Download - Victoria

Transcript
Page 1: Victoria

Victoria

Por Susana Mejía

Me incliné despacio, acaricié su cabello rubio y me sumergí en un beso que

prometía regalarme su último aliento, un último latido. Sus manos ya heladas

sostenían una rosa blanca que yo mismo me atreví a colocar apenas estuvo en

mi presencia. Su belleza se mantenía inmutable, parecía que el paso de los

años no había dejado huella. Su rostro empalidecía a pesar de mis esfuerzos

por mantener la temperatura. Respiré profundo y aparté mi vista un momento

mientras me disponía a cenar. Saqué de la alacena el pan con uvas de

siempre, insípido y duro, casi como una piedra. No había terminado mi

merienda, cuando se oyó un estruendo ensordecedor justo a unos pasos del

portón. Por el agujero de la puerta se alcanzaba a observar un coche color

verde aguamarina, del asiento del conductor se bajó un caballero de traje negro

con un bigote alargado, que terminaba en dos puntillas de nefasta perfección.

Minutos después, bajó del coche una dama, llevaba puesto un vestido azul

turquesa y un sombrero rosa de ala ancha que intentaba sostener de la terrible

ventisca de aquella noche. Después de unos segundos los reconocí, me

apresuré por una vela y esperé con temor a que la dama golpeara a la puerta.

Me recorrió un escalofrío de los pies a la cabeza. Sabía a lo que venían. Se

llevarían a Victoria. Corrí a arroparla con un cobertor viejo que tenía a mano.

Se escucharon tres golpes en la puerta que retumbaron en mi cabeza. Venían

por mi Victoria. Abrí el portón, y el frío que aguardaba afuera se coló por entre

mi escuálida figura. Saludé a la pareja simulando haberme despertado de un

largo sueño. La mujer sonrió tenuemente, y siguió de largo admirando un lienzo

Page 2: Victoria

de San Ignacio que había permanecido en aquella pared no menos de un

siglo. El amplio corredor repleto de santos inquietó enormemente a la dama,

que miraba de un lado a otro entusiasmada. Me detuve en sus ojos verde

aceituna, tal y como los de Victoria. De pronto observó el imponente reloj del

corredor y se apresuró a preguntar por ella. De nuevo vino el terrible escalofrío

y sin pensarlo dos veces exclamé con angustia que aún no era tiempo, no

debían llevársela; la ira se apoderaba de mi rostro mientras hacía un esfuerzo

desmedido por guardar la compostura. Con voz titubeante y ya bajo control,

repetí con calma que ella debía permanecer un día más conmigo, después de

todo ya los oleos eran ineficaces. Decidí no atormentarlos con la terrible noticia.

Sí, victoria había muerto. Se miraron el uno al otro, y, seguramente habiéndose

arrepentido de refutar mi decisión, observaron el crucifijo de la entrada, se

persignaron y salieron sin musitar una sola palabra.

Postergaría los planes de esa noche para la siguiente, la visita había alterado

mis ánimos y únicamente quería descansar. Descubrí su rostro, contemplé sus

labios ya morados y resquebrajados y la besé antes de apagar la vela que

iluminaba la recámara.

Al amanecer no me atreví a mirarla, me di un baño y saqué del armario la

vestimenta del día: nada particular, por supuesto. Atravesé un portón viejo y me

dediqué a las labores diarias que ya después de tantos años se hacían

monótonas y repetitivas. Al terminar el día crucé de nuevo el portón, y al

observar su silueta a lo lejos quedé impávido, los nervios se apoderaron de mi

mente confundida. Dejé caer la biblia que me acompañaba y aún sudando bajé

al sótano. Desempolvé una serie de cosas viejas y después de mucho

escudriñar apareció el viejo maletín. Se encontraba totalmente cubierto de

Page 3: Victoria

polvo y al abrirlo se desprendió un olor que escarbó lo más profundo de mi

conciencia. En el fondo reposaban mis canicas, con las que solía apostar al

final de la cuadra, recordé a Rodriguez, a Mateo y a Figueroa. Encontré un par

de postales de mis padres, un broche de oro y un viejo crucifijo que me entregó

mi abuelo de mal humor cuando me encontraba a punto de recibir mi primera

comunión. Y de repente ahí estaba, me quedé sin aliento mientras la sostenía

entre mis manos temblorosas. Era ella: mi Victoria. Sus mejillas rosadas,

apenas si se veían en aquella fotografía. Sí, estaba seguro ahora, era ella, era

Victoria. Cuántos años habían pasado desde aquellas épocas de infancia,

cuando podía pasar horas observándola mientras saltaba la cuerda con María

la pecosa. Me gritaban siempre cualquier insulto, y salían corriendo mientras se

burlaban. La amaba más que a nada en el mundo. Y ahora, estaba allí, helada

reposando en mi cama. Dejé todo al instante y subí enérgico a besarla, con los

nervios de un principiante deslicé mis manos bajo su vestido púrpura y reposé

mi cuerpo sobre el suyo. La observé con nostalgia y me dispuse a darle la

bendición final. Inmediatamente y sabiendo que Dios jamás me perdonaría,

ubiqué mi sotana y mi crucifijo en el cajón habitual, y recitando por adelantado

la misa del día siguiente, rocé con mis dedos sudorosos su cuerpo aún

desnudo. Lo había conseguido. Era mi Victoria, y mi victoria final... A las diez y

media venían por ella.