Heinrich von Kleist - Sobre la elaboración paulatina del pensamiento a medida que se habla

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Heinrich von Kleist (1777 - 1811)

Sobre la elaboración paulatina del pensamiento a medida que

se habla

A.R. v. L.

Cuando quieras saber algo y no seas capaz de averiguarlo meditando, te

aconsejo, querido y discreto amigo mío, que hables de ello con el primer

conocido con quien topes. No necesita poseer un caletre privilegiado, ni lo que

yo propongo es que lo interrogues sobre tu problema, ¡no! Antes bien, debes

contárselo tú mismo en primer lugar. Ya te veo enarcar las cejas asombrado y

responderme que, en el pasado, se te aconsejó no hablar sino sobre cosas que ya

comprendieses bien. Pero antaño hablabas probablemente con la petulancia de

querer instruir a otros, yo quiero que hables con la juiciosa intención de

instruirte a ti mismo; de modo que acaso ambas reglas de prudencia, diferentes

para diferentes casos, sean compatibles sin dificultad. Dicen los franceses que

l’appétit vienent en mangeant [el comer y el rascar, todo es empezar; literalmente:

al comer se despierta el hambre]; y este principio basado en la experiencia sigue

siendo verdadero cuando se lo reformula paródicamente como l’idée vient en

parlant [al hablar se nos ocurre la idea]. A menudo, encorvado en mi escritorio

sobre los legajos, intento hallar el punto de vista desde el cual enjuiciar

correctamente un pleito enredoso. Ocupado como está mi fuero íntimo en el

empeño de ponerse en claro, suelo entonces mirar hacia la luz –el punto de

claridad mayor. O busco, cuando se me propone un problema algebraico, la

ecuación inicial que expresa los datos del problema, y de la cual se deducirá la

solución mediante un cálculo sencillo. Pues mira: cuando converso sobre ello

con mi hermana, que trabaja sentada detrás de mí, averiguo lo que quizá no

hubiera podido aclarar en horas enteras de cavilación. No es que ella me lo diga

en el sentido propio de la palabra; ya que no conoce el Código legal, ni ha

estudiado los tratados matemáticos de Euler o Kästner. Tampoco es que ella me

guíe con preguntas sagaces hasta el meollo del asunto, aunque esto último

también acaece a menudo. Mas yo tengo de antemano alguna oscura noción

vinculada lejanamente con lo que busco, y si con osadía la tomo como punto de

partida, el entendimiento, a medida que progresa el discurso, forzado a hallar

un final para ese comienzo, troquela la confusa noción inicial hasta conferirle

completa nitidez, de forma que el conocimiento –para asombro mío- ya está

listo al acabar el período oratorio. Intercalo sonidos inarticulados, alargo las

locuciones conjuntivas, utilizo también tal o cual aposición que en realidad no

es necesaria y me valgo de otros artificios que dilatan el discurso con objeto de

ganar el tiempo necesario para la forja de mi idea en el taller de la razón. En

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esos momentos nada me ayuda más que un gesto de mi hermana, como si

quisiera interrumpirme; pues a mi entendimiento, ya de por sí en tensión, lo

acicatea todavía más el intento de arrebatarle desde fuera el discurso en

posesión del cual se halla y –semejante a un gran general cuando se ve en un

atolladero- hace dar a sus facultades lo mejor de sí mismas. En este sentido

entiendo el provecho de que resultarle a Molière su criada; pues el asignar a la

moza –como él pretende- un juicio crítico capaz de corregir el suyo propio,

revelaría una modestia de cuya presencia en aquel pecho de poeta desconfío.

Para el que habla hay una peculiar fuente de entusiasmo en el rostro humano

de un interlocutor; y una y una mirada que expresa la comprensión de un

pensamiento formulado sólo a medias nos regala a menudo la formulación de

la otra mitad del mismo. Tengo para mí que más de un gran orador, al abrir la

boca, aún no sabía lo que iba a decir. Pero la convicción de que las

circunstancias por sí mismas, y la excitación de su entendimiento resultante de

ellas, producirían la necesaria copia de pensamientos, le confería el

atrevimiento necesario para empezar a la buena de Dios. Me viene a las mientes

la célebre “fulgurita” de Mirabeau, con la que despachó al maestro de

ceremonias que, después de haber acabado la última junta monárquica del 23

de junio, en la cual el rey había ordenado a los tres Estamentos marchar por

separado, regresó a la sala de juntas donde todavía se demoraban los

Estamentos y preguntó si no habían oído la orden del rey. “Sí”, respondió

Mirabeau, “hemos oído la orden del rey” –estoy seguro de que con este afable

comienzo aún no pensaba en las bayonetas con las que concluyó: “Sí,

caballero”, repitió, “la hemos oído” –se ve que aún no sabe en absoluto lo que

pretende. “Pero, ¿qué derecho tiene usted” –prosiguió, y ahora, de súbito, se

dispara un torrente de intuiciones tremendas- “a insinuarnos órdenes a

nosotros? Somos los representantes de la nación”. -¡Eso era lo que necesitaba!

“La nación da órdenes, y no recibe ninguna”-llegando enseguida al colmo de la

osadía. “Y para hacerme entender con toda claridad” –y solo ahora da con la

formulación que expresa toda la resistencia que su alma está dispuesta a

oponer: “Comunique usted a su rey que no abandonaremos nuestro puesto sino

a punta de bayoneta”. –Dicho lo cual se sentó en su silla, satisfecho consigo

mismo. –Si pensamos ahora en el maestro de ceremonias, no podemos

imaginarlo más que en completa bancarrota espiritual tras semejante lance,

según una ley análoga a la que carga un cuerpo en estado eléctrico neutro,

cuando entra en la atmósfera de un cuerpo electrizado, con la electricidad de

signo opuesto. E igual que en el cuerpo electrizado, tras esta acción recíproca se

refuerza nuevamente el grado de electricidad en él contenido, así el

anonadamiento de su adversario transformó la valentía de nuestro orador en el

más temerario entusiasmo. Acaso, de este modo, fue en última instancia el

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temblor de un labio superior, o un jugueteo ambiguo con el puño de la camisa,

lo que provocó en Francia la subversión del orden de las cosas. Leemos que

Mirabeau, apenas el maestro de ceremonias se hubo alejado, se levantó y

propuso: 1) constituirse de inmediato en Asamblea Nacional y 2) proclamar la

inviolabilidad de la Asamblea. Tras haberse descargado con esto como una

botella de Leyden, se hallaba ahora de nuevo en estado neutro y, repuesto de su

temeridad, dio cabida en sus consideraciones al temor por el tribunal del

Châtelet y a la prudencia. –Aquí tenemos una curiosa concordancia entre los

fenómenos del mundo físico y los del mundo moral, que –en caso de que

continuásemos investigándola- se manifestaría hasta en los menores detalles.

Pero abandono mi analogía y retorno al asunto principal. También Lafontaine,

en su fábula Les animaux malades de la peste [Los animales apestados], en la cual

el zorro se ve obligado a improvisar una apología ante el león, sin saber de

dónde extraerá su contenido, presenta un ejemplo singular de elaboración

paulatina del pensamiento a partir de un comienzo dictado por la necesidad. La

fábula es bien conocida. La peste impera en el reino animal; el león convoca a

los notables de éste y les declara que es necesaria una víctima propiciatoria para

aplacar a los cielos. Hay muchos pecadores entre el pueblo, y la muerte del

mayor tiene que salvar a los demás de perecer. Harían bien, por ende, en

confesarle sinceramente sus faltas. Él por su parte confiesa que, aguijoneado por

el hambre, acabó con más de una oveja; también con el perro, cuando se

acercaba demasiado; sí, incluso llegó a ocurrir que en un instante de gula se

zampó al pastor. De no haber incurrido nadie en mayores debilidades él, el

león, está dispuesto a morir. “Señor”, dice el zorro, deseoso de desviar la

tormenta lejos de sí, “su generosidad nos abruma. Se extralimita usted en su

noble celo. ¿No es una minucia estrangular a una oveja? ¿O a un perro, esa

bestia indigna? Y “quant au berger [en lo que hace al pastor]”, prosigue, pues

éste es el meollo del asunto: “on peut dire [puede decirse]”, aunque todavía no

sabe qué, “qu’il méritoit tout mal [que merecía cualquier calamidad]”; a la buena

de Dios; y con ello está ya enredado; “étant [por ser]”; un vulgar circunloquio,

que le hace empero ganar tiempo: “de ces gens là [de esas personas]”, y sólo

ahora da con el pensamiento que le saca de apuros: “qui sur les animaux se Font

un chimérique empire [que se forjan un quimérico dominio sobre los animales]”. –

Y procede a probar que el asno, ¡bestia sanguinaria! (pues devora todas las

hierbas) es la víctima apropiada, tras lo cual todos se abalanzan sobre él y lo

despedazan. –Un discurso semejante es en verdad pensamiento en voz alta. La

sucesión de ideas y sus designaciones progresan paralelamente, y los actos del

entendimiento para las unas y las otras son congruentes. El lenguaje no

constituye entonces traba alguna, a modo de calzo que inmovilizase la rueda

del espíritu, sino que es como una segunda rueda fija en el eje de aquélla y

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rodando al unísono. Muy otra cosa sucede cuando el espíritu tiene el

pensamiento listo ya antes de la elocución. Pues entonces ha de limitarse a su

mera expresión, y esta tarea, antes bien que estimularlo, no tiene otro efecto que

el de distenderlo. Por ello, cuando una idea es expresada confusamente, no se

sigue de ello en absoluto que también haya sido pensada confusamente; antes

bien podría darse el caso de que las expresadas más confusamente sean

precisamente las pensadas con mayor claridad. A menudo, en una reunión en la

que merced a la conversación animada las ideas están fecundando

continuamente los entendimientos, vemos cómo personas que por lo general se

muestran retraídas, pues no se sienten dueñas del lenguaje, de sopetón se

enardecen con un movimiento espasmódico y apoderándose del lenguaje dan a

luz algo incomprensible. Sí, se diría que, una vez han captado la atención de

todos, con un gesto tímido dan a entender que ellos mismos ya no saben a

ciencia cierta lo que han querido manifestar. Probablemente esas personas han

pensado con toda claridad algo muy acertado. Pero el súbito cambio de

actividad, la transición del pensamiento a la expresión, reprimió la excitación

del espíritu que resulta tan necesaria para la conversación del pensamiento

como para su generación. En tales casos es por completo imprescindible tener el

lenguaje con facilidad a punto para poder emitir en sucesión tan rápida como

sea posible lo pensado en simultaneidad, y que sin embargo no puede ser

enunciado en simultaneidad. Y en general cualquiera que hable más rápido que

su oponente, supuesto que ambos se produzcan con igual claridad, tendrá una

ventaja sobre él, pues en el mismo tiempo pone en combate más tropas que él.

La necesidad de una cierta excitación del entendimiento, incluso para

engendrar de nuevo ideas ya tenidas con anterioridad, se hace patente cuando

se somete a examen a cabezas esclarecidas y con instrucción, y sin ningún

preámbulo se le plantean preguntas como la siguiente: ¿qué es el estado? O

bien; ¿qué es la propiedad? u otras semejantes. Si estos jóvenes se hubiesen

hallado en una reunión en donde ya se hubiera discutido sobre el estado o

sobre la propiedad durante cierto tiempo, acaso habrían dado fácilmente con la

definición procediendo mediante comparación, aislamiento y combinación de

conceptos. Pero aquí, donde falta por completo esa preparación del

entendimiento, los vemos atascarse, y sólo un examinador incompetente

concluirá de ello que no saben. Pues no es que nosotros sepamos, sino que más

bien un cierto estado nuestro sabe. Sólo los espíritus adocenados, gente que ayer

aprendió de memoria lo que es el estado y mañana lo habrá olvidado

nuevamente, tendrán aquí la respuesta a mano. Aun sin tener en cuenta que es

ya de por sí enojoso y hiere la sensibilidad e incita a mostrarse testarudo el que

uno de esos eruditos charlatanes nos examine los conocimientos, para

comprarnos o rechazarnos según sean cinco o seis; es tan difícil tañer el

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entendimiento humano y lograr arrancarle su melodía personal, se desafina tan

fácilmente en manos torpes, que incluso el más consumado conocedor de la

persona, ducho hasta la maestría en delicado arte de partear los pensamientos –

según Kant lo caracteriza-, podría aquí cometer desaguisados a causa del

desconocimiento de su recién nacido.

Por lo demás lo que les procura a tales jóvenes –incluso a los más

ignorantes- en la mayoría de los casos una buena calificación es la circunstancia

de que también los entendimientos de los examinadores, cuando el examen se

realiza en público, están ellos demasiado turbados como para poder juzgar con

imparcialidad. Pues no sólo son conscientes, a menudo, del impudor de todo

procedimiento –ya nos avergonzaría exigir a alguien que vaciase su bolsa ante

nosotros, cuanto más su alma-: sino que su propio intelecto tiene que someterse

aquí a una peligrosa inspección, y pueden dar gracias a Dios cuando logran

salir del examen sin mostrar su flaco, acaso más ignominiosamente que el

jovenzuelo recién salido de la universidad a quien examinaban.

(Continuará.)

Kleist, Heinrich von: Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía,

Madrid, Hiperion, 1988, p.37-45 [trad. Jorge Riechmann]