La controversia teológica sobre el Dios Uno y Trino
por D.B.P.L.
Tras una introducción, se especifican las dificultades de la Teología Trinitaria, se describen las desviaciones doctrinales, se expone la doctrina católica sobre
el asunto, se plantea la características de la naturaleza humana y naturaleza divina, de la persona humana y persona divina y se marca la configuración
individual de las Personas divinas
Nos vamos a ocupar de un tema que estimo apasionante y fundamental para los cristianos. Sobre la doctrina ortodoxa de este misterio, en el que se conjugan lo que en principio parece contradictorio, a saber, la unidad de Dios y la Trinidad de las personas divinas, se construye teológicamente la totalidad dogmática de nuestra Religión. El Dios, uno y trino al mismo tiempo, es el punto de partida de una exposición correcta y coherente de la Verdad revelada. Ahora bien; entiendo necesario advertir que el Dios uno y trino de los cristianos no coincide con el Alá islámico del Corán, ni tampoco con la interpretación que los judíos hacen del Yavé de la Antigua Alianza. Me interesa ponerlo de relieve para no confundir, identificando aquello que la Revelación, tanto la vetero como la neotestamentaria, nos dice acerca de Dios, con lo que de Dios se predica en las otras dos religiones monoteístas. Esta aclaración es sumamente importante porque, como ha puesto de relieve Bernard de Margerie, "la Iglesia ordena la no absolución, ni siquiera en peligro de muerte, a quien ignore este misterio por negligencia culpable, incluso si hubiera creído antes en él, ya que considera que la muerte de cada hombre ha de ser una muerte trinitaria, una última profesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo" (La Trinité Chretienne dans l´Histoire. Edt Beauchesne. París 1.975, pag. 468). Recuerdo que la fiesta de la Santísima Trinidad comenzó a celebrarse el domingo siguiente a Pentecostés, a comienzos del siglo X, y que en el siglo XV fue declarada obligatoria en toda la Iglesia. En el Prefacio de la Misa podemos leer esta síntesis del Misterio: "Pater Omnipotens qui cum unigenito Filio tuo et Spiritu Sancto, unus est Deus: non in unius singularitate
personae, sed in unius Trinitate sustantiae". Dificultades de la Teología Trinitaria Hemos de hacer una afirmación previa que explica las dificultades imposibles de superar al exponer esta teología trinitaria, y es la de que nos enfrentamos con un misterio absoluto, el más oscuro de los misterios de la fe y, como escribe el teólogo de la Iglesia Ortodoxa Vladimir Lossky, de "un crucigrama para el pensamiento humano" (The mystical theology of the easter Church. Edt. James Clarck. Cambridge 1.973, pag 65). Por su parte, Matthias Josef Scheeben afirma que se trata del "Misterio de los misterios ante el cual cubren sus rostros los mismos serafines cantando con admiración y asombro el tres veces santo" (Los misterios del cristianismo. Edt. Herder. Barcelona 1.967, pag. 26). San Gregorio Nacianceno, al que se ha calificado de juglar de este misterio, al contemplarlo exclamó: "mis ojos han sido cegados por la luz de la Trinidad, cuyo brillo sobrepasa lo que la mente pueda concebir". Vamos a exponer algunas de las dificultades a que hemos aludido: La primera se deriva de que el dogma del Dios uno y trino es, sin duda, impenetrable para la razón humana. Es más, si la razón humana puede descubrir la existencia de Dios (y ahí están las pruebas de dicha existencia, ofrecidas por Santo Tomás ), lo que no es posible para la misma es descubrir la Trinidad de las Personas divinas, y mucho menos que esa Trinidad sea compatible y no destruya la unidad de Dios. Sólo, pues, por la automanifestación que Dios hizo en Cristo -encarnación del Hijo, y persona divina- tenemos, como dice Pablo VI, "un conocimiento recto y pleno de (Dios mismo) que se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo" (Credo del pueblo de Dios, de 30 de junio de 1.968). Este conocimiento de la Verdad revelada, y, sobre todo y necesariamente, su aceptación, requiere, porque sobrepasa al entendimiento, la virtud teologal y sobrenatural de la fe, porque, en definitiva, se trata -y hay que reiterarlo- de un misterio. "Cuando la ignorancia es debida a nuestra naturaleza -escribe San Hilario de Poitiers- es obligada la fe" (La Trinidad . Edt. B.A.C. Madrid 1.986, pag 690)
Por serlo, San Columbiano aconsejaba que "no se pretenda rastrear lo irrastreable de Dios, porque el conocimiento de la Trinidad es semejante al conocimiento de lo profundo del Océano. Por ello, si la profundidad del Océano es inalcanzable a las miradas humanas, así el binomio Unidad-Trinidad es igualmente incomprensible para la razón. Si alguien, en consecuencia, trata de saber lo que debe creer, no piense que llegará a saber lo que, creyendo, por la Revelación sabe" (Opera. Dublín 1.957, pags. 62/66) La segunda dificultad, consecuencia lógica de la primera, dimana de que a pesar de la ayuda cualitativa y perfectiva del lumen Fidei, no llegaremos a desvelar por completo e íntegramente el misterio trinitario, pues se precisa para ello del lumen Dei, del que solo se disfruta allí donde se ve a Dios cara a cara; y aquí en este mundo, como leemos en el Evangelio de San Juan, "nadie le ha visto nunca" (1, 18). En este mundo -lo aclara San Pablo (I Cor. 13, 12)-: "a Dios sólo le vemos por un espejo y oscuramente". La tercera dificultad surge de que la exposición de la teofanía trinitaria hay que hacerla -pues no disponemos de otra- utilizando, no una terminología a lo divino, sino un lenguaje humano, de categoría inferior, ya que se trata de un lenguaje que por ser equívoco es incapaz de ofrecernos y trasmitirnos la noticia exacta del contenido de la Revelación. Este lenguaje humano -repito- es equívoco. He aquí algunas pruebas: "yo creo" puede aludir a dos cosas tan distintas como creer o crear; y si, por la riqueza del vocabulario, refiriéndome a un cuadrúpedo concreto le califico de asno, borrico, pollino o burro, puedo dar a entender que me refiero a animales distintos. Lo mismo sucede cuando a una legumbre de la que solemos alimentarnos la denomino indistintamente judía, alubia, o habichuela. Por otra parte, en las lenguas vivas, como la experiencia nos dice, las palabras, con el curso del tiempo, varían de significado. Piénsese, por ejemplo, en la palabra "navegar", originariamente marítima, que hoy se utiliza en "Internet" por los "internautas". Esta imprecisión del lenguaje humano obliga a utilizar en la exposición, siempre defectuosa, del incomprensible misterio trinitario un lenguaje analógico, deductivo y comparativo, con
palabras, imágenes y conceptos propios de un lenguaje relacionado con las criaturas, con el tiempo y el espacio que, lógicamente, no precisan con exactitud y claridad lo que es y lo que encierra un misterio espiritual. Como dice Parente, "no hay palabra humana que se identifique totalmente con la realidad divina" (Diccionario de teología dogmática. Edt. Litúrgica Española S.A. Barcelona 1.963) Sentado todo esto, la aproximación al tema del Dios trino y uno debemos hacerla con humildad y de acuerdo con la "Teología arrodillada", que a quienes se ocupan del estudio de los dogmas pedía Urs Von Baltasar . Las desviaciones doctrinales En primer término vamos a proyectar nuestra atención sobre las desviaciones doctrinales contrarias al dogma, fruto de las dificultades a que acabamos de aludir. Nos referimos a las herejías que al respecto han surgido en el curso de la Historia. La supresión del misterio se hace, en principio, eliminando uno de los términos que la razón considera incongruentes: o bien se suprime la trinidad de las Personas divinas en aras de un monopatrismo o monoteísmo riguroso, o se elimina al Dios único, solitario, encerrado en sí mismo, afirmando, como lo hace el triteísmo, que hay tres dioses independientes, toda vez que cada una de las tres personas tiene la plenitud de la divinidad. La primera de las soluciones heréticas la conocemos con el nombre de sabelianismo, porque fue sostenida por Sabelio, o con el de modalismo, llamada así por entender que en el Dios único monopersonalista hay una sola e incomunicable sustancia divina que, en su actividad ad extra, creación, redención y santificación se manifiesta de modos distintos, por lo que recibe también los nombres distintos de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sería algo así -a manera de ejemplo- como el agua, que sigue siendo agua en su triple estado sólido, líquido o gaseoso, o como el Poder político, que en su noción correcta no se divide -pese a lo que diga Montesquieu- y que juega como legislativo, ejecutivo o judicial. La segunda solución, la del triteísmo se la oí -y como partidario de la misma- a un religioso. La expuso un domingo de la Santísima Trinidad al pronunciar la homilía y comentar y
criticar el dogma, por entender que la unidad de que el dogma habla no es una unidad consustancial sino la unión moral o de voluntad de tres dioses que comparten y conviven en una misma estancia. Pues bien, la herejía modalista fue condenada por el Papa Calixto, que excomulgó a Sabelio, y el triteísmo fue expresamente rechazado por el IV Concilio de Letrán de 1.215 Hay, además de las dos soluciones heréticas a que acabo de referirme, una tercera que, partiendo del monopatrismo o monoteísmo radical se conoce como subordicionismo. Entiende esta herejía que solamente el Padre es Dios y que ni el Hijo ni el Espíritu Santo son, por consiguiente, personas divinas sino demiurgos a las órdenes y al servicio del Padre, Dios único, que se sirve de uno y de otro para llevar a cabo su actividad fuera de su propio ser, es decir, en la creación del Cosmos y en la tarea redentora de la humanidad. Defensores -con matices- del subordicionismo fueron los obispos españoles Félix y Elipando, que compartieron la tesis de que Cristo no fue el hijo de Dios encarnado, sino tan solo un hombre adoptado por Dios como hijo. Basándose en el mismo argumento, y como variantes del subordicionismo, podemos señalar el arrianismo y el macedonianismo, que contemplan el tema con relación tan solo a una de las personas que dogmáticamente consideramos divinas; y así: El arrianismo, que fue la herejía más generalizada. Arrio aseguró que el Padre, único Dios, no pudo engendrar al Hijo comunicándole, sin perderla, la plenitud de su divinidad. Por ello el Hijo no es Dios, y Cristo no es una encarnación divina sino un Dios entre comillas, como dice Joseph Ratzinger (Teología de los principios teológicos. Edt. Herder, Barcelona, 1.985, pag 34) criticando a Arrio, una criatura mediadora, procedente de la nada, de la que sólo puede predicarse la filiación divina como se predica en general de nosotros. Se trata pues, de una criatura, la más noble y la más excelsa, del Profeta por excelencia, mejor dotado espiritualmente, pero sólo criatura y no Dios. El macedionanismo, a diferencia del arrianismo, que reflexionó tan solo sobre la relación Padre-Hijo, tuvo presente la Trinidad dogmática llegando a la conclusión de que, así como el Padre
y el Hijo son Personas divinas consustanciales, el Espíritu Santo no es más que una criatura o energía del Hijo. El arrianismo fue condenado en el concilio de Nicea del año 325 y el macedionanismo en el Concilio de Constantinopla del año 381. La doctrina católica Pasemos ahora a la exposición católica del misterio trinitario, del que hay sin duda -aunque lo niegue o lo desprecie Karl Rahner, contrariando a San Agustín (Escritos teológicos IV. Edt. Taurus Madrid 1.961, pag 116) -vestigios vetero testamentarios cuya reproducción sería muy extensa. Me limito al Imago Trinitas, es decir, a las palabras de Yavé en el momento de la creación del hombre: "hagamos -en plural- al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen. 1,27), señalando, por añadidura, que a este plural "hagamos" corresponde en el Nuevo Testamento la frase de Cristo que nos recuerda San Juan: "Cualquiera que me ame observará mi doctrina y haremos en él nuestra morada" (14,23). Hecha la observación, y antes de entrar a fondo en el tema, conviene señalar que no hay una sustancia previa o anterior de la que toman el ser las tres personas que integran la Trinidad. Si ello fuere así nos llevaría, de alguna manera, a una conclusión próxima al panteísmo, en abierta contradicción con el texto dogmático que hace del Padre persona divina ingénita y Ab initio o Fons et origo totius divinitatis. La posibilidad de hacernos una idea de cómo se armonizan y no son incompatibles la unidad de Dios y la trinidad de las personas divinas, nos lleva a diferenciar lo que los teólogos llaman Trinidad inmanente, ontológica, ad intra, de la Trinidad ad extra, trascendente, funcional, cósmica y económico-salvífica. Esta diferenciación es necesaria, ya que, aun cuando se trata de la misma Trinidad, las tres Personas existen y existirían aunque no hubiesen operado ad extra (fuera de sí mismas), tanto en la creación del mundo como en la tarea intrahistórica de la redención y de la santificación de la humanidad. No ha sido así, afortunadamente para nosotros, y, como dice San Agustín: "la razón de ser de las misiones temporales de
las Personas divinas no es otra que la de desvelar a los hombres a través de las mismas la Trinidad inmanente". Ahora bien; lo que importa para conseguir algo lógico en esta difícil andadura, es demostrar que la armonía de la aparente contradicción entre unicidad y trinidad a que venimos aludiendo no carece de pistas orientadoras e iluminadas por una advertencia acertadísima de Ratzinger: "La unidad de Dios debe concebirse desde el espíritu y no desde el átomo" (Ob. Cit. Pag. 139). A tal fin creo necesario aclarar dos cosas: 1º, que la naturaleza humana y la naturaleza divina ni son iguales ni se comportan de la misma manera, y 2º, que la palabra persona no quiere decir lo mismo tratándose de una persona humana que de una Persona divina. Vamos a verlo. Naturaleza humana y naturaleza divina Los hombres tenemos la misma naturaleza, pero esta naturaleza se multiplica e individualiza cuando el nasciturus es engendrado. En Dios, la naturaleza divina no se multiplica sino que permanece una e indivisible en cada una de las personas de la Trinidad, porque lo que llamamos naturaleza, en este caso, sin dejar de serlo, se supera ontológicamente por tratarse de esencia; y la esencia, al comunicarse, no engendra al modo humano sino que genera. Pero hay más; en la transmisión de la naturaleza humana hay que destacar la potencia, el instrumento para ejercerla y el acto ejecutivo, mientras que en la comunicación de la sustancia divina, la potencia, el medio y el acto se producen al unísono o simultáneamente. A este respecto quiero dejar constancia de la equívoca traducción del símbolo de la Fe. El consubstantialem Patri no es igual a "de la misma naturaleza del Padre". Sólo la primera fórmula es exacta y precisa. La segunda es, por el contrario, equívoca. La traducción no quiere decir lo mismo que lo que se traduce. Vosotros y yo somos de la misma naturaleza, pero no somos de la misma sustancia. En este sentido, el gran teólogo español Juan González Arintero O.P , escribió que "la palabra consustancial expresa más fielmente que ninguna otra el
sentido católico, y que el Símbolo de la Fe del Concilio de Nicea sancionó para siempre al consagrar el genitum non factum, consubstancialem Patri (Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia. II Edt. Fundación Universitaria española, Madrid, 1975, pag 386). La profundización del misterio trinitario -que no margina el auxilio de la Providencia -ha ido, con los titubeos propios de las limitaciones humanas, creando o descubriendo vocablos no equívocos o menos equívocos para definir con mejor propiedad aquello que se definía con vaguedades o imprecisiones. Fue Orígenes el que en esta línea de investigación semántica hizo uso por vez primera, y para diferenciar la naturaleza humana de la divina, de la palabra griega Ousia, que quiere decir sustancia (o, como dice San Juan Damasceno, lo que subsiste por sí mismo y nada necesita para subsistir) y de la que deriva Homousio, que quiere decir consustancial y que, por cierto, encontramos en el rito de la Misa mozárabe que, a este respecto dice: "Filium Dei... Omousion Patri, hoc est eiúsdem cum Patre substántiae". Persona humana y persona divina Michael Schmaus ha escrito con acierto que "La Trinidad implicaría una contradicción si el concepto de persona tuviese en Dios el mismo valor que tiene cuando la aplicamos a las criaturas. En las criaturas es absurdo decir que tres es igual a uno, pero en Dios tres y uno no están en el mismo plano sino en esferas diferentes. Ello es oscuro, pero lo oscuro no es imposible" (Teología dogmática. Edt. Rialp. Madrid 1.960, pag. 250) En esta línea de pensamiento la existencia de tres Personas divinas - no humanas- no elimina al Dios único, porque al no haber división o multiplicación de la sustancia en ella subsisten dichas Personas. Se trata -dicen los teólogos- de Personas cuya peculiaridad consiste en el modo como cada una de ellas posee la sustancia que les es común. El "Yo divino", el "Yo soy" (Jn , 8,58) el "Yo soy el Alfa y Omega, el primero y el último" (Apc. 1,8 y17), a diferencia del "Yo" humano es un yo sui generis, trinitario o trifásico, que tiene tres valencias o hilos conductores que le hacen llegar,
personificando, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, de tal manera que la actividad y la receptividad de cada una de las Personas es imputable al Dios único en cuya esencia subsisten. Pues bien, esta subsistencia trinitaria personal en la sustancia única divina es lo que con la máxima precisión posible se denomina hypóstasis. Con la mirada puesta en la hypóstasis es preciso imaginarse -siempre con las cautelas que venimos señalando- cómo dichas hypóstasis se llevan a cabo. Y se llevan a cabo así: la comunicación de la plenitudo divinitatis (Col. 2, 9) se produce desde el Padre que la posee ex se. Es el Padre, el ingenerado, el que engendra, generando, al Hijo en el hoy eterno del principio sin principio (Salmo II, 8). A su vez, desde el Padre y el Hijo, procediendo de ambos, se produce la hypóstasis del Espíritu Santo mediante la recíproca efusión amorosa que vincula a aquéllos. Esta efusión, en cuanto a los comunicantes, se llama espiración activa, y espiración pasiva con respecto al Paráclito. No puede decirse, pues, de nuestro Dios que sea un Dios solitario, porque unidad y soledad no se identifican. Fue Dios el que creando al hombre de la nada, como antes dijimos, lo creó a su imagen y semejanza, afirmando que no era bueno que el hombre estuviera solo. Si ello es así, tampoco el modelo, es decir, el Creador, puede ser imaginado solo, como un Dios solitario. Se trata, por consiguiente, de un Dios que en su Trinidad personal proclama la existencia en su esencia de tres hypóstasis, permitiendo descubrir en ella la trilogía "Yo", "Tú" y "Él". La palabra hypóstasis -utilizada por los griegos- es la que, a mi juicio, conviene aplicar a las Personas divinas, evitando así que las entendamos al modo de las personas humanas, tal y como lo hicieron los latinos, provocando -sin quererlo- la confusión reinante originada por su etimología. Así lo entendió San Gregorio Nacianceno. A la hypóstasis inicial del Padre, didácticamente y no cronológicamente, se agregan: la generación del Hijo y la procesión del Espíritu desde el Padre y el Hijo por el autoconocimiento de aquel (Logos), en el primer supuesto, y por el mutuo amor de éstos (Dilectio) en el segundo. Y ello es así porque, a diferencia de lo que sucede en la naturaleza humana, el conocimiento y el amor no son accidentes sino algo insito en la Ousio, o esencia divina, siendo fruto de su sobreabundancia vital.
Si el teólogo protestante Karl Barth ha escrito que la palabra persona es inadecuada para expresar la Trinidad del Dios uno, solicitando que sea sustituida por otra más adecuada en la terminología teológica, entiendo que recurrir a las lenguas muertas, como el antiguo griego, es muy útil para conseguirlo; y así como la palabra Ousio es la más adecuada para designar la naturaleza divina, la palabra hypóstasis lo es para cada una de las Personas de la Trinidad del único Dios. En esta línea de renovación terminológica me parece que sin recurrir al griego antiguo, y dentro de la semántica española, se ofrece una palabra distinta para dar a conocer el proceso de la comunicación por el Padre al Hijo de la plenitud divina. La palabra engendrar es, a mi juicio, demasiado humana, y lleva la imaginación del oyente a un contacto físico, ontológicamente imposible en el caso que nos ocupa. Por alguna razón, mitigando el erróneo desviacionismo, el Arcángel San Gabriel, en el mensaje de la Anunciación, le dice a María -que "no conoce varón"- y que "el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra". (Lc. 1,35) Esa palabra, menos equívoca que la de engendrar, podría ser la de generar, que parte de la misma raíz, pero que mitiga, y creo que evita, a la vez que distingue, la trasmisión humana de la vida, de la comunicación de la esencia o plenitudo divinitatis. Configuración individual de las Personas divinas Esta configuración individualizadora, que las distingue, se produce -según entienden con unanimidad los teólogos- en razón de sus relaciones, motivadas por su origen así como por sus atribuciones, es decir, por la actividad que primordialmente realizan ad extra. En cuanto a las relaciones de origen ya decía Santo Tomás de Aquino que en este caso persona est relatio; y es que resulta evidente que la personificación trinitaria deriva de que "el Padre no puede trasmitir esta condición al Hijo, pues dejaría de ser Padre, al igual que -por idéntica razón- ni el Hijo puede perder esta filiación, ni el Espíritu Santo su procesión. San Agustín presenta así -y en esta línea de pensamiento- la Trinidad personal del Dios único: el Padre del Hijo, el Hijo del Padre y el Espíritu del Padre y del Hijo (De Trinitate. XV, 22 y 43). Por su parte, Vladimiro Lossky escribe que esta
individualización personificante "es más bien una negación" y, coincidiendo con San Agustín, pero a la inversa, escribe que "el Padre no es ni el Hijo ni el Espíritu Santo, que el Hijo no es ni el Padre ni el Espíritu Santo y que el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo" (ob. cit. Pag. 54). En cuanto a las atribuciones, no contemplando la Trinidad inmanente o intradivina sino la Trinidad económico-salvífica, se atribuye la "Creación al Padre (Factorem coeli et terra, visibilium et invisibilium), al Hijo , al encarnarse, la Redención (Redemptor hominis), y al Espíritu, al comunicar la gracia, la Santificación (Dominum et vifvificantem), como recuerda Juan Pablo II en su Encíclica de este nombre, de 18 de mayo de 1.986. Por eso, y en virtud de estas atribuciones, podemos invocar a Dios llamándole Dios Creador del Génesis, Dios Redentor del Gólgota y Dios Santificador de Pentecostés; y no sólo del Pentocostés jerosolimitano de los circuncisos sino del de Joppe, es decir, de los incircuncisos que nos relata los Hechos de los Apóstoles (cap. 11). Esta distribución individualizadora atributiva de las personas no incide para nada en la unidad y simplicidad del Dios único, pues, como dice Parente, al no rozar la sustancia afecta sólo a los accidentes; y estos accidentes ni aumentan ni enriquecen la perfección del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sino que sólo ponen de relieve las relaciones entre los mismos. Una cosa es el ser in por el cual se es sujeto "(yo soy hombre)" y otra el ser ad o ad alternum, por el cual me refiero a otro (yo soy marido). Es preciso, pues, afirmar que las atribuciones a las "Personas" no llevan a la conclusión de que no existe un principio operativo único en la actividad ad extra de cada una de ellas. La lectura cuidadosa de los textos sagrados pone de relieve lo que se llama circuminsessio, conpenetración o, para usar un vocablo griego, perikoresis trinitaria. Como dice Matthias Josef Sheeban "la operación divina ad extra se realiza por la fuerza de la sustancia común, por lo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son sólo un principio único de todas las obras , unum universarum principium, lo que ratifica y completa Vladimir Lossky cuando escribe que las tres Personas son uno en la divinidad, y que la única divinidad es tres en sus propiedades o atribuciones. Por su parte Schmaus apunta que "en la causalidad operativa hay que distinguir la causa ex quo, que corresponde al Padre, la causa per quem, que corresponde al
Hijo, y la causa a quo, que es la del Espíritu Santo, lo que equivale a decir que los actos personales los ordena el Padre y los ejecuta el Hijo en el Espíritu Santo" (ob. cit, pags, 300 y 404). Entre nosotros, el P. Bienvenido La Hoz, mercedario, ha manifestado su discrepancia con respecto a la circuminsessio, estimando que la actividad ad extra de cada Persona divina le pertenece de un modo exclusivo, lo que, ciertamente, no contradice el dogma. Se trata, por tanto, de un punto de vista discutible dentro de la ortodoxia. A mi modo de ver, y estudiando lo escrito por el P. La Hoz, es preciso señalar que la perikoresis de alguna manera existe, pues afirma que un "consejo trinitario", es decir, de las tres personas, distribuye previamente la actividad ad extra de las mismas (El destino humano en el realismo introspectivo (en Obra Mercedaria. 1.964, nº 71). Juan Pablo II, en la Encíclica Dominum et vivificantem (nº 10) dice que "el Espíritu Santo es Persona-amor, amor personal del Padre y del Hijo, expresión personal de este ser-amor"; y San Agustín ya dijo que "el Espíritu Santo es el amor sustancial del Padre y del Hijo". El éxtasis personal del Padre y del Hijo no es tan solo un vínculo entre dos personas que se quieren sino una expresión personal que procede de ese vínculo y que conocemos con el nombre de Espíritu Santo. No quiero concluir sin ocuparme con más detenimiento de la Processio del Espíritu Santo, porque de la misma se habla de modo diferente en la Iglesia cismática y en la Iglesia católica, aunque ambas, de acuerdo con la Revelación, coinciden en que Caritas Deus est"(I Jn, 4, 16), en que el Amor increado se refiere al Espíritu Santo, en que el Espíritu Santo, como decimos en el Credo y nos recuerda Juan Pablo II en su ya citada Encíclica de 18 de mayo de 1.986, es Dominum et vivificantem (Señor y dador de vida) y en que el Espíritu Santo es el que nos hace exclamar Abba, Padre (Rom. 8,15). Pero ¿de quién procede el Espíritu Santo con toda exactitud? ¿Se trata de algo opinable que el dogma permite? ¿Es un problema abierto al que todavía no se ha encontrado una solución? ¿Cómo conciliar en la procesión del Espíritu Santo el amor esencial del Padre y del Hijo (Dios es amor) con el amor personal de cada uno de ellos?
Del planteamiento de los interrogantes que acabamos de enunciar han surgido dos proposiciones: la católica y la cismática. La solución cismática, defendida con tenacidad por el Patriarca griego Focio, es la de A Patri solo, para la cual el Espíritu Santo procede únicamente del Padre, con exclusión del Hijo ya que el Padre es el principio tanto de la divinidad como de la unidad entre las tres personas. La solución católica se presenta con tres fórmulas, a saber: Ab utroque, que recordamos en el Tantum Ergo; Ex Patre filioque procedit, es decir, ex Patre et Filio (que se recita en el Credo, y que Pablo VI suscribe en el Credo del Pueblo de Dios, de 30 de junio de 1.968 (nº 10), y Ex Patri per Filium, que comparte Orígenes. Las dos primeras fórmulas vienen a ser idénticas aunque no aclaran si la procedencia del Espíritu Santo se produce por la actuación de dos efusiones diferentes, la del Padre y la del Hijo, como Personas, o de un solo principio, el de la esencia divina total en la que el Padre y el Hijo subsisten. La duda se resuelve al amparo de la decisión del Concilio de Letrán de 1.214, que declara de Fide definita que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, pero no como de dos principios, sino de uno solo, es decir, no por medio de dos espiraciones, sino de una sola. En este sentido, por lo tanto, hay que interpretar la fórmula ex Patre et Filio aprobada por el Concilio de Toledo del año 589 y, más tarde, por el Papa Adriano I. La fórmula ex Patre per Filium es ortodoxa igualmente y no está en contradicción con el dogma. No afecta a la consustancialidad del Padre y del Hijo, porque se limita a matizar que la efusión amorosa derramante, y sin pérdida, de la plenitud divina que el Espíritu Santo recibe, se origina en el Padre pasando por el Hijo, que le es consustancial. Pero no como el agua discurre por un canal impermeabilizado, sino que integra la efusión personal del Hijo, en cuanto Persona, a la manera como lo hace una corriente fluvial con el agua que le proporcionan sus afluentes. En este sentido, sólo una espiración -en la que se subsumen e integran la del Padre y la del Hijo como personas consustanciales- lleva a cabo la procesión del Espíritu Santo. Por eso, aun cuando sean dos
las Personas que espiran la espiración es única. Esta fórmula fue aprobada por el Concilio de Florencia, de 1.439; es la que prefiere San Hilario de Poitiers (La Trinidad. Edt. B.A.C. Madrid 1.986, pag 379), la que proclama el Concilio Vaticano (Decreto Ad Gentes, nº 2 ) y la que mejor interpreta, a mi modo de ver, al evangelista San Juan: "El Espíritu Santo procede del Padre" (15-26), que os lo enviará en mi nombre; y recibirá de lo mío que es también lo del Padre (14-26 y 16-14/15), porque el Padre y yo somos una misma cosa (Jn. 10-30 y 17-21) y "mi Padre está en mí y yo en mi Padre" (Jn. 10, 38). Esta interpretación no contradice sino que está en consonancia con la de Santo Tomás de Aquino, para el que la procesión del Espíritu Santo arranca de un solo principio en el que se aprecian: el remoto amor esencial de la sustancia divina y el próximo amor personal y recíproco del Padre y del Hijo. No quiero terminar sin que recordemos dos fórmulas trinitarias, a saber: una de Cristo y otra de María. Cristo envió a sus discípulos a bautizar "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt. 28,19), y María, recitamos al concluir el rezo del Santo Rosario, "es la Hija de Dios Padre, la Madre de Dios Hijo y la Esposa del Espíritu Santo", pero también el "templo y sagrario de la Santísima Trinidad".
PRINCIPALES HITOS HISTÓRICOS-TEOLÓGICOS DEL DESARROLLO DEL DOGMA TRINITARIO
1) Hasta la proclamación del simbolo Niceno-constantinopolitano del 381
2) Elementos de la Teología Trinitaria Agustiniana: la Noción de Relación, la Doctrina Psicológica
3) Rasgos Centrales de la Elaboración Sistemática
Trinitaria de Santo Tomás de Aquino 4) La Cuestión del "filioque" en el pasado y en la
actualidad
* * * * *
1 Hasta la Proclamación del Símbolo Niceno-Constantinopolitano del 381
Los cristianos, desde el primer momento, creyeron y vivieron de esta Verdad, como lo ponen de manifiesto la Sagrada
Escritura, los escritos de los primeros Padres y la misma Liturgia.
Sin embargo,
era preciso toda una labor de búsqueda y fijación de términos y
conceptos que permitieran exponer, de un modo ordenado y sin
equívocos - científicamente-, esta Verdad. Y que,
podríamos decir, se condensa en la afirmación de que la Esencia divina es
numéricamente una, simple,..., y que en Ella subsisten tres
Personas realmente distintas.
De acuerdo con esto podemos distinguir los siguientes
períodos (hasta el Símbolo niceno-constantinopolitano):
I. ss. II y III: A finales del siglo II surgieron, como fruto de las escuelas de catequistas, las escuelas teológicas de
Alejandría y Antioquía. Cada una de ellas, de acuerdo a su propio
método de
trabajo, trataba de llevar a cabo una exposición científica del dogma
trinitario.
Las formulaciones iniciales sobre el misterio trinitario,
utilizando como instrumento la filosofía griega (principalmente neoplátonica),
eran poco precisas y carentes de equilibrio: oscilaban entre las de
aquellos que, por resaltar la unidad de la Esencia
divina, ponían en peligro la distinción real entre las Personas; y las de
los que, por
resaltar la distinción de las Personas, presentaban al Hijo y al Espíritu Santo como dioses de segunda categoría -
unidos al Padre por la operación, la energía, el amor,..., pero no
dejando clara la
unidad numérica de la esencia.
Estas formulaciones dieron ocasión a los primeros brotes
heréticos en ambas direcciones:
1. monarquismo modalista - Aquí la distinción entre las Personas
no era real. Adquiere diversas formas:
a. sabelianismo - El Hijo y el Esp. Sto. son modos de
manifestarse el Padre.
b. adopcionismo - El hijo es un hombre elevado a esa
dignidad,
un Hijo adoptivo. c. dinámico - Cristo está dotado de una "dinamis"
divina, es un hombre en el cual Dios actúa.
2. subordinacionismo - El Hijo y el Esp. Sto. no poseían la misma
esencia divina.
Sin embargo el Magisterio eclesiástico -ya mediante
sínodos locales, ya con la intervención del Romano Pontífice (S. Dionisio, a.
262)- les cortó raíz.
II. s. IV: la crisis arriana: Lo que hasta ese momento
habían sido formulaciones menos precisas o herejías limitadas, a
principios del
siglo IV tomó forma de una doctrina racionalista completa - la herejía arriana-, en la cual se afirmaba que el Verbo divino
era una criatura, con lo que se atentaba a la misma esencia del Misterio
Trinitario,y,
como consecuencia, al sentido mismo de la salvación cristiana.
La respuesta del Magisterio no se hizo esperar:
primero con la
condena de Arrio por el obispo de su diócesis, Alejandro de Alejandría; y más adelante (a. 325) por el primer
Concilio Ecuménico - Nicea- en el cual se declaró
dogmáticamente la
consubstancialidad del Padre y del Hijo (homousius). El "homousis
tó Patrí" niceno se refiere no solo a una identidad específica sino
numérica en la esencia divina, o sea, un Dios Unico.
No es que el Padre y el Hijo tengan una misma esencia sino que son una única
esencia, entendiendo única en sentido de unicidad, una sola
esencia.
Sin embargo, por diversas circunstancias de orden
político y terminológico, la crisis arriana no se calmó, dando
lugar a un largo
período de divisiones y discusiones, durante el cual fueron, primeramente, S. Atanasio y, más adelante, los
Capadocios los que defendieron, y desarrollaron teológicamente, el
misterio trinitario.
Para estos últimos, las hypostasis son como caracterizaciones de la
única ousía divina que no la dividen pero que
establecen distinciones por las relaciones de origen, por el modo de existir. Así
lo propio de la primera hypostasis es la innascibilidad (no tener
origen); de la segunda, nacer del Padre (ser
engendrado); y de la tercera, la procedencia.
Esta crisis finalizó con el Concilio de Constantinopla (a.
381), en
el cual se confirma el homousius y se afirma la divinidad del Espíritu Santo (que había sido negada por los arrianos
posteriores). Este Concilio recoge a Nicea y le añade algunos artículos
pneumatológicos, por eso se conoce el Símbolo como
niceno-contantinopolitano. Pasa a ser la primera definición completa
sobre el dogma trinitario.
Desde el punto de vista teológico, los Padre
Capadocios, habían dado lugar a las siguientes exposiciones del misterio que pasaron
luego a la doctrina de la Iglesia:
- en Dios se daba la unidad de Esencia y la distinción
de tres Personas;
- siendo la Esencia común a las tres Persona, éstas se
distinguen
entre sí en razón de las propiedades personales, que tienen un cierto carácter relativo.
2 Elementos de la Teología Trinitaria Agustiniana: la Noción de Relación, la Doctrina Psicológica
En la teología griega el punto de llegada es la consustancialidad, junto con ello hay un fortísimo acento en la identidad
de esencia específica y numérica; esto lleva a definir una persona
o hypostasis
que no altere la unidad esencial y eso se hace a través de la
relación. La única ousía divina existe según tres modos de
existencia; hasta aquí llegan los griegos. A partir de
aquí San Agustín, también en lucha contra el arrianismo, insistirá en la unidad
y el acento estará fuertemente puesto en la identidad esencial y
menos en otros aspectos para los cuales Agustín tiene
problemas de tipo filosófico.
En San Agustín hay dos grandes cosas: primero, sus
nociones
filosóficas -la noción de persona- y, por tanto, tratar de expresar porque en Dios hay tres personas y, un segundo
mundo de pensamientos que es la llamada doctrina psicológica.
Su filosofía es el neoplatonismo de Plotino (las eneadas) y esa
filosofía tan rígida y conceptualista corta los vuelos a Agustín.
Según San Agustín para que un nombre sea común a distintas cosas (por ejemplo, en la Trinidad el nombre de
Persona se le da a tres) es preciso que pertenezcan al mismo género o a
la misma
especie o sea parte de un mismo todo, pero esto no es exactamente
así en Dios, en Dios no hay tres esencias.
Si un nombre común indica una posesión unívoca de la realidad
significada por el nombre, entonces, ¿qué es lo común al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo que llamarías personas? No
son el nombre propio, que parecen que indican relaciones no
convertibles unas en otras. Si Dios es un nombre absoluto y persona es un
nombre
absoluto, ¿por qué no es una persona o al revés por qué no son tres dioses?
Se habla de tres hypostasis (o personas) porque si
fueran tres
esencias sería arrianismo, pero al mismo son tres personas porque
si no sería sabelianismo. El lenguaje tradicional es éste: son tres y
distintos, pero ¿en qué son distintos? En griego, tres
en cuanto hypostasis, en latín tres personas.
Si persona es lo absoluto en Dios, Persona es aquello por lo que
el Padre es ser y no ser Padre, en Dios ser y ser
Persona sería lo mismo. Pero, sin embargo, ¿porqué no decimos que
hay una sola Persona? Ante este problema S. Agustín no sabe qué
decir. Es
imposible expresar racionalmente tres personas en una sola esencia.
En este terreno de vocabulario, no hay avance, San
Agustín está
atorado. No así en lo que dice de que Padre, Hijo y Espíritu Santo
son términos relativos, o sea, no es algo sustancial lo
que se indica con esos términos. El no acepta el carácter relativo de la Persona
en Dios aunque sí que los nombres de las Personas son relativos.
Persona es término absoluto, pero algo de relación
debe haber en Dios; relativo es algo "ad alium", indica referencia a
algo. Lo relativo no añade nada al sujeto, lo refiere a otro, indica
alteridad,
realidades que coexisten simultáneamente, no hay relativo sin su correlativo. Los nombres relativos llevan implícita una
cierta idea de dependencia, se suponen mutuamente.
En Dios hay nombres relativos (Padre, Hijo, Verbo, Imagen, Don),
por otro lado, hay nombres que no son relativos (Dios, Persona,
Sustancia, los Atributos); si estos últimos se
consideraran absolutos llevarían al error.
El considerar el término persona como absoluto representa un
problema para San Agustín poder hablar de tres
Personas en Dios. Es sorprendente que se pueda decir tres Persona y no
tres esencias porque persona es un término absoluto.
Insistirá en que
términos como sustancia y esencia solo se dicen en singular, en cambio, persona se puede decir en plural, luego hay
una cierta diferencia; persona no es un puro nombre, tres
Personas indican
tres realidades, tres "algos" distintos que no se confunden entre sí
ni se separan en sentido arriano. La distinción solo
puede ir por lo relativo. Si hay una pluralidad real es que realmente deben
oponerse, entonces persona y sustancia no son simplemente
sinónimos, o sea, para él hay una identidad persona-
sustancia y al mismo tiempo una distinción persona- sustancia y eso
le lleva a una distinción real persona-persona que se distinguen por
los orígenes.
Cada una de las Personas goza de todos las prerrogativas de los nombres propios. La primera Persona es sujeto de
todos los atributos divinos, y la segunda y la tercera también.
Entonces, ¿persona tiene un sentido relativo como lo tienen los
nombres propios o no? Aunque hable de cómo en efecto puede
"persona" tener un sentido relativo expresa que no,
que no tiene sentido relativo. San Agustín no se atreve a dar el paso de decir
que en Dios la Persona es la relación. Se queda donde han estado
los griegos, las Personas son la ousia divina distintas
por sus relaciones de origen. Su teología de la Persona es
inacabada, su pensamiento complejo. Su teoría es equilibrada en
conjunto pero si
se trata un elemento aislado al no tener una síntesis global se le puede hacer padre de muchos errores.
Doctrina psicológica
La doctrina psicológica parte de la imagen o reflejo de
la Trinidad en el mundo creatural. San Agustín insistirá en que la imagen de la
Trinidad estará mejor reflejada en aquella criatura que sea la más
perfecta, el reflejo menos deformado de Dios en el
mundo creado. ƒsta será la parte superior del alma humana, la mens.
Si en la estructura misma del espíritu humano hay ese sello de
la Trinidad,
se trata de ahondar en el conocimiento de ese espíritu.
Una de las imágenes de la Trinidad en el espíritu humano San
Agustín la encontrará reflejada en la memoria,
inteligencia y voluntad.
El alma, la mens, se conoce a sí misma; incluso
cuando tiene
deseo de conocerse al menos sabe que se busca y se ignora. Puede llegar al conocimiento de sus propios actos;
nadie puede dudar de que duda, recuerda o vive, pues si dudase
vive y si
dudase que vive recuerda (esto es una reflexión sobre la psicología
humana, una reflexión sobre los actos del conocimiento tal cuáles
son).
La memoria es el conocimiento de la mens por ella misma, es un
conocimiento permanente aunque no sea siempre actual. Para que
sea actual hay que superar el conocimiento sensible,
como atravesar diversas capas de conocimiento sensible
para llegar a
ese conocimiento actual de si mismo; esto lo puede hacer el alma gracias a las razones eternas que posee que es la
iluminación del Verbo. Así tengo un conocimiento actual (inteligencia)
de mi
pensamiento que es un conocimiento de la mens respecto de sí
misma. Esto es lo que se llama autoconocimiento y es el verbo. Ese
conocimiento actual purificado que ha superado la
materialidad, llamado verbo, es imagen de la generación del Hijo, que no es sino
imagen de lo que es el Padre.
Junto a esas razones eternas que permiten esa
producción de mi propio verbo, juega también un papel importante el
amor ya que la mens se busca y se encuentra en el verbo porque se
ama. Ese
verbo en el cual la mens se dice a sí misma no es un conocimiento puramente especulativo sino que entra también el
amor. El verbo es "amanta notitia", el amor está en el origen de la
concepción del
verbo y por eso el amor une la cogitatio, el pensamiento actual con
la memoria.
Esta imagen puede ser válida para hablar de la
Trinidad: el verbo no es inferior a la mens, la mens se conoce tanto cuanto es y el
amor tampoco es inferior, se ama tanto cuanto se conoce. Hay una
igualdad esencial y una triada: memoria, inteligencia y
voluntad son tres y al mismo tiempo uno; son distintos pero una
sola esencia. Hay
un verdadero estar cada uno en el otro, esa inteligencia es parte de la mens, se da una inmanencia, una inseparabilidad
entre estas tres realidades del espíritu.
Junto con esta triada está la memoria Dei, intelligentia Dei y el
amor Dei; la mens es verdaderamente imagen de Dios cuando se
refiere a ƒl. Cuando se actualiza en una intelligentia
Dei y en un amor Dei es cuando se convierte en una imagen más expresiva de
la Trinidad.
Todo esto es, sin duda, es una ilustración riquísima de
la Trinidad (aunque la distinción entre las personas divinas sea
insuficiente). No es un intento de expresar formalmente la Trinidad
divina según
las leyes de la metafísica, pero abre camino, es algo nuevo en el pensamiento trinitario. Se explica el modo de los
orígenes en Dios y se abre camino también al hecho de ilustrar de que en
Dios hay tres
Personas en cuanto que hay dos operaciones.
3 Rasgos Centrales de la Elaboración Sistemática
Trinitaria de Santo Tomás de Aquino
Santo Tomás al tratar sobre la Trinidad en su Suma Teológica
(I,q.27-43) se propone iluminar la fe cristiana, según
la cual el único Dios es tri-personal. Ahora bien, las Personas divinas
se entienden
por el concepto de relación, y el fundamento ontológico de las relaciones trinitarias son las procesiones u orígenes.
En consecuencia, el orden lógico le conduce a tratar:
1. De las procesiones u orígenes, punto básico de toda
explicación trinitaria (q.27)
2. De las relaciones, que fluyen de las procesiones
divinas y constituyen a las personas (q.28)
3. De las personas, que no son sino esas mismas relaciones
subsistentes, idénticas a la esencia, pero opuestas
entre sí (q.29-43)
De esos tres apartados, los dos primeros son como la
introducción al tercero, que es propiamente el objeto
de estudio. Santo Tomás establece su inigualable construcción
trinitaria partiendo del dato revelado en la Sagrada Escritura y
enseñado por
el Magisterio de que hay procesiones en Dios: el Hijo procede del
Padre y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Su sistema
es un punto de llegada, en el que destacan por igual la
fidelidad a la doctrina de fe recibida y la agudeza intelectual para explicar sus
contenidos. No parte a priori de nociones filosóficas queriendo, a
todo trance, aplicarlas a Dios, sino de la verdad
misteriosa que El mismo manifestó: que Dios no es una fuerza amorfa o
un ser
cósmico, sino un ser de naturaleza personal. Y más aún, que en tal naturaleza personal son Tres las realidades
personales. A este Misterio aplica su razón teológica.
Si comprendemos, por tanto, que Dios es personal, no podemos
pensar que lo es como nosotros lo somos: conocemos la realidad
pero ignoramos qué sea Dios. Santo Tomás recurrirá
entonces a la analogía para decir algo de ƒl.
Si el dato revelado es que ad intra de Dios hay Tres Personas, no
cabe analogía más apropiada que la de nuestras
operaciones inmanentes de conocimiento y amor, pues explica la
posibilidad de las procesiones reveladas, y da razón de los nombres
relativos con
los que la Tres Personas son designadas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Los nombres relativos y los orígenes que la Revelación
atestigua,
conducen la reflexión de STh a la existencia en Dios de relaciones
reales: relación, porque ésta siempre se da entre lo que procede de
otro y aquel de quien procede, y real porque sujeto y
término están en el mismo orden del ser. Pero, ¿cómo fue a pasar su reflexión a
las relaciones divinas?
La fe recibida precisaba que la única distinción en Dios
es la personal: un Dios y Tres Personas. Era preciso
encontrar el
principio de distinción, algo que explicara que siendo Dios el Padre y siendo Dios el Hijo, y en todo iguales, se distinguen
mutuamente.
La única distinción revelada es la de los orígenes, que
indican diferencia personal, porque nadie procede de sí
mismo. Pero los orígenes, ¿qué nos dicen? Que el Hijo es distinto del
Padre en la
filiación y que el Esp. Sto. es distinto del Padre y del Hijo en su procesión. Hasta aquí se podía llegar fácilmente a
partir de los datos revelados, pero a partir de ahora comenzará a
verse la
capacidad teológica de STh. Si lo único distinto en Dios son las
Personas, y solo cabe distinción por los orígenes, será preciso
determinar cómo llegar de la distinción de filiación a la
Persona del Hijo. Pero además, para que ese paso sea aceptable desde la fe,
debe a la vez salvaguardar la unidad numérica de esencia.
Aquí es donde entran en juego las relaciones. ¿Qué es la
filiación? Hemos visto que es la procedencia del Hijo que por sí
misma implica distinción y, por tanto, oposición en ese
aspecto. Y a la vez, analógicamente a lo que observamos en las criaturas, la
filiación es relación del Hijo al Padre. Luego distinguirse en la
filiación es idéntico a distinguirse en la relación, según
nuestro modo análogo de entender. El problema se traslada a
buscar el
paso de la relación que distingue a la Persona distinta, procurando así ofrecer una aproximación racional al dato revelado.
No era un problema pequeño, porque lo que llamamos
relación en
las criaturas es un accidente. Según esto la filiación sería un
accidente en el Hijo, incluiría un esse accidental en ƒl, y la distinción
se haría en Dios accidentalmente. Como esto no es
posible, tampoco sería posible hablar de Tres Personas. El paso de las
relaciones a las Personas estaría impedido para nuestra razón. Se
imponía establecer con precisión los límites de la
analogía y determinar el modo de significar en Dios la categoría
de relación. ƒsta no podría ser nada accidental por estar excluida
en Dios
cualquier composición y no haber en ƒl nada potencial. Ahora si quitamos en las relaciones su condición
puramente accidental, su condición de inherir, su esse in, ¿cómo
es posible
seguir hablando de relación? Hay que admitir con el Aquinate que
ese esse in debe permanecer pero no haciendo inherir a la relación
en la esencia sino identificándola con ella, lo cual solo
es concebible metafísicamente si el esse de la relación es el esse divino. Así la
relación resulta ser en Dios su propia esencia: relación
subsistente.
Pero según esto, ¿qué diferencia hay entre relación de
filiación y
relación de paternidad? Serían, por lo visto, la misma relación subsistente, en contra de lo único cierto y exacto que
sabemos por Revelación: que siendo distintos el Padre y el Hijo han
de ser
distintas también las relaciones. Será preciso analizar de nuevo el
concepto de relación, para descubrir una característica exclusiva de
ella. Según su pura ratio relationis no dice algo que
está en el sujeto, sino la referencia del sujeto a otro: no dice aliquid sino más
bien ad aliquid. Es decir, goza de un tipo de realidad (esse ad)
exclusivo de ella, que aunque sea de la más débil
entidad por no indicar nada absoluto sino tan solo referencia, no por
ello deja de ser real. Las relaciones subsistentes, que son la misma
esencia,
dicen a la vez, en cuanto relaciones, mutua referencia real y por tanto distinción.
Así pues basado en que lo que llamamos persona
viene definido
por la subsistencia, la individualidad o distinción, y la naturaleza
racional, persona se dice que es un "subsistente distinto en una
naturaleza racional". Ahora, para aplicar esta
definición a Dios habrá que buscar qué es lo distinto en Dios. STh dirá que lo que
distingue en Dios es la relación (relación que en Dios es
subsistente, como ya vimos); pero lo que distingue es
igual a lo distinto: la paternidad es el Padre, al no distinguirse
en Dios nada
de su esencia. La relación resulta ser no solo raíz de distinción sino también lo distinto, o lo que es lo mismo: la Persona
divina. La Persona es la misma relación subsistente.
Dicho de otra manera: siendo la paternidad lo que distingue al
Padre y a la vez lo distinto, es decir el mismo Padre, a esa relación
le podemos llamar Persona (o al Padre le podemos
nombrar como Persona), en cuanto que el Padre y Dios son lo mismo: eso es lo
que quiere decir que a la relación le compete el nombre de Persona
en Dios "per modum substantiae".
4 La Cuestión del "filioque" en el pasado y en la actualidad
La fe apostólica relativa al Espíritu Santo fue confesada por el segundo Concilio Ecuménico en el año 381 en
Constantinopla: "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede
del Padre". La iglesia reconoce así al Padre como la "fuente y
origen de toda la divinidad (Cc. Toledo VI). Sin embargo, el origen
eterno del Esp. Sto. está en conexión con el del Hijo:
"El Esp. Sto., que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al
Padre y al Hijo, de la misma substancia y también de la misma
naturaleza. Por eso, no se dice que es solo el Espíritu
del Padre, sino a la vez el Espíritu del Padre y del Hijo (Cc.
Toledo XI). El Credo
del Conc. de Constantinopla (381) confiesa: "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria".
Según la doctrina tomista el argumento de fondo del
"filioque" es
que: si el Esp. Sto. procede también del Hijo entonces el Hijo y el
Esp. Sto. son distintos. El modo de expresar que teniendo el mismo
origen son distintos es diciendo que el Esp. Sto.
también procede del Hijo además del Padre. Es necesario decir que el Esp. Sto.
también procede del Hijo para distinguirlo de éste. Con el "filioque"
se afirma que no solo es distinto del Hijo sino que
también procede de ƒl.
La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu
"procede del
Padre y del Hijo (filioque). El Conc. de Florencia, en el 1438, explicita: "El Esp. Sto. tiene su esencia y su ser a la
vez del Padre y del Hijo, y procede eternamente tanto del Uno como
del Otro como
de un solo Principio y por una sola espiración... Y porque todo lo
que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo Unico, al
engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta
procesión misma del Esp. Sto. a partir del Hijo, éste la tiene eternamente del Padre
que lo engendró eternamente".
La afirmación del "filioque" no figuraba en el símbolo
confesado en el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base
de una
antigua tradición latina y alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447, antes incluso
que Roma conociese y recibiese el año 451, en el Conc. de
Calcedonia, el
símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a
poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La
introducción del "filioque" en el Símbolo de Nicea-
Constantinopla por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no
convergencia con las Iglesias ortodoxas.
La tradición oriental expresa en primer lugar el
carácter de origen primero del Padre por relación al Esp. Sto. Al confesar
al Espíritu como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición
afirma que este
procede del Padre por el Hijo. La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el
Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo
(filioque).
LA TEOLOGÍA TRINITARIA CONTEMPORÁNEA
1) La enseñanza del Concilio Vaticano II
2) Doctrina trinitaria de Juan Pablo II 3) La cuestión teológica de la relación entre Trinidad "inmanente"
y Trinidad "económica"
4) Reflexión trinitaria y teología de la cruz
5) Misterio trinitario y espiritualidad cristiana
* * * * *
1 La enseñanza del Concilio Vaticano II
Fundamentalmente el Concilio Vaticano II era un
concilio pastoral y eclesiológico. No trataría, por tanto, el tema dogmático trinitario
directamente. Sin embargo, la concepción de Dios Trino no deja de
ser un punto de referencia de tal importancia que se manifiesta como "la clave de bóveda" de todo el misterio
cristiano, "el origen, modelo y meta definitiva del Pueblo de Dios", el
"humus" vital en el
que surge y se desarrolla la Iglesia. Por eso, de la lectura de los documentos conciliares pueden extraerse algunas
conclusiones sobre el papel de la doctrina trinitaria en el Concilio:
a) La doctrina de la Trinidad pasa de ser un tratado o
un tema, más o menos aislado, a constituirse en la fuerza
generadora e
impulsora de la vida y del dinamismo de toda la Iglesia y de la vida de los cristianos.
b) El misterio de la Trinidad pasa a ser la luz bajo la cual se va a desarrollar una nueva antropología. El hombre no
solamente recibe, con el cristianismo, una doctrina, sino una nueva
forma de ser, una
nueva naturaleza.
c) La Iglesia se contempla como surgiendo del amor trinitario, amor del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
d) El misterio trinitario se va a tratar en una
dimensión salvífica. No es un misterio especulativo, sino que tiene un
significado salvífico para la humanidad.
e) Se da un tratamiento bíblico del misterio, sin partir principalmente de las fórmulas trinitarias de la
dogmática. Por lo mismo se evidencia una dimensión dinámica. Más aún,
podría
decirse que el misterio de la Trinidad pasa a ser la perspectiva
desde donde se lee la Escritura, y el misterio que la estructura.
f) El Concilio tiene especial cuidado y delicadeza de distinguir las
Personas Trinitarias por la manera de actuar. No trata del tema de
si las acciones son propias o apropiadas a las
Personas, pero sí las distingue. Al Padre se le asigna la Creación, el decreto
de participación de la vida divina, el llamamiento a ser
hijos, el envío
del Hijo y del Espíritu Santo, el inicio de la salvación, el hacer partícipe de la misión del Hijo a María, a los obispos, a
los sacerdotes, religiosos y laicos. El Padre es el término y
fin de la
acción de Cristo y del Espíritu.
Al Hijo se le asigna la revelación del Padre y su
descubrimiento a los hombres, de inaugurar su Reino, de rescatar y transformar a los
hombres, de ser su Cabeza, de dar el don del Espíritu, su realeza,
sacerdocio, profetismo; y de conducir a los hombres al
Padre.
Al Espíritu Santo se le asignan las acciones propias en la
salvación: produce la unidad y la caridad en la Iglesia
y entre los cristianos de diversas confesiones, hace contemplar y saborear el
plan de Dios, distribuye dones y ministerios en la Iglesia, conduce y
guía al Pueblo de Dios, santifica a los cristianos,
ordena por medio de los obispos el gobierno de la Iglesia, configura con
Cristo, hace testigos.
El cuidado de distinguir, sin separar, la acción de cada Persona en el plan de la Redención se nota en el empleo de las
diversas preposiciones:
"Consumada la obra que el Padre encomendó al Hijo sobre la
tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de
santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de
este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo
Espíritu". (LG #4)
g) Además de lo que se podría llamar una 'recuperación' de la
Persona del Padre, se da también una mayor atención
pneumática de la Iglesia y de la salvación.
Evidentemente que el Concilio no entra a discutir
aspectos
particulares de la doctrina trinitaria, que son de formulación
teológica. No aborda temas que podrían ser polémicos, como por
ejemplo el "filioque", o que entrañan diferencias en las
escuelas teológicas, como, por ejemplo, si el Padre puede manifestarse en la
historia como Persona, si las acciones personales ad extra son
propias o apropiadas, o qué significa el concepto de
"persona".
Lo que sí se da en el Concilio es un nuevo espíritu trinitario que
va a dar impulso a un nuevo movimiento teológico en
el que la Trinidad se halla en el centro. Y lo que es más importante: la forma
de concebir la Iglesia a partir de la Trinidad y como familia de la
Trinidad, lleva necesariamente a un acercamiento
"indirecto", por coincidencia de "mentalidad" con las iglesias
orientales. De aquí que surja un esperanzador diálogo sobre lo que une y
distancia a la
Iglesia Católica y a las iglesias ortodoxas.
2 Doctrina trinitaria de Juan Pablo II
Un hecho importante y novedoso dentro de la doctrina magisterial
lo constituye la llamada "trilogía trinitaria" de Juan
Pablo II ( expresión que él mismo utiliza), compuesta por tres de sus
encíclicas, dedicadas cada una a tratar sobre una de las tres
Personas divinas, a saber: Redemptor hominis (sobre
el Hijo), Dives in misericordia (sobre el Padre), y Dominum et
vivificantem (sobre el Espíritu Santo).
Se trata de tres documentos sucesivos, coordinados, dedicados a exponer contenidos centrales del misterio trinitario,
mostrando la conexión entre los aspectos ontológicos y económicos
presente en
la revelación del misterio de Dios. Puede afirmarse que son tres
ámbitos de reflexión sobre un mismo todo continuo que es la Vida
trinitaria contemplada en sí y en su gratuita donación
a los hombres. Cada uno de esos momentos hace presente la distinción que
-salvada la Unidad divina y de acuerdo con la Revelación-
corresponde a la donación de cada una de las
Personas en la realización histórica del eterno designio de salvación.
La profunda consideración de dicho designio a la luz
de la
doctrina de la fe unifica en una sola dirección las perspectivas de las tres Encíclicas: su objeto es tanto Dios como el
hombre, tanto las Personas divinas como la persona humana creada
y elevada
para gozar de la comunión trinitaria. Y así, al tiempo de ofrecer una
altísima enseñanza sobre Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo, con múltiples sugerencias para la teología, se hace también vehículo la
trilogía de una renovada presentación de los contenidos esenciales
de la doctrina antropológica cristiana (característica
central, se podría decir, de todo el magisterio de Juan Pablo II).
La trilogía de Encíclicas trinitarias se sitúa
teológicamente dentro
de ese contexto, en el que el misterio de Dios y el misterio del hombre son contemplados a la par y penetrados
racionalmente a la luz de la misericordiosa acción redentora. La
Redención es así
concebida como el marco fundamental en el que se inscribe la
automanifestación divina, y por tanto, como el substrato de toda
reflexión teológica sobre Dios y sobre el hombre.
De acuerdo con esto, la orientación teológica de la trilogía
consiste principalmente en volver la vista sobre el misterio de Dios
para contemplar en su raíz mas profunda el misterio
del hombre. Junto con ofrecer unas bases de pensamiento,
plantean también las tres Encíclicas la necesidad de alcanzar una
comprensión renovada
de la doctrina sobre Dios, que desemboque de manera lógica en una presentación también nueva de la doctrina
antropológica cristiana. En ambas se ha de fundamentar la actividad
evangelizadora de la Iglesia en los años venideros. De
hecho, la finalidad última de la trilogía es la evangelización del
mundo
contemporáneo en la que hay que mostrar a Cristo, Redentor del hombre, anunciar el misterio del Padre y de su amor,
y proclamar el Don del Espíritu Santo. La "Nueva Evangelización" es
así, podría
decirse, unas de las conclusiones que se derivan de las tres
Encíclicas.
Dios se ha revelado no solo para que el hombre le
conozca como Trino y Uno, sino para que llegue a participar de su Vida, pues la
Revelación tiene como finalidad la salvación del hombre, que
consiste en una particular comunión con Dios. La
comprensión de que Dios es Salvador, de que el Dios Creador es
también un Dios que salva, permite a la razón creyente penetrar hasta
el fondo de su
realidad trascendente, y constituye "la cumbre de la consciencia de la Iglesia acerca de Dios".
En otras palabras, el misterio trinitario se le plantea a
la Iglesia no
solo como la suprema verdad que debe profesar acerca de Dios en
Sí mismo, sino también como la verdad sobre la salvación a la que
Dios llama al hombre: es verdad sobre Dios Padre que
engendra eternamente al Hijo y que, junto con el Hijo, da origen al Espíritu
Santo, y es también verdad sobre el Padre que, por la Encarnación
del Hijo y el Don del Espíritu Santo, realiza en la
historia nuestra salvación.
En la fórmula misterio del Padre, manifestado plenamente en la encarnación redentora del Hijo, está contenido
sintéticamente todo el conocimiento de la intimidad trinitaria que posee la
Iglesia. La
revelación del misterio del Padre en el Hijo es la mostración de que
la vida trinitaria está constituida por relaciones de paternidad y
filiación en una mutua espiración de amor que a
ambas se refiere y de ambas se distingue: la comunión trinitaria es la Unidad de Tres
en el amor y en la donación. En el misterio revelado del Padre nos
ha sido mostrada la profundidad de la íntima Vida
divina, y en la donación del Hijo "propter nos homines et propter
nostram salutem" ha sido mostrado en su plenitud el misterio de su
amor por el
hombre. Por eso la reflexión teológica sobre la fe trinitaria - que comprende inseparablemente el misterio de Dios en
sus Personas y su amorosa donación al hombre- no debe separarse de
la reflexión
sobre el hombre. Hemos de conocer al hombre desde Dios y a Dios
desde el hombre, es decir, a ambos en y desde Cristo, en Quien ha
quedado desvelado al mismo tiempo el misterio del
Padre (la Trinidad en la Unidad del Amor) y el misterio de su amor (el misterio
del hombre como hijo amado).
3 La cuestión teológica de la relación entre Trinidad
"inmanente"
y Trinidad "económica" La expresión Trinidad "inmanente" se refiere a la
Trinidad en sí misma considerada y la expresión Trinidad
"económica" se refiere a
la Trinidad en cuanto manifestada en la historia (mediante las
misiones divinas). Una misión de una Persona divina es su envío al
mundo por aquella Persona de la que procede
eternamente para comenzar a tener una presencia distinta de la que ya tenía en
cuanto Dios. Las misiones divinas son temporales; es el envío en el
tiempo de Hijo y del Espíritu Santo.
Se observa, por tanto, que hay una profunda unidad
entre la Trinidad "inmanente" y la Trinidad "económica". Ahora
bien, esta
perfecta unidad y el hecho de que el Dios inmanente es el mismo que se ha revelado, no nos puede llevar a afirmar
como cierto el famoso axioma de K. Rahner que dice: "La Trinidad
"económica" es
la Trinidad "inmanente" y a la inversa".
Sobre este axioma hay que decir que la primera parte ("La
Trinidad "económica es la Trinidad "inmanente") es
cierta, es una verdad de fe. Conocemos a Dios en cuanto se ha manifestado en la
historia.
El problema es la segunda parte que afirma que "la
Trinidad "inmanente" es la Trinidad "económica". Esto no
pertenece a la fe,
nunca ha sido enseñado por la Iglesia. Implicaría que la manifestación de Dios en el mundo sería por
necesidad, cosa que está en contra de lo expresado por la Iglesia (IV
Letrán, CV I, etc.).
También hay que añadir que el Verbo eterno viene a la tierra en un
estado de "kénosis" (Kenosis) o "abajamiento" e incluso muere. Hay
algo en la Trinidad "económica" que no es
exactamente lo que habría sin la revelación en la historia.
4 Reflexión trinitaria y teología de la cruz
La muerte de Cristo manifiesta y confirma en su
concreción de acontecimiento histórico cuanto Dios ha revelado a los
hombres y, a
su vez, la Palabra revelada proclama el misterio contenido en la muerte de Jesús. En la historia de la salvación,
"palabras y gestos" divinos son inseparables. La teología de la cruz, si
quiere ser
teología, ha de enmarcarse dentro de esta ley universal de la
economía de la Revelación. La producción literaria reciente muestra
la importancia de reconocer este principio elemental.
Desgajada de la historia de Jesús de Nazareth, la cruz aparece, en algunos
autores, reducida a mero símbolo, o a vago mensaje interpelante
sin importar la persona que interpela; a símbolo dócil
para servir a cualquier ideología. La teología debe dar a la cruz todo
su peso
histórico y, al mismo tiempo, debe adentrarse en su misterio sin intentar dar a lo acontecido otro sentido que el que
Dios reveló de una vez para siempre.
Se trata, en una palabra, de si la cruz de Cristo -en toda su
riqueza de hecho pleno de sentido divino- señorea la teología, o si,
viceversa, es el peculiar punto de partida filosófico o
cultural del que arranca el teólogo el que intenta interpretar y transferir su propio
sentido a la cruz, prescindiendo de las palabras reveladas que
proclaman las obras de Dios y esclarecen el misterio
contenido en ellas. En este sentido, una verdadera teología de la
cruz ha de ser antes una teología enseñoreada por la cruz, es decir,
que no solo
hable de la cruz, sino cuyo discurso sea fiel exposición del misterio; una teología que no desvirtúa la cruz de Cristo, porque
no se deja llevar por "sabia dialéctica, sino que está poseída por
el misterio de
Cristo en toda su integridad. Una teología que no se gloría en otra
cosa sino en la cruz de Cristo y que, por tanto, vive intensamente
ambas partes del binomio agustiniano: "intellege ut
credas; crede ut intellegas".
La "theologia crucis" en su origen es expresión acuñada por
Lutero y es definida en contraposición a la "theologia
glorie". Lutero llama "theologia glorie" a la teología mística y a la
teología
especulativa. "Theologia crucis" llama a un quehacer enmarcado por estas dos líneas: incompatibilidad entre
conocimiento natural y sobrenatural, por una parte, y total alteridad de Dios
con respecto al
mundo por otra. Esta alteridad conlleva, como consecuencia, que se
presente la fe tanto mas pura cuanto mas absurda parezca al
sentido común, y que se diga que la justicia de Dios es
tanto mas justa cuanto mas injusta aparezca. Eso explica que la cruz, a la vez
suplicio y trono de gloria, sea considerada por Lutero unilateralmente como desgarramiento, y que presente
a Cristo como
aplastado por la ira del Padre hacia El, padeciendo auténticamente,
en sustitución meramente legal, los tormentos del infierno.
La teología de la cruz tiene en numerosas publicaciones recientes una evidente tendencia a posiciones distintas de las de
Lutero, conservando, en cambio, las coordenadas en que
nació. Según la
descripción de H. G. Link (Problemas actuales de una teología de la
cruz), la cuestión del lugar que corresponde a la cruz respecto a
Dios mismo constituye el problema principal de una
cristología estaurocéntrica. Se trata de ver si aquel acontecimiento, dice, tiene
para Dios una importancia constituyente o solo revelante.
Con matices variados en lo accidental según los diversos autores,
se trata, en definitiva, de considerar la cruz en el seno
mismo del Dios Trino. Según apreciación de J. Moltmann (Ecumenismo bajo la
cruz), en la teología evangélica de la cruz, "se llega a una
comprensión mas rica y profunda de la pasión
trinitaria de Dios". Esta "comprensión mas rica" consiste en que "el Padre
sacrifica al Hijo de su amor eterno para convertirse en Dios y
Padre que se
sacrifica. El hijo es entregado a la muerte y al infierno para convertirse en Señor de vivos y muertos". Estas frases
evocan, por una parte, a Lutero con la concepción de que el Hijo
padece en la
cruz tormentos de infierno, pero por otra están insinuando una
nueva forma de patripasionismo: el Padre se convierte en "Dios y
Padre que se sacrifica". "En la noche del Gólgota -
escribe Moltmann-, Dios realiza la experiencia del dolor, de la muerte, del
infierno en sí mismo". No se trata, dirá, de la muerte de Dios, sino
de la muerte en Dios. Colocar la cruz en el seno de la
Trinidad implica entender que Dios sufre en su naturaleza
divina, y no solo que el Hijo experimenta la muerte en su naturaleza
humana. En
cierto sentido, la cruz se entiende como momento constituyente de la Trinidad misma; como lo que distingue y constituye
las Persona en su recíproca relación. En la cruz se mostrará el
"pathos" de ese
Dios trinitario, por el que el Padre sufre la separación del Hijo, el
Hijo sufre el abandono del Padre, y el Espíritu es el
amor crucificado en esa muerte, de donde vuelve a manar la vida para el mundo.
Moltmann, concibe la teología como esencialmente
polémica,
dialéctica, crítica y antitética. Utiliza un recurso hegelianizante donde
la cruz es presentada como suceso interno a la Trinidad, que por
ello mismo, es concebida como Absoluto cuya vida se
desarrolla como historia y, ciertamente, en un proceso dialéctico de abandono
y recuperación de sí mismo. "La Trinidad - afirma- deja de ser así
un círculo cerrado en el cielo para abrirse con claridad
como proceso escatológico".
En esta versión de la "theologia crucis", en la que
utilizando la
cruz como pretexto se presenta a la Divinidad como gigantesco proceso dialéctico del que la historia humana es a la
vez realización y reflejo - el dolor humano sería dolor de Dios-,
emergen las
variadas teologías kenóticas que tuvieron su esplendor en el siglo
XIX. Allí la kénosis viene referida al Verbo en el acto de encarnarse
y es entendida como "autolimitación de su ser divino",
aunque esta autolimitación sea interpretada de forma diversa por cada uno de
los diversos autores.
5 Misterio trinitario y espiritualidad cristiana
Toda la vida cristiana se edifica sobre un hecho fundamental: Dios se nos ha dado y nos invita a responder a su
donación. Dios, Uno y Trino, nos crea, nos eleva al orden sobrenatural
y nos lleva a
la santidad, es decir, a conocer y participar de su vida trinitaria; esto
no simplemente como algo de futuro sino como algo que comienza
ya en la tierra con la infusión de la gracia santificante
en el alma, infusión a la que Santo Tomás llama "nueva creación".
La criatura elevada al orden sobrenatural, revestida
por el don de
la gracia que la asemeja a Dios, recibe en lo más profundo de su
ser una disposición estable, como una nueva naturaleza, que le
permite ser sujeto de acciones sobrenaturales. En
virtud de ella se da una especial presencia de Dios en el hombre, a la que la
teología llama "inhabitación", por la que el hombre pasa a ser
verdaderamente semejante a Dios y puede tratar con
cada una de las tres Personas divinas individualmente (cosa que de
hecho no puede hacer el hombre que no está en gracia). El
hombre elevado
por la gracia conoce y ama a Dios de modo semejante a como ƒl se conoce y ama a Sí mismo. Lo que caracteriza esa
inhabitación es que Dios Trino no solamente está en nosotros sino que
se da a
nosotros para que podamos gozarle. ƒl es el principio mismo de
nuestra vida interior, la causa eficiente y ejemplar de
ella. La vida espiritual aparece así en su auténtica
dimensión: como el esfuerzo personal por ser consecuentes con la acción
de Dios Trino
en nosotros. Vida que pide docilidad al Esp. Sto., espíritu de oración
y filiación, y aceptación positiva y alegre de la Cruz de Cristo. Los
actos del cristiano tienen su más profundo valor en
que verdaderamente conducen por Dios a ƒl mismo; de que están
vivificados e impulsados por el Esp. Sto. y tienden a la semejanza
con Cristo; de que, en definitiva, nacen y acaban en
un encuentro personal con nuestro Padre Dios.
Cuando se guarda dentro de sí tesoro de tanto precio
como la
Santísima Trinidad, es menester pensar en ello con frecuencia; de esta consideración nacen tres afectos principales:
A. La adoración - ¿Cómo no dar gloria, bendecir y
hacer acciones
de gracias al huésped divino que hace de nuestra alma un
verdadero santuario?
B. El amor - Dios, a pesar de su infinitud, baja hasta
nosotros como el más amoroso padre hasta su hijo, ¿cómo no corresponder
a su amor? Este amor será penitente, agradecido, de amistad y
generoso.
C. La imitación - El amor nos llevará a la imitación de
la Santísima
Trinidad, según cabe a nuestra flaqueza.
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
SUMARIO
INTRODUCCIÓN PRIMERA PARTE
LA LECCIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA
CAPITULO PRIMERO. —El Antiguo Testamento y el Dios vivo La pedagogía divina.
Paternidad de Dios respecto de su pueblo y respecto de los justos
Respecto del Mesías
Los intermediarios El Angel de YaLvé La Sabiduría
La Palabra El Espíritu, 20
Las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento El plural del nombre divino Las teofanías
Conclusión.
CAPITULO II.
—Los Evangelios sinópticos o la primera predicación a los judíos y paganos.
Carácter progresivo de los relatos
Textos trinitarios
Progreso de la revelación de cada una de las personas divinas.
CAPITULO III. —El mensaje de San Pablo a los primeros cristianos.
Las personas divinas
El Padre El Hijo
El Espiritu Santo
La Trinidad y nuestra salvación CAPITULO IV.
—Luz revelación de la Trinidad en San Juan El alma de San Juan
El Padre, fuente de salvación, glorificado por Jesús
El Hijo, Verbo de Dios y su testimonio La persona de Jesús el Dios-hombre testigo del Padre
El Espiritu Santo, fuente de verdad y de vida La gran revelación trinitaria.
SEGUNDA PARTE LAS PROFESIONES DE FE CRISTIANA
CAPITULO PRIMERO. —El siglo segundo
Primeras herejías, primeras luchas
Primeras luchas en favor del Dios trino La fe del simbolo de los Apóstoles
La oración cristiana
CAPITULO II.
—La Trinidad en peligro en el siglo III La Trinidad, ¿símbolo o realidad? Modalismo y sabelianismo
Tertuliano contra Práxeas.
CAPITULO III.
—El gran golpe dirigido contra el Verbo de Dios y contra el Espíritu
Santo en el siglo IV El arrianismo y los pneumatómacos
Un obispo defensor de la fe: San Alejandro de
Alejandría El Concilio de Nicea (325) El Espiritu Santo expulsado de la Trinidad
El Credo del Concilio de Constantinopla (381)
TERCERA PARTE
CREER, SABER, VIVIR LA FE EN EL DIOS VIVO
CAPITULO PRIMERO.
—La fe trinitaria del Oriente cristiano La teología griega católica Focio en lucha con el Occidente cristiano
CAPÍTULO II.
—Uno y trino .
La sociedad divina en los occidentales Las procesiones eternas
1. Lo que no procede El Padre mismo no procede
2. Las procesiones divinas
Las misiones temporales del Hijo y del Espíritu Santo Las personas divinas y el misterio de sus relaciones eternas
1. Las relaciones divinas 2. La persona divina
CAPITULO III. —Teología y espiritualidad: personas divinas y
sociedad humana El misterio de la persona divina
El hombre a imagen de Dios
INTRODUCCIÓN
«Todo viene de El, Todo existe por El,
Todo vive por El;
¡A El se dé gloria por los siglos de los siglos!»
(Antífona de las Vísperas de la fiesta de la Santísima Trinidad)
Se oye predicar poco sobre la Santísima Trinidad. Acerca de Ella sólo se escriben eruditos estudios sobre puntos muy
particulares en que los teólogos necesitan afinar mucho para ver claro.
Esos trabajos
son necesarios, sin duda, para honor de la ciencia y de la Iglesia. Y no
nos cabe duda de que el teólogo descubre en ellos un
alimento espiritual capaz de hacerle contemplar a Dios: es apasionante revivir
con las pasadas generaciones los mismos dramas de su fe. Mas el fiel
que no puede ser especialista en tales cuestiones
porque le reclaman otras tareas, es necesario, sin embargo, que conozca a
Dios Trino para mejor vivir en Él.
Así, pues, hay que prepararle una mesa en la cual se le
ofrezca un alimento, no de sabio, sino de adulto hambriento. El Misterio de Dios
no puede quedar encerrado en los trabajos de los especialistas, pues
el mundo moriría de hambre. ¿O no será que muere ya
de ella? No queremos decir que no se sepan los artículos de
nuestra santa fe: todo el mundo conoce el Símbolo de los Apóstoles 1.
Pero, ¿qué
cristiano, al recitarlo, experimenta hoy aquel fervor que ponía en pie a sus hermanos de los primeros siglos, vibrando ante la
herejía amenazadora? Fervor, que era también el de los
catecúmenos al bajar
a la piscina bautismal, adonde iban, con amor, a profesar su adhesión
a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El objeto de este libro es suplir una deficiencia en los
medios que
se ponen a la disposición del cristiano para ampliar su cultura religiosa. Al hacerlo, quisiéramos hacer sentir que, en
nuestro tiempo, es urgente que se conozca mejor la Santísima Trinidad,
y, digámoslo
también, que se contemple Su santo misterio. Maravillarse ante el Dios
que se revela al hombre, ante la vida del mismo Dios,
la que posee Él como Dios-Trino, aquella vida con que nos recompensa; hallar en esa
contemplación la fuente de toda vida espiritual y las grandes
orientaciones para la acción, tal es el fin que
querríamos poder conseguir que alcance quien leyere estas páginas.
Esas pocas advertencias preliminares aspiran a hacer que se
sienta mejor. Y ayudarán a situar la importancia que
hay que dar a la reflexiónn sobre este misterio. El cristiano no es sólo una persona que cree en Dios,
sino que cree en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En ello se
distingue de los
filósofos paganos que admitieron la existencia de Dios, pero que
habrían pensado que proclamar un Dios en tres personas entrañaba
una banal recaída en el politeísmo 2. Su laboriosa
reflexiónn filosófica les había conducido hasta el Dios único, pero no hasta la Trinidad.
¿Se advierte bastante que precisamente es ése el drama que
separa a los cristianos del pueblo judío, del Israel un
día elegido por Dios? La cuestión fundamental que nos divide no es
otra que la del Dios único, al mismo tiempo que Trino. Lo que
constituye un problema
para Israel, es conceder que Jesús sea Dios. Se teme que la fe en el Dios único pueda peligrar con ello: Yahvé y Jesús
serían dos dioses, el Espíritu Santo un tercer Dios, lo que destruiría la
unidad divina. El
mismo drama rige para el Islam: allí se siente horror de nuestra
Santísima Trinidad. Pues bien, uno es cristiano—y esto
desde los origenes—cuando cree que el Dios único vive en tres personas.
Por otra parte—¿y qué esperanza no podría seguirse de ello para
una reflexión común con nuestros hermanos
separados?—, todos los cristianos convienen en la fe trinitaria. Todos saben lo
que es la cruz, el instrumento por el cual el Hijo de Dios realizó la
redención del
mundo. Saben que Dios Hijo murió por ellos, como Dios Padre se lo había ordenado (Rom., VIII, 3 y 32). Todos, al hacer
sobre sí la señal de su redención, nombran también con piedad a las
tres Personas
que les salvan. Todos los cristianos, y aun en su misma separación,
continúan unidos en la fe trinitaria. En ella coincidieron desde los
orígenes en medio de las persecuciones. Las dolorosas
heridas que se infirieron mutuamente sobre estas cuestiones en los siglos IX, XIII y
XV, no les separaron jamás del todo. Hubo más de incomprensión
mutua que de desacuerdo profundo. Y si alguna vez un
cristiano cayese en la cuenta de que ponía en duda la divinidad
de una de las tres personas, en aquel mismo instante perdería todo
derecho a
formar parte de una confesión cristiana. El misterio de la Santísima Trinidad es, pues, el misterio especifico del
cristianismo, prerrogativa que comparte, desde luego, con el misterio de la
Encarnación
redentora: en la historia, son inseparables. Pero, es más todavía, es el misterio por excelencia. Sin
duda
nuestro tiempo está ávido de volverse hacia Cristo, hacia su Iglesia y sus sacramentos. Se le podría echar en cara cuando se
sabe que languidece tan miserablemente por haberlos
descuidado. Se muere de
sed, si no se está con Aquel que da el Agua viva (Juan, IV, 14) y que
la derrama con profusión en su Iglesia (Juan, VII, 37-39). Volvámonos,
pues, hacia el misterio de Cristo y sus sacramentos,
hacia la liturgia de la Iglesia. Mas queda el hecho de que la teología viva del Verbo
Encarnadoa no debe hacer que olvidemos otra dimensión de la
revelación: la que
se extiende hasta el misterio de Dios captado en su vida íntima. Dios
ha querido hablarnos de Sí mismo. Así, pues, nos importa conocerle.
Creamos en esto a Jesús: «La Vida eterna es que te
conozcan, a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado»
(/Jn/17/03). Cristo, por consiguiente, no nos orienta sola ni
exclusivamente hacia el revelador, que es él mismo
(Juan, I, 18), sino también hacia Aquel de quien procede y hacia el cual
ha vuelto para nosotros (Juan, XIV, 2).
El anciano obispo de Antioquía, Ignacio, decía a
principios del siglo II, en el momento mismo en que buscaba a Jesús para imitarle en su
martirio: «Oigo una voz que me dice: Ven al Padre» (A los Romanoss,
VII, 2). Esa voz era la del Espíritu Santo, que le
murmuraba al oído la invitación a dejar gustosamente esta vida perecedera y
los placeres
que depara, pues nada iguala a los goces que reserva el Padre a los que le aman (I Cor., II, 9) Si Jesús es «el camino», el
Padre es la meta. Y Jesús nos ha dado a su Espíritu para que supiéramos
alcanzarla
(Juan, XVI, 13-14). La Vida eterna es, pues, conocer al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo. Ahora bien, como nos enseña San Juan, la Vida
eterna
comienza desde acá abajo. En el Bautismo recibimos sus arras: en él se renace para la eternidad (Juan, III, 3-5), en él se
restablece uno en la amistad del Dios-Trino. Sería inverosímil que
llamados a una tal vida
de intimidad, los cristianos no tuviesen ningún interés por ella. Psicari
temblaba de amor al considerar que escribía en presencia de la
Trinidad. Nosotros temblaremos de amor y alegría,
también, al introducirnos, invitados por Jesús, nuestro esposo, en la cámara
nupcial de las Escrituras; al revivir con los Apóstoles, con los cristianos
de todos los tiempos del cristianismo, el misterio del
Dios Padre, Hijo y Espíritu, en quien todo es y de quien todo procede. El
amor de Dios obrará esta maravilla: dos seres desemejantes, el Dios
infinito y
nosotros sus criaturas, llegarán a aquella unidad por la que Jesucristo oró (Juan, XVII, 21). Entonces, desde acá en la tierra,
comenzará nuestra Vida eterna: las Tres Personas divinas
reproducirán en
nosotros sus mutuas relaciones, y nosotros lo sabremos. ¡Ah! Que
nos sea dado glorificarlas más por ello: en su momento
inicial, esto sigue siendo el don del Espíritu Santo. Per te sciamus da Patrem
Noscamus atque Filium Teque utriusque Spiritum
Credamus omni tempore 3
Haz (¡oh Espíritu Santo!) que sepamos al Padre
Que conozcamos también al Hijo, Y a Ti, Espíritu que procede de los dos,
Que te creamos siempre.
PRIMERA PARTE
LA LECCIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA 4
«Jesús les abrió el espíritu para
que comprendiesen las Escrituras.» (LUCAS, XXIV, 45)
El misterio de la Santísima Trinidad únicamente ha sido revelado por
Jesús. Sin embargo, antes de emprender la lectura del Nuevo
Testamento, conviene que recorramos la revelación
hecha por Dios al pueblo judío en el Antiguo Testamento para descubrir en ella, no una
enseñanza sobre la Trinidad—que no la hay—, sino una
preparación
para la revelación de ese misterio. Dios se nos manifestará allí como Ser viviente, a la vez distante y próximo del hombre;
el Ser misterioso de obrar trascendente, pero también que incita al
hombre a reflexionar
sobre Su vida personal y sobre Su acción en el mundo.
CAPÍTULO PRIMERO
El ANTIGUO TESTAMENTO Y EL DIOS VIVO
La pedagogia divina Sólo progresivamente ha revelado Dios su misterio.
Esta afirmación liminar domina la inteligencia de toda la Revelación.
Dios estableció firmemente el monoteísmo 1, dogma 2 fundamental que vinculaba a
Israel con el Dios único, Yahvé. A toda costa había que purificar las
concepciones religiosas de los judíos, que el politeísmo
ambiental ponía en peligro. Revelar en aquella época el misterio trinitario, habría
sido amenazar la pureza de la religión en Israel: no se habría dejado
de adorar a tres dioses. Sin embargo, Dios tenía que preparar las almas para oír un día la
palabra de Cristo y los Apóstoles anunciando que Yahvé era un solo
Dios en quien vivía una Trinidad de personas Así es
como uno ve elaborarse, bajo la inspiración del Espiritu Santo, el alma incluso de
las grandes figuras religiosas de Israel, nociones que
un día permitirán
a los «israelitas según el espíritu» recibir con anchura y generosidad de corazón, el mensaje de Jesús sobre el Dios-
Trinidad. Recojamos algunas de esas nociones:
1. Paternidad de Dios respecto de su pueblo y respecto de los
justos
El Antiguo Testamento no nos dice que en Dios hay un Padre,
persona distinta de las otras dos, dícenos que Dios es Padre, pero sin
descubrirnos las profundidades de su paternidad. Y sin
embargo, Israel tiene perfectamente la conciencia de una
paternidad metafórica de Dios que viene a justificar no una generación física,
sino una libre
elección imperada por el amor. Pueblo de Dios, Israel sabe también que es «hijo de Yahvé»7, su
único hijo, «su hijo primogénito» (Exodo, IV, 22) 8, El profeta Oseas
describe sus sentimientos paternales, que revelan su
amor (XI, 1-4). Los mismos nombres que se le daban en Israel dejan
traslucir esa convicción profunda de que Yahvé es padre. Así
Abbiyyá, «mi padre
es Yahvé» (I Crón., VII, 8); Abbitob, «mi padre es bondad» (I Crón., VIII, II), Abbiezer, «mi padre es auxilio» (Josué, XVII,
2). Padre de un pueblo, Yahvé lo es también de los justos.
El impío, el
que no observa la Ley de Yahvé, no puede ser llamado su hijo. El
hombre justo, por el contrario, tiene a Dios por padre, es un «hijo de
Dios» y lo sabe:
Llama feliz la suerte final de los justos y se jacta de tener a Dios por padre. Veamos si son veraces sus palabras
y pongamos a prueba el paradero de sus cosas. Que si el justo es hijo de Dios, él le protegerá
y le librará de manos de sus adversarios»
(Sabiduria, II, 16-18) 9.
Pero Dios mismo llama a los justos sus hijos:
«Venid, hijos míos, y oíd mi razón» (Salmo XXXIII, 12) 10. Él es su pastor y su casa es la de ellos (Salmos XXII y
XLI).
Respecto del Mesías
A su vez, justo por excelencia es el Mesías, el más
excelente entre los hijos de Dios. Yahvé le llama así y él reivindica, a
su vez, una
filiación que le da derechos sobre la tierra entera: «EI decreto divino diréos: El Señor me dictó estas palabras:
«Mi Hijo eres; hoy te he engendrado» (Salmo II, 7).
Le dará a luz una mujer cuya virginidad se anuncia
(Isaias, VII, 14). El profeta le descubre revestido de prerrogativas
extraordinarias: fuerza, eternidad, portador de la paz (Isaias, IX, 5). El
espíritu de
Yahvé con todos sus dones reposará sobre él (Isaias, XI, 1-5). Es evidente que la filiación divina del Mesías no es
distinta de la de los otros justos. Y sin embargo, es, en su orden propio,
más perfecta,
en el sentido de que subraya la predilección de Yahvé respecto de un
ser privilegiado por Él. La elección de Yahvé es la fuente de las
cualidades morales del Mesías. Diríase hoy que tiene
respecto de Yahvé una filiación según la gracia. Por lo demás, ese carácter se halla netamente
subrayado por el profeta Daniel, VII, 13-14. El profeta ve venir sobre las
nubes del cielo
al Mesías. Se asemeja a un «hijo de hombre», pese al poder y la
trascendencia particulares, que le sitúan en un halo de
misterio, colocándolo entre los seres divinos. Mas, para el israelita del tiempo
de Isaías o Daniel, así en el siglo VIII, como en el ll antes de Cristo, el
Mesías no es hijo de Dios en el sentido en que nosotros
sabemos que Jesús lo es. El monoteísmo de Israel se opone
ferozmente a semejante idea. La idea de fecundidad interna en Dios carecía
para él de
sentido. 2. Los intermediarios
El Mesías, y esto es cosa harto evidente, por el hecho
de que había
de ser «hijo de Yahvé», habría de desempeñar un papel en la
comunidad israelita. Plantado en su corazón, su centro y su rey, Israel
se convertiría, ni más ni menos, en la comunidad
mesiánica, es decir, en el pueblo ideal querido y guiado por Dios. Isaías lo había
anunciado: «Para acrecentamiento del principado y para una paz
sin fin,
(se sentará) sobre el trono de David y sobre su reino, a fin de sostenerlo y apoyarlo
por el derecho y la justicia desde ahora hasta la eternidad.
El celo de Yahvé obrará esto» (IX, 6).
Unos tres siglos después, aproximadamente, un nuevo profeta
describía, en una visión, la realización anticipada de ese oráculo. El
destierro iba a concluir en Babilonia, el pueblo
conocería los días venturosos de la restauración. Isaías, LX, en un fresco
suntuoso que
la Iglesia nos invita a leer cada año por la fiesta de la Epifanía, en la cual precisamente celebra la joven realeza del Hijo de
Dios, e Isaías LXVI, 18-24, nos presenta el perfecto reino mesiánico.
Todos los
pueblos acuden a Yahvé para adorarle, todos los pueblos se reunen,
los cielos son nuevos y la tierra nueva, porque han llegado los tiempos
en que reina el Mesías pacificador. Pero el Mesías era
justamente un ser intermediario entre Dios y los hombres, enviado a los tiempos
previstos por Yahvé. Miqueas, V, 1-2, había anunciado el lugar de su
nacimiento y Daniel le vería venir un día sobre las
nubes del cielo para reinar sobre un imperio que no será destruido (Dan.,
VII, 13-14). Mas aparecen también en el texto bíblico otros enviados, no
menos útiles
para prolongar entre los hombres la actividad de Yahvé. Tales el Angel de Yahvé, la Sabiduría, la Palabra, el Espíritu.
Dios, cuanto más distante y misterioso va haciéndose, más vivo aparece,
más próximo
se hace por medio de sus mensajeros.
El Angel de Yahve ANGEL-DE-YAHVE
El Angel de Yahvé es un personaje misterioso que habla en nombre de Dios, de quien es mensajero. En el Génesis XVI, 7-
11, se aparece a Agar, la sierva de Abraham, para conminarle a que
vuelva junto a su
dueña y anunciarle de parte de Yahvé, que será madre de una
numerosa posteridad. En el libro de los Jueces, XIII, 3,
el Ángel de Yahvé acaba de encontrar a la mujer de Manué, que era estéril.
También a ella le anuncia que tendrá un hijo, Sanson. En la aurora del
Nuevo Testamento, el ángel Gabriel es enviado por
Dios a Zacarías para llevarle un mensaje parecido: Juan-Bautista
nacerá de la estéril Elisabeth (Lucas, I, 11). Llega también junto a la
Virgen María, que, a
su vez, se entera por su medio de que de ella nacerá Jesús, no obstante su virginidad (Lucas, I, 26).
Otros mensajes son además conocidos gracias a él, como, por
ejemplo, el anuncio de la victoria en la guerra: Jueces,
VI, 11, 12, 20, 22; Isaías, XXXVII, 36.
Ahora bien, en otros relatos, de ordinario más antiguos y que la
ciencia histórica y crítica atribuye al documento J, o
Yahveista 11, redactado unos dos siglos antes de Jesucristo, era el mismo Dios el
que se aparecía y hablaba. Se puede ver en este sentido, Génesis,
XVIII: Yahvé sale al encuentro de Abraham y de su
esposa Sara, y les habla. No obstante, en el versículo 2, Yahvé toma la
figura de tres hombres, de pie ante Abraham. Se trata pues, aquí, de
intermediarios,
siendo dichos tres personajes los embajadores de Yahvé. En el libro del Éxodo se hallan mezcladas dos tradiciones. En la
Teofanía 12 de la zarza ardiendo, el Angel de Yahvé se manifiesta
desde el principio
(Éxodo, III, 2). Mas, a partir del versículo 6, es Yahvé mismo quien
habla.
De esas pocas notas se pueden sacar las siguientes conclusiones. Los primeros relatos bíblicos no sintieron escrúpulo de
hacer aparecer a Dios en persona, ni en decir que actuaba
personalmente entre los
hombres. Léase el segundo relato de la creación: Yahvé forma al
hombre del barro de la tierra (Gén., II, 7). Más adelante se le ve
pasearse en el Paraíso, el Edén, a la brisa de la tarde
(III, 8). Sin embargo, en una época más tardía, se encontró que resultaba
inconveniente que Dios viniese por sí mismo. Por su palabra actúa en
el capítulo primero del Genesis, relato de la creación
más tardío. Pero los ángeles van a adquirir también una importancia
considerable. Como la palabra indica, en hebreo y en griego, ángel
significa «el
enviado». Los ángeles son, pues, los legados y los embajadores de Yahvé. Incluso cuando, dice una tradición, setenta
doctores griegos hicieron, en el siglo ll antes de Jesucristo, la traducción
llamada «de
los Setenta», modificaron a veces los textos al traducirlos del hebreo
al griego. En los pasajes donde se leía Yahvé se puso «Angel de
Yahvé». Compárese, por ejemplo, la traducción del
Exodo, IV, 24, hecha sobre el hebreo, con la que tomó como base el texto de la de
los Setenta. Aquí ya no es Yahvé el que hace morir a Moisés, sino su
Angel. Lo mismo ocurre en Jueces, VI, 14.
La Sabiduría
La Sabiduría, en nuestros relatos más antiguos, era al principio una cualidad humana, la ciencia y habilidad del maestro de
obras o del artesano (Ex., XXVIII, 3; XXXV, 30-35; I Reyes, VII,
14). En otras
ocasiones era la prudencia política del rey. Salomón será el sabio por
excelencia, se le afirma dotado de discernimiento (I Reyes, III, 9), de
habilidad y de magnificencia (X, 7, XI, 41).
Pero, en una época mas tardía y bajo la influencia de los profetas, la «Sabiduría» se reviste de un carácter religioso por la
razón de que es ante todo la señal distintiva de Yahvé (Isaías,
XXVIII, 29; XXXI, 2).
Ella denota su consejo admirable para crear y gobernar la tierra
(Isaias XL, 13; Jr., X, 12; LI, 15). Mas también viene a ser la
prerrogativa del Mesías, pues Dios ha colmado de ella
a su elegido (Isaias, XI, 2). En los libros sapienciales ella tiene todavía más
fuerza. El Libro de Job proclama que sólo Dios sabe dónde
reside: Él es
quien la posee (XV, 7-8). Abandonado a sí mismo, el hombre es
incapaz de alcanzarla por sus propios esfuerzos (XXVIII, 12-28).
El Libro de los Proverbios. Los capítulos VIII y IX la
presentan y describen. Habita en Dios (VIII, 22), al menos es su bien, que
comunica a los que le escuchan (VIII, 32-34) para habitar en ellos a
su vez (VIII, 2-6 y
35-36). Aun cuando sea anterior al mundo (VIII, 23), sin embargo, no
participaba en la obra de la creación, sino como
espectadora de las realizaciones admirables de Dios (VIII, 23-31). Mas el capítulo IX le
atribuye un papel entre los hombres, que se sitúa principalmente en el
orden moral, análogo al de un consejero cuyas
directrices prudentes llevan a obrar con rectitud (véase ya VIII, 32-36).
El Libro del Eclesiástico nos aporta una profundización acerca de la
Sabiduría. Su origen es el Señor (I, 1-10). Su papel es
recorrer la tierra (XXIV). Se la ve, sin embargo, residir más particularmente en
Israel y en Jerusalén (XXIV, 8-11). El hombre comienza a conseguirla
cuando teme a Dios (I, 14) y cuando le ama (I, 10).
Meditar la palabra de Dios (I, 5) o su Ley (Salmo CXIX), es también hallar
la Sabiduría. El Libro de la Sabiduría la identifica con «un espíritu
que ama a los
hombres» (I, 6) y la pone en parangón con el Espíritu del Señor, que «ha henchido el mundo» (I, 7) para hacer, con él, la
educación de los hombres (IX, 17).
En VIII, I y 6, y VII, 21, la Sabiduría es una persona
consciente y actuante, organizadora y providencia del mundo, cosa
que no era en el Libro de los Proverbios. VII, 27 la ve trasfundirse en
las almas
santas de las que «hace amigos de Dios y profetas». IX, 12 la constituye en protectora y defensora de los justos del
pueblo de Dios.
Concluyamos. Cuando uno esté impregnado de esos
textos, no podrá dejar de pensar que la Sabiduría fue, para el
pueblo escogido,
la certidumbre de que Yahvé estaba presente en él. La Sabiduría no era, a su manera de ver, una persona con quien uno
conversa, sino la acción misma de Dios, cuyo carácter subrayaba la
elección que Él
había hecho de una nación particular. Era un intermediario vivo, Dios
mismo operando. Por esto la tradición cristiana habla de ver en ella
más tarde el anuncio del Verbo de Dios y la había de
identificar con Él. San Lucas dirá que Jesús estaba lleno de Sabiduría divina (II, 40; IV,
22) refiriéndose con toda certeza a Isaías XI, 2. Mas San Pablo,
audazmente, distinguirá dos sabidurías: una, humana;
la otra, que es el Cristo, Sabiduría de Dios (I Cor., I, 21-30, Col., I,
15-18) 13. La Epístola a los Hebreos insistirá en lo mismo; aplicará el
texto de la
Sabiduría, VII, 26, al verdadero Hijo de Dios, que es «resplandor de la gloria de Dios» (Hebr., I, 3).
Excepcionalmente, algunos Padres de la Iglesia, como San Teófilo
de Antioquía y San Ireneo, han identificado a la
Sabiduría no con el Verbo, sino con el Espíritu Santo.
La Palabra
Tiene gran afinidad con la Sabiduría. Apuntémosle tres caracteres:
- es creadora, la asociada de Yahvé en sus obras de creación: Dios
dice y todo es hecho (Gén., I, 3; Salmos, XXXIV, 6-9;
Isaías, LV, 10-11).
- es reveladora, dada por Dios al hombre para que éste
dé a conocer sus secretos (Jr., I, 9) o para guiarle en la vida y en sus pasos
(Salmo CXIX, 105). - es juez y ejecutora de los decretos divinos, cosa que
es la
consecuencia de su actividad creadora y reveladora. No se conforme
el hombre a la palabra de Dios, ¡por ella será juzgado! El texto más
espléndido sobre el particular es Sabiduría, XVIII, 14-
16: «Y fue así que, mientras un quieto silencio lo envolvía todo
y llegaba la noche a la mitad de su veloz carrera, tu omnipotente Palabra desde los cielos, dejando el
trono real,
se lanzó, guerrero inexorable, en medio de aquella tierra de
exterminio; trayendo, como espada aguda, tu edicto terminante,
y una vez allí, llenólo todo de mortandad;
y a la vez tocaba el cielo y ponía sus pies sobre la tierra.
Una tal evocación se proponía espontáneamente para resumir la
actividad de Cristo, Rey y Juez glorioso de la
Apocalipsis de San Juan. Cabalgando a través de la tierra como justiciero, con la
espada acerada, símbolo del decreto
que ejecuta, saliendo de su boca, tal le ve San Juan
(Apoc., XIX, 11-15). Ahora bien, se sabía precisamente, mucho antes de Cristo
que la palabra del Rey mesiánico «es la vara que hiere al tirano»
(Isaías, XI, 4) y que las naciones rebeldes serán
quebrantadas «con vara de hierro» (Salmo II, 9). El Antiguo Testamento
se ofrecía, pues,
para explicar el papel del Cristo glorioso y justiciero. El arte románico de fines del siglo x ha fijado sus rasgos suntuosos en
las bóvedas de la cripta de la catedral de Auxerre. Impresionante de
majestad, Cristo,
en su caballo blanco, huella la tierra para juzgarla. Y, cada año, la
liturgia, a su vez, nos hace releer ese texto admirable en el Introito de
la misa del domingo en la octava de Navidad. El Verbo,
cuya Encarnación se celebra en dicha época, salva volviendo a crear, pero
es también juez. Lo que era anuncio y figura se ha convertido en
realidad.
El Espíritu
El Espíritu de Dios es ante todo acción, una
manifestación de su
vida racional y de sus sentimientos. Los autores inspirados saben que Yahvé tiene un espíritu que obra
(Gén., I, 2). Espíritu que infunde en el hombre, soplo de vida que le
hace semejante a Dios (Gén., II, 7). Mas, cuando le
place, se lo retira (Gén. VI, 3).
Al Espíritu de Dios se atribuyen fenómenos misteriosos superiores a
las fuerzas humanas: potencia para la guerra (Jueces,
III, 10; VI, 34; XI, 29); arrebatamiento por los aires (I Reyes, XVIII, 12; 2 Reyes, II, 9;
Hechos, VIII, 39). El Espíritu de Yahvé inspira a los profetas (I Sam., X,
10; Números, XXIV, 2; véase Hechos, II, 4, y VII, 55).
El Espíritu de Dios habita también en el hombre. En la época de los
grandes profetas, la acción del Espíritu no es ya sólo
intermitente, pasajera, sino que se torna permanente; el Espíritu de Yahvé
permanece en el hombre para moverle a obrar con toda justicia
(Isaías, XXX, 1; véase XXXII, 15; I Sam., XVI, 18). Sin
el Espíritu de Yahvé, por el contrario, el espíritu del hombre está en
delirio (Oseas, IX, 7).
Se comprende, era imposible que el Rey-Mesías no lo
poseyese. Adviértesele, pues, reposar sobre él y gratificarle con sus dones
(Isaías, XI, 1-ó). Mas, en los tiempos mesiánicos, se sabe que los
corazones fieles serán santificados por él (Joel, III, 1-
5). Los Hechos de los Apóstales, II, 16, anuncian la realización de esta
profecía en el día de Pentecostés. Isaías vislumbraba que una paz
perfecta
distinguiría aquellos tiempos (XI, 6-9), puesto que el Espíritu habitaría en el hombre. Ezequiel profetizaba que el Espíritu de
Yahvé vendría a infundir en su pueblo un espíritu nuevo, que cambiaría
su corazón y le
haría obediente a las leyes de Yahvé (XXXVI, 23-26). Los Salmos LI,
12-13, y CIV, 29-30, expresan el deseo, o simplemente describen esta
misma actividad de Yahvé en el interior del hombre. La
liturgia del IV miércoles de Cuaresma, en el día del gran escrutinio, cuando, en la
Iglesia antigua, eran inscritos los nombres de los candidatos al
Bautismo que les había de ser conferido en el curso de
la gran vigilia pascual, sigue siendo bautismal. Y también la vigilia de
Pentecostés.
Esos dos días litúrgicos continúan sirviéndose del gran texto de Ezequiel, para recordar así a los catecúmenos y
cristianos de nuestro tiempo la santa renovación que el agua bautismal
opera en su
corazón. En el siguiente capítulo, el Espiritu de Yahvé viene a
reanimar los huesos áridos (XXXVII, 1-10). Ezequiel anunciaba de esta
forma la resurrección de Israel, pueblo de Dios, tras la
cautividad del destierro. Fulgurante, como se ve, es el papel del Espíritu de
Yahvé. Pero, ¿qué es él mismo? Hay que responder, no una persona
distinta de
Dios, sino una fuerza, un poder creador o santificador que proviene de
Él para ejecutar en este mundo las acciones que pretende llevar a
cabo, particularmente cuando han de revestir carácter
religioso. Era, desde luego, lo esencial para dar a los judíos el sentido de la actividad
espiritual y santificadora de Yahvé. Era, añadámoslo—y esto vale para
lo que precede—una preparación de los espíritus que
un día serían movidos a reflexionar sobre el carácter personal del
Espíritu de Dios, cuando Jesús hubiese venido para llevar a su
perfección el depósito
de las verdades reveladas. Por eso los «israelitas según el Espíritu», como llamará San Pablo a los no-fariseos, reconocerán
en el Espíritu de los Hechos de los Apóstales a una persona. Hasta
entonces no se
trata más que de los altos hechos realizados por Dios, en el orden de
la santidad sobre todo. Mas, sin sorpresa ninguna un
día se podrá escuchar que el Espíritu Santo ha reposado sobre la Virgen en la
Anunciación (Lucas, I, 35) y entender por ello que han llegado los
tiempos mesiánicos, ya que el Mesías y el Espíritu
sobre Él están presentes, como Isaías lo había anunciado (VII, 14, y
XI, 2). Pentecostés será la efusión de ese mismo Espiritu
sobre el pueblo
mesiánico, como estaba escrito en Joel, III, 1-5. (Véase Hechos, II, 16.)
La Tradición posterior habría de precisar el carácter personal, así
de la Sabiduría y la Palabra de Dios como del Espiritu.
Las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento
El nombre de Dios es Yahvé, pero también «Elohim»,
que es un
plural en hebreo. ¿Qué significa? ¿Ocultará, por ventura, la fe en una pluralidad de dioses? Por otra parte, ¿qué debemos
pensar de las «teofanías» o manifestaciones de Dios, ya
examinadas? Ésas son las
dos preguntas a las cuales vamos a aportar rápidamente unos
elementos de respuesta. El plural del nombre divino
Sobre unas 2.000 veces, en el Antiguo Testamento Dios es llamado «Elohim». Todo el mundo está de acuerdo en
reconocer que este nombre, que es un plural, no significa nada en contra
del monoteísmo
de Israel. Por el contrario, los exegetas ven más bien en él un plural
de intensidad o de excelencia y de majestad,
significativo de que el Dios de Israel es el único Dios verdadero. Pero en modo alguno cabe
sospechar en él una revelación, siquiera oculta, de la Trinidad. Los
semitas carecían del sentido de tal misterio, para
comprometerse en ese camino.
Por la misma razón no se puede admitir tampoco que Génesis, 1,
26, donde Dios-Elohim dice: «Hagamos un hombre»,
sugiera una deliberación de las tres divinas personas. Si dicho plural es atribuido a
Dios, es para subrayar que es un viviente y que, ante la importancia
de la obra que va a realizar: el hombre, su libertad se
determina bajo la guía del amor. En el mismo sentido Dios dice,
después del pecado de Adán: «Ahí tenéis al hombre vuelto como uno de
nosotros» (Gén.,
III, 22). Dios dialoga consigo mismo y comprueba que el hombre, al juzgar del bien y del mal, se ha erigido en juez, es
decir, ha obrado como un dios.
Se volverán a encontrar deliberaciones parecidas de
Dios en Génesis, 7, e Isaías, VI, 8. Dios es un viviente, sus
reflexiones afirman su soberana libertad en las obras que realiza.
Las teofanías Las manifestaciones de Dios hay que interpretarlas en
el mismo sentido. Era comúnmente admitido en Israel, en una
época incluso
antigua, que no se podía ver a Dios sin morir (Exodo, XXXIII, 20-23, y
III, 6). Mas otras tradiciones, más tardías, afirmaban
al contrario que Moisés y los setenta ancianos habían visto a Dios en la montaña
(Exodo, XXXIV, 6, 11), que el pueblo había oído la voz de Yahvé
(Deuteronomio, IV, 12-15).
Pero más a menudo las apariciones no ponían a Dios directamente
en escena. Una de las más célebres es la de Mamré (Gén., XVIII).
Yahvé se apareció a Abraham, que vió a tres hombres
de pie ante sí. Pues bien, ese texto ha sido interpretado a menudo por los Padres de
la Iglesia en el sentido de una manifestación trinitaria. San Ambrosio
ha comentado así el pasaje: «Abraham vió tres
hombres y no adoró en ellos más que a un solo Dios». Éste es el sentido
que el Breviario Romano da también al segundo responso de los
Maitines, el jueves
después del Miércoles de Ceniza. Pero San Hilario había dicho: «Abraham vió a tres hombres y no adoró más que uno,
reconociendo a los otros dos como ángeles». Ni una ni otra
interpretación de esta
escena es perfectamente exacta. En el Antiguo Testamento, Dios se
manifestaba y hablaba a través de enviados, el Dios espíritu purísimo
no podía obrar de otra forma. Cuando Dios, por
consiguiente, se aparecía revistiendo una forma humana, era un individuo que hacía
sus veces. Este misterio se asemeja al del «Ángel de Yahvé». Con
frecuencia se dice que Dios viene a conversar con
aquellos a quienes escoge para misiones particulares: con Abraham (Gén.,
XII, 7; XV, 18,
XVII, 1); con Isaac (Gén., XXVI 2); con Jacob con quien lucha (Gén., XXXII, 26-31). Ya en el Paraíso terrenal con Adán y
Eva (Gén., III, 8-24).
Otra teofanía célebre se lee en Isaías, VI. Aquí son los
serafines, o los «que arden de amor», quienes ocultan la majestad
divina. El triple «sanctus» que hacen resonar proclama, no una
alabanza de gloria a
la Trinidad, sino la infinita santidad de Yahvé. Bajo el tema de la «Nube», nos es propuesto otro ejemplo de
teofanía. La «nube» o «shekiná», de un verbo hebreo que significa
«habitar», designa la presencia divina. La nube es,
pues, el lugar donde Dios mora. Es de ordinario el signo de su
protección eficaz, como se ve en el Éxodo, XIV, 19-20, en que Yahvé
protege con ella la
retirada de los hebreos salidos de Egipto. Tenebrosa por detrás a fin de ocultar la caravana a las miradas de los egipcios, es
luminosa por delante para alumbrar la noche. Dios es, al mismo
tiempo, bajo su
símbolo, protector y guía. Volverá a encontrarse la nube en la tienda de reunión
para significar que Dios está presente en ella (Exodo, XL,
34-35) y en el
Templo construido por Salomón (I Reyes, VIII, 10-11). Pero un día se la verá posarse sobre Maria (Lucas, I, 35), lo que
significará que Dios está con la virgen y obra en ella. siempre el
intermediario, incluso en
las teofanías, obra una acción divina.
Conclusión
Misterio de Dios en el Antiguo Testamento. El Dios Uno es un
Viviente. El Dios viviente hace vivir a los hombres, sus enviados
concurren. Gracias a ellos Israel tuvo el alma, al menos
habría podido tener un alma, abierta enteramente para recibir un
mensaje más perfecto: el de la adorable Trinidad. Mas nada de ese
misterio está
descubierto todavía antes de la llegada de Jesús. Mucho más tarde, cuando instruidos por el Nuevo Testamento, los
doctores cristianos se vuelvan hacia el Antiguo, es entonces cuando
proyectarán sobre el
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, toda la riqueza entrevista en
nuestros textos. Un Padre del siglo IV, San Gregorio Nacianceno, ha
hecho, a propósito de la revelación del misterio de la
Santísima Trinidad, estas observaciones muy atinadas. Con ellas cerraremos el
presente capítulo: «El Antiguo Testamento anunció claramente al
Padre, y al Hijo de una manera obscura 14. El Nuevo
Testamento ha revelado al Hijo y deja entrever la divinidad del
Espíritu. Ahora el Espíritu habita entre nosotros y se manifiesta más
claramente. Cuando
la divinidad del Padre 15 no era reconocida aún, no habría sido prudente anunciar de un modo abierto la del Hijo; y
cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, no había que
imponer, si me
atrevo a hablar así, una nueva carga a los hombres hablándoles del
Espiritu Santo. Sino, tal como gentes que están
fatigadas con un alimento excesivamente pesado, o que han mirado la luz del sol con
ojos enfermos aún, habrían corrido el riesgo de perder las fuerzas ya
adquiridas. Había que proceder, pues, por
perfeccionamientos sucesivos, por «ascensiones», según la palabra de
David (Salmo LXXXIII, 6, según el texto griego); había que avanzar
de claridad en
claridad, por progresos y avances cada vez más brillantes, para ver lucir la luz de la Trinidad» 16.
BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958
................... 1. Símbolo de los Apóstoles o el Credo de nuestra oración familiar. 2. Politeísmo, doctrina que profesa la existencia de varios dioses.
3. Sexta estrofa del himno Veni, Creator Spiritus. 4. La lectura de esta primera parte supone que se tiene una Biblia abierta al lado. Las citas más importantes que reproduciremos procederán de la Sagrada Biblia, traducción de Bover-Cantera (B.A.C., 1947), salvo en algunos pasajes que completaremos con la confrontación del texto
de la Biblia Hebraica, Ed. de Rudolf Kittel o de la Ed. de la Biblia graeca et latina del P. Bover. 5. Doctrina que profesa la existencia de un solo Dios. 6. Dogma, verdad contenida en la Escritura y en la enseñanza de la Tradición y, como tal, propuesta por el Magisterio de la Iglesia
(Definición del Concilio Vaticano). 7. Yahvé, nombre divino revelado a Moisés (Ex., III, 14) y que significa, en la tradición de las Escrituras, «El que es». 8. Véase también Deut., XIV; Isaías, LXIV, 7; Jr., III, 19; XXXI, 20. describe sus sentimientos paternales, que revelan su amor (XI, 1-4).
9. Léanse también los Salmos LXXIII, 28, y CIII, 13-14. 10. La misma forma de llamar en Proverbios, VIII, 32-33. 11. Así denominado porque Dios es llamado en él Yahvé. 12. Teofanía, manifestación de Dios. 13. Véase la explicación de I Cor., I, 21-30, en el capítulo III. 14. Obscuramente, dice, porque, como todos los Padres griegos, el santo doctor admitía que era el Hijo quien se revelaba progresivamente en las teofanías. 15. Entendemos de Dios (el monoteísmo). 16. Cinquieme discours théologique, nº 26, trad. Gallay, Ed. Vitte.
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
CAPÍTULO II
LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS O LA PRIMERA
PREDICACION A LOS JUDÍOS Y PAGANOS
Carácter progresivo de los relatos
RV/PROGRESIVA: Los hombres en medio de los cuales
viene
Jesús al mundo son los judíos. Ahora bien, un dogma se halla
firmemente establecido en Israel: el monoteísmo. «Yahvé nuestro Dios, Yahvé es uno» (Deut., VI, 4), repite el piadoso
israelita. ¿Va Dios a revelarle brutalmente la Trinidad? Es evidente que, hecho
así, no tendría resultado y sólo lograría ser rechazado definitivamente. Dios, que es pedagogo, lo sabe. Por
su Hijo, a
quien envía, va a descubrir con mesura su misterio. La tarea de
Cristo será, pues, ésta: transformar la fe en Dios-Uno sin destruirla,
mas dejando entrever que en el seno del monoteísmo
más estricto es necesario introducir una pluralidad de personas, que viven de la
misma vida e iguales en todas las cosas. Se comprende que Jesús,
y después de Pentecostés, los Apóstoles, habrán de
respetar, al dirigirse a los judíos, la ley de las inteligencias, que es
asimilar
progresivamente la verdad. Lo sabemos bien. Cuando escuchamos a alguien, las palabras que pronuncia no tienen
todavía más que el valor de verdad y afectividad que en ellas puede poner
nuestra
experiencia y no forzosamente la de nuestro interlocutor, tal vez
mucho más rica. El amor, en un niño de seis años, no tiene todavía
más sentido que el que le aporta una breve
experiencia. No debe ir, casi, más allá de una busca de sí, pese al interés que parece
dedicar a sus padres o a unos familiares que lo son todo para él.
Pero, a los veinticinco años, a la hora de los
esponsales o del matrimonio, ¡qué profundización y ya qué altruísmo! Y
cuando llegue a la cuarentena, esta misma palabra, amor,
estará cargada
de resonancias, que van desde todo lo que ha podido haber en él de imperfecto y egoísta en una vida de hombre hasta
el puro don de sí mismo. Si ahora se piensa en el amor de un
santo Cura de
Ars, de una Santa Teresa y de un San Pablo, ¡qué revelación nueva
no fue para ellos en cada etapa de su vida! ¡Qué densidad distinta
en esta misma palabra amor en el gozador y en el
santo! Pues bien, el Evangelio, libro divino, pero escrito por hombres y
para hombres, no puede menos que conformarse a esta ley
universal de la revelación. La palabra de Dios hace
percibir en ella diferentes resonancias más o menos ricas, por una
parte porque
Dios conoce la debilidad de aquellos a quienes habla y la indigencia de su espiritu; por otra parte, porque los beneficiarios
de la revelación no pueden comprender los rodeos de que
se vale para
dar de Él una luz más rica. Esas advertencias nos ayudarán a leer el Nuevo
Testamento. Habría que librarse de poner todos sus libros en un pie
de igualdad.
No que uno sea más santo que el otro, o mayormente la palabra de Dios. Sino que unos han sido escritos para
comunidades ya cristianas (escritos de San Pablo y San Juan), los otros
para
comunidades judías (Mateo y Marcos) o para el medio pagano
(Lucas). Además, los Sinópticos fueron recogidos unos veinte o
treinta años después de la Ascensión del Señor, pero a
poco después de ésta eran ya transmitidos oralmente y constituian una
predicación oral para judíos o paganos. Ahora bien, a esos
auditorios de no cristianos, había que insinuar a
menudo, más que decir brutalmente, la verdad. Los Apóstoles,
fortalecidos con el Espíritu de Pentecostés, debían, sin embargo, tener en
cuenta que
se dirigían a judíos monoteístas o a griegos paganos y sólo de una manera progresiva introducirles en el misterio de
Jesús y de Dios. Mas San Pablo, por el mismo tiempo, escribía a las
primeras
comunidades cristianas, como lo hará todavía más tarde San Juan,
sin esa preocupación de una enseñanza progresiva. La
verdad será dada por ellos total y compacta. Las palabras tendrán en lo
sucesivo un sentido determinado, cristiano, y no ya el que tenían en
el Antiguo Testamento.
Con este espíritu es como nosotros vamos a leer algunos textos
de los Sinópticos para entender sus relatos como los entendieron
los judíos. Mas vamos también a hacer esa lectura,
con la fuerza de la certeza de que los Evangelistas, en su enseñanza oral, querían
enseñar a la Iglesia naciente verdades nuevas. Comprendámoslo
bien. La revelación que nos es dada en la Escritura
reposa en el sentido que el autor ha querido dar a sus palabras y a
su relato y no en el sentido que había creído hallar primeramente
en las
palabras de Jesús. El sentido inspirado, pues se ha escrito para la Iglesia de todos los tiempos, está encerrado en el
espíritu del autor, que nos descubre hoy la palabra escrita. «A nadie en
efecto,
escapa—ha escrito el Papa Pío XII—que la regla capital de
interpretación consiste en descubrir lo que el autor ha querido
decir»17. Los Apóstoles han podido no descubrir
primeramente en Jesús más que al Mesías prometido. Después de Pentecostés,
estemos seguros de ello, es del Hijo de Dios de quien atestiguan.
Textos trinitarios
El relato de la Anunciación: Lucas, I, 26-38.
/Lc/01/26-38 Cada versículo de ese texto se enraiza en el Antiguo Testamento.
V. 26. El Angel de Yahvé viene a traer un mensaje; se
llama
Gabriel. V. 27 y 31. Se presenta ante una virgen Maria y le
anuncia que dará a luz un hijo a quien pondrá el nombre de Jesús.
Ahora bien,
Lucas nos hace saber que Maria es «virgen». Hay en ello una alusión a la «aAlmah» de Isaías, VII, 14, donde el
profeta anuncia una intervención decisiva de Dios orientada hacia el
reino mesiánico
definitivos 18, figurada ya en el nacimiento del futuro rey Ezequías,
hijo de Acaz. Allí, el hijo vislumbrado para los tiempos mesiánicos se
llamará Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros»,
nombre profético, prometedor de los favores divinos. Aquí el hijo de la virgen Maria se
llamará Jesús, palabra que, en hebreo, significa «Yahvé salva»,
equivalente por el sentido a «Dios con nosotros».
V. 28. El ángel saluda a María. Habitualmente se suele leer: «Dios
te salve, llena de gracia». Ahora bien, el verbo griego «jaire» dice
más que «Salve», dice: «Regocijate», como se traduce
en Sofonias, III, 14. Se comienza a adivinar por qué Maria ha de regocijarse: «el
Señor es con ella», el ángel le da seguridad de ello. Pero esa
seguridad reposa también en el anuncio mesiánico,
como está escrito en Zacarías, IX, 9:
¡Alégrate sobremanera, hija de Sión;
grita jubilosa, oh hija de Jerusalén! He aquí que tu rey llega a ti»... 19.
V. 29-31. Maria está trastornada. El ángel la tranquiliza: ha
encontrado gracia a los ojos de Dios. Lo cual significa,
como es fácil entrever, que su infecundidad actual y deliberada a
causa de su ideal de virginidad 20 va a concluir: concebirá y dará a
luz un hijo.
V. 32-33. Jesús será «grande», será llamado «Hijo del Altisimo». Esa «grandeza» subraya la benevolencia especialisima
que Dios tiene sobre él, análoga a la de Juan Bautista que «será
grande a los
ojos del Señor» y «lleno del Espíritu Santo desde el seno de su
madre» (versículo 15) pero, más perfecta aún, la continuación lo da
a entender. No sólo Jesús será un «justo perfecto», en
el sentido señalado en el capitulo precedente, sino el Mesías: «El Señor Dios
le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob
para siempre, y su reino no tendrá fin». El ángel
anuncia, pues, a Maria que va a realizarse en ella y por ella la profecía
de Isaías, VII, 14, y la que el profeta Natán había hecho a David: que
el Mesías
descendería de su raza (11 Sam., VII, 12-16). V. 35. El hijo de Maria será también llamado «Hijo de Dios». Pero
eso no nos asombra. ¡No se sabe que era habitual considerar a los
privilegiados de Dios como a sus «hijos»! Un gran
exegeta del siglo XVI, Maldonado, decia ya que las palabras del ángel
no querían dar
a entender cuál sería la naturaleza de este «hijo de Dios», sino la manera cómo se produciría su nacimiento. A causa de
su concepción que resulta de una operación divina, la del
Espiritu
Santo, y del poder del Altísimo que hace fecunda a una virgen, el
niño será santo, «hijo de Dios» y «Mesías». Nada que no nos sea, en adelante, familiar, aquí. La
acción del
Espiritu de Dios era conocida de María. También la «nube», que es la presencia activa de Yahvé. Casi se podría adelantar:
No se dice aquí nada más que en el Génesis, XVIII, 14, donde la
presencia
operante de Dios estaba sobre Sara para que, no obstante su
esterilidad, le fuese dado Isaac. El ángel lo insinúa incluso en el
versículo 37, al citar las palabras que Yahvé había
dicho al antepasado de Maria y dirigiéndoselas, a su vez: «Nada es
imposible para Dios». La enseñanza del texto se ilumina. Cuando esta
escena tuvo
lugar en la obscuridad de una humilde casa de Nazaret, hubo, para
Maria, el anuncio de su maternidad mesiánica: yo soy quien llevaré
al mundo, pudo pensar, el Salvador prometido a
Israel. Dios se manifestaba a ella, reposaba sobre ella, por la «nube» y el
«Espiritu». Era el primer anuncio del mensaje trinitario, todavía muy
velado. Dios comenzaba a ampliar el ámbito de la fe.
Pero Maria estaba lejos aún de sospechar toda la profundidad del
misterio de la
Encarnación. Más tarde, cuando su hijo alcanzó la edad de doce años, ella lo había de dejar ver bastante: «¿No
sabíais, dijo Jesús a sus padres, que le buscaban, que yo había de estar en
casa de mi
padre? Y ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lucas, II, 49-50).
Pero lo que es admirable en esa hora de los
preparativos, es la fe
obediente de la Virgen, que la hace fiel al plan de Dios y ejecutora de su voluntad. Su prima Elisabeth se lo dirá: «Y
dichosa la que creyó que tendrán cumplimiento las cosas que le han
sido dichas de
parte del Señor» (Lucas, I, 45). Maria entra en los designios de Dios
sin el beneficio de una revelación particular, únicamente por su fe
en el Mesías Salvador, del que va a ser la Madre. El
«Fiat» enuncia su obediencia a Dios, su adoración sumisa a Aquel que quiere, a
través de ella, salvar a Israel. Más allá de este «Fiat» del presente,
se ofrece la perspectiva del porvenir, con todo lo que
él aporta de pruebas, de claridad y de exigencia de amor.
Mas cuando Lucas escribió esta escena siguiendo el relato que
María le hizo, sabía, por haber recibido el Espíritu de
Pentecostés, el que «enseña todas las cosas» (Juan, XIV, 26), el alcance del
mensaje del arcángel San Gabriel. Al consignarlo, insinuaba a los
judíos y paganos y quería revelar a los siglos por
venir, la novedad entrevista en Dios: la adorable Trinidad.
El Bautismo de Jesús: Lucas, III, 21-22; Mat., III, 13-17; Marc., I, 9-11.
Jesús es bautizado por Juan Bautista. El Espíritu Santo desciende
sobre él en forma corporal, parecido a una paloma.
Una voz viene del cielo: «Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo
mis complacencias».
Para comprender algo en ese pasaje, hay que
retrotraerse también al Antiguo Testamento. La voz que viene del cielo es la del
Padre. ¿Qué dice? Los Evangelistas nos contestan: cita a Isaías,
XLII, 1, salvo en dos términos, que cambia. Allí donde
Isaías ponía «siervo», escriben «hijo»; allí donde se leía «elegido»,
se lee «muy amado»: «Tú eres mi siervo, a quien yo he escogido
(«elegido»), en
el que se complace mi alma» Pues bien, el término «muy amado», en el Antiguo Testamento,
recobra también, en la versión griega de los Setenta, el sentido de
«único». Por ejemplo, allí donde el texto hebreo del
Génesis, XXII, 2 y 16, dice de Isaac que era el hijo «único» de
Abraham, la versión griega dice «muy amado». Se capta el procedimiento:
la lengua
griega bíblica se vale de una palabra que recobra los dos sentidos: muy amado y único. Cuando los Evangelistas citan el
texto de Isaías, XLII, 1, anuncian, pues dos cosas:
a) Que Jesús es «el siervo» de Dios en el sentido
bíblico, el Mesías de que habla Isaías, XLII, 1, y LIII, el elegido
de Dios, que
tomará sobre sí la iniquidad del pueblo. Pero declaran también que este servidor es «el Hijo».
b) En segundo lugar quieren dar a entender que este «servidor-Hijo» es «muy amado»; es decir, elegido
por encima de
todos 21, y por consiguiente único. En otras palabras, Jesús es «el
Hijo único de Dios». La enseñanza está, pues, clara. Cuando los asistentes
que
rodean a Jesús en su Bautismo en el Jordán oyeron la voz celestial, fueron invitados a reconocer en Jesús al Mesías, Hijo
privilegiado de Dios hasta el punto de que es declarado su «Hijo
único». Había en
todo ello mucha materia para hacer reflexionar a los israelitas sobre
el sentido de la filiación de Jesús. Es igualmente posible que se
sospechara ya, bajo la forma corporal parecida a una
paloma, al Espíritu de Yahvé y su acción operante. Por cuanto que esta forma
podía evocar a los espíritus la imagen del Génesis, I, 2: «El espíritu
de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (para
hacerlas fecundas). Es poco probable, sin embargo, que los
judíos pudieran siquiera entrever aquí una manifestación trinitaria.
Mas cuando
nuestros Evangelistas nos afirman que «la forma corporal parecida a una paloma es el Espíritu Santo» quieren instruirnos
acerca del papel y naturaleza de su manifestación, como acerca
del sentido de
esta «teofanía». Con toda la Iglesia, no nos quepa duda acerca de
ello: el Evangelio nos enseña aquí que Jesús es el Hijo
del Padre de los cielos, en el sentido absoluto de la palabra, y que la tercera
persona de la Santísima Trinidad reposó sobre él en su Bautismo.
La pluma de los autores sagrados fue inspirada para
darnos la certeza de ello.
El último mensaje trinitario: la orden de bautizar (Mat., XXVIII,
19).
Es en la mañana del día de la Ascensión, el día de la separación de Jesús de los suyos. Es, pues, la hora de las
confidencias, es decir, de las supremas revelaciones. Jesús dice:
«Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la
tierra. Id, pues, y amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Cristo declara, pues, ante todo que ha recibido del
Padre todo poder. Ya antes había dicho que todas las cosas le habían sido
entregadas por el Padre (Mat., XI, 27). Mas no es éste el único
rasgo por el cual esa última escena se enraiza en las
revelaciones pasadas. La del Bautismo lo explica a causa del
paralelismo de las situaciones. El Padre, en el comienzo de la vida pública
de su
Mesías, declaró que Éste tenía todas sus complacencias y que, por tanto, había que escucharlo. Era una invitación
apremiante a escuchar y creer sus palabras. Ahora bien, en este
último día de su
vida terrestre, Cristo libera de toda obscuridad su mensaje. Un rito,
el Bautismo, debe ser conferido por los Apóstoles, y en
el nombre de las tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Personas
lo son, pues Jesús las pone en un pie de igualdad perfecta respecto
de la eficiencia de este rito, que procede de su poder.
Mas esto era declarar paladinamente que las tres son Dios.
Después de esta revelación última, Mateo pone fin a su
Evangelio. Era natural que Jesús hablara sin ambages
en aquel día y que el Evangelista diese más tarde a sus lectores la última palabra
del mensaje cristiano, que es conocer a las tres Personas divinas,
especialmente en el papel que desempeñan en este
rito en que descansa la instauración de la religión cristiana.
Progreso de la revelación respecto de cada una de las
personas divinas Aquí, además, Padre, Hijo y Espíritu Santo constituyen
el objeto de una revelación que se inserta en plena vida. Pero,
más
particularmente, en torno de la persona de Jesús es donde se
cristaliza la nueva doctrina, y, por Jesús, el Dios-Trinidad se
impondrá a las inteligencias y a los corazones. Jesús
anuncia discretamente su filiación misteriosa. Y su mensaje tiene mayor
riqueza a medida que se va aproximando al término de su misión.
Pero necesita toda su vida terrestre para llamar la
atención de los judíos sobre las relaciones particularísimas que afirma
tener con
Dios, a quien llama su Padre, y con el Espíritu Santo. Así, progresivamente, es como se va entrando en su
misterio.
1. El Padre y el Hijo, en el Evangelio:
A lo largo de toda su vida, Jesús se esforzó por hacer que sus
discípulos descubrieran la especialisima relación que tiene con
Dios-Padre, absolutamente trascendente a la de
aquellos. El Evangelio de la infancia.
«¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?»
(Lucas, II, 49). Jesús subraya la atención
particularísima que debe prestar a las cosas de su Padre. En otros términos,
debe ser enteramente de Dios, abandonando las
preocupaciones de José y
Maria. Y ellos no comprenden nada de lo que les dice (versículo 50).
Los comienzos de la vida pública.
Jesús se llama «Hijo de Dios» por un título distinto
que los hombres. Léase a este respecto, Mat., VI, 32; VII, 11,
21; X, 32; XII, 50 Lucas, XI, 13, XII, 32.
Es llamado «Hijo de Dios» por Satanás (Mat., IV, 1-
11), por los demonios (Mat., VIII, 20) y por el centurión cuando muere en la Cruz
(Mat., XXVII, 55). Mas, como puede observarse, nada en dichos
textos permite decir qué filiación unía a Jesús con su
Padre. Se debe también recusar el que se le haya creído Hijo de
Dios igual a
Dios. La muchedumbre, ¿no decía: «Por ventura no es éste el carpintero, el hijo de María...»? (Marcos, VI, 3). O
también se le llama «Hijo de Dios», es decir, el Mesías (Mateo, IX,
2; XII, 23; XX,
30-34; XXI, 9). Sin embargo, se admiran de que el Mesías pueda
hacer tales milagros. Plantear unos puntos de interrogación,
solicitar la reflexión sobre su persona, ser signo de
contradicción, como Simeón lo había profetizado (Lucas, II, 34), eso es lo que
desea Jesús. Como se dice en la actualidad: «¡se envuelve en
misterio!»
En mitad de la vida pública.
Un hermoso texto que tiene gran fuerza en la boca de Jesús es
Mat., XI, 25-27. Jesús afirma en él que el Padre es el
único que conoce al Hijo y que El mismo tiene del Padre un conocimiento
superior, que le corresponde además comunicar a quien le place.
Semejante declaración posee una fuerza extrema. No
es posible interpretarla más que como un conocimiento en el
sentido más total, que sólo hace posible una intimidad sin igual entre el
Padre y el
Hijo. El Antiguo Testamento sabía, en efecto, muy bien que Dios es el único que conoce sus propios designios (Isaías, XL,
13). Ahora bien, si Jesús los conoce, es porque es Dios. Tal era el
valor de su
declaración. ¿Qué eco despertó su palabra en el corazón de sus
discípulos? ¿No puede plantearse esta pregunta? Mas
el desarrollo de los hechos harto muestra que no la comprendieron de inmediato.
En efecto, poco tiempo después, Jesús y los doce están en Cesarea
de Filipo. Jesús pretende sondear el grado de fe que
éstos tienen en El (Mat., XVI, 13-21). Leamos el texto con
detenimiento. La profesión de fe de Pedro no implica más que el
reconocimiento de la
condición mesiánica de Jesús. Sin duda San Mateo refiere que Pedro afirmó: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios
vivo». Pero San Marcos anota solamente: «Tú eres el Mesías» (VIII,
29), y San
Lucas: «El Mesías de Dios» (IX, 20). Y era esto lo que Jesüs quería
que se dijese en aquel momento de Él. Sabía que la gente se
planteaba a su respecto muchos interrogantes. Mas
nunca habíase llegado a afirmar de Él algo bien determinado. Se decía: «Es el hijo
del carpintero», o: «es el hijo de María y José». La duda, sin
embargo, flotaba sobre su persona, que era para
muchos una piedra de escándalo. Cautivadora, por las reflexiones
que nos sugiere, es la narración de la tempestad apaciguada
(Marcos, IV,
35-41). En ella Jesús da prueba de un poder extraordinario, paralelo al que Yahvé, en otro tiempo, había
mostrado, según Jonás, I, 3. Allí era Jonás el que dormía en la barca,
sin
preocuparse de la tempestad. Ésta no se había de apaciguar más
que con la plegaria de los marineros a Yahvé y cuando
Jonás fuese echado al mar. Aquí la tempestad se apacigua cuando, una vez
despertado de su sueño, Jesús ordena al mar que se aquiete.
Ambas situaciones tienen, pues, una notable
semejanza, con la única excepción de que ya no es Yahvé el que aplaca
las olas, sino Jesús mismo. Esto sobrecogió inmediatamente a todo
el mundo.
Temor sagrado, por lo demás: el que se experimenta ante las manifestaciones del poder divino. Jesús era, para
todos, un «misterio». Nadie osaba afirmar todavía que fuese el
enviado de
Dios. Pero se preguntaban: «¿Quién, pues, será éste a quien los
vientos y el mar obedecen? A Pedro, a quien Jesús va a poner a la cabeza de los
otros, era
pues, a quien estaba reservado el honor y la gracia de pronunciar la palabra decisiva. Pedro proclama su fe en el Mesías
de Dios. De momento, eso bastaba, pues la comunidad de Israel
debía
reconocer, ante todo, a su Mesías. De él, además, afirmará Pedro el
día de Pentecostés que «Dios ha hecho Señor y Mesías a este
Jesús a quien habéis crucificado» (Hechos, II, 36).
Cuando Pedro hubo hablado en nombre de todos, se había adelantado, por
consiguiente, un paso: había sido proclamado que el Mesías estaba
en medio de su pueblo, que habían llegado los tiempos
mesiánicos. Para los doce, equivalía a saber que la salvación de
Dios había
llegado hasta ellos. Y, sin embargo, no había sonado la hora de extenderla a todas partes. Jesús prohibió, pues, a los
discípulos que dijesen a nadie «que Él era el Mesías» (Mat., XVI,
20).
¡Debilidad y dificultad de la fe de Pedro! Unos instantes después
el Apóstol privilegiado probará que no ha captado todavía la
profundidad del misterio, ni todos los caracteres del
Mesías. Si no, ¿habría reconvenido, como lo hizo, que el Mesías debiese sufrir?
(XVI, 22). ¿Qué diferencia entre esta hora en que Pedro da prueba,
en un punto tan capital, de tanta ignorancia y falta de
audacia en la fe, y aquella otra en que hablará con emoción del
«Cordero sin mancha» que le ha rescatado, como lo había
anunciado Isaías, LIII
(Primera epístola de San Pedro, I, 18-21). En esta época de su madurez espiritual, el siervo sufriente no tiene ya
nada que pueda chocarle. Isaías, LIII, ha sido transfigurado gracias al
descubrimiento—obra del Espíritu (Juan XIV, 26)—de
la divinidad de Jesús, en la luz de la mañana de Pascua y los fuegos
de Pentecostés.
Antes de la Pasión. En la parábola de los viñadores homicidas (Mat., XXI, 33-46)
Jesús refiere que se da muerte primero a los criados y luego al Hijo.
Esta oposición entre el Hijo, heredero de la viña, y los
criados, encargados simplemente de vigilar la cosecha,
subraya la
preeminencia de Jesús: ésta le pone por encima de los profetas que le han precedido. Trascendencia sobre la cual nadie se
engaña: a partir de aquel instante se comenzó a querer
perderle.
Poco después Jesús fuerza a los fariseos a reconocer que Él, de
quien se sabe que es el hijo de David, es también su Señor:
«Dijo el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi diestra». Lo cual significa: «Dijo el Señor (Yahvé) a mi Señor (el Mesías
que descenderá de mí, David): siéntate a mi diestra». Así pues,
concluyó Jesús, «si David le llama Señor, ¿cómo
puede ser hijo suyo?» (Mat., XXII, 41-46).
La Pasión.
Retengamos el texto de Mat., XXVI, 63-66. A Caifás,
que le interroga, Jesús declara que es «el Hijo de Dios». Ahora bien, esta
afirmación es tenida por blasfema. ¿Por qué? Se observará que Jesús, en aquel instante solemne en
que
peligra su vida, afirma ante todo que él es el Mesías de quien habló
Daniel, VII, 13: Él se sentará «a la diestra del Poder y vendrá sobre
las nubes del cielo». Mas los rasgos del Mesías, en el
texto de Daniel, eran celestes a causa de su origen misterioso: vendrá sobre
las nubes del cielo. Mientras que el origen de Jesús es conocido de
todos como terrestre: es el hijo de José y María. De
ahí, a los ojos de Caifás, la inverosimilitud de las palabras de
Jesucristo: ¿cómo va
a poder ser el Mesías-Hijo de Dios de quien habla Daniel? Su pretensión excede todos los límites y alcanza la
categoría de blasfemia Tampoco aquí se deja entrever sin ninguna
duda la
exacta filiación de Jesús. Pero ¿quién se atreverá a poner en duda
que Mateo, escritor inspirado, haya querido enseñarnos el origen y
la naturaleza divinas del enviado de Dios?
Cuando Jesús muere en la Cruz, nos dice San Mateo, se realizaron prodigios: terremoto, rompimiento de
rocas, resurrecciones, etc. El centurión y los soldados que
estaban de
guardia junto a los crucificados, presas de terror, exclamaron:
«Verdaderamente, Hijo de Dios era éste» (XXVII, 54). ¿Qué
significaba esta exclamación? Respetemos el sentido
de la escena. Aquel buen soldado romano ignoraba en absoluto lo que podía ser
un «verdadero Hijo de Dios». Mas, interesado con toda certeza por
la jactancia lanzada poco antes sobre la persona de
Cristo: «Veamos si Elías le viene a salvar», no puede
abstenerse de proclamar que Jesús es, en efecto, un justo. Por lo
demás, ésta es
la exclamación que en sus labios pone San Lucas y que comporta, no un carácter de verdad más grande, sino un sentido
explicativo mejor: «Realmente este hombre era justo» (Luc.,
XXIII, 47).
Después de la Resurrección.
Volvamos a leer el episodio del encuentro de Jesús y
los dos discípulos en Emaús (Lucas, XXIV, 26-47) El resucitado no anuncia
aún más que la glorificación del Mesías sufriente de Isaías LIII:
«Él les abrió el espíritu para comprender las
Escrituras. Y les dijo: Así está escrito que el Mesías debía sufrir y resucitar
de los muertos al tercer día».
2. El Hijo, «servidor» glorificado, Mesías y Señor, en la predicación de los Apóstoles.
El Espíritu de Dios ha llenado el alma de los Apóstoles.
El
Espíritu, no nos quepa duda de ello, ha iluminado sus inteligencia
como lo había anunciado Jesús (Jn., XV, 25-26) A pesar de todo, los
Apóstoles, fieles en esto al método de Jesús, van a
hablar en la misma forma progresiva y con la misma prudencia, O mejor, éste es
el método, lento pero estimulante para el espíritu, que los
Evangelios sinópticos nos han consignado
únicamente. Véseles aquí, en los Hechos de los Apóstales, arrancar
de la profecía del «Siervo» de Yahvé (Isaías, LII, I, y LIII)
para declarar
que Jesús es, no «Hijo de Dios», sino su «siervo:, (III, 13). Dios continúa siendo el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, mas es también el «que ha glorificado a su siervo Jesús» a
quien los judíos
entregaron y renegaron ante Pilatos. Sin embargo, de siervo que
era (III, 13-26; IV, 27, 30, etc.) ha pasado a ser, por
su Resurrección, Señor y Mesías, exactamente el que se esperaba
como Salvador (II, 32-36). Mas cuando estaba en la tierra Jesús no
era, dice San Lucas, más que un hombre «acreditado»
por Dios gracias a los milagros que hacía (Hechos, II, 22). Será
necesaria, pues, la boca de Pablo para que la expresión «Hijo de
Dios»
sobrepase, en los Hechos, el sentido mesiánico 22. ¿Qué vamos, pues, a concluir sino que la primera predicación de
los Apóstoles, cuando menos el mensaje que ha sido consignado
por escrito a mediados del siglo I, en los Hechos y los
Evangelios sinópticos, anunciaba que Jesús es el Mesías de Dios,
su Hijo escogido, amado por encima de todo, único? No
hemos de ver,
sobre todo, en ello una deficiencia en el conocimiento que los Apóstoles hayan tenido de Jesús, aun después de
Pentecostés, sino más bien la voluntad de presentar a su Maestro
de una forma
tal que el auditorio pudiese aceptarlo sin sentirse en violencia. Lo
sabían muy bien, por su parte: el Maestro había obrado así para
con ellos, para con todos. Si lo hubiese hecho de otra
suerte, le habrían lapidado sin tardanza. ¿No prohibía la Ley de Moisés tener
por Dios a otro que a Yahvé? (Exodo, X, 5; Dent., VI, 5). Mas Jesús,
y los Apóstoles después de él, obraron mejor.
Forzaron a los hombres a ponerse en su presencia, a meditar sus
palabras y a
escrutar sus actos, a fin de que descubriesen el misterio de su relación con el Padre y de su propia persona. Un
ejemplo resumirá semejante método. Yahvé, y sólo Él, tenía derecho a
exigir la
adhesión absoluta de toda criatura. Se presentaba como objeto
único de su amor: «Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, Yahvé es uno,
Amaras, pues, a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Deut., Vil,-5).
Ahora bien, Jesús exige a su vez este mismo amor, que no
soporta partición, hasta perderlo todo para seguirlo.
Mas haciéndose centro de la religión de los hombres, Cristo
usurpaba de algún modo las prerrogativas de Yahvé, era
verdaderamente un
signo de contradicción. Mantiene el precepto del Deuteronomio con firmeza (Mat., XXII, 37). Sostiene, al mismo tiempo,
que es necesario seguirle y que le corresponderá retribuir a los que le
hayan sido
fieles (Mat., X, 38; XIX, 27-29; Lucas, IX, 23; XXII, 28-30). Este último
precepto era más fuerte que todo y el dualismo de esas distintas
declaraciones no podía resolverse más que en una sola
afirmación: Jesús es Dios como Yahvé es Dios, y aquél no es con éste más que
un solo Dios. Pero qué salto se precisaría poder dar para resolver
esas antinomias, para afirmar al mismo tiempo que
Yahvé lo es todo (Mat., IV, 10) y que Jesús no es un impostor, puesto
que el Padre
declara que es su «muy amado» (Mat., III, 17; XVII, 5); para alcanzar el límite esperado, en el sentido de que Jesús es lo
que deja entrever que es. En estas perspectivas habría sido
necesario
entender además a Mal., XI, 25-27. Mas precisamente Jesús
declaraba que no se podía entrar en su revelación más que por la
humildad:
«Bendigote, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque encubriste esas cosas a los sabios y prudentes y las descubriste a los pequeñuelos...»
Antes de ser el Hijo de Dios, conocido como tal, Jesús
era ante
todo un hecho. Habría convenido examinarlo como tal, sin idea
preconcebida, en la simplicidad. Reconozcamos que el monoteísmo
tan cerrado de un pueblo que no vivía más que de la
Ley y cuya roca de sustentación era, ofrecía serios obstáculos a ello. Pero la
afectada gravedad farisaica se había hecho, además, una máscara
con esta actitud, que sólo la humildad habría sido
capaz de quitar. Hasta tal punto la ceguera espiritual había de ser la
enfermedad de los judíos.
3. El Espiritu-Santo de Dios. San Gregorio Nacianceno veía muy claro cuando nos
aseguraba que la era que se inaugura con Pentecostés es la del
Espíritu
Santo, cuya manifestación se ilumina en la Iglesia. Nadie extrañará,
pues, si aquí, también, en los Evangelios sinópticos y
los Hechos, la revelación del Espíritu se sitúa en la prolongación del Antiguo
Testamento. Fuerza que viene de Dios más que persona divina.
Correspondería a la Iglesia discernir su carácter
personal. El Espíritu Santo y Jesús, en los Evangelios sinópticos.
Juan Bautista, dice el ángel Gabriel, estará lleno del Espíritu
Santo desde el seno de su madre (Lucas, I, 15). Éste
es el signo de su vocación profética, análoga a la de Jeremías (I, 5) y a la del
Mesías (Isaías, XI, 1-5). En el mismo sentido Mateo I, 1820, y Lucas,
I, 35, atribuyen al Espíritu Santo el nacimiento virginal
de Jesús. Mas, como para mejor acreditar la misión de Jesús, el
Espíritu Santo está con él y le dirige a lo largo de toda su
vida.
Se posa sobre él en su Bautismo: Lucas, III, 22. Le impulsa hacia el desierto: Lucas, IV, 1. Le conduce a Galilea: Lucas, IV, 14.
Bajo su acción Jesús se estremece de gozo: Lucas, X, 21.
Por su virtud Jesús arroja a los demonios: Mal., XII,
28. Pero, a su vez, Jesús lo promete a los Apóstoles:
- sea de una forma enteramente general: Lucas, XXIV, 49;
Hechos, I, 5 y 8;
- sea para que los asista en funciones bien determinadas. Así, les comunicará el espíritu de oportunidad, cuando
sean acusados falsamente (Marcos, XIII, 11).
El Espíritu de Yahvé pasa a ser, por tanto, el Espíritu
de Jesús: lo posee como suyo, sobre todo dispone de él.
El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, en los «Hechos de los Apóstoles».
Los Hechos de los Apostoles, libro admirable por el papel que en
él desempeña el Espíritu, del cual se ha dicho que
sería llamado más justamente Los Hechos del Espíritu Santo. Éste lo
ocupa totalmente
Jesús ha cumplido su palabra: ha venido el Espíritu,
don del Señor glorificado (II, 33). Su nombre es «Espíritu», o «Espíritu
Santos o «Espíritu del Señor» (V, 9; VIII, 39) y una vez «el Espíritu
de Jesús» (XVI, 7).
La venida del Espíritu Santo está vinculada con los ritos:
- del Bautismo: I, 5, II, 38; XI 15. - de la imposición de manos: VIII, 15-19; XIX, 6.
Desciende sobre aquellos que han escuchado la
palabra de los Apóstoles: II, 4, X, 44. Los efectos que produce en los fieles son
extraordinarios, mas a veces temporales, para una misión o una función
determinada: don
de lenguas (II, 4, 11; X, 46); de profecía (XI, 28; XX, 22, 23); de
sabiduría (VI, 10); de intrepidez en el testimonio (IV, 8, 31).
Mas se sabe también que habita de modo permanente
en ellos (VI, 3; XI, 24), lo que no asombra si uno recuerda que ésa era ya
una de sus prerrogativas en el Antiguo Testamento Ahora bien, este
Espíritu Santo es también aquel mismo que Jesús
poseía durante su vida (I, 2; X, 38). Había sido guía de Jesús, según los
Evangelios.
Ahora pasa a serlo de los Apóstales: impulsa al diácono Felipe a ir a catequizar al etíope (VIII, 29); traza a Pedro una linea
de conducta frente al pagano Cornelio (X, 19, y XI, 12); escoge a
Bernabé y a
Saulo como misioneros (XIII 2-4); les impide ir a Asia, para dirigirles
hacia la Tróade (XVI, 6-8). Se sabe también que es Él quien ha inspirado las
Escrituras.
¿Cómo iba a dejar de darles sentido? (I, 16; II, 16; IV, 25; VII, 51). El Antiguo Testamento se ilumina, pues, gracias a Él.
Pero, igualmente, lo mismo que Él había inspirado a sus
autores, en
adelante guiará también a los Apóstoles en el gobierno de la Iglesia
y les hará infalibles. En el primer concilio celebrado en Jerusalén,
les dicta las decisiones que deben tomar (XV, 28).
Fuerza activa, luz, guía de los jefes de la Iglesia, he aquí lo que es el Espíritu de
los Hechos. Pero hay todavía más. El Espíritu Santo es tratado
también como
una persona, sobre todo en el paralelo que se le hace sostener con
Jesús. Al igual que Jesús envía a Ananías junto a Saulo para
instruirse sobre la conducta que debe llevar (IX, 10),
así el Espíritu Santo envía a Pedro al lado de Cornelio (X, 19). Al igual que Jesús
no había permitido a Pablo que permaneciese en Jerusalén, sino
que le había enviado entre los paganos (IX, 15), a su
vez el Espíritu Santo, más tarde, le impedirá que vaya a Bitinia para
enviarle a la
Tróade (XVI, 7). En fin, el Espíritu Santo está también personificado cuando Pedro reprocha a Ananías por haber mentido al
Espíritu Santo (V, 3, 9). Jesús mismo había declarado que la
blasfemia
contra el Espíritu Santo no tendría perdón (Mat., XII, 31).
La Iglesia no ha tenido la preocupación de olvidar esta
enseñanza. Sabe que el guía que la ha dirigido en sus
primeros pasos en medio de un mundo hostil y cerrado para Cristo, sigue
siendo aún su luz y su defensor. Cada año, en la semana de
Pentecostés, repite esas palabras de la admirable
secuencia: «O lux beatissima,
Reple cordis intima Tuorum fidelium.»
«¡Oh luz felicísima,
Llena, en lo más íntimo, El corazón de tus fieles»
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
CAPÍTULO III
EL MENSAJE DE SAN PABLO A LOS PRIMEROS
CRISTIANOS
El mensaje de San Pablo difiere del de los Evangelios sinópticos por varias razones. En primer lugar, Pablo es un
converso. Sabido es cómo fue atajado por Cristo glorioso en el camino
de Damasco,
adonde se dirigía para perseguir a los cristianos. Ha
sido, dirá él después, «apresado por Cristo-Jesús» (Filip., III, 12),
conversión
brutal, violentamente conmovedora. Ahora bien, él encontró desde el principio al «Señor de la gloria» (I Cor., II, 8). Éste
tendrá siempre el primer puesto en su alma, Cristo entregado por los
judíos, mas
triunfante sobre la muerte gracias al poder de Dios Padre, que le
resucitó (Filip., II, 9-11). En el primer plano de los escritos paulinos
hay que entrever a un Cristo muerto por nuestros
pecados y resucitado para nuestra propia resurrección (I Cor., XV, 3-4 y 8-9).
Su itinerario espiritual se nos presenta, pues, distinto del de los
demás Apóstoles. También ellos fueron conociendo
progresivamente al Señor. Comenzaron por conocer a «Jesús
hombre», hijo de José y María. Escucharon su invitación a
abandonar sus trabajos de pescadores (Mat., IV, 18-
22), de aduanero (Mat., IX, 9). No es extraño que hayan puesto tanta
complacencia en referir su vida concreta. Casi en los antípodas de
éstos, la atención de San Pablo se concentra sobre los
actos más importantes de la vida de Cristo: su muerte y gloriosa
resurrección. No hablará más que por alusiones sobre el Cristo
terrestre. (Véase,
por ejemplo, Rom., I, 1-5; Gál., IV, 4, etc.) En segundo lugar, lo que confiere al mensaje de San Pablo un
carácter particular, es la comprensión inmediata, profundisima, que
tuvo de Cristo. Si uno se atuviese a ciertas fórmulas
empleadas por él, incurriría en la tentación de creer que ningún
doctor se ha
interpuesto entre Cristo y él: «El Evangelio predicado por mí no es conforme al gusto de los hombres; pues yo no lo recibí
ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesu-Cristo»
(Gál., I,
11-12). Mas esos versículos están escritos fogosamente para
reivindicar el título de Apóstol que le era discutido (Gál., I, 1). Su fiel
discípulo San Lucas ha tenido buen cuidado de
informarnos de que Jesús no quiso ser el director inmediato de Pablo. Desde su
conversión, le envía a Ananías y de él recibirá todas las
instrucciones útiles para ejercer su cargo de Apóstol
(Hechos, IX, 6 y 11 a 17). En la Iglesia, en efecto, siempre han
enseñado, ni que fuese en el caso de San Pablo, los pastores. En aquella
época, la
misión de evangelizar correspondía a los Doce. De ellos recibió San Pablo lo esencial del mensaje de Cristo: así lo deja
entender a los corintios (I, XI, 23). Mas lo que ha dejado en él
profunda huella, es
menos el haber sido instruido por tal o cual, que el haber sido
escogido por el mismo Jesús como apóstol de los gentiles (Gál., I, I
y 16). ¿Cómo esa elección podía dejar de matizar su
mensaje con un calor particularísimo? En un instante, el perseguidor se convirtió
en apóstol. El alma de Pablo estará impresionada por ello para
siempre. El judío cerradamente monoteísta, que
acorralaba a los discípulos de Cristo, sabe a partir de aquel instante
que el único
Dios, del que no reniega (Col., III, 20) tiene, sin embargo, un Hijo a través del cual realiza la redención del mundo (Rom.,
III, 23-25; Col., I, 12-24). La Ley en la que el fariseo se glorificaba
(Rom., III, 21) ha
cedido a la gracia de Cristo. Finalmente, el mensaje de Pablo fue meditado y
escrito para un medio muy distinto que aquel al que se dirigían los
Sinópticos. Estos
querían demostrar a los judíos que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios por excelencia. Pablo envía cartas de dirección a
las Iglesias cristianas. Sus corresponsales han recibido la primera
enseñanza
de la fe. Ya no hay que enseñarles el a b c, sino robustecerles en
las enseñanzas recibidas, descubrirles toda la amplitud del designio
eterno de Dios sobre los hombres, invitarles a vivir
más profundamente en la intimidad de las personas divinas. No nos
asombremos si Pablo no experimenta la necesidad de demostrarles
que Jesús es Dios. La debilidad presente de nuestra fe
es la que reclama argumentos de apologética para proponerlos
a los que no debieran tener ya necesidad de ellos. Pablo prefiere
describir el
misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De los rudimentos de la fe, buenos para el estado de infancia espiritual (I
Corintios, XIII, 11), hay que pasar a un alimento de adulto. Sus
corresponsales
le reclamaban una enseñanza en que les fuesen entregadas todas
las exigencias de la vida cristiana. ¿Cómo San Pablo
no había de ceder a ello? Eso es lo que nos ha valido sus ardientes descripciones, en que la Santísima Trinidad está en su
totalidad comprometida en nuestra salvación.
Las personas divinas
Saulo, por consiguiente, ha enseñado que el Dios único era
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Toda la vida cristiana, en
la óptica paulina, está en adelante presidida por esta revelación Pues el
Padre, el Hijo y el Espiritu Santo no son sólo tres Personas, que
vivan en no se sabe qué esfera vedada para los
hombres. Al darse a conocer por el Hijo, las tres se dan también en Él.
Cada una tiene sobre nosotros una mirada de benevolencia. Cada una
de ellas
actúa a su manera, principalmente para aportarnos la santificación. Y, sin embargo, siempre permanecen unidas
estrechísimamente: nada hace la una sin la otra, nada fuera de la otra.
Esta afirmación
nos permitirá concluir acerca de su identidad de naturaleza.
El Padre
¿Quién es y qué es? No es algo carente de importancia observar que, en el lenguaje
de San Pablo, el Padre sea llamado «Dios», con excepción de Rom,
IX, 5; Filip., II, 6; Tito, II, 14, donde este nombre es
aplicado a Cristo. En el Antiguo Testamento, «Dios» designaba a Yahvé,
el Dios
único. Desde ahora Pablo lo reserva a Aquel de quien dice que es del Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Rom.,
XV, 6; véase también 11 Cor., I, 3; XI, 31; Efesios, I, 3). Dios es el
nombre propio
del Padre, ya que se nos dice que Él envía a su Hijo al mundo
(Rom, VIII, 3, 32). Mas nos es presentado, por este mismo hecho,
como la fuente del amor: da lo que tiene de más caro.
Además, el amor viene de Dios Padre (2 Cor., XIII, 13), es su prerrogativa,
digamos su atributo, y por el Espíritu Santo es por quien El lo envía
(Romanos, V, 5). San Juan dirá mejor todavía: el
Padre que envía a su Hijo (Juan, III, 16;1 Ep., IV, 10) es el Amor (I, IV,
8).
El Padre, iniciador de nuestra salvación.
Nadie ignora que Cristo no condena a los pecadores, ya que vino para salvarlos (Mat., IX, 13; Lucas, XIX, 10). ¿Se
conoce con tanta certeza que el Padre no es el Dios vengador, que
cierta literatura se
ha complacido a veces en presentarnos? ¡Tantas almas se hallaban
encadenadas aún por el temor servil, que le confían a San Pablo! El
Apóstol nos tranquiliza. Dios Padre, que es manantial
de amor, es salvador de los hombres antes de que lo sea Jesús. A Él debemos
ante todo el ser redimidos. La Lev de Moisés es—lo sabe el fariseo converso—
impotente
para salvar a los hombres (Rom., III, 28) Entonces el Padre
intervino: «Lo que era imposible a la Ley, por cuanto
estaba reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su
propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como víctima por el
pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom., VIII,
3). Esta manifestación del amor del Padre tranquilizaba el alma
de Pablo: «Mas acredita Dios su amor para con nosotros en que,
siendo
nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mucha más razón, pues, justificados ahora en su sangre,
seremos por Él salvados de la cólera» (Rom., V, 8-9).
Ante semejante certidumbre, Pascal exclamaba: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría».
Somos salvados gracias al Padre. Pero, ¿cuál es la vocación de
los redimidos? San Pablo nos lo manifiesta en algunas
frases, las más formidables de su teología. También en esto hay que encontrar
en el Padre su explicación. «En todas las cosas Dios (el Padre)
colabora en el bien de los que le aman, de los que son
elegidos por su libre designio.» En esta elección es en lo que hay
que buscar el sentido de nuestra vocación Ahora bien, ésta no es
otra que ser
«predestinados a reproducir la imagen de su Hijo, que se convierte de esta manera en el primogénito de una multitud de
hermanos» (Rom., VIII, 28-29, véase también Efesios, I, 4-5 y
11). El Hijo es la
«imagen del Padre» (Col., I, 15), es decir, su reproducción exacta,
se experimenta la tentación de escribir: «su
fotocopia». Lo es eternamente. Nosotros somos llamados a hacernos la imagen de la
Imagen, a reproducirla. Así el hijo vendrá a ser el primogénito de
una multitud de hermanos, «llamados» en El a esta
vocación extraordinaria, «justificados y ya «glorificados» en su
propia glorificación (Rom., IV, 35). ¡Qué confianza y audacia
no se siguen
de ello, ya que pasamos a ser «hijos de Dios» y que Dios puede ser llamado por nosotros «Padre» (Rom. VIII, 15-16).
Iniciador de la salvación que nos concede en su Hijo, el Padre
sigue siendo su dispensador en este tiempo que es el
de la Iglesia. Su Espíritu nos la aporta infundiendo su amor en
nuestros corazones (Rom., V, 5).
El Padre, término del designio redentor. Con demasiada frecuencia nuestro pensamiento se desliza hacia
una idea de la Redención en que el hombre lo ocupa todo. Desde
que el humanismo del Renacimiento colocó al hombre
en el centro del universo, ha pasado a ser la única explicación del
envío del Hijo entre nosotros. Prácticamente el rescate del hombre
es para
nosotros la única clave de bóveda de la obra redentora. De ahí la estrechez de la mirada que lanzamos sobre el mundo.
«Hay que salvarlo», se dice, «hay que darle Dios». Es verdad,
hay en ello un
aspecto muy real de las cosas. Es cierto que el Hijo nació, murió y
resucitó por nosotros. Y sin embargo, es aún decir
poco. En el pensamiento de San Pablo, la Redención no consiste tanto en
salvar al hombre dándole Dios, como en devolverle a Dios, a quien
pertenece. El designio del Padre al enviar a su Hijo
para salvar al mundo es reconciliarlo consigo por medio de Él.
Pocos textos hay tan luminosos como Col., I, 20. En Él (Cristo)
tuvo a bien Dios (Padre) que morase toda la plenitud,
y por medio de El reconciliar todas las cosas consigo, haciendo las paces
mediante la sangre de su cruz; por medio de Él, así las que están
sobre la tierra como las que hay en los cielos.»
Reconciliación pacificadora, por supuesto:
«Y todo procede de Dios, quien nos reconcilió consigo por
mediación de Cristo, y a nosotros nos dió el ministerio
de la reconciliación; como que Dios en Cristo estaba reconciliando el
mundo consigo, no tomándoles a cuenta sus delitos» (2 Cor., V,
18-19).
Vamos más lejos todavía. En una visión grandiosa, Pablo nos
muestra el fin de la historia del mundo 23. En la tierra el Hijo
destruye toda Potencia malvada, se la somete, ÉI que
ha recibido para ello todo poder (Salmo II, 2). Dios Padre ha puesto todo el
universo a sus pies (Salmo VII, 7). Mas vendrá el fin. En aquel día el
Padre dirá: «Todo está ya sometido, excepto el
Cristo». Entonces el Hijo le devolverá su reino y, a su vez, se someterá a
Aquel que se lo
ha sometido todo. Y Dios Padre será Todo en todos. La cima de la historia del mundo, tal vez sea menos la Cruz y la
Resurrección de Jesús, que ese último día en que todo será
sometido al Padre. Se comprende la frase del obispo
de Antioquía encaminándose al martirio. En aquel mismo tiempo en
que parecia vencido por las «Potencias del Mundo», que atentaban
contra
Cristo en su persona, su deseo se dirigía a imitar a Cristo, a Éll era a quien buscaba, a Él a quien quería (A los Romanos,
VII, 1). Ser triturado entre los dientes de las fieras haría de él «la
imagen del
Hijo». Mas, sin embargo, este término no bastaba, como sabia muy
bien, a las aspiraciones de su alma. El Espíritu estaba presente en
él y murmuraba desde su interior: «Ven al Padre»
(VII, 2). El Padre, término del designio redentor, es posiblemente la
certidumbre, que podría transformar una vida. Nuestro fin ya no es
«yo» ni «mi salvación, sino la de la Iglesia, que debe
exultar de alegría ante Aquel que la ha querido salvar. Y más allá
todavía, la vocación de los redimidos es hacer resonar ante la
Majestad del
Padre eterno el himno de adoración y alabanza en el que se ejercita ya el Prefacio de nuestra Misa: «Nos tibi (Pater),
semper et ubique, gratias agere».
El Hijo
¿Qué es para Pablo el Cristo a quien ha encontrado en
el camino de Damasco? ¿Qué ha de ser para las comunidades cristianas que
tiene el Apóstol a su cuidado? A través de los diversos nombres
que le da, nos lo dice San Pablo.
El titulo de «Hijo».
Este nombre es usado comúnmente por San Pablo. Dice «el Hijo»
sin epíteto (Rom., I, 3, 9; V, 10; VIII, 29; I Cor., I, 9;
XV, 28; Gál., I, 16; I Tes., I, 10). «El Hijo de Dios», en el sentido más fuerte (Rom., I,
4; 11 Cor., I, 19; Gál., II, 20). «El propio Hijo de Dios», es decir, el
único, que el Padre nos entrega, a imitación de
Abraham, que no perdonó a su «único Hijo» 24 (Rom., VIII, 3 y 32). Es
también el «Hijo muy amado» (Col., I, 13), siendo el adjetivo
muy amado, como
sabemos 25, el equivalente de «único» y de «propio». Se advertirá en ese texto la idea, ya subrayada anteriormente:
Dios Padre es quien nos arranca del «reino de las tinieblas», es
decir, del poder
del demonio, para colocarnos en el reino del Hijo muy amado. La
profecía del Salmo II, 8, esta aquí realizada: «Yo te doy las naciones en herencia, y para su
dominio las
extremidades de la tierra». Cristo, Sabiduría de Dios.
Este nombre no es frecuente en San Pablo. Dos veces se le
encuentra en él, en el mismo pasaje (I Cor., I, 24 y
30). A pesar de la rareza de la expresión, el Apóstol encierra en ella
una riqueza
que resume todo un aspecto de su teología. ¿Qué quiere decir cuando llama a Cristo «Sabiduría de Dios», es decir,
Sabiduría del Padre?
La expresión debe ser reasumida en el interior de su
pensamiento e ilustrada también con el recurso al Antiguo
Testamento. Lo que constituía una dificultad en Corinto era
proclamar que Jesús crucificado es Dios. Los corintios
sentían un complejo de inferioridad frente a la civilización griega. Avidos de
«sabiduría», es decir, de filosofía, los griegos elaboraron
magníficos sistemas racionales, que les permitieron
colocarse entre los grandes pensadores de la humanidad. Existe un
«milagro griego» al cual somos deudores de las concepciones
más elevadas
acerca de las realidades divinas y las de este mundo. Mas si la «sabiduría» de los griegos daba una explicación
satisfactoria del hombre, se negaba a recurrir a las intervenciones
de la omnipotencia divina. Para un griego, el mundo
no es creado, sino eterno y sin historia. O mejor, existe una historia
que recomienza siempre y que escapa a toda intervención
de un ser
superior. El tiempo es allí de orden cíclico y vuelve a comenzar indefinidamente el mismo. No hay mejor comparación
con el mundo griego que la de nuestro siglo materialista y
determinista, que
escapa por ello a la dirección que le pueda ser impuesta por un
Dios, cuyo nombre ha venido a estar carente de
sentido. El mundo griego, como el de los idólatras de la ciencia, se basta a sí mismo.
Pero conocer el Universo, dar una explicación filosófica del hombre
que lo habita, he ahí la «sabiduría» que los griegos se
vanagloriaban de poseer. Si se les hablaba de un Dios encarnado,
más aun, de un Dios crucificado por nosotros, la cosa era recibida
con risotadas. Pablo las había escuchado en Atenas,
cuando, en el Areópago, después de un hermoso discurso con alguna pequeña
cesión a la sabiduría humana, había hecho oír el canto de la
esperanza, que es la resurrección de los muertos en
Cristo. Se habían burlado de él (Hechos, XVII, 22-23). Tras este
fracaso casi absoluto, Pablo había partido hacia Corinto. Mas había
aprovechado la lección. Cuando llega allá, se gloría de
una sabiduría distinta (I Cor., II, 1-5), no ya de la sabiduría de los
filósofos, sino de la que viene de Dios. Ahora bien, la sabiduría que quiere anunciar en
adelante, es ante
todo la manifestación de un atributo divino: sabiduría que es el
designio de Dios-Providencia, rector ordenador del mundo. De ella
habla a los romanos: la Sabiduría de Dios se
transparenta en sus obras hasta tal punto, que los paganos fueron inexcusables de no
reconocerla ni, a partir de ella, al Creador (Rom., I, 19-20). Ya un
sabio del Antiguo Testamento había dicho que Dios,
por ella, abarca con fuerza desde un confín al otro del mundo,
disponiendo
todas las cosas con suavidad (Sabiduria, VIII, 1). Ella es una especie de firma estampada por Dios en sus obras,
invitando a los hombres a inclinarse ante su intervención creadora y
providencial.
La belleza de las criaturas no puede hacer otra cosa que invitar a
subir a la incomparable del Creador (Sabiduría, XIII, 3-5). Éste
seguía siendo aún un método muy griego. Platón había
dicho cosas semejantes en su Banquete. El sabio, y San Pablo después de él,
apenas si añadían a ello más que la idea de un Dios-providencia.
Ahora bien, eso era insuficiente para distinguir al
cristiano del griego: el cristianismo debe su originalidad a la venida
del Hijo de Dios al mundo. Este paso era el que había que dar y
que opondría
entre sí para siempre a dos sabidurías. Pablo no vacila. El Dios de los cristianos ha entrado hasta tal punto en la
gobernación de este mundo, que lo ha recreado por su muerte. No es, por
consiguiente,
ya de sabiduría humana, de lo que se trata. Dios mismo descubre
las profundidades abismales de la historia en su Hijo, «Sabiduría de
Dios». Había en ello un golpe de audacia: oponer la
«sabiduría de los sabios según el mundo a la Sabiduría de Dios» aparecida en la
debilidad del hombre. Locura para los paganos, escándalo para los
judíos la predicación de un Dios-encarnado, y más
todavía: crucificado (versículo 23). Pero «lo que es locura de
Dios es más
sabio que los hombres y lo que es debilidad de Dios es más fuerte que los hombres» (25). La debilidad e ignominia de la
Cruz es en adelante «Sabiduría divina». La clave da la
interpretación del
mundo y del drama del hombre: pecado y gracia no se explican más
que en Cristo crucificado, «Sabiduría de Dios». ¿Equivale eso a decir que la Cruz de Cristo basta, por
sí sola,
para dar razón de la redención de la falta y que es ella misma la «Sabiduría divina»? ¡Eso no sería exacto! Si la
«Sabiduría de Dios» resplandece a través de Cristo crucificado, es porque
es ante todo
la expresión perfecta de la substancia del Padre. El prólogo de la
Epístola a los Hebreos —la cual, como es sabido, es rica en
teología paulina—hace una aplicación audaz. El libro
de La Sabiduría (VII, 26) había proclamado que la Sabiduría que emana
de Dios es «irradiación esplendorosa de la eterna lumbre,
y espejo inmaculado de la energía de Dios,
y una imagen de su bondad».
Pues bien, la sabiduría del Antiguo Testamento, que no tenia otra
función que la de manifestar la actividad
misericordiosa de Dios, pasa, en nuestra Epístola, a ser Cristo mismo. Él es, dice, «la
irradiación esplendorosa de su gloria y sello de su substancia» (I,
3). En otros términos, Cristo es el resplandor de Dios,
lo revela, lo muestra porque lo reproduce exactisimamente. La
impresión que
deja el sello en la cera es idéntica a la figura grabada sobre éste. Es su imagen fidelisima. Cristo «imagen de Dios» en el
rostro de quien resplandece su gloria (2 Cor., IV, 4-6), es, pues,
Dios mismo.
Así, al nombrar a Cristo «Sabiduría de Dios», San Pablo daba a los
Corintios una enseñanza incomparable acerca de su divinidad y de
su posibilidad de acción en este mundo. A la vez,
ponia frente a frente dos civilizaciones, dos caminos de salvación: una sabiduría
humana y la «Sabiduría divina», para declarar que la única
verdadera y salvadora era la que parecía loca y débil a
los sabios según el mundo: «a fin de que no se glorie ninguna
criatura delante de Dios. De él os viene lo que vosotros sois en Cristo
Jesús, el cual
fue hecho por Dios para nosotros sabiduría, como también justicia, santificaciónn y redención, para que, según está
escrito, el que se gloría gloríese en el Señor» (I Cor., I, 29-31).
Cristo Señor Ese es el tercer término en que nos detenemos ahora.
Por muy importantes que sean las expresiones Hijo y Sabiduría,
no igualan
todavía este titulo glorioso que, en San Pablo, se ha convertido en el nombre propio de Cristo.
¿De qué resulta esto? Del pensamiento firmísimo del Apóstol de
que Cristo posee una Señoría u omnipotencia
universal, y aquella misma que el Antiguo Testamento reconocía a Yahvé
Dios y que
ningún verdadero judío se habría atrevido a sustraerle. La palabra «Señor», traducción del hebreo Adonai, del griego
«Kirios» y del latín «Dominus», términos que evocan todos ellos el
Señorío
universal poseido por Yahvé, tiene toda una historia cuya
inteligencia no es inútil para captar bien el pensamiento de San
Pablo, y acaso también uno de los primeros dramas
que conoció el cristianismo naciente: las persecuciones.
Empleo profano de la palabra «Señor». La palabra «Señor» conoció, lo mismo en las
civilizaciones judías
que en las no cristianas, dos usos. Un uso profano. «Señor» es en ese caso y
ordinariamente una fórmula de cortesía, algo parecida al «Monseñor» con
que se honra
a los prelados de la Iglesia. Abraham usó de ella así hablando a Yahvé en las encinas de Mamré (Gén., XVIII, 3, 27,
30, 31 y 32), la cananea hablando a Jesús, en Fenicia (Marcos, VII,
28). Ese título,
en boca de aquella mujer, subrayaba la reverencia humanísima de
que ella se sentía presa delante de Jesús. María Magdalena hizo lo
mismo con aquel a quien ella creía un jardinero, en la
mañana de la Resurrección (Jn, XX, 15). En Roma «Señor» subrayó el dominio del emperador
sobre sus súbditos, dominio análogo al de un dueño sobre sus
esclavos: el
«Señor» es el «déspota». Emperadores soldados, como Augusto,
cifraban en dicho nombre el derecho que reivindicaban
de movilizarlos para la guerra. Augusto está adornado con ese título de
«Señor» para significar su dominación sobre el imperio. En los
Hechos de los Apóstales (XXV, 26) Festo dice a
Agripa: «no tengo cosa cierta que escribir al Señor», debemos leer al
emperador, dueño de estos Estados.
Por lo que respecta a los griegos que no gustaron de
sentir la férula de un dictador, no dieron el nombre de «Señor» ni a Filipo de
Macedonia, ni a Alejandro, aquellos dos grandes genios militares. El
«Señor» era el que fuese legalmente propietario.
Empleo religioso de la palabra «Señor»: los mártires.
Pero un día cambiaron las cosas. Con Nerón y Domiciano, tal vez
ya con Calígula, el título de «Señor» adquirió un nuevo
sentido. Mandar tropas, ser el «Señor» de un imperio no bastó ya a aquellos
nuevos déspotas. Como otrora en Egipto, se hacen «dioses» y
reclaman honores divinos. Entonces, como Daniel, que
se negara un día a adorar la estatua erigida por Nabucodonosor,
porque únicamente quería dar culto a Yahvé (Dan III), los
cristianos se
niegan a rendir el suyo a los nuevos emperadores. Les niegan la titularidad divina que ellos se arrogan. Ya que «Señor»
toma con ellos un sentido religioso, morirán antes que atribuirles
semejante
nombre. Tertuliano 26, en su Apología (cap. XXXIV), nos ha
explicado el drama que era aún muy actual en su
tiempo. «Augusto, dice, el creador del imperio, se resistía a que le llamasen «Señor».
En verdad, ¿no es éste el nombre de Dios? En cuanto a mí, de
buena gana llamaría «señor» al emperador, pero en el
sentido más usual, de tal suerte que esta palabra no usurpase un
titulo que únicamente conviene a Dios. Pues, frente al
emperador, yo me
siento libre. Mi único Señor es el Dios todopoderoso, Señor del mismo emperador.»
Así en dicho texto se distinguen dos acepciones de la palabra
«Señor». Una corresponde al empleo familiar. Señor
tiene en él un sentido «político», que concierne al orden temporal y
desprovisto de toda significación religiosa. Tertuliano reconoce que
en tal
sentido el emperador es señor, su dueño temporal. Mas al llamar al emperador «Señor» en el sentido en que él,
Tertuliano, «llama a su Dios» «Señor», se advierte que opone una negativa
rotunda. Por
causa de esa negativa, los cristianos vertieron su sangre: sólo a
«Cristo Señor» entonaban sus himnos «como a un Dios» 27. No
podían aceptar de ninguna manera colocar en pie de
igualdad a un emperador romano y a Cristo. La mártir Donata lo afirmaba:
«Nosotros, los cristianos, honramos al César como a César, mas a
Cristo es a quien reverenciamos y a Él a quien se
dirige nuestro culto». ¿No era ésa la aplicación del mandamiento de
Jesús: «Dad
al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»? (Marcos, XII, 17). Para los mártires Cristo Jesús es el «Señor».
A Él como al Padre se dirigen, pues, las aclamaciones y alabanzas,
a Cristo «que
está por encima de todo, Dios bendito por los siglos de los siglos»
(Rom., IX, 5).
La fe de Pablo.
Cuando los primeros cristianos iban a saciar su fe en la fe de San Pablo, ¿qué es lo que descubrían en sus cartas? ¿Qué
les enseñaba, pues, sobre Cristo, Hijo de Dios y Señor,
que les hacía
tan obstinados en su negativa a llamar «Señor» a los nuevos
Césares? En el fondo, la exposición de su fe a este respecto es
muy sencilla. Su método—si es que cabe hablar de
método tratándose de San Pablo—consiste en dar a Cristo el nombre que
en el Antiguo Testamento, corresponde en exclusiva propiedad a
Yahvé: Señor o Adonai, es decir, el Dios omnipotente
a quien deben dirigirse todos los homenajes. A partir de
entonces, esa palabra se reserva para Jesús; es su nombre propio:
«Para
nosotros no existe más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para quien nosotros somos, y un solo
Señor, Jesucristo, por quien todo existe y por quien nosotros somos (I
Cor., VIl). Mas
su demostración va más lejos aún: las acciones que en la antigua
economía eran con razón atribuidas a Yahvé, ahora es
Jesús quien es declarado su autor. Vamos a dar una serie de textos que ilustran
este procedimiento. Yahvé era llamado «Señor de gloria» (Salmo XXVIII
(29), 28. En
adelante, Cristo resucitado es «el Señor de gloria» (I Cor., II, 8).
Yahvé tenía pensamientos inescrutables (Isaias, XL 13). Nadie,
hoy día, puede penetrar los del Señor (Jesús): (I Cor.
II, 16). A Yahvé la tierra y todo cuanto encierra decía el sal. XXIII (24), I;
al Señor Jesús Pablo aplica ahora aquel versículo (I Cor. X, 26).
¿Se trata de la salvación? Pablo declara:
«Si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu
corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo»
(Rom., X, 9).
La misma afirmación se advertirá en la boca de Pedro (Hechos, IV, 12; véase también III, 6 y 16). Mas, ¿por qué la
salvación deriva de esta profesión de fe? Su explicación se descubre en
los
versículos 11 y 13. ¿No escribió Isaóas (XXVf0, 16)28: «Todo el que
creyere en Él (Yahvé) no se verá confundido.? Y Joel, III, 5: «Quienquiera que invoque el nombre del
Señor
(Yahvé) será salvo». Pues bien, cuando el judío monoteista Saulo, cuando el fariseo avezado al estudio y explicación de
la Escritura de la Antigua Ley hace semejantes transposiciones, se
está seguro de
que busca proclamar el Señorío universal de Cristo y, por tanto, su
divinidad.
Finalmente, en el gran texto de Filip.,II, 9-11, Jesús, dice San Pablo, recibe EL NOMBRE que está por encima de todo
nombre y este nombre es «Señor» 29, especie de santo y seña
de los
primeros cristianos sobre lo esencial de la fe (véase en tal sentido I
Cor., XII, 3). Ahora bien, lo mismo que antes toda rodilla debía
inclinarse ante Yahvé Señor (Isaias, XLV, 23) y no
ante Baal (I Reyes, XIX, 18), en adelante Cristo Jesús es quien recibe la
adoración suprema de todo el universo: cielos, tierra, schéol
(infierno).
Asi Jesús podrá ser declarado juez supremo y universal cuando
venga en el día último del mundo, en un fuego ardiente. Esta
anticipación de los últimos acontecimientos de la
Parusía 30 del Señor, San Pablo nos la propone en aquella gran página de 2
Tesal., I, 6, 12. El interés de semejante texto es que el Apóstol
recoge en él, en un mosaico fulgurante, profecías del
Antiguo Testamento que anuncian el «Día de Yahvé», es decir,
el juicio que hará sobre los hombres al fin de los tiempos.
Trasladando esas
profecías, San Pablo les presta otro tema: por ellas nos describe el «Día del Señor Jesús». Se leerá ese pasaje de la
siguiente forma: —versículo 7. Jesús vendrá en un fuego ardiente,
como había
sido dicho de Yahvé (Isaias, LXVI, 15). 8. Se vengará de los que no conocen a Dios (Jer., X,
25).
9. Aquellos serán castigados, lejos del rostro del Señor (Isaías, II, 10, 19, 21).
10a. Cuando venga con sus santos (Salmo LXVII (68), 36;
LXXXVIII (89), 8).
10b. Jesús tiene su «Día» como Yahvé (Isaias, II, 11, 17).
12. Y será glorificado como Yahvé (Isaías, LXVI, 5). Después de tales textos, ¿quién pondrá en duda
todavía que
Jesús sea verdadero Dios? Uno se asombrará, pues, si, al punto, descubrimos a Cristo en el centro de la comunidad y
de la vida cristiana.
Jesús Señor, centro de la religión y de la vida cristiana.
La fe en Jesús Señor anima a toda la comunidad primitiva que ha
recibido de Pablo y los demás Apóstoles el Evangelio
de Cristo. La afirmación de esta fe está patente en el culto que se le tributa y en
la oración que se le dirige. El hecho había impresionado a Plinio el
Joven, como se ha visto, y al romano Festo (Hechos,
XXV, 26). Veamos sus manifestaciones.
Oración y culto tributados a Cristo Señor. «Señor, ven», se lee en I Cor., XVI, 22, y Apoc., XXII,
20. El Señor
Jesús es, pues, en adelante, el objeto de la expectación de los hombres. Su venida pondrá fin a este mundo, lo ha
dicho (Mat., XXV, 31, 46) y se sabe. Se le espera y se le ruega en
la fe, la
esperanza y el amor. Se cuenta con la seguridad de la victoria final
de aquel que es «Rey de reyes y Señor de los que
dominan» sobre las Potencias del mal (Apocalipsis, XVII, 14; XIX, 16) 31.
Se le aclama alabándolo. Nuestras «doxologías» actuales
arrancan de aquel primer siglo cristiano, enfervorecido
para con el Señor. Léase Rom., IX, 5;2 Timot., IV, 18;2 Pedro,
III, 18; Apoc., V, 13; VII, 10-12.
Compónense himnos en su honor. San Pablo invita a
ello a los colosenses (III, 16) y a los efesios (V, 19-20); él mismo cita un
fragmento de aquellos (V, 14): «Despierta, tú que duermes,
y levántate de entre los muertos,
y te iluminará Cristo».
A Timoteo (I, III, 16) en una sola estrofa le da ese conciso
resumen de la vida de Jesús:
«manifiesto en la carne, justificado por el Espíritu; mostrado a los ángeles,
predicado entre los gentiles; creído en el mundo,
enaltecido en gloria».
Nos ha sido conservado un himno completo en Filip.,
II, 6-11. En él son cantadas las humillaciones y exaltación del Hijo,
que pasa a
ser «Señor». Exactamente como nosotros en los días de nuestras grandes
fiestas litúrgicas, la joven comunidad cristiana cantaba los misterios
de Nuestro Señor Jesucristo.
Cristo Señor, centro de la religión cristiana y de la vida
de la
Iglesia. El papel de Redentor asumido por Jesús nada explicaría si no
fuese Dios. Los Apóstoles lo habían comprendido y San Pablo
excelentemente. Si el Padre no nos hubiese salvado
más que por Jesús-hombre, sería el Padre el que nos habría
salvado directamente en el sentido de que se habría dignado
aceptar la
ofrenda de sí mismo que le hacía Jesús. Mas éste no habría sido Aquel de quien afirmamos con certidumbre que es el
Mediador entre Dios y los hombres. Jesús nos salva por su
humanidad y por
ella es Mediador, mas también porque esta humanidad es la del Hijo
de Dios, y Dios a su vez también. Éste es el hecho original y
siempre actual que funda el cristianismo. Es fácil
descubrirlo en las cartas del Apóstol. Jesús, dice, ha sido «constituido Hijo de Dios con
(ostentación) de poder... desde su resurrección de entre los muertos»
(Rom. I, 4).
Que ante el Señor se doble, pues, toda rodilla (Filip., II, 10): los
mismos ángeles deben adorarlo (Heb., I, 6; léase el capítulo
entero). Es, pues, inútil poner la fe fuera de Él. En la
época en que escribía el Apóstol, falsos doctores esparcían, en efecto, doctrinas
corruptoras. Pensábase que los cuerpos celestes estaban
animados y eran causa de la armonía del mundo. Se
afirmaba la esperanza en seres celestiales cuya totalidad se
pensaba que
constituía una plenitud, un «pleroma» de poder. Mas San Pablo, perentoriamente, desengañaba a los cristianos: en
Cristo Jesús, escribía a los colosenses (II, 9-10), es
«en quien habita toda la plenitud de la deidad
corporalmente, y vosotros en Él estáis cumplidamente llenos, el cual es
la Cabeza de todo principado y potestad» 32.
¿Por qué buscar en otra parte un apoyo, cuando Cristo es para nosotros toda vida? Cristo es nuestra Cabeza,
consecuencia inmediata de su estado de «Señor», título que
determina el papel
que tiene en la vida espiritual de los hombres. Convertido en Jefe o
cabeza de los hombres por su gloriosa Resurrección, prolonga en
su Iglesia la actividad que fue suya al principio en la
Creación: «Y Él es antes que todas las cosas, y todas tienen en Él su consistencia.
Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia, como quien es principio,
primogénito de entre los muertos; para que en todas
las cosas obtenga Él la primacía porque en El tuvo a bien Dios
que morase toda la plenitud (Col., I, 17-19). La expresión «en el
Cristo Jesús»,
familiar en San Pablo, saca de esos textos de los Colosenses toda su fuerza. Nos recuerda que nuestra salvación, en su
totalidad, deriva del hombre-Dios, Jesús-Señor, nuestro «gran
Dios y
Salvador» (Tito, II, 13-14).
Cristo Señor, vida del cristiano.
En el centro de la Iglesia, ¿cómo el Cristo iba a no ser el eje de la vida cristiana? Enseñándonos que nuestra vocación es
reproducir en nosotros la Imagen del Hijo muy amado (Romanos,
VIII, 29), San
Pablo nos revela el secreto de nuestra filiación divina: somos «hijos
en el Hijo». Un solo texto bastará para decírnoslo: «Mas cuando
vino la plenitud del tiempo, envió Dios desde el cielo
de cabe sí a su propio Hijo, hecho hijo de Mujer, sometido a la sanción de la ley,
para rescatar a los que estaban sometidos a la sanción de la ley, a
fin de que recobrásemos la filiación adoptiva.
»Y pues sois hijos, envió Dios desde el cielo de cabe sí a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: Abba
¡Padre! De manera que ya no eres esclavo, sino hijo; y
si hijo, heredero por intervención de Dios» (Gál., IV, 4-7).
El Espíritu Santo
Aquel a quien nosotros llamamos hoy la Tercera
Persona de la Santísima Trinidad ocupa, en los escritos de San
Pablo, menos lugar que el Hijo Señor; mas eso no disminuye su
importancia. Es
además de una manera práctica como nos habla San Pablo de ella. La misión del Espiritu Santo se resume en lo siguiente:
lleva a los fieles la vida de Dios y de Cristo. Es el Espíritu
santificador que obra
personal y paralelamente al Padre y al Hijo, aunque de distinta
manera. Tiene un papel tal y una actividad tan bien
determinada, que se siente que no se trata ya de una acción divina, como
aparentaba en el Antiguo Testamento sino que es una Persona, un
ser a quien uno se refiere y que refiere los dones
divinos. Veamos, mejor:
Los cristianos son purificados, santificados, justificardos «en el
nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espiritu de
nuestro Dios» (I Cor., VI, 11). La presentación trinitaria de ese versículo
pone al Espiritu en el mismo plano que el Señor Jesús (léase
también Tito, III, 6).
El cuerpo del cristiano—eminente dignidad—es el Templo del
Espiritu Santo (I Cor., VI, 19). Por esta sola consideración, San
Pablo invitaba a los corintios a no cometer más el
pecado de fornicación, que es el pecado contra el cuerpo, del cual es el
Espíritu Santo huésped. Ese recuerdo valía ciertamente más que
todas las exhortaciones morales a las que, ¡ay!,
demasiado a menudo se nos ha habituado.
Seguridad de que por la justicia, es decir, la vida de Dios, la paz y
el gozo en el Espiritu Santo, se establece el Reino de
Dios (Rom., XIV, 17). El Espiritu Santo es el que derrama en nuestros corazones
el amor de Dios (Rom. V, 5). Y lo que corona el gozo del Padre es la
oblación que se le hace de los paganos que el Espíritu
santifica, Después que les ha sido anunciada la Palabra del
Evangelio de
Jesús (Rom., XV, 15-16). Compárese dicho texto con determinados relatos de los Hechos, como X, 44-48.
Vivir en el Espíritu Santo, otra fórmula paulina. A menudo es
paralela a esa que ya hemos citado: «en Cristo-
Jesús». La «justificación», es decir, el paso del pecado a la vida
de Dios, se opera o por Cristo (Gál., II, 17), o por Cristo y el
Espiritu Santo (I
Cor., VI, 11). La santificación es dada en Cristo Jesús (I Corintios, I, 2) o en el Espíritu Santo (Rom., XV, 16).
Pero, ¿no habrá contradicción en ello? ¡Que nadie se confunda!
San Pablo emplea indiferentemente las expresiones
«en Cristo» o «en el Espiritu» porque uno y otro nos santifican, bien
que de forma diferente. ¿Habla de los hombres redimidos y
salvados? El Cristo es
entonces el que les ha merecido la santificación y salvación. La causa meritoria es Él. Vivir en Cristo quiere decir, en
este caso, vivir de la gracia que nos ha procurado al redimirnos (I
Cor., VI, 20) y
que debe llevarnos a imitar su vida (Gál., II, 19-20). Mas Cristo
glorioso ha enviado al Espíritu Santo, que es su Espiritu (Rom., VIII,
9). En la serie de las edades y en la Iglesia El es
entonces el que nos comunica la divinización (I Car., VI, 11). Es, pues, cierto que el
Espiritu nos trae los dones de Dios. Un hermoso texto ofrecido a la
meditación de los corintios nos da la certidumbre de
ello. La acción del Espiritu Santo es allí puesta en paralelo con la del
Padre y del
Hijo. Los tres concurren a nuestra salvación, pero cada uno a su manera (léase I Cor., XII, 4-11).
Se trata en ese pasaje de los «carismas» o favores espirituales
extraordinarios, que hacían a ciertos cristianos de la
comunidad capaces de hablar distintas lenguas, profetizar, hacer
prodigios, etcétera. Sabíase que tales favores eran un don del
Espiritu Santo.
Ahora bien, de esos dones o «carismas» nadie debe gloriarse, dice el Apóstol, pues «estas cosas obra un mismo y solo
Espiritu, repartiendo en particular a cada uno según quiere»
(versículo 11).
Pues bien, esos dones no son sólo referidos al Espiritu Santo, sino
también al Padre y al Hijo, aunque diversamente. Procediendo del
Espíritu, son «carismas» o dones espirituales, lo que
se posee en última instancia, una riqueza espiritual. Mas si esos dones se miran
en relación con el Señor, son «ministerios», es decir, funciones por
Cristo para que sirvan para la edificación de la Iglesia.
En otras palabras, ya que la obra del Señor fue construir este
edificio, y que éste fue su propio ministerio (I Cor., VIII, 6; Efes., IV,
11-12; Col., I,
18), los dones que nos hace su Espiritu confieren al cristiano un ministerio, que viene a prolongar el de Cristo. Por
último, en relación con el Padre, esos dones son «energias» u
operaciones
que fructifican en la Iglesia. El Padre está, en efecto, en el origen de
todas las cosas, es la fuente de la energía operatriz, el
que obra todo en todos. La Trinidad de las Personas divinas se establece,
pues, para San Pablo de acuerdo con el siguiente esquema:
—El Padre, origen de todo, fuente, operador, envia
—por el ministerio del Hijo, causa meritoria, —al Espiritu Santo, distribuidor de los dones
adquiridos.
Así, cada uno concurre en la edificación de la Iglesia, y
de acuerdo con su propio papel, vivifica al cristiano, lo acredita para el
apostolado. La fe y la piedad cristiana se acordarán de ello un día
para elaborar su oración.
La Trinidad y nuestra salvación
Nuestra última lectura de San Pablo reclama una
ampliación de
nuestro campo visual. Aspiramos a abarcar con una sola mirada toda la Trinidad. El capitulo VIII de la Epístola a los
Romanos va a permitirnos, en algunos versículos, repasar la
actividad en nosotros
de las tres divinas Personas Este capitulo recapitula toda la doctrina
trinitaria paulina al mismo tiempo que es, se ha podido decir, la
«carta de la gracia habitual». Pero ¡cuán viva!, pues la
gracia aquí son las Personas en nosotros. Captemos los movimientos del
pensamiento:
1. El Padre envia, para condenar el Pecado, a su
propio Hijo (3, 32).
— El Espíritu Santo es su Espiritu (9, 11, 14).
— El Padre es también nuestro Padre (11, 21, 28, 30).
2. El Hijo es enviado por el Padre (3, 32). — para redimir la creación (19, 22-23)
— El Espíritu Santo es igualmente su espíritu (9).
(Véase paralelamente Gál., IV, 6.)
3. El EspIritu Santo es el Espiritu del Padre y del Hijo
(9, 11, 14).
— Es principio de vivificación de los cristianos. Es necesario tenerle en sí para ser de Dios y de Cristo (9, 14).
(Véase V, 5.) — Nos hace herederos con Cristo (16-17).
— Nos da sentimientos de hijos adoptivos, ya que nos
hace dar a Dios el nombre de Padre (15). En Gál., IV, 6, Él es
quien grita ¡Padre! en nuestros corazones.
— Él es quien atestigua que somos hijos (16).
— Él quien acude a ayudar nuestra debilidad, intercediendo por nosotros con gemidos inenarrables, pues nosotros no
sabemos orar como se debe (26), mas Él lo hace según Dios, Cristo
lo sabe (27).
Asi hablaba San Pablo a las Iglesias. Pues bien, el mensaje del
Apóstol conserva aún fuerza y valor para volver a
hacer de los cristianos del siglo xx unos «vivientes». Padre, Hijo y Espiritu Santo,
fuera de ellos no hay vida cristiana auténtica, ellos son su
manantial. En su intimidad estamos llamados a vivir.
Anegados en la vida divina que comunica el Espiritu, los cristianos
encontrarán
siempre una respuesta a las cuestiones candentes que se les planteen. Las cartas de San Pablo han bastado para
resolver dificultades que no eran menores que las nuestras.
Un último texto pondrá punto final a esa exposición de
la teología paulina y la iluminará con un último resplandor.
En la salutación final que, de su propia mano, Pablo consigna en
la dirección a los fieles de Corinto, escribe: «La gracia
del Señor Jesu-Cristo, el amor de Dios y la comunión del Espiritu Santo sean
con todos vosotros» (ll Cor., XIII, 13). «La gracia del Señor Jesucristo», fórmula habitual en
las
salutaciones de San Pablo (véase 7 Cor., XVI, 23; Gál., VI, 8; Filip.,
IV, 23). Es el recuerdo de una enseñanza substancial y constante:
la gracia viene del Señor Jesu-Cristo que nos ha
adquirido la redención y la salvación (Rom., III, 24-25). El Apóstol se la desea.
«El amor de Dios» (el Padre), porque el Padre es su fuente. Amor
que reviste un carácter de absoluta gratuidad: es
desinterés y don total. Constituye el recuerdo de un pensamiento caro
para San Pablo: el Padre nos ama antes de que le amásemos en
el tiempo en
que somos todavía pecadores (Rom., VIII, 3, 32, 39); lo que funda nuestra absoluta confianza en él (Rom. V 8-9). Este
amor es específicamente cristiano: es llamado «ágape» o amor
de
benevolencia gratuita, por oposición al amor de que hablaba la
filosofía griega: el eros, o deseo de posesión,
tendencia del hombre hacia aquel que es su gozo, su fin. Los griegos no tuvieron el
sentido del agapé divino. Sus dioses tuvieron a veces eros para los
hombres y fueron, por su parte, siempre el objeto de
su eros. Eros por lo demás impotente.
Para San Pablo, Dios no tiene eros por una criatura impotente
para enriquecerlo, [fil es únicamente la fuente de un
amor que llena y salva: es fuente de agapé. San Juan nos dirá que es Él mismo
Agapé (I, IV, 8). «La comunión del Espíritu Santo», puesto que Él
constituye su
agente, gracias al amor que aporta a nuestros corazones
(Romanos, V, 5) y cuya naturaleza es aproximar a los seres para
unirlos y hacerlos semejantes. El amor que da el
Espíritu tiene por objeto, pues, unir a los cristianos, a todos los hombres, haciéndoles
semejantes a Dios. La única posibilidad de salvación, dice San Pablo: la
gracia de
Nuestro Señor Jesu-Cristo, el amor de Dios y la comunidad que
crea gracias al Espíritu. Ese mensaje permanece escrito para
nosotros.
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