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CAPÍTULO I
Lorenzo Gonzaga había puesto por primera vez los pies en la Villa y Corte en
el otoño de 1665, a la par que la capital del reino enterraba a su Católica
Majestad Felipe IV y no cabía un alfiler en ella a causa de la afluencia
provocada por los funerales del monarca. Venía acompañado por su tío Baltasar,
canónigo de Sigüenza, con quien había viajado modestamente en diligencia de
posta desde Arévalo, ciudad de la que era natural. El muchacho procedía de una
familia de hidalgos arruinados por la concatenada serie de catástrofes de todo
tipo que se había ensañado contra la hispánica tierra durante los últimos treinta
años, epidemias de garrotillo, tabardillos y finalmente la gran peste que la
despobló entre los años 1647 y 1652, la cual se llevó, por cierto, a su madre y a
tres de sus hermanos, la sequía que produjo cosechas ruinosas, así como las
manipulaciones sobre la moneda de vellón. Su padre, don Pedro, tan sólo fue
capaz de casar con un semblante de decoro a su primogénito, Gonzalo, el cual,
según estipula la ley, estaba destinado a heredar el exiguo mayorazgo. A los
demás varones colocó en el ejército, que andaba falto de tales, o en la Iglesia por
intercesión de su hermano. De las hijas, guardó una para su cuidado personal y a
las dos restantes puso igualmente en un convento. Con lo cual parece que el
hidalgo dio por concluido su poco afortunado paso por el penoso mundo que le
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había tocado en suerte y enfermó de guardar cama durante el resto de sus días,
que no fueron ya muchos.
El canónigo cumplió la promesa empeñada con el moribundo encargándose de
que su sobrino, el menor de su prolífico hermano, entrara como novicio en un
convento franciscano de la capital del mundo. Don Baltasar recomendó Lorenzo
a los padres, visitó el monasterio situado en pleno centro de Madrid y con las
mismas regresó a su Sigüenza, dejando entre aquellos espesos y tenebrosos
muros a un muchacho que hasta los dieciséis años se había criado en los vastos
espacios, bajo la luz cegadora de la paramera, desarrollando unos ojos de halcón
y no de lechuza. De hecho, Lorenzo habría preferido mil veces el ejercicio de las
armas, pero la última voluntad de su padre había sido firme, pues los tiempos
aciagos, y a fe que aquellos lo eran, inclinaban preferencialmente a la devoción.
El monasterio no pasaba de ser una casa solariega de tres pisos, dotada de un
huerto tapiado en la parte trasera, donde se hacinaban treinta y cinco monjes y
seis novicios. A lo largo de la calle aparecían alineadas otras mansiones
similares, construcciones vetustas, algunas de ellas amenazando ruina, amplias,
oscuras y silenciosas, con fachadas desconchadas y portalones desportillados,
ostentando, muchos de ellos, viejos escudos de armas tallados en piedra,
residencia, en general, de hijosdalgo de pequeña y media capa, así como de
algún que otro comerciante enriquecido.
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Cuando culminó el ceremonial fúnebre consagrado al óbito del rey, la calle
recuperó su habitual estilo lúgubre y solitario, característico de esta parte vetusta
de la capital de un imperio caduco, más habitada por fantasmas y ánimas en
pena que por gente viva.
Durante la noche, su quietud de camposanto sólo se veía interrumpida, de
tanto en tanto, por el entrechocar de los aceros y los votos proferidos a tal o cual
por asuntos tan negros como la atmósfera que los envolvía. Cuando no por el
viático que la cruzaba como una Santa Compaña espectral y agorera que, quizás,
era. Lorenzo alzaba la frazada hasta taparse la cabeza con objeto de no oír los
latines y de protegerse del frío que comenzaba a dejarse sentir cuando bajaba de
la sierra.
Dormía junto a los otros novicios y fray Anselmo, su maestro, en una tan
descomunal como vacía estancia de techo alto, la cual prometía ser glacial
durante los meses de invierno. Desahogado monumento, pensó, en que me ha
enterrado mi padre, con estos frailes que saben de todo. Sin embargo, puede
estar tranquilo, pues su obsesión era que ninguno de sus hijos había de ser
oficial y trabajar por sus manos. Para ello los religiosos recogen a los expósitos
que estarían metidos en la paja del granero, rebullendo entre las ratas. Su
cometido, por el momento, era estudiar y rezar. Por cierto, no tardarían en
despertarles para maitines. Después de todo comía, frugalmente, con mucha
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sopa de guijarro, cierto, pero comía, cosa que no todos los días sucedía en la
casa paterna. Lo de estudiar, a fin de cuentas, tampoco se le daba muy mal.
En efecto, irrumpió uno de los vigilantes y llamó para los oficios.
Mientras fray Anselmo alumbraba un candil, Esteban Sala, su vecino más
próximo, se revolvió en su jergón rezongando palabras que a los oídos de
Lorenzo no les parecieron muy santas. Luego, poniendo los pies en el suelo y
enfilando sus sandalias, comentó en un castellano más derecho:
-Cualquier día de éstos, Dios se va a incomodar seriamente con nosotros.
-¿Por qué razón? –inquirió Lorenzo, intrigado de verdad.
-Por las horas que elegimos para ir a rogarle.
Lorenzo escudriñó el rostro de Esteban por ver si descubría un rasgo de
hilaridad, mas la poca luz se lo impedía. Así que desistió de ello y buscó a
tientas sus propias sandalias. El maestro les ordenó ponerse en fila y salir de la
pieza. El largo corredor se hallaba iluminado por hachones.
Esteban Sala le había precedido en el cenobio de tan sólo tres meses. Venía de
Medina del Campo y su historia parecía calcada a la suya, con la salvedad de
que su padre ya había muerto mientras que su madre vivía, pero había casado en
segundas nupcias. Decididamente, haría un mal monje, si bien no llamaría
forzosamente la atención por ello, pues muchos tenían, en aquella época, un
comportamiento dudoso, con las debidas precauciones, desde luego, y
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procurando no sobrepasar ciertos límites sensibles, pero dando en lo humano, a
veces muy humano, tolerado.
Mientras lo seguía, divertido, contemplando su pelo crespo y endrino, Lorenzo
se preguntaba hacia dónde desviaría Esteban. Por el momento, ningún rasgo,
ninguna inclinación permitían aventurarlo. Únicamente esa desafección por lo
religioso permitía colegir que una olla, con la tapa encajada y cerrada a presión
por barras de hierro insertadas en las asas, no podía sino acabar reventando y
esparciendo el cocido por toda Castilla la Vieja.
Entraron en la capilla y, a pesar de la pompa del ceremonial, Lorenzo tuvo que
pugnar porque no le asomara una sonrisa viendo el rostro mirífico de Esteban,
en rudo contraste con la salida de tono que había constituido su desayuno verbal
al verse despertado a una hora que, no quedaba mucho lugar para la duda,
consideraba intempestiva. En esos momentos, sin embargo, entonaba muy
devotamente el invitatorio: “Señor, ábrenos los labios. Y mi boca proclamará tu
alabanza.” Luego el salmo: “Oh, venid, lancemos gritos de alegría hacia
Jehová.”
Concluido el oficio, los monjes se retiraron a sus respectivas celdas y los
novicios a la suya común. Fray Anselmo, mientras los abarcaba a todos con una
mirada severa, sepultó la llama entre los dedos índice y pulgar.
-Esteban.
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-¿Qué?
-¿Piensas quedarte aquí toda la vida?
La respuesta de Esteban fue un silencio tan compacto que Lorenzo se
arrepintió de haber formulado la pregunta. Cuando ya no la aguardaba en modo
alguno, sintió un hálito caliente debajo de la oreja.
-¿Estás loco?
Lorenzo quedó sobresaltado y confuso. Luego reparó en que Esteban había
contestado a su pregunta con otra, lo cual siempre había juzgado ser una
triquiñuela fácil. Así que, a su vez, se abstuvo por el momento de responder. En
vista de lo cual, Esteban prosiguió.
-¿Ignoras acaso que fray Anselmo duerme siempre con un ojo, manteniendo
los oídos como boca de fraile? ¿A que no me has oído llegar?
-No.
-Pues él es todavía más sigiloso y más felino. No me extrañaría que estuviera
escuchándonos ya, en la otra orilla de tu cama.
Lorenzo se sobrecogió de nuevo. Hubo otra pausa en la que sólo se
escuchaban los latidos de la noche muerta. Un estremecimiento le recorrió todo
el cuerpo de pies a cabeza cuando, en efecto, escuchó una voz que procedía
justamente de ese lado. Era Esteban que había ido a verificar su propia hipótesis.
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-Si de verdad quieres saberlo, mi respuesta es no –admitió con un susurro
apenas perceptible. –Cuando sepa latín, me largo de aquí.
-¿Y qué harás en el mundo? Quiero decir, ¿de qué vivirás? Porque afuera,
supongo que lo sabrás, sólo se vive de milagro.
-Pues ¿qué se yo? Lo que se tercie. Acaso soldado de fortuna, si no quieren de
mí los tercios.
-¿Y para ser soldado de fortuna hace falta saber latín?
-No seas zonzo. Digo que cuando sepa latín porque, al paso que voy,
necesitaré al menos diez años para aprenderlo. Y para entonces ya seré un
hombre hecho y derecho.
Esta vez sí que no pudo reprimir Lorenzo una primera y única convulsión de
risa, que atajó de inmediato tapándose la boca con la mano.
Esteban había enmudecido como una sepultura. Por lo que dedujo que ya no
estaba allí. Pero enseguida sintió, más que oyó, el roce de un paño contra la
frazada. Ya iba a hablarle cuando un escrúpulo selló afortunadamente sus labios.
Un minuto más tarde una mano huesuda, de mariposa gigante, se posó, furtiva,
sobre su muslo. Era fray Anselmo, quien, de vuelta, iba palpando los jergones
por ver si cada mochuelo se hallaba en su correspondiente olivo. Más tarde supo
que los oídos de este fraile constituían un instrumento magnificador del sonido,
tan sensible, que aún los linces y las garduñas podrían, con razón, envidiar.
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Al amanecer, cuando llamaron para laudes, Esteban se mostró serio y distante.
Lorenzo entendió que, con la ligereza de su comportamiento, había cometido
una imprudencia que podía haberles costado cara a ambos. No obstante, junto
con esa idea le vino otra. Y es que se arrepentía tal vez de haberle hecho, de
buenas a primeras y sin conocerle apenas, una confidencia tan comprometedora.
Tras el nuevo oficio y la breve colación matutina, los pupilos y el maestro se
dirigieron a la estancia que hacía las veces de aula, la cual estaba situada en el
tercer piso y se hallaba provista de cuatro ventanas, que daban al huerto, por las
que entraba abundante luz. A lo largo de ella se alineaban varias filas de bancos
toscos, con sus planchas de madera para escribir sobre ellas; bastantes más de
los que en realidad hacían falta, lo cual permitía al maestro instalar a sus
alumnos en puestos considerablemente alejados unos de otros con objeto sin
duda de evitar los cuchicheos hueros.
Esteban tenía razón en una cosa, consideró Lorenzo, le hubieran hecho falta,
no diez, sino acaso veinte años para comenzar a entender algo de la lengua
latina. Llevaba tres meses en el establecimiento y todavía no dominaba las
declinaciones, por lo que le menudearon las reprimendas a lo largo de la
mañana. Lorenzo, en cambio, poseía ya un nivel muy superior gracias a las
esporádicas enseñanzas que su tío Baltasar, el canónigo, le prodigaba durante los
períodos en los cuales regresaba a Arévalo, al solar familiar.
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El maestro no tardó en darse cuenta de ello y a los deberes de latín añadió
otros de griego. Lorenzo quedó muy sorprendido ante esos trazos que no había
visto en su vida, pero pronto aprendió su equivalencia y, divertido, se ejercitó en
su logro, al principio como si dibujara, luego cada vez de un modo más
maquinal. Pero aquella era una lengua extraña, ardua de entender, no solamente
porque no ofrecía la menor similitud en los vocablos, como sucedía en
numerosas ocasiones en latín, aunque, de tanto en tanto, se llevaba sorpresas al
descubrir curiosas etimologías, ciertas e indudables unas, más dudosas otras, las
cuales parecían provenir de viejas metáforas lexicalizadas, eso es lo que se dijo,
en otros términos, desde luego, sino también porque ofrecía una curiosa
distribución de los términos en el interior de la oración, con mucho elemento
superfluo, se dijo, demasiada paja. Pero era así y no había más remedio que
tratar de entender su mecanismo particular y adoptarla en su propia naturaleza.
Más adelante fray Anselmo le explicó que los griegos también se habían
asentado en ciertos puntos de la península y que debieron dejar improntas en
lenguas ya desaparecidas, las cuales, a su vez, hubieron de repercutir en el latín
que vino a instalarse después. Eso sin contar la influencia directa que su lengua
ejerció sobre el latín.
Pero volviendo a ese primer día de clase, cuando hacia mediodía se les acordó
un rato de libertad para desentumecerse en el huerto, Lorenzo se fue derecho a
Esteban y le espetó a bocajarro:
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-¿Sabes? También yo me voy a fugar de este sitio cuando sea mayor.
Esteban no hizo ningún comentario al respecto. No obstante, resultó evidente
que aquella confidencia estaba destinada a establecer un lazo de complicidad
entre ambos jóvenes. En sustitución de una respuesta, dijo simplemente:
-Ven.
Echó a correr y Lorenzo tras él.
En el fondo del huerto se encontraba un muchacho de su edad, el cual estaba
cavando zanjas con una gran azada y enseguida, cambiando a un horcón, echaba
estiércol en ellas. Esteban se acercó a él, pero procurando no ser notado,
ocultándose tras las matas de alubias. Lorenzo hizo lo propio. Llegado el
primero a la altura del zagal, se le acercó por detrás, le plantó dos dedos en los
ijares haciéndole dar tal respingo que saltó del otro lado de la zanja, al tiempo
que la impresión le obligó a contraer tan rápida y fuertemente los músculos del
abdomen que se le escapó un recio pedo, sonoro y armónico como un cuerno de
caza.
Lorenzo experimentó una gran dificultad en reprimir una carcajada, pero se
esforzó con ahínco en ello pues no quería correr aún más al joven e incauto
agricultor.
-¡Pedorro! –Exclamó Esteban, implacable.- Ve a cortarnos dos varas de
avellano, a guisa de espadas. Y nos las traes al granero.
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-Enseguida, señor –musitó el aludido, confuso al tiempo que contento de
salirse tan pronto de una situación tan poco airosa, o más bien justamente
demasiado airosa.
Esteban lo vio alejarse exhibiendo una media sonrisa.
-Se llama Bartolo. Es un poco simple, pero tiene buen fondo.
-Yo diría que el fondo está más bien podrido, a juzgar por la fuerza del olor
que emana del interior.
-En efecto, huele que alimenta. No resultaría improbable que se reservara una
generosa provisión de alubias para sí, ya que es él quien las cultiva.
Echó una furtiva mirada a su alrededor y, con una sorprendente rapidez y
habilidad, arrancó dos manzanas del árbol, se dejó caer a tierra y le ofreció una a
Lorenzo. Éste no se hizo de rogar y ambos la devoraron en cuatro bocados.
Concluido el refrigerio, se puso en pie con agilidad felina, que sorprendía
incluso teniendo en cuenta su juventud.
-Sígueme –dijo.
Una rudimentaria y pina escalera conducía al granero. Todavía estaba la paja
extendida donde dormían los criados. Esteban se puso a hacerla a un lado con
los pies. Lorenzo lo imitó.
En eso llegó Bartolo con las varitas de avellano.
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-Tú ponte al cabo de la escalera y avísanos si alguien quiere subir.
Y sin perder tiempo, mirando a Lorenzo a los ojos, le entregó una de las varas.
-Se coge así y se pone así para parar. Después giras de este modo la muñeca y
me aguardas en esa posición, ¿entendido? Venga, vamos a practicar este
movimiento.
Cuando comprobó que Lorenzo lo ejecutaba con desenvoltura, le mostró otro
y luego otro y otro más. Hasta que fue capaz de efectuar un encadenamiento, del
cual pasó a otro y así sucesivamente.
-Eres tan hábil con la pluma como con la espada. Aprenderás rápido –
comentó.
Así, Lorenzo recibió el mismo día su primera lección de griego y de esgrima.
-¿Y cómo es que tú conoces tantos secretos acerca del manejo de la segunda?
-Mi padre me los enseñó. Combatió en los tercios.
Un día de los días, Bartolo hizo este comentario:
-Vosotros dos no os estáis preparando para frailes, ¿verdad?
Esteban lo consideró con un brillo de guasa en los ojos.
-Eres un lince, Bartolo. No se te puede ocultar nada. No, en verdad, sino para
caballeros andantes.
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-Pues he oído decir –replicó éste- que, cuando un caballero se lanza a trotar
por estos mundos de Dios, suele llevar consigo un criado que le cuide los
caballos y las armas en caso de necesidad y le adobe la comida.
-No dices mal, Bartolo –convino, pensativo, Esteban.- Tal es, ciertamente, lo
que se acostumbra a hacer. Por eso conviene también que ese criado sea ducho
en tirar de la espada. Por lo que pudiera ocurrir. Anda, vente para acá, Bartolo.
Y tú, Lorenzo, vigila un rato.
Con lo cual, también Bartolo comenzó a aprender el arte de las cuchilladas con
tino.
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CAPÍTULO II
Casilda Mercado abrió los ojos, despertada por un rayo de sol, maduro ya
como los trigos de julio, que atravesaba su habitación cual espada llameante.
Únicamente había logrado conciliar el sueño hacia la madrugada, a esa hora en
que un leve resplandor gris comienza a nimbar la estancia.
Se levantó pues de un salto y descorrió las cortinas. Una riada de luz invadió
la pieza haciéndola comestible como la corteza de una hogaza bien cocida. Por
cierto, su ama, doña Rodríguez, llamó de inmediato a la puerta y sin esperar
respuesta entró con una bandeja en que venía su desayuno.
-No ha sido muy madrugadora la señorita esta mañana. El refrigerio estará de
verdad frío. Pero puedo calentárselo en un santiamén.
-No, gracias. Lo tomaré de inmediato. Ya llevo bastante retraso.
-Eso es verdad. Coma Vuestra Merced en buena hora, que si no, a mediodía no
tendrá apetito y su padre le reprochará, como siempre, que no se alimenta lo
suficiente.
Casilda abrió de par en par las puertas cristaleras del balcón, puso una silla de
enea en él y agarrando la bandeja se sentó a desayunar con buen apetito.
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-Se va a resfriar –protestó la dueña.- Ni siquiera nos hallamos aún en
primavera.
-Al sol se está bien, ama. Pierda cuidado.
Doña Rodríguez refunfuñó algo inaudible y regañando entre dientes salió de la
alcoba.
Si Casilda no había dormido prácticamente en toda la noche, ello no era sin
motivo. La confesión que, la noche anterior, le confió su padre, bien lo veía, era
una de esas revelaciones que poseen la facultad de cambiar radicalmente una
vida, o al menos la concepción que de ella se tiene. En efecto, ya nada será
como antes pues se vería obligada a contemplarlo todo a través de unas lentes
como ahumadas, o tintadas de otro color. Quiera Dios que no sea el color rojo de
la sangre o peor, del fuego.
Durante la cena, ya había observado un comportamiento extraño en su padre.
Aparecía como encerrado en una bola de cristal, desde donde manifestaba una
reserva digna. Más aún, en cada uno de sus gestos percibía una cierta
solemnidad, al tiempo que dolorosa y grave, no desprovista de cierta pátina de
orgullo.
Después, cuando todos los criados se retiraron, sin decir palabra, le acercó una
silla a la chimenea, donde crepitaba un nutrido fuego, y con la palma de la mano
extendida le indicó que se sentara. Él, a su vez, tomó otra silla y la colocó a su
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lado, muy cerca. De repente Casilda recordó el día en que murió su madre. Ella
no era más que una niña, pero ahora lo recordaba todo muy bien. Sucedía como
si esos recuerdos los hubiera puesto en una gaveta, bajo llave, y luego echado
ésta al río. Mas, en ese instante, el cajón se abría solo y de él surgía una
infinidad de detalles y sensaciones que creía diluidas para siempre en una
atmósfera que el tiempo había esparcido desde hacía mucho. En aquella ocasión,
su padre la tomó de la mano y, con mucho cariño y un temblor de emoción en
los labios pero sin el menor eufemismo al uso, le reveló escuetamente que su
madre había muerto y que ya no la vería nunca más. Ninguno de esos
comentarios consolatorios como que está en el cielo y que desde allí vela por ti u
otros por el estilo. No, murió y se acabó. Eso era todo. No había más remedio
que conformarse.
También en esta ocasión don Leandro abordó el asunto sin rodeos. Ellos eran
una familia de judíos conversos, pero que, atendiendo al hecho incuestionable de
que dicha conversión no se realizó de grado, sino empleando la fuerza, así como
la amenaza capital, desde hacía muchas generaciones, en el secreto de las
alcobas, cuidando muy bien de que ni siquiera los criados ventearan el menor
indicio, siguieron practicando, como casi todos, la religión de sus antepasados.
Mientras que, de puertas afuera, exhibían una piedad cristiana exagerada, en
numerosos casos acérrima, seguros de que Dios entendería esas cosas. Sin que
faltaran ejemplos en que algunos de ellos, por medios diversos y variados,
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hubieran obtenido títulos nobiliarios, alcanzando los peldaños más elevados de
la política, las artes e incluso de la jerarquía eclesiástica, procurando, desde allí,
en la medida de lo posible, favorecer en secreto nuestros intereses. Si bien, en la
mayoría de los casos, hemos continuado ejerciendo los oficios que, a lo largo de
los siglos, desempeñaron nuestros ascendientes, es decir, financieros, banqueros,
especuladores, o también médicos, profesores de universidad y demás oficios
del saber.
Claro, no se lo había podido decir antes porque a los niños, ya se sabe, no se
les puede atar la lengua. En su inocencia, lo dicen todo, o lo dan a entender con
un discurso ignorante de las sutilidades e implicaciones que rigen en una
sociedad compleja, hipócrita y cruel.
Casilda, entonces, entendió la razón de algunos detalles del ordinario de la
casa como que, por ejemplo, si bien la carne de cerdo entraba en ella, era
invariablemente destinada a la alimentación de la servidumbre. Hasta el punto
de que, durante mucho tiempo, ignoró que ese animal fuera comestible. No es
una vianda sana, le explicaron más tarde. En todo caso no es propia de gente de
calidad. Pero ella supo, por casualidad, que algunas de sus amigas, entre ellas las
había pertenecientes a la nobleza, sí la comían. Mas, habiendo percibido un
cierto malestar entre las personas mayores que le habían entregado ese descargo,
se guardó de hacer comentarios al respecto. Otra cosa que también había
observado era que jamás se encendía fuego los sábados. Se cocinaba la víspera y
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se guardaba una parte del condumio para el día siguiente. Si era invierno,
durante el viernes las chimeneas consumían tal cantidad de madera que
caldeaban los muros. Luego, unas horas antes del atardecer, dejaban que se
consumieran las brasas. En el transcurso la jornada del sábado, la mansión
entera estaba tibia, bastaba con abrigarse un poco más en tiempo de mucho frío.
Y todos los años, cuando dicha estación se hallaba a punto de claudicar, solía
reinar durante algunos días un ambiente festivo en la casa, las comidas eran más
sofisticadas e incluso las personas mayores incrementaban moderadamente el
consumo del vino y de ciertos licores. Ella, por su parte, tenía derecho a invitar a
todas las amigas que quisiera con objeto de organizar meriendas y
representaciones teatrales, para las que les proporcionaban toda suerte de
vestidos, disfraces y máscaras. Tal elación, que ella había atribuido al gozo
generalizado ante la proximidad del verano, resulta que tenía un nombre, el cual
sólo ahora su padre había osado pronunciar. Se trataba de las fiestas del purim
que conmemoran los hechos referidos en el Libro de Ester, pero que en realidad
simbolizan todas las ocasiones, pasadas y futuras, a las que bien se pueden
incluir, si se da el caso, las presentes, en que el pueblo judío supo, y sabrá, eludir
una catástrofe colectiva, salir airoso cuando la maldad absoluta lo tiene cercado
y se apresta a desatar su aniquilación. Por eso es una fiesta sin connotación
religiosa, su único rasgo distintivo es dar rienda suelta a la alegría de sentirse
vivo y saber que uno no perecerá en lo inmediato a causa de las asechanzas de
los malvados como Hamán, los cuales, por desgracia, siempre los ha habido y
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los habrá. Y era justamente esa fiesta la que se disponían a celebrar, para la cual
podía invitar, como siempre, a todas sus amigas indiscriminadamente, pero por
primera vez conocería su significado auténtico.
El rostro de su padre se ensombreció de nuevo. Cuántas veces hemos tenido
que asistir a Autos de fe contra amigos y hasta parientes con rostro impasible,
mientras por dentro el corazón desbordaba el llanto de la amargura y la rabia,
mas cercado por el miedo. La próxima vez, cualquiera de nosotros, hombre,
mujer o niño, podía estar allí, con coroza y sambenito, blanco de la ira popular y
empapado por ella, como un algodón sumergido en alcohol, aturdido, sin
reconocer a nadie, sin comprender nada. El pueblo asiste a esos espectáculos
como va a los toros y en el fondo de su alma sólo pide una cosa, sangre. Por esta
razón, es preciso medir siempre, a lo largo y a lo ancho y a lo alto, cada palabra
que se ha de decir y cada acto que se ha de cometer, en este país en que, aún
para los cristianos viejos, son aplicables los versos del poeta: “¿Siempre se ha de
sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? Cuánto más para
un cristiano nuevo que, en lo más recóndito de su morada, judaíza.
Eso le aguardaba en adelante, el constante trabajo interior de saberse diferente
y el exterior del disimulo a ultranza como una cuestión de vida o muerte.
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CAPÍTULO III
Dos años largos habían transcurrido y Esteban se hallaba lejos de dominar la
lengua latina. Tal vez por eso no soltaba una palabra respecto a la proyectada
fuga. Lorenzo, por su parte, hablaba y escribía a la perfección tanto en latín
como en griego. Progresos que habían merecido la admiración general de los
frailes, así como su nombramiento en tanto que ayudante del bibliotecario, fray
Felipe.
Dicha actividad, junto con sus conocimientos lingüísticos, le permitieron
adquirir una cultura sólida, pues en los ratos libres leía los libros que su nuevo
mentor le señalaba como esenciales e incluso le permitía que se los llevara para
estudiarlos durante la noche.
A pesar de que no habían hecho todavía los votos, se les tenía asignada una
celda individual, al igual que a los restantes monjes. Otros novicios ocupaban la
celda colectiva bajo la férula de fray Anselmo.
Lorenzo recibió el aposento de un viejo fraile recién fallecido que, además, se
hallaba junto a la del bibliotecario. Comenzó a ocuparla en verano y la juzgó
fresca y espaciosa. Sin embargo, con la llegada del invierno, la sintió fría y
desapacible, tanto fue así que se resfrió.
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Durante toda la lección de esgrima, cuya práctica no habían abandonado un
solo día, no paró de estornudar. Y a lo largo de las siguientes, de toser. Hasta tal
punto se hizo porfiada la tos que los hermanos, viendo que perturbaba los
oficios, solicitaron del prior que éste lo dispensara de los mismos hasta que se
repusiera del catarro supino que había contraído. También fray Felipe, a quien la
tos irritaba, decidió prescindir durante un tiempo de su ayuda. Finalmente
Lorenzo se vio sin esgrima, sin oficios y sin trabajo. Por el contrario, cogió unas
fiebres que requirieron la intervención del padre herbolario y que le tuvieron
postrado en la cama algo más de una semana.
Una noche en que afuera soplaba el cierzo con fuerza, Lorenzo percibió una
corriente de aire particularmente intensa dentro de su estancia. A pesar de que la
fiebre le tenía como aturdido, decidió levantarse y encontrar a toda costa el
resquicio por el cual Eolo se colaba.
A tientas buscó el candil y fue a prenderlo en uno de los hachones que ardían
en el pasillo. De regreso a la celda, la llama se puso a temblar primero y a
agitarse después, tanto más frenéticamente cuanto más se aproximaba a la cama.
Lorenzo levantó la frazada que cubría el jergón cayendo hasta el propio suelo y
entonces la luz se extinguió, dejándolo a oscuras.
Volvió pues a encender el candil y esta vez tomó la precaución de proteger la
llama con la mano. En efecto, vio que una de las losas, no del suelo sino del
arranque del muro, tenía un canto roto, por cuya abertura se colaba un
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zarzaganillo de lo más insolente, amén de nocivo. Ahí está la madre del cordero,
se dijo, estaba durmiendo sobre una corriente de aire.
Con gran esfuerzo, desplazó la cama hacia el rincón que juzgó más al abrigo y
se echó a dormir, prometiéndose que, en cuanto se encontrara más restablecido,
taparía con argamasa el boquete. Mas la fiebre le duró todavía unos cuantos
días.
Cuando al fin remitió, acosado aún por fuertes quintas de tos, salió de la celda
en busca de Bartolo.
-Toma un cubo –le dijo- y adóbame un buen mortero.
Y mientras éste preparaba la mezcla, le explicó para qué la quería.
-Con razón murió también el viejo Emeterio, no sólo de vejez, sino también de
un resfriado de caballo.
Dicho lo cual, Bartolo se propuso para efectuar él mismo la reparación.
-Bueno. Eso me evitará tocar la masa fría.
Con las mismas se dirigieron ambos hacia la celda de Lorenzo, situada en el
tercer piso.
-Ah, claro. Acabáramos. Hay un buen boquete aquí. Pero en un santiamén le
ponemos remedio.
Bartolo echó un par de paletadas, lució un poco.
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-Listo, se acabó el viento colado. Además, le hacía falta, porque la losa se
movía ya como una muela desarraigada. Esto bastará para mantenerla fija.
Lorenzo agradeció y, aliviado, se puso a leer. Pronto notó que la atmósfera era
mucho más acogedora y, por una parte, se felicitó de haber cogido el toro por los
cuernos, por otra, en cambio, se irritó consigo mismo por no haberlo hecho
antes. En fin, pelillos a la mar.
Esa noche, considerando que estaba exento de oficios, decidió aprovecharla,
en parte, para estudiar pues, además, la tos había comenzado a remitir de manera
perceptible. Así que, a la luz del candil, leyó, entero, un opúsculo de Séneca
titulado Sobre la brevedad de la vida. La cual no es tan corta como para todo
eso cuando se la sabe aprovechar, parecía ser la lección que se desprendía de él.
La mayor parte de la gente, lo mismo en aquellos tiempos como en los
presentes, se entrega de lleno a actividades que no les reportan nada esencial y
sólo cuando le ven el rostro de cerca a la desdentada recuerdan que se han de
morir y no están preparados para ello, razón por la cual la proximidad de la
parca desencadena en ellos un miedo cerval. Cuando en realidad la muerte es un
regalo de los dioses quienes, arrepentidos por haberle impuesto al hombre la
dura ley de la necesidad, le ofrecen esa poterna para salirse al fin de ella y
recuperar la verdadera libertad.
Cierto, el estudio, la adquisición de conocimientos, constituye la actividad más
benéfica con la que pueda el hombre emplear provechosamente el tiempo, mas
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dichas enseñanzas están destinadas a fortalecerle en su travesía por el mundo,
pues resulta obligatorio para él, si pretende que su paso por la existencia sea
efectivo, nadar en la melaza de la realidad. No se deja un cielo para entrar en
otro. La aventura del hombre consiste en poner en equilibrio sus dos
componentes esenciales, a saber, la materia, con toda su impedimenta de
trabajos y sinsabores, y el espíritu.
Por eso no olvidaba el proyecto de abandonar el convento. Lo cual debía
hacerse antes de pronunciar los votos, de lo contrario sería demasiado
complicado. Según ello, no había mucho tiempo que perder. Él estaba listo.
Únicamente quedaba ultimar un plan de evasión y decidir qué se iba a hacer una
vez fuera de esos muros. Dado que Esteban no decía esta boca es mía, Lorenzo
decidió reflexionar por sí mismo acerca de ello y en el momento en que tuviera
las cosas claras ya hablaría con su compañero, seguro de que no dudaría en
seguirle.
En fin, ya lo pensaría. Pero no esa noche pues, entre el estudio y la
convalecencia, se hallaba fatigado en exceso. Además, se estremecía de placer
ante la perspectiva de dormir una noche entera entre unas cobijas realmente
calientes.
Sopló la vela y se cubrió cabeza y todo.
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La tos había desaparecido por completo y también el penoso trabajo ejecutado
durante muchos días por los músculos del tórax a causa de las convulsiones que
aquélla les obligaba a efectuar, reemplazado por un dulce sopor.
Cuando ya estaba a punto de romperse la cuerda que lo mantenía en este
mundo y se disponía a precipitarse en el limbo de los justos, una sensación
extraña rompió el hechizo. Tuvo la sensación de no estar solo en el cuarto. Le
pareció que había más vida en él y no una sola, por cierto. Primero percibió unos
levísimos deslizamientos, como si pequeños objetos, como el tintero o el candil,
se desplazaran por sí mismos, pero raudos. Luego, aquí y allá, como un frotar
casi inaudible. Finalmente, la entera masa de las tinieblas que poblaba la celda
amenazaba con alcanzar el punto de ebullición, aunque discretamente, sin calor
y prácticamente sin ruido. Con tanta historia de duendes, trasgos, diablos y
hechiceros como había oído contar a las viejas en su lugar de origen, imposible
no llegar a la conclusión de que una suerte de pandemónium se había desatado
en aquella habitación, acaso como consecuencia del pensamiento impío de
abandonar el monasterio, con lo que aquellos santos hombres habían hecho por
él.
En eso cayó un bulto sobre el cobertor, justo encima de sus piernas, lo cual le
obligó a dar un respingo y, sin poderse controlar, echó de un manotazo la
frazada hacia atrás, al tiempo que se levantaba de un salto. Mientras buscaba a
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tientas el candil, el corazón le estaba tocando a rebato. Lo agarró y fue a
prenderlo.
Hecho lo cual, dudó unos instantes entre salir corriendo a todo trapo pasillo
abajo, a guisa de sálvese quien pueda, o bien entrar a inspeccionar. Finalmente
optó por esto último, pero con mucha precaución.
Todavía sin atravesar el umbral, apartó a un lado cuidadosamente la puerta.
Alzó el candil por encima de su cabeza y echó un vistazo al interior. Todos sus
músculos se hallaban en tensión, como resortes comprimidos al máximo y
susceptibles de enviarle, en cualquier momento, de un salto al techo. Por
supuesto, la decisión estaba tomada, ante el menor indicio extraño, se colgaba
las piernas al cuello y salía pitando.
Sin embargo, una primera inspección de la pieza no reveló nada anormal. Dio
un paso hacia el interior. Todo se ofrecía en su aspecto habitual. Entonces las
percibió. Trotando por el suelo, escalando las estanterías, paseándose por
encima de los muebles, de la cama, las ratas. Decenas de ellas.
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CAPÍTULO IV
Don Rodrigo de Araujo, por ahorrar en suelas, salía únicamente lo
indispensable, a saber, para comprar una hogaza de pan, que constituía su
sustento de una semana, para echar las cartas que enviaba a los administradores
de sus tierras, comprar tinta y resmas de papel pues eran su instrumento de
trabajo y traer un cántaro de agua de la fuente. Por economía, no sólo de
esfuerzos, hacía todo a una. Así, durante seis días, se acumulaban sobre su
escritorio las misivas colocadas en forma de pila y racionaba el agua como si
fuera un bien tan costoso como el pan por no ir adrede.
Hacía muchos lustros que un criado no había pisado aquella casa, pues don
Rodrigo consideraba el mantenimiento de la servidumbre un gasto no solamente
gravoso sino inútil, puesto que las pocas necesidades que aún no lo habían
abandonado él mismo se bastaba y se sobraba para satisfacerlas. Abundar en las
mismas sería redundante pues ya están todas dichas.
La vida, por su parte, no le había dado ni mujer ni hijos, puesto que él no le
había dado a la vida nada, así que estaban ambos servidos por comidos. En
cambio le había conferido dinero. Una arqueta llena de escudos de oro, para la
cual había mandado construir un falso pilar de madera, en cuya base, recubierta
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por el mismo zócalo que el resto de la pieza, había disimulado una abertura
destinada a alojarla.
Para las doradas monedas, entrar en dicho cofre era como entrar en religión,
pues efectuaban los votos de un fraile y se comprometían a no salir más del
cenobio durante el resto de su existencia. A efectos de subvenir al ordinario de
su desolada y fría casa, se reservaba el vellón y la calderilla. Y conocido el tenor
del mismo, fuerza es admitir que le venía holgado el presupuesto. Ni siquiera
tenía que proveer al forraje de los caballos por la razón fácilmente previsible de
que tampoco disponía ya de ellos.
Ah, pero día vendrá en que cuelgue de un clavo sus andrajos y merque jubón y
calzas nuevas y se revista todo de un abrigo de marta cebellina. Así como dos
buenos alazanes para engancharlos en la carroza, que sí había conservado
porque no pedía pan. Así será la vuelta a su señorío de Navarra. La gente no
vivirá lo bastante para contarlo. El Señor ha hecho fortuna en la Corte y viene
nadando en oro. Eso es lo que dirán. Y para confirmarlo reparará la vieja casa
solariega desde las puertas hasta el último desván.
Mientras llega ese momento de gloria, cada día, hacia el atardecer por no
gastar cera, exhumaba la arqueta y contaba pacientemente los escudos. Cuando,
obviamente, puesto que sólo él tenía acceso al tesoro, lo más sencillo hubiera
sido adicionar al cómputo total las esporádicas obleas que venían, cada vez con
menos frecuencia, a integrarse en él. Mas ése era en verdad el único placer que
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experimentaba en su vida, contemplar su aspecto saludable de miel sólida,
observar con detenimiento las inscripciones y los dibujos grabados, avanzar, no
sin cierta ansiedad, en el cálculo, hasta comprobar, una vez más, para gran
satisfacción suya, que éste era absolutamente cabal.
Hecho esto, se apresuraba a guardarla en su escondrijo y cerrar la tapa.
Sintiéndose, de inmediato, no solamente aliviado, sino pagado con creces en su
propia persona, a causa de la astucia desarrollada para poner a buen recaudo su
dinero.
Acto seguido, se acostaba en esa misma pieza, donde en realidad vivía,
complaciéndose en imaginar la escena de la irrupción de unos supuestos
ladrones que se pondrían a escudriñar todo sin llegar jamás a dar con el
habilísimo enfoscadero. No obstante, su sueño profundo jamás dejaba de ser
agitado porque. ¿Quién sabe? Acaso alguien llegara a descubrirlo con malas
artes, con artes mágicas. En tal caso, adiós gloria, adiós entrada triunfal, adiós
futuras perdices asadas en la cernada del hogar navarro, adiós pan candeal y
confites y miel sobre hojuelas. Ello constituiría un eclipse que empañaría para
siempre la luz del mundo y toda vida perecería en un instante.
Y para que el tormento cotidiano del sueño fuera lancinante hasta los límites
de lo humanamente soportable, éste se complacía en aportar todo lujo de detalles
hasta presentar la escena del robo imaginario como una vivencia más real que la
que sin duda podría ofrecer la propia vida. Con la ventaja de que, en el sueño, el
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tiempo no era unidireccional como solía, sino que tenía la facultad de ir hacia
adelante y hacia atrás, como le venía en gana, de modo que, cuando parecía
terminar la pesadilla, empezaba de nuevo, o a veces sin terminar, o sin haber
terminado de empezar, o bien haciendo suceder los momentos más dramáticos
en una síntesis intensificadora del dolor.
Sin embargo, al amanecer, don Rodrigo de Araujo recobraba la serenidad, o
algo que se le parecía bastante, al pensar que su vida estaba solucionada,
sólidamente cimentada sobre los doblones de oro, al abrigar la convicción, o
acaso sólo era el deseo intenso, de que había excluido definitivamente las
estrecheces durante sus viejos días.
Entonces se levantaba, cortaba con sumo cuidado una rebanada de pan como
un ducado de oro y la consumía ávidamente, sin despreciar las migas. Luego se
servía un vaso de agua fresca, que hace la vista clara. Por último, tomaba recado
de escribir y apretaba las clavijas lo más que podía a sus administradores,
exigiéndoles pagos suplementarios a causa de la devaluación del vellón. Luego
redactaba extensos memoriales con objeto de pretender a cargos públicos que no
obtendría jamás y lloraba el desperdicio de papel.
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CAPÍTULO V
Enseguida entendió lo que había ocurrido. Al tapar el agujero, había
interrumpido una de las vías, tal vez la única, de comunicación para esas
bestezuelas repelentes entre el monasterio, probablemente la cocina o el granero
y el exterior. Se estremeció al comprender que, durante todas las noches que
había dormido en esa celda, un número indeterminado, pero sin duda elevado,
de perniciosas ratas había circulado por debajo de su cama. Quizá alguna se
atrevió a subir encima de ella.
De momento, no halló otra solución que abrir de nuevo el boquete y mañana
Dios dirá. Así lo hizo. No le costó excesivo trabajo, pues la obra de Bartolo
estaba todavía blanda. También era preciso encontrar la otra abertura por la que
penetraban o salían, según el sentido que estuvieran efectuando. Para ello las
observó durante un rato. Al cabo, se agachó debajo de un armario provisto de
patas y, ayudado de su candil, las vio entrar.
Las dejó a su aire y abandonó la habitación, esperando que al amanecer, como
de costumbre, no quedara en ella ni una sola. A esas horas de la noche, no tenía
más elección que dirigirse a la capilla a fingir que rezaba. Sin embargo, pronto
se quedó dormido sentado en un banco. El gregoriano de los monjes
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acercándose para laudes a donde él se encontraba lo despertó. Se apresuró a
arrodillarse y a adoptar una actitud pía.
Cuando regresó a su celda, en efecto, no quedaba ni uno de esos enfadosos
animales. Un nuevo escalofrío le erizó la entera columna vertebral al considerar
que había estado durmiendo con varias decenas, como mínimo, de ratas que se
sentían atrapadas en una suerte de trampa y que empezaban seguramente a
ponerse nerviosas. Era preciso poner remedio a ello de inmediato. Así que pasó
primero por la biblioteca con objeto de pedir permiso a fray Felipe para buscar a
Bartolo y encargarle un trabajo urgente en su celda.
Lo encontró en el campo y le explicó el caso. El muchacho no hizo ningún
aspaviento. Al contrario, su expresión daba a entender que no era nada del otro
jueves dormir por una noche en compañía de tales bichejos, los cuales debía
considerar como inofensivos. Probablemente, antes de deambular por ese pasaje
obligatorio, habían estado haciéndole compañía a él en el granero. Pero claro,
procedía impedirles el paso a través de esa habitación. Ya encontrarían otra
salida, si no es que la tenían ya.
Se pertrechó de nuevo de lo necesario y ambos se dirigieron a la celda en
cuestión. La losa estaba, en esta ocasión, completamente arrancada.
-Vaya –comentó- no me extraña que tuvierais frío. Por este boquete pasaría un
barco con las velas desplegadas.
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Colocó pues la losa y la selló con argamasa. Acto seguido, se echó junto al
armario y, como pudo, tapó el segundo agujero.
-Listo. Ahora dormiréis como un verdadero monje. Completamente solo.
Lorenzo se dirigió de buen humor hacia la biblioteca, dispuesto a olvidar, con
la mayor brevedad posible, el incidente. Lo consiguió antes de lo previsto, pues
sobre un pupitre encontró la relación que el padre Jerónimo acababa de escribir,
todavía estaba la tinta fresca, a propósito de una casa sita en la calle Cava Baja,
la cual había sido declarada encantada, pues según testimonio de los vecinos,
podían percibirse desde el exterior, durante ciertas noches de luna llena, como
relámpagos y gritos y aullidos, por lo que un monje mercedario, acompañado de
dos sacerdotes, entró con objeto de exorcizarla y los tres fueron testigos de los
mencionados fenómenos, pudiendo certificar, por añadidura, que las puertas y
las ventanas se abrían y se cerraban solas, sin que se hallara nadie del otro lado.
Y añade fray Jerónimo que la tal casa había pertenecido, a principios de siglo, a
un conocido clérigo nigromante ajusticiado por la Santa Inquisición. Justamente
la había dejado ahí para que él, a su regreso, la mandara llevar a imprimir, lo
cual hizo.
Fray Jerónimo escribía todos los días avisos o relaciones que enseguida eran
distribuidos por los ciegos a lo largo y ancho de Madrid. Lorenzo se preguntaba
de dónde le vendría toda esa información, pues el mencionado fraile pocas veces
salía del convento.
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Se lo preguntaba porque rehusaba creer los rumores que circulaban por el
monasterio en el sentido de que tenía un espíritu familiar que se lo contaba todo,
e incluso lo llevaba de la mano, por los aires, antes de que ocurrieran ciertos
hechos para que pudiera presenciarlos y después referirlos con toda suerte de
detalles, cual haría un testigo presencial de los hechos.
Después de tan edificante lectura, Lorenzo se olvidó de las ratas, se lanzó a
cumplimentar la rutinaria serie de actividades cotidianas y no volvió a pensar en
ellas más que en el instante de soplar el candil y embutirse entre las cobijas. No
pueden entrar ya. No tienen la menor posibilidad de colarse en el cuarto. Así
procuraba tranquilizarse. Sin embargo, no logró conciliar el sueño, a pesar de la
noche toledana que había pasado la víspera.
Poco después de la media noche percibió un velado alboroto en el pasillo.
Eran los vigilantes que, con escobas y palos, trataban de ahuyentar a las ratas
desorientadas que afluían al pasillo y después no atinaban a huir por ninguna
parte. Al final se hizo el silencio.
Probablemente Bartolo tiene razón, pensó Lorenzo. Deben conocer otras
salidas alternativas. Pobre del ratón que sólo conoce un forado, reza el
proverbio. Pero ese agujero, es más que un simple agujero de rata. Pasaría un
barco con las velas desplegadas, había dicho Bartolo. Él mismo había echado
una furtiva mirada a esa cavidad negra como la pez. Un barco tal vez no. Pero,
¿y un hombre?
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CAPÍTULO VI
La marquesa doña Leonor era una llama viva, una pavesa encendida, una zarza
ardiente en perpetua busca del cayado de Moisés. A sus veintidós años era una
yegua de la remonta privada de semental, retorciéndose en el lecho como un san
Lorenzo en la parrilla. Naturaleza le había asignado todo cuanto conviene a una
mujer en sazón y no la había privado de nada en absoluto. Sin embargo, no es
Naturaleza quien casa por estos pagos, en especial a la nobleza.
Don Alonso Zurita, marqués de Villacañas, su señor marido, tenía el nombre
muy mal puesto, hasta el punto de semejar una ironía mordaz, pues por no tener
cañas, no tenía ni una sola, por lo menos que valiera una nuez podrida. En pocas
palabras, era insensible a cualquier estimulación proveniente del bello sexo. Y la
marquesa llevaba muy mal esta circunstancia, hasta el punto de que temía perder
en cualquier momento el decoro y su ama, doña Águeda, la cabeza, la suya y la
de su señora, si alguien no encontraba remedio a semejante desaguisado. Pues el
marqués de Villacañas, a la par que impotente, era celoso como un turco,
doblado de una inteligencia y una astucia poco común que, tanto su carencia
como su pasión, avivaban a cada instante como aceite que se echa al fuego.
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En cuanto comprendió que jamás lograría satisfacer en lo más mínimo a su
ansiosa esposa, todo su afán fue impedir que otro lo hiciera en su lugar. Código
del honor obliga. Igualmente entendió a la perfección que no sería ella quien
pondría el menor obstáculo para evitar ser gozada, pues a todas horas la poseía
el demonio de mediodía ya que nadie más podía poseerla. Pero además lo
llevaba en la fuerza de la sangre, como otros llevan la flema o la cólera o la
enfermedad. No había sino prevenir, antes de curar. En lo cual empleó todas sus
dotes intelectuales, que no eran menguadas.
Para empezar, atendió al proverbio que dice casa con dos puertas, mala es de
guardar. Por lo cual compró ésta que, aunque somera, bastaba, con sus tres
pisos, para alojar a su personal de servicio. Y sólo tenía un gran portalón que
daba a la calle.
A la marquesa le asignó las habitaciones del piso de arriba. Pero puso
permanentemente en la puerta a dos esclavos negros castrados, los cuales, si
salía, la seguían a todas partes. Aun así, prefería acompañarla él si ello caía
dentro de lo posible. Y sí caía las más de las veces pues la nobleza no es
precisamente la clase azacaneada y despestañada del país.
Doña Leonor se cocía en su propio caldo y se ahogaba de calor en pleno
invierno madrileño. Mas no había remedio a su mal.
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-¡Señor! ¡Qué sofoco, señora! Y que no haya modo de traer un poco de alivio
a su pesar.
-No lo hay, doña Águeda. Ni la devoción, ni los baños calientes, ni el ayuno,
ni la astucia, que es muy taimado tu señor. Que si bastara con echarse un balde
de agua fría por encima de la cabeza y acabar para siempre con ello, bien que lo
haría.
Doña Águeda asentía y enriscaba los ojos al cielo. Cuantas tretas habían
madurado entre las dos, al intentar llevarlas a la práctica, las previsiones del
marqués daban con ellas al traste. Si hubiera el menor resquicio, aunque no
fuera más grande que lo necesario para introducir en casa sólo la parte que
interesa de la anatomía viril, ella lo intentara. Pero el resquicio no parecía.
Los galanes rondaban la mansión como tábanos, como gatos que ventean la
famosa gata en celo que guardaban aquellos muros, pero el personal del marqués
los mantenía alejados y por si ello no bastara, Villacañas era un temible
espadachín. Numerosos eran los que habían pagado con la vida ciertas
ponderaciones a propósito de determinadas partes de la anatomía de doña
Leonor, que todo Madrid venía a contemplar desde los edificios vecinos, pues la
marquesa se bañaba desnuda con todas las ventanas abiertas y en cuanto se veía
sola en sus aposentos, afuera sayas y corpiños para que el aire de la sierra
enfriase un poco sus crepitantes entrañas, mas era peor el remedio que la
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enfermedad. Aparte de que en ello encontraba la única posibilidad de venganza
para con su marido, pues se sabía observada y si no iba a ser gozada de hecho,
que al menos lo fuera de pensamiento.
A veces percibía el destello producido por el sol en el cristal de un catalejo de
marino y experimentaba una inmensa satisfacción al sentirse contemplada de tan
cerca y completamente en cueros. Imaginaba al contemplador y evocaba con
lancinante lucidez cada una de las manipulaciones que estaría sin duda
efectuando y ella lo incitaba más y más, adoptando todas las posiciones posibles
de la entrega, todos los gestos del goce que, en verdad, no sentiría jamás de otro
modo, sino así.
Doña Águeda entraba, se santiguaba y elevaba sus grandes ojos al cielo. Pero
no culpaba a su señora pues sabía que tenía que afrontar un destino adverso.
-Tarde o temprano –decía- Dios proveerá.
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CAPÍTULO VII
En el corazón de la noche, los vigilantes venían llamando a maitines. Lorenzo
no había pegado ojo pensando en la dichosa abertura, en si cabía un hombre por
ella, en si podía, en caso de caber, conducirle a alguna parte. A las ratas, en todo
caso, es indudable que sí. A ellas las pone en comunicación con el exterior, de
eso no tenía la menor duda.
Además, circulaban tantas leyendas sobre tesoros encantados, del tiempo de
los moros, sobre todo, muchas de las cuales fray Jerónimo se encargaba de
difundir a través de sus relaciones, que Lorenzo leía invariablemente. Los
pasadizos daban por lo común acceso a cuevas muy hondas y finalmente a salas,
salones suntuosos, poblados por hermosísimas ninfas y sobre todo había en ellos
muchísimo oro, piedras preciosas, joyas. Todo ello defendido habitualmente por
gigantescas, temibles e inteligentes serpientes.
Lorenzo cantaba maquinalmente en el coro, pero en su cabeza no dejaban de
bullir todas esas ideas y conjeturas. Una certeza, sin embargo, emergió
imparable. A saber, que tarde o temprano cedería a la tentación de arrancar una
vez más la losa y verificar qué diablos había detrás. Si ello ha de ser así,
prosiguió en su razonamiento, más vale hacerlo de inmediato antes de que la
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argamasa se seque y haya que utilizar martillo y escoplo, con el ruido que ello
comportaría.
De regreso a su celda, la decisión estaba tomada. En el caso de que no hubiera
nada y fuera preciso sellarla de nuevo, no hacía falta recurrir a Bartolo puesto
que ya había aprendido a confeccionar la mezcla y a utilizar la paleta. Así
evitaría enojosas explicaciones.
A la luz del candil, corrió el jergón a un lado y desarraigó sin dificultad la
losa. Alargó la mano hacia la lumbre y la introdujo dentro de esa suerte de
hornacina. Tuvo que rasgar con la otra mano un tupido conglomerado de telas de
araña y, en efecto, había allí una abertura, un espacio entre dos sillares de
granito o de sílex, por el que cabía holgadamente un cuerpo humano, pero no le
veía fin, tanto el muro era ancho y el pasaje daba como una leve curva. Se metió
pues en él y avanzó reptando cual si fuera culebra, sosteniendo ante sí la luz.
De repente se vio de pie, al otro lado del muro, en un oscuro corredor
abovedado, construido con compactos bloques de sílex. El lugar era tan siniestro
que sintió enseguida miedo de su osadía, pero su curiosidad prevaleció. Decidió
seguir adelante para ver a dónde conducía. No sin antes regresar a su celda,
poner la cama donde solía, limpiar un poco la losa con el dorso de la mano y
encastrarla en su lugar.
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Entre maitines y laudes, contando también el tiempo transcurrido, debía
disponer aproximadamente de dos horas y media. Se puso pues a avanzar a lo
largo del lóbrego corredor hasta llegar a un recodo donde torcía a la izquierda.
La luz del candil únicamente le permitía ver a unos pasos delante y siempre era
lo mismo. Por el momento, la orientación no presentaba problemas. Aquello era
como un cartabón, en cuyo primer extremo se hallaba la entrada a su propia
celda, en el otro extremo, lo ignoto.
Siguió avanzando hasta que topó con una pared, pero hacia la parte derecha no
tardó en descubrir una abertura que era el arranque de una escalera descendente.
Al cabo de la misma sólo había una diminuta habitación cuadrada.
Aquello no tenía mucho sentido. El pasadizo no podía culminar ahí, en un
recinto cerrado por todas partes excepto por donde se entraba.
Acercó la luz a la pared frontal y se puso a examinarla detenidamente. Bajo la
capa de polvo notó que en un lugar la piedra no poseía exactamente la misma
tonalidad. Utilizando la manga del hábito, limpió esa zona y descubrió una losa
semejante a la que se encontraba en su celda para dar acceso al oculto corredor.
Al inspeccionarla de más cerca comprobó que estaba sellada tan sólo con arena.
Probablemente podría extirparla sin necesidad de instrumentos. Depositó el
candil en el suelo y se aplicó a la tarea. No tardó en levantarla y descubrir un
nuevo paso similar al que daba acceso a su habitación.
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La depositó con cuidado a un lado, agarró el candil y se precipitó a través de la
abertura. Una vez del otro lado, se puso en pie, alzó la lumbre por encima de su
cabeza para descubrir con horror que se hallaba dentro de un panteón, con
numerosos sepulcros y hornacinas alineados a un lado y otro. Dio unos pasos
adelante hasta avistar una escalera de mármol. Cubrió el pábilo con la mano para
mitigar el resplandor pues no sabía a dónde iría a parar. Y entonces vio una
verja, a través de cuyos barrotes tintineaban las estrellas. La empujó hacia
delante y no cedió. La atrajo hacia sí y de ese modo sí cedió.
Dejó el candil en el interior del panteón y salió al exterior. Aquello era en
efecto un camposanto vecino del monasterio del que ya había oído hablar. Se
volvió para identificar el panteón en cuestión y corrió a explorar el lugar.
Únicamente una tapia lo separaba del exterior. Se acercó a ella, dio un salto y se
agarró a la parte superior, puso a contribución sus bíceps y se encontró a
horcajadas sobre ella. Era libre, si lo deseaba. Ante él se extendía el vasto
mundo.
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CAPÍTULO VIII
Fray Felipe avanzó hacia el centro de su celda donde reposaba un libro abierto
sobre un atril. Encima de su hábito llevaba una suerte de estola de cuero que le
caía por delante y por detrás, en la cual se hallaba trazado, en tinta roja, tal vez
en sangre de algún animal, un pentáculo de los que llaman de Salomón. Todo su
rostro exhalaba una energía que hubiera asustado a sus hermanos, puesto le
tenían por un sabio imperturbable e inofensivo. Pero en ese momento su gesto se
hallaba erguido, sus ojos desorbitados y todo su cuerpo estirado como si tiraran
de él miles de cordeles accionados por poleas. Alzó los brazos, muy separados,
con las palmas mirándose y con voz baja aunque profunda exclamó: “¡Que todos
los diablos huyan, particularmente aquellos que son enemigos de esta operación!
Al entrar nosotros aquí solicitamos humildemente de Dios, el Altísimo, que
penetre en esta sala para proyectar divino placer, prosperidad y gozo, caridad y
cariño.
¡Que los Ángeles de la Paz defiendan y salven a este aposento! ¡Que la
discordia desaparezca de él!
¡Ayúdanos y ensálzanos. Oh, Señor. Que Tu muy Santo Nombre bendiga
nuestra reunión y nuestras palabras. ¡Oh, Señor, Dios nuestro, bendice nuestra
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entrada en este Círculo invisible para los hombres pero patente para los espíritus
liberados, pues Tú fuiste bendecido por los siglos de los siglos! Amén.”
Luego, cayendo de rodillas, prosiguió: “Oh, Señor, Dios nuestro, el más
Poderoso y el más Clemente, Tú que no deseas la muerte del pecador, sino su
apartamiento del mal, y que siga viviendo, concédenos Tu bendición y consagra
este terreno y este círculo que aquí se describe y que contiene los Nombres más
poderosos y divinos.
¡Oh, Tierra! Yo te conjuro, por el más sagrado nombre ASHER EHEIEH, con
este arco, ¡hecho por mi propia mano!
Que Dios, ADONAI, bendiga este lugar con todas las virtudes celestiales. Que
ningún espíritu corrompido sea capaz de entrar en este círculo, que no pueda
causar molestias a ninguno de los que están dentro. Por medio del Señor Dios,
ADONAI, Quien vivirá siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
¡Oh, Señor Dios! Te ruego, a Ti, el más Poderoso, el más Clemente, que
bendigas este círculo y este lugar en su totalidad y a los que dentro de él nos
hallamos.
Y que se nos permita disfrutar de la protección de un buen Ángel. Elimina, oh
Señor, todos los poderes enemigos. ¡Danos, oh Señor, seguridad, pues Tú eres el
Regidor Eterno! Amén.”
51
“AGLA, AGLAI, AGLATA, AGLATAI.”
Tras ello, se puso en pie y cambió de orientación. “Oh, Señor, escucha mi
plegaria, deja que mi voz llegue hasta ti. Oh Señor, Dios Todopoderoso, que
reinaste antes del comienzo de los tiempos, que con Tu infinito poder creaste los
cielos, la tierra y el mar y cuanto en ellos hay, todo lo que es visible, así como
todo lo invisible, con una sola palabra.
Te ensalzo y bendigo, a Ti, Te adoro, Te glorifico, y Te ruego que en este
momento seas misericordioso conmigo, un miserable pecador, yo, que he sido
hecho con Tus manos.
Sálvame y dirígeme, por Tu Santo Nombre, Tú para quien nada es difícil, nada
es imposible; y sácame de la noche de mi ignorancia, permitiéndome avanzar.
Ilumíname con una chispa de Tu infinita sabiduría.
Suprime en mí el ansia de codicia y la iniquidad de mis palabras ociosas.
Dígnate dar a este Tu servidor una sabia comprensión, un corazón sutil y
penetrante; haz que adquiera y complete todas las ciencias y las artes; dame
capacidad para escuchar; refuerza mi memoria para retener aquéllas, de suerte
que pueda ser capaz de realizar mis deseos y de comprender y asimilar todas las
ciencias difíciles y deseables y haz también que yo pueda ser comprendido.
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Dame la virtud para concebirlas, a fin de que sea capaz de elaborar ideas,
pronunciando mis palabras con paciencia y humildad, para que sirvan de
instrucción a los demás, tal como Tú me ordenaste.
¡Oh, Dios! Padre Poderoso y Clemente que creaste todas las cosas, que las
concebiste y conoces universalmente, a cuyos ojos no se esconde nada, Tú, para
el que no hay nada imposible:
Pido Tu Misericordia para mí y para Tus servidores, porque Tú sabes muy
bien que nosotros no hacemos esto para tentar Tu Poder, como podría juzgarse,
sino para impetrar la atención de un favor, por Tu Esplendor, Tu Magnificencia,
Tu Santidad, y por Tu Santo, Terrible y Poderoso Nombre IAH, ante el cual
todo el mundo tiembla y por el temor que hace que todas las criaturas Te
obedezcan. Concédenos, oh Señor, que sepamos corresponder a Tu Gracia, para
que a través de esto podamos confiar en Ti y conocerte mejor. Haz que los
Espíritus se revelen aquí, en nuestra presencia, y que aquellos que sean amables
y pacíficos puedan acercarse a nosotros, mostrándose obedientes a Tus
mandatos, por Ti, oh muy Santo ADONAI, cuyo reino durará por los siglos de
los siglos. Amén.”
Por último, volviéndose hacia cada uno de los puntos cardinales, pronunció
estas otras palabras: “Oh, Señor, sé Tú, dentro de mí, una muralla fuerte y
defensiva contra los ataques y el aspecto de los Espíritus Malignos.” Y en un
53
segundo recorrido por dichos puntos añadió: “Estos Pentáculos son los símbolos
de los Nombres del Creador, que os pueden causar miedo y terror. Obedecedme,
pues, por el poder de esos Sagrados Nombres y por esos misteriosos símbolos y
el secreto de los secretos.”
En ese preciso instante estalló en el exterior una espantosa tormenta, cuyos
rayos parecían detonar justo encima del convento. La habitación comenzó a
girar como una vorágine cada vez más acelerada, en la que flotaban rostros
deformes y amedrentadores, aullando o invocando o recitando salmos o
plegarias terribles. Fray Felipe permaneció impertérrito. Así, poco a poco, la
atmósfera se fue calmando y la nube de fantasmas y diablos se disipó. Pero de
un rincón salió un anciano de rostro redondo, afeitado, calvo, vestido con una
túnica escarlata. Y dijo: -Mi nombre es Dunia. Dime, oh amo y señor, cuál es tu
deseo y por qué te has dirigido a los príncipes regidores de su Altura.
A lo que fray Felipe repuso: -Deseo que sean atendidas todas mis peticiones y
que sea cumplido aquello por lo que oro: por vuestro oficio, hacedlo aparecer y
declarad que esto va a ser realizado por vosotros, si es del agrado de Dios.
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CAPÍTULO IX
Lorenzo estuvo un momento cabalgando la tapia y reflexionando. Por un lado
sentía el fuerte reclamo de la fascinante capital del Imperio, e incluso de la
ancha Castilla; en suma, de la libertad absoluta de movimiento, que jamás había
conocido. Por otro estaba el compromiso que había contraído con Esteban y
Bartolo de abandonar el convento los tres juntos. Además, en trío siempre se
afrontaría mejor el mundo, que según había oído decir suele ser engañoso,
cuando no pérfido, o como mínimo complicado y hostil, que completamente
solo y, por añadidura, inexperto. Si había permanecido dos años en el
monasterio, bien podía aguantar dos días más en él. Tal vez menos. El tiempo de
concertarse para utilizar los tres esa vía de escape que sólo él conocía. Y quién
sabe cuánto tiempo había estado allí sin que nadie tuviera noticia de su
existencia. Allí permanecería, por lo tanto, hasta que decidieran emplearla.
Pero aún había otra cosa que vagamente le retenía, o más bien le convocaba
hacia el interior. Paró mientes en ello y dejó que la idea aflorara bien a la
superficie de su consciencia. Se trataba, por supuesto, del pasadizo en sí mismo,
no como mera vía de escape, sino como lugar recóndito y misterioso. Enseguida
surgieron multitud de preguntas. ¿Cuándo fue construido? ¿Por quiénes? ¿Con
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qué fin? ¿Seguirá siendo empleado en relación con el propósito original? ¿Con
otros, acaso? ¿Y si escondiera algún tesoro, o algún secreto o alguna consigna
para ser desvelada a los tiempos futuros o ya presentes? Puede que disimulara
una biblioteca conteniendo los volúmenes de un conocimiento oculto o de una
magia potentísima que no podía ser puesto al alcance de la mano de cualquiera o
que era legado a la humanidad desde unas generaciones que se perdían en la
niebla de los tiempos.
Bien mirado, valía la pena posponer unos días, incluso unas semanas, la
consecución de la ansiada libertad. Más aún, lo que procedía era efectuar una
investigación personal, sin siquiera comunicarlo a sus dos compañeros, porque
mejor calla una boca que tres, sin que ello fuera óbice para ponerles al corriente
en el momento oportuno y compartir con ellos lo poco o lo mucho que se
encuentre.
Sí, eso era lo que iba a hacer. Ello era, sin la menor duda, la decisión acertada.
Volvió sobre sus pasos hacia el panteón donde ardía el pábilo del candil,
descendió a sus podridas entrañas, penetró de nuevo en el frío pasadizo, colocó
cuidadosamente la losa y comenzó a desandar lo andado a lo largo de él. Pero
despacio, pues le había acudido la idea de que tal vez a ambos lados hubiera
losas del mismo tipo que la del panteón o la de su celda y que dieran acceso a
otras estancias. O dicho de otro modo, quizá no se tratara únicamente de una vía
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de escape del monasterio hacia el exterior, o al contrario, de entrada, sino que,
además, comunicara entre sí diversas casas. Recordó el día en que llegó con su
tío Baltasar. Todas las casas de la vecindad eran mansiones señoriales, de
abolengo, de prosapia antigua. Algo vetustas, cierto, pero poseyendo todas un
innegable carácter. Observaba cuidadosamente el color y la textura del muro. Y,
en efecto, acabó dando con una. La examinó bien, comprobando que estaba
sellada sólo con arena, bien encajada, pero fácil de retirar. Tentado estuvo de
hacerlo de inmediato. Sin embargo, una última precaución lo retuvo. No
resultaba muy hábil intentarlo de noche, con el silencio de mausoleo que reinaba
en todo el barrio, amén de que pudiera darse el caso de que, tras la losa, como
era el caso en su propia celda, se hallara la cama de alguien, que podría
despertarse fácilmente con la operación. Mejor sería efectuarla durante el día.
Desde luego, la acción comportaba de todos modos un riesgo, mas lo juzgó
menor. Además, quizá hubiera un resquicio a través del cual pudiera ver algo del
otro lado. Y si hay personas, oiría sus voces.
Dejando aparte el hecho de que ya no debía quedarle mucho tiempo hasta
laudes.
Nada, no había sino volver durante el día y proceder a una nueva inspección
del lugar, antes de tomar una decisión que, indudablemente, en ese momento se
revelaba precipitada. Apresuró pues el paso.
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Llegado ante su celda, paró un instante las orejas por ver si detectaba algún
ruido extraño en las inmediaciones. Alguien, por ejemplo, que hubiera entrado
en su aposento. Como no oyera nada, entró. Seguidamente colocó la losa en su
sitio. El corazón le golpeaba tan fuerte el pecho que le causaba dolor. Enseguida
se metió en su jergón y se tapó hasta la cabeza.
¿Y si esa calma fuera engañosa porque ya hubieran descubierto su ausencia?
Pero claro, tendrían que haber descubierto su ausencia y el pasadizo, lo cual no
era probable. No solamente no era probable, sino que era casi imposible. Pensó
en una coartada, en caso de que alguien hubiera entrado en su celda sin haberle
hallado en ella. ¿Pero cuándo había sucedido eso? Nunca. Se tranquilizó pues.
Aunque no logró dormirse, desde luego.
De todos modos no tardaron en llamar para laudes.
Mientras se dirigía al coro con los demás, pensó que tal vez el pasadizo
formara parte de la antigua muralla de Madrid, de la que, ahora lo recordaba,
había oído hablar a los monjes pero sin que ninguno de ellos mencionara que se
encontraba justo en el espaldar del monasterio, y que acaso en los archivos de la
biblioteca se pudieran hallar los planos de la misma, aunque mucho le extrañaría
que figurara en ellos el pasadizo, pero quizá le diera alguna idea.
Ello no dejaba de comportar un cierto riesgo, porque si el padre Felipe, por
ejemplo, le sorprendía curioseando en los planos, podría preguntarse con qué
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intención y si es que había algo detrás de semejante interés. Lo cual podría
constituir el inicio de una investigación por parte del astuto fraile. Todo ello iba
pensando y comidiendo mientras rezaba maquinalmente.
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CAPÍTULO X
Diego Fuensaldaña yacía cuan largo era sobre su lecho en la penumbra del
aposento. Las manos juntas, los dedos entrelazados. Parecía rezar. Con su rostro
óseo y enteco, semejaba un santo de Zurbarán, mirando hacia arriba, hacia el
techo o hacia el cielo. No pedía nada. Sólo esperaba. Toda su vida había sido
una larga espera. Eterno postulante de un beneficio en una Corte que ya no
reconocía los antiguos valores, que habían sido reemplazados por la intriga o el
dinero. Pero ahora el verbo esperar había tomado un sentido más estacionario,
menos volitivo, más conformista. Su mirada bien podía calificarse de
imperturbable. Lo demás ya se sabe, las crisis agrícolas, las catástrofes naturales
con sus malas cosechas, la pérdida de poder adquisitivo, los gastos
desmesurados de la Corte para mantener las apariencias y el tren de la casa. La
tenacidad de don Diego Fuensaldaña fue lo que le perdió. Únicamente cuando
ya no tenía remedio comprendió que tan sólo era afortunado en títulos, es decir
en humo. Lo restante, había tenido que venderlo y ya no quedaban rentas, ni
ingresos, ni administradores, ni tierras, ni deudos, ni amigos, ni criados, ni pan.
La Corte es una baraja con naipes marcados, las partidas tienen un texto como
las obras de teatro y cuantas veces se represente la comedia, los ganadores
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siempre serán los mismos, así como los perdedores. Y don Diego era como uno
de esos personajes que deben recibir una estocada en el último acto y la acción
se desarrolla de manera que, en efecto, la reciben. Ello a pesar de que a mitad de
ella, e incluso antes, ya se prevé el desenlace cuando se conoce el género. El
conde de Fuensaldaña no lo ignoraba. Pero la tenacidad, acompañada de un
carácter altivo, es realmente una piedra que arrastra al abismo.
Por ello no cejó en sus pretensiones, aún cuando su existencia desapareció por
completo de la memoria de todos o, como mucho, para los más viejos, era un
personaje mítico que se había engullido la historia y que sólo podía figurar en
viejos pergaminos, archivados en voluminosos armarios cubiertos de polvo. Aún
entonces, don Diego contemplaba sus títulos nobiliarios y aguardaba la carta de
Su Majestad por la cual le nombraba esto o aquello y le asignaba una renta de
tantos ducados que le sacaría de apuros y le otorgaría la relevancia que tuvieron
sus abuelos.
Ello lo esperó durante una serie imposible de años. Lo esperó hasta el final.
Pero ahora ya no esperaba nada porque estaba muerto. En el momento en que se
cumplieron siete arcos de sol sin haber comido una sola miga de pan, don Diego,
conde de Fuensaldaña, cuyos antepasados aportaron huestes para ganar España,
por cuyas venas fluía sangre real, sacó todos sus títulos del cajón, los puso sobre
la cama y se tendió junto a ellos para dejarse morir.
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Ni siquiera él debió saber cuánto tiempo empleó en hacerlo. La vigilia y el
sueño se enlazaron y se enredaron poco a poco con la muerte como en un juego.
Ocasión habría, sin duda, en que el conde se preguntó acaso si se hallaba vivo
todavía o si había muerto, si el sueño era la muerte o el despertar el limbo. El
mundo y todo cuanto contiene le importarían entonces lo que suelen importar
bofetadas en la mejilla de un turco. Razón por la cual se puede presumir que, al
menos durante esos días, conoció la felicidad. Porque, ¿qué mortal, que se
encuentre de veras en sus cabales, no lo envidiaría?
Al cabo, se extinguió sin sentirlo, sin importarle, ignorando a la Corte y al Rey
y a sus privados, de modo semejante a como ellos le habían ignorado a él. Tanto
fue así, que nadie se apercibió de su muerte, nadie lo echó en falta, el mundo
siguió su tren ordinario sin que a nadie se le ocurriera decir pero qué será del
conde de Fuensaldaña, pues hace meses que no lo hallamos. A decir verdad,
durante los últimos años de su existencia, quienes le veían caminar encorvado,
vistiendo harapos, por las callejas de Madrid, le tenían por un mendigo que
acababa de abandonar el zaguán de alguna iglesia y se dirigía a su cubil.
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CAPÍTULO XI
Fray Felipe no se encontraba en la biblioteca. Lorenzo se dirigió al catálogo y
comenzó a inspeccionarlo. Rápidamente encontró la rúbrica “planos”, así como
su emplazamiento. Varios planos del Madrid antiguo aparecían consignados,
con mención de la muralla árabe y de su prolongación cristiana. También
figuraba un plano del propio convento.
Si consultaba todo ese material en la gran sala, podría llamar la atención de
alguno de los padres que se encontraban allí o que podían llegar en cualquier
momento, pero sobre todo temía despertar la curiosidad de fray Felipe, en caso
de que se presentara repentinamente. Mejor sería estudiarlos en la recámara que
servía como taller de reparación de los libros desvencijados que en ese momento
estaba desocupada. Sin embargo, si fray Felipe le descubría allí con ese material,
sería peor el remedio que la enfermedad. Fue a ella y la examinó. Había una
repisa alta donde, en caso de necesidad, podía deslizar rápidamente los planos
enrollados. Decidió afrontar el riesgo.
Se proveyó de un libro desencuadernado y de un bote de cola con su
correspondiente pincel, que depositó sobre una mesa de trabajo. Seguidamente,
fue a buscar un plano de Madrid en el que aparecían las viejas murallas. Lo llevó
63
a la recámara, se situó en un lugar desde donde podía vigilar la puerta de entrada
a la biblioteca, pero de modo que, quien la utilizara, no pudiera ver lo que estaba
manipulando sobre el tablero de la mesa. Lo desplegó, siguió con el dedo el
trazado de la porción cristiana de la muralla. En efecto, pasaba justo por donde
se hallaba emplazado el monasterio. Leyó atentamente aunque sin mucha
convicción la diminuta caligrafía a plumilla practicada en los márgenes, por si
acaso se mencionara el pasadizo. Devolvió el plano a su sitio y agarró el del
monasterio. En él no se mencionaba la muralla, pero en cambio figuraba el
espacio de la misma pues resultaba inverosímil un muro de tal espesor. No
solamente aparecía el convento sino parte de las casas vecinas. Ahora tenía una
idea más clara de la disposición espacial de las construcciones que le rodeaban.
No quiso demorarse más y fue a colocar el plano en su lugar, cerrando con
parsimonia el cajón que lo contenía. Nadie parecía haber reparado sus
movimientos y menos abrigar el menor recelo respecto a ellos. Regresó a la
recámara y reparó el libro.
Fray Felipe no venía. Evidentemente, se reposaba en él, lo que significaba que
le acordaba su confianza. Esa conclusión no le vino sin su pizca de orgullo. Su
maestro le consideraba capaz de orientar a cualquier hermano en el laberinto
bibliográfico de la biblioteca y de ofrecerle la descripción y las características
esenciales del volumen buscado con objeto de proporcionar al interesado las
indicaciones necesarias para confirmarle, o no, en el supuesto interés que
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entraña con relación al estudio que lo ocupa. Y ello cualquiera que fuera la
lengua en cuestión.
Lorenzo tomó un libro escrito en griego y fingió sumergirse en su estudio.
¿Con qué objeto se habría construido la muralla dotándola de un pasadizo
secreto en su interior? No veía otra explicación que la del complot de las
familias más pudientes de la época para evitar pagar el fielato sobre los
productos que introducían, por ese medio, en la ciudad. Lo cual excluía, en un
principio, la posibilidad del tesoro escondido o de una eventualidad más
misteriosa y deseable aún. Aunque, respecto a dicha contingencia, no se hallaría
completamente satisfecho hasta haber practicado un examen minucioso del
corredor secreto en toda su extensión.
Con éstas y otras hipótesis transcurrió la mañana hasta sexta, hora en que
todos los monjes se dirigían al refectorio.
Una vez provisto de su escudilla, generosamente rellena de carne de vaca con
salsa y su correspondiente rebujo de pan, Lorenzo barrió la sala con la mirada
para localizar a Esteban, con quien solía comer.
No le fue difícil reconocerlo bajo el hábito pardo, pues éste disimulaba cada
vez peor la estructura hercúlea del hermano. Resultaba evidente que no estaba
hecho para llevar vida de anacoreta, pues su cuerpo llevaba sin lugar a dudas el
sello de Marte. De tal palo, tal astilla. Los leones, pensó, no hacen corderos.
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Salta a la vista que su lugar no es el monasterio. Por lo tanto, había que sacarlo
lo antes posible de allí. Tal era el sentimiento de urgencia que se percibía en
ello, que Lorenzo no osó comunicarle su descubrimiento, temiendo que el
impetuoso Esteban no determinase utilizarlo de inmediato para poner los pies en
polvorosa.
Así que hablaron de otra cosa. Esteban solía pedirle que le refiriera el
contenido de la última relación escrita por el padre Jerónimo.
-Esta vez habla de un médico de la Corte, ya fallecido, que tenía una casa en
Madrid y otra en Roma y pacientes tanto en una ciudad como en otra. Parece ser
que viajaba entre ambas volando por medios mágicos. De modo que era capaz
de revelar noticias que acababan de ocurrir a tantas leguas de distancia como
separan estos dos lugares. Es más, fray Jerónimo aporta testimonios de personas
principales y dignas de la mayor fe que confirman que fue visto
simultáneamente, o al menos durante el mismo día, en ambas ciudades.
Lorenzo no supo jamás si Esteban creía todo aquello. Lo que sí era evidente
era el placer que experimentaba al escuchar tales relaciones.
-Si uno no tuviera que vender su alma para ello –comentó- daría lo que fuera
por poder hacer otro tanto.
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CAPÍTULO XII
Una noche del mes de enero, particularmente desapacible a causa de una fría y
persistente lluvia, una carroza, tirada por cuatro caballos y escoltada por una
tropilla de jinetes envueltos en negras capas, se detuvo ante la casona de
Leandro Mercado. De ella bajó un capitán igualmente vestido de negro, con una
cruz de Santiago en el pecho, sobre el lugar del corazón. El cual, acercándose al
portalón, dio dos grandes aldabonazos en él.
Todo el personal de la casa se sobresaltó, pues no resultaban habituales las
visitas en ella después de anochecido y menos aún anunciándose con tal
autoridad. Leandro se levantó de la mesa, a la que estaba sentado junto con su
hija, y apartando una cortina echó un discreto vistazo al exterior. El corazón le
dio un vuelco y el rostro fue presa de una mortal palidez. Le pidió a su hija que
no asomara por nada del mundo y se dirigió hacia la escalera.
Mientras descendía, con un gesto ordenó a los criados que abrieran el postigo,
lo cual hicieron de inmediato, cuando don Leandro se hallaba todavía a mitad
del tiro de la escalera. Entró el capitán y enriscando altivamente los ojos tronó:
-¿Don Leandro Mercado?
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-Heme aquí.
-Su Majestad la Reina ordena su comparecencia inmediata en Palacio.
Diciendo esto, se echó a un lado para permitir el paso a don Leandro a través
de la puerta que había permanecido abierta. La circunstancia no admitía
apelación. Por lo tanto, el interpelado se cubrió los hombros con una espesa capa
que un doméstico se apresuró a ofrecerle y salió a la calle. El capitán, abriendo
la portezuela de la carroza, le invitó a instalarse en ella.
Al saber que su destino era Palacio, don Leandro se tranquilizó un tanto. No
obstante, escrutaba las calles por donde circulaban con objeto de tratar de
averiguar si realmente se dirigían a donde le habían dicho.
Llegaron, en efecto, al Real Alcázar y lo introdujeron por una puerta
secundaria. El capitán, sin decir palabra, se puso a avanzar con decisión a lo
largo de una red de pasillos iluminados todos por hachones, subiendo, de tanto
en tanto, escaleras. Al final se detuvo ante una ornamentada puerta y llamó con
los nudillos. Un chambelán la abrió. El capitán hizo una reverencia y, mudo, dio
media vuelta y se fue.
El chambelán ya no se ocupó más de él, sino que, posando su inquisitiva
mirada sobre don Leandro, le indicó con un gesto que pasara adelante. Tras ello,
cerró de nuevo la puerta y echó a andar. Después de doblar un recodo, se detuvo
ante otra puerta no menos ornamentada que la anterior y llamó con gran
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suavidad. Aguardó un instante y enseguida abrió, franqueando la entrada a don
Leandro.
Se trataba de un vastísimo despacho, aunque tan mal iluminado que buena
parte de él permanecía en tinieblas. En un rincón, de pie ante una mesa
iluminada por un candelabro, el cual era, junto con un hachón colgado de la
pared, la única luz que brillaba en la estancia, vio a una mujer delgada y alta,
vestida con hábito religioso. Don Leandro supo enseguida, por la majestad y
altivez de su porte, así como por sus rasgos severos, que se hallaba ante la Reina
Regente Doña Mariana de Austria. Ante ella, del otro lado de la mesa, se
encontraban dos personajes revestidos de negro desde los botines hasta el birrete
jesuítico con que tocaban sus cabezas.
Don Leandro avanzó hacia la Reina y cuando estuvo a una distancia prudente
hizo una profunda reverencia. Durante un tiempo que le pareció interminable, la
Reina permaneció impertérrita, escrutándole con extraordinaria atención, como
si quisiera averiguar lo que había dentro de él, o peor, como si lo supiera y se lo
estuviera reprochando. Concluido el minucioso examen, todavía sin pronunciar
palabra, le hizo un gesto para que se sentara en una silla que permanecía vacía
entre las de los dos jesuitas.
Una vez los cuatro personajes habían tomado asiento, la Reina se dirigió a uno
de los sacerdotes y dijo:
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-Padre Nithard, hablad vos.
El interpelado clavó los ojos en el recién llegado y se puso a estudiarlo con la
misma fijeza que antes lo había hecho el real personaje. Al cabo, desató su
lengua con fuerte acento germánico:
-La Reina, así como su hijo el Rey Carlos II, se hallan desprotegidos en
Madrid, dado que la Villa y Corte goza, por fuero, del privilegio de no alojar ni
sufrir el peso de ninguna tropa. No obstante, ciertos personajes encumbrados del
Reino han adoptado, durante los últimos tiempos, una actitud desafiante ante la
Corona tratando de imponerle, apoyados en su fuerza militar, algunas
disposiciones de gobierno que sólo a ella incumben. Según este estado de cosas,
con el fin de respaldar y asentar cabalmente la autoridad real, su Majestad la
Reina ha tomado la determinación de constituir, aun haciendo fuerza a los
fueros, una guardia de chambergos que quedaría emplazada en la capital.
Llegado a este punto, el jesuita marcó una pausa para estudiar el modo en que
su interlocutor iba asimilando las nociones. Luego prosiguió con una prosodia
más sibilina:
-El proyecto tropieza, sin embargo, con un escollo de talla. Las arcas reales se
encuentran casi vacías. Entre otras cosas –y entonces dirigió una furtiva mirada
a la Reina- por atender a las demandas de don Juan José de Austria, actualmente,
por cierto, acuartelado en Guadalajara como consecuencia del fracaso de la
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misión de don Diego Correa, cuyo objeto era obligar a don Juan a licenciar la
escolta que se había traído de Cataluña, referentes a la disminución de los
impuestos y a la modalidad con que éstos deben aplicarse, es decir, no
gravándolos mayormente sobre el pueblo llano, para cuya aplicación solicita
igualmente la creación de una Junta de Alivios. Como consecuencia de lo
anteriormente expuesto, su Majestad la Reina ha determinado recurrir a otros
procedimientos a fin de reclutar y alojar convenientemente dicha fuerza de
intervención.
El jesuita, sabedor de que no hacía falta añadir nada más, detuvo ahí su
discurso. Don Leandro Mercader se dio por aludido.
-Excelencia –repuso,- con la mayor brevedad posible me pondré en contacto
con mis proveedores.
-Así debe ser, puesto que la situación política actual no admite demora.
Cualquier día de estos amanece tarde ya para todo.
-¿Sugiere su Excelencia un determinado plazo?
-Una semana para aportar un tercio de la cantidad global, constituiría un
período ya, de por sí, largo, dadas las circunstancias que, insisto, se hallan
cargadas del mayor dramatismo. El estado de precariedad extrema en que se
halla la Corona urge y no hay un momento que perder. Si salís airoso de la
misión que se os encomienda, seréis dignamente recompensado.
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Dichas estas palabras, la Reina se puso en pie. Los demás la imitaron. El padre
Nithard se dirigió a la puerta para convocar al ujier, quien había recibido la
orden de aguardar en la sala contigua.
Don Leandro ejecutó de nuevo una profunda reverencia y salió del aposento.
Los padres jesuitas, Juan Everardo Nithard, Inquisidor General de España, y el
otro inquisidor, el padre Valladares, procedieron de idéntica manera, aunque
demorándose un tanto para poder salir solos de los aposentos reales, cuando ya
el ujier había hecho desaparecer al converso.
Ambos jesuitas se perdieron solos por los interminables pasillos de Palacio
que Nithard conocía ya como la palma de su mano.
-No escatime Vuestra Merced los agentes en su seguimiento –le recomendó a
Valladares.- Que tenga siempre varios de ellos a sus talones. Pues, dada la
urgencia que hemos imprimido a su gestión, forzosamente habrá de cometer
errores o imprudencias. Necesitamos conocer el mayor número de sus
proveedores, a la par que reunir elementos para que, una vez los fondos en
nuestro poder, erigirles, a él el primero, una causa en el Santo Oficio.
Una causa en el Santo Oficio implicaba arresto sin ningún mandato y prisión
secreta. Eso no hacía falta ni siquiera mencionarlo. El objetivo con ello
perseguido tampoco. Evitar, no solamente el pago de los intereses, sino también
la devolución del capital en su totalidad. Amén de, por el mismo procedimiento,
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apoderarse de las haciendas, a ser posible de todos ellos, para engrosar con ellas
las ávidas arcas de la Santa Inquisición y con sus vidas dar un sonado
espectáculo en la Plaza Mayor de Madrid, mediante un Auto de fe con el boato y
la solemnidad de los de antaño.
74
CAPÍTULO I
Nona era la hora ideal para explorar el pasadizo durante el día. Poca luz iba a
penetrar en él, presumió Lorenzo, mas cada rayo de la misma, cada resquicio
que la dejara pasar, sería un indicio a tomar en consideración, junto con otros,
por supuesto.
La aprensión de la noche anterior fue reemplazada por una ansiedad que le
obligó a despedirse sumariamente de Esteban, no sin prometerle que hacia la
media tarde iría, como siempre, al granero para su cotidiana lección de esgrima.
Los corredores del convento se hallaban ya desiertos, pues la mayor parte de
los monjes, especialmente los más viejos, practicaban la benéfica siesta. Mejor,
se dijo, si nadie me ve entrar en mi celda.
Sin pensarlo dos veces, atrapó su candil, por si acaso, y se escabulló debajo de
su cama. En un santiamén se encontraba al otro lado, en un mundo como de
ultratumba, frío y oscuro.
Al comienzo no veía nada, por lo que se sentó un momento en el suelo para
habituar sus ojos a las tinieblas. En efecto, al cabo de un rato, una suerte de halo,
de nimbo impreciso que no se sabía bien de dónde provenía le permitió
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distinguir los paños de muro más cercanos y, conforme pasaba el tiempo, una
porción más grande del cañón abovedado.
No obstante, mientras aguardaba sentado en el frío y húmedo suelo, abrazado
a sus rodillas, otra cosa atrajo su atención. No se trataba de un estímulo visual,
sino sonoro. Un leve murmullo como el que producen dos personas navegando
en el mar sereno de un diálogo pausado, maduro, cabal. Algo así como la
conversación entre dos viejos que, durante los cálidos atardeceres de verano,
sacaban sus sillas de enea a la puerta de las casas de Arévalo y platicaban queda
y sentenciosamente sobre el tiempo, las cosechas, la política, la vida y la muerte.
Y decían cosas dignas de ser grabadas en el blanco del ojo.
Se levantó para acercarse a la losa que sellaba la entrada secreta a la celda de
su maestro. En efecto, a medida que se aproximaba a ella fue reconociendo su
voz cavernosa de hombre enjuto pero denso. Sintió un poco de vergüenza al
comprender que no era legítimo escuchar aquella conversación privada. Era
como espiarle. Sin embargo, no dejaba de ser curioso que fray Felipe recibiera a
otro monje en su celda. No constituía un hecho habitual en él, pues de sobra era
conocido su carácter distante, altivo y autosuficiente. Además, la voz de su
interlocutor le era absolutamente desconocida y lo más notable afectaba la
calidad de la misma, daba la sensación de que estuviera hablando por la boca de
un pozo toda el agua que cabe en un río o en un lago. De ella se despedía un
sentimiento de potencia al tiempo que de suavidad. Y el tono era el de alguien
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para quien la vida no es más que un juego de naipes en el que no se apuesta
nada. Sólo se juega para ayudar a pasar una larga tarde de estío y para reunirse
alrededor de una mesa y hablar de cualquier cosa mientras se ocupan las manos.
No obstante, Lorenzo no prestaba todavía atención al significado de las
palabras que ya oía con toda nitidez. Por el mero hecho, sin duda, de que aunque
se comprenda la carga semántica de una palabra, o de una frase incluso, si éstas
se hallan desligadas todavía de un corpus lingüístico suficiente, pues se oyen
como quien escucha llover. Había, sin embargo, otro detalle que absorbía toda la
atención del muchacho. En una de las junturas de la losa había desaparecido la
arenilla en parte y podía percibirse netamente una diminuta rendija a través de la
cual se afirmaba una levísima raja de claridad.
A Lorenzo le pareció indigno lo que iba a hacer, pero no pudo evitarlo. Acercó
el ojo a la minúscula grieta.
Al fondo de la celda se veía enteramente a fray Felipe, de pie, aunque apoyado
en su mesa de trabajo. El desconocido no se hallaba en su campo visual, pero su
voz sonaba muy cerca. Por eso y por la dirección de la mirada del fraile,
Lorenzo dedujo que, en realidad, lo tenía casi junto a él y se estremeció de
repente sin saber muy bien por qué.
Su maestro hablaba de algo extremadamente peligroso, como una nube de
serpientes de fuego. Ahora ya podía concentrar toda su atención en el sentido de
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las palabras que escuchaba. Algo que no podía caer entre las manos de una
persona vana o sensual o apasionada, porque entonces se revelaba su lado
maléfico que poseía con igual intensidad que el provechoso y saludable. Por otra
parte, tampoco debía permanecer sepultado por los siglos de los siglos, pues era
un cuerpo vivo y salvado. Rogaba pues a su interlocutor, a quien se había
dirigido con el curioso nombre de Dunia, que le ayudara a encontrar un nuevo
posesor, alguien que fuera digno e irreprochable, dado que a él, ambos lo sabían,
le había sonado la hora.
¿Qué diablos podía ser ese algo, esa cosa u objeto, que, al propio tiempo podía
ser calificado de cuerpo vivo y salvado? Y sobre todo, ¿qué podía ser aquello a
quien, o a lo que, ya no sabía muy bien cómo hablar, su maestro atribuía
propiedades tan terribles y espantosas?
En eso fray Felipe se volvió de repente hacia la mesa, abrió la primera gaveta,
la más próxima al tablero, introdujo en el hueco sus largos y sarmentosos dedos
que hicieron crujir algo en el interior. Seguidamente alzó el tablero quedando al
descubierto un pequeño cajón secreto, del que extrajo un libro encuadernado con
tapas de un ennegrecido cuero repujado.
-Si lo dejo aquí –explicó, mientras levantaba en el aire el misterioso volumen
cual Moisés hubiera hecho con las tablas de la Ley ante el pueblo judío.- Tarde o
temprano alguien lo encontrará. Pero ¿quién será ese alguien?
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-Para empezar, deberá ser una persona culta, de lo contrario no le sería de
ninguna utilidad, ya que está escrito en latín.
-La cultura, incluso el saber, no es un argumento definitivo. En este
monasterio existen varones doctos y la mayoría de los monjes lee correctamente
el latín. Sin embargo, ¿cuántos de ellos se hallan preparados para detentar, sin
perder la razón, el inmenso poder contenido entre estas dos tapas?
Entonces Lorenzo vio aparecer el más curioso personaje que jamás habían
contemplado sus ojos. Vestía una túnica escarlata con infinidad de pliegues,
confeccionada con una materia que le era desconocida, la cual le dejaba al
descubierto, hasta los hombros, unos brazos rollizos. Era de talla y de edad
mediana. Su rostro aparecía redondo como una luna llena, pero atezado, diríase
más bien como un anaranjado sol cercano ya al poniente. Ofrecía pues la
impresión de que llevaba una hogaza bien cocida sobre un cuello corto en
demasía. Y en ella, unos ojos inmensos, dotados de una córnea blanquísima, que
deslumbraba casi a quien la miraba, en el centro de la cual se hallaba incrustada
una durísima piedra de ónice. Negra pupila que semejaba un botón a punto de
dispararse y uno sentía sobre su corazón la presión real de esa mirada.
-No debes preocuparte, amo, por cuanto pueda suceder después de ti. Cuando
tú ya no estés, se habrá acabado el universo, pues éste ha sido creado
expresamente con relación a cada uno de los hombres, que son dioses. Lo
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mismo sucede para con el libro, el cual, como muy bien has dicho, es un cuerpo
salvado y vivo.
Entonces, el misterioso personaje llamado Dunia, se volvió para mirar
directamente a los ojos de Lorenzo, como si el muro y la losa no existieran para
él, sino que hubieran sido siempre como una neblina que el sol de sus ojos disipa
con autoridad. El muchacho se quedó petrificado, lleno a rebosar de un terror
inefable. Pero aquel ser prosiguió, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos,
turbando igualmente al padre Felipe, quien no alcanzaba a vislumbrar el objeto
de su atención.
-El libro siempre encuentra su camino. Es Él quien elige a su amo.
Los ojos de Dunia estaban escrutando los más escondidos, los más profundos
y oscuros recovecos del alma de Lorenzo, quien no pudo soportar tal examen y
levantándose de golpe huyó a su celda como alma que lleva el diablo. Sólo
cuando se hubo tapado, cabeza y todo, con la frazada, notó que estaba empapado
con un sudor frío y tiritando como si se hubiera bañado bajo la capa de hielo de
un estanque.
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CAPÍTULO II
Cuando llegó al granero donde se daban las cuchilladas de palo, todavía le
temblaban las piernas. Bartolo, nada más verle, dijo:
-Demasiado tarde me llamasteis. Habéis cogido uno de esos resfriados que son
para señalar con una raya en la chimenea. Yo en vuestro lugar iría a ver al padre
herbolario de inmediato.
-No es nada. Pero la verdad... Más vale que no desenfunde hoy la espada.
-Entonces te tocará vigilar todo el rato –sentenció Esteban.- ¿Y cómo has
podido atrapar ese resfriado caballar?
Bartolo le refirió todo con pelos y señales. Lo de las corrientes de aire y, de
postre, lo de las ratas. Lorenzo no le quitaba ojo al rostro de Esteban por ver si el
relato de su desventura despertaba en él alguna sospecha, si vislumbraba algún
indicio del estilo de que las corrientes vienen del exterior, así como que las ratas
entran y salen y que tal vez... Pero claro, el aire y las ratas no son personas.
Afortunadamente Bartolo no repitió su metáfora del barco con las velas
desplegadas. Calificó simplemente el boquete de enorme, pero claro, enorme...
Y en boca de Bartolo....
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Esteban se limitó a exclamar:
-¡Vaya por Dios! ¡Menuda aventura!
Y enseguida se pusieron a hacer cantar las espadas. Que, por cierto, menos
mal que la mayor parte de los hermanos era algo dura de oído. Lorenzo se quedó
pues allí, al pie de la escalera, abrazado a sus rodillas y sin poder ahuyentar la
desconcertante, aguda e inquisitiva mirada de ese curioso personaje que atendía
al no menos extravagante nombre de Dunia. ¿Cómo habría podido penetrar allí?
Si por la puerta principal, forzosamente habría sido visto y a esas horas el
cenobio entero se habría hecho callos en el paladar con la lengua, pero nadie
hacía el menor comentario al respecto. Si por el pasadizo, la losa no conservaría
todavía casi enteramente la suerte de arenilla que la sella.
Tanto le dio vueltas a la cuestión al derecho y al revés, que el tiempo pasó sin
que llegara a enterarse. Los espadachines habían escondido ya sus armas entre la
paja y se disponían a abandonar el campo. Descendieron la escalera en silencio y
Bartolo se fue raudo a continuar un trabajo de albañilería que estaba efectuando
en el jardín. Los otros dos se sentaron en el claustro.
-¿No habrás olvidado nuestro proyecto de hacernos caballeros andantes y de
recorrer el mundo deshaciendo entuertos? Mira –señaló con un gesto de la
barbilla a Bartolo.-Tenemos un buen escudero.
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No dejaba de ser curioso que, después de dos años, justamente ese día lo
mencionara. Lorenzo, sin embargo, sonrió.
-No.
-¿Y tienes algún plan?
El interpelado recuperó la seriedad antes de responder.
-No lo tengo todavía –mintió,- pero pienso a menudo.
Y luego, ensimismado, añadió:
-En cualquier caso, ve haciéndote a la idea que ello ya no puede tardar.
Aquella noche se presentaba mal para conciliar el sueño. Todos los esfuerzos
que hizo para descartar la sospecha de que el tal Dunia no era una persona de
carne y hueso, sino un genio tutelar, invocado por fray Felipe, con ayuda del
grimorio extraído del escondite secreto que había apañado en su mesa de
trabajo, resultaron vanos. No deja de ser curioso, pensó, el hecho de que la
mayor parte de la gente suele creer en la brujería y, en un sentido amplio, en
todo fenómeno sobrenatural. Arévalo constituye un claro ejemplo de ello. Si
cuanta historia de brujas que circula por la población tuviera que ser reunida e
impresa en pliegos de cordel, no se fabricaría bastante esparto en toda España
para confeccionarlos. Sin embargo, en la vida real, cada cual toma innumerables
precauciones antes de admitir como cierto un hecho de esta índole. Tú sueñas
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despierto, muchacho, suelen replicar, ante toda relación que exhale un tufillo
sospechoso a azufre, viejas que, por su aspecto, podrían figurar sin desdoro en el
grabado de cualquier escena de aquelarre y que tal vez, al anochecer, junto al
fuego, mientras hierve la marmita, espantan a la chiquillería con historias de
hechiceras que sacrifican niños al diablo. Él, sin ir más lejos, encontraba un
placer indudable con las relaciones de fray Jerónimo, pero no podía evitar
leerlas con cierto escepticismo, el cual crecía a ojos vistas cuando se trataba de
comentarlas con otros. Por esta misma razón, se resistía a admitir lo que cada
vez se le iba perfilando con mayor nitidez como pintado con todas las trazas de
la evidencia. Parece ser que, envuelto en las tinieblas de la noche, uno esté más
predispuesto a acordar crédito a tales fenómenos, mas con la llegada del día se
desvanecen las fantasías al tiempo que toma cuerpo y densidad la realidad
cotidiana que constituye el mundo.
Pero Lorenzo se hallaba en la oscuridad de su habitación, rodeado del silencio
sepulcral de un monasterio y era otra visión del universo la que, muy a pesar
suyo, se le iba imponiendo a su mente.
Mas la fatiga acabó dando cuenta de él. En algún momento debió dormirse
porque se vio dentro del corredor secreto, caminando despacio tras el enigmático
Dunia. De repente éste se detuvo y volviéndose a mirarlo con sus ojos sabios e
inquisitivos, susurró estas palabras: “¡Te llaman! ¿Lo oyes? ¡He aquí la primera
Sala! ¿Escuchas cómo lloran en torno tuyo? ¿Escuchas cómo te glorifican,
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cómo exaltan tus virtudes? Erguido, derecho, ¡oh Horus!, eres, en verdad,
majestuoso y fuerte. Lo mismo que tú, y después de las ceremonias en mi honor,
he sido puesto enteramente derecho.... Ptah ha deshecho a tus enemigos;
prisioneros, obedecen tus órdenes. De pie estás y tu palabra es ley para ellos,
así como para la multitud de dioses y diosas”.
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CAPÍTULO III
Mientras sonaba nona en los campanarios de la Villa y Corte, Lorenzo
penetraba en el pasadizo. Abrigaba la intuición de que Dunia se había dirigido a
él en sueños con objeto de incitarle a introducirse en lo que había denominado
“primera sala”. Venía provisto de un mondadientes que le iba a servir para
raspar la frágil arenilla de la losa y crear un punto o una grieta, a través de la
cual observar primero el interior antes de entrar, si no había peligro. “La primera
sala” no podía ser la de fray Felipe, porque el mistagogo había pasado de largo.
En cambio, se había detenido tras el recodo, al principio de ese tramo.
No era fácil distinguir la losa en la semioscuridad, cubierta como estaba por
una densa capa de polvo. El gris uniforme apenas viraba un grado hacia el
blanco. Tuvo que efectuar varias idas y venidas a lo largo de la porción probable
para dar al fin con ella.
Se puso pues a rascar con delicadeza hasta que se formó un átomo de luz como
una diminuta burbuja brillante. Aplicó a él su ojo y al punto todo su cuerpo se
estremeció como una higuera que se sacude para que caiga su fruto. Una
sensación hasta entonces desconocida y extraordinariamente turbadora lo
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invadió. Era como si se hubiera impregnado de una niebla de fuego. Su sangre y
toda su naturaleza se exaltó.
La visión que surgió ante él se componía de los siguientes elementos. Se
trataba de una estancia rutilante, con un balcón al fondo por donde entraba la luz
a raudales. Cerca de él había una cama, se veían varios muebles de madera noble
y oscura, cuadros y tapices. Pero en el centro de la pieza había una bañera y
dentro de ella una aparición tan deslumbrante, tan esplendorosa, conmovedora e
impresionante que, en un primer momento, dudó que se tratara de una criatura
real, sino más bien el producto de un hechizo que Dunia, ese ser fantástico,
había lanzado sobre él para hacerle ver cosas que no existían. Que no podían
existir.
Dentro de la bañera se hallaba una doncella o ninfa de una belleza tal, que un
pobre monje, de apenas dieciocho años, sólo de milagro podía soportar y seguir
manteniéndose vivo. Aquella visión únicamente podía resultar apropiada para
los más fuertes, para los más imperturbables. Pero a él le estaba causando unos
efectos devastadores.
Se la veía desnuda de medio cuerpo. Una forma ondulante y esbelta como una
llama color corteza de pan surgía por encima del alabastro de la bañera, envuelta
por una larguísima y tupida cabellera castaña que debía llegarle a la cintura o
quizás más abajo. Los senos turgentes y enhiestos como dos brevas silvestres.
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La boca, breve, se abría de un modo irresistible, dejando ver unos dientes como
ermitas enjalbegadas coruscando bajo el implacable sol del mediodía. De sus
orejas pendían dos grandes y finos aros de oro. Su mirada poseía el poder de
cien mil escorpiones y Lorenzo prefirió morir antes que sacarla de sus ojos y de
su conciencia y separarse de ella. Aquello era más, muchísimo más de lo que él
estaba preparado para soportar y se quedó anonadado, cual si hubiera recibido
un mazazo en la cabeza.
Así, como flotando por los aires, como soñando, vio entrar una dueña.
-Casilda, vuestro padre desea hablaros.
Entonces fue lo más duro, lo más difícil. Porque lo que vio fue nada menos
que Venus saliendo del baño. El corazón dejó de latir y la boca se le secó hasta
convertirse en una grieta polvorienta.
Casilda, tras secarse con una nacarada toalla, comenzó a vestirse pero no a
amenguar su belleza, sino a transformarla, a hacerla distinta, a darle un toque tal
que pudiera ser vista y asimilada por el mundo. Pero él llevaba ya en el corazón
una herida que no se curaría jamás.
Cuando la doncella hubo terminado de vestirse, salió el ama, volviendo al
poco rato con dos esclavos negros quienes retiraron la bañera.
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Seguidamente entró un caballero provecto, con una barba blanca pero bien
cortada y envuelto en una espesa capa negra.
-Casilda, hija, sé que has estado inquieta durante estos últimos días. Habrás
adivinado, no obstante, que un asunto de la más elevada importancia se ha
abatido sobre mí, requiriendo toda mi atención. Ahora, todo lo que tenía que
hacer está hecho y sólo queda esperar la suerte que el destino nos tenga
reservada.
La muchacha se sentó en una silla situada ante el umbral de la puerta que daba
al balcón. Al fondo se veía el cielo azul de Madrid.
-Ni siquiera vale la pena mencionar –repuso- que dicho asunto está
relacionado con aquella intempestiva salida nocturna, de cuando vino la carroza,
escoltada por jinetes de la guardia real, a buscarte.
-En efecto.
-¿A dónde te llevaron?
-A Palacio.
-¿Y para qué se te requería en Palacio?
-Me recibió la Reina regente en persona. Flanqueada por nuestros más
temibles enemigos. Junto a ella se hallaba el inquisidor Valladares y el propio
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Nithard, Inquisidor General. Resulta difícil expresar la sensación que uno
experimenta cuando se sabe cordero bajo la piel de otro animal, paseándose
entre lobos hambrientos. En fin, el valido de la Reina ha concebido la creación
de una guardia de chambergos, un verdadero cuerpo de ejército, que pretende
alojar aquí en Madrid, pese a que los fueros no lo permiten, con el fin de afirmar
con esta fuerza armada la autoridad real y asegurar su protección, especialmente
contra las asechanzas del hermanastro del Rey, don Juan José de Austria, quien
se encuentra acuartelado en Guadalajara, con una potente fuerza militar a su
disposición. Lo que de mí se espera es que convenza a mis relaciones para que,
entre todos, sufraguemos la creación de dicho cuerpo.
-Mediante la percepción de intereses, supongo.
-No muy elevados, desde luego, aunque, dada la envergadura de la operación,
no dejarían de producir pingües beneficios.
-Pero recelas una celada.
-En efecto.
-La demanda no está desprovista de cierta lógica, dada la apremiante situación
política.
-No me cabe la menor duda de la sinceridad con que se pretende la creación de
dicha fuerza militar. No obstante, dudo más respecto a la intención de los
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futuros acreedores por cuanto se refiere a pagar los intereses contraídos, una vez
su propósito alcanzado.
-¿Y si tus relaciones decidieran rechazar la proposición?
-Ello podría revelarse infinitamente más peligroso para todos nosotros.
-Entiendo.
-Habrá que ir con los pies de plomo.
-Ocurre, sin embargo, que me han acordado una semana de plazo para reunir
un tercio de la cantidad requerida. Lo cual se deriva sin duda de la suposición de
que bastará con mis más allegados colaboradores para aportar tal cantidad. El
resto, presumen que tardará más en llegar pues se supone que debo solicitarlo
fuera de Madrid, tal vez en el extranjero.
-Sí, la cercana presencia de don Juan les inquieta. Los mandos del ejército ven
en él al único candidato posible a salvador de la Patria.
-Eso es verdad. Pero también lo es que, dándome un plazo tan breve, cabe
dentro de lo posible que cometa algún error y delate a mis fuentes. Siendo
enseguida vigilados todos de cerca por los invisibles familiares del Santo Oficio,
que están por todas partes, en todos los estamentos y profesiones. Razón por la
cual debemos mostrarnos extraordinariamente prudentes y redoblar de devoción
católica.
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-Así se hará, padre. Sé tú también cauto en tus contactos y gestiones.
-Por cierto, don Ricardo Cusach nos envía el aporte de Barcelona, traído por
su hijo en persona, tu prometido, aprovechando la coyuntura para que os
conozcáis.
Casilda inclinó ligeramente la cabeza.
-Tu voluntad será cumplida en todo, padre.
Lorenzo había escuchado la conversación tal como si se hubiera encontrado
entre ellos dos. Y se quedó maravillado, como si estuviera todavía en la
prolongación del sueño en que se le había aparecido Dunia. Hasta tal punto que
dudó en ese instante de la realidad de la visión en la que éste se mostró por
primera vez ante sus ojos, en la celda de fray Felipe, o si acaso se trataba
también de una ilusión sobrevenida mientras dormía.
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CAPÍTULO IV
“¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la cuarta Sala! Tus dos brazos son
semejantes a estanques en la época de las inundaciones abundantes... ¡Mira
cuántas estatuas del Amo de las Aguas adornan por todas partes los estanques
sagrados! ¡Observa! Tus dos caderas están circundadas de oro; tus rodillas son
semejantes a plantas acuáticas abrigando a profusión nidos de pájaros. Tus
piernas te conducen hacia la Vía de la Felicidad y tus pies estables son ya para
siempre jamás... En verdad, tus brazos son estanques con bordes de piedra; tus
dedos son barras de oro; y sus uñas, como pedazos de sílex, ¡laboran por ti!”
Lorenzo se despertó bañado en sudor. Dunia había pasado de la primera Sala a
la cuarta, saltándose la segunda y la tercera. Así, lo había conducido hasta casi el
final del pasillo antes de detenerse para hablar. Sus palabras le habían insuflado
una inusitada confianza en sí mismo, sentía como si le hubieran refrescado los
huesos.
Por otra parte, no podía dejar de pensar en Casilda. En su peregrina belleza y
en todo cuanto había escuchado de su boca y de la de su padre. Le faltaban
elementos para poder enlazar todos los cabos de la situación en que se veían
inmersos, sin embargo, lo esencial, el grave peligro en que se encontraban
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ambos, sí lo había percibido. Pero claro, la envergadura y la ubicación de la
misma estaban tan fuera de su alcance que no podía hacer otra cosa sino
inquietarse por ellos.
Tras los oficios de la mañana, se dirigió a afrontar su trabajo de la biblioteca
con la cabeza plenamente ocupada en otros asuntos. El padre Felipe se le quedó
mirando de un modo muy extraño. Lorenzo procuró disimular su azoramiento.
-Toma –le dijo-, lee esto. Mejor, estúdialo. Yo me ocuparé de atender a los
hermanos que vayan llegando. Tú, ve a la recámara y lee.
El libro en cuestión estaba escrito en griego y traía por título Stobaeus. Dicha
lectura lo mantuvo ocupado y, milagro, concentrado, durante toda la mañana.
Para llevarla a cabo no tuvo más remedio que recurrir a un voluminoso
diccionario que colocó a su lado y al que no concedió tregua en el transcurso del
mencionado lapso.
De repente se volvió y descubrió que fray Felipe se encontraba justo detrás de
él, contemplándole. Lo mismo podía haber estado allí desde hacía una hora.
-El secreto de los secretos –le espetó a bocajarro- está contenido en la palabra
Emmanuel, Dios con nosotros. O si lo prefieres, Dios en nosotros.
Y diciendo eso, abandonó precipitadamente la pequeña estancia, como si
hubiera dicho demasiado y se arrepintiera de haberlo hecho.
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Lorenzo siguió leyendo hasta que sonó sexta y entonces se dirigió al
refectorio. Temía encontrar en él a Esteban porque su amigo tenía la rara
habilidad de leer en su pensamiento. Pero ello era inevitable y tuvo que
esforzarse por ocultar su agitación interna. Si lo consiguió o no, resultaba difícil
saberlo pues Esteban poseía la rara cualidad de la discreción.
No así Bartolo quien, al cruzarse con él en el claustro, le dijo con su
característico y redondo vozarrón:
-Todavía no os habéis repuesto, señor bibliotecario. Estáis más pálido que una
lechada.
-Se me pasará, Bartolo. Descuida.
-Debéis cuidaros. Una buena siesta no os vendría mal.
-A eso voy, Bartolo. Hasta dentro de un rato.
De siesta ni hablar. Le esperaba la cuarta sala.
Al pasar por la primera no pudo evitar demorarse un instante para echar un
vistazo, pero la alcoba de Casilda estaba desierta. Siguió pues adelante hasta dar
con la cuarta losa y rascó sutilmente con el mondadientes.
Ante sí se descubrió un vasto aposento similar al de la hermosa joven, pero en
este caso sumido en penumbra y desprovisto de adornos y mobiliario. La puerta
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cristalera del balcón se hallaba cubierta por espesos cortinones que apenas
dejaban pasar una macilenta claridad. Las paredes se hallaban desnudas. La
pieza sólo contenía, en realidad, dos enseres, un jergón cubierto de una manta
raída y una mesa con una única silla. En ella se hallaba sentado un viejo de pelo
y barbas tan albos que parecía iluminar con ellos la semioscuridad. Vestía un
sayo en piltrafas, de un color indefinible. Inclinado sobre la mesa, escribía con
aplicación febril. La imagen que ofrecía era tan lóbrega que Lorenzo no pudo
evitar sentir una cierta desdicha.
Al cabo, el carcamal concluyó la misiva. La dobló y la deslizó en el interior de
un sobre que selló de inmediato. Hecho esto, se volvió con un movimiento tan
brusco que Lorenzo se sobresaltó, creyendo que lo había descubierto o más bien
que, mediante una rara intuición, había adivinado su presencia. Sin embargo, la
mirada del vejete se lanzó en otra dirección, lo cual tuvo la virtud de serenar al
contemplador, y acto seguido se levantó como movido por un resorte. Se fue
directo hacia un pilar, desplazó una moldura, quitó una pequeña plancha de
madera, extrajo una arqueta de un hueco y volvió a cerrar todo en un
movimiento rapidísimo, visto y no visto. Tras lo cual protegió el cofre con
ambos brazos y lanzó miradas como cuchilladas en todas direcciones, incluida la
de Lorenzo. Al cabo se calmó y regresó a la mesa.
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Una vez en ella, puso ambas manos sobre el cofre, como si quisiera calentarlo,
o propiciarle una caricia única si bien intensa, pero no lo abrió todavía, sino que
se dirigió a la puerta para comprobar que se hallaba cerrada con llave.
Sólo entonces regresó ante la arqueta y, con sumo cuidado, abrió la tapa.
Metió la mano en su interior experimentando un placer indescriptible, cual si se
tratara de un cuero de agua caliente en el transcurso de una de las más frías
noches de invierno, y empezó a sacar doblones de oro que iba contando y
apilando en doradas columnas de idénticas dimensiones. Cuando los hubo
sacado todos, los contempló durante un rato sin moverse, sin apenas parpadear.
Luego se levantó y se puso a mirarlas de arriba abajo. Seguidamente buscó otro
ángulo para tener otra perspectiva de sus queridas hijuelas y luego otro, hasta
que se hartó de verlas desde todas las direcciones posibles, como almacenando
en su conciencia la mayor cantidad posible de su existencia tangible.
Tomada la decisión de guardarlas, lo ejecutó con una rapidez y habilidad
sorprendentes. Nuevo vistazo suspicaz hacia los cuatro puntos cardinales y cual
ratón que ventea el gato y se apresura a ganar su agujero, se dirigió él a su
escondrijo, metió la arqueta dentro y lo tapó con una agilidad difícilmente
imaginable a sus años.
Hecho lo cual, regresó a su silla y se quedó hierático como una esfinge.
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Lorenzo lo contempló, incrédulo, durante un rato, hasta que se aburrió y se fue
de vuelta a su celda.
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CAPÍTULO V
Esa tarde se mostró más animoso con la espada y peleó valientemente con
ambos contrincantes, razón por la cual Bartolo dio por concluido el episodio del
resfriado de Lorenzo.
Realmente el ejercicio físico le hizo bien y le abrió el apetito. El hombre está
hecho así, sus pasmos pueden ser intensos, mas duran poco. Si de repente los
burros se pusieran a predicar en las cátedras y en los púlpitos, o el cielo pasara
abajo y la tierra firme arriba, o todos los animales de esta última se echaran de
cabeza al mar para habitar en él y los de éste se establecieran definitivamente en
la tierra, el hombre se quedaría despatarrado el primer día, sorprendido el
segundo, pero al tercero ya se habría hecho a la nueva situación.
Lorenzo se trajo después de vísperas el Stobaeus, así como el diccionario, a su
celda, alumbró el candil y prosiguió su lectura. Este libro le explicaba hasta qué
punto el hombre es una maravilla, una luz brillante aunque escondida bajo un
celemín, un microcosmos hecho a imagen y semejanza del macrocosmos y en
permanente conexión con él. Estuvo leyendo más tiempo del que convenía a un
monje que debe levantarse a maitines para cantar las alabanzas de su Señor.
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Cuando se dio cuenta de lo tarde que era, se apresuró a apagar el candil y cayó
rendido en el jergón.
“¡Te llaman! ¿Lo oyes? ¡He aquí la tercera Sala! Tu cabeza, ¡oh Señor!,
adornada con largas trenzas de mujer asiática, navega en la Barca; y el brillo
de tu Rostro ilumina la morada del dios de la Luna. La parte alta de tu Cuerpo
es azul como el lapislázuli, los bucles de tu cabellera son más negros que las
Puertas de la Mansión de los Muertos. Los rayos de Ra iluminan tu Corona
adornada con piedras azules. Tus vestidos de oro están adornados con
lapislázuli. Tus cejas son dos diosas hermanas de las cuales las serpientes
sagradas dominan la cabellera. Tu nariz respira el Aire del Cielo. Tus ojos,
fijos, miran las montañas de Bakhó que se extienden en el Más allá. Tus
pestañas inmóviles están para toda la Eternidad. Tu párpado inferior está
teñido de pintura sombría “mestem”. Tus dos labios testimonian la Verdad, hija
de Ra; ella calma la cólera de los dioses. Tus dientes son cabezas de la diosa
serpiente Mehén. He aquí que tu lengua llega a ser hábil e inteligente. Tu
manera de hablar es más penetrante que lo es al alba la melodía de los pájaros
de los campos. Tus mandíbulas se extienden hasta lo infinito, y alcanzan los
Espacios Estrellados. Tu pecho permanece inmóvil; luego se dirige, al punto,
hacia los Mundos del Amenti.”
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-El secreto de los secretos está en la palabra Emmanuel –insistió fray Felipe-
únete a él, que eres tú, mediante una vida de santidad y tus palabras quedarán
inscritas para siempre en el eterno devenir.
Otra vez, por orden de su maestro, Lorenzo pasó la mañana entera en
concentrado estudio. La actitud de fray Felipe daba a entender que había cierta
urgencia en ello. A decir verdad, esa impresión de que las aguas de la existencia
en las que se hallaba flotando comenzaban a agitarse y a avanzar cada vez más
aceleradamente era generalizada, la podía sentir allí donde estuviera, pero no
alcanzaba a atribuirla a nada en concreto. Cierto, intuía que iba a abandonar el
convento, pero no sabía ni cuándo ni cómo. Dunia, en sus oníricas apariciones,
parecía inscribir las visiones que le presentaba en ese designio, pero cualquiera
sabe, sus palabras eran tan misteriosas. De momento, la historia de Casilda, con
la amenaza que pesaba sobre ella, no le incitaba precisamente a abandonarla e
irse por los montes reales, aunque no tenía ni la menor idea de qué hacer para
ayudarla en caso de necesidad. Quizá, después de todo, la operación salida se
revele más laboriosa y paulatina de lo que había imaginado, si bien parecía
perfilarse como algo inevitable, cargado, si acaso, ahora, con algún designio
particular, atendiendo a la intervención de ese extraño personaje que se le
aparecía regularmente en sueños.
Cuando concluyó la refacción de mediodía, se dirigió, presuroso, hacia su
aposento, pues de súbito le había venido el prurito de conocer esa tercera sala.
101
Resultaba curioso cómo, desde hacía unos días, lograba embridar sus ansias,
concentrarse plenamente en lo que tenía que hacer y desplazar el entusiasmo
para los momentos de acción. Ahora había llegado uno de ellos.
Unos minutos más tarde se hallaba avanzando por el lúgubre corredor en
busca de la tercera losa. Sus ojos ya estaban avezados a la tarea de buscarla, así
que no tardó en dar con ella. Rascó hasta delinear una rajita de luz. Aplicó el
ojo. Otra alcoba preñada de luminosidad. Balcones y ventanas abiertos, cortinas
descorridas. Suntuosamente decorada y amueblada. Pero no había nadie en ella.
Lorenzo se cansó de mirar y tomó asiento en el duro y frío suelo. Aún no había
terminado de posarse cuando escuchó, con toda claridad, dos voces distintas de
mujer. Una de ellas con un timbre más joven que la otra. La mujer joven parecía
presa de una agitación incontrolable, una precipitación, un apuro, un apremio
inaplazable. Mientras que la otra, más madura, trataba en vano de sosegarla,
pero había en su voz una suerte de cansancio que indicaba claramente una total
desconfianza en conseguirlo, así como una cierta costumbre en la práctica de tal
menester. La pasión, el agobio, el sofoco, de la mujer joven no pudieron por
menos que intrigar a Lorenzo, quien se levantó a mirar, siempre con la
conciencia intranquila a causa de esa curiosidad que juzgaba malsana. Pero era
indudable que Dunia deseaba que él presenciara esas escenas. Sus razones
tendrá.
102
Cuando vio lo que ocurría allí, sus manos se crisparon y se agarraron
instintivamente a la berroqueña del pasadizo como si quisiera pulverizarla con
los dedos. Una mujer más bella aún que un ejército dispuesto para la batalla se
estaba desvistiendo con una furia salvaje. Faldas, camisa, corpiño, todo volaba
por los aires. Su respiración era entrecortada, tanta era su dificultad para aspirar
todo el aire que le hacía falta, por lo que su boca, de labios carnosos y sensuales,
permanecía abierta como un fruto en sazón que pedía a gritos comer y ser
comido. Pronto quedó enteramente al descubierto un cuerpo inimaginable, todo
ondulaciones y rotundidades, unas formas contundentes, exaltadas, que
provocaron en Lorenzo un frenesí todavía mayor que el desencadenado por
Casilda, porque aquella era mujer y ésta más parecía diablo. Una vez puesta en
vivo cuero, saltó como una pantera sobre la vastísima cama y se puso a
retorcerse como una lagartija primero, aunque luego con unos movimientos
ondulatorios, rítmicos, que a punto estuvieron de dar con Lorenzo desmayado en
el suelo.
-¡Ah, doña Águeda! ¡Tanto hombre galán rondando por la iglesia,
desnudándome fieramente con la mirada en la propia casa de Dios! ¡Qué
despropósito y qué desarreglo! Cuando no se obedece la ley divina en su preciso
momento, se ofende en otro a lo más sagrado. ¿No ha creado Dios varón y
hembra y los ha hecho a cada uno según su naturaleza? Pues sus razones tendrá
en su infinita sabiduría al poner esa fuerza de atracción, indomable, entre ambos.
103
Mayor y más irresistible cuanto más grande es su voluntad de que esa criatura
engendre para subvenir a la preservación de la especie. De mi ha querido hacer
una hembra placentera. Pues ése ha sido su gusto, ¿qué puede hacer mi flaco
albedrío? Si me ha dado brasas en lugar de carnes.
-Si al menos con ello os hubiera dado marido –repuso la otra-.
-No será porque no lo intenté todo con él. Pero no le corre la sangre por ese
sitio.
-Dios da nueces a quien no tiene dientes. Luego, es como el perro del
hortelano, que ni come las berzas ni las deja comer. Por muy ansiosos que estén
los galanes, la punta de la espada del marqués impone mucho respeto.
-Otra punta del marqués quisiera yo que impusiera respeto. Al menos tendría
el consuelo de las demás mujeres.
-¡Ah, Señora! –exclamó la dueña, como dando a entender que era aquella
mucha vaina para una sola espada.
-Si al menos los dos mayúsculos negros que me ha asignado como ángeles
custodios no estuvieran castrados.
-Ésos son peor que mujeres.
104
-Pero tienen planta de hombres y eso puede ser un consuelo. Magro, pero
consuelo.
-Son peor que mujeres, digo, y al faltarles el interés, irían con el cuento a su
marido.
-¡Qué sino más adverso!
-¡Qué tragos, Señor, qué tragos!
-Ya tarda la vejez, con sus nieves, que calmen este ardor.
-No deja de ser un desperdicio, Señora, que una hembra como vos, se malogre
de esta manera. Si hay para matar de gusto al Cid Campeador.
-Aunque fuera Álvar Fáñez, con su fardida lanza.
-¡Dios proveerá, Señora, Dios proveerá!
-Enciende las candelas, que voy a rogarle de nuevo.
-¡Qué sacrilegio, Dios mío, qué sacrilegio! –Pero diciendo esto, doña Águeda
las quemaba.
Entonces dio comienzo la oración más impía que imaginarse pueda. Tanto,
que Lorenzo se tapó los oídos y huyó malherido como pájaro que lleva un plomo
en el ala.
105
CAPÍTULO VI
Aquella tarde, en la esgrima, Lorenzo no sólo se mostró completamente
recuperado del resfriado, sino agresivo como un tigre.
-¿Has comido carne de león, o qué? –comentó, sonriendo, Esteban, parando
con suma facilidad cuanta estocada y embestida lanzaba su furioso contrincante.
Y cuando éste menos lo esperaba:
-¡Tocado!
Pero Lorenzo, no curando de sus errores, se lanzaba de nuevo con redoblado
denuedo. De vez en cuando, Esteban lo paraba muy a pesar suyo para explicarle
los defectos que todavía poseía.
-En un duelo con un fino espadachín, estas cosas podrían costarte la vida.
Así, no tuvo más remedio que parar mientes en lo que su compañero le
explicaba, de modo que consiguió neutralizar algunos ataques bien trabados de
su experimentado compañero.
106
-Muy bien, Lorenzo, -dijo éste al concluir la sesión-. Es en días así cuando uno
hace progresos extraordinarios. Ya vamos estando preparados para salir a echar
un vistazo fuera, a ver qué pasa en ese dichoso mundo.
-Parece ser que todo va de mal en peor. Y que España está de capa caída.
Portugal se perderá. Y en Europa, nuestros tercios cada vez causan menos
respeto.
-¡Ah, -bromeó Esteban-, ello será hasta que tres finas láminas logren salir de
cierto monasterio. A partir de ese momento, todo cambiará.
Ambos se echaron a reír.
Los días eran todavía cortos. El sol aceleró el último tramo de carrera y una
noche fría se vino encima. Sonó vísperas y los dos monjes guerreros se
dirigieron al coro para cantar los oficios. Luego comieron con apetito, pero
guardando, como siempre, una porción para Bartolo, a quien los monjes, en
tanto que criado, alimentaban menos bien que a ellos mismos, aunque él sabía
resarcirse en el huerto y en el corral. Poco tiempo después, ya se encontraba
cada uno en su celda y Bartolo en su pajar.
Lorenzo se lanzó a la lectura con el mismo ahínco que poco antes a la esgrima.
Afortunadamente, admitió. Porque si no funcionaran tan bien los diques que
protegían su conciencia de tanta sensación contradictoria e inquietante como
107
había afluido a ella durante los últimos días, a esas horas se habría anegado en
un magma hirviente y enajenante que le hubiera intoxicado la mollera.
Cuando cerró el libro se preguntó qué sorpresa le reservaría todavía el bueno
de Dunia.
“¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la quinta Sala! Aquí el dios Anubis, que te
ama, te trae tu mortaja. Te recibe entre los Grandes Videntes y te cubre de
adornos. Él, Guardián de la Gran Divinidad.... Tú te diriges hacia el Lago de la
Perfección y en él te purificas. Tú cumples los ritos de los sacrificios en las
moradas celestiales. Tú te concilias las gracias del Señor de Heliópolis. Te
presentan, en dos vasos preciosos, Leche Sagrada y Agua de Ra. Ahora te
levantan y te ponen derecho. Tú te lavas los pies sobre una piedra sagrada, al
borde del Lago de los Dioses. Esto hecho, vuelves a emprender tu Viaje. Tú
contemplas a Ra sentado sobre sus Pilares. Semejantes a brazos tendidos,
sostienen el Cielo infinito. Una vía se abre ante ti.... Y tú contemplas los vastos
horizontes del Cielo donde reina la Pureza tan grata a tu corazón.”
Lorenzo fue parco aquella mañana en la colación. Deseaba concluir ese mismo
día la lectura del libro que su maestro le había recomendado. Con tal fin, se
dirigió directo a la recámara, donde podía concentrarse en tal menester sin ser
requerido por los monjes a los cuales fray Felipe atendía personalmente. La
biblioteca estaba desierta y todavía sumida en la oscuridad. Apenas había
108
entrado, sin que hubiera tenido tiempo a encender ninguna luz, oyó la voz de su
maestro que hablaba, en susurros, con otro monje, el cual no hacía más que
asentir o, a lo sumo, efectuar alguna que otra pregunta. De ese discurso que le
llegaba como un rumor apenas inteligible, logró identificar los términos círculo
mágico, ropajes puros, agujas consagradas. Pareciéndole un tema en extremo
delicado, dados los tiempos que corrían, se apresuró a encender una luz,
marcando, de este modo, su presencia. El diálogo cesó de inmediato. Entonces
pudo mostrarse en el acto de ejecutar su primer cometido, encender los hachones
de la biblioteca y la recámara, los cuales arderían hasta que hubiera suficiente
claridad natural en ellas. Saludó a fray Felipe y a su interlocutor, que resultó ser
fray Jerónimo. Ambos respondieron al saludo pero se quedaron mirándole
recelosos. Lorenzo seguía a lo suyo como para demostrar que no había oído
nada en absoluto, o si algo le llegó, no acertaba a atribuirle la menor
importancia.
Fray Jerónimo se sentó en un pupitre y comenzó a escribir. Lorenzo podía
escuchar cómo su pluma corría enérgicamente sobre el papel. Enseguida
comenzaron a entrar los monjes y fray Felipe fue a atenderles, no sin antes
indicarle con un gesto a Lorenzo que fuera, sin más, realizar su cometido en la
pieza de al lado. Lorenzo no se hizo de rogar y así consumió la mañana de un
tirón.
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Poco antes de mediodía fue, como de costumbre, a recoger las cartas que los
hermanos deseaban expedir fuera del monasterio para llevarlas al hermano
portero, entre ellas se hallaban las relaciones y los avisos de fray Jerónimo, los
cuales leía invariablemente. Al trabar conocimiento de la relación del día
comprobó que en ella figuraban, en efecto, las palabras círculos mágicos,
ropajes puros y agujas consagradas. De manera que el Espíritu Santo le llega a
fray Jerónimo a través de fray Felipe, concluyó. ¿Y por medio de quién le llega
a fray Felipe? La respuesta le vino rodada. Por medio de Dunia, evidentemente.
Llegó el momento de afrontar la quinta Sala, en ese sin orden ni concierto del
susodicho Dunia. ¿Era realmente Dunia o ese delirante hacedor de sueños que
llevamos todos en nuestro interior, el cual utiliza material visto para sus
desopilantes creaciones? Sea quien fuere, esa quinta Sala le inquietaba
particularmente. Aquí el dios Anubis, que te ama, te trae tu mortaja. ¿Será
razonable ir al encuentro de una muerte anunciada? Con respecto a las
invocaciones referentes a las salas precedentes, existía siempre una relación
vaga entre ambas. Resulta evidente que la quinta Sala alude a la muerte y
Lorenzo se preguntó si no sería más prudente saltarse esa casilla.
Las dudas, sin embargo, duraron poco, pues temió romper ese encadenamiento
mágico. El cual, viniere de donde viniere, era innegable que poseía un halo, el
inconfundible sello de lo maravilloso. Aparte de que se sabía incapaz de resistir
a la curiosidad. Bastaría con mostrarse prudente en todos sus pasos.
110
Animado con tal propósito, penetró en el corredor. Fue contando las losas. Ya
tan sólo la segunda permanecía inviolada. Y calculaba que, más allá de la quinta,
ya no podía haber otra, en ese tramo de pasillo al menos.
Llegado pues ante esa postrera losa, procedió como solía al rascado de la
arenilla. Si bien en esa ocasión no veía aparecer el esperado rayo de luz. Cuando
se hubo asegurado que el agujero perpetrado era lo suficientemente grande, le
puso el ojo encima. No pudo ver nada en absoluto. Del otro lado, si había algo,
era la oscuridad completa. ¿Sería ésta una metáfora o símbolo de la muerte? En
tal caso, ¿dónde está la utilidad? A esas alturas se había instalado bien en su
mente que había un propósito detrás de todo ello.
Se hizo a un lado y se sentó en el suelo, con objeto de reflexionar. No se le
ocurrió nada, excepto, al cabo, empecinarse. De modo que se levantó y volvió a
echar un vistazo. Probablemente porque sus ojos se habían adaptado a la
oscuridad, le pareció distinguir ciertos volúmenes, y como un suspiro de luz
proveniente del fondo. Decidió persistir, esforzarse en su voluntad de ver. Sabía
por experiencia que, cuanto más tiempo se queda uno en las tinieblas, por
ejemplo de una cueva, mejor se va viendo, hasta el punto de que luego nos
parece mentira no haber podido distinguir los objetos al principio.
Así fue, poco a poco, la mencionada aureola se fue afirmando como el
resplandor atenuado del día que penetraba por los leves resquicios de una espesa
111
cortina, por obra y gracia del cual fueron apareciendo gradualmente algunos
muebles, un par de armarios roperos, una mesa al fondo, una cama. Lorenzo se
concentró en esa cama y se puso tenso, ya que le pareció que un bulto reposaba
sobre ella. Descargó sobre él toda la fuerza de su vista, de modo que el bulto
comenzó a adquirir los perfiles de una forma humana yaciente. Como por
ensalmo, el resto de la pieza se le había revelado en toda su integridad. Volvió a
concentrarse en la figura tendida sobre la cama. Debía tratarse de una persona
muy vieja y muy delgada, pues la impresión que se desprendía era de una
extrema fragilidad. Poco le hubiera sorprendido, a la verdad, que semejante
cuerpo se alzara en los aires y se pusiera a levitar.
Su mirada iba acercándose a su rostro, a sus pómulos salientes, a sus mejillas
hundidas, a la mandíbula descarnada, al hueso.... puro de la calavera. Aquel
personaje estaba más muerto que su tatarabuelo, que en paz descanse.
Se retiró un paso atrás con horror. Ya estaba clara la alusión a la muerte.
Tratando de sobreponerse a los escalofríos volvió a mirar. El hueso no estaba
mondo en todas sus partes, sino que restaba aún carne en descomposición y,
colmo del horror, percibió unos puntitos blancos que se desplazaban sobre él y
rebullían a lo largo del cuello.
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La horripilante visión lo echó hacia atrás como de un manotazo. Al ponerse en
pie, Lorenzo se sintió desfallecer y tuvo que apoyarse en el muro varias veces
hasta alcanzar la entrada a su celda.
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CAPÍTULO VII
Aquella tarde no acudió al granero, como solía. Tan sólo se levantó de la cama
para asistir a vísperas, si bien luego no pasó por el refectorio, sino que se refugió
de nuevo en su celda. Y después de completas, sin ánimo siquiera para leer, se
acostó.
“¡Te llaman! ¿No oyes? ¡He aquí la segunda Sala! Aquí encuentro aire puro
para las ventanas de mi nariz, mil ánsares y cincuenta cestas con hermosas y
puras ofrendas... En verdad, tus enemigos han sido volteados para toda la
Eternidad venidera....”
¡Mis enemigos! ¿Quiénes pueden ser los enemigos de un pobre monje que no
tiene mucho más de dieciocho años? ¿Se refiere a los diablos, eternos
adversarios del hombre? ¿A los malos espíritus? ¿A los enemigos del alma en su
conjunto, el mundo, el demonio y la carne? ¿Sería acaso una advertencia para
que no abandonara el recinto protector del monasterio? No, porque anunciaba
que los enemigos habían sido volteados para toda la Eternidad venidera.
Lorenzo tenía la sensación de hallarse cada vez más comprometido en un
asunto del que, a medida que pasaban los días y se le iban presentando nuevas
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Salas, iba resultando progresivamente más difícil desasirse de él, echar marcha
atrás.
Tuvo miedo y consideró seriamente la posibilidad de abandonarlo todo en el
acto. De dirigirse inmediatamente a Esteban y Bartolo, comunicarles la
existencia del pasadizo, de dónde desemboca y lo fácil que resultaría utilizarlo y
perderse enseguida en el largo y ancho mundo. Tan vasto es, que ni siquiera
Dunia podría seguirle la pista. ¿O sí?
Pero ello sería huir como un cobarde, por puro miedo, a pesar de los alicientes
que el destino parece poner al alcance de su mano, si es que ha interpretado bien
los augurios proferidos por la boca de Dunia.
Y ese Dunia, ¿existe realmente? Y si tiene existencia real, ¿cuál es su
naturaleza? ¿Se puede existir de otro modo que en carne y hueso? En verdad, no
le extrañaría que aquello fuera esa suerte de remolino de pensamiento que se
desata justo antes de que se declare la locura. Si ello es así, apaga y vámonos,
porque ésa es una enfermedad que no tiene remedio.
O no lo da la medicina humana y tal vez sí la divina.
Por si es o no es, ese día se entregó con fervor a los oficios de maitines y
laudes, rellenando el paréntesis entre ambos mediante sentidas oraciones y ese
tipo de reflexiones que suelen incluirse en el conocido tema del memento mortis.
Y hubo de reconocer que ello le causó un cierto alivio.
115
Tanto fue así, que a la hora de desayunar le pareció que regresaba a él una
sospecha de sensación de hambre.
En el refectorio se cruzó con Esteban.
-Oye, -le dijo éste-, me parece que estás pasando una mala racha.
-Quizás, pero cuando uno se hunde, si está sano, suele ser para mejor saltar. Y
si todavía quieres saltar conmigo, mantente dispuesto para cualquier
eventualidad. En todo momento.
Esteban se le quedó mirando fijamente a los ojos. Pero Lorenzo dio media
vuelta y se dirigió a la biblioteca.
Fray Felipe lo sintió llegar y alzó la vista.
-Ven –le ordenó-. El tiempo apremia.
-¿Apremia, para qué maestro?
-A los maestros no les está permitido responder a todas las preguntas. Y ello
porque hay algunas cuya respuesta insiste en darla la vida misma. Formula las
preguntas conscientemente y te serán respondidas, tarde o temprano.
-¿La vida tiene consciencia y albedrío para que le sea dado ejecutar tal
cometido?
116
-La tiene. Además, el hombre posee el maestro interior del que habla San
Agustín. Al cual, por cierto, pronto habrás de recurrir.
-¿Cómo se recurre a él?
-Es lo más fácil del mundo. Ora.
-¿Es Dios?
-Es Emmanuel, ya te lo dije. Para simplificar, se afirma que el hombre está
hecho de cuerpo y alma. Esta verdad resulta suficiente para la mayoría. La
cuestión, sin embargo, es mucho más compleja. Lo que llamamos alma, en
realidad es tres cosas, a saber, el mero soplo de vida, que anima también a los
animales y que es como una llama que tiende a acercarse a un fuego mayor, a
fundirse con él; el Logos o inteligencia pensante, lo que reconocemos
intuitivamente como el Yo; y finalmente el Espíritu puro, el cual es una chispa
de la Divinidad, pero que la contiene en su totalidad. He aquí el misterio de la
Santísima Trinidad que habita en nosotros. Esto es lo que se conoce como la
Tríada Superior, la parte inmortal del hombre. Todo el trabajo del hombre
consiste en armonizar, en fusionar estos tres componentes, operando en este
mundo físico determinado por la necesidad. Un ejercicio delicado y peligroso.
Pero hay que superarlo, empleando para ello las existencias que haga falta.
-Si es la obligación de todo hombre, ¿cómo la va a ejecutar, si la mayoría de
ellos la desconoce?
117
Mientras hablaba, fray Felipe había cogido una llave del interior de cierta
cajita de madera. Y abriendo una puerta que daba acceso a la recámara de la
recámara, le mostró unos anaqueles que no había visto jamás. Él siempre había
pensado que ahí dentro sólo había libros descosidos, material inservible. Pero se
equivocaba. Allí debían estar los ejemplares más preciosos, pues para
protegerlos, los libros estaban atados con cadenas a su correspondiente armario.
-Al que tiene, se le dará, y al que no tiene, aún lo que tiene le será arrebatado.
Éstas son las palabras del Maestro. Por eso a las multitudes les hablaba con
parábolas, pero a sus discípulos les entregó la palabra de fuego.
Diciendo esto, penetró en el aposento secreto. Lorenzo lo siguió, admirado.
-No todo el mundo está preparado para escuchar la verdad, ya que, incapaces
todavía de entender, en todas sus consecuencias, que no hay destinos
individuales, sino un destino único para toda la creación, caerían en la tentación
de hacer un uso personal de este saber, lo cual no dejaría de producir efectos
perniciosos. Razón por la cual, dicho conocimiento debe permanecer oculto,
excepto para una minoría de elegidos. La existencia de este aposento sólo es
conocida del bibliotecario y del prior. Y todavía resta apoderarse, con la
paciencia de toda una vida, de las verdades dispersas que contiene e ir
enlazándolas poco a poco hasta reconstruir el cuerpo único y original. Si alguna
vez un hermano acierta a pedir un libro que se encuentra aquí, deberás
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comunicárselo al prior y entre ambos estudiar la conveniencia o no de dárselo,
en función, claro está, de la motivación que alegue el solicitante. En cualquier
caso, los libros encadenados, obviamente no pueden salir de esta pieza y ningún
profano puede entrar en ella, lo cual excluye, en principio, su consulta. La cual
sólo sería posible como consecuencia de alguna razón de fuerza mayor. En tal
caso se le haría jurar al hermano sobre los textos sagrados que no divulgaría bajo
ningún concepto la existencia de esta parte de la biblioteca, amén de que se le
tendría bajo observación todo el tiempo que durara la consulta.
Lorenzo observó todo aquello maravillado, al tiempo que anonadado por la
responsabilidad que le había caído encima.
-Se ha dado el caso –prosiguió fray Felipe-, que mediante autorizaciones
especiales emanadas de lo más alto de la jerarquía, personajes encumbrados,
tanto seglares como eclesiásticos, han acudido a este monasterio para consultar
uno de estos volúmenes. Dos veces vino, de riguroso incógnito, durante el
período de mi cargo, Su Majestad el Rey Felipe IV. Y las dos veces tuve que
quedarme, impasible como una estatua, en su presencia, todo el tiempo que duró
la real lectura.
119
CAPÍTULO VIII
La losa de la segunda sala mostró a un sujeto atildado, pelo y barba endrinos,
bien cortados y bien peinados. Escribía utilizando una gran pluma, que se
agitaba con movimientos rápidos y decididos, como quien está sujeto a la fiebre
de la inspiración. Lorenzo podía oír perfectamente el ruido que efectuaba al
lanzar los trazos sobre el papel.
En eso llamaron a la puerta y el escribidor torció el gesto, contrariado. Dejó
reposar la pluma sobre el tintero y enlazando ambas manos en actitud de espera,
exclamó:
-¡Adelante!
Entró un criado en el aposento:
-El Señor Inquisidor Valladares desea verle.
Sin responder enseguida, el escribidor guardó sus escritos en una gaveta.
Luego:
-Hazlo pasar.
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Una suerte de cuervo pareció desprenderse de una rama y caer a los pies del
escribidor.
-Excelencia, el padre Nithard nos ha dado el visto bueno respecto al asunto de
su vecino, el converso Mercader. Debemos proceder con la mayor celeridad
posible.
-Ya sabe Vuestra Merced que el proceso está montado, con suficientes
deposiciones de testigos como para enviar a la hoguera al mentado Mercader.
Pero tome asiento en esta silla, hágame el favor.
El jesuita redondeó los ojos y con un melindre obedeció.
-No obstante –repuso el religioso, procurando afectar una humildad que
paliara el aspecto avieso de sus intenciones-, sería aún mejor obtener una prueba
irrefutable, definitiva, presenciada por testigos dignos de la mayor fe. En otras
palabras, el hombre prudente debe atar bien los machos cuando es tiempo de
hacerlo. El tiempo es, en efecto, el mejor auxiliar de quien sabe utilizarlo.
-Vuestra Merced habrá concebido, según me es dado colegir, un plan para
obtener una prueba que reúna las mencionadas características.
-Así es, en efecto, Excelencia. El tiempo tiene sus hitos y conviene
aprovecharlos. Nosotros tenemos nuestro calendario y ellos tienen el suyo.
Según este último, el seis de abril cae la fiesta de pesaj. Dejemos que Mercader
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ultime sus preparativos para celebrarla y, en el momento oportuno, entramos y
descubrimos el pastel; acompañados, por supuesto, de un número suficiente de
testigos relevantes.
-¿Y si, por alguna de aquellas, no hubiera pastel? Quiero decir que si Mercader
hubiera sido prudente, justamente por tratarse de un día señalado, o acaso
hubiera recibido el soplo. Podría ser que nos quedáramos con un palmo de
narices justamente ante esos testigos relevantes.
El jesuita esbozó una sonrisa.
-Su Excelencia el Señor Marqués acaba de decir que hay un proceso suficiente
contra el encausado. ¿Qué mejor momento pues para apresarle que aquél en el
que es susceptible de añadir gravámenes a su caso? Sea como fuere, su destino
inmediato es una mazmorra secreta del Santo Oficio, con un largo período de
maduración de la causa. Ello con pastel o sin él. Pero si lo hay, más grata será la
fiesta.
Pero enseguida corrigió el efecto de la última frase:
-La fiesta, digo, de la Gloria sin tacha de Dios, a quien ofenden las apostasías
de esa raza de dura cerviz.
Lorenzo se apartó de la losa, horrorizado. Casilda y su padre estaban perdidos,
destinados a una agonía cruel y en extremo miserable, coronada sin duda por
122
una muerte atroz. Si él no hacía algo. Pero ¿qué hacer contra la Santa
Inquisición?
Cabizbajo, regresó a su celda. Todavía tenía algo más de un mes por delante.
Pero, o bien concebía un plan, o bien les avisaba con tiempo para que ellos
tomaran sus disposiciones. Aunque esto último tal vez se revelara imposible
pues lo más probable es que la casa estuviera cercada por los espías y esbirros
del Santo Oficio y sus moradores controlados en todos sus movimientos. Si
lograran traspasar esa barrera de vigilancia, de todos modos no irían muy lejos.
A partir de esa noche, Dunia faltó a su cita de las apariciones oníricas. Ya no
había más Salas. No obstante, Lorenzo albergaba la intuición que el mistagogo
no había hecho otra cosa, mostrándole las Salas, que proponerle un enigma y él
debía esforzarse por resolverlo.
123
CAPÍTULO IX
Tras darle muchas vueltas, Lorenzo adoptó una primera resolución. Partiendo
de la base de que cada sala presentada por Dunia debía poseer su papel en la
resolución del acertijo, no había que desdeñar ninguna. Ahora bien, todas
excepto una se hallaban pobladas por seres vivos quienes podrían reprocharle
una eventual intromisión. Esa quinta, en cambio, no presentaba ningún
obstáculo para que lo hiciera, pues resultaba evidente que ese cadáver exquisito
vivía, se permitió tal licencia poética, solo en la casa, ya que, dado su avanzado
estado de descomposición, era inconcebible que otros habitantes de la casa no lo
hubieran descubierto durante ese lapso importante de tiempo o hubieran optado
por dejarlo pudrirse en su propio lecho. Lógicamente, si debía pasar a la acción,
y algo le urgía en su interior a hacerlo, lo más razonable era empezar por ahí.
Tomada la decisión, acordó llevarla a cabo de inmediato. Así es que se
proveyó de un trapo y, sin más dilación, se dirigió a la quinta losa. La levantó y
con las mismas se coló en el interior de la alcoba, casi sin pensarlo, para no
arrepentirse. Como había previsto, dentro reinaba un olor pestilencial, por lo que
se aplicó el trapo a la nariz. Hecho lo cual, pasó ante el difunto procurando no
mirarlo y se dirigió a las cortinas, que descorrió levemente, abriéndole un
124
resquicio a la luz. Giró sobre sus talones para afrontar la tétrica visión. Junto a
aquellos lamentables restos mortales había unos documentos. Los recogió con
gesto rápido y salió del aposento, pero hacia el interior de la casa.
Así, penetró en una antecámara, ésta totalmente vacía. Las puertas eran de
madera de nogal, pero sedientas de pulimento, las ventanas carecían de cortinas,
por lo que a Lorenzo le pareció que, de repente, se hacía de día, quedando, al
principio, cegado por la luz. Entonces leyó los documentos. Eran títulos de
nobleza y de propiedad a nombre del conde don Diego de Fuensaldaña. Los
depositó, por el momento, en el suelo y se lanzó a una inspección de la casa.
La segunda puerta daba sobre el rellano de una escalera, provista de peldaños
hechos de madera y ladrillo rojo, con varios tramos. A lo largo del mismo se
ofrecían a la curiosidad de Lorenzo varias puertas que daban invariablemente a
habitaciones desoladas. Bajó dicha escalera sin prestar ya atención a las piezas
de las diferentes plantas, pues todo parecía hallarse igual de vacío. Lo dejaba
para un examen posterior. Llegó a un mirador hecho con balaustres de madera y
vio que daba sobre un zaguán. Terminó de bajar la escalera y eligió la dirección
opuesta a aquél. Así, penetró en una cocina que no había servido desde los
tiempos del ruido, de allí a los corrales y cuadras, tan vacíos de animales como
la casa de personas. Volvió sobre sus pasos, pero no empleando el mismo
camino, por lo que entró en una cochera, donde había una carroza polvorienta
aunque en buen estado, con unos escudos de armas pintados sobre las
125
portezuelas. Ante ella se hallaba el gran portalón que daba a la calle. Otro
camino hacia la libertad, pensó Lorenzo. Se acercó a él. Colgada en un clavo de
la pared, pendía una enorme llave. La alcanzó, la deslizó en la cerradura para
probarla, y en efecto, el mecanismo crujió. Lo devolvió a la posición anterior
pues desde el interior no le hacía falta para abrir el postigo. Abrió ligeramente,
sólo lo necesario para aplicar el ojo y echar una ojeada al exterior. Entró una raja
de sol y, durante unos instantes, obtuvo la instantánea de una calle bastante
concurrida a esas horas. Cerró de nuevo, quedándose enseguida apoyado de
espaldas contra la enorme portalada. Bien, se dijo, tenemos una casa enorme
para nosotros solos.
Entonces se puso a examinarla con más detenimiento. No dejó una sola pieza,
de las muchas que había, sin inspeccionar. Finalmente regresó a donde estaban
los documentos y los leyó de nuevo. El único lugar donde quedaba todavía algún
mueble era la propia habitación y cámara mortuoria. Echó mano al trapo y se
adentró de nuevo en ella. Entreabrió la ventana, con objeto de disipar un tanto
los malsanos efluvios retenidos en la cerrada estancia, descorriendo también un
poco más las cortinas.
Procurando no mirar al difunto, inició un registro minucioso. Primero, en
varias gavetas, dio con más documentos, que iba colocando encima de la mesa.
Luego pasó a un gran armario, también de madera de nogal y tan ajado y ávido
de pulimento como las puertas. En él encontró varios trajes de caballero
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completos y en bastante buen estado. Quedaba otro armario más pequeño que
contenía una apreciable colección de espadas y puñales, visiblemente antiguos,
pero de la mejor factura, fabricados con acero toledano según pudo comprobar
con ayuda de algunas letras grabadas.
Dejó las armas en su sitio, pero tomó los trajes y las cartas, pasando con todo
ello a la habitación contigua, para observar los primeros y leer las últimas
cómodamente. Tras la lectura de los mencionados documentos, Lorenzo tuvo la
confirmación de lo que ya había intuido. Don Diego de Fuensaldaña había
muerto en la más absoluta indigencia. Las pocas tierras que le quedaban no
producían beneficio alguno, pues se trataba de bosques y jarales. Había vendido
todo lo vendible, excepto los solares paternos. La casa en que residía en Madrid
y la solariega en la aldea. Por no tener, no tenía ni herederos con opción a
reclamar estas casas, aptas únicamente para albergar espíritus.
Triste fin de un linaje que había llenado las páginas de la historia castellana.
Lorenzo no pudo dejar de ver en ello una suerte de símbolo, una puesta en
abismo, de la entera realidad nacional. España, la antigua dueña del mundo, se
veía reducida a la más sórdida impotencia. Ahora no era más que un cadáver
exquisito, en presencia del cual, no sus deudos, sino extraños, iban a disputarse
el magro peculio restante, botín de aves carroñeras.
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Si bien, razonó Lorenzo, para ello tienen que tener noticia de la muerte de don
Diego. Y ello no parecía haberse producido todavía.
Dejó todos sus hallazgos en esa pieza, pasó a la cámara mortuoria, cerró de
nuevo la ventana para que no se rompiera si acaso se declaraba viento y fue a
buscar la salida secreta que le devolvería a su celda.
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CAPÍTULO X
-Maestro, he terminado el Stobaeus.
Fray Felipe, sin responder palabra, tomó la llave de la rebotica secreta y
regresó con uno de los libros horros que, a pesar de todo, habitaban en su
interior.
-Lee el Asclepius ahora. Este libro transmite el conocimiento que, a lo largo de
las generaciones, debe acompañar al hombre hasta el final. Éste ha de saber que
se halla envuelto en un fluido luminoso, bipolar, representado en los antiguos
monumentos por el cinturón de Isis que se enrolla alrededor de dos polos, por la
serpiente devorando su propia cola, emblema del infinito y de la inmortalidad.
Es el dragón alado de Medea, una de las dos serpientes del caduceo y también la
serpiente tentadora del Génesis. En realidad es algo físico, es sólo una fuerza de
la naturaleza y debe perecer al final de los tiempos. Su objeto es mantener vivo
el sortilegio universal, la Gran Ilusión que conserva y mantiene el mundo. En
ese sentido, no carece de utilidad observar la atracción de los sexos, cuando una
simple masa de carne y de sangre atrae con un poder indomable, tiránico, a otra,
si ésta alberga la carga polar opuesta. Si el macho pudiera mirar a la hembra sin
que sus ojos fueran víctimas de ese sortilegio contenido en la luz que aspiran, la
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vería con la misma emoción con que se contempla un tintero o el tablero de una
mesa. Quiero decir al nivel de la forma y de la sensación puramente visual o
táctil.
La turbación de Lorenzo al oír estas palabras no le impidió captar el sentido de
todas ellas, por eso repuso:
-Una de las dos serpientes del caduceo, decís, ese emblema de la salud y la
medicina.... ¿Y cuál es la otra?
-Esta primera luz, representada por la primera serpiente, no es más que una
reflexión y una sombra del más brillante, aunque invisible para el ojo humano,
Sol Central de Verdad, el cual ilumina el mundo intelectual del Espíritu. Es a un
tiempo la Materia Primordial y el Logos, la Inteligencia Universal, es la siempre
Inmaculada Madre y el Hijo, que se convierte en Padre. Es el Creador, el
Primogénito, la Mente Divina en operación creativa, la Causa de todas las cosas.
He aquí la segunda serpiente. Mundo y Espíritu se las puede llamar, ambas
enroscándose alrededor del caduceo que representa la naturaleza bipolar del
hombre y atrayéndose permanentemente puesto que tienen carga polar inversa.
He ahí el drama, al tiempo que la grandeza del hombre, constituir el escenario de
tal atracción. Se dice que los ángeles aguardan aún el honor de ser hombres para
obtener el privilegio de pasar por ese trance, la prueba suprema, la puerta de
acceso a la unión con la Divinidad.
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Lorenzo se quedó enervado, aturdido, por lo que intuía era una de esas
verdades telúricas, ciclónicas, que modifican todo a su paso y cambian el entero
paisaje de cuanto alcanzan a ver los ojos. Fray Felipe entendió esa sensación de
saturación, de borrachera intelectual de su discípulo, y lo dejó para que se
entregara de lleno a sus cavilaciones.
Hasta tal punto lo hizo que, durante varios días, no penetró en el pasadizo.
Entre otras cosas porque Dunia había dejado de frecuentar su mundo onírico y,
por lo tanto, dejó de proponerle nuevas Salas. No es que algunas de ellas, por no
decir todas, mediante razones distintas, hubieran cesado de atraerle, bien al
contrario; lo que ocurría es que juzgaba dicha atracción como algo malsano que
debía reprimir. Bien es verdad que una Sala, además de atraerle, le inquietaba, y
el motivo de la inquietud se hallaba justamente en la siguiente. Mas el problema
que le planteaba seguía pareciéndole sin solución, o si la había, se hallaba fuera
de su alcance. Aunque, por otra parte, no podía dejar de pensar en ello.
Eran, en verdad, muchas cosas en las que pensar y su mente vagaba de una a
otra sin poder detenerse de modo duradero en ninguna. Convino en que su
estado anímico era caótico y tampoco tuvo dificultad en admitir que el ejercicio
físico y la compañía de Esteban y Bartolo le hacían un gran bien.
A pesar de todo, pasados unos días, comenzó a manifestarse, como a través de
una espesa niebla de confusión, una fuerza que tiraba de él y lo arrastraba de
131
nuevo hacia el pasadizo secreto, cual si éste fuera un vacío que atrae
irremisiblemente los cuerpos que gravitan alrededor.
Así que, no pudiendo resistir la llamada, penetró de nuevo en él. Se dijo que, si
obtenía más información de la primera Sala, tal vez ello le permitiera encontrar
el modo de ayudar a sus moradores. Fue pues a mirar a través de la primera losa,
pero no había nadie. Casilda no estaba en su habitación. La aguardó un rato en
vano. El aposento permanecía desesperadamente vacío.
Lo mismo ocurrió con la estancia siguiente, la del malévolo marqués.
Dudó antes de proseguir. Recordó las palabras de su maestro: no carece de
utilidad observar la atracción de los sexos, cuando una simple masa de carne y
de sangre atrae con un poder indomable, tiránico, a otra, si ésta alberga la
carga polar opuesta. No obstante haberlo dicho el maestro, se hallaba lejos de
sentirse lo suficientemente fuerte como para afrontar tal experimento, a pesar de
intuir que se trataba realmente de una ilusión, de un espejismo, creado
verdaderamente por un sortilegio potentísimo e inveterado. ¿Qué iba a ser si no?
¿No era acaso materia y forma, similar a otras materias y formas idénticas en
otro contexto? ¿Por qué pues el cuerpo femenino se imponía con tal autoridad al
apetito? Se sofocó, sintió un ahogo ardiente que subía de sus entrañas y le
comprimía los pulmones. Trató de luchar por no ir, pero su voluntad quedó
derrotada en pocos segundos.
132
Antes incluso de llegar a la losa pudo percibir el jadeo encelado de la
marquesa de Villacañas. Diciéndose que no, que no podía ver aquello, que
mirarlo era como merendarse un buen atracón de cicuta, aplicó el ojo donde,
seguro estaba, no debía.
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CAPÍTULO XI
A través de la ventana del fondo penetraba una claridad rutilante. La marquesa
no podía, ella sola, con la entera madurez vespertina y se retorcía sobre su vasto
lecho como serpiente que se despereza, se enrosca y se hincha. Su mirada era la
de una gata hambrienta contemplando una jaula de canarios, pero estaba fija en
el techo, mientras sus manos recorrían sus prominentes y potentes formas,
deteniéndose un instante en su centro, provocando una tremenda sacudida en
todas ellas, antes de curvar su espalda como un arco. La boca de la marquesa
estaba entreabierta, ávida de algo, sin saber exactamente de qué. Luego de
repente se volteaba, hundía la cabeza en la almohada dándole dentelladas,
mientras sus cuartos traseros se alzaban como un áureo cáliz convexo, como
esperando que la ira de Zeus la parta en dos con su formidable rayo.
A Lorenzo casi se le para el corazón cuando de repente la marquesa, tras un
salto espectacular que la había desplazado desde la cama hasta un metro escaso
de su globo ocular, cayó de rodillas ante él y, con las manos convulsamente
entrelazadas, rezó la siguiente aberración:
-¡Un varón, Señor! ¡Un varón, pero con una vara de siete palmos de larga!
A partir de ese momento, Lorenzo no fue dueño de sus actos. No solamente no
fue dueño, sino que, podría decirse, ni tan siquiera testigo. Lo que en realidad
hizo, sin tener clara conciencia de ello, fue quitarse el sayo, pues maldita falta
134
que le iba a hacer, alzar la losa y deslizarse hacia dentro con los pies por delante.
Cuando aterrizó delante de doña Leonor, tenía el miembro viril tan duro que, de
no hallarse en el particular estado alucinatorio en que se encontraba, le hubiera
provocado un dolor intenso.
La marquesa palideció intensamente. Estaba tensa como una maroma que
sujeta en vilo la cúpula de una catedral. Durante unos segundos interminables, ni
se movía ni respiraba. Luego, de repente, se puso a jadear. También de súbito se
calmó. Pero esa calma fue la que precede y desencadena el ciclón, pues de un
salto se abalanzó sobre Lorenzo, derribando entre ambos el crucifijo y los
candelabros que se hallaban justo al lado del milagro, operado por la palabra de
potencia de la fervorosa oración, en forma de hombre de carne y hueso, amén de
hallarse en la flor de la edad.
Los cuerpos buscaban el acoplo con tanta ansiedad que daban la impresión de
hallarse enzarzados en encarnizada lucha. Mas la marquesa no se anduvo con
chiquitas, en cuanto se vio cabalgando sobre el centauro, sin pensárselo dos
veces, se calzó la pica hasta la empuñadura.
La abstinencia de siglos a la que había sido sometida, le causó un efecto
demoledor en el acto de romperla en mil pedazos y convertirla en un millón de
agujas incandescentes que le aguijoneaban las entrañas, provocaban en ellas un
auténtico cataclismo sísmico, y la convertían en una yegua desesperada, lanzada
135
irremisiblemente a un galope frenético hacia un precipicio que la atraía con toda
la fuerza de la gravedad.
Lo malo fue que aquello no se produjo silenciosamente. Doña Águeda acudió
a ver qué eran aquellos gemidos que ya se pasaban de castaño oscuro y se quedó
muda ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
-¡Cristo del Gran Poder! –dijo, y se agarró a la jamba de una puerta para no
dar con toda ella en el suelo cuan larga era.
Pero en ese momento sonaron dos recios golpes en otra puerta, la que daba
acceso al entero apartamento de la marquesa.
-¡Los esclavos negros! –exclamó, todavía más azorada, la dueña.
-¡Señora marquesa, por los clavos de Cristo, no dé esas voces, que se nos
cuelan los negros y nos ponen verdes!
Pero la marquesa se curaba tanto de sus palabras como de las nieves de antaño.
Viendo que no la podía apaciguar, o más bien que para apaciguarla haría falta
un cubo con toda el agua del Manzanares, optó por cerrar la puerta de la
habitación y afrontar los esclavos del marqués.
Les abrió la puerta que con tanta rudeza golpeaban, pero se les interpuso en el
vano.
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-¿Qué diablos os pasa, con tanto golpe? ¿Os habéis vuelto locos, negros del
demonio?
-¿Qué son esos gritos de la marquesa? –replicó uno de ellos, avanzando ya una
mano para empujar al ama.
-¿Qué van a ser, sino dolor de madre?
El negro se quedó un momento parado. En eso cesaron en seco los alaridos.
-Pues no parecía dolor de madre, eso.
-¡Ve y que te zurzan, negro tiznado!
Ante la confusión del esclavo, doña Águeda cerró la puerta de un golpazo.
Aunque enseguida sintió que se le disipaban las fuerzas y tuvo que apoyar la
espalda sobre ella para no caer por segunda vez.
-¡Dios mío –exclamó en un susurró- en qué buena hora calló mi señora! ¡A fe
mía que no fue pronto!
Mas enseguida se preguntó qué fuerza en la tierra sería susceptible de calmar
tan radicalmente el furor telúrico que se había desatado en el cuerpo serrano de
la marquesa de Villacañas. No tuvo más que abrir la puerta de su habitación para
obtener la respuesta.
137
Lorenzo, que había comprendido la urgencia de la situación, buscó algo con
qué tapar eficazmente la boca de la dama y de pronto se le alcanzó que ese algo
lo tenía entre las manos.
-Esto creo que se llama una felación, ¿no es así? –preguntó la marquesa, algo
más calmada.
Lorenzo fue absolutamente incapaz de responder, pero aunque hubiera podido
hacerlo, no tenía ni la más remota idea de que eso se llamara así. Lo único que
hubiera podido acertar a decir, si no hubiera perdido momentáneamente el don
de la palabra, habría sido que le estaba haciendo el mayor bien que imaginarse
pueda. Tanto era así, que jamás había imaginado siquiera que un tal estado
pudiera darse en este bajo mundo.
Viendo lo cual, la buena de doña Águeda acabó por desmayarse y cayó
redonda al suelo.
Pasado el peligro, la adrenalina volvió a ganar por completo el cuerpo de la
marquesa. No obstante, con un relámpago de lucidez, vio la utilidad de la
almohada. Saltó sobre la cama y hundió la cabeza en el mullido objeto,
mordiéndolo con todas sus fuerzas, ofreciéndose por detrás a Lorenzo como una
azucena con todas las velas de sus infinitas gracias desplegadas. Éste no se hizo
de rogar y si por ventura llevó la cuenta de las veces que cabalgó a su señora,
acabó por perderla.
138
Cuando la marquesa recuperó la serenidad suficiente como para
responsabilizarse del comportamiento de su garganta, quiso ser gozada de otras
maneras, adoptando posturas diferentes, a lo cual Lorenzo no encontró el modo
de oponerse, así que andaba ya doña Águeda por la sexta o séptima tila, cuando
los dos polos opuestos acertaron a separarse algo. Y las lenguas, amordazadas
antes por la durísima emoción, a desatarse progresivamente.
No era aquello milagro, ni tampoco industria por una vez, sino puro azar. La
llamada de la marquesa había tirado de su carne y de su sangre como una
maroma de barco, de modo que él no era consciente de su osadía. La dama, para
mostrar que era ella la que estaba agradecida y que en ese tipo de cosas no había
castas sino cuerpos y una misma naturaleza para todos, se arrodilló con objeto
de proseguir la felación que había iniciado hasta su término absoluto, sin querer
derramar una sola gota del dulce licor.
-¡Es una verdadera fábrica de ambrosía, lo que tiene este doncel entre las
piernas! –comentó la marquesa dirigiéndose a doña Águeda.
Pero ahora era ésta la más sofocada y quiso responder, mas no pudo, pues se
ahogaba.
La marquesa, no queriendo dar por concluido el suceso, se abalanzó una vez
más sobre Lorenzo, con lo que se reanudó la refriega.
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De no haber recordado la dueña a su señora que, a esa hora, solía venir el
marqués a sus aposentos, la lucha hubiera durado hasta la media noche, cuanto
menos. Hubo, no obstante, que atender a razones.
-¿Volverás?
-Todos los días, mi dueña y señora.
Cuando acabó de poner la losa en su sitio, Lorenzo exclamó para sí:
-Señora del Fuego.
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CAPÍTULO XII
De vuelta a su celda parecía como si, en vez de andar, flotara. Tal había sido el
ejercicio físico desarrollado en la tercera Sala. Y era tan tarde, que no osó
siquiera echar un vistazo en la primera. Los oficios de vísperas habrían
concluido y su presencia echada en falta. Se azoró. Pensó en qué excusa dar.
Pero mientras lo iba pensando, al pasar ante la losa del bibliotecario, notó una
agitación extraña en su interior. Un estremecimiento lo recorrió de los pies a la
cabeza. ¿Estaría Dunia allí dentro? Una cosa era verlo en sueños y otra muy
distinta con esos ojos que se había de comer la tierra. Estaba seguro que si le
echaba la mirada encima, aunque estuviera tras la losa, le descubriría de
inmediato el acto vergonzoso, o cuanto menos pecaminoso, que acababa de
cometer. La marquesa era, por añadidura, una mujer casada. No se atrevía a
pronunciar, ni siquiera para sí, en el fondo de su conciencia, el nombre que esto
tenía, tan ignominioso sonaba en los textos sagrados.
En tales razones andaba embarazado, cuando se le presentó la idea de que lo
que estaba sucediendo dentro de esa celda no se parecía en nada al diálogo
reposado que había escuchado la primera vez entre su maestro y ese curioso ser
que atendía al nombre, no menos inusual, de Dunia. Lo de esta ocasión eran
141
frases entrecortadas, como acicateadas por una prisa nerviosa. Decidió hacer de
tripas corazón y mirar.
Lo primero que vio fue a fray Felipe, tendido cuan largo era sobre su lecho.
Blanco el rostro como la cal. Las manos reposando sobre sus partes pudendas.
Llevaba puesto un hábito nuevo. Lorenzo lo miró angustiado, pero el hermano
bibliotecario no movió ni un solo músculo. Entonces cruzó, cual ave agorera, su
campo visual un hábito negro bien conocido. Aunque no le vio bien el rostro, no
tuvo la menor duda de que se trataba del inquisidor Valladares. Estaba
acompañado del padre prior y ambos intercambiaban frases raudas,
atropelladamente, sin parar de revolverlo todo, de hurgar por todos los rincones
y recovecos, de agarrar libros de la estantería y devolverlos a su sitio. Lorenzo
no tuvo la menor duda de que estaban buscando el libro. Aquél que su maestro
quería evitar a toda costa cayera en manos ímprobas.
Retiró el ojo. Por cierto, mientras él se moría de amor, fray Felipe, su maestro,
se moría de verdad. Lo cual no hizo sino aumentar su tristeza y su sentimiento
de culpabilidad. No obstante, pronto postergó tales sentimientos, pues se hallaba
en el fuego de la acción. Manos ímprobas, no podía haberlas peores que las que
hurgaban ahora por todos los huecos de la celda de fray Felipe. Le dio un vuelco
el corazón cuando el jesuita se puso a escudriñar los cajones de la mesa en la
cual sabía se hallaba escondido el objeto de los desvelos de aquellos hombres. Y
más cuando tiró hacia sí de ella para examinarla por detrás. Así estuvo, en vilo,
142
mientras duró la minuciosa inspección del mueble. Pero Valladares, casi por
puro milagro, no dio con la palanquita, o lo que quiera que fuera que había allí
para, pulsándolo, abrir el tablero. No encontrando ningún indicio, colocó de
nuevo la mesa en su sitio.
-Recurriré a mis especialistas en registros, que ejercen un verdadero oficio.
Entretanto, cierre Vuestra Merced la puerta con llave y coloque un vigilante ante
ella. Que nadie, bajo ningún concepto, la traspase, hasta que hayamos registrado
la celda y cuanto contiene con el debido cuidado.
Así hicieron. Lorenzo, sin pensarlo dos veces, quitó la losa y se lanzó al
interior. Sus dedos buscaron ávidamente en el lugar adecuado y tropezaron con
un bultito. Lo palpó con la yema, comprendió, accionó, y oyó un leve crujido.
Levantó el tablero. Allí estaba el viejo libro, aguardándole. Se apoderó de él,
dejó todo como estaba y salió por donde había venido.
Se cuidó bien de que la propia losa no delatara el acceso al pasadizo. No,
encajaba perfectamente. Pero con esos especialistas nunca se sabe. Se le ocurrió
una idea. Representaba un cierto trabajo, pero comprendió que la urgencia lo
requería. El día que llegó hasta el cementerio, había reparado, sin conceder la
menor importancia a tales objetos, varias palas, azadas y algunos sacos vacíos,
apilados junto al muro. Un cementerio es también un jardín.
143
Fue hasta allí corriendo. Afortunadamente ya era tarde para que alguien se
hallara demorándose en un cementerio. Agarró una de las palas y llenó de tierra
uno de los sacos. Cargó con él. Llegado ante la losa de la celda de fray Felipe,
vació el contenido sobre ella, de modo que, si acaso la golpearan de cualquier
manera, no sonara a hueco.
Ya estaba a punto de penetrar en su propia celda con el libro cuando le asaltó
una duda. Si no encuentran el libro en la celda del bibliotecario fallecido,
tampoco es una idea descabellada buscarlo en la de su ayudante. Interrogarlo, tal
vez. Tate, tate, se dijo. Dio marcha atrás, regresando hasta la hornacina donde
había depositado antes el libro para ir a por la tierra.
-Aquí estarás más seguro –le dijo-. Por el momento.
Entonces entró en su celda. Pero no permaneció mucho tiempo en ella, pues
era la hora de completas. De camino hacia la iglesia, se encontró con Esteban.
-¿Dónde te habías metido hoy?
-Te explicaré más tarde. ¿Alguien más ha notado mi ausencia?
-No. La muerte de fray Felipe ha tenido ocupada a toda la comunidad durante
toda la tarde. Nadie se ha fijado que su ayudante no aparecía por ninguna parte.
Yo sí te busqué sin resultado.
-Perfecto entonces.
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Le pareció que Esteban sonreía bajo el capuchón.
Aquella noche, completas duró más de lo habitual, prolongado el oficio con
los rezos por el alma del hermano fallecido. Al concluir, muchos se encaminaron
hacia su celda, pero se les impidió el paso. Únicamente a Lorenzo le permitieron
que avanzara hasta su propia celda para recogerse en ella.
Durante una buena parte de la noche, escuchó al lado los ruidos de un registro
minucioso. Temblaba con la sola suposición de que Valladares encontrara el
corredor secreto y se apoderara del libro.
Por otra parte, ¿qué hacer, dadas las circunstancias? Desde el punto de vista
lógico, era obvio que procedía huir cuanto antes con sus amigos y el libro,
protegiéndolo así de caer bajo el dominio del negro personaje que lo buscaba sin
escatimar medios. Sólo de pensar en que el jesuita pudiera apoderarse de él, se le
erizaba el cabello. Por otra parte, en el fondo de su conciencia, una voz le
susurraba que no podía huir abandonando a su suerte a Casilda y a su padre.
Pero seguía sin saber qué podía hacer por ellos.
Al final acabó por dormirse. No debió permanecer en tal estado mucho
tiempo. Pero sí el suficiente para ver de nuevo en sueños a Dunia. Se le apareció
sentado en la silla plegable de su celda, en actitud de meditar profundamente,
pero no dijo una sola palabra. Lorenzo trató de hablarle, pero sus labios se
hallaban como sellados con cemento.
145
Cuando se despertó y recobró la lucidez, comprendió que Dunia le estaba
incitando reflexionar, a considerar detenidamente todas las posibilidades.
Reflexionar, sí. Como si hubiera estado haciendo otra cosa durante los últimos
días. En fin, casi en su entera totalidad. De repente, todo fue encajando ante sus
ojos interiores, como si estuvieran viendo las diferentes acciones que procedía
realizar proyectadas sobre un muro. Lorenzo quedó maravillado, el plan era
perfecto y ni siquiera había tenido que discurrir para encontrarlo. Bueno,
discurrir sí había discurrido, aunque sin resultado. El plan, por su parte, se había
colado en su mente como una inspiración del Espíritu Santo. Lo revisó punto por
punto y encontró que cada parte se ensamblaba dentro de la otra como las
diferentes piezas de un acertijo.
El único inconveniente era que hacía falta aguardar aún unos cuantos días, con
el riesgo que ello comportaba.
Como había vaticinado, el padre prior lo llamó a su celda con objeto de
practicarle una suerte de interrogatorio velado y suave. Le instó, eso sí, con
suma delicadeza, a que le confesara si el padre bibliotecario le había
encomendado el cuidado de algún libro en especial. Lorenzo repuso que sólo
hacía unos días que le había confiado el secreto de la recámara oculta, tras la
propia recámara de la biblioteca. Únicamente se la había mostrado y le había
hablado de la índole general de los volúmenes que allí se encontraban. Si acaso
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quería revelarle algo más, visiblemente su muerte repentina no le dio la ocasión.
El prior sacudió, meditativo, la cabeza en signo de aprobación.
En eso, un hermano llamó a la puerta. Tras recibir el permiso de entrar, avanzó
hacia el prior con un sobre en la mano.
-La carta que estaba esperando Vuestra Merced.
El padre prior hizo un gesto para que fuera depositada sobre la mesa.
Sin alargar siquiera la mano hacia ella, despidió a ambos frailes.
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CAPÍTULO I
Lorenzo determinó que la primera fase de su plan arrancaría el día 4 de abril.
No obstante, había cierto paso previo que debía dar, sencillamente, en el
momento más oportuno. Razón por la cual consagró las tardes siguientes a la
observación de cuanto ocurría en la sala número cuatro. Claro que, pasado un
tiempo en su atalaya, siempre acababa por dejarse arrastrar un número más
abajo para deslizarse en la alcoba de doña Leonor.
Pero un buen día, don Rodrigo de Araujo, interrumpió la arrobada y habitual
contemplación de su tesoro para, tras haberlo puesto a buen recaudo en su
escondrijo secreto, consagrarse a la escritura de una carta. Terminada la cual,
selló el sobre y se dispuso a salir, no sin antes comprobar una vez más que las
tapas de madera que celaban su oro estaban correctamente encajadas y no
dejaban adivinar el menor indicio de su cometido. Lorenzo pudo oír con toda
claridad las dos vueltas dadas al mecanismo del cerrojo.
Al fin se le presentaba la ocasión. Levantó la losa y se deslizó al interior de la
cuarta Sala. No tuvo la menor dificultad en poner al descubierto el cofre del
tesoro. Tampoco tuvo remordimiento en llenar la bolsa de cuero que a tal efecto
tenía preparada, pues estaba ya claro que la única utilidad que le iban a reportar
149
esas monedas al carcamal de Araujo se limitaba al discutible placer de su
contemplación. Así, hasta el propio día de su muerte. Por otra parte, no
arramblaba con todo. Todavía le dejaba rico. En cambio, en sus manos, ese
dinero iba a salvar vidas e iba igualmente a marcar el verdadero inicio de otras.
La propiedad, después de todo, debe ser avalada por un buen fin, de lo contrario
es inmoral y por lo tanto ilegítima.
No pudiendo resistir la tentación de recordarle al miserable avaro la conocida
fábula de Esopo, tomó el recado de escribir que se hallaba sobre la mesa y
redactó la siguiente nota:
Imagínate entonces que todo el oro está aún aquí. Para ti será lo mismo que el
oro esté o no esté completo, ya que de por sí no harías nunca ningún uso de él.
Cumplimentado lo cual, dejó todo exactamente como lo había encontrado,
sellando bien la losa y añadiendo tras ella, al igual que había hecho con la de
fray Felipe, el contenido de un gran saco terrero. Luego fue a esconder el dinero
en el mismo lugar en que ya se encontraba el libro.
El tiempo que le quedaba por pasar en el convento, es decir, el que le restaba
tras el ejercicio de su cometido en tanto que bibliotecario en funciones, lo
empleó en una lectura frenética, contra reloj, de algunas obras, las que solicitaba
su instinto, contenidas en el sancta sanctórum del monasterio.
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En ellas aprendió el poder indeleble de la palabra pronunciada con fervor por
la voz humana, el Verbo encarnado, el gran Creador de existencia. Todo cuanto
se dice y hasta cuanto se piensa, porque el Logos es inteligencia y pensamiento,
queda grabado en la Luz, en la piel de la Serpiente de Fuego, y comienza
enseguida a operar. Por eso hay que aprender también a encadenar de modo
conveniente las palabras y a reforzar el espíritu para que la semilla de aquéllas
progrese con una celeridad mayor que la de su ritmo natural. Un espíritu que
arde con todo su Fuego podría hacer crecer la semilla de un baobab de modo
que, en unos cuantos días, se convirtiera en una planta adulta. Una vez
conseguido esto último, el mago puede elaborar sus propias recetas o bien
utilizar y hasta combinar otras preexistentes, aureoladas por un efecto probado.
El Reino de los Cielos está dentro de uno mismo, como ya había dicho el Gran
Instructor. Pero hay que ganarlo con un esfuerzo denodado y tenaz, negándose a
sí mismo. Por otra parte, hay que tener también mucho cuidado en lo que se
dice cuando uno está distraído o, más aún, cuando uno es llevado en volandas
por una fuerte pasión.
Lorenzo, temiendo que el tiempo diluyera los conocimientos que había
adquirido mediante el contacto con fray Felipe y la biblioteca, tomó un pliego de
papel y se aplicó a resumirlos.
Dios se manifiesta en la Naturaleza a través de seis fuerzas, ocultas para la
mayoría de los hombres, las cuales se sintetizan en una séptima. La primera es el
151
poder grande o supremo, que incluye los poderes de la luz y el calor. En
segundo lugar cabe mencionar el poder de la inteligencia o conocimiento
verdadero. Sigue en tercer lugar el poder de la voluntad, el cual genera
corrientes nerviosas que llevan a efecto el fin deseado. En cuarto lugar aparece
el misterioso poder del pensamiento susceptible de producir resultados externos
perceptibles gracias a su propia energía inherente. La quinta fuerza se mueve en
forma serpentina, es el Principio Universal de vida, manifestándose en todas las
partes del Universo, incluye las dos grandes fuerzas de atracción y de repulsión,
el cual asegura la continuidad de las relaciones internas con las externas, que es
la esencia de la vida. Finalmente es de notar la fuerza o poder de las letras, el
lenguaje hablado o la música. Estas seis fuerzas se reúnen en la Luz del Logos.
Cuando hubo terminado, se guardó el papel en el seno con objeto de leerlo a
menudo y meditar sobre su contenido, confrontándolo a lecturas posteriores.
Esta síntesis, pensó Lorenzo, se acompasa y explica el comportamiento ancestral
del hombre.
La tarde se llamaba esgrima a fondo. Esteban notó un ímpetu de mar en la
espada de Lorenzo que no le resultaba sencillo domeñar y aplacar. Le había
enseñado toda su técnica y si no fuera porque él mismo se había superado
también con tan constante entrenamiento, el alumno habría igualado ya a su
profesor.
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-Ya estás preparado para andar por el monte solo, como las garduñas –le
espetó al final de la sesión, sin poder evitar una sonrisa que daba a entender a
Lorenzo que sabía más de sus planes de cuanto éste podría sospechar.
Tanto es así que se le quedó mirando a los ojos y a punto estuvo de revelárselo
todo en ese mismo instante. Pero reflexionó y decidió que no valía la pena que
sus compañeros se desgastaran emocionalmente durante los pocos días que
faltaban para entrar en acción. Por el contrario, él sí, debía revisar, secuencia a
secuencia, la totalidad de su plan y para ello lo imaginaba, lo veía con sus ojos
interiores y cuando encontraba un fallo lo corregía también visualmente,
introduciendo las imágenes pertinentes para subsanarlo y a partir de ahí
continuaba la visión por mejores derroteros.
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CAPÍTULO II
Una discreta carroza, con todas las cortinillas cerradas, entró en el patio del
Real Alcázar, deteniéndose al pie de las escalinatas situadas en el ala izquierda.
Un capitán de la Guardia Real, luciendo una cruz de la Orden de Santiago en el
pecho, se acercó a abrir la portezuela, seguido por uno de sus guardias quien se
precipitó a desplegar el estribo. De la oscuridad interior surgió el hábito del
jesuita inquisidor Valladares que pareció absorber todo el sol de la plaza,
devolviéndolo en luz negra.
-Tenga la bondad de seguirme –le rogó el capitán.
Ambos subieron la escalinata, introduciéndose después en el dédalo de
corredores que constituía las entrañas del corpulento y descomedido edificio.
Tras una buena caminata, llegaron ante una colosal puerta con dos batientes,
adornada mediante complicados trabajos de dorada marquetería. El capitán la
abrió flanqueando el paso al jesuita hacia el vasto ámbito de una descomunal
antecámara sobrecargada de adornos, muebles y cuadros.
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El capitán encaminó sus pasos hacia una puerta de tamaño más reducido,
aunque no menos historiada, llamó suavemente con los nudillos, y tras abrirla,
se echó a un lado. El jesuita avanzó solo.
Más allá de una imponente mesa de ébano, escribía el Inquisidor General del
Reino, el padre jesuita Juan Everardo Nithard, quien ni siquiera levantó los ojos
del papel hasta haber concluido su frase. Entretanto, Valladares había llegado a
orillas de la formidable mesa y aguardaba en silencio.
Finalmente el austríaco depositó la pluma en el tintero y alargó su fino bigote
en el esbozo de una tétrica sonrisa. Valladares inclinó la cabeza y saludó:
-Dios guarde a su Excelencia.
Nithard le indicó con un gesto de la mano que se sentara en el magnífico sillón
castellano con que acogía a sus huéspedes.
-Antes de proceder a la lectura del memorial detallado que Vuestra Merced ha
preparado y que obra ya en mi poder –declaró con fuerte acento germánico-,
quisiera recibir de viva voz un resumen de la capital misión que se le ha
encomendado, la cual orientará, presumo, la posterior lectura del mismo de
modo conveniente.
-Pues bien. Las sospechas de su Excelencia resultaron absolutamente certeras.
En efecto, quienes se presentan nominalmente como asentistas de la Corona, no
155
son más que testaferros de las auténticas fortunas que aportan el capital que ellos
gestionan. En tal caso se encuentra Mercader, aunque su solvencia personal es
innegable. Ello nos lleva directamente al segundo aspecto de la cuestión.
Ninguno de ellos, dado el volumen de los asientos, puede actuar de manera
aislada e independiente, sino formando constelaciones cuya verdadera figura
constituye un dibujo secreto, invisible para el ojo del profano. Semejante
situación fuerza las alianzas, políticas y familiares. De modo que hoy en día, las
dos grandes ramas, la portuguesa, para entendernos, la de los conversos,
judaizantes en su inmensa mayoría, y la de los genoveses, se han unido de
manera inextricable mediante lazos familiares y de intereses comunes. Tal y
como su Excelencia había igualmente previsto, la propia lógica de la situación
ha disipado las sospechas de Mercader y de sus socios más inmediatos, quienes,
comprendiendo la urgencia y viendo la oportunidad, no han dudado en activar
sus redes de contactos, nacionales en un primer momento e internacionales
después. El capital, pues, está afluyendo de todas partes, especialmente de
Portugal, los Países Bajos y Génova, hacia la persona de Mercader. De esta
última, por cierto, llega a través de un banquero catalán, un converso llamado
Ricardo Cusach, quien ha encargado a su propio hijo, prometido para más señas
de la hija de Mercader, el transporte hasta Madrid de una importante cantidad de
oro para los gastos más inmediatos, así como un no despreciable volumen de
letras de cambio. Dicho joven, Carlos Cusach, tiene prevista su llegada a casa de
su futuro suegro justamente el seis de abril, día de la fiesta judía de pesaj, para la
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cual sin duda la familia ha dispuesto una celebración tradicional con la que
agasajar a su huésped y cuyos preparativos no dispondrían del tiempo suficiente
para eliminar ante una entrada intempestiva de una nube de familiares del Santo
Oficio, que irrumpiera justo durante los instantes que siguieran a la llegada del
mancebo a la casa. Es la oportunidad ideal, no solamente para sorprender a
Mercader en flagrante delito de apostasía, sino también de implicar en ello a un
miembro de otra potente familia catalana y tras él a toda ella. Tal operación,
bien coordinada, permitiría la incautación no solamente del capital recién
arribado de Génova, sino también de los bienes de dichas familias, que no son
deleznables.
-Desde luego que no lo son. Pero la operación montada es mucho más vasta.
Es preciso que otras presas caigan en la celada, así como el capital que debe
afluir por las restantes vías.
-Según la información colectada, el seis de abril todo el caudal debe haber
afluido ya a Madrid. Tanto el proveniente de Portugal como el de los Países
Bajos. Y sabemos en casa de quiénes encontrarlo. Cuando su Excelencia lea el
memorial, encontrará los nombres y las funciones de los miembros de todas las
redes, así como el resultado de las investigaciones que permiten demostrar ahora
mismo la condición de judaizantes de muchos de ellos. Y puedo asegurarle a su
Excelencia que dicho informe le reserva grandes sorpresas.
157
-Lo leeré con la máxima atención. Basta entonces con montar ese día una
magna operación, que envuelva prácticamente a todos los efectivos del Santo
Oficio así como de la Guardia Real.
-Así es, en efecto, Excelencia. Y convendría, además, enviar cartas a la
Inquisición de Barcelona para que intervenga ese mismo día en casa de los
Cusach, pues existen grandes posibilidades de que si el hijo celebra aquí pesaj,
también ellos lo hagan allí.
-Por supuesto. Más vale batir el hierro cuando aún está caliente. Encárguese
Vuestra Merced personalmente del montaje y supervisión de la entera operación,
teniendo particular cuidado en no desencadenarla, con pesaj o sin él, hasta que la
totalidad de los fondos haya llegado a su destino natural e identificable. Si todo
sale bien, la Reina y yo mismo sabremos recompensar su devoción, fidelidad y
eficacia. Puede retirarse.
Valladares, al tiempo que se inclinaba, repuso:
-Todo se hará como previsto. Para mayor gloria de Dios.
Mientras seguía al capitán por los entresijos de palacio, en busca de la carroza
que aguardaba en el patio de armas, el inquisidor Valladares acabó de
convencerse que el asunto no podía por menos que reportarle un obispado. La
cuestión era únicamente saber cuál. Debería ser uno que le permitiera seguir
haciendo gala de sus múltiples y probadas cualidades para el desempeño de sus
158
funciones en el seno del Santo Oficio. Y no le cabía duda que si una operación
de tal envergadura era coronada por el éxito, no quedaría defraudado en cuanto a
la importancia y peso específico de la sede elegida, que le situaría
definitivamente en la zona neurálgica del poder. Una vez instalado en ella, sus
luces naturales le procurarían un medro al que sería aventurado ponerle límites.
159
CAPÍTULO III
Transcurridos los necesarios días de espera, en lugar de la consabida lucha de
palos, Lorenzo expuso sus planes con todo detalle a sus compañeros, seguro de
que ellos no hallarían el menor inconveniente en correr riesgos suplementarios
con tal de salvar la vida de una gentil doncella y de su atribulado padre. Y así
fue, pues apenas oído su relato, Esteban replicó:
-Aún no hemos salido del cenobio y ya estamos envueltos en una peligrosa
aventura. No podría presentársenos un mejor augurio.
Entonces Lorenzo les emplazó en su celda para el próximo día, a la hora nona,
cuando los religiosos disfrutan de los profusos beneficios de la siesta.
Lorenzo los dejó boquiabiertos al levantar la losa y mostrarles el boquete.
-Éste no es paso de rata, sino de burro –exclamó Bartolo, examinando el
acceso al corredor oculto.
-Venga, vamos allá, no hay tiempo que perder –determinó Esteban.
Lorenzo les condujo sin pérdida de tiempo hasta la Sala quinta, donde se
vistieron con los trajes de Fuensaldaña y ciñeron sus nobles espadas ante la
160
imperturbable flema de éste. No tan impasibles se hallaban sus compañeros, a
quienes las camisas que se ponían no les llegaban al cuerpo. Luego bajaron hasta
la planta baja para recoger la llave, mas Lorenzo juzgó que no era prudente
utilizar a esas horas la puerta de la casa del conde, para no infundir sospechas en
nadie. De modo que salieron por el cementerio.
Bartolo les sirvió de guía por la ciudad pues, no siendo más que un criado de
los que tanto abundan en Madrid, los frailes solían enviarlo a diversos recados
fuera de los muros del convento, ya que, si no regresaba un día, por el mismo
precio tenían otro igual.
Lorenzo y Esteban, por su parte, desconocían por completo el ambiente
abigarrado y tumultuoso que estaban atravesando, el griterío y el movimiento los
aturdían, por todas partes pululaban nubes de arrapiezos aullando y corriendo,
verduleras y mercaderes voceando sus mercaderías, titiriteros y amaestradores
de cabras declamando y ordenando, ciegos cantando sus viejas coplas, músicos
y tullidos pidiendo limosna, damas y caballeros atravesando el proceloso mar
humano con todas las velas de sus grandes ínfulas desplegadas, carretas tiradas
por bueyes ocupando la calle entera, casi de pared a pared, obligando a los
transeúntes a refugiarse en los huecos de las portaladas, cascos de mulas,
caballos y rucios retronando contra el suelo.
161
Bartolo les condujo hasta un tratante de caballos que tenía su cuadra en la
Cava Baja. Habían convenido en que sería él quien efectuara el trato y no fue
una vana prevención, pues el criado de los frailes se mostró un consumado
regateador. En la elección de las bestias se dejó, sin embargo, asistir por
Esteban. De modo que, entre ambos, dieron al tratante la impresión de que tales
compradores sabían muy bien dónde les apretaba el zapato. Tras intenso debate,
se hicieron con los siete mejores caballos que allí había.
Quedaron en que, en cuanto oscureciera, vendrían a por ellos. Bartolo exigió
que les dieran bebida y forraje en ese mismo momento, ante ellos, y una segunda
ración a la noche, también en su presencia.
Seguidamente fueron a apalabrar sillas de montar y arneses, para cinchar y
equipar tres monturas al completo. Las otras cuatro estaban destinadas a ser
enganchadas en la carroza. No obstante, Bartolo recordó que debían ponerles
riendas para llevarlas hasta la casa del conde. También allí, en el guarnicionero,
declararon que pasarían a recogerlo todo al anochecer.
Compraron, además, un gran saco de algarrobas que Bartolo cargó a sus
espaldas y fue a colocarse con él ante el postigo de la casa del conde. Tras una
señal convenida, Bartolo se preparó y, en cuanto vio que nadie reparaba en él,
dio a su vez un golpe, le abrieron y se coló de rondón con el saco.
162
Finalizada esta primera expedición, tuvieron que regresar al convento pues no
convenía que los frailes les echaran de menos antes de tiempo.
Pero al anochecer, mientras los monjes se hallaban en completas, Bartolo se
introdujo en la celda de Lorenzo para aguardar allí a sus dos compañeros.
Llegados éstos, sin pérdida de tiempo pasaron al corredor, optando de nuevo por
salir a través del cementerio. El bullicio de las calles apenas había disminuido,
pues para el siglo aún no había sonado la hora de cenar. Los hachones de
algunas tiendas y establecimientos diversos daban, aquí y allá, una luz de fogata
lejana, suficiente para adivinar dónde se ponen los pies.
Así, llegaron hasta el domicilio del tratante de la Cava Baja. Mientras Esteban
y Lorenzo asistían a la comida de los caballos, Bartolo fue hasta la tienda del
talabartero, situada unas cuantas manzanas más allá y, ayudado de un par de
aprendices de aquél, trajo los arneses. Eligieron a los tres animales con mejor
estampa, los cincharon y los montaron, llevando cada cual otro de la rienda,
excepto Bartolo, que llevaba dos. Con tal guisa, salieron en arrogante comitiva.
Si bien nadie reparó demasiado en ellos pues de todos modos, bajo las anchas
alas de los sombreros empenachados, nadie hubiera sido capaz de distinguir sus
rostros, así que los curiosos se daban por satisfechos con contemplar de reojo el
empaque y el ímpetu de la cabalgada, apresurándose a apartarse de su camino.
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Ante el portalón de la casa del conde de Fuensaldaña convenía apresurarse.
Bartolo saltó de su montura, abrió diestramente ambos batientes y hombres y
bestias penetraron lo más presto que pudieron. Entre los tres cerraron de nuevo.
Visto y no visto.
Aquel establo ni siquiera olía ya a animal, pero conservaba, en un rincón, un
montón de paja vieja. Bartolo la esparció a los pies de las caballerías,
haciéndoles una buena cama. Luego preparó otra para sí, pues ya no debía
volver al convento, debido a la dificultad que se le hubiera presentado para
atravesarlo a tales horas hasta ganar el granero sin despertar las sospechas de los
vigilantes. Para Esteban la situación era, obviamente, distinta y por otra parte su
celda no se hallaba muy lejos de la de Lorenzo. Así que, a pesar de la fuerte
aprensión que sentía por dormir en el viejo y vacío caserón en el que reposaban
los restos mortales del conde de Fuensaldaña, Bartolo tuvo que hacer de tripas
corazón y quedarse.
-No te quejes –le lanzó, con guasa, Esteban- aquí por lo menos no habrá ratas.
Hace lustros que habrán abandonado la casa por falta de comida.
-Prefiero mil veces las ratas a las ánimas en pena –repuso el interpelado con
no fingida angustia.
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-Si sales de estampida de la casa, no te olvides de coger la llave para regresar
al alba –le recomendó Lorenzo.- Pues a primera hora los animales deben estar
listos, cinchados los unos y enganchados los otros.
-Descuida, que bien pensaré en la maldita llave si me veo delante al conde de
Fuensaldaña, medio comido de gusanos.
-Si prefieres venir con nosotros, que vamos a tener que atravesar ahora su
cámara mortuoria, a estas horas de la noche –replicó Esteban.
-Pero sois dos y sólo puede agarrar a uno. Tenéis la mitad de las
probabilidades de escapar.
A pesar de la incómoda y tétrica situación en que se hallaban, ambos rieron la
ocurrencia de Bartolo.
-Deja de preocuparte –intervino Lorenzo- que Fuensaldaña ya no está para
esos trotes. Presumo que optará por dejarnos tranquilos a los tres.
Bartolo, no muy convencido, se fue refunfuñando a tumbarse sobre la paja.
-Buenas noches –le dijeron los otros dos, llevándose hacia arriba la única luz
que ardía en la casa.
-Podía haber pensado en mercar unas cuantas velas –se dijo, para sí, Bartolo.
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Cuando se perdieron los pasos por los altos, se produjo un silencio hecho de
decenas de cuartos completamente vacíos, interrumpido únicamente por algún
que otro resuello de los caballos.
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CAPÍTULO IV
Aquella noche Lorenzo la durmió mal, como suele suceder en las que
preceden a los días decisivos. No paraba de revolverse en su jergón pensando en
el formidable enemigo que iba a echarse entre pecho y espalda. A pesar de su
juventud y de su encierro en el monasterio, no se le había escapado el poder
inmenso, inconmensurable, de que gozaba el Santo Oficio en este país, pues
hasta los reyes y potentados le temían. La Compañía de Jesús, ya de por sí
poderosa, ahora, dotada con las credenciales de la Santa Inquisición, tenía a la
nación dentro de un pañuelo con los cuatro cabos atados. No en balde los cargos
supremos de Inquisidor General y Primer Ministro recaían ambos en la misma
persona, el jesuita Nithard, quien hacía mangas y capirotes de la voluntad de la
Reina regente. Y en general habían desplazado a los dominicanos en el control
de la temible institución. Más aún, su acerada red de espías envolvía el viejo y el
nuevo continente con una tupida tela de araña de la cual nadie, sea cual fuera su
estado, podía sentirse al abrigo, ni exento de su amenaza constante. A través de
las conversaciones que había escuchado en la Sala segunda, se había enterado
que los familiares del Santo Oficio tenían literalmente tomada la calle,
vigilándola desde abajo y desde arriba, apostados en los tejados. Debiendo
167
incluso intervenir una sección de soldados de la guardia real al mando de un
capitán, con objeto de controlar, en un momento dado, las entradas y salidas de
ambos extremos de la misma, así como cuidar que nadie escape de la casa de
Mercader por los tejados. Había demasiado dinero en juego como para dejar que
el pájaro se les fuera por los aires volando. Dinero y presión política.
Cuando al cabo se durmió, no fue Dunia quien se dignó aparecer para darle
consejo, sino el cadáver de Fuensaldaña, tal como lo habían visto, él y Esteban,
la última vez, a la luz de una palmatoria. Así hasta que llamaron a maitines, cual
si fuera el espectro que custodia el tesoro y ahuyenta a quienes lo buscan sin
tener el corazón lo suficientemente templado. ¿Lo tenía él para afrontar cuanto
se le venía encima?
Luego, el lapso entre maitines y laudes transcurrió de idéntica manera.
Tras este último oficio, Lorenzo se dejó ver por la biblioteca, atendió a los
primeros monjes, entró un momento en la recámara, pero enseguida se eclipsó
discretamente para encaminarse a su celda. Allí se colgó al cuello un zurrón de
cuero que contenía algunos efectos personales, así como diversos títulos
pertenecientes al conde de Fuensaldaña. En eso llegó Esteban y pasaron ambos
al corredor secreto. Vaciaron el saco terrero que habían tenido la previsión de
acarrear sobre la losa que ya nunca más debía ser abierta. Lorenzo recogió el
168
libro de magia así como la bolsa con las monedas de oro y con las mismas se
dirigieron directamente a la Sala quinta.
En ella, revistieron ambos ropas de caballero, ciñeron espadas de acendrado
acero de Toledo. Y luego, mientras Esteban iba a ocupar su posición ante la Sala
primera, Lorenzo se dirigió hacia la salida del cementerio.
Poco tiempo después, dejaba caer dos aldabonazos sobre la puerta de la casa
de Mercader. La suerte estaba echada.
Ante el criado que fue a abrirla, se presentó como Carlos Cusach.
-Tu señor me está aguardando.
El doméstico se inclinó dejándole pasar al zaguán y fue enseguida a prevenir
al dueño de la casa. El cual acudió casi al instante. Se le quedó mirando
intensamente y sólo entonces Lorenzo cayó en la cuenta de que ambos, Carlos
Cusach y Mercader, podían haberse visto antes y se azoró un tanto. Pero el
financiero sonrió, satisfecho.
-La última vez que te vi –rió sonoramente- eras un mocoso que no levantaba
dos palmos del suelo. Y ahora mira qué pedazo de hombre estás hecho. Ven que
te presente a tu prometida.
Don Leandro Mercader echó una mirada furtiva al zurrón que colgaba al
cuello de Lorenzo, creyendo adivinar lo que contenía, mas no dijo nada.
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Los dos hombres subieron hasta los aposentos privados de Casilda. El padre
llamó suavemente a la puerta y desde el interior llegó una voz musical que le
autorizó a entrar. Don Leandro penetró el primero para situarse un paso más allá
del quicio y desde allí dijo, al tiempo que hacía un gesto a Lorenzo para que
pasara:
-Casilda, te presento a tu prometido Carlos Cusach.
Los dos jóvenes se ruborizaron a un tiempo y don Leandro soltó una nueva y
estentórea carcajada, pues supo en el acto que ambos se aprobaban el uno al otro
con ese calor intenso que proviene de la médula.
En eso sonaron dos recios golpes en la puerta de abajo dados con algo más
contundente que la aldaba y que retumbaron como truenos en toda la casa.
Don Leandro Mercader palideció. Y más blanco aún se puso cuando restalló el
grito de:
-¡Abran al Santo Oficio!
Pero entonces Lorenzo sorprendió a padre e hija.
-Si confían en mí, tengan la bondad de seguirme.
Abajo se produjo el alboroto característico de un tropel de gente entrando a
una y subiendo a todo correr las escaleras, entrechocando las espadas con los
170
peldaños y la barandilla de hierro forjado. Don Leandro miró a Lorenzo sin
comprender lo que éste había querido decir, pero el que creía su futuro yerno se
puso a avanzar hacia la habitación de Casilda. Y, lo más sorprendente, nada más
entrar en ella gritó:
-¡Esteban, abre, deprisa!
En eso, una losa se levantó sola ante ellos, dejando ver un hueco por donde
podían huir.
-¡Vamos, no hay tiempo que perder! –les intimó Lorenzo.
Casilda se abalanzó la primera, luego Lorenzo le hizo un signo al padre para
que la siguiera. Finalmente se echó Lorenzo, mientras Esteban dejaba caer la
losa en su sitio casi al tiempo que los primeros soldados y familiares entraban en
el aposento. Seguidamente vaciaron el consabido saco terrero para que su
contenido hiciera presión sobre la losa.
Los salvados in extremis no paraban de miran a su alrededor sin lograr salir de
su asombro. A pesar de la tierra, se oía perfectamente cómo registraban la
habitación y cómo se daban las órdenes a gritos.
Esteban, sin decir palabra, avanzó hacia la Sala quinta y penetró en ella.
Lorenzo lo siguió para vaciar el saco terrero. Tras lo cual les confió a los
atónitos espectadores el objeto de su, para ellos, incomprensible tarea:
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-Nosotros saldremos por otra parte.
Cuando Esteban llegó a la planta baja, todo estaba listo. Los caballos, bien
comidos y bien bebidos, piafaban de satisfacción, como si se hallaran ansiosos
por desempeñar el cometido que se les había asignado. Cuatro de ellos estaban
enganchados a la carroza y Bartolo se encontraba ya en el pescante empuñando
las riendas. Los otros tres, cinchados y ensillados, aguardaban la llegada de
Esteban.
Éste, sin pensarlo dos veces, abrió de par en par la portalada, dando paso a la
carroza. Enseguida sacó los tres corceles, los ató a una reja y cerró los dos
batientes de la gran puerta. Montó uno de los caballos de un salto y se puso a
seguir la carroza. Ésta iba, tal como había aconsejado Lorenzo, con todas las
cortinillas abiertas.
Al cabo de la calle surgió, tras una arcada, un grupo de soldados que detuvo el
coche. Pero Esteban, adelantándose, les espetó con voz firme:
-Es la carroza del conde de Fuensaldaña, que nuestro amo nos ha mandado
llevarle con urgencia.
El cabo echó un rápido vistazo al escudo de armas grabado sobre la
portezuela.
-Tenemos orden de registrarla.
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-Ya veis que no hay nadie dentro.
El guardia abrió la portezuela y se asomó al interior. Reflexionó unos
instantes. Luego hizo un gesto a sus soldados:
-¡Déjenlos pasar!
Ninguno de ellos obedecía a la descripción de las personas que andaban
buscando.
Entretanto, Lorenzo había explicado a don Leandro Mercader y a su hija
Casilda las razones por las cuales no tuvo más remedio que usurpar la identidad
de Carlos Cusach. Ambos le lanzaron una mirada complicada. Pero el primero le
agradeció sincera y calurosamente el riesgo que asumía por ellos.
Una vez fuera del panteón, se dirigieron a buen paso hacia la puerta del
cementerio. Fueron aquellos unos minutos de tensa espera hasta que vieron la
carroza doblar la esquina. Mientras se acercaba al trote de sus cuatro hermosas
bestias, Lorenzo preguntó a don Leandro:
-Está claro que hay que salir cuanto antes de Madrid. Pero ¿hacia dónde?
Éste repuso de inmediato:
-Hacia Zaragoza, para de allí dirigirnos a Barcelona.
173
Don Leandro había comprendido que en cualquier punto de España corrían
peligro, así que determinó tomar el primer barco que saliera del puerto de
Barcelona con dirección a Génova, en cuyos bancos tenía depositada una buena
parte de su fortuna. Desde allí vería el modo, a través de terceras personas, de
recuperar lo que pudiera de sus posesiones en España.
Casilda le echó una última mirada de fuego a Lorenzo que le dejó temblando.
-Gracias –le dijo, y subió tras su padre en la carroza.
Lorenzo montó de un salto en la cabalgadura que Esteban le ofrecía y le espetó
a Bartolo:
-Hacia la carretera de Zaragoza. Conduce más bien con cuidado, no vayamos a
tener algún contratiempo que nos retrase.
A la salida de la Villa y Corte tuvieron que superar una nueva inspección. No
obstante, dado que el sentido era el de abandonar la ciudad, los guardas
encargados del fielato no se mostraron demasiado escrupulosos. Aparte de que
el empaque de la carroza, tirada por cuatro caballos, así como el escudo de
armas que figuraba en las portezuelas, debió resumir todo ello el expediente.
Viéndose ya en campo abierto, los fugitivos decidieron poner tierra de por
medio. Lorenzo y Esteban, tirando este último de las riendas de un tercer caballo
que iban a utilizar de tanto en tanto para aliviar a los otros dos, se pusieron a
174
cabalgar delante, después de indicar a Bartolo que aligerara el paso. Cuatro
caballerías como ésas podían llevar en volandas una carroza ligera de equipaje y
de ocupantes.
Los tres respiraban por primera vez en mucho tiempo las primicias de la
primavera en libertad y sentían bullir, con el esfuerzo de la cabalgada, la sangre
en sus venas. Enfrente, el infinito azul del cielo les daba la medida de sus
ambiciones y esperanzas.
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CAPÍTULO V
Entretanto, el inquisidor Valladares no comprendía un adarme de cuanto le
estaba sucediendo. Doña Rodríguez y los demás criados de la casa, interrogados
separadamente, coincidían en afirmar que, unos segundos antes de la irrupción
de sus familiares junto con los soldados de la Guardia Real, tanto el padre como
la hija se encontraban en la casa. El primero había bajado incluso a recibir a un
desconocido que se presentaba en calidad de prometido de la señorita Casilda.
De repente, nada. Los tres desaparecidos como si se hubieran evaporado y
posteriormente diluido en el aire. La puerta quedó guardada, los que subían
fueron a abrir la poterna que daba acceso al tejado. Allí se encontraban los que,
habiendo accedido a través de la casa de Juan de Silva, aguardaban de facción,
pero no habían visto pasar a nadie.
Acto seguido había mandado registrar minuciosamente la mansión. Sin
resultado. El inquisidor Valladares tenía la impresión de estar perdiendo un
tiempo precioso. Si se le llegaran a escapar los pájaros, el padre Nithard
descargaría su mal humor sobre él y sus ambiciones recibirían un rudo golpe.
Mientras los familiares seguían insistiendo en el registro exhaustivo de la casa,
él había renunciado provisionalmente a explicarse cómo habían salido de ella, si
176
es que habían salido, y decidió pasar al ámbito inmediatamente superior, es
decir, ver si existían indicios para presumir que habían rebasado el cerco
impuesto a ambos extremos de la calle.
En uno de ellos no sucedió nada anormal, los guardias habían cerrado el paso
justo antes de que se desencadenase la operación y desde entonces nadie había
entrado ni salido. Al acercarse por ese lado, el prior del convento de
franciscanos lo reconoció y lo abordó:
-Dios envía en buena hora a Vuestra Merced por aquí, pues acabamos de
constatar que dos de nuestros hermanos, junto con un criado, han huido de la
congregación.
Valladares lo interrumpió bruscamente:
-Ya veremos esto más tarde. Ahora tengo entre manos un asunto de un calado
infinitamente superior.
-Tal vez querrá Vuestra Merced saber que uno de los huidos es el hermano
bibliotecario.
El inquisidor, que ya le había dado la espalda al prior para encaminarse hacia
el otro extremo de la calle, se volvió bruscamente y le clavó los dos dardos
negros de su mirada. Recordó que, en un momento dado, se sospechó que fray
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Felipe había legado su libro, su supuesto libro de magia, a su ayudante. No
obstante, no dijo nada y continuó su camino.
En el extremo opuesto de la calle seguía el piquete de guardias impidiendo el
paso a los curiosos. El inquisidor Valladares se dirigió al cabo que lo mandaba.
-¿Has visto algo digno de señalar desde aquí? ¿Ha intentado pasar alguien?
-Nadie, Señor. Únicamente dos criados del conde de Fuensaldaña han
solicitado permiso para llevarle la carroza a su Señor, quien la aguardaba para
efectuar un viaje.
-¿Y les ha sido concedido ese permiso?
-No sin antes inspeccionar cuidadosamente la carroza.
-¿Cómo eran esos criados?
-Muy jóvenes, Señor. Ninguno de ellos obedecía a la descripción que se nos
había dado. A saber un hombre provecto y su hija.
Valladares montó en cólera, pero decidió no perder tiempo manifestándola. A
decir verdad, la orden que había dado no era impedir el paso a cualquiera, sino
de retener a todo aquél que presentara un vago parecido con Mercader o su hija.
En ese caso se trataba tan sólo de dos mancebos, no solamente jóvenes, sino
muy jóvenes había dicho el cabo. ¿Dos de los evadidos del convento? Quizás.
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Pero, ¿cómo es que conducían la carroza del conde de Fuensaldaña? Ese libro,
es preciso recuperarlo igualmente. Eran sólo dos, ¿y el tercero? ¿Habrán
utilizado medios mágicos para evadirse, llevando con ellos a Mercader y a su
hija? Entonces no hay nada que hacer. Lo mismo podrían encontrarse en Roma
que en Moscú a estas alturas. Pero el jesuita Valladares no era de los que se
quedan cruzados de brazos, sea cual sea la circunstancia en que se vean
envueltos. El único cabo suelto de que disponía era la carroza de Fuensaldaña y,
aun consciente de que no había en realidad nada anormal en el comportamiento
de los criados del conde, estaba dispuesto a tirar de él.
Volviendo sobre sus pasos, se dirigió hacia el capitán de la Guardia, quien
estaba conversando con don Juan de Silva.
-Capitán, le sugiero que mande a uno de sus hombres a cada puerta de salida
de Madrid para ver por cuál de ellas ha salido el conde de Fuensaldaña.
-¿Fuensaldaña? –intervino Juan de Silva-. Pues si es un carcamal arruinado
que hace siglos no se le ve.
-Pues hoy ha solicitado, seguramente desde la casa de un amigo o conocido, su
carroza tirada por cuatro hermosos caballos...
-¿Caballos Fuensaldaña? Pues si no tiene dinero para comer él mismo, ¿cómo
va a alimentar cuatro caballos?
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-¿Cómo es Fuensaldaña?
-La última vez que lo vi era un viejo valetudinario, vestido casi con harapos. Y
de eso hace, como digo, un siglo por lo menos.
-Llamemos a su casa. Interrogaremos a los criados.
-¿Criados? –Rió sarcástico de Silva-. Si no los tiene. Vive más solo que la una,
pues se halla en el último peldaño de la ruina antes de bajar a la indigencia. Si
no es que ha bajado ya.
-En tal caso –intervino el capitán-, en la casa no hay nadie, puesto que su
dueño ha solicitado la carroza para un viaje.
-Y por lo tanto la carroza no iba sola, sino que la conducían dos criados de
carne y hueso. Capitán, lance la diligencia que le he solicitado y luego vamos de
todos modos a llamar a la casa de Fuensaldaña.
Así lo hicieron, mas ya podían dar aldabonazos que no corrían el menor riesgo
de ser atendidos. Valladares ordenó a uno de sus hombres, uno de tantos
familiares de la Santa Inquisición que pululaban siempre como moscas a su
alrededor:
-Que venga un cerrajero de inmediato.
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Al poco rato acudió un hombre orondo de mediana edad con un manojo de
llaves. Observó la cerradura antes de elegir una de las llaves. No funcionó. Pero
a la segunda el mecanismo crujió y se abrió la poterna.
Valladares se dirigió a los suyos:
-¡Que registren la casa!
El personal se fue dispersando por las diversas dependencias y plantas. El
capitán se encaminó directo a las cuadras.
-Aquí han dormido caballos, en efecto. Pero no han pasado más de una noche.
La cama no ha sido cambiada y no hay montón de estiércol. No huele realmente
a cuadra impregnada de verdad de olor a bestia.
En eso oyeron a un familiar que bajaba los escalones de cuatro en cuatro:
-¡Señores! Vengan a ver esto.
Los tres subieron tras el individuo en cuestión hasta llegar a una puerta
entreabierta. Dentro reinaba una densa oscuridad. El inquisidor penetró el
primero, seguido de los otros dos. Nada más entrar, se quedaron confusos pues
no alcanzaban a distinguir nada. No obstante, los resquicios a través de los
cuales los postigos de las ventanas y las cortinas dejaban pasar haces de luz, así
como la adaptación natural de los ojos, les permitió distinguir una figura
yaciente sobre la cama. Al acercarse más a ella, supieron sin ningún género de
181
dudas que el conde de Fuensaldaña hacía mucho tiempo que no estaba en
condiciones de viajar. No al menos sacando beneficio de ello.
Por cuanto se refiere al resto de la casa, no se halló nada en absoluto digno de
interés. Se encontraba completamente vacía. Por no haber, no había ni pulgas
debido a la falta de sangre viva que chupar. Valladares dio media vuelta y sin
soltar palabra bajó precipitadamente la escalera. El capitán de la Guardia Real y
caballero de la Orden de Santiago, don Diego Castañeda, y Juan de Silva,
marqués de Brihuega, lo siguieron.
Llegado a la planta baja, salió al exterior, miró a su alrededor. Los vecinos
habían salido a los balcones, el gentío se acumulaba en los extremos de la calle,
detenido por los guardias, los que habían sido cogidos en el interior de la celada
formaban corros y cuchicheaban. Pronto tendría que levantar el cerco y dispersar
a la muchedumbre, antes de que todo el mundo pudiera ver que el Santo Oficio
había dado un golpe en falso y se iba con las manos vacías.
Lo que el jesuita no podía saber es que bajo uno de los arcos, tras la barrera de
los guardias reales, un joven llamado Carlos Cusach, con un zurrón repleto de
oro colgado al cuello, estaba contemplando lo que sucedía ante la casa de su
prometida, comenzando a comprender algo respecto al tinglado que se había
armado.
182
En eso llegó a galope tendido un jinete vestido con el uniforme de la Guardia
Real. Sus compañeros se apartaron para dejarle paso. Al divisar a su capitán
dirigió hacia él su montura y puso pie a tierra a unos cuantos pasos del mismo.
-Mi capitán, una carroza que obedece a las señas que nos ha dado salió hace
poco por la puerta de Alcalá.
El jesuita intervino antes de que el capitán reaccionara.
-Se dirigen a Barcelona, donde Mercader tiene socios y amigos. Que salga de
inmediato una tropa por el camino de Aragón. No deben llevar mucha ventaja.
El capitán transmitió la orden a un sargento quien formó de inmediato el
contingente y salieron a galope tendido, con don Diego Castañeda a la cabeza.
Valladares, por su parte, ya más sosegado, se dirigió a la puerta de Alcalá para
interrogar a los guardas del fielato. En efecto, había salido por allí, haría cosa de
una hora, una carroza tirada por cuatro caballos, con un escudo de armas en la
portezuela. En ella viajaban un hombre en la edad madura y una joven. Iban
escoltados por dos caballeros, uno de los cuales llevaba de las riendas un tercer
caballo. Las cuentas empezaban ahora a salirle al inquisidor. Los dos jóvenes
frailes, el criado conduciendo la carroza, Mercader y su hija en su interior. Pero
¿y el judío catalán llamado Carlos Cusach? ¿Dónde se le había quedado
traspapelado ese judío? Y sobre todo, ¿cómo habían logrado salir de la casa los
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que lo habían hecho y escurrírsele entre los dedos? Eso es lo que no tardaría en
averiguar, empleando los medios que hiciera falta.
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CAPÍTULO VI
Tal vez el que se le hubiera traspapelado fuera únicamente el criado del
monasterio, quien acaso ha integrado ya de corrido el hampa madrileña de la que
sin duda provenía, cansado de la disciplina conventual que debían imponerle a
pesar de todo los franciscanos. Con su pan se lo coma, no era precisamente el
volátil que más le interesaba. Así debía ser, en efecto, y entonces sí le salían las
cuentas a Valladares. En ese caso, el lazo se había cerrado a la perfección,
encerrando a todos los pájaros de cuenta en el interior de la red. Pronto los
tendría entre sus manos, sin que faltara uno solo. Y principalmente caería en el
fondo de la celada el importe completo de los asientos proveniente de los
genoveses, el más substancioso, que vendría a sumarse a los otros, ya a buen
recaudo. Por un momento había temido por su obispado, mas ahora tales
temores se disipaban como la niebla matinal fustigada por el sol, o como sus
primeros rayos hacen desvanecerse las pesadillas nocturnas. De nuevo
regresaban a su mente las exiliadas cábalas acerca de cuál podía ser la sede
episcopal que el destino, o sus buenas artes, le había reservado.
Entretanto aguardaba el regreso de los huidos, bien custodiados por la Guardia
Real, dispuso ir a visitar las cárceles secretas donde, a esas horas, debían
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encontrarse ya todos los caídos en la formidable redada. Todo carnes blancas y
delicadas, con reacciones vivas y absolutamente sentidas ante la rudeza de los
cuidados que les salen al paso, pero cuya auténtica naturaleza y dimensión aún
están lejos de imaginar.
Valladares se aprestaba a acompañarles en ese descubrimiento paulatino que
despertaba en él el máximo interés. Le excitaba intelectualmente comprobar
cómo el tiempo y determinados factores, oportunamente aplicados, modificaban,
moldeaban, las conciencias. Deseaba sorprenderse de nuevo al comprobar lo
bajo que podía caer el orgullo de los más arrogantes mediante la aplicación del
tratamiento adecuado. Por cierto que el secreto de la eficacia irremisible de cada
uno de ellos consiste en transformar los mayores exponentes de la buena fortuna
y felicidad de cada víctima en su mayor pesadilla, aduciendo el conocido
principio de que los extremos se tocan.
Viajaba solo en su carroza, con una sola cortinilla descorrida, por un Madrid
abigarrado, rebosante de pordioseros como una cabeza hirviente de piojos y
demás inmundicias. Pero él había hecho de la Iglesia su refugio. Y dentro de la
Iglesia, había asentado sus reales en su baluarte más recio, la Compañía de
Jesús. Dada su condición de eclesiástico, no poseía hijos, que son siempre el
punto vulnerable de un hombre, su talón de Aquiles, la cadena por la que se
encuentra sujeto a la roca de su martirio prometeico. De este modo podía
contemplar el mundo como si estuviera separado de él por un abismo, aislado de
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él por el fino, si bien eficaz, cristal de la ventanilla de su coche que no dejaba
pasar la miseria, esa miseria que ensucia, que mancha, y él, por su parte,
mediante una abstracción, mediante el ejercicio intelectual recomendado por los
filósofos, conseguía permanecer ajeno al sufrimiento ajeno. Así, su mundo
estaba constituido de tres esferas, él, un universo en miniatura, el poder que debe
ser conquistado mediante el utensilio de la institución a la que pertenecía y Dios,
el dador supremo. Nada ni nadie más debía perturbar esa relación permanente e
indisociable. Más aún, fuera de ella, no había existencia posible, todo era una
ilusión. Una gran ilusión. Ante la cual el sabio debe mostrarse impasible.
La carroza se detuvo ante una casa solariega sólida y cuadrangular. Valladares
dejó que el cochero se apeara, soltara la aldaba y diera el santo y seña. Hecho lo
cual, se vino a bajarle el estribo. Sólo entonces el inquisidor puso pie a tierra,
mas no se detuvo en contemplaciones sino que, raudo, se coló por la puerta.
Los familiares que se ocupaban de este menester no eran generalmente
adonises, no era gente agraciada ni de modales refinados. Tampoco había que
prestar demasiada atención a su origen ni hoja de servicios. Eso sí, no debían ser
cristianos nuevos, desde luego. El carcelero tenía una pata de palo, la cara
santiguada de costurones y un cuerpo bamboleante del tamaño de un armario
ropero. Hablaba de manera ininteligible a causa de la configuración monstruosa
y brutal de su dentadura. Estaba acompañado de otros cariacuchillados, tuertos,
mancos, comidos de viruela, aves de mal agüero vestidas de cualquier forma,
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con harapos en los que predominaba el color negro diluido y no oliendo
precisamente a rosas. Todos hicieron una profunda reverencia ante el inquisidor
y su jefe se puso servilmente a la disposición del mismo profiriendo frases de
bienvenida y agasajo que Valladares ni se molestó en descifrar, sino que,
interrumpiéndolo con un signo perentorio de la mano, en la que despuntaba un
índice enhiesto, le significó que lo condujera sin más preámbulos a las
caponeras. El aludido se calló en seco, agarró un aro de alambre en el que se
hallaban ensartadas varias llaves y se puso a andar dando tumbos como una
galera sacudida por un mar grueso de temporal. Atravesaron una gran sala,
tomaron un tenebroso pasillo, al cabo del cual el carcelero introdujo una llave en
una cerradura que el inquisidor no hubiera sido capaz ni siquiera de distinguir.
Una puerta negra se abrió para darle paso a una estancia sumida en la penumbra,
donde se percibía un leve murmullo de muchas voces temerosas, ansiosas por
comunicar pero temiendo al propio tiempo interrumpir el silencio, llamar la
atención. La pieza era de vastas proporciones, amueblada con el severo estilo
castellano, decoradas sus paredes encaladas con grandes cuadros de santos
envueltos en tinieblas y desafiando a los diablos blandiendo cruces o mediante el
éxtasis de la oración. Pero su parte central estaba toda ella ocupada por una
suerte de mesa octogonal gigantesca hecha de adobes. En cada uno de los puntos
cardinales de la misma había sillones de cuero arrimados.
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Valladares se sentó en el más próximo. Ante él se presentaba un orificio
luminoso donde aplicó el ojo. Allí abajo estaban los prisioneros en diminutas
celdas, asustados y todavía sin comprender nada de lo que les sucedía. Sus
contactos les sacarán de ese pozo oscuro de la fortuna, el más hondo y el más
miserable que se pueda hallar. Es un malentendido que pronto se aclarará. El
Estado necesita de su dinero, de su talento, de su red internacional. Sus amigos,
sus clientes, se movilizarán por ellos, aunque han caído entre las manos del
enemigo más temible que, hoy por hoy, se puede recelar en el mundo. Los niños
miraban a sus padres como esperando a que, de un momento a otro,
restablecieran la situación con su nunca hasta ahora desmentida autoridad. Todo
esto parecía salir de la mirada de cualquiera de ellos aumentada, en el fondo, por
el espanto. Pero, a pesar de todo, ni siquiera sospechaban la que les había caído
encima.
Valladares sí lo sabía. Y bien que lo sabía. Más que saberlo, lo recordaba de
sus múltiples experiencias. Tanto es así que un escalofrío de placer lo recorrió
de pies a cabeza mientras contemplaba esas carnes todavía frescas, limpias,
blancas. Dios sabe hasta qué punto inocentes.
Las familias habían sido dispuestas de modo que los padres, a pesar de
hallarse separados de sus hijos, instalados en celdas distintas, los tenían justo
enfrente, de modo que pudieran verlos en todo momento. Ello era esencial para
asegurar el éxito, relativamente rápido y rotundo, del método.
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Si había doncellas de buen ver, serían violadas por los carceleros ante los ojos
de sus padres, obligándolas a efectuar los servicios y caricias más humillantes.
Si mujer casada exhalando aún todos sus fuegos, lo sería ante los del marido y
probablemente ante los de sus hijos, sin ahorrarle ninguna grosería degradante ni
desaguisado, de entre el vasto repertorio de ambos que poseían. Eso para
empezar. Por cierto, dado que él no da nunca la cara en ninguna fase del
proceso, los subalternos se encargan de tal menester, sus ojos y sus oídos, si bien
están siempre presentes en los interrogatorios, permanecen en todo momento
invisibles, ello le permitirá, disfrazado de carcelero, y deslizando unas cuantas
monedas de oro en los bolsillos de los tales para comprar su silencio, participar
activamente en esas orgías. Dios sabe que la carne es débil y si nos vemos
confrontados a tales tentaciones, inusitadas para los demás mortales, es
únicamente para mejor servirle, para hacer reinar sin contestación su ley y su
santa religión.
Después vendrá el hambre, el frío, las ratas. La miseria, los desperdicios, a
veces añadidos a propósito por el personal de la casa, atraen a estas últimas
como al hierro la piedra imán. Cuando los padres vean que sus hijos, todavía en
la edad tierna, evolucionan entre nubes de ratas. Cuando se duerman con una
rata, de pelaje húmedo y erizado, chupándoles la herida del cuello, entonces
gritarán como fieras durante toda la noche para que se les permita, no solamente
confesar de inmediato todo lo que se quiera, sino judaizar allí mismo para que
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sus hijos, las niñas de sus ojos, puedan salir, en el acto, de ese eficaz infierno
que obra milagros inauditos para la causa del Dios único y verdadero, cuyo
excelso nombre sea siempre ensalzado y glorificado.
Pero lo que no saben es que su suerte, la de todos, está sellada, la de los padres
y la de los hijos, pues éstos son sus herederos y también los testigos de cuanto
sucederá ahí abajo, razón por la cual deben perecer al final del proceso. Y puesto
que no tienen futuro, no existen. Se puede disponer de ellos según se desee. Son
carne y huesos de fosa común.