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ISSN 2362-5775
“Ver para conocer”: Una experiencia de investigación con chicos
en el espacio urbano
Andrea Tammarazio
Introducción
El tema que abordaré en este trabajo es las formas de conocer “el barrio” a partir de una
investigación etnográfica en colaboración con niños y niñas. Para ello me centraré en una
experiencia de trabajo de campo realizada en dos barrios de reciente urbanización en la
periferia del Gran Buenos Aires.
El objetivo de este trabajo es reflexionar sobre el proceso de producción de conocimiento
con los niños y niñas sobre el espacio urbano, a partir de tres ejes de análisis: 1) la
experiencia de caminar al aire libre; 2) el deseo de “ir a ver”; y 3) el encuentro con “otros”.
En base a estos tres puntos he podido repensar además mi experiencia como adulta al hacer
etnografía con niños y niñas.
Las referencias teóricas en las que me he apoyado se basan en el campo de la geografía
cultural y de la sociología del espacio, que ponen el foco en los modos de ser y de estar de
las personas asociados a los lugares (Horton y Kraftl, 2005, 2006, 2007; Horton et al, 2008;
Bondi et al, 2005; En: Den Besten, 2010). En este sentido, la teoría de la “geografía de las
Actas de las VI Jornadas sobre Etnografía y Procesos Educativos
28, 29 y 30 de septiembre de 2016 – Bs. As. Arg.
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emociones” considera que los individuos evalúan los lugares según sus afectos (Den
Besten, 2010). El subcampo de la geografía de la infancia me ha orientado a ver las
diferencias en las prácticas de los niños y las relaciones de poder y posicionamientos en
relación a los “otros” niños, jóvenes y adultos –incluyendo mi propio posicionamiento
como investigadora adulta-, y a hacer visibles sus perspectivas. Holloway y Valentine
(2000), principales exponentes de esta postura, sostienen que los niños configuran su
territorio de forma diferente que los adultos, evalúan los lugares según sus afectos, historias
personales (Nespor, 1997), espacios de poder; y cuestionan los modelos y estereotipos que
los adultos tenemos demasiado arraigados en nuestros discursos.
Las investigaciones que muestran la agencia de los niños en contextos urbanos señalan: que
los niños son más creativos en su forma de habitar el mundo (Milstein et al, 2011); que
desde su “experiencia cotidiana” (Vogel, 1995) se muestran observadores más atentos y
perspicaces de la ciudad que lo que el sentido común considera; que el espacio urbano es un
lugar para explorar y aprender sobre el mundo (De Visscher y Bouverne- De Bie, 2008;
Vogel, 1995; Nespor, 1997).
Ingold y Lee (2010) han sido fundamentales para analizar las caminatas con niños para
explorar el uso de los espacios cotidianos, la forma de referirse al espacio público, las
maneras de mostrar los lugares, la forma de caminar, de moverse con el cuerpo a través de
espacios al aire libre. En este sentido, considero las caminatas con los niños un espacio
privilegiado de producción de conocimiento, una instancia importante en la investigación
etnográfica con niños (Tammarazio y Requena, 2015).
También han sido esenciales para pensar el lugar del adulto en el campo algunos trabajos
sobre etnografía que analizan el rol del investigador y la investigación en colaboración
(Milstein, 2016, 2011).
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Sobre el trabajo de campo
Entre septiembre y diciembre de 2015, y entre abril y agosto de 2016, desarrollé trabajo de
campo con niños y niñas como parte de un proyecto de investigación colectiva1 y como una
iniciativa personal2 en los barrios Hardoy y San Jorge, ubicados en el partido de San
Fernando, en el segundo “cordón” del conurbano norte, a 30 kilómetros aproximadamente
de la Ciudad de Buenos Aires. Esta investigación tuvo como antecedente mi tesis de
maestría en Antropología Social (Tammarazio, 2014), para la cual había incorporado
trabajo de campo con niños –y con adultos-, pero los niños en dicho trabajo no habían
ingresado en la investigación como colaboradores directos en el proceso etnográfico. Es
decir, que el contexto de investigación no era nuevo para mí. El objetivo que dio inicio a
esta investigación fue conocer “qué hacen los niños en el espacio público”.
El trabajo de campo consistió en quince encuentros en el año 2015 de aproximadamente
dos horas cada uno, con diez niños y niñas entre 7 y 12 años, y en doce encuentros en el
año 2016 con un grupo más reducido, principalmente de niñas de 12 y 13 años3. Nuestro
trabajo se caracterizó por recorridas a pie por “el barrio”, conversando, jugando, filmando y
tomando fotografías; y por encuentros en una biblioteca infantil –Biblioteca Popular El
Ombú- en donde reflexionamos sentados alrededor de una mesa sobre lo que hacíamos y/o
veíamos, y conversábamos sobre el material audiovisual que registrábamos. A lo largo de
este tiempo, cuando el clima y el tiempo lo permitían, la elección de los niños era siempre
la de “salir a pasear” y registrar con fotos o filmaciones todo lo que veíamos. Así fuimos a:
“el campo”, “el campito”, “las plazas”, y “las casitas”, siendo “el campo” y “las casitas” los
espacios más demandados por los chicos. Como resultado de este año de investigación,
realizamos dos videos cortos y estamos elaborando un capítulo para un libro sobre
experiencias etnográficas con niños y niñas.
1 Proyecto PICT 1356-2010 “Un nuevo lugar social para la escuela estatal. Entre la irrupción de la política y
la emergencia de nuevas infancias y adolescencias” (UNCo-FONCYT, Directora responsable: Dra. Diana
Milstein).
2 Proyecto para formar una organización no gubernamental que aborde la problemática de los niños y niñas en
las ciudades [www.ciudadesapie.org]. 3 Niños y niñas investigadores: Micaela Cocha, Angel Aguilar, Candela Zárate, Lara Zárate, Milagros Avalos,
Moira Martínez, Lautaro Sánchez, Marcelo Sánchez, Abril Soto, Valentín Cabrera. También participaron de
algunos encuentros: Luna Salomone, Adriel Martínez, Yohanna Quiroga, Lilian Rojas, y Uriel Zárate.
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Arriba: Mika, Cande, Ángel y yo en “el campo” (9-12-15). Marce, Abril, Caro (“seño” de la biblioteca) y yo
en “el campito” (9-10-15). Abajo: Abril, Mika y Marce en “la placita” (13-11-15). Cande, Ángel y Mika en
“las casitas” (16-10-15).
Descubrimos “las casitas”
“Mika propone ir a la casitas que habíamos visto el viernes anterior desde el campito. Les
digo que sólo vamos a ir un rato porque ya era tarde. Estamos Marce, Lautaro, Mika,
Cande, Ángel y yo. El día está bárbaro; hace calor. Salimos de la biblioteca y caminamos
por la calle Maipú hasta el fondo. Pasamos por los nidos de pájaros que los chicos ya me
habían mostrado cuando me contaban que con sus gomeras –hechas por ellos mismos-
cazaban pajaritos. Cuando caminamos veo, a lo lejos, a un joven agachado. Pienso que se
está armando un cigarrillo de marihuana. Le pregunto a Ángel si está todo bien con “ese
pibe”. Ángel, un poco sorprendido por mi pregunta, me contesta que sí, y me aclara que
“nosotros no vamos ahí, vamos más atrás”, y me explica que está quemando cobre.
Cuando estamos cerca de él, entiendo lo que estaba haciendo: había colocado unos
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ladrillos como base para sostener una especie de estructura de metal, que se notaba que
había sido un televisor o algún tipo de electrodoméstico. Era como una parrilla y había
mucho fuego. Cuando pasamos por al lado de él, justo salió mucho humo negro.
Marce se quejó del calor y el olor cuando pasamos por ahí. Era casi el mediodía, hacía
calor y el fuego hizo que la ola de calor fuera más intensa. Saludé al joven cuando
pasamos; asintió con la cabeza. Los chicos no lo saludaron. Seguimos caminando,
cruzamos el puente y los chicos corrieron en dirección a las casitas. No había ningún
cartel, ni alambrado, nada que nos impidiera el paso. Tampoco personas, ni perros, ni
nadie. Entramos a la primera casa. Ángel entró y enseguida dijo que no se podía, “que no
tenemos que estar ahí”. Mika le dijo “Tenés miedo Ángel”. Las chicas habían subido al
primer piso. Yo subí detrás de ellos, por curiosidad también. Había muchas maderas rotas
en el piso, resto de parte del techo de las casas destruidas. Pisábamos todo eso. Ahí los
chicos empezaron a explorar todas las casas, entrando y saliendo en una y en otra,
subiendo y bajando. Yo iba detrás. Vi maderas con clavos, lo observé y se los advertí. Eso
me preocupó porque no miraban mucho al piso y se podían clavar un clavo en el pie (…)
Les dije que tuvieran cuidado con las escaleras, que no tenían barandas, con las ventanas
que no tenían vidrios, con el piso... Mika y Cande buscaban “la mejor casa” (…) Vieron
unos caballos atados, pastando. Después un cochecito de bebé roto. Cande lo agarró y me
preguntó “¿Te gusta mi bebé?” y agarró el cochecito para jugar a la mamá. Y así un buen
rato. En un momento Cande, Mika y Ángel desaparecieron, se escondieron. Hubo silencio.
Con Marce y Lautaro los empezamos a buscar. Al rato, los vimos salir de unas casitas y
correr para esconderse en otro lado. Luego de un rato, insistí en que salieran. El lugar
estaba vacío, pero me dio miedo de que alguien apareciera de la nada y agarrara a un
chico y yo no me enterara. Ahí me di cuenta de mi responsabilidad en ser la única adulta
en el grupo. Me estaba divirtiendo con ellos, pero también tenía mis dudas de estar allí…
Ellos estaban felices, totalmente ajenos a mis miedos. Les dije de volver. No me
contestaron. Entraron a una de las casas de la hilera del frente, la casa estaba en muy
buen estado, a diferencia de las otras que habíamos visitado. Mika dijo “esta es mía”, y
escribió en la entrada, en el piso, con una tiza rosa: “Mika”. Me dijeron que tocara la
puerta. Le habían puesto una puerta que encontraron tirada en el piso. Toqué, “toc, toc”.
Me abrieron. “Bienvenida a mi casa”, me dijo Mika. Las chicas subieron las escaleras.
Encontraron una botella con algún producto de limpieza y lo tiraron al piso como quien va
a baldear. Marce dijo “¡Qué rico olor!”. Los chicos subieron. Ángel agarró una escoba
que encontró (…) Noté que en una pared de una casa decía “Casa Oviedo” y en otro
cuarto “casa ocupada” (…) Ya era hora de irnos. Las chicas no se querían ir, pero insistí
y finalmente nos fuimos. Dijeron de volver la próxima. Mika dijo que fuéramos a “su casa”
la próxima vez.
Se apropiaron de las casas jugando a la mamá, a la casita, a las escondidas. Esta visita a
las casas me pareció un momento especial compartido con los chicos, la primera
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impresión de las casitas fue impactante: dos hileras de casas a medio terminar, vacías,
aparentemente abandonadas. Nuestra visita, y sobre todo el juego, el movimiento y los
gritos de los niños irrumpió el silencio, y el espacio cobró vida. Esa sensación
contradictoria de desolación y de vida me acompañó en cada visita a las casitas.
Emprendimos la vuelta, el joven que estaba quemando cobre, ahora estaba sentado
descansando en el cordón. El cobre seguía quemándose. Nuevamente pasamos por el humo
y por el calor. Enseguida estaba el perro muerto, en un cajón de verdura. Era el mismo
perro blanco que habíamos visto a la ida, y el viernes anterior. Alguien comentó que
estaba más gordo. Ángel agarró una piedra y se la tiró. Se escuchó un ruido. Lo hizo dos
veces. Me llamó la atención, el ruido era feo, hueco.
Caminamos. Estoy cansada, lo noto en las piernas. Ángel dijo que tenía sed. Cuando
estabamos cerca de la escuela, encontraron una bolsa cerrada. La patearon, la abrieron,
encontraron hebillas, pulseritas. Lautaro se agarró un broche roto con piedras brillosas, y
una cadenita. La cadenita tenía un símbolo. Me dijo que se parecía a la marca de un auto,
le dije que sí, y que también al símbolo de la paz. Eso le gustó y me lo repitió: “de la paz”.
También dijo que las piedras parecían “oro”. Dijo que lo iba a guardar porque era
“especial”. Marce agarró un librito chiquito. Mika vio unos zapatos y le dijo a Marce que
se los llevara a su hermanita, “que ella necesita”. Insistió, pero él no los agarró. Miré los
zapatos, eran un par de zapatos negros con un moño, como de fiesta, estaban un poco
rotos, pero eran lindos. Mika y Cande bromearon que se los iban a poner ellas para la
fiesta de 15 que tenían al día siguiente, que habíamos estado comentando a la ida.
Seguimos caminando. Ángel se fue de una corrida a tomar agua de una canilla que estaba
en el jardín de una de las casitas amarillas, me dijo que ahí vivía un amigo suyo. Se
sentaron en un tronco de un árbol, al lado de la escuela. Se notaba que estaban cansados
también. Agarré el librito de Marce y se los empecé a leer, un poco en broma, pero me
sorprendí al darme cuenta de que me estaban escuchando atentamente. Después de leer
unas páginas, me detuve porque era largo. Les dije de seguir, de volver a sus casas. Cada
uno se fue para su casa. Los seguí con la mirada hasta que vi que cada uno entrara a su
casa (…) Me subí al auto, contenta, cansada. Pensé en las casitas, en cómo me impactó ver
las casitas” (Nota de campo: 16-10-15)
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Arriba: Vista de “las casitas” desde “el campito” (9-10-15). Mika, Lauti, Ángel y Marce en una de “las
casitas” (16-10-15). Abajo: Mika, Marce y yo (16-10-15). Yo filmando a los chicos (16-10-15).
Salir a caminar: aprendiendo el contexto de la investigación
El apartado anterior da cuenta del trayecto que hacíamos desde “la biblioteca” a “las
casitas”, siempre a pie. Esto implicaba caminar aproximadamente cuatro largas cuadras, a
través de la calle Maipú. La calle Maipú es una calle asfaltada, que divide geográfica y
políticamente el barrio Hardoy de un nuevo complejo de viviendas sociales: “las casitas
amarillas”. Esta calle nace en la ruta nacional Nº 202 y termina en el arroyo, y detrás de
éste, se encuentran “las casitas”.
“Las casitas” es un plan federal de viviendas que el gobierno nacional comenzó a construir
en 2013, pero cuyas obras se interrumpieron y desde hace unos años se encuentra en un
aparente estado de abandono y sin habitar. Se encuentra a aproximadamente 500 metros de
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distancia de la ruta, en Virreyes oeste. Este plan de viviendas sociales se ubica en un
terreno lindero a los barrios en donde los niños residen. Estos barrios surge de un proceso
de relocalización que se sucedió en diferentes etapas, producto de la implementación de
diferentes políticas públicas, así como de procesos de autoconstrucción por parte de sus
habitantes (Tammarazio, 2016). La última etapa oficial de urbanización del barrio Hardoy
culminó en el año 2007 con el Programa de Mejoramiento de Barrios (PROMEBA 1) que
tuvo como objetivo “transformar las villas en barrios”4. Un segundo PROMEBA se inició
en 2009 en la zona, y hoy en día permanece inconcluso. Se sucedieron relocalizaciones de
familias, construcciones de viviendas sociales, reordenamiento de espacios públicos,
apertura de calles, obras de infraestructura pública, provisión de servicios, etc.
Sobre la calle Maipú también se encuentra “la escuela”, y cien metros en dirección al
arroyo, está “el campito”, un gran terreno descampado. Frente “al campito” se encuentra el
barrio Héroes de Malvinas, un barrio conformado por un antiguo complejo de viviendas
sociales.
Izq.: Mika, Ángel (con la filmadora) y Moira caminando por la calle Maipú hacia “las casitas” (1-04-16). Der.
Cruzando el puente para acceder a “las casitas” (9-10-15).
Caminar con los chicos fue fundamental en nuestro trabajo de investigación; en nuestras
caminatas generalmente se daban las conversaciones “casuales” en las que nos conocíamos
4 El PROMEBA es un programa de alcance nacional del Ministerio del Interior, Obras Públicas y Vivienda
con financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo, y supervisado y gestionado por los gobiernos
nacional, provincial y municipal. El objetivo de este programa es transformar las “villas” y “asentamientos” a
partir del “reordenamiento urbano de asentamientos poblacionales”, la provisión de servicios e infraestructura
básica y la regularización de la tenencia de la tierra (PROMEBA, 2013).
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un poco más, en las que hablábamos de temas “sin importancia”, en las que los silencios o
las miradas explicaban mucho más que las palabras; en las que cada uno mostraba de
alguna manera su personalidad, su forma de ser y de estar en “el barrio”. Nuestras
caminatas hablaban del contexto de investigación: de los procesos de urbanización formales
e informales que resignificábamos a cada paso, de anécdotas de la vida cotidiana de los
niños y de la mía; pasar por la escuela muchas veces generaba diálogos en torno a algún
profesor, un paro o algún evento como una feria –que a veces también podíamos observar a
través de algún afiche pegado en la puerta-; pasar frente a la casa de vecinos nos llevaba a
hablar de sus amigos, familiares, de los “pibes de la esquina”; que pasara un camión por
delante de nosotros quizás iniciaba una conversación sobre el trabajo de un familiar; o ver
un avión en el cielo hacía que los chicos recordaran cuando fueron a Tecnópolis, y que
habláramos de viajes, vacaciones, sueños, etc. O como aquella vez (1-04-16) que
encontramos “la cueva”, y a partir de ese descubrimiento Mili contó la historia de una de
sus muñecas que a la noche la dejaba en un lugar de su cuarto y a la mañana siguiente
aparecía en otro, y por eso la tuvo que regalar; y Ángel contó sobre “el fosforito” que le
pidió un cigarrillo al tío de un amigo suyo en “el campo”, éste no le dio y tuvo un accidente
después.
Durante estas caminatas también me había enfrentado a varios desafíos: seguirle el ritmo a
los niños –a veces correr con ellos y/o correrlos-, manejar la dispersión del grupo en
espacios amplios como “el campito”, o con demasiados recovecos y escondites como “las
casitas”; lidiar con todas las sensaciones (cansancio, frío, calor, miedo, asco). También las
caminatas daban cuenta de nuestras diferentes perspectivas, sobre lo que veíamos o
dejábamos de ver, sobre lo que nos llamaba la atención y sobre lo que no, etc. Cuando
veíamos los registros de fotos de los “paseos” y hablábamos sobre lo que habíamos hecho,
estas diferencias de perspectiva solían salir a la luz.
El camino a “las casitas” tenía una geografía particular pues de un lado estaba “el barrio” y
del otro “el campito”. Para acceder “al campito” hay que atravesar unos montículos de
tierra, “la montaña”, que los chicos y yo usábamos para subir, bajar, jugar y explorar.
Muchas veces cuando nos dirigíamos a “las casitas”, los chicos, en vez de ir por la calle
iban por arriba de los montículos. A veces yo también me sumaba al juego, pero en general
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yo iba caminando por la calle con algún chico que no se quería ensuciar con tierra o no
tenía ganas de caminar por allí.
Otra mención merece las cosas que encontrábamos a lo largo de estas caminatas. Entre la
“basura” que arrojaban en el descampado, encontramos diversidad de objetos: lanas en
buen estado, zapatos rotos, ropa sucia y rota, comida en estado de descomposición, envases
de comida sin abrir, juguetes, biromes, un auto quemado, un perro muerto en un cajón de
verdura, restos de televisores, gomas de autos, entre otros. Muchos de estos objetos daban
cuenta del reuso de este tipo de materiales, y de las diferentes formas de trabajo de la
economía informal.
Por ejemplo, en el sector del “campito” en donde encontramos las lanas, también un día
encontramos a una anciana que las estaba recolectando, y al entablar diálogo con ella nos
contó que las usaba para tejer y luego vender las prendas. Buscar cobre en los televisores
también era un recurso para la vida cotidiana. Los niños también recogían algunas cosas y
se las llevaban como recuerdo.
El zapatito de princesa que se llevó Cande de recuerdo (4-12-16). El perro muerto dentro del cajón (9-10-15).
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Ángel con un ovillo de lana encontrado en “el campito” (1-04-16). Mika y Moira posando sobre “la montaña”
al borde de la calle Maipú (1-04-16).
El “perro muerto” fue durante varias de nuestras caminatas un encuentro que marcaba
nuestro recorrido, pues vivimos las diferentes etapas de descomposición de su cuerpo; es
decir, el primer día que lo vimos entero, luego inflado, y finalmente hasta con sus órganos
al aire libre. No sólo el aspecto del perro fue cambiando; sino también el olor que
desprendía; e incluso los sonidos: al principio, cuando Ángel le arrojaba una piedra, el
ruido daba cuenta de un cuerpo que permitía cierta resistencia, al viernes siguiente, fue un
sonido más hueco, seco, y finalmente un sonido que se perdía en el cuerpo del animal
putrefacto. Las diferentes reacciones frente “al perro” también mostraban las
personalidades de cada uno. Ángel, nuestro guía y protector, era quien por un lado le tiraba
piedras al cadáver, pero por el otro nos advertía: “Cierren los ojos cuando pasan por acá.
Marcelo [de 7 años, el más chiquito del grupo] tenés que cerrar los ojos”. Mika no se
acercaba; yo lo hice sólo la primera vez.
A través de nuestras caminatas, aprendimos a conocernos como grupo de investigación;
conversamos sobre lo que sabíamos o no sobre “el barrio”, aprendimos diferentes creencias
e ideas que explican la vida en los espacios al aire libre. Vale mencionar que estas
conversaciones eran espontáneas y surgían de nuestros encuentros con otros y de nuestro
vínculo con el espacio físico, surgían de nuestras sensaciones, de nuestros descubrimientos.
Ir a ver el puente roto
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El segundo eje de análisis de este trabajo se vincula inevitablemente con el caminar.
Nuestra “curiosidad”, las ganas de “ir a ver” eran lo que determinaba nuestros recorridos a
pie. Los circuitos generalmente eran motivados por algún cuento o anécdota que alguno de
los chicos contaba, generalmente por Ángel –el mayor del grupo- que hacía de guía de
muchos de nuestros circuitos: “Ir a ver el caquero o la laguna en el campo”, “ir a ver la
casita que armamos en el campito”, “ir a ver la familia de lagartos”, “ir a ver las casitas
abandonadas”, “ir a ver el puente roto”, “ir a ver las otras casitas y el puente de madera”…
“Ver” lo que habíamos ido a buscar marcaba un antes y un después en nuestra
investigación; luego, y con el tiempo, los lugares visitados resultaban “aburridos” porque
“habíamos visto todo”. El día en que Ángel nos contó que “habían roto el puente”
enseguida quisimos “ir a ver”. Como ya mencioné, “las casitas” eran parte de nuestros
“paseos”, de nuestra investigación, y esta noticia nos movilizaba.
A esa altura, Mika ya había elegido “su casa”: era la que no tenía grafitis, la que estaba
mejor pintada, la que tenía mejor vista al “barrio” ya que estaba en la hilera que daba al
arroyo. Siempre íbamos a su casa: a la “casa de Mika”; había escrito su nombre en el piso
de la entrada y hasta había pensado que “acá haría una cama, un mueble, una ventana, un
techo”. También habíamos descubierto que “los pibes de la 26” habían elegido esa misma
casa, y habían dejado un grafiti con su firma en una de las paredes. Habíamos conocido a
los caballos que pastaban entre “las casitas” y “al señor de los caballos” que los cuidaba.
Habíamos hablado de los “saqueos”, de que estaban “todas rotas”, de lo que soñábamos
para ese lugar. Es decir, que “el puente” estuviera roto significaba que no íbamos a tener
más acceso a ese espacio importante en nuestro trabajo de campo.
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Lilian y Uriel cuando encontramos el puente roto (4-12-15). Medio año después, Mika, Cande, Moira y Ángel
cruzando el arroyo a través de un puente improvisado con un mueble viejo (20-05-16).
“Ir a ver” aquello que era nuevo para nosotros o “ver” con nuestros ojos los cambios en los
lugares conocidos –como el puente roto- generaban conversaciones y reflexiones sobre la
realidad de los espacios urbanos. Ver, en vivo y en directo, o incluso, ver las fotografías
que habíamos tomado o que otros habían tomado nos permitía conocer, pensar, hacernos
preguntas, es decir, reflexionar críticamente sobre la realidad.
Cartulina realizada por Mika, Cande y Lara
con fotos de nuestros “paseos” (31-08-16).
Encuentro con “los otros”
En último lugar, el encuentro con “los
otros”, ya fueran personas y/o
animales también era una instancia en
la investigación que nos hacía pensar:
quién era ese otro, qué hacía ahí, por
qué estaba allí, etc. En mi caso además
los encuentros con otras personas
ponían en discusión mi rol de adulta
responsable. Con el tiempo, advertí que cuando nos cruzábamos con alguien, sobre todo en
los lugares más descampados, yo adoptaba una actitud de alerta, asumiendo un rol de
protección, de cuidado, y a veces, hasta adoptaba alguna estrategia como cambiar el rumbo,
saludar y generar una conversación con la persona desconocida, no mirar o ignorar, etc.
También estos cruces daban cuenta del conocimiento de los niños sobre la vida en “el
barrio”, sobre el uso de los espacios, teniendo en cuenta a los diferentes actores sociales.
El encuentro con los “otros” nos había puesto sobre la mesa diferentes temas de
conversación. En “las casitas”, por ejemplo, surgió “el saqueo”, “los pobres”, “los pibes”,
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“la municipalidad”. Abordar estos temas considerando la perspectiva de los niños daba
cuenta de que las problemáticas eran complejas, y no se podían encasillar en blanco o
negro. “El saqueo” estaba “mal”, pero también era un tema cercano, e incluso familiar. “La
municipalidad” hizo las viviendas pero no las “dio” a la gente. “Los pobres” eran los que
buscaban recursos para vender entre “la basura”, pero los niños también se llevaban
“cositas” que encontraban en las caminatas como recuerdos. “Los pibes” hacían grafitis en
las paredes y se juntaban a drogarse en “las casitas”. Nosotros también nos juntábamos en
“las casitas”, pero para jugar, explorar, y también dejábamos nuestros nombres escritos en
las paredes –pero con tiza. Al “campito” iban los chicos que “cazan pajaritos” y/o “cuises”,
pero también “los pibes” que robaban autos, “los camiones” que tiraban basura, y la señora
que tejía con lana, y hasta los “enanitos” que asustaban a niños y adultos. Es decir, el
encuentro con “otros” ponía de manifiesto que todos usábamos y nos apropiábamos de los
espacios, pero de formas diferentes, y desde perspectivas distintas.
Reflexiones finales
En uno de nuestros últimos encuentros en la biblioteca, y para ir dándole un cierre a casi un
año de proyecto, les pregunté a Moira, Mika y Mili –de 12 y 13 años- sobre lo que
habíamos “aprendido” en nuestros “paseos”, haciendo hincapié en las diferencias de
aprender en “el colegio” y en “el campo”. Esto inició una conversación de
aproximadamente media hora. En esta conversación (5-08-16), introduje los tres puntos que
yo ya venía pensando en relación a mi experiencia como adulta de etnografiar con niños –
los cuales habían surgido a raíz de los diálogos establecidos con el grupo de investigadores
adultos, investigación colectiva mencionada al inicio de este trabajo-: 1) la experiencia de
caminar al aire libre; 2) el deseo de “ir a ver”; y 3) el encuentro con “otros”.
Las niñas hablaron sobre el “miedo” de caminar solas por “el campo”, y recordamos la vez
cuando nos encontramos con “el viejito” y “salimos rápido”; también recordamos cómo
habíamos “esquivado” a un chancho y a un perro por miedo a que nos mordieran; o cuando
Lauti dijo “ver la cara de un cuis” pero todos los demás sólo vimos un movimiento entre las
plantas. También hablamos que íbamos a tal o cual lado porque nos “daba curiosidad ver”.
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Al preguntarles sobre nuestras caminatas, Mili dijo que al caminar uno tiene “la
experiencia” propia,“lo ves y lo crees”, “nadie te lo cuenta como en el colegio”. Ellas me
hablaron sobre personas a las que yo no había visto en un mismo “paseo”, sacando a la luz
las diferentes perspectivas posibles al investigar en grupo.
Hacer etnografía con niños es una forma de producir conocimiento que me ha enfrentado,
como investigadora adulta, con las formas naturalizadas de percibir y ordenar el espacio
urbano, “el barrio”. Me ha enfrentado con las formas de moverme y percibir el entorno, y
con los discursos naturalizados y muchas veces estigmatizantes de los usos del espacio
urbano por determinados actores sociales. Etnografiar con niños resulta un interesante
desafío porque con ellos aparece la complejidad de la realidad social; caminando por “el
barrio” uno puede “ver” las diferentes formas de ser y estar en el espacio urbano. “Ver”
aquí es más que ver con los ojos, es utilizar también el sentido del olfato, del tacto que se
despiertan al entenderse como parte del contexto de la investigación.
Esta experiencia ha sido un aprendizaje para mí pues, una vez más, con los niños he podido
cuestionarme y repensar los modos de conocer “el barrio”. Trabajar en colaboración con los
niños significó alejarme del lugar de comodidad, y estar abierta a desafíos en relación al rol
del adulto responsable. Luego de “ver” con los niños, “pasear” con ellos, registrar y
recolectar datos, imágenes, sensaciones, conversaciones, el gran desafío es no reducir
nuestros descubrimientos a una mirada adultocéntrica ante la difícil tarea de transmitir el
conocimiento producido con otros.
16
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