Post on 03-Aug-2015
Heinrich von Kleist (1777 - 1811)
Sobre la elaboración paulatina del pensamiento a medida que
se habla
A.R. v. L.
Cuando quieras saber algo y no seas capaz de averiguarlo meditando, te
aconsejo, querido y discreto amigo mío, que hables de ello con el primer
conocido con quien topes. No necesita poseer un caletre privilegiado, ni lo que
yo propongo es que lo interrogues sobre tu problema, ¡no! Antes bien, debes
contárselo tú mismo en primer lugar. Ya te veo enarcar las cejas asombrado y
responderme que, en el pasado, se te aconsejó no hablar sino sobre cosas que ya
comprendieses bien. Pero antaño hablabas probablemente con la petulancia de
querer instruir a otros, yo quiero que hables con la juiciosa intención de
instruirte a ti mismo; de modo que acaso ambas reglas de prudencia, diferentes
para diferentes casos, sean compatibles sin dificultad. Dicen los franceses que
l’appétit vienent en mangeant [el comer y el rascar, todo es empezar; literalmente:
al comer se despierta el hambre]; y este principio basado en la experiencia sigue
siendo verdadero cuando se lo reformula paródicamente como l’idée vient en
parlant [al hablar se nos ocurre la idea]. A menudo, encorvado en mi escritorio
sobre los legajos, intento hallar el punto de vista desde el cual enjuiciar
correctamente un pleito enredoso. Ocupado como está mi fuero íntimo en el
empeño de ponerse en claro, suelo entonces mirar hacia la luz –el punto de
claridad mayor. O busco, cuando se me propone un problema algebraico, la
ecuación inicial que expresa los datos del problema, y de la cual se deducirá la
solución mediante un cálculo sencillo. Pues mira: cuando converso sobre ello
con mi hermana, que trabaja sentada detrás de mí, averiguo lo que quizá no
hubiera podido aclarar en horas enteras de cavilación. No es que ella me lo diga
en el sentido propio de la palabra; ya que no conoce el Código legal, ni ha
estudiado los tratados matemáticos de Euler o Kästner. Tampoco es que ella me
guíe con preguntas sagaces hasta el meollo del asunto, aunque esto último
también acaece a menudo. Mas yo tengo de antemano alguna oscura noción
vinculada lejanamente con lo que busco, y si con osadía la tomo como punto de
partida, el entendimiento, a medida que progresa el discurso, forzado a hallar
un final para ese comienzo, troquela la confusa noción inicial hasta conferirle
completa nitidez, de forma que el conocimiento –para asombro mío- ya está
listo al acabar el período oratorio. Intercalo sonidos inarticulados, alargo las
locuciones conjuntivas, utilizo también tal o cual aposición que en realidad no
es necesaria y me valgo de otros artificios que dilatan el discurso con objeto de
ganar el tiempo necesario para la forja de mi idea en el taller de la razón. En
esos momentos nada me ayuda más que un gesto de mi hermana, como si
quisiera interrumpirme; pues a mi entendimiento, ya de por sí en tensión, lo
acicatea todavía más el intento de arrebatarle desde fuera el discurso en
posesión del cual se halla y –semejante a un gran general cuando se ve en un
atolladero- hace dar a sus facultades lo mejor de sí mismas. En este sentido
entiendo el provecho de que resultarle a Molière su criada; pues el asignar a la
moza –como él pretende- un juicio crítico capaz de corregir el suyo propio,
revelaría una modestia de cuya presencia en aquel pecho de poeta desconfío.
Para el que habla hay una peculiar fuente de entusiasmo en el rostro humano
de un interlocutor; y una y una mirada que expresa la comprensión de un
pensamiento formulado sólo a medias nos regala a menudo la formulación de
la otra mitad del mismo. Tengo para mí que más de un gran orador, al abrir la
boca, aún no sabía lo que iba a decir. Pero la convicción de que las
circunstancias por sí mismas, y la excitación de su entendimiento resultante de
ellas, producirían la necesaria copia de pensamientos, le confería el
atrevimiento necesario para empezar a la buena de Dios. Me viene a las mientes
la célebre “fulgurita” de Mirabeau, con la que despachó al maestro de
ceremonias que, después de haber acabado la última junta monárquica del 23
de junio, en la cual el rey había ordenado a los tres Estamentos marchar por
separado, regresó a la sala de juntas donde todavía se demoraban los
Estamentos y preguntó si no habían oído la orden del rey. “Sí”, respondió
Mirabeau, “hemos oído la orden del rey” –estoy seguro de que con este afable
comienzo aún no pensaba en las bayonetas con las que concluyó: “Sí,
caballero”, repitió, “la hemos oído” –se ve que aún no sabe en absoluto lo que
pretende. “Pero, ¿qué derecho tiene usted” –prosiguió, y ahora, de súbito, se
dispara un torrente de intuiciones tremendas- “a insinuarnos órdenes a
nosotros? Somos los representantes de la nación”. -¡Eso era lo que necesitaba!
“La nación da órdenes, y no recibe ninguna”-llegando enseguida al colmo de la
osadía. “Y para hacerme entender con toda claridad” –y solo ahora da con la
formulación que expresa toda la resistencia que su alma está dispuesta a
oponer: “Comunique usted a su rey que no abandonaremos nuestro puesto sino
a punta de bayoneta”. –Dicho lo cual se sentó en su silla, satisfecho consigo
mismo. –Si pensamos ahora en el maestro de ceremonias, no podemos
imaginarlo más que en completa bancarrota espiritual tras semejante lance,
según una ley análoga a la que carga un cuerpo en estado eléctrico neutro,
cuando entra en la atmósfera de un cuerpo electrizado, con la electricidad de
signo opuesto. E igual que en el cuerpo electrizado, tras esta acción recíproca se
refuerza nuevamente el grado de electricidad en él contenido, así el
anonadamiento de su adversario transformó la valentía de nuestro orador en el
más temerario entusiasmo. Acaso, de este modo, fue en última instancia el
temblor de un labio superior, o un jugueteo ambiguo con el puño de la camisa,
lo que provocó en Francia la subversión del orden de las cosas. Leemos que
Mirabeau, apenas el maestro de ceremonias se hubo alejado, se levantó y
propuso: 1) constituirse de inmediato en Asamblea Nacional y 2) proclamar la
inviolabilidad de la Asamblea. Tras haberse descargado con esto como una
botella de Leyden, se hallaba ahora de nuevo en estado neutro y, repuesto de su
temeridad, dio cabida en sus consideraciones al temor por el tribunal del
Châtelet y a la prudencia. –Aquí tenemos una curiosa concordancia entre los
fenómenos del mundo físico y los del mundo moral, que –en caso de que
continuásemos investigándola- se manifestaría hasta en los menores detalles.
Pero abandono mi analogía y retorno al asunto principal. También Lafontaine,
en su fábula Les animaux malades de la peste [Los animales apestados], en la cual
el zorro se ve obligado a improvisar una apología ante el león, sin saber de
dónde extraerá su contenido, presenta un ejemplo singular de elaboración
paulatina del pensamiento a partir de un comienzo dictado por la necesidad. La
fábula es bien conocida. La peste impera en el reino animal; el león convoca a
los notables de éste y les declara que es necesaria una víctima propiciatoria para
aplacar a los cielos. Hay muchos pecadores entre el pueblo, y la muerte del
mayor tiene que salvar a los demás de perecer. Harían bien, por ende, en
confesarle sinceramente sus faltas. Él por su parte confiesa que, aguijoneado por
el hambre, acabó con más de una oveja; también con el perro, cuando se
acercaba demasiado; sí, incluso llegó a ocurrir que en un instante de gula se
zampó al pastor. De no haber incurrido nadie en mayores debilidades él, el
león, está dispuesto a morir. “Señor”, dice el zorro, deseoso de desviar la
tormenta lejos de sí, “su generosidad nos abruma. Se extralimita usted en su
noble celo. ¿No es una minucia estrangular a una oveja? ¿O a un perro, esa
bestia indigna? Y “quant au berger [en lo que hace al pastor]”, prosigue, pues
éste es el meollo del asunto: “on peut dire [puede decirse]”, aunque todavía no
sabe qué, “qu’il méritoit tout mal [que merecía cualquier calamidad]”; a la buena
de Dios; y con ello está ya enredado; “étant [por ser]”; un vulgar circunloquio,
que le hace empero ganar tiempo: “de ces gens là [de esas personas]”, y sólo
ahora da con el pensamiento que le saca de apuros: “qui sur les animaux se Font
un chimérique empire [que se forjan un quimérico dominio sobre los animales]”. –
Y procede a probar que el asno, ¡bestia sanguinaria! (pues devora todas las
hierbas) es la víctima apropiada, tras lo cual todos se abalanzan sobre él y lo
despedazan. –Un discurso semejante es en verdad pensamiento en voz alta. La
sucesión de ideas y sus designaciones progresan paralelamente, y los actos del
entendimiento para las unas y las otras son congruentes. El lenguaje no
constituye entonces traba alguna, a modo de calzo que inmovilizase la rueda
del espíritu, sino que es como una segunda rueda fija en el eje de aquélla y
rodando al unísono. Muy otra cosa sucede cuando el espíritu tiene el
pensamiento listo ya antes de la elocución. Pues entonces ha de limitarse a su
mera expresión, y esta tarea, antes bien que estimularlo, no tiene otro efecto que
el de distenderlo. Por ello, cuando una idea es expresada confusamente, no se
sigue de ello en absoluto que también haya sido pensada confusamente; antes
bien podría darse el caso de que las expresadas más confusamente sean
precisamente las pensadas con mayor claridad. A menudo, en una reunión en la
que merced a la conversación animada las ideas están fecundando
continuamente los entendimientos, vemos cómo personas que por lo general se
muestran retraídas, pues no se sienten dueñas del lenguaje, de sopetón se
enardecen con un movimiento espasmódico y apoderándose del lenguaje dan a
luz algo incomprensible. Sí, se diría que, una vez han captado la atención de
todos, con un gesto tímido dan a entender que ellos mismos ya no saben a
ciencia cierta lo que han querido manifestar. Probablemente esas personas han
pensado con toda claridad algo muy acertado. Pero el súbito cambio de
actividad, la transición del pensamiento a la expresión, reprimió la excitación
del espíritu que resulta tan necesaria para la conversación del pensamiento
como para su generación. En tales casos es por completo imprescindible tener el
lenguaje con facilidad a punto para poder emitir en sucesión tan rápida como
sea posible lo pensado en simultaneidad, y que sin embargo no puede ser
enunciado en simultaneidad. Y en general cualquiera que hable más rápido que
su oponente, supuesto que ambos se produzcan con igual claridad, tendrá una
ventaja sobre él, pues en el mismo tiempo pone en combate más tropas que él.
La necesidad de una cierta excitación del entendimiento, incluso para
engendrar de nuevo ideas ya tenidas con anterioridad, se hace patente cuando
se somete a examen a cabezas esclarecidas y con instrucción, y sin ningún
preámbulo se le plantean preguntas como la siguiente: ¿qué es el estado? O
bien; ¿qué es la propiedad? u otras semejantes. Si estos jóvenes se hubiesen
hallado en una reunión en donde ya se hubiera discutido sobre el estado o
sobre la propiedad durante cierto tiempo, acaso habrían dado fácilmente con la
definición procediendo mediante comparación, aislamiento y combinación de
conceptos. Pero aquí, donde falta por completo esa preparación del
entendimiento, los vemos atascarse, y sólo un examinador incompetente
concluirá de ello que no saben. Pues no es que nosotros sepamos, sino que más
bien un cierto estado nuestro sabe. Sólo los espíritus adocenados, gente que ayer
aprendió de memoria lo que es el estado y mañana lo habrá olvidado
nuevamente, tendrán aquí la respuesta a mano. Aun sin tener en cuenta que es
ya de por sí enojoso y hiere la sensibilidad e incita a mostrarse testarudo el que
uno de esos eruditos charlatanes nos examine los conocimientos, para
comprarnos o rechazarnos según sean cinco o seis; es tan difícil tañer el
entendimiento humano y lograr arrancarle su melodía personal, se desafina tan
fácilmente en manos torpes, que incluso el más consumado conocedor de la
persona, ducho hasta la maestría en delicado arte de partear los pensamientos –
según Kant lo caracteriza-, podría aquí cometer desaguisados a causa del
desconocimiento de su recién nacido.
Por lo demás lo que les procura a tales jóvenes –incluso a los más
ignorantes- en la mayoría de los casos una buena calificación es la circunstancia
de que también los entendimientos de los examinadores, cuando el examen se
realiza en público, están ellos demasiado turbados como para poder juzgar con
imparcialidad. Pues no sólo son conscientes, a menudo, del impudor de todo
procedimiento –ya nos avergonzaría exigir a alguien que vaciase su bolsa ante
nosotros, cuanto más su alma-: sino que su propio intelecto tiene que someterse
aquí a una peligrosa inspección, y pueden dar gracias a Dios cuando logran
salir del examen sin mostrar su flaco, acaso más ignominiosamente que el
jovenzuelo recién salido de la universidad a quien examinaban.
(Continuará.)
Kleist, Heinrich von: Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía,
Madrid, Hiperion, 1988, p.37-45 [trad. Jorge Riechmann]