfundada en un grueso abrigo de
piel blanca que hacía que sus ojos resaltaran como un par de soles en
plena tormenta de invierno. – ¡Santo cielo! Estás todo empapado. – Me
decía al tiempo que sacudía la nieve de mi cara y de mis ropas. – ¿Qué
haces aquí? – Me preguntó, con el ceño fruncido.
Creo que en ese instante su presencia todavía me hastiaba, al grado de
que el sólo mirarla me provocaba un dolor indescriptible en el pecho. No soportaba
el cruzar palabra con ella, porque temía no poder retener más la cólera que me
consumía; el no poder reprimir su incontrolable e impotente explosión. Así que
únicamente extendí una mano en dirección al chiquillo que me había llevado allí.
Entonces con expresión apesadumbrada se llevó una mano a la frente y
sacudió la cabeza. – Se ha ido Tía Ilona. – El canto se detuvo, y escuché a una
mujer romper en llanto. ” ¡Iván!”, sollozaba inconsolable.
Cuando alcé la mirada, la Tía Ilona asomaba la cabeza desde la
habitación. Y aunque sus labios no se movieron, la oí hablarme. – “Llámalo,
ordénale que regrese. Su cuerpo aún está vivo.” –… Había invocado a muertos
desde sus tumbas, había jugado y bailado con ellos, pero nunca antes había
resucitado a uno. Nunca creí que fuera posible el obligarlos a regresar a sus
cuerpos; ellos que siempre me parecían ángeles caídos de la gracia para
regodearse del sufrimiento de los vivos. Pero la simple posibilidad se me antojó
irresistible, por lo que decidí obedecerle.
-‐ Iván, ya has jugado demasiado. Tu madre te llama. – Le dije, y así como
así le vi desvanecerse lentamente.
El lomo de Lelouch se tensó, al recordar aquél suceso.
-‐ ¿Qué pasó después? – Preguntó Elena con el rostro crispado de la
curiosidad.
-‐ Es difícil de poner en palabras, porque yo no estaba en la habitación
cuando su corazón volvió a latir; pero lo sentí regresar a ése cuerpo
diminuto y frágil. Y lo que regresó a ése cuerpo era distinto, era un
rugido apagado en mi cabeza… Una cosa que luchaba por librarse de
aquella prisión de carne, hasta que la Tía Ilona volvió a cantar.
Entonces el estruendo dulce y potente de su melodía llenó mis sentidos;
cada sonido, cada color, cada textura; vibraba con su voz. – La cabaña… tengo
que saber ¿Cómo lo hace? – Le pedí a Petrú, al tiempo que intentaba ponerme en
pie. Y digo intentaba, porque me desplomé en el instante mismo en que abandoné
la mecedora.
-‐ ¡Dios mío! Lelouch estás ardiendo en fiebre. – Me decía, al tiempo que
palpaba mi cara con sus manos frías como un par de cubos de hielo. –
¡Tía Ilona! – La llamaba con un tono dulce y confidente en su voz, que
no existía apenas la noche anterior.
La Tía Ilona salió de la habitación, y se hincó para examinarme de
cerca; la concentración con que revisaba mis ojos y palpaba mi frente me hizo
recordar a Ariya. – Llévalo a casa. – Le indicó a Petrú. – Y no lo dejes salir, hasta
que yo regrese.
Aquello me hizo rabiar, no pretendía abandonar una prisión
sencillamente para cambiar de jaula. Con movimientos bruscos me alejé de Petrú,
y logré sostenerme. – ¿Quién es usted? – Le pregunté desafiante. Pero ella no
respondió, por lo que no me dejó otra opción más que forzarla. –… Está bien, no
es necesario que me lo diga. Pero le advierto Ilona que me aburro fácilmente, y
cuando eso suceda llamaré al pequeño Iván a jugar conmigo.
Ella elevó el mentón con expresión altiva. – Acabas de contemplar tu
propia muerte niño, necesitas descansar. Y cuando yo decida que estás listo,
entonces hablaremos. – Y sin decir más se devolvió a la habitación.
-‐ Vamos. – Me dijo Petrú al tiempo que me pasaba los brazos por la
espalda para ayudarme a salir.
Mientras subíamos la colina de nuevo juntos, no podía dejar de pensar
en las palabras de la Tía Ilona; en el toque de la manita que tan alegremente me
había guiado a donde ella se hallaba; y sobre todo pensé en aquella melodía que
no podía sacarme de la cabeza. Entonces caí en la cuenta de que ella acababa de
enseñarme un truco que antes desconocía… No había más remedio; la Tía Ilona
tendría que aprender las consecuencias de enseñar una lección a medias. –
“Iván.” – Pronuncié su nombre, tan bajo que vi a Petrú sacudirse el cabello
creyendo que había sido un mosquito el que le zumbaba en los oídos. ¡En pleno
invierno ruso un mosquito, imaginen ustedes!
Cuando llegamos a la cabaña, Petrú me ayudó a sentar en la silla de
terciopelo, y mientras ella se hincaba para encender la chimenea, percibí el
inconfundible aroma de azufre inundando la habitación y una manita sepia que con
la palma abierta me invitaba a jugar.
-‐ Va a estar furiosa cuando regrese, Lelouch. – Se lamentó amargamente
Petrú, cuando reparó en la presencia que jugaba traviesamente con sus
cabellos maple.
Me encogí de hombros, no porque no me importara; honestamente
además de mi padre nadie me había infundido tanto temor como la Tía Ilona. Sino
porque estaba extasiado con mi pequeño experimento; verán hasta ese entonces
yo era capaz de invocar la magia más obscura y poderosa pero la sensación que
ello me dejaba después era de cansancio y un aturdimiento nauseabundo. En
cambio aquello no había tomado de mí más que una palabra, con una palabra
presidí la muerte en mi sangre y mis sentidos despertaron con una vitalidad
renovada. Como si hubiese sido yo quien volvía a la vida, y no el pequeño Iván.
-‐ Pero entonces, ¿Qué pasó cuando lo llamaste de regreso? – Inquirió
Luca forzando su voz cazcarrienta para evitar un absceso de tos.
El gato sonrió, mostrando cada uno de sus relucientes colmillos. – Eso
es algo que la Tía Ilona estaba a punto de enseñarme. Aunque
desafortunadamente, en ése momento no le concedí importancia. – Dijo con un
suspiro.
En fin, nos quedamos los dos sentados frente a la chimenea
aguardando a que la Tía Ilona regresara. Petrú se quitó el abrigo y lo colocó sobre
mi espalda, y luego se puso a calentar algo de avena para los dos; la cual terminó
comiendo ella sola pese a sus intentos de azuzarme para probarla, porque ya yo
me hallaba demasiado sumido en mis contemplaciones para ocuparme de probar
alimento o guarecerme del frío. Cuando al fin se rindió, se alejó de mí y se quedó
mirando los espejos de la cabaña como si no supiera en qué dirección huir y luego
se encaramó en el sillón con las rodillas frente al pecho. A la luz de las llamas, el
influjo que ella ejercía en mí pareció multiplicarse pues adquirió tal expresión de
malignidad en sus ojos dorados que pareciera que era yo quien acababa de
romperle el corazón a ella, y no al revés.
Cuando mi silencio la exasperó, comenzó a contarme todo lo que había
sucedido en el transcurso de la mañana, y aunque su voz era suave y alegre, su
mirada era opaca y vacía. – La Tía Ilona fue mi antecesora. Me contó que
abandonó La Castilleja, luego de que la forzaran a comprometerse con “El Cuervo
Negro.” Al parecer nunca estuvo del todo contenta con la magia que se practicaba
en ninguna de las dos casas, y cuando se dio cuenta de que la elección recaía en
ella y no en los demás… Renunció a su derecho de sangre, igual que tu padre
hizo después… Lelouch, ella dice que hay magia que no requiere de ningún tipo
de sacrificio porque depende enteramente del poder de la persona que la invoca.
¿Imaginas si tal cosa es posible? – Dijo abriendo los ojos emocionada. Pero como
les dije antes, yo ya había llegado a esa conclusión de manera intuitiva cuando
pronuncié el nombre del desgraciado fantasmita, así que no provocó la más
mínima excitación en mí. Entonces su semblante se apagó de nuevo. – ¡Casi lo
olvido! Mira lo que me obsequió. – Dijo mientras que sacaba del mostrador un
bulto envuelto en periódico.
-‐ ¿Qué es? – Quise saber, al notar el cuidado que ponía mientras le
quitaba todo el papel que protegía aquella figura.
-‐ ¡Voilá! – Espetó con expresión juguetona, cuando descubrió una
colorida muñeca de madera. – ¿Te gusta? Es una “Matrioska”, la Tía
Ilona la mandó hacer con madera de tilo cortada en abril ¡El mes de tu
cumpleaños! – Exclamó sonriendo como si aquello fuese la más
hermosa de las serendipias. – Dentro de ella hay cuatro muñecas más,
pero no debo liberarlas hasta que la primera haya cumplido mi deseo. –
La alegría que su voz denotaba era provocadora y misteriosa, y deseé
que las llamas de la chimenea me abrazaran ahí mismo con tal de no
seguirle infligiendo más dolor… porque yo sabía que su partida le había
pesado más a ella que al mismo Radú. Si, yo conocía la naturaleza de
sus deseos, o eso pensé.
Lo cierto es que sabía que su felicidad; si es que ella fuese capaz de
concebir tal cosa; no estaba a mi lado. Y de nuevo me embargaron unos celos
salvajes, de todo lo que la hacía sonreír sin causarle ningún daño, incluso aborrecí
a la Tía Ilona por haberle procurado aquella pequeña alegría, y sin darme cuenta
comencé a maquilar la forma de hacer pagar al infeliz que había fabricado ése
sortilegio.
-‐ ¿En qué piensas amor mío? – Inquirió mi linda bruja con la voz
deliberadamente cruel. Porque ella bien sabía, que mi mente seguía
atrapada en aquél establo lleno de sangre.
Creo que la maldije de todas las formas posibles y la mandé al diablo
con sus muñecas y sus juegos de niña. Pero ella siguió riendo y yo gritando, hasta
que la fiebre me tumbó de vuelta en la silla de terciopelo rojo. – Aaah... – murmuró
ella. – Así que todavía sientes dolor en ése cuerpo tuyo. – Aludió maliciosamente
a las palabras que yo había pronunciado de vuelta en La Castilleja.
…Cuando la Tía Ilona regresó, todo estaba hecho añicos. – Salvo la
Matruska que Petrú había protegido fieramente. – Los espejos quedaron tan
destrozados que toda la cabaña parecía un enorme caleidoscopio de imágenes
vivientes.
-‐ Veo que ya se hablan. – Enunció con voz grave, cuando nos encontró a
los dos en medio de aquél desastre. Con ráfagas de fuego circulando
de la chimenea hasta nuestras manos, con la espalda curva y
preparados para asestar el golpe final. – ¿Y bien? Por mí no se
detengan, terminen por favor. – Dijo en un tono de voz suave pero
imperioso.
Aunque ninguno de los dos tenía intención de desviar la mirada de
encima del otro, al final ninguno pudimos llevar acabo nuestro cometido. Entonces
ví en Petrú como el dolor le bajaba de las mejillas y hasta las manos temblorosas
entre las que danzaban las llamas. ¡Cuánto deseé que fuera ella quién lo
terminara! Porque para mí la idea consciente de lastimarle me resultaba
inconcebible.
-‐ Lo lamento Tía Ilona. – Respondió ella con la voz ronca, apenas audible.
Al tiempo que sus manos temblorosas le caían a un costado.
-‐ Le llevó mucho tiempo regresar. – Le reproché, cerrando las palmas de
mis manos para extinguir el fuego.
-‐ No es fácil consolar a una madre que ha perdido a su hijo, dos veces en
el mismo día. – Replicó la Tía Ilona sin exaltarse ni perder la paciencia.
Entonces me eché de nuevo en la silla, aguardando por el torbellino de
injurias y regaños que supuse soltaría en mi contra. Pero no sucedió, en su lugar
le indicó a Petrú que reuniera todos los pedazos de los espejos mientras ella
preparaba algo de comer en medio de aquél desastre. Cerré los puños entorno de
los brazos de la silla, pues la Tía Ilona estaba poniéndome nervioso; me incorporé
y comencé a deambular por la pequeña cabaña sorteando los escombros de
cristal; pero la sonrisa suave y bondadosa de la Tía Ilona mientras cocinaba
terminó por exasperarme así que salí al exterior y contemplé los torbellinos de
viento y nieve que barrían el paisaje. – Vete de aquí, jugaremos otro día. – Le
ordené al fantasma Iván que me había seguido afuera, y sin más su pequeño
rostro se disipó a la par del viento helado. Era tal mi estado de confusión que no
podía seguir encerrado en ésa cabaña, pero no era ahí en dónde yo me hallaba
aprisionado en realidad… Reflexioné sobre el por qué me había apasionado tanto
con la idea de huir de La Castilleja y sin embargo, aún ahora no podía esperar
para abandonar ésa ciudad que tan encantado me tenía; y la respuesta me
horrorizó… Yo deseaba huir de Petrú. Recuerdo que la sangre me bullía
tumultuosamente cuando caí en la cuenta de tal realización, y sin embargo el sólo
pensar en abandonarla me producía un dolor sobrenatural en mi negro corazón. Si
me apartaba de su lado, me convertiría en la sombra de lo que era; de mis
orgullos, de mi felicidad y de mis sufrimientos. Al mirarme al espejo no vería más
que al fantasma de mi Petrushka.
Creo que ése fue el momento en que en verdad elegí convertirme en lo
que ustedes ven ahora; y fue mi momento más bajo y egoísta; porque supe que si
le abandonaba entonces Petrú permanecería en éste mundo y la muerte no la
tocaría jamás. Pues al hallarme presa de tal dolor, me di cuenta de que la
maldición aún recaía sobre mí, y la alcanzaba a ella únicamente porque yo había
elegido amarla... por eso mi padre había sonreído aquella noche ante tal ironía…
Pero ella había devorado toda mi existencia y si la abandonaba entonces yo ya no
sería más que “carne y huesos.”… Ella era mi alma; y cuando elegía no herirla, en
realidad elegía no herirme a mí mismo.
Lelouch guardó silencio, y sus bigotes se tensaron emitiendo un leve
ronroneo que Luca creyó tomaría la forma de una lágrima si aquél rostro peludo
recuperaba su figura humana.
-‐ Petrú lo sabía. – Musitó Elena de pronto, con el cuerpo tensado. –… Por
eso es que se obsesionaba con la idea de que algún día te marcharías
para siempre… Y la Señora Reimei, por eso te mintió porque ella
también te quería. Tampoco deseaba que las abandonaras, era una
mujer astuta debió intuirlo; si creías que era Petrú la maldita entonces tú
nunca te atreverías a dejarla a su suerte y buscarías hasta el cansancio
el modo de librarla.
-‐ Tiene sentido. – Intervino Luca. – Incluso explicaría la traición de Gitano,
porque si tu dejabas de amarla entonces ella estaría libre del peligro, y
no tendrías que marcharte de La Castilleja.
Los ojos de Lelouch se entornaron y adquirieron un resplandor plateado
que le concedía una perversidad fiera a su rostro que sobresaltó a Luca y a Elena,
pero cuando éste sacudió la cabecilla con suavidad aquella extraña luminiscencia
se disipó. –… No era por eso. Pero ya llegaremos a ése punto.
Estaba agitado, en gran parte por el descubrimiento del engaño que
todos parecían haber fraguado en contra mía, pero también en aquél momento me
sucedió algo más. Cuando largué al inocente fantasma, caí de rodillas
hundiéndome en la nieve; y sin embargo mi sangre me escaldaba las venas. Sentí
una intensa opresión en mis huesos, y un estruendo insoportable y rítmico invadió
mis oídos; eran palabras que no lograba comprender como un disco tocado al
revés. Me azotó una oleada de imágenes inconexas; vi a Ivan con la carita más
rechoncha y sus mejillas coloradas, y a su madre acariciándole el pelo rizado;
ambos sonreían alegremente y bebían leche caliente envueltos en una cálida
manta al pie de la chimenea. Luego lo vi postrado en una cama escupiendo
sangre, y a su madre y la Tía Ilona ayudándolo a incorporarse para evitar que se
ahogara. Y sin darme cuenta, yo mismo comencé a arquear el estómago, pues
sentía que la sangre borboteaba en mi garganta. Mi carne se cerraba en torno a
mi cuerpo, sentí alfilerazos en toda la cara, en mis manos, y hasta mis ojos. ¡No
soportaba mis ojos!
Entonces escuché a Petrú llamarme apremiantemente. – ¡Lelouch
regresa! ¡Quédate conmigo! – Y aunque pugnaba por abrir los párpados y
responderle, me era imposible abrirlos más de lo que ya estaban, porque en
realidad nunca cerré los ojos… y sin embargo aquellas visiones no me
abandonaban. Era una sensación penosísima y anhelaba libertad; mi cuerpo se
cerraba en torno mío y me invadió el pánico. – ¡No te vayas! – Me zarandeaba
violentamente, Petrú. – ¡Tía, te lo suplico!
Sentí una mano larga y fría sujetándome por la muñeca. – No me falles
Lelouch. – Oí la voz de Ia Tía Ilona. – Conoces la respuesta; ése juramento que
proferiste cuando los “amigos” de mi hermana te dijeron que no había modo de
romper la maldición. ¿Cuál fue? – me preguntó con calma.
No tuve tiempo de preguntarme cómo lo sabía ella, pues en ése
instante escuché mí voz como si no fuera la mía. – “Ojos maliciosos que rondan
en la oscuridad; ¡Innombrables y ocultos! Sus garras jamás me alcanzarán,
envidiadme pues jamás he de morir.” – Lo siguiente que oí fue un alarido feroz;
aún ahora creo que era el lamento silencioso de Iván.
Yo yacía en el suelo de la cabaña con la cabeza recostada en el regazo
de Petrú. Me costó trabajo reorientarme pues me dolía cada centímetro de mi
cuerpo, sobre todo la nuca y mis ojos. Hasta el tenue parpadeo del fuego en la
chimenea me resultaba insoportable.
Me llevé una mano al pecho, para asegurarme de que ése ruido sordo e
infernal perforándome el cráneo, era tan sólo mi corazón que aún latía. – Usted
planeó que esto pasara. – Dije en un ronco murmullo pues cada sonido, cada
color, cada roce en mi piel era pura tortura. Imaginen la peor de sus resacas; y
apenas tendrán una idea minúscula y drásticamente limitada de lo que
experimenté en aquellos momentos.
La Tía Ilona se pasó una mano por su roja melena, y echando los
hombros hacia atrás altivamente, señaló a Petrú con la mirada. – Me aseguró que
tenías un instinto infalible. Veo ahora que decía la verdad.
-‐ Ese demonio de chiquillo, casi me mata. – Gruñí, al tiempo que me
apartaba de Petrú para ayudarme a levantar con el respaldo del sillón.
La Tía Ilona negó sacudiendo la cabeza, sus ojos dorados reflejaban
cierta compasión. Como la de una maestra que acababa de castigar cruelmente a
su alumno. – Te mató.
Experimenté una terrible erosión en mis ojos, y por primera vez los sentí
tornándose del color de la luna. Entonces, conociéndome y temiéndome como tan
sólo ella era capaz; Petrú se levantó de un salto. – ¿A qué te refieres tía? – se
apresuró a preguntarle para frenar mi cólera.
La Tía Ilona me miró largamente en silencio, con un semblante dulce y
franco. Similar a como mi madre solía hacerlo luego de que mi padre me reñía; me
desarmó. El ardor en mis ojos se disipó despacio, y noté como Petrú se relajaba a
medida que eso sucedía. – No podemos ser dioses, príncipe malcriado. La vida
que otorgamos es tan sólo la nuestra propia. Dime algo, ¿Sabes por qué ese
pequeño acudió precisamente a ti? Teniendo dos poderosas brujas y a su amada
madre bajo el mismo techo. ¿O por qué cualquier otro espíritu está siempre pronto
a cumplir tus caprichos? – Sacudí la cabeza. –… Pues bien, tu don oscuro reside
en tu herencia de sangre. Brujas como nosotras, podemos verlos y hablarles pero
somos incapaces de conferirles la vitalidad que tanto anhelan porque el sol
únicamente confiere vida a lo vivo. En cambio se sienten atraídos por ti, porque
cuando les miras y les hablas; les permites existir en nuestro mundo. Dicho en
términos más simples se alimentan de tu afecto y de tus atenciones… La
invocación que llevaste acabo, requiere de ritos complicados que Petrú y yo
llevábamos haciendo toda la mañana; y tú lo lograste con una palabra.
-‐ Eso lo sé o mejor dicho lo adiviné. Por eso lo llamé de vuelta; pero lo
que no logro comprender es…
-‐ Ah. – Dijo como si acabara de hacer la más básica de las preguntas. –
Cuando llegaste, al cuerpo del pequeño Iván le restaban diez minutos de
vida a lo sumo. – Enarcó su ceja con delicadeza y un dejo de traviesa
malignidad asomó en su semblante. –… Por eso te permití llevar acabo
tus diabólicos juegos con ése niño.
Luca sacudió la cabeza confundido. – No comprendo ¿Qué quiso decir
con eso?
El gato brincó de Luca, hacia los hombros de Elena y se recargó en su
cuello, mostrando de nuevo sus relucientes colmillos. – El pequeño diablo tomó de
mí esos diez minutos; y yo se los concedí sin siquiera saberlo.
Elena frunció el entrecejo con expresión dolida. – Pero, diez minutos no
me parecen suficientes. Porque si mis padres pudieran regresar… pienso que su
pérdida sería todavía más dolorosa.
-‐ Comprendo. – Replicó Lelouch. – Pero no sólo es cuestión del tiempo
del muerto, sino del vivo. Su madre era una mujer fuerte y sana, tendría
al menos cuarenta o cincuenta años más de vida que estaba dispuesta a
sacrificar por su hijo, si su cuerpo hubiese tenido remedio alguno. Pero
sus pulmones... – Dijo mirando maliciosamente de reojo al joven
escritor. – Yo en cambio, tan sólo le di el tiempo de vida que le quedaba
por vivir… Si el cuerpo del pequeño demonio hubiese tenido diecisiete o
más años de vida restantes…
-‐ … Habrías muerto. – Terminó de decir Luca.
-‐ En efecto. – Respondió el gato, lamiendo elegantemente una de sus
patas. – A dios gracias; que la Tía Ilona no sólo era una mujer hermosa
y una bruja poderosa. Sino que por encima de todas las cosas estaba
dotada de un encanto áspero y una bondad admirable; muy distinta de la
Señora Reimei o incluso (he de confesar) de mí mismo.
Me parece recordar que después de aquella lección que la Tía Ilona me
obligara a escarmentar en carne propia, me sobrevino un ligero vértigo, el cuerpo
me dolía por todas partes y pensé en las palabras de Petrú: Una magia sin
sacrificios, un poder que depende enteramente de la persona que la invoca…
Nada de muerte, ni espíritus que vean el futuro, ni demonios que lean mentes…
nada de sangre.
Luca y Elena exhalaron suave y abruptamente, cuando Lelouch
mencionó a los demonios. El gracioso felino se percató y sacudiendo la cabeza
sonrió. – Otra historia y poco tiempo; incluso en La Castilleja tenemos que
cuidarnos del pasar de las agujas. – Elena se percató de la piel ennegrecida de
Luca y alentó a Lully a continuar su relato.
Como les decía; Exhausto me froté los ojos que aún me ardían
horriblemente, entonces percibí el dócil sonido musical de los pedazos de vidrio
elevándose por el aire. Cuando me descubrí los ojos, por toda la habitación
flotaban grandes y luminosos trozos de cristal; unos me reflejaban a mí; otros a
Petrú que lo observaba todo con atenta fascinación al tiempo que les pasaba los
dedos delicadamente por los bordes creando una música cromática y somnífera,
pareciera que la cabaña estaba sumergida en el fondo del océano. Era hermoso.
En otros vi el exterior de la ciudad, e incluso por un instante juré que vi a mi
hermano y a Gitano reflejados en el interior de uno de los trozos, pero apenas les
hube visto su imagen se difuminó como las ondas del agua. Fascinado por
aquello, giré y giré entorno mío cuando la periferia de mi mirada captó de pronto la
silueta de la Tía Ilona. Cautivante, mágica, y bella; en todo su esplendor. Los ojos
le centelleaban con una luminosidad naranja y tenue, similar al sol en las horas del
crepúsculo, y su luz refractaba en cada uno de los pedazos de los espejos que
Petrú había juntado. Su cabello rizado y rojo como el fuego le ondeaba en la
espalda y a momentos le encubría el rostro. Un susurro salió de sus labios aunque
no parecieron moverse en ningún momento. – “Lenta y solapada circulas en el
interior de la vida; con tu fuerza la vuelves frágil; y con su fragilidad la vuelves
bella. El tiempo es tu rostro, el hombre tu amo. ¡Oh bendita destrucción! invoco el
tiempo de los sueños para ésta mí Gloriosa descreación.” – Sus palabras
quedaron enterradas en un poderoso estruendo, un coágulo de luz surgió entre
blancos fogonazos en medio de la habitación, y la cabaña comenzó a crujir
estrepitosamente. Los fragmentos parecían “caer” hacia el techo y las paredes que
se ondulaban como si estuvieran reflejándose en un violento río; la habitación se
retorcía para dar lugar a un largo pasillo con varias puertas con clavijas doradas;
las flores traslúcidas que reptaban en la ventana se acomodaron sobre el nuevo
techo que se hacía cada vez más grande tirando un par de vigas y sacudiendo el
enorme candelabro que ahora colgaba sobre ellos. La habitación se fundió
entonces con la puerta bajo llave, dando lugar a un gran salón repleto de libros y
pinturas; un librero sustituyó el aparador y las vasijas reaparecieron sobre una
repisa en la nueva cocina donde ahora se hallaba la sobria mesa con garras de
león. Y frente a la chimenea, a un lado del sillón y la silla en la que mi mano
estaba apoyada, apareció un piano de plata; y el piso de madera se tornó blanco y
negro.
Cuando la Tía Ilona terminó, tan sólo quedaba el dócil tintinear de las
lágrimas del candelabro y los espejos balanceándose en las paredes ahora
cubiertas con un tapiz de lirios blancos. Petrú pegó un grito y salió corriendo en
dirección del interminable pasillo donde la mayoría de los espejos habían quedado
acomodados como un montón de ventanas que reflejaban toda la ciudad; estaba
fascinada con aquello que de alguna manera inexplicable se parecía tanto a su
casa como al castillo de mi padre. Con cada puerta que abría y cerraba ella
descubría un mundo entero, y sin embargo nada le importaba más que ésa
endemoniada Matrioska que llevaba consigo bajo el brazo por toda la cabaña.
Me deslicé entorno del deslumbrante piano de plata, y noté el temblor
que invadía a mis manos apenas me le acercaba, así que lo pasé de largo y me
detuve a observar la nueva cocina. La vajilla de loza adornada con rosas moradas,
los platos dorados apilados meticulosamente en la repisa, los recetarios de cocina
escritos en ésa mágica lengua rusa, y por último la impecable mesa con patas de
bestia. Tan sobria que alcanzaba a reflejar un difuso halo de luz del exterior, me
fasciné con esa habitación no sólo porque ya sabía que afuera tan sólo vería la
forma simple y engañosa de una cabaña solitaria; sino también porque me pareció
que era la única estancia hecha a imagen y semejanza de su creadora.
-‐ Quiero aprender, ésta magia suya. – Dije en tono serio, volviéndome
hacia la Tía Ilona.
Estaba sentada al borde de su mesa. – Pensé que necesitáremos más
espacio para cuando llegue el resto de tu compañía. Petrú fue a la estación
ferroviaria temprano, y parece que llegaran en tres semanas. Imagino que
eso te da suficiente tiempo para reclutar nuevos artistas, después de todo
un circo no es ruso sin los rusos ¿No? – Respondió ella sin inmutarse, al
tiempo que amarraba en una trenza su espesa melena.
-‐ Enséñeme. – Insistí de nuevo, acercándome tanto a ella que pude
aspirar el dulce aroma de avellanas que emanaba de su cuello. –
Enséñeme. – Repetí, ésta vez acortando la distancia entre nosotros,
rosando sus labios con mis dedos.
Se quedó ella tan quieta, tan perdida en su soledad y en su silencio, –
¡Yo amaba sus silencios! , me daban tanta paz. – que cuando entreabrió sus
labios mi corazón se volcó; desgraciadamente como se los he repetido hasta el
cansancio ella era muy distinta de todos nosotros, corrompidos por nuestra propia
sangre. Así que echó la silla hacia atrás con extrema brusquedad para alguien tan
delicada y gentil.
Soltó una deliciosa carcajada. – Mi pequeño príncipe, estos espíritus
tuyos en verdad están haciendo que pierdas el juicio. Tu pobre alma atormentada,
que en un tiempo fue dulce y bondadosa se perderá si no pones cuidado en lo que
haces; y de aquí en adelante; en lo que hables. – Espetó posando una mano en mi
rostro.
Sacudí la cabeza, no había forma humana de engañar o inducir a
aquella mujer; porque ella veía a través de cada una de mis mentiras antes de que
siquiera las pronunciara. Verán me fascinaban muchas cosas sobre ella, pero lo
único que en verdad amaba era la forma en que hallaba a mi Petrushka entre sus
ojos dorados. De alguna manera, me brindaba consuelo aquella bondad que
irradiaba de su distante mirar.
Giré y me dejé caer en la silla, cerca de la chimenea. – De acuerdo. –
Espeté entre dientes. – ¿Qué quiere que haga? ¿Qué tengo que hacer para
probar que soy digno de ser alumno suyo? – Desde luego no era cosa de poder o
magia, porque ya había aceptado a Petrú; y no es por alardear pero para ése
entonces yo ya superaba por mucho a esa brujilla hermosa.
-‐ Nada, salvo esperar. – Fue su única respuesta; más adelante se darán
cuenta pero salvo por contadas ocasiones como aquél día, la Tía Ilona
era una mujer de pocas palabras. – Cuando la Matrioska haya cumplido
el primer deseo de la pequeña Petrú, entonces te enseñaré.
-‐ ¿Y qué se supone que haga hasta entonces? – Inquirí con ademán
burlón.
Pero ella sencillamente se encogió de hombros. – Oí que tienes un
circo que organizar en ocho meses, pero eres libre de hacer lo que desees. – Dijo
bostezando. – Ahora si me disculpas necesito descansar, hace mucho que no
hablo tanto con nadie. Y tanta palabrería me ha dejado exhausta.
Después de eso no volví a oír su voz en tres semanas, salvo para
conjurar hechizos que Petrú desconocía y que ella juzgaba necesitaba aprender.
24. SONREÍR, SONREÍR, SONREÍR… PAYASITO.
Aún ahora, muchas cosas de aquél tiempo conservan en mí la misma
esencia de nostalgia que destilaba de entre los callejones cubiertos por gruesas
capas de escarcha enlodada; las caras de los pocos rusos que se aventuraban a
abandonar sus casas en las noches heladas; los techos humeantes que tanto me
gustaban vislumbrar al pie de la colina; las calles estrechas bordeadas por árboles
y el río convertido en cristal a causa del frío; el conglomerado tortuoso de casas
casi enterradas por completo bajo la nieve; pero especialmente los espléndidos
mosaicos y frescos bizantinos que embellecían las coloridas iglesias de la ciudad
con sus cúpulas doradas. Que pese a las apagadas expresiones de sus santos, no
había nada sombrío en aquellos fantásticos caramelos de colores. Y entre tal
belleza dejé correr los días, haciendo todo lo posible por pasar inadvertido por los
habitantes de la ciudad, comportándome como un príncipe conciliado entre
harapos para confundirse con campesinos. – Pero no me malinterpretes Señorita
Elena, siempre tan pronta a juzgarme. – No me vanaglorio de mí mismo, lo digo
sencillamente porque en ése entonces mi estado de ánimo era tan inestable como
la marea de La Castilleja, y salvo por aquella ocasión que acabo de narrarles, me
era imposible percibir cuando mis ojos se tornaban plateados. En una ciudad tan
ricamente plagada de leyendas y supersticiones, comprenderán los problemas que
ello me suponía. Pronto la fama de “demonio” me alcanzó desde mi entrañable y
remonta isla ibérica, ganándome así el nombre de “Dyavol Glaza” que significaba
“Ojos de demonio”, y aunque he de confesar que obtenía cierta diversión de
jugarle malas pasadas a los mirones y cobardes; la mayor parte del tiempo me
refugiaba en el interior de la cabaña en compañía de la Tía Ilona y de Petrú. Pues
durante todo ése tiempo había vivido sacudido por una tormenta interior, y me
sentí abrumado por una soledad que ni el aroma de fruta seca y remedios caseros
que inundaban de íntima calidez a la cabaña, lograban disipar.
Con Petrú por otro lado, la historia era enteramente distinta. Tan
encantada estaba la Tía Ilona con su nueva sobrina y pupila que arregló la alcoba
conforme a cada uno de sus deseos apenas ella hubo elegido de entre las
habitaciones dispuestas en el interminable pasillo. Con un empapelado lila y
dorado en las paredes; cojines bordados con rosas para el futón de terciopelo; y
colgaduras de seda para la enorme cama de doseles dorados. – “¿Qué te
parece?” – Me preguntó Petrú con voz rápida y animada, cuando terminaron de
decorar su recámara, al tiempo que colocaba con sumo cuidado su matrioska
sobre una mesita de mármol ubicada junto a la cama. Estaba fascinada, bastaba
verla para saber que se sentía en casa; y aunque he de admitir que dentro de
aquella habitación el aire era dulce y cálido como la brisa del mar y el sol parecía
brillar con la misma intensidad que en La Castilleja; en aquél momento únicamente
le dediqué una larga y detenida mirada, para luego retirarme a la sala de estar.
Contemplé de nuevo el piano de plata bajo del enorme candelabro,
caminé a el controlando el temblor que dominaba mis manos y abrí la caja. Las
cuerdas estaban todas tiesas y rígidas, como muertas sin emitir sonido alguno y
sin embargo la cabaña entera parecía vibrar con sus melodías, tarareando la
canción a la que mis dedos atormentados temían dar vida. Pués aquella muda
melodía me arrastraba y me atormentaba… Azoté la tapa, y me recosté apoyado
en el brazo de la silla de terciopelo rojo frente a la chimenea y extendí las piernas
en el sillón. Quedé abrumado por el recuerdo de aquella noche en que perdí
control del “Demonio de Ojos Negros”. Y estos suplicios se prolongaban desde el
alba hasta el anochecer, tomando forma de pesadillas tan vívidas que me
tumbaban con calentura y empapado en sudor. Creo que es adecuado decir, que
en aquellos momentos mi ánimo era una especie de desquiciamiento consciente;
pues mis días transcurrían en un tormento constante, los recuerdos me dolían y
me torturaban tanto como a los desgraciados fantasmas que temerosos de mí y
por mí, permanecían vigilantes. Acechándome, siempre pendientes de cualquier
vestigio de muerte que asomara en mí fisonomía.
Incluso en medio de la paz que reinaba en la ciudad, sin importar
cuanto lo intentara, me era imposible participar en la alegría que iluminaba nuestro
nuevo hogar; y Petrú no tardó en reprochármelo. –“¡Para esto me arrastraste lejos
de La Castilleja!” – Me decía cada que tenía oportunidad. Con todo, yo me
mostraba hermético y frío con ella; pues ahora entiendo que me sentía
gravemente ofendido por su fragante felicidad... Pero había algo más… verán ella
se había transformado ante mí, de una noche a otra. Sus ojos que en otro tiempo
me habrían parecido encantadores y desafiantes, ahora adquirían destellos de
ironía y de una tristeza latente que no desaparecía, ni si quiera cuando reía tan
ufana. Si. Eso era lo que más me turbaba, pues me gustara o no me sentía
irremediablemente subyugado por aquél sufrimiento que sabía que ella llevaba a
cuestas, y luchaba por suprimir dentro de sí.
Así transcurrió una semana, hasta que por fin reuní las fuerzas para
seguir el consejo de la Tía Ilona y me hice a las calles de Smolensk para reclutar
nuevos artistas… Fue nefasto.
Por aquellas fechas, la actividad circense estaba fuertemente
controlada por el gobierno soviético; lo que no mermó el ingenio de los artistas
pero si el arte. Lo transformó en una propaganda antirreligiosa que para nada
servía a mis propósitos, pues más que artistas de circo lo que yo buscaba eran
rebeldes. Genios irreverentes y exiliados, como los que me habían maravillado en
el “Circo Ambulante de la Señora Reimei”; como Heysol. Quería crear algo
conforme a mi propia naturaleza, un espectáculo tan oscuro e intenso que quiénes
lo presenciaran pudiesen experimentar una pasión renovada por la vida, que se
maravillaran ante la muerte con la intensidad de un niño. ¡Que reconocieran el
potencial infinito de los sueños, y buscaran la sabiduría en las enseñanzas de su
propia sangre! … pero antes de todo eso, desafortunadamente todavía estaba
pendiente el asunto del reemplazo de Radú, en el acto de Petrú. Por más que traté
de postergarlo, eventualmente llegó el momento de realizar audiciones; lo cual
representó un reto aún mayor. Porque yo era meticuloso y severo en cuanto a la
estética y la pasión que buscaba en un artista, pero Petrú era imposible. Visitamos
cada ciudad, cada pueblo; pero ninguno le complacía. Nadie era lo
suficientemente astuto, ágil o ingenioso para interpretar a su amado “Payaso
Piérrot.”, y ella tan voluntariosa como siempre se negaba a actuar a menos que
diéramos con un reemplazo digno de Radú.
Así pues; comenzamos en Smolensk pero sin darnos cuenta nuestros
pasos nos llevaron hasta las otras provincias cercanas. Donde quiera que los
rumores de que había maestros indiscutibles del circo nos llevaran. – Y es que
Rusia era una cuna de manifestaciones artísticas que plasmaban en su música, en
su literatura, en sus danzas, en su cine y hasta en su arquitectura; un ingenio y
estética imposibles de reproducir con palabras. – Y pese a todo el tiempo que
compartimos a solas y de que las violentas discusiones cesaron, permanecimos
impasibles y distantes el uno con el otro. Aunque todo ése tiempo pude sentirla
encima mío con su mirada quieta; sin hacer otra cosa más que vigilar mis
expresiones, los libros que leía, la música que canturreaba; lo cierto es que
únicamente estábamos unidos por la soledad. La necesidad de no sentirnos
olvidados en aquél país tan grande y desconocido para ambos.
Tan obsesionados estábamos con nuestra infructuosa búsqueda, que
cuando regresamos teníamos apenas un par de días antes de que el resto de la
compañía llegara a Smolensk. Las estrellas estaban apareciendo en el cielo
cuando llegamos a la solitaria cabaña de la Tía Ilona. La chimenea estaba
apagada, lo que quería decir que ella se hallaba fuera, probablemente asistiendo a
algún moribundo, o curando a algún enfermo. – Para alguien que difícilmente
pronunciaba palabra, era increíble lo mucho que le encantaba meter sus narices
en los asuntos ajenos. – Nuestras botas estaban repletas de lodo escarchado, y
temblábamos de frío sin cesar, por lo que me incliné frente a la chimenea para
prender fuego, mientras que Petrú sacudía la nieve de su gorro de piel. – ¡Maldita
sea! No siento ni mis manos. – Dijo para sí y luego se hincó a lado mío para
sacudir la capa de nieve sobre mi abrigo. – No sirves para estas cosas. – Espetó
en tono burlón cuando reparó en que me había olvidado de quitar las cenizas
antes de colocar los troncos nuevos. – Déjame echarte una mano. “Humo y
cenizas levantadse de entre la oscuridad, de mis ojos tomad vuestra chispa para
que en el aire crepite. ¡Flores rojas despertad de vuestro reposo! “– Hubo un fuerte
crujido, una diminuta flama y luego lenguas de fuego devoraban ávidamente los
troncos que yo torpemente había puesto entre las cenizas blancas.
Asombrado acerqué mis manos al fuego, era cálido y desplegaba los
colores más hermosos; azul, blanco, rojo; todos ellos fulguraban danzantes y se
mezclaban entre sí. La Tía Ilona la había instruido bien, y ambas habían puesto
extremo cuidado en no develarme el secreto de aquella misteriosa magia. Pues
aunque las había acompañado a cada visita que realizaban para obrar algún
conjuro, y recitaba de memoria todos los hechizos que Petrú repetía hasta el
cansancio e incluso a veces en sueños, – Incluido el que acababa de utilizar para
revivir el fuego de la chimenea. – mis palabras todavía eran incapaces de crear
vida.
De pronto Petrú, se sentó con las rodillas contra el pecho y recargó su
alborozada cabeza en mi hombro. – Lo extraño tanto. – Dijo ella con la voz
deliberadamente suave, sin despegar su dulce mirada de las llamas que acababa
de crear.
Mi cuerpo entero se tensó, estaba atónito de que hubiese sido ella la
que rompiera con nuestra silenciosa tregua. Me puse de pie, abriendo los brazos
para quitármela de encima furiosamente, y cuando me volví a encararla tenía el
rostro crispado. Sus ojos dorados me miraban contrariados de arriba abajo, como
si estuviesen mirando dentro del más oscuro abismo. – No hables de él. No te
atrevas. – Le advertí entre dientes, oprimiendo mis puños con tanta fuerza que mis
palmas se tornaron rojas.
Su semblante se relajó lentamente y sonriendo se puso en pie. – Me
refería al sol de La Castilleja, extraño su calor. Pero ya que tú mismo has decidido
sacar el tema, ¿No crees que merezca un reemplazo digno de su creación? –
Preguntó con expresión malévola pero absteniéndose de pronunciar su nombre.
De hecho, ahora que lo pienso, creo que eso debo reconocérselo. Porque durante
todo el tiempo que permanecimos en Smolensk, sin importar lo hirientes o
violentas que se tornaran nuestras peleas, no pronunció aquél nombre ni una sola
ocasión, al menos no en mi presencia. – “El Payaso Piérrot”, era más que un
monigote con maquillaje, Lelouch. Era una parte perdida de su corazón, una parte
que tú mismo lo ayudaste a sanar y que volvía a la vida todas las noches bajo las
luces del escenario… Después de lo que le hiciste al pobre, lo menos que merece
es que protejamos lo que ha quedado de él.
-‐ ¿Y quién en el mundo es digno de ése corazón, amada mía? –
Respondí con un tono amargo y cruel en mis palabras.
Una sombra cayó sobre su cara, como si su perfecta felicidad hubiese
sido desgarrada. Luego sacudió la cabeza y una mueca burlona asomó a sus
labios. – ¿Y qué hay de ti “Dyavol Glaza”? Eres meticuloso al elegir a tu próxima
presa y dime ¿Quién es el pobre infeliz que ha de convertirse en tu próximo
maestro? Porque eso es lo que hemos estado buscando ¿No? Me mientes y te
escondes detrás de tus silencios, pero te olvidas que eres parte de mí. Sé que no
hemos recorrido Rusia en busca de artistas talentosos, sino de brujos talentosos.
Haces muy mal en tomarme por estúpida, mi hermoso demonio.
Desvié la mirada hacia las llamas, aquello me había sorprendido más
que cualquier otra cosa que hubiese dicho, porque yo mismo había fallado en
darme cuenta de que mi continua ansiedad era a causa de mi implacable sed de
conocimiento y poder. Y ella en cambio, lo entendió perfectamente; no podía
importarme menos lo que pasara con ella o con la Tía Ilona; ni siquiera había
experimentado tristeza o lástima por el pequeño espíritu de Iván que había
acudido a mí desamparado; y mucho menos por su madre que lo había llorado
hasta probar los límites de la demencia. De nuevo quedé abrumado por la
naturaleza mezquina de mis venas.
Como si se percatara del dolor en mi semblante, Petrú se aproximó a
mí y me aferró por los hombros para forzarme a enfrentarla. – No me dices nada.
¿Acaso no te das cuenta de que me has condenado? – me habló en voz baja, con
los ojos vidriosos. – Me convertiste en una más de esas almas atormentadas con
las que tanto disfrutas satisfacer tu crueldad. Me amas y me odias a tu antojo ¿En
verdad creíste que me bastaría con ese amor voluble? Aún ahora, aferrándote
entre mis manos presiento que te desvanecerás y no te veré más. – Sus ojos se
abrieron súbitamente de par en par, me soltó y se sentó en el sillón a lado de la
chimenea y con el dorso de la mano secó sus lágrimas antes de que cayeran a
sus mejillas. – Puedo ver que me aborreces, lo que no sabía es que me pediste
que te acompañara por temor a lastimarme. Tal vez soy yo la que está siendo más
egoísta de los dos… Muy bien. Te libero de tu promesa, no tienes que regresar
más a mí. – Espetó con frialdad, como si estuviese sacrificando un perro viejo del
que se había aburrido. ¡Libre me decía, cuando estaba atado a ella de la manera
más deplorable y ruin! Pero cuando tampoco obtuvo respuesta alguna, sus cejas
se contrajeron. Y pude ver la sospecha creciente; un ápice de morbosa curiosidad
claramente dibujada en su expresión. –… No deseas eso ¿Verdad? Estás
fascinado por el encanto febril de ésta ciudad, pues bien me marcharé pero debes
ser tú quien me lo pida. Responde Lelouch ¿Deseas que me vaya?
No estoy seguro de lo que sucedió después, salvo que me sobrevino un
interminable delirio de carcajadas, tan potentes que me doblaban el estómago.
Ella estaba tan perdida como yo, y de la manera más patética porque al menos yo
estaba consciente de mi condición de esclavo; pero ella se conducía con la altivez
de una reina mientras rogaba por su libertad. Y estaba equivocada además, le
pedí que viniera conmigo porque la amaba; así de sencillo, porque deseaba
retenerla a mí lado por todos los medios posibles. Ella era la que ahora buscaba
desesperadamente la manera de cercenar el lazo marchito que nos unía, porque
ella también me quería, ése era su tormento. Incluso cuando lastimé lo que ella
más adoraba en el mundo, incluso cuando destrocé el amor entre ella y mi
mentiroso sirviente; ella no se había atrevido a odiarme, no podía. Una imperiosa
necesidad de alivio me llenó el alma, de revelarle la verdad ¿Pero qué bien le
haría a ella saber de mi dolor?... No, de aquí en adelante todo debía ser su
elección, ya no la forzaría más. Me hinqué sobre una rodilla para quedar a su
altura, y acuné su rostro entre mis manos. – Haz cómo desees, mi Petrushka.
Entonces ella se puso de pie, con expresión serena. – Antes debes
jurarme que tu ira no lo alcanzará a él, ni a Gitano, ni a mi madre. Maldíceme cien
veces, envía tormentos y demonios infernales tras de mí si eso te da paz; pero
júrame que ellos estarán a salvo de ti.
Suspiré, ¡Qué bien me conocía la hermosa bruja! Lo advirtió, apenas lo
hube yo pensado. Me reincorporé y tomé su mano para besarla como lo había
hecho, la noche que tan astutamente ella me rechazó; cuando de pronto miré por
encima de sus hombros uno de los espejos que colgaban en las altísimas paredes
de la cabaña. En el se reflejaba una multitud congregada entorno del río
congelado, aplaudían y silbaban como si fuesen inmunes a la ventisca del
invierno. En el centro del río se hallaba parado un hombre de piel obscura como la
noche, con un abrigo de brillantes lentejuelas rojas y un sombrero de copa en su
cabeza, y todo el contorno de su cuerpo estaba iluminado por una luz blanca y
radiante como nunca antes había visto, ni siquiera en las tardes de verano de La
Castilleja.
-‐ ¿Qué pasa Lelouch? – Me preguntó Petrú; le señalé el espejo con la
mirada a manera de respuesta, y cuando ella se volvió dio un paso hacia
atrás, e instintivamente me rodeó por el brazo. – ¿Quién es ése
hombre? – Inquirió al tiempo que estiraba las manos para palpar el
punto exacto del espejo que reflejaba la luz que irradiaba de ésa
persona.
Sin pensarlo me solté de ella. – No lo sé, pero voy a averiguarlo. – Dije
al tiempo que abría la puerta de la cabaña. Y aunque creí que esa sería la última
vez que la vería, apenas di dos pasos fuera cuando la oí decir tras de mí.
“Aguarda, voy contigo.”
Cuando llegamos a la parte baja de la ciudad, los mercaderes,
comerciantes y artesanos ya se habían retirado de las calles, dejándolo todo
sumido en una taciturna tranquilidad. Salvo por el círculo de personas que a pesar
de la helada brisa cortándoles la cara, permanecían reunidas a orillas del río
congelado aplaudiendo eufóricas. Reconocí aquellos vitoreos, significaba que el
espectáculo estaba a punto de concluir por lo que me apresuré a cubrir a Petrú
bajo mi brazo para protegerla de las enormes espaldas cerrándonos el paso, hasta
que a fuerza de empujones logramos colocarnos detrás de una señora bajita para
apreciar mejor la variedad. Pero el hombre misterioso ya no estaba ahí, en su
lugar había un niño de no más de diez u once años lanzando con increíble
habilidad y armonía pelotas de colores en el aire que recibía en sus diminutas
manos, únicamente para arrojarlas de nuevo sin darles oportunidad de caer al
hielo. Su rostro era pálido y misterioso, con un aire de petulancia nada propio en
un pequeño de su edad, y una maraña de rizos cobrizos le caían graciosamente
en sus mejillas, cuando de pronto sus ojos observaron algo en el cielo que lo hizo
contraer el ceño angustiado; llevé mi mirada en la misma dirección pero no vi nada
más que las pelotas flotando sobre su cabeza, sin embargo me percaté de que
habían perdido el ritmo ligero que tenían antes, segundos después los pies del
niño comenzaron a danzar graciosamente; y las diez pelotas le cayeron encima
una a una. Desde luego la multitud irrumpió en carcajadas y con una graciosa
expresión de indignación el niño se apresuró a recoger las pelotas para salir
corriendo de ahí con pasos torpes y resbaladizos.
-‐ ¡Oye niño, espera! – Le gritó Petrú en su lengua natal, pero el niño se
perdió en las penumbras de una estrecha calle sin hacerle caso; tan
absorta estaba ella aún con la imagen del hombre que habíamos visto
en el espejo que se olvidó por completo de que nos encontrábamos en
un país extranjero.
Rápidamente las personas empezaron a dispersarse entre las callejas y
algunas más se refugiaron en las tabernas; en cuanto al misterioso hombre era
obvio que se había marchado porque la fuerza del resplandor que se dibujaba
entorno de su cuerpo era tal que sin duda hubiese sobresalido de entre la inmersa
obscuridad de la noche. Al final tan sólo quedamos cerca del río Petrú y yo,
varados como huérfanos confundidos en medio de la fría oscuridad. – ¡¿Cómo es
posible que no se asombren ante lo que acaban de presenciar!? – Bramé por lo
bajo a las personas que pasaban cerca de mí, indiferentes e incapaces de
apreciar la belleza, la dificultad de lo que aquél pequeño acababa de hacer para
su deleite. Me quedé quieto a orillas del río, escrudiñando cada rincón, cada
rostro, escuchando atentamente cada murmullo, cada palabra suelta que
alcanzaba a comprender; esperando a que uno de esos extraños diera señal de
reconocimiento. Porque verán, eventualmente llegué a la realización de que cada
persona que yo había llegado a querer, en mayor o menor medida, en el momento
mismo en que me había topado con ellas había existido ése momento minúsculo e
imperceptible de reconocimiento absoluto entre almas, un presentimiento casi
primitivo de que esas personas tendrían la facultad de afectar mi vida.
-‐ Paciencia Lelouch, paciencia. – Me dijo Petrú, al tiempo que se apartaba
de mí lado y se aproximaba a un grupo de personas que también habían
estado presentes durante el espectáculo, y que ahora caminaban hacia
la taberna.
De pronto sentí un agudo hormigueo en las yemas de mis dedos, y un
sabor amargo en la boca y confusión; pero era una confusión placentera. El asfalto
enterrado bajo la nieve vibraba en mis pies, y por encima del apático barullo que
inundaba las calles percibí la pesada respiración de mis fieles sirvientes
reuniéndose a mí alrededor. El pestilente hedor de azufre impregnó el aire, y en un
parpadeo los tenía ante mí con sus rostros deformes, salvajes y simples.
Adquirieron tal forma, tal claridad que me era difícil distinguirlos de los vivos que
los traspasaban como una fina niebla, sin tomar conciencia de su presencia. –
“¡Dyavol Glaza!” – Comenzó a murmurar la gente que pasaba cerca de mí, por lo
que supuse que mis ojos habían cambiado de color, ¡Qué aspecto tan terrible
debían darme, brillando como un par de malévolas estrellas en la oscuridad! Una
cruda presión oprimió mi pecho y provocó un agudo zumbido en mis oídos; y el río
congelado comenzó a cuartearse. Estaban excitados y ávidos por complacerme.
Suspiré. – ¡Encuéntrenlo! – Les ordené con tal ferocidad, que levantaron
torbellinos de nieve al partir presurosos a cumplir mi mandato.
-‐ ¡Lelouch! – Me zarandeó Petrú por el brazo, al tiempo que me forzaba a
caminar en dirección de un tenebroso y solitario callejón. Dejando tras
nosotros el barullo de una multitud confundida y asustada. – En verdad
que eres absurdo; ponerte a molestar a ésta gente inocente con tus
juegos, cuando tenemos cosas más importantes que hacer.
Me encogí de hombros. – Querían ver un demonio y se los mostré;
como osen llamarme de ése modo otra vez los forzaré a ver lo que yo. – La idea
era tentadora; hasta entonces tan sólo lo había hecho con mi hermano, Gitano, y
Heysol; pero ellos tenían la sensibilidad y fuerza necesarias, podría decirse que
les venía natural… y hacía ya tanto de eso que no estaba seguro de poder lograr
algo así. Pero que extraordinaria leyenda hubiera sido ésa… “Los muertos vuelven
a la vida en Smolensk.”; pero estoy desviándome de mi historia.
La mano de Petrú se cerró entorno de mi brazo aún con más fuerza,
como una súplica silenciosa. – Antes no te molestaba que te llamaran así, al
contrario te enorgullecías de ello.
“Antes no lo creía verdad.”; pensé. – Se ha tornado aburrido. –
Respondí tajante, al tiempo que me sacudía su mano de encima. Pues su tacto
me resultaba demasiado tentador, si no me apartaba de ella terminaría cediendo
de nuevo a cada uno de sus deseos con tal de mantenerla mía. – ¿A dónde
vamos? No habíamos venido por aquí antes. – Dije mirando la estrecha callejuela
en que nos hallábamos, apenas iluminada por la pálida luz de una farola oxidada.
-‐ Te concedo que la sabiduría pertenece exclusivamente a los muertos
amor mío, pero te haría bien conversar con los vivos; de cuando en
cuando también tenemos momentos de genial lucidez. – Espetó
cínicamente, aunque sumidos en la noche como estábamos, me fue
imposible saber si en verdad estaba riendo o no. – Las personas con las
que hablé hace rato conocen al niño. Su nombre es Rudy Rastelli, y vive
en éste lugar. – Dijo, al detenerse abruptamente ante una suerte de
castillo destartalado, con el rostro de un payaso de piedra sonriendo
horrorosamente sobre el portón. El edificio se encontraba en tan mal
estado que parecía carecer de una forma concreta, las columnas y cada
ladrillo que lo conformaba estaba repleto de grietas, y la madera de la
puerta estaba tan podrida que apenas Petrú le hubo dado un par de
toquecillos con sus finos nudillos, se hizo un agujero del tamaño de su
puño.
No hubo respuesta. Entonces con expresión resignada Petrú se dio
media vuelta para emprender el camino de regreso a nuestra confinada colina.
-‐ Aguarda. – La retuve por los hombros. – Hay algo ahí adentro, puedo
sentirlo. ¿Acaso tú no? – Le pregunté sin mirarla, pues estaba
profundamente concentrado en la extraña energía que llenaba mis
sentidos con tan sólo mirar aquella puerta vieja.
-‐ Tristemente sí. – Respondió suspirando. – Pero esperaba que tu no lo
hicieras; y supongo que no importa que te implore que nos marchemos
porque no me da buena espina éste lugar ¿Igual vas irrumpir en ésta
morada, verdad?
¡El tormento!; eran instantes como ése los que me hacían desvivirme de
adoración por ella. ¿Quién si no mi Petrushka, adivinaría mis pensamientos más
íntimos con sólo una mirada o peor aún con tan sólo una palabra no dicha?
Derrumbé la puerta, y una fina capa de hielo se desprendió y cayó en
mi cabello, provocando que Petrú soltara un par de risillas que se esforzó en
disimular. Emergimos en una especie de plazuela, rodeada por árboles de cuyas
ramas pendían mortales garras de hielo, y corredores con ventanas ocultas bajo
rosales marchitos que de inmediato aparté con rudeza y tras de ellas
vislumbramos habitaciones abandonadas. Era como si ésa pocilga se hubiese
suspendido en el tiempo. Rompí el cristal de una de las ventanas y salté dentro de
la habitación para ayudar a entrar a Petrú. – Es un castillo hecho de polvo. –
Espetó, cuando una nube de suciedad se levantó por el impacto de su brinco en la
deteriorada alfombra. La estancia estaba plagada de objetos que podía decirse
que habían sido hermosos en tiempos antaños; tapices con figuras geométricas
cubrían las paredes; junto a la puerta había un magnífico espejo ornamentado con
un intrincado marco de madera obscura; cuadros que retrataban bosques
misteriosos; una enorme cama de caoba; hermosas muñecas de porcelana; y una
pequeña mesa de mármol con una vela recién apagada. – Hay alguien aquí. –
Musitó ella, oprimiéndome fuertemente de la mano.
De repente tuve una terrible sensación en mi nuca; había peligro, y
aunque no tenía idea de dónde provenía la amenaza, mi primer instinto siempre
era el de salvaguardarla. Por lo que de inmediato me volqué sobre ella
protegiéndola con mi cuerpo y cubriendo su cabeza con ambas manos. –
¡Lelouch! – Gritó Petrú cuando sentí algo filoso enterrándose en mi espalda, a la
altura de mi hombro derecho.
-‐ Estoy bien. – Respondí entre dientes, pues el grueso abrigo de
piel que llevaba puesto evitó que el cuchillo me causará algún
daño serio. – Sólo quítamelo.
Mientras Petrú me sacaba el cuchillo de la espalda, una cálida luz
alumbró la habitación. Alguien había vuelto a encender la vela. Era una mujer
pequeña y delgada, de largo cabello negro, ataviada con un vestido de terciopelo
rosa pálido de mangas anchas y exquisitamente ceñido a su cuerpo, sortijas en los
dedos y grandes ojos grises que le conferían a su cara un aspecto dulce e
inocente; me parecía demasiado hermosa para hacer daño a nadie. Hasta que
habló con su engañosa voz melosa, en ruso. – “Los intrusos no son bienvenidos
aquí.” – Fue lo que le entendí, pero lo dijo en un tono tan amable, como si se
tratase de una solícita anfitriona atendiendo a sus desventurados invitados, que
por un momento lo dudé.
Petrú estrujó furiosamente el cuchillo, pero la detuve con una seña.
Pués me percaté de que había alguien más parado tras nosotros en la entrada de
la habitación, a quien la débil luz de la vela no alcanzaba a iluminar.
-‐ Izvinitie. – Me disculpé, inclinando la cabeza a manera de
reverencia. – Ya ploho govoryu po russki. ¿Ty govorish po
ispanski?
La mujer asintió sonriendo. – Cariño, ¿Qué opinas de éstos dos? –
Espetó en español pero conservando el duro y exótico acento de su lengua
natal.
-‐ Tienen toda la facha de unos delincuentes. – Habló un hombre
con el mismo acento que la mujer, desde la puerta.
-‐ Creí que nunca saldrías de tu escondite. – Respondí,
volviéndome en dirección de la voz. Entonces el hombre entró a
la habitación, abandonando la obscuridad en que se mantenía
oculto y caminó hacia la mujer.
Alto y esbelto, su cabeza estaba cubierta por un largo y desordenado
cabello azabache, todo él vestía de cuero negro; con una apariencia un tanto
medieval para mi gusto (aunque supongo que los chicos de hoy en día lo
considerarían “gótico”); llevaba una camisa blanca abierta hasta el pecho como si
fuese inmune al invierno y un cinturón rojo en el que enfundaba docenas de
cuchillos. Tenía espesas cejas y delineador negro entorno de sus ojos que
adornaban una mirada impávida y sagaz, que hizo que me agradara casi al
instante… sin embargo, no podía pasar por alto la herida punzante en mi espalda.
-‐ ¿Tú eres el que lanzó el cuchillo? – Inquirió Petrú.
El hombre le dedicó una sonrisa franca y amable al tiempo que asentía
con la cabeza, y abrazaba a la delicada mujer por los hombros. – Lo soy. – Fue su
única respuesta, pero había un dejo de burla en sus palabras, en el timbre de su
voz.
Al verlos a los dos tan confiados de sí mismos, tan fieramente
seductores y a la vez infinitamente cálidos en sus expresiones al grado que cada
roce entre ellos estaba cargado de amor y devoción; como en la manera en que
involuntariamente ella se adaptó al peso del brazo apoyado en sus hombros y en
respuesta él desplazó la cadera para quedar más cerca de ella como
lamentándose por ser más alto; al fin sucedió. Reconocí en ellos la misma pasión
voraz e infantil curiosidad por la vida que me embargaba a mí.
-‐ Mi nombre es Petrushka. – Replicó Petrú con la misma amabilidad. – Y éste
a quien tu cuchillo alcanzó, es ¡Lelouch! – Rugió mi nombre, a la vez que
lanzaba el cuchillo en dirección del hombre.
Desde luego que no intenté detenerla, probablemente porque presentí
lo mismo que la bella mujer debía conocer de primera mano. (A juzgar por la
serenidad que guardó a pesar de que el objeto de su devoción había sido
agredido) El hombre era un diestro lanzador de cuchillos, pues lo atrapó entre sus
dientes sin dificultad alguna. Sino mal recuerdo, aplaudí complacido tanto por la
agilidad del hombre como por la divertida cólera que había poseído a Petrú. Sin
embargo la polvosa quietud de la habitación fue perturbada por una vocecilla
despavorida que se hizo oír por encima de mis palmas.
-‐ ¡Smettetela voi due! – Emergió de la nada el curioso niño malabarista,
zarandeando al hombre y a la mujer con tanta fuerza que sus rizos le
cayeron todos alborotados sobre su rostro colorado por el enojo. – Il
padrone vuole vederli. – Espetó acaloradamente al señalarnos.
-‐ ¡Calma! Sólo estábamos jugando con ellos. – Le aseguró el hombre en un
lenguaje que sólo puedo describir como una mezcla de italiano y español, al
tiempo que palmeaba con brusquedad la cabeza del niño.
El gato sacudió sus bigotes divertido, al rememorar a esos tres
personajes curiosos y remotos en los que hace ya tanto que no pensaba. Eran tan
distintos y a la vez tan similares entre sí. – Nuestras conversaciones eran dignas
de oírse. – Les dijo a Luca y Elena entre risas. – Lo mismo podíamos estar
hablando español, ruso, italiano, y en contadas ocasiones ¡Hasta latín! Sin
importar la lengua, la charla siempre era una exquisita mezcla de acentos y
musicalidades que al ser pronunciadas por personas tan entrañables entre sí,
adquirían la universalidad que únicamente puede nacer del apego mutuo entre
almas.
Pues bien, el pequeño adulto los amedrentó con tal furor que al final la
bella mujer le dio un tierno beso en la frente para apaciguarlo. – No hay nada de
malo en divertirnos, Rudy. – Dijo la mujer. – Tan sólo queríamos ver al “Dyavol
Glaza.”
-‐ Debieran buscar diversiones menos peligrosas. – Repliqué tranquilamente,
haciendo un esfuerzo mayúsculo por esconder el disgusto que me
provocaba aquél nombre, al tiempo que invocaba en mi mente el poder de
mi propia sangre; en el cuchillo que el hombre todavía sujetaba
ingenuamente en sus manos.
La tambaleante llama que alumbraba la habitación, de pronto reveló
una siniestra y malformada silueta encerrada en el ornamentado espejo junto a la
puerta, y detrás del hombre. La deplorable criatura extendió su brazo deforme,
rompiendo el espejo en pedazos que salieron volando por todas partes, y lo atajó
por el cuello. Mostrando sus curvados colmillos, al sonreír en anticipación.
Reí fría y cínicamente. – ¿Y bien? ¿Es lo que esperaban del “Dyavol
Glaza”?
La mujer y el niño caminaron al espejo para contemplar de cerca a la
obscura criatura cuya silueta oscilaba en los pedazos de espejo que habían
quedado intactos. – “¿Crees que podrías hacer esto en el río congelado? Porque
sería magnífico, la gente quedaría pasmada.” – Espetó el niño, pinchando la
superficie de cristal con el dedo índice. Al hacerlo sentí cómo el demonio se
azoraba en el interior de su prisión, pero se contuvo por el apetito que mi sangre le
provocaba.
-‐ Es cierto, nuestro maestro quedaría fascinado si incorporáramos un truco
así en nuestro acto. – Respondió la mujer, al tiempo que se inclinaba para
examinar de cerca el espejo, revisando que no hubiese algún
compartimento oculto en el. (Lo cual hasta el día de hoy no comprendo,
porque ellos habían habitado esas ruinas prácticamente toda su vida, y yo
era un intruso curioseando en su morada.) – ¿Tú qué opinas cariño?
-‐ Esperaba que se pusieran plateados “como las estrellas” o lo que sea que
la gente anda rumoreando por ahí. – Dijo el hombre, con la voz forzada a
causa de la mano que se cerraba en torno de su cuello; a la vez que
entornaba sus ojos para mirar mejor los míos.
Entonces Petrú se plantó en frente de mí y su semblante mostró el
mismo desconcierto que yo sentía. Había invocado la magia malévola que
aprendí de la Señora Reimei, y sin embargo el cambio no se produjo en mis ojos.
Fue entonces que me di cuenta de que tenía mucho tiempo desde conjurara
aquella magia por el puro placer que ello me proporcionaba; como la lejana
ocasión en que había hecho que el fantasma del solitario marinero asustara a
Gitano para darle una lección, haciéndolo flotar por toda la gruta.
Suspiré y me llevé una mano a la frente; no había más, a esos tres no
les marchaba bien la cabeza; era la única explicación primero: para que quisieran
provocar mi ira y segundo: para que teniendo un verdadero demonio en la
habitación estuvieran más preocupados por un acto de circo… y el color de mis
ojos. – Sólo, tan sólo dale el cuchillo. – Le indiqué al hombre. Me obedeció sin
chistar, lo que me sorprendió gratamente porque tenía al menos quince años más
que yo. Y tan pronto la figura hubo engullido el cuchillo con feroz animosidad, el
marco del espejo estalló en pedazos junto con la criatura.
-‐ ¡Vaya! Eso fue… asombroso. – Declaró el hombre mientras volvía a lado de
la menuda mujer. Entonces el señorcito de rizos cobrizos le propinó una
patada en la pantorrilla. – ¡Auch!... Ya voy… Lo siento, pero necesito que
me acompañen. – Se dirigió a Petrú y a mí. – Nuestro maestro quiere
conocerlos en persona.
Petrú posó con delicadeza su mano sobre la obscura mancha de
sangre en mi abrigo, e irguió los hombros con expresión altanera. – ¿Y por qué
habría de importarnos a nosotros el complacer a éste “misterioso” maestro, que
prefiere esconderse tras sus lacayos?
-‐ ¡“Lacayos”! – Estalló el pequeño adulto, azotando un pie en la desgastada
alfombra gravemente ofendido. – Soy el gran Rudy Rastelli, y no sirvo a
ningún amo más que a mí propia ambición. – Declaró esbozando una
maliciosa sonrisa, que de alguna manera no acababa de encajar en aquél
cuerpo diminuto.
La mujer estalló en carcajadas. – ¿Y mira nada más a dónde te ha
llevado eso? – El señorcito se tornó colorado de vergüenza. – Humillado y
desprestigiado, porque luego de la pobre actuación que diste hoy dudo seriamente
que el maestro te permita volver a participar en nuestro acto. –Dijo ella, con aquél
empalagoso y casi infantil timbre de voz.
-‐ Su maestro parece un hombre ocupado. – Espeté al tiempo que halaba de
la mano de Petrú para dirigirnos hacia la salida. No tenía intenciones de
abandonar aquél lugar sin conocer al “maestro.”, pues indudablemente se
trataba del hombre que irradiaba aquella extraña luminiscencia pero
tampoco me apetecía someterme a los deseos de nadie más. Suficiente
tenía con obedecer al mandato de la Tía Ilona, y conformarme con esperar
a que Petrú se decidiera a abrir ésa condenada muñeca de una vez por
todas.
-‐ ¡Aguarden! – Exclamaron al unísono los tres, colocándose entre la puerta y
nosotros con los brazos extendidos para bloquearnos el paso.
-‐ No pueden irse. – Replicó la mujer. – Él en verdad desea conocerlos.
-‐ El maestro no ve a nadie que no lo necesite. – Habló Rudy con voz suave y
melancólica. – Si ha insistido en que yo los guiara hasta aquí…
-‐ Bien, no hace falta que supliquen más. – Contesté encogiéndome de
hombros despreocupadamente. – Están contratados.
El rostro de Petrú mudó de expresión, y en cambio el semblante de
ellos tres se coloreó con todas las emociones posibles; del desconcierto, al enojo,
a la indiferencia, al entendimiento y finalmente a la aceptación de que únicamente
acataría el mandato de su maestro, si a cambio ellos aceptaban formar parte de
mi circo. Me complací que fuesen los suficientemente astutos para reconocer mi
chantaje, porque ¿a quién le gustaría trabajar con gente estúpida?
-‐ Supongo que no hay más remedio. – Replicó el hombre, relajando sus
brazos al fin.
-‐ Sígannos. – Agregó la mujer, mientras que el tintineo de sus anillos y
brazaletes nos guiaba fuera de la habitación, hacia un obscuro pasillo.
-‐ Sólo una cosa más ¿Cuál es su nombre? – Pedí saber, con tono amable
pero decidido.
El hombre se sonrió. – La pequeña sabandija no necesita presentación;
y ésta adorable criatura – dijo mientras le plantaba un beso a la delicada mujer. –
es mi esposa Inga. En cuanto a mí; considérame tu más leal servidor Emil
Nikolayevich.
-‐ ¿”Leal”, eh? … está por verse. – Espeté por lo bajo, mientras que el
recuerdo de mi antiguo siervo provocaba estragos en mi mente y en mi
alma… o quizás tan sólo lo imaginé. Debo confesar, que a menudo disfruto
de fingir ser mejor persona de lo que en realidad soy.
Había incontables habitaciones similares, sino es que idénticas, a la
que habíamos estado hace unos momentos. Algunas contenían percheros con
capas y trajes agujerados, jarrones de porcelana con flores marchitas, cera de
velas consumidas hasta no dejar nada más que la mecha inservible, cabezas
de madera con pelucas descoloridas a causa del polvo, coloridos disfraces
regados descuidadamente por el suelo; más que habitaciones daban la
impresión de ser camerinos abandonados. Después de un rato de caminar
incansablemente, Inga (que guiaba el camino con una vieja lámpara de aceite
hecha de bronce) se detuvo frente a una cortina de terciopelo rojo. – Adelante.
– Dijo, al tiempo que corría la cortina hacia su derecha. Rodeé a Petrú por los
hombros con ademán protector, y me adentré en aquella habitación.
El lugar estaba infestado con el hedor del azufre y con excepción del
resplandor proveniente de los quinqués colgados en las paredes, estábamos
sumidos en las penumbras. Todo estaba hecho de piedra y era un ambiente
frío y húmedo, más propio de una cripta que de la habitación de un castillo;
todo estaba elegantemente revestido con cortinas de satén azul que le
conferían a aquella lobreguez un brillo delicado y especial. Los armarios (igual
que todos los muebles de ése lugar) estaban tiesos y podridos, sin embargo en
el centro había un escritorio negro ornamentado con venados y escenas de
caza, y detrás con expresión contemplativa se hallaba el misterioso hombre al
que Petrú y yo habíamos visto resplandecer desde el espejo de la Tía Ilona. –
Bueno Lelouch, ¿Ya ves lo que has ocasionado? – Habló con voz baja,
esbozando una amplia sonrisa y extendiendo sus brazos a ambos lados. Y
entonces me percaté de que la habitación estaba infestada de espíritus
maliciosos que impacientes aguardaban por mi llegada; y sin embargo tanto
Petrú como yo habíamos sido incapaces de percibirlos. – Te lo imploro, hazlos
marchar.
Me sentí presa de una abrumadora confusión; la expresión en el
semblante cetrino del hombre era abierta y generosa, sin embargo la
sensación de peligro no se disipaba de mis entrañas. No cuando sus ojos
azules me invitaron acercarme, ni tampoco cuando con el entrecejo fruncido
pasó sus largos dedos entre el largo cabello azabache. El tambaleo de las
llamas me distraía constantemente de los detalles que deseaba apreciar en
aquella persona; y que en retrospectiva debieron resultarme evidentes pero no
quiero adelantarme a la historia. En conjunto el hombre era un personaje
magnífico de larga melena que le caía hasta la cintura pero que llevaba
peinada en una espesa coleta; de su cuello colgaban pesadas cadenas de oro;
y vestía un grueso abrigo carmesí de mangas anchas que le conferían toda la
facha de un hechicero de tiempos remotos.
Levanté una mano para largar a los fantasmas que habían sitiado la
habitación, y percibí como los cuerpos de Inga, Emil y hasta el pequeño Rudy
se tensaban temerosos de que fuera intentar algo temerario contra su maestro.
Cuando las apariciones se disiparon, el hombre se recargó complacido en su
asiento. – Te lo agradezco profundamente. – Espetó, dedicándome una mirada
serena y reflexiva.
-‐ ¿Cómo sabe de nosotros? – Demandé saber de inmediato. Me molestaba
estar parado ante alguien que me hacía sentir indefenso; y que parecía
saber todo de mí y de Petrú, cuando yo lo desconocía todo de él, y sus tres
extraños aprendices.
El hombre apoyó las manos con los dedos entrelazados en el escritorio.
– Ty molodo vyglyadish. – Dijo luego de un rato. – Tus ojos traslucen una
inteligencia antigua y una curiosidad tan aguda como las de un infante;
hace unos segundos he de confesar que incluso brindaste un aspecto dócil
e inocente mientras intentabas descifrar en silencio, por qué he mandado
por ustedes y por qué ustedes decidieron acudir ante mí. Sin embargo tu
corazón es cruel y frívolo; lo que me resulta una tremenda lástima para un
alma tan perspicaz como la tuya querido joven. No tengo duda alguna de
que serías un discípulo ejemplar.
Resoplé con ademán desdeñoso. – ¿Y quién ha dicho que busco un
maestro? Son artistas lo que necesito reclutar.
El hombre rió profundamente. – Tienes una lengua vivaz y sentenciosa.
Mne nravitsya. Haz asimilado nuestro idioma con asombrosa rapidez, al
igual que tu amada Petrú; asumo que poseen una habilidad única con las
palabras ¿Verdad? Y sin embargo no logran comprender el alcance de
éste poder… de todas las cadenas que aprisionan a la humanidad; el
tiempo, el espacio, la materia, nuestras mentes… la única que somos
capaces de manipular es la “palabra”. Es a través de las palabras que
prevalecemos en el mundo, que reconocemos nuestra existencia y
apresamos la verdad y el significado de la vida misma, hasta reducirla a
nuestro diminuto tamaño.
De pronto me sentí solo y microscópico, ¡Cuánto odié aquella
sensación! … sin embargo sus palabras me hicieron darme cuenta de algo
que yo hacía siempre de manera intuitiva, casi por pura costumbre, pero
que me había mantenido a salvo de todos y de todo… El motivo de mi
ansiedad, de mi desconfianza… sólo que no lo había sabido hasta ese
instante... – Todo eso ha resultado esclarecedor…pero no puedo evitar
notar lo descortés que se ha portado con Petrú y conmigo. – Los ojos
azules del hombre se velaron de confusión, de alguna forma percibí que
resentía la acusación pues había hecho grandes esfuerzos por mostrarse
afable y considerado hacia nosotros en todo momento. Consciente,
supongo, del abrasador poder que emanaba de él. – He permanecido
callado escuchándolo atentamente, mientras me insulta llamándome de
todos los nombres posibles… y nosotros ni siquiera sabemos el suyo. –
Espeté mordazmente.
El hombre azotó las manos en el escritorio al ponerse de pie. – ¿Por
qué deseas saberlo Lelouch Castilleja?
Entonces Petrú estrujó mi mano, y ella que no había dicho ni una
palabra durante aquél rato, rió con el delicado semblante repentinamente
endurecido. – Por el mismo motivo que usted averiguó nuestros nombres antes de
atraernos hasta aquí con sus engaños y trampas. En éste mundo son pocas las
cosas que poseemos de manera absoluta, porque desde nuestro nacimiento
estamos íntimamente ligados a un ser ajeno a nosotros mismos; y con el tiempo
los vínculos se multiplican y se estrechan, así pues nunca somos verdaderamente
dueños de nuestras vidas. No en tanto permanezcamos atados a las bondades de
éste mundo; sin embargo existe algo que únicamente nos designa a nosotros
como individuos… Poca gente lo sabe, y aún menos los brujos que son capaces
de hacerlo, pero al otorgar nuestros nombres otorgamos nuestra mera existencia,
nuestra alma.
El hombre rodeó la mesa con un porte marcadamente felino al
desplazarse y se plantó frente a nosotros, con una dolorida y angustiosa
serenidad. – Ilona te ha enseñado bien, Petrushka.
-‐ No los habría enviado a tus garras de no ser así, Karandash Kino. – Habló
una voz familiar atrás de nosotros. Alta y delicada como siempre, apareció
la Tía Ilona impasible con los ojos fijos en nuestras figuras. Con delicadeza
apartó de su camino a los tres que permanecían en guardia, y avanzó hasta
el hombre cuya esencia era la de la muerte misma; Karandash.
La mirada azul de Karandash sostuvo la de la Tía Ilona con completa
pasividad, (Reí a mis adentros, yo mejor que nadie conocía la naturaleza de
aquella súbita imperturbabilidad. Era la misma humillante sumisión a la que el
amor que sentía por mi Petrushka me sometía día y noche.) Cuando se paró
frente a él, ella lo besó en los labios y lo abrazó tiernamente. – Me parece que ya
has obtenido suficiente prueba. Conoces las fortalezas y debilidades de cada uno,
únicamente quedan por estudiar las tuyas Karandash ¿Te consideras apto para
enseñarles?
Karandash reflexionó un momento con el entreceño fruncido. – No sé
decirlo, hermosa mía. Ambos poseen una innata ingenuidad que me vuelve
potencialmente peligroso para ellos.
La Tía Ilona sacudió la cabeza esbozando una amplia y deliciosa
sonrisa. – Como siempre, tu pecado es la vanidad Karandash. Petrú muéstrame tu
mano. – A pesar de mostrarse renuente, Petrú alzó la mano con la palma
encarando a la Tía Ilona y Karandash; tenía un extraño jeroglífico con círculos y
soles, dibujado con la sangre de la herida en mi espalda. – Un maleficio enseñado
por mi hermana sin duda; en el instante en que por tu mano éste joven diablo
derramase sangre, la herida se volvería en contra tuya Karandash. – Exhalé
sorprendido, cuando posó su mano en mi abrigo ensangrentado jamás imaginé
que tuviese tales propósitos, nunca pensé por un minuto que ella llegaría a
mostrarse tan protectora de mí. – Lelouch – Llamó mi nombre y rolé los ojos en
blanco; nada se le escapaba a esa mujer.
Verán apenas hubimos puesto pie en aquella habitación repleta por las
numerosas llamas cuyo molesto fulgor nos dejaba inmersos en un terrible
crepúsculo, repetí en mi mente sin cesar el hechizo con que Petrú había revivido
el fuego de la chimenea en nuestra cabaña. Cuando noté que la iluminación de la
habitación se había expandido lo suficiente para proyectar nuestras sombras,
concilié la mía dentro la del hombre que amenazaba la vida de Petrú. – Como
usted diga, Ilona. – Respondí, al tiempo que me inclinaba ante ella con gesto
inocente; y con ello el cuerpo de Karandash no tenía más opción que convertirse
en un reflejo de mis acciones. Lo que pareció divertir a la Tía Ilona, pues al ver a
aquel poderoso y viril hombre, en una posición tan mansa como lo resultaba la
juvenil reverencia de un mocoso de dieciséis años; no pudo contener las risas.
Cuando me reincorporé, la habitación retornó de golpe a su habitual
obscuridad y al disiparse las sombras, Karandash recuperó su donaire, y su
talante orgulloso y engañosamente cordial. Me fulminó con la mirada, mientras
que Inga, Emil y hasta el señorcito Rudy Rastelli, hacían lo posible por suprimir
sus carcajadas.
-‐ No puedo enseñarte. – Espetó al fin. – Eres demasiado jactancioso e
irreflexivo.
-‐ No lo soy. – Respondí seguro de mí mismo, pero con la voz suave y calma.
– Por el contrario medito todo cuanto me propongo, y considero todas las
posibilidades que se despliegan ante mí porque conozco el alcance de mi
poder y de mi ambición; sé las maneras indecibles en que puedo afectar
éste mundo. Pero también he aprendido mis límites de la peor manera
posible, con saber no es suficiente. Así que ya no busco conocer el futuro
invocando demonios, porqué aquello que llamamos destino no es sino un
millón de voces que convergen en una conciencia; que pequeña y limitada
como es, posee un entendimiento de aquello que inevitablemente le
acompaña por el resto de su vida… como una bendición o una maldición. –
Mi voz se apagó, pues yo sabía el motivo por el que mi vida terminaría,
sabía las mil maneras en que terminaría, pero con todo no podía hacer
nada para evitarlo precisamente porque todo dependía... de los encuentros,
de los recuerdos, del momento más insignificante, del pasado, del presente,
del curso que mis decisiones tomaran. – El gato suspiró melancólico. – Lo
que quiero que recuerdes Luca; es que todo cuanto hacemos tiene la
capacidad de modificar el futuro de alguien más, sin importar lo breve o
efímero de nuestra existencia. Eso es lo que nos hace humanos, lo que nos
conecta de manera tan perdurable y a la vez tan perecedera a éste mundo.
La Señora Reimei me lo había advertido años atrás pero me rehusé a
escuchar, mi historia sería una sin terminar. Pues bien, finalmente hallándome tan
lejos de todos y todo a cuanto amaba, retirado en aquella ciudad inmortal: yo
Lelouch Castilleja; el hijo predilecto de la luna; el heredero del Cuervo Negro; el
demonio de ojos negros; se llenaba de horror y tristeza pues al fin había
encontrado resignación.
Karandash me miró largos instantes sin pronunciar palabra,
interpretando cada expresión, cada gesto que yo realizaba. Cerré los ojos, y me
embargó una vertiginosa fatiga – Nada inusual, era tan sólo el cansancio de
violentar de manera tan desvergonzada en la mente de alguien más. – Todas esas
voces, de vivos y muertos fusionándose en mi cráneo me herían; hasta que logré
ubicar la espectral voz de Karandash. – “Te estás desvaneciendo Lelouch, pronto
no serás más el chiquillo impetuoso y sagaz; ahora eres un niño perdido, pero
algún día serás un verdadero villano ¿Qué sucederá entonces, cuando el temor a
morir te orille a atentar contra todo lo que tanto proteges y amas?... Quiero
saberlo.” – La potente voz real de Karandash retumbó en la habitación y su sonido
me trajo de regreso. – Muy bien, si puedes decirme qué soy en éste circo mío;
quedaré a tu servicio Dyavol Glaza.
Suspiré, me lo había puesto demasiado fácil; por lo grácil y calculado de
sus movimientos, por su ingenio, por el excesivo control sobre las arrugas y
expresiones de su rostro; por lo expresivo de sus ojos azules... – Eres un payaso.
– Respondí encogiéndome de hombros.
***
Para cuando Ariya y Bogie llegaron a Smolensk con el resto del
campamento, ya habíamos logrado reclutar un grupo decente de artistas con
ayuda de Rudy, Inga y Emil. Teníamos patinadores, traga fuegos, músicos,
bailarines, zanquistas, cantantes, titiriteros, equilibristas, domadores de tigres y
osos; la Tía Ilona prometió hacerse cargo de ver que la carpa se adecuara para
levantarse sobre el río congelado, y con la ayuda de Karandash logramos escribir
una historia para cada acto. Todo estaba listo para arrancar, excepto nuestra
bailarina estrella. Habíamos contratado a payasos excepcionalmente talentosos,
incluyendo al mismo Karandash – Verlo transformarse en “Auguste” era algo
sencillamente más allá de mis sueños más alocados; comenzaba con el maquillaje
negro y blanco en su cara, la holgada ropa de colores chillones, la salvaje peluca
amarilla, y concluía con la pintoresca nariz roja. –, pero ninguno satisfacía las
demandas de Petrú. Que por cierto, he de mencionar que Karandash hizo oídos
sordos de mis súplicas y se negó a habitar la piel del “Payaso Piérrot.”; cosa por lo
que mi Petrushka se mostró infinitamente agradecida, supongo que él era la única
persona a la que ella no hallaría forma alguna de negarle su fastuosidad como
artista.
En la asolada cabaña rodeada de nieve y hielo, vivíamos todos juntos
como una enorme familia de fugitivos, rebeldes y dementes; exceptuando a
Karandash que siempre prefería la soledad de su castillo. Las habitaciones que la
Tía Ilona dispusiera en aquél sinuoso e interminable pasillo encerraban más de un
misterio y cada una representaba un mundo enteramente distinto al que
únicamente sus huéspedes tenían acceso, manteniendo a salvo la privacidad de
todos los que ahí habitábamos, a menos que la puerta se dejara abierta. – Desde
luego yo no lo había notado porque a menudo prefería pasar mi tiempo en la sala
de estar, supongo que los muebles, los espejos, el suave tintineo del candelabro y
el calor de la chimenea me proveían de una sensación de “normalidad” que yo
buscaba desesperadamente en aquél entonces. – Pronto, todos aprendimos a
conocer nuestras virtudes, defectos, e incluso a intuir nuestro buen o mal humor.
En especial Inga y Bogie, quienes en contra de todo pronóstico
congeniaron desde el primer momento, – a menudo me gustaba observarlos por
pura curiosidad; pues a pesar de la apariencia corpulenta y de “tipo rudo” de Bogie
su naturaleza en realidad era bastante ingenua y de un carácter un tanto
ensoñador; en cuanto a Inga, bueno esa muñequita de curvas delicadas era
engañosamente frágil y femenina pues poseía una mente tan manipuladora como
la mía. – ambos eran diestros acróbatas por lo que pasaban el tiempo entrenando
o compartiendo trucos, sin embargo cuando se hallaban en la cabaña les gustaba
sentarse en la mesa de la Tía Ilona a jugar ajedrez, y sorprendentemente era
Bogie quien ganaba más seguido. Desde entonces me anduve con más cuidado
junto a él.
Con Emil y Ariya, su relación era un poco más complicada,
principalmente porque no se toleraban o mejor dicho, era exactamente eso lo que
hacían; tolerarse. Era costumbre hallarlos discutiendo acaloradamente en el gran
salón donde se guardaban los libros, ya fuese por el frágil estado de paz en que
se encontraba Europa, por la precaria situación económica de Rusia, o por cosas
más mundanas como por qué ella insistía en vestir como “Un castrato”, a lo que
ella replicaba invariablemente con un comentario sarcástico sobre su “vampirismo
venido a menos”. Lo único en que coincidían era en su sentido estético; la
música, los libros, las pinturas, el cine; sólo hablando de ese tipo de cosas es que
al fin lograban compartir una caja de cigarros y convivir en completa armonía, sin
alterar los nervios de sus respectivas parejas.
En cuanto al pequeño Rudy ¿Qué puedo decirles de ése señorcito?, era
el que más tiempo pasaba en compañía de la Tía Ilona (además de Petrú). A
pesar de que no tenía ni conocimientos ni habilidades “sobrenaturales”, por
llamarlo de alguna manera, iba con ella a todas partes; pues según él; la Tía Ilona
era la única persona sensata en aquél lugar. Poseía un alma vieja, – a la que
logré despertar en una ocasión, pero… No, prefiero no hablar de eso. – En fin,
cuando no estaba practicando, entonces permanecía largas horas sentado en el
sillón frente a mí pretendiendo oír la radio; sus ojos pardos se tornaban herméticos
y todo él adquiría tal quietud que a momentos me parecía una escultura viviente.
Hasta que brevemente desviaba la vista al piano de plata, para luego volverse a
mí para escrutarme con ávida atención. – “La Señora Ilona, me ha dicho que trajo
ése piano especialmente para ti.” – Espetaba una y otra vez, con su graciosa
petulancia mientras aguardaba pacientemente a que yo me dignara a responderle;
cosa que rara vez sucedía. Salvo aquellas ocasiones en que tenía que hablarle
respecto a los detalles de su acto; o que me sentía particularmente feliz y con
ánimos de una charla estimulante. Pero en general, yo procuraba replegarme en
mis cavilaciones y en las cosas que Karandash me enseñaba todos los días.
En fin, a tan sólo una noche antes de nuestro debut en Rusia, Petrú se
rehusaba rotundamente a bailar sin su amado Piérrot en el escenario. Y yo, sin
saber qué hacer me refugié en la obscura morada de Karandash; no soportaba la
felicidad que retozaba en las paredes de la cabaña, y la absoluta despreocupación
con que todos me sonreían; cómo si confiaran en que de alguna manera me las
ingeniaría para resolverlo todo en menos de veinticuatro horas.
-‐ ¿En qué piensas? – Inquirió Karandash, con esa característica severidad
en la inflexión de su voz. Pues se había dado cuenta de que hace rato que
no escuchaba una sola palabra de todo lo que intentaba que aprendiera.
Emití un prolongado suspiro, apartando furiosamente todos los libros y
escritos que yacían desordenados sobre el majestuoso escritorio de Karandash a
la luz de las velas. – ¡Ésta oscuridad me deprime! – Espeté, alzando los brazos
para señalar los innumerables quinqués colgados en las paredes del castillo. –
Todo aquí está en ruinas, sucio y desolado. ¡Lo detesto! – Dije sin poder
contenerme con tono agresivo y enojado.
Karandash se sonrió y le dio la vuelta al escritorio para quedar a un lado
mío. – Creí que te gustaba la poesía, y además vas a necesitarla cuando Ilona te
convierta en su discípulo, pero sabes que puedes marcharte cuando quieras,
Lelouch. Y deberías pues me parece que has acudido aquí en busca de unas
palabras de consuelo que yo no puedo brindarte. – Dijo aquello con tal paciencia y
bondad, que me obligué a ponerme en pie de inmediato y me quedé con la mirada
perdida en aquellas fastidiosas y débiles flamas. Es extraño pero su amabilidad
me provocaba escalofríos.
-‐ Tengo que devolvérselo. – Espeté sin pronunciar el nombre maldito de mi
antiguo siervo. – Su corazón no hallará paz en ningún lado, en tanto la
obligue a estar separada de él. Sé lo que tengo que hacer, pero entonces…
¿Qué será de mí?
-‐ Ah. Ya me extrañaba de tu espíritu marchito y lacerado, tal despliegue de
bondad. – Espetó cínicamente. – Posees una voluntad indómita y una
fortaleza que supera por mucho la de la pequeña Petrú; no tengo duda
alguna de que sobrevivirías a ella Mahlyenki Dyavol. Mientras que ella…
bien, eres observador Lelouch, no tengo que decírtelo ¿O sí?
Negué con la cabeza. – Se está rompiendo en pedazos. Lo veo en su
mirada de sol, con cada día que pasa su soledad y su anhelo por regresar a ésa
cálida y desdichada isla, se acrecienta desmesuradamente. No la puedo hacer
feliz, y su infelicidad está rompiéndome lentamente a mí también… No soy el
mismo que era antes de llegar a éste país ¡Y lo odio! Detesto ésta sensación de
vacío con todo mí ser.
-‐ Es porque no está en tu sangre ser bondadoso. Por ello es que has evitado
lo que sabes que tienes que hacer ¿No? Ése canalla que te traicionó aún
no ha terminado de pagar, pero vacilas en asestar la estocada final por
amor a ella. Y dime ¿Te ha bastado con poner a dormir al “Demonio de
Ojos Negros”?
-‐ No. – Fue mi única respuesta.
-‐ ¿Qué vamos a hacerle entonces joven diablo? El único consejo que puedo
darte es el siguiente; Vivimos sobre el hielo, y hemos de saber andar en él
porque es inestable y cambia constantemente. – Espetó encogiéndose de
hombros. – Dicho eso, permíteme ahora convertirte en mi aprendiz.
-‐ Pensé que ya lo era. – Dije descaradamente.
-‐ Déjame ponerlo de otra manera entonces; Permite que “Auguste” sea tu
maestro.
Cuando regresé a la cabaña ya las estrellas se deslizaban tímidamente
sobre los tejados de la ciudad; todos estaban reunidos en la habitación de Inga y
Emil. Había sofás de cuero negro, armaduras y espadas de tiempos medievales,
largas cortinas de terciopelo rojo, alfombras, cuadros que retrataban inviernos
pálidos, y una mesa redonda hecha de piedra sostenida por cuatro gárgolas en
vez de simples soportes. Conociéndolos a ambos y el castillo que habían habitado
con su querido maestro Karandash, nada de eso me sorprendió tanto como verlos
reunidos entorno de mi Petrushka. Entreabrí la puerta con cautela para no
revelarles mi presencia; y la vislumbré ahí sentada quieta y silenciosa dejándolos
hablar con absoluta quietud y calma. Sus ojos dorados los contemplaba
atentamente pero su semblante denotaba un terrible desdén por cada palabra que
pronunciaban. A su derecha estaba sentada la Tía Ilona bebiendo una copita de
brandy demostrando un completo sosiego como si nada de lo que hablaran le
interesara; en el extremo opuesto de Petrú estaba el señorcito con ambas manitas
cerradas en un puño y el rostro descompuesto de cólera – “ ¡El esfuerzo de todos
se arruinará por culpa tuya! “ – Exclamaba el pequeño Rudy. Ariya estaba de pie
caminando en círculos por toda la habitación, con un cigarro encendido en la
mano que agitaba por el aire desesperadamente tratando de hacer comprender a
Petrú. – “Sabes bien que esto significa todo para nuestro Lully.” – Espetó, y
supongo que tenía razón. Emil e Inga, estaban acurrucados en uno de sus sillones
(ahora que lo pienso esos dos rara vez estaban separados.); ella estaba
recargada en el regazo de Emil con los párpados entornados pero sin decir nada
mientras que él respiraba forzadamente y hablaba con un volumen de voz
demasiado alto en comparación con el de los demás. – “¿Nuestro Lully? ¡¿Y qué
hay de nosotros?!” – Finalmente estaba Bogie, bueno él ni siquiera se molestaba
en dirigir una mirada a Petrú. Contemplaba todos los cuadros de la habitación,
pese a que a juzgar por su expresión lejana los encontraba carentes de emoción o
belleza; y cuando se aburrió desplazó la vista por cada uno de los presentes,
hasta que finalmente se dignó a mirar a Petrú. – “¿No crees que ya le has
causado demasiado daño?” – Pronunció aquellas palabras sin resentimiento ni
enojo, y en un tono de voz tan bajo que me sorprendió que bastara para silenciar a
todos los demás; pero sobre todo para lograr desgarrar la máscara de indiferencia
que Petrú había mantenido excelsamente.
… Era el momento; abrí la puerta bruscamente provocando que todos
(excepto la Tía Ilona) brincaran asustados. – “¡Dobry vecher!, pero ¡Qué
desconsiderados! Organizan una fiesta y no me invitan. Por lo menos
deberían modular sus voces, pueden despertar al resto del circo.” – Declaré
burlonamente, al tiempo que me adentraba en la habitación y con un
movimiento rápido le arrebataba la copa de brandy a la Tía Ilona. Ansiaba
probar algo dulce, y a ella no pareció molestarle aquél arrebato de infantil
familiaridad, además necesitaba algo para calmar mi emoción; pues el
verlos ahí reunidos, era contemplar el corazón y alma del Circo Pygmalion.
– “¿Y bien qué te parece?” – Me dirigí a Petrú mientras tomaba asiento en
la silla vacía junto a ella.
Todos me contemplaban maravillados, por el maquillaje blanco en mi
cara que contrastaba maravillosamente con mis ojos negros; por la pintura
obscura en mis labios y en el contorno de mis ojos; por la colorida elegancia de
mis ropas y la petulancia de mis ademanes.
-‐ Creo que has vuelto al “Payaso Piérrot”, cien veces más malicioso y
autoritario… ¡Es perfecto! – Respondió al tiempo que en su rostro
acanelado se dibujaba una amplia sonrisa que hace mucho que no veía.
Suspiré aliviado, al besar con delicadeza su mano. – Me alegra. –
Entonces recordé de golpe todo el tiempo que había pasado con Karandash
planeando, ensayando y pensando las mil maneras en que podía resultar
aquello, y al darme cuenta de lo patéticamente ordinario de mi
comportamiento, sonreí divertido. – Debo confesar que estaba nervioso, Petrú.
Sentí la mano de Petrú tensarse bajo la mía, y la miré contrariado
preguntándome si había hecho algo para asustarla involuntariamente. Abrí la boca
para disculparme, pero antes de articular un sonido, ella salió disparada hacia su
alcoba. Me volví hacia la Tía Ilona desconcertado, pero ella se limitó a indicarme
con la mano que fuera tras Petrú, lo que desde luego hice.
Me detuve al pie de la puerta. – Petrú ¿Qué sucede? – Inquirí a media
voz, pues no deseaba alterarla.
Ella caminó hacia a mí, y entonces pude ver con toda claridad que
sujetaba las dos mitades de la primera Matrioshka entre sus manos. Incrédulo
enarqué la ceja. – ¿Éste era tu deseo que yo me convirtiera en el “Payaso
Piérrot.”?
Con expresión despreocupada, arrojó la muñeca en su cama. –
Supongo que no podría ser de otra forma; el amo de la pista, digno y petulante;
aquél ser mágico que lanza el hechizo sobre la bailarina y envuelve a la audiencia
en un sueño sin fin… Podría decirse que cuando él personificaba a Piérrot, se
convertía en tu doppelgänger. Pero no fue lo que deseé.
-‐ ¿Entonces qué fue?
Su mirada se suavizó mientras pasaba sus largos dedos por mi cara,
recorriendo con dulzura el contorno de mis labios. – Tu sonrisa. Más que nada
en el mundo deseé y lloré por ver esa maliciosa sonrisa bailoteando de nuevo
en tus labios. Porque es el recuerdo que mi corazón guarda de ti Lully, – Me
estremecí al oírla llamarme por ese nombre. – Esa deslumbrante sonrisa que
ilumina mi existencia entera tan sólo por ser la sonrisa de tu alma.
La así por los hombros y la cubrí de besos, y ella me correspondió con
la misma pasión. Sin aliento, sepulté la cara en su alborozado cabello maple.
¡Que radiante dulzura emanaba de ella! Fue un tormento separarme de Petrú,
pero al fin reuní las fuerzas para hacerlo. – ¿Pasa algo? – Preguntó
desconcertada e incluso un poco asustada, supongo que temía que aquella
rendición hubiese sido momentánea y que de nuevo volviera la fría y cruel
indiferencia.
Le estreché ambas manos con suavidad. – Estoy agotado. Necesito
dormir, ambos lo necesitamos. Mañana será un largo día. – Ella asintió y apoyó
su cálida mano en mi mejilla, “Regresa a mí”, me suplicaba ella con ese tierno
gesto. Besé su frente antes de marcharme. “Siempre regresaré a ti.”, respondí
sin palabras.
Me tumbé en mi silla favorita, frente a la chimenea y hundí mi rostro
atormentado en ambas manos. – “No puedes ocultarlo con tu sonrisa, Lelouch.” –
Irrumpió de pronto la Tía Ilona en la sala. Con su delicada belleza madura,
enaltecida por la luz mortecina de la chimenea.
-‐ Mi destino ya está para siempre marcado. ¿No es así? – Pregunté
apesadumbrado, sin descubrir mi cara.
-‐ Tristemente si, mi dulce niño. – Respondió con voz sublime y honesta. – No
tienes más remedio que rendirte, enterrar tu pesar en el fondo de ti para
que ella no te vea llorar, y… sonreír, sonreír, payasito.
25. EL CANTO DEL CUERVO.
Desde aquella noche ambos reíamos en complicidad y aprendimos a
aceptar todo lo que se oponía en nuestro camino convirtiendo la vida en una fiesta
continua. El aprendiz de Heysol y el malicioso Piérrot se fundieron en un solo ser,
y gracias a ello durante casi tres meses el Circo Pygmalion fue el mito más grande
en Smolensk. Había quienes nos consideraban hechiceros, vampiros, y otros que
estaban convencidos de que éramos emisarios del diablo mismo. Hasta que el
Payaso Piérrot pintó de colores chillones sus elegantes ropas y la Bailarina
Petrushka se vistió de Maslenitsa. Una fiesta ancestral, alegre, divertida y en
especial (como todo en Rusia) mágica; dedicada para celebrar el final del invierno.
Las calles se llenaron de música, los trineos invadieron las colinas, los vecinos
obsequiaban a los caminantes blintz recién horneados y tan crujientes que
parecían pequeños soles de harina; pululaban disfraces llenos de vida, y los
rostros de las personas se perdían entre el mar de alegres máscaras. Pero el
elemento más importante de aquella celebración era la muñeca mágica hecha de
paja y ataviada con un vestido brillante; ella el símbolo del sol, la hermosa diosa
Maslenitsa. Por supuesto que no resistí la tentación y le supliqué a Petrú que se
vistiera del mismo modo; y en aras de seguir la tradición con la que culmina el
carnaval, aquella tarde del domingo el público maravillado y aterrado contempló a
mi Petrushka arder en una hoguera preparada por los zanquistas y encendida por
un chasquido mío. – ¡Debieron verlos temblando aterrorizados, convencidos de
que era la lumbre del infierno la que nacía de las yemas de mis dedos! – Cuando,
entonces de mi sombrero saqué el viejo bastón de Heysol y girándolo en el aire
recité las palabras para revivirla de entre las cenizas enterradas en la nieve… al
emerger Petrú intacta, sus corazones se congelaron, estaban atónitos y tan
extasiados que los aplausos retumbaban como furiosos truenos.
Con ése último rito Smolensk se despidió del invierno, las primeras
flores brotaron en nuestra solitaria colina, el viento templado lentamente fundió los
hielos y el sol con recobrada fuerza derritió las últimas manchas de nieve de los
tejados. El aire primaveral era puro y me agradaba aspirar su aroma silvestre, el
cielo denso y azul enmarcaba majestuosamente el verdor de las plantas y los
árboles, y las aguas del río de cristal discurrieron entre fragmentos de hielo que
flotaban en la superficie; destruyendo así nuestra mágica pista de cristal.
El gato guardó silencio y se detuvo a mirar las manos manchadas y
agrietadas de Luca; sus dedos estaban deformes y rígidos, sus grandes ojos se
habían tornado acuosos, sus cabellos eran ahora un fino halo blanco, y todo él
temblaba a causa de los violentos ataques de tos. Lully comprendió entonces que
la manecilla de la cicatriz estaba a punto de avanzar por última vez, no le quedaba
más remedio que ser avaro con sus memorias y apresurarse a terminar la historia.
-‐ ¿Qué pasó entonces? – Inquirió Luca con la voz cascada de un verdadero
anciano decrépito, sin embargo Lully sacudió los bigotes al observar la
expresión ávida e infantil; tan incongruente con las arrugas que le surcaban.
Un fuerte ruido se oyó sobre de ellos, los tres alzaron la mirada y vieron
los tablones de las escaleras resquebrantarse lentamente; la torre estaba
viniéndose abajo. Pero Luca y Elena siguieron imperturbables, como si nada
pudiese dañarlos en tanto permanecieran juntos. El gato desvió la mirada,
alejándose nuevamente del presente.
¿Qué pasó?, no puedo estar seguro. Con el pasar de los años mis
recuerdos se han distorsionado demasiado para poder decirlo con certeza, sin
embargo el mundo recuperó para mí sus colores vibrantes; las horrendas visiones
y el torrente de obscuridad que recorría mis entrañas se desvanecieron. El
maleficio estaba roto o al menos así me lo parecía, pues mi naturaleza al fin
comenzaba a recuperar su viejo equilibrio sin dejar estragos ni cicatrices en mis
memorias de aquella noche fatídica y que ahora me resultaba tan lejana y ajena.
Luego de la exitosa noche de nuestro debut en Smolensk, Petrú y yo hicimos la
costumbre de dar juntos un largo paseo por las fantasmagóricas calles de la
ciudad, todas las noches (sin importar el tiempo que hiciese) antes de regresar a
la cabaña. Y así compartiendo aquella sencilla intimidad, el corazón se me
hinchaba de felicidad al desbordar todos mis deseos acumulados de hablarle, de
besarla, de estrecharla entre mis brazos; sabiéndola mía y de nadie más. Las
ideas nacían en mí con reforzada violencia, todos los días tenía nuevas
propuestas que comentarles a Rudy, Emil, Ina, Ariya y Bogie; y ellos tan prontos
en complacerme en cada uno de mis caprichos ejecutaban mis creaciones más
temerariamente que nadie y a la perfección. En aquella armonía me refugié
apasionadamente y sin darme cuenta le tomé un gran cariño al estrafalario caos
que generalmente reinaba dentro la cabaña; y a los rezos y cánticos que se
hicieron habituales pues al convertirme en pupilo de la Tía Ilona el silencio y las
palabras tomaron una importancia y poder insospechados para mí hasta entonces.
Rápidamente entendí el motivo por el que Karandash me atosigaba con poemas y
canciones viejas e insistía tercamente en obligarme a escribir páginas
interminables sobre el significado que tenían para mí y el que tenían para el
artista; y en adición a ello un buen día también decidió enseñarme latín y griego. –
“Las palabras son cosas vivas, bendicen o maldicen; salvan y condenan. Por ello
su magia sólo puede germinar en un pensamiento profundo y noble.” – Me repetía
durante cada lección, así que cuando la Tía Ilona compartió sus secretos mágicos;
del silencio surgieron notas discretas y perfectamente formadas; frases que se
expresaban con elocuencia y divina precisión. Mi mente creaba palabras; mis
palabras ecos de emociones que daban luz a imágenes y a través de ellas el
poder de mi sangre creaba vida inundada de bellos sonidos contrapuestos en
afonías perfectamente elegidas por mi maléfico ingenio.
… Sin demonios ni sacrificios.
¡Ah y me olvidaba! – exclamó de pronto el gato. – Antes de la
primavera, dos matrioskas más se abrieron. La segunda, unas semanas después
de la exitosa apertura del Pygmalion; estábamos todos reunidos entorno de la
chimenea. Ina y Bogie jugaban ajedrez; mientras que Ariya y Emil compartían en
silencio una botella de vodka; el señorcito Rudy, Petrú y la Tía Ilona conversaban
animadamente entre sí; cuando de pronto fijé la mirada sobre aquél cuadro tan
entrañable e irreal. Ese grupo de soñadores, eran mi familia, mis seres queridos,
pero sobre todo eran una parte de mi interior. Todos ellos en conjunto
representaban mi espíritu, mi destino, mi vida y mi muerte. Fue tal la nostalgia que
me embargó que comencé a canturrear suavemente y antes de darme cuenta, me
hallaba sentado frente al piano de plata. De mis largos dedos nació una
vertiginosa cascada de notas que rápidamente desembocaron en una melodía
festiva y turbulenta; era una música incondicionada que conjuraba un hechizo
tronador y furioso pero de una belleza innegable. Toda la escena se movía al ritmo
del turbulento viento de las cuerdas plateadas hasta que me detuve de repente,
con el cuerpo tembloroso y presa del éxtasis que sentí al extraer aquél torrente de
notas de las teclas de plata. Todos se quedaron inmóviles y con el rostro
desencajado, pero Petrú salió de nuevo corriendo a su habitación y cuando
regresó al salón tenía las dos mitades de la segunda matrioska entre sus manos.
-‐ ¿Y la tercera? – Inquirió Elena, con la cara apoyada en la palma de su
mano y mordiendo sus labios al aguardar impacientemente que Lully
respondiera.
-‐ Pues la tercera, concedió no sólo el deseo de Petrú sino el mío propio. Uno
que había guardado bien dentro de mí desde la primera vez que mis ojos la
vieron danzando sobre la arena. Sucedió la noche antes de la celebración
de la diosa Maslenitsa; Rudy había incorporado cuchillos a su acto por lo
que Emil e Ina habían pasado todo el día instruyéndolo; Bogie y Ariya
habían coordinado a los trapecistas, a los lanza llamas y a los zanquistas,
para asegurarse de que nada le pasara a Petrú durante la ejecución de la
hoguera; y naturalmente nosotros dos habíamos supervisado
meticulosamente todo el repertorio asegurándonos de que respetaran la
temática de la historia; la estética del redondel; que los actos se ejecutaran
perfectamente; y que los músicos transmitieran la emoción adecuada
conforme avanzara la historia con el fin de que la audiencia conectara con
los personajes mágicos que yo había creado con la ayuda de Karandash y
todos los demás.
¡Terminamos tan exhaustos que aquella noche evadimos nuestro
habitual paseo y caminamos directo hacia la colina!, el cansancio se tradujo en
una extraña paz dentro de la cabaña; ni siquiera Emil y Ariya tenían ánimos para
sus riñas. Así pues, acompañé a Petrú a su habitación, y me despedí de ella
plantándole un suave beso en los labios; sin embargo cuando me disponía a
marcharme a dormir en mi sillón favorito frente a la chimenea, ella me retuvo por el
brazo.
-‐ ¿Pasa algo malo? – Me volví a ella preocupado.
Petrú se llevó la mano a los labios antes de hacerme su irresistible
invitación. – No te vayas; aunque sea sólo por esta noche quédate conmigo.
¡De aquella noche si que guardo el recuerdo más vívido! Sus palabras
provocaron un nuevo despertar en mi corazón, porque de pronto aquella gitancilla
hermosa y caprichosa se alzó ante mí transformada en una prodigiosa suerte de
mujer elegante y exquisitamente definida. Su rostro de canela guardaba ahora un
aire de gracia y juventud, capaz de ejercer en mí un poderoso influjo y de
inundarme con una necesidad abrazadora de venerarla y adorarla. La sujeté por
los brazos con tal fuerza que su travieso cabello de hada le cayó revuelto sobre
sus mejillas acaloradas; sepulté la cara en su melenilla maple y la cubrí de besos.
Mientras que ella tiraba de mí encendidamente con sus labios, y con sus delicados
dedos enterrados en mi brazo para guiarme hacia su lecho; – “Refugio mío, no
me destierres nunca más.” – me susurraba apasionadamente en el oído.
Deslumbrado y francamente aturdido por aquél súbito despliegue de afecto que mi
Petrushka demostraba en sus caricias y en sus palabras; me rendí sin reticencias
a aquella intimidad que inundaba de placer hasta el último poro de mi cuerpo y
alma. Aquella noche durmió en mis brazos, y el sostener a esa frágil muñequita,
oprimir mis labios contra su mentón, sus mejillas y sus párpados durmientes; me
produjo escalofríos. Porque en aquél instante de absoluta y perfecta felicidad
entendí que nunca llegaríamos a saborear la primavera, ni la pureza de un amor
sencillo e inocente. Pues nuestras almas tan sintonizadas como eran poseían
deseos que se contraponían violentamente y resentimientos cuanto más
turbadores e irascibles; fijé la mirada en la infinita obscuridad de la habitación y
con gran pesar cerré los párpados; y digo con pesar porque al dormir soñé la
forma que mi muerte tomaría… Pero la pesadilla se difuminó a la mañana
siguiente, cuando desperté con el canto del ruiseñor desde los espejos que
reflejaban el exterior; y a un lado mío me hallé con una rosa sobre la almohada en
la que había descansado la cabeza de Petrú, y las dos mitades de la tercera
matrioska.
Dormimos siempre juntos, a partir de entonces.
Muy bien pues, durante casi cuatro meses nos contentamos con la vida
sencilla de aquella ciudad espectral pero con Rusia a nuestros pies y nuestra pista
de hielo destruida por la luz implacable del sol; era tiempo de partir. Y cuánto me
alegré por ello, esa ciudad me había sanado pero también había acallado al
Demonio de Ojos Negros; pues adormeció mis sentidos con su belleza fantasmal.
Smolensk era una ciudad extraña, solitaria y oscura ; y aunque pensé en lo mucho
que echaría de menos sus catedrales de colores, sus castillos en ruinas
iluminados tenebrosamente a la luz de la luna llena, y su sabiduría oculta en forma
de leyendas; anhelaba conquistar el resto de Europa, Asia, y de ser posible el
mundo entero. Sin embargo antes tendría que convencer a la Tía Ilona y a
Karandash de abandonar Rusia, lo cual probó ser un reto titánico, porque apenas
el hielo se hubo derretido ambos desaparecieron de la faz de la tierra. No me
extrañó de Karandash porque salvo por nuestras presentaciones en el río, él
nunca abandonaba la soledad de su castillo; pero la Tía Ilona era una paria en
aquella ciudad plagada de fantasmas, hombres lobo, vampiros, brujas y demonios.
La gente únicamente acudía a ella en tiempos de gran necesidad y desesperación;
no tenía más refugio que el de su cabaña. Por lo que la opción más lógica, la
única en realidad, fue ir a buscarlos al castillo.
En aquellos momentos el viejo miedo revivió con la misma sensación de
intranquilidad que se había apoderado de mí cuando conocí a Karandash por vez
primera. Pues he de decirles que durante todos esos meses que conviví con él,
jamás hice alusión al resplandor que irradiaba de él cuando Petrú y yo lo vimos a
través del espejo de la Tía Ilona, ni me atreví a cuestionar la naturaleza del
amenazante poder que su presencia emanaba; en parte por el letargo en que mi
corazón se había sumido pero sobre todo porque le necesitaba; como amigo,
como maestro, como confidente y como consejero; tanto dependí de aquella
amistad que mi mente se transformó en un muro impenetrable que me impedía ver
la realidad que tanto Petrú como yo debimos reconocer apenas pusimos un pie
dentro de su castillo. Y me aferré a ello tanto como la razón y el temor me lo
permitieron, e incluso en esos últimos momentos en que la verdad de Karandash
se imponía ante mí; yo luché por vivir mi propia mentira hasta las últimas
consecuencias. Sin embargo no me atreví a arrastrar a Petrú conmigo, por lo que
una mañana aproveché que ella había ido a la estación ferroviaria a recoger
nuestro correo, – Porque la Tía Ilona no permitía que nadie se acercara en los
alrededores de la cabaña, y francamente pocos se aventuraban. – y salí a
enfrentarme a Karandash sin decirle nada a nadie.
Hacía buen tiempo, el sol de medio día iluminaba los tejados y el viento
fresco había dispersado las nubes confiriéndole al cielo una intensa luminosidad
celeste; el aire era puro y fragante, y las aves cantaban por primera vez desde
hace meses; flores encrespadas y de retorcida belleza brotaban de entre las
grietas de las callejuelas. Bajé en silencio con paso apresurado por una calle
repleta de comercio y tabernas, y las personas que reconocían en mí al Payaso
Piérrot me saludaban con la cabeza y me sonreían tímidamente; yo les
correspondía levantando la mano con el refinado acatamiento de un santo pero
siempre les sonreía con el gesto de un demonio macabro, asegurándome de que
el viejo temor no les abandonara jamás. – ¿Qué puedo decirles? Sencillamente
me encantaba la atención, el amor y el miedo que me prodigaban. – En fin, en
esas estaba yo cuando me introduje en un solitario callejón y escuché un par de
pisoteos presurosos y agitados; al volverme miré lo que ya sabía. Mis dos
sombras se habían escabullido en secreto de la cabaña para seguirme sin levantar
sospechas en los demás.
-‐ Me pareció verlos cuando me detuve a conversar con la madre del difunto
Iván. – Dije en tono burlón.
La cara del señorcito Rudy Rastelli enrojeció hasta casi estallar de
indignada desaprobación. – ¡Entonces por qué no nos dijiste nada! ¿Acaso crees
que nos resultó placentero ver cómo te burlas y aprovechas de la demencia de
ésa pobre señora?
Sacudí la mano para cortar la faena del señorcito. – Ya, ya. Sé que
hice mal, no es necesario que me lo digas pero llevo prisa y no tenía tiempo de
detenerme a explicarle por enésima vez que su hijo está muerto. Además mira que
deliciosas manzanas me ha obsequiado por haberle dicho en dónde se está
escondiendo su travieso hijo. – Espeté al tiempo que le arrojaba una de las dos
manzanas que guardaba en mi abrigo, pero Rudy la dejó caer con ademán
orgulloso.
-‐ No se debe jugar con la comida, Rudy. – Dije, dándole una crujiente y
jugosa mordida a la otra manzana.
-‐ Se te ve especialmente animado hoy Lelouch. – Espetó de pronto Bogie,
con un dejo de severidad poco usual en él. Pero no me extrañó en lo
absoluto, porque Bogie había rechazado desde el principio a Karandash
abierta y hostilmente. Aunque a menudo se guardaba sus opiniones para sí,
por consideración a mí.
-‐ ¿De verdad? Qué desafortunado, porque en realidad me hallo bastante…
afligido. – Respondí esbozando una sonrisa torcida.
Bogie sacudió la cabeza con expresión preocupada, sin duda sabía la
fatídica tarea que estaba a punto de llevar a cabo. – ¡¿Es que estás chalado?!
¡Mengue camelador! – Exclamó enardecido, mientras que yo hacía grandes
esfuerzos para no reírme pues me divertía cómo el gitano en sus venas
despertaba cada que se sentía nervioso o enojado. – Si Ariya supiera lo que te
dispones, prendería el castillo en llamas antes de…
-‐ ¿Y dónde está ella, por cierto? – Inquirí malicioso, pues lo cierto es que ya
sabía que Bogie tampoco arriesgaría a la mujer que amaba; ni siquiera por
mí.
-‐ Estoy aquí, es toda la protección que necesitas. – Declaró con voz firme y
pedante, que me hizo enfurecer momentáneamente pero lo observé tan
alterado que por una vez le temí como nunca antes le había temido.
-‐ ¿Y tú señorcito? – Me dirigí a Rudy.
-‐ Siempre he sabido lo que el maestro es. – Respondió solemne. – Pero Emil
e Ina, no. Y se les romperá el corazón si tienen que elegir entre el maestro
y tú; está más allá de mi comprensión pero se han encariñado contigo. –
Cuando dijo aquello, con pesar me preparé para prescindir de él si se
empeñaba en proteger a su maestro… – En cambio yo, ya he elegido. –
Añadió con su acento cantarino y sonriéndome con la inocente convicción
de un niño. Lo que de momento me dejó sin habla, pues a menudo me
olvidaba de que eso era él apenas; un niño.
El gato suspiró, entonces Elena y Luca adivinaron la tristeza de aquél
pequeño gesto; el señorcito Rudy Rastelli nunca llegaría a ser el temperamental
adulto que había soñado en convertirse.
-‐ Y bien, ¿Qué es lo que harás Lully? – Inquirió Bogie con voz firme y seca.
De nuevo sonreí y hundí mis dientes en aquél jugoso fruto que tanto
estaba llenando mi apetito. – Eso… depende.
Al llegar a la calle abandonada donde se hallaba el castillo, la atmósfera
se tornó siniestra y abismal; el sol lentamente perdió su albor dorado hasta que en
el cielo quedó una esfera grande y opaca que pasaba detrás de las nubes grises;
dejándome con una sensación consciente de que estábamos en grave peligro.
Durante largo rato me quedé mirando el horrible payaso de piedra que adornaba la
puerta, Rudy y Bogie aguardaron en silencio, y ni una criatura viviente se movió en
los alrededores, tan sólo el suave murmullo del viento hablándome al oído;
incitándome a entrar.
-‐ Sabe que venimos. – Me advirtió Rudy con voz trémula.
Entonces una brisa se arremolinó en torno mío, como si una voz
intentara murmurarme algún secreto. La reconocí de inmediato por el fragor de
sus palabras y sonreí, pero creo que también temblé un poco. Enfrentarme a
Karandash era una cosa, pero enfrentar a los dos juntos, era una sentencia de
muerte. – No lo hagamos esperar entonces. – Espeté tranquilamente al derrumbar
la puerta de una patada.
Recorrí la pesada cortina de terciopelo y se develó la habitación
enterrada en las penumbras en la que habían transcurrido mis noches de desvelo
y en la que Karandash había compartido conmigo todos sus secretos y sabiduría,
bajo la oscilante sombra de las velas. Karandash estaba sentado con la espalda
recostada en el alto respaldo de su silla de piel y los brazos apoyados en el borde
del enorme escritorio; su expresión entera era una sonrisa a la vez cordial y
maligna. Y tras de él estaba parada la Tía Ilona, iluminada por el fuego que
alumbraba las paredes de piedra, mirándome de una forma extraña; pues su
rostro dejaba entrever el profundo dolor que sentía en aquellos momentos y sin
embargo su ojos dorados inundados del odio más ardiente me instaban a matar al
hombre en cuyos hombros ella se apoyaba afectuosamente. Aquello me brindó
una efímera sensación de alivio pues significaba que mi único oponente sería
Karandash… ¿Alivio?... Pensándolo bien, me parece más acertado decir que mi
temor se volvió sordo, más no me abandonó.
-‐ ¡Mahlyenki Dyavol! – Retumbó su voz como un potente trueno en la
habitación y un impulso de hielo atravesó mi pecho, provocando que sin
querer tirara el corazón de la manzana que todavía estrujaba
nerviosamente en mis manos.
-‐ Me mentiste Karandash. – Repliqué tranquilamente, al tiempo que Bogie y
el señorcito se colocaban a mi costado.
Él exhaló un suave suspiro y meneó la cabeza. – No podría si hubiese
querido. Tú sabías, siempre lo supiste. En el fondo eres igual a ella. – Dijo
señalando a la Tía Ilona con la cabeza. – Tu rostro es la máscara de la oscuridad
Dyavol Glaza. – Mientras decía aquello, la extraña luminiscencia comenzó a
irradiar de todo su cuerpo y a medida que ésta crecía, el rostro de la Tía Ilona se
volvía cada vez más pálido y ojeroso, hasta que se desfalleció en sus brazos.
Aunque la Tía Ilona tenía los ojos abiertos no tenía fuerzas para moverse, mucho
menos para hablar... Estaba matándola.
-‐ Déjala ir, su magia ya no te sirve. – Espeté de repente, casi inconsciente de
mis propias palabras.
Karandash la cargó y la colocó gentilmente sobre la mesa. Era una visión
espantosa, su cuerpo estaba rígido y sus ojos extremadamente abiertos; como si
toda ella estuviera gritando desquiciadamente dentro de sí. – Entonces, ¿Lo sabes
todo?
Me encogí de hombros. – Sólo lo que pude recoger de las voces vagas
de sus mentes… Un hombre ahogado en el río mientras trataba de rescatar a
un niño pelirrojo, el fallido intento por salvar al hombre; y claro; la consciencia
intranquila de la Tía Ilona cuando cayó en la cuenta del terrible ser que había
creado en un intento desesperado por jugar con los muertos…
Verán, cuando Petrú y yo entramos al castillo, ninguno pudimos sentir la
presencia de los fantasmas que sitiaban a Karandash por una razón muy sencilla,
y es que él los estaba devorando; con el mismo apetito voraz con que había
estado alimentándose de la magia de la Tía Ilona.
Elena frunció el entrecejo. – ¿No comprendo?... ¡¿Se trataba de un
vampiro?!
-‐ ¿Vampiro, eh? – Respondió el gato. – Supongo que podría decirse, aunque
no en el sentido sanguinario en que nuestro imaginario concibe a ésas
criaturas. A través del don de la mente, sentí la naturaleza de lo que
Karandash era (o mejor dicho, de lo que no era); sin embargo sólo
vislumbré la verdad como los fragmentos inconexos de un enorme
rompecabezas que yo apenas podía entender. De lo único que estaba
seguro es de que Karandash era un fantasma atado por las mismas
limitaciones de cualquier espíritu errante; era un eco de su propia existencia
y por lo tanto únicamente podía estar “vivo” en la última morada de su
cuerpo terrenal: el río congelado en el que había muerto, y el castillo en
donde sus restos habían sido enterrados. Sin embargo, cuando la
primavera llegaba y el hielo del río recuperaba su forma inconstante y
líquida; Karandash quedaba recluso en su propio castillo.
-‐ Pero si ése era el caso ¿Cómo es que tú mismo no lo notaste antes? –
Inquirió Luca con voz débil.
-‐ Ya se los dije; no quise hacerlo. Así de sencillo. Además, la Tía Ilona había
elegido mantenerlo con vida a expensas de ella misma; ¿Qué derecho tenía
yo de juzgarla?
-‐ ¿Él no la quería? – Preguntó Elena, estrujando la mano de Luca.
-‐ Al contrario querida Elena, la adoraba. Pero no debes olvidar nunca que los
muertos condenamos a los vivos; porque somos los fantasmas de un
mundo concreto que respira y crece, día a día; mientras que nosotros
permanecemos… inmutables, indefensos y aferrados al recuerdo de los
que dejamos atrás. Karandash, no quería perderla, a ella su única
conexión con éste mundo. Así que buscó otra fuente de magia igualmente
poderosa… yo.
Karandash se inclinó hacia la mesa para acercar su cara a la de la
Tía Ilona, y yo retrocedí inconscientemente.
-‐ Pronto seremos igual que antes Ilona. – Espetó Karandash, besándole los
cabellos revueltos en el rostro. Ella gimió en forma lastimera, quería
detenerlo para prolongar lo inevitable… Creo que lo que la Tía Ilona
aprendió aquél día, es que ellos jamás regresan. No en la forma en que los
recordamos. – ¿Estás listo para recibir una última lección, mi querido
aprendiz?
De manera instintiva me agazapé como una bestia y expandí los brazos
delante de Bogie y Rudy, no pronuncié una sola palabra porque si lo hacía el
temblor de mi voz revelaría el terror del que era presa en aquellos momentos.
Durante un instante Karandash me miró, y vi toda la luz blanca que irradiaba de
sus poros replegarse dentro de él, como una fuerza primitiva y cruel que lo poseía
y atizaba su rencor. Un gruñido tronador se elevó de las profundidades de su
garganta, y se arrojó contra mí con una expresión perversa, mientras que sus
dedos se hundían como garras en mis brazos. Con descomunal fuerza me empujó
hacia atrás y me golpeé la cabeza contra la pared. – ¡Dilo! ¡Pronuncia las palabras
para volverme a la vida! – Mis manos se aferraron a su largo cabello, tirándole la
cabeza hacia atrás. Entonces él rió sonoramente. – ¡No te resistas! … Lelouch
Castilleja.
Cuando él dijo mi nombre, de nuevo sentí el hielo perforándome el pecho.
Y luché para resistir ése malestar; pero extrañamente mi corazón ardía y cada
fibra de mi cuerpo me dolía terriblemente, el simple acto de respirar de pronto
significó un esfuerzo colosal… No podría resistir aquello por mucho tiempo, tenía
que defenderme…Con los ojos semicerrados, levanté la vista por encima del
hombro de Karandash; el señorcito Rastelli y Bogie estaban ayudando a la Tía
Ilona a ponerse en pie. Sus ojos dorados me miraron de soslayo, de una forma
extraña. – “Destrúyelo.” – Me decían.
Sonreí. Mientras Bogie la ayudaba a sentar, me percaté de que el astuto
señorcito Rastelli sostenía en sus manos el corazón de la manzana que yo había
dejado caer. Aferré rápidamente a Karandash por el cuello, para evitar que
volteara, y aspiré hondo para que al hablar mis palabras fluyeran limpiamente. –
Poseo el fruto más puro; recién caído del paraíso lo que voy a mostrarte es la
estrella de tu pecado... “Corazón de manzana, con tus cinco picos llena sus bocas,
con tu delgada cáscara de sangre precipita tu jugo en sus labios e invade con tu
semilla abrasadora sus almas calcinadas. ¡Irascible don de la tierra, reclama lo
que te pertenece!” – Rudy se apuró a engullir una de las semillas de la manzana, y
cuando Karandash se volvió en su dirección, el señorcito apretó en los labios de la
Tía Ilona otra semilla más.
… la hierba protectora por excelencia entre los gitanos, hasta el pequeño
Rudy lo sabía. Desde luego, el contra maleficio que lancé sobre el fruto era como
veneno para los espíritus que se apoderan de un cuerpo ajeno; de ése modo ya
no me preocuparía por protegerlos de Karandash. Sin embargo, Bogie se negó a
ingerir la tercera semilla, pero eso ya no importaba. Porque ahora Karandash no
podría acercarse más a Ilona, e impotente contempló cómo la mujer que él había
amado más allá de la muerte sería ahora su condenación.
Karandash comenzó a temblar convulsivamente y su cara se desencajó de
rabia. – Tú… maldito demonio. – Gruñó por lo bajo, cerrando sus toscas manos en
torno de mi cuello.
Sonreí malignamente. La única manera en que Karandash podría romper el
contra maleficio era acabando con mi vida, y si lo hacía entonces no habría magia
lo suficientemente poderosa ni tantos fantasmas en el mundo para sostener
aquella sátira de vida en que se había transformado él; y si en dado caso su
osadía lo llevaba a alimentarse de mí entonces mi poder viviría eternamente
dentro de él… y también mi maleficio. – Depende de ti Karandash… Mátame y
hunde tus colmillos en el fruto prohibido; o aliméntate de mí y aleja para siempre la
manzana envenenada.
Un ronco gemido se elevó de las profundidades de su garganta y con furia
me arrojó al otro extremo de la habitación. – “¿Qué debe más dignamente optar el
alma noble entre sufrir de la fortuna impía el porfiador rigor, o rebelarse contra un
mar de desdichas, y afrontándolo… desaparecer con ellas?”… Ésa es la cuestión.
– Vociferó mientras caminaba hacia mí.
El joven escritor reconoció esas palabras al instante. – Disculpa Lully, pero,
¿Eso no es de “Hamlet”? – Interrumpió Luca el relato.
El gato asintió. – Era su escena preferida en toda la obra, porque mientras
el protagonista recita uno de los soliloquios más profundos y develadores de la
historia; en sus manos sostiene la calavera del difunto payaso de la corte…
Supongo que la ironía no se le escapó a Karandash en aquellos momentos.
En fin, cuando alcé la cara, ante mis ojos vi una inmensa figura ennegrecida
y de movimientos rígidos precipitándose sobre mí. – Debería vengarme. – Habló
aquél rostro desfigurado por los cristales de hielo incrustados en él. Su brazo me
estrujó de nuevo contra la pared como un pedazo de acero sobre mi pecho, y al
mirarlo a los ojos lo reconocí… La magia de la Tía Ilona ya no lo estaba
sosteniendo más, y su cadáver había comenzado a recuperar su aspecto original.
Entonces comprendí que la determinación de Karandash era mil veces más mortal
de lo que yo había imaginado; y hacía que mi vida peligrara. – Pero tu ingenuidad
me conmueve, Mahlyenki Dyavol. ¿¡En verdad, creías que mi alma condenada,
elegiría contentarse con ésta patética envoltura de carne?! – Su rugido hizo
temblar hasta los cimientos el castillo, el aire se obscureció y una ventisca helada
sacudió la habitación; la losa fría crepitó bajo mis manos y entonces innumerables
sombras se alzaron a través del suelo y de los muros. Y todas ellas cayeron
pesadamente sobre mi espalda.
-‐ ¡Karandash! – Exclamó la Tía Ilona, en un intento por apaciguar a aquél
fantasma de carne y huesos pero era inútil; él no reparaba en la presencia
ni de ella, ni de Bogie, ni en la de Rudy. Como un viejo buitre, desplegaba
sus alas negras en pos de su presa, sin respeto alguno por la vida o la
muerte.
Un olor fétido inundó mis fosas nasales y las voces de todos ellos me
hablaron con una voz sin garganta ni lengua; era un silencio sonoro, un canto
oscuro, el rumor de la lluvia, el aullido de un perro, el rugido de la avalancha, el
fúnebre tronar de las campanas, una plegaria angustiosa; era un silencio puro que
murmuraba los sonidos más siniestros hasta hinchar las venas de mi cráneo. Ése
era el verdadero peso de aquellas sombras que Karandash había invocado a su
morada. El tormento era insoportable y me llevé ambas manos a los oídos, pero
de nada sirvió porque sus ecos penetraban hasta mis huesos.
-‐ ¿Escuchas eso Mahlyenki Dyavol? Las almas carroñeras que te protegen,
también te harán daño si el río púrpura en tus venas se llegase a secar…
Lelouch Castilleja.
Pronunció una vez más mi nombre con la misma peculiar y siniestra
entonación, y volvió a mi pecho esa ráfaga gélida y sorpresiva, pero ésta vez
acompañada por un impulso violento y abrasivo que parecía provenir de mis
entrañas, de mis huesos, de mis pupilas y de mis manos temblorosas. En aquellos
instantes pensé; – “Así es como se siente la muerte.” – y de eso se trataba
precisamente; estaba forzándome a sufrir su muerte para que él pudiera hurtar mi
vida.
Yací en el suelo con las almas fangosas gimiendo en mis oídos y sufriendo
la vívida sensación del hielo resquebrajándose encima mío. Enormes bloques de
hielo que me aprisionaban y me destrozaban los huesos, el agua helada entrando
a mis pulmones, mi sangre congelándose hasta volverse espinas que me
perforaban desde adentro, los músculos tiesos; incapaz de moverme… incapaz de
respirar.
-‐ ¡Dame tiempo, es todo lo que pido de ti Dyavol Glaza! – Se alzó su
imponente suplica por encima de los alaridos de aquellas sombras
atormentadas que recaían en mi propia alma. Al tiempo que sus manos se
enterraban en mi camisa para alzarme hasta que mis pies quedaron
colgando, como si fuese una especie de bulto o peso muerto.
Tenía la vista nublada, de tal manera que todo a mi alrededor perdió
certeza; todas las formas me parecían temblorosas y nada permanecía en su
lugar, pero incluso así distinguí claramente las siluetas de esos tres a quienes
deseaba proteger a toda costa. La Tía Ilona hincada con su belleza elegante y ése
aire de peligro innegable que nunca la abandonaba ni siquiera con la angustiosa
expresión que le descomponía el rostro en aquellos momentos; el señorcito
Rastelli rodeándola con sus pequeños brazos con un pánico conmovedor
asomando en sus ojos marrón; y Bogie parado frente a ellos con los puños
cerrados conteniendo su ira impotente. – “¿Qué le diré a la Señora Reimei?” –
supuse que pensaba casi con toda seguridad.
No recuerdo si me reí, no creo que tuviera las fuerzas para hacer siquiera
eso, pero al verlos tan desesperadamente indefensos ante Karandash, hallé la
energía para mover mi mano izquierda y buscar entre las mangas de mi camisa
uno de los muchos cuchillos que llevaba conmigo; un mal hábito que había
recogido de Emil. – Incluso hoy que soy éste remedio de vida, los llevo a todas
partes. – Karandash aspiraba el aire entorno mío del mismo modo que lo haría un
ave rapaz que saborea con anticipación a su presa, y fue en ése instante de breve
apetito que vislumbré mí oportunidad. Rápida y silenciosamente saqué el cuchillo
y lo hundí en su garganta.
La sangre manó a borbotones, negra y espesa como las aguas de un
pantano. Dejó escapar un gran gemido y cuando sus garras al fin me liberaron caí
de costado en la losa fría. Él gruñía, retrocediendo con pasos torpes y sosteniendo
el cuchillo en su cuello con ambas manos para frenar el sangrado.
-‐ Haz agotado mi paciencia…Lelouch Castilleja. – Pronunció mi nombre una
vez más con una voz gutural… pocos eran capaces de tomar un alma y
apropiarse de ella pero si existía un brujo tan poderoso y astuto para llevar
a cabo tal hazaña; ése era Karandash Kino.
En un repentino arranque de cólera asió el cuchillo, y la sangre manó sobre
sus ropas y escurrió hasta el suelo como un río encarnado que de pronto inundó la
habitación; la piel de su rostro y manos se secó y adquirió un escabroso tono
azulado; espinas de hielo le perforaban todo el cuerpo; y su nariz había sido
sustituida por un par agujeros del que asquerosas ratas emergían para
alimentarse de la carne putrefacta.
Mi vista se nubló, un sueño sin final estaba apoderándose de mí. Era tal y
como había dicho la Señora Reimei, la noche me había pillado desprevenido y
caía implacable sobre mis párpados. Antes de cerrar los ojos por última vez, lo vi
siseando con la lengua entre los dientes (profiriendo algún conjuro supongo)
sosteniendo el cuchillo en alto con ambas manos; encaminándose a mí y
esquivando mi mirada mientras apuntaba el arma hacia mi pecho.
… Las voces, las imágenes temblorosas, y las plegarias desesperanzadas;
todo eso estaba llegando a su fin; cuando una fuerte ráfaga de viento agitó los
muros y resquebrajó el suelo. Las llamas rugieron y el violento aire las aumentó
hasta que el calor del fuego se tornó insoportablemente infernal.
Aturdido vi a Karandash temblando, presa del terror más puro pintado en su
cara deforme; y a Bogie que estaba de pie detrás de él. Bogie era un ser alto, un
ser fuerte y engañosamente afable pero en aquellos momentos sus ojos habían
perdido su candidez nata e inocente, y refulgían con la luz del fuego pero sin
reflejar cólera ni odio, sino todo lo contrario. Miraban con expresión astuta y
pasiva, y sin embargo todo él se erizaba con malignidad y el aire que lo rodeaba
de pronto se había tornado denso y mortífero.
-‐ ¿Bogie? – Pregunté con voz débil y entrecerrando los ojos.
Bogie levantó la barbilla con ademán altivo y desdeñoso, con la vista
recorrió mi rostro y la figura que le daba la espalda, muy despacio, como si
deseara hacernos saber de la imperdonable trasgresión que tanto Karandash
como yo, habíamos cometido. Pude percibir que algo frío y desencantado estaba
sacudiéndose en su interior cuando su voz se hizo oír por encima del estruendo
del fuego y del quejido de los espíritus. – Levántate, Lelouch. – Me ordenó con
una extraña inflexión en su voz, y noté la sensación de rigidez y severidad que
había adquirido en su postura.
Fue entonces que Karandash al fin se volvió para encararlo. – Dobro
pozhalovat! – Me pareció escuchar que le dio la bienvenida, antes de abalanzarse
contra Bogie con los dos brazos extendidos y derribarlo de espaldas. Sus ojos
azules estaban desorbitados de furia, tan inclinados que parecían apunto de
resbalársele de las cuencas. Dio un chasquido con sus dedos maltrechos y de
pronto salieron ratas de todas partes; de las grietas del suelo, de las rendijas en
las ventanas, de los huecos en los muros y de los agujeros de su nariz y oídos;
eran enormes y su pelaje gris plagaba el salón con su siniestro hedor. Sacudían
las colas rosadas y el hocico al congregarse sobre el cuerpo de Bogie, hasta que
éste se incorporó de un salto. Reventando entre sus manos a las desgraciadas
criaturas.
-‐ Ordené que te pusieras de pie. – Espetó estruendosamente Bogie, echando
hacia atrás los hombros, recalcando de algún modo su poderío con aquél
insignificante gesto.
A pesar del mal estado en que me hallaba vi con toda claridad la forma que
la sombra de Bogie dibujó en el suelo al erguir la espalda y los hombros de aquella
manera; la de un par de majestuosas alas negras que se batían en el aire sin
asomo alguno de reverencia pero en cambio con un grave y severo decoro.
-‐ … Padre... – Musité, aún con la cara reposada en la losa fría, demasiado
débil para obedecerlo pero no me importó porque… bueno a esas alturas
¿Por qué habría de molestarme?
Luca se recostó en el regazo de Elena y suspiró, cansado pero ansioso por
conocer el desenlace de la historia de Lully. – Por eso Bogie rechazó la semilla
¿Verdad? – Preguntó.
El gato asintió. – Sin embargo no tuve tiempo de asombrarme o sentir
curiosidad, pues en esas oí un ruido siniestro emerger de la boca de mi padre; fue
un crascitar profundo y cavernoso que provocó que las ratas comenzaran a
sangrar del hocico y las orejas, y ahuyentó a los fantasmas que se aferraban a mí.
Karandash esbozó una sonrisa desquiciada y de su cuerpo empezó a manar el
hedor putrefacto de la muerte. Sus miembros se contrajeron en espasmos
violentos y torpes; y mi padre aprovechó aquello para acercarse a mí.
-‐ ¡Lelouch!– Espetó al agacharse junto a mí, y me sujetó por los hombros
para ayudarme a poner en pie.
Me estremecí nada más de verlo, eran la voz y cara de Bogie, pero era mi
padre quien controlaba los movimientos de aquél cuerpo; y era su expresión
intensa e imponente la que me instó a deshacerme de aquél sueño obscuro en el
que Karandash estaba sometiendo a mi alma.
Apoyándome en el brazo de mi padre, me hinqué sobre mi rodilla derecha y
recogí unas gotas de sangre con los cinco dedos de la mano; tenía un aspecto
nauseabundo esa sangre negra y putrefacta que había escurrido del cadáver de
Karandash, y aspiré hondo para reprimir la repulsión que ello me provocaba.
Apenas habían transcurrido unos meses, pero enterrado en el invierno ruso me
había parecido una eternidad desde la última vez que la visión de la sangre y su
olor, me enloquecieran… y sin embargo lo que contemplé en aquellos instantes no
fue la sangre sino mi propia naturaleza. Yo; “Dyavol Glaza”, “El Demonio de Ojos
Negros”, “El Hijo predilecto de la Luna.”; yo la terrible abominación que sentado
bajo la luna contemplaba la vida desde la muerte en todo su esplendor.
Entonces comprendí porqué mi padre había regresado; para recordarme
que ante todo y sobre todos, yo era hijo del “Cuervo Negro”……. Lelouch
Castilleja.
-‐ Me parece que ya me he comportado demasiado bien, por demasiado
tiempo. – Espeté sonriendo.
Durante cuatro meses no había experimentado el éxtasis de invocar
demonios y someterlos a mi voluntad; no había escuchado los latidos de sus
malignos corazones latir dentro de mí con su ritmo perverso. Estaba harto de
añorar, de conformarme con aquella vida sencilla, de las palabras suaves y
bondadosas, de los fantasmas simples que se aferraban desesperadamente a las
reglas de éste mundo, pero sobre todo estaba cansado de negar la herencia de mí
sangre y de la terrible agitación interior que ello me provocaba.
La habitación se estremeció, cuando el inmenso poder de mi sangre se
expandió dentro de mí y se replegó al contacto con el aire, con lo vivo y lo muerto;
y hasta las paredes tronaban con mi risa malévola y hueca pues en medio de
aquella lúgubre tumba mi existencia inflamó de vida los muros de aquél castillo
maldito.
Cuando me levanté apenas podía sostenerme en pie, pero Bogie y mi padre
me sujetaban fuertemente por los hombros. – Karandash, tu tiempo aquí ha
terminado. – Espeté secamente.
Mis palabras lo azoraron, y observé como los recuerdos de su vida anterior
se removían salvajemente en su interior; animando a su cuerpo pútrido. –…Te
equivocas, tu tiempo me pertenece ahora ¡Lelouch Castilleja!
Me mareé, con su estruendosa voz estaba comandando mi muerte al
pronunciar mi nombre; y vi sombras de azufre agitarse en la habitación y
lentamente aparecieron de nuevo ante mí, pálidas y desesperadas escrudiñaron
mi rostro; ésta vez suplicándome que destruyera al “fantasma que devora
fantasmas”. – ¿Eso crees? – Inquirí en tono de burla, al tiempo que me zafaba del
brazo de mi padre, pues para derrotarlo debía sostenerme por mí mismo. –… En
ése caso ven y tómalo. – Respondí en tono mordaz, y expandí los brazos a mi
costado para provocarlo.
Me embistió con toda su fuerza sobrenatural, pero ya nada animaba a aquél
desdichado cadáver, salvo la mortal voluntad del espíritu maligno que lo habitaba
pues había extenuado todas sus fuerzas al intentar robarme el alma. Karandash
se aferró a mí con tal ímpetu que mi camisa comenzó a mancharse con pequeños
puntos de sangre, entonces lo así por la negra cabellera y le estrellé brutalmente
la cabeza contra la pared detrás de él; y antes de darle oportunidad de ponerse de
pie aferré su cara entre mis manos y le partí la cabeza como si fuese un huevo de
cristal, separándola del tronco; entonces observé atónito que en el rostro de la Tía
Ilona se dibujaba una sonrisa amarga pero extrañamente complacida.
Me sentía tan profundamente humillado y traicionado por Karandash que le
habría desmembrado pedazo a pedazo si con eso hubiese conseguido destruirlo,
pero verán es imposible matar algo que ya está muerto. De tal manera que el
cuerpo decapitado se irguió enseguida y se precipitó contra mí con las manos en
alto y sus manos como un par de zarpas, no tuve más que hacerme a un lado para
evitar el ataque. – Ése cuerpo no te pertenece más Karandash Kino. – Espeté
entre carcajadas, al tiempo que me llevaba a los labios mis dedos manchados con
la sangre de Karandash, y cuando el demonio en mi interior la probó, sentí su
espíritu trastornado por la tristeza y la desesperación de abandonar a la mujer con
cabellos de fuego a la que había amado hasta su último aliento y el hijo que
intentó rescatar de las aguas asesinas del río invernal. Era el corazón férreo de un
padre que latía con fuerza y se rehusaba a morir.
Suspiré apesadumbrado, era tiempo de la prueba final, y fue la primera vez
que recité un poema para convertirlo en maldición. – “Un hombre viejo no es más
que una cosa miserable; Un abrigo andrajoso sobre un bastón, a menos que el
alma aplauda y cante, y cante más fuerte por cada arruga en su traje mortal.”
Elena abrió los ojos como un par mirillas, pues recordaba ese verso de
cuando ella y Luca estudiaron la pista que Lelouch les había dejado en la pizzería.
– “Navegando Hacia Bizancio.” – musitó absorta por el relato.
El gato mostró sus colmillos al sonreír. – Era mi preferido, pero más
importante aún, era el único que sabía de memoria.
El cuerpo se deshizo como si hubiera estado hecho de cera; y en su cabeza
postrada a mis pies, los ojos se abrieron desorbitados y agrandó la boca como si
deseara pronunciar sus últimas palabras; luego de eso se fundió con el resto de
los tejidos del cadáver líquido que se desparramaba brilloso y cálido como una
vela que recién comienza a consumirse. Ante mí, tan sólo quedó aquella figura
espectral de color sepia; el hombre de piel obscura y ojos luminosos como el cielo
matinal; el astuto erudito; el poderoso brujo; el virtuoso artista; el amoroso padre y
esposo… descansaba en paz al fin Karandash Kino.
-‐ Mahlenki Dyavol, me temo que ésta ha sido tu última lección. No me queda
nada más por enseñarte. – Enunció con voz profunda y remota. – Sin
importar que poseas los poderes del infierno, del cielo y de la tierra;
recuerda que una vez perdida la claridad de los vivos no somos más que
carne y huesos, animados por el espíritu rencoroso de nuestra propia
consciencia. – Y con eso se desvaneció en el aire, como si todo hubiese
sido producto de una pesadilla; como si él mismo nunca hubiese existido.
… Pero había existido, y continuaría existiendo por siempre en mi memoria
no como el perverso espectro al que me había enfrentado sino como lo que había
sido para mí; mi entrañable maestro. – Do svidaniya, Dorogoy Hozyain! – Me
despedí para siempre de él.
Todo se quedó en silencio cuando él se marchó; el Señorcito Rastelli
permaneció abrazado a la Tía Ilona pues le temía al espectro que había poseído a
Bogie; y la Tía Ilona en cambio lo miraba con la vista perdida, apoyada en los
pequeños hombros de Rudy para ayudarse a levantar, sin lágrimas ni lamentos…
sin expresión. Ni siquiera cuando del suelo brotó una espesa bruma que
súbitamente se descompuso en cientos de espectros deformes; ni siquiera cuando
estos abrieron sus hocicos y revelaron un profundo pozo de fuego; ni siquiera
cuando aquél fuego del infierno devoró la cera sebosa que solía contener al
hombre que amaba… Con la vista recorrió los rostros lívidos y grotescos mientras
engullían el cadáver de su amado esposo, y los observó replegarse de nuevo en
su oscuridad ávidos de placer y con las bocas encendidas de un fuego renovado;
dejando detrás una risa horrorosa que retorció hasta el viento errabundo que
soplaba dentro del castillo.
Cuando se marcharon sentía el pulso de mi sangre en la cabeza; pues el
terror que aquellos monstruos del infierno le inspiraban a los fantasmas sepias que
me rodeaban los hacía latir con una energía desmedida que producía un grave y
fastidioso retumbar en mis tímpanos. – Fuera de aquí. – Les ordené y se alejaron
entre tristes y horrorosos sollozos.
A mis espaldas tan sólo quedó el cuerpo poseído de Bogie y un escalofrío
me recorrió la espina, podía sentir el calor abrasador de su mirada ordenándome
que le diera la cara; pero no lo hice. – Gracias. – Espeté débilmente, pues no
importaba el tiempo que transcurriera, ni las experiencias y el poder que
acumulara, ante él yo siempre quedaba reducido a poco menos que un niñato
asustadizo y estúpido. Y además no podía soportar verlo de ésa manera; no a mi
padre…
Los maliciosos ojos del gato se suavizaron al sonreír afectuosamente. –
Cuando somos niños creemos que nuestros padres vivirán eternamente, y nos
sentimos seguros pues ellos están ahí para protegernos de todos los males del
mundo. Por eso no me importaba si para él yo estaba muerto… la sombra de mi
padre me acompañaba donde quiera que fuera y con eso me bastaba, pero
cuando vi su alma refulgir en los ojos de Bogie… Algo muy dentro de mí rompió a
llorar desconsoladamente; me sentí extraviado y profundamente vulnerable.
-‐ Éstas personas – retumbó la estruendosa voz de mi padre – están dotadas
de un espíritu generoso y una astucia antigua que les permite entender la
naturaleza de lo que eres. Aunque debieran, no te temen hijo mío.
No pude responder nada, no podía quitarme de la cabeza la imagen de mi
padre con el cabello encanecido, sus manos alguna vez fuertes y robustas ahora
huesudas y temblorosas; completamente indefenso en su lecho de muerte con sus
ojos negros empañados con la neblina del tiempo. Respiré hondo, y me volví a
mirarlo.
Había abandonado el cuerpo de Bogie, y ante mí estaba la figura nebulosa
de aquél hombre corpulento; cubierto en una capa de terciopelo rojo; el cabello
negro como la noche le caía a ambos lados de la cara; y la severa expresión de
su rostro se había ensombrecido aún más desde la última vez que lo había visto,
quizás a causa de guardar a mi madre un luto que no le concedía tregua a su
corazón. Sostuvo mi rostro entre sus manos, como solía hacerlo en los tiernos
años de mi infancia mucho antes de que sus crímenes y los de mi abuelo materno
enterraran para siempre en el olvido mi nombre verdadero. – También eres el hijo
de tu madre, nunca te atrevas a olvidarlo. – Enunció como si me profiriera una
maldición, y se desvaneció en el aire, llamando apasionadamente el nombre de mi
madre. Sin nunca haber pronunciado las dos palabras que más añoraba oír de
sus labios…
Me quedé vacío y sin aliento cuando se hubo marchado mi padre; pensé en
Mariano y en lo mucho que le necesitaba en aquellos momentos; pero también
temí por él al imaginarlo atrapado en aquella isla remota, recluido en el enorme y
solitario castillo mirando las horas pasar con cada campanada que sonaba en lo
alto de la torre.
Bogie se plantó ante mí sin decir nada, su frente se contrajo mientras
buscaba las palabras adecuadas para disculparse y para consolarme por la
pérdida de mi padre. Aclaró ruidosamente su garganta produciéndome una súbita
sacudida, como si alguien me hubiese tirado de la cama. – En el funeral de tu
madre, le prometí que cuidaría de ti Lelouch. Sabes que Ariya y yo, nunca hemos
podido concebir y tú... – Un incontrolable temblor se apoderó de su voz, por lo que
se tomó un momento para dominarse y con los ojos empañados continuó. –… Él
me respondió que contaba con ello… Lully, el Señor Castilleja dijo que la
respuesta que tu corazón busca todos los días es: “Más que a nada en el mundo.”
Cerré los ojos un instante, aspiré el aire pesado del salón y a través de las
paredes olí el fragante aroma de las flores silvestres abriéndose paso entre la
escarcha líquida del pavimento; recordé que la primavera había llegado allá
afuera. El verdor de los árboles, el pasto y las nubes moviéndose al ritmo del
viento proveniente del río, la blanca luminiscencia del sol esparciendo la densa
neblina que se arremolinaba en la ciudad durante el invierno… ¡El sol! Coloreando
los cielos y volviéndolo todo a la vida, no podía verlo brillar encerrado en la
oscuridad de ése castillo. Me froté los ojos con las puntas de mis dedos fríos y
levanté la mirada hacia Rudy, la Tía Ilona y Bogie; los tres aguardando
pacientemente recogiéndose en sus propios pensamientos y temores. –
Salgamos de aquí, éste lugar hiede a muerte. – Bramé mientras salía a zancadas
de aquella habitación, resuelto a no volver a pensar en lo acababa de ocurrir allí
nunca más y sin embargo cuando la pesada puerta del castillo se cerró tras de mí,
reí a mis adentros… ¡Con qué cinismo me mentía a mí mismo a veces!
26. LA HERMITAÑA DE LA CABAÑA.
No había nadie en la sala cuando llegamos, pero el fuego de la chimenea
crepitaba fuertemente lo que indicaba que no tardarían en regresar o bien que
habían salido de prisa pues sobre la mesa de la Tía Ilona había un par de cigarros
convertidos en cilindros de cenizas; y un montón de platos con comida servida que
por algún motivo nadie había podido terminar. Sobre la repisa de la chimenea,
habían olvidado apagar la radio, por lo que los espejos de la cabaña vibraban
fuertemente con los violines de “Danse Macabre”. El resto de la compañía estaba
recluida en las habitaciones al fondo del pasillo y aunque sentí a los animales
agitarse en cuanto presintieron mi llegada, nadie salió; Lo cierto es que rara vez lo
hacían. No porque yo se los prohibiera, pero todas las habitaciones eran
espaciosas y la Tía Ilona se había encargado de amueblarlas con la fastuosidad
de un palacio; con coloridas cortinas de tafetán, candelabros que las iluminaban
intensamente, y cada habitación contaba con su propia chimenea y sillones
confortables adosados a las paredes decoradas con floridos tapices; así pues rara
vez tenían necesidad de abandonar la intimidad de sus aposentos; y cada que
llegaban hacerlo –“Disculpa la intrusión amo. Sólo necesito esto… o tan solo
quería hablarte de aquello.” – se excusaban cuando entraban a la sala principal o
bien la cruzaban para dirigirse a la puerta.
Me dejé caer en mi sillón frente al fuego de la chimenea, la Tía Ilona jaló
una de esas sillas con patas de león de su mesa en la cocina y la acomodó en el
centro de la sala; mientras que el señorcito Rastelli tomó asiento a mi lado en el
brazo del sillón y Bogie permaneció de pie, recargado en la repisa de la chimenea
contemplando como estupidizado la lumbre que ardía gracias a la magia de Petrú.
Los tres estábamos abatidos, intentando encontrar palabras con qué llenar aquél
silencio helado.
El Señorcito fue el primero en hablar, dejando afluir toda la musicalidad de
su acento italiano debido a la exaltación que sentía. – Yo sospechaba que él…
pero jamás imaginé… ¿Por qué… cómo se convirtió en eso?
La Tía Ilona le sonrió con dulzura a pesar del sufrimiento que emanaba de
ella y que la hacía sentir dolorida física y mentalmente; ¡Esa bondad suya!, la
hería de formas que yo ni siquiera puedo imaginar. El atardecer dorado de sus
ojos se nubló con las lágrimas que cayeron delicadamente en sus mejillas al
hablar con una forzada inflexión en su voz, pues los recuerdos de su pasado
habían sido removidos de una manera atroz y demasiado cruel para ella; cuya
belleza radicaba en la pureza de su alma, en la perpetua bondad de su expresión
y en la serenidad de sus palabras piadosas y sabias. – Karandash salvó la vida
de nuestro hijo… pero destruyó la mía. – Ella se encogió sutilmente para coger
aire antes de continuar. – Mis ancestros, cuando se rehusaban a servir a la corona
o a un amo que los protegiese, eran ejecutados por servir al demonio o
encerrados por dementes; probablemente algo haya de las dos cosas... – Rió
amargamente. – Pero verán las criaturas como nosotros estamos dotadas de una
sensibilidad tan profundamente arraigada en nuestras venas que aunque sea la
misma fuente que alimenta nuestros poderes, también es el instrumento mismo de
nuestra muerte pues nos ahoga en la locura. – Espetó observándome fijamente. –
Cuando mi esposo murió, algo se rompió adentro mío. No mi corazón, ni mi alma y
mucho menos mi cordura; pero la vida me consumía. No soportaba el roce de mi
propio hijo; de sus deditos regordetes enredándose en mi cabello, su risa
cantarina, sus oraciones por el eterno descanso de su amado padre; todo cuanto
él hacía me hastiaba… y yo sufría porque bien sabía que aquello que crecía y me
corroía las entrañas no era otra cosa que el odio desmedido que me inspiraba su
mera existencia. “Debiste ser tú”, le murmuraba al oído cuando lo arropaba en las
noches. – El dolor en sus ojos se intensificó al grado en que su relato pronto se
convirtió en un sollozo desgarrador. –…Tanto por su bien como por el mío, lo
entregué a sus abuelos, sabiendo que ellos le darían todo el amor que yo jamás
podría. – Dijo al señalar con su mano temblorosa uno de los tantos espejos que
colgaban de las paredes de la cabaña, y cuando posó su dedo sobre el cristal,
éste se volvió líquido y las ondas plateadas se propagaron hacia todos los otros
espejos hasta que pronto toda la pared parecía un lago metálico y brillante en el
que lentamente se dibujaba el mural de un frondoso bosque en las afueras de la
ciudad, cercado por una densa bruma y fango. Las hojas de los árboles se
sacudían con los aullidos de los lobos que lindaban el riachuelo cristalino, y del
aire fantasmal que emanaba de un chiquillo de cabellos rojos que jugueteaba con
los lobos como si se tratase de una camada de cachorros. Las bestias lo querían
pues brincoteaban entorno suyo para hacerlo reír, y cuando lo hacía todo el
bosque parecía exhalar un suspiro. Pude ver que había magia en la sangre de esa
inocente criatura; una magia que había encantado aquél bosque sombrío.
Descendiendo al ras del riachuelo, se distinguía la silueta de un hombre mayor,
con la espalda ancha pero encorvada; apartó gentilmente a los lobos que se
encaramaban a su nieto y lo tomó de la manita para guiarlo cuesta arriba.
La imagen se desvaneció como un sueño. Ella había estado tan
profundamente inmersa en aquellos recuerdos que destellaban en sus lágrimas y
sin embargo mientras miraba a aquél chiquillo su dolor cicatrizaba
momentáneamente. Cuando el cristal en el espejo se hubo endurecido por
completo, ella volvió a mirarnos con los ojos humillados y el rostro liso,
ensombrecido por una sonrisa fría, y de alguna manera, a la vez rebosante de
paz.
-‐ ¿Usted lo trajo de regreso? – Demandó saber Bogie, impaciente e
indiferente al sufrimiento de ella.
Por respuesta un leve asentimiento. – ¿Cómo librarme de él? Tomara la
forma que tomara, por siniestra y perversa que ésta fuera, para mí él siempre
sería mi compañero de toda la vida; mi espíritu amado y entrañable… Mi esposo.
Sabía que lo consumiría la misma envidia que poseen todos los fantasmas; las
ansias del calor de la sangre, la musicalidad de las palabras, y sobre todo, de
carne y huesos que habitar. Cuando lo restituí a éste mundo, el cadáver de
Karandash no era más que un espectador multiforme y atroz; y los celos de todo lo
que rebosaba de vida lo llevó a alimentarse de cualquier fuente de magia que
lograra mantenerlo unido a ese recipiente de carne que contenía su alma
endemoniada. ¡Y yo tan estúpida me ofrecí como su banquete funerario!
-‐ Hasta que ya no fue suficiente. – Intervino de nuevo Bogie.
El semblante de la Tía Ilona se contrajo al resentir la acusación implícita en
las palabras secas y ásperas de Bogie, entonces, de improviso se inclinó hacia
mí, y sus manos acunaron mi rostro. – Tú le diste paz. El azar quiso que llegaras
a nosotros para que tu poder lo atrajera lejos de su fortaleza… Pero, al igual que
todos los espíritus, se sintió demasiado fascinado por ti; por la fragilidad de tu
conciencia, por tu pasión, por la estética de tu malignidad, y la inocencia que tu
juventud te permite conservar pese a la oscuridad que acecha a tu alma. Y porque
fue capaz de compadecerse de tu lacerado corazón, el humano, el mortal que
solía ser vivió una vez más para vencer al fantasma insidioso en que se había
transformado… ¿Lamento lo sucedido en éste día? – Dijo mirando de reojo a
Bogie – en lo absoluto. Sin embargo, cargaste con un peso que debió ser sólo
mío; y por ello te estaré eternamente agradecida Lelouch Castilleja.
Tomé sus manos entre las mías y las besé afectuosamente. Nuestras
castas sin duda alguna estaban malditas, porque nuestra herencia de sangre nos
hace un baladí de la vida, un error de la naturaleza, algo funesto que no tiene
cabida en un mundo de ciencia, máquinas, guerras y ecuaciones; pues desde que
nacemos estamos más cerca de los muertos que de los vivos. Encarnamos la
cruel “jugarreta del diablo”.
En aquellas lágrimas que ella derramó, me develó el misterio de ésa
magnífica cabaña; cuyas paredes y espejos erigían una espiral vertiginosa de
tiempos que ignoraban el espacio hasta convertirlo en un laberinto sin principio ni
final. Con su silencio entendí el enigma que yo no perdía de vista, por fascinante y
absorbente que fuese la magia de Karandash o las palabras de la Tía Ilona.
El gato echó ambas orejas hacia atrás y mostró sus colmillos sonriendo
maliciosamente. – ¡Con qué clase y dignidad, me enseñaron éstos maestros míos
los caminos del infierno!
El anciano Luca se frotó las manos temblorosas y ladeó la cabeza para
mirar más de cerca la expresión malévola de aquél felino. Mientras que Elena en
cambio, cerró los ojos asimilando por un momento lo que Lully acababa de
develarles. – Tú eres lo mismo que Karandash ¿No es así? – Musitó Elena con
voz trémula.
-‐ Es más que eso. – Intervino Luca. – Porque Karandash estaba atado a su
tumba, pero tú eres un vagabundo; deambulas a tu voluntad sin ningún tipo
de atadura… ¡La Castilleja! – exclamó de pronto respirando con dificultad. –
¡De eso se trata! Ésa villa fantasmal está devorando a los vivos, o mejor
dicho, el tiempo de los vivos que pasan cerca de la ciénaga. Fue eso lo que
pasó con Ékster ¿Verdad? – Preguntó compungido, al recordar las lenguas
de fuego que abrasaron la madera astillada de ése trágico cuerpo.
El felino asintió tranquilamente. – Recuerden que no sólo se trata del tiempo
de los muertos sino del de los vivos. Ékster me concedió el tiempo suficiente para
ayudarlos a vencer a Petrú, con la esperanza de así concedernos a ambos el
sueño perpetuo que ni el infierno ni la tierra son capaces de quebrantar.
Elena posó su mano en el lomo del gato y lo acarició suavemente. – Dinos,
¿Cómo descubriste el secreto de la cabaña?
Lelouch saltó al hombro de Elena. – Veamos, creo que sucedió al cerrar mis
ojos. – Dijo el gato pensativo mientras de nuevo se sumergía en el pantano de sus
memorias. – Porque al abrirlos, miré aquél hogar nuestro con mis ojos de
demonio; el resplandor plateado que manaba de ellos chocó con todos los espejos
que tapizaban las paredes y develó un mundo sin contornos ni formas definidas.
Comprendí entonces, que la cabaña era un refugio sombrío y solitario donde la Tía
Ilona se escondía del mundo que tanto la afligía; un mundo donde su esposo no
vivía más, un mundo donde los seres mágicos como ella eran temidos y muertos
por la misma gente que ella había salvado en más de una ocasión, un mundo en
el que podría asesinar a su amado hijo si de pronto su sangre bullía con la locura
que corrompía a los de nuestro linaje.
Los espejos temblaron con mi imagen y estallaron en miles de pedazos que
se quedaron flotando en el aire como filosas gotas de lluvia, desde afuera oí un
rugido potente y crepitante que surgió del bosque que conciliaba a la cabaña y
cuando me volví a las ventanas, las ramas secas de los árboles altos y verdes se
oscilaban como lo harían durante una tormenta, y las raíces se movían como
tentáculos emergiendo de la tierra con insusitada velocidad. Quizá haya sido cosa
mía, pero en aquél momento me sentí atrapado por un futuro eterno y capaz de
existir tan sólo en las sombras, donde la desesperación y la muerte estaban
dotadas de un nuevo tipo de belleza siniestra y sensual; y la vida carecía de valor
alguno precisamente porque no tenía límites y todo en ella era inmortal, pues lo
que ha muerto una vez no es recuerdo ni palabra, es sencillamente nada. Y eso
era precisamente aquella cabaña embrujada: nada.
Una voz llamó mi nombre, una delicada palma en mi hombro, y después
una súbita confusión me sacudió. Parpadeé y fue como si despertara de pronto,
advertí que me había olvidado de sentir angustia durante el instante que duró
aquella epifanía. La Tía Ilona me miraba fijamente con una leve sonrisa
bailoteando en la comisura de sus labios; con ella me dejaba saber que se
quedaría en Smolensk para velar por la criatura de cabellos ensortijados y rojos
como los de ella.
-‐ ¿Qué haré sin usted Ilona? – Pregunté al tiempo que besaba la mano que
descansaba en mi hombro.
Debo admitir que yo mismo me asombré de aquella mezcolanza de
sentimientos, pues sabía que había descubierto algo que me haría poderoso como
ningún otro gitano o hechicero, pero a momentos más que otra cosa anhelaba el
ser tan sólo un chico de dieciséis años en busca de hacer de sus sueños una
realidad: Crear un circo cuyo mito se extendiera por toda Europa y el resto del
mundo; amazar una riqueza que superara la de mi padre para al fin obtener su
respeto y su aprobación; acoger bajo mi ala a Mariano, Gitano y desde luego a las
hermanas Sunce; y formar una vida a lado de mi amada Petrushka… pero había
tanto que desconocía, y tantas cosas que escapaban de mi control… Y el
transcurso de los días puede hacer tantos estragos en el camino que nos
trazamos que al final, el cómo y porqué llegamos ahí nos resulta un misterio tan
enloquecedor que únicamente podemos escapar en el consuelo de nuestra propia
ignorancia.
La Tía Ilona levantó su mano y acomodó un mechón de cabello que caía
desordenadamente sobre mi frente con la más dulce expresión en su semblante,
sus labios se entreabrieron y añoré con toda mi alma oír ésa voz suya; cristalina y
tan modulada que a veces se me figuraba el eco de una sinfonía despiadada y
misteriosamente silenciosa; pero para mi desgracia en aquel momento la puerta
se abrió intempestivamente, y entró Petrú acompañada de Emil, Irina, y Ariya.
Todos ellos respiraban apuradamente, y se quedaron parados en la entrada
mIrándome consternados, con el rostro pálido y los ojos vidriosos. Petrú estrujaba
entre sus manos la carta que había ido a recoger a la estación ferroviaria; pude
ver en los dobleces que la había leído tantas veces que al momento en que me la
entregó había quedado reducida a un pedazo de papel amarillento y arrugado.
Pero su aspecto era lo de menos, porque lo que verdaderamente importaba eran
las palabras que contenía.
Con expresión solemne y recia Petrú la depositó en mis manos; desdoblé la
hoja y reconocí de inmediato la escritura elegante y juvenil de Mariano, la tinta
estaba corrida en los bordes izquierdos y supe entonces que había llorado
mientras elegía las palabras para comunicarme que nuestro padre había fallecido.
“Hermano, no existen palabras suficientes en el universo para expresarte el
orgullo que me ha henchido el alma al ver los recortes de periódico que enviaste
en tu última carta. La Señora Reimei tuvo la gentileza de traducirnos a Gitano y a
mí esos extravagantes jeroglíficos rusos, y parece ser que han armado todo un
jaleo en esas tierras de nieve. “¡Brujos y demonios!”, “El bello monstruo del
Pygmalion”… ¡Si que la has armado buena ésta vez! La Señora Reimei me ha
encomendado aconsejarte que más te valdría un poco de discreción, he cumplido
con mi palabra, pero sé bien que es inútil ¿Verdad? Yo veo, sólo a veces, el
mundo como tú y nuestro padre lo conciben pero permanezco a la orilla; callado y
firme como un árbol porque aunque he tratado, no soy tan fuerte como ustedes; no
tengo espinas ni veneno con qué defenderme. Mi alma se hiela al contemplar el
mar inmenso de La Castilleja, sus aguas plateadas me agitan y le temo a la luna
que se pasea detrás de las nubes y de nuestro castillo, el reloj marca sus horas y
ella tan blanca y brillante pareciera burlarse de la aguja que hace repicar las
campanas de la torre… “¡Escuchad es el corazón de tu hermano!”, exclamó
nuestro padre antes de caer inconsciente sobre el piso de mármol negro y blanco
que tanto detestas. Hace meses que no era capaz de articular palabra o de
moverse, pues la muerte lo traicionó de manera cruel y violenta. Comenzó con
simples dolores de cabeza y mareos, hasta que una mañana el lado izquierdo de
su cuerpo se quedó inmóvil como una marioneta cuyos hilos hubiesen sido
cortados por algún malvado juguetero. Su voz potente se apagó entre mugidos y
carrasperas, su imponente figura se encogió sobre una columna torcida y débil.
Sin embargo, esa última noche, cuando las campanas trinaron en los fríos muros
del castillo; la calma rota lo estremeció y sus ojos fieros se abrieron de par en par;
“¡Escuchad es el corazón de tu hermano!” bramó como solía hacerlo antes,
cuando te escabullías del taller para ir a danzar entre gitanos.
El servicio fúnebre tendrá lugar ésta misma tarde, no espero que te presentes, ni
siquiera sé si estarás ahí para cuando ésta carta alcance su destino. Pero aún así
me despido de ti hermano, ahora nuestros padres viven para siempre tendidos en
estas tierras; y tu corazón aguarda por tu retorno, sacudiendo las olas y la arena
con su perversa resonancia al repicar… ¿La sientes dentro de ti Lully? ¿Oyes a la
campana cuando tañe salvajemente en tu pecho? Porque yo no puedo, ya no
más.
Me marcho con Maya, no me preguntes a dónde porque yo mismo lo desconozco.
Adiós, hermano. ”
Cuando terminé de leer la carta, me recliné en el sillón y meneé la cabeza,
pues no tenía idea de qué hacer o decir. Permanecí ahí sentado un buen rato con
la vista perdida y un brazo apoyado en el del Señorcito Rastelli, quien no se había
despegado de mí en toda la mañana.
-‐ Lamentamos mucho tu pérdida Lelouch. – Espetó Emil, al tiempo que
encendía nerviosamente un cigarrillo, temeroso quizás de que fuera a
desmoronarme de un momento a otro. Pero curiosamente sucedió
exactamente lo contrario; pues mientras leía la carta de Mariano, el
torbellino de preocupaciones que se había formado en mi cabeza
lentamente se fue disipando.
Por un lado tenía la certeza de que Maya, esa hermosa fierecilla con ojos
de avellana mantendría a mi hermano a salvo de todos los males de ésta tierra; y
por el otro; sentía la sangre de mi padre replegándose dentro de mí con toda su
crueldad y poderío. Así pues, comprendí que jamás estaría verdaderamente
abandonado, no en tanto la magia del “Cuervo Negro” corriera por mis venas.
Eché la cabeza hacia atrás y comencé a reír inconteniblemente. – No tienes
porque, Emil. – Repliqué ufanamente, sin lograr que las carcajadas cesaran. ¡Qué
terrible debí de parecerles a todos ellos, en aquél instante! Ellos que me miraban
con tal compasión y congoja, que habían salido presurosos a buscarme en cuanto
Petrú hubo regresado de la estación con la noticia de que mi padre había fallecido.
Pero por otra parte me consuela el pensar que quizás mi padre había tenido razón
al decir que ellos eran incapaces de temerme, y tal vez haya sido ése el motivo
por el que reaccionaron como lo hicieron.
-‐ Lelouch ¿Estás bien? – Inquirió el señorcito Rastelli, con la voz temblorosa
a causa de los nervios que mi súbito ataque de risa le provocaban. –
¡Ustedes dos, no se queden mirando! – Les gritó histérico a Irina y Emil;
mitad en ruso, mitad en italiano. – ¡Cojan las hierbas de la cocina y
prepárenle una infusión, antes de que pierda la cabeza por completo!
-‐ ¡Eso es, una infusión! – Le secundó de pronto Ariya, al tiempo que los
empujaba fuera de la cocina para que no le estorbaran, mientras que ella se
ocupaba en mezclar manojos de raíces y otras sustancias malolientes
dentro de una olla de agua hirviendo.
Toda la escena se me antojaba insoportablemente risible, y sin importar lo
mucho que lo intentara me era imposible el contenerme, de modo que mis
risotadas se tornaron cada vez más graves y estridentes; lo cual he de confesar
fue toda una tragedia pues la tristeza que embargaba a mi corazón era
sencillamente desoladora. Pero, verán, el asunto es que jamás he podido llorar; no
importa que tan honda sea mi desesperación o desgarradora se torne mi
desolación, es precisamente en esos momentos cuando más me rio; el porqué es
hasta el día de hoy es un auténtico misterio para mí.
En fin, los espasmos de risa seca terminaron por doblarme en el sillón,
cuando de pronto, Petrú se hincó frente a mí; acunó mi rostro entre sus finas
manos y estrechó sus labios contra los míos con la más tierna delicia. – No penes
amor mío, sabes bien que lloraré por ambos.
Dejé de reírme, y me maravillé de la infantil malevolencia que iluminaba ese
par de ojos dorados; y de la serenidad que me colmaba al mirarlos. La dulce
rendición con que me besaba, de lo delicada y hermosa que lucía al contemplarme
con semejante adoración, y sobre todo, de la frialdad en el timbre de su voz al
profesarme su amor. ¿Cómo podría yo haber adivinado su mentira? , cuando para
mí, todo aquello formaba parte de la calidad remota de su amor.
La estreché entre mis brazos y besé con avidez su travieso cabello maple, y
de nuevo me embargó la terrible sensación de soledad que me atacaba cada vez
que la estrechaba contra mí, cada vez que luchaba para retenerla, para
mantenerla mía y no permitir que nunca se fuera. Ella mi Petrú, mi mal amada
soledad. Y por sobre sus pequeños hombros, miré a la Tía Ilona, de pie en el
centro de la sala debajo del gran candelabro que la decoraba, inmóvil y como
siempre mortalmente silenciosa. Ella entendía, ella sabía, pero su infinita piedad la
compelió a no pronunciar palabra; y sin embargo, así en silencio comprendí en
toda su magnitud la tragedia que culminaría con toda seguridad en mi muerte. –
“He elegido.” – Moví mis labios sin emitir sonido alguno, y en respuesta la Tía
Ilona llenó con vodka un tarro de porcelana y lo alzó gritando como nunca lo había
hecho durante el tiempo que permanecimos bajo su techo: “"¡Daj Bog nev
poslednij raz!".
-‐ “Por que con la ayuda de Dios, no sea esta la última vez que bebamos
juntos” – Sonrió amargamente el felino. – Aún hoy, me asombro de su
turbio sentido del humor; porque ella sabía que incluso con toda la
magnificencia de su poder, nada podría hacer para romper la maldición que
pesaba sobre mí. Y eso, era precisamente lo que al final había conducido a
Karandash a la desesperanza y a la locura. Pese a sus enseñanzas, a la
magia, a los conjuros, a los espíritus y demonios que me adoraban; nada
podría cambiar el fatal destino de su entrañable pupilo.
Entre el choque de los tarros de vodka y Kvas que encandilaron nuestras
mentes y las melancólicas canciones que impregnaban el aire , les informé que
tanto Karandash como la Tía Ilona nos abandonaban para permanecer en su
amada tierra, Smolensk. Asaltados por la súbita noticia, Emil e Irina, me
contemplaron atónitos y dejaron caer sus tarros ruidosamente sobre el
esplendoroso piano plateado; en un primer instante me sentí enfurecido de que
aquel espléndido obsequio hubiese sido arruinado por semejante torpeza, pero
afortunadamente todos mis sentidos estaban demasiado ebrios de alcohol y del
placer que los besos de mi Petrushka me procuraban, como para hacer nada al
respecto; por lo que fue el Señorcito Rudy Rastelli quien con absoluta compostura
confortó a sus compañeros. – El Maestro nos ha otorgado la libertad para elegir
como mejor nos plazca, – Les mintió con el más fresco decoro. – pero nos
advierte que no somos más bienvenidos en los muros de su castillo. Por tanto, lo
elijo a él. – Me señaló con la cabeza, encogiendo los hombros
despreocupadamente.
Irina y Emil, echaron de pronto un vistazo a mis ropas dañadas y
manchadas con sangre seca y rápidamente intercambiaron miradas; si llegaron a
sospechar o temer por el patético destino de su maestro, lo cierto es que jamás lo
demostraron; y con un apasionado beso parecieron acordar que les daba lo mismo
en tanto permanecieran juntos. Lo que debo decir puso en ridículo la desmedida
preocupación que había embargado al señorcito Rastelli unas horas antes.
Pienso, que sencillamente todos estábamos demasiado solos y la necesidad de
nuestra compañía era más atroz de lo que nos gustaba admitir, quizás ahora
mientras les cuento la historia de mi muerte les parezca misterioso; pero en ése
entonces lo que conducía nuestros destinos era algo fundamentalmente básico y
posiblemente el rastro más humano que poseo; pues más que el afecto podría
decirse con seguridad que nos unía el miedo a la espantosa soledad. ¡Éramos
almas encadenadas! Sin embargo, supongo que al menos en ése sentido, éramos
una familia tan normal como cualquier otra.
Pues bien, aquella última tarde se deslizó de nuestras manos como un
sueño febril y demencialmente romántico, en el que el tiempo se había encorvado
en sí mismo tan sólo para beneplácito nuestro; y lentamente la cálida luz amarilla
que inundaba la cabaña pereció cuando la luna lo hubo envuelto todo bajo su
pálida sombra. La noche voraz, entonó todas sus canciones en mi oído y me
despojó cruelmente de aquel delicioso sopor.
Partimos como una interminable caravana de gitanos, resguardados por el
encanto de un colorido desfile de bestias enjauladas, saltimbanquis, gruñidos,
dulces, globos, música y magia. La inhóspita cabaña asentada en la colina
surcada por árboles que figuraban míticos guardianes del bosque, quedaba cada
vez más tras nosotros con cada paso que andábamos; y la grácil figura de
cabellos escarlata nos observó partir desde la cima agitando su mano en un tierno
gesto de despedida. Pero cuando me volví para contemplarla por última vez, no
había nada más que la espesa negrura recubierta por helechos y ramas secas;
parecía que el tiempo y el olvido hubiesen erigido una muralla impenetrable
entorno de la vieja cabaña; sin embargo estaba completamente borracho, así que
bien pudo tratarse de mi imaginación jugándome una mala pasada.
Al darme la vuelta, murmuré lo único que me quedaba por decir; – “Adiós” –
y el bosque rugió estruendosamente al agitarse con el viento nocturno de la recién
nacida primavera.
27. EL GATO.
El felino suspiró, recostó la cabeza en el cuello de Elena y con la
expresión templada reparó en las paredes metálicas que crujían al plegarse
ruidosamente entorno de los peldaños de las escaleras; como si la torre misma lo
apremiara a terminar su historia.
-‐ No hay tiempo que perder. – Resonó de pronto la voz de Elena, con su
peculiar tono brusco, y a la vez, tierna y acogedora. Lully, se le quedó
mirando como si no entendiera las palabras que provenían de ella, no podía
evitarlo, le fascinaba mirarla. Su encantadora naricilla respingada, los
enormes ojos marrón tan expresivos y firmes; el porte altivo de su cabeza
alborotada; las frases dichas con tal dulzura que bailoteaban en el aire
siempre que ella hablaba; y lo que más lo embelesaba eran los hoyuelos
que adornaban su boca al hablar; que le parecían más bien traviesos en
vez de sensuales, como los de ella.
-‐ Tienes que proseguir con tu relato, Lully. – Le secundó Luca. Y asombrado,
el gato sacudió los bigotes. Le resultaba admirable que pese; a las rodillas
flacas, las manos marchitas, las mejillas consumidas, el pelo canoso, y la
terrible voz cazcarrienta; aún podía entrever la expresión infantil conciliada
en ése rostro estriado. ¡Por eso lo había elegido a él, en vez del abuelo!
Porque éste, poseía el talante apacible de los ancianos y sin embargo no
perdía jamás de vista el refulgir infantil del mundo que lo rodeaba; sin
saberlo el chiquillo de gafas había sido bendecido con lo mejor de ambos
mundos: La sabiduría paciente y sosegada de los viejos; y el apetito voraz
que por su juventud le correspondía casi por decreto divino.
Al principio, el minino se mantuvo a lado del chico por simple y vulgar
curiosidad pues le entretenían sus juegos de infante que hacían de sus días toda
una aventura, y la magia que corría por las venas del chiquillo le despertó un vivo
interés; además su compañía no le resultaba del todo desagradable. En silencio lo
observó crecer atento al mundo pero distante de las personas que habitaban en el,
y supo entonces que ése niño sufría el “mal de los soñadores”, como él mismo lo
había padecido en vida pero éste lo sufría quizás con menor pasión y no con la
misma violencia… y tan sólo por eso le quiso desde el primer momento.
Si existía alguien en el mundo capaz de brindarle algún consuelo al
desdichado gato, ése era el pequeño Luca. Con su costumbre de sentarse al pie
de la mecedora del abuelo, con los ojos bien abiertos mientras escuchaba
atentamente las historias del payaso y la bailarina del “Circo Pygmalion”, al tiempo
que acariciaba el lomo de su mascota “Espanto”; como si tratara de infundirle
ánimos. Y él aceptaba la dócil caricia del niño de buena gana porque le permitía
olvidarse de que ésa soledad tan suya y secreta, ya no tenía cabida en éste
mundo donde lo muerto pertenece al olvido. – “Será un buen amigo y un alumno
paciente… Él lo logrará.” –, creía entonces el felino al ronronear afectuosamente, y
lo seguía creyendo ahora. ¡Con que desesperación necesitaba creerlo!
Lelouch siguió mirándolos y luego arqueó la espalda sobresaltado como
si acabara de despertarse de un largo sueño, entonces Elena y el joven escritor se
miraron discretamente, temerosos de que Lully ya no se hallara dentro del cuerpo
del gato “Espanto”. – ¿Lelouch? – Preguntaron vacilantes al unísono.
El gato maulló para ahuyentar los recuerdos que bullían en su interior y
su pelaje gris se erizó al darse cuenta de que ya la noche se había gastado, y de
que el tiempo mentiroso y embustero como era en La Castilleja; jamás sería
eterno. – Al contrario, no debo proseguir sino terminar. Porque mi tiempo es uno
de cenizas y arena, es el tiempo de los muertos. – Dijo mostrando sus colmillos al
sonreír maliciosamente, no el gato, sino Lelouch.
28. LA TORRE.
Así pues completé mi extraña educación como artista y brujo, – reinició
Lelouch su relato – y aunque en un principio seguí el camino trazado por mis dos
maestros, lo cierto es que abandonar Smolensk fue tanto como salir de una
burbuja de cristal hacia un jardín salvaje del que no sabía nada. En ésa época la
estricta reforma del circo ruso hacían de los repertorios un decreto gubernamental,
pero también proveyeron a los artistas estatales con los mismos privilegios que un
respetable bailarín del Bolshois, mientras que nosotros, donde quiera que
fuésemos nos consideraban apenas unos skomoroji (artistas ambulantes, Elena) –
agregó rápidamente en cuanto la vio arrugar el ceño – o incluso renegados. Y mi
fiel caravana de genios circenses tenían necesidad de dinero y comida, ¿Qué
podía significar para ellos los artificios de los demonios y muertos, cuando no
tenían qué llevarse a la boca? ¿Qué les importaba si su patrón dominaba los
arcanos del tiempo y el espacio, si no les proveía de los lujos y riquezas que les
había prometido? Con todo, la voz de los prodigios y milagros que se
presenciaban bajo nuestra carpa se corrió rápidamente en los pueblos, hasta que
llegó a oídos de algunos de los líderes y poderosos de la época que con un
chasquido suyo podrían destruir el sueño que apenas empezaba a tomar forma.
Pués bien, no tuve más remedio que echar mano de mis extraordinarias dotes de
destreza e imaginación, así como de mi absoluta falta de escrúpulos, para
hacernos de más vagones de circo, alimento para los animales, y reclutar nuevos
“inversionistas”; porque recuerden que Irina y Emil eran habilidosos lanza
cuchillos, y en cuanto a mí ¿No habrán olvidado el motivo por el que mi familia
huyó a La Castilleja en primer lugar, verdad?... Lean entre líneas, mis queridos
jóvenes. – Ronroneó maliciosamente Lelouch – Para ganarnos el favor de
nuestros reticentes inversionistas, hubimos que mancharnos las manos con la
sangre de más de un supuesto “enemigo político”. Fueron tiempos oscuros ese
par de meses en que fiel a la tradición de los “Hijos de la Luna”, tuve que servir
bajo las ordenes de un “amo” para asegurar mi sobrevivencia. Sin embargo, bien
valieron la pena cuando mi Petrushka sonreía complacida ante una multitud que
adoraba verla bailar, y cuando al fin hice de mis sueños una realidad… Aunque
mejor será no preguntar qué fue de aquellos inversores que se rehusaron a pagar
su cuota.
Atravesamos Rusia, donde gracias a mi reputación como el perverso y
sanguinario “Dyavol Glaza” del Pygmalion, hice y deshice a mi voluntad. Hasta
que poco después juzgué que ya habíamos exprimido todo cuanto el circo ruso
tenía que ofrecernos, y nos pusimos en marcha de nueva cuenta para recorrer
Europa entera. Para entonces ya tenía suficiente dinero para retribuirle a Don
Julián su vasta generosidad y para prescindir de los favores de cualquier mayoral;
y en el camino muchos otros prodigios circenses se sumaron a nuestra compañía;
de tal suerte que llegado un punto, incluso nuestro campamento resultaba un
espejismo nocturno a los habitantes de cada ciudad a la que llegábamos; y
nuestro breve paso por Asia tampoco pasó del todo desapercibido, pues a todos
fascinaba mi enfoque teatral y la deliciosa malicia del “Payaso Piérrot” que los
invitaba a participar en aquél coliseo encantado. Cuando al concluir la gira
decidimos regresar a ésa tierra glacial y legendaria que había engendrado mi
visión fantasiosa y mágica del Pygmalion, más que un circo, éramos una
megalópolis ambulante.Tramoyistas chinos, turcos, rusos, europeos, indios,
japoneses; en conjunto con las más exóticas especies de animales que habíamos
adquirido durante el viaje; nos conferían un aire de fastuosidad y misticismo que
ningún otro circo poseía.
¡Y vaya que me aseguré de que el “Pygmalion” causara una impresión
en las memorias de todos los que presenciaran nuestro retorno triunfal! A nuestra
llegada le precedió; un desfile faraónico de las casi cuatrocientas bestias que
conformaban ya para ése entonces nuestra arca; los saltimbanquis, magos,
tragafuegos, payasos, malabaristas y músicos recorrieron las calles de San
Petersburgo como si de demonios que esparcen locura en las calles se trataran (Y
he de ser honesto, si invoqué a unos cuantos). Pero ni aunque hubiese conjurado
a todos los muertos de sus tumbas para acompañar a Petrú al son de las sinfonías
que bailaba en puntillas de manera tan magistral, hubieran conseguido el mismo
efecto hipnotizante que los globos aerostáticos que encabezaban la frenética
caravana ejercían en las personas.
La primera vez que se me ocurrió aquella idea al llegar a Viena, la
finalidad era meramente comercial; los globos anunciarían las futuras funciones y
captarían el interés del público; no fue hasta después (como todo en mi vida) que
derivó en un capricho; pues Petrú y yo, viajábamos siempre juntos como un par de
emperadores que gustaban de saludar a su séquito desde las alturas. ¡Que
estimulante era el ver a la multitud elevando sus cabezas hacia el cielo como si
contemplasen la llegada de un dios mágico y colorido! … y con todo eso, el
montaje de mi “pequeña ciudad circense” era lo que todos aguardaban con más
ansias.
La cabaña de la Tía Ilona era un truco barato; en comparación con el
palacio que mi magia, y mi naturaleza artística y desde siempre retozona; erigieron
ante la vista maravillada y aterrorizada del público. Un pedazo viejo de lona, una
gota de sangre, y un verso de palabras cuidadosamente elegidas y permutadas en
el trasfondo de mi retorcida alma de gitano; bastaban para que mi diabólica caja
de sorpresas emergiera de las entrañas del tiempo y el espacio donde el sueño y
la muerte se convergen en la misma cosa. Cuando la carpa del circo se
desplegaba, se encontraban a sí mismos atrapados en un laberinto de espejismos,
terrores y fantasías; inconscientes los desgraciados de que al menos por el lapso
que durase el espectáculo; sus almas me pertenecían. Y no por obra del hechizo
que daba vida al Circo Pygmalion, sino porque ellos voluntariamente se
entregaban a mí, o mejor dicho al “Payaso Pierrot”. El espectáculo denso y
obscuro, la música intensa que resonaba en la arena y sacudía la carpa, los
diseños estridentes de los personajes y el escenario, los temerarios números
acrobáticos que rayaban en la demencia; cada elemento que conformaba al
Pygmalion era una manifestación de mis sueños más ambiciosos y alocados; era
una especie de tregua ¿Saben?; ellos me entregaban los sueños de sus almas y a
cambio yo los hacía realidad. Los envolvía la súbita sensación de que si
abandonaban la carpa sus cuerpos no lo resistirían, pues el imprevisible y
malévolo amo del Pygmalion los atraparía para siempre en su mundo. ¡Hasta que
ella hacía su aparición en la pista!
Imagínenla; en medio de aquella sobria estructura y la atmósfera
espectral, acompañada por los seres de sepia que yo invocaba para que danzaran
con ella; acorralada por esos coloridos filósofos de lo absurdo que hacen del
mundo un circo; asediada por extrañas criaturas ataviadas en trajes de plumas y
encaje que revoloteaban sobre de ella haciendo malabares; y ella inmóvil con un
sencillo vestido vaporoso cargada de sensualidad y belleza. Una dulce muñeca de
porcelana, cuyos movimientos frágiles y melancólicos nos remontaban a un reino
que celebraba la vida y exaltaba la juventud. Se deslizaba encantadora y etérea,
aunque transpirando un tinte de maldad remota, transformando el obscuro
escenario en un sueño apacible y níveo; que al fin apaciguaba el alma
atormentada de Piérrot. Cuando ambos bailaban, las sombras eran sustituidas por
espejos brillantes que iluminaban la carpa entera como si de un enorme sol se
tratase, y entonces el amor de ambos estallaba en un canto dichoso y añorante
de felicidad. Las bestias descendían de numerosas rampas apostadas en el
escenario, y cuando los tambores daban el último redoble, la oscuridad lo
devoraba todo. Entonces desde sus butacas, la audiencia extasiada oiría la risa
misteriosa del Payaso Piérrot, que rápidamente degeneraba en un idioma
ininteligible y errático que tan sólo los muertos podían comprender, y cuando el
silencio se imponía a la oscuridad… El sueño terminaba. El Pygmalion, volvía a
ser una simple carpa circular, un circo común y corriente; pero aún así, cuando
todos los artistas reverenciábamos a la audiencia; el clamor se tornaba
ensordecedor. Los gritos eran espasmos de alegría y aprensión, seguros de lo que
habían presenciado y a la vez intentando por todos los medios que su razón les
proporcionaba convencerse de que todo había sido tan sólo una ilusión… y sin
embargo, cuando las manos deformes y gélidas de las criaturas de azufre los
acariciaban y besaban sus nucas; lo sabían.
Cada noche el público se deshacía en violentos clamores de adoración
hacia Petrú y Piérrot, sollozaban y desfallecían en sus asientos al presenciar los
obscuros prodigios que Piérrot llevaba a cabo en la pista, los cuales variaban
según mi humor. Podían ser inocentes y hermosos, como cuando me apetecía
atrapar el cielo negro en el techo de la carpa para que las estrellas plateadas de la
noche resplandecieran juguetonamente entre las elevadas cabezas de los
zanquistas, o cuando transmutaba la arena de la pista en un polvo cristalino que
lo cubría todo de enormes fragmentos de hielo y llovían espesos copos de nieve
que tanto adultos como niños devoraban con singular alegría; sin embargo a
veces se me apetecía divertirme un poco, entonces mis ojos relampagueaban con
su malévola luz plateada y conjuraban las visiones más horripilantes; fatídicos
espíritus sedientos de sangre arrastrándose ruidosamente desde el centro de la
pista hasta los pies de la audiencia, caballos y tigres a los que forzaba a refugiar
múltiples demonios en su interior tan sólo para oírles gemir estruendosamente
mientras que intentaban lastimosamente articular violentas maldiciones dirigidas al
público ; y mi favorita; el momento en que un par de payasos llevaban a rastras un
espejo viejo y resquebrajado, tan común como el que más, y naturalmente la
gente escéptica e impaciente daba rienda suelta a los abucheos; hasta que el
Payaso Piérrot señalaba con la punta de su elegante bastón plateado a un pobre
diablo de entre la audiencia, y lo invitaba a vislumbrar su futuro y su muerte en la
superficie fría y cristalina… En el mejor de los casos se quedaban ciegos o locos,
y en el peor, pues bien, ¿Querían conocer su muerte, no? En el Pygmalion, el
público obtenía todo cuanto deseaba.
Pronto el espectáculo atrajo la curiosidad de la “flor y nata” de Rusia al
espectáculo y de los críticos más importantes de la época; los primeros; ávidos por
conocernos y satisfacer su morbo, nos compraban regalos, nos ofrecían lujosas
comidas, e incluso nos invitaban a sus eventos privados (esperando desde luego,
una pequeña demostración de los místicos poderes de Piérrot o del “Dyavol
Glaza”, como aún me conocían algunos.); y los segundos; sencillamente nos
amaban. Escribían de nosotros como se escriben los personajes de un cuento de
hadas; ensalzaban nuestra belleza y glorificaban la encantación del circo; –“Una
magia de pureza abrasadora que devora los sentidos.” – me parece recordar que
escribió alguno de esos críticos. Sin embargo, no todos eran tan elocuentes y al
ser incapaces de describir por medio de palabras la oscuridad que trémula y
suavemente les adormecía los sentidos y reanimaba sus fantasías más dulces e
intoxicantes; recurrían a sus grandiosas cámaras. Cada periódico de la época nos
dedicó alguna crónica, acompañada de imágenes que si bien retrataban la belleza
y sentimiento del Pygmalion, jamás capturaron el misterio que éste encerraba.
Pero eso, ustedes ya lo sabían. – Agregó el gato, aludiendo al artículo que Elena
había hallado en la biblioteca de la universidad.
-‐ Entonces el “Payaso Piérrot” de la fotografía, eres tú, no Radú. – Espetó
Luca, y en respuesta un leve asentimiento. – ¿Y el payaso que aparecía
todas las noches en mi recámara y que enloqueció a mi abuelo? ¿¡Ése
también eras tú!? – Demandó saber Luca, forzando su voz carraspina.
-‐ Me temo que así es, Luca. – Respondió Lelouch, sonriendo
cuidadosamente para no mostrar sus colmillos, pues no deseaba parecer
descortés. Sabía lo sensible que era Luca respecto a los recuerdos de su
infancia, y de su abuelo.
Perplejo Luca tardó un momento en limpiarse el sudor de la frente con
la manga de su saco, y tartamudeó que no comprendía aquello. – ¿Tú eras
Espanto, no es así?
-‐ No al principio. – Respondió Lelouch, lamiendo despreocupado su pata
delantera. – Cuando tu abuelo era un joven ingenuo, yo no era distinto de
esas desdichadas figuras de sepia que pululan el mundo; intentando
desesperadamente apoderarme de alguna forma de carne que me
permitiera existir de nuevo. Pero tristemente lo más que conseguí fue
observar silenciosamente desde la cornisa de los ojos de tu abuelo… Aún
así, fue más de lo que conseguí contigo; nunca pude entrar en tu cuerpo.
-‐ Lo poseíste, ¿Poseíste a su abuelo, no es verdad? Igual que ahora posees
el cuerpo de Espanto. – Dedujo Elena.
Lelouch sacó las garras de sus patas delanteras y las afiló en la pared
resquebrajada. – ¡Ah! Pero no del mismo modo, señorita Elena. Por débil que
fuera la magia del anciano, aún corría por sus venas la sangre del “Cuervo Negro”,
así que nunca pude apoderarme de su cuerpo por completo. En cambio, con el
pobre de Espanto, la cosa fue más fácil, aunque nada simple. Pero porqué
aburrirnos con ésa triste historia de mis días como fantasma errante, cuando aún
tenemos que conocer el trágico desenlace del “Payaso Piérrot.” – Dijo con un
malévolo ronroneo, mientras que desplegaba sus recién afiladas garras.
Así transcurrió un mes más, – Reinició Lelouch el relato, con los ojos
entrecerrados. Como si estuviese durmiendo. – con la misma rutina. Después de
cada función, los animales regresaban a sus jaulas con barrotes de oro, donde la
gente podía admirarlos al salir de la carpa; y los artistas se recogían en sus
respectivos camerinos, que eran tiendas en realidad, sin embargo (siguiendo las
enseñanzas de la Tía Ilona) decidí llenarlas de tal lujo que al final el campamento
terminó convertido en una suerte de palacio oriental. Decoradas con suntuosas
alfombras de vivos colores; lámparas de cristal que iluminaban la noche con su luz
ámbar; botellas de perfumes bermellones y magentas que refulgían cual perlas;
inciensos cuyos aromas inundaban los sentidos como un embrujo exótico;
incontables figurillas de bronce y oro (porque aunque yo amaba la plata, Petrú
amaba el dorado del oro que tanto le recordaba al sol de La Castilleja); y espejos
con marcos de marfil. ¡Me fascinaban los espejos! Y quizá fuera ése, el único lujo
que me permití porque todo lo demás lo hice según los deseos de mi Petrushka.
Por ejemplo, nuestra habitación estaba arreglada tal y como a ella le
gustaba, con cortinas de satén color lila, cojines con bordados de flores doradas,
biombos de seda, una fastuosa bañera de porcelana con patas en forma de garra,
y sillones con tapiz de terciopelo rojo. Mi única contribución (además de un espejo
plateado de tres cuerpos) había sido la inclusión de un librero de ébano, porque
debo informarte Luca que algo que tu y yo compartimos es precisamente la pasión
por los libros; estos siempre me han brindado un ridículo sentimiento de asilo que
nunca conseguí explicarme; así pues me hice de muchos ejemplares en el
camino, inclusive algunos estaban escritos en idiomas que entonces yo
desconocía.
Cuando recuerdo aquella época, mi corazón se hincha con una felicidad
desvergonzada. ¡O sí! Porque aunque la maldición de la Señora Reimei me lo
impidiera, mi alma se rebelaba contra ella con la misma impetuosidad con que me
había revelado a la voluntad de mi padre.
¡Cuánto añoro ése tiempo!, en que Petrú y yo dormíamos abrazados
con su corazón desnudo latiendo junto al mío; bailábamos frenéticamente al ritmo
de la “Danse Macabre” de Saint-Saëns hasta caer en los almohadones con el pelo
enmarañado; o cuando escuchaba sentada en silencio desde un rincón de la
tienda mientras tocaba el violín para ella, Petrú hacía cosas así a veces, como
cuando me contemplaba durante horas aunque yo no hiciera otra cosa que leer
algún libro o canturreara por lo bajo alguna melodía que estuviese componiendo
en el momento. Me gustaban esos instantes, en que se replegaba dentro de ella
misma tan sólo para permanecer a mi lado… ¡Esos fueron los días, mis días! , que
tristemente pronto habrían de quedar en el olvido de nuevos amaneceres.
… Yo había faltado a mi promesa, habían pasado más de ocho meses y
aún no regresábamos a La Castilleja. Pero mi felicidad era tan desbordante como
maltrecha, pues era una que arrasaba con todo lo que hallara a su paso; así pues
nunca reparé en la furia que se acumulaba en el interior de Petrú, conforme
pasaban los meses. A pesar de que en retrospectiva, si hubo marcados indicios de
ello.
Desde siempre, Petrú era voluntariosa y traviesa; así que cuando
estaba contenta era fácil saberlo. Cantaba, bailaba, y reía a la menor provocación;
del alba al anochecer les jugaba malas pasadas al circo entero por el puro placer
de verles congregados en torno a ella con los rostros descompuestos o bien del
susto o de la risa; su temperamento a caso se había endulzado un poco con las
palabras de amor que yo siempre tenía que ofrecerle, sin embargo estallaba
apenas alguien contradecía sus deseos. Y es que ella podía ser la criatura más
dulce en la tierra cuando se lo proponía, pero era tan seductora y letal como su
madre; Era una fierecilla obstinada y era precisamente ése fuego en su sangre lo
que la hacía esencialmente hermosa… – El semblante del gato se suavizó
dulcemente y suspiró. – Eso de lo que estuviera hecha ella, eso era mi corazón.
Sin embargo no lo vi.
De pronto Petrú no festejó más después de cada función, sino que
mientras todos bebíamos y bailábamos entorno a una fogata o en alguna cantina,
ella hallaba alguna esquina retirada y obscura, y se sentaba apacible a observar el
cielo. Pero sus ojos no reflejaban la misma serenidad de su cuerpo recostado
contra la carpa del Pygmalion, no existía ése aire ligero que proviene de la
meditación del día que ha transcurrido; era más como si su alma intranquila se
recogiera en su prisión de carne y huesos para sosegar su poder; y evitar que la
furia asomara a la superficie. Era un silencio violento y latente que amenazaba con
romperse dolorosamente de un momento a otro. ¡Yo ingenuamente, se lo atribuí al
cansancio!
-‐ Cuando terminemos aquí, podríamos regresar a Viena. Ésa ciudad te
agradó, si no mal recuerdo. No nos vendrían mal unas vacaciones, antes de
ir a conquistar Sudamérica ¿No te parece? – Le comenté después de la
función, sentado frente al espejo mientras me quitaba todo el maquillaje
blanco y negro de “Piérrot”. Entonces la vi en el reflejo, detrás de mí.
Tenía sus grandes ojos dorados clavados en mí, inerte y mirándome
con tal aprensión que cualquiera pensaría que era yo una especie de visión
que la visitaba en sus pesadillas. Recuerdo que sentí las tres caras del espejo
temblar frenéticamente con su imagen; sin embargo cualquier rastro de ése
obscuro sentimiento que se acumulaba dentro de ella desapareció apenas la
hube llamado. – ¿Petrú, te sientes bien?
No respondió, sino que me obsequió su sonrisa más inocente y se
acercó despacio; se inclinó sobre mí y me pasó sus delicados brazos por el
cuello para colgarme un medallón plateado. – Feliz cumpleaños, Lully. –
Espetó al tiempo que recargaba suavemente su cabeza sobre la mía, para
observar complacida, mi reflejo en el espejo.
-‐ ¿Mi cumpleaños? Señorita mía creo que te has quedado en el pasado,
fue hace meses. – Respondí mordaz, al tiempo que me quitaba el
medallón para admirarlo mejor. La cadena era de algún metal gastado y
corriente, pero el medallón era una obra de arte en sí mismo. Pensé que
era de plata pero al verlo de cerca, me percaté por la pureza de su brillo
que se trataba de platino (un material excesivamente costoso); al frente
tenía grabado la imagen de una torre con un reloj, y en la contraparte un
sol de rayos serpenteantes que envolvían una media luna engarzada
con un pequeño diamante. – Petrú, esto es… es demasiado... –
Comencé a balbucear.
Ella tomó el medallón y me lo colocó de nuevo, acariciando mi garganta
con sus manos y después con sus labios. – Disculpa la tardanza pero quería que
fuera perfecto, y éste metal es perfecto para ti. – Me murmuró al oído y luego se
separó para recorrer el contorno del medallón entre sus dedos. – Me han dicho
que posee una luminiscencia tan potente que refleja la verdad interior, y simboliza
todo lo que es eterno; como tú y yo. – Espetó al tiempo que me mostraba la
imagen del sol y la luna en el medallón.
Suspiré, y me volví a ella. – Debió costarte una fortuna.
Petrú recorrió mi mejilla con sus dedos, acunó mi rostro y lo estrujó
contra sus labios. – Por ti, pagaría mil desfortunas, hermoso mío.
Fue entonces que sentí todo el peso de su tristeza como un puño de
hierro oprimiéndome el pecho. Y no tuve otro pensamiento que el de estrecharla
contra mí; apretar su delicada frente en mis labios y sentir su calor fundirse con el
mío. Petrú me pasó los brazos por encima y sentí su cuerpo amoldarse al mío,
hundí el rostro en sus cabellos y la levanté sin dejar de abrazarla. Súbitamente la
noche y el tiempo perdieron dimensión; me perdí en ella y su amor, ardiente y
tenaz, me envolvió y me fundió; una y otra vez; hasta dejarme hecho cenizas.
Cuando se hubo terminado, permanecimos tendidos en silencio durante
un rato; me maravillé de lo frágil y tierno de su semblante, de su voz infantil, de su
cabecilla revuelta que descansaba en mi pecho, y sus ojos fijos e inmóviles que
me contemplaban rebosantes de amor. Sentí una punzada de dolor en el pecho, y
besé sus párpados. – Ése par de soles me hieren más de lo que sabes, mi
Petrushka. – Le canturreé suavemente, y de repente me sentí exhausto, con
ganas de hundir mi cabeza en la almohada y no despertar nunca más… Pues
sabía que mis próximas palabras serían mi condenación. – Nos volvemos mañana
mismo, terminada la función de la noche.
Petrú se reincorporó de un salto con los ojos bien abiertos, y se arrojó
sobre mí. Riendo, y bañándome de besos por toda la cara. – ¿Lo dices en serio,
Lully?
Sonreí y posé mi mano en su mejilla sonrojada por la emoción. –
Chachi, que si. – Me apeteció responder con aquél caló que tan entrañable me
resultó de pronto; y así inició mi fatídico viaje de regreso a casa.
La noticia les había caído de maravilla a los miembros más antiguos del
Pygmalion; pues al parecer aquellos viejos artistas de la misma escuela del Mago
Heysol (que sin más remedio se quedaron atrapados en el torbellino de mis
salvajes sueños) también tenían los corazones dolientes de añoranzas hechas
polvo por la voluntad de su “cruel patrón”. Por lo que se mostraron especialmente
solícitos cuando les ordené reacomodar todos y cada uno de los espejos que
encontraran en las carpas, y cuando hubieron terminado se hallaron a sí mismos
encerrados en el centro de una telaraña de tiempos, formas y espacios;
horrorizados golpeaban los cristales sin éxito alguno. – El gato esbozó una
maliciosa sonrisa. – Naturalmente los dejé sufrir un buen rato, hasta que
finalmente uno de ellos atinó a disculparse por haberme tildado de “cruel”.
Los espejos se estremecieron y crujieron al son de mis palabras, y sus
formas se coagularon en un río metálico que engulló todo cuanto había en el
campamento, incluyendo la inmensa lona del Pygmalion. Al resurgir de ése mar de
cristal, las lonas se sacudieron con un estruendo tan terrible que atrajo la atención
de los caminantes curiosos que escandalizados se detenían a ver lo que estaba
pasando, y temblaron cuando ante sus ojos cayeron con tremendo estrépito, no
lonas, sino majestuosos carros dorados con techos abovedados que se
engancharon desenfrenadamente uno tras otro; de repente al frente de aquella
fastuosa serpiente metálica emergió una locomotora negra despidiendo espesas
columnas de humo.
El silbato se dejó oír estridentemente por encima de los atronadores
aplausos de la multitud que se había congregado alrededor nuestro; y luego de
una pequeña reverencia; exhausto me dejé caer sin resistencia alguna hasta que
mi cabeza azotó pesadamente en el suelo.
-‐ ¡Lelouch! ¡Lelouch! – Oí lejanas, las voces de Ariya y el Señorcito
Rastelli que corrieron a arrodillarse a mi lado.
Me apoyé en sus brazos para ayudarme a levantar. – Que nadie toque
los espejos. – Farfullé sin apenas mover los labios, no me quedaban energías ni
para eso. –Que Bogie de aviso a la estación y haga los preparativos necesarios;
tranquilicen a los animales, y vean que cada quién encuentre su vagón.
Rudy, me maldijo de todas las maneras posibles antes de salir raudo a
cumplir mis instrucciones. Mientras que Ariya, me ayudaba a ponerme en pie; me
parece que me tambaleé un par de veces antes de poder sostenerme sin ella por
debajo de mis brazos. – ¡Joder, que no tenemos que najarnos ya mismo! – Me
reprendía mientras que colocaba su mano en mi frente y revisaba mis pupilas,
como era su costumbre cada que me notaba descompuesto.
-‐ Ariya. – Espeté dirigiéndole una mirada que la silenció en un instante. –
Te agradecería si me ayudas a encontrar mi vagón. – Agregué en un
tono más afectuoso.
Ella sacudió la cabeza resoplando enérgicamente. – No cambias
churumbel chungo.
***
Las luces se apagaron, no me enteré de cómo llegué a mi vagón,
tampoco de si pasaron semanas, días o minutos. Tenía herido el pensamiento y
mi cabeza giraba sin control; recuerdo haber mirado por la ventana las espirales
de humo ascendiendo al cielo nocturno y las luces de la imponente máquina
alumbrando el camino mientras que emprendíamos la marcha; recuerdo haber
escuchado entre sueños el pesado traqueteo de los vagones conforme
tomábamos velocidad; incluso me parece recordar a Petrú reclamándome
indignada. – “¡¿Pero es que, qué te ha poseído para hacer algo tan estúpido?!” –
Me decía mientras que me ayudaba a recostarme en nuestra cama y colocaba un
trapo húmedo en mi frente. – “Podríamos haber conseguido un tren común y
corriente, viajar igual que hacemos siempre. O ¿Vas decirme que es más fácil
conseguir un barco de último momento que un maldito tren?” – Miré a mí
alrededor, siguiendo el sonido de su vocecilla para hallar su cara, pero me sentía
tan indefensamente débil y los ojos me escocían con tal intensidad que resultó
inútil. Gente entraba y salía de mi vagón a todas horas mientras que yo yacía
semiinconsciente; hacían preguntas entre cuchicheos a los que Petrú replicaba
invariablemente – “Tiene un poco de fiebre, pero estará bien sólo necesita
descansar.”
Aunque a veces recuerdo haber tenido momentos de lucidez; lo cierto
es que transcurrí la mayor parte del trayecto dormitando, arrullado por una música
suave y reconfortante; y sumido en mis ensoñaciones. Hasta que desperté
sobresaltado con la cabeza recargada en la ventanilla, con la luz del sol
bañándome el rostro a través del cristal y el cielo reluciendo en mis ojos
adormilados.
Despacio todo fue adquiriendo forma y una dulce voz repiqueteaba
juguetonamente en mis oídos. Cuando despegué la frente de la ventana y me giré,
me encontré a Petrú sentada frente a mí con el rostro escondido en uno de mis
libros; leyéndolo en voz alta.
-‐ “… una forma como la que los otros herreros griegos hacen, de oro
repujado y esmalte dorado para mantener despierto a un somnoliento
emperador…” – Leía unas líneas de mi poema favorito.
-‐ ¿Cuánto tiempo estuve dormido? – Interrumpí su melodioso recitar.
Levantó la mirada y cerró el libro en el acto. – ¿Llamas a eso dormir? –
Dijo en tono de burla, entonces sus bonitos ojos soñadores rebosaron de
malignidad. – Tú no duermes amor mío, te refugias dentro de ti mismo. – Declaró
al tiempo que me plantaba un tierno beso en los labios. – En todo caso, yo sabía
que despertarías en el momento preciso en que el rumor de las olas nos
alcanzara. Puede que no te guste Lully, pero tu alma está tan en sintonía con ésta
isla que sientes su calor en las venas.
Contrariado entorné los ojos y giré la cabeza de nuevo a la ventana. A
la distancia distinguí ésa isla de tierra arenosa y blanda, los chillones colores de
las pintorescas casas; la muralla de castillos viejos; el salvaje movimiento de las
aguas del mar al romper contra las rocas; los barcos crujiendo al balancearse con
la marea y sus velas hinchándose con el cálido viento. Pero sobre todo, vi ése
cielo de reflejos dorados. – Helo aquí, tu Sol. – Espeté corriendo bruscamente la
cortinilla de la ventana, y me inundó una mezcla de tristeza y miedo ¡O si! un
miedo profundo y ruin.
Llegamos como un estrépito a la estación; las rampas cayeron
ruidosamente y de inmediato descendieron hombres cargando pesadas jaulas con
paso bamboleante a causa del peso que llevaban a cuestas; y los elefantes,
caballos, y camellos, salieron detrás de ellos (ayudados por los domadores desde
luego). Fue todo un espectáculo para los viajeros que aguardaban pacientemente
en la estación por su tren y que decidieron asomarse al oír el escándalo, pues las
dimensiones externas de los vagones no correspondían a las del interior; así que
con las mandíbulas caídas observaron descender toda una ciudad circense casi al
mismo tiempo que la vieron desaparecer. Pues al final, hubo que remover los
espejos; reduciendo así una máquina entera a un enorme pedazo de lona que
dibujaba en el aire la silueta de un tren pero que lentamente se fue hundiendo
hasta quedar cubriendo todo el largo de las vías.
Un trueno de aplausos se desencadenó (como siempre sucedía a
donde quiera que arribara el Pygmalion), hasta que un par de policías mal
encarados comenzaron a armarnos lío por obstruir el camino para los próximos
trenes. En fin, dejé que Bogie lidiara con todo eso, de cualquier modo no era como
si pudieran explicar más tarde que un tren había llegado y desaparecido en sus
narices, cuando Bogie terminó con ellos, los policías estaban encantados con el
“truco de magia” que habían presenciado y prometieron bajar a la isla para asistir
a la función apenas nos instaláramos.
Los viejos artistas de la caravana de la Señora Reimei se morían de
ganas por regresar a ésas frías cimas de hierba amarilla y seca, que el sol da La
Castilleja rara vez alcanzaba; y aquellos que habíamos recolectado en el camino
se deshacían por conocer el lugar donde su joven amo había crecido en el diablo
empecinado y tiránico que era ahora. Así pues, el campamento del Pygmalion
marchó hasta los bordes de colinas que delimitaban La Castilleja; mientras que
Petrú, Bogie, Ariya, Irina, Emil, Rudy y yo, partíamos al lugar dónde habían
comenzado todas mis desventuras, a casa de la Señora Reimei.
Anduve con la mirada gacha todo el camino, pero aún así sentí el viento
cargado de arena y sal en mi rostro; la brisa del mar empapó mi piel y cabello; y
podía aspirar el aire dulzón de la tierra con cada respiro que daba. Ésa isla
horrible y atroz, donde alguna vez corrí para asaltar sus ruinas, saquear sus aguas
y develar sus misterios, ahora me atenazaba con un odio tal que temía hacer el
menor movimiento.
¿Él estaría ahí? , ése cuyo nombre había desterrado de mi memoria.
¿Cuál sería la reacción de ambos al reencontrarse? Cerré los ojos para
calmarme…
Mi querido Magnus tendido sobre un charco carmesí. Radú mirándome
inocentemente mientras que el muy canalla me hacía presa de la peor traición y
abandono. Mis manos reteñidas de sangre. Petrú rogándome por su vida. – Estoy
perdiéndome padre. – Musité a mis adentros, mientras que el tiempo daba un
vuelco atrás.
Abrí los ojos.
Mis manos eran presas de un temblor irrefrenable, por lo que aferré
fuertemente el medallón que colgaba en mi pecho. Levanté la cabeza y noté que
tan extasiados estaban todos por llegar a casa de la Señora Reimei que me
habían dejado bastantes pasos atrás. Lentamente me volví y fijé la vista a lo lejos
del rellano; divisé el panteón y la sola idea de hallarme rodeado de ésos espíritus
maltrechos que lo habitaban me estremeció; entonces aparté la mirada y
contemplé la gruta que resguardaba la “Garganta del Infierno” y tomé consuelo en
el hecho de que el alma de Magnus descansaba en paz en ése lugar; luego giré la
cabeza en dirección opuesta y ahí estaba el temido gigante de metal…
Observándolo todo a sus pies, enterrándose en las nubes que el viento sacudía
despiadadamente, quebrándose contra el cielo azul, burlándose de las figurillas
que se amontonaban entre mañana y ayer, aguardando por la Luna y el Sol con
gracioso y maléfico afán; y sin embargo, sus manecillas no se retorcían, ni sus
campanas se mecían… Eché un último vistazo a todos y a Petrú, que desplegaba
la más ancha sonrisa en su rostro y alzaba las manos por el aire, contándoles
cada delicioso detalle sobre la mujer que la había criado.
Suspiré y me puse en cuclillas para coger un poco de tierra entre mis
manos, la soplé frente a mí, y segundos después desaparecí del panorama
dejando nada más que un remolino terroso en mi lugar.
El castillo estaba en un completo estado de desolación, el porche
estaba asegurado con cadenas, lo mismo que la puerta que daba a los establos y
la reja del jardín. Eché la cabeza hacia atrás para observar las ventanas rotas, los
balcones, y las estatuas en las altas almenas que coronaban los muros; y las
encontré convertidas en grotescas gárgolas consumidas por la tristeza y tan
abandonadas que dejaban que las gaviotas se posaran en sus cabezas. No pude
más que sonreír amargamente al pensar en todo el esfuerzo que había invertido
mi padre para convertir ésas ruinas en un castillo encantado, y en lo poco que
había tardado en regresar a su estado original.
Me di la media vuelta para marcharme de ahí, cuando azotó un aire
violento y tempestuoso, aunque bastante cálido; que batió las grandes
puertaventanas e hizo ondear las raídas cortinas del castillo. No había fantasma
alguno, y sin embargo, se sentía como algo vivo; algo que vibraba y respiraba.
Regresé a la parte de atrás para brincar la verja del jardín, como había
hecho muchas otras veces cuando me escabullía en medio de la madrugada para
visitar a Mariano y a mi Madre. El jardín ofrecía un aspecto lúgubre, pues el
césped crecido temblaba bajo el soplo de la brisa marina, las flores de los
arbustos crecían profusamente pero repletas de espinas feroces, y las estatuas
ennegrecidas cubiertas de telarañas y tiradas por los suelos le conferían un
aspecto similar al de un mausoleo.
Rodeé el jardín hasta dar con los ventanales que conectaban al salón
principal, me quité la gabardina para cubrir mi puño y rompí el cristal junto a la
cerradura. El polvo recubría el mobiliario y se amontonaba en la chimenea de
mármol negro sobre la que colgaba el retrato de mi madre; nostálgico corrí las
pesadas cortinas de terciopelo para contemplarlo mejor; y observé la habitación
iluminarse con los rayos dorados que llenaban los cristales de las ventanas y que
le conferían a aquél detestable piso blanquinegro un resplandor vaporoso.
Pero cuando me volví hacia el cuadro, no fue la expresión dulce de mi
madre lo que vi, sino mi propio reflejo. Turbado me froté los ojos, y comprobé que
mi padre había reemplazado su retrato con un espléndido espejo de grueso marco
dorado. No puedo decirles lo mucho que aborrecí el ver mi rostro atrapado en
aquél polvoso tablero de ajedrez, estuve a nada de hacerlo trizas pero el furioso
eco de aquélla instancia se impuso ante mí como si mi padre acabase de entrar
por la puerta.
Sonreí y continué deambulando por todo el castillo como un auténtico –
y el único en ése castillo – fantasma. Recorrí los innumerables pasillos y todas las
habitaciones impregnadas de polvo; todas y cada una deliciosamente
abandonadas; pues el silencio se imponía terriblemente por cada rincón pese al
crujir de los techos, el agudo canto de las gaviotas en el exterior o el sonido del
agua al romper contra las puntiagudas rocas del arrecife.
Así anduve un buen rato, hasta que me planté frente a la puerta de la
torre. Y como poseído me apresuré por las escaleras de caracol, y me sorprendí
gratamente del perfecto estado en que se hallaba el interior de la torre. Pues el
metal plateado de la escalera parecía recién pulido, y los bellos colores del cristal
del reloj se traslucían por toda ésa espiral de plata. El muro de la torre era de
mármol negro y relucía esplendorosamente, disipando los rayos del sol que lo
alcanzaban por los ventanucos.
Solo sin que nadie pudiese oírme, grité como endemoniado mientras
ascendía por ésas escaleras que se revolvían sobre sí mismas interminablemente;
pues un agudísimo dolor se concentró en mi pecho. Era un terrible presentimiento
de lo que estaba por venir, de la maldición que había consumido hasta el polvo el
encantamiento de aquél magnífico castillo.
Abatido me detuve a la mitad de las escaleras y me apoyé
lánguidamente en el barandal con la cabeza gacha; fue entonces que escuché un
leve crujir por encima mío. Como de alguien que descendía rápidamente pero con
pasos sigilosos.
De inmediato introduje mi mano en los bolsillos de mi abrigo para coger
un par de cuchillos de damasco que Emil e Irina me habían obsequiado en mí
cumpleaños, me alisté para lanzarlos directo al corazón del intruso; cuando en
aquél instante las campanas del reloj despertaron y volvieron a marcar las horas.
Potentes y sombrías, resonaron sacudiendo violentamente la escalinata por lo que
perdí el equilibrio y aunque intenté recuperarlo apoyándome en el barandal, éste
estaba recubierto por alguna sustancia grasosa que provocó que mis manos
resbalaran y que mi cuerpo cayera a través de uno de los huecos entre los frágiles
balaustres que se bamboleaban sin control al compás de las campanadas del
reloj.
Elena abrió los ojos como un par de platillos. – ¿Fue así como…? –
Dejó que el silencio terminara de formular su pregunta.
Lelouch negó con la cabeza. – Aunque debo decirles que yo también
creí que mis días terminarían estampado contra el piso.
Afortunadamente – continuó Lelouch – en aquél instante una mano me
cogió fuertemente por la muñeca y me levantó hasta colocarme de vuelta en uno
de los peldaños.
-‐ ¿Lully? – Pronunció mi nombre tan quedamente que si en aquél
momento la campana no hubiese cesado su tañir; no habría sido capaz
de escucharlo.
Alcé la mirada, y aunque lo vi ahí parado ante mí; casi no pude
reconocerlo. Pues en su físico no había vestigio alguno de aquél chiquillo robusto
y enorme que había sido mi amigo. No, ése ante mí era un ser fuerte. Su tosco
rostro estaba adornado por la sombra de una barba, y su complexión era la de un
bisonte.
-‐ En carne y hueso. – Espeté con voz lóbrega al tiempo que me
reincorporaba.
-‐ Debí saberlo. – Respondió de pronto. – Ése reloj viejo no había andado
desde… aquél día. Aunque tu padre creyó oírlo en su lecho de muerte.
“Aquél día.”, había dicho él con la mirada dura, y por primera vez desde
que lo había conocido, sin miedo.
Me limité a sonreír. Era un misterio para mí, ésa mezcla de sentimientos
donde el odio era un parte innegable de la amistad que nos unía y condenaba.
Le prometí al Señor Castilleja, – continuó hablando, quizás para llenar
el silencio que tanto nos hería en ése castillo. – que lo mantendría en buen estado.
Así que he estado viniendo a revisar la maquinaria del reloj, pulir los muros, las
escaleras... – Dejó que las palabras se extinguieran entre carraspeos y farfullos.
Sonreí de nuevo y sacudí la cabeza, pues su promesa casi me había
costado la vida. Su expresión se contrajo nerviosamente; a pesar de que
intentaba mostrarse ante mí como un hombre sereno y afable, pronto me resultó
evidente que se hallaba perturbado por mi presencia en ése lugar.
Mientras que yo le contemplaba, buscando en él a mi viejo amigo
Gitano, ése que me seguiría hasta el mismísimo infierno; de pronto me sorprendió
al atajarme bruscamente por el cuello y ahogarme entre brutales abrazos.
-‐ ¡Con un demonio! Suéltame de una vez, antes de que te mola a golpes
ya mismo. – Le ordené mientras intentaba en vano zafarme de su presa
y antes de darme cuenta me había derribado escaleras abajo de un
puñetazo en la cara.
-‐ Eso es por no saber honrar tu palabra, Lelouch Castilleja. – Me reprochó
en una voz más profunda de lo que recordaba. – ¡Joder! Que me has
tenido un año esperando como idiota, sin noticias tuyas o de Petrú; ni
siquiera después de la muerte de tu padre o la desaparición de Mariano
¿Sabías que el muy gilipollas se fugó con la tal Maya esa?
-‐ Si, lo sabía. – Espeté a media voz. A la vez que me alzaba despacio de
rodillas, sopesando la manera en que le haría pagar por el hilillo de
sangre que corría de mi nariz. – Y no por el medio que siempre supones
tú; él mismo me lo dijo. – Me apuré a decir mientras que me limpiaba la
sangre con el dorso de la mano. –Y que yo sepa, Petrú no ha parado de
escribirle a la Señora Reimei, contándole nuestras hazañas y
desventuras, e incluyendo artículos de los periódicos que hablaban de
nosotros; ni un sólo día. – Dije conservando una impresionante calma, y
una angustiosa y fría serenidad.
Gitano asintió con gravedad. – La Señora Reimei dijo que te habías
enterado de nuestra “traición”… No me disculparé por haberte mentido. – Soltó de
pronto, y pareció como si hubiese estado aguantando la respiración bajo del agua
por demasiado tiempo. Pues su respiración se volvió agitada y las palabras que
fluían de su boca parecían aliviarle el alma profundamente. – Pero debes
comprender que era el único modo de que la maldición no alcanzara a Petrú, y de
que tú jamás te apartases de su lado. Ninguna de ellas lo querría así, sin importar
cuantas veces se los dije ellas no...Prefirieron decirte que Petrú era quién llevaba
el peso de la maldición a cuestas… Hubiese sido más fácil si nos odiases a todos
¿Sabes? – Espetó con rabia, y al reconocer ése nuevo matiz de su debilidad caí
en la cuenta de lo mucho que había descuidado al pobre Gitano; y de lo mucho
que lo había extrañado. A él y a su alma cándida, incapaz de lidiar con las
mentiras y los oscuros sentimientos que su corazón taimado albergaba.
-‐ Me temo amigo mío, que hubiese sido todavía más fácil si ustedes me
odiaran. Pues mis lazos con ustedes son lo único que me ata a ésta isla
maldita. – Repliqué en voz queda, al tiempo que le dirigía una sonrisa
despectiva y cruel; pues estaba a punto de rajarle la cara con mis
cuchillos para asegurarme de que nunca más osara ponerme una mano
encima… Para asegurarme de que aquél viejo miedo regresara a su
mirada.
Pero en ése instante ocurrió algo deforme y a la vez indescriptiblemente
hermoso; la contemplación de mi propia muerte antes del olvido o el dolor.
Mariposas negras irrumpieron estruendosamente a través de los
ventanucos de la torre, y como un obscuro torbellino se revolvieron a mí alrededor
hasta que lentamente emularon mi sombra. Tan sedientas estaban que ignoraron
por completo los aspavientos de Gitano para ahuyentarlas, y continuaron batiendo
sus danzantes alas como un funesto preludio en mis oídos; pues emitían un agudo
zumbido que sofocaba brutalmente el silencio fúnebre de la torre. Era la música
espectral y frenética de mi corazón.
¡Aquello era la muerte tal y como yo la había entendido siempre; desde
la vida! Y continuó hasta que me olvidé de mi propia existencia, hasta que lo único
que quedó fue un sonido remoto o un eco vibrante; uno desquiciante, vacío y
despojado de cualquier sentido…Cuando hubieron concluido su funesto recital,
ascendieron sobre mí como una gélida brisa y las observé salir por las ventanas
como difusas nubes negras flotando hacia sol.
Gitano bajó el par de peldaños que nos separaban y colocó
pesadamente su mano en mi hombro. – Pero es que ¿¡Qué ha sido todo eso!? –
Su expresión era tan patéticamente parecida a la del día en que me llevó por
primera vez a casa de la Señora Reimei, que se me antojó una sublime diversión.
Me llevé una mano a la cara, y comencé a reír inconteniblemente; con graves y
metálicas carcajadas que estremecieron hasta los muros de la torre.
-‐ ¿Lelouch? ¿¡Lelouch!? – Me sacudía Gitano, absolutamente
desconcertado. Pero yo estaba en el éxtasis de la hilaridad, no podría
haber parado aún si lo hubiese intentado. Entonces Gitano se puso
sombrío, apretó los puños y miró el suelo. – Sí que la hemos liado
¿Verdad? – Musitó a media voz, tanto que apenas y pude oírla entre mis
perversas risotadas. Hasta que pronunció aquella palabra, que
cambiaría el rumbo de mi vida o más precisamente el de mi muerte. –
Perdóname, Lully. – Soltó de pronto aquél animalón con los ojos caídos.
Al tiempo que estiraba su brazo, ofreciéndome su mano. Ofreciéndome
de nuevo, su amistad.
Dejé de reír e incliné la cabeza para contemplar el cristal del reloj, hasta
que el único sonido audible era el de mi propia respiración y el del pesado “tic-tac”
de la torre. Y cuando de nuevo alcé la cara, estreché la tosca mano que colgaba
en el aire ante mí. – ¡Vamos! Me apetece beber algo para celebrar. – Respondí
con la voz terrosa, pues todavía me hallaba petrificado ante la confirmación de mi
evidente partida; que con toda seguridad sería la última.
Gitano se sonrió sorprendido. – ¿Y se puede saber qué vamos a
celebrar? – Inquirió mientras que comenzábamos a descender las escaleras.
-‐ ¡Hombre, que finalmente has saldado tu deuda conmigo! – Respondí
triunfal, y en respuesta no obtuve más que balbuceos ahogados bajo el
estruendo de sus pisoteadas tratando de mantenerme el paso. – Hace
unos momentos me salvaste la vida, significa que ya no me debes nada
viejo amigo. – Declaré jubilosamente. – Finalmente, estamos a mano.
Descendimos de nuevo hasta la cava subterránea del castillo y luego de
desempolvar una de las botellas de vino tinto que mi padre atesoraba tanto, nos
dirigimos al salón principal. Una vez allí, caminé hacia la repisa de la chimenea y
al mirar el suelo blanquinegro reflejado en el espejo percibí que algo estaba
impregnado en el aire de aquella instancia.
-‐ ¡Por los días! – Exclamó de repente Gitano, mientras que se empinaba
la botella. Era algo extraño el verlo con la cara iluminada con la misma
sonrisa de hace cinco años; cuando apenas era un chiquillo brabucón
que gustaba de burlarse a mis espaldas, hasta antes de que aprendiera
las consecuencias de ello, eso es.
Extendí el brazo y tomé la botella para darle un trago. – Por los días. –
Respondí con la voz apagada y la mirada ausente. Sintiendo en mis cabellos el
aire fresco que entraba ligeramente a través del agujero que le había hecho a uno
de los ventanales que daban al jardín; no había fantasmas y sin embargo… No
podía sacudirme la sensación de que estaba profanando la tumba de mis padres;
lo que es irónico porque al final ése castillo resultó ser mi propia tumba. Pero no
comamos ansías Luca que ya llegáremos a eso.
-‐ Y bien – Dijo al arrebatarme de nuevo la botella – ¿Vas a decirme qué
ha sido todo eso? – Señaló hacia arriba con la cabeza mientras que
apuraba un largo trago de vino. Gitano presentaba un aspecto afable y
ligeramente incómodo, sin embargo era evidente que le divertía estar
ahí bebiendo conmigo; compartiendo la botella y nuestros secretos;
como habíamos hecho muchas otras veces en el pasado.
Entonces, se lo solté así sin más. – ¿Las mariposas? Nada, tan sólo la
tierra que reclama lo que le pertenece.
El vino se le atoró en la garganta y le salió violentamente por las
narices. – ¿¡Qué has dicho!? – Me miró con el rostro desencajado, mientras
que yo me limité a encogerme de hombros. – ¡Con un demonio Lelouch! –
Gritó furioso, estrellando la botella contra la chimenea, y las pálidas cenizas
del atizador se tiñeron de rojo. – ¿Por qué todo debes de reducirlo a un
juego? … Vamos la Señora Reimei, ella sabrá que hacer. – Espetó mientras
que se dirigía al jardín. Sonreí vagamente, como si no recordase quién era
la “Señora Reimei”, y sacudí la cabeza en un gesto de negativa. – Pero
seguramente… algo habrá que…No se puede terminar así, Lelouch. No
puede. –Espetó con voz arenosa.
Coloqué mi mano en su hombro, y en ése momento las campanas del
reloj estremecieron el castillo y mi espinazo. Y con el rabillo del ojo avisté el
resplandor plateado que mis ojos reflejaban en el enorme espejo que colgaba
sobre la chimenea.
Sonreí.
-‐ Tienes razón amigo mío. Algo habrá que hacer para que recuerden a
éste saco de huesos cuando se haya descarnado.
-‐ ¿Lelouch? – Preguntó, y de nuevo se asomó en su mirada impenetrable
y severa, el miedo de antaño. Ello me inundó de una ingrata felicidad.
-‐ Ayúdame a traer acá todos los espejos que encuentres en el castillo. –
Dije mientras que reacomodaba el espejo del salón. – Y apresúrate
Gitano, ¡Que entraremos estrepitosa y perversamente, en ésta buena
noche! – Inundé de gritos atronadores, la paz de aquella silenciosa y
espectral morada.
Y me despedí de los años que había pasado en aquella isla soleada y
fantasmal, perdido en los sueños de una historia que ahora sabía, que aunque
culminara; jamás estaría completa.
-‐ … De más está el describir, lo que ustedes ya han visto con sus propios
ojos. – Dijo de pronto el gato.
Luca y Elena se quedaron inmóviles, mirándolo, perplejos.
-‐ ¿Esto, es lo que creaste a partir del castillo? – Habló Luca con los ojos
agigantados por la impresión.
-‐ Naturalmente; si la Tía Ilona había hecho un palacio de aquella raquítica
cabaña… Pues bien, yo sólo hice honor a sus enseñanzas y a las de
Karandash. Además ¿Qué más tenía yo que perder? – Dijo pensativo
Lully, mientras que brincaba al regazo de Luca, para brindarle un poco
de calidez a ése cuerpo decrépito que no había parado de tiritar durante
todo el relato.
-‐ Entonces ¿Nada de éste lugar es real? – Inquirió con voz alarmada el
joven escritor.
-‐ Sólo tienes la mitad de razón, Luca. – Respondió el gato. – Los intrusos
como Ékster, que se perdieron en ésta ilusión, alguna vez fueron tan
reales como tú o Elena. Sin embargo La Castilleja, ésta trágica ciudad
fantasma; no es otra cosa que el sueño de millones de almas que se
durmieron y nunca más despertaron.
Elena, entonces entornó los ojos y estudió cuidadosamente la
expresión de Lully; como intentando discernir el significado oculto de sus
palabras. Y cuando al fin lo comprendió, sus manos temblorosas rodearon
aprensivamente a Luca por los hombros. – “El tiempo de los vivos” –
Repitió las palabras de Lelouch. – Si no rompemos la maldición de Luca; no
sólo Petrú devorará su tiempo de vida sino que él también será parte de La
Castilleja, se quedará atrapado aquí para siempre. Esperando, como el
resto de ésos espíritus de azufre.
-‐ ¡Oh! Y es posible que tú también señorita Elena. A menos que… logres
despertar de ésta magia que han erigido las almas malditas, entre ellas
me temo, la mía. – Sonrió maléficamente el gato. – Pero tristemente las
memorias de los muertos consumen la vida, Elena. Así que digan, mis
queridos jóvenes ¿Aún desean oír el resto de mi historia?
29. PIÉRROT Y PETRÚ.
Cuando Gitano y yo, hubimos terminado nuestra colosal faena y nos
encaminamos a casa de la Señora Reimei; del mar soplaba una brisa fresca que
agitaba el pasto de las colinas; y el cielo mostraba ya un pálido violeta que
matizaba las aguas con oscuros naranjas, similares a los rayos del sol que
empezaba a esconderse lentamente en el horizonte y detrás de los castillos en
ruinas.
Procuré andar en silencio y con la mirada clavada en mis pasos, pues
podía sentir los ojos de los tristes fantasmas sepia que al enterarse de mi
presencia se apresuraron a mi lado. Sin embargo, cuando escuché el crujido de
las ramas de los árboles que se agitaban suavemente con el viento cálido del
atardecer, no pude evitar levantar la cabeza y verlos congregados delante mío. Me
escudriñaban con expresión intensa y se agitaban frenéticamente al intentar
aferrar mis ropas y mis cabellos; Similar a como solían hacer contigo Luca, con la
sola diferencia de que yo sabía mantenerlos a raya, además, no era que quisieran
hacerme daño, sino que se hallaban en un terrible estado de agitación. Pues
sabían que una vez que muriese sería igual a ellos, y ya no podría guardarles
compañía ni ofrecerles consuelo alguno. Y eso los enfurecía violentamente.
En una de ésas, una frondosa rama se desprendió brutalmente de uno
de los árboles que adornaban la colina y estuvo a un paso de romperle el cráneo a
Gitano. – ¡Joío Lully, es que de menos ponme sobre aviso, o tus fantasmas
terminarán por matarme! – Me recriminó Gitano.
Me sonreí. – No he sido yo, eso fue cosa enteramente de ellos. –
Gitano entornó los ojos con ademán suspicaz. – Si no me crees, velo por ti mismo.
– Dije, al tiempo que estiraba mi brazo en dirección de dónde se hallaba la nube
de fantasmas para obligarlos a revelar su presencia a Gitano.
-‐ ¡No!... Prefiero tomar tu palabra. – Exclamó Gitano atajándome por el
antebrazo. – La última vez que no lo hice, casi perdí una pierna.
-‐ Como prefieras. – Espeté, y volví a hundirme en el silencio, siguiendo
los pasos de Gitano quien no hacía nada por ocultar el hecho de que
ardía en deseos por regresar a casa y reencontrarse con Petrú.
El jardín crecía en toda su decrépita exuberancia, pues durante su
existencia había florecido muchos inviernos y muchos veranos; quizás
demasiados. Los tallos amarillentos estallaban entre las grietas de los ladrillos, y
las flores rotas y marchitas recubrían el pasto descuidado que trepaba
salvajemente entre las ventanas, devorando la luz incandescente del ocaso. Cogí
un racimo y e hice crujir los pétalos hasta volverlos polvo en mis manos, pues del
interior de la casa alcanzaba a oír unos pasos rítmicos al compás de una música
rápida que se filtraba con una claridad fantástica a través de la puerta y las
rendijas de los muros.
Gitano abrió la puerta.
La Señora Reimei estaba sentada ante las teclas de su viejo piano,
dando la espalda a sus invitados y a nosotros. Ariya, Bogie, Emil, Irina y Rudy;
ocupaban toda la estancia acompañando la música con sus alegres palmas; por lo
que Gitano se acomodó en silencio bajo el umbral de la puerta, y yo me deslicé
sigilosamente a los costados de la habitación, observando cada movimiento de
Petrú, que bailaba con la cabeza ligeramente inclinada; con gestos tiernos y
delicados. Y con ella danzaba, no el triste vestigio de hombre que era Radú sino
mi propio reflejo: Piérrot.
Ataviado con las mismas ropas elegantes, con el mismo semblante
harinoso y los mismos ojos negros.
Él la estrechaba fuertemente de la cintura y la hacía girar una y otra
vez; y cada vez que sus caras se reencontraban en el eje de su danza, él la
besaba apasionadamente. Sin palabras el payaso Piérrot le contaba a Petrú de
sus aflicciones, con cada caricia le decía lo mucho que la atesoraba y la agonía
que le había traído su ausencia.
Bailaban envueltos en un enérgico abrazo, como si el tiempo que
pasaron separados uno del otro hubiese acrecentado su unión.
Escuché mi corazón romperse y estrujé con rabia el medallón. En ése
momento comprendí que Petrú y Piérrot compartían un vínculo tan intenso como
el nuestro, pero menos peligroso y menos egoísta. Puede que fuese un amor
lánguido pero era puro como el aire; en cambio el nuestro había sido un amor
maldito, posesivo e irracional desde el comienzo; pues nos partía el alma y lo
destruía todo a su paso.
Sentía una rabia ciega redoblándose en mi sangre, y la música del
piano comenzaba a envolverme como una nube candente, cuando ésta se detuvo
abruptamente. – Bienvenido a casa, mi cruel niño. – Espetó la Señora Reimei sin
volverse a mí, con una voz fría y clara que resonó a través de las paredes.
De repente todos posaron sus miradas sobre mí, incapaces de emitir
sonido alguno, incapaces de moverse siquiera. El ambiente tan alegre que había
reinado en la habitación se estremeció con mi sola presencia; y sin quererlo se
adueñó de mí la súbita conciencia de mi propio poder, de la malevolencia que con
el transcurso de los meses había crecido en mi interior; y que todos ellos (incluso
el testarudo señorcito Rastelli) habían aprendido a recelar.
Piérrot y Petrú, se separaron de inmediato. Petrú me miró titubeante y
noté el miedo que irradiaba de ella, pues con toda certeza intuía la creciente ira
que se azoraba en mí. En cambio Radú, me contemplaba con expresión triste y
calmada; quizás sus ojos se habían oscurecido más al verse forzado a apartarse
de su amada Petrú pero de ellos no irradiaba el odio, o tan siquiera un ápice de
resentimiento.
Mi sangre hervía con toda la malignidad de su herencia, mis brazos
temblaban violentamente, y de nuevo me atenazó un miedo terrible. Todos mis
seres queridos estaban reunidos bajo aquél techo… temí por ellos, pero sobre
todo temí por mí; porque enloquecería de soledad si en medio de mi cólera
terminaba por barrer su mera existencia… Si la maldición habría de cobrarse con
sangre, con toda seguridad prefería que tomase la mía.
Logré controlarme, y lentamente recobré la lucidez y la fuerza. Aún así
no osé hacer el menor movimiento. Esbocé una sonrisa y asentí a manera de
saludo. Entonces Petrú avanzó hacia mí y recargó dulcemente su cabeza en mi
pecho. – Esperábamos que regresaras, Lully. ¿Verdad? – Se dirigió a Radú, y
éste asintió al tiempo que su semblante se contraía en muecas mientras que su
boca se abría para emitir gemidos que intentaban formular palabras.
Gitano entonces, que no se había movido de la puerta, exclamó
riéndose de la evidente confusión en mi rostro. – Dice, “Me alegra mucho que
hayas vuelto a casa, amo”. – Ahora bien, aquello me causó más inquietud que
cualquier injuria que él o Radú hubiesen lanzado en mi contra, pues el hecho de
que Gitano fuese capaz de desprender las palabras ocultas en tan horripilantes
gimoteos, implicaba un profundo lazo de amistad que no existía hasta antes de mi
intempestiva partida de La Castilleja. Es más, que yo recordara, Gitano le
despreciaba con todo su ser; y constantemente me hostigaba para que le echara
sino del “Circo Ambulante de la Señora Reimei.” por lo menos de la casa … Nunca
comprendió que en ése chico desvalido yo veía un espejismo de mí mismo, del
que yo pudiera haber sido de no ser por la cruda guía de mi padre o el afecto que
me procuraban mi madre y Mariano, y todos los otros que llegaron a quererme sin
razón aparente; nunca entendió que de haber experimentado el mismo abandono
al que Radú fue sometido durante aquella época en que la Señora Reimei me
forzaba a dormir en el establo, entonces yo también sería tan insignificante como
lo era él… O quizás me equivoque y lo entendía mejor que nadie; y precisamente
por eso lo aborrecía tanto. Supongo que es otra cosa que ya nunca más sabré.
Como quiera que fuese, un poderoso instinto me compelió a
mantenerme alerta en presencia de ellos dos, e incluso estuve a punto de violentar
sus mentes – pese a que a penas y podía sostenerme en pie, luego de haber
transformado el castillo de mis padres en el escenario de mis sueños de muerte. –
pero en ése instante Petrú se lanzó a los brazos de Gitano.
-‐ ¿Dónde te habías metido? También a ti te eché mucho de menos, mi
querido Gitano del alma. – Espetó mi siniestra brujilla, a la vez que lo
bañaba de cálidos besos y abrazos.
Entonces Gitano, la agarró por la cintura y la levantó como si fuese una
chiquilla. – ¡No te imaginas lo que te he extrañado pequeña Petrú! – Al bajarla de
nuevo, la estrechó contra sí y aspiró el dulce aroma de sus cabellos maple, y por
un brevísimo instante la sujetó con tanta aprehensión que pareció como si temiera
que se desvaneciera como espuma entre sus brazos.
Y con ése insignificante gesto comprendí aquello que había perdido de
vista… La maldición había alcanzado a todos mis seres queridos de una u otra
manera; A Heysol, Magnus, mi madre y mi padre; todos habían perecido
trágicamente. Mi Petrushka no sería la excepción, pues tan sólo Mariano había
escapado de sus garras… Se me ocurrió de pronto que aquél era el motivo por el
que me pedía que no lo buscase a pesar de que no me recriminaba nada;
únicamente estaba aterrorizado por el frío aliento de la muerte que parecía
rondarnos tan de cerca y en medio de aquél sentimiento tan primitivo Mariano
intuyó lo que yo en todo éste tiempo no había podido hacer; lo que Karandash y la
Tía Ilona se habían callado… La traición que todos se empeñaban en seguir
encubriendo bajo máscaras de falsas sonrisas y afecto…
-‐ ¡En hora buena! – Se levantó abruptamente de su banco la Señora
Reimei. Con sus rizos de fuego cayéndole hasta la cintura
exquisitamente, y sus enormes lentes protegiendo ése par de ventanas
al infierno. – Ilona y Karandash te han enseñado bien. – Declaró al
tiempo que posaba su mano en mi mejilla, mostrándose burlona y
enigmática al sonreírme. Entonces, al fin contemplé a la “Dama Roja”
en todo su siniestro esplendor.
Ella había sabido todo éste tiempo; la razón por la que mi padre tuvo
que darle la espalda a sus ancestros, por lo que evitó regresar a La Castilleja
durante tantos años, por lo que quiso evitar a toda costa que Mariano y yo
entabláramos amistad con los gitanos de la isla… La Señora Reimei, la hacedora
de la maldición que habría de consumirme hasta la muerte conocía mejor que
nadie lo que tenía que hacerse para burlar la condena que pesaba sobre mí.
De pronto, caí en la cuenta del porqué mi alma nunca había estado en
paz en aquella isla … No era sólo el corazón ruin de la Señora Reimei el que
alimentaba la magia de la maldición, sino ésas tierras de arena que con tanta
vehemencia reclamaban la sangre del “Cuervo Negro”.
Por ésa razón Gitano estrechaba a Petrú con tanta ansiedad, porque
bien sabía que mi amor la condenaba a una muerte prematura y cruel; y al ver a
las mariposas negras envolviéndome en sus alas, recordó que mi amor también la
convertía en un sacrificio que La Castilleja habría de cobrarse tarde o temprano.
Los miré detenidamente, uno por uno. A la Señora Reimei, a Gitano y a
Petrú; e inspiré resignado preparándome para la extenuación que me
sobrevendría una vez que hubiese penetrado en los obscuros rincones de sus
mentes, pero cuando quise captar las resonancias de aquella mentira que los tres
compartían de entre el frenético torbellino de recuerdos y pensamientos que se
agolpaban en sus mentes; una descarga eléctrica sacudió mi cráneo, lo que
quería decir que se habían protegido contra mí. No me cupo duda de que se
trataba de la magia de la Señora Reimei, pues su poder era el único capaz de
someter el mío de manera tan rotunda, además de mi padre y la Tía Ilona, eso es.
Sin embargo se me permitió ver una sola imagen que se gravó para siempre en mi
cabeza.
El cadáver de Petrú flotando entre la espuma de las olas, con su vestido
de bailarina manchado de sangre, y los ojos abiertos e inexpresivos. Su cuerpo iba
y venía con la corriente del mar y chocaba contra las rocas, una y otra vez. Me
perturbó tanta aquella visión, que solté un jadeo.
La Señora Reimei me miró y asintió en silencio. Ése era el futuro que
había leído años atrás en la palma de la mano de su hija, y que ella evitaría a
costa de todos y de todo. Era el futuro que ellos tres sabían que vendría y por el
que decidieron traicionarme con su silencio.
El gato hizo una pausa, y entonces el rostro de Elena se tensó, con una
mezcla de aturdimiento e indignación. – La Señora Reimei, ella sabía que toda la
familia Castilleja perecería apenas pusieran pie en la isla; Gitano y Petrú sabían
que si tu volvías… y aún así… – el gato asintió levemente.
– ¡¿Qué hay de Karandash y la Tía Ilona?! Hechiceros tan poderosos
como ellos, seguramente también debían de saberlo. – Espetó Luca furioso.
El gato asintió pensativo, aún sumergido en sus memorias. – Ambos
deben comprender, que aunque todos ellos me traicionaron; cada uno tenía
motivaciones fundamentalmente distintas. Gitano había dicho que no deseaban
que les abandonara a ninguno de los tres; y en cuanto a Karandash y la Tía Ilona
supongo que sencillamente conocían demasiado bien que en ocasiones, sin
quererlo, hallamos nuestra condena en los mismos caminos que andamos para
evitarla. Creo sinceramente, que al vernos partir con el Pygmalion, la Tía Ilona
esperaba con todo su corazón que nunca más regresara a ésa isla que tantos
sufrimientos me había traído. Ahora que pienso en ellos, no puedo sino sentir
lástima por el alma de Karandash y de mi padre, ¡La desesperación que habrán
experimentado al ver que en mi destino estaba el retornar a ésas tierras, y que
ellos ya no estarían ahí para protegerme!
Sin embargo, en aquellos momentos mi mente se vio abrumada por una
verdad mil veces más desgarradora… Porque después de todo, Petrú era quien
me había suplicado que regresáramos… En palabras más sencillas… era ella
quien quería verme muerto.
Una vez que ésa verdad se abrió paso en los finos embragues de mi
mente, la diminuta piedra que sostenía mi cordura se resquebrajó en millones
pedazos. Así que naturalmente, esbocé la sonrisa más inocente de mi repertorio.
Besé la mano de la Señora Reimei. – “Quien con una gitana trato
tiene…” – Recité un dicho popular de la isla.
-‐ “… Ya habrás oído decir cómo muere.” – Terminó de decir la Señora
Reimei o mejor dicho; “La Dama Roja”.
Petrú entonces me miró muy seria, y luego sonrió también; conciliando
todos sus secretos y mentiras. Su sonrisa se me antojó tan chocante y vil, que
temí perder el dominio que tan bien había guardado hasta entonces.
-‐ Basta ustedes dos. – Se apresuró a decir Petrú con exquisita
delicadeza. – Es un atardecer jubiloso; ¡Así que no quiero oír otra
palabra sobre muertes ni gitanos! – Gritó alegremente colgándose de mi
cuello, y colmándome de pequeños e impetuosos besos.
Así, esa brujilla hermosa, rozándome con sus suaves mejillas y
aspirando mi aliento como si se tratara de un dulce néctar sin el que no podía vivir;
adquirió ante mí una malévola majestuosidad que no hizo otra cosa que aumentar
mi amor por ella.
Experimenté un gran pesar succionándome el alma, pues de pronto me
pareció que había transcurrido toda mi vida huyendo de personas que podrían
significar la muerte de nosotros, de Petrú y de mí… Y yo ya no podía más.
Sentí lástima de mí mismo y detesté aquella sensación, por lo que la
deseché de inmediato. – Tienes toda la razón, mi Petrushka. – Espeté, besándola
suavemente en la frente. – ¡Ustedes! – Exclamé en un grito ebrio de locura. –
Ariya y Bogie, vayan donde el viejo campamento, y encamínenlos al castillo de mi
padre. ¡Que ésta noche daremos en su honor nuestro mejor espectáculo! – Rugí
frenético.
-‐ Pero Lelouch – Intervino Rudy, luego de que les hube explicado todo lo
que había hecho con ayuda de Gitano. – ¿Estás seguro? – Inquirió
compungido, pues siendo el eterno aguafiestas que era el señorcito, no
era de extrañarse que le preocupara el que me fuera a colapsar de
cansancio en plena pista.
-‐ Para ya, jitraya zhopa. – Espetó Irina, a la vez que le acomodaba un
cabello de la frente, con un gesto extrañamente maternal y un tanto
seductor. – Lelouch sabe lo que hace.
Entonces de repente la cara se le iluminó a Petrú. – O tal vez –
comenzó a decir en un susurro que lentamente creció en un estallido de
alegría. – ¡Radú podría tomar tu lugar! – Mudé de expresión, y al darse cuenta
de ello, la voz de Petrú cambió ligeramente. Intentó mostrarse mesurada y
considerada, acunando mi rostro y hablando con el semblante un poco más
serio. – Sólo sería por ésta noche Lully; tú necesitas descansar y estoy segura
de que significaría mucho para él, ¿No es verdad, Radú? – Se volvió hacia él.
En respuesta, un calor febril subió al rostro de Radú y sus labios
temblaron al emitir un lastimero gemido del que me pareció entender las
palabras: “Por supuesto”.
No pude reprimir un pequeño suspiro de rendición, me sentía tan
patéticamente indefenso ante el inmenso amor que sentía por ella; y sin
embargo, también me sentí consumido por ése mismo sentimiento. Pero sobre
todo, supongo que sencillamente estaba fatigado. – Entonces, que se haga tu
voluntad amada mía. – Espeté fríamente al plantarle en los labios el que habría
de ser nuestro último beso.
El señorcito asintió a regañadientes, y luego de agradecer las atenciones de
su anfitriona los tres salieron hacia el viejo campamento, guiados por Bogie y
Ariya.
-‐ ¡Ah, Lully! ¿Por qué eres tan bueno conmigo? – Dijo Petrú al abrazarme
tiernamente, y se alzó de puntillas para poder recargar su frente en la
mía hasta que nuestras cejas se entremezclaron juguetonamente. –
Siempre accedes a todos mis caprichos para verme feliz.
-‐ Me juzgas mal mi Petrushka. – Respondí, recargando mi barbilla en su
pequeña cabeza alborozada y observé cuidadosamente los rostros de
Gitano, Radú y la Dama Roja. – No es tu felicidad la que procuro, sino la
mía.
***
Fue una noche despejada, la luna emperlada se alzó sobre las colinas
iluminándolo todo con su intenso resplandor, las nubes de plata flotaban
gentilmente sobre el mar; y la torre del reloj relucía bajo el cielo negro que se
extendía por toda la isla. La recuerdo claramente, no porque haya sido la última
noche que contemplara como un humano de carne y hueso, sino porque era la
primera de toda mi vida en que mi espíritu artero e ingenioso se hallaba
plenamente satisfecho.
Apartado del tumulto, sentado en una de las rocas que delineaban el
camino empedrado hacia el castillo; lo contemplé todo desde la penumbra. Divisé
a la distancia las pálidas luces de los carros que se avecinaban a La Castilleja
levantando espesas nubes de polvo a través de la vieja carretera; a la inmensa
multitud que se atropellaba brutalmente para abrirse paso de la colina hasta el
umbral del circo encantado que había aparecido misteriosamente en la isla; pero
más que nada; como un niño vanidoso me maravillé de mi propia creación.
El Pygmalion ofrecía una visión espectacular, bajo el disfraz del castillo de
mi padre. Sus desgastadas paredes habían sido reemplazadas por piedras
calizas tan blancas que si llegaban a capturar algún rayo de luna éstas traslucían
la pureza de la madreperla de la que estaban hechas y todo el castillo brillaba con
sus reflejos iridiscentes; las gárgolas de plata que se apostaban en lo alto giraban
sus cabezas cada vez que alguien cruzaba el umbral del gran pórtico y con una
macabra sonrisa le daban la bienvenida al público ávido por conocer el interior del
Pygmalion. – “¡En hora buena transeúntes!” – Exclamaban con voz espectral los
fantasmas encerrados en aquellas figuras de metal. Y eso era tan sólo por el
exterior, dentro del castillo la magia era mil veces más magnífica y solemne.
En el techo aprisioné una porción del cielo nocturno que brillaba con un azul
metálico aturdidor, pues soles líquidos lo iluminaban y atravesaban con vetas
amatistas y de color fuego. El piso blanquinegro que tanto había aborrecido, al
final me pareció exquisitamente ostentoso por lo que plagué el resto del suelo y
las paredes con el mismo patrón que nos reducía a todos los presentes a nada
más que meras piezas de un juego perverso; las butacas estaban enfundadas por
cristales acuosos que reflejaban un mar oscuro y tempestuoso; los palcos eran
suntuosos salones con paredes repletas de espejos que mirados desde abajo
tenían el aspecto de los peñascos contra los que chocaban las olas furiosas de las
otras butacas; altas columnas de vidrio negro se alzaban en las esquinas hasta
engañar al público de que lo que miraban era la cima lejana de un acantilado o
pequeñas casas con tejas rojas que colindaban con la ciudad mágica a la que
acababan de llegar, dependía del ángulo en que se estuviera parado; y en el
enorme espejo dorado con el que mi padre había sustituido el dulce retrato de mi
madre; ahí como si de un ventanal se tratara; se veía apostado en el centro de
aquella ciudadcilla mía, el terrible gigante de hierro que con sus campanas
contaba las horas para mí.
Cuando las manecillas hubieron marcado las diez desperté de mis
cavilaciones, y una peligrosa agitación hinchó mi ser, una especie de nostalgia
desgarradora que amenazaba violentamente mi equilibrio.
-‐ ¿Dónde estás Lelouch? – Oí de repente que me hablaba Gitano por
encima de la muchedumbre, aunque admito que tardé un poco más de
lo debido en reconocerlo.
Estaba acompañado por la Señora Reimei que lucía un elegante vestido
carmín que se ceñía deliciosamente a su cuerpo y que la hacía resaltar de entre el
pelotón que se aglomeraba torpemente en el camino; y por Radú, enfundado ya
en las vestiduras del Payaso Piérrot. Ahora que les cuento esto – espetó de pronto
el gato esbozando una sonrisa – doy gracias porque no se le ocurrió maquillarse
también, de lo contrario estoy seguro de que le hubiera asesinado en el acto, y el
espectáculo hubiese quedado arruinado.
-‐ En ningún lado al que puedas seguirme ésta vez Gitano. – Repliqué
riendo fríamente y entonces su rostro eternamente confiable se
ensombreció. – ¡Ea, hombre! No pongas ésa cara, que no me voy a
ningún lado, sólo estoy en broma. – Espeté propinándole un golpe en el
brazo a manera de camarería; lo que de momento pareció disipar sus
temores.
-‐ Estás de excelente humor Lully, – Intervino la Señora Reimei, echando
la cabeza hacia atrás para apreciar mejor los colores brillantes que
desplegaban los muros del Pygmalion. – Y ya veo el porqué. Ésta clase
magia supera la del Cuervo Negro, y la mía propia.
Me incliné para besar su mano cortésmente. – Es usted muy amable,
“Dama Roja”. – Espeté mordaz.
Su semblante templado se descompuso y su mirada se tornó rígida,
como si la hubiese ofendido gravemente. – Gitano, acompaña a Radú a
alistarse para la función. – Le ordenó. Gitano abrió la boca para protestar, pero
ella lo acalló con una mirada, así que luego de que Radú me agradeciera
asiendo mis manos con ademán vehemente; ambos siguieron abriéndose paso
entre la afluencia de personas que pugnaban por entrar al circo maldito de La
Castilleja.
El lugar estaba atestado de personas, sus pasos castigaban las piedras
con tal fuerza que a momentos parecía que la tierra ronroneaba. Sin embargo,
en aquél instante en que la Dama Roja y yo nos hubimos hallado a solas; el
corazón me latía con tanta violencia que resonaba sordamente en mis oídos.
-‐ Eres un niño vanidoso y cruel, Lelouch. – Habló al fin con voz trémula, y
las lágrimas comenzaron a afluir en sus mejillas pero al ver que ni sus
palabras ni su llanto producían efecto alguno en mí, aclaró la garganta y
continuó hablando. – ¿Acaso no te das cuenta mengue desgraciado?
Amas todo cuanto yo he amado; tus pérdidas y sufrimientos han sido los
míos. Heysol, Leyla, el Cuervo Negro; He llorado todas las tumbas que
pesan en mi consciencia y en tu sangre. Y si has de saberlo, también
lloraré sobre tu lápida mi querido niño. – De pronto sus lágrimas se
secaron, y sus ojos pardos centellearon con furia y dolor. – Lloraré
tendida en tu tumba un millón de noches antes de llorar en la de mi hija,
¿¡Me oyes!?
Toda ella temblaba frenéticamente y el castañeo salvaje de sus dientes, me
produjo una terrible sensación de miedo, que a momentos amenazaba con escalar
a pánico. Hasta que de pronto comprendí la súplica conciliada en sus palabras; la
maldición no pararía hasta que mi sangre bañara la arena de La Castilleja; así
pues la muy infeliz me mostraba mis opciones. O bien; abandonaba a todos mis
seres queridos y me marchaba para siempre sin mirar atrás, o entregaba mi vida
para salvar la de su hija.
Entenderán que ninguna de ésas alternativas me hacía feliz en lo absoluto.
Pues ninguno de ésos destinos me permitirían conseguir la vida fastuosa y plena
que yo soñaba tener a lado de mi amada Petrú.
Asentí, pero no pronuncié palabra alguna.
-‐ ¿Así pues, qué será Lelouch? – Quiso saber la perversa Dama Roja.
En silencio me acerqué a ella y la besé cándidamente en ambas mejillas. –
Me temo mi bella señora, que como siempre eso sencillamente depende de la
sublime trampa de tiempos que éste día, o mejor dicho noche, me depare.
Suspiró con ambos brazos abandonados a los costados y la mirada
ausente. Al fin la Dama Roja presentaba el aspecto de una mujer agotada y
rendida a su destino. – Muy bien mi cruel niño, en tal caso debo hacer una visita
que esperaba posponer. – Dijo al darse la media vuelta, y empezó a andar en
contra del gentío que inundaba la colina.
-‐ ¿Pero a dónde va que no se queda a ver la función? – Grité por encima
del estruendo de la multitud, al tiempo que la retenía fuertemente por el
brazo.
-‐ Al cementerio. – Respondió, recuperando de nuevo aquél aire seductor
que parecía tan ajeno a cualquier sufrimiento.
En mi rostro se dibujó una amplia y maléfica sonrisa. – Me parece bien,
vaya y pídale perdón a los muertos. Porque sepa mi querida Dama Roja… que yo
la condeno en vida. – Mis palabras resonaron en la densidad de la noche, mis
dedos se desprendieron de ella uno a uno, y para cuando ella giró la cabeza, de
mi presencia no quedaba más que una ventisca cálida que rebosó traviesamente
en sus cabellos de fuego.
Antes de poder dar siquiera un parpadeo, yo ya me hallaba muy lejos de la
Señora Reimei. No volví a verla nunca más.
Me refugié en el interior del castillo; la magnífica carpa del Pygmalion. Al
contemplar semejante visión, me di cuenta de que para mí la vida normal no
poseía ya el menor encanto. Y es que en donde momentos antes no existía nada
más que muerte y desolación; yo había creado un universo humeante de rostros
humanos colmados de sudor y candor; en el que los vivos y los muertos danzaban
tomados de las manos al son de los violines sin siquiera enterarse de ello. Los
engañosos espejos del Pygmalion retumbaban con alegres cánticos y el chocar de
los tarros de cerveza que los saltimbanquis ofrecían al público; por todas partes se
abrían puertas secretas de las que surgían los artistas enfundados en trajes de
todos los colores del arcoíris, con enormes pelucas blancas, mallas doradas,
cuellos colgantes adornados con cascabeles de oro, fulgurantes joyas en sus
manos, y zapatos con hebillas de diamantes y tacones plata. ¡Era un frenesí de
música y color! Bailarinas, acróbatas, payasos, tramoyistas, animales, figurantes y
hasta mis desgraciados siervos de color sepia; se entremezclaban con la
audiencia, embriagados por la magia de mi sueño mortal. Los gritos, las risas, las
peleas, el terror y la confusión; enzarzaban la ilusión envuelta en la hermosa
neblina de azufre que nadie más que yo parecía notar.
Pronto un clamor comenzó a inundar el laberíntico recinto – “¡Pygmalion,
Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion…!” – Gritaban todos eufóricos.
-‐ ¡Lelouch! – Me sacudieron toscamente por los hombros un par de
robustas manos.
Me volví con los cuchillos en mano, apuntando a la yugular de aquél sujeto.
Hasta que caí en la cuenta de que se trataba de Bogie. – ¿Te encuentras bien,
Lully? Soy yo. – Habló él agitado y con el rostro palidecido por el susto.
Retiré los cuchillos de inmediato y me di cuenta de que había alcanzado a
rajarle levemente el cuello. – Estoy bien, sólo me has cogido por sorpresa. Eso es
todo. – Espeté tajante, mientras que miraba distraídamente a mí alrededor.
Bogie asintió inseguro, pero no dijo nada más al respecto. Probablemente
porque para esas alturas, yo ya presentaba un aspecto bastante demacrado y
feroz; sin embargo supongo que todos asumieron que se debía al agotamiento en
que aquella magia me sumía. Ninguno de ellos sospechaba que mi sangre había
comenzado a ceder a la locura.
-‐ El público está a nada de volcarse, será mejor que empecemos con la
función. – Dijo Bogie en voz baja, al tiempo que se llevaba una mano a
la herida.
Asentí enérgicamente. – ¡Vayan pues! – Exclamé entre animadas risas. –
¡Y dile a Ariya que te cure ése cuello!
-‐ Pero Lelouch… – Comenzó a decir débilmente, con el semblante
descompuesto de preocupación.
-‐ Anda de una vez, antes de que el pandemonio caiga sobre ti Bogie. –
Espeté maliciosamente. – ¡¡¡Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion,
Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion!!! – Rugí, uniéndome al
delirante vitoreo del público. Por lo que el pobre de Bogie no tuvo más
remedio que apresurarse entre los pasadizos del Pygmalion para dar
aviso de mis órdenes.
Al cabo de unos minutos, la estancia se anocheció por completo y se
iluminó con el reluz de un estruendoso relámpago y todo se sumió en el silencio.
Entonces los acordes fantasmales de un órgano sacudieron el aire hasta que
simularon el sonido metálico de una risa diabólica; de entre los muros surgieron
las danzantes siluetas sepia dejando a su paso un rastro de guirnaldas hechas de
azufre; los espejos del techo se reacomodaron ruidosamente en el centro de la
estancia hasta conformar un óvalo que constantemente cambiaba de forma similar
a un caleidoscopio gigante y que delimitaba el área del escenario. Entonces, en el
centro de aquél ruedo de cristal una sombra adquiría forma humanoide hasta que
el Payaso Piérrot aparecía emitiendo un estridente grito desde las profundidades
de su garganta.
Ataviado con sus ropas elegantes, el hipócrita rostro escondido tras una
máscara harinienta y los ojos enmarcados hábilmente con delineador negro;
aparecía el amo del Pygmalion. Y realizando grandes ademanes y esbozando una
sonrisa maléfica, Piérrot conjuró a una horda de esqueletos envueltos en harapos
andrajosos para que bailaran con él; entonces las palmas de los muertos
rechinaron pues sus envoltorios de carne ya comenzaban a pudrirse y sus huesos
a torcerse. Aún así, en la carpa de inmediato rugieron los aplausos y silbidos.
Sin embargo, desde detrás de los espejos un par de ojos dorados me
cercenaban furiosamente. Sonreí y me escabullí entre el gentío hasta apostarme
frente al gran espejo que reflejaba la torre del reloj, extendí los brazos y con un
dedo toqué la fría superficie que rápidamente se disolvió en una laguna metálica
que envolvió todo mi cuerpo. Cuando aquella sábana plateada se hubo endurecido
de nuevo, yo aparecí en el otro extremo del espejo; desde donde Petrú y Gitano
habían estado observándolo todo.
-‐ ¿Pero qué te has creído? – Respingó Petrú colérica. – ¡Invocando
fantasmas, y animando los cuerpos de los muertos! – Petrú llevaba el
rostro cubierto de un maquillaje que empalidecía su piel de canela pero
que a cambio resaltaba ése par de coloradas mejillas que se había
pintado tan meticulosamente para aquella ocasión, sus ojos dorados
estaban magistralmente enmarcados por su maravilloso cabello maple
que llevaba recogido en un alto moño adornado con zirconias de colores
y una tiara dorada. Pero lo que más me deslumbró fue su vestimenta,
pues no llevaba el sencillo vestido vaporoso que tanto le gustaba sino un
tutú de cortinas de diversas texturas y tonalidades que combinaban con
las piedras de su pelo; y un ceñido corpiño lila con intrincados bordados
dorados.
Lucía como toda una muñeca de porcelana.
-‐ ¿”Petrushka”? Tu madre no asistirá a la función. – Espeté
desdeñosamente.
-‐ Lo sé, no es para ella… – Respondió retorciéndose las manos
nerviosamente. – Es por Radú; quise hacer algo especial para los dos. –
Dijo con la mirada clavada en sus zapatillas doradas.
Me quedé lívido y oprimí mis puños fuertemente. Entonces ella se acercó a
mí temblando y me aferró por las mangas de mi gabardina. – Lully, tienes que
detener esto antes de que te hagas daño. – Dijo señalando a los fantasmas y
cadáveres al otro lado del espejo con la cabeza. – ¡Si tan sólo pudieras ver el
aspecto tan terrible que tienes!
En verdad que parecía angustiada mi brujilla embustera.
-‐ Bogie y Ariya, pueden hacerse cargo. – Espetó Gitano en su tono afable
de siempre mientras que colocaba su brazo alrededor de mis hombros
en un íntimo gesto de amistad.
Giré la cabeza en dirección del espejo; el Payaso Piérrot sonreía divertido
mirando a Bogie y Ariya que daban saltos y volteretas por los aires, esquivando
los sables encendidos en fuego que Emil e Irina lanzaban hacia ellos con una
expresión perversamente complacida. – El que viene, es el acto del Señorcito
Rastelli. – Hablé, apenas moviendo los labios con la mirada ausente.
Gitano y Petrú voltearon a verse confundidos. – Está bien, – comenzó a
decir Petrú. – si así lo quieres puedes quedarte a ver el número de Rudy. Pero
apenas termine, te marchas a casa con Gitano.
Asentí, entonces ella posó su mano sobre mi mejilla y me miró con dulzura.
– Gracias, Lully. – Y se dio la media vuelta para atravesar el espejo.
Apenas se hubo ido, me sobrevinieron las más violentas carcajadas. ¡Ella
estaba consciente del poderoso influjo que ejercía sobre mí! Tenía que estarlo,
pues conocía a la perfección aquellos momentos en los que debía mostrarse
seductora y aquellos en los que debía comportarse cariñosa e indefensa; para
someterme a su voluntad. ¡El intenso amor que yo le profesaba, no había sido
más que una burla para ella!
-‐ Lelouch, Lelouch. – Me llamaba Gitano, mientras que yo me doblaba de
la risa. Entonces lo oí bufar furioso. – ¿¡Qué es lo que harás ésta vez!?
– Inquirió temblando de impotencia.
-‐ ¿Qué más? Devolverle el favor a ése sirviente mío. – Respondí entre
histéricas risas.
Petrú había terminado su solo, y como era de esperarse los gritos y vítores
estallaron estruendosamente sobre los aplausos. La escena se oscureció, y tan
sólo la luna llena brillaba en lo alto del cielo estrellado que había capturado en los
espejos; pues aquél era el momento en que Piérrot regresaba a escena para
seducir a la inocente bailarina que permanecía durmiente con la cabeza levemente
inclinada, pero de puntillas aguardando pacientemente a que alguien la rescatara
de aquella encantación. Así pues, mientras que el claro de luna envolvía
delicadamente la figura etérea de aquella muñequita mentirosa; Piérrot se
escabullía danzando ágilmente entre el carnaval de músicos y saltimbanquis que
rodeaban a la bailarina para despertarla , pero en el momento justo en que Petrú
levantó la cara para arrastrar al maléfico payaso dentro de su sueño … Los
espejos reventaron en millones de pedazos que al caer se transformaban en
estrellas de nieve que cubrían la pista y reflejaban los rayos lunares con cegadora
intensidad, obligándolos a todos a cubrirse las caras, pues era una luz nocturna
transparente y fría. Entonces una sombra se asomó dentro del espejo de la torre
del reloj; la sombra sacó una pierna y un brazo; absorbió los rayos de la luna y se
cristalizó con el mismo color metálico del espejo en el que se hallaba aprisionado;
y cuando emergió completo en el otro lado de su prisión; la triste muñeca se halló
con el reflejo mismo de su amado Payaso Piérrot… Yo.
El Payaso Piérrot de pronto se torno pálido y trémulo, con los ojos fuera de
órbita a punto de desfallecer de miedo ante la oscura presencia de su otro yo; en
cambio su reflejo ofrecía un aspecto más sobrenatural, pues su rostro era más
deslumbrante y sus ojos obscuros como la garganta de la noche a momentos
destellaban con un intenso fulgor plateado.
Sonreí y besé la mano de Petrú, que no daba crédito a lo que sus ojos
veían. Me volví entonces hacia los espectadores y realicé una reverencia,
mientras que detrás de mí todos los artistas y músicos permanecían
desconcertados con las bocas abiertas; y Radú, ése triste reflejo mío, lanzaba
gritos y descomponía su rostro en muecas y gestos exagerados que ocasionaron
la risa del público.
Gitano estaba al otro lado del espejo sacudiendo rendido la cabeza y
pronunciando mi nombre en silencio, como si al hacerlo pudiera obligarme a
desaparecer del escenario.
-‐ ¡Miseria que a la muerte, desde la vida, nos arrastras! ¿Me permitirás
sentarme en tu sombra? – Me volví eufórico hacia Radú, quien furioso
embistió torpemente hacia mí emitiendo lastimeros gemidos; hasta que
lo detuve por el antebrazo y lo torcí detrás de su espalda obligándolo a
arrodillarse ante mí. Y cuando lágrimas negras de impotencia
empezaron a correrle por el rostro, me acerqué para hablarle al oído. –
Contempla los ojos del verdadero amo de éste sueño Radú, mi
envidioso hermano. Porque en mi oscura visión se oculta el alma del
demonio que será tu perdición. – Lo cogí por la desgastada camisa y lo
arrojé violentamente contra el mismo espejo en el que yo me había
ocultado. – ¡Vuelve a la prisión a la que perteneces, sombra mía! –
Espeté teatralmente, para asegurarme de que la audiencia no perdiera
el hilo de la historia, mientras que las garras de los demonios emergían
del espejo para apresar a Radú y con un rugido las bestias infernales
clamaban por la carne y los huesos que consumirían entre sus lenguas
de fuego.
Petrú entonces me abrazó férreamente por detrás. – No lo hagas Lelouch,
te lo suplico. – Sollozó febril.
Sonreí débilmente, y las bestias se desvanecieron. Entonces el fuerte brazo
de Gitano emergió cubierto por la superficie plateada del espejo y atrajo al
desfallecido Radú hacia el otro lado.
Los jadeos se alzaron entre el público asombrado, y embriagados de magia
clamaron salvajemente por más; así que con una seña indiqué a los músicos y
artistas que retomaran el acto y extendí mi brazo hacia Petrú. – “El espectáculo
debe continuar.” – gesticulé, y entonces ella no tuvo más remedio que coger la
mano que la invitaba a sumergirse en la que terminaría siendo la peor de sus
pesadillas.
El arpa comenzó con un ritmo melancólico pero ligeramente rápido imitando
el de las difusas gotas de lluvia al caer en un lago; Petrú entonces se deshizo de
mi agarre, levantó los brazos en un óvalo perfecto y alargó su cuello elegante y
orgulloso, para iniciar una serie de piruetas con las que dócilmente se fue
deslizando a lo largo del escenario; en ése momento los violines entonaron su
melodía translucida y vibrante de una manera suave y casi precavida; a la vez
que Petrú inclinaba el torso hacia delante apoyada en una sola pierna con el brazo
estirado hacia atrás para continuar su danza. A medida que la música de los
violines se tornaba más osada entonces los flautines nostálgicos se fundían en la
melodía como un llanto suplicante, y cuando aquél desgarrador ruego alcanzó su
clímax, los tambores y los platillos estallaron con una sonoridad angustiante y
apasionada.
Fue entonces que extendí los brazos, cogí a Petrú por el tallo, doblé la
rodilla y comencé a dar violentas piruetas envolviéndola en un enardecido abrazo.
Girando y girando, sin esfuerzo alguno; con la música sonando cada vez más
aprisa, mi Petrushka se rendía a mis caricias; y en un instante en el que noté que
sus labios me buscaban, la lancé por los aires tan alto que casi rozó las vigas del
techo, y a pesar de ello, al caer Petrú encorvó la espalda totalmente hacia atrás
porque sabía que mis manos aguardaban por ella. La deposité con delicadeza en
el suelo sin emitir el menor ruido, y juntos nos convertimos en una criatura
deforme que se fundía salvajemente con la música y cuya alma había sido
cruelmente cercenada en dos cuerpos distintos.
Durante aquél embriagador lapso que duró nuestra danza, no sentí más
odio ni rencor; tan sólo sentí amor y una alegría distorsionada y trágica; pues muy
dentro de mí sabía que cuando todo hubiese terminado ése mismo amor al final no
haría más que desfigurarme y acrecentar el fuego de mi aborrecimiento hacia ella.
Mi Petrushka.
La música acabó, y el escenario tronó con los aplausos extasiados del
público. Se deshacían en alabanzas hacia la aparentemente frágil muñequita del
Pygmalion y a su aparentemente malévolo amo “Piérrot”.
¿Y cómo no iban a hacerlo?, si juntos los seducíamos dentro de nuestros
sueños, y representábamos la fresca y graciosa juventud que ellos nunca más
recuperarían.
Tomé a Petrú de la mano y desaparecimos en una explosión de luz dorada,
que de nuevo iluminó el cielo de los espejos; entonces el terror y la fascinación se
esparcieron conjuntamente pues de las rampas y espejos salieron los animales a
desfilar… sin embargo no pude resistirme y encerré a los drásticos fantasmas de
azufre dentro de ellos.
Las bestias se retorcían espasmosamente al habitar ésos cuerpos tan
enormes y tan diferentes del que recordaban; desesperados volteaban hacia atrás
los ojos, contraían salvajemente los músculos para forzarlos a andar erguidos, y
torcían terriblemente los hocicos para hablar; – algunos incluso terminaron por
comerse sus propias lenguas – ¡Eso si que era algo digno de verse! Las voces
que brotaban de aquellas gargantas; estrepitosas y huecas, escupían palabras
perversas que desgarraban los muros y la sanidad de las personas. Bramaban
diluyéndose en un ruido espantoso y repetitivo, sus gemidos se alzaban
primitivamente superponiéndose caóticamente, penetrando en los cerebros de
todos. Y sin embargo para mí ésa música era esencialmente bella.
Además, como los músicos estaban estupefactos y eran incapaces de
moverse; aquellos bailarines de huesos torcidos y amarillentos se dieron a la tarea
de entonar su diabólica canción. Desde las penumbras se arrastraron como una
multitud de mendigos harapientos y jorobados; sacudían las cabezas y se
retorcían sobre sí mismos. ¡Y todo para poder danzar con los vivos!
Aterrorizado el público salió despavorido, buscando inútilmente el escape
de aquél sueño, soñado por los muertos.
En el otro lado del espejo, me sobrevino una risa sardónica que ni Gitano, ni
Petrú, o ni siquiera yo mismo, podía detener.
-‐ ¡Ya has ido demasiado lejos! – Gruñía Gitano al tiempo que me sacudía
bruscamente, pero por desgracia aquello no hizo más que aumentar mi
euforia.
Petrú por otra parte, estaba tensa sin pronunciar palabra, con una mezcla
de confusión y aturdimiento. O tal vez ¿Quién sabe?, es posible que hubiese
estado tan aterrorizada como la estampida de gente que se estrellaba
desesperada contra los muros laberínticos del Pygmalion.
Parecía que nada podría parar aquello, hasta que Emil, Irina, Rudy, Ariya y
Bogie; entraron por el espejo hacia la oscura habitación oculta tras su reflejo. – El
gato entonces se detuvo abruptamente y se dirigió hacia Luca. – Una habitación,
que me temo, tú conoces muy bien, pues si lo que reflejaba en el exterior era la
torre del reloj; en el interior se encerraban éstas mismas paredes que ahora nos
amenazan con derrumbarse.
Elena por otro lado empezó a decir algo y al final no dijo nada, pues
aunque quería protestar por el giro que estaban dando las cosas; lo cierto es que
se sentía perdida en una caja china de verdades y mentiras. Resignada, echó un
suspiro y con la mano le indicó al gato que continuara con el final de su historia.
De pronto me ví rodeado por todos ellos, que tenían la misma expresión
triste e implorante. ¡Como deseé poder odiarlos! , para entonces dar rienda suelta
a la desastrosa desesperación que me pesaba en el alma.
-‐ ¿Kak diela? – Me zarandeó Emil por los hombros, consternado. Lo cierto
es que ni él ni Irina comprendieron jamás la magia de la que fueron
testigos, ni en el Pygmalion, ni cuando acompañaban a Karandash en su
castillo viejo; creo que tampoco les importaba pues en sus días de
mercenarios se habían acostumbrado demasiado a no hacer preguntas
y ahora se contentaban con el simple hecho de haber encontrado un
hogar que los aceptaba sin cuestionar o juzgar su pasado. En lo que a
ellos les concernía, aquello no había sido más que un capricho mío
fuera de control.
Al percatarse de que las risas no cesaban, el Señorcito Rastelli me jaló
por las mangas de mis ropas y me abofeteó acaloradamente. – Sabes muy bien,
que Karandash jamás aprobaría esto. – Espetó con expresión solemne.
-‐ Tampoco tu padre. – Agregó Ariya. – Con los ojos enrojecidos a fuerza
de contener el llanto.
Las carcajadas cesaron de inmediato, no porque me sintiera
avergonzado ni nada parecido, sino porque aquello se me antojaba un intento
patético y desesperado por parte de todos ellos por contener un poder del que no
sabían absolutamente nada. ¡¡Recurrían a la memoria de los muertos,
precisamente para expulsarlos del mundo de los vivos!! , aquello fue sencillamente
delicioso.
Esbocé una sonrisa especialmente maliciosa. – ¿Y cómo pueden
ustedes estar tan seguros? Si los muertos, una vez muertos; ya no tienen
injerencia alguna en las decisiones que hacemos los vivos. – Espeté en un tono
despectivo y burlón.
-‐ Estás en otro tiempo Lully. – Habló de pronto Bogie con voz ronca. – Te
estás perdiendo en una pesadilla a la que no podemos seguirte. Sea
cual sea el temor que te ha conducido a ésta demencia, te ordeno que le
pongas un alto antes de que sea demasiado tarde. – Espetó en un tono
amable y a la vez singularmente autoritario. Bogie, poseía una extraña
modestia que la mayoría de las personas confundían con ingenuidad;
sin embargo era él quien de todos ellos (los vivos y los muertos) poseía
la sabiduría paciente y compasiva que por puro instinto rechaza la ira.
Asentí calmado y con una mano comandé a las desgraciadas criaturas
que descansaban en la tierra que abandonaran los cuerpos que habían hurtado. –
Está hecho. – Respondí en voz baja, mientras que una nube de azufre se alzaba
hacia las vigas del castillo y los animales gemían asustados o caían desfallecidos
entre los escombros de los cadáveres danzantes.
Bogie entonces sonrió afectuosamente y posó su mano en mi cabeza y
sacudió mi cabello, en un gesto casi infantil. – Nosotros nos haremos cargo, Lully.
– Dijo mientras que hacía señas a los demás para que lo siguieran fuera del
espejo.
Emil e Irina se encogieron de hombros y me dieron fuertes golpes en el
brazo antes de atravesar al escenario; “¡Te lo tienes merecido!” se fue
refunfuñando el señorcito tras de ellos; mientras que Ariya posaba su mano en mi
frente y se cercioraba de que no colapsaría en cuanto pusiera ella un pie fuera de
la torre; “Vendré a revisarte, apenas terminemos allá afuera.”, me advirtió
enérgicamente al cruzar por el espejo.
Cuando me volví, sólo quedaban Petrú y Gitano.
-‐ Puedes marcharte. – Le hablé con voz suave a Gitano, que rodeaba a
Petrú con el brazo en ademán protector. – Sabes que moriría antes de
causarle daño alguno. – Espeté sonriendo afablemente, lo que supongo
que tranquilizó a Petrú pues con la mirada le indicó que nos dejara
solos.
Gitano atravesó por el cristal líquido del espejo en absoluto silencio,
pero me fulminó con la mirada; poco después lo sentí escondido entre el vidrio y el
marco dorado del espejo. Sacudí la cabeza divertido; en ése momento supe que
el pobre Gitano siempre velaría por ella, incluso en la muerte.
Permanecí un instante con la mirada perdida al frente, concentrado en
el estruendo de los engranajes que hacían vibrar el cristal del reloj en la torre; en
el tic tac metálico de las pesadas manecillas que a momentos parecían seguir los
latidos de mi lacerado corazón, y sin darme cuenta me perdí en el aire melancólico
de aquella habitación que mi madre y Mariano habían acondicionado para
refugiarme durante aquellas madrugadas en que me escabullía para visitarlos.
Una pequeña chimenea que expulsaba cenizas en vez de calor, estantes de
madera podrida colmados con los libros que mi mamá solía leernos a mi hermano
y a mí cuando pequeños, el viejo fonógrafo de nuestro abuelo que mi padre
acarreaba con él a donde quiera que fuéramos, y un par de sillones de terciopelo
rojo con los resortes salidos; todo cuanto había en ése cuarto pertenecía a los
muertos. Tuve la sensación de que estaba perturbando el eterno descanso de
aquellas almas sólo con estar ahí parado; y me sentí mucho más avergonzado por
ello, que por todas las diabluras que había llevado a cabo hace apenas unos
instantes en el Pygmalion.
Me dejé caer en uno de los sillones, tan abatido estaba que no hice
nada por acomodar los resortes que se enterraban en mi espalda. Y escuché al
otro lado del espejo, las risas ensordecedoras de la audiencia, los cuchicheos
jocosos y los aplausos que alababan el magnífico truco de magia que habían
presenciado; los rostros de los espectadores estaban colorados y excitados
aclamaban por el regreso de Piérrot al escenario; cuando la música circense
comenzó a sonar y los saltimbanquis regresaron a escena, supuse que Bogie y los
demás tenían la situación bajo control. Aunque debo decir – sonrió el gato – que
nunca pude preguntarles qué hicieron para aplacar el pánico de la audiencia, pero
en fin, eso ahora ya no tiene importancia.
Petrú me observaba con ojos silenciosos y rencorosos, paseándose
nerviosamente de un lado a otro, y aunque de vez en cuando abría la boca para
hablarme se acobardaba en el último instante y retomaba su inquieta caminata.
-‐ Estoy cansado de los sueños. – Rompí el silencio que se imponía
implacable entre los dos. – Por ellos he perdido la vida que pudo ser y
no fue, por ellos mi Petrushka, he envejecido antes de tiempo.
Petrú resopló despectivamente. – ¿A eso llamas tu soñar? – Se burló con
su voz cantarina e infantil.
Me levanté de mi asiento muy lentamente, dejando a mis ojos
descansar en aquel par de soles indomables y caprichosos. Mi rostro se animó y
la contemplé con afecto, casi con devoción. – Sé que me has mentido todo éste
tiempo. – Empecé a decirle, y antes de darle oportunidad de protestar le oprimí
gentilmente el labio inferior con un dedo. – Detente, y por una vez disfruta del
silencio; no necesito de tus palabras ni de tus falsos votos de amor mi despiadada
bruja, no podrían más que dañarme. Ciertamente, sería más fácil odiarte – repetí
las palabras de Gitano. – pero me repugna la soledad. ¿Quién más podría
amarme sino otra criatura tan monstruosa como yo? – reí amargamente. – Te amo
Petrú, con tu malignidad y con tu inocencia. – Ella entonces levantó la cabeza
exaltada, con los ojos bien abiertos y los labios temblando. – ¡Ajá! Ése es el
problema ¿No es verdad? , has intentado excitar mi odio por todos los medios
para salvar tu vida pero al final el “Diablo de Ojos Negros” sucumbe a la
humillación de su amor a ti. ¡Pero vamos Petrú, no pongas ésa cara! – exclamé
estrechándola en mis brazos. – No olvides que no debes temerme, nunca tú. – Le
murmuré al oído.
-‐ ¡Ah! Pero te temo amor mío. – Respondió ella, al tiempo que se
deshacía bruscamente de mi abrazo. – Ése amor que dices sentir por
mí me hace temblar, así que adelante, ódiame Lelouch. ¡Ódiame, como
te odio yo! – Exclamó precipitándose sobre mí, como una fierecilla con
garras y colmillos. – ¿Cómo pudiste pensar que podría volver a amarte?
Luego de lo que hiciste con el pobre Radú; luego de haberme mostrado
el alcance de tu maldad. – Dijo entre carcajadas y arañazos. –
Destruiste el espíritu del que yo más amaba, y me arrancaste de su
lado.
La sujeté por las muñecas y la empujé hacia uno de los sillones.
Entonces ella se deshizo en lágrimas. Me arrodillé para quedar a su misma altura
y acuné su rostro entre mis manos temblorosas. – Ésa es la traición más grande
de todas, mi Petrushka. Porque la cometes contra ti misma. ¿Por qué entonces
corriste tras de mí, si tanto amabas a ése pobre diablo? No, no. – Dije sacudiendo
la cabeza y riendo levemente. – Estás enamorada con la ilusión que él ha creado
de ti. Dulce, bella, tierna, y siempre bondadosa de corazón; dime Petrú ¿Crees
que te amará aún después de que te hayas vuelto vieja y gris? Cuando la
malignidad de tu sangre haya dejado cicatrices en ése rostro angelical… – Mi voz
se apagó, y antes de darme cuenta me puse de pie. Rebuscando entre mis
bolsillos el anillo que había hecho para ella. – He visto lo precioso y lo espantoso
de tu alma, y te amo no a pesar de ello; sino por ello. – Espeté jadeante al tiempo
que le colocaba el anillo en el dedo anular. –Porque de otra manera no serías la
maravillosa criatura que eres ahora.
Mientras que Petrú contemplaba el anillo en su mano, tras de mí
escuché los pesados movimientos de Gitano al abrirse paso de entre el marco
dorado y el cristal del espejo. Dejándonos al fin solos.
-‐ Lelouch ¿Éste diamante es…? – Dijo sorprendida al reconocer que era
la misma piedra que ella había mandado a incrustar en el medallón que
me había obsequiado; y que yo había colocado en uno de los anillos de
mi madre mientras que Gitano me ayudaba a transformar el castillo.
Asentí. – Lo único que pido a cambio de ti, no es que me sigas sino que
me acompañes. Comparte mis sueños, para que éstos no me devoren el alma.
Hay tierras y ciudades que anhelo conocer; mundos cuya tranquilidad muero por
trastornar; misterios que ni la ciencia ni la magia resuelven aún y deseo averiguar.
Abandona ésta isla que clama mi sangre, para que no temamos a la muerte nunca
más.
Su semblante se iluminó lentamente y me maravillé de lo delicada que
parecía ahí sentada e indefensa, mientras que su boquita se retorcía meditando
mis palabras. Entonces sus ojos dorados centellearon con ferocidad y mi triste
alma supo la respuesta mucho antes de que ella la pronunciara. – No. –
Respondió fríamente, a la vez que se quitaba el anillo y lo depositaba de vuelta en
mis manos. – Ésta isla “maldita” es la tierra de mis ancestros, la morada de
Gitano, de Radú y de mi madre. No la abandonare a su suerte, por ti. No soy tan
fuerte como tú Lully, yo jamás me perdonaría si la dejase morir sola. – Espetó
tiernamente, al tiempo que con gesto compasivo acariciaba las líneas de mi rostro.
– Pero no tienes que marcharte. Mi madre aún tiene conocidos, brujos poderosos
que pueden ayudarnos a combatir la maldición. ¡Y tú, eres mucho más fuerte
ahora Lully! Juntos podemos protegerte, y también a Mariano, estoy segura de
ello. – Habló alegremente, tomando mi mano entre las suyas.
Sonreí cansinamente, apenas una arruga en la comisura de los labios.
Deslicé mis manos hacia el medallón. – ¿En verdad somos eternos, tú y yo?
Ella entonces, cerró sus manos entorno del medallón que pendía de mi
cuello. – Si, lo somos. – Respondió con voz trémula.
Yo estrujé sus pequeñas manos contra mi pecho. – ¿Lo oyes latir?
¿Sientes la fuerza con que late, Petrú? – Por respuesta un enérgico asentimiento.
– Entonces comprendes porqué debo abandonarte. – Lágrimas comenzaron a
empaparle la cara. – Te amo más de lo que jamás sabrás; te amaré cuando me
mire al espejo todo surcado de arrugas y sueñe con tu recuerdo congelado en el
tiempo; te seguiré amando mucho después de que mi cuerpo se haya vuelto
cenizas en el olvido. ¡Pero mi alma está ávida de vida!, no la entregaré por un
amor que exige muerte. Para eso te basta con ésa patética sombra mía, que dices
amar. – Agregué con un marcado tinte de desprecio.
-‐ Después de todo lo que hemos vivido juntos, de todo lo que hemos
combatido; ¿Así es como terminas nuestra historia? – Sollozó Petrú, al
tiempo que retrocedía hacia el espejo.
Negué con la cabeza. – Se termina con una despedida, mi Petrushka.
Ella sonrió fría y cínicamente. – Muy bien entonces; Adiós. – Dijo, al
tiempo que se dejaba envolver por el líquido metálico del espejo.
Mientras ella cruzaba aquél umbral, me llegó el sonido de llantos,
canciones, y suaves vestigios de la alegre música del Pygmalion; pero cuando se
hubo marchado no quedó nada más que el sonido amortiguado de las manecillas
de la torre.
30. …Y LA MUERTE NO TENDRÁ SEÑORÍO.
Apenas podía creer lo que acababa de suceder. La luna llena relucía a
través del cristal del reloj de la torre, descomponiendo sus rayos en difusas
telarañas de luz y rodeándome con las sombras de los muebles decaídos en la
habitación, con las voces del pasado y la alegría que se había desvanecido años
atrás.
Cerré los ojos y soñé con mi cuerpo envuelto en una carne pellejuda y
arrugada; con la noche de mis cabellos transformados en fina niebla; la espalda
encorvada y los huesos en mis manos demasiado retorcidos para sostenerse
firmes… La apariencia de un hombre cuya historia ha terminado de escribirse.
Entonces escuché el repentino crujir del vidrio en el espejo, y al abrir los
ojos vi a Gitano atravesándolo furiosamente. Con gran pesar abandoné aquella
absurda fantasía.
Gitano se precipitó hacia mí, me aprensó por el brazo y me lanzó
violentamente contra la vieja chimenea.
-‐ ¡Bastardo! – Rugió, con el rostro enrojecido de ira. – ¿¡No descansarás
hasta vernos a todos tendidos bajo tierra!? – Espetó furiosamente al
propinarme un puñetazo en la cara. – Sabes que morirá si se marcha
contigo; y no por arte de la maldición, sino de tu condenado egoísmo.
No pude sino reír a mis adentros, el muy infeliz no había tenido las
agallas para quedarse a escuchar la negativa de Petrú. Y aunque reconozco, que
lo menos que le debía a Gitano era el decirle la verdad para terminar con su
miseria, lo cierto es que todavía me apetecía divertirme con su alma hipócrita un
poco más antes de partir.
Pretendiendo retorcerme de dolor, me llevé una mano a los bolsillos de
mi gabardina y aferré los cuchillos entre mis dedos sin que se percatara. – ¡Oh sí,
soy ferozmente egoísta hermano mío! – Respondí jadeante, a la vez que me
incorporaba de un salto para enterrarle dos cuchillos en la pierna izquierda.
Gitano cayó de rodillas aturdido de dolor.
Empecé a rondarlo en círculos, del mismo modo que un felino ronda a
un pichón. – Pero dime, ¿De qué otro modo se deben defender los sueños? Con
la pusilanimidad con que tú luchaste por Petrú o acaso con la misma cobardía con
que renunciaste a tus sueños de crear un imperio tan grande como el de mi padre.
Oh no, no me culparán más de sus desfortunas; porque si yo pasé encima de
todos, ¡¡¡Fue tan sólo porque ustedes así lo permitieron!!! – Grité con voz ronca,
mientras que Gitano gritaba de dolor al sacar los cuchillos de sus heridas. – ¿Qué
hiciste cuando abandonaste el ala de mi padre para seguirme en mis
desventuras? ¿O cuando todos me traicionaban bajo tus narices?... ¿Qué hiciste
ahora, cuando degradé a tu amigo Radú frente a la isla entera? …Si, quizás soy
monstruoso pero al menos sé lo que miro en mi reflejo sin renegar de ello; puedo
reclamar cierta nobleza en mi maldad…En cambio tú, me llamas “hermano”
cuando secretamente no has hecho más que envidiar todo cuanto poseo, y cada
vez que he atizado tu rencor rehúyes y agachas la cabeza porque tu propio
corazón taimado te repudia.
Gitano se oprimía la herida, sacudiendo la cabeza con vehemencia. –
¿Y qué sabes tú de mis envidias o remordimientos? – Respondió entre dientes. –
Tú que nada se te ha negado jamás; que has sido amado incluso por aquellos que
más has odiado. – Espetó al tiempo que llevaba lentamente su mano al cinto en
que guardaba la navaja roja. Vi el resplandor del acero, pero no hice ningún
movimiento; supongo que una parte de mí sencillamente quería saber si al final su
amistad era tan real como lo había sido su rencor.
Gitano se alzó súbitamente y cogió, no su navaja, sino los dos cuchillos
tirados a su lado; y se arrojó furioso contra mí. Brinqué hacia atrás, pero uno de
los cuchillos alcanzó a herirme en el pecho. Fue apenas un rasguño, pero de
inmediato la sangre manchó mi camisa.
-‐ ¡Ja! ¿Pretendes que sienta lástima, por el desamparado huérfano de La
Castilleja? –Espeté en tono ruin, al tiempo que me quitaba el sombrero
para sacar el bastón plateado de Heysol. – No me conoces, amigo mío.
– Dije, avanzando hacia él con los movimientos ágiles y felinos que Emil
e Irina me habían enseñado.
Disponíamos de poco espacio para pelear, por lo que todos los muebles
caían estruendosamente cada vez que uno arremetía contra el otro.
Gitano atacaba hábilmente por lo que me obligó a retroceder en más de
una ocasión, y cuando de nuevo avanzó hacia a mí con ambos cuchillos en mano;
el primero lo enterró en mi hombro derecho, sin embargo, alcancé a agacharme a
tiempo para esquivar el segundo y cargué brutalmente el bastón contra su
estómago hasta dejarlo sin aire, obligándolo así a soltar el otro cuchillo.
-‐ Agh. ¡Un demonio, con estos amigos que me consigo! – Grité adolorido
mientras que sacaba el cuchillo clavado en mi brazo. – Existe una
delgada línea entre la admiración y la envidia… Más nunca creí que tú la
cruzarías. – Espeté jadeante, al lanzarme de nuevo contra Gitano.
Le pateé las costillas coléricamente, y le estrellé el bastón de Heysol en
la cara hasta empapársela de sangre. Gitano se retorcía de dolor, envolviéndose
el vientre con ambas manos y sin embargo se reía descaradamente de mí. –
¿Envidiarte? – Decía entre carcajadas. – ¡Pobre diablo! ... En verdad que te
convences de las mentiras más cínicas. – Espetó mientras que se apoyaba en una
rodilla, respirando pesadamente a causa de las heridas. – ¿Ya olvidaste que eras
tú el demonio que toda La Castilleja temía? No tenías a nadie cuando te conocí
Lelouch, estabas tan sólo como yo porque eras un extraño incluso para tu propia
familia. – Exclamó salvajemente al precipitarse contra mí, ésta vez empuñando
fuertemente su navaja roja. – Todos estos años no he hecho nada más que sentir
lástima por ti; porque; ¿Qué tan desesperado debías estar para codiciar la vida de
un miserable huérfano como yo?
Arremetía ciegamente contra mí, con tanta ira que yo apenas y tenía
tiempo de brincar hacia atrás para esquivar el filo carmesí de su navaja… Pero
tenía razón, no me había dado cuenta hasta ése preciso momento en que lo oí
salir de su boca deformada en una mueca de odio. Yo era quién había usurpado la
vida de Gitano, era yo el envidioso… Al menos eso pensé durante aquellos
primeros instantes, pero luego de mirarle el semblante bañado en sangre y
deshecho en una expresión de desesperación y desamparo, estallé en risotadas
tan estruendosas que casi opacaban la música circense del otro lado del espejo.
-‐ Muy bien. – Dije asestándole un golpe en la entrepierna, comprando
apenas unos segundos para desenvainar la espada conciliada en el
bastón plateado. – Entonces, moriré mentiroso. – Espeté mordaz,
batiendo despreocupadamente la espada en el aire.
Gitano se levantó rugiendo tan furioso, que pareció saltar a cuatro patas
al embestir salvajemente contra mí, con la navaja aferrada reciamente en su
mano; yo me erguí fríamente y me preparé para degollarle la garganta. Sin
embargo, sucedió lo más curioso, pues en el último momento el brazo en el que
cargaba la espada se negó a moverse y no pude concretar mi ataque. Después de
todo, yo lo había perdonado ¿No es así?
– “Definitivamente sería más sencillo si los odiara.” – Pensé con pesar a
mis adentros, y arrojé la espada a un lado.
Lo último que vi antes de cerrar los ojos fue a Gitano, con la mano que
empuñaba la navaja alzada furiosamente por encima de su cabeza; listo para
hundirla en mi corazón.
Al abrirlos de nuevo, Gitano guardaba aún la misma postura, con la
diferencia de que su mano temblaba incontrolablemente, y sus ojos estaban
enrojecidos de lágrimas.
Suspiré aliviado, y apoyé una mano en el hombro de Gitano, al tiempo
que él bajaba despacio el brazo. – ¡Vaya, que teníamos muchas cosas que hablar
antes de marcharme! ¿Quién lo diría? – Dije sonriendo. – Me alegra que hayamos
arreglado las cosas, amigo mío. Ahora si me disculpas, tengo que ir con Ariya a
que me revise el hombro, así que hazme un último favor y despídeme de Petrú.
Aturdido dejó caer la navaja al piso, y comenzó a balbucear
nerviosamente. – Pero creí que ella...
Sacudí la cabeza, a la vez que me encaminaba hacia el espejo. –
Prefiero quedarme con su ausencia. ¿Qué se le va hacer? – Me incliné a recoger
el viejo sombrero de Heysol, y guardé de nuevo el bastón plateado. – Quizás en
otra vida. – Dije al tiempo que me volvía hacia él, colocándome el sombrero. –
Adiós, Gitano. Mi herm... – De pronto noté una punzada en mi espalda a la altura
del hígado, una pequeña incisión que apenas y me produjo dolor.
Pero por alguna razón que no comprendí entonces, Gitano se incorporó
de un salto y corrió desesperado hacia a mí gritando. – ¡¡¡¡No!!!!
Entonces sentí el filo de una daga hundirse aún más profundamente en
aquella incisión que súbitamente me produjo una herida vertical hasta el corazón.
Perdí el equilibrio y me desplomé.
Gitano me sujetó antes de estrellarme en el suelo. – ¿¡Cómo pudiste!?
– Gruñía temblando y con los dientes castañeándole frenéticamente. Pero no
obtuvo más respuesta que un lastimero gemido.
-‐ ¿…Radú? – Musité débilmente pues respiraba con dificultad, y podía
sentir la sangre manando de la boca de mi herida. Caliente y viscosa, se
esparcía velozmente como un charco carmesí por todo el suelo y me
empapaba las extremidades.
Quise buscar a mi asesino con la mirada, pero un impacto sordo estaba
arrebatándome el color y el sonido de las cosas. Pronto, la habitación se fue
desvaneciendo y no quedaba nada más que los brazos y piernas que emergían de
las profundidades; como dedos de fuego tiraban de mis brazos, de mi cabello, y
me raspaban los ojos haciéndome retorcer de dolor.
-‐ Todo va estar bien Lully. – Me sacudía Gitano. – Todo va a estar bien,
¿Me oyes? porque tú no puedes morir ¿Recuerdas, cómo te jactabas de
ello? “Ojos maliciosos que rondan en la oscuridad ¡Innombrables y
ocultos! Sus garras jamás me alcanzarán, envidiadme pues jamás he de
morir.” ¿No era eso lo que repetías siempre? – Se rió Gitano. – ¡Vamos
Lelouch! No te quedes callado… ¡Dilo!
Las criaturas entonces, empezaron a saltar arriba y abajo a cuatro
patas alrededor mío; afilando sus garras y los hocicos chorreando de baba
incandescente que me escocía la piel. Un fuego se incendió en mis venas y se
agitó rugiendo en mí corazón, y estallé en alaridos de dolor; aún no moría y ésas
bestias ya me estaban devorando.
Fue una espantoso suplicio hasta que escuché lejanamente, por encima
de mis gritos, por encima de los rugidos infernales; aquella voz cantarina –
¡¿Lelouch?! – que llamaba mi nombre. Oprimí la mano de Gitano para soportar
aquél tormento y mareado me forcé a buscar la silueta nebulosa de Petrú; cuando
al fin pude distinguir el resplandor de sus ojos de entre todas aquellas sombras de
fuego… la vi envuelta en los brazos de Radú.
Sonreí con tristeza. –… Sus garras jamás me alcanzarán… - repetí
jadeando pesadamente. –… envidiadme pues jamás… – Las criaturas se
ensamblaron en una ardiente pira, se agitaron con un gutural rugido, y todo se
descompuso en un enorme resplandor que me cegó hasta que no quedó nada
más que la odiosa y temida oscuridad.
Cuando desperté de aquél sueño de muerte, estaba sentado frente a
Mariano quien tenía la cara hundida en un periódico. Yo estaba desorientado,
confundido, y desamparadamente perdido. Los colores del mundo relumbraban en
mis ojos y me hundían en una terrible desesperación; avancé hacia mi hermano
como si me arrastraran, doblado hacia delante y enterrando las uñas en el suelo;
pero aún así nadie era capaz de escuchar mis amargos lamentos… Hasta que
algo lo hizo. Un poderoso eco resonó en mí, me sacudió turbulentamente y una
extraña electricidad me atravesó dolorosamente – “Una vez fuera de la naturaleza,
no he de tomar mi forma de ninguna cosa natural.” – Vibró violentamente una voz
extraña y remota, que me resultaba familiar. – “…Sino una forma como la que los
herreros griegos hacen…” – Gimiendo me llevé las manos a la cabeza, pues aquél
sonido me hería terriblemente.
Entonces Mariano se levantó de su asiento, sobresaltado. – ¿¡Maya has
visto eso!? Todos los focos de las lámparas estallaron. – Espetó con voz
temblorosa, mientras que en ésos instantes yo no entendía el sentido de sus
palabras, ni recordaba quién era él o ésa extraña a la que llamaba asustado.
Maya entró corriendo a la habitación y se arrojó despavorida a los
brazos de mi hermano. – ¡Ah, Mariano! En el comedor todos los platos y cuchillos
están flotando en el aire. ¡Mira uno me ha rajado la cara! – Chilló asustada.
Mientras tanto unos seres de rostros deformes, y tenebrosas formas
comenzaron a rodearme suspendidos en un violento torbellino. Por doquiera que
giraba mi cabeza, sus murmullos y gemidos me arrastraban. – ¡Basta! – Exclamé y
mi voz descompuso el viento en un terrible estruendo que arrojó a Mariano y a
Maya, contra la pared.
-‐ “De oro repujado y esmalte dorado…” – Me estremecieron de nuevo
aquellas resonancias que formaban palabras tan tormentosas y a la vez
musicales; pues no comprendía por qué aquél extraño sonido me
producía semejante nostalgia.
Despacio la oscuridad empezó a desvanecerse, los colores, los olores,
y los sonidos; todos dejaron de herirme. Y las almas que me circundaban
adquirieron una sustancia vibrante que me envolvió en un sueño dulce y
melancólico, transformando la oscuridad en una curiosa ciudadcilla rodedada de
castillos en ruinas; nubes aborregadas; cielos despejados; y el suave rumor del
mar.
– “Para mantener despierto a un somnoliento emperador.” – Tañeron las
campanas de la torre sonoramente, dentro de mí pecho.
De repente, sin comprender cómo, me vi inmerso en una alegre multitud
que danzaba, cantaba y bebía; con las miradas clavadas en el cielo. –
“¡Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion…!” –
Repetían con la misma devoción con que se repiten las plegarias, en un clamor de
espanto que se esparcía en mis oídos y me sacudía el corazón.
El suelo blanquinegro estaba empapado del vino y la cerveza que
aquellos tristes habitantes derrochaban en medio de su fúnebre cántico, y sin
embargo el aire estaba impregnado por el hedor de la sangre. El cielo púrpura, se
iluminaba con los fogonazos de unos fuegos artificiales sin sustancia ni color. Eran
tan sólo lenguas de fuego devorando el firmamento; y todas las almas que en el
ardían, lloraban formando con sus lágrimas una tempestad de ira. No se daban
cuenta las desgraciadas criaturas que todo eso, era un sueño hecho de viento,
fuego, y relámpagos atorbellinados en el centro de aquella torre metálica que
marcaba las horas engañosamente.
… Sin embargo, todo aquello me pareció remotamente familiar y me
inundó una súbita sensación de paz, que amenazaba con sumirme en el mismo
estado lamentable en que se hallaban esos espectros en pena… Yo estaba
olvidando algo, ¿Pero qué? … Yo también tenía algo que penar ¿Pero qué?...
Con terrible furor tañeron de nuevo las campanas, y resonaron en un único y
cavernoso son dentro de mí. Entonces angustiado, me percaté de que todo mi ser
vibraba con el metálico andar de aquellas manecillas, y que mi corazón era el
esquilón que hacía sonar ésas funestas campanas, que convocaban a las almas
en pena a danzar dentro de aquél sueño.
-‐ ¡¡Lully!! – Oí que gritaba alguien por encima del caótico estruendo.
“¿Lully?” repliqué aquél extraño sonido; y de golpe me azotaron los
recuerdos de la vida que me había sido cruelmente arrebatada. Me invadió una
furia primitiva y un odio desmesurado; me habían privado de la vida; en algún
lugar mi cuerpo se descomponía en la panza de asquerosos gusanos; pero las
memorias no habían muerto. Comencé a temblar e irrumpí en amargas
carcajadas, que sacudieron toda aquella ciudadcilla, y desde mi garganta se oía el
sonoro ruido metálico de las campanas.
-‐ “En verdad eres tú, ¡Lully!” – Reconocí la voz de Mariano por sobre la
maléfica estridencia de aquél sueño de muerte, y cuando alcé la cabeza
para buscarlo, todo a mi alrededor se desvaneció.
Me encontré encerrado en una elegante habitación en penumbras con
paredes azul celeste, las ventanas daban a la calle pero las persianas estaban
cerradas por lo que no entraba la luz del sol; cerca de la puerta había un aparador
con copas de cristal, libros, y otros cachivaches dispuestos desordenadamente; en
el centro había una mesa de madera con un alegre jarrón de flores de todos los
colores y descubrí que su aroma me resultaba chocante ; entre las ventanas había
un modesto escritorio circular en el que yacía el periódico que Mariano había
estado leyendo.
-‐ ¡Mariano! – Exclamé feliz de verlo, entonces las persianas de la
habitación se agitaron terriblemente y el jarrón de flores se volcó al suelo
ruidosamente.
Cuando las flores hubieron caído, Maya emitió un gritillo pero ya no
parecía tan asustada como al principio. – ¿Ése también fue Lelouch? – Le
preguntó nerviosamente a mi hermano, rebuscando por toda la habitación, incapaz
de ver que yo estaba parado a unos pasos de ella.
Me volví hacia Mariano, quien no lucía para nada asustado. Él
simplemente me observaba, en guardia; con un aire reservado. Lleno de afecto y
curiosidad, hasta que en un gesto terriblemente extraviado quise agacharme para
recoger las flores esparcidas en el suelo; sólo para observar como mis manos
atravesaban sus tallos como si estuvieran hechas de niebla. Me di cuenta de que,
aunque mi apariencia se había vuelto más sólida, y poseía un color más vivo y
fulgurante; también era casi translúcido; fue entonces que los ojos de Mariano se
empañaron de lágrimas. – Estás muerto. – Sollozó, al tiempo que Maya lo
abrazaba para consolarlo.
La sola mención de aquella palabra me provocó un violento temblor; la
habitación lentamente se disolvió en humo y llegó a mis oídos el sonido de una
música alegre, percibí voces alegres, el aroma de comida; y de la nada
aparecieron unas parejas que andaban cogidas del brazo y bailaban felizmente en
un piso blanquinegro; a la sombra de aquél gigante metálico.
“Pygmalion, Pygmalion, Pygamlion, Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion,
Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion, Pygmalion…” Me atormentaban con su
ensordecedor cántico, cuando una tierna manita me aferró por la manga. Estaba
yo tan trastornado, que me volví bruscamente y terminé por arrojar a ésa triste
alma en pena contra el suelo; pero cuando mis ojos se hubieron posado sobre la
patética criatura, ésta se levantó de un salto; y su cabecilla cubierta de polvo se
ondeó contra la brisa salada que agitaba sus cabellos maple. – ¡Piérrot, has
vuelto! – Exclamó dulcemente.
Y yo la estreché fuertemente contra mí, a ésa criatura cuyo nombre yo
era incapaz de recordar, y que pese a ello me inspiraba la más amarga de las
nostalgias. – ¡Sabía que volverías a mí, siempre lo haces! – Exclamó en medio de
llantos incontrolables.
Temeroso acaricié su rostro, y comprobé que mis manos de bruma
podían sentir el calor que emanaba de la delicada criatura. – ¿Quién eres? –
Pregunté, acunando su cara entre mis manos.
Ella me entregó la más dulce de las sonrisas. – ¡Qué cosas dices! Soy
yo, Petrú.
“Petrú”, aquél nombre me perforó el cráneo y caí de rodillas, desecho
de dolor. Entonces todo se distorsionó de nuevo, y el reloj de la torre comenzó a
marcar las doce campanadas; mientras que ella se aferraba desesperadamente a
mis manos. – ¡No te marches todavía Piérrot! El Pygmalion está por llegar, podrás
ver a la bailarina. Todos dicen que es hermosa, y todos la quieren más que nada
en el mundo. ¿Vendrás?
Las campanas me herían profundamente en el pecho, por lo que me
zafé de su agarre y la empujé a un lado. – No. – Fue la respuesta que surgió de
mis labios, escurriendo como un veneno vengativo y cruel, mientras que me cubría
el rostro en un desesperado intento por apartar su frágil recuerdo de mi mente.
Cuando me descubrí el rostro, me hallé de vuelta en la modesta
habitación de antes. Mariano estaba sentado detrás del pequeño escritorio,
observándome con una expresión pensativa, casi triste. – No creí que regresarías.
– Espetó con la voz ronca, entonces me percaté de que una espesa barba
ocultaba su juvenil rostro; y que tenía nuevas arrugas alrededor de los ojos.
-‐ Mariano – Irrumpió de pronto Maya en la estancia; aunque poco había
cambiado en ella, noté que ahora tenía un pequeño bulto en su vientre.
– Las lámparas del comedor estallaron ¿Ha sido el travieso príncipe
haciendo de las suyas otra vez? – Inquirió frunciendo el entrecejo, mi
hermano asintió con expresión seria, muy parecida a la de mi padre. –
¡Cómo sigas metiéndote con mis lámparas, te juro que pondré sal en
cada rincón de la casa! ¿Y a ver cómo te las arreglas para visitar a tu
hermano? – Dijo entre risas al aire, antes de abandonar la habitación.
Abrí la boca pero no salieron las palabras, entonces Mariano echó la
silla hacia atrás y se incorporó lentamente, con el mismo sigilo con que un
domador alimentaría a una de sus fieras enjauladas. – ¿Te has olvidado de
nuevo? … Hace cinco años que falleciste, desde entonces te paseas por ésta
casa a tu voluntad; aunque confieso que no sé a dónde vas cuando te
desapareces, siempre regresas. Creo que no lo haces porque me extrañes, sino
porque soy el único vínculo que te queda con éste mundo. – Espetó fríamente, al
tiempo que me mostraba un recorte arrugado de periódico que incluía la misma
foto que tú encontraste en la biblioteca Señorita Elena.
-‐ Yo acabo de verla, ¿Quién es ella? – Pregunté con una voz débil que
únicamente Mariano podía escuchar; al reconocer a la bailarina que
sonreía a lado del Payaso Piérrot.
-‐ Alguien que fue muy importante para ti… Y que te hizo mucho daño, es
todo lo que necesitas saber. – Dijo con cierto pesar en su voz.
Sacudí la cabeza como un pequeño niño confundido, entonces él tomó
asiento en su silla nuevamente, mirando las gotas de lluvia que caían por la
ventana.
-‐ ¡Bien, estamos listos! – Exclamó Maya, quien entró sosteniendo una
bandeja con un par de tazas de porcelana y una jarra de té negro, cuyo
aroma inundó mis sentidos y me hizo sentir cómo era antes, cuando
estaba hecho de carne y huesos.
-‐ Parece que le agrada tu té. – Dijo sonriendo melancólicamente, Mariano
mientras que se llevaba a la boca una de las tazas.
Maya se sentó afectuosamente en el regazo de mi hermano, y le plantó
un tierno beso en los labios. – Pues prometo colmar la casa con bolsitas de té, si
él deja de destruir mis cosas. Pero comienza ya, antes de que mi bebé y yo nos
quedemos dormidos.
Mariano aclaró la garganta. – Lully ¿Recuerdas la historia del
juguetero? – Negué con la cabeza. – Pues bien, todo comienza con una familia
que llegó a probar su suerte a una isla remota llamada “La Castilleja”.
Entonces el milagro se produjo, pues cuando él hablaba ¡La memoria
no moría! , cada vez que Mariano me contaba nuestra historia; mi mente volvía a
visitar todos aquellos lugares de los que él me hablaba; y a medida que avanzaba
el relato todos esos nombres que su boca pronunciaba con tierna intimidad
recuperaban los rostros que yo había perdido en el olvido. Aunque en ocasiones,
atraída por la música circense y las voces distantes que clamaban por el
Pygmalion; mi alma errabunda e inconsciente del tiempo se extraviaba dentro del
colorido limbo que cautivaba el escaso juicio que me quedaba y borraba todos los
recuerdos que yo protegía tan celosamente en mí corazón. Cuando eso sucedía,
yo me aferraba a la voz de mi hermano y seguía el llamado de mi sangre hasta
encontrar el camino de vuelta a casa. A veces lo hacía por puro instinto, como un
animal perdido, pero pronto me percaté de que entre más veces Mariano contaba
la historia más fácil me era escabullirme de la locura u el olvido; y podía moverme
entre el sueño y la realidad con absoluta libertad.
Tristemente con frecuencia ocurría también que cuando decidía
regresar con ellos; el aspecto de Mariano y Maya había sufrido una drástica
transformación, lo que siempre me causaba un terrible desconcierto. Y es que
para mí, un triste espectro vagabundo, el “tiempo” era ya una palabra vacía.
Así pues, me deslicé como una oscura visión entre mi luminoso y vago
sueño de muerte, y el inevitable olvido eterno que me privaba de los placeres de
los vivos. A veces mi congoja era tal, que me le aparecía a Mariano con los ojos
encendidos en lumbre y llorando espesas lágrimas de sangre. Entonces él
pronunciaba mi nombre, recontaba mis memorias; y de nuevo existía yo en el
mundo. Los días comenzaban mas nunca terminaban, el tiempo arrastrándose se
robaba mis noches y me convertía en un ente silencioso y vengativo; anhelando la
vida que tenía aquél humano que con sus palabras tenía el poder de atarme al
mundo y constantemente acechado por aquella despreciable sombra de ojos
dorados, enterrada para siempre en mi corazón.
… Ése era mi infierno.
Hasta que apareció ésa curiosa niña de facciones angulosas, pelo castaño,
ojos pardos, y una expresión innegablemente afectuosa; ésa que llamaban
“Mariana”. Ella tendría alrededor de siete años en aquél entonces, sino mal
recuerdo (y a menudo lo hago); mi hermano me relataba todo sobre la familia del
juguetero mientras que Maya jugaba en la habitación contigua con ésa niña que
habría de trazar nuevos versos para rescatarme del olvido.
A la mitad del relato, la imagen de Petrú regresó a mí con una ferocidad
punzante por lo que mi espíritu perturbado gemía violentamente por su ausencia y
por aquellas malditas campanas que se negaban a tañer para llevarme a su lado,
así que en un acceso de ira mi llanto provocó que las copas de cristal del estante
de Maya volaran en miles de fragmentos que cayeron como nieve cortante en la
alfombra.
-‐ ¡Papá! – Entró llorando asustada la pequeña Mariana, con su madre
reteniéndola por el brazo para que no se hiciera daño con los pedazos
de vidrio esparcidos en la estancia.
Mariano le indicó que no se acercara mientras que Maya intentaba calmarla
asegurándole que su papá se encontraba bien que tan sólo se había tropezado
con el estante, sin embargo la niña ya no estaba consciente de las voces de sus
padres; pues me observaba con terrorífica intensidad.
-‐ Tú eres el Payaso Piérrot del cuento, papá me ha enseñado las fotos. –
Habló con voz dulce la pequeña, acercándose a mí y mirando más allá
de la horrorosa forma que mi alma había adquirido; al tiempo que el
vidrio crujía bajo sus piecitos.
-‐ Mariana ¿Puedes verlo? – Inquirió Mariano, preocupado.
-‐ Sí. – Respondió Mariana dedicándome una encantadora sonrisa.
-‐ ¡Era de esperarse! Es la nieta del Cuervo Negro, después de todo. –
Resopló Maya.
A partir de aquél momento, nunca más me aparté del lado de la pequeña
Mariana. Me aparecía y desaparecía según sus deseos para divertirla, además de
que entonces no poseía la fuerza suficiente para oponerme a sus órdenes; sin
embargo mi libertad no me importaba demasiado pues aquello había sido algo
inesperado y excitante, pues en su compañía ni la locura ni el olvido me
alcanzaban. De nuevo era yo; Lully Castilleja… a pesar de que ella nunca me
llamó por ése nombre. Mariana prefería “Piérrot”, decía que le agradaba más la
colorida apariencia que mi fantasma tomaba cuando ella pronunciaba aquél
nombre.
Jugábamos, cantábamos, y bailábamos del alba al anochecer; le enseñé
todos los poemas que me gustaban y cuando yo lograba abstenerme de mis
travesuras, Mariana los recitaba para mí. Y a medida que sus facciones de niña se
transformaban en las de una tierna mujercita, yo adquirí mayor fuerza, y (a falta de
un mejor término) sustancia; pues de pronto las paredes se sacudían con mi sola
presencia y sin importar lo bajo que hablara; mi voz provocaba vibraciones en el
aire que en ocasiones eran audibles para las personas comunes como Maya; es
decir sin ningún tipo de poder o magia en sus venas.
Naturalmente cuando tenían visitas no podía contenerme, y me divertía
asustándolos por las noches. Salía arrastrándome de debajo de sus camas, les
agarraba los pies y les pegaba una sacudida que los hacía gritar hasta quedarse
sin garganta. Sin embargo, mi sustancia no fue lo único que se volvió más notable;
también lo hizo mi memoria. Y cuando la diversión terminaba, mis memorias eran
precisamente lo único que me quedaba para guardarme compañía; hasta que al
fin conseguí visitar la trágica ciudad “La Castilleja” sin que mis recuerdos se
perdieran.
Una noche en que el pelo de mi hermano se encaneció de repente y la vida
le abandonaba, Mariana le prometió fervorosamente que mantendría a todos a
salvo de mí; cosa que jamás comprendí del todo porque yo a ellos les quería
profundamente, especialmente a la pequeña Mariana… pero he de confesar que
cuando Mariano falleció, lloré por todos lo que había conocido y amado; lloré con
una amargura que estremeció todo mi ser al punto en que sin quererlo, terminé
por provocar un pequeño incendio en la habitación de Mariana.
Afortunadamente su esposo, que dormía abrazado a ella, despertó a tiempo
para evitar una tragedia… Hablando de tiempo… – sonrió maliciosamente el gato
– he fallado en mencionarles, que mis estaciones pasaban al ritmo de las de
Mariana; es decir; ella se volvió el reloj con el que yo medía mi existencia en el
mundo de los vivos. El resto de los humanos que no tenían ningún lazo de sangre
conmigo, para mí no eran otra cosa que imágenes borrosas y fluctuantes que
aparecían y desaparecían de mi vista de manera inexplicable; para que me
entiendan mejor; Ni siquiera me enteré cuando fue que Maya murió o cuándo
Mariana contrajo nupcias con ése simplón a quién debes tu carácter apático Luca;
sino hasta que ella misma me lo informó, creo que de eso hacía ya algunos meses
porque para ése entonces su piel ya había perdido la frescura de su juventud y
además recuerdo que mecía una criatura en brazos el día que me lo dijo. ¡Por
cierto que ésa criatura resultó tan divertida y sorprendente como la pequeña
Mariana!
Me parece que se llamaba “Lorenzo”, – pronunció el gato ése
nombre con cierta malicia; sabía de antemano que Luca reconocería el nombre de
inmediato pues era el nombre de su abuelo. – Supongo que de más está decirles
que también Mariana tuvo la bondad de contarle a su hijo la historia del
desgraciado “Payaso Piérrot” que su padre le había contado, y que él algún día
tendría que transferir a sus hijos… Sin embargo tu padre Luca… bueno, ya saben
cómo resulto eso, el muy gilipollas me relegó a un rincón de su imaginación.
Fue entonces que descubrí, que era la sangre y vitalidad de cada
generación; su amor y magia lo que me otorgaba la facultad de existir en éste
mundo, pero también era el constante recitar de mis poemas y canciones
predilectas lo que fortalecía aquella ciudad fantasma; que parecía haber cobrado
una consciencia ferozmente independiente de la mía, a pesar de que el tañir de
sus campanas había sustituido los latidos de mi corazón... Pero la verdadera
tragedia ocurrió Luca, cuando tu padre negó mi existencia y me condenó a aquella
prisión en la que las almas perdidas entonaban su trágica sonata y se revolvían
con apasionada demencia en una interminable espiral de tiempo; y los espectros
hambrientos por carne y huesos comenzaron a cobrar las vidas de los
desafortunados transeúntes que atraídos por su morbo acudían en busca de la
“Prisionera del Reloj”. Pronto aquél sueño de muerte se entretejió con la realidad
y su música resonó con recobrada fuerza en aquél verdoso pantano, que en otros
tiempos había sido conocido como la “Garganta del Diablo”.
Confinado en el limbo de mis memorias, aguardé pacientemente,
observando impotente a mi amada Petrushka consumirse en el fuego de sus
pecados pasados en compañía de aquellas patéticas almas… Hasta que tú
llegaste, Luca. Entonces tu anciano abuelo, revivió la leyenda del Payaso Piérrot;
vertió en ti mis canciones, mis hechizos; mi alma. Sin embargo, el resonar de las
campanas no me abandonaba; no mientras la alegre gracia de mi adorada Petrú
permanecía aprisionada. No en tanto, su espíritu sediento de venganza, me
buscara incansablemente en el mundo de los vivos, atrayendo con su dulce
vocecilla a cuanto viajero se le cruzase en el camino.
Con tú poder, y la ayuda de tu querido gato “Espanto”, logré hacerme de
carne y huesos; porque bueno ustedes serán los descendientes del “Cuervo
Negro”… pero yo soy el infame “Dyavol Glaza.” Aún no ha nacido aquél, que se
equipare con la fuerza que yo poseí en mis tiempos, ni tampoco ahora en mi
muerte que mi magia no es ni la mitad de poderosa que algún día fue.
Desafortunadamente, el tiempo de éste triste saco de huesos ha
comenzado a agotarse y no poseo más que lo que Ékster me ha obsequiado. Mis
queridos jóvenes, me temo que para cuando las manecillas tatuadas en la mano
de Luca hayan completado su ciclo; la “Prisionera del Reloj” será la menor de sus
preocupaciones, pues antes sobreviví gracias al atisbo de vida que restaba en las
venas secas del anciano Lorenzo, pero si Luca desaparece, me temo que sin un
descendiente del Cuervo Negro que me mantenga atado al mundo de los vivos…
Yo también seré uno más de esos espectros ávidos de carne fresca; lo que
significa que mi espíritu será devorado por éste limbo que reclama vida y sangre…
No saben lo perverso que puedo llegar a ser cuando me vuelvo codicioso.
Desconozco el maleficio que me ató para siempre a la isla que tanto
aborrecí en vida; o el pecado que todas ésas almas que me acompañan
cometieron para compartir mi cruel castigo; no sabía del hechizo que conjuraba las
puertas de “La Castilleja” hasta que la misma Petrú le dio aquella pista a Elena,
sobre mi poema favorito. Pero si sé que es el alma errante de Petrú la que
sostiene a ésa ciudad fantasmal enlazada al mundo de los vivos; y por lo tanto es
ella a quien hemos de enfrentar para poner fin a ésta triste pesadilla, soñada por
quienes deberíamos descansar en nuestras quietas tumbas.
El gato calló y su rostro perdió aquella expresión tan humana que le
iluminaba al hablarles; de modo que al mirarlo no parecía más que un triste animal
extraviado. Entonces Elena y el joven escritor, supieron que el relato había llegado
a su inevitable fin, lo que sucediera de aquí en adelante dependería enteramente
de ellos dos.
-‐ En otras palabras, – comenzó a decir Elena, al tiempo que Lully saltaba
a sus hombros. – el que hayamos logrado abrir las puertas de “La
Garganta del Diablo” antes en el pantano, fue tan sólo una prueba para
Luca.
El gato asintió emitiendo un leve ronroneo. – ¿Qué esperanzas tiene de
vencer al fantasma de la “Hija predilecta del Sol” si no era capaz siquiera de llamar
a los muertos?; No podía permitir que el sacrificio de Ékster y el mío propio fuese
en vano; si he de renunciar a la vida que tanto veneré mientras mi corazón latió, y
aún después de que los gusanos hubiesen devorado lo que de mí quedaba; será
sólo por el descanso eterno de mi brujilla embustera. Pues sin importar lo
dolorosa que haya sido su traición, mi amor por ella jamás se ha consumido, ni
siquiera luego de haber ardido en los infiernos de mi muerte.
En ése momento, las escaleras se enroscaron sobre sí mismas
violentamente y el cristal de la torre se resquebrajó con un salvaje estruendo.
Cayendo encima de ellos, como una lluvia de mortales estalactitas; pues el tiempo
retorcido de aquella ciudad fantasma pugnaba por retroceder nuevamente, sin
embargo la presencia de Luca; el heredero del “Cuervo Negro” y el “Dyavol
Glaza”, se lo impedía.
El joven escritor se puso de pie a pesar de sus huesos temblorosos y
torcidos. – ¿Qué hacemos todavía aquí parados? – Espetó con su voz carraspina.
– Es hora de liberar a la prisionera del reloj.
31. EL ÚLTIMO VALS.
La torre era lo único que aún quedaba en pie de aquella isla en ruinas;
sus muros se retorcían sobre sí mismos para evitar perderse en el olvido. Mientras
que Elena y Luca corrían a toda prisa, cogidos de la mano, por las escaleras;
podían escuchar los alaridos de las almas desesperadas aproximándose a la torre
para salvarse. En el viento se captaba una penetrante pestilencia de azufre, y a
través de las ventanillas se entreveían miles de rostros deformes cubiertos por
greñas de pelo hirsuto, chillando y trepando con sus uñas encostradas por los
muros como bestias a cuatro patas.
En la cima del reloj, Petrú también podía oír los terribles aullidos
elevándose desde el pie de la torre; como un cántico de maldiciones y blasfemias
que bramaban las patéticas criaturas por su salvación.
En la estancia, el claro de la luna se derrama suavemente sobre el
polvo de los muebles viejos y se trepa por cada oscuro rincón, mezclándose
hábilmente con las sombras para conferirle a la habitación una débil luminosidad
plateada que se refleja en las cenizas de la vieja chimenea; en la negrura de la
madera podrida, en los colores del ventanal y del cristal del reloj; y hasta en la
opaca luz de aquellos ojos dorados. Desde ahí, brumosa y distante, Petrú
permanece sentada en uno de los sillones, zarandeando los pies en completo
silencio, y su rostro brilla pálidamente entre las penumbras desde donde observa a
la isla fantasma derrumbarse bajo el azote de las olas y la espuma del mar; y
piensa en la luna fría que a pesar de toda ésa desolación, ilumina las nubes grises
y a los filosos arrecifes de una costa que pareciera estar hecha de plata.
Con la mirada perdida, su semblante semeja ahora al de una muñeca
que sueña con las melodías atrapadas en alguna antigua caja de música; pues ha
escuchado atentamente el relato del Señor Brujo, y no puede sino sonreír
amargamente, pues los recuerdos ya no la hieren, sino que la envuelven en una
fina telaraña de tiempos perdidos e imágenes que su alma había resguardado
celosamente; hasta ahora que se permiten merodear en la torre con una
presencia casi física. Y es que no hay fantasma más maligno que el que habita en
los recodos de nuestras memorias, pero el suyo se aproxima hacia ella escaleras
arriba. Puede sentir que el Señor Brujo se halla lo suficientemente cerca para que
al menos, inunde sus sentidos aquél aroma que despiden todos los muertos; no el
de azufre que desprenden sus tumbas sino el que los vivos retienen en sus
recuerdos.
Un aroma intenso y muy sugestivo, como de especias y un vino muy
joven todavía… – Si, Lelouch amaba beber vino. – Repite para sí, dejándose
arrastrar por las sombras del pasado…
De la Familia Castilleja solían decirse muchas cosas en la isla, historias
insólitas que tenían a Petrú sin cuidado pues como heredera de una de las más
antiguas castas de gitanos, ella mejor que nadie conocía los alcances y límites de
la magia de ambas familias. Sin embargo aquella rama de los “Hijos de la Luna”,
había rechazado a su linaje y puesto en ridículo siglos de enseñanzas que corrían
en sus venas; por lo que la pequeña Petrú no sentía otra cosa que desprecio por
ésa familia de payos. Hasta aquella noche que regresó a su casa, y oyó una voz
desconocida abriéndose paso en la oscuridad; grave y cálida sin saberlo atraía a
los muertos a danzar fuera de sus tumbas. Con gran sigilo, Petrú había caminado
hasta el establo y desde la puerta vislumbró el delicado perfil de aquél
despreciable payo con el que su querido Gitano conversaba tan animadamente;
ése extraño parecía poseer la misma belleza fría y ancestral del caballo negro al
que le hablaba suavemente para tranquilizarlo.
Pero lo que ella más recordaba de aquella noche, era la sonrisa que se
había dibujado en Lelouch al besarle la mano. Una sonrisa llena de angustia y
secretos magistralmente ocultos detrás de un talante encantador y un rostro
indescriptiblemente hermoso. Poseía los rasgos serenos de su madre pero los
ojos negros y profundos del temible “Cuervo Negro” al que la Señora Reimei le
había enseñado a odiar desde su tierna infancia; sin embargo ella había
permanecido indiferente a Lelouch, no por obra de ése odio, sino por el temor que
le inspiraba el tenue fulgor plateado que apenas comenzaba a asomarse en el
obscuro iris de aquél joven payo. Con todo, Petrú pronto descubrió que le
complacía su compañía pues se sentía fascinada por ése carácter suyo tan
impetuoso que lo mismo podía hacerlo reír traviesamente o malignamente; oh si,
Lelouch tenía una risa agradable, un tanto burlona, pero que iluminaban sus ojos
con una ternura poco usual en él, pues cuando no reía su semblante se entristecía
de inmediato y su alma se retraía en una remota soledad; en la que ella no podía
acompañarlo.
Petrú suspiró, pues un leve sufrimiento la estremeció y por un brevísimo
instante se sintió tentada a olvidar de nuevo; pero luego sacudió la cabeza y se
sonrió, pues se le ocurrió que no tendría otra oportunidad tan perfecta como ésta
para destruir de una vez y para siempre, el linaje de los “Hijos de la Luna”.
-‐ ¡¡Petrú!! – Exclamaron un par de voces, en perfecta sintonía.
Sobresaltada, Petrú se volvió hacia el umbral de las escaleras, y ahí
estaban esos dos humanos de carne y huesos; mirándola con una férrea
expresión de desconcierto. A la chica la reconoció de antes cuando se había
aventurado a abandonar La Castilleja utilizando el cuerpo de Luca; sus grandes
ojos marrón hervían de odio y desprecio mientras que recorrían la delicada figura
de Petrú, sin embargo ya no había rastro de aquello que la había asustado antes
ni tampoco comprendía por qué se había sentido tan intimidada por ésa simple
chiquilla. Al joven escritor, en cambio, apenas y pudo reconocerlo de no ser por la
cicatriz que ella misma había grabado en su mano derecha. Pues tenía ahora los
rasgos de un hombre viejo y arrugado, con la espalda encorvada; y unos labios y
manos que temblaban irrefrenablemente.
-‐ Bienvenido Luca, veo que apenas y has llegado a tiempo. – Dijo Petrú,
riéndose cínicamente al ponerse de pie. Entonces Elena, pudo apreciar
porque Lelouch y tantos otros (incluso el mismo Luca) habían quedado
prendados de ella. Pues a través de su vestido que ya no era más que
un descolorido harapo, se adivinaba la silueta de un cuerpo pequeño
pero muy esbelto; un cuello altivo resaltado por el medallón que Luca le
había entregado momentos antes de ser expulsado de La Castilleja.
Además de que había sido dotada de unas facciones menudas y tiernas;
y los ojos dorados que coronaban aquél rostro tan delicado resultaban
irresistibles de no ser por la feroz desesperación que de ellos irradiaba.
-‐ Cumplimos nuestra parte del trato. – Espetó entre dientes Elena,
señalando con la cabeza al felino que descansaba despreocupadamente
en sus hombros.
Con voz carraspienta, Luca habló por encima de los escalofriantes
gemidos que inundaban la torre. – Hemos traído ante ti al Señor Brujo, ahora es tu
turn… – Lo interrumpió un espasmo de toces incontrolables y tan violentas que lo
tumbaron al suelo, adolorido de las costillas.
De inmediato Elena se hincó a lado de Luca para ayudarle a respirar,
entonces Petrú se aproximó lentamente a ellos. – ¿En verdad, éste gato
despreciable es el Señor Brujo? – Inquirió Petrú, mirando con marcado desprecio
al felino que no abandonaba el lado de la insignificante chiquilla.
El gato descendió al suelo de un brinco. – Lo soy. – Respondió,
erizando los pelos en su lomo. – Ahora, cumple tu promesa y regrésalo a la
normalidad. – Siseó ferozmente.
Petrú entonces chasqueó la lengua con expresión burlona. – Si lo hago
su existencia se borrara de éste mundo, así que… Creo que no lo haré. – Dijo
mientras se inclinaba a acariciar el rostro surcado de Luca. – Después de todo,
ésta forma decrépita es la más adecuada para un espíritu tan pobre como el suyo.
¿No te lo parece… amor mío?
Al mirar aquél seductor espectro, desenvolverse con tal gracia y
expresarse con tan dulce malignidad, el gato sintió que el corazón le ardía y que
cada fibra de su cuerpo prestado estaba siendo consumida desde adentro.
-‐ ¿Qué sucede contigo Petrú? – Inquirió Luca, respirando con dificultad
mientras que su cuerpo se tensaba en dolorosos espasmos. Pues esa
no era la temerosa e indefensa gitanilla con la que él había realizado el
mortal pacto; su presencia ya no era un absoluto vacío de recuerdos.
Ésa no era la Petrú a la que él se había propuesto rescatar de aquella
prisión.
-‐ Has recordado quién eres. – Espetó el gato en un suave y doloroso
ronroneo. Pues ahora que se disponía a eliminar la existencia de aquella
brujilla embustera, se le ocurrió que hubiese sido preferible para ella no
tener conciencia de su destino, igual que el resto de las criaturas
patéticas que reptaban los muros de la torre.
Petrú contempló al felino, con el semblante sereno apenas y torciendo
su boca en un suave gesto de obstinación que jamás desaparecía de su rostro, ni
siquiera cuando Lelouch la miraba dormir.
-‐ Más que eso Lelouch, quiero decir “Señor Brujo”. – Se disculpó en tono
mordaz, al tiempo que se movía saltarina por los rincones de la
habitación; arrancando las hojas de los libros viejos de los estantes, y
dejándolas caer como pétalos a su alrededor; para luego tocar
suavemente el cristal del gran ventanal con las yemas de los dedos. –
He recordado el motivo por el que creé éste infierno, y me temo que no
puedo dejarlos marchar.
El gato la contemplaba absorto en cada movimiento suyo; y su visión le
resultaba insoportable. No podía tolerar el espantoso odio, la terrible furia, ni la
inmensa ausencia que emanaban de ésa desgraciada alma en pena; que él tanto
había amado en vida. Lo hería demasiado.
-‐ Te olvidas de que conocemos el hechizo, Petrú. – Habló Luca en una
voz amenazadora, a la vez que oprimía fuertemente la mano de Elena
para darse fuerzas. – Estamos aquí para rescatar a la “Prisionera del
reloj” de La Castilleja, pero podemos salir de aquí cuando queramos.
Petrú se despegó del ventanal y se dio media vuelta hacia ellos
repentinamente. Fantasmal y poderosa, posó la mirada sobre Luca y Elena
quienes estaban hincados, unidos en un estrecho abrazo. – Es verdad. – habló
con una resonancia más cristalina y dulce de la que había tenido en vida. Sin
embargo Lelouch detectó que había algo horrendo en su expresión, por lo que de
nuevo trepó a la espalda de Elena y en voz baja le advirtió que tuvieran cuidado. –
Pero te olvidas dulce Luca, que ése cuerpo aún me pertenece. – Espetó al tiempo
que sus ojos refulgían con una cegadora luz dorada.
El reloj en la mano de Luca ardió como si acabara de ser gravado con
un fierro hirviendo; un estruendo llenó la torre y los gemidos de las criaturas que
pugnaban por entrar se volvieron más agudos. De pronto un violento espasmo
acometió a Luca. Su espalda se arqueó bruscamente contra los brazos de Elena;
un lanzazo de dolor le atravesó la mano a Luca y se recorrió rápidamente hasta el
corazón; donde la carne de su pecho estaba ya casi enteramente putrefacta. Luca
se deshizo en alaridos de dolor y los ojos se le llenaron de lágrimas.
-‐ ¿¡Qué le has hecho!? – Exclamó Elena desquiciada, pero al levantar la
mirada, Petrú ya no se hallaba por ningún lado.
El lomo de Lelouch se erizó. – Corre. – Le advirtió a Elena,
enterrándole sus garras en el hombro para obligarla a reaccionar, pero ya era
demasiado tarde.
Los alaridos de Luca cesaron y sus músculos se tensaron de un modo
extraño y repentino, a la vez que desaparecían las manchas de su piel y las
arrugas de su rostro se estiraban hasta recuperar su apariencia fresca y tersa.
Entonces se quedó acostado sobre el regazo de Elena con la cara mirando hacia
el techo, y los ojos bien abiertos. – Luca, ¿Estás bien? – Inquirió Elena, con la voz
temblorosa.
Entonces Luca se incorporó con un rigor antinatural, la cabeza le dolía
y todos los aromas parecían haberse intensificado espantosamente; el hedor de
azufre que inundaba la torre, el suave aroma de vainilla que desprendían las ropas
de Elena, el polvo acumulado en los rincones de la habitación, y sobre todo; el olor
fétido de aquél gato. – ¿Luca? – Lo llamó de nuevo Elena, haciendo caso omiso
de las advertencias de Lelouch.
Cuando Luca se volvió a ella, Elena notó que su rostro se había
contraído en una horrorosa mueca de satisfacción y ansiedad. – Me temo que el
dulce Luca está sumido en un sueño demasiado profundo. – Respondió aquél
cuerpo, con una voz gutural que entremezclaba el grave timbre del joven escritor y
la penetrante resonancia del espectro de Petrú.
El cuerpo de Luca levantó los brazos en la dirección de Elena, y una
fuerte ráfaga de viento azotó la habitación; destrozando el ventanal en una filosa
lluvia de cristales de colores que flotaron furiosamente hacia Elena y Lelouch.
Elena se cubrió el rostro con ambos brazos, y corrió a refugiarse detrás
de uno de los estantes de libros. Los dientes le castañeaban, y su rostro estaba
empañado por la sangre que manaba de los cortes producidos por los vidrios que
la habían alcanzado.
-‐ Elena. Lelouch. – Habló Petrú con su voz musical, al tiempo que los
rebuscaba entre las sombras. Andando con pasos lentos y vacilantes
que le producían dolor a ése cuerpo extraño. – Salgan de su escondite,
¿No ven que no hay dónde más correr? – Espetó con los brazos
extendidos a los costados y riendo perversamente.
-‐ Tienes que expulsarla del cuerpo de Luca. – Urgió Lelouch a Elena en
un volumen de voz tan bajo que apenas y sacudió el aire. – O hará con
él, exactamente lo mismo que yo he hecho con “Espanto”.
Elena asintió enérgicamente. – ¿Y qué harás tú mientras tanto “Dyavol
Glaza”?
El gato entonces trepó de nuevo a su espalda. – Los traje hasta aquí
¿No es cierto? Además te olvidas de que los fantasmas somos meros
espectadores. – Dijo lamiendo una de sus patas con gesto despreocupado.
Elena puso los ojos en blanco, y aferró entre sus manos unos de los
grandes cristales que habían caído al suelo. –Bien. Perdóname Luca. – Dijo para
sí, al tiempo que brincaba fuera de su escondite con el filoso cristal en mano,
aferrándolo tan fuertemente que la sangre comenzó a escurrir de su palma.
-‐ Ah, ahí están. – Dijo Petrú, a la vez que invocaba un impetuoso viento
entorno de Elena.
El ruido producido por aquél torbellino cortante era terrible, y entorpecía
los sentidos de Lelouch y Elena; quien se tambaleaba, apenas manteniendo el
equilibrio ayudándose de un taburete viejo junto a ella. – No permitiré que una
niña caprichosa y vil como tú, se apodere de Luca. – Dijo furiosa Elena entre
dientes, al tiempo que hacía acopio de todas sus fuerzas para precipitarse contra
Petrú.
El cuerpo de Luca cayó hacia atrás por el impacto, y el filoso pedazo de
vidrio que Elena empuñaba terminó enterrado en el hombro de Petrú. – Arriesgas
tu vida ¿Por éste? – Inquirió Petrú jadeando por el dolor; ése fantástico dolor que
la hacía sentirse viva de nuevo. – Que no ha hecho nada por resistirse a mí, que
se rinde sin luchar siquiera.
-‐ Tú no sabes nada sobre él. – Respondió Elena, incrustando brutalmente
el cuchillo en la mano derecha de Luca; esperando deshacer la marca
del reloj que mantenía a Petrú atada a ése saco de carne y huesos. Sin
embargo aquello no tuvo más efecto, que hacerla gritar adolorida.
-‐ Es su alma lo que he marcado, chiquilla estúpida. – Espetó Petrú,
oprimiendo su mano para detener un poco la sangre que le chorreaba
entre los dedos. – Y te advierto que he padecido peores dolores, y
sufrido la más tormentosa de las muertes… ¡No te será tan fácil
vencerme ésta vez! – Exclamó, arrojando a Elena brutalmente contra la
pared.
-‐ ¿Muerte? – Musitó Elena, mareada por el golpe. Se le acababa de
ocurrir, que la historia de Lelouch terminaba con su asesinato, ¿Cómo
entonces había muerto Petrú? ¿Quién había provocado el incendio que
consumió al Pygmalion?
En ése momento, las criaturas de azufre comenzaron a trepar dentro de
la habitación. A través del ventanal roto y arrastrándose por las escaleras de
caracol; pues podían percibir el olor apetitoso de la carne viva; rugiendo y aullando
los espíritus pugnaban por apoderarse de aquél cuerpo. Una vez que hubieron
entrado a la habitación y posado sus ojos enrojecidos como carbón, sobre de
Elena, las criaturas descubrieron los colmillos y emitieron terribles chillidos.
Petrú sonrió complacida. – No tiene que ser así Elena. Sólo quiero a los
últimos descendientes del Cuervo Negro.
Elena miró a su alrededor; los hocicos de las criaturas escurrían
espesos hilos de baba al mirarla. Cerró los ojos, y comenzó a sacudir la cabeza y
a sollozar ininteligiblemente; su rostro estaba enjuagado en lágrimas que fluían a
caudales.
-‐ ¡Ja! Con cerrar los ojos no disiparás ésta isla a la oscuridad a la que
pertenece, niña. – Espetó Petrú, riendo perversamente.
Arrinconada en las penumbras, Elena era consciente únicamente del
tic-tac metálico que hacía eco en los muros de la torre, cuando de pronto recordó
las palabras de Lelouch, no el felino, sino el que había sido de carne y huesos. –
“Contemplar la muerte desde la vida” – Y en el silencio de sus pensamientos,
comprendió el significado de aquello.
Por una vida colmada, no, incluso una sencillamente vivida; valía la
pena sufrir cualquier muerte.
Toda ella temblaba, pero aún así Elena se puso de pie y se irguió ante
los espectros que la acorralaban. Entonces Petrú, entendió qué era aquello que
sollozaba sin cesar. – “Los muertos son de polvo. Los muertos son de polvo. Los
muertos son de polvo.” – Repetía Elena al tiempo que se erguía orgullosamente
ante los hambrientos espectros.
Ésa era la primera vez que Petrú verdaderamente escuchaba su voz, la
primera vez que miraba en los ojos de la obstinada chiquilla. Comprendió
entonces que a pesar de su pálido semblante y las lágrimas que le nublaban la
mirada; Elena poseía una valerosa frialdad y una extraordinaria facilidad para
admirarlo y entenderlo todo. Era la clase de persona que no le tenía miedo a
nada; por eso no dudaba en herir el cuerpo de Luca para salvarlo; porque era
alguien tan ferozmente ávida por vivir y con una capacidad para soñar tan egoísta;
como lo había sido él.
-‐ Ahora veo porque Lelouch esperó por ustedes. – Espetó
desdeñosamente, al mirar al felino que no se despegaba del lado de
Elena. Y no pudo evitar sentirse celosa.
Entonces un súbito relámpago azotó el pecho de Elena. Un agudísimo
dolor se concentró en las venas de su cabeza, y sintió una mano invisible
oprimiéndole el corazón y el estómago; presa del dolor se dejó caer de rodillas. –
Vamos Elena, no me falles ahora. Levántate. – Le ordenó Lelouch, ronroneándole
en los oídos.
Pero era inútil el dolor la fustigaba terriblemente, y sangre empezaba a
manar de sus oídos. Entonces las criaturas hambrientas comenzaron a halar
ferozmente unas de otras, luchando por ser los primeros en probar el manjar que
Petrú les ofrecía para sostener su patética existencia.
Un óvalo de rostros deformes y salvajes comenzó a cerrarse entorno a
Elena, entonces Lelouch saltó frente a ella con el lomo erizado para defenderla.
Aún así las criaturas, no retrocedieron, pues estaban enardecidas por el cálido
aroma de la carne y huesos que yacían ante ellos; y además las fuerzas de
Lelouch se habían agotado considerablemente luego de rescatar a Luca y Elena
de la ira del espíritu de Radú, y por sostener la poca vida que le restaba al cuerpo
de “Espanto”.
-‐ ¿Con que desean “carne y huesos”? – Murmuró Lelouch. Entonces se
volvió levemente hacia Elena, quien se aferraba del brazo de un sillón
para ponerse en pie. El felino se sonrió y sus ojos desplegaron su
brillante luz de plata; sin duda ella había probado más allá de la razón
que era digna de su sacrifico. – Elena, no permitas que mi alma se
deslice al olvido. – Dijo Lelouch en un tono solemne, al arrojarse
repentinamente a las garras de aquellas viles criaturas.
-‐ ¡¡No!! – Irrumpió en gritos Petrú, al observar el cuerpo de Lelouch siendo
desmembrado y devorado por aquellos fantasmas infernales que se
abalanzaban sobre el gato como una jauría de hienas.
El dolor de Elena desapareció lentamente y con los ojos vidriosos,
contempló la trágica escena. Cuando de pronto se percató de que los bigotes del
gato se movían débilmente, y escuchó una voz por encima de los gruñidos. – “El
secreto está en tu nombre”. – Dijo el felino, antes que el fulgor plateado de sus
ojos se apagara para siempre.
El estruendo de la primera campana sacudió los cimientos de la torre.
-‐ No te lo perdonaré… – Chillaba Petrú, cerrando sus manos fieramente
entorno del medallón de Lelouch. – No te lo perdonaré… – Espetó con
la voz estrangulada por la rabia.
Enfurecida, Petrú se arrancó el medallón y lo alzó apuntando hacia el
cielo; e invocó a todas las criaturas de azufre a abandonar su festín y a arrojarse
de nuevo contra el otro costal de carne y huesos. Sin embargo los espectros
emitieron un terrible chillido, mientras que sus garras pugnaban por asir un pedazo
del cadáver del felino y engullirlo entre sus colmillos para obtener un poco de
aquella sangre cálida; así que la voz de Petrú no alcanzó a los rincones de ésas
mentes primitivas.
Las cortinas se batieron, los muebles estallaron en diminutas astillas de
madera, y otros objetos más pequeños (discos, libros, espejos, títeres, pelucas, y
otra clase de cosas que normalmente uno encontraría en un camerino
abandonado.) comenzaron a flotar por los aires. Pero aún así los muertos no
acudieron al llamado de Petrú, entonces Elena entrevió en el fulgor dorado de sus
ojos un intenso dolor que le debía de estar devorando las entrañas tanto a Petrú,
como al cuerpo que había tomado prestado.
- Era él, el prisionero del reloj. No tú. – Declaró de pronto Elena, con
voz ronca pero enérgica. – Lelouch, fue quien siempre atrajo a los espíritus de los
muertos. Era su alma, lo que sostenía la magia de La Castilleja. ¿No es verdad? –
Inquirió Elena por sobre el segundo tañido metálico de las campanas. – ¡Tú,
fantasma vengativo y cruel! – Señaló a Petrú con el brazo tembloroso, movida por
tal ira que hasta los ojos le ardían, pues se había encariñado con el vagabundo y
lamentaba su muerte profundamente. – Tú fuiste quien lo maldijo; pero no
contabas con que estuviera tan entrañablemente atado a su hermano. Y cada vez
que Lelouch abandonaba éste limbo, tu poder se debilitaba por lo que entonces
salías a predar las almas perdidas de los morbosos transeúntes.
Petrú se llevó ambas manos a la cabeza, sacudiéndola con
vehemencia. El rostro de Luca adquirió entonces, una apariencia demacrada y
llena de miseria. – Haz que se detenga, por piedad. Para ése ruido infernal. – Dijo
Petrú, a la vez que los espectros se tomaban de las manos y bailaban
delirantemente entorno a ella. – ¡Detenlo! – Chilló desgarradoramente, al dejarse
caer de rodillas.
Elena se acercó a aquél cuerpo que temblaba frenéticamente.
Al retumbar la tercera campanada, las paredes se agrietaron y desde
abajo se escuchó el pesado estruendo de las escaleras de caracol al
desbaratarse. Entonces Elena notó, que conforme el sonido de las campanas se
desfallecía, se alcanzaba a percibir un eco sordo. Un ruido irregular, que animaba
a los otros espectros a ejecutar su terrible danza. – Detenlo. – Continuaba
clamando Petrú.
El ruido también perturbaba a Elena, pues le provocaba escalofríos en
la espina dorsal e instintivamente tornaba su respiración agitada y dificultosa. –
¿Qué es ése ruido? – Preguntó temerosa, al tiempo que la cuarta campanada se
hacía oír a través de los muros de la torre.
Ésta vez lo apreció con mayor claridad. Era un canto rítmico y sonoro;
similar al retumbar trepidante de los timbales; agudo y por momentos irregular. Era
un palpitar extraño y cadente, que a veces parecía extinguirse para luego estallar
con súbita fuerza. El sonido de un corazón furioso que no se resignaba a morir.
Una sinfonía que Petrú nunca había olvidado; era la misma música fantasmal que
doblaban las campanas de La Castilleja, y que habría de arrastrar a Petrú hasta su
tumba.
Repicó la quinta campanada, seguida por el mismo espantoso tenor.
-‐ Es el corazón de Lelouch. – Musitó Elena, al tiempo que las paredes
comenzaban a desmoronarse.
Con gesto ausente, Petrú besó el medallón que sostenía en una mano;
y con la otra aferró un pedazo de cristal. – ¡No te lo perdonaré! – Surgió un agudo
grito desde aquella garganta, y se precipitó sobre Elena.
Acorralada por el resto de los espectros que danzaban a su alrededor,
Elena no pudo más que retroceder torpemente, con tanta velocidad que casi
tropezaba. Pero cuando encaró a Luca; notó que aquél rostro estaba desfigurado
en una mueca de dolor y que el resplandor dorado entorno al iris se había
desvanecido. – No dejaré que la lastimes, Petrú. – Se oyó la voz de Luca,
estrangulada por el esfuerzo. A la vez, que sus músculos se tensaban
salvajemente; combatiendo la voluntad de Petrú. –… He visto… los recuerdos que
cargas en el corazón… conozco la verdad que te llevaste a la tumba. – Espetó
Luca entre dientes, cuando súbitamente otro espasmo lo arremetió hacia atrás. La
luz dorada, comenzaba a brillar de nuevo en su ojo derecho. – ¡Basta! Yo también
he visto aquello que temes... No le harás da… ¡Agh! – Un intensó malestar le
invadió el estómago y lo dobló al suelo adolorido.
Elena se apuró a su lado, y entonces Luca le aferró la mano con fuerza.
– Ella teme… Tu nombre Elena... – Repitió entre alaridos de dolor, las últimas
palabras del gato. Elena sacudió la cabeza confundida, no entendía el significado
de aquello. Luca entonces se arqueó violentamente y terminó tirado boca arriba,
con la mano señalando en dirección de los objetos que flotaban caóticamente en
el techo. –…Espejo… mira el espejo. – musitó el joven escritor.
Elena tomó impulso y brincó hasta alcanzar uno de los espejos que
flotaban sin control encima de ellos, y lo cogió por el mango. En un primer
momento una luz descompuesta en varios fragmentos de color, proveniente del
cristal la obligó a apartar la mirada; pero al entornar los ojos para ver con mayor
claridad, no podía creer lo que contemplaba; pues sus grandes ojos marrón
relampagueaban furiosamente con una luz dorada casi tan potente como la de
Petrú.
El espejo se le resbaló de las manos, y se hizo consciente de su propia
apariencia como nunca antes; el cabello rojizo, los inmensos ojos luminosos que lo
escrutaban absolutamente todo; la expresión altiva que se dibujaba en la comisura
de sus labios cuando estaba molesta; el ardor que había sentido hace unos
instantes; y sobre todo la reverencia que su madre le había inculcado a rendirle a
las palabras. – “Señorita Elena”. – Musitó la propia Elena, en un suspiro
entrecortado al reparar en el tono travieso y a la vez respetuoso con el que
Lelouch se refería a ella.
Entonces Luca, se inclinó hacia delante para sostenerse pesadamente
sobre sus rodillas. – Elena, es otra lengua en la que se pronuncia el nombre…
“Ilona”. – Apenas los labios de Luca hubieron pronunciado aquél nombre que era
anatema para Petrú; el cuerpo se sacudió abruptamente adelante y atrás,
emitiendo chillidos guturales y destemplados, hasta que de pronto la espalda
quedó totalmente rígida. – Elena. – Sollozó débilmente el joven escritor, momentos
antes de que su cuerpo cayera flácidamente al suelo.
-‐ ¡Luca! – Se hincó a su lado Elena, sacudiéndolo para hacerlo volver en
sí.
El joven escritor abrió los ojos, pero no lograba aclarar su cabeza. Las
voces primitivas y agudas de los espectros se entremezclaban con la música
fúnebre de las campanas; miles de pedazos de cristal y objetos antiguos se
elevaban en el techo envueltos en un denso hedor de azufre; pero lo más molesto
era ésa luz casi cegadora que irradiaba de los ojos de Elena pues le impedía
pensar claramente en todas ésas imágenes que se habían vertido en su cráneo.
Demasiados pensamientos, demasiados recuerdos, demasiados
remordimientos… Y había sentido todos y cada uno ellos en su alma, como si
hubiese sido su propia vida la que veía pasar.
La sexta campanada…
Luca se levantó de golpe. Como si la poderosa vibración de las
campanas le hubiese limpiado el pensamiento. – ¡Ella escuchó cuando el corazón
de Lelouch dejó de latir!
La mirada de Luca de nuevo era serena. Elena entonces observó con
atención aquél rostro demasiado delgado pero infinitamente cándido, que tanto
echaba ya de menos. Era uno sincero, y sin ninguna otra marca de tiempo de no
ser por las diminutas líneas de expresión impresas por su tierna sonrisa. – Luca. –
Se arrojó Elena a los brazos del joven escritor.
Luca balbuceó nerviosamente antes de separarla de él con gentileza y
esbozar una gran sonrisa. – Por lo menos sabemos que envejeceré bien. – Espetó
burlón, y en respuesta Elena le propinó un puñetazo en el hombro herido.
-‐ Gracioso. – Dijo ella frunciendo los labios.
En ése momento, las vigas negras encima de ellos tronaron pues el
techo comenzaba a derrumbarse. De inmediato, los objetos que flotaban en el
aire se desplomaron, y las desesperadas criaturas de azufre comenzaron a
enterrar sus garras en los muros, en las ventanas, empujaban las vigas, tiraban
del hierro en las paredes, y de los cimientos del reloj; malgastando inútilmente la
poca fuerza que habían obtenido del cuerpo de Espanto, pues intentaban sostener
la torre por todos los medios posibles.
Elena jaló a Luca del brazo. – Hay que salir de aquí, ¿Recuerdas el
poema?
Luca sacudió la cabeza, aunque no estaba negando nada, se debatía
en cómo explicarle las cosas a Elena que parecía ya no enterarse más de los
deslumbrantes rayos dorados que irradiaban de sus ojos. – No podemos dejarla
así. – Dijo con voz ronca, al tiempo que protegía de los escombros a Elena bajo su
brazo.
Elena golpeó el piso con el pie. Y comenzó a hablar furiosamente por
encima del estruendo que sacudía a la torre. – ¿Cómo puedes siquiera considerar
ésa idea, después de todo el daño que te hizo, que nos hizo? Y de que ¡Lelouch
murió por culpa suya! – Exclamó derramando una lágrima.
Luca sonrió levemente; pues mientras estaba aprisionado en su propio
cuerpo pudo escuchar cada pensamiento oculto en el alma de Petrú. – “Es tan
parecida a él.” – Le oyó decir con afecto como si se lo murmurara al oído. Y Elena
se había identificado tanto con Lelouch desde el primer momento (casi tanto como
él mismo había entendido el pesar de Petrú cuando la conoció), que era natural
que Elena despreciara las acciones de Petrú. Los seres fuertes e impetuosos,
pocas veces sienten compasión por los débiles y temerosos.
-‐ Elena, escúchame. – Le dijo tomándola por los hombros. – Petrú, estaba
con Lelouch cuando él murió. – Elena frunció el ceño. – Si, tal vez ella
creó ésta espantosa suerte de limbo. Pero estoy seguro que debe haber
una razón. Es que si tan sólo tú, – balbuceó nerviosamente – si tan sólo
pudieras por un instante sentir la pena que ha llevado a cuestas todo
éste tiempo; la pasión con que ha estado llorando la muerte de Lelouch;
la claridad con que recuerda los últimos latidos de su corazón… Hay
algo que Lelouch no nos dijo; porque ella no albergó deseos de
venganza sino hasta después de que él muriera.
Como Elena sólo se le quedaba mirando sin decirle nada, Luca abrió la
boca para continuar describiéndole cuanto había visto, oído y sentido; mientras las
almas de Petrú y Luca permanecieron unidas en el mismo cuerpo. Pero antes de
que él siquiera pudiera abrir la boca, Elena le arrebató el medallón que
inconscientemente Luca todavía sostenía entre sus manos. – ¿Lo quieres
Petrushka Sunce? – Gritó con tal malevolencia que incluso el resto de los
espíritus que pululaban desquiciadamente a su alrededor, se silenciaron. Pues
después de todo, aquél era el llamado de una gitana poderosa. – Entonces, ven
por él. – Agregó agitando el medallón entre sus manos con gesto burlón, desde
luego, con el fin de provocar a Petrú.
De pronto algo impregnó el aire de la habitación; un bochornoso calor
penetraba a través de los ventanucos de las escaleras y del ventanal roto. Luca y
Elena rebuscaron alrededor de la habitación, desconcertados, cuando súbitamente
un fuego comenzó a crepitar en los muebles y en las vigas, y rápidamente
ennegreció las paredes de la torre. Los rostros de los espectros se deformaron
igual que antes; como si estuvieran hechos de cera se derretían en medio de
terribles alaridos que suplicaban por piedad.
Entre las llamas que apenas nacían en un oscuro rincón, Luca y Elena
vislumbraron la figura translúcida de Petrú. Las llamas danzantes que lamían los
muros, eran perfectamente visibles a través del pálido cuerpo de Petrú; pues ella
también estaba condenada a perecer junto con las otras almas en pena que
habitaban en La Castilleja. Sin embargo, cuando posó su mirada sobre los únicos
dos seres que poseían vida en la estancia, sus ojos dorados parecieron absorber
todo rastro de luz que iluminaba la torre, y se desvaneció en un parpadeo, sólo
para reaparecer frente a Elena con el rostro deshecho en una terrible costra negra
y los ojos encendidos como un par de carbones.
Petrú estiró su mano, y unos dedos envueltos en una piel chamuscada
y ennegrecida, aferraron el medallón que Elena sostenía. Entonces, Luca y Elena,
experimentaron un calor abrasador engulléndoles las extremidades y hasta el
cuero cabelludo. Ambos cayeron al suelo retorciéndose frenéticamente y
emitiendo salvajes alaridos de terror; el fuego seguía crepitando; cuando de
repente las paredes que los rodeaban se desvanecieron lentamente, y una nube
negra les envolvió por completo.
Ambos permanecieron tendidos en el suelo de una habitación inundada
por el aroma del aserrín; todavía sentían el fuego abrasador en sus miembros
chamuscados, y sus cuerpos se sacudían en espasmos que les nublaban la vista;
pero cuando oyeron la música circense resonar en las paredes de la pequeña
estancia en penumbras, se levantaron de un salto al experimentar un repentino
alivio.
Instintivamente se examinaron cada extremidad de sus cuerpos para
asegurarse de que se hallaban sanos y salvos, pero cuando quisieron estrecharse
el uno al otro, descubrieron con sorpresa que ambos parecían haberse
transformado en aire, pues sus dedos se traspasaban como la niebla. – ¿Qué
significa esto? – Inquirió Elena, con voz trémula. Pues temía lo peor. Sin embargo
Luca, giró para examinar aquella acogedora habitación y de inmediato la
reconoció como una de las muchas imágenes que Petrú le había compartido
antes.
Era un cuarto de techo bajo, iluminado por la débil luz de una vela. A
través de las estrechas paredes se adivinaba el barullo de una multitud extasiada
empapada en sudor por la emoción del acto que un par de timbales anunciaban
teatralmente; en el suelo había regados trajes de lentejuelas, diversos cachos de
telas brillantes, pelucas y sombreros de colores, y jarrones de maquillaje; en un
rincón había un pequeño diván en el que descansaba una figura que encaraba a la
pared y se cubría con una sábana blanca. En el otro extremo de aquél reducido
camerino, se ubicaba un polvoso espejo de pie y frente a él había una bailarina
sentada con las rodillas encogidas y la cabeza hundida entre sus manos. – Es
Petrú. – Declaró Luca, mudo de expresión.
Petrú lloraba con sollozos secos y débiles. En un repentino gesto de
compasión, Elena intentó posar su mano sobre el hombro de la bailarina, pero
ésta le atravesó todo el cuerpo. Entonces Elena levantó la cara hacia el espejo y
se dio cuenta de que ni ella ni Luca se reflejaban en el. – En éste lugar, nosotros
somos los fantasmas. – Espetó suavemente, como si temiera perturbar a la
persona que dormía en el diván.
-‐ Maldito seas cien veces, Lelouch Castilleja. – Exclamó Petrú
desconsolada, con todo el cuerpo temblando. – Maldito seas. – Lloraba
y reía a la vez, bajo la desconcertada mirada de Luca y Elena. Cuando
de pronto, el cristal del espejo se deshizo en ondas plateadas por las
que atravesó una esbelta figura ataviada toda en rojo.
-‐ Señora Reimei. – Musitó Luca, sin embargo ni la mujer ni Petrú se
percataron de su presencia.
-‐ ¡Mamá! – Se arrojó Petrú desconsolada al regazo de la Señora Reimei.
Los cabellos de la Señora Reimei eran de un rojo tan intenso que
centelleaban con la oscilante luz de la vela, muy distintos de los reflejos rojizos de
Elena que tendían a un pálido castaño bajo aquellas penumbras, sin embargo
Luca identificó de inmediato el mismo perfil soberbio que Elena adquiría cuando se
enfadaba.
-‐ No debes llorar mi querida Petrú. – La consoló la Señora Reimei, a la
vez que acariciaba tiernamente aquellos cabellos maple. – Siempre
supimos que éste momento tendría que llegar algún día. Puede que el
amor los una pero mi canción de muerte los separa, hija mía. – Espetó
ella en tono amargo, sin embargo Luca se percató de que en su rostro
se dibujaba una amplia sonrisa. – Era su destino marcharse o morir;
pero cuando tu corazón lo añore, mira hacia la luna y consuélate en su
recuerdo. – Dijo besándola afectuosamente en la frente.
Petrú entonces soltó una risilla burlona y se apartó del abrazo de su
madre. – Es ése el consejo que has ido a pedir de los muertos, ¿Conformarme
con un destino que tú misma has labrado para mí? – La Señora Reimei la observó
desconcertada, con los ojos bien abiertos. – Lo siento en el alma madre, pero si
hay algo que he aprendido de Lelouch es que la voluntad tuerce hasta el más
maligno de los destinos. No lloro por mí, ni mucho menos por él; sino por ti.
Porque sé lo sola que te quedaras cuando te abandone, y se me rompe el
corazón.
El semblante de la Señora Reimei se tornó feroz, casi maligno. – ¿Qué
estás diciendo? – Inquirió entre dientes, temblando de ira.
-‐ ¡Que soy una idiota! – Respondió Petrú acaloradamente. –Por creer en
tu amor y en tus despiadadas mentiras. Oh sí, la Tía Ilona me lo dijo
todo, sobre tu amor obsesivo que alimenta la magia de la maldición. Por
eso me atreví a regresar, porque creí que la muerte del Cuervo Negro
apaciguaría tu corazón, y perdonarías la vida de Lelouch, mi Lelouch, al
que dices querer sólo porque yo le quiero. Pero no es verdad, porque
desde el primer momento en que tus malignas garras estrecharon su
mano, haz hecho todo por destruirle, ¡Pero no conocías la ferocidad de
su alma, cuando emprendiste tu venganza!... ¿Cómo pudiste utilizarme
de ésa manera? – Inquirió Petrú con voz ronca. – Me observaste
mentirle y lastimarlo; me viste llorar hasta casi romperme de dolor, y
nunca dijiste nada.
La Señora Reimei dio unos pasos al frente, atravesando a Luca y Elena
como si estuviesen hechos de aire, y acunó el rostro de Petrú. – Lo hice por
nosotras, por ti mi hija. ¿Acaso no acudiste a mí llorando una noche, diciéndome
que le amabas pero que deseabas vivir?
Petrú retiró las manos de su madre con un movimiento brusco. – “Odio”,
fue tu respuesta. “El odio le atará a ti, y te mantendrá a salvo de la muerte”, dijiste.
¡Vaya que fuiste astuta madre! , pero has de saber que no me odia. Ni siquiera
después de haberme transformado en el monstruo de sus penas más grandes. –
Petrú suspiró exhausta. – Incluso después de que la Tía Ilona me contara toda la
verdad, yo no lo creí. No creí que mi madre fuera capaz de hacerle tanto daño a
su propia hermana, pero es ella quien posee los ojos dorados, lo que quiere decir
que la Tía Ilona era la legítima prometida del Cuervo Negro o ¿Me equivoco? – La
Señora Reimei, apartó la mirada. – Debiste sentirte tan desgraciada cuando él
eligió abandonarlo todo por alguien más; luego de todas las artimañas de las que
te valiste para deshacerte de tu hermana. – La Señora Reimei abrió la boca para
hablar pero Petrú levantó una mano para silenciarla. – No me interesa oír más
historias del pasado madre; tan sólo necesitaba convencerme de que las palabras
de la Tía Ilona eran ciertas, antes de regresar con Lelouch y decirle toda le verdad
de una vez por todas. Pudiste alentarme a acompañarlo, pudiste decir que
vendrías conmigo si era necesario para verme feliz… Pero veo ahora que el odio
ha secado tus venas; tú eres la verdadera ermitaña madre. La Tía Ilona tiene un
esposo a quien recuerda con cariño todos los días de su vida, gente que aunque
le teme también la quiere por todo el bien que ha hecho para ayudarles, y un hijo
con el que se reencontrará una vez que la magia del sol se haya drenado por
completo de su cuerpo y la demencia ya no la amenace. ¿Tú en cambio? No
tienes más que las tumbas que vas regando a tu paso, así pues madre, regresa
con esos tranquilos moradores bajo tierra porque no me quedaré en ésta isla a
sufrir tu destino.
La Señora Reimei soltó una carcajada. – ¿Y hacer qué? Eres ingenua si
crees que con sólo contarle toda la verdad, él olvidará todo el mal que le has
causado, o perdonará si quiera la humillación a la que sometiste el amor que te
profesó.
La expresión de Petrú se ensombreció. – Le diré la verdad, así de
simple. Le contaré que por obra de mi egoísmo, necesitaba que me odiara para
poder permanecer a su lado, sin renunciar a la vida que ambos adoramos tanto.
Le explicaré que el pobre Radú no ha sido más que un juego cruel del que me valí
para provocar su odio. Y si no me cree, entonces le pediré a Gitano que le cuente
todos los secretos que guardó por mí; no tengo duda alguna de que a él si que le
creerá ciegamente.
La Señora Reimei esbozó una perversa sonrisa. – En ése caso
márchate de una vez niña, porque las mariposas negras ya se han asentado en
los hombros de tu amado Lelouch. – Petrú frunció el entrecejo. – Tú pequeño
corazón no es el único que he envenenado con mis palabras. Y cuando veas su
sangre derramada, recuerda que has sido tú quien lo dejó a merced de aquellos
que más le odian. – Dijo señalando hacia el diván con la cabeza.
Elena y Luca, que habían estado absortos en la discusión que
sostenían madre e hija, recorrieron con la mirada los rincones del camerino en
penumbras y se percataron de que la figura oculta bajo las sábanas había
abandonado el camerino. – Radú. – Murmuró Petrú, con una expresión de terror
en su rostro. – Jamás te lo perdonaré madre. – Espetó Petrú con voz sombría,
antes de salir corriendo de la habitación.
Una vez que se hubo hallado sola, la Señora Reimei se dejó caer de
rodillas con las manos extendidas hacia el cielo. – ¡Por los días! – Gritó
desesperanzada, pero los muertos permanecieron en absoluto silencio.
El camerino había desaparecido. Las paredes se habían desvanecido.
Ante Luca y Elena yacía la muerte de la que Lelouch tanto les había hablado; lenta
y horriblemente la vida se le escapaba del cuerpo; las memorias y sueños que
guardaban su corazón se convertían en nada; la soledad y el olvido al que tanto
temía se cernían ya sobre su alma.
Se hallaban nuevamente en la habitación de la torre; rodeados por los
mismos muebles, los mismos libros, los mismos espejos, los mismos muros. Sin
embargo, ésta ofrecía un aspecto menos lúgubre y ni el polvo ni el tiempo la
habían consumido todavía. Desde un rincón, sabiéndose incapaces de cambiar el
curso que habían seguido las vidas de aquellos trágicos fantasmas de La
Castilleja; Luca y Elena contemplaron en silencio el triste recuerdo que Petrú
compartía con ellos.
Gitano estaba arrodillado en el centro de la habitación sobre un espeso
charco de sangre, gimiendo y con el rostro empapado en lágrimas. Entre sus
brazos sostenía a Lelouch, quien respiraba de forma entrecortada, y pronunciaba
palabras en un débil suspiro que ni siquiera el mismo Gitano alcanzaba a
escuchar. La sangre abandonaba el cuerpo de Lelouch a torrentes y envolvía a la
estancia en un horroroso carmesí, su largo pelo negro era ahora una pelmaza
ensangrentada, y los vidrios negros que tenía por ojos lucían sombríos por las
lágrimas que le corrían en las mejillas a aquél pálido rostro. Un rostro que era bello
sin importar la expresión que desplegara, un rostro que aún empañado por la
muerte mantenía su ternura y su juventud.
Radú empuñaba la navaja roja que Gitano había arrojado a un lado
momentos antes; contemplándolo todo con expresión extasiada, el maquillaje
blanco y negro de “Piérrot” le escurría el rostro confiriéndole un aspecto brutal
mientras aspiraba ansioso el hedor a muerte que comenzaba a inundar la
habitación.
De pronto el cristal líquido del espejo se disolvió en ondas plateadas. –
¡Radú! – se escuchó el desesperado grito de Petrú antes de que terminara de
atravesar a la habitación.
Su cuerpo se quedó rígido ante la visión de aquél Lelouch tendido e
indefenso contra todos esos espectros infernales que lo rodeaban predando por su
sangre, su carne y sus huesos. Las terribles sombras descubrieron sus colmillos y
emitieron terribles rugidos, mientras degustaban el sabor putrefacto de la muerte
que estaba por llegar. – No. – Susurró. Aquél no era el Lelouch que ella amaba, el
que rezumaba poder, el que reía sublime y desastrosamente antes de asestar el
golpe final. – No. – Susurró de nuevo, y luego en un súbito espasmo de dolor, se
precipitó hacia Radú.
Los brazos y piernas de Radú se convulsionaron frenéticamente, pues
entre horribles gemidos intentaba hacerle saber a Petrú, que todo estaría bien
porque al fin eran libres de estar juntos para siempre. Todo su cuerpo estaba
sacudido por la locura, y aprensó a Petrú entre sus brazos a la vez que le besaba
los cabellos y aspiraba el dulce aroma de su cuello.
-‐ ¿Qué le has hecho? – Lloraba Petrú dulcemente pero sin control;
agitándose con violencia y esgrimiendo las uñas en los brazos de Radú
con un sufrimiento que lentamente le partía el corazón.
Al ver que Radú se negaba a dejarla ir a lado de Lelouch, le clavó los
dientes y le propinó un golpe en pleno pecho que le sacó el aire y lo derribó de
rodillas.
Cuando Petrú se hubo librado de aquél horripilante abrazo, se arrojó
sobre Lelouch con tanta fuerza que sin darse cuenta hizo que Gitano cayera de
espaldas. – Abre los ojos Lelouch. – Lloraba al acariciarle los labios, con la cabeza
inclinada sobre su pecho sin importarle que toda ella se manchara de sangre. Y
escuchó el mortecino latir de su corazón. – ¡Está vivo, Gitano! Podemos ayudarlo;
manda a traer a Ariya, ella lo salvará estoy segura. – Exclamó con el semblante
demacrado por la desesperación que la inundaba al percibir que el ritmo de aquél
furioso corazón se tornaba cada vez más espaciado y sordo. – Gitano, corre que
no le queda mucho tiempo. – Lloraba, abrazándolo contra sí y cubriéndole el rostro
de exasperados besos.
Pero Gitano había contemplado de cerca el momento en que el fulgor
plateado de los ojos de Lelouch se extinguió; comprendía que aquello era tan sólo
el cuerpo de Lelouch terminando de morir. – Se ha ido Petrú. – Dijo Gitano con
voz ronca, suprimiendo el llanto.
-‐ No. – Sollozó Petrú mientras que el cadáver se le deslizaba
pesadamente de entre los brazos. – Lelouch, regresa a mí. Prometiste
que siempre regresarías a mí. – Emitía quejidos inarticulados. – Pero
me mentiste de nuevo ¿Verdad? – Rió amargamente. – Maldito seas
Lelouch. ¡Abre los ojos!
Entonces los oscuros espectros que circundaban ansiosos en la
habitación, se arrojaron sobre el cuerpo de Lelouch. Hundieron los finos colmillos
en su carne y succionaron la sangre que quedaba todavía en sus venas.
Los ojos de Petrú centellearon con un potente fulgor dorado. –
¡Aléjense de él! No se atrevan a tocarlo. – Gritaba sacudiendo las
manos con excesiva fuerza en dirección de aquellos espectros
carroñeros. Sin embargo a los ojos de Gitano y del triste Radú; su
mirada de sol poseía ahora una demencia melancólica, al contemplarla
batirse inútilmente contra el aire vacío. Hasta que de pronto, finas
telarañas de gotas carmesí se hicieron visibles en torno del cadáver de
Lelouch.
La telaraña se revolvía encima de Petrú y Gitano, magullándoles la piel
como si se tratara de las mismas mariposas negras que solían custodiar las rosas
de la Señora Reimei; pues llevaban la ropa manchada con la sangre del “Dyavol
Glaza”. A pesar de que Gitano protegía a Petrú con sus brazos, los diminutos
incisivos de los espectros alcanzaron a herirla, hasta que hubieron lamido cada
gota que llevaban sobre ellos. Al final sus ropas, parecían viejos harapos
consumidos por feroces polillas.
Entonces aquellas criaturas de sangre se volcaron de nuevo contra el
cuerpo inexánime de Lelouch; en medio de su apetito lo sacudieron hasta
desencajarle los brazos, las piernas, y en un momento de voracidad se oyó el
terrible crujir de su espinazo… Tal era el precio que pagaban los “Hijos predilectos
de la Luna” por despertar a los muertos y danzar con ellos; salvo el anciano
Lorenzo cuyo cuerpo había sido fieramente custodiado por el fantasma del Dyavol
Glaza.
Petrú se dejó caer de rodillas. No parecía mirar lo que la rodeaba, todo
su cuerpo temblaba y su respiración se tornó honda y rápida, como si estuviese a
punto de sofocarse. – No mires Petrú, todo está bien. ¿Me oyes?, no mires. – Le
decía Gitano, mientras que la envolvía entre sus brazos. Pero ella se retorcía
jadeando, llamando el nombre de Lelouch entre lamentables gimoteos.
En ése instante, todos los espejos del castillo vibraron. Los fantásticos
paisajes que los cristales encerraban en ellos, de pronto se desvanecieron como
las ondas expansivas de un furioso lago plateado; y en su lugar apareció la
imagen de la torre del reloj reflejada en los espejos interminablemente. Entonces
las campanas doblaron con un ímpetu desgarrador, superponiéndose una sobre
otra violentamente como si el reloj también llorase la muerte de Lelouch Castilleja.
– ¿¡Qué está pasando!? – Inquirió el Señorcito Rastelli desde algún rincón del
laberíntico castillo, aferrándose temeroso a los brazos de Emil e Irina quienes
contemplaban atónitos la súbita destrucción que les rodeaba. Las paredes
comenzaron a retorcerse y aparecieron grietas en las paredes; los techos se
derrumbaban en todas partes del castillo produciendo un terrible estrépito; y los
alaridos de los animales se confundían con los gritos despavoridos de las
personas que corrían despavoridas en todas direcciones; arrollándose unos a
otros, humanos y bestias, luchando por escapar de aquellos laberínticos muros.
En el centro de la pista permanecían Bogie y Ariya, contemplando la caída de
aquella legendaria megalópolis circense. – Esto significa que Lelouch está… ¡Oh
Lelouch! –Rompió en llanto Ariya, arrojándose a los brazos de su esposo que
tragándose las lágrimas, en silencio también lamentaba la muerte del amo del
Pygmalion. Y la suya propia.
El caótico estruendo atravesó las paredes de la habitación de la torre,
se oían los frenéticos alaridos de las personas, y el estrépito de los muros al
colapsar. Los espectros se habían disipado como una espesa neblina carmesí,
dejando nada más que cenizas donde antes había descansado el triste cadáver de
Lelouch.
Petrú tenía los ojos cerrados, pero aún a través de sus párpados podía
contemplar el cuerpo descuartizado de Lelouch, y la traviesa mueca que
bailoteaba todavía en su rostro apacible al momento en que las bestias separaron
aquella cabeza durmiente de su frágil cuello.
Radú entonces se levantó de su rincón, llorando y gimoteando, como un
animal herido e indefenso. Sacudió a Gitano por el hombro, para que sacara a
Petrú de ahí. Crispando la mandíbula furiosamente, Gitano lo empujó lejos de sí,
estampándolo en uno de los libreros.
Pero era como si Petrú no pudiera moverse, como si contemplara un sueño del
que no deseaba despertarse.; entonces el rabillo de su ojo captó el pálido destello
de un pequeño objeto que yacía entre las cenizas de Lelouch. – El medallón. –
Musitó, al tiempo que se arrojaba al suelo para remover las cenizas y recuperar
aquél obsequio olvidado.
Tomó el medallón entre sus delgados dedos y lo acercó a su rostro
enjunto, con los labios abiertos lo besó como si fuese el rostro de Lelouch el que
sujetaba en sus manos. – Te dije que estaba vivo, Gitano. – Soltó una risotada
ronca y estentórea, que estremeció a Gitano hasta el espinazo. – Éste lugar fue
creado por su magia; está hecho de él. – Espetó con la mirada vaga y errática. –
La muerte no ha sido hecha para ti amor mío. – Declaró al ponerse en pie frente al
espejo viejo de la habitación, respirando convulsivamente.
Gitano al leer las perversas intenciones plasmadas en aquél semblante
distorsionado por una horrible mueca de demencia, la retuvo fuertemente por el
brazo. – No dejaré que de nuevo cedas a la locura que arde en tu sangre; ésas
personas son inocentes Petrú, todos lo somos. Si quieres al culpable, no tienes
más que mirar detrás de ti. – Dijo señalando a Radú con la cabeza.
Petrú entonces se irguió y se quedó en absoluta quietud, su rostro de
nuevo adquirió su fría belleza; conteniendo momentáneamente el horrible frenesí
que le enardecía las venas. – ¿Le dijiste la verdad de nuestra traición? Le contaste
acaso que aquél pobre – dijo mirando a Radú. – no sirvió más que para nutrir su
odio hacia nosotros; ¿Sabía que estábamos dispuestos a sufrir su odio antes que
su muerte? – Gitano sacudió la cabeza con vehemencia, al tiempo que una
lágrima recorría su tosca mejilla. – Entonces eres tan culpable como aquél pobre
diablo y yo; pues ten por seguro querido Gitano que tu silencio lo hirió tanto como
el filo escarlata de tu navaja.
Ella emitió otra sórdida carcajada, con los brazos abiertos hacia el
espejo y emitió un alarido. Gitano entonces, desvió la mirada y la dejó perderse en
aquella locura que tanto consuelo le brindaba a su alma desbaratada por el dolor.
Petrú estrechó el medallón contra su pecho, y al mirarse en el cristal cuarteado del
espejo, admiró sus ojos de sol que descomponían todos los colores en una saeta
dorada. – “Una vez fuera de la naturaleza, no he de tomar mi forma de ninguna
cosa natural.” – Recitó esbozando una sonrisa desquiciada, a la vez que una
fuerte cálida ráfaga de viento se alzaba en cada habitación del castillo, rugiendo
por encima de los gritos, y atravesando las paredes. – “Sino una forma como la
que los herreros griegos hacen de oro repujado y esmalte dorado.” – Alimentadas
por el feroz viento, las llamas estallaron ennegreciendo los muros y carbonizando
todo cuanto sus lenguas rojas alcanzaban. Atroz y rugiente, el fuego caldeaba
cada rincón del castillo; prendiendo las ropas de las personas y transformando
sus cuerpos en antorchas andantes que saltaban frenéticamente arriba y abajo; y
hasta trepaban los muros a cuatro patas para salvarse.
Desde el reflejo de la torre, Petrú contemplaba la caída del imponente
Pygmalion. Tras de ella, tronadores estallidos de chispas devoraban las paredes
de la habitación; el fuego inmenso y danzante agitaba la escena; en el centro de
las llamas brazos y piernas ennegrecidos se alzaron gritando con un volumen tan
desgarrador y gutural que Petrú no pudo sino llorar por aquellos dos desdichados
que la habían amado incondicionalmente. De repente sus ojos dorados se
abrieron enormes y su boca lanzó un horrible alarido, al sentir su carne viva y
palpitante; pues el fuego comenzaba a abrasarle el cuerpo. “Son hermosos lirios
rojos. Lirios rojos. Nada más que lirios rojos.” Repitió para sí, oprimiendo la quijada
reciamente para reunir sus fuerzas y concluir la maldición. – “¡Para mantener
despierto a un somnoliento Emperador!”. – Aulló estruendosamente, en una
súplica seca, horrible, y llena de dolor; aferrando el medallón contra su corazón e
iluminada por el fuego que ardía sobre ella.
***
La imagen de Petrú se evaporó, la habitación quedó sumida en
penumbras y se iluminó débilmente con el fulgor dorado que irradiaban los ojos de
Elena. Hasta que hubo una explosión de luz que rápidamente se convirtió en una
enorme pira que consumía a los espectros sepia de La Castilleja; y proyectaba en
las paredes sus distorsionadas sombras. Pues todos ellos eran fantasmas
aprisionados en retazos de tiempo y recuerdos. Figuras deformes que las
manecillas ya desconocían.
La séptima campanada estremeció los cimientos del reloj, y la torre
empezó a retorcerse sobre sí misma. Luca entonces, abrazó a Elena cubriéndole
la cara para protegerla de los escombros y las llamas que reptaban las paredes. –
Ahora comprendo, no se trata de una venganza; su razonamiento es más básico
que eso. Es tu linaje el que desea exterminar. – Espetó Elena, estrujando
angustiada el saco de Luca.
Luca asintió. – El poder de nuestra sangre le permite a Lelouch
moverse libremente entre ambos mundos; brincando en el tiempo con cada nueva
generación. Pero si la historia del “Payaso Piérrot” muere conmigo, entonces el
alma de Lelouch deberá permanecer aprisionado en La Castilleja, junto con Petrú.
Una de las vigas cayó estruendosamente cerca de ellos, pero lograron
esquivarla a tiempo. – Si sólo hay un pequeño problema con ése plan… – Jadeó
Elena, a la vez que saltaba tomada de la mano de Luca; de una esquina a otra
sorteando los segmentos de techo que colapsaban pesadamente.
-‐ Lelouch me odia. – Apareció Petrú frente a ellos, con el aspecto que
presentaba su cadáver al momento de su muerte. La piel arrugada y la
carne ennegrecida recubierta de ampollas; el cráneo apenas oculto por
finas hebras de pelo; y aquellos ojos dorados apagados en un marrón
ordinario, y desprovistos de párpados como una calavera dotada con
ojos de vidrio en sus cuencas.
La voz de Petrú hizo un eco que puso a temblar a la torre entera.
Súbitamente, un terrible calor castigó el pecho de Elena y Luca. –
Puedo usarte a ti Luca, para atarlo en éste limbo. Igual que antes utilicé el
medallón. – Habló con voz perversa, estrujando el medallón entre sus manos
chamuscadas. Una oleada de dolor les oprimió a ambos todo el cuerpo, como si
sus propios huesos se cerraran en torno de ellos; pues Petrú los azotaba con toda
la plenitud de su poder.
Elena y Luca, permanecían tendidos en el suelo con la vida
deslizándoles del cuerpo, retorciéndose por el intenso fuego que les devoraba las
entrañas. Conscientes tan sólo del ruido metálico proveniente de los engranajes
que luchaban por volver las horas atrás.
Tronó la octava campanada. Toda la escena se estremeció no con la
fúnebre canción de ésas gargantas de metal sino con el sordo ritmo de aquél
corazón combativo que con sus últimos latidos animaba la isla fantasmal. –
“Muerte desde la vida.” – Repitieron ambos en silencio, estrechándose las manos
con enternecedora fiereza.
Mientras que la desgraciada prisionera del reloj se deslizaba de nuevo
hacia el olvido. – “¿Se quedarán conmigo a esperar al Pygmalion?” – Inquirió
Petrú con su voz cantarina, a la vez que, ignorante del aspecto deplorable que su
espectro presentaba, daba piruetas a través de las llamas que se alzaban
ferozmente hasta el techo como luminosas flores rojas. – “Será divertido, lo
prometo. El Payaso Piérrot es muy hábil, puede hacer que una ciudad entera
desaparezca; los trapecistas flotan como aves en el cielo; y los títeres de la
Señora Remei parecen de carne y hueso; ¡Y la bailarina! De seguro que te
enamoras de ella. Es hermosa.” – Dijo Petrú, inclinándose cerca de Luca y Elena.
Las lágrimas empañaron la vista del joven escritor al sentir que la
muerte se imponía sobre él y Elena, cuando de pronto se percató de que el
medallón que Petrú estrechaba en sus manos palpitaba agitadamente. Entonces
recordó la calidez que provenía del medallón cuando lo sostuvo en sus manos, y
el final de la historia de Lelouch – “Sus garras jamás me alcanzarán.” – No era
sólo su misma sangre que corría en los descendientes del Cuervo Negro lo que lo
ataba al mundo; o la maldición de Petrú que lo aprisionaba en La Castilleja… Sino
que el propio Lelouch le había entregado a Petrú la llave para crear ése limbo de
tiempos y espacios; y era también; precisamente aquello que la noche que
Magnus murió él clamó que le pertenecía enteramente a Petrú: Su corazón.
-‐ Bastardo. – Jadeó Luca, sonriendo. Al tiempo que se reincorporaba
entre intensos espasmos de dolor. – Si logró consumar el hechizo antes
de morir. – Dijo entre dientes, a la vez que rodeaba a Elena por la
cintura para ayudarla a ponerse en pie. – Lelouch transmutó su corazón
en ése medallón para protegerlo de las sombras que predaban su
cuerpo. Así pues, La Castilleja es producto de la magia de ambos
linajes, por ésa razón ni siquiera la magia del Dyavol Glaza bastaba para
destruir ésta isla; ¿Te das cuenta ahora Elena? No fue simplemente que
ambos descubriéramos el significado y el sentimiento del hechizo; sino
que…
-‐ Juntos igualamos el poder de ésos dos fantasmas egoístas. – Agregó
Elena débilmente, luchando por suprimir los temblores que sacudían a
su cuerpo, cada vez que el fuego que les devoraba a ambos se atizaba
con la ira de Petrú. – ¿Listo? – Gruñó Elena, oprimiendo la mano de
Luca.
Sin embargo, de pronto Luca se mostró vacilante. No era que temiera
provocar la furia del terrible espectro de Petrú, que danzaba con el medallón sin
percatarse de que su sueño de muerte estaba por venirse abajo. Sino que… –
¿Qué poema o canción vamos a recitar? No tengo idea de cómo escribir un
hechizo.
-‐ Vamos Luca, no te me acobardes ahora. – Se burló Elena. – Tus
parientes no son los únicos que sabían de magia.
Entonces Luca pensó en las palabras que la madre de Elena le había
transmitido cuando pequeña. – “Las plegarias que repetimos en nuestro fuero
interno, no son otra cosa que hechizos mal logrados. Pero si acaso las dejáramos
cobrar vida, hasta la poesía más pobre se convertiría en una maldición.” – Ambos
rieron sonoramente, como si las llamas ya no los quemaran o como si las almas
que emitían tan terribles alaridos dentro de la torre fuesen sirenas entonando
afectuosas canciones.
¿En verdad podría ser así de sencillo? ¿Así de básico y primitivo?...
Karandash, Mariana y Lorenzo, casi lo habían logrado. Así pues se les ocurrió que
valdría la pena intentarlo; después de todo, los muertos fallecen una sola vez; todo
lo demás había sido tan sólo otro juego perverso del Dyavol Glaza.
La novena campanada estremeció el cristal del reloj.
Ambos alzaron sus manos íntimamente entrelazadas hacia el cielo;
concentrados en un sólo pensamiento, y unidos por un único sentimiento.
Conjuraron el nombre que ataba a ésa alma perversa a los herederos del Cuervo
Negro, y a La Castilleja. – ¡¡Lelouch Castilleja!! – Gritaron al unísono con una
cadencia tronadora en sus voces, invocando el poder del Dyavol Glaza para que
acudiera a su llamado. Como tantas veces había acudido al lado de la pequeña
Mariana y el anciano Lorenzo.
Petrú entonces sintió el medallón latir con renovada violencia, y al
volverse en dirección de Elena y Luca; vislumbró un líquido plateado y brillante,
borbotear entre las grietas del piso como una ligera espuma de cristal de la que
emergían brazos y piernas. Hasta que en el centro de la estancia se materializó
una estilizada sombra de vidrio, que centelleaba con vivos reflejos plateados. –
Petrú. – Surgió una voz desde el interior de aquella estatua de plata, sin embargo
apenas se hubieron movido los labios; se oyó un estrepitoso crujido y la coraza de
vidrio se endureció hasta resquebrajarse como un huevo de cristal.
El grotesco espectro de Petrú ennegrecido por el fuego, dejó escapar un
quejido seco; al contemplar la elegante figura de aquél fantasma que poseía el
mismo fulgor pálido de la luna y destilaba un suave aroma de vino y especias.
Ataviado con una larga gabardina de piel púrpura; un sombrero de copa al
desgaire sobre el sedoso pelo negro recogido con un listón; y batiendo con aire
retozón y vanidoso su bastón de plata. Sin embargo Luca y Elena se percataron
de que ésa criatura era muy distinta del vagabundo o del gato; pues aunque éste
ser etéreo poseía los mismos rasgos angulosos, y los mismos ojos inquisitivos y
de vibrante negrura; la belleza de ésta aparición se hacía más patente que nunca
por la curiosa expresión implorante que su rostro desplegaba y que denotaba el
trágico desconocimiento que asedia a todos los fantasmas.
Lelouch había acudido al llamado de dos gitanos poderosos, sin
embargo aquello no significaba que les recordara más. Pués, el vagabundo había
muerto junto con el cuerpo del gato Espanto.
-‐ Lully, regresaste. – Sonrió Petrú con nostálgica dulzura, desplegando las
deformes grietas de su rostro carbonizado.
La décima campana tañió y Lelouch sintió su pecho estremecerse a su
mismo compás. Entonces los recuerdos se ciñeron sobre ambos fantasmas con la
misma crudeza de antes. Una lágrima se deslizó por la mejilla de Lelouch; acunó
entre sus manos aquél rostro encostrado, y atesorando los dolores que en él se
dibujaban; Besó fervorosamente los labios que las llamas habían desfigurado. –
¿Cómo podría odiar la otra parte de mi alma?– Murmuró a los oídos de aquél
terrible espectro.
La onceava campanada retumbó, y el medallón de nuevo se sacudió
violentamente entre las manos de Petrú. Sus ojos se iluminaron con un débil
resplandor dorado similar al que solía tener la Tía Ilona; y la calidez que emanaba
de ése par de soles la envolvió en una nebulosa estela de oro que borró las
marcas de su muerte, transformándola nuevamente en ésa visión de dulce y
seductora belleza que había sido en vida.
-‐ ¿Bailarás conmigo Lully? – Habló Petrú con voz pícara, reflejando en su
semblante la sorprendente inocencia de su juventud intacta. Pués por
primera vez, aquellos enormes ojos miraban sin odio ni temor.
– Por todo el tiempo que desees mi Petrushka. – Respondió Lelouch
con voz ronca, envolviéndola en un largo abrazo.
– ¿Qué tal? Por el resto de mi vida, y en tanto perdure ésta horrenda
muerte. – Dijo Petrú, esbozando una amplia sonrisa que correspondía
maravillosamente a la luz de la afectuosa mirada que coronaba su semblante.
Sus manos frías se entrelazaron para bailar ése vals fúnebre. La unión
de ambos espíritus, erosionó todas las palabras crueles del pasado. Todo
resentimiento y reclamo que hubiesen albergado sencillamente se extravió en el
tiempo y lo único que permanecía era aquél momento de momentos, que
constituía el sueño de muerte que tanto Lelouch como Petrú habían soñado en el
instante en que sus ojos se cerraron para siempre.
La torre hedía con la peste de los cuerpos quemados de todas las
gimoteantes almas que no habían dejado nada en el castillo de muros
ennegrecidos por el incendio, excepto sus cenizas y ropas chamuscadas. Sin
embargo, no hubo más palabras innecesarias que pudieran herir a Petrú ni a
Lelouch, tan sólo la creciente música vibrando en los cristales de las ventanas; en
las cenizas de la chimenea; en los libros muertos de los estantes; en las
desbaratadas escaleras de caracol; en las gargantas metálicas de las campanas;
y en las pesadas manecillas del reloj.
La creciente melodía era lenta pero de un ritmo cautivador; una música
lánguida y desesperada, que lo mismo se estremecía de dolor que de la más
extravagante alegría. Una electrizante canción que poco a poco apaciguó a las
tristes almas en pena y las condujo a un desconocido umbral de ensueño. Los
lamentos cesaron; Mientras que Lelouch y Petrú, giraban con tal rapidez y tal
ligereza que era imposible vislumbrar los pasos de sus pies; riéndose se
separaban y se reencontraban en aquellos recuerdos enredados con los viejos
rencores y en aquellos más íntimos que sólo ellos dos conocían. Girando y
girando por encima de los muertos, su baile dibujaba un círculo sin final; cuando
de pronto los engranajes oxidados del enorme reloj crujieron estruendosamente y
la doceava campanada tañió anunciando la muerte de aquél dulce vals.
-‐ Las horas del reloj deben seguir su curso Elena. – Espetó Luca con una
expresión pensativa y realmente triste, pues tan sólo tenían los treinta
repiques restantes para despedirse de aquella isla mágica y espectral.
Elena entonces asintió con un semblante extrañamente tierno y dócil;
como si de pronto una súbita tristeza invadiera toda su persona; y oprimió de
nuevo la mano de Luca que ahora parecía una extensión más de ella.
-‐ “No es un país para hombres viejos. – Entonaron conjugando sus voces,
a la vez que la primera de las treinta campanillas zumbaba en sus oídos.
Y un fulgor plateado ardía dentro los ojos de Luca. – Los jóvenes
tomados del brazo, las aves en los árboles. Las generaciones que
mueren cantando, las cascadas de salmón, los mares repletos de atún,
peces, animales, encomian todo el verano. Todo aquello que se
produce, nace, y muere. Atrapado en esa música sensual todo ignora.
Monumentos del intelecto que no envejece.”
Cuando la última campanilla hubo repicado, del poder combinado de
Elena y Luca nació un nuevo tipo de magia; del reloj emergió una luz de bronce
que lentamente empapó en translúcidas gotas la habitación de la torre, hasta
extenderse en una inmensa red luminosa que envolvió a toda la isla y adormeció
los sentidos tanto de los espectros de azufre, como los de Luca y Elena.
Sumidos en un trance de música dulce las almas desfilaban fuera de la torre,
pues de la tierra brotaban flores primaverales de todo color, y el aire se impregnó
con un sutil perfume de vino y especias.
La pálida luz blanca de la luna llena se combinó con la brillante dorada
del sol, proyectando espléndidos rayos a través del ventanal de la torre; entonces
Luca y Elena corrieron a asomarse por el cristal del reloj, y contemplaron una isla
azotada por las olas y la espuma del mar. En el reluciente piso blanquinegro
había numerosos puntos de luz clamando por la llegada del Pygmalion, y en el
centro de la plazuela aparecía una vibrante llama; danzando de un rincón a otro;
y al observar atentamente se entreveían las siluetas sonrientes de Lelouch y
Petrú. Numerosos buques se mecían plácidamente en un lejano puerto, y
antiguos castillos se alzaban orgullosamente bajo un espléndido cielo de calicó
que desplegaba los vivos colores que sólo pueden existir cuando la luna y el sol
resplandecen sobre el mar con igual intensidad. En los arrecifes de una costa
peñascosa se escondía un tenebroso cementerio en cuyas lápidas anidaban las
aves marinas, donde sólo alcanzaba a iluminar el lado frío y fantasmal de la
luna. Y en el horizonte donde flotaban las nubes platinadas, se hallaba esa cueva
obscura y solitaria que todos llamaban “La Garganta del Infierno”; pero que Luca
y Elena, sabían que en realidad no era otra cosa que un hediondo pantano.
La torre del reloj metálico se alzó en el centro de La Castilleja con la
imponente majestuosidad de un palacio, como si el fuego jamás los hubiese
destruido; y en el momento justo en que sus manecillas de hierro estallaron en
miles de pedazos, ante Luca y Elena, apareció aquél malévolo espectro
centelleando como una estrella temblorosa en las horas del crepúsculo; luciendo
un aspecto que dificultaba distinguir si se trataba del Payaso Piérrot o de Lelouch
Castilleja. Ataviado con una holgada camisa roja de cuello vuelto y anchas
mangas de arlequín que sobresalían por la gabardina negra; altas botas de cuero
negro; con los brazos detrás de la nuca sosteniendo el bastón plateado en el que
descansaba despreocupadamente su cabeza; y su oscura mirada oculta bajo el
ala de su sombrero. – Tengo un obsequio de bodas para ustedes, mis queridos
jóvenes. – Habló aquella voz fantasmal con insusitada energía, que hizo
retumbar las paredes de la torre con el mismo estruendo que el de las
campanas.
Entonces Elena y el joven escritor, se sintieron adormilados como si la
muerte sollozara sobre sus hombros; la visión de la isla espectral palideció, y la
música que todos entonaban y danzaban se volvió entrecortada y aguda. Sus
cuerpos se sentían desaparecer, toda impresión de dolor y angustia les
abandonó; y una oleada de paz y permanencia se impuso en sus corazones.
Una densa neblina se arremolinó entorno a ellos, y a medida que la visión de La
Castilleja se desvanecía, como en un sueño, vislumbraron a Petrú y a Lelouch
danzando todavía hacia el destino inmortal que sin saberlo ambos habían
elegido.
***
Eran las primeras luces del amanecer pues el cielo brillaba todavía con un
débil azul metálico, cuando Elena y Luca despertaron sobre el asfalto frío de la
carretera a orillas del pantano, rodeados por las maltrechas ramas recubiertas de
musgos fétidos. Sus ropas estaban hediondas y manchadas de fango. La cortina
de densos y tenebrosos cipreses que cubría las aguas pantanosas de la
“Garganta del Infierno”, les propició una terrible sensación de melancolía al
figurárseles las puertas oxidadas que custodiaban La Castilleja.
Sus corazones palpitaban horrendamente y aceleraba el ritmo de sus
venas; mientras intentaban reconstruir en sus cabezas cada pequeño detalle de
aquella pesadilla de tiempos que pudieran atar a la realidad, antes de ceder a la
terrorífica posibilidad de que ambos sencillamente se habían deslizado hacia un
escabroso laberinto de historias y recuerdos, que a menudo se encierran dentro
de mentes que o bien; tienen sueños extraordinariamente vívidos, o que ceden a
los delirios de una razón frágil.
Como bien era sabido por todos los que les conocían, Luca y Elena eran
propensos a la segunda alternativa.
A Elena le embargó una profunda tristeza, pues lamentaba en el alma que
las memorias de aquél malévolo gato comenzaran a perderse de ella. – Le prometí
que no lo dejaría deslizarse en el olvido. – Le decía exaltada a Luca, mientras que
éste le pronunciaba alentadoras palabras. Prometiéndole que el día menos
pensado volvería a ver aquellos magníficos cielos de calicó, oirían incrédulos el
estrépito de la música circense, y entonces toda la pizza de “Nonny´s” empezaría
a desaparecer misteriosamente de los refrigeradores. Sin embargo, él mismo
dudaba de sus palabras apenas las decía en voz alta.
La tristeza comenzaba a abatirlos, cuando de pronto un frío viento les
acometió y Luca metió las manos en los bolsillos de su saco para calentarse, y
con sorpresa sintió el tacto de un pequeño objeto de metal. – ¡El medallón! –
Exclamó Luca emocionado, antes de que Elena se lo arrebatara emocionada.
-‐ ¡No estamos locos! – Espetó Elena, al abrazar a Luca efusivamente. –
Bueno, al menos no más de lo razonablemente aceptable. – Se rió.
-‐ Espera. – Dijo Luca de pronto, al tomar de nuevo el medallón con una
expresión muy seria.
-‐ ¿Pasa algo malo? – Inquirió Elena.
Luca sacudió la cabeza, al tiempo que pegaba el medallón cerca de sus
oídos. Al no escuchar más que un sordo tic- tac del interior, y sentir el rígido y frío
metal del platino, suspiró aliviado. – Sólo quería cerciorarme de algo. –
Respondió, guardándolo de nuevo en sus bolsillos.
-‐ Y dime, ¿Qué harás ahora que has resuelto el misterio de “La Castilleja”,
y salvado tu honor y el de tu abuelo? – Preguntó Elena en un tono
burlón. – ¿No irás a entregarle la historia a “Portal Paranormal”? –
Espetó en tono firme, al tiempo que diminutos puntos dorados
centelleaban furiosamente en torno al iris de sus ojos marrón.
Luca entonces sonrió ligeramente, pues al analizar todo lo acontecido,
dudaba que la dichosa carta que había recibido de la revista fuese real; sino que
Lully sabía que el joven escritor necesitaba un empujón y éste sencillamente se lo
dio. – Eso mi querida Elena, depende. – Respondió, mientras que Elena se
percató de que la mirada de Luca fulguraba con una suave luz plateada.
32. EPITAFIO.
En una habitación hay dispuestas dos camas con columnas y volantes
de seda, una de color rosa y la otra de color azul. En medio de las camas hay un
buró con una lamparilla que ilumina las coloridas estanterías de las paredes,
plagadas de libros y juguetes. Cerca de la puerta está dispuesto un arrugado sillón
de piel beige, en el que descansa un hombre de pelo canoso oscuro, ojos de un
negro puro, y facciones expresivas y afectuosas; mientras que termina de contar la
historia que su difunto padre Luca le encomendara transmitir a sus nietos: Helena
y Lucio.
-‐ Por eso es que cuando sean mayores, elegiré entre ustedes dos al que
mejor sepa contar la historia y le entregaré éste medallón. Pués en él
están guardados todos los recuerdos que sus abuelos compartieron con
el Payaso Piérrot. – Espetó el hombre, al tiempo que orgullosamente
balanceaba entre sus dedos aquella reliquia familiar.
Helena que había heredado los profundos ojos negros de su padre,
sonreía complacida, pues a diferencia de su hermano mayor, ella escuchaba
embelesada la historia noche tras noche; pendiente de todos los detalles, tanto
importantes como insignificantes.
-‐ El abuelo seguro hablaba mucho con los fantasmas, pero nosotros
nunca los oímos ni los vimos, ¿Verdad Helena? – Espetó Lucio
impacientemente, pues aunque antes solía aguardar emocionado la
hora en que su abuelo o su padre le contaran disparatadas historias
sobre aquél vagabundo devorador de pizzas; a fuerza de haberla oído
ya tantas veces; ahora no hacía el menor caso o bien bostezaba y daba
cabezadas cayéndose de sueño, para manifestar su aburrimiento. –
Seguro que se deschavetó de tanto escribir historias de terror. – Rió
burlonamente.
-‐ Es porque nuestros ojos todavía no brillan, pero cuando lo hagan ya
verás cómo no te queda de otra que cerrarte el pico. – Respondió la
pequeña Helena, torciendo la boca igual que hacía su abuela cuando se
enojaba.
-‐ ¡Ha! Si eso es verdad ¿Por qué a papá nunca le han brillado los ojos
como al abuelo en sus cuentos? – Dijo Lucio, en un tono un tanto
malicioso y mordaz.
El hombre entonces guardó el medallón en los bolsillos de sus
pantalones, y sacudiendo la cabeza se acercó a la mesilla para apagar la
lamparilla, no sin antes darles un beso de buenas noches a cada uno de sus hijos.
– Por cierto, un concejo para ambos. – dijo mientras que cerraba la puerta de la
habitación de los niños. – No conviene hablar mal de los muertos, porque puede
que despierten de sus tumbas para vengar la desobediencia de sus nietos
malcriados. – Exclamó a la vez que imitaba una exagerada risa malvada, al cerrar
la puerta tras de sí.
Una vez que la habitación hubo quedado en penumbras, tan sólo el
claro de la luna ilumina suavemente los rostros durmientes de Lucio y Helena.
Cuando de pronto una voz perturba los tranquilos sueños de los pequeños y les
canturrea suavemente a los oídos. – Ni yo podría haberlo dicho mejor. – Agita la
noche, la sonrisa malévola de aquél payaso espectral con ojos de gato, mientras
que da cuerda a la cajita musical de Helena, para ver a la pequeña bailarina
danzar sobre la curiosa plataforma de cristal.