Post on 04-Mar-2021
FRANCISCO LÓPEZ HERRERA
HOJAS AL VIENTO
(RELATOS DE CAZA)
Editorial MaJa
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FRANCISCO D. LÓPEZ-HERRERA
HOJAS AL VIENTO
(Relatos de caza)
Editorial MaJa
3
Segunda edición, 2017 (Cibertextos)
© Del texto: Francisco D. López-Herrera
© Portada y fotos: Francisco D. López-Herrera
© Ilustraciones: Dr. Clark Magruder
Otras ilustraciones o fotos: Internet
Editorial MaJa
801 W. Green Valley Circle
Payson, AZ 85541
Teléfono 480-415-1661
fdlopezh@gmail.com
Imprime: PostNet.
DEDICATORIA
A mi padre,
hombre de gran corazón
y maestro de cazadores.
Si cazando me siento libre,
escribiendo sobre caza reproduzco fielmente
aquella placentera sensación,
torno a sentirme libre.
(Miguel Delibes)
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Índice
Prefacio 5
1. Dos amigos 6
2. La cazadora 12
3. “Javelinas” 16
4. Apertura 24
5. Día de novedades 31
6. Senderos 38
7. Un mal año de caza 43
8. La venadita 51
9. El herido de la suerte 56
10. Tosca: de garrapatas y codornices 63
11. Perros, conejos y una jaca en La Cantincharia 69
12. Galgos 73
13. El cachorro 76
14. La caza de reclamo de la perdiz ibérica 80
15. Codornices a lo rico 90
16. Palomas y cazadores en el sur de Texas 97
17. Cazando jabalíes o sus semejantes 109
18. Tierra de patos 118
19. También se matan venadas 125
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Prefacio
Ésta es una colección de 19 relatos de caza, publicados cuatro de ellos hace
muchos años en dos revistas españolas de caza, y los restantes entre 2011 y 2013
en dos revistas de Internet (catorce en Club de Caza y uno en Caza y Safaris).
Muchas de las narraciones se publicaron con dibujos a pluma de mi amigo,
profesor de arte y artista profesional, Dr. Clark Magruder; a él mi profundo
agradecimiento. O se publicaron con fotos viejas, algunas no muy bien
reproducidas, que el autor tiene en sus archivos fotográficos.
Ahora, en el presente libro, el autor ha hecho pequeños cambios y correcciones del
original y ha insertado los dibujos de su amigo Clark y fotos propias y de Internet,
según su gusto y deseo, no como fueron publicados por los primeros editores. La
portada es una acuarela y diseño del autor.
El escritor ya no es cazador activo. Los cuentos presentes son entonces
experiencias propias; por tanto, lo aquí escrito son recuerdos más o menos
embellecidos por el interés literario y cambiados por el tiempo. Todos los relatos
están escritos en español, la lengua materna del autor. Estas narraciones se
presentan aquí sin un orden particular.
Ojalá que estas páginas distraigan y merezcan la aprobación de los amables
lectores.
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1
Dos amigos
urante varios meses al año salimos de caza con frecuencia. Empezamos
la temporada en septiembre con la paloma, y luego pasamos a la caza
mayor; a veces interrumpimos ésta con la caza de la codorniz, excitante
y de movimiento, con la que siempre acabamos en febrero. Dividimos, según las
varias circunstancias, trabajo, gastos, caza. Somos amigos.
—Fíjate, Jaime, —me dice— ya llevamos tres años cazando juntos.
—¡Ya! Y este año va a ser bueno. Extraoficialmente lo empezaste muy bien con el
varetón aterciopelado.
* * *
La mañana del segundo día de "tirada" (o caza del venado entre la población
hispana) es apacible y suave; la temperatura es un poco más calurosa de lo que
normalmente deseamos para cazar venado, pero típica en el sur
de Texas. El tiempo transcurre lento, tenso, lleno de ocultas
esperanzas. Apenas si hace viento.
Desde el mirador contemplo un largo sendero a mi izquierda,
interrumpido sólo por el comedero automático, pintado de
D
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camuflaje, sobre sus tres largas patas
metálicas; frente a mí una larga trocha,
hacia una hondonada y a lo
largo de una cerca de alambre
espinoso; a mi derecha se extiende
un enorme bancal, con buen pasto, de
más de doscientos acres, todo casi limpio de matorrales; detrás, una corta colada a
lo largo de la misma cerca.
Un correcaminos salta al sendero a cosa de treinta yardas. Se para y me mira; su
larga cola, tan larga como todo el cuerpo, sube y baja rítmica y lentamente. Parece
una pequeña y delgada gallina de no cortas patas; de barriga gris claro y el resto
pintado de marrón con algunas plumas casi negras en la cola y, sobre todo, en la
cabeza con un medio moño y algo achatada. Anda un poco; luego, rápido como el
viento, corre hacia un matorral donde pronto coge con su largo pico algún insecto o
gusano, base de su alimentación. ¿Qué haría si en lugar de un gusanito viera una
serpiente de cascabel? Dicen por estos campos que el correcaminos, peleando,
mata a la serpiente de cascabel.
Corre de nuevo, esta vez juguetón, sin aparente norte. ¡Qué rapidez! "¡Bip, bip!",
casi digo al recordar los dibujos animados en que el correcaminos triunfa sobre el
coyote en el folklore americano. No hay duda, da la impresión de velocidad al
convertirse en una horizontal que, veloz, se desliza
paralela a pocas pulgadas del suelo. De pronto algo le
asusta y, entonces, en movimiento infrecuente, desaparece
volando a poca altura del suelo.
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El suave viento del sureste mueve los cabellos de mi cogote. Las breves y débiles
hojas del mezquicopal, ya cercanas a su muerte otoñal, tiemblan. El sol,
desgraciadamente más afectuoso que el hermano viento, corre inexorable; hace
más de media hora que mi reloj dio las nueve con su sonido agudo, apenas
perceptible. De pronto, al fondo, un poco a mi derecha, con la hierba hasta media
pata, veo avanzar hacia la cerca dos venados. Por cruzar un lugar tan abierto y
limpio y a hora tan avanzada, naturalmente pienso que son dos venadas; por otra
parte, a esa distancia y a simple vista no se pueden distinguir cuernos. "Voy a
entretenerme mirándolas", me digo.
Con sorpresa observo por la mira telescópica
de mi rifle que el más grande de los animales
es un macho. Palpita emocionado mi
corazón. Los venados van acercándose al
rancho en donde mi compañero y yo
cazamos. Caminan en una dirección paralela a
mi puesto; las doscientas yardas de
distancia no se podrán acortar de ninguna
manera. A las cuatro o cinco yardas después de cruzar la cerca habrán
desaparecido. Entonces, cuando sólo faltan treinta o cuarenta yardas para llegar al
alambrado, el tiro de mi .270 rompe el silencio de la mañana. Los animales
brevemente se paran, pero pronto siguen animadamente andando. Un segundo más
tarde otro tiro suena cuando el primer venado está a punto de salvar la cerca. Y
cuando medio cuerpo desaparece en la fuerte maleza de mi rancho la tercera bala
cruza el aire sereno y cálido de la campiña.
No pierdo la calma; busco al otro animal para ver qué hace y así aprender a
conocer las reacciones de los venados. Inquieto y asustado mira en derredor;
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temblor de miedo y nerviosidad corre por su cuerpo. Al moverse descubro que
tiene unas puntas pequeñas. Pero cuando voy a tirarle, el venado se aleja corriendo.
Treinta yardas más adelante se para. Parece que busca con la vista la cerca vecina.
Cuando rápido y certero le disparo, el pobre animal salta y cocea con dolor de
muerte; diez o doce yardas más adelante cae sin vida.
Mi rifle semiautomático está sin balas. Aunque le caben cinco, el día anterior
disparé a un coyote lejano y aullador al caer la tarde. Nunca pensé que pudiera
necesitar más balas y me subí así al puesto; por comodidad, tampoco me puse la
cartuchera. Al bajarme del
mirador me acerco a la
camioneta de mi amigo a recoger
el 30/30 para, preparado,
acercarme al fondo de la
hondonada y lograr el venado
que yace en terreno prohibido; le
tiré y cayó en el rancho vecino; si
hubiera esperado, podría haberle
disparado en lo mío, pero el
entusiasmo, la excitación, el temor a perderlo me hicieron olvidar un precepto
cinegético. Mientras camino en dirección a mi presa decido buscar por donde
disparé al primer venado; estoy seguro que le di. Recuerdo lo que me dijo mi
compañero de caza la primera vez, tres años atrás, cuando disparé a una venada y
corrió, herida, cuarenta o cincuenta yardas dejando un claro reguero de sangre en la
montaña: "Jaime, busca siempre en el suelo donde le dispares a un venado; busca
sangre; son animales muy fuertes y duros, y, frecuentemente, corren bastante
después del tiro". Al llegar al lugar por donde entró el ciervo más grande,
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exactamente donde ya desaparecía y le disparé el tercer tiro, está muerto un
hermoso venado de siete puntas. El último tiro fue tan certero que el animal no dio
un solo paso; se desplomó en el sitio.
No puedo gozar de la emoción de la buena pieza conseguida. Un sexto sentido me
impulsa a ir rápidamente a conseguir la otra presa. Casi corriendo la corta distancia
y cruzando experto la cerca espinosa, agarro el venado pequeño —cuatro puntas
tiene— y presto ando las pocas yardas que
hay hasta mi coto tirando de la preciada
carga. Entonces lo llevo hasta donde está el
amigo más grande y los contemplo
orgulloso. Ni Tarzán daría un grito más
gozoso.
Examinando el primer venado descubro un
pequeño agujero en el centro del cuerpo por
donde pasó mi segundo tiro; aquella bala
cruzó por lugar sin hueso, sin romper tejido
vital alguno. Sin la bala última el animal
hubiera muerto, pero quizás lejos y horas
después.
Cuando empiezo a arrastrar uno de los venados para subirlo a la camioneta, llega
mi amigo. Ha oído los tiros, naturalmente, y ha pensado que he debido tirar a
coyotes o a javelinas. ¡Qué gran sorpresa en su cara y en sus palabras! Mi amigo
es noble y dice lo que siente:
— ¡Qué suerte, Jaime!
—Sí. ¡Increíble! Ayúdame a arrastrarlos.
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—Espera; vamos a subirlos en la "troca".
—El sendero está muy cerrado y hay muchos espinos. Se te va a rozar.
—No importa; es parte de la tirada.
Mi compañero es testarudo también. Y no insisto. Por otra parte, los animales
pesan bastante y a esta hora de la mañana, con calor y cansados de cuatro horas de
larga sentada, no es de sabios querer trabajar cuando se pueden hacer las cosas con
menos esfuerzo. Subimos, pues, a recoger la camioneta mientras doy detalles de lo
ocurrido a mi amigo.
Aunque la ancha senda no está muy limpia, la “troca” azul, con tracción a las
cuatro ruedas, no tiene problema alguno en llegar a donde están tendidos los
venados, compañeros para siempre unidos en trágica muerte. Y pronto los
colocamos, orgullosos, en la parte trasera de la pequeña y alegre camioneta.
Después dos amigos se dirigen hacia el campamento.
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2
La cazadora
ajo los casi deshojados mezquites y huisaches del Rancho Santa Cruz,
entre espinosa fronda y chumberas numerosas, la hermosa gata salvaje
camina silenciosa, ya lenta, ya rápida, medio agazapada, en busca de su
cena. Sus garras y colmillos van preparados aunque escondidos. Parece una bella
diosa cazadora de los bosques americanos.
El bobcat (animal parecido al lince) se encuentra con dificultad. En el sur de
Texas, normalmente en terrenos de mucha maleza, en terreno lleno de muchos
árboles, arbustos y matorrales, habita el bobcat americano. El gato vive solo; la
gata sigue con las crías hasta que se independizan. El bobcat es un felino de unos
tres pies de largo por más de uno de alto. Su piel, con largo y suave pelo cuando ha
pasado épocas de frío, está manchada con varias tonalidades oscuras sobre lomo
apenas pardo, cuerpo amarillo suave y blanco en el vientre. Una característica
curiosa de este felino, y por lo que recibe su nombre, es su corto y recio rabo, de
cinco a siete pulgadas de largo. El gato es gran cazador nocturno, que sale al
atardecer y se recoge en su madriguera o árbol por la mañana temprano. Su dieta
fundamental se compone de conejos, codornices y otros roedores y pájaros; come
lo que caza.
* * *
Es una tarde fría dos días antes de comenzar el invierno; día gris, todo nublado,
húmedo. Ha lloviznado todo el día anterior mientras soplaba el desapacible viento
norte. Otro cazador, sentado en una camioneta, busca su placer, su alimento, su
B
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trofeo. Sus colmillos y garras son dos rifles (para el tiro largo y corto,
respectivamente) que descansan junto a sí uno, el otro en sus diestras manos. Está
estacionado oblicuamente en una encrucijada de senderos estrechos que forman
casi un túnel, de manera que puede, casi sin moverse, tirar en tres direcciones.
Sueña con el venado de hermosos cuernos; y si no, quizás pase alguna “javelina”
deseosa de probar el maíz que ha caído del comedero automático cercano. El
cazador apenas si mueve de izquierda a derecha la cabeza, cubierta con aislante
gorra.
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De pronto, lo inesperado acaece. Aunque lo ha oído mencionar a algún otro
cazador, el que ahora acaricia un Marlin 30/30 duda de lo que ven sus ojos.
Mientras las codornices comen y juguetean bajo el comedero, mientras un conejito
mira inmóvil, la gata cazadora cruza con alguna premura el sendero a la izquierda
del cazador. Agazapada, cautelosa, fijos sus sentidos en la posible víctima, no
siente la presencia humana ni ve la camioneta azul. Y eso que está a solo veintitrés
yardas. El suave viento sopla en dirección al cazador. Ya éste tiene el rifle
dispuesto a disparar. Dos pies más y la gata montés habrá desaparecido. En ese
preciso momento, la ágil y silenciosa cazadora se detiene. Un segundo más tarde
la bala destructora le atraviesa las patas
delanteras; la gata ruge y salta cual
fiera herida por desconocido
peligro. El cazador introduce otra bala
en la cámara del rifle
semiautomático y, rápido, acaba con la
vida de la fiera que tantos conejos
tímidos y juguetonas
codornices destrozó en su vida.
El canto de los pajaritos desaparece. El jugar de las codornices se detiene. El
conejito eleva las temerosas y largas orejas y corre a esconderse. Una paloma vuela
a lo lejos. ¡Silencio profundo en el bosque!
* * *
Al día siguiente el cazador se despierta un poco más tarde de lo acostumbrado. La
noche anterior visitó a otros cazadores y departió con ellos; lució su trofeo y su
suerte. ¡Sabrosos comentarios de historias de caza! Luego limpió su pieza y, con su
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compañero de cacerías, cocinó al fuego carne de venado. Destruido el frío
penetrante junto al brillo caliente del fuego, pasó la noche rápida.
Llovizna muy suavemente mientras sopla un poco el viento norte. Por cierta pereza
y por el helado frío, otra vez el cazador se estaciona en el mismo lugar anterior en
la camioneta, en lugar de subirse al puesto. A las siete y cinco de la mañana,
cuando aún se ve poco, cree descubrir un conejo ("¡muy grande parece para
conejo!" —se dice, sin embargo) y sospecha pueda ser un mapache. Rápido baja
parcialmente el cristal de la puerta de la "troca" y coge el rifle. Cuando mira al
sendero no ve nada; breves segundos pasan y, entre dos matorrales, curiosa y como
husmeando algo del suelo, asoma medio
cuerpo otra bobcat, algo más pequeña
que la anterior. El tiro es rápido, al
cuerpo, queriendo evitar la cabeza. Sin
una queja o movimiento cae la gata.
Posiblemente iba buscando a la del día
anterior, quizás su madre; el lugar por
donde ha pasado está apenas a dos
yardas de donde murió ayer la otra Diana. La muerte es curiosa.
* * *
No se encuentran frecuentemente gatos monteses; se matan pocos; a corta distancia
y por pareja es muy infrecuente. El cazador ha tenido suerte...y ha ganado dos
bonitos trofeos.
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3
“Javelinas”
l fuego, intenso y crujiente esta noche, alarga hacia el fin de su luz las
sombras de varios cazadores sentados a su alrededor. Hace frío.
Diciembre se acerca a su término.
A diez yardas del fuego cuelga del gran mezquite cercano al tanque de agua un
pecarí o saíno. Pesará unas cincuenta libras. Es como un jabato de medio año, con
rabo muy corto, orejas pequeñas y paradas; con cerdas recias y largas, casi negras,
con una banda o collar blanco y estrecho; con fuertes colmillos de unas dos
pulgadas de largo. Su carne, sobre todo la de la hembra, es apreciada por algunos
cazadores. Pero una glándula abierta en lo alto del lomo de forma de ombligo
segrega un humor desagradable. Los habitantes del sur de Texas llaman a este
paquidermo “javelina”, corrupción de la palabra “jabalina”.
El héroe de la tarde habla:
—Cuando la vi salir al comedero decidí que quería
un tiro limpio a la cabeza. Así aprovecharíamos
toda la carne. Y le apunté al ojo.
—Pues no pudiste darle más cerca, Feliciano —
contesta uno de los amigos—. Media pulgada a la
izquierda y le rompes el ojo izquierdo. Tu 30.06 se
portó bien. Hay más de ochenta yardas.
E
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—Eso creo. ¿Os habéis fijado que le falta una mano? La debió perder en una pelea
o de un disparo hace mucho tiempo.
El padre Guerrero, un viejo y experto cazador español residente del pueblo texano
de San Isidro donde está enclavado el Rancho Santa Cruz, visita a sus compatriotas
para divertirse —dice— en esas pláticas que tanto gustan a los cazadores.
Recuerda cuando siguió durante más de una hora a un pecarí herido. El rastro de
sangre era débil pero continuo. Con su Smith & Wesson, 38 especial, y un amigo
con un rifle, buscaron inútilmente al peligroso animal por la espesa vegetación.
Sólo ya abandonada la búsqueda pensaron que estos animales heridos se hacen
doblemente más temibles.
Marcos, el único México-americano entre los cuatro cazadores alrededor de la
lumbre y, a la vez, cuñado del narrador, cometió también una imprudencia en sus
comienzos cinegéticos. Estaba subido a un grandísimo tanque de petróleo crudo en
un rancho cerca de Freer cuando vio pasar a unas seiscientas yardas más de veinte
“javelinas”, grandes y pequeñas, unas detrás de otras. Cuando, por fin, disparó a
una de las últimas, el tiro fue bajo. Pero entonces decidió perseguirlas. En medio
de media hora se encontró casi rodeado de estos animales. Apenas un sendero a su
espalda y algún pequeño mezquite y huisache cercanos le ofrecían posibilidad de
dudoso escape si los animales hostigados y nerviosos decidían atacar. Los oía muy
cerca de él, pero no los veía; la vegetación
era tupidísima. Poco a poco el silencio fue
rodeando al afortunado inexperto. Si
alguna de las “javelinas” adultas hubiera
creído en peligro a sus crías, Marcos lo
habría pasado realmente mal.
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Marcos se dio cuenta de lo valientes y fuertes que son estos mamíferos al ver,
meses después, un documental en que una “javelina” adulta se mantenía firme
frente a un joven león americano. Cuando llegó su pareja, los dos saínos hicieron
huir al puma.
—Por ese espíritu combativo —dice el escritor, Jaime, un español que enseña en la
Universidad del Sur de Texas—, por su valentía y tesón y por los muchos que
existen en la zona, el pecarí ha sido nombrado mascota de mi universidad. Antes
de los partidos de fútbol, cuando desfila la banda, un pecarí enjaulado es paseado
ante los espectadores; el nombre del equipo es “los javelinas” y han ganado
numerosos campeonatos. Es ya como un símbolo de mi universidad.
Cuenta entonces el profesor su más extraña aventura en busca de estos valientes y
lejanos parientes de los cerdos salvajes. A él le gusta andar lenta y silenciosamente,
con los sentidos al máximo de su capacidad, en busca de caza. Con su manejable y
rápido Marlin 30/30 y un revólver en el costado izquierdo anda por los claros
arenosos del coto, por las zonas menos tupidas de vegetación y por los caminos y
senderos mirando, escuchando atento, olfateando como viejo sabueso. Una
mañana de primeros de enero en que había lloviznado bastante, se bajó temprano
del cómodo puesto en el rancho donde ahora se encuentran después de aguardar
inútilmente el paso de algún venado. El suelo, de fértil tierra arenosa, estaba
blando y esponjado como nunca lo había sentido. Habría andado unas cien yardas
cuando al girar sobre sus talones descubrió a unas cinco yardas una “javelina” casi
adulta.
Nunca había visto un animal salvaje libre tan cerca y tan bien. El viento estaba
muerto. Por experimentar algo nuevo y aprender de la naturaleza, el cazador
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permaneció absolutamente inmóvil. La “javelina”, de pobre vista aunque agudo
olfato, no pareció notar su presencia. Dio una vuelta alrededor de un arbusto de
forma ovalada. Tampoco notó al cazador en ésta ni en seis más que completó.
Mientras el animal estaba detrás del arbusto, el cazador acortaba la distancia; se
acercaba paulatinamente al punto por donde el pecarí pasaba. El mamífero siguió
impasible sus circuitos.
Por fin, cuando el hombre ya casi le cortaba el paso, el animal se detuvo, torció la
cabeza y olió la presencia humana. El cazador, con las piernas entreabiertas, tenía
su rifle apuntando al pecarí, preparado a todo, aunque sin intención de disparar;
pretendía sólo defenderse si era atacado. El saíno le olió una pierna después de
otra, desde las rodillas hacia abajo; luego las botas sucias, húmedas, con viejas
manchas de sangre. Entonces pasó por entre sus piernas y se detuvo en ese breve
círculo de nuevo ante el cazador. Y comenzó a morderle el cordón de la bota
izquierda. En ese momento el tirador le apartó suavemente con el cañón de su rifle
y le dijo unas suaves palabras para que se fuera. Por breves instantes el animal
intentó seguirlo.
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¿Por qué esta actitud —se preguntaba el profesor— tan extraña en un animal
salvaje? ¿Se habría escapado de algún corral donde estuviera semidomesticado?
¿Sería huérfano reciente, traumatizado por algo inusitado? ¿Estaría enfermo?
Una semana después el profesor descubrió a esta “javelina” muerta. Tenía una
marca rara en la cabeza, sobre un ojo; por ello no dudó de que se tratara del mismo
animal.
—Y aunque sea difícil de creer —concluye Jaime— y os parezca historia de
cazador os aseguro que es la verdad. Hoy creo que el animal estaba enfermo, pues
he oído rumores al respecto.
—Pues yo —dice Marcos— la “javelina” viva que he visto más cerca fue en mi
primer día de caza, con rifle prestado, en el rancho de un amigo en las montañas
del oeste de Texas. La vi desde el puesto donde estaba al aguardo debajo de un
pino, cubierta por las finas ramas y hojas de sus faldas. Estaría a veinte yardas y en
ocasiones le descubría un ojo. Lloviznaba apenas. Yo esperaba que se mostrara del
todo, pues temía, ignorante, que la bala pudiera ser desviada por alguna ramilla del
pino. Cuando se movió fue para irse por detrás del árbol y ya la espesa vegetación
no me permitió verla más. Al contarlo a los compañeros de caza se reían de mí.
Aquello me enseñó, quizás, más que si la hubiera matado.
Feliciano menciona una ocasión cuando apostado en el mismo puesto alto de
madera de hoy mató otras dos “javelinas” a cien yardas. Un rato después de que el
comedero automático arrojara maíz aparecieron dos “javelinas”, una de ellas
pequeña. Llegaron al sonido de los granos de maíz golpeando la plataforma
metálica circular que irradiaba el cereal. Le disparó a la grande; la pequeña se
escondió rápida. Quince minutos después salió otra vez la pequeña y enseguida una
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mayor que la muerta. Otro rápido disparo a la cabeza y se quedó con la pareja.
Aunque después pudo disparar a la cría, no lo hizo.
Esta historia le recuerda a Marcos cuando encontró seis o siete saínos en un medio
sendero en un tibio día de diciembre. Iba andando cauta y lentamente cuando los
divisó hozando y comiendo raíces. De dos certeros disparos consiguió su cupo
cinegético anual. Dos y tres veces volvieron los saínos restantes alocados en busca
de los caídos. Se sintió triste al descubrir que su caza eran dos hembras preñadas;
¡son tan bonitos esos inocentes fetos con la nariz y las patas de blanco cartílago!
El sacerdote cazador ha cogido frecuentemente pecaríes con trampa. Ahora ofrece
una que tiene desocupada detrás de su rectoría. Es una jaula de fuertes barrotes de
hierro con forma de hexaedro irregular de tres pies de alto, tres de ancho y seis de
largo. La puerta baja automáticamente cuando el animal pisa una trampilla del
interior al ir a comer maíz, frutas o verduras con que lo ceban. Indica el cazador
que la ferocidad del animal es increíble cuando se acerca a contemplarlo. Casi
asusta por sus saltos y gruñidos. En un momento determinado le dispara un limpio
tiro de revólver a la cabeza. Toda la carne se aprovecha así y el animal no sufre
como cuando el tiro no es certero.
Jaime cuenta de la única vez en su vida que fue de caza con zapatos de tenis. Como
era primavera pensó que iría más cómodo así. Feliciano, su compañero de
aventuras, lo hacía alguna que otra vez. Fueron al rancho de Sabas, un rectángulo
arenoso de dos millas y media de largo por casi una de ancho con bastante
vegetación, muchos arbustos grandes y caminos hechos por vehículos de tracción a
las cuatro ruedas. Había llovido dos horas antes.
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Pararon la camioneta al ver lejos un pecarí. Se separaron paralelamente intentando
encontrar al animal que parecía no haberles descubierto. Jaime siguió lento y con
creída cautela absoluta un camino estrecho, justo para que pasara un coche por
entre la espesura. Andaba por un carril arenoso u otro según le fuera más fácil para
no rozarse con las espinosas y en ocasiones ruidosas ramas de los huisaches y otros
arbustos. Después de media milla intentando descubrir al pecarí, los dos amigos se
encontraron de nuevo y regresaron de vacío hacia la pequeña camioneta por el
camino que había traído el profesor. A las cien yardas, mientras comentaban el
pequeño fracaso, Feliciano detuvo con el brazo y la voz los pasos de su
compañero. A tres pies de distancia, en el centro de hierba del camino, estaba
enroscada y dormida una mediana serpiente de cascabel.
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Cuando Feliciano le tiró a quemarropa con su 30/30 el ofidio destrozado casi rozó
la cara de Jaime al saltar por los aires por la fuerza del impacto y quedó colgado y
sangrante de la rama espesa de un cercano arbusto casi detrás del profesor.
—Y ésa fue la primera y última vez —dice el narrador— que he ido a un rancho
sin botas. Y también las yardas que me separaban de nuestro vehículo fueron las
últimas que anduve aquel día por el rancho. Estaba seguro de haber pasado unos
minutos antes a menos de ocho pulgadas de un crótalo.
El fuego, que ha sido avivado y alimentado frecuentemente durante la velada,
sigue trémulo, enérgicamente rojo. Su calor esparce en el grupo de hombres una
atmósfera agradable. Las historias, todas verdaderas historias de entusiastas
cazadores, entretuvieron. Pero la noche no es ya joven y en pocas horas empezará a
reír el alba. Y con ella un nuevo día de aventuras. El sacerdote amigo se despide.
Entonces los cazadores se acuestan en su caravana. Y el fuego, sin sombras ni
sustento, silencioso, lentamente languidece.
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4
Apertura
(La caza del venado en el sur de Texas)
a llegado el anhelado comienzo de la “tirada” o caza del venado en
Texas. Es un sábado a mediados de noviembre. Miles de cazadores se
trasladan el viernes por la tarde o por la noche a sus cotos en ranchos
propios o arrendados.
Camionetas y trailers o roulottes se agrupan en los campamentos. Pronto las
lumbres avivan el lugar. Las barbacoas esparcen el aroma de las fajitas y chorizos
que serán comidos en tacos de ricas tortillas de harina de trigo; estofados de carne
guisada o caldos picantes calman el
hambre de los esperanzados y alegres
tiradores que están seguros de cobrar
al día siguiente el venado más grande.
Las historias de cacerías pasadas
surgen fáciles y exageradas en muchas
bocas. Los amigos recuerdan
experiencias cinegéticas de pasadas
temporadas. Las bromas se mezclan
con los sueños.
Durante las semanas o meses
anteriores se han ido alzando los
H
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puestos en lugares estratégicos por los que conjeturan los cazadores que andan
frecuentemente los venados a lo largo de cercas, en cruces de caminos, en brechas
y estrechos senderos.
Por estos lugares abundan las huellas del Odocoileus virginianus, el ciervo de rabo
blanco, el animal de caza mayor más numeroso en Norteamérica. El macho, un
animal de recogida cornamenta, reina entre mezquites, huisaches, chumberas y
otros muchos arbustos y matorrales del sur de Texas.
No importa que el venado no distinga los colores; la
mayoría de los puestos están pintados de verde o de
camuflaje. Generalmente estas cajas de madera de
unos cuatro pies cuadrados de ancho por seis de alto,
con pequeñas ventanas o miradores a los cuatro
lados, están generalmente levantadas de cuatro a diez
pies de altura sobre patas de madera o, a veces, de
hierro. En ocasiones, se colocan directamente sobre
la tierra, sin patas. Desde ellas los lentos y breves
movimientos del tirador rara vez serán detectados
por los ciervos. Otros tiradores prefieren trípodes
metálicos portátiles. Y aun disparar desde sus vehículos
preparados para “la tirada”.
Los cazadores sueñan siempre con tener frío durante “la tirada”. Pero el sur texano
es climatológicamente caluroso; en el tardío otoño rara vez hace frío. Abundan las
teorías sobre el tiempo ideal para la caza del venado. Y sobre la hora y la manera
de cazarlo y los trucos más eficaces, como los orines o extracto del sexo de las
venadas, el entrechocar de cuernas, los silbatos para imitar el gruñido y brama de
los ciervos, etc. Los más filósofos concluyen que todo es cuestión de estar en el
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lugar justo a la hora exacta, pues en todas partes, también en la caza del venado,
donde menos se espera, salta.
Sin duda alguna, este primer fin de semana de cacería del venado es la mejor
época; los animales no han oído tiros, el tráfico de “trocas” o pequeñas camionetas
es mínimo y el trabajo en los ranchos limitado... Pero la tarde del viernes ha sido
ventosa y la calma no llega durante la noche. También la luna parece querer salir
pronto y clara. Malos augurios, a juicio de algunos, que son desechados fácilmente
por los más; es el primer fin de semana y eso basta.
Poco a poco, las conversaciones se van apagando, los ruidos extinguiendo, las
lumbres, abandonadas, consumiendo. Hace falta descansar; en breves horas la
suave cortina del alba comenzará a descorrerse para dar paso a la jornada anhelada.
* * *
A las cuatro y media de la mañana un impaciente golpea la puerta de un pequeño
vagón, o trailer, sólido, abrigo y confortable, construido de madera. Pero al
comprobar lo temprano de la hora los dos ocupantes continúan su interrumpido, ya
ligero, sueño entre rumores y voces de los muy madrugadores. En la cercana
distancia los hambrientos coyotes, frecuentes gallos de estos ranchos, repiten sus
penetrantes y escalofriantes aullidos. Media hora más tarde se levanta Jaime; no
puede aguantar más.
Mientras cumple con la llamada de la naturaleza habla a su amigo que está
levantándose:
— Feliciano, mucha luna, mucho viento y mucho calor. Y fuerte niebla también.
Mal comienzo.
Los catorce o dieciséis cazadores del campamento del Rancho Las Escobas se han
27
ido levantando contentos y parlanchines. Degustan ahora el caliente café mañanero
y alguna torta de azúcar o pan dulce. Ponen sus rifles, revólveres, prismáticos y el
resto del equipo de caza en sus vehículos; en distintas direcciones pronto salen para
sus potreros donde se colocarán en los puestos elegidos. Las alegres palabras
“buena suerte” surgen repetidamente de numerosas gargantas cuyos sonidos
lentamente se van apagando.
* * *
En un puesto de madera pequeño, en la esquina noroeste del potrero “El
papalotito”, deja Feliciano a su camarada. A la espalda de este blind se extiende un
gran pastadero; a la derecha del cazador, el potrero vecino, ligero de árboles.
Enfrente, arbustos y maleza. Llega el momento en que las sombras cercanas van
cobrando cierta forma en el arenoso y blanquecino sendero. Al rato, una liebre
grande se mueve a corta distancia del cazador que no divisa más de cincuenta
yardas. La niebla parece ser más
intensa y húmeda. Cinco minutos
después, con poca visibilidad, Jaime
divisa una venada con su bien crecida
cría. A menos de treinta yardas su
mueven intranquilas y pronto
desaparecen.
El cazador sigue silencioso en el
puesto. Sus ojos, con lentos y
continuos movimientos
semicirculares, intentan penetrar el
brumazón. A pocos pasos un gran
28
mezquite cubre parcialmente el largo y recto sendero frente a él. Sin niebla, a estas
horas podría descubrir suficientemente cualquier venado que cruzara por los
senderos y los claros del rancho hasta casi trescientas yardas; pero no hoy. ¡Ojalá
la caza se mueva lenta mientras esta niebla sea tan baja e intensa!
Pero los deseos del cazador no se realizarán. Como tantas veces sucede, sin ser
notado, un venado ha ido acercándose desde el rancho vecino de arbustos bajos
hacia el gran mezquite. Pasa por entre la
cerca detrás del árbol y, a buen paso, cruza
el sendero. Jaime descubre sus cuernos en
las últimas dos o tres yardas en que la niebla
apenas le deja ver al animal. Más que
descubrir sus cuernas, nota su andar
gallardo, con el cuello alzado. Es muy tarde
para que el tirador reaccione. Al dejar el
sendero, la densa y alta vegetación le impide
ver al animal. ¡Lástima de oportunidad! Pero
—se consuela el cazador— no parece animal
muy grande ni de muchas puntas; quizás
salga otro mejor; todavía no son las siete y
media de la mañana.
Pasa el tiempo. Como a un kilómetro largo de distancia a su izquierda, ya después
de las ocho, Jaime oye un tiro que parece haber dado en el blanco. ¿Sería al ciervo
que le pasó por delante? Sonó en la dirección en que iba su venado. ¡"Su venado"!
Sólo por el hecho de que pasó cerca de él y que, en otras circunstancias, podría
haberlo matado, ya lo llama suyo...
29
La espera continúa. La niebla ha ido perezosamente levantándose de su cama de
arbustos y matorrales. La mañana es ya bella y cada vez más luminosa. Y más
aburrida también. Y menos tensa. Ahora se ve bien pero no se ve nada. Es decir,
nada que valga la pena. Algún conejo juguetón, unas codornices que cruzan los
senderos y picotean semillas silvestres, bellos pájaros multicolores... La última
hora de espera no produce fruto. Sólo muy de tarde en tarde algún tiro aislado y
lejano. Como dicen los hispanos de estas tierras, es una mañana despacio.
Finalmente, Feliciano llega con su “troca” azul a recoger a su camarada. Tampoco
ha visto nada importante. Sólo una venada, pero decidió no tirarle a las hembras
hasta más adelante.
Sin embargo, los dos amigos van alegres en este cambio de impresiones. También
es interesante ver lo que los otros cazadores han traído al campamento. Por horas
tal vez se oirán repetidamente detalles, con exageraciones y mentiras de cazador,
de los éxitos
conseguidos.
Cuando cinco
minutos más
tarde
estacionan la
camioneta
sólo
descubren,
colgados de
sendos
mezquites,
30
una venada y un venado de siete puntas relativamente pequeñas. Pesará 175 libras
a lo más. ¿Sería éste el venado que vio Jaime? Cuando Cansino le da detalles de su
cacería, Jaime piensa que efectivamente la víctima más valiosa de esta pobre
mañana fue el ciervo que él habría matado en circunstancias normales. Pero así es
la caza.
Sólo queda preparar el fuego para hacer el temprano almuerzo. Los cazadores
tienen hambre. Madrugaron y el desayuno fue ligero; no como suele ser de
ordinario en estas tierras americanas.
Cocinan al fuego carnes y frijoles; calientan tortillas; beben sodas, té helado, la
mayoría cerveza. Las bromas y chistes se mezclan a las historias de caza. Luego
algunos se echan por un buen rato en sus camas, catres o sacos de dormir; hasta
muy después de las tres raro es el cazador que vuelve a los puestos de tarde,
especialmente si el tiempo es caluroso, como ocurre en esta primera semana de
“tirada”. Y sueñan con lo que la tarde puede depararles…
31
5
Día de novedades
evantada la veda del venado en este segundo día de mediados de
noviembre voy a un puesto en el Rancho Las Escobas. Mi amigo
Feliciano lo construyó con
primor y él es un ebanista de primera.
Su tamaño es de 4 x 4 pies, con
miradores a cada lado cubiertos cada
uno con dos rectángulos de
plástico transparente. Puerta
cómoda y fuerte y un techo también de
plancha de madera prensada recubierto
de teja de asfalto, fibra de vidrio y
gravilla. Las patas son postes
cuadrados de cuatro pulgadas de grueso
y diez pies de altura. Una sólida escalera
se adosa al puesto por el lado de la
puerta, naturalmente, que es
el lado sur.
Es un mirador nuevo en un sitio nuevo. Mi cuñado Marcos estuvo el año pasado en
este lugar en su puesto metálico portátil. Al no seguir con nosotros en “El
papalotito” (una sección de Las Escobas), Feliciano y yo pusimos inmediatamente
este blind en el cruce de senderos de la zona este del potrero. Marcos me contó que
vio dos venados jóvenes a los que no les pudo tirar; supone naturalmente que este
año también anden por estos terrenos.
L
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Es la primera vez, pues, que cazo el lugar en este puesto nuevo, pintado de
camuflaje. Estoy entusiasmado, muy ilusionado y lleno de optimismo. “Hoy —le
he dicho a Feliciano cuando lo dejé en su puesto— es mi día; caerá uno bueno”. A
Feliciano le hace gracia mi confianza en tantas ocasiones repetida, las más
equivocadamente.
Me subo al puesto nuevo que tiene alfombra nueva y una cómoda silla giratoria,
casi nueva también, nunca usada en la caza. Como dice mi compañero de aventuras
cinegéticas, este año no nos privamos de nada. Que no nos privemos de matar
bastante y bueno es lo que yo deseo. Este año tiene que ser fabuloso; hasta
permiten por primera vez en mucho tiempo que se maten dos venados y dos
venadas en la temporada.
La tarde antes Feliciano y yo echamos maíz por los senderos que se cruzan bajo el
puesto. También, al rato largo de amanecer, el comedero automático situado a
ochenta yardas al oeste
esparce maíz en un
círculo de unas cuatro o
cinco yardas de diámetro
con su distintivo sonido
metálico. Diez minutos
después, como si
brotaran de la tierra, una
venada y un pequeño
varetón comen cerca del
comedero. Durante
media hora se nutren
lentamente de maíz
33
mientras se acercan paulatinamente al puesto.
Por el extremo opuesto del sendero, por la zona donde escondí la camioneta de
Feliciano, aparece entonces un manojo de codornices.
Son más de quince, ya bien crecidas y gordas. En este trozo de camino no echamos
maíz; suponemos que los animales no se acercarán al lugar próximo a la “troca”.
Efectivamente, las codornices se internan entre los matorrales y vienen a salir casi
debajo de mi puesto y, al oler el maíz húmedo por el rocío mañanero, corren raudas
en dirección a los dos venados que siguen paciendo tranquilos e imperturbables.
¡Qué espectáculo en
breves segundos! Las
grandes codornices
texanas, la bobwhite o
colín de Virginia, se
mezclan con los
venados y se meten
repetida y
atrevidamente entre las
patas de los cuadrúpedos. Con frecuencia, con su rápido picoteo, casi quitan el
maíz de la boca de los ciervos. A cincuenta yardas, con una cámara fotográfica con
teleobjetivo, ¡qué foto tan extraordinaria! Nunca había visto tan reposada y
claramente un espectáculo tan singular. Poco a poco las codornices se internan en
la espesura. Los venados comienzan a recelar al acercarse a unas treinta y cinco
yardas del puesto y, moviendo de vez en cuando el rabo, señal de intranquilidad, se
encaminan también hacia los arbustos al suroeste del cazador.
34
Casi inmediatamente, por el oeste, aparece un coyote. Como las codornices
anteriormente, se interna en la espesura. Sale al sendero del norte y se acerca
rápidamente a un pequeño comedero que tenemos colgado de un arbusto; mi
cuñado lo usó el año anterior y lo había rodeado de alambre espinoso para que el
ganado vacuno no se comiera el grano. ¡Increíble! Lo nunca creído ni jamás oído
sucede: el coyote empieza a comer del maíz del bote metálico y parece que lo hace
con gusto. ¡Cuánta hambre tendrá! Pronto, sin embargo, no comerá maíz; la
temporada de caza ha comenzado y en breves días, quizás horas, los coyotes
comerán de los animales, venados y javelinas principalmente, que se pierden
heridos y mueren horas o, a veces, días más tarde.
No hay duda; hoy es un día de novedades.
Intenso, paciente, feliz continúo mi espera. Las siete de esa única mañana dieron
hace bastante tiempo. De pronto, al girar la vista, veo la cabeza y el cuello de un
hermoso venado, al menos de seis puntas, que asoma al sendero más estrecho y
cerrado, el del sur, el que da a la puerta del puesto, el que parece menos transitado
por los animales del rancho. En ese momento mira hacia el suelo, quizás hacia
algún grano de maíz. Viene del mismo cuadrante del bosque de donde salieron y
adonde volvieron la venada y el joven varetón. La paciente espera y el no disparar
a los venados anteriores han dado fruto.
Con movimiento rapidísimo que el amplio puesto facilita tomo mi Winchester .270
y me lo encaro. Un segundo después la rauda bala da certera en el cuello del
animal que se desploma instantáneamente muerto en el mismo lugar en que estaba
parado. Sin lugar a dudas éste ha sido el mejor disparo de mi vida, el primero en
que le tiro a un ciervo al cuello. Son ya siete años de caza de venado usando el
35
mismo rifle y tengo confianza en mí mismo y en mi equipo. Además el animal
estaba a cincuenta yardas.
Espero diez minutos contemplando al ciervo, al principio preparado con el rifle por
si acaso. El balazo suele derribar al venado, pero, a veces, si el tiro no es en algún
lugar especialmente vital, el ciervo se levanta y hasta corre por breve tiempo y
puede ser difícil
encontrarlo después.
Luego bajo del puesto y
me acerco lentamente a
examinar mi presa.
Efectivamente, tiene seis
puntas, recias, paralelas,
iguales; la cornamenta
forma tres cuartas partes
de un círculo. Está gordo.
El cuello mismo lo tiene
algo hinchado;
posiblemente ya va detrás
de venadas. Sin embargo,
en el cálido sur texano la
berrea no comienza
normalmente hasta mediados de diciembre.
Son las ocho menos cuarto. Todavía he de esperar una hora bien larga para recoger
a Feliciano. Vuelvo entonces a la “troca”, dejo el rifle y el resto del equipo y me
voy con mi navaja de monte a limpiar tranquilamente al animal.
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Mi navaja es nueva. El año anterior estuve más
de once meses en España en visita sabática de mi
universidad. Entonces, con el fruto de mi primer
artículo en una revista cinegética española, compré en El Corte Inglés de Murcia
una navaja alemana hecha a mano; una Puma, modelo “Duque”. Mango recubierto
de hueso, acero alemán de primera. Es una herramienta extraordinaria. Corta
limpia y suavemente la piel del animal. Como no tiene nada roto en el cuerpo y
como corto sin prisas y con cuidado, nada se rompe en el interior del cuadrúpedo;
apenas si la sangre me mancha la mano izquierda. Luego arrojo lejos los intestinos
del ciervo; en uno o dos días habrán desaparecido; es decir, habrán sido devorados
por coyotes, quizás, entre ellos el hambriento de esta mañana. Cuando regresemos
seis días después no quedará ni el olor.
Vuelvo a la camioneta, me limpio las manos y, marcha atrás, llevo el vehículo
hasta el venado. No hay por qué trabajar arrastrando un venado que bien puede
pesar ya limpio más de 190 libras. No me es fácil subir un animal así muerto los
dos pies de altura a la abierta puerta de la caja de la camioneta; cuando levanto una
parte del cuerpo, la otra se me escurre y cae. Por fin, ato los cuernos a un lado de la
camioneta subiendo la cabeza y cuello lo más alto posible y, entonces, aunque con
algún trabajo, meto el resto del cuerpo en la “troca” azul, que ya empieza a
ensuciarse con lo que tanto gusto da. Después, lentamente, con el corazón gozoso y
la sonrisa, abierta y grande, a flor de boca, me dirijo en busca de mi amigo.
Parabienes, comentarios, detalles, preguntas, información... Lo de siempre. Me
siento alegre, pero, en cierto modo, incompleto; ¡desearía tanto que también
Feliciano hubiera matado ya!
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Ya en el campamento se comprueba que mi venado es el más grande y con los
mejor formados cuernos de los conseguidos este fin de semana. Después de
muchas preguntas y de otras tantas respuestas aclaratorias detallando mi éxito
cinegético, después de enhorabuenas y apretones de mano, mi amigo y yo
limpiamos la sangre de la camioneta, preparamos un rápido almuerzo y vamos
también colocando nuestro equipo en el vehículo. Queremos salir del rancho
inmediatamente después de comer, pues tenemos dos horas de carretera. Y como
es domingo, deseamos dedicar unas horas a nuestras familias.
Ansío contar a mi esposa mi éxito y las novedades de este día.
38
6
Senderos
"Se hace camino al andar" (A. Machado).
oy con un amigo a un rancho desconocido del sur de Texas. Después de
dormir poco y mal en su Blazer, nos levantamos a las cinco de la
mañana.
Hace frío con ganas. Un rápido café y mi amigo me conduce hasta un árbol grande
que tiene cruzadas unas tablas a manera de asiento en ramas a nueve pies del suelo.
La tarde antes descubrimos el lugar, en el extremo opuesto al campamento. Está a
veinte yardas de un sendero que corre paralelo a la cerca de alambre espinoso.
Pensamos que sería un buen lugar para cazar al aguardo.
Está oscuro cuando me subo a mi puesto a la intemperie. Media hora larga pasa
antes de que rompa el alba. En los largos minutos del lento y cada vez más frío y
húmedo amanecer oigo dos venados peleándose; es a mediados de diciembre y en
el sur de Texas los ciervos empiezan la berrea por estas fechas. Al cabo de un rato
los ruidos cesan. El frío se intensifica. Noto en ocasiones cierto rechinar de
dientes. Mi equipo no es nada bueno; es la tercera vez que voy a cazar venado.
Inmóvil y tembloroso miro en todas direcciones. Durante los veinte minutos que
siguen a la salida del sol la frigidez del ambiente aumenta; tirito ahora
frecuentemente. El rocío en el árbol cae en ocasiones, movido por el viento, sobre
mis insuficientes ropas y mi sencilla gorra de lienzo.
Pasa el tiempo. Son ya casi las nueve de la mañana y no he visto nada. Estoy
entumecido por el frío y el largo, inútil acecho, sin moverme, desde un árbol
V
39
azotado por un suave, constante y gélido viento norte. No aguanto más y me bajo
del puesto rústico e inhóspito.
* * *
En el rancho el sendero que sigo ahora es largo. Ando lentamente. A mi derecha
corre una cerca de estacas de mezquite y alambre espinoso. Media milla después,
siempre alerta y con el Winchester .270 en las manos, veo un joven venado que
sale al camino y me mira. Cuando lo hace, yo ya tengo el rifle encarado y descubro
nervioso y temblando las cinco pequeñas puntas de mi primer ciervo. Está de lado,
con el cuello y la cabeza dirigidos hacia mí, fijos sus ojos en mi inmovilidad,
tenso, a unas treinta yardas. El rifle con mira telescópica pesa. El primer disparo de
mi nuevo rifle suena solitario y fuerte en la tersa mañana. Espero ver caer al
animal, pero éste salta alocada y limpiamente la cerca de cuatro pies de altura.
Me doy a los demonios. ¿Cómo pude fallar un tiro así? Pero pienso: ¿Y si le
hubiera herido?
Me aproximo a la cerca por donde desapareció el venado. A ochenta yardas lo
descubro parado, mirándome. ¿Cómo puede ser esto? ¿Son así de incautos estos
animales?
Mientras estos pensamientos cruzan raudos mi mente, he vuelto a apuntar, inquieto
y molesto a la vez, al animal que inexplicablemente fallé un par de minutos antes.
Después de un segundo disparo veo apenas cómo el ciervo desaparece en la
distancia. Pero entonces cruzo la cerca; debo seguirlo; insisto en que puede estar
herido. Diez minutos más tarde, a cien yardas a mi izquierda, el joven rumiante de
pelo gris y cola blanca está mirándome asustado pero firme.
40
Ahora estoy seguro: el animal tiene que estar herido. Después de dos disparos no
seguiría cerca en condiciones normales. Entonces tomo mi tiempo, me preparo
despacio, apunto cuidadosa y lentamente intentando controlar bien el peso del rifle.
Y veo por el visor en el momento de oír el disparo cómo el esbelto animal se
desploma en vertical.
Nerviosismo y alegría se unen mientras corro a cobrar mi pieza. Cuando llego al
animal descubro que mi primer disparo le
dio en la boca; el segundo le melló
media pulgada de carne en la parte baja
del pecho; el definitivo le rompió
el espinazo.
Arrastro el ciervo al sendero. Y espero a
mi amigo que no tardará ya.
Una hora después, con el venado
colgado y destripado, practicando sobre
una diana, descubro que mi rifle no estaba
puesto a tiro. Cuando lo compré el día
antes, el vendedor lo alineó en su
trastienda. Luego me indicó que
posiblemente necesitaría una puesta a tiro más exacta.
* * *
Pasan dos semanas. Mi mujer me sugiere en Nochevieja que vayamos a la mañana
siguiente al cercano rancho donde estrené mi rifle. Aunque sin mucho entusiasmo,
acepto su deseo. En cuarenta minutos escasos llegamos al lugar. Alrededor de las
41
seis y media de la mañana sitúo mi Volvo azul en una esquina del rancho, en la
confluencia de dos senderos a lo largo de típicas cercas texanas.
A ratos, muy despacio y en absoluto silencio, ando los senderos: por el que sube
hacia el norte, o por el horizontal que va al oeste donde maté mi primer venado.
Otras veces estoy apoyado en la cerca, casi detrás del coche, mirando en ambas
direcciones, en pacífico aguardo.
En cierto momento de la soleada mañana dejo a mi mujer junto al coche y subo
cautelosamente por el camino unas trescientas yardas. No descubro nada entre los
árboles ni en los tramos medio cubiertos de maleza. Con igual lentitud y cuidado
vuelvo hacia nuestra parada. Al fondo diviso a mi esposa que se mueve
entretenida, olvidada del fin que nos llevó a este rancho del condado Duval. A
veces el azul metálico y los embellecedores cromados del coche irradian luz en mi
dirección. De pronto, a setenta yardas, asomado al sendero, diviso la cabeza y el
cuello de un hermoso ciervo que, curioso e imprudente, mira hacia mi distante
compañera. No oye mis pasos leves y lentos en el sendero. Cuando me echo el rifle
a la cara veo que mi mujer está en la
línea de tiro. Me muevo hacia la
izquierda, casi pegado a la cerca
espinosa. Ahora no hay peligro.
La silueta del venado se vislumbra y
adivina a través de las pequeñas ramas
y hojas de un árbol junto al animal.
Apunto cuidadosamente y aprieto
lentamente el gatillo. La bala suena de
otra forma, como cuando ha golpeado
42
en sólido. El fuerte animal salta hacia adelante, hacia la cerca, y retrocede
instantáneamente. Corro al lugar sin perder de vista el poste de la cerca próximo al
animal cuando le disparé. En el sendero, junto a la hendidura hecha por la pezuña
de la bestia, veo unas gotas de sangre. ¡Le di!
Espero a mi mujer. Cuando llega buscamos en líneas paralelas hacia el interior de
la espesura. Al cabo de unos breves minutos, ella descubre al venado. Sus cuernas
tienen sólo ocho puntas, pero son bellas, de buen tamaño, absolutamente
simétricas. El tiro fue en la parte alta del brazuelo. Y a pesar de todo el ciervo tuvo
energía suficiente para correr unas cincuenta yardas.
* * *
Hoy tengo montada esta cabeza de venado en mi despacho. El casquillo y el
permiso con el nombre del rancho y la fecha del trofeo cuelgan sobre su hombro en
el centro de mi biblioteca. Cuando levanto
la cabeza de estas líneas, mi premio es lo
primero que contemplan mis ojos.
Desde estos dos días de caza, pasear los
senderos de los cotos a donde voy es mi
preferencia. Y —con el poeta— sigo a
través de los años haciendo camino,
andando senderos.
43
7
Un mal año de caza
(La importancia de la cornamenta)
l cazador experimentado coincidirá conmigo en que a pesar de haber
matado bastante, creo que éste ha sido un año malo. El que no entiende
mucho dirá: ¿Cómo un año malo habiendo conseguido tantas piezas y
disparado tanto?
He aquí un recuento del año: maté primero un bobcat o lince americano. Vi dos
juntos de distinto tamaño, pegué un tiro, y no quedé muy satisfecho. Bajé del
puesto a mirar y no encontré nada ni señales de sangre. Pero entonces cuando
dudaba si buscar o no, oí suaves rugidos. El sonido venía de una dirección; pensé ir
en esa dirección y oí de nuevo otro rugido en lugar diferente. Me quedé entonces
dudando qué hacer. Y en ese momento, como a diez metros de distancia, apareció
en la orilla del sendero el animal esperado. No llevaba más que el revólver, mi
Smith & Wesson, 38 especial. Sin perder tiempo le disparé al hombro y quedó
tendido en el lugar, sin moverse. Era una gata grande. ¿Por qué salió gruñendo?
¿Sería por defender a su cría? ¿Estaría el animal pequeño muerto? ¿Quizás herido?
¿Volvía simplemente al lugar de acecho donde codornices y palomas comían el
maíz del comedero automático? No sé. Busqué en la otra dirección pero no
encontré ningún otro bobcat herido ni huellas
de sangre. El caso es que a principio de
temporada, como a las cuatro y media de la
tarde, conseguí un preciado trofeo.
E
44
Otro día, a ciento sesenta y cinco yardas de mí, salieron dos venadas y una cría.
Dudé un poco a cuál tirarle; al final elegí la que estaba más separada de las otras
para así evitar herir a dos. Desde el puesto nuevo de la esquina del fondo del
rancho le disparé y allí la maté; no se movió del sitio. Como cosa curiosa noté que
diez minutos después la otra venada y la cría estaban comiendo a siete u ocho
yardas al lado de la muerta. Me entretuve haciendo algunas fotos. Cuando fui a
mirar por qué había
caído tan
perfectamente a esa
distancia descubrí
que aunque el tiro le
había entrado por la
parte alta del
hombro, el hueso
había desviado la
bala y se había
clavado en la parte
alta del espinazo.
Una mañana de finales de noviembre, yendo en la “troca” de mi compañero de mi
puesto al suyo, como a las diez de la mañana, descubrí en su sendero diez o doce
“javelinas” a cien yardas de distancia. El viento soplaba de ellos hacia mí. Me bajé
de la pequeña camioneta, agarré el rifle y decidí acercarme a los animales.
Andando con cautela, ¿cuánto me dejarían acercarme? Tenía curiosidad por
saberlo. Los animales, grandes y pequeños, comían maíz confiadamente. En pocos
minutos llegué hasta menos de treinta yardas; su fuerte y desagradable olor llegaba
45
claramente hasta mí. ¡Qué buenas fotos pude haberles hecho! ¿Por qué no tomaría
la cámara en lugar del rifle, pues no tenía intención de dispararles?
A mediados de diciembre, un sábado por la mañana fui al Rancho Las Escobas. Al
llegar al campamento descubrí que no había ningún cazador. Decidí quedarme
entonces en el mirador que está más o menos en el centro del coto. El silencio era
absoluto. A las siete y cuarenta, como a quinientas yardas de distancia, por el gran
sendero totalmente recto de de dos kilómetros de largo, venía en mi dirección un
animal negro, que claramente se veía por el tamaño que no era un pecarí o
“javelina” americana. Otro sendero cruza a unas doscientas cincuenta yardas el
sendero por el que venía el marrano, pues para entonces ya sabía que era un cerdo
salvaje. Entonces ajusté el compensador de balas de la mira telescópica del rifle
para esa distancia, porque suponía que al llegar al cruce el animal se iría a la
derecha, hacia la presa o estanque que hicieron en el rancho. Efectivamente, el
marrano al llegar a ese cruce, se paró un segundo mirando en mi dirección e
inmediatamente dobló hacia la derecha; en ese momento disparé. A los cinco
minutos me bajé del puesto. Conté los pasos y eran doscientos treinta largos hasta
el lugar. Había sangre, pero sólo la encontré por siete u ocho yardas en la dirección
en que el animal había salido herido; las huellas no eran muy claras y pronto se
perdieron. Fui en dirección al estanque intentando encontrar al animal; cuando
están heridos buscan la humedad. No lo
encontré. Pero mientras regresaba, lo
hallé muerto a treinta yardas de donde
le había pegado el balazo, en un sitio
fácilmente visible.
Una tarde, justamente el Día de Reyes,
ya finalizando la caza, me salió una
46
venada al puesto pequeño y viejo, desde el que he matado tanto en el pasado
cuando cazaba en San Isidro. Apenas lo he usado este año, pues al principio me
picó un tabarro en la espalda y perdí simpatía por el mirador. Eché un poco de
maíz en los caminos como hasta ciento cincuenta yardas. Ya cuando apenas
quedaba luz, a las seis menos cinco, salió a un sendero una venada mediana.
Mientras esperaba a ver qué ocurría vi asomar la cabeza de otra que me pareció
más grande. Quedaron juntas. Busqué el cuello de la de atrás y como estaba a unas
ochenta y cinco yardas el tiro fue certero.
Una mañana bien temprano estaba en el puesto de Sims. Entonces salió una cierva
como a ciento sesenta yardas. Le apunté al cuello y fallé el tiro. Después, como a
doscientas yardas, salió otra y
también fallé mientras le
apuntaba al pescuezo. Por eso
es por lo que luego disparé a
un coyote a doscientas yardas
justas para reforzar y
comprobar mi puntería.
Efectivamente allí se quedó, sin mover un pelo; ni siquiera se le cayó un trozo de
carne que llevaba en la boca.
Dos minutos después, sin apenas darme cuenta, salió otro coyote al lado del
muerto, le quitó la comida al primero y desapareció. No le pude tirar, pero al poco
llegó otro, quizás el mismo, y entonces estando pegado al muerto le disparé y lo
maté. Cuando acabé el puesto, fui a investigar; ¡había visto tantos coyotes esa
mañana! Algo raro ciertamente. Descubrí entonces que a diez yardas de los
coyotes muertos había una venada medio comida; la sangre estaba casi fresca y la
carne no dura ni tiesa. Por eso había tantos coyotes por los alrededores.
47
Sin excusarme por los fallos, he de decir
que fallé venadas por tirarles al cuello a
más de ciento cincuenta yardas. Hay que
considerar que tienen el cuello bien
delgado. Creo que es una tontería disparar
así, a no ser a últimas horas de la tarde;
nunca en el centro del día o por la
mañana, como fueron esos casos.
En prueba de lo dicho, en diciembre, cuando sólo había matado una venada y
notaba que estaban todas muy nerviosas y salían muy lejos, estando en el puesto de
la esquina, me salió a trescientas veinte yardas una. Eran las cinco y media de la
tarde. Le busqué el cuerpo, ajusté el compensador de la mira telescópica y disparé.
Como luego me dijo Feliciano que estaba a un kilómetro escaso de distancia: “¡qué
tiro tan bonito, Jaime! Se oyó el ¡pim, pam! por haberle dado al animal
claramente.” Medí la distancia, vi la sangre, encontré ramas quebradas de un
arbusto donde la venada cayó en su huida, busqué y rebusqué la pieza, pero al poco
tiempo ya no se veía. Al día siguiente, Feliciano, desde el mirador en que se
encontraba, oyó muchos coyotes y aun vio que se acercaban en la dirección general
por donde yo había perdido el rastro de la venada. También yo descubrí, dos días
después, auras y otras aves de rapiña volando alrededor y posándose en árboles de
la zona. Busqué un poco más, pero nada encontré. En estos ranchos del sur de
Texas el arbolado es tan tupido, todo es tan igual, sin alturas, ni árboles
especiales... Es muy difícil precisar distancias y direcciones; hasta es fácil
perderse.
Otro día laborable, todavía de vacaciones, estaba en un puesto. Me entretenía
ajustando el compensador de balas, jugando un poco con él, cambiándolo con
48
frecuencia; en un momento determinado, me pareció que la ruedecilla de ajuste de
distancia estaba demasiado suave. Seguí a la espera. Por fin, salió una venada a
doscientas yardas, le apunté al brazuelo, y el tiro fue alto. Después empecé a andar
por el coto; estaba solo y sin vehículo; Feliciano había tenido que ir a Laredo.
Cansado de andar casi todo el día, como a las dos de la tarde llegué al mirador de
Víctor, me senté para descansar un rato, y a los veinte minutos, cuando pensaba
bajarme, vi salir al sendero como a cien o ciento veinte yardas una venada y algo
más detrás, entre la maleza, lo que resultó ser un varetón de cornamenta de tres
pulgadas de largo. Le tiré también al cuerpo y el tiro fue igualmente alto.
Feliciano, que llegó una hora después, me dijo: “algo te ocurre, tú no fallas así a
estas distancias; algo le pasa a tu rifle. Toma mi 30/30 que para doscientas yardas o
cosa así está bien.” Pero ya no vi nada. Luego, de noche, examinando el anteojo
de puntería, descubrí que estaba roto; se le había quebrado el tornillo de plástico
que sujeta la ruedecilla del ajuste. Por eso fallé aquel día los dos tiros. Al regresar a
casa, arreglé el anteojo. Después lo comprobé y ajusté en el lugar de tiro que existe
fuera de la ciudad de Rexton. Descubrí que tiraba seis pulgadas por lo alto a cien
yardas de distancia.
Dos días después, miércoles por la noche, volví al rancho. A la mañana siguiente
de ese seis de enero me salió un macho con cuernos de una pulgada escasa de
largos. Dudé si tirarle al pequeño varetón, pero la temporada tocaba a su fin. El
animal se acercaba comiendo maíz mientras le seguía por la mira telescópica. De
pronto sonó un tiro; eran las nueve y veinte. Animado por ello decidí tirarle. Lo
hice a la cabeza, a una distancia de unas ochenta yardas. Ahora tenía confianza en
mi rifle y en mí. Cayó al suelo instantáneamente y se levantó tambaleándose.
49
Lo busqué por más de dos horas, siguiendo un rastro de sangre, a veces grande,
otras casi imperceptible, por más de una milla, hasta que las huellas pasaron al
rancho vecino. Volví al campamento, hablé con los amigos, comí algo y decidí
buscar de nuevo al animal herido. Pero después de una hora más, de dos a tres de la
tarde, con intenso calor, perdí definitivamente el rastro. Noté una cosa curiosa: el
ciervo herido huyó siempre en dirección norte con precisión magnética.
La mañana del último día de caza me subí a un árbol. A las siete salieron a un
sendero seis marranos de unas cinco o seis arrobas, cuatro negros y dos rojos, y,
durante una hora, estuvieron comiendo frente a mí desde cincuenta hasta ciento
ochenta yardas. No quise tirarles. ¡Pero disfruté enormemente durante una hora!
50
Hasta que un viento norte, frío, que soplaba en dirección a los cerdos, llegó poco
después de las ocho, y los animales, casi inmediatamente desaparecieron del
sendero al llegarles mi olor.
Por todo lo narrado, digo que el año ha sido malo. Pero ¿por qué si conseguí un
bobcat, dos venadas, un marrano grande y maté dos coyotes, otra venada y un
pequeño varetón? ¿Por qué, si aprendí más sobre las “javelinas”? ¿Por qué, si pude
matar dos o tres marranos más y acabar con broche de oro la interesante
temporada? ¿Por
qué el año fue
malo? El lector
experto sabe que
digo esto,
simplemente,
porque lo que el
cazador
normalmente busca
es un macho, un
venado con
cuernos, y cuantas
más puntas mejor. Esa es la razón fundamental. Por ejemplo, Víctor, un ministro
bautista, cuyo mirador fue montado en un sitio aparentemente malo a juicio de
todos y a mediados de temporada, mató un nueve puntas (el animal más grande que
se llevó al campamento en toda la temporada) y, desde un mirador portátil, un
cinco puntas. ¿Cuántas veces cazó el amigo Víctor? Echó sólo seis o siete puestos,
en los cuatro días que fue al rancho. Y otro conocido que echaría diez o doce
puestos, unas veces bebido y otras borracho, disparó a un venado de ocho buenas
51
puntas una tarde en que estábamos los dos en el mismo sendero largo. Sólo
encontró un lado de la cornamenta; yo la tuve en la mano; estaba cortada casi a ras
de la cabeza. ¡Mala suerte! Pero vio y tiró a venado que, cornudo de un solo lado,
ha ido esta temporada detrás de venadas. Yo, sin embargo, hice nueve viajes al
rancho, estuve allí un total de quince días, eché treinta puestos; hasta pasé dos días
enteros, de casi trece horas seguidas, andando y a la espera. Y lo que se dice
venado venado, ni verlo.
Conclusión: en mi estimación, el año no fue bueno, aunque sí variado y muy
interesante. Y, además, con esta historia se quiere sugerir lo importante que es la
cornamenta. ¿Es realmente así?
8
La venadita
a cerca corre entre el Rancho Eleuterio y el de Santa Cruz. Quinientos
metros de alambre espinoso y postes de madera algo torcidos separan
ambos terrenos. Los puestos, desde los que cazamos el viejo coronel, en
el suyo bajo y de madera, y yo, en el mío alto, de patas de hierro y amplio, son
símbolos de la lucha y ambición humanas: buscamos la misma carnada esperando
que la suerte, la rapidez o la habilidad decidan quién conseguirá el triunfo.
L
52
El rancho vecino tiene buenos y limpios senderos; Eleuterio es un hombre aseado,
cuidadoso, que se preocupa del detalle. El rancho que mi amigo y yo rentamos es
pequeño, con mucha maleza, mal cuidado; su dueño es un hombre gordo y bueno,
pero abandonado. En los dos años últimos Feliciano y yo hemos trabajado como
mojaditos, a base de machete y hacha, en el terrible calor de muchos días
veraniegos del sur de Texas, abriendo brechas, anchas algunas, pero no tan limpias
ni claramente tan usadas como las del rancho vecino.
* * *
Está oscuro cuando subo al puesto a las seis menos veinte. A las seis en punto
Eleuterio y sus dos hijos —muchachos entusiasmados por la caza desde temprana
edad— pasan en su camioneta junto a mi puesto, por su sendero. Cuando los veo
aparecer a doscientas yardas brevemente les enciendo mi linterna: me gusta que
sepan dónde estoy; las balas que usamos, son tan destructoras. Aún no han pasado
diez minutos cuando otra “troca” texana viene por el mismo sendero y se para
junto al “puesto del coronel”; también le
lanzo rápida ráfaga de linterna y más
rápida pero callada maldición: alguien,
quizás el viejo coronel anglosajón, va a
cazar desde ese puesto, a diez yardas del
mío. Pero, en fin, cada uno tiene derecho
a hacer lo que quiere en su propio lugar.
Es una mañana suave y llena de sol a
principios de la segunda semana de
noviembre. Este año la "tirada" ha
comenzado más temprano que de
53
ordinario. Pienso a ratos y deseo en todo momento que si algo sale del Rancho
Eleuterio pase rápidamente al mío para que el otro tirador no tenga tiempo de tirar;
o que si sale del mío se entretenga lo suficiente en el camino y yo sea rápido y
certero. Y el tiempo corre su marcha segura hacia el futuro incierto...
Despierto sobresaltado de mi cabeceo de segundos. A más de ciento cincuenta
metros, esbelto y atento, se muestra un gato montés en el sendero vecino. Quizás
también por ello reacciono lento; no puedo tirarle y menos con otro cazador a ese
lado.
Cuando cruza la cerca desaparece en un abrir y cerrar de ojos entre la maleza de la
margen de mi brecha. ¡En mala hora!, pienso; ¡mala suerte! Debí prepararme al
verlo. . . y esperar. Pero aprendo para otra vez, para algo más importante y valioso.
Y también me digo casi en alta voz: “No hay mal que por bien no venga”.
Mi atención es ya total. Cuarenta minutos después (son las ocho y cuarto de la
mañana), a sesenta metros a mi izquierda una
“venadita” aparece en el sendero del cazador
vecino. Atenta, inmóvil, las orejas rectas,
escruta el sendero sin torcer la cabeza.
Inmediatamente me echo el Winchester .270 a
la cara: yo tengo
permiso para
matar una venada y quiero hacerlo pronto en el año —
como recomiendan los biólogos, para que así haya
más comida para los venados restantes—. Treinta
segundos después, andando, cruza bajo la cerca. ¡Oh,
alegría! Cuando mete la cabeza entre los alambres, al
54
echar las orejas atrás, descubro dos puntas: ¡es un varetón! Se yergue y sigue
andando. Sin esperar más (en dos yardas desaparecerá de mi vista), aprieto el
gatillo. El estampido y la caída del animal parecen simultáneos. Inmediatamente se
levanta y vuelve a cruzar bajo la cerca; busca el refugio en el terreno conocido que
breves minutos antes anduviera cauteloso. A través de la mira telescópica de mi
rifle le veo una naranja de sangre junto a la pata donde comienza ésta a separarse
del cuerpo. ¡Es mío!
El coronel se sale de su puesto; entonces yo me bajo del mío.
—Lo hirió, me dice.
—Sí, no hay duda.
—Vamos a buscarlo.
—¡Lástima! Fue un tiro algo bajo, no muy bueno.
—Todo tiro que consigue su pieza es buen tiro, añade generosamente el coronel
jubilado.
Veo que hay sangre donde el venado cayó. Vuelvo a la camioneta y cambio de
rifle. Me gusta usar el Marlin 30/30 para andar por entre la maleza; es pequeño y
más ligero. También me pongo el cinturón con el revólver —no se sabe cuándo
hay que rematar al animal— y cruzo la cerca en el lugar donde está el coronel.
Seguimos el rastro claro y abundante de sangre. A las veinte yardas mi “venadita”
está tendida inerte, sin vida. Y entonces le descubro que de un cuerno salen dos
pequeñas puntas donde se podría colgar un anillo. La “venadita” tiene, pues, cierta
cornamenta.
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56
9
El herido de la suerte
l amigo Cansino es un viejo cazador. Entre sus puestos en el Rancho Las
Escobas tiene uno todo de hierro. Es un trípode de redondas, fuertes y
altas patas. Un círculo pequeño de metal sirve de soporte para los pies.
Una tarde de primeros de diciembre subo a su trípode y me siento en el sillón con
asiento de plástico. Me acomodo bien y seguro; una caída desde diez o doce pies
de altura, y más con un arma, podría ser grave. Preparo el rifle sobre el breve
soporte frente al sillón. Estando totalmente al descubierto es importante no
moverse para no ser detectado por los venados o cualquier otro tipo de caza que
pueda salir. Y empieza la espera en una tarde cálida y soleada.
El viento apenas sopla. La copa de los huisaches y los mezquicopales apenas se
rizan; rara vez cae una hoja. La vegetación es espesa; espero, naturalmente, que
algún venado salga a uno de los tres senderos que parten de la base del trípode. El
de enfrente y el de la izquierda son mis preferidos; no necesito girar o he de
hacerlo muy poco; están además en el coto del que
soy arrendatario. Frecuentemente los venados cruzan
lentamente los senderos; antes de cruzar, a veces, se
detienen medio cubiertos en la espesura; otras veces
suelen pararse cuando van a cruzar bajo la cerca de
alambre espinoso. Para incitarles a que se detengan,
antes de subirme al puesto, he esparcido maíz en el
sendero.
E
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Una hora después, a mi izquierda, asoma un joven varetón. Está tan cerca que
inmediatamente le noto una herida en el anca derecha, grande como un plato y
bastante profunda; el animal se mueve con imprecisa cojera. Me mira; un rato
después de no notar movimiento alguno se aproxima a la cerca, la cruza y
comienza a comer maíz, ya en mi potrero. Diez minutos más tarde se interna en la
espesura.
No quiero disparar todavía a un varetón; aún menos si está herido. Tengo la
impresión de que, si nadie le mata, este animal se curará; come con apetito y
parece alerta; sólo una infección grave lo destruiría.
Ha sido ésta una interesante experiencia. Un tanto triste, a la vez. Algún cazador
debió tirarle a ese ciervo y no fue certero en su disparo.
El resto de la tarde transcurre sin acontecimiento alguno digno de notar. El sol se
pone delicado, con tenues colores, mientras cardenales y sinsontes llenan el aire de
bellos sonidos y colores. Con el rifle en bandolera desciendo poco después del
puesto, poniendo cuidadosamente los pies sobre las cortas barras soldadas a una de
las patas del trípode a manera de rústica escala. A la distancia se divisa la
camioneta azul de Feliciano, compañera y testigo de muchas tardes mejores.
* * *
Esa noche en el campamento uno de los yernos de la dueña del rancho dice que
cuando la caza está herida se debe matar y enterrarla; así se impiden las infecciones
posibles que las moscas, entre otros insectos, pueden transmitir, por ejemplo, a un
ciervo sano.
* * *
58
A la mañana siguiente Feliciano y yo nos situamos en puestos a media milla de
donde estuve la tarde anterior.
El amanecer templado es excepcional. Una suave brisa riza el firmamento. El
pincel daliniano nunca fue tan delicado para crear el cielo. El sur de Texas es
generoso con su belleza para el cazador que sabe usar sus sentidos al cien por cien.
El sol anaranjado se alza lento. Cerca oigo un tiro a las ocho de la mañana; poco
después, en la dirección en que está mi compañero suena otro disparo. Por el
sonido parece que ambos erraron su objetivo. ¿A que le tiraría Feliciano? Por fin,
sin ver nada, a las nueve y media monto en la camioneta de mi camarada y lo
recojo; disparó al venado herido, a unas ciento diez yardas y falló; quiso matarlo
instantáneamente y le tiró al cuello como yo había hecho días antes a un hermoso
seis puntas. Reconoce que a esa distancia hay que buscar el brazuelo o el centro del
cuerpo.
* * *
Han pasado ocho días desde que viera al venado herido. Mientras tanto he contado
a un guarda de caza mi experiencia. Piensa que es mejor dejar actuar a la
naturaleza; si el animal es fuerte, en condiciones normales se recuperará
totalmente; en pocos meses será un animal como los demás, como antes de la
herida. Y me cuenta un par de anécdotas al respecto.
Cuando me subo al puesto, el mejor y más grande que ha construido Feliciano, la
luna está casi en el final de su cuarto creciente. No hace frío. El lucero de la
mañana brilla intenso. Se ve la sombra del puesto bien recortada en el sendero. Los
coyotes ululan con más intensidad que en otros amaneceres; y también más
cercanos. Cantan bella o desafinadamente muchos pájaros cuando las sombras se
van difuminando. En la distancia un resplandor, una palidez luminosa, se extiende
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por los claros del bosque; es una suave niebla que avanza. La luna amarilla
blanquea ya, quizás por los efectos de la boria. Los senderos nacarados expresan
animadas sombras por piedras y pequeños matorrales. El movimiento y el ruido en
los árboles aumentan. El día está naciendo lleno de promesas. Como dice el refrán
sobre la niebla ratera, buen día espera.
La ligera neblina levanta pronto. Casi detrás de ella una cierva aparece por el
sendero y se acerca a comer del comedero automático. A los pocos minutos
desaparece. Corre el tiempo en busca del sol que avanza. En el sendero más tupido
y oscuro, cuando todavía no se ve bastante, descubro un venado no grande a unas
ciento cuarenta yardas. Me aseguro con los prismáticos; es un varetón. Dudo qué
hacer. Pero me quedan sólo tres semanas de caza y Feliciano me insiste que no
espere; puede que ni siquiera salgan varetones. Así le ocurrió a él el año anterior.
Decido entonces tirarle al cuello; si fallo será porque voy a tener otra oportunidad.
Pero mi tiro es certero. El Winchester .270 se porta perfectamente. El animal cae
en el mismo lugar donde estaba, cuando iba a cruzar la brecha. Dejo pasar cinco
minutos mientras sigo alerta, con el rifle medio encarado y mirando al animal
caído por la mira telescópica. No se mueve. Entonces bajo del puesto y me
aproximo a mi triunfo. Está gordo —pienso— y limpio. Pero, ¡ay!, al darle la
vuelta descubro que tiene una herida como un plato pequeño, no profunda y
recubierta de una concha sucia de hierbas y arena. ¡Es el varetón de la semana
anterior! ¡Qué pena! Siguiendo la opinión del guarda estatal no pensaba matarlo,
sino dejar que la sabia naturaleza actuara. Ahora tendré que hacer lo que dicen los
rancheros. Limpiarlo y arreglarlo no puedo; como creen ellos, el animal tiene
fiebre; la carne no es ahora buena.
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Arrastro entonces al animal a una
zona tupida y alejada del puesto.
Si el sábado próximo quedaran
restos de este venado, quizás no
espantarían a otros ciervos que se
pusieran a tiro desde el puesto de
hoy. Aunque, estoy casi seguro,
los coyotes darán cuenta del
pobre animal en un par de días.
La espléndida mañana, como fruta estragada, ahora amarga.
* * *
Esa tarde, la del domingo trece de diciembre, Feliciano me deja otra vez en el
puesto del trípode.
Pienso en la otra tarde, la del ciervo herido, ahora muerto. "¿Por qué no podría
haber salido un venado grande y sano en aquella ocasión? ¿Por qué no podría
salirme hoy el animal que deseo? Es fácil soñar despierto en la soledad y el
silencio de estos inmensos y monótonos ranchos texanos.
En los árboles, cada vez más deshojados, cantan con voz desagradable varios
Green Jays, especie de arrendajos americanos. ¡Qué bello es este pájaro travieso y
arisco, posiblemente el ladrón más hábil del maíz que echamos en caminos y
comederos, con su fuerte color verde, mezclado de amarillo en la cola, y el negro
que le tapa los ojos y parte de la gorda cabeza a manera de antifaz! Como en otras
ocasiones, algún cardenal, de intenso rojo con negro alrededor de ojos y pico, y
algún sinsonte, de tonos gris, blanco y negro, gran imitador de sonidos de varias
especies de animales, entretienen mi espera.
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"¡Si se repitiera lo del otro día, pero sin heridas...! Vamos, vena..." Mis
pensamientos quedan interrumpidos cuando por el sendero a mi izquierda, como a
cien yardas, asoma un hermoso ciervo, grande, bien formado, posiblemente de
ocho puntas. Como aquel herido parece que quiere asegurarse que no hay peligro
al cruzar el sendero. Viene del potrero vecino; marcha en dirección al mío. Es
decir, tengo unas diez yardas para poder dispararle cuando comience a andar.
Mientras me mira, enhiesto y curioso, permanezco como una estatua; ni siquiera
parpadeo. Luego mueve ligeramente la cabeza como si oliera algo que viene del
norte, de la dirección que lleva. “¿Estará siguiendo el rastro de alguna venada? Al
fin y al cabo estamos ya en la berrea”. El escaso minuto que el venado está parado,
con medio cuerpo en la espesura, y sin dejar de otear en mi dirección, parece un
siglo. Por fin, da unos pasos cautos, recelosos. Un arbusto lo tapa cuando se
aproxima a la cerca de alambre espinoso. No tiene prisa ni viene hostigado; por
ello no salta la cerca, sino que hace ademán —percibo confusamente— de
agacharse para cruzar por entre los alambres. Es este el momento que he estado
esperando. Cuando el animal se alza y comienza a cruzar a buen paso el sendero
limpio de mi rancho, la cruz del anteojo de puntería de mi Winchester está fija en
su brazuelo. Ni
un segundo más
pasa cuando el
sonido del
disparo rompe la
quietud de la
tarde.
Como me ocurre
en ocasiones,
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cierro instantáneamente los ojos. Cuando los abro veo al animal coceando en el
aire herido de muerte.
Dejo pasar siete u ocho minutos. Luego, con el rifle siempre preparado, recorro el
sendero hasta llegar al lugar donde estaba el venado. Efectivamente, en el suelo
hay huellas violentas y sangre. Con cautela sigo el rastro. Veinte yardas más
adelante, caído sobre un pequeño arbusto con ramas recién quebradas, está mi
venado de la suerte.
“¿A qué santo le rezas?”, me preguntará Feliciano. Como rezar, no, pero desear
con fuerza, sentirme optimista y con una actitud positiva mientras estaba a la
espera, soñando, sí que lo hice. Donde ocho días antes tuve una experiencia nueva
y actué con integridad de buen cazador, hoy me sonrió la suerte como una bella
dama a la que persiguiera decidida, fogosa y largamente.
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10
Tosca: de garrapatas y codornices
ue su primera dálmata. Y no una dálmata ordinaria. Era una dálmata con
manchas de color marrón claro y ojos también muy claros. El veterinario
del pueblo cercano a la histórica iglesia de St. Ambrose jamás había visto
un perro dálmata de ese color. Sabía esto sólo por libros.
Era de raza pura y, en cierto
sentido, única. Y, sin
embargo, no tenía papeles;
no era una perra registrada.
Sus primeros dueños, por
dejadez o alguna otra
dificultad, nunca los
solicitaron o consiguieron.
Eran aquéllos una pareja
mayor que no podía ya cuidar bien a la perra. Se enteraron por amigos comunes
que Jaime buscaba perro. Entonces, generosamente se la regalaron. Debía tener un
par de años escasos. Parece que su nombre era Sally. Como no le gustaba el
nombre, el nuevo dueño —quien recordaba ese nombre de una gran perra de caza
que su padre había tenido de joven— la bautizó con el nombre poético y musical
de Tosca.
¡Cuántas alegrías y compañía le dieron aquella perra durante dos inolvidables
años! Vivía solo y aislado entre grandes campos de patatas y cereales y de monte
bien cerrado, y frecuentemente paseaba hasta el cercano cementerio de la iglesia a
F
64
lo largo de un camino limitado por espesa vegetación y grandes árboles llenos de
“Spanish moss”. Tosca era su diaria y, a veces, única compañía.
Recuerda un día en que fue a la ciudad cercana para asuntos o compras, como
hacía con alguna frecuencia. Al vivir en un campo cercano al pueblecito de
Hastings (Potato Capital of Florida”), San Agustín, la ciudad española más antigua
de los Estados Unidos, situada en el nordeste de Florida y a sólo dieciséis millas,
era un lugar obligado para todo lo que no fuera su trabajo directo como trabajador
social con la gente de la zona. Dejó a Tosca perfectamente bien, frente a la casa; le
gustaba corretear por los amplios terrenos y campos vecinos. Podía refugiarse bajo
la casa elevada sobre sólidos pilares. Tenía amplia sombra bajo aquellos robles
centenarios donde se veían y frecuentemente oían retozonas ardillas dando saltos,
acumulando golosas los deseados frutos y buscándose continuamente.
Cuando regresó dos o tres horas más tarde, Jaime no encontró a su perra que
siempre le esperaba saltando o moviendo el largo rabo de alegría y afecto. La
llamó repetidamente y no vino a él. Finalmente oyó unos gemidos que salían de
debajo de la casa. Al agacharse, la descubrió tumbada intentando acercársele. Se
arrastraba literalmente entre dolores que le impedían ponerse erecta. Cuando
finalmente la pudo tocar y le ayudó a pararse la examinó pensando que quizás
alguien podría haberla golpeado o haber peleado con algún otro animal. Nada raro
encontró.
En esos momentos pasó por allí una amiga que venía de visitar a su madre, guapa
viuda con bastantes hijos que era su vecina más cercana, a trescientos o
cuatrocientos metros. Como es típico en estos lugares, por la mucha vegetación, su
casa no era visible desde la suya. Su amiga le preguntó si tenía algún problema con
la perra. Al narrarle los síntomas y decirle que iba a meterla en su coche para
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llevarla al veterinario, la joven le mencionó que por aquellas zonas había unas
garrapatas llamadas “dagger ticks” que si se prendían del lomo de un animal,
tocándole quizás algún nervio fundamental, lo paralizaban lentamente hasta
matarlo, aunque fuera un caballo. Debía, pues, examinarla bien.
Y efectivamente, al comienzo del lomo, al acabar el cuello, Tosca tenía una
garrapata blancuzca, gorda y reluciente. Pronto se la quitó. Un cuarto de hora
después la perra corría retozonamente como si nada le hubiera pasado.
Años después, ya en la Universidad del Sur de Texas, Rexton, donde enseñaba,
Jaime explicaba un cuento de Horacio Quiroga, titulado “El almohadón de plumas”
(publicado por primera vez en 1907 en Caras y
Caretas), sobre una especie de garrapata
descomunal que poco a poco “chupa” la vida de
una joven casada. Este es un cuento que puede
o no inspirarse en la realidad. Pero también por
esta época, leyó en un periódico algo verídico:
un niño, ya varios días en un hospital
neoyorquino, cuya vida poco a poco se iba apagando sin que los médicos supieran
la causa. Sin embargo, tuvo suerte cuando una
enfermera que regresaba de tomar un curso sobre
reznos y garrapatas lo examinó y descubrió una
garrapata en su cuero cabelludo. Pronto el niño
mejoró totalmente.
Descubrió de esta manera nuevos indicios de cierta
barbarie de la naturaleza en aquella América, parte
del Nuevo Mundo, su segunda patria. ¡Tantas cosas
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nuevas y grandes y peligrosas que un español no podía conocer o comprender
sencillamente por venir de un país viejo donde la naturaleza estaba más
domesticada y no era tan salvaje como la de aquellos lugares!
Al paso del tiempo empezó a llevarse a Tosca de caza. Poco a poco la iba
enseñando a rastrear y echar gordas y multicolores codornices. Más adelante, salía
con un hombre mayor que pidió acompañarle. Éste le enseñó (y Jaime a él
también) algunos interesantes lugares en los bosques del condado St. John. El viejo
Ambrose, así bautizado por haber nacido a la vida del
espíritu en aquella iglesia vecina, le llevaba más de
treinta años. Cuando iban de caza, el joven cazador le
sugería a veces separarse y cazar por zonas paralelas
para luego encontrarse en otro sitio; así aprovechaba
para ir un poco más despacio y descansar de tanto
andar. Ambrose, con más de sesenta años, casi le
agotaba. Y eso que siempre fue un buen andador.
Claro, Ambrose había sido cartero por muchos años,
cuando los carteros andaban más y montaban menos
en coche. Le costaba trabajo decirle que en la caza no
hay que ir muy rápido; no es lo importante cubrir
grandes distancias.
Un día de caza, mientras descansaban a instancias del joven sentados en dos
hermosos troncos de unos caídos árboles, Ambrose, que llevaba aquel día un perro
de un amigo, no particularmente bueno para aquella caza, comentó que ya Tosca
iba mejorando, pero que no sabía mantener la muestra. Era la verdad. Cuando su
perra tomaba el rastro de las codornices andaba casi corriendo y se alejaba más de
lo que él quisiera. Le era muy difícil dominarla; él tenía que andar también con
67
rapidez para poder disparar a la codorniz que echaba. Claro que había cazado
solamente cuatro o cinco veces.
Ambrose le ofreció entonces un caramelo. Era un caramelo gordo y redondo, del
tamaño de una castaña. Cuando empezaba a chuparlo y lo tenía en el lado derecho
de la boca, entre los dientes y la mejilla, se levantaron y empezaron a andar. Casi
inmediatamente Tosca se puso de muestra. Jaime le dijo a su viejo amigo:
—¿Qué? ¿No dices que no mantiene las muestras? ¡Mírala!
Y entonces la dejó que mantuviera la muestra posiblemente durante un minuto.
Finalmente, le mandó que avanzara. La
hermosa codorniz salió a menos de
quince metros de distancia, derecha,
baja, alejándose de ellos. Cuando se
echó la Winchester automática del 12 a
la cara se hizo daño con la culata
golpeándose el carrillo al presionarle el
caramelo contra los dientes. Entonces
separó la escopeta, abrió la boca y con la mano izquierda presionó sobre la mejilla
derecha para pasar el caramelo al centro de la boca. Con todo esto, tardó mucho en
disparar a la veloz codorniz que ya se había alejado demasiado. Marró. Fue una
auténtica lástima: si hubiera matado aquella codorniz, Tosca le habría traído la
pieza, como bien sabía hacerlo, y después de grandes aspavientos y elogios la perra
habría ido descubriendo lo que el cazador quería que siempre hiciera. De todas
formas, la acarició y se rio mucho con Ambrose.
En aquella ocasión, el joven cazador tuvo también que animar a Ambrose al
enterarse que, años antes, éste accidentalmente disparó durante una cacería con tan
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mala suerte que algunos perdigones se impactaron en la espalda de un amigo. Por
esto, cuando Ambrose le pidió acompañarle al ir de caza, iba como de mirón,
aunque llevaba escopeta. A Jaime le costó algún tiempo infundirle confianza.
Otro día cazaba solo con su perra a cien metros de su casa en una zona muy tupida
de monte bajo lleno de bajas palmeras (o palmettos, corrupción del español
“palmito”) y otras muchas y desconocidas plantas medio tropicales de ese
increíblemente fértil estado americano donde tan frecuentemente llueve. Tosca iba
sólo a cuatro o cinco metros de distancia por la dificultad en moverse y porque
Jaime la obligaba a mantenerse cercana.
De pronto hizo una magnífica muestra.
El cazador se situó lo mejor posible para
quizás ver así la codorniz volando.
Cuando mandó a la perra y saltó ésta
sobre la pieza, nada voló. Grande fue su
sorpresa cuando Tosca levantó la cabeza
con una codorniz en la boca. Jaime dejó
cuidadosamente la escopeta en el suelo
y la llamó. La perra fue acercándose lenta,
la cabeza levantada por los muchos arbustos que obstaculizaban su marcha, la
presa en su hermosa boca. Cuando él estiró la mano para coger la codorniz, su
perra abrió la boca y la codorniz voló rauda y libre fuera del alcance de ambos.
Apenas pudo dispararle ya muy lejos recogiendo del suelo la escopeta. Su Tosca
tenía la boca suave; era una perra gentil y amable.
Meses después, en enero de 1968, Jaime dejó su profesión y se fue a Florida State
University a hacer estudios graduados en literatura española. Tuvo que dejar a
Tosca mientras se instalaba en casa nueva y resolvía otros muchos asuntos del
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traslado y nuevo estilo de vida. La dejó con Susie, su vieja cocinera negra. Al cabo
de tres meses, regresó a su antiguo lugar y habló con ella. Tenía malas noticas. Una
serpiente de cascabel le picó a la perra que acostumbraba a meterse por los bosques
de los alrededores; iba sola, como de caza. Parece ser que las serpientes huelen de
modo parecido a las codornices u otros tipos de caza. La perra estuvo hinchada dos
o tres días, pero como no recibió ayuda médica alguna no sobrevivió a la crisis.
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Perros, conejos y una jaca en La Cantincharia.
n un día veraniego fui con mi padre y creo que con mi tío, “el cazador a
la espera” (pues a este tipo de caza empezó mi tío Faustino a dedicarse y
así tener algún éxito), a una finca de uno de sus mejores amigos distante
una legua larga de la nuestra. Era famosa por su abundante caza de conejos en sus
montes y tupidos barrancos.
Como estaba lejos, llevamos un caballo (o jaca) no grande, pero sí mal encarado y
algo peculiar, que tenía mi abuelo. Allí llevábamos los pertrechos de caza.
E
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Bajamos al río por la empinada senda que daba a los
chopos debajo de la casa principal de La Boticaria, la que
ocupaban mis abuelos y dos tías con sus familias. Lo
cruzamos y seguimos la senda casi en dirección a la casa de
El Murciano. Entonces, joven de doce o trece años, todavía vistiendo pantalón
corto, que creía poder y saber hacer más de lo que sabía y podía, intenté subirme a
la jaca saltando por detrás en una cuesta arriba. Por la situación física de la jaca y
por no ser especialmente ágil, no pude llegar a colocarme en la grupa del animal.
Por instinto y protección del cielo, al ver que me caía, para no rozar a la jaca,
empujé con fuerza sobre las ancas de la
bestia con ambas manos y salté así hacia
atrás. El mal caballo tenía la
peculiaridad, desconocida para mí, de
cocear al tocarle en las ancas. Una
herradura del caballo me rozó la piel de
una espinilla, haciéndome un levísimo
arañazo, que yo, temeroso de alguna
bronca, oculté a mi padre.
Hice, como los demás, todo el recorrido andando y charlando. No teníamos que
molestarnos en mantener los perros cercanos o atados, pues perros no llevábamos.
Finalmente, a hora todavía relativamente temprana, llegamos a la finca de los
amigos. Y así pudimos echar un par de horas largas de caza en zonas no lejanas a
la casa solariega. Los perros, desconocidos, de nombre sin importancia y que antes
de regresar a La Boticaria ya había olvidado pues no tenía interés en recordarlos
siquiera, se movieron bien entre la maleza. Se metían como podían en aquellos
71
grandes chaparrales y otras matas, sin casi ver nunca conejos, sólo oliéndolos y
haciéndoles salir. Cuando los conejos salían, los varios cazadores cercanos,
generalmente en las laderas de aquellos anchos y fértiles barrancos, disparaban con
cuidado y gritos de “¡ahí va!, ¡por allí!, ¡mío!, ¡cuidado!” con harta frecuencia. Yo
contemplaba aquella cacería, nunca antes experimentada por lo abundante, y sentía
ser demasiado joven para acompañar a los adultos en tal tiroteo.
Y llegó la hora del almuerzo. Algún rato charlé con Alfredito, el sobrino de Pepe
(el gran amigo de mi padre), y de nombre como su padre, el cuñado de Pepe. Era
éste un señor que no vivía de ordinario en Lavinia. De él recuerdo, especialmente,
sus fuertes botas de caza, con las que andaba sin peligro y bien protegido en la
abundante maleza. Nosotros, todos los demás, íbamos calzados con las clásicas
alpargatas o zapatillas de cáñamo o esparto y lona, sin calcetines, como se hacía
por entonces en nuestra tierra. ¡Qué retrasados pueblerinos!
Deseaba que acabara la comida, abundante y buena, pero de la que no recuerdo
detalles. Deseaba que acabara porque quería llevar al caballo a una fuente a más de
un kilómetro de distancia cuya agua llegaba hasta la casa. Quería montar en la jaca,
cuidando ¡claro! no tocarle en las ancas, ya que no había podido hacerlo en el viaje
mañanero.
Y así fue. Al acabar de comer, mientras los adultos estaban de sobremesa,
contando sus hazañas y disparos de la mañana, me fui al corral y solté el ramal del
caballo que estaba sin aparejos y bajo techado, medio dormitando en el calor de la
siesta. Y así, a pelo y conduciéndolo forzadamente, sin bocado ni riendas, sin
estribo ni espuelas, con sólo una soga sobre la boca, fuimos muy lentamente hacia
la dichosa y en apariencia bien lejana fuente donde hacer que el rocín bebiera de la,
para mí, muy deseada, sana y refrescante bebida.
72
Cuando llegamos, por más que
insistí, el caballo no quiso beber.
Entonces, siempre sobre él, di la
vuelta para regresar a la casa de
la finca. Apenas le toqué en los
ijares con mis alpargatas cuando
el caballo se puso al trote largo,
casi al galope. Apenas si podía
mantenerme sobre su lomo. Iba más bien, agarrado a la corta crin del mal bicho,
casi echado sobre el pescuezo del animal, al que le urgía llegar a su destino como
alma que se llevara el diablo. A los pocos minutos, cuando ya me iba manteniendo
un poco más erecto sobre el caballo, llegamos al corral. Lo último que vi cuando el
animal entraba bajo el techado fue un recio larguero de madera a la altura de mi
frente que con celeridad se me venía encima. Instintivamente bajé la cabeza y me
salvé, creo, de milagro.
En aquel momento, mi juventud recibió una luz de prudencia y ya jamás intenté
montar en aquella mal encarada jaca. Por la mañana, el animal me pudo fácilmente
romper una pierna; por la tarde, me pudo romper la cabeza. Sin duda alguna, Dios
o mi ángel de la guarda estaban conmigo.
El resto de la tarde fue como la mañana: más conejos, más tiros, más muertes, más
perros cuyos nombres olvidé antes casi de conocerlos y que no importan hoy, ni
aun ayer.
73
12
Galgos.
erdaderamente, la caza del galgo la conozco más por narraciones y
reportajes que por haberla experimentado. Sólo recuerdo una vez que
mi padre trajo a la finca de La Boticaria un par de galgos y por las
faldas de El Lomo cazamos unas horas. Creo que echamos un par de liebres y casi
quiero ver que conseguimos una. Los galgos corrieron, los vi un poco en la
distancia, pero nada muy excitante. Por esto, mi recuerdo es hoy bien nebuloso.
Ciertamente, en muchas ocasiones he echado liebres
y deseado haber tenido un buen galgo, o dos, para
haber experimentado otra forma del apasionante
mundo de la cinegética.
Como, por ejemplo, en una ocasión muy significativa
para mí. Apenas tenía catorce años cuando mi padre me dejó su bella escopeta de
la casa Éibar, del 12, de cañones paralelos, repujada y con el cañón derecho liso. Y
me dijo:
—Jaime, hijo, eres casi un hombre. Ya puedes usar mi escopeta. Recuerda mis
enseñanzas y sé prudente.
Casi siempre, en aquellos veranos inolvidables,
cuando íbamos de caza, mi tío Faustino, casado
con la gemela de mi madre, era parte integrante
del grupo. Nunca aprendió a cazar ni a disparar
V
74
bien, pero era un gran entusiasta y siempre estaba dispuesto. Era, además,
entretenido cazar con él, pues hablaba mucho y exageraba un poco.
En la ocasión que menciono, mi tío y yo salimos temprano de casa. En quince
minutos llegamos a las laderas de Los Chopos, el coto de un gran amigo de la
familia, colindante con nuestra finca y con derechos de agua del río Lavinia como
la de mi abuelo, aunque con menos horas, pues la finca de regadío era más
pequeña. Estos montes, que lindaban por un lado con la carretera que llevaba al
interior de la provincia a lo largo de unas cuestas con curvas por el barranco,
generalmente con muy poca agua, llamado El Agüica, y por otro con el río Lavinia,
eran estupendos para cazar. Con buena tierra y bancales cercanos donde los
animales podían comer, con zonas tupidas y otras muy ligeras de arbolado, con
colinas, algunos cerros y bastantes peñascos y madrigueras, huella de antiquísimos
terremotos en la zona, era un coto precioso para la caza de conejos y perdices,
particularmente, que ya conocía bastante bien cuando cazaba con mi padre y que,
con el paso de los años, llegaría a conocer como la palma de la mano.
Eran las siete de la mañana, lo recuerdo bien. De pronto oí un tiro a mi izquierda.
Claramente era de mi tío. Algo habría visto y, casi seguro, lo que fuera, y lo digo
sin ánimo de ofender la memoria de mi tío, de quien guardo agradable recuerdo,
seguiría corriendo o volando, con cierto sobresalto, por el lugar.
Yo ascendía la leve pendiente dando cara a la carretera que quedaba a quinientos o
más metros a mi derecha. Iba por una senda ancha, todavía con poca vegetación, en
busca de la altura y de lugares donde podría abundar —pensaba— la caza. A los
pocos segundos del disparo, viniendo en mi dirección, un poco por mi izquierda, se
acercaban corriendo alocadamente dos liebres, sus orejas bien levantadas y con
punta negra, saltando, quizás sin ver que yo, silencioso y atento, iba en dirección
75
opuesta. Venían, sin duda, buscando la senda por la que mejor y más desenvueltas
alejarse del peligro, alejarse de mi tío.
Jamás en mi vida había visto dos liebres vivas juntas. Jamás volví a ver dos liebres
juntas en el resto de mis cacerías en el viejo mundo, aunque sí en el nuevo. El
corazón me saltaba de emoción. Rápidamente me encaré la escopeta y, aun antes
de que llegaran a mi altura, disparé a una que cayó fulminada. Aquello me bastó.
Levanté la escopeta e hice caso omiso a la otra liebre que siguió corriendo pasando
cerca de mí hasta perderse en la distancia. ¡Mi primer disparo con una escopeta del
12! ¿Cómo iba a disparar por segunda vez a otra liebre? Eso era casi imposible por
la emoción del momento, por la primicia de mi disparo.
Hoy día pienso que si hubiera esperado un par de
segundos, al estar alineadas en mi dirección, con un solo
disparo podría haber abatido las dos liebres.
Nunca más dejé de disparar los dos tiros si la ocasión se
presentaba. Más de una vez dispararía a dos conejos, uno
después de otro, sin recargar. Muchas veces disparé a dos
perdices o dos codornices o dos palomas… Cada vez que
surgió la ocasión, siempre descargué los dos cañones. Una vez me salió una perdiz
y la maté de un tiro. Al caer al otro lado de aquel pequeño barranco, salió un
conejo al que le descargué el segundo cañón del arma; sin embargo, marré este
segundo tiro.
Pero aquella vez, aquella mañana con mi tío, aunque no disparé el segundo tiro, fue
única e inolvidable. Fue mi primer tiro con la escopeta grande de mi padre. Ya a
los catorce años, como cazador, empezaba a ser un hombre.
76
Aquella mañana bien pudo ser una mañana para llevar un par de galgos a mi lado y
soltarlos al ver las dos liebres acercándose. ¡Qué experiencia tan especial habría
sido entonces! Pero no llevaba galgos; nunca llevé personalmente galgos. Dudo,
sin embargo, que la emoción con dos galgos pudiera haber sido más intensa para
mí. Habría sido más bonita, sin duda alguna, diferente, con seguridad, pero no más
aguda.
Mi tío llegó pronto y, alegre y sincero, me dio la enhorabuena. Y casi empezó,
exageradamente, a compararme con mi padre, por el éxito de mi primer tiro.
Aquel episodio sucedió, sí, a las siete de una mañana veraniega, lo recuerdo bien.
13
El cachorro.
“Remi, iam itum”.
pareció un día, gorda, cansada, bien preñada. Era hermosa, de pelo
largo todavía invernal, orejas puntiagudas, con el morro negro. La
entrada de La Boticaria, llena de pinos plantados por el abuelo a finales
de los años cuarenta, era un lugar acogedor para su situación. ¿La abandonaron allí
mismo? ¿La dejaron por el cruce de la Autovía del Noroeste-Río de Mula y la
carretera vieja de Caravaca? ¿La echaron de algún lugar no lejano? El caso es que
al día siguiente de llegar parió ocho perritos, cuatro machos y cuatro hembras,
A
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éstas últimas sin vida. A las dos semanas dos cachorros murieron ahogados a pesar
de que un joven agricultor de la finca intentara salvarlos repetidamente.
Cuando vi por primera vez a la perra loba y a sus dos cachorros, le di la
razón a mi hermano, que me había recogido en mi coche en el aeropuerto de
Barajas: parecía la loba capitolina con su Rómulo y Remo. Por ello, y como no se
sabía el nombre de la perra, días después decidí, con permiso o aceptación
imprecisa del nuevo dueño, llamarla Roma.
En pocas semanas se llevaron al cachorro más grande, el de pelo muy
parecido a la madre. Pero al más pequeño nadie lo quiso y se quedó en la finca, con
su madre y al lado de Kan, el perro joven, basto, feote, destrozador, más o menos
cuidado por el aparentemente desinteresado empleado del Estado
que vivía, ya largo tiempo, en la vetusta casa de la finca,
antiguamente casa de caseros, reconstruida hacía pocos años
después del terremoto que a finales de siglo hiciera tanto daño en
la antigua Lavinia y sus alrededores.
El cachorro parecía totalmente un gordo osito de lana negra, con pequeños
ojos casi aún más oscuros y orejitas todavía medio caídas. Pero, como decía el
joven agricultor, era de raza y pronto tendría las orejas bien puntiagudas.
Y así fue. Apenas tenía el mes y ya mostraba las orejas bien paraditas,
atentas, delanteras. Naturalmente estaba siempre con la
paciente madre, de la que mamaba frecuentemente. A
manera que pasaba el tiempo le mamaba menos y
comía más alimentos sólidos. Era un poco tímido y
huraño, pero siempre juguetón; le gustaba mordisquear
el bajo de los pantalones, los cordones de los zapatos, las patas y casi el cuello de
78
la madre y de Kan. Como le traíamos restos de comida de nuestro almuerzo en la
Casa de Paco, un restaurante de aldea cercano, se iba haciendo más y más
amigable; al silbarle venía corriendo a disputarse las sobras con la madre, a la que
dábamos comida extra por su lactancia. Y así, con cierta ferocidad y rapidez,
comían juntos.
La madre y cada vez más el cachorro daban paseos con mi esposa. Se venían
a la casa, pocos meses atrás construida, que estábamos acabando por dentro. Y el
cachorro crecía; se veía, se notaba casi a diario cómo ganaba peso. Y seguía
siempre negro, con las orejas triangulares erectas y los ojitos azabache.
Hasta que un día al regresar del almuerzo le silbé, como de costumbre; le
silbé repetidamente, y lo esperé… pero el cachorro no venía. Y no vino. Le
pregunté al indiferente dueño, habitante habitual de la dos veces centenaria casa de
su madre, pero no sabía nada y no hizo comentario alguno sobre el asunto. Lo
busqué por la balsa y la piscina de la finca temiendo un final semejante al de sus
dos hermanos, pero, gracias a Dios, no lo encontré allí. Pregunté al joven
agricultor, dueño de un trozo de La Boticaria, pero no lo había visto en unos días.
Como yo, pensaba que no lo habría matado ningún coche en la vecina carretera;
habríamos notado algo en el pavimento. Con mi mujer, empecé a creer, como
última alternativa, que lo habían robado. ¡Sería irónico que no habiéndose
encontrado a nadie interesado en el cachorro —si es que de verdad se le buscó
dueño, como siempre oí— ahora, quizás, lo hubieran robado!
Pasaron las horas. Sentía una continua intranquilidad, cierta preocupación
por el paradero del cachorro. Andaba por la finca mirando, por si acaso, con mis
orejas como de perro en acecho, paradas, observando a la madre…
79
Al atardecer de todo aquel día en que no habíamos
visto al cachorro la madre se fue de mi lado, andando de
forma extraña hacia ningún lugar en concreto. Con más
preocupación seguí el paseo vespertino con mi esposa,
charlando y, a la vez, escuchando lejos. Y de pronto, como
a las nueve, oí como un medio llanto, un apagado quejido que mi mujer creyó ser
de algún niño. Pero no; era la débil, lejana llamada de socorro del cachorro en
medio de la huerta, entre los albaricoqueros, cuyo fruto quería ya tomar color y
tamaño.
Cuando escuchando y llamando llegué junto al cachorro lo encontré en una
arqueta honda para el riego, un pozo rectangular de cemento de un metro de
profundidad, intentando inútilmente salir.
Sacarlo y llamar a la madre, que no andaba lejos, fue todo uno. Entonces
¡qué de suspiros y ladridos y lloros y saltos y mordiscos y retozos del cachorro a
Roma! A manera que andábamos hacia la vetusta casa en busca de agua y alimento
para el cachorro, éste repetía incansable, feliz, quizás traumatizado, intensas
muestras de cariño hacia la madre.
El cachorro bebió agua largo y tendido. Y luego saltaba y gemía, pequeño y
lanudo escarabajo, junto a la madre, mientras continuábamos todos, ya tranquilos y
serenos, nuestro diario paseo por La Boticaria.
80
14
La caza de reclamo de la perdiz ibérica
u cuarto hermano es muy aficionado a la caza. La del reclamo le gusta
particularmente y es muy entendido en esta variedad. A lo largo del año
cuida siete u ocho pájaros de perdiz para luego pasar algunas semanas
cazando con varios amigos. En los últimos años de la década de los 80 alquilaba
con varios amigos un gran coto a unos diez kilómetros al nordeste de Caravaca de
la Cruz.
La ciudad del noroeste de la comunidad
murciana, famosa por sus fiestas
primaverales dedicadas a la Santa
Cruz, está bastante más alta que la capital;
es por ello, a la vez, fría en invierno. Pero
es una de las ciudades más interesantes y conocidas de la región; por aquí dejó su
honda huella el frailecico y extraordinario poeta místico del Siglo de Oro, San Juan
de la Cruz. Desde joven, Jaime le tiene afecto a este gran pueblo. A sus diez años
pasó allí, en su instituto, un examen especial de ingreso; ganó y por ello le dieron
matrícula gratuita el año siguiente. En realidad, nunca supo qué beneficio auténtico
trajo a sus padres o a él. Tuvo también un buen amigo caravaqueño en su primer
año de estudiante en Roma; Jesús le ayudó mucho en aquellos comienzos italianos
cuando era su guía y compañero en su Lambretta azul y
blanca, pesada, fuerte y segura.
El coto o finca El Estrecho de la Encarnación, de muchas
S
81
hectáreas de monte atravesado por el río Quípar, que nace no muy lejos del lugar,
tiene varias casas, para dueños y para hacenderos. Ninguna está en buen estado,
pero todas muestran la categoría que esta finca debió tener a mediados del siglo
pasado.
En enero de 1987, durante su año sabático de la Universidad A&I, en Rexton,
Texas, su hermano llevó a Jaime de caza dos o tres veces a esta finca. La primera
vez llegaron un jueves por la tarde después de que acabara el trabajo en su negocio.
Entraron en la casa donde otros cazadores se alojaban y, como es natural entre
gente de bien, le dieron cordial bienvenida. Todos amablemente le ofrecieron lo
que tenían. Como es costumbre en estas ocasiones se comía de lo que todos traían,
se bebía abundante café, se hablaba por los codos de todo, con algún que otro taco,
y se fumaba menos que antiguamente pero más de lo que él hubiera querido.
Algunos de aquellos cazadores estaban allí ya varias semanas. Todos eran
conocidos y algunos eran medio amigos de Jaime de muchos años atrás. Allí
estaban su primo Octavio, buen procurador, de recios anteojos que le daban un aire
más oficinesco; Esteban, dentista de Lavinia y casado con una prima suya;
Roberto, el mayor de todos, jubilado y sin haber tenido profesión definitiva que él
conociera; el chato Botía, pequeño y más bien regordete, siempre sonriente;
Antonio, el molinero, y un par más. Hablaban con orgullo de sus pájaros de perdiz,
de cómo habían cantado cuando se oía a lo lejos alguna que otra perdiz, pocas en
general aquel año, de que éste había echado un par volando cuando se acercaba al
puesto, de que si el guardia civil del coño, abusando de su autoridad, seguía
tomándoles el puesto ya preparado el día antes, de que hacía mucho frío por la
mañana temprano… Ciertamente se discutió aquella noche el plan para la mañana
siguiente. Cada uno tenía un sitio en mente. Y se acostaron en camas no muy
cómodas ni particularmente limpias; eran catres metálicos o de madera y lona,
82
normal entre cazadores. Al fin y al cabo, no es lo esencial ni aun lo más importante
la comodidad ni el alimento. Otro “alimento” es el significativo y el que buscaban
todos: un buen reclamo del macho de perdiz y que entraran muchas congéneres esa
fría mañana que se avecinaba.
Antes que saliera el sol ya su hermano —siempre intranquilo y madrugador—
había preparado el café que, con alguna magdalena o rollo, calentó pronto sus
estómagos. Una rápida lavada de gato, ropa para el frío y cada uno a recoger su
pájaro y escopeta. Alguno que otro andando, los más en su vehículo, los cazadores
salieron para distintos puntos de la gran finca. A su hermano le gustaba siempre ir
lejos. Y así salieron cruzando el pequeño río y subiendo el largo, empinado y
estrecho camino en dirección, no sabía cuál, pero hacia la altura y la soledad.
Después de más de veinte minutos, dejaron el coche, agarraron los bártulos, el
pájaro a la espalda en su jaulero tapado con una lona verde y la escopeta en la
mano, y ¡andando! Llevaba una escopeta que su hermano le había dejado: una
paralela del 12 que tenía ya por algún tiempo. El hermano llevaba la escopeta de su
padre, la que le recordaba de sus años de cazador a su vera, la que había usado con
frecuencia desde que a los 14 años se estrenó con ella matando con su primer tiro
una liebre de dos que le salieron juntas. Era una buena Éibar bien repujada, ya
vieja, posiblemente demasiado usada y a la que había que tratar con cuidado. La
escopeta de papá le había “tocado” al cuarto hermano.
Esto de la herencia paterna es un tema delicado nunca de verdad enfrentado.
Cuando él murió Jaime estaba, ya desde muchos años atrás, en Estados Unidos. Su
madre no quiso que le avisaran cuando murió. A lo mejor pensó que ya había
gastado bastante dinero cuando en octubre de 1975 pasó una semana a su lado,
cuando estaba en el gran hospital murciano de la Arrixaca. De cualquier manera,
cuando su padre murió el 31 de marzo de 1976, él, su primogénito, no estuvo
83
presente. Otros decidieron por él, otros quizás explicaron a tantos familiares,
conocidos y amigos por qué el hijo mayor no estaba allí, en el funeral, en el dolor y
el respeto de todos. Y para empeorar las cosas, cuando le llamaron tres días
después para decirle que su padre estaba muerto y enterrado lo hicieron quizás el
peor día para él: el día de su cumpleaños, antes de las seis de la mañana, por boca
de su tercer hermano, en nombre de la madre. Cuando cogió el teléfono pensó de
inmediato que su madre, que los suyos tenían prisa por felicitarle en el día que para
él, ya desde hacía muchos años, era “su día”. El día de su santo lo tenía ya medio
olvidado, pues no es lo que se celebra en USA donde vivía ya quince años.
Fue un rudo golpe. Muchas semanas después su segundo hermano, con el que tanto
reñía de niño pues se llevaban poco más de dos años, le contó detalles del funeral.
Segundo, quien le acompaña siempre, más que nadie, más que todos los demás
hermanos juntos, en sus visitas a la madre patria, quien le hace agradable sus viajes
y le obliga con su cariño y trato a seguir yendo a España, le contó algo de lo que
necesitaba saber sobre la muerte y funeral de su padre. Antes Segundo no podía;
quizás Jaime tampoco podía oír lo que le tenía que decir.
Nadie le contó nunca nada de las particiones.
Ni siquiera su madre. Aun hoy día ignora
realmente lo que ocurrió. ¿O lo habrá
olvidado? Cuando volvió a España en el
verano de 1978 su madre le dio una corbata
del padre, roja y muy usada, y una especie de
chaleco de lana beige, abierto y con botones,
de manga larga y ya tocado por la polilla, que
su padre usaba últimamente. Y luego, en
junio de 1980, en su primer viaje a América,
84
su madre le dio una pequeña moneda de oro, de su padre, conmemorativa de los 40
años de Franco. Toda su herencia material paterna se cifra en estas tres cosas que
aún conserva, valora y no usa. Supone que sus hermanos heredaron algo más. Pero
prefiere no saber ni preguntar; así ese cierto malestar existente puede ser menor.
Pero la escopeta, ahora que Jaime recuerda la caza aquella, remueve algo en su
interior. ¿Le molestó entonces verla en manos de su hermano, el cuarto de ellos?
¿Siente alguna amargura cuando a veces ve o se menciona la escopeta del padre?
¿Se siente incómodo cuando no tiene ni prestada una escopeta cualquiera en los
viajes a su casa, La Franja, una escopeta que le haga sentirse seguro, real o
presuntamente, en la soledad y en la noche por las que a veces pasa preocupación y
desasosiego, por las que atraviesa su amada y bien recordada España, tan insegura,
tan sin leyes protectoras de los buenos y pacíficos ciudadanos y turistas en los
últimos años de gobierno socialista?
En aquella fría mañana de enero de once años después de la “herencia” subían la
empinada ladera de la montaña en busca de un lugar que su hermano considerara
bueno para echar un puesto. Él era el experto. Aunque Jaime le aventajaba en
muchos años de edad y de caza de distintos tipos, la caza de reclamo era
experimentalmente desconocida para él. Sólo a sus trece o catorce años había
pasado unas horas dentro de un puesto con su padre en La Higuerica, un coto de la
Sierra de Ponce donde solía pasar un mes de invierno con su sobrino Jerónimo y
dos mozos que les preparaban los puestos. Cazaban “a lo señorito”, claro. Mientras
su padre miraba de vez en cuando por la mirilla del puesto, él estaba liado en una
manta y sentado en el duro suelo, en absoluto silencio y leyendo una novela del
Oeste que su padre tenía. Aún recuerda el título: Murieron con las botas puestas,
sobre las últimas aventuras del General George Custer hasta su muerte a manos de
Sitting Bull en la batalla de Little Bighorn. ¿Qué podía Jaime saber con semejante
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experiencia de la caza de reclamo? Apenas recuerda si en un par de ocasiones el
pájaro de perdiz de su padre cantó intentando atraer otras perdices.
Su padre le pudo enseñar mucho de la caza de reclamo. Ciertamente, le oyó hablar
frecuentemente de ello. Era un magnífico tirador y cazador, tenía pájaros de perdiz,
tenía instinto para la caza. Pero no lo hizo. En la época de esa caza (siempre en
invierno), Jaime tenía que estar en el colegio. El padre sí podía dejar el negocio (y
si no podía, lo hacía) durante un mes en manos de su sobrino Paco. La tienda
marchaba así suficientemente bien, con Cristóbal y Luisa, y con alguna pequeña
ayuda “echándose un ojo” de su madre. La caza normal de conejos, liebres,
perdices al vuelo y algo de codorniz se las enseñó su
padre en tantos veranos inolvidables. A su lado
aprendió y experimentó mucho. Por eso, cree, se hizo
buen cazador y, sobre todo, gustó hasta el extremo el
placer de la cinegética.
Finalmente, su hermano descubrió una zona de
cuarenta o más metros de largo de monte bajo, romeros
y algún que otro pequeño pinato, con un pino
esponjado y más grande en la parte de atrás y con algunas piedras a su alrededor,
en un rellano del monte, bien alto y con grandes vistas; hasta Caravaca se
vislumbraba en la distancia. Recogieron piedras grandes y las colocaron en un
semicírculo delante del pino y con más ramas de pinos y romeros fueron
disimulando y medio tapando aquel rústico redondel de más de un metro de alto
donde había de meterse.
Se sintió orgulloso de su primer puesto, hecho, claro, con la ayuda de un veterano.
A unos veinte metros delante hicieron con piedras y más romeros un alto de 30 ó
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40 centímetros donde había de colocarse el pájaro de perdiz
que había llevado a su espalda en la ascensión al monte.
Cuando su hermano se fue a buscar otro lugar a un kilómetro
o más de distancia para hacerse allí su puesto, Jaime,
instruido por él, puso su escopeta en el puesto, luego colocó
el macho de perdiz en su asiento, lo aseguró bien y
finalmente, en silencio y con lentitud quitó la cubierta del jaulero. El Garrones
apareció en toda su hermosura. Apuesto, bien parado, tranquilo, apenas sin notar su
presencia, pues a este género de aventuras estaba bien preparado, miró a su
alrededor, curioso y alerta. Su pequeño pico rojo brillaba y sus ojos relucían a
ambos lados de la redonda cabeza más arriba del sedoso cuello blanco. Jaime se
retiró pronto y se metió en el puesto.
Y empezó a correr el tiempo. No perdía ojo de su pollo de perdiz. Esto era
auténticamente su bautismo de fuego. Por la pequeña y triangular mirilla, bien
sentada y firme en su base, había metido los cañones de la escopeta. Por encima de
ellos se veía perfectamente el macho de perdiz y una zona de varios metros a todos
lados. No recuerda que llevara ninguna novela o algo para distraerse; la
contemplación del pájaro, de lo que veía de monte, del firmamento en la distancia,
pues estaba a gran altura y a cincuenta o sesenta metros caía un gran precipicio, le
bastaban para llenar su espíritu. Soñaba, anticipaba, deseaba, casi veía lo que
quería que ocurriera. En su silencio total, a los pocos minutos empezó a oír un
suave “cuchi, cuchi” del pollo enjaulado. A manera que pasaban los minutos el
canto de su perdiz y su fuerza aumentaban considerablemente. A ratos callaba y
torcía la cabeza, como poniendo el oído en dirección a lo que él todavía no oía.
Pero más adelante empezó a oír la respuesta de alguna que otra perdiz. No sabía
aún la dirección de los cantos de respuesta o reto de otras perdices; el sonido no era
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fuerte y el pino ancho y tupido que tenía a su espalda impedía el paso limpio del
sonido.
Más de una hora transcurrió con cantos de invitación y respuesta, de provocación y
reto, y con períodos de silencio y giros de cabeza. De pronto, el Garrones cambió
la forma de cantar y sobre todo empezó a girar de manera rara dentro de su jaulero.
Sus movimientos eran ahora más invitadores y fanfarrones. Parecía desafiar
valerosamente a alguien. Y luego parecía avenirse o intimidarse. Pero, en general,
el Garrones parecía un bravucón retando con el pecho fuera y alto al macho que se
le venía encima, valiente y defensor de su terreno y su hembra.
Ante su vista apareció “el otro”, el enemigo, aquel con el que su pájaro llevaba
media hora de faena “cantante”. Era un macho
hermoso, también con el pecho echado afuera, en
actitud desafiante y peleona, que se dirigía sin
titubeos hacia el macho enjaulado. Ni uno ni otro
parecía darse cuenta que el contacto físico no
podría ser completo por la separación metálica entre
ambos. Pero el instinto y el celo les cegaban. Sólo veían al enemigo, al camorrista
y ladrón por una parte, al lugareño y defensor de lo suyo por otra.
No estaba seguro de cuánto tiempo debía dejar a la otra perdiz alrededor de su
macho. Debieron pasar apenas cinco minutos de cantos y retos y vueltas y
acercamientos y revueltas en el jaulero cuando apretó el gatillo de su escopeta,
asegurándose antes que la perdiz libre estuviera bien fuera de la línea de fuego de
su buen pájaro. Si uno no es cuidadoso, es posible que algún perdigón pueda darle
al pájaro enjaulado.
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Pocos segundos pasaron del sonido del tiro
cuando ya estaba el Garrones cantando de nuevo a
la perdiz muerta que apenas si revoloteó
brevemente. Parecía ahora decir que él era el
triunfador, que se atreviera a más, que él estaba
listo para continuar la pelea. Pero, naturalmente,
no hubo respuesta.
Y siguió el Garrones retando y buscando nuevas aventuras con redoblados cantos.
Pero ahora la calma había regresado a la montaña. Nada se oía; sólo su pájaro,
cantando a ratos; silencio inmenso en la altura, otros. Y siguió lento el paso del
tiempo. Quizás más lento para Jaime, y, ciertamente, menos excitante. Él ya tenía
su víctima, sus primicias en la caza de reclamo. Ya no tenía la expectativa, el
sueño, el deseo urgente de cobrar nueva pieza.
Ahora se preguntaba cómo le iría a su hermano en su puesto. Debía esperarle a que
se acercara y le diera una voz. Pero ya hacía mucho que dos horas habían pasado.
Y se sentía intranquilo. Ahora deseaba recoger y sopesar la víctima en su mano y
enseñar la perdiz muerta. Ahora anhelaba hablar y contar a los otros cazadores
cómo había sido su experiencia. Ahora venía el gran rato de alardear y lucirse del
pájaro y de su faena. Ahora tenían que comparar notas y reír por el éxito. Y, por
otra parte, tenía que ser parco y sobrio; no era correcto o educado, a su entender,
ufanarse demasiado siendo como era un invitado; aquel año se estaban matando
pocas perdices. Entonces que un visitante, sin pagar nada, se llevara lo que tanto
costaba a todos, estaba simplemente mal.
Salió del puesto, mostró la perdiz muerta a su macho que la miraba receloso, le
alabó el trabajo, y le puso la caperuza al jaulero. Y se sentó a esperar a su hermano,
89
que pronto apareció. El hermano, naturalmente, se alegró con él, y mientras
bajaban del monte hasta el coche, escuchó más detalles de su experiencia. Por
supuesto, Jaime le alabó el trabajo de su macho de perdiz; él pasaba el año
preparando, cuidando y gastando en sus perdices. Para él era, en gran parte, el
mérito. Jaime había sido un sencillo participante con suerte de lo que su hermano
merecía y hacía.
* * *
Hoy, cuando escribo estas páginas e intento recordar y conjeturar y poetizar este
episodio de la vida de Jaime, han pasado unos veinticinco años. Hoy intento
recoger experiencias y pensamientos cambiados por el tiempo y las circunstancias.
Hoy es un esfuerzo y un gran gozo escribir sobre esto que pensé haber hecho pocos
meses después de que Jaime fuera a la caza de reclamo en la finca de El Estrecho
de la Encarnación a unos diez kilómetros de Caravaca de la Cruz aquel invierno de
su año sabático en La Boticaria, cerca de Lavinia, cuando escribía su novela
Dentelladas y creaba, recopilaba y publicaba muchos poemas en sus Mares
humanos.
90
15
Codornices a lo rico
uando era profesor de gramática y literatura española en la Universidad
del Sur de Texas conocí un día a Mick Jarina. Su esposa trabajaba con la
mía en unas oficinas administrativas de la universidad. Alguien invitó a
Mick “y a un amigo” a cazar codornices en el famoso King Ranch, el rancho más
grande de EE.UU. y uno de los más grandes del mundo.
El rancho King había crecido a partir de donaciones (parte del
sistema de encomiendas) de Carlos III a gente importante del
antiguo virreinato de Nueva España. El
rancho fue fundado por el capitán, o
piloto de río, Richard King y un socio
suyo en 1853; luego añadieron otras muchas haciendas
mexicanas que consiguieron de distintas formas más o menos controversiales hasta
llegar a tener 4.900km2 (1 millón 200 mil acres) distribuidos por seis condados
diferentes del estado de Texas. A lo largo de los años, adquirió gran fama,
especialmente en ese enorme estado, por la creación de la
primera raza de ganado vacuno para carne,
oficialmente reconocida en 1940: la raza “Santa
Gertrudis”; por el petróleo y gas natural encontrado en
enormes cantidades a partir de 1933, y por sus quarter
horses y caballos de pura sangre. Quien haya visto la
película Giant (1956), con Rock Hudson, Elizabeth
Taylor y James Dean tiene una idea de lo que es este
C
91
gran rancho retratado en la cinta (con el nombre de “Reata”), con la actual ciudad
de Rexton en su centro y en la práctica controlada por el rancho.
Cuando llegué a la universidad en 1970, el King Ranch también obtenía fondos
alquilando la caza de ciervos, codornices, animales exóticos y, más tarde, del
antílope de la India llamado nilgai (la especie más grande de Asia).
Mick y yo nos dirigimos una mañana a una de las cuatro divisiones o secciones del
rancho, a la zona sur de la de Santa Gertrudis (a menos de 20 millas de nuestras
casas), situada al oeste del pueblo de Riviera. En esta división, Bob Newton, amigo
de los dueños del gran rancho, tenía alquilado —creo que con otros socios— un
coto para cazar codornices.
Después de los saludos de rigor,
montamos en su gran jeep
dispuesto con todas las
comodidades y aparejos
convenientes para la caza. Íbamos
dos cazadores delante y dos
detrás y un poco más altos. En la parte trasera, en dos grandes jaulas, iban cuatro
perros: Duz, Seidi, Sandi y Chico. Las escopetas iban metidas en amplias fundas
adosadas al jeep. Y nos dirigimos ilusionados (yo bastante sorprendido por aquel
desconocido sistema) hacia la zona elegida para la caza de aquella mañana.
En algún momento a solas, “Oso” Solís, ayudante de Bob, y posiblemente un
kineño o trabajador del King Ranch, me preguntó en español, con palabras inglesas
entremezcladas (los otros dos cazadores apenas sabían lo suficiente de la lengua
española para seguir una conversación a ritmo normal) si yo tenía algún “lease” o
coto arrendado para la caza. Le indiqué que cazaba con un amigo por el condado
92
de Zapata, cerca del pueblo de San Isidro, en un pequeño coto de unos 300 acres.
Me indicó suavemente que el coto en el que empezábamos a cazar esa mañana era
“de 20”. A lo que yo, torpemente, le pregunté no sé por qué y a manera de
aclaración:
—¿Dos mil acres?
—Veinte mil— contestó como el que no decía nada. No me pareció que lo dijera
en plan de lucirse o hacerme quedar mal. Pero sí me sentí un poco avergonzado.
Claro que para cazar en mi pequeño coto yo pagaba como un señor, sin deber nada
a nadie; él cazaba, o ayudaba a cazar, como peón o criado pagado de un hombre
rico.
Para mejor entendimiento de lo dicho, se debe aclarar sobre estas medidas
americanas para la tierra que el tamaño del coto era de 81 km2 o casi 9 hectáreas
de superficie. Prácticamente una insignificancia dentro de los 3.340 km2 de todo el
rancho King en el momento presente; por eso teníamos que usar un vehículo para
movernos de una zona a otra.
Para no quedar peor, no añadí nada sobre el sistema que Feliciano y yo usábamos
para la caza: andando, sin perro, silbando a las codornices y cuando por fin
echábamos un manojo y matábamos con suerte alguna nos fijábamos muy bien
dónde se tiraban las demás y hacia
allí íbamos los dos para seguir
echando codornices y disfrutando de
más tiros.
En ocasiones, matábamos el límite
diario, diferente según los años, pero
93
alrededor de 16 por cazador. Pero nuestra caza era, sin duda alguna, el sistema del
que no tiene medios para cazar a lo rico. Por lo que nosotros pagábamos
anualmente en nuestro pequeño coto, alquilar uno del tamaño de aquél dentro del
King Ranch sería, sin duda, algo prohibitivo para sólo dos cazadores de clase
media.
El jeep marchaba lento por los amplios senderos de la propiedad con los cazadores
tranquilos sobre el descapotado vehículo. Tranquilos, pero con cierta tensión y
vigilando a dos perros que iban siempre a una prudente distancia en busca de
rastros y olores de
bobwhites. Sobre
todo, era “Oso”
Solís quien
controlaba a los
perros que bien
conocía.
De las muchas
clases de codornices
en el nuevo mundo,
en Texas existen cuatro: la mencionada y extendida por más lugares, muy parecida
en el plumaje a la perdiz española; luego la codorniz scaled (así llamada por la
especie de escamas que dibujan sus plumas, de color gris azulado y una pequeña
cresta como de algodón); la codorniz gambel (así llamada por el naturalista y
explorador del suroeste de los EE.UU en el siglo XIX; una codorniz azulada y con
una pluma curva sobre la cabeza); y, finalmente, la montezuma o arlequín (por su
curioso diseño), poco abundante, por alguna zona del oeste de Texas.
94
De vez en cuando, algún perro hacía una muestra. Bob paraba su jeep y todos nos
bajábamos y nos acercábamos cuidadosa y rápidamente a los perros. “Oso” daba
una voz al perro y comenzaban los tiros. Y entonces los dos perros y algunos de
nosotros en su seguimiento buscábamos otras codornices que habían volado no
muy lejos. La escena anterior se repetía, hasta que Bob indicaba que dejáramos ese
mermado manojo para buscar otro en lugar distinto. Había que cazar pensando
bien, cuidando no exterminar, sino más bien dejando pájaros en el manojo para
otras ocasiones o para el año siguiente. En esto, Bob era estricto. Ya nos dijo antes
de empezar lo que podíamos hacer y no hacer; claramente, podríamos sólo disparar
a las codornices cuando
él lo dijera. Como
invitados suyos no se
nos ocurría ni
pensábamos otra cosa.
En este sentido, un par
de horas más tarde,
siguiendo un manojo de
codornices me encontré
con un bobcat (el lince americano del sur de los EE.UU). No le disparé por las
órdenes de Bob, a pesar que me habría gustado hacerlo, como he hecho con
frecuencia en los cotos que he tenido con mi amigo Feliciano. El bobcat mata
mucha caza, empezando con los huevos y crías de la codorniz. Curiosamente, Bob
me preguntó luego que por qué no le disparé; hasta sugirió que debía haberlo
hecho. Le aclaré que no lo hice siguiendo sus indicaciones de primera hora. Quedé
con la sospecha que me estaba probando.
95
En algún momento y
después de darles
agua, metíamos los
dos cansados perros
en su jaula y “Oso”
sacaba los dos
frescos, que se
adelantaban al jeep
en busca de caza.
Nosotros, de nuevo
en nuestros asientos, los seguíamos atentos para hacer lo anterior cuando
encontrábamos nuevas y hermosas codornices. Hay que notar que la codorniz
tejana, sobre todo de las tres primeras variedades indicadas, es bastante más grande
que la española.
Dos perros que cazaban y dos que descansaban, cazadores atentos en el jeep
siguiéndoles con la vista y luego, en el terreno, disparando y matando codornices.
Esta era la escena que se repetía una y otra vez.
Finalmente, se acabó el
tiroteo. Nos acercamos a
una balsa circular, típica en
los ranchos tejanos,
utilizada para dar agua al
ganado vacuno. Una rústica
noria, movida por el viento,
sacaba el agua del subsuelo.
Sin ella, el ganado sufriría
96
enormemente, pues en el sur de Texas llueve muy poco, excepto en la época de
huracanes y tormentas tropicales. Gracias a estas norias, o papalotes, como les
llaman los méxico-americanos, los mismos animales salvajes tienen una fuente
inagotable de agua, cuando llega el caso. Junto al embalse, había una mesa y unos
botes grandes para la basura, pues, en general, el cazador americano es limpio y
cuida estos lugares. Allí limpiamos las casi dos docenas de gordas codornices que
habíamos matado.
Y, si mi recuerdo de hoy, después de unos treinta años, es correcto, Mick y yo nos
despedimos con las manos vacías. Por cierto decoro, no nos llevamos caza alguna,
a pesar de lo sabrosas que son las codornices. Esperábamos que el viejo señor nos
regalara algunas. Pero su generosidad se limitó a permitirnos cazar y a que
disfrutáramos del tiroteo en un estilo nuevo de caza, un cazar a lo rico.
97
16
Palomas y cazadores en el sur de Texas
exas es un gran estado americano, como todo el mundo sabe. Y es
grande; se puede meter toda España dentro y sobra una tercera parte del
estado. En muchos aspectos, es también rico. Entre sus riquezas, para
nuestro interés presente, destaca su variedad en la caza. A lo largo del año, se
pueden cazar legalmente, entre otros, animales considerados grandes, ciervos (el de
cola blanca y el mulo), antílopes o berrendos, javelinas o pecaríes, cerdos salvajes
y pavos; entre los pequeños, conejos, liebres, ardillas, mapaches, zarigüeyas,
rinteles, armadillos; entre los de piel valiosa, zorras y
linces; entre los depredadores, panteras, coyotes y
tejones; y entre las aves, patos, gansos, becadas,
faisanes, perdiz de chukar, codornices y palomas.
Hay una época para cazar caimanes. Y, además, en
algunos ranchos hay animales que llaman exóticos,
que se pueden cazar en cualquier momento, como nilgai y otras varias especies de
ciervos. Algunos de los animales mencionados se consideran “no de caza”. Su
regulación es menor y, en la práctica, se pueden cazar en cualquier momento en la
mayoría o en muchos condados del estado.
Según las últimas estadísticas, el 78% de los americanos aprueba el ejercicio de la
caza, pero sólo un 6% de personas lo practica. Posiblemente, en Texas sea mayor
la proporción de cazadores.
La caza de la paloma es variada y muy entretenida. Como ocurre en cualquier país
moderno, para poder cazar hay que tener permisos y licencias, quizás no tanta
T
98
documentación como en España, pero sí la
suficiente. A la licencia ordinaria de caza, hay que
añadirle un sello para cazar palomas. También las
fechas de caza son diferentes según la zona
elegida. Para la paloma, Texas está dividida en tres
zonas: la del norte, la central y la del sur (con el mismo número aproximado de
condados). En la del sur, una sección estrecha del sur, llamada zona especial, se
dedica para la caza de la paloma de ala blanca. La caza de la paloma se practica en
cotos y ranchos privados y, aunque menos, en lugares controlados por el estado
desde, aproximadamente, el amanecer hasta el atardecer en los días permitidos.
Según el año, así es el número de palomas que se pueden matar. Esto depende,
fundamentalmente, de cómo ha sido el año climatológicamente. En algunos años,
la lluvia cae en los momentos adecuados, la agricultura ha ido mejor y las palomas
han tenido más crías. Por esto, los biólogos y las agencias estatales relacionadas
con la cinegética establecen anualmente unos cupos. Por ejemplo, para este año
2012 que empieza a primeros de septiembre, se pueden matar 15 palomas por día y
poseer un máximo de 30 en cualquier otro momento.
De una manera general, las fechas ordinarias para cazar paloma en el estado son
algunas semanas de septiembre y octubre y luego de diciembre y enero. Las dos
primeras semanas de septiembre se dedican a cazar sólo paloma de ala blanca en la
zona especial del sur, a lo largo del río Grande o Bravo. Como se sabe, el nombre
del río es distinto, según lo mencionen los americanos o los mejicanos.
Curiosamente también, realmente este río ni es particularmente grande (se usa
mucho para el regadío en los dos países contiguos) ni es bravo (apenas tiene zonas
de fuertes corrientes).
99
La paloma más abundante, de un tamaño un poco
menor a la doméstica, es la que se llama “morning
dove” o paloma mañanera. La de ala blanca es
menos abundante; ésta puede tener bastantes plumas
blancas en las alas (“white-winged doves”) o sólo en
las puntas de las alas (“white-tipped doves”). La paloma de ala blanca abunda en
zonas cercanas al río, más calurosas y cercanas a Méjico.
En los últimos años, sin embargo, cada vez se ven más palomas de éstas en el
norte de la zona sur, pues, según ha experimentado este cazador, el calor ha ido
aumentando. Por poco observador que uno sea, hay aves canoras y multicolores
que hace veinte años nunca se veían a 100 ó
150 millas al norte del río Grande; hoy día es
frecuente disfrutar de sus bellos colores.
Si uno no quiere gastar mucho dinero yendo a un
coto privado, bien cuidado, con grandes
bancales sembrados para atraer a las palomas, con charcas naturales en la tierra,
con una zona residencial con cómodas habitaciones, restaurante, jeeps y guías, sólo
hay que pasearse por distinto lugares tejanos en busca de terrenos controlados por
el estado, o por caminos estrechos entre pequeños ranchos, o acercarse a rancheros
a quienes no importe mucho que amables cazadores cacen en su propiedad, y más
cuando éstos tienen una palabra cordial, un par de cigarrillos o una botella de fría
cerveza. Por estos senderos, a lo largo de alambradas que impiden que el ganado
vacuno se salga del rancho y se vaya a la carretera, suelen haber muchos árboles
que sirven para cubrir al cazador.
100
Es bueno ir con ropa de camuflaje, gorra que reduzca el
brillo de las gafas y la escopeta sin que brillen mucho los
cañones. Las palomas tienen una gran vista. Por esto hay
que cuidar esos detalles y reducir también el
movimiento. O sea, lo que normalmente se hace en
muchos otros tipos de caza.
Al igual que el estado, también son grandes los bancales o campos tejanos.
Fácilmente, se encuentran muchos de varios kilómetros cuadrados plantados a
veces de especies atractivas para la paloma. Éstas prefieren siempre las semillas de
girasol. Pero tampoco ponen mala cara al milo (“grano”, entre los hispanos, usado
para follaje de animales, fundamentalmente), al maíz y a campos de otros cereales,
sobre todo trigo. También hay vegetación nativa muy atractiva para estas aves. A
más comida, sin duda alguna hay más palomas y más oportunidades de disfrutar
disparando muchos tiros.
La paloma, que vuela quizás más aún por la tarde cuando se dirige a sus lugares a
pasar la noche, es un ave migratoria. Méjico es su base ordinaria. A veces, el
cazador se acerca a un campo con todas las condiciones perfectas para atraerlas y,
desgraciadamente, apenas vuelan. Y luego vuelve uno al mismo lugar, y
difícilmente tiene tiempo para recargar y recoger las palomas muertas y prepararse
para disparar de nuevo. Con frecuencia, en este
último caso, cuando el cazador va a recoger la
paloma muerta, ha de tirar de nuevo y, con suerte,
recoge así dos o más piezas.
* * *
Recuerdo muchas horas cazando palomas. ¡Qué
101
excitante, en ocasiones, esas horas esperando bajo algún árbol, sentado en una
pequeña silleta hasta el último momento, apretando el gatillo de mi paralela! Al
principio disparaba con una Winchester automática del 12, con la que podía
descargar tres cartuchos a varias palomas volando a mi alcance; sólo tres
cartuchos, pues la ley obliga a que sean sólo tres y no los cinco que el arma puede
disparar en teoría. Posteriormente, conseguí una Browning de cañones paralelos
del 20, más ligera y rápida, más de mi estilo, que me recordaba la forma en que
aprendí a cazar de joven. Además, si no le aciertas a una paloma con dos tiros,
quizás es mejor dedicarse a otro deporte.
Recuerdo alguna ocasión, en que después
de acabar el trabajo del día, mi esposa y yo
montábamos en nuestro viejo Volvo y
media hora después, a lo largo de algún
sendero tejano, medio escondidos entre la
maleza y a la sombra de algunos árboles,
rociados con espray anti mosquitos,
pasábamos un par de horas entretenidos para regresar a última hora de la tarde con
diez o doce palomas en el morral. En esa época de la caza de la paloma, rara era la
semana en que Juanita no cocinaba cinco o seis palomas en una sabrosa receta que
le había dado su jefe en la universidad. Y, siempre, sus pequeños corazones los
disfrutaba alegre nuestra pequeña Maricarmen.
Mis cazas habituales eran con mi amigo Feliciano. Por años, Feliciano y yo,
viajando en su camioneta Toyota azul claro, con su capota para ocultar su interior y
dormir en ella si se presentaba la ocasión, pasábamos unos seis meses del año
cazando casi todos los fines de semana. Después de la paloma, cazábamos
codornices. Luego la caza más excitante: ciervos, donde a la vez podíamos
102
encontrar pecaríes, cerdos salvajes, linces… En diciembre-enero podíamos
disparar a las codornices y palomas durante algún rato, en el centro del día, si nos
apetecía. Naturalmente, antes de la temporada de caza, íbamos al coto que
alquilábamos para prepararlo: cortábamos algunas ramas de árboles, arbustos y
nopales demasiado crecidos de algún sendero, arreglábamos, o reponíamos si era
necesario, los viejos puestos de madera y los limpiábamos de porquería de búho si
alguno había anidado dentro; terrible el cuidado y la limpieza que en ese caso era
necesario hacer.
Cazando palomas, tuvimos ocasiones fenomenales de matar más del límite diario
exponiéndonos a que la guardia
forestal pudiera multarnos.
Tuvimos también tardes
pegajosas, comidos por los
mosquitos en el calor
septembrino del sur de Texas, sin
apenas pegar un tiro. Recuerdo,
en particular, una mañana en un
camino que frecuentemente cruzaban las palomas. Feliciano y yo nos situamos a
50 ó 60 metros uno de otro, para cubrir más terreno, en aquel camino donde
también se posaban, tentadoras, algunas palomas en los alambres eléctricos de los
recónditos ranchos tejanos. A veces, venían por la derecha, pero las más eran
palomas que iban a comer temprano, casi antes de salir el sol, al enorme bancal que
teníamos delante. Había estado sembrado de grano la temporada anterior. Estas
palomas aparecían inesperadamente sobre nuestras cabezas; antes de darnos cuenta
estaban fuera de tiro. Con suerte podíamos disparar una vez, pues son
particularmente rápidas. Luego, después de un rato bien largo, mientras alguna que
103
otra rezagada iba a comer, ya venían otras con el estómago lleno de grano en
nuestra dirección. Recuerdo, digo, aquella mañana porque repetidas veces le
vinieron a Feliciano algunas palomas que parecían entrar ya muertas, como
diciendo: “aquí estoy, recógeme”. Pero no venían muertas, ni mucho menos.
Venían, sí, derechas y bajas pero rápidas como ellas solas. Y Feliciano disparaba y
marraba. Hasta tres tiros seguidos en varias ocasiones. Hasta que una de las veces,
aburrido y mortificado ya, finalmente y a todo pulmón, con sonoridad y fuerza
desusada, soltó tres veces, después de los tres disparos al aire, un “shit” fuerte y
monosilábico que me hizo reír pues nunca se lo había oído gritar tan venido a
cuento. El taco tan frecuente entre los americanos, en este caso con un suave dejo
español, quedó como danzando por el aire fresco de aquella mañana, que al final
no quedó mal, pues conseguimos nuestro cupo diario, creo que de 12 palomas
aquel año. Aquel triple taco, repetido cada vez con más rabia y disgusto no lo he
olvidado al cabo de los muchos años. Veo aún la cara de disgusto y desánimo de
mi amigo. Los tres tiros a la misma paloma “muerta” que sobrevolaba su cabeza a
poca altura, los tres disparos demasiado rápidos, habían ido a parar o “dar” detrás
de la paloma. Feliciano no se daba cuenta que la paloma se le venía encima con
mucha rapidez. Para cuando apretaba el gatillo con la paloma en su mira,
necesariamente el tiro tenía que ser trasero. Cuando un ave rápida nos viene de
frente hay que disparar —se suele decir— como un palmo delante de la pieza. No
sé si Feliciano lo sabía o no, o si en el momento del entusiasmo, olvidó, como otro
cazador cualquiera o menos hábil, lo que tenía que hacer.
A veces, pienso también (y lo comento en ocasiones, sobre todo cuando me pongo
el traje de profesor de lengua) en la musicalidad de las varias lenguas. Y pienso en
los muchos tacos españoles, sonoros y claros como ellos solos, tan frecuentes.
Nuestra lengua, la que, quizás, usa más tacos y palabrotas en el mundo, pero no
104
generalmente de una sílaba, queda, en ocasiones, corta frente a la inglesa, una
lengua con muchísimos más vocablos o palabras monosilábicos, por lo que suele
ganar en sonoridad y rotundidad en algunas situaciones. Pero sea como fuere,
aquella ocasión, aquella mañana quedó para siempre plasmada en mi recuerdo por
la voz de mi amigo.
* * *
Una o dos veces fui con Feliciano a cazar palomas de ala blanca al “Valle”, como
llaman impropiamente a la zona del sur de Texas a lo largo del Río Grande. Digo
impropiamente porque no hay valle alguno. Está el río al sur; el resto, a cualquier
otro lado, es llano, sin montañas ni aun
colinas por ningún lado; sólo terrenos de
arbolado y campos de cultivo, desde naranjos
y otros frutales hasta toda clase de hortalizas.
Es una zona variada y fértil. De cualquier
manera, en zonas cercanas al río, muchos
rancheros y labradores cultivan también
girasoles, a veces otras plantas, para atraer a las palomas de ala blanca durante su
caza esas dos primeras semanas de septiembre. Es un negocio que tienen muy bien
montado. Un par de individuos te detienen en el camino de entrada a sus bancales
cercados para que nadie entre a escondidas. Allí se paga. Y te sitúas en cualquier
lugar desocupado del sembrado, ya sea de pie o, mejor, en una silleta de aluminio y
lona.
Recuerdo que por los años de la primera década de 1980 cobraban 40 dólares por
escopeta durante las dos o tres horas en que se podía disparar. Aquella tarde,
seríamos 30 ó 40 cazadores en un enorme bancal, entre girasoles, con escopetas
105
escupiendo plomo, casi con humo por la frecuencia del tiroteo. Cada uno ocupaba
un lugar de no muchos metros de diámetro. Disparábamos y nos cuidábamos de los
tiros. La cercanía no hacía imposible algún perdigón perdido en nuestra dirección.
Por supuesto, pronto cubrimos el cupo estatal del día. Mi amigo y yo matamos más
del cupo, pero perdimos alguna paloma muerta entre los girasoles. Y las contamos
con cuidado. Lo más curioso para mí fue ver a varios guardias del departamento de
caza y pesca de Texas en las alturas de los estrechos caminos de salida esperando a
los cazadores que salían. Nos paraban, claro. Y contaban las palomas que
llevábamos. Sé de muy buena tinta que si te pasabas de lo permitido por la ley te
quitaban la escopeta mientras se hacía el expediente. Tenías que regresar al lugar,
en nuestro caso más de 100 millas de distancia, para pagar una buena multa y
quizás recuperar el arma. Sólo algún loco atrevido o mentecato se atrevía a
contravenir las órdenes estatales en aquel ambiente concreto.
Con este sistema, cada paloma de ala blanca costaba un ojo de la cara. Al permiso
privado de cazar aquella tarde había que añadir los gastos del viaje, los cartuchos y
la cena fuera de casa; a más de la licencia ordinaria de caza y el sello especial para
las aves migratorias. Por lo demás, aquella cacería fue una experiencia que se
mantiene fresca en mi memoria después de 30 largos años.
* * *
Un amigo de descendencia mejicana, pero con nombre italiano, de la Universidad
del Sur de Texas, donde yo enseñaba literatura española, me comentó un día que a
unas 20 ó 30 millas de Rexton tenía un trozo de tierra —una pasta, le llamaba—
para unas vacas que criaba o quería criar. Eran quizás sólo cinco acres limpios de
maleza que se unían a un trozo de bosque cerrado, con una pequeña laguna o
charca grande, única por muchos kilómetros a la redonda, por lo que al atardecer
106
venían muchas palomas a beber antes de irse a dormir. Podía ir a cazar cuando
quisiera, me dijo. Si él no estaba por allí, debía saltar la cerca dejando el coche en
la carretera.
Fui entonces con mi esposa a conocer el lugar. Y me gustó. La charca era como la
tierra prometida de las palomas de varios kilómetros a la redonda. Maté el cupo
diario de aquel año, y mi mujer se lució como un gran perro “trayendo” las
palomas muertas, hasta sin saliva ni estropeadas por tener la boca dura. Y como
algunas palomas caían en el agua, sabía sacarlas sin mojarse. Los huisaches y
mezquicopales que nos rodeaban ofrecían largas y flexibles ramas para usarlas
como caña de pescar. Casi parecía que cazábamos y pescábamos al mismo tiempo.
Hasta que descubrimos, por desgracia, que había muchas tortugas hambrientas y
carnívoras que empezaron a morder y hasta hundir las palomas medio rotas por
tantos mordiscos.
Otro día invité a mi
amigo Juan a
acompañarme. Juan
era el capellán
católico de la
universidad y
enseñaba, en
ocasiones, algún
curso de español
pues tenía su
doctorado de la
gran Universidad de
Texas en Austin.
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Como buen castellano, de recia voz y clara mirada, de joven y en algún viaje a la
madre patria había cazado distintas especies de animales; es decir, sabía disparar,
aunque no tenía escopeta. Pero yo tenía las dos escopetas anteriormente
mencionadas. Con nuestras armas colgadas de los hombros y cartuchos en las
bolsas, nos adentramos en la maleza después de cruzar el pequeño ranchito. La
charca tenía bastante agua y estaba rodeada de arbolado bien tupido. No era
necesario esconderse debajo de ningún árbol, ni siquiera llevar ropa de camuflaje.
Para cuando la paloma asomaba para tirarse a beber agua en la gran poza, ya no le
era posible escapar sin darnos cómoda oportunidad para dispararle, al menos una
vez.
Pronto empezó el
tiroteo. A veces, se hizo
bastante frecuente. Y
las palomas empezaron a
caer cerca de nosotros y en
la gran charca. Si caían en el
agua, pero relativamente
cerca, rápida y fácilmente las
recogíamos como había hecho Juanita anteriormente. Cuando caían más dentro,
esperábamos para recogerlas después, quizás creando un pequeño oleaje —
pensábamos.
Pero, de nuevo, la (para Juan) desagradable sorpresa, mostró su fea testuz. Las
tortugas que yo ya conocía, con la cabeza un poco más grande que una canica,
daban urgentes mordiscos y fuertes tirones a las palomas muertas y flotantes en la
superficie del agua. Esta situación se repitió demasiado frecuentemente y perdimos
unas cuantas palomas, por las muchas tortugas hambrientas. Teníamos ya que
108
disparar pensando en dónde debían caer las palomas heridas o muertas. Finalmente
abandonamos el lugar después de haber pasado una tarde entretenida y conseguido
algunas “morning doves”.
Regresamos al mismo lugar, por lo menos otra vez.
Creo recordar que las tortugas eran más voraces y
rápidas que las veces anteriores. Claramente
estaban cebadas a la fácil comida; no había duda que la
sangre y la carne las atraía, algo que yo ignoraba.
Aquel lugar y aquella forma de cazar palomas apenas la había practicado antes de
aquellas pocas ocasiones. Sin duda, un charco con agua en medio de varios ranchos
tejanos es un lugar privilegiado, cómodo y tranquilo para cazar la paloma tejana,
especialmente cuando hace calor y no ha llovido mucho.
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17
Cazando jabalíes o sus semejantes
orría ya el año del Señor de 1969 cuando Jaime empezó a cazar en
EE.UU. Esto fue después de ocho años de vivir en el país. Desde tierna
edad había aprendido del ejemplo de su progenitor; y su propio instinto
le había convertido en celoso y experto cazador. Pero su caza había sido, hasta
llegar al Nuevo Mundo, de inocentes y canoros pajaritos cuando niño, luego de
conejos y liebres, perdices, codornices y palomas. Ahora, ya asentado en el nuevo
continente, trabó amistad un día con unos jóvenes carpinteros, que poco antes
habían creado su fábrica de construcción de muebles antiguos en la vecina ciudad
de Corpus Christi. En una fiesta de la colonia española en la costera ciudad texana,
Feliciano y su hermano lo invitaron a su pequeño rancho a 50 millas largas de su
casa.
En una camioneta Toyota
azul, propiedad del menor de los
hermanos, que eran originalmente
de un pueblecito de Burgos, tan
pequeño que después de buscar
por horas y horas en un atlas detallado
al final no lo encuentras,
charlaban animadamente
haciendo camino. El buen
ebanista prometió entonces a
Jaime llevarlo a cazar ciervos en el
C
110
rancho lejano de otro español asentado en la misma ciudad como maestro
mecánico. La promesa cumplida fue el comienzo de una larga amistad y de su
dedicación a la caza mayor en el estado de Texas.
Los nuevos camaradas pasaron unas horas cazando gordas codornices. Y
planeando o soñando en su futuro cinegético.
* * *
Meses después, Jaime y Feliciano, y quizás algún otro amigo, fueron a distintos
lugares a cazar y después alquilaron un rancho para entretenerse a lo largo del año.
Jaime encontró frecuentemente lo que en Texas llaman “javelinas”. Realmente, son
pecaríes, una especie de pequeños jabalíes o cerdos salvajes. Pero ni su carne es
auténticamente sabrosa ni se buscan tanto como aquéllos. Pero se cazan, sobre todo
cuando uno está empezando sus experiencias de caza mayor. Así lo hizo Jaime por
algún tiempo y tiene relatos y recuerdos en abundancia. En este sentido, ha escrito
sobre el tema un relato, con muchos detalles, titulado “Javelinas” y publicado en
Caza y Pesca (junio de1987) y otro cuento, titulado “Un mal año de caza”, en Club
de Caza (18 de enero de 2012), que trata parcialmente de los pecaríes y cerdos
salvajes en Texas. Frecuentemente, por este gran estado se ven cerdos de todos los
colores (del marrón al gris y al negro) y tamaños, muchos que fueron domésticos
en alguna ocasión y que luego se convirtieron en salvajes o se cruzaron con ellos.
Su carne es, sin duda, mucho más apreciada que la de las “javelinas”. Algunos de
estos cerdos son enormes de tamaño y pueden ser casi tan peligrosos como los
auténticos jabalíes europeos, que en América se llaman “Russian boars”. Estos
cuatro millones de cerdos salvajes en el país causan graves daños a la agricultura y
a algunas aves por valor de unos 800 millones de dólares, por lo que se consideran
111
una especie invasora y dañina; de aquí que muchos estados permitan la caza de
estos animales sin licencias, con cualquier arma y en cualquier momento.
Los cerdos salvajes se introdujeron en los EE.UU. como deporte cinegético al
principio del siglo XX. Y, mezclados con otros cerdos domésticos, aquí están cada
vez más numerosos pues pueden criar dos veces por año, desde los seis meses de
edad, pariendo hasta diez cerditos. Por otra parte, no tienen realmente
depredadores.
112
* * *
Mientras cazaban venados en un rancho texano, Jaime le contó un día a su amigo
Feliciano su cacería de un jabalí español: “De mis experiencias con los pecaríes y
cerdos salvajes en Texas —que nosotros gustamos frecuentemente— había
hablado con mi cuarto hermano. Una vez que me llevó a cazar perdices al reclamo,
mi hermano se animó, por mis comentarios después de haber visto jabalíes en
aquel hermoso coto de El Estrecho de la Encarnación, a intentar cazarlos conmigo
de noche. Fue una experiencia sin éxito. Yo casi maté un perro al que le disparé
confundiéndolo en la oscuridad con un jabalí. De cualquier manera, la semilla
estaba plantada.
Más adelante, Faustino estudió el tipo de rifle que deseaba para cazar jabalíes y me
pidió que se lo comprara en Texas. Así lo hice y lo llevé conmigo en una caja de
madera que me habías regalado tiempo atrás para llevar mi .270. Hasta tenía mis
iniciales, que tú grabaste, y que coincidían con las de mi hermano. Cuando llegué
al aeropuerto de Barajas, nadie me preguntó qué llevaba en aquella caja de
ebanistería. Ya casi en la puerta de la aduana indagaron sobre su contenido. Y tuve
que dejar allí el rifle. Empezó, entonces, el complicado proceso, durante muchos
meses, para que mi hermano pudiera legalizar aquella arma.
Quizás un año después, Faustino me llevó a La Boticaria, la finca, o casi mejor
debería decir el monte, familiar, el que mi abuelo había adquirido casi 100 años
antes y que luego, con el tiempo, empezaría a producirnos algo más valioso que
caza. Por algunos meses había ido preparando un puesto cerca de la casa del tío
Jeromo, al comienzo del barranco de Ruiz. Era un sencillo y no profundo socavón
alargado donde echaba diesel que atraía a los jabalíes para revolcarse y así quitarse
las pulgas y garrapatas; cerca, semanalmente, echaba almendras, maíz, frutas o
113
verduras que pudieran atraer a los puercos salvajes. Había notado ya que el lugar
estaba tomado; los jabalíes visitaban el sitio y se comían el cebo que les ponía.
A menos de treinta metros había un arbusto y piedras grandes que podían
ocultarme parcialmente. En aquella noche de luna se podría distinguir
suficientemente al jabalí cuando se acercara, si yo tenía aquella suerte que
deseábamos.
Antes de una hora de espera, con el rifle americano que le había traído a mi
hermano en mis manos, vi en la distancia una sombra que avanzaba hacia el
profundo bache que olía a diesel y a las almendras y algunas verduras frescas que
habíamos echado al principio de aquella noche. La sombra se paraba a veces y de
nuevo, siempre en profundo silencio, continuaba aproximándose. Ya le olía, pues
el viento venía hacia mí.
Por fin iba a disparar a un auténtico jabalí, no a una “javelina” ni a un cerdo salvaje
americano. Era ésta una nueva especie
que añadir a mi experiencia cinegética.
Cuando el jabalí llegó al sitio cebado y
se cruzó, ofreciéndome todo su cuerpo
como blanco, le disparé. La sombra
larga apenas se movió del lugar en que
empezaba a comer las viejas almendras
esparcidas por el lugar.
A los pocos minutos llegó mi hermano,
con su perrita dachshund, muy feroz y
sin miedo alguno frente a este tipo de
animales. Comentamos sobre la
114
experiencia. En concreto, le indiqué que aquel pequeño punto verde de luz
fluorescente colocado a lo largo de la mira del rifle me ayudó mucho para acertar
con el tiro. Después de meter en su furgoneta el jabalí muerto, nos dirigimos a
nuestra casa de verano.
A la mañana siguiente, mis hermanos y sobrinos pudieron ver colgado de un pino
el mediano jabalí muerto unas horas antes”.
* * *
Posteriormente, en la misma gran finca al norte de Caravaca de la Cruz, El
Estrecho, Faustino y Jaime buscaron y cazaron jabalíes.
Con el paso del tiempo, Faustino adquirió una gran maestría en este tipo de caza.
Encontraba buenos lugares y sabía cebar bien a los jabalíes. Pronto se encontró con
media docena de puestos donde se podía distraer preparándolos y cebando a los
jabalíes; frecuentemente veía sus huellas y disparaba a los feroces animales. Con
su fiel y apreciado rifle, bien preparado para disparar en las noches de luna, o en
ocasiones con una potente linterna, Faustino era un hacha, el enemigo de los
jabalíes en gran parte de la provincia. Todos sus amigos lo celebraban como tal.
Cuando no cazaba perdices, en sus frecuentes paseos por el monte buscaba lugares
donde preparar algún puesto para los jabalíes.
Jaime solía viajar a España cada dos años. Y su hermano le preparaba siempre
alguna cacería. ¡Cuánto disfrutaba en aquellas ocasiones! Siempre apreció y
agradeció los preparativos de su hermano. Hoy día recuerda con frecuencia y casi
nostalgia estos gestos fraternos.
Uno de los puestos más interesantes que su hermano le preparó a Jaime fue en la
finca ya mencionada, a una hora aproximada de donde vivían. El socavón mojado
115
con diesel y las almendras y demás frutos esparcidos por los alrededores era lo
normal de aquellos puestos. Pero el lugar donde colocarse y esconderse era muy
distinto al del la cacería primera, ya mencionada. El lugar fue un hermoso pino
desde el que se podía ver un gran espacio de terreno alrededor del comedero.
Una tarde se dirigieron al lugar elegido. Y ya oscureciendo se subieron al árbol,
Faustino con una escopeta y una linterna, Jaime con el rifle. Llevaban también
alguna cosucha para comer por si la espera se alargaba más de lo deseado.
El tiempo pasaba lento y sin novedad. La débil luna apenas iluminaba el gran
bancal. Todavía no se veía animal alguno. Pero, de pronto, el hermano menor,
quizás con mejor vista para la oscuridad, tocó a Jaime suavemente en el brazo.
Descubrió éste, entonces, apenas una sombra que, recelosa y lenta, avanzaba medio
zigzagueando en su dirección. Faustino había instruido a su hermano: “Cuando el
jabalí se ponga de lado, en el momento en que vayas a dispararle, encenderé la
linterna para que dispares mejor”.
Pero el hermano se impacientó cuando Jaime seguía esperando a que el animal se
cruzara. Siempre es peligroso tardar en disparar, pues el olfato de estos cerdos
salvajes es extremadamente delicado, al igual que su oído. De cualquier manera,
cuando encendió la linterna, el animal se movió y Jaime no fue suficientemente
rápido en disparar. Faustino casi se adelantó con la escopeta, cargada con bala.
Dispararon casi simultáneamente. Pero no descubrieron al jabalí muerto como
deseaban y esperaban. Buscaron por un radio de 30 metros y no encontraron nada
entre la escuálida y tiempo atrás acabada siembra.
Algunas palabras casi de reproche salieron de los labios de Faustino. No hubo más
sino un triste retorno a casa en la ya muy avanzada noche.
116
Una semana después, los dos hermanos, comprobando si los otros puestos estaban
o no tomados, pasaron cerca del lugar donde habían disparado al jabalí de noche.
Notaron, curiosamente, algunas aves de rapiña en las inmediaciones. Y poco
después percibieron un fuerte mal olor. Buscaron con redoblado interés por el
bancal. A menos de 40 metros del famoso pino carrasco había un jabalí muerto,
medio comido por las alimañas, maloliente. ¿Quién de los dos hermanos fue
certero con su disparo? ¿Quizás los dos?
Este misterio, no importante en sus vidas, permanecerá para siempre.
* * *
Jaime no recuerda cuándo. Pero en El Estrecho de la Encarnación, una mañana
larga se preparó una gran cacería de jabalíes con una jauría. La enorme ladera
principal de la finca, de varios kilómetros de larga y un kilómetro de ancha, llena
de grandes riscos, pinos, sabinas, chaparras y otros muchos arbustos, se llenó por
un par de lentas horas de fuertes ladridos, gritos de los que controlaban a los
perros, en raras ocasiones un bufar y gruñir de jabalíes y algunos disparos;
realmente, pocos. Por donde yo estaba preparado con una escopeta con postas, no
pasó ningún animal. Creo que se mataron dos jabalíes. La ocasión sirvió más para
que algunos lugareños y cazadores de la capital lucieran sus rifles con su mira
telescópica, pavoneándose de lo mucho que habían pagado por un arma que,
quizás, no sabían particularmente usar bien.
* * *
¿Son los jabalíes de España más interesantes de cazar que las “javelinas” y los
cerdos salvajes de los bosques texanos? Ciertamente los jabalíes son más
peligrosos; quizás también más astutos, aunque Jaime tiene sus dudas al respecto.
La carne de jabalí es, sin duda, más apreciada que la de los pecaríes, aunque la de
117
los cerdos salvajes americanos es muy similar. Y, en tamaño, los jabalíes son
mucho más grandes que los pecaríes. Pero una caza y otra son interesantes y
difíciles. Claramente, para hacerlo bien y disfrutar, para tener éxito, hace falta
experiencia, astucia, instinto, saber, dedicación. Y ya sea en España o en EE.UU.,
gracias a Dios, existen muchos lugares y muchos animales para el sustento y el
entretenimiento de una buena parte de los cazadores de ambos países.
118
18
Tierra de patos
or muchos años viví en un lugar del sur de Texas conocido por tener el
rancho más grande de los EE.UU. y uno de los más grandes del mundo, el
famoso King Ranch. Su superficie es aproximadamente de un millón de
acres. Parte del rancho limita con una bahía amplia y de muy poca profundidad,
Baffin Bay, que desemboca en el Golfo de México. También es esta bahía notoria
como lugar de pesca. A veces, fui a pescar a este lugar, con amigos o solo, y rara
vez volví a casa decepcionado.
Esta zona ofrece también lugares particularmente excelentes para la caza del pato.
Se podría decir que, en verdad, es tierra de patos. El pato de la costa del Golfo de
México tiene características y normativas propias para su caza, que no coinciden
totalmente con las de otros lugares. Estos terrenos bajos y arenosos, con apenas
ondulaciones o matorrales, y el agua salada de la bahía que forma canales o
vericuetos curiosos en algunos lugares, donde abundan las hierbas y carrizos altos
a lo largo de la ribera, ofrecen comida abundante para muchas aves acuáticas y
lugares adecuados para su refugio.
Una fría mañana de invierno, húmeda como suele ser por la comarca, mi amigo Joe
y yo salimos temprano para cazar patos. A pesar del
abrigo, el gélido sereno calaba hasta los huesos.
Antes de las siete ya buscábamos lugares
apropiados para hacer dos puestos. Buscábamos
sitios entre hierbas altas o sembrados, a la vez
P
119
lugares relativamente secos, sobre el agua, con tierra, broza y plantas suficientes
para que nos sirvieran de asientos. Aunque llevábamos botas de agua, no teníamos
un equipo bueno para defendernos del agua y poder estar metidos en ella, como a
veces se cazan estas aves. Tampoco teníamos una barca donde sentarnos, pegada a
la orilla, tras algún arbusto o altura del terreno.
Creo recordar que la tarde antes tuve que comprar cartuchos del calibre 4, pues los
patos son muy duros. Y, ya en esa época, los cartuchos no podían ser de plomo;
tenían que llevar perdigones de acero. Muchos de los patos heridos, que se pierden,
serán luego comidos, quizás, por algún ave de rapiña. Éstas, al comerse la carroña,
se tragan los perdigones. Y el plomo les causa, o
puede causar, la muerte.
En este país, al menos, el asunto de la caza con
perdigones de plomo cada vez se prohíbe más,
especialmente en algunas áreas con aves en peligro
de extinción, como pasa con las águilas y los
cóndores en el estado de Arizona, donde resido ya
por más de siete años. En aquella ocasión de mi primera cacería de patos, no
acababa de entender totalmente la razón de aquella ley, y pensaba que quizás era
una manera de sacar más dinero de los cazadores mientras se favorecía otra
industria. Hoy he visto el daño que el plomo hace y la necesidad de todos de
contribuir al mantenimiento de una población sana en el reino animal. Hemos de
cobrar conciencia, pues somos simples administradores de las riquezas de este
mundo. Así, nosotros, y las futuras generaciones, podremos disfrutar de la caza
bien regulada, entre otras cosas.
* * *
120
Sabemos que hay muchas especies de patos. Éstos, usando su pico tan peculiar
(con su especie de peine), comen hierbas terrenas y acuáticas, peces, insectos,
pequeños anfibios y moluscos, gusanos... Algunas variedades comen bajo el agua,
como el pato zambullidor y los patos de mar; otras, en la superficie, como el pato
chapoteador. Unas pocas especies pueden cazar y tragar peces grandes, como el
pato serreta.
También hemos visto en la realidad o en fotos patos de colores muy bellos, sobre
todo los machos. El mandarín y el mallard son claro ejemplo de ello.
Los patos son monógamos generalmente por un año, pero las especies más grandes
y sedentarias tienden a serlo por varios
años. Normalmente, antes de aparearse durante las estaciones húmedas, hacen el
nido una vez por año. La madre suele ser muy protectora de sus crías. Las hembras
se comunican con el clásico graznido (que los machos nunca usan) aunque,
además, pueden dar silbidos, arrullos, gruñidos y cantos a la tirolesa. En general,
su hábitat es por todo el mundo, excepto en la Antártica y algunas islas oceánicas.
Casi todas las especies de patos son aves migratorias, pero no las que viven en los
trópicos. Y algunas (donde llueve muy poco) son nómadas y van temporalmente a
lagos después de fuertes lluvias. En áreas muy pobladas, a veces una pareja de
patos cría lejos del agua.
121
Los patos tienen muchos enemigos, entre peces, reptiles, algunas aves de rapiña y
mamíferos, como zorras y coyotes; especialmente los muy jóvenes, que no pueden
todavía volar, son las víctimas más frecuentes. Y, por supuesto, el pato tiene como
enemigo fundamental al hombre.
* * *
En aquella mañana de febrero, me pareció que Joe no tenía gran experiencia en la
caza de aves acuáticas; yo no tenía ninguna. Tampoco era aquel un lugar preparado
con antelación o para ser usado repetidamente. Pero fue un experimento
entretenido. Recuerdo bien la frialdad del ambiente, lo desabrido del lugar, el
viento, el andar por agua o hierba mojada buscando situarnos en aquellas franjas
medio pantanosas y, sobre todo, lo difícil que era encontrar cobijo suficiente para
ocultarnos de los patos que veíamos en la distancia.
Apenas llevábamos media docena de señuelos, claramente insuficientes para tener
gran éxito. Sin ellos, los recelosos patos no se acercan a cualquier lugar ya sea de
tierra o de agua. Pero si los “patos falsos” están nadando o están colocados en
122
algún bancal o sembrado, entonces los patos reales intentarán posarse cerca de los
señuelos, pues suponen que no hay peligro y sí alimento al ver allí a otros de sus
congéneres. Y, claro, si no descubren al cazador por estar bien oculto en el puesto,
o si lo descubren ya tarde, cuando están a tiro de aquél, existe entonces la buena
oportunidad de disparar con cierta garantía de éxito. Pero no hay que olvidar que
los patos son muy fuertes; el tiro ha de ser certero; no caen por un par de
perdigones que apenas pasen sus fuertes y compactas plumas. También, vuelan a
gran velocidad, por lo que el disparo es más difícil. En concreto, el halcón
peregrino, el ave más rápida del reino animal, es uno de los pocos enemigos
naturales del pato adulto, al que cazan en vuelo.
Tampoco llevábamos pito para, posiblemente, atraer a algunos patos por el sonido.
En la caza del pato, el camuflaje es de primera importancia. Nosotros llevábamos
chaqueta, pantalones y gorra de camuflaje; nada más. Para tener más oportunidad
de disparar, es conveniente llevar guantes y la cara tapada con una sutil tela de
123
ocultamiento. También es
conveniente quitar brillos a la
escopeta, camuflarla de
alguna manera.
Total, que aunque vimos
bastantes patos, la mayoría
volaban algo lejos, por lo que nuestros disparos fueron pocos, fuera de tiro,
fallando frecuentemente. Herimos algunos y recogimos dos, pues al caer en la
bahía no era fácil recuperar la pieza; no llevábamos perro.
* * *
Por lo desagradable que me pareció aquel
tipo de caza, en aquella ocasión, cazar patos
no ha sido en mi vida de cazador un deporte
o práctica importante ni frecuente. Pero he
disfrutado y disfruto disparando a los patos
con mi cámara fotográfica. Hoy día tengo el
privilegio de vivir en el bellísimo estado de Arizona, y mi casa está a menos de
diez metros de uno de los tres lagos que la ciudad construyó hace unos 15 años.
Los patos y gansos canadienses, entre otras aves acuáticas, abundan tanto, sobre
todo en los meses de invierno, que casi llegan a ser una mortificación cuando uno
sale a pasear. Pero el vuelo cercano y el “aterrizaje” de estas aves sobre la tersa
superficie del lago, con su ruido característico, son un gran placer contemplados
desde el gran ventanal o desde el balcón de mi morada.
124
125
19
También se matan venadas
ace unos días se levantó la veda del ciervo en el sur de Texas. Por
segunda vez es legal matar hasta cuatro animales; sólo dos pueden ser
machos. Y en este comienzo de temporada cinegética me pregunto de
nuevo si tendré valor para matar alguna venada. No hay duda que, en general, hay
demasiadas hembras y es importante conseguir un mejor balance matando venadas.
También es cierto que mi familia
necesita durante el año
normalmente la carne de tres
animales. Sin embargo,
recuerdo experiencias
propias y ajenas al matar venadas
que me dejaron mal sabor de
boca.
La peor debe ser la de aquel individuo que fue a cazar en junio. En esa época la
“tirada” está prohibida. Cuando le salió una venada, no lo pensó y le disparó. El
tiro al brazuelo hizo que cayera muerta veinte yardas más adelante. La
desagradable sorpresa fue cuando abrió al animal para limpiarlo. Dentro tenía dos
venaditos, un Bambi nonato y su pareja, con las típicas y bellas manchas de
pequeños, cuando son más atractivos, cuando no se concibe que nadie intente
dañar a estos esbeltos y gráciles rumiantes. Parecían de porcelana, brillantes y
mojaditos, suaves, toda inocencia, belleza y bondad natural. Sí, belleza... y horror a
H
126
un mismo tiempo. Me dijo el arrepentido cazador, y lo creo, que pasó un rato
malísimo y que allí prometió no tirar jamás en esa época a ninguna venada; quizás
no les tiraría ya nunca. ¡Y todo por un rato de diversión! ¿Necesitaba acaso la
comida?
¿Has visto lo que a veces hace la venada para defender a su cría? El año pasado
estaba esperando en un sendero inexplorado desde un puesto portátil que le
hicieron a un amigo en México: un trípode de metal revestido de hule de
camuflaje, sin cubierta alguna. A eso de las cuatro y media, un cervato, que pocas
semanas antes tendría manchas en la piel, empezó
a comer a menos de veinte yardas de mí del maíz
que una hora antes había echado en el sendero. El
puesto había sido colocado en el lugar dos días
antes. Cuando me entretenía contemplando la
gracia y esbeltez de tan bello animalito, oí un
discordante y descomedido berreo y, casi a la vez,
una venada entró en el sendero cargando y como
atacando al pequeño. Este desapareció
inmediatamente de mi vista. “¡Naturalmente —me
dije—, la madre defendiendo a su criatura!” No especialmente sorprendente
quizás. Pero la cierva no se fue del sendero en seguimiento del cervato, no; la
venada permaneció mirando en mi dirección, estremeciéndose visiblemente, con
cierta postura desafiante, como diciéndome: Atrévete conmigo, grandullón; no con
un pequeño. Unos segundos después dejaba de ver a la valiente y generosa madre,
ejemplo en la naturaleza tantas veces imitado en la sociedad humana.
Si hubiera disparado a la venada, ¿qué habría pasado a su cría? A veces una
manada de coyotes hambrientos aprovecha la orfandad... También me pregunto a
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veces si no tendrá algún tipo de sentimientos de dolor, de soledad, de abandono
semejante a los humanos un venadito como el que ante mí comía. Vacas he visto
en estos ranchos tejanos mugiendo incesante y lastimosamente buscando la becerra
que el ranchero se había llevado al matadero o a venderla el día antes en su
camioneta. ¿Cómo actúa la perra a la que le tiran sus cachorros que aún no han
abierto los ojos? Para mí no hay duda; hay un tipo de sufrimiento entre los seres
del reino animal no bien conocido ni estudiado.
En fechas pasadas compré una cámara fotográfica con un buen teleobjetivo. Y, con
el rifle, me la llevaba también al puesto. He hecho algunas fotos interesantes de
codornices y otros pájaros;
también de algunas venadas.
Pero ninguna tan interesante
como la hecha una feliz
mañana dominguera en que a
unas cien yardas salieron a un
sendero una venada con dos
juguetones cervatos. Pacían
de la hierba de la orilla cuando de pronto uno de los pequeños se lanzó raudo hacia
la madre. Algo me dijo que estuviera alerta. ¡Bello episodio! Por brevísimos
segundos el venadito estuvo mamando de la madre como un ternero de paciente y
soñolienta vaca. Sabemos que por seis u ocho meses las crías maman de la madre.
Lo hacen hasta que la venada busca al macho en la berrea, en el tardío diciembre
en el sur de Texas. Entonces, con un ímpetu cariñoso, las ciervas alejan, modestas
y enceladas, a sus crías. Quizás ya no les mamen cuando se juntan después de la
breve y urgente llamada de la naturaleza.
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Al contemplar la apreciada foto me pregunto
en ocasiones: ¿Qué pasa cuando muere la
madre de estos cervatos? ¿Qué suerte siguen
frente a tantas fuerzas enemigas en su medio
ambiente? Sabemos que en general
sobreviven, siguen adelante a veces solos, las
más juntándose a otros cervatos y a sus
madres. La naturaleza es generosa y el
instinto maternal es bello y amplio entre las venadas. Pero, ¿qué les pasa
sentimentalmente a los venaditos huérfanos, delicados y vivaces? ¿Sufre su
espíritu? ¿Comprenden la crueldad de la vida? ¿Piensan que el dominador de
animales y plantas, según el mandato bíblico, es cruel y acaso no digno de tal
gobierno? ¡Quién pudiera ser temporalmente uno de estos animales para
entenderlos mejor y así, quizás, actuar en consecuencia!
¿Cómo explicar lo que me pasó otra tarde, un
viernes del penúltimo fin de semana de
la misma temporada? En el potrero
“El papalotito” del Rancho Las Escobas hay un
pequeño puesto de madera en el ángulo
noroeste. Mirando hacia el este todo lo que se
ve a mano izquierda es un gran pastizal donde
con frecuencia comen los venados, a veces
al lado del ganado vacuno. Apenas habían
dado las cuatro y media cuando a unas cien
yardas de distancia pasaron del monte al pasto
una venada seguida de dos pequeños de distinto tamaño. Andaban cautelosos
129
internándose en diagonal cada vez más en el pasturaje. A veces corrían unas
yardas; luego se paraban nerviosos.
La temporada tocaba a su fin. Dudaba qué hacer, pero yo necesitaba carne y ésta
era la oportunidad. A la cuarta parada, con rapidez busqué la base del cuello de la
cierva y disparé rápidamente. El tiro del Winchester .270 a unas 165 yardas fue
básicamente certero. Los cervatos, espantados y asustados, corrieron un poco, pero
al no ver a la madre se pararon. No sabían adónde ir, parecían perdidos. Miraban a
su alrededor, se iban, volvían a pararse. Sus carreras parecían círculos erráticos y
rotos, adelante y atrás, de izquierda a derecha, una y otra vez, mirando de acá para
acullá, deteniéndose, esperando, maravillándose. Se sentían perdidos. ¿Dónde
estaba su guía? ¿Adónde se había ido? ¿Qué estaba haciendo?
El más pequeño de los animales empezó a buscar, oliendo, a la madre, a la que no
podía ver caída por la altura de la hierba. Parecía tener miedo, miedo a lo
desconocido, miedo a un sonido estentóreo y a un movimiento de hierba alrededor
de un determinado lugar. Se aproximó cautelosamente. Cuando se paró, noté más
movimiento, algo blanco, algo movible que intentaba levantarse: era el rabo de la
venada. Estaba mortalmente herida y no podía erguirse para recibir a sus cervatos,
para acompañarlos y enseñarles, para guiarlos y alejarlos del peligro. La más
grande de las crías, ya prácticamente huérfanas, estaba lejos, temerosa, intranquila,
deseando escapar de la posible e invisible amenaza.
¡Triste suerte! Pero yo soy cazador. Cumplo con las leyes, acepto lo que los
biólogos dicen: hay que matar venadas, hay muchas, una gran desproporción con
respecto al venado; muchas mueren de hambre, otras no se desarrollan sanas... Sí,
soy cazador.
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La venada continuaba sus vanos, raros intentos por levantarse, por consolar la
confusión de sus pequeños. Sus ojos se movían tristes, erráticos; su blanca barriga
se alzaba en suave y muelle movimiento; su rabo coleteaba brevemente. Y el
pequeño a su lado —deseo creer que era un pequeño macho— le pasó la lengua
pulida y mimosa por la cara inmóvil; y el posible, futuro rey del monterío tejano le
olía su cuerpo cálido y daba a la mama sutil y caliente y breve una larga lengüetada
delicada y amorosa... Y luego huyó de nuevo confuso, asustado, a juntarse con su
hermana temerosa. Atrás y adelante, de derecha a izquierda, una vez y otra los
venaditos corrían y se paraban confusos, sentidos, sin guía. De nuevo el más bravo
de los dos, en un círculo más amplio, se acercaba, siempre cauto, siempre con las
orejas apuntando hacia donde olía a la madre. Al poco se paró frente a ella dándole
la espalda y mirando alrededor como en actitud desafiante. Parecía un ciervo
grande que quería defender a la madre, aunque no sabía de qué ni cómo. Era quizás
el heredero, el que sería algún día defensor de su familia futura y que ahora parecía
proteger a la que le dio vida. Luego se volvió y la miró. Y se acercó hasta tocarla.
Levántate, parecía decirle con un suave empujón de cabeza; ven con nosotros,
guíanos, madre
siempre buena,
siempre presente;
vamos, vámonos de
aquí, de este pastizal
grande y sin resguardo y
escalofriante.
Pero era en vano. La
venada — descubrí
después— tenía el
131
espinazo roto por el balazo cruel. Sus ojos estaban alertas y podía mover el rabo;
eso era todo. Pero sus ojos... ¡qué mirar tan piadoso, desgarrador, animoso! Y
sobre todo tan amonestadores. Aconsejaban a sus pequeños, para que se fueran, se
escondieran, se cuidaran... Al fin, tras unos veinte minutos eternos, éstos
parecieron comprender y desaparecieron de la vista del enemigo.
Cuando media hora más tarde fui a recoger mi pieza, recibí otra desagradable
sorpresa. Los ojos oscuros y profundos de la venada me recibieron pacíficos;
estaba viva. ¿Qué me decía...? Debió querer escapar, pero todo su esfuerzo se
tradujo en un breve movimiento del rabo. ¿Cómo había vivido tanto? ¡Una hora
sufriendo...!
Sí, soy cazador. Pero casos como los aquí mencionados no animan a seguir en el
ejercicio cinegético; al contrario. Episodios así añaden leña seca al fuego latente de
132
una mentalidad ya de años protectora de las hembras, consideradas como débiles,
amables, maternales.
Sin embargo, también he visto algunas veces una venada muerta y a su alrededor
otras vivas, grandes y pequeñas, sabrosamente paciendo aparentemente olvidadas
de la muerta cercana. ¿Qué indica esto?
Soy cazador y, repetidamente, me pregunto: ¿Volveré a matar alguna venada en el
futuro? La teoría, la ciencia fría, las estadísticas que prueban a veces demasiado me
impelen a seguir matando venadas; el sentimiento experimentado en ocasiones me
urge a no tirarles más. ¿Qué hacer? ¿Qué haré?
La pregunta sigue presente hoy, con incesante golpeteo, sin respuesta. Y sigo la
senda trazada y el hábito adquirido desde tierna y quizás cruel infancia. Y me digo
que la caza es un deporte, un entretenimiento y una manera de alimentación.
Pienso también que muchas venadas mueren más cruelmente de hambre. O
comidas por coyotes u otros animales de rapiña. Y, además, que los animales están
para el servicio del hombre... Pero, de verdad, ¿lo están hasta este punto?
PD/ Para satisfacer la curiosidad de alguno, quiero decir que desde que escribí
este cuento en 1988 he seguido cazando por bastantes años. También
frecuentemente he disparado a venadas…pero sólo con mi cámara. Y, realmente,
ésta es la única manera en que he disparado a una criatura de Dios desde enero de
2001.
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