1. Los advertidos
Alejo Carpentier
et facta est pluvia super terramI El amanecer se llen de canoas. Al
inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Ro venido
de arriba -cuyas fluentes se desconocan- y del Ro de la Mano
Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar
vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de
los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unan
borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas
para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a
donde no los llamaban. Ah estaban los de las tribus enemigas
-secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos de comida-,
sin nimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirndose con sonrisas
fofas, aunque sin llegar a entablar dilogo. Ah estaban los de
Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro
siglos antes- se haban acuchillado las jauras, mutuamente,
librndose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no haba
quedado quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras
lacadas, pintadas con zumo de rboles, seguan saltando a canoa en
canoa, enseando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno de
venado, agitando las sonajas y castauelas de conchas que llevaban
colgadas de los testculos. Esa concordia, esa paz universal,
asombraba a los recin llegados, cuyas armas, bien preparadas,
atadas con cordeles que podan zafarse rpidamente, quedaban, sin
mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y
todo aquello -la concentracin de naves, la armona lograda entre
humanos enemigos, el desparpajo de los bufones- era porque se haba
anunciado a los pueblos de ms all de los raudales, a los pueblos
andariegos, a los pueblos de las montaas pintadas, a los pueblos de
las Confluencias Remotas, que el viejo quera ser ayudado en una
tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano
Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen
consejo, los aos vividos en este mundo, su poder de haber alzado,
all arriba en la cresta de aquella montaa, tres monolitos de piedra
que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak. No
era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que saba; que saba
de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al comn de los
mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la
Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes,
siguindole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la
otra mano, haba engendrado los dioses terribles que rigen el
destino de los hombres, dndoles el Bien con el hermoso pico del
tucn, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya
cabeza diminuta y fina ocultaba el ms terrible de los venenos. Era
broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y
responda con tonteras a sus propias preguntas, o bien interrogaba
las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen
personas. Pero cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era
porque algo iba a suceder. De ah que el remanso ms apacible de la
confluencia del Ro venido de arriba con el ro de la Mano Derecha
estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella maana.
Cuando el viejo Amaliwak apareci en la laja, que a modo de tribuna
gigantesca se tenda por encima de las aguas, hubo un gran silencio.
Los bufones regresaron a sus canoas, los hechiceros volvieron hacia
l el odo menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la piedra
redonda sobre los metales. De lejos, de las ltimas filas de
embarcaciones, no poda apreciarse si el Viejo haba envejecido o no.
Se pintaba como un insecto gesticulante, como algo pequesimo y
activo, en lo alto de la laja. Alz la mano y habl. Dijo que Grandes
Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este ao,
las culebras haban puesto los huevos por encima de los rboles; dijo
que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para
prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los
montes, a las cordilleras. Ah donde nada crece, dijo un Wapishan a
un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un
clamor se alz all, en el ala izquierda donde se haban juntado las
canoas venidas de arriba. Gritaba uno: Y hemos remado durante dos
das y dos noches para or esto?, Qu ocurre en realidad?, gritaban
los de la derecha. Siempre se hace penar a los ms desvalidos!,
gritaron los de la izquierda. Al grano! Al grano!, gritaron los de
la derecha. El viejo alz la mano otra vez. Volvieron a callar los
bufones. Repiti el viejo que no tena el derecho de revelar lo que,
por proceso de revelacin, saba. Que, por lo pronto, necesitaba
brazos, hombres, para derribar enormes cantidades de rboles en el
menor tiempo posible. l pagara en maz -sus plantos eran vastos- y
en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los
presentes, que haban venido con sus nios, sus hechiceros y sus
bufones, tendran todo lo necesario y mucho ms para llevar despus.
Este ao -y esto lo dijo con un tono extrao, ronco, que mucho
sorprendi a quines lo conocan- no pasaran hambre, ni tendran que
comer gusanos de tierra en la estacin de las lluvias. Pero, eso s:
haba que derribar los rboles limpiamente, quemarles las ramas
mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras;
limpios y lisos, como los tambores que all arriba (y los sealaba)
se erguan. Los troncos, rodados y flotados, seran amontonados en
aquel claro -y mostraba una enorme explanada natural- donde, con
piedrecitas, se llevara la contabilidad de lo suministrado por cada
pueblo presente. Acab de hablar el Viejo, terminaron las
aclamaciones y empez el trabajo. II El viejo est loco. Lo decan los
de Wapishan, lo decan los de Shirishan, los decan los Guahbos y
Piaroas; lo decan los pueblos todos, entregados a la tala, al ver
que con los troncos entregados, el viejo proceda a armar una enorme
canoa -al menos, aquello se iba pareciendo a una canoa- como nunca
pudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda, incapaz de
flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres Tambores
hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos
tabiques movibles- absolutamente inexplicables. Adems, esa canoa de
tres pisos, sobre la cual empezaba a alzarse algo como una casa con
techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas espesas, con
una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de
aqu, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas,
jams poda llevar. Por ello, lo ms absurdo, lo ms incomprensible, es
que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con
cosas que servan para navegar. Aquello no navegara nunca. Templo
tampoco sera, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en
las cimas de los montes, all donde hay animales pintados por los
Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes.
El Viejo estaba loco. Pero de su locura se viva. Haba mandioca y
maz y hasta maz para poner la chicha y fermentar en los cntaros.
Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa
que iba creciendo de da en da. Ahora el Viejo peda resina blanca,
de esa que brota de los troncos de un rbol de hojas grasas, para
rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algn tronco, mal
machihembrado con el ms prximo. De noche se bailaba a la luz de las
hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes Mscaras de Aves y
Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; haba porfas,
responsos, desafos incruentos entre las tribus. Venan nuevos
pueblos a ofrece sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que
Amaliwak, plantando una rama florida en el techo de la casa que
dominaba la Enorme Canoa, resolvi que el trabajo estaba terminado.
Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maz y -no
sin tristeza- los pueblos emprendieron la navegacin hacia sus
respectivas comarcas. Ah quedaba, en luna llena, la canoa absurda,
la canoa nunca vista, construccin en tierra que jams habra de
navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo
cudruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a
extraas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les
hablaba. Haba roto las fronteras del porvenir y reciba
instrucciones del anciano. Repoblar la tierra de hombres, haciendo
que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro.
A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la
Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la
sangre. Por qu habr de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el
depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? Por qu se me ha
escogido a m para pronunciar los terribles conjuros, para asumir
las grandes tareas? Un bufn curioso haba permanecido en una barca
rezagada para ver lo que poda ocurrir ahora en el
Extrao-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba ya
detrs de las montaas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos,
incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no poda
tratarse de la vos de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetacin,
de rboles, del suelo, de los ramazones, que an quedaban detrs de
las talas, ech a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de
vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la
Enorme-Canoa. El cielo blanque de garzas antes del amanecer. Una
masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos,
encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda,
presurosa, se iba colando en la embarcacin imposible, cubierta por
las aves que entraban a todo vuelo, por entre cuernos y
cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Despus,
el suelo hirvi en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y
las serpientes menores -sas, que hacen msica con la cola, se
disfrazan de anans o traen pulseras de mbar y de coral sobre el
cuerpo. Hasta bien pasado el medioda se asisti a la arribazn de
gente que, como los venados rojos, no haban recibido el aviso a
tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran
trabajosos y ms ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin,
viendo que la ltima tortuga haba entrado en la canoa. El anciano
Amaliwak cerr la Gran-Escotilla, y subi a lo ms alto de la casa
donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto que
su gente se casaba a los trece aos- estaban entregadas, cantando, a
los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel medioda era
negro. Pareca que las tierras negras de las comarcas negras se
hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso son la
Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: Cbrete los odos, dijo. Apenas
Amaliwak hubo obedecido, retumb un trueno tan horrsono y prolongado
que los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces
empez a caer la lluvia. Lluvia de Clera de los Dioses, pared de
agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en
desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera, bajo
semejante lluvia, el viejo entr en la casa. Ya caan goteras, ya
lloraban las mujeres, ya chillaban los nios. Y ya no se supo del da
ni de la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se haba
provisto de mechas que, al ser encendidas, ardan ms o menos durante
el tiempo de un da o de una noche. Pero ahora, con la ausencia de
luz, estaba desconcertado en sus clculos, dando noches por das y
das por noches. Y, de sbito, en un momento que el anciano no
olvidara nunca, la proa de la canoa empez a dar bandazos. Una
fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construccin hecha a los
dictados de los Poderosos de las Montaas y de los Cielos. Y despus
de una tensin, de una indecisin, de un miedo, que oblig a Amaliwak
a tomarse un jarro entero de Chicha de maz, hubo como un embate
sordo. La Enorme-Canoa haba roto su ltima atadura con la tierra.
Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre
montaas, raudales cuyo bramido continuo pona pavor en el pecho de
los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba. III Al principio
Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos
trataron, aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de
concentrarse en alguna maniobra del timn. Era intil. Circundada la
montaa, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caa, de raudal en
raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con
nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las
aguas. Cuando el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa,
la vea correr, harto rauda, desorientada, desnortada (acaso se vean
las estrellas?) en su mar de fango lquido que iba empequeeciendo
las montaas y los volcanes. Porque a aqul se le miraba de cerca el
exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus
labios de lava llovida. Las montaas se reducan en tamao en aquella
desaparicin creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por
rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de
aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas -segn el
mal clculo de Amaliwak haba llovido durante ms de veinte das, y de
aquella manera tremebunda- dejaron de caer del cielo. Se hizo un
gran remanso, una gran mar quieta entre las ltimas cimas visibles,
con sus playas de lado pintadas a millares de palmos de altura, y
la Enorme-Canoa dej de agitarse. Era como si
La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las
mujeres haban regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban
tranquilos; todos, desde el da de la Revelacin, se haban conformado
con el yantar cotidiano, de maz y de yuca, as fueran carnvoros.
Amaliwak, cansado, se ech un buen jarro de Chicha en el gaznate y
se ech a dormir en su chinchorro. Al tercer da de sueo lo despert
el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni
de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacan
petrificados, intocables en los claros de la selva. El golpe haba
derribado algunas cosas: jarros, enceres, armas, por su violencia.
Pero haba sido un golpe blando, como de madera mojada con madera
mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos,
despus de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos
como marido y mujer. Amaliwak subi a los pisos superiores de su
embarcacin. Su canoa haba tropezado, de soslayo, con algo rarsimo.
Sin fracturas haba abordado una nave enorme, de costillares al
descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambes, de
juncos, con algo sumamente singular: un mstil en torno al cual
giraba, segn soplara la brisa -ya haban terminado los grandes
vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire
que soplaba por debajo, como una chimenea. Viendo as la embarcacin
oscura, que ninguna forma viviente animaba, pens el anciano
Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con chicha
adentro por supuesto. Tena unos trescientos codos de longitud, unos
cincuenta de anchura, y unos treinta codos de alto. Ms o menos como
mi canoa -dijo- aunque yo he dilatado a lo sumo las proporciones
que me fueron dictadas por revelacin. Los dioses de tanto andar por
los cielos, poco saben de navegar. Se abri la escotilla de la
extraa nave, apareci un anciano pequeito, tocado con un gorro rojo,
que pareca sumamente irritado. Qu? No atamos cabos?, grit, en un
idioma extrao, hecho a saltos de tonalidades de palabras a
palabras, pero que Amaliwak entendi porque los hombres sabios, en
aquellos das, entendan todos los idiomas, dialectos y jergas, de
los seres humanos. Amaliwak mand a lanzar cabos a la extraa
embarcacin; ambas se arrimaron, y se abraz el anciano de otro
anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de
Sin, cuyos animales traa en las entraas del Gran Barco. Abriendo la
escotilla mostr a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que
entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban
estampas zoolgicas por l nunca sospechadas. Se asust al ver que
haca ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo haba como
venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos
brincadores, nunca quietos, que llamaban onzas. Qu hace usted aqu?,
pregunt el hombre de Sin a Amaliwak. Y usted?, contest el anciano.
Estoy salvando a la especie humana y las especies animales, dijo el
hombre de Sin. Estoy salvando a la especie humana y las especies
animales, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre
de Sin haban trado vino de arroz, no se habl ms de cuestiones
difciles de dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los
hombres de Sin y el anciano Amaliwak cuando, al filo del amanecer,
un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves. Una embarcacin
cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta ms o menos de
anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por
una casa vivienda con ventanas laterales, haba topado con las dos
naves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlo por
una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas
barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo
recitaba a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a
requerirlo por la maniobra marinera mal hecha. Deca: Me dijo Iaveh:
"Hazte un arca de madera de Gopher; hars aposentos en el arca, y la
embetunars con brea por dentro y por fuera. Al arca hars pisos
abajo, segundo y tercero. Aqu tambin hay tres pisos, deca Amaliwak.
Pero prosegua el otro: Y yo, he aqu que yo traigo un diluvio de
aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espritu
de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morir. Ms
establecer un pacto contigo y entrar en el arca t y tus hijos y tu
mujer y las mujeres de tus hijos contigo No fue eso acaso lo que
hice?, dijo el anciano Amaliwak. Pero prosegua el otro el recitado
de su Revelacin: Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada
especie meters en el arca, para que tengan vida contigo: macho y
hembra sern. De las aves segn su especie; de todo reptil de la
tierra, segn su especie; dos de cada especie entrarn contigo para
que hayan vida. As no hice yo?, preguntbase el anciano Amaliwak
hallando que aquel extrao resultaba harto presuntuoso con sus
Revelaciones que eran semejantes a todas las dems. Pero al pasar de
embarcacin en embarcacin, los nexos de simpata se fueron creando.
Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y el No recin
llegado eran grandes bebedores. Con el vino del ltimo, la chicha
del viejo y el licor de arroz del primero, los nimos se fueron
ablandando. Se formulaban preguntas, tmidas al comienzo, acerca de
los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya
slo llova de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de
claridad en el cielo. El No, del arca maciza, propuso que se
hiciera algo para saber si toda vida vegetal haba desaparecido del
mundo. Lanz una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en
grado increble. Al cabo de una larga espera, la paloma regres con
un ramito de olivo en el pico. El anciano Amaliwak lanz entonces un
ratn al agua. Al cabo de una larga espera regres con una mazorca de
maz entre sus patas. El hombre del Pas de Sin despach, entonces, un
papagayo, que regres con una espiga de arroz debajo del ala. La
vida recobraba su curso. Slo faltaba recibir alguna Instruccin de
Aquellos que vigilan el ir y venir de los hombres desde sus templos
y cavernas. Las aguas bajaban de nivel. IVTranscurran los das y
calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de
Iaveh con quien No pareca haber tenido largos coloquios, con
instrucciones ms precisas que las impartidas a Amaliwak; de
Quien-Todo-lo-Cre y vive en el espacio ingrvido y suspendido como
una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban
los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qu
hacer. Descendan las aguas; crecan las cordilleras en el horizonte
de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que los capitanes
beban para distraerse de sus propias cavilaciones, se anunci la
aparicin de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable
finura de lneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que
nunca haban visto por ac. Se arrim ligeramente, y, envuelto en una
capa negra, apareci su Capitn: Soy Deucalin -dijo-. De dnde se
yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del
Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible
diluvio Y dnde lleva los animales en una nave tan exigua?, pregunt
Amaliwak. No se me ha hablado de los animales -dijo el recin
llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los huesos
de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojar por encima de sus
hombros. De cada guijarro nacer un hombre. Yo debo hacer lo mismo
con las semillas de palmeras, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma
que acababa de levantarse sobre las costas cada vez ms prximas,
surgi, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idntica a
la de No. Una hbil maniobra de los que la tripulaban lade la
embarcacin ponindola al pairo. Soy Our-Napishtim -dijo el nuevo
Capitn, saltando a la nave de Deucalin-. Por el Dueo-de-las-Aguas
supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqu el arca, y embarque en
ella, adems de mi familia ejemplares de animales de todas las
especies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arroj una paloma
al espacio, pero regres sin haber hallado cosa alguna que, para m,
significara vida. Lo mismo me ocurri con la golondrina. Pero el
cuervo no regres: pruebas de que hall algo que comer. Estoy seguro
de que en mi pas, en el lugar llamado Boca de los Ros, ha quedado
gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la hora de regresar a
las tierras propias. Con tanta tierra de aqu, de all, acarreada,
depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas. Y
dijo el hombre de Sin: Pronto abriremos las escotillas y saldrn los
animales a sus pastos fangosos; y se reanudar la guerra entre las
especies; y los unos devorarn a los otros. No me cupo la gloria de
salvar a la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa
raza se extinguir. Slo hall un dragn macho, sin hembra, en el lugar
septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los
grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de ssamo. Todo est
en saber si los hombres habrn salido mejores de esta aventura -dijo
No-. Muchos deben haberse salvado en las cimas de los montes. Los
Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada,
sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les pona lgrimas a las
gargantas. Se haba venido abajo el orgullo de creerse elegidos
-ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban
a los hombres de idntica manera. Por ah deben andar otras naves
como las nuestras dijo Our-Napishtim, amargo. Ms all de los
horizontes; mucho ms all debe haber otros hombres advertidos,
navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo de pases donde
se adora el fuego y las nubes. Debe haberlo de los Imperios del
Norte que, segn dicen, son tremendamente industriosos. En ese
instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumb en los odos de
Amaliwak: Aprtate de las dems naves, y djate llevar por las aguas.
Nadie, salvo el Viejo, escuch el tremendo mandato. Pero a todos les
ocurra algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos
de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una hall la corriente
que le corresponda, en un agua que ya se pintaba a la manera de un
ro. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontr solo con su gente y
con sus animales. Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay
tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que
debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del
Universo. Los dioses se le empequeecan. Pero an le tocaba una tarea
que cumplir. Arrim la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrs de
una de sus esposas, le hizo arrojar detrs de sus espaldas las
semillas de palmera que llevaba en un saco. En el acto -y era
maravilloso verlo- las semillas se transformaron en hombres que en
pocos instantes crecan, pasando de la talla de nios, a la talla de
mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las
semillas que contuvieran grmenes de hembra ocurra lo mismo. Al cabo
de la maana era una multitud, pululante, la que llenaba la orilla.
Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividi a la
multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regres rpidamente
a la Enorme-Canoa, viendo cmo los hombres, recin salvados, se
mataban unos a otros. Y segn sus posiciones de combate en la costa
elegida para su resurreccin, era evidente que ya se haba creado un
Bando-montaa y un Bando-valle. Ya tena ste un ojo colgndole de la
cara; ya vena el otro con el crneo abierto por una piedra. Creo que
hemos perdido el tiempo, dijo el anciano Amaliwak poniendo su
Enorme-Canoa a flote.FIN
Viaje a la semilla
Alejo Carpentier
I -Qu quieres, viejo?...Varias veces cay la pregunta de lo alto de
los andamios. Pero el viejo no responda. Andaba de un lugar a otro,
fisgoneando, sacndose de la garganta un largo monlogo de frases
incomprensibles. Ya haban descendido las tejas, cubriendo los
canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos
desprendan piedras de mampostera, hacindolas rodar por canales de
madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas
sucesivas que iban desdentando las murallas aparecan -despojados de
su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas,
dentculos, astrgalos, y papeles encolados que colgaban de los
testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la
demolicin, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvado, veteado
de negro el tocado de mieses, se ergua en el traspatio, sobre su
fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de
sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y
tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre
claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El
viejo se haba sentado, con el cayado apuntalndole la barba, al pie
de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban
restos apreciables. Oanse, en sordina, los rumores de la calle
mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro
con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas. Dieron
las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Slo
quedaron escaleras de mano, preparando el salto del da siguiente.
El aire se hizo ms fresco, aligerado de sudores, blasfemias,
chirridos de cuerdas, ejes que pedan alcuzas y palmadas en torsos
pringosos. Para la casa mondada el crepsculo llegaba ms pronto. Se
vesta de sombras en horas en que su ya cada balaustrada superior
sola regalar a las fachadas algn relumbre de sol. La Ceres apretaba
los labios. Por primera vez las habitaciones dormiran sin
persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros. Contrariando sus
apetencias, varios capiteles yacan entre las hierbas. Las hojas de
acanto descubran su condicin vegetal. Una enredadera aventur sus
tentculos hacia la voluta jnica, atrada por un aire de familia.
Cuando cay la noche, la casa estaba ms cerca de la tierra. Un marco
de puerta se ergua an, en lo alto, con tablas de sombras
suspendidas de sus bisagras desorientadas. IIEntonces el negro
viejo, que no se haba movido, hizo gestos extraos, volteando su
cayado sobre un cementerio de baldosas. Los cuadrados de mrmol,
blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las
piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las
murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos,
mientras los tornillos de las charnelas volvan a hundirse en sus
hoyos, con rpida rotacin. En los canteros muertos, levantadas por
el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos,
alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la
armadura del techo. La casa creci, trada nuevamente a sus
proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos
gris. Hubo ms peces en la fuente. Y el murmullo del agua llam
begonias olvidadas. El viejo introdujo una llave en la cerradura de
la puerta principal, y comenz a abrir ventanas. Sus tacones sonaban
a hueco. Cuando encendi los velones, un estremecimiento amarillo
corri por el leo de los retratos de familia, y gentes vestidas de
negro murmuraron en todas las galeras, al comps de cucharas movidas
en jcaras de chocolate. Don Marcial, el Marqus de Capellanas, yaca
en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado
por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida IIILos cirios
crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su
tamao, los apag la monja apartando una lumbre. Las mechas
blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vaci de visitantes y
los carruajes partieron en la noche. Don Marcial puls un teclado
invisible y abri los ojos. Confusas y revueltas, las vigas del
techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las
borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los
daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas.
Cuando el mdico movi la cabeza con desconsuelo profesional, el
enfermo se sinti mejor. Durmi algunas horas y despert bajo la
mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada,
poblada de pecados, la confesin se hizo reticente, penosa, llena de
escondrijos. Y qu derecho tena, en el fondo, aquel carmelita, a
entrometerse en su vida? Don Marcial se encontr, de pronto, tirado
en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se
levant con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se
desperezaba sobre el brocado del lecho busc enaguas y corpios,
llevndose, poco despus, sus rumores de seda estrujada y su perfume.
Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, haba
un sobre con monedas de oro. Don Marcial no se senta bien. Al
arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio
congestionado. Baj al despacho donde lo esperaban hombres de
justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pblica de
la casa. Todo haba sido intil. Sus pertenencias se iran a manos del
mejor postor, al comps de martillo golpeando una tabla. Salud y le
dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas
hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas
afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos,
juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos,
ttulos, fechas, tierras, rboles y piedras; maraa de hilos, sacada
del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedndole
caminos desestimados por la Ley; cordn al cuello, que apretaban su
sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad.
Su firma lo haba traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos
de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se haca hombre de
papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis
de la tarde. IVTranscurrieron meses de luto, ensombrecidos por un
remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una
mujer a aquel aposento se le haca casi razonable. Pero, poco a
poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por
escrpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don
Marcial se ensangrent las carnes con una correa, sintiendo luego un
deseo mayor, pero de corta duracin. Fue entonces cuando la Marquesa
volvi, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los
caballos de la calesa no traan en las crines ms humedad que la del
propio sudor. Pero, durante todo el resto del da, dispararon coces
a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la
inmovilidad de nubes bajas. Al crepsculo, una tinaja llena de agua
se rompi en el bao de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo
rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de
cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio
murmurando: "Desconfa de los ros, nia; desconfa de lo verde que
corre!" No haba da en que el agua no revelara su presencia. Pero
esa presencia acab por no ser ms que una jcara derramada sobre el
vestido trado de Pars, al regreso del baile aniversario dado por el
Capitn General de la Colonia. Reaparecieron muchos parientes.
Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las araas del
gran saln. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano
regres al clavicordio. Las palmas perdan anillos. Las enredaderas
saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y
los capiteles parecieron recin tallados. Ms fogoso Marcial sola
pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrbanse patas de
gallina, ceos y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un da,
un olor de pintura fresca llen la casa. VLos rubores eran sinceros.
Cada noche se abran un poco ms las hojas de los biombos, las faldas
caan en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de
encajes. Al fin la Marquesa sopl las lmparas. Slo l habl en la
obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas
-relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al
sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecan el
soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocan
apenas. Marcial autoriz danzas y tambores de Nacin, para distraerse
un poco en aquellos das olientes a perfumes de Colonia, baos de
benju, cabelleras esparcidas, y sbanas sacadas de armarios que, al
abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho
del guarapo giraba en la brisa con el toque de oracin. Volando
bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras
gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que
tenan diapasn de cobre. Despus de un amanecer alargado por un
abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida,
ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa troc su vestido de viaje
por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a
la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a
parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces,
cada cual tom la calle de su morada. Marcial sigui visitando a Mara
de las Mercedes por algn tiempo, hasta el da en que los anillos
fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados.
Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas,
la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de
la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver
todava encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VIUna noche, despus de mucho beber y marearse con tufos de tabaco
fro, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensacin extraa de que
los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media,
luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepcin
remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en
enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con
el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre
las vigas del techo. Fue una impresin fugaz, que no dej la menor
huella en su espritu, poco llevado, ahora, a la meditacin. Y hubo
un gran sarao, en el saln de msica, el da en que alcanz la minora
de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma haba dejado de tener
un valor legal, y que los registros y escribanas, con sus polillas,
se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales
dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por
los cdigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jvenes
descolgaron de la pared una guitarra incrustada de ncar, un
salterio y un serpentn. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la
Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia. Otro
emboc un cuerno de caza que dorma, enroscado en su cobre, sobre los
fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera
trada de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a
la de Campoflorido, se sum al guirigay, buscando en el teclado,
sobre bajos falsos, la meloda del Trpili-Trpala. Y subieron todos
al desvn, de pronto, recordando que all, bajo vigas que iban
recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa
de Capellanas. En entrepaos escarchados de alcanfor descansaban los
vestidos de corte, un espadn de Embajador, varias guerreras
emplastronadas, el manto de un Prncipe de la Iglesia, y largas
casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los
pliegues. Matizronse las penumbras con cintas de amaranto,
miriaques amarillos, tnicas marchitas y flores de terciopelo. Un
traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada
de carnaval, levant aplausos. La de Campoflorido redonde los
hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que
sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones
familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Sndico de
Clarisas. Disfrazados regresaron los jvenes al saln de msica.
Tocado con un tricornio de regidor, Marcial peg tres bastonazos en
el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres
hallaban terriblemente impropio de seoritas, con eso de dejarse
enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las
ballenas del corset que todas se haban hecho segn el reciente patrn
de "El Jardn de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fmulas,
cuadrerizos, sirvientes, que venan de sus lejanas dependencias y de
los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto
alboroto. Luego se jug a la gallina ciega y al escondite. Marcial,
oculto con la de Campoflorido detrs de un biombo chino, le estamp
un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pauelo perfumado,
cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y
cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepsculo, hacia
las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar,
los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se
contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -as
fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacn. Y como
se estaba en carnavales, los del Cabildo Arar Tres Ojos levantaban
un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio
sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus
amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que
volva a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el
hombro, bailando con altivo mohn de reto. VIILas visitas de Don
Abundio, notario y albacea de la familia, eran ms frecuentes. Se
sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando
caer al suelo su bastn de cana para despertarlo antes de tiempo. Al
abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de
caspa, cuyas mangas lustrosas recogan ttulos y rentas. Al fin slo
qued una pensin razonable, calculada para poner coto a toda locura.
Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de
San Carlos. Despus de mediocres exmenes, frecuent los claustros,
comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dmines. El
mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que haba sido, al
principio, una ecumnica asamblea de peplos, jubones, golas y
pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un
museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una
exposicin escolstica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se
dijera en cualquier texto. "Len", "Avestruz", Ballena", "Jaguar",
lease sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo
modo, "Aristteles", "Santo Toms", Bacon", "Descartes", encabezaban
pginas negras, en que se catalogaban aburridamente las
interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa.
Poco a poco, Marcial dej de estudiarlas, encontrndose librado de un
gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan slo un
concepto instintivo de las cosas. Para qu pensar en el prisma,
cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las
fortalezas del puerto? Una manzana que cae del rbol slo es
incitacin para los dientes. Un pie en una baadera no pasa de ser un
pie en una baadera. El da que abandon el Seminario, olvid los
libros. El gnomon recobr su categora de duende: el espectro fue
sinnimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con pas en el
lomo. Varias veces, andando pronto, inquieto el corazn, haba ido a
visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrs de puertas azules, al
pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas
bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo persegua, en tardes de
calor, como un dolor de muelas. Pero, un da, la clera y las
amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cay por
ltima vez en las sbanas del infierno, renunciando para siempre a
sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardas de ltima
hora que le hacan regresar con rabia a su casa, luego de dejar a
sus espaldas cierta acera rajada, seal, cuando andaba con la vista
baja, de la media vuelta que deba darse por hollar el umbral de los
perfumes. Ahora viva su crisis mstica, poblada de detentes,
corderos pascuales, palomas de porcelana, Vrgenes de manto azul
celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ngeles con alas de
cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le
apareca en sueos, con un gran vaco entre los hombros y el andar
vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y
Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas
sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a
imgenes que recobraban su color primero.VIII Los muebles crecan. Se
haca ms difcil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa
del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el
frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus
antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas
y los sillones de mecedora tenan tendencia a irse para atrs. No
haba ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la
baadera con anillas de mrmol. Una maana en que lea un libro
licencioso, Marcial tuvo ganas, sbitamente, de jugar con los
soldados de plomo que dorman en sus cajas de madera. Volvi a
ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abri una gaveta
sellada por las telaraas. La mesa de estudio era demasiado exigua
para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sent en el
piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los
oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrs, los artilleros,
con sus caones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha,
pfanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban
dotados de un resorte que permita lanzar bolas de vidrio a ms de un
metro de distancia. -Pum!... Pum!... Pum!... Caan caballos, caan
abanderados, caan tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el
negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al
comedor. Desde ese da, Marcial conserv el hbito de sentarse en el
enlosado. Cuando percibi las ventajas de esa costumbre, se
sorprendi por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de
los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a
notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la
frialdad del mrmol en todo tiempo. Slo desde el suelo pueden
abarcarse totalmente los ngulos y perspectivas de una habitacin.
Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos,
rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando
llova, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno haca
temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar.
Del cielo caan los rayos para construir aquella bveda de calderones
-rgano, pinar al viento, mandolina de grillos.IXAquella maana lo
encerraron en su cuarto. Oy murmullos en toda la casa y el almuerzo
que le sirvieron fue demasiado suculento para un da de semana. Haba
seis pasteles de la confitera de la Alameda -cuando slo dos podan
comerse, los domingos, despus de misa. Se entretuvo mirando
estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por
debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban
hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de
bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareci el
calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus
botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo.
l, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, poda avanzar de
una en una, mientras Melchor deba saltar una de frente y dos de
lado, o viceversa. El juego se prolong hasta ms all del crepsculo,
cuando pasaron los Bomberos del Comercio. Al levantarse, fue a
besar la mano de su padre que yaca en su cama de enfermo. El Marqus
se senta mejor, y habl a su hijo con el empaque y los ejemplos
usuales. Los "S, padre" y los "No, padre", se encajaban entre
cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del
ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqus, pero era por
razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque
era de elevada estatura y sala, en noches de baile, con el pecho
rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los
entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, haba comido
un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta;
porque, cierta vez, sin duda con el nimo de azotarla, agarr a una
de las mulatas que barran la rotonda, llevndola en brazos a su
habitacin. Marcial, oculto detrs de una cortina, la vio salir poco
despus, llorosa y desabrochada, alegrndose del castigo, pues era la
que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnnimo al que deba amarse despus
de Dios. Para Marcial era ms Dios que Dios, porque sus dones eran
cotidianos y tangibles. Pero prefera el Dios del cielo, porque
fastidiaba menos. XCuando los muebles crecieron un poco ms y
Marcial supo como nadie lo que haba debajo de las camas, armarios y
vargueos, ocult a todos un gran secreto: la vida no tena encanto
fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre,
ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan
importantes como Melchor. Melchor vena de muy lejos. Era nieto de
prncipes vencidos. En su reino haba elefantes, hipoptamos, tigres y
jirafas. Ah los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en
habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivan de ser ms astutos
que los animales. Uno de ellos sac el gran cocodrilo del lago azul,
ensartndolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce
ocas asadas. Melchor saba canciones fciles de aprender, porque las
palabras no tenan significado y se repetan mucho. Robaba dulces en
las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los
cuadrerizos, y, cierta vez, haba apedreado a los de la guardia
civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la
Amargura. En das de lluvia, sus botas se ponan a secar junto al
fogn de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran
tales botas. La derecha se llamaba Calambn. La izquierda, Calambn.
Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con slo encajarles
dos dedos en los belfos; aquel seor de terciopelos y espuelas, que
luca chisteras tan altas, saba tambin lo fresco que era un suelo de
mrmol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un
pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Saln. Marcial
y Melchor tenan en comn un depsito secreto de grageas y almendras,
que llamaban el "Ur, ur, ur", con entendidas carcajadas. Ambos
haban explorado la casa de arriba abajo, siendo los nicos en saber
que exista un pequeo stano lleno de frascos holandeses, debajo de
las cuadras, y que en desvn intil, encima de los cuartos de
criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en
caja de cristales rotos. XICuando Marcial adquiri el hbito de
romper cosas, olvid a Melchor para acercarse a los perros. Haba
varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba
las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los
dems perseguan en pocas determinadas, y que las camareras tenan que
encerrar. Marcial prefera a Canelo porque sacaba zapatos de las
habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de
carbn o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los dems,
chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente.
De vez en cuando, tambin, vaciaba un huevo acabado de poner,
arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos
daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo
llevaban. Y el perro volva triunfante, moviendo la cola, despus de
haber sido abandonado ms all de la Casa de Beneficencia, recobrando
un puesto que los dems, con sus habilidades en la caza o desvelos
en la guardia, nunca ocuparan. Canelo y Marcial orinaban juntos. A
veces escogan la alfombra persa del saln, para dibujar en su lana
formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba
castigo de cintarazos. Pero los cintarazos no dolan tanto como
crean las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto
admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la
compasin de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a
su padre de "brbaro", Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos.
Lloraban un poco ms, para ganarse un bizcocho y todo quedaba
olvidado. Ambos coman tierra, se revolcaban al sol, beban en la
fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las
albahacas. En horas de calor, los canteros hmedos se llenaban de
gente. Ah estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas
zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que deca "ur,
ur", sacndose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido
en ciudad sin hembras; el ratn que tapiaba su agujero con una
semilla de carey. Un da sealaron el perro a Marcial. -Guau, guau!
-dijo.Hablaba su propio idioma. Haba logrado la suprema libertad.
Ya quera alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del
alcance de sus manos.XIIHambre, sed, calor, dolor, fro. Apenas
Marcial redujo su percepcin a la de estas realidades esenciales,
renunci a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre.
Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el
olfato, ni el odo, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas
placenteras. Era un ser totalmente sensible y tctil. El universo le
entraba por todos los poros. Entonces cerr los ojos que slo
divisaban gigantes nebulosos y penetr en un cuerpo caliente, hmedo,
lleno de tinieblas, que mora. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con
su propia sustancia, resbal hacia la vida. Pero ahora el tiempo
corri ms pronto, adelgazando sus ltimas horas. Los minutos sonaban
a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador. Las aves
volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la
hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las
palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como
abanicos cerrados. Los tallos sorban sus hojas y el suelo tiraba de
todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores.
Crecan pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se
destejan, redondeando el velln de carneros distantes. Los armarios,
los vargueos, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas,
salieron volando en la noche, buscando sus antiguas races al pie de
las selvas. Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantn,
anclado no se saba dnde, llev presurosamente a Italia los mrmoles
del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves,
las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretan,
engrosando un ro de metal que galeras sin techo canalizaban hacia
la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condicin
primera. El barro volvi al barro, dejando un yermo en lugar de la
casa. XIIICuando los obreros vinieron con el da para proseguir la
demolicin, encontraron el trabajo acabado. Alguien se haba llevado
la estatua de Ceres, vendida la vspera a un anticuario. Despus de
quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos
de un parque municipal. Uno record entonces la historia, muy
difuminada, de una Marquesa de Capellanas, ahogada, en tarde de
mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba
atencin al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y
las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse
por la pereza, ya que son las que ms seguramente llevan a la
muerte.
Continuidad de los parques
Julio Cortzar
Haba empezado a leer la novela unos das antes. La abandon por
negocios urgentes, volvi a abrirla cuando regresaba en tren a la
finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo
de los personajes. Esa tarde, despus de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestin de aparceras,
volvi al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su silln favorito, de espaldas
a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dej que su mano izquierda acariciara una y otra vez
el terciopelo verde y se puso a leer los ltimos captulos. Su
memoria retena sin esfuerzo los nombres y las imgenes de los
protagonistas; la ilusin novelesca lo gan casi en seguida. Gozaba
del placer casi perverso de irse desgajando lnea a lnea de lo que
lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cmodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguan al
alcance de la mano, que ms all de los ventanales danzaba el aire
del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la
srdida disyuntiva de los hroes, dejndose ir hacia las imgenes que
se concertaban y adquiran color y movimiento, fue testigo del ltimo
encuentro en la cabaa del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restaaba ella la sangre con
sus besos, pero l rechazaba las caricias, no haba venido para
repetir las ceremonias de una pasin secreta, protegida por un mundo
de hojas secas y senderos furtivos. El pual se entibiaba contra su
pecho, y debajo lata la libertad agazapada. Un dilogo anhelante
corra por las pginas como un arroyo de serpientes, y se senta que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y
disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que
era necesario destruir. Nada haba sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tena su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpa
apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.Sin mirarse ya, atados rgidamente a la tarea que los
esperaba, se separaron en la puerta de la cabaa. Ella deba seguir
por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta l se volvi un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corri a su vez,
parapetndose en los rboles y los setos, hasta distinguir en la
bruma malva del crepsculo la alameda que llevaba a la casa. Los
perros no deban ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estara a esa
hora, y no estaba. Subi los tres peldaos del porche y entr. Desde
la sangre galopando en sus odos le llegaban las palabras de la
mujer: primero una sala azul, despus una galera, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitacin,
nadie en la segunda. La puerta del saln, y entonces el pual en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un silln de
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el silln leyendo una
novela.
Axolotl
Julio Cortzar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos
al acuario del Jardn des Plantes y me quedaba horas mirndolos,
observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un
axolotl.El azar me llev hasta ellos una maana de primavera en que
Pars abra su cola de pavo real despus de la lenta invernada. Baj
por el bulevar de Port Royal, tom St. Marcel y LHpital, vi los
verdes entre tanto gris y me acord de los leones. Era amigo de los
leones y las panteras, pero nunca haba entrado en el hmedo y oscuro
edificio de los acuarios. Dej mi bicicleta contra las rejas y fui a
ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera
dorma. Opt por los acuarios, soslay peces vulgares hasta dar
inesperadamente con los axolotl. Me qued una hora mirndolos, y sal
incapaz de otra cosa.En la biblioteca Saint-Genevive consult un
diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas
de branquias, de una especie de batracios del gnero amblistoma. Que
eran mexicanos lo saba ya por ellos mismos, por sus pequeos rostros
rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Le que se han
encontrado ejemplares en frica capaces de vivir en tierra durante
los perodos de sequa, y que continan su vida en el agua al llegar
la estacin de las lluvias. Encontr su nombre espaol, ajolote, la
mencin de que son comestibles y que su aceite se usaba (se dira que
no se usa ms) como el de hgado de bacalao.No quise consultar obras
especializadas, pero volv al da siguiente al Jardin des Plantes.
Empec a ir todas las maanas, a veces de maana y de tarde. El
guardin de los acuarios sonrea perplejo al recibir el billete. Me
apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me pona a
mirarlos. No hay nada de extrao en esto porque desde un primer
momento comprend que estbamos vinculados, que algo infinitamente
perdido y distante segua sin embargo unindonos. Me haba bastado
detenerme aquella primera maana ante el cristal donde unas burbujas
corran en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y
angosto (slo yo puedo saber cun angosto y mezquino) piso de piedra
y musgo del acuario. Haba nueve ejemplares y la mayora apoyaba la
cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se
acercaban. Turbado, casi avergonzado, sent como una impudicia
asomarme a esas figuras silenciosas e inmviles aglomeradas en el
fondo del acuario. Aisl mentalmente una situada a la derecha y algo
separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito
rosado y como translcido (pens en las estatuillas chinas de cristal
lechoso), semejante a un pequeo lagarto de quince centmetros,
terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la
parte ms sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corra una aleta
transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesion
fueron las patas, de una finura sutilsima, acabadas en menudos
dedos, en uas minuciosamente humanas. Y entonces descubr sus ojos,
su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un
oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejndose
penetrar por mi mirada que pareca pasar a travs del punto ureo y
perderse en un difano misterio interior. Un delgadsimo halo negro
rodeaba el ojo y los inscriba en la carne rosa, en la piedra rosa
de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e
irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla
corroda por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano
triangular de la cara, slo de perfil se adivinaba su tamao
considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra
sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar
las orejas, le crecan tres ramitas rojas como de coral, una
excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo nico vivo en
l, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban
rgidamente y volvan a bajarse. A veces una pata se mova apenas, yo
vea los diminutos dedos posndose con suavidad en el musgo. Es que
no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas
avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de
nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente
menos si nos estamos quietos.Fue su quietud la que me hizo
inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl.
Oscuramente me pareci comprender su voluntad secreta, abolir el
espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Despus supe
mejor, la contraccin de las branquias, el tanteo de las finas patas
en las piedras, la repentina natacin (algunos de ellos nadan con la
simple ondulacin del cuerpo) me prob que eran capaz de evadirse de
ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre
todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios,
diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos
ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decan de
la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar.
Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardin tosa inquieto)
buscaba ver mejor los diminutos puntos ureos, esa entrada al mundo
infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era intil
golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se
adverta la menor reaccin. Los ojos de oro seguan ardiendo con su
dulce, terrible luz; seguan mirndome desde una profundidad
insondable que me daba vrtigo.Y sin embargo estaban cerca. Lo supe
antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el da en que me
acerqu a ellos por primera vez. Los rasgos antropomrficos de un
mono revelan, al revs de lo que cree la mayora, la distancia que va
de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl
con el ser humano me prob que mi reconocimiento era vlido, que no
me apoyaba en analogas fciles. Slo las manecitas... Pero una
lagartija tiene tambin manos as, y en nada se nos parece. Yo creo
que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con
los ojitos de oro. Eso miraba y saba. Eso reclamaba. No eran
animales.Pareca fcil, casi obvio, caer en la mitologa. Empec viendo
en los axolotl una metamorfosis que no consegua anular una
misteriosa humanidad. Los imagin conscientes, esclavos de su
cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una
reflexin desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro
inexpresivo y sin embargo terriblemente lcido, me penetraba como un
mensaje: Slvanos, slvanos. Me sorprenda musitando palabras de
consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguan mirndome
inmviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se
enderezaban. En ese instante yo senta como un dolor sordo; tal vez
me vean, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de
sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningn animal haba
encontrado una relacin tan profunda conmigo. Los axolotl eran como
testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me senta innoble
frente a ellos, haba una pureza tan espantosa en esos ojos
transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir mscara y tambin
fantasma. Detrs de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de
una crueldad implacable, qu imagen esperaba su hora?Les tema. Creo
que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del
guardin, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. Usted se
los come con los ojos, me deca riendo el guardin, que deba
suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran
ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un
canibalismo de oro. Lejos del acuario no haca mas que pensar en
ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegu a ir todos los
das, y de noche los imaginaba inmviles en la oscuridad, adelantando
lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus
ojos vean en plena noche, y el da continuaba para ellos
indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen prpados.Ahora s
que no hubo nada de extrao, que eso tena que ocurrir. Cada maana al
inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufran,
cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa
tortura rgida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto seoro
aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo haba sido de los
axolotl. No era posible que una expresin tan terrible que alcanzaba
a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no
portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de
ese infierno lquido que padecan. Intilmente quera probarme que mi
propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia
inexistente. Ellos y yo sabamos. Por eso no hubo nada de extrao en
lo que ocurri. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis
ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de
oro sin iris y sin pupila. Vea de muy cerca la cara de una axolotl
inmvil junto al vidrio. Sin transicin, sin sorpresa, vi mi cara
contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio,
la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces
mi cara se apart y yo comprend.Slo una cosa era extraa: seguir
pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer
momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su
destino. Afuera mi cara volva a acercarse al vidrio, vea mi boca de
labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo
era un axolotl y saba ahora instantneamente que ninguna comprensin
era posible. l estaba fuera del acuario, su pensamiento era un
pensamiento fuera del acuario. Conocindolo, siendo l mismo, yo era
un axolotl y estaba en mi mundo. El horror vena -lo supe en el
mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl,
transmigrado a l con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un
axolotl, condenado a moverme lcidamente entre criaturas
insensibles. Pero aquello ces cuando una pata vino a rozarme la
cara, cuando movindome apenas a un lado vi a un axolotl junto a m
que me miraba, y supe que tambin l saba, sin comunicacin posible
pero tan claramente. O yo estaba tambin en l, o todos nosotros
pensbamos como un hombre, incapaces de expresin, limitados al
resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre
pegada al acuario.l volvi muchas veces, pero viene menos ahora.
Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me mir largo rato y se fue
bruscamente. Me pareci que no se interesaba tanto por nosotros, que
obedeca a una costumbre. Como lo nico que hago es pensar, pude
pensar mucho en l. Se me ocurre que al principio continuamos
comunicados, que l se senta ms que nunca unido al misterio que lo
obsesionaba. Pero los puentes estn cortados entre l y yo porque lo
que era su obsesin es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre.
Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a l
-ah, slo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos
mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un
hombre es slo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de
su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcanc a
comunicarle algo en los primeros das, cuando yo era todava l. Y en
esta soledad final, a la que l ya no vuelve, me consuela pensar que
acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va
a escribir todo esto sobre los axolotl.
La noche boca arriba
Julio Cortzar
Y salan en ciertas pocas a cazar enemigos;le llamaban la guerra
florida.A mitad del largo zagun del hotel pens que deba ser tarde y
se apur a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincn donde
el portero de al lado le permita guardarla. En la joyera de la
esquina vio que eran las nueve menos diez; llegara con tiempo
sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios
del centro, y l -porque para s mismo, para ir pensando, no tena
nombre- mont en la mquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones.Dej pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la
serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central.
Ahora entraba en la parte ms agradable del trayecto, el verdadero
paseo: una calle larga, bordeada de rboles, con poco trfico y
amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quiz algo distrado, pero
corriendo por la derecha como corresponda, se dej llevar por la
tersura, por la leve crispacin de ese da apenas empezado. Tal vez
su involuntario relajamiento le impidi prevenir el accidente.
Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la
calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las
soluciones fciles. Fren con el pie y con la mano, desvindose a la
izquierda; oy el grito de la mujer, y junto con el choque perdi la
visin. Fue como dormirse de golpe.Volvi bruscamente del desmayo.
Cuatro o cinco hombres jvenes lo estaban sacando de debajo de la
moto. Senta gusto a sal y sangre, le dola una rodilla y cuando lo
alzaron grit, porque no poda soportar la presin en el brazo
derecho. Voces que no parecan pertenecer a las caras suspendidas
sobre l, lo alentaban con bromas y seguridades. Su nico alivio fue
or la confirmacin de que haba estado en su derecho al cruzar la
esquina. Pregunt por la mujer, tratando de dominar la nusea que le
ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una
farmacia prxima, supo que la causante del accidente no tena ms que
rasguos en la piernas. "Ust la agarr apenas, pero el golpe le hizo
saltar la mquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio,
ntrenlo de espaldas, as va bien, y alguien con guardapolvo dndole
de beber un trago que lo alivi en la penumbra de una pequea
farmacia de barrio.La ambulancia policial lleg a los cinco minutos,
y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con
toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock
terrible, dio sus seas al polica que lo acompaaba. El brazo casi no
le dola; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la
cara. Una o dos veces se lami los labios para beberla. Se senta
bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada ms.
El vigilante le dijo que la motocicleta no pareca muy estropeada.
"Natural", dijo l. "Como que me la ligu encima..." Los dos rieron y
el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le dese buena
suerte. Ya la nusea volva poco a poco; mientras lo llevaban en una
camilla de ruedas hasta un pabelln del fondo, pasando bajo rboles
llenos de pjaros, cerr los ojos y dese estar dormido o
cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a
hospital, llenando una ficha, quitndole la ropa y vistindolo con
una camisa griscea y dura. Le movan cuidadosamente el brazo, sin
que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no
hubiera sido por las contracciones del estmago se habra sentido muy
bien, casi contento.Lo llevaron a la sala de radio, y veinte
minutos despus, con la placa todava hmeda puesta sobre el pecho
como una lpida negra, pas a la sala de operaciones. Alguien de
blanco, alto y delgado, se le acerc y se puso a mirar la
radiografa. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sinti que lo
pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acerc otra
vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le
palme la mejilla e hizo una sea a alguien parado atrs.Como sueo era
curioso porque estaba lleno de olores y l nunca soaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volva nadie.
Pero el olor ces, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura
como la noche en que se mova huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tena que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre,
y su nica probabilidad era la de esconderse en lo ms denso de la
selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que slo
ellos, los motecas, conocan.Lo que ms lo torturaba era el olor,
como si aun en la absoluta aceptacin del sueo algo se revelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no haba
participado del juego. "Huele a guerra", pens, tocando
instintivamente el pual de piedra atravesado en su ceidor de lana
tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmvil,
temblando. Tener miedo no era extrao, en sus sueos abundaba el
miedo. Esper, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin
estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago,
deban estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo tea esa
parte del cielo. El sonido no se repiti. Haba sido como una rama
quebrada. Tal vez un animal que escapaba como l del olor a guerra.
Se enderez despacio, venteando. No se oa nada, pero el miedo segua
all como el olor, ese incienso dulzn de la guerra florida. Haba que
seguir, llegar al corazn de la selva evitando las cinagas. A
tientas, agachndose a cada instante para tocar el suelo ms duro de
la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero
los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas,
busc el rumbo. Entonces sinti una bocanada del olor que ms tema, y
salt desesperado hacia adelante.-Se va a caer de la cama -dijo el
enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.Abri los
ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la
larga sala. Mientras trataba de sonrer a su vecino, se despeg casi
fsicamente de la ltima visin de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sinti sed, como si
hubiera estado corriendo kilmetros, pero no queran darle mucha
agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo
iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,
escuchando el dilogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando
en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que
pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frot con
alcohol la cara anterior del muslo, y le clav una gruesa aguja
conectada con un tubo que suba hasta un frasco lleno de lquido
opalino. Un mdico joven vino con un aparato de metal y cuero que le
ajust al brazo sano para verificar alguna cosa. Caa la noche, y la
fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas
tenan un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y
a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una pelcula
aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a
puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, ms precioso que todo
un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dola
nada y solamente en la ceja, donde lo haban suturado, chirriaba a
veces una punzada caliente y rpida. Cuando los ventanales de
enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pens que no iba a ser
difcil dormirse. Un poco incmodo, de espaldas, pero al pasarse la
lengua por los labios resecos y calientes sinti el sabor del caldo,
y suspir de felicidad, abandonndose.Primero fue una confusin, un
atraer hacia s todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprenda que estaba corriendo en plena oscuridad,
aunque arriba el cielo cruzado de copas de rboles era menos negro
que el resto. "La calzada", pens. "Me sal de la calzada." Sus pies
se hundan en un colchn de hojas y barro, y ya no poda dar un paso
sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las
piernas. Jadeante, sabindose acorralado a pesar de la oscuridad y
el silencio, se agach para escuchar. Tal vez la calzada estaba
cerca, con la primera luz del da iba a verla otra vez. Nada poda
ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo l aferraba el
mango del pual, subi como un escorpin de los pantanos hasta su
cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los
labios musit la plegaria del maz que trae las lunas felices, y la
splica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero
senta al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo
despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le haca insoportable. La guerra florida haba
empezado con la luna y llevaba ya tres das y tres noches. Si
consegua refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la
calzada ms all de la regin de las cinagas, quiz los guerreros no le
siguieran el rastro. Pens en la cantidad de prisioneros que ya
habran hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado.
La caza continuara hasta que los sacerdotes dieran la seal del
regreso. Todo tena su nmero y su fin, y l estaba dentro del tiempo
sagrado, del otro lado de los cazadores.Oy los gritos y se enderez
de un salto, pual en mano. Como si el cielo se incendiara en el
horizonte, vio antorchas movindose entre las ramas, muy cerca. El
olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le salt
al cuello casi sinti placer en hundirle la hoja de piedra en pleno
pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanz a
cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrap desde
atrs.-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A m me pasaba
igual cuando me oper del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme
bien.Al lado de la noche de donde volva, la penumbra tibia de la
sala le pareci deliciosa. Una lmpara violeta velaba en lo alto de
la pared del fondo como un ojo protector. Se oa toser, respirar
fuerte, a veces un dilogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin
acoso, sin... Pero no quera seguir pensando en la pesadilla. Haba
tantas cosas en qu entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo,
las poleas que tan cmodamente se lo sostenan en el aire. Le haban
puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebi del
gollete, golosamente. Distingua ahora las formas de la sala, las
treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no deba tener tanta
fiebre, senta fresca la cara. La ceja le dola apenas, como un
recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quin
hubiera pensado que la cosa iba a acabar as? Trataba de fijar el
momento del accidente, y le dio rabia advertir que haba ah como un
hueco, un vaco que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el
momento en que lo haban levantado del suelo, un desmayo o lo que
fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tena la sensacin de
que ese hueco, esa nada, haba durado una eternidad. No, ni siquiera
tiempo, ms bien como si en ese hueco l hubiera pasado a travs de
algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal
contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro haba
sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo.
Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
contusin en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al da y
sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntara alguna
vez al mdico de la oficina. Ahora volva a ganarlo el sueo, a
tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quiz pudiera
descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de
la lmpara en lo alto se iba apagando poco a poco.Como dorma de
espaldas, no lo sorprendi la posicin en que volva a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerr la garganta y lo oblig a comprender. Intil
abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolva una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sinti las sogas en las
muecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de
lajas helado y hmedo. El fro le ganaba la espalda desnuda, las
piernas. Con el mentn busc torpemente el contacto con su amuleto, y
supo que se lo haban arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
plegaria poda salvarlo del final. Lejanamente, como filtrndose
entre las piedras del calabozo, oy los atabales de la fiesta. Lo
haban trado al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la
espera de su turno.Oy gritar, un grito ronco que rebotaba en las
paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era l que gritaba en
las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se
defenda con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable.
Pens en sus compaeros que llenaran otras mazmorras, y en los que
ascendan ya los peldaos del sacrificio. Grit de nuevo
sofocadamente, casi no poda abrir la boca, tena las mandbulas
agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran
lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudi como un ltigo. Convulso, retorcindose, luch por
zafarse de las cuerdas que se le hundan en la carne. Su brazo
derecho, el ms fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo
intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el
olor de las antorchas le lleg antes que la luz. Apenas ceidos con
el taparrabos de la ceremonia, los aclitos de los sacerdotes se le
acercaron mirndolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los
torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las
sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el
bronce; se sinti alzado, siempre boca arriba, tironeado por los
cuatro aclitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los aclitos deban agachar la
cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba,
a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con
un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las
estrellas y se alzara ante l la escalinata incendiada de gritos y
danzas, sera el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a
acabar, de repente olera el aire libre lleno de estrellas, pero
todava no, andaban llevndolo sin fin en la penumbra roja,
tironendolo brutalmente, y l no quera, pero cmo impedirlo si le
haban arrancado el amuleto que era su verdadero corazn, el centro
de la vida.Sali de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo
raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pens que deba haber
gritado, pero sus vecinos dorman callados. En la mesa de noche, la
botella de agua tena algo de burbuja, de imagen traslcida contra la
sombra azulada de los ventanales. Jade buscando el alivio de los
pulmones, el olvido de esas imgenes que seguan pegadas a sus
prpados. Cada vez que cerraba los ojos las vea formarse
instantneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protega, que
pronto iba a amanecer, con el buen sueo profundo que se tiene a esa
hora, sin imgenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos
abiertos, la modorra era ms fuerte que l. Hizo un ltimo esfuerzo,
con la mano sana esboz un gesto hacia la botella de agua; no lleg a
tomarla, sus dedos se cerraron en un vaco otra vez negro, y el
pasadizo segua interminable, roca tras roca, con sbitas
fulguraciones rojizas, y l boca arriba gimi apagadamente porque el
techo iba a acabarse, suba, abrindose como una boca de sombra, y
los aclitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cay
en la cara donde los ojos no queran verla, desesperadamente se
cerraban y abran buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el
cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abran era la
noche y la luna mientras lo suban por la escalinata, ahora con la
cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las
rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja,
brillante de sangre que chorreaba, y el vaivn de los pies del
sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las
escalinatas del norte. Con una ltima esperanza apret los prpados,
gimiendo por despertar. Durante un segundo crey que lo lograra,
porque estaba otra vez inmvil en la cama, a salvo del balanceo
cabeza abajo. Pero ola a muerte y cuando abri los ojos vio la
figura ensangrentada del sacrificador que vena hacia l con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanz a cerrar otra vez los
prpados, aunque ahora saba que no iba a despertarse, que estaba
despierto, que el sueo maravilloso haba sido el otro, absurdo como
todos los sueos; un sueo en el que haba andado por extraas avenidas
de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardan sin
llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus
piernas. En la mentira infinita de ese sueo tambin lo haban alzado
del suelo, tambin alguien se le haba acercado con un cuchillo en la
mano, a l tendido boca arriba, a l boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.
Casa tomada
Julio Cortzar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que
las casas antiguas sucumben a la ms ventajosa liquidacin de sus
materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el
abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.Nos habituamos
Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en
esa casa podan vivir ocho personas sin estorbarse. Hacamos la
limpieza por la maana, levantndonos a las siete, y a eso de las
once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzbamos al medioda, siempre puntuales; ya no
quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba
grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cmo nos
bastbamos para mantenerla limpia. A veces llegbamos a creer que era
ella la que no nos dej casarnos. Irene rechaz dos pretendientes sin
mayor motivo, a m se me muri Mara Esther antes que llegramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta aos con la inexpresada
idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealoga asentada por nuestros
bisabuelos en nuestra casa. Nos moriramos all algn da, vagos y
esquivos primos se quedaran con la casa y la echaran al suelo para
enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros
mismos la voltearamos justicieramente antes de que fuese demasiado
tarde.Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte
de su actividad matinal se pasaba el resto del da tejiendo en el
sof de su dormitorio. No s por qu teja tanto, yo creo que las
mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto
para no hacer nada. Irene no era as, teja cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para m, maanitas y chalecos para
ella. A veces teja un chaleco y despus lo desteja en un momento
porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montn de lana encrespada resistindose a perder su forma de algunas
horas. Los sbados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tena fe
en mi gusto, se complaca con los colores y nunca tuve que devolver
madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las
libreras y preguntar vanamente si haba novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.Pero es
de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo
no tengo importancia. Me pregunto qu hubiera hecho Irene sin el
tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover est
terminado no se puede repetirlo sin escndalo. Un da encontr el cajn
de abajo de la cmoda de alcanfor lleno de paoletas blancas, verdes,
lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercera; no tuve
valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No
necesitbamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los
campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretena
el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a m se me iban las
horas vindole las manos como erizos plateados, agujas yendo y
viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban
constantemente los ovillos. Era hermoso.Cmo no acordarme de la
distribucin de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la
biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte ms
retirada, la que mira hacia Rodrguez Pea. Solamente un pasillo con
su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde
haba un bao, la cocina, nuestros dormitorios y el living central,
al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la
casa por un zagun con maylica, y la puerta cancel daba al living.
De manera que uno entraba por el zagun, abra la cancel y pasaba al
living; tena a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al
frente el pasillo que conduca a la parte ms retirada; avanzando por
el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas all empezaba el
otro lado de la casa, o bien se poda girar a la izquierda
justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo ms estrecho
que llevaba a la cocina y el bao. Cuando la puerta estaba abierta
adverta uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresin de
un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse;
Irene y yo vivamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca
bamos ms all de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza,
pues es increble cmo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires
ser una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una rfaga
se palpa el polvo en los mrmoles de las consolas y entre los rombos
de las carpetas de macram; da trabajo sacarlo bien con plumero,
vuela y se suspende en el aire, un momento despus se deposita de
nuevo en los muebles y los pianos.Lo recordar siempre con claridad
porque fue simple y sin circunstancias intiles. Irene estaba
tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente
se me ocurri poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al
codo que llevaba a la cocina cuando escuch algo en el comedor o en
la biblioteca. El sonido vena impreciso y sordo, como un volcarse
de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversacin.
Tambin lo o, al mismo tiempo o un segundo despus, en el fondo del
pasillo que traa desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tir
contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerr de
golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de
nuestro lado y adems corr el gran cerrojo para ms seguridad.Fui a
la cocina, calent la pavita, y cuando estuve de vuelta con la
bandeja del mate le dije a Irene:-Tuve que cerrar la puerta del
pasillo. Han tomado parte del fondo.Dej caer el tejido y me mir con
sus graves ojos cansados.-Ests seguro?Asent.-Entonces -dijo
recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.Yo cebaba
el mate con mucho cuidado, pero ella tard un rato en reanudar su
labor. Me acuerdo que me teja un chaleco gris; a m me gustaba ese
chaleco.Los primeros das nos pareci penoso porque ambos habamos
dejado en la parte tomada muchas cosas que queramos. Mis libros de
literatura francesa, por ejem