Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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Juan Alberto Argomedo Samaniego
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Pini, el viajero de la 12a de Córdoba, colonia Roma, d.f.
Juan Alberto Argomedo Samaniego ©México d.f.
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Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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El viajero de la 12a de Córdoba, colonia Roma, d.f.
PINI
DE HABER NACIDO 100 AÑOS ANTES, HUBIESE SIDO PIRATA.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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PINI, CIUDADANO DEL MUNDO
El libro que tiene usted en sus manos, generoso lector, es
una bitácora de odiseas personales y es, al unísono, una
aventura más. A mis 83 años no he podido remediar mi
propensión al viaje y a creer en la posibilidad, siempre más
grande, de embellecer el sentido de vivir permitiéndose el
goce sin alejarse del equilibrio y de la productividad, como
precaución y centro mismo de este contento. Ante el riesgo
de perderse en el anonimato que propicia el miedo, me pro-
puse emprender la búsqueda de mi propia presencia, con la
camaradería universal como fi losofía vital.
El cosmopolita conoce que el tiempo es un fl ujo constan-
te de posibilidades. La emergencia de buscarse en la alegría
y la trashumancia, no permite más camino que la improvi-
sación, trazar el mapa mientras se avanza, sin cesar, en este
interminable ejercicio de desprendimiento y de fe, la de un
ser decidido, que actúa en consecuencia de sus deseos.
Este tipo de aventurero pretendí ser (delego al lector la
voz que juzgará si lo he logrado) sin imposiciones externas,
con un gusto cuya embriaguez tenía su manantial en los su-
cesos mismos, que eran ya celebración del cumplimiento
de nuevas rutas autoimpuestas. Conviví con todo tipo de
seres y estuve en todo tipo de situaciones, con la seguridad
que dona el autocontrol y la amabilidad (no sin una pizca
de impulsividad necesaria que luego da lugar a la anécdota
lúdica) y de otras aptitudes de quien atiende a su sentido de
sobrevivencia pero, sobre todo, aprende a disfrutarlo, pues a
éste se está apegado en tierras extranjeras.
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Quiero, sencillamente, homenajear a la vida, enfatizando
que el simple hecho de respirar es un signo insufi ciente de
existencia. Con la vida estoy agradecido y por ello, sin más
pretensión que la de compartir con algunos seres que me
rodean o que anduvieron conmigo siempre, tal o cual tra-
mo, día, hora, o un pequeño pero signifi cativo instante.
Pretendo resaltar el agradecimiento, además, con to-
dos los que participaron de estos hechos: familia, amores,
amigos, enemigos. En todos habité o me habitaron, con sus
palabras, actos, ausencias, para saberse aprendiz de otros y
en otros, experimentando o siendo espectador de la expe-
riencia. El cómo y el porqué participamos de la vida es la
forma que damos a la materia prima de existir, que es tiem-
po. Tiempo con el que escribimos en la página invisible que
leerá, en su corazón, aquel que me recuerde. Yo intenté la jo-
vialidad, la autenticidad, la solidaridad y el arrojo, como los
instrumentos para escribir que de este modo fui feliz y sigo
aquí, a pesar de que el peligro y las adversidades no fueron
pocas, aunque tampoco ni muchas, sino sencillamente las
que tuvo que absorber mi aprendizaje de bohemio y trota-
mundos, ciudadano del mundo que encontró en todo esto,
como un tesoro imperecedero, el valor de la amistad.
¿Y el amor? ¿Qué con el amor? Se preguntará alguno,
en respuesta inmediata a mis afi rmaciones anteriores. Del
amor fui víctima y victimario, supe encontrar en la mujer
el signifi cado de esta vida, pues es en éste donde se dan las
temperaturas más altas de la alegría, la tristeza, y sus va-
riantes en nostalgia, melancolía, morriña, soledad, incluso
muerte, pero siempre resurrección. Pues bien, quise plas-
mar aquí lo que el amor me ha dado y me ha quitado, con el
que sigo en deuda por tanta y experiencia, sin dejar jamás de
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complacerse en este interminable noviciado. La mujer hiere
tal como enamora: sin misericordia. La mujer cura y se da
tal como hiere: siempre apasionada. Mujeres tuve muchas
y aunque las diferencias entre ellas fueron causa defi nitiva
de mi asombro y, no pocas veces, de mi espanto, todas ha-
cían coincidir su importancia en mi vida: la de desaprender,
también, porque la vida es más bella a partir de la inocencia,
con el favor de lo insospechado, a lo que me arrojé como un
novicio empedernido.
Dejo en sus manos, pues, lo más valioso de mi vida, no
este libro, por supuesto, sino los recuerdos que a través de
éste revivo y comparto. Enhorabuena, amigo lector, y muy
buen viaje.
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DE HABER NACIDO 100 AÑOS ANTES, HUBIESE SIDO PIRATA.
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DE CALIFORNIA A SALVATIERRA
Nací fuera de México, en California, donde mi padre, des-
pués de fi nalizar labores diplomáticas en los Ángeles (allí
conoció a mi madre y contrajo nupcias), fue transferido al co-
nocido Centro de Caza y Pesca de San Diego.
California fue pues el primer punto del mapa, porque la
vida, que para mí no era más que un lapso de tiempo habi-
table, sería un perenne camino. Punto que pronto sufriría,
en esa necesaria sucesión de movimiento, su hermosa trans-
mutación en línea, principio físico de todo viaje.
Aunque siempre me basté a mí mismo y éste es uno
los orgullos más grandes que me constituyen, lo cierto es que
compartí el vientre materno con mi hermano. Nacimos cuates,
circunstancia que habría de ser determinante en mi carácter y
mis decisiones posteriores, como el lector podrá ir adivinándo-
lo. No fuimos los primogénitos: estos honores fueron de mi
hermana Ana María, cinco años mayor que nosotros.
A penas nacimos y mis padres se mudaron. Fue hacia
pueblo de Salvatierra mi primera mudanza (lugar que ya poco
recuerdo), y ésta, el acto inaugural de mi vocación en la tras-
humancia. Allí mi padre tuvo una gran y bella casa, fi gurando
como uno de los hacendados importantes del lugar, vecino in-
mediato de su hermana Aurora y sus hijos. Mi abuelo, quien vi-
vía a sólo un par de calles de distancia, tenía también una casa
amplia y agraciada que hoy en día hospeda a las operaciones
de banamex, como suele suceder con las casas céntricas y bo-
nitas del país: bienes siempre ofertados a las grandes empresas
nacionales y trasnacionales.
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Es oportuno aquí nombrar a la principal gestora del mi
nombre de batalla. Mi sobrenombre, “Pini”, fue el resultado
del jugueteo verbal de mi tía Aurora. Para todos los gemelos
o cuates de todos los tiempos se tiene un mote genérico, a
dúo, y nosotros no fuimos la excepción. El nuestro se nos
otorgó a muy temprana edad, cuando ninguno de los dos, ni
mi hermana mayor, teníamos la capacidad verbal para sec-
cionar las frases en palabras: “Pin y Pon”, nos decían; “Pini-y
Pon” fue lo que entendimos (en una suerte lúdica el primer
vocablo jaló a la solitaria conjunción). Resultado de una de-
fectuosa pronunciación infantil o de las “simplonadas” a las
que dio lugar dicha ocurrencia, se me fue quedando “Pini”
(neologismo, hasta donde sé), y este es el decir con el que
aún se me identifi ca. Nuestros alias no fueron vistos, por
mi parte, como un menoscabo. Por el contrario, hasta el día
de hoy y con gran agrado, respondo al nombre de Pini y es
así como me recuerdan en los diferentes lugares del mundo
donde puse algunas huellas.
De ahí partimos hacia el lugar donde, por albergar mi
niñez y adolescencia, echaría hondísimas raíces mi nostal-
gia: la ciudad de México, urbe que sería el pivote y temporal
descanso de mi hiperactividad geográfi ca.
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PRIMEROS PASOS, CIUDAD DE MÉXICO
Nos asentamos en una de las más hermosas e importantes (más
aun en aquellos días) calles de la colonia Roma: la Doceava de
Córdoba. Allí habitamos una singular caterva de amigos, los
que habría de frecuentar a partir de entonces durante toda la
vida, en reuniones anuales o semestrales, para compartir nues-
tras anécdotas, comulgar y disentir, reír, degustar alimentos
y vinos, pero sobre todo para ponernos al tanto de lo que el
otro ha producido o recorrido, en medio de agradables tardea-
das-veladas destinada a compartir los más valiosos recuerdos.
Grato destino el de mi origen, pues inauguré la aven-
tura de mi vida en el núcleo mismo de una centralización
cultural muy evidente y, también, dadas las circunstancias
históricas (un país virgen en muchos de los sentidos, hos-
pitalario, vamos, ávido de inclusiones), asistí con asombro a
un festín multicutural que habría de marcar de forma defi -
nitiva una fi losofía vital: aquí y allá, donde estuviese, se me
reconocería por una facilidad innata para la camaradería y
por una investidura de ciudadano del mundo.
Mi calle la caminaban alemanes, franceses, norteameri-
canos y, por supuesto, mexicanos venidos de todos los rin-
cones de la república. Llamaba la atención la presencia de la
comunidad judía, sus atavíos y sus costumbres sincretizadas
con lo nuestro. No puedo dejar de nombrar su sentido sec-
tario de la convivencia, pese a estar inmersos en esta galería
de disfrutables disimilitudes. Recuerdo con claridad la sina-
goga a la que se asistía asiduamente y a la que difícilmente
los niños mexicanos (o, para ser precisos, cualquiera que no
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fuese de ascendencia judía) podríamos tener acceso. Quizá
por el antisemitismo que por supuesto existe, uno a uno los
niños judíos con los que tuvimos oportunidad de cohabitar,
fueron alejándose de nosotros en la medida que la costum-
bre judía (los lineamientos paternales) se parecía más a una
adultez precoz impuesta por las creencias religiosas, unas
que no podían rechazar y que, sin duda, fueron mermando
la libertad y la candidez infantil de nuestros juegos: crecían
y se distanciaban de lo que consideraban diferente, y así por
muchas generaciones, los niños judíos de la cuadra se aleja-
ron del resto poco a poco.
Como es bien sabido, la ciudad de México estaba en vías
de desarrollo. Si bien ya era una ciudad importante, no cabe
ya la comparación con el monstruo urbano de nuestros días.
La rumba, el danzón, la vida bohemia, la propensión al es-
parcimiento, la productividad empresarial, el desarrollo de
la prensa y los otros medios de comunicación que no muy
lejos de nosotros encontraría importantes protagonistas so-
ciales posteriores y, cabe recalcar, la seguridad y la tranqui-
lidad… son algunos de los tópicos de la riqueza cultural que
manifestaba esta nueva patria.
En esa época aún éramos bebés “de pecho”. Para mi madre
era pesado abastecer a ambos con sus preciados frutos mater-
nos, por los que decidieron, ella y mi padre, contratar una no-
driza. Pini —para servirles— el elegido para beber el alimento
donado, signo que, curiosamente, pareciera haber marcado
dos diferentes destinos: Pon fue la vida doméstica, la tranquili-
dad del núcleo familiar y sus apegos; Pini fue el aventurero hi-
peractivo… el desapegado, pues, dirían las generalizaciones;
el que fue feliz a lo largo de este libro: esa tajada de gloria
que la vida le ha brindado.
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La nodriza, por cierto, iba con nosotros a todos lados. Y
fue testigo de nuestras primeras diabluras, la que repetiría-
mos ofi ciosamente durante toda la niñez. Recuerdo aquella
vez que en el parque tuvimos una disputa entre “carnales”
(dicen que éramos “tremendos”) y así rompimos una cá-
mara profesional que tuvo que pagar mi padre, luego del
reclamo y del natural enojo del fotógrafo, que hacía tomas
confi ado a la estabilidad de su “tripié”.
Cursamos el “jardín de niños” recibiendo, además, clases
particulares de una maestra. A veces nos llevaba al parque y
nos compraba globos… aún recuerdo con alegría esos días.
Pronto nos enviaron a estudiar a la escuela de mi hermana,
la Benito Juárez. El de nuestra intendente doméstica (la se-
ñora Flores Meyer, hija de un alemán) asistía con nosotros.
Luego, en primer año, fuimos al Instituto Inglés. A la maes-
tra que nos tocó le decíamos “La Mocha”, porque le faltaba un
pedazo de nariz (?). Pobre, porque además recuerdo que al
fi nalizar el año no hubo sufi ciente alumnado y la escuela tuvo
que cerrar. Pon acreditó su pase de año. Pini (hablo en terce-
ra persona en estos casos) reprobó. Así que mi hermano fue
adelantado un año de aprendizaje académico en lo venidero.
Mis padres averiguaron y dieron con otra institución si-
milar en la calle de Chiapas, entre Mérida y la Piedad (la
Piedad era lo que es ahora la avenida Cuauhtémoc), el Cole-
gio Roma. La directora de la institución, quien también im-
partía clases, era la mismísima madre de Carlos Madrazo,
el infl uyente político mexicano.
En esa escuela pasé dos años. Recuerdo que en ese tiem-
po a Madrazo le comenzó a remunerar el ejercicio burocrá-
tico, tanto que, dicen, sacó a su mamá de trabajar, y que por
ello la escuela Roma cerró, y volvimos a la Benito Juárez.
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Yo entré a cuarto y Pon a quinto. Signo de mexicani-
dad, costumbre, pues, es que uno tenga que (a propósito de
los madrazos) agarrase a golpes a cada cambio de escuela.
Talvez para obtener respeto y aceptación. Yo no inventé la
cultura, es casi al contrario. El caso es que así eran ya las
reglas, y así llegó el buen día en que, en cumplimiento de
mis conductas colectivas de identidad, casi como un ritual
(tras el cual te dejaban de molestar por el resto del año), tuve
que liarme a trancazos con uno. Luego con otro, y así… En
el primer “tiro” me fue bien y del segundo no me quejo. Los
nuevos compañeros me aceptaron en sus círculos de amigos.
Pon reprobó ese año, por lo que nos tocó juntitos en
quinto, a la distancia que tomaban nuestras bancas con-
tiguas. Compartíamos el salón con un par de gemelos, de
cuya relación entre los cuatro recuerdo cierta antipatía que
alguna vez nos llevó a pelear. El maestro nos pilló en el acto
y, haciendo uso de un insólito método correctivo, el escar-
miento ideado consistió en hacernos continuar con la pelea
frente al resto de los compañeros, hasta que después de un
round o dos nos separo. Siempre recordaré este sentido muy
claro del espectáculo que nuestro tutor escolar le imprimió
al asunto, no tengo palabras. Lo extraño y lo chusco es que
funcionó, al menos por un buen rato.
MIS AMIGOS DE LA DOCEABA DE DÓRDOBA
Quiero advertir la única norma de este caprichoso capítulo
a algunos puede parecer ocioso o excesivo: el ejercicio es el
de recordar nombres y lugares de mi barrio, ese lugar tran-
quilo, donde se podía jugar en las calles dada la ausencia de
tráfi co y de delincuencia, dada la confi anza entre esa pobla-
ción cuya cifra moderada permitía un mejor calidad de vida,
un mejor aprovechamiento de los espacios y del tiempo.
Todos los vecinos de la Doceava de Córdoba continuamos
en contacto. En su mayoría profesionistas, la gente de esta
calle es y fue gente cuya amistad se agradece y no en pocos
casos ha crecido: gente hermosa que estimo y que respeto.
A este capítulo, pues, llamémosle paréntesis. Es un re-
cordatorio de personas específi cas que fueron actores claves
de aquellos días. Aquí me permito el gusto de recordarlos y
donar su historia a más de algún lector ajeno a nuestra vida.
Empezando por la calle de Córdoba y Chiapas, recuerdo
la farmacia del Doctor Solís, ya su ayudante “Conchita”, una
intendente simpática y chaparrita. En una vía privada vivía
Abelardo Montaño, y al fondo los Bentley, donde tiempo
después habitaron Aveleyra.
En la privada 220 vivía Maleras, un español gruñón y
quizá un poco paranoico, tendencia evidente en los canda-
dos de la reja de su casa, que hacía cerrar y abrir a quienes
compartían el pasillo con él, reja que nos impedía convivir
con cierto amigos después de cierta hora. Después de las 7
u 8 de la noche, “El Maleras” llegaba y lo hacíamos enojar
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con una canción: “Malerón bonbón” “Malerón bon-bon”, y
cuando reaccionaba, acercándose para llamarnos la atención,
corríamos. Era un señor avaro, según decían, que no sacaba a
su hija (con la que vivía solo) por no gastar su dinero.
En la “privada” contigua, en el lado opuesto, vivían los
García Torres, Javier y Lupita. Javier era tartamudo. “Ja-ja-
javier” respondía si le preguntabas por su nombre, humor
involuntario que ameritó su apodo: “El Jaja”.
Después seguían los Martín del Campo, 2 hermanos, un
ofi cial de tránsito y un muchacho que, pobrecillo, sufría de
alguna defi ciencia mental. Así, supongo que infl uenciado
por alguna película o qué se yo, se subió a la azotea del de-
partamento de un piso y pretendió usar un paraguas como
paracaídas. Cayó feo, obvio, y se fracturó un hueso del bra-
zo. En la casa que albergó este último hecho vivieron luego
los López Guerrero, eran 4 hermanos: las chica era Gracie-
la, “Chela”, una muchacha bastante bella, después le seguía
Adolfo y le decíamos “Bobys”, luego “Lalo” y por último la
mayor, “Licha”. Más al fondo vivía Aurora Ortiz.
Ya más abajo, vivió Salvador Sierra el cual, por cierto,
siendo chamaco se sacó la lotería (o al menos eso es lo que
se dijo) y escondió el dinero detrás de un ladrillo, lugar que
el padre descubrió. Encontró un dineral, como 50 mil pesos,
y aprovechó la menoría de edad de su hijo —el chamaco
tenía sólo 14 años— para administrar el dinero y así fue que
puso una imprenta.
En el departamento que sigue vivieron Jorge, Filemón y
la hermana Mónica. Seguía una casa grande (las casa eran
todas casi igualitas) donde vivían unos judíos cuya hija se
llamaba René. Esto colindaba con una privada donde ha-
bitaba el paisano Javier García Torres que vivía en la parte
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alta que colindaba con la azotea. Éste se hizo novio de René
y cuentan que por ello los judíos decidieron vender su pro-
piedad y cambiar su domicilio.
En la casa contigua compartían sus espacios dos herma-
nas, una hermosísima, delgada y de ojos azules, y la otra
gorda… En fi n… Después los Musali, familia millonaria. Y
todos estos últimos también eran judíos.
Otros vecinos fueron los Murrieta, quienes venían desde
Teziutlán, Puebla. Más adelante se cambiaron los Levinson:
María, Olga, Arnoldo, “Chata” y Alejandro, uno de ellos se-
ría luego presidente del Club Pumas.
Enfrente vivían los hermanos Michel. Luego vivió ahí
Manuel Carmono, venían del sureste, adelante estaba el
doctor Athie, y en el sótano habitaba un estudiante de me-
dicina, el entonces joven Manolo Bustamante.
Luego seguían las “Leonas”. Así les decíamos a unas chi-
cas porque una de ellas en cierta ocasión le arrojó a su no-
vio, en la cara, todas las cartas que éste le había enviado.
En otra privada, también bonita, al entrar el número 1
vivieron los García Besné, mejor conocidos como los “Pin-
güinos”. En el número 2 vivían los Flores Meyer: Marthita, o
“Tatas”, la niña de nuestra edad, Luis, 2 años mayor, y Alfre-
do Fello, que distaba de su edad con 5 años. En el 3 vivía “El
Pollo”, cuyo padre tenía un negocio de insecticidas. Después
se encontraban los Fernández: Margarita, Cristina, Lucila y
“Pepe”, quienes estaban bajo la tutela de su tía, una costurera
del barrio, ya que el padre trabajaba de noche.
Al departamento 1, de los García Besné, se mudó una
amiga, muy popular en la colonia Roma, la “Nena Dupont”.
Al dos, luego, se cambiaron Blanquita, Mireya y Serigo el
“Tito”, la familia Olave.
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Donde antes vivía el “Pollo” llegaron los Fernández y al 4
arribaron los Santana: Daniel el “Chacho Santana” (al que más
adelante le llamamos “El poeta Santana”, por los discursos tre-
mendos que se aventaba), y sus hermanas, María y “Chofi ”.
En la privada 223, había un departamento que daba a la
calle, donde vivía Reyna Musali, a quien Novello le gritaba
“reina de la mierda”, para luego afi rmar que él era Napoleón.
Ella era neurasténica, por cierto.
En La 221 estaban los Peniche, yucatecos; en el 2, los
Contreras, unas amigas de Veracruzl lindísimas; en el 3, no
me acuerdo (así pasa); en el cuatro nosotros, y arriba unas
mujeres gemelas, también judías. La sinagoga estaba en la
calle de Córdoba, calle que daba casi al Estadio Nacional.
Según un ritual de aquel entonces entre la sociedad ju-
día, los sábados no debían apagar las luces. Esto lo sabíamos
bien ya que cada noche del sábado nos esperaban a mí o a
mi hermano para que lo hiciéramos por ellos (encenderlas)
y a cambio nos regalaban fruta, dulces o 5 centavos.
Adelante, en el 6, vivían los Cabaviie, y en el 7 los Nag-
man, ambos integrantes de familias judías. El padre de esta
última era el que brindaba perfume en la sinagoga. Salía a
las 6 de la mañana para hacerlo: llevaba una botella llena del
líquido aromático y, no sé por qué, les echaba en las manos
a cada uno de los visitantes.
Luego, al departamento 1 lo abandonaron los yucatecos y
llegaron los García Vigueras: los hermanos “Nacho” y “Fito”,
su papá, un personaje muy conocido, era el “Mayor Vigue-
ras”. Al poco tiempo, fuimos nosotros quienes ocupamos el
departamento 2.
Más adelante, al número 6 se mudó la “Dulce de Meneos”,
o algo así, una mujer muy guapa y esbelta, que junto con el
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“Globo de Cantolla” (así moteábamos a su hermana debido
a su extrema obesidad) vivían bajo la tutela de su mamá,
quien tenían en su casa una rockola, la que usaba para bailar
con sus invitados a quienes además siempre ofrecía unos
tragos. Uno de nuestros pasatiempos era espiarla y mirar
cómo bailaba con ellos.
En la siguiente casa vivían los Micha, familia de la cono-
cida periodista Adela Micha. En seguida se encontraban las
3 hermanas Contreras: María, Yolanda y “Chela”. Señoritas
que nunca salían. Ahí les daba por reunirse a los de Cór-
doba, los niños más grandes, su familia hacía posadas en la
casa de los Athie quienes luego formaron un conjunto que
llamaron “Los son sin son”. El que cantaba era Jorge Aguina-
co y resto del conjunto era “Pepe”, Kindi, el Avelardo Mon-
taño, el “Flaco”, Fello Flores Meyer y Manolo Bustamante.
Muchos se fueron de allí, pero como las posadas eran tan
concurridas y hermosas, año con año volvieron.
Nosotros, nuestra “palomilla”, nomás nos dedicábamos
a jugar, sobre todo en la casa de los Murrieta ya que era el
único lugar donde había un faro con luz y por las noches,
ya que oscurecía, nos íbamos a jugar futbol, a la “cebollita”
o a las canicas.
Después se cambio ahí Toño Ríos Zertuche, a quien “El
pollo” comenzó a decirle cuñado pues le gustaba Consuelo,
su hermana… total que al último terminaron “agarrándo-
se” a golpes. Consuelo era la mayor y sí, valía la pena unos
trancazos y más, pues era bellísima, inclusive llegó a ser la
“Reina de la primavera”, y se lució en un carro alegórico por
toda Chapultepec. Su otro hermano, Carlos, era de mi edad
o más chico, a los 9 o 10 años le hicieron un cumpleaños, en
el edifi cio del Hotel Waldos del parque México (que después
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fue un Seguro Social). Fuimos todos, había payasos, corría-
mos, nos dieron regalos, fue una cosa hermosa.
Pronto llegó a la doceava la familia Manuel Castellón
Abreu, desde Chiapas, y se quedaron en la antes casa de los
Ríos Zertuche. Eran varias señoras y Manuel, que era de mi
edad, comenzó a juntarse con nosotros. Para entrarle a la
palomilla tenía que medir sus fuerzas con uno de su tama-
ño y me eligieron a mí. Me acuerdo que le saqué el mole.
Cuando sangró de la nariz empezó a llorar y mientras le
ofrecimos un pañuelo dijo: “No, no. Dejen que me muera,
ay, dejen que me desangre…” Y es que así murió mi papá,
de una hemorragia. Creo que luego se levantó, se limpió y
seguimos jugando.
Eran pleitos muy bonitos porque era uno contra uno, ja-
más se metían otros. Él y yo llegamos a pelear hasta 2 o 3
veces, hasta que al fi nal llegamos a ser los mejores amigos.
Después se cambiaron allá por el Deportivo Hacienda; yo
los visitaba seguido, la mamá tenía una casa donde vivían
muchas muchachas huérfanas. Dicen que el Gobierno le
daba cierta cantidad por muchacha que recibiera.
En la calle de Córdoba, todos éramos fantásticos… jugá-
bamos beisbol y futbol, en ese entonces no había muchos
coches y cuando alguien avisaba que venía uno, solo nos
parábamos tantito para luego seguir jugando. Había un se-
ñor grande que iba a jugar con nosotros beis bol, era nues-
tro picher y se ponía a jugar con nosotros, era mi papá.
También patinábamos, bailábamos el trompo, jugábamos a
las escondidillas, pero todo era juego, todos los juegos en
realidad eran muy sanos. A cada rato nos íbamos al Esta-
dio Nacional, luego empezamos a juntarnos en la escuela
Benito Juárez.
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La parte de atrás de la escuela colindaba con el Depor-
tivo Hacienda y había una rejilla por donde mi hermano
y yo nos colábamos para entrar, pero todos los sábados mi
hermano, yo y mis amigos, nos volábamos por ahí al Depor-
tivo Hacienda, ya después fuimos socios del deportivo y nos
hicimos buenos nadadores, competíamos hasta en clavados
contra otros grupos deportivos. Joaquín Capilla, por ejem-
plo, era tan bueno que el profesor le dijo que tenía mucho
futuro pero que necesitaba practicar en trampolines de 10
m, cosa que en el Deportivo Hacienda no existía, pero sí en
el Deportivo Chapultepec. Allá lo llevo y estuvo practican-
do hasta que llegó a competir en las olimpiadas. La primera
vez llegó con medalla de bronce, la segunda con medalla de
plata y la tercera con medalla de oro, en la plataforma de 10
m. Era una maravilla como nadador y clavadista. “Toño” y
yo tratábamos de aprender clavados, eran muy ágiles… yo
no tanto, más bien era bueno en natación.
Había un amigo, que se era Víctor Lomelí… cuando se
graduó de Ingeniero se casó con la hermana de Fidel Castro.
Cuando venía, platicaba que su esposa, la hermana de Fidel,
y él, se paseaba con dos o tres guaruras.
En el otro salón estaba mi hermano, “Pon” ese año nos
separaron, cuando terminamos el sexto año.
Nosotros éramos un grupo de muchachos muy educados,
si había pleitos y uno le mentaba la madre a otro, le aplicába-
mos “la ley del hielo”, no lo dejábamos jugar y nadie le dirigía
unas palabras, hasta que comprendía su falta y pedía perdón.
En el otro salón estaba mi hermano el “Pon” ese año nos
separaron, cuando terminamos el sexto año.
Nuestros padres se cambiaron de la calle de Córdoba a la
Avenida Durango, esta era una avenida muy bonita, vivía-
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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mos casi esquina con Cozumel y había un bulevar hermoso.
La calle que seguía era la calle Salamanca y ya en la esquina
estaba la Plaza de Toros la Condesa. Cuando vino Manolete (el
diestro torero) el boleto más barato era de cinco pesos, pero
los podíamos vender hasta en 50, así que mi hermano y yo nos
levantamos a las cuatro de la mañana para comprar boletos
y a mi papá le explicábamos nuestra salida tan tempranopor-
que dizque teníamos partido de futbol… la noche anterior
pasábamos la noche en la sala. Inclusive nuestros primos nos
daban 20 o 25 pesos por los boletos, éramos tremendos.
De nuestras visitas al cine (en esa época estaba el cine
Royal, Roma, etc.) recuerdo que a la salida había una dul-
cería que daba al 2 por 1… comprábamos muchos dulces y
luego los íbamos a venderlos con los vecinos o los sábados
que había futbol americano en el Estadio Nacional, íbamos
a los partidos y nos dedicábamos a vender los dulces, con
un peso por cada peso invertido como ganancia. No se me
olvida que una vez saliendo de un partido del estadio había
unos globos y recolectamos unos 10 ó 15, estábamos muy
contentos: íbamos por la calle con todos nuestros globos
y cuando llegamos a la esquina estaban los grandes de la
palomilla: “Oye ¿Qué hacen con eso?”, a lo que nosotros
respondimos que los recolectamos gratis pues los estaban
regalando. Y respondieron: “¡No! ¡No!, tírenlos o reviénte-
los, no son globos sino condones. Y es que en el estadio la
gente los infl a. “Tírenlos o los van a regañar su mamá”, nos
dijeron entre risas.
El señor que trabaja en el cine poniendo las películas es-
taba un poco dañado de su piel, o como dicen, “cacarizo”.
Cuando éste se equivocada o querían que ya comenzara la
película, le gritaban “¡Cácaro!, ¡Cácaro!”… y esto comenzó
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
25
a hacerse costumbre en los cines de toda la república, por
decirlo así, se volvió un grito emblemático.
Los jueves o miércoles eran días que en el cine daban 2
y hasta 3 películas por 25 centavos. En ese tiempo no tenía-
mos dinero, pues nos daban máximo 5 centavos, y entonces
visitábamos a mi tía Aurora, y por visitarla ya sea a Pon o
a mí nos daba 20 centavos a cada uno. Si pensábamos en
ir al cine lo primero que teníamos qué hacer realizar esta
misión. También recolectábamos botellas, nos daban 2 o
3 centavos por cada una, íbamos con los vecinos, con las
señoras, preguntando si tenían botellas, nos daban algunas
y las vendíamos. Al fi nal, incluso nos alcanzaba para una
bolsa de pepitas. En el cine veíamos episodios que ahora ya
no existen: “El imperio submarino”, los episodios de “El ala-
crán”, o “Flash Gordon”.
En los billares Roma había puros muchachos malos, pe-
leoneros, bravísimos y enfrente se encontraba el swing club
hermoso, lo alquilaban para bodas o fi estas de “quince años”,
siempre había baile con un conjunto. Los domingos venían
de otras colonias de la Juárez, de la Doctores, e iban a bailar
pero siempre se encontraban con los del Billar Roma que se
decían los amos, terminaban de pleito, en la calle, era una
cosa horrorosa.
En las navidades a todos los muchachos nos traían pati-
nes ya cuando se empezaban a raspar y pasaba otra tempo-
rada compramos una tabla, agarramos un patín, una caja
de jabón (de madera) y nos hacíamos carritos para patinar.
Todo el día jugábamos, pero de verdad que buenos ami-
gos llegamos a ser, siempre unidos, la mayoría íbamos a la
escuela Benito Juárez y otros a escuelas particulares.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
26
CÓMO Y CUÁNDO NACE LA ESPINITA POR VIAJAR
Cuando terminamos mi hermano y yo la primaria teníamos
14 años. Una hermana era novia de uno, otra de otro, en fi n
se iban cambiando, la más bonita era “Chela” (fue novia de
Aveleira y luego de Filemón y cuando estaba con Filemón)
“Chela” tenía como amiga a Mireya, que vivía en la priva-
da donde habitaban los Flores Meyer. Empezaron a pensar
en conseguirle un novio a Mireya para salir los 4, entonces
pensaron en mí: me preguntaron si me gustaba Mireya para
novia, a lo que les contesté que sí. Un buen día le pregunté
a Mireya que si quería ser mi novia, y aunque ella era muy
tímida me dijo que sí. Acto seguido le pedí que me diera un
beso, recibí un rotundo “no” y luego vi como salió corriendo
directo a su casa. Ese fue mi noviazgo más corto: no duró
más de un minuto.
Empezamos a hacer un grupo de futbol americano. Exis-
tía la liga mayor, la intermedia y la tercera… no había una
cuarta pero nosotros la creamos al jugar contra otras colo-
nias. Mi hermano el “Pon” que estaba más grande que yo
jugaba en la tercera, y era el que nos entrenaba. Luego yo
logré jugar en la tercera. “Pon” siguió jugando, yo no, debi-
do a lo siguiente:
Por esa época, conocí a una persona que le decían “El
Portero” (su mamá era la portera en la privada de la calle
Chiapas) quien acababa de regresar de los Estados Unidos
en camión. Una noche, platicando con él (yo ya en ese tiem-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
27
po me nacía el ímpetu de aventura, lo traía en la cabeza)
intentábamos acordar cómo podía irme a Estados Unidos.
Le conté que yo había nacido allá y que tenía mi acta de na-
cimiento. Él me dijo que llevando el acta podía pasar a Es-
tados Unidos sin ningún problema y ya estando en el lugar,
trabajando en el campo, me conseguía chamba.
Esa misma noche conté a mis padres que me quería ir a
Estados Unidos, que quería aprender a hablar inglés como
ellos (por cierto que se ponían a platicar en dicho idioma
cuando no querían que nos enteráramos de lo que iban ha-
cer: era una forma de ocultarnos lo que tramaban). Como
es natural mi papá dijo que no… “el día que te largues no te
vuelvo a recibir en la casa”.
Era muy estricto mi viejo, nos dominaba sólo con sus
ojos. Cuando estábamos en la mesa nos decía: los niños
oyen, ven y se callan la boca. No nos dejaba hablar en la
mesa cuando había gente grande, nada, ni siquiera hacer su-
gerencias. Volviendo al tema, continúo: Me dijo: “Ya te digo:
tú te vas y no regresas a esta casa porque no te recibo y a
todo esto, ¿Por qué esas ganas de largarte?” En ese instante,
lo primero que pensé fue en mi hermana: era muy dura con
nosotros, por cualquier cosa nos golpeaba con el cepillo y
como era mayor no podíamos hacerle nada, ni tratarla de
detener porque nos acusaba con mi papá, ella era la into-
cable, abusaba totalmente de nosotros. Entonces contesté:
“Mira papá, ya no soporto a mi hermana, me trata muy mal,
yo ya no quiero vivir en esta casa con ella (me acuerdo que
esa misma noche regañaron a mi hermana, una de las pocas
veces que sucedió… la tuvo duro con esa plática). Mi padre
dijo: “Aquí tienes escuela, estás en tu casa, que vas hacer allá,
no conoces a nadie, y luego… con este muchacho ¿Cómo
Juan Alberto Argomedo Samaniego
28
vas a trabajar en el campo?, nosotros tuvimos hacienda, yo
sé lo que es trabajar la tierra, tú no sabes tú no naciste para
eso.” Luego, dirigiéndose a mi hermana exclamó: “Que sea
la última vez que golpeas a tu hermano, si tienes algo contra
él por alguna falta suya, me lo dices a mí, yo me encargo de
castigarlo pero tú no tienes derecho y mucho menos de gol-
pear. Pues total… mi papá me convenció de quedarme pero
la espinita siguió ahí.
Luego de un tiempo, llegaron a la ciudad, a unos cursos
de verano de la calle Durango, unas estudiantes alemanas.
En esa misma privada vivían Ericka y Hedy, también ale-
manas. Bromeaba mucho con ellas ya que era la época de
Hitler, les hablaba de éste y ellas me correteaban.
Yo tenía un negocio de unas ratas blancas. La primera la
tenía en la cocina, arriba, donde estaba el trastero, en una
cajita. Un día llego una amiga de mi mamá a la casa (que
también tenía una de estas especies de rata) y vio al ratón
y dijo: “Ya no quiero que esté en la casa, dile a Pin que si la
quiere vaya por ella a la casa, yo se la regalo”. Así conseguí
la parejita. Yo tenía a “Pancho”, un machito y la que me dio
era hembra entonces, a quien llamé “Pancha”… Pues como
a los 2 meses ya tenían como 8 crías, a cada rato se volvían a
cruzar y tenían de 7 a 9 ratoncitos. En la azotea de la casa del
lado derecho estaba el cuarto de la mujer que ayudaba a mi
madre en las tareas del hogar… luego estaba su baño y no
había escalera, pero por donde estaba el lavadero nos mon-
tábamos al techito (había un cuarto que era como bodega
de unos 70 cm de alto) fue donde yo comencé a cuidar a las
ratas, ahí les llevaba su comida, las sobras de la casa, todo lo
que nadie se comía. Las ratas empezaron a hacer sus casas
y reproducirse a tal grado que llegue a tener como 100 o
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
29
120 ratones. Y pues ya los vendía, los llevaba a la plaza Mira
Valle y en una fuente muy grande enfrente estaba la escuela
“Alberto Correa” y cuando salían los muchachos las echaba
a la fuente y se ponían a nadar, a los niños les llamaba la
atención pero muchos no tenían dinero, entonces les daba el
domicilio de mi casa y les decía que ahí las podían comprar
y que costaban 1 peso cada rata. No faltaba quien llegara
a la casa por una rata. Siempre vendía las más grandes, las
que ya habían criado 3 o 4 veces. Con eso me compré una
bicicleta y me iba en ella con una cajita atrás en la parrilla
con los ratones.
El “Pon” era tremendo con mis papás y conmigo, tomaba
mi bicicleta, teníamos puros pleitos, cuando vivíamos en la
calle de Córdoba, nos decían: “A ver quién le gana a quién”, y
eso bastaba para que nos agarrábamos a golpes, yo creo que
unas dos veces por semana pasaba esto. Cuando me pegaba,
corría y se refugiaba en la farmacia del Doctor Solís, a veces
íbamos con este doctor a ayudarle y nos pagaba con dulces.
Era un ir y venir a la farmacia.
“Conchita”, la ayudante del doctor Solís era chaparri-
ta, medía como 125 cm, pero ya era una mujer de grande
edad… pues como yo estaba chaparrito y “Pon” alto, en mi
casa decían que me iban a casar con “Chonchita”, bromea-
ban diciendo que ya la habían pedido para mí ya que te-
níamos la misma altura. Por esto me ponía a llorar y me
cantaban una canción, la del “chaparro enojado”, y yo hacía
unos tremendos corajes con eso.
En la misma privada (de Ericka y Hedy) había un mu-
chacho llamado Carlos Villareal, el “Mamonero” (le decían
así porque decía muchas mentiras, era casi una especie de
enfermedad que tenía). Su mamá era una viuda, tenía un
Juan Alberto Argomedo Samaniego
30
departamento antes de donde estaban las alemanas, y en
este alquilaba cuartos para los cursos de verano. Yo empecé
a ir con Carlos y un día le pregunté a una americana que
también estudiaba los ya mencionados cursos: “Oye ¿Crees
que tenga problemas para ir a Estados Unidos puesto que
yo nací allá? Me pidió que le mostrara mi acta de nacimien-
to, fui por el acta, la saqué de los papeles de mi papá y se
la enseñé. Después de esto me preguntó qué edad tenía, yo
acababa de cumplir los 18 años. Me dijo que entonces si me
podía ir. Fui a la embajada americana a preguntar y allí me
dijeron que yo podía viajar a donde yo quisiera, solo tenía que
llegar a la frontera para que me dejaran pasar.
Empecé a vender todos los ratones. A propósito, por ese
tiempo mi hermana ya se había recibido de contadora pri-
vada. Yo con mi afán de irme empecé a ahorrar, para esto
ya me había conseguido un trabajo. Por las tardes iba a la
escuela y por las mañanas trabajaba con el Licenciado Vir-
ginio Galindo era muy conocido pues era uno de los dueños
del directorio de teléfonos de México, tenía mucho dinero
en acciones.
Cada vez que me sobraban 60 o 70 pesos los cambiaba
por dólares, hasta que llegó la hora. Para esto mi hermano
me comentó que dos de los Bentley que vivieron en Córdo-
ba estaban viviendo en Estados Unidos, uno en Chicago y el
otro en San Francisco (para esto mi hermano aún no sabía
de mis intenciones de irme a Estados Unidos) así que apro-
veche y contacté a Tomy (el que vivía en Chicago), por me-
dio de su mamá obtuve su domicilio y le escribí para decirle
sobre mis intenciones de irme para allá. Él me respondió
que me recibiría, y con esto quedé completamente decidido
a emprender mi primer viaje.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
31
Cuando mis padres cumplían 25 años de casados (por
septiembre) le dije a mi hermano que me quería ir pero le
pedí que no fuera a decir nada. Vendí mi bicicleta por 100
pesos y con esto me fui a Insurgentes, pues allí salían los ca-
miones a las 8 de la mañana, se hacían 28 horas a la frontera,
no tenían baño pero el camión se detenía cuando había opor-
tunidad para buscar uno o comer algo. El hermano menor de
Tomy fue a despedirme.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
32
MIS PRIMERAS AVENTURAS
Salí rumbo a Laredo y cuando llegué a la frontera me crucé,
me acuerdo que le dije al de migración: “Ahí está mi acta de
nacimiento”, y para identifi carme llevaba una credencial de
la secundaria 3. Me hizo algunas preguntas para corroborar
que fuera yo, cuando vio que no mentía, me dejó pasar.
Por fi n estaba en los Estados Unidos, y me sentía conten-
to aunque mis únicas pertenencias fueran una cajita con un
pantalón y una camisa. Llegue de puros “aventones” hasta
Chicago, pero antes de llegar se me hizo de noche, en Texas.
La gente ya no me quería llevar así que llegué a un motel
y enfrente había una troca de volteo”, y como no tenía reja
decidí meterme a dormir a la caja trasera. Cuando empe-
zó a amanecer, escuché un niño que decía: “Papá, papá hay
un señor allí”..., cuando llegó el señor le tuve que pedir una
disculpa, excusándome que se me hizo de noche, le dije que
venía de México e iba rumbo a Chicago. Me dijo que no me
preocupara, hasta me ofreció un aventón y acepte, cuando
íbamos por carretera el señor me dijo que él en su rancho
tenía muchos empleados mexicanos, me ofreció trabajo y le
dije que claro sí, que yo le podía servir. Me preguntó si había
trabajado antes y le dije que no, y fue cuando me dijo que
mejor le siguiera buscando puesto, pues como no tenía ex-
periencia no iba si quiera a sacar para la comida. Entonces,
seguí mi camino.
Recuerdo que llegué a una tienda donde vendían pasti-
llas, allí atendía una gringa, le hablé en español y ella res-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
33
pondió en inglés, y por supuesto yo nada le entendía. Ella
me dijo: “¿Mexican?” y yo respondí moviendo mi cabeza, y
eso bastó para que me corriera, había unos negritos en un
carro y se burlaron de mi. En ese tiempo la discriminación
era más dura, les hablo de 1948.
Por la carretera me levantó una pareja, ella era de Nueva
York y él era un ranchero texano, iban para Dallas Texas
para que de allí ella tomara un camión hacía Nueva York,
habían comprado pollo para comer en el camino, me ofre-
cieron las sobras de su pollo y me supo re sabroso. El texano
me aconsejó que de Dallas tomará un camión hacía Chica-
go, ya estaba cerca y tal vez no me saldría caro. Le hice caso
y compré con mis ahorros un boleto para Chicago por 19
dólares. Lo que me ayudó mucho para que me levantaran en
la carretera fue que soy rubio y de ojos azules.
Duramos casi un día en llegar y cuando llegamos ya era
de noche. Tuve suerte en encontrar una mujer que me ayu-
dó a encontrar al domicilio de mi amigo. Tomé un camión
que me dejó cerca, ya era de noche. Cuando logré encontrar
el domicilio, toqué y salió una mujer que hablaba español, le
dije: “Soy Pini, hermano de Pon. Le escribí a Tomy y me dijo
que me podía quedar con el” ella me contestó que pasara,
que Tomy era su esposo. Ella era una mujer puertorrique-
ña y estaba embarazada. Tenían dos camas pequeñas: una
donde dormía ella y Tomy y otra donde dormía un amigo
de ellos el cual venía de Monterrey y trabaja de mesero. Me
tocó dormir con su amigo, en la misma cama. Tomy me dijo
“te va a tocar dormir con él, se la arreglan como puedan” a
mí no me importó y allí me quedé.
Ya por la mañana acompañé a la mujer de Tomy al mer-
cado, me preguntó si tenía Seguro Social, le dije que no y
Juan Alberto Argomedo Samaniego
34
me dijo que fuéramos a que lo sacara. Me lo dieron fácil,
en 15 minutos. Al otro día me fui solo al centro para bus-
car trabajo, no estaba lejos, estaba como a 5 calles. Llegue al
Hotel Palmer House… no se me olvida que ahí estaba “Tito
Guisar”, el gran actor mexicano que alguna vez compartió
papeles protagónicos con el mismísimo Jorge Negrete.
Como no sabía hablar inglés sólo les decía: “work, work”.
Me pasaron con un señor que me habló en inglés, yo sólo res-
pondí: “no english”. Había otra persona que sí hablaba espa-
ñol y dijo: “Oye dice el señor que hasta qué grado estudiaste”,
yo le respondí que hasta la secundaria, y me dijo que el dueño
me iba a dar trabajo de auxiliar de mesero (el que ayuda a le-
vantar los platos sucios de la mesa) pero como sí tenía algo de
educación me dio un mejor puesto, que era sacando hielos de
una máquina, junto con otro muchacho mexicano.
Platicábamos mucho y un día me dijo que ya se iba a salir
porque le habían ofrecido un mejor trabajo en Pop Corn,
me recomendó que fuera a ver si a mí también me daban un
puesto. El trabajo era de noche, 12 horas seguidas pero pa-
gaban muy bien. Le pedí a Tomy que me dijera cómo llegar
al domicilio. Me contrataron rápidamente ya que tenía se-
guro, me dieron a elegir un horario, uno es de 5:00 am a 5:00
pm y el otro de 6:00 pm a 6:00 am. Acepté, al día siguiente
tomé mi chamarra y me presenté a trabajar.
Cuando llegué ya estaba mi otro amigo, mi trabajo era
tomar unas canastas y llenarlas de unas tiritas de maíz que
salían de una máquina que estaba en el sótano. En el lugar
habían dos hombres, al parecer afroamericanos, que pese a
estar bien tarugos tenían el mejor trabajo: se la pasaban sen-
tados, viendo la máquina sin hacer nada. Las canastas con
las que yo trabajaba eran muy pesadas, en un principio me
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
35
costó mucho trabajo levantarlas, pero no me rendí, pasando
el tiempo mis brazos eran más fuertes.
El dueño le entró curiosidad de saber quién era yo puesto
que en la fábrica había pura gente grande y yo era el más
joven, habían mujeres puertorriqueñas, mexicanas y hom-
bres mexicanos. Me pregunté qué andaba haciendo por acá
y le conté que yo soy nacido en Estados Unidos pero que
vivía en México desde niño y por esto mismo no hablaba
inglés. Pues al señor le caí bien y me dio otro puesto y éste
se trataba de llevar en cajas, al piso de abajo y por medio de
un elevador, los productos de maíz para que las mujeres los
empacaran. A estas mujeres les gustaba ponerme rojo di-
ciéndome “mi amor” y dándome besitos. Cada oportunidad
que tenía me iba con las muchachas a platicar hasta que el
dueño se enteró y me llamó la atención porque entorpecía
el trabajo de mis queridas amigas, me advirtió que si volvía
a llegar con ellas me iba a liquidar. Pasaron dos días y el
elevador se detuvo ahí con las muchachas y una me dijo:
“espérate mexicano” no me quedé mucho tiempo pero esto
hizo que al día siguiente el dueño me liquidara y me quedé
sin trabajo.
Para ese tiempo, el chico de Monterrey y yo, habíamos
alquilado un cuarto entre los dos, pero solo tenía una cama
matrimonial. Mi amigo era cocinero así que por las mañanas
hacía el desayuno. Pagábamos 8 dólares a la semana. Después
él me dio la noticia de que le habían ofrecido trabajo en un
restaurante, en una colonia mexicana, y pues me iba a dejar,
porque su novia era la dueña del restaurante y quería que tra-
bajaran y vivieran juntos. Cuando él se fue y yo sin trabajo
se me empezó a terminar el dinero, ya no podía pagar el
alquiler así que opté por esconderme en las noches en una
Juan Alberto Argomedo Samaniego
36
ventanita que daba hacía un baño deshabitado donde había
una tina en la que yo podía dormir, cubierto de periódicos,
era muy triste mi situación, era horrendo todo eso.
Llegó la navidad y me la pasé sin trabajo, ya no tenía ni
para comer, a veces iba a buscar a Tomy para que él o sus
amigos mariguanos me prestaran unas monedas para co-
mer. El día de navidad, sin dinero y solo, me puse a llorar
ahí, en ese mismo cuarto, en esa misma tina, y fue, quizá, la
navidad más triste que he pasado.
Cuando llegó el año nuevo mi situación era la misma.
Había un puertorriqueño que me invitaba a comer arroz
con frijoles negros, él vivía con otros tres, que cooperaban
con 50 centavos para la comida (siempre era la misma) muy
amables me dijeron que no me preocupara, ya cuando tu-
viera trabajo les pagaba la comida de todos los días.
Encontré por fi n un trabajo, donde tenía que aplastar con
una maquinita latas, ese trabajo estaba muy a gusto, pero al
mes se terminó el trabajo. En esa temporada estaban salien-
do militares a la guerra.
Me puse de nuevo a buscar trabajo y llegué a una pastele-
ría donde obtuve mi tercer puesto, había un extranjero muy
neurótico, no sé si era Sueco o Suizo, y me pusieron de su
ayudante. Cualquier cosa que no me saliera bien se enoja-
ba y gritaba quién sabe qué cosas: yo ni le entendía. Estaba
loco ese desgraciado. Por todo me acusaba con el dueño,
hasta que los mandé al diablo, me dieron mi dinero y por
mi cuenta me salí.
Llegue al Mechandise Mark, el edifi cio más grande de
Chicago donde había muchos restaurantes adentro, donde
pedí trabajo y me lo dieron. Levantaba platos y los llevaba
a lavar. Entraba a las 6 de la mañana pero salía como a las 6
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
37
de la tarde, me iba muy bien, los meseros me compartían de
sus propinas. Ya tenía dinero para comprarme mi hambur-
guesa y mi refresco diario. Había convenciones a diario, ya
que los judíos en ese tiempo estaban peleando para recon-
quistar Israel: estaban en guerra.
Había un bar que se llamaba el Bugs Bunny (en ese tiem-
po yo era menor de edad, no tenía los 21 años) pero de todos
modos me dejaban entrar. Una de esas veces llegó un gringo
que llevaba caguamas de medio galón, entonces el gringo
(que era de mi edad) me dijo que si le ayudaba a comprar, ya
que a él no le vendían… Le ayudé a comprar y como forma
de agradecimiento me invitó a su casa donde vivía con 3.
Me fui a tomar con ellos. Él llego a ser mi mejor amigo de
toda la vida, compartíamos cuarto, comida, y hasta novias...
Un día los 3 decidieron irse de regreso a su tierra Alabama,
ahorraron para un carro del año 1929, de esos cuadrados to-
davía del tiempo de los gangsters. Me dijeron que ya se iban y
pues como sabían que yo estaba solo me dijeron que si no me
quería ir con ellos, y que podría vivir con una de ellos. Yo, con
mi espíritu aventurero, no lo pensé mucho y me fui.
Los cuatro salimos rumbo a Alabama, el mayor tenía
unos 35 y los otros dos eran de mi edad. Llegamos a Kentuc-
ky, había un río con un puente y lo bajamos. Nos metimos
a nadar, compramos pan, preparamos sándwiches. Al día
siguiente llegamos a Alabama y cada quien se fue a su casa y
yo me fui con Richard, tenía varias hermanas muy amables.
Me presentó con su mamá y le contó mi historia, le advirtió
también que sabía poco inglés.
A unas cuadras de la casa, estaba el parque Jordan que
era un parque hermoso, la palomilla de ese lugar me invita-
ba a jugar beisbol y futbol americano. Uno de ellos hablaba
Juan Alberto Argomedo Samaniego
38
español de apellido Castillo. Vivía con su pareja y tenían una
niña llamada Gloria, como ellos trabajaban y yo era de con-
fi anza me dieron la llave de su casa para cuidar a la niña, iba
y la traía a la escuela, esta pareja se portaba muy bien con-
migo. Un día llegaron y me dijeron que cerca de allí habían
unos mexicanos que vendían tamales, les dijeron que ellos
tenían un amigo (o sea yo) que si le daban trabajo y ellos les
dijeron que con gusto me darían chamba. Me presenté y por
las noches me iba a vender tamales, pero no vendía mucho
así que decidí darles las gracias y buscar otra cosa, pero no
encontraba trabajo.
Un día decidí ir a visitar a Charly Pierce, un amigo de
mayor edad. Charly me invitó a un lugar donde cada sábado
había Square Dance, donde me divertí mucho bailando. Al
terminar la velada, Charly iba a llevar a una amiga suya a su
casa. En el trayecto decidió parar en un lugar donde unos
“negritos” vendían whisky de maíz, del que hacen clan-
destinamente en los cerros. Me emborraché y no recuerdo
mucho de esa noche pero, al despertar, un tipo me estaba
picando en la sien con una pistola, maldiciéndome y ame-
nazando con que me iba a matar. Yo no entendí nada hasta
un momento después: Charly, mi amigo, estaba con su mu-
jer en el momento en que el señor de la pistola llegó… Char-
ly tuvo que huir (me lo dijo luego), corrió entre los maizales
mientras el tipo le intentó disparar varias veces sin lograr
darle. Pues yo estaba allí metido hasta el cuello en esa bron-
ca ajena. La señora intentaba defenderme, argumentando
que yo era apenas un chiquillo y que no tenía nada qué ver
con el asunto… incluso intentó golpear al marido pero éste
la tiró al suelo y regresó diciéndome “te largas en este ins-
tante o te mato”. La señora me dijo que lo mejor era que me
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
39
fuera, así que encendí el motor y ella me dijo cómo poner las
velocidades, pues yo no sabía manejar. Pues me fui rumbo
a la carretera, que estaba a unos 30 m de distancia, pero al
llegar la crucé por completo y fui a dar a una zanja donde
quedó varado el auto. Al salir del carro había mucha gen-
te mirándome, misma que recomendó que me fuera antes
de que llegara la policía. Uno de los señores que estaban en
ese escándalo me llevó hasta Birmingham. Allí encontré a
Charly, le conté lo sucedido después de su huída y él me dijo
que no me preocupara, que él iría a recoger el carro.
Yackie me dijo que le estaba yendo mal, estaba trabajan-
do con su papá, pero sólo le daban 2 dólares por todo el día,
ya estaba cansado porque su papá y su mamá eran alcohóli-
cos, así que me dijo que por qué mejor no nos regresábamos
a Chicago él y yo, acepté y a los 3 días partimos de regreso.
Llegamos a Milwaukee Ave., a buscar trabajo, y un judío
que tenía 3 edifi cios nos rentó un cuarto y nos ofreció trabajo
a ambos, nos dijo que nos pagaba a dólar la hora y cuando un
edifi cio se desocupara nosotros lo teníamos que pintar y por
esto nos daría 8 dólares. Pero había días que no había cham-
ba así que seguí buscando trabajo. Llegué a una fábrica don-
de chambeaban polacos que habían venido de la guerra de
Polonia, era gente sin estudios (por los demás considerados
como “brutos”) empezamos a trabajar mi amigo y yo pero él
no aguanto y se salió yo, espere un mes más, mientras junta-
ba unos 50 dólares para seguir buscando trabajo. Cuando me
salí le seguimos ayudando al judío pintando cuartos, mi ami-
go y yo no la llevábamos muy bien pero a él le gustaba mucho
tomar y fumar, esa era nuestra mayor diferencia.
Empecé a trabajar en restaurantes, conocí a muchos mu-
chachos, todos ellos mexicanos, había una colonia de mexi-
Juan Alberto Argomedo Samaniego
40
canos y en ella estaba un cine llamado La Villita, allí me iba
con ellos a ver películas mexicanas. Nos íbamos a bailar y
uno de ellos me ponía un sombrero, me sentaban al fi nal del
lugar y me daban un cigarro para que la gente no notara que
era menor de edad. Ahí empecé a fumar y beber cerveza.
Seguía viviendo con mi amigo, por las noches salíamos a
pasear, ambos teníamos unas novias gringas y nos las cam-
biábamos, pero solo las besábamos, una era muy bonita, la
otra estaba muy fl aca pero estaba enamorada de mi amigo,
así que yo andaba con la bonita. Nos metíamos a un carro
unos adelante otros atrás y nos cambiábamos las novias. No
teníamos donde dormir (esa vez) así que nos fuimos detrás
de un camión como a una cuadra de ahí, pero a la una de
la mañana llegó una patrulla preguntando qué estábamos
haciendo allí (yo me puse nervioso porque esa noche me
dejaron cuidando una bolsa de marihuana pero no la vie-
ron). Les dijimos que por la mañana íbamos a comenzar a
trabajar a media cuadra de ahí, con el judío, pintando de-
partamentos, pues no nos creyeron y nos hicieron llevarlos
con el judío para que vieran que no mentíamos y así fue
como ellos corroboraron nuestra versión. El judío, de nom-
bre Bob (el Sr. Bob) nos hizo pasar para dormir ahí y por la
mañana nos dio de desayunar la señora. Nos quería mucho,
nos daba un lugar para dormir y por la mañana le trabajá-
bamos, pero como no había tanto qué hacer allí, recomendó
que buscáramos en otro lado.
Así no la llevamos un tiempo hasta que se acercaba el
fi n del año, entonces decidimos ahorrar para ir a México
(mi mamá escribía para que regresara a casa). Se convenció
cuando le hablé de los 8 días de posadas, también le dije que
no habría ningún problema si se quedaba en casa. Así que
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
41
planeamos mandar las maletas a Laredo Texas, llegando allá
recogerlas, cruzarnos y llegar de ride hasta México.
Nos fuimos en puros aventones, de mañana, tarde y no-
che. Cada vez que nos recogían nos preguntaban si ya co-
mimos y las personas nos invitaban una hamburguesa, nos
invitaban el café, nos regalaban un dólar, una cajetilla de
cigarros… En ese entonces no había gente “malilla”, no ha-
bía mucha droga, en ese entonces era muy bonito y nosotros
éramos unos chamacos… teníamos 19 años. Nos pregun-
taban a qué íbamos a México y les contaba que yo era de la
Ciudad de México y que íbamos a mi casa a pasar Navidad.
Pues las personas siempre trataban de dejarnos en una bue-
na orilla de la carretera para no caminar mucho y que nos
dieran otro aventón rápidamente.
Me acuerdo que llegamos a Dallas, bajamos caminando,
pero fue un tramo corto como de 20 minutos y había un res-
taurante pequeñísimo en forma de triángulo como, de unos
5 m cuadrados más o menos. Pedimos un café que en ese
tiempo valía 5 centavos y nos sentamos (ya habíamos pedi-
do aventones toda la noche estábamos cansados). Recuerdo
en ese lugar había un dibujo, donde estaba un mexicano con
sombrero, echado junto a un cactus, recargado durmiendo
y este dibujo decía: “No perros, ni mexicanos, bienvenidos”
(estaba escrito en inglés) y mi amigo Jackie hizo señas con su
dedo como diciendo “qué bueno que no pareces mexicano”.
Seguimos pidiendo aventones, llegamos a la frontera,
tomamos nuestras maletas. Y de allí nos fuimos a México,
pero ahora nos fuimos en camión y recuerdo que nos costa-
ba como 8 o 10 dólares.}
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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DE VUELTA EN CASA
Cuando llegamos a casa, mamá nos recibió. Jackie platicaba
con mis papás en inglés, se vacilaban entre ellos. Por cierto
que nos quedábamos en el cuarto de atrás y compartíamos
una cama doble.
En las posadas salíamos a divertirnos, lo presenté con
mis amigos de Durango y rápidamente encajó con ellos, lo
invitaban a tomar, porque eso sí, a Jackie le encantaba to-
mar. También se hizo amigo de Erika y de Hedy. Se hizo
novio de Hedy. La familia de Hedy tenía dinero, trabajaban
en la casa de valores. Así puso un negocio pequeño, donde
fabricaban muñequitos de Disney, que se pintaban. Él nos
llevaba a los cabarés y pagaba todo.
PREPARATIVOS PARA VOLVERA LA AVENTURA
En una de las posadas Jackie se emborrachó, los muchachos
lo empujaron y empezándolo a provocar para pelear logra-
ron que nos liáramos a golpes con ellos hasta que nos sepa-
raros. Ese día llegué a dormir como a las 4 de la mañana.
Ya cuando desperté mi mamá me dijo: “¿Sabes lo que paso
anoche?” Me contó que Jackie agarró su maleta, se fue al
parque y se quedó dormido, llegó la policía por él, y lo lle-
varon a mi casa, para confi rmar si no mentía diciendo que
vivía con nosotros.
Después Jackie me contó que mi mamá le dijo que si quería
irse a Alabama ella le pagaba el pasaje, siempre y cuando yo
no me fuera con él. Yo le dije que no aceptar pues no quería
quedarme, nos teníamos que regresar juntos a Estados Unidos.
Fuimos con Carlos, el que les alquilaba cuartos a los tu-
ristas, para ver si Jackie podía quedarse con él y Carlos dijo
que sí, esto mientras se regresaban a Estados Unidos. En la
plática con Carlos. Nos dijo que quería irse con nosotros a
Estados Unidos, su mamá decía que si lo podíamos ayudar
lo ayudáramos. Y había un muchacho, “Cuenca”, que era
muy bravo Y tenía un documento como del Seguro Social,
que se había encontrado o lo compró, no sé, le pedimos que
nos prestara ese papel para que Carlos pasara la frontera. El
documento decía: “Identifi cación, marca especial: tatuajes
en brazo izquierdo, Mispha” (que era un nombre bíblico).
Para esto Jackie y yo habíamos aprendido que si tomabas
43
Juan Alberto Argomedo Samaniego
44
un lápiz, le amarrabas 2 agujas y usabas tinta china, podías
hacer una tatuaje; pues le hicimos la marca en su brazo iz-
quierdo, le sanó la cicatriz y hasta quedó bonito, al menos
era una tatuaje real. Sería fácil pasarlo de este modo.
Otro muchacho, Luis Orodica, era hijo de un diputado,
tenían mucho dinero, vivían por el donde estaba el Ejército
nacional… éste se quería ir con nosotros pero estaba muy
chamaco, de apenas 16 años, y no queríamos llevarlo. Nos
dijo que su papá tenía una gasolinera y que podía sacar bi-
lletes para el pasaje, entonces nosotros le dijimos que sí.
Carlos tenía tíos en California y nos iban a aceptar a los
4, pero antes debíamos pasar a Torreón a ver si sus tíos que
vivían ahí le prestaban dinero. Pusimos la fecha para el día
siguiente y ya por la mañana estábamos listos Carlos, Jackie
y yo, el otro no llegó y eso fue bueno porque estaba muy
chiquillo. Nos fuimos los 3 a Buena Vista, compramos bole-
tos en un tren de tercera, con bancas de madera, y este nos
dejó hasta Torreón. Fue un viaje muy pesado ya que el tren
se llenó de más, Carlos se paró y le quitaron su lugar, una
señora se sentó casi en mis piernas así que mejor me paré,
terminamos en un escalón, compartiéndolo cuando uno y
otro estábamos cansados.
Cuando llegamos a Torreón ya no teníamos dinero, pero
lo positivo es que Carlos llegaría con su familia de Torreón
para que le prestarán. Pero lamentablemente no tenían dine-
ro y no podían recibirnos a nosotros, solo a Carlos. Le dijeron
que pasara a Ciudad Juárez donde otro de sus parientes tenía
una reguladora de maíz y seguramente el sí podría prestarle.
Llegamos al paso Texas en la noche, sólo Jackie y yo, Car-
los nos alcanzaría allá, mientras conseguía dinero. Llegamos
con una de mis parientes que vivía allí, le expliqué que no
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
45
teníamos dinero, íbamos de paso y no teníamos dónde dor-
mir, ella muy amable nos hizo pasar y por la mañana nos
dio de desayunar. Mi tía me dio el domicilio de mi prima
que anteriormente había ido a México, ella era muy bonita y
llegó a ser reina de una famosa maraca de automóviles. Pues
la fuimos a visitar, le contamos lo que nos pasó y nos dio 10
dólares y un café a cada uno. Eso fue excelente, en realidad.
Seguimos nuestro camino hasta que decidimos quedar-
nos en un Hotel de segunda, era muy barato. Abajo del Ho-
tel había una cantina que tiene un corredizo por debajo del
lado derecho y había gente tomando y orinando. Era ho-
rrible (jaja). Pasaron los días hasta que Jackie decidió re-
gresarse a Alabama, por lo mismo que no teníamos dinero
ni comida. Lo acompañé a la carretera y en cuestión de 10
minutos se lo llevaron. Yo me quedé con unos primos y al
siguiente día llegó Carlos.
Aprovechamos que en la frontera había tantos soldados
que fácilmente se podía pasar ya que no tenían mucho tiem-
po de checar bien los documentos. Llegamos al paso Texas
y de allí puro aventón hasta que llegamos a las doce de la
noche a un pueblo Las Cruces, de Nuevo México. Encontra-
mos un tráiler con lona y ahí nos metimos a dormir. A las
3 o 4 de la mañana ya no aguantaba el frio. Así que mejor
me levanté para sentarme en un café que estaba enfrente,
en cuanto me bajé, él se despertó todo asustado y me pre-
guntó a dónde iba (estaba asustado pobrecito). Le dije que
no aguantaba el frío y que prefería sentarme en el café y me
dijo que mejor iba conmigo, cuando se paró calló de frente
con las rodillas dobladas, no sabía hasta ese momento que
tenía problemas con sus rodillas y con el frío no resistieron
el esfuerzo de levantar su propio cuerpo.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
46
Por la mañana nos dieron un aventón y el pobrecillo
señor llevaba su lonche y no lo ofreció. Qué amabilidad la
suya. Llegamos a un pueblo de Arizona, no recuerdo bien
el nombre, algo así como “Globe”. Habían pocas casas (en
ese tiempo yo ya hablaba mejor el inglés). Le dije a una per-
sona que íbamos para los Ángeles pero no teníamos dine-
ro, le dije que mi camisa estaba nueva que se la vendía en
un dólar, el señor me dijo: “cómo crees que te voy a dejar
sin camisa, mejor toma el dólar” le agradecí y con eso fui a
comprar leche, pan y “boloni” para hacernos unos sándwi-
ches. Le dije a Carlos que ya sabía cómo hacerle para sacar
dinero, solo era hacer lo mismo que con la persona anterior:
les daría pena aceptar la camisa y nos darían dinero. Ya por
la noche, en un aventón, íbamos entrando como a un cerro
donde había un motel. El señor que nos llevaba dijo que
preguntáramos a ver si nos podíamos quedar ahí ya que el
ya no podía llevarnos, nos bajamos y encontramos un baño
pequeñito, le dije a Carlos que nos quedáramos allí, pero
al poco tiempo llegó un señor chaparrito y nos preguntó
que estábamos haciendo ahí, le dije que no teníamos dónde
quedarnos y respondió que él tampoco, que ese era su lugar
de dormir. Pues los 3 nos acomodamos como pudimos, uno
en la taza, otro a un ladito y otro en el pedazo que quedaba.
A las 6 de la mañana seguimos pidiendo aventones. Íba-
mos en un tráiler con cabina y cama para dormir, en la cabi-
na había una peluca y una foto, en ese momento nos dimos
cuenta que esta persona era gay. El tipo nos dijo que si ya
habíamos comido, le dijimos que no y salió a comprarnos
comida. Le dije a Carlos que si qué hacíamos, Carlos dijo
que esperáramos y que si las cosas se ponían feas nos baja-
ríamos y seguiríamos pidiendo aventones. Pasaron como
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
47
tres horas cuando esta persona llegó y nos dijo: “les traje
una hamburguesa a cada uno, fui por un amigo mío, para
que estuviéramos aquí los 4”. Me miró y me dijo “Tú ponte
aquí” y yo le dije que no, lo siento. Se molestó y nos dijo que
no nos iba a molestar pero cuando amaneciera teníamos
que irnos, pues muy temprano salimos hasta que llegamos a
los Ángeles. No pasó “a mayores”.
Estando allí, Carlos llamó a su familia para avisar que
ya habíamos llegado, la familia nos recibió muy bien, cada
quien tenía su cama y nos dijeron que mañana mismo iba a
ayudarnos a buscar trabajo. Ese día nos llevaron a comer y a
pasear. Por cierto la hija de esa familia estaba recién casada
con un italiano llamado “Pachino”, como el artista, era abo-
gado y tenía mucho dinero, tenía su casa propia y dos o tres
que rentaba, el también nos llevó a pasear.
A los dos días el tío me dijo que tenía un amigo que ven-
día tamales, tenía una fábrica donde los hacía y me quería
dar trabajo. Me esperó al día siguiente a las seis de la maña-
na en una calle cercana. El trabajo era hacer masa y relleno,
pero lo demás lo hacía una máquina que sacaba los tamales
en tiras como de 12 cm, después se envolvían en una hoja de
elote, estuve 3 o 4 días, hasta que me cansé y le dije a Carlos
que mejor me iba a ir a Alabama con mi amigo, al fi n Carlos
ya estaba con su familia y trabajando.
Antes de irme la Tía de Carlos me dio el domicilio de una
tía mía que vivía en los Ángeles, fui a visitarla me recibió
muy bien, me dijo que vivía con su hijo y el estaba arriba,
pero que no me recomendaba subir a visitarlo porque se la
pasaba drogado, ya que estuvo en la Guerra, terminó he-
rido, le inyectaban morfi na para el dolor y se hizo adicto,
ahora el mismo gobierno le paga la morfi na.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
48
Seguí con los aventones hacia Alabama pero eran avento-
nes cortos, terminé caminando por el desierto, con un calor
terrible a la salida de California, no me recogían y pasaban
muy pocos por esa inhóspita zona, recuerdo que traía una
chamarra de cuero y mientras caminaba la aventaba de puro
coraje. En el camino encontré a un señor que me aconsejó que
mejor me fuera en tren, llegué a la estación y ya había como
unos ocho vagabundos encima del tren y yo también me subí.
Esos vagabundos eran muy humanos, vivían gozando.
Como había tirado mi chamarra en el desierto porque
no la necesitaba, uno de ellos que ya iba a bajarse del tren
me dio su chamarra que era de soldado. Después me tuve
que bajar de ese tren para tomar uno de carga y cuando me
iba a subir a ese tren un muchacho me dijo que me podía ir
dentro del tren por donde estaba la máquina y no hay pro-
blema, él y sus amigos eran los que le ponían el carbón a la
máquina del tren. En la noche ya estábamos en Arkansas,
me pidieron que me bajara porque ahí ellos se quedaban,
era una estación de tren muy grande.
Me salí, caminé y me encontré una cafetería, me senté
a pedir un café, cuando de repente llega el maquinista y le
pregunta a la muchacha: “¿Qué le pidió?” la muchacha le
respondió: “un café” y él le dijo que me preparara una ham-
burguesa y él la pagaba. Me pidió que me fuera atrás de la
cocina a lavarme la cara, mi cara me dolía, no podía ni to-
carla de tan quemado que estaba, cuando llegué al lavabo,
unos afroamericanos trabajadores no pudieron contenerse
y se echaron a reír al verme. Cuando salgo miré a la gen-
te y todos estaban riéndose de mí, y es que mi cara estaba
toda llena de hollín por el humo de la chimenea… nomás
me brillaban mis ojos claros entre la penumbra total que
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
49
los enmarcaba. Me avergoncé tanto que me comí rápido la
hamburguesa para salirme e ir buscar otro tren.
Me dormí en una banca de estación y por la mañana
tomé otro tren, cuando estábamos en Misipi se me acercó
un policía a decirme que me largara, yo le dije que por qué,
y él me tiró una cachetada, sacó una pistola revolver y me
apuntó. Me dijo que aquí no andaban vagabundos en trenes.
Me llevó a la estación y me dijo que esta vez la pasaba pero
que si me veía en dirección a los trenes me iba a meter a la
cárcel 3 meses por vagancia y, no sólo eso, sino que también
esos 3 meses me pondrían a trabajar. Cuando me salí, él mi-
raba si iba para la carretera o en dirección a las vías.
Me fui por la carretera y un doctor me levantó, ya en
confi anza me dijo que tenía un hijo menor que yo pero que
estaba medio sonso y quería presentármelo para ser amigos
ya que yo era más aventurero, pensaba que así se le quitarían
los miedos a su hijo. Me invito a comer y ahí platicando con
el del restaurante me dijo que su esposa estaba a punto de
tener un bebé y que necesitaba un nuevo ayudante, ofreció
me quedara unos meses trabajando allí. Mientras platicába-
mos el doctor aprovechó para ir por su hijo.
Cuando el señor volvió me trajo una caja de ropa fi na
muy buena y veinte dólares, me dijo que su hijo no estaba
pero que, mientras, me dejaba eso.
Le dije al señor del restaurante que la verdad quería lle-
gar a Alabama por mi amigo para irnos a Chicago. El señor
me deseó buen camino y yo partí.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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RUMBO A CHICAGO
Decidí, una mañana, ir a encontrarme con mi amigo Jac-
kie, que se había separado del grupo desde que estuvimos
en El Paso Texas. Sus padres vivían en Alabama, así que
arribe hasta su domicilio para preguntar por él, averiguar si
había tomado ruta por Chicago.
El padre de Jackie (recuerdo que padecía de alcoholismo),
vendía frutas y verduras en “la picata”, por ello, cuando llegué
a sus aposentos, sólo encontré a la madre de mi amigo. Me
recibió bien pero tenía para mí malas noticias: Jackie estaba
en la cárcel, a causa de una riña con un chofer de los camiones
urbanos. No supo decirme más detalles, pero me envió con
Cristina, la hermana mayor del susodicho, pues era ella quien
sabía “a ciencia cierta” los porqués de la situación.
Cristina era ya una señora y vivía muy humildemente con
su marido. Cuando la visité me contó que Jackie andaba bo-
rracho (lo que no era extraño para mí), que al transbordar el
transporte urbano el chofer le quiso impedir el acceso, dado lo
notorio de su estado. La versión ofi cial fue que Jackie provocó
la riña, que llegó la policía y, como era natural, se lo llevaron.
A su llegada el marido agregó que ellos no tenían dinero,
pero que venderían su escopeta para pagar la fi anza de su
hermano, y cuando éste saliera de prisión le comunicarían
de mi visita y lo enviaría conmigo, a Chicago, a donde me
dirigí después de aceptar quedarme con ellos una noche (su
generosidad me convido a quedarme allí hasta que Jackie
quedara en libertad).
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
51
No sé si fue por todo lo acontecido con Jackie en relación
a los camiones, pero esta vez me fui en tren. Dormí, y poco
antes de llegar a la estación de tren, mientras mis compañeros
de vagón estaban totalmente ebrios, miré por la ventanilla y
pensé: “A esta hora, quisiera ser un ranchero, que reciente-
mente se levantó para disfrutar su desayuno para atender sus
tierras, para iniciar la jornada, rodeado de aire puro…”.
Media hora después de estos pensamientos y esa visión
en duermevela de la borrachera en el vagón, llegamos a la
estación. De allí partí de ride hacia la calle Milwauke, donde
tenía unos amigos que seguramente estarían dispuestos a
brindarme hospedaje. Una vez instalado comencé a buscar
trabajo, encontré una vacante en un restorán francés habi-
tado por un piano, velas tenues, lujos y gente adinerada que
dejaba, obvio, excelentísimas propinas que me compartían
los meseros. Mi trabajo era sencillo: levantar los platos y
acercarlos a quien habría de lavarlos.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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EN LA CÁRCEL, CON EL ESTÓMAGO VACÍO
A los pocos días, como lo previeron su hermana y su cuña-
do, Jackie fue puesto en libertad y viajó, sabrá dios cómo,
hasta Chicago. Nos mudamos a un cuarto que rentaba el ju-
dío, a quien a veces le ayudábamos a pintar las habitaciones
desocupadas. Éramos como hermanos, salíamos siempre
juntos a conocer chicas norteamericanas, nos sentábamos
en unas gradas cualquiera y teníamos largas charlas. En los
tiempos en los que un plato de carne con chile, en un res-
torán, te costaba 25 centavos, asistíamos frecuentemente a
comer a un establecimiento en especial, donde con esa can-
tidad quedábamos perfectamente satisfechos.
Un día salimos a cenar a ese mentado lugar. Eran las
once de la noche. Nos paró una patrulla para interrogarnos
y quedaron convencidos de que regresaríamos a casa. Por
supuesto, seguimos rumbo al restorán, cuando la “autori-
dad” se había marchado.
Al parecer, no fue una gran decisión, pues al encontrarnos
de nuevo con la misma patrulla, los policías nos arrestaron y
pasamos la noche entera en la delegación.
Nuestro apetito nocturno nos puso varias veces más
frente a frente, camino al restorán, y toda vez nos envió de
regreso, con todo y nuestras ganas de un platillo de deliciosa
carne de veinticinco centavos. El conductor de esa patrulla
nos odiaba.
De ese tiempo recuerdo a dos preciosas amigas: Betty
y Oredel. Aquélla estaba enamorada de Jackie y ésta salía
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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conmigo. Una sureña muy bella. Nos volvimos inseparables,
una cosa muy especial. También recuerdo a Carlos Ramírez,
un amigo mexicano que frecuentaba. Un día me lo encon-
tré con un parche en la nariz. Luego supe que su anterior
nariz no le gustaba y que por ello lo operaron. Se la dejaron
de lujo, como de artista, una cosa muy bonita. El caso es,
pues, que me recomendó a su mismo doctor, después de ver
mis problemas para respirar, contingencia de una riña entre
contra otro mexicano, allá en la calle Durango.
Me operaron y me dejaron un poco mejor la nariz. Era
un dolor insoportable después de la intervención.
Carlos y su hermosa nueva nariz viajarían a México para
pasar Navidad con sus paisanos, en compañía de unas ami-
gas. Su plan era viajar en autobús hasta Laredo y luego hacia
su país. Sonaba bien el plan y acepté la invitación que me hizo
de acompañarlos. Aunque nos separamos en la frontera, un
sábado, lo recuerdo bien, los acompañé a beber unas cervezas
en un salón de la colonia Guerrero, ya en México. Allí Carlos
y yo gustábamos de ir al Salón “Los Ángeles” a beber y bailar.
Fue allí donde comenzó mi afi ción por el baile.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
54
RUMBO A NUESTRO ACOSTUMBRADO VIAJE A ACAPULCO
Antes de regresarnos, decidimos ir a Acapulco, como cada
año. Llegábamos a casa de la familia Luiquidiano, los cuales
rentaban unas camas de lona, quienes nos rentaban unas ca-
mas de lona (de esas que se abren) y nos quedábamos en un
patio adaptado como habitación, medio techado, por dos
pesos la noche. Allí llegaban siempre unos 8 o 12 amigos de
la palomilla.
Todos llevábamos poco dinero ese año, así que nos
separamos: yo me fui de aventón, como era mi costumbre.
El primer aventón me dejó en Taxco. Allí me senté, levanté
a mano para pedir el nuevo ride, y me levantaron dos mu-
chachos norteamericanos que iban directo hacia Acapulco.
Al llegar allí les di las gracias y me encontré con mis amigos,
a quienes esa misma noche conté mi buena fortuna.
Volví a encontrarme con los norteamericanos al
día siguiente, en la playa, a quienes invitamos a “la roque-
ta”, un lugar a donde íbamos simplemente a divertirnos.
Como nosotros éramos buenos nadadores (y ahorrado-
res además) nos iríamos nadando, pero recomendamos a
ellos rentar una ancha y encontrarnos allá, pero prefi rie-
ron acompañarnos a nuestro modo. De regreso volvimos
igual, nadando, pero sin los amigos extranjeros, quienes
rentaron una lancha, después de todo. Los volvimos a en-
contrar al día siguiente, conversando con tres chicas gua-
pas mexicanas. Como las chicas eran tres y ellos dos, me
invitaron. No pude dejar de decir que sí, y terminamos en
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
55
la terraza de su hotel, escuchando música y bebiendo unos
tragos. Quedamos amigos y me dieron su teléfono de De-
troit, adjuntando el comentario de que en su ciudad había
mucho trabajo en el negocio de los autos.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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DE REGRESO HACIA CHICAGO
Después de estar allí unos cuantos días y volver a la ciu-
dad, mi hermano Pon, Jorge Aveleira y yo (los tres teníamos
pasaporte y acta de nacimiento norteamericana) decidimos
partir hacia Chicago. Nos despedimos de nuevo de la fami-
lia y partimos a mi modo: de ride.
Así llegamos hasta Laredo, Texas, mostramos nues-
tros papeles y pasamos la frontera. Allí decidimos comprar
un boleto y turnarnos: dos de aventón y uno en autobús,
pues era difícil que nos levantaran a los tres en la carretera.
Primero le tocó a Pon, hasta Dallas. De Dallas a Misuri, le
tocó a Jorge.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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EL BIGOTE DE “PON” Y EL DESTINO
El bigote de Pon fue un factor importante en el curso de
nuestro destino. Parece broma pero no lo es. Yo le había reco-
mendado a Pon quitarse el bigote para disimular su notoria
mexicanidad. Me ignoró y fue por ello que nos molestaron
durante el viaje. En una de esas veces, nos perseguían unos
muchachos en bicicletas, persiguiéndonos y diciéndonos de
cosas. Fue también por el bigote que una patrulla nos paró
y dudo de nuestra nacionalidad debido a nuestro aspecto,
más claro en Pon, de mexicanos. Mostramos identifi cacio-
nes y dijimos ser norteamericanos criados en México. Eso
ayudo pero fue debido al bigote que nos salvamos de caer
presos nuevamente. La policía buscaba a un preso que tenía
cierto parecido con Pon, incluso en la estatura, casi en todo,
salvo en el bigote. Fue el condenado pero bendito bigote el
que hizo a los policías desdecirse de sus sospechas y hasta
recomendarnos el tren para evitarnos problemas. Después
de todo Pon tuvo razón. Los polis argumentaron que el pa-
saje costaba sólo un dólar y se ofrecieron a llevarnos hasta la
estación más cercana. Nos convencieron.
De ride llegamos a Misuri y encontramos a Aveleyra. Yo
estaba todo desvelado y cansado, por lo que les pedí hacer
uso de mi turno para ir en camión hasta Chicago, y una
vez allí enviarles dinero para que me alcanzaran del mismo
modo. Aceptaron y llegué por fi n a casa de Jackie, en la her-
mosa ciudad de Chicago.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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UN AÑO MÁS EN CHICAGO
Yackie me envió con Sam, el dueño de los departamentos
donde trabajaba, para pedir un adelanto de su sueldo y en-
viarles “el giro”. Llegaron a media noche a casa de Yackie,
quien nos hospedó a todos nosotros en un cuarto, donde
preparábamos espagueti que compramos con el dinero que
nos quedaba hasta que fuimos encontrando trabajo. Pon fue
el primero en encontrar trabajo en un fábrica. Luego Jorge
encontró trabajo en un restorán de hot-dogs, ayudándole al
dueño. Yo no me preocupé porque mi suerte para conseguir
trabajo me lo procuraba. Así fue como, rápidamente, en una
zona industrial me contrataron en la fabricación de piezas
de autos. La paga era buena y el dueño me permitió llevar-
me a Jorge a trabajar conmigo. Luego me cambiaron a otro
departamento. Las piezas que debía fabricar en este nuevo
espacio eran más complicadas, levaban más tiempo y yo no
tenía la experiencia necesaria, por lo que comencé a ganar
menos. El dueño de la fábrica ignoro mis quejas al respecto
y, ese mismo día, renuncié.
Pronto y en esa misa zona encontré trabajo en un lugar
donde pintaban camas para el ejército. Allí me volvieron a
hablar de Detroit: mucho trabajo, decían. Decidía irme a
Detroit y así lo comuniqué a Jorge y a Pon, quienes se entu-
siasmaron cuando agregué que les enviaría dinero para que
fueran conmigo a trabajar allá. Pon era el más feliz por esto,
puesto que su exnovia se acaba de mudar allá y, por suerte,
él tenía su dirección.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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EN BUSCA DE UN MEJOR TRABAJO: DETROIT
Finalmente partí a Detroit y encontré una casa en la que
me cobraron 13 dólares la semana, con alimentos inclui-
dos. Esa misma semana busqué y contacté a los amigos
que conocí en Acapulco, quienes me recomendaron ir a
una fábrica de autos donde estaban contratando a mucha
gente. Entré a trabajar ese mismo día, con turno de 3 a 11
pm. Fue al cuarto a quinto día que escribí a mi hermano
con buenas noticias: ya estaba trabajando y tenía un lugar
para los tres.
Después me informé de otra fábrica de Westinghouse,
donde pagaban muy bien. El dueño había estado en la Gue-
rra Mundial, acababa de pasar. Me contó que un mexicano
había salvado su vida, estaba muy agradecido por eso, así
que como yo era mexicano me dio trabajo. Como era bueno
para las matemáticas, me dio trabajo memorizando núme-
ros de series y ayudando a los demás a hacer pedidos.
Mi amigo y mi hermano llegaron a Detroit y comenzaron
a trabajar en una fábrica de galletas.
A Pon le conseguí trabajo luego donde mismo que yo, y
como era alto lo contrataron especialmente para alcanzar
las cajas en lo más alto de todo lo almacenado.
Después fuimos a saludar, para mayor alegría de Pon, a la
familia de su ex novia. La señora de la casa nos dijo que su hijo
en dos días se iba a las fuerzas armadas, en la zona de aviación,
así que iba a tener un cuarto desocupado y no lo ofreció en ren-
ta. Nos agradó mucho la idea y nos quedamos con esa familia.
Después nos compramos un coche que, por cierto, nos
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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salió muy barato: 45 dólares cada uno. En ese tiempo era yo el
que manejaba mejor y llevaba a todos a sus respectivos trabajos.
Una vez llegó Tony, un alemán. Éste era el nuevo novio
de la ex novia de “Pon”, no lo presentaron y nos hicimos
buenos amigos.
Después del tiempo uno de los que trabajaba con noso-
tros nos comentó que tenía un departamento, con recama-
ra, cocina, baño y patio; estaba rentándolo, fuimos a verlo y
nos gustó. Para esto Jorge no quiso irse con nosotros porque
se le hacía más complicado, él se quedó. Para esto Tony, el
alemán, nos dijo que si podía irse a vivir con nosotros 2,
aceptamos y nos fuimos los 3.
Tony tocaba el acordeón y un domingo fuimos a escu-
charlo. Nos divertimos mucho, bailamos un baile sencillo
estilo alemán y de ahí en adelante nos gustó frecuentarlo a
él y a su grupo de amigos alemanes para escucharlos ejecu-
tando su música.
Jorge siguió viviendo con los Rivera y todos seguimos
con la misma rutina ya descrita: el trabajo, los amigos, los
pequeños viajes…
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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PIN Y PON EN DETROIT, Y DE VUELTA A MÉXICO
Un día fuimos a visitarlos, a él y a Betty. Decidimos ir al cine.
Betty se sentó entre Pon y yo y, al poco rato de que comenzó
la película, ella osó intentar tomarme de la mano. Ella ya no
estaba con el alemán y tampoco pensaba volver con Pon,
por lo que comprendí que sus intereses se dirigían hacia mí.
Continuó, me puso la mano en la pierna, se me acurrucó
luego en un abrazo que no logró disimular muy bien pues
Pon de se percató de la situación. Al regresar a casa hable
con mi hermano muy en serio. Le dije que no quería que
por despecho hiciera algo en contra de quien fuera, que yo
no lo iba a aceptar. Que el simple hecho de que Bety había
sido su novia no era motivo sufi ciente. Agregué que, como
yo no le había hecho mucho caso, ella iba a querer volver
con él (con Pon) por despecho. Le sugerí que respondiera
como hombre, que regresara con ella y se fuera a vivir a otro
lado. Pon me comentó que no tenía intenciones, ni la más
mínimas, de volver a tener una relación con Bety.
Los jueves, que era día de paga, nos dábamos el lujo de
comer un restorán mexicano muy bueno, donde nos cam-
biaban, además, nuestros respectivos cheques.
A mi hermano Pon siempre le gustaron las chicas bien
portadas, con ese aire inocente. Así, conoció a una escuincla
con la que le gustaba jugar canasta uruguaya y nos invitaba
a casa de su mamá para el efecto. Yo me aburría, así que
prefería irme al cine solo.
Se aproximaba la Navidad y teníamos intenciones, como
cada año, de ir a México. Los inconvenientes eran nuestro
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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auto, el que no creímos que resistiera hasta México, y por
ende, que debíamos trabajar duro para obtener otro auto
antes de la fecha y pagarlo mes con mes. Llegó diciembre y
logramos obtener el carro para nuestra aventura. Pedimos
25 días de descanso en el trabajo y partimos hacia nuestra
otra patria. No paramos en ningún hotel, el viaje fue direc-
to. Pon ya manejaba así que me ayudaba en los tramos más
ligeros o sencillos para manejar, y yo en los difíciles o más
trafi cados. Mientras uno manejaba e otro dormía y así llega-
mos a casa, en medio de un muy grato recibimiento. Luego de
unos días, en los que disfrutamos de las fi estas Navideñas que
incluyen las tan bonitas posadas, nos fuimos en nuestro auto
recién adquirido hacia Acapulco, como era de suponerse.
El viaje fue hermoso, tal como se repetía después de cada
Navidad, dejándonos con las ganas de volver al año siguien-
te y compartir con nuestra “palomilla”.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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EL DESAFORTUNADO ACCIDENTE DE PON
De regreso a Detroit, Pon venía manejando. Le advertí que
cuando llegáramos a Jacala me despertara para manejar, ya que
era más complicada esa zona. Me quedé dormido y desperté
sólo al escuchar un grito. Me encontré dentro del auto, que
daba vueltas y vueltas. El tarugo de mi hermano iba más rápido
de lo normal y terminamos volcados. Al terminar el aparatoso
accidente yo salí por la venta, buscando a Pon, pues este no se
encontraba ya dentro del carro. Al salir lo encontré aproximán-
dose hacia mí por la carretera. Había salido volando y se aca-
baba de levantar. Recogíamos las maletas cuando un repentino
dolor dobló a mi hermano y lo hizo caer al piso: se había frac-
turado la columna vertebral. Cuando por fi n logramos dar con
un doctor, éste nos dijo que no nos podían atender allí, que de-
bíamos llamar a una ambulancia para un traslado. Decidimos
llamar a mamá y ella a su vez llamo a nuestro padre quien envió
una camioneta (ya que trabajaba en gobernación) misma que
nos llevó de regreso hacia la capital en México.
A la distancia de 6 puertas, en la calle Durango, nuestra
calle, había un sanatorio muy bueno y fue allí donde nos asis-
tieron. Mi hermano quedó incapacitado por varias semanas,
en las que tuvo que llevar puesto un yeso que lo inmovilizaba.
Recuerdo que durante las posadas me había hecho novio
de Gloria, una dama muy bonito de ojos azules a la que, a mi
regreso, invité a mi casa. Mi padre se enteró de que estába-
mos allí y no le gustó nada la situación. Tuve una riña fuerte
con él, incluso mi madre llegó después gritando, pero Gloria
no se enteró de nada.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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SOLIDARIDAD CON MIS AMIGOS:EL CRUCE DEL RÍO COLORADO
Cuando ya pensaba regresarme a Estados Unidos “Chato” y
el “Poeta Santana” querían irse conmigo, les dije que como
ya no tenía dinero y me pensaba ir en camión hasta el cruce
y de allí en aventón. El papá de “Chato” era nuestro doctor
de toda la vida y dijo que si nos llevábamos a su hijo (menor
que yo por 2 años) pagaba el pasaje. Les dije que fueran a
sacar la visa y en cuestión de 2 días se las dieron. Pon se
quedó, rehabilitándose.
Cuando estábamos en el cruce los metieron a unas ofi -
cinas y cuando salieron me informaron que los mandaron
de regreso, yo no podía dejarlos solos así que buscamos la
forma de cruzar por el río. Estuvimos como 4 días, hasta
que ellos lograron cruzarse mientras que yo pasaba por el
puente, pero como no podíamos arriesgarnos a comprar un
boleto de camión ya que los podían agarrar, decidimos ir-
nos en tren.
Cuando íbamos en los vagones llovió, terminamos mo-
jados y nos secamos con el mismo calor del cuerpo. El tren
hizo una parada en un pueblo, el que cuidaba el tren nos
dijo: “miren muchacho aquí vamos a estar como 20 o 30
min, cerca hay un café por si quieren comprar algo”. Les
dije a mis amigos que yo me iba solo para que no los viera
la migra, compré 3 hamburguesas y 3 cafés, cenamos y al
tomarnos un café nos calentamos un poco. Cuando llega-
mos a San Antonio nos bajamos, nos metimos al pueblo a
buscar un hotel para dormir. Rentamos un cuarto para los
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
65
tres, ellos se quedaron allí mientras yo iba a las cantinas, me
metí a una a preguntar si la migra estaba muy pesada en ese
lugar, la persona que le pregunté (aparte de invitarme una
coca cola) me dijo que él podía ayudarme: “Hay una parada
a la salida de San Antonio, ahí no hay migración, pues están
solo en la estación, yo los llevo para allá, hablo por teléfono
y pido que pasen a recogerlos, paso por ustedes al hotel”.
Todo salió perfecto, llegamos hasta Chicago, felices de
la vida, y luego de allí hacia la calle Milwaukee. Pensaba
que tenía que irme a Detroit sino quería perder mi chamba,
pero por lo pronto la salvación era Chicago porque ahí esta-
ba Jackie y de una forma u otra estaríamos bien.
Renté un cuarto para los 3, en ese lugar había muchos
puertorriqueños, fui a conseguir chamba, primero llevé a
“Chato” y le dieron trabajo en una fábrica, después el Cha-
cho fuimos a un lugar donde arreglaban motores eléctricos,
él sabía de eso pues es lo que estudió, pero como no hablaba
inglés no se lo dieron. El señor del edifi cio nos dijo que tenía
motores para que le arreglara, Chacho se quedó arreglándo-
los y, mientras tanto, salí. Al volver me encontré con un gran
escándalo: la intervención de Chacho sobre los motores ha-
bía causado la baja de luz de todo el edifi cio; el dueño estaba
muy molesto y le dijo: “Lárgate de aquí, ya no te quiero aquí,
mira nada más lo que hiciste…”. Y así fue como tuvimos que
abandonar el lugar.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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PINI EN LA MARINA NORTEAMERICANA
Me llegó, en ese tiempo, una carta del servicio militar, don-
de se leí que era una orden de carácter obligatorio que yo me
presentara, y que de otro modo me buscarían. Me presenté.
Allí me realizaron un examen médico para corroborar que
me encontraba en buenas condiciones, por lo que me die-
ron a elegir entre el ofi cio de soldado o marino, a lo que pre-
ferí el último, puesto que me imaginaba grandes aventuras y
me llamaba la atención su porte de guerreros. Me pidieron
que me presentara el próximo lunes, por la tarde, para salir
en tren rumbo a Carolina del Sur. Para esto, le dije a “Cha-
cho” que tomara mi acta de nacimiento para ver si podría
ayudarle el documento para encontrar un mejor trabajo, y
e anuncié mi salida a Detroit, donde avisaría de mi nueva
aventura en el servicio militar y, al mismo tiempo, pondría
al tanto a nuestros patrones sobre la condición médica de
Pon, quien quería volver a su trabajo una vez que se en-
contrar bien recuperado. Así fue, fui y vine en poco tiempo
cumpliendo con el cometido. En Chicago se quedaron mis
dos amigos. Como despedida nos emborrachamos. De esa
vez recuerdo que “Chacho”, pasado de copas, un poco más
que nosotros, vomitó y comenzó a invocar a una tal “Che-
la”: “Ah, estoy enfermo… pero del corazón… Chela, estoy
enamorado de Chelita… Ah… no importa si muero: ¡Estoy
enamorado de Chelita!”.
Al día siguiente, temprano, salí hacia la estación de tren.
El viaje fue muy singular: otra borrachera, una grande. Éra-
mos unos 100 o 150 los que nos embarcamos en esa nueva
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
67
aventura. Cuando por fi n llegamos al pueblo ya nos espera-
ban los Sargentos para trasladarnos, al otro día por la maña-
na, a París Island, una pequeña isla, obvio, donde recibiría-
mos entrenamiento. Nos dejaron allí muy temprano, en el
lugar donde recibimos el desayuno. Eran unos tipos fuertes
groseros. Nos llamaban imbéciles, idiotas; nos amenazaban,
nos amedrentaban diciéndonos: “no saben en lo que se me-
tieron; nos los vamos a “madrear”, les romperemos todo el
hocico hasta que se hagan hombres de verdad; en cuanto
terminen el desayuno se salen; pueden fumar por turnos,
pero no tardarse más de 15 minutos; si alguien se tarda más,
se las verá con nosotros… así le va a ir…” Comimos rapidí-
simo para poder fumar.
La rigurosidad en el manejo de la disciplina era bastante.
Por ejemplo, ese día, nos indicaron que no querían colillas
por el piso: se debían deshacer por completo pero el papel
debía guardarse, una vez que se haya tirado el tabaco restante.
Nuevamente nos subieron a unos camiones y nos lle-
varon a unas barracas donde otros nos estaban esperando,
llegando nos dijeron que nos quitáramos la ropa, nos die-
ron unas bolsitas para ponerla y entramos, totalmente des-
nudos, a un lugar donde nos ponían inyecciones una del
lado derecho y otra del lado izquierdo, fueron como 6 o 7
y nunca supe para que fueron. Nos mandaron a otro lado
donde nos raparon el cabello y luego nos mandaron bañar.
Al salir nos dieron una toalla a cada uno y ropa de trabajo.
Ahí nos asignaron 2 barracas (un pelotón se forma como de
80 y eran como 38 o 40 en cada barraca). Nos dieron 3 cam-
bios de ropa incluyendo la interior. No pusieron a tender
y destender las camas unas 10 veces; luego de un rato nos
llevaron al comedor para recibir una ración de alimentos; al
Juan Alberto Argomedo Samaniego
68
regresar fue la misma rutina de tender y destender la cama
fueron como 2 horas. Como a las 6 nos dieron la cena y al
terminar continuamos, otra vez, acomodando y desacomo-
dando la cama. Un sargento pasaba por el pasillo y tiraba
una moneda sobre las sábanas para ver si estaban bien he-
cho el trabajo, si la moneda no saltaba un poco, ordenaba
que realizara la misma acción otras 5 veces.
A las 5am del día siguiente nos levantaron y nos man-
daron a las regaderas y rasurarnos; todos andábamos a la
carrera porque si se te hacia tarde te golpeaban. No tenía-
mos descanso, marchábamos unas 14 horas al día. Depués
de una semana nos mandaron a “los obstáculos”. Había un
gordito que, debido a su peso, no lograba pasar una pared
de 2metros; cada vez que caía le daban una golpiza, el pobre
dejó de comer y solo tomaba agua; como al mes bajó unos
15 kilos para lograr pasar la pared. También nos daban 5
minutos para armar y otros 5 minutos para desarmar un
arma (un rifl e M-1).
Un día amanecí con temperatura corporal muy alta, así
que no me metí a la regadera y tampoco me rasuré. Cuando
nombraron lista preguntaron si alguno no se había rasura-
do, levanté la mano y me dijo el sargento que por la noche lo
visitara. Cuando se hizo noche me mandaron llamar y me dije-
ron que fuera con el Sargento y que me llevara mi rasuradora.
Cuando llegué el sargento me ordenó que tomara una cubeta
y me la pusiera en la cabeza. Con ésta encima, como pude, me
rasuré, sin agua ni jabón. Me raspé tanto que me saqué la san-
gre, el sargento tomó una escoba y le dio un golpe a la cubeta
que llevaba a modo de casco. Quedé todo atarantado.
Cuando hacíamos fi la el sargento pedía 2 voluntarios y
todos rehuíamos por miedo. Se acercaba a nosotros y, mo-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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lestos, cacheteaban a quien se le diera la gana por el sólo he-
cho de no participar. Luego pedían 3 y de volada, por miedo,
nos ofrecíamos. El sargento decía: “Ahora sí, estúpidos…
¿Saben para qué los quiero? Para que corran 20 veces, ida
y vuelta, y el que se canse me las paga.” Todo era disciplina.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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LA FRACTURA EN MI MANO Y LOS CAMBIOS INESPERADOS
Unos de los obstáculos era una alberca no muy profunda
como de 30cm con una cuerda en medio. Tenías que brin-
car, tomar la cuerda y saltar del otro lado. Eso ya antes lo
habíamos hecho y yo era de los primeros de la fi la. Recuerdo
que cuando lo intentamos mojamos a uno de los Sargentos.
El mismo dirigente nos puso luego un obstáculo que no se
podía lograr. Cuando quise tomar la cuerda me la quitó y
pegué contra el borde de la alberca, me detuve con las 2 ma-
nos pero el cuerpo siguió hacia adelante y fue así como me
lastimé la muñeca.
No dije nada, por miedo, pero cuando ya no aguantaba
el dolor le dije a otro sargento sobre mi accidente, me vio mi
muñeca y estaba completamente hinchada. Me llevaron a la
clínica, me checaron, me dieron unas pastillas y me inyec-
taron, me sacaron radiografías y así supieron que mi mano
estaba rota. Como en la isla no había como enyesarme me
mandaron a un pueblo en Carolina del Sur. Me tuvieron 2
o 3 días hasta que me operaron. Al salir de la cirugía me
enyesaron por 3 meses.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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CAROLINA DEL SUR
Comencé a trabajaba en el hospital 3 horas diarias, dando
cera al pasillo. Un día, con un compañero, fui a un bar a to-
mar wiski y cerveza. Cuando oscureció, nos fuimos rápido
al hospital pero éste ya estaba cerrado, buscamtos alrededor
por donde pasar y nada: todos los accesos estaban bloquea-
dos. Ya borrachos, tocamos la puerta y uno de los militares
se asomó, nos preguntó de dónde veníamos, a lo que con-
testamos que en la playa, por lo que se nos pasó el tiempo.
No nos creyó porque nos vio muy borrachos, nos sacaron
sangre y notaron que andábamos “bien cuetes”, así que nos
castigaron y desde ese día no pudimos salir más.
Cuando me quitaron el yeso me mandaron otra vez a mi
entrenamiento, me llevaron a un escuadrón en el que ya lle-
vaban 3 o 4 días de entrenamiento y apenas comenzaban a
aprender a marchar. Me reconoció un sargento y me buscó
un grupo que estuviera en el nivel que me quedé (el de tiro
al blanco). En ese batallón estaban casi puros puertorrique-
ños, a excepción de un cubano y un dominicano. En el cam-
po de tiro nos ponían de cuclillas y sino tocábamos el piso
nos regañaban, las rodillas nomás tronaban.
Llegó el día de nuestra graduación de tiro pero me deja-
ron a mí una semana más, mientras que a los puertorrique-
ños se los llevaron. Esa semana estuve trabajando y luego
me mandaron a California, en Santana, a “El Toro”, una base
aérea de la marina. Como había sacado un porcentaje alto
me dijeron que estaba capacitado para una escuela. Pero te-
nía que reportarme hasta dentro de 15 días.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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La gente me respetaba mucho por ser marine. En Norte-
américa los civiles muestran agradecimiento y admiración
hacia quienes servíamos a la patria de este modo, lo que ha-
cía valer la pena tantos golpes y maltratos.
Como me habían dado unos días me regresé a México,
llegué en avión y al aterrizar, como a las 9 o 10 de la noche,
mi papá estaba ya en el aeropuerto, esperándome. Cuando
bajé, lo primero que me dijo fue: “Y ahora porque vienes de
uniforme, yo te esperaba de civil”. Después de tantas peripe-
cias vividas para obtener ese uniforme, sólo se me ocurrió
atender a mi indignación respondiendo: “Mira papá, por fa-
vor, vengo de entrenamiento, no tengo ropa de civil, la única
ropa que tengo es ésta; pero si quieres me regreso”. Mi padre
sólo me pidió que no “me sintiera”, argumentando que sólo
bromeaba.
Cuando llegué a casa me recibieron con abrazos y hot-
cakes. Pasaron como 2 o 3 días, cuando de repente bajé al
corredor y me encontré a un General mexicano que mi pa-
dre había invitado a desayunar (como mi papá trabajaba con
el Gobierno tenía muchos contactos). Estuvimos platicando
sobre el ejército y mi padre se sintió orgulloso, hecho que
me reconfortó y me fue aliciente para regresar con entusias-
mo a mis labores ofi ciales.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
73
DE VUELTA A LA MARINA
Llegó el día que me tenía que presentar en la base aérea de
los infantes de marina, cuando llegué a la base, me asignaron
donde dormir y por la mañana hacíamos aseo. Por cierto el
fi n de semana salí y lo primero que hice fue ir a los Ángeles
a buscar a mi amigo Carlos “El Mamonero” el que yo pasé
de aventones. Le hablé por teléfono para avisarle que estaba
en California y que allí pasaría el fi n de semana. Pronto pasó
por mí y por la noche me llevaron a un lugar que estaba de
moda, le llamaban “Los Zombies”. Me puse a bailar con una
muchacha y debido a mis ya muy buenos dotes como bai-
larín, hasta nos aplaudieron. El domingo Carlos se iba a ver
con su novia así que me fui con uno de sus amigos a un río,
de día de campo. Su esposa nos acompañó y ya por la tarde
me regresé a Santana, nuevamente a la base de la marina. En
esos lugares, por esos tiempos todo era de madera: las casas
y su interior, las cocheras, etcétera; había mucho mexicano
ranchero que trabajaba en el negocio del tomate.
Me encontré por casualidad a uno de mis amigos de la
calle Durango, uno de los Almada (todos los Almada eran
desalmados, vivían del pleito y uno de ellos estaba en la cár-
cel). El buen amigo era rubio y de ojos azules. Me contó que
estaba viviendo allí y que tenía su mujer y una hija; estuvi-
mos tomando, luego me invitó a su casa para que conociera
a su ya mencionada familia. Nos subimos a su carcacha y
nos llevó al lugar que era llamado por todos “el basurero”:
un cerro abandonado “a la mano de dios” con unos caminos
de tierra que conducían hasta los hogares. A medio cerro
Juan Alberto Argomedo Samaniego
74
el coche paró y subimos a pie. Me presentó a su mujer y su
niña. La señora nos hizo de cenar y se hizo más noche; le
dije que me tenía que ir y en respuesta argumentó que el
carro se lo podían arreglar hasta el día siguiente, me pidió
que pasara la noche en su casa y por la mañana, aunque no
arregló el coche, bajamos y desde ahí me fui “de aventón”.
Llegué cerca del mediodía. Cuando al fi n notaron que tenía
que llegar un día antes inmediatamente me llevaron con los ma-
yores y me castigaron 2 semanas con trabajo extra de limpieza.
Nos dieron 150 dólares a mí y a otro porque fuimos asig-
nados a la base de Jackson Florida, en la escuela aeronáutica,
para seguir con más entrenamientos. Teníamos 4 días para
presentarnos así que podíamos irnos como quisiéramos. El
avión era muy caro, ya que estaba muy retirado, así que op-
tamos por irnos en tren aunque fueran 2 días de camino.
Un infante de marina que iba de regreso a su casa nos invitó
en el tren unas 10 cervezas. Al bajar del tren le pedimos un
aventón a unos que también iban hacia allá. Pararon en un
bar donde habían muchachas jovencitas y muy bonitas, ahí
la cerveza era más cara, por lo mismo tenían chicas. Ellas te
cobraban 10 o 15 dólares por sus servicios; cada quien aga-
rró una e hizo lo suyo. Ya como a las 7 nos fuimos a la base;
al llegar nos reportamos y nos asignaron nuestra cama.
El curso se trataba de mecánica en aviación, sobre todo de
motores que en ese tiempo eran de hélice. También nos ense-
ñaban como doblar los paracaídas; inclusive supimos, dentro del
aprendizaje llevado, que cuando uno anda crudo con el oxígeno
se te quita. Valiosa información para un bohemio como yo.
Estaba muy bonito el lugar: teníamos playa para nadar y
cerca estaba un hotel donde tocaban “Los hermanos Dor-
se”. Éstos nos trataban muy bien y hasta nos contrataban
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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orquestas. Llevaban, en camiones, mujeres designadas para
bailar con nosotros, pero no eran chicas para ligar, sólo eran
para hacernos compañía. Era curioso que estas bailarinas se
anotaban en una lista para ir con nosotros a bailar.
Una vez que terminé el curso me mandaron a otro más
adelantado, pero este era en Memphis Tenesi; estábamos a
35 millas de ese lugar. De ahí me volví a accidentar la mano
y me volvieron a enyesar y pasé bastante tiempo en el hos-
pital, por cierto ya casi pasaban mis dos años de servicio del
cual estaba obligado, pero como tenía lo de la muñeca me
devolvieron a la base pero ya no en plan de estudio sino que
me mandaron a trabajar al correo, ahí estuve 3 o 4 meses.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
76
EL CORREO DE LA MARINA
Al asignarme, pues, trabajo en el correo, me hice de muchos
amigos, compañeros laborales con quienes salía a tomar
cerveza. Nos reuníamos en un edifi cio muy grande donde
rentaban cuartos a estudiantes. Allí, en la planta baja, tenían
un jardín muy bello. A veces, cuando estaba bonito el clima
y no llovía, nos invitaban a bailes. Para nosotros los militares
la entrada era gratis, aunque la mayoría de asistentes eran
los mismos estudiantes que habitaban este espacio com-
partido. Estos estudiantes en su mayoría eran de Torreón y
Coahuila, hijos de gente “bien”, que estaban inmiscuidos en
el comercio de algodón y estudiaban lo relacionado a esto.
En el primer piso había un gimnasio de basquetbol, los
días de lluvia o de frio hacían los bailes en este otro lugar, y
en ambos, el horario era de 8:00pm a 11:30 pm.
En ese tiempo nos íbamos a la organización america-
na, estaba todo el día abierto pero también cerraban a las
11:00pm. También en ese lugar se inscribían las muchachas,
para hacernos compañía.
Había un centro nocturno llamado West Memphis, es-
taba del otro lado del río Mississippi. Un día teníamos que
cruzar un pueblo, habían pocas casas y granjeros. En este
lugar no vendían alcohol uno tenía que llevarlo y te pro-
porcionaban los hielos y el refresco, te cobraban 1 dólar la
entrada y te ponían un sello que sólo se podía ver con una
luz ultravioleta. Una noche encontré a una amiga llamada
Betty, y me dijo que no había problema si mis amigos se
iban pues ella tenía coche y podía llevarme a Memphis. Me
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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quedé con ella bailando, me contó que tenía 30 años y esta-
ba casada con una persona mucho mayor que ella, capitán
de un barco del río Mississippi, que viajaba por un mes y
estaba con ella por 2 semanas cada lapso de su ausencia. Me
invitó a su casa a seguir tomando, me quedé con ella y me
hizo desayuno. Al paso del tiempo nos hicimos novios y ella
terminó enamorándose de mí.
Dato curioso que le comencé a llamarle “mamacita”; ella
me preguntó qué signifi caba y le dije que “pequeña mamá”.
Así que ella me decía “papacito”. Yo le decía “Mi cielo”, ella
respondía “Mi vida”. Éramos muy unidos.
Se acercaba Navidad y Betty me preguntó lo que pensaba
hacer en esas fechas, le comenté que por lo regular me iba a
México con mis amigos y familia. Le comenté que seguido
me iba “de aventón” y así me ahorraba varios camiones; ella
muy entusiasmada me dijo que si la llevaba, me dijo que po-
díamos irnos en su coche. Inmediatamente le dije que sí. El
único inconveniente es que en mi casa no podía quedarse,
así que decidimos quedarnos en un hotel y de ahí podía ir a
visitar a mi familia.
Así pasaron los días y ella repetía que quería ir conmigo
a México (así supe que estaba muy convencida). Una noche
de sábado no fui con ella para irme de parranda con mis
amigos, me fui a un Bar al que nunca iba con Betty. Cerca de
las 10 de la noche llegó Bety, ya que me andaba buscando y
andaba medio “cuete”, le presenté a mis amigos. Ella me dijo
que andaba por todos los bares buscándome.
Antes de irnos a su casa, cuando nos subimos al coche se
puso a llorar, le pregunté por qué lloraba y me dijo que no
le había dicho “mamacita”. Fue tan tierna que le respondí lo
que quería y me dijo que me tenía un regalo llegando a la
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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casa. El regalo eran unas pijamas amarillas muy bonitas, se
notaba que eran muy fi nas. Le comenté que no se fuera a
enojar, pero que en la base militar no nos dejaban usar pija-
mas y sólo podemos dormir en calzones. Me dijo que estaba
bien y que iba a ver si las podía devolver.
Otro de aquellos sábados, a medio día, mis amigos y yo
fuimos a buscar unas muchachas, nos fuimos a un hotel,
me estuvo buscando pero esta vez no me encontró. Al día
siguiente me marcó por teléfono, llorando, diciéndome que
me estuvo buscando.
Llegaron de un hospital de Memphis para decirnos a mí y
unos amigos que necesitaban gente para donar sangre. Nos
iban a pagar 10 dólares y nos darían el día libre. Al día si-
guiente nos fuimos a Memphis, al hospital que ellos habían
dicho (éramos como 4 o 5). Recuerdo que después de donar
te daban un buen trago de brandy para que se restableciera
la presión, cuando nos dieron los 10 dólares nos fuimos a un
bar (era como medio día).
En la plática, tomando, riendo, uno de ellos dijo ser de
Mississippi y otro de Texas. Me preguntaban cómo era Mé-
xico y yo les respondía que la vida allá era muy barata, todo
era barato, incluso vacacionar. Les conté que estaba radican-
do en Detroit pero que vine hacia acá por el llamado de los
marinos, también les conté que pensaba volver a mi trabajo
en Detroit cuando saliera de mi servicio. Uno de ellos me
dijo que su mamá, su hermana y él vivían en Detroit, tam-
bién me contó que en 3 semanas o 2 se regresaba con ellas.
Me dio su dirección y le dije que cuando llegara lo buscaría
para poder salir juntos y continuar con nuestra amistad.
Siguió corriendo el tiempo, llegó la Navidad y, para ser
honestos, yo no quería que Bety se fuera conmigo ni aunque
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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pagara gasolina y se llevara su coche: se me hacía complicado
decirle a mis padres que llegué con una amiga y que aparte
me quedaría con ella en un hotel y no con ellos (en mi familia
esto no estaba permitido). Así que decidí irme solo.
Pues me fui “de aventón” para ahorrar, hasta Laredo
Texas y crucé a Laredo México, yo traía mi uniforme, cuan-
do comenzaba a anochecer le pregunté a una persona que si
sabía de alguien que fuera a México para que me dieran un
“aventón”, él me dijo a quienes preguntar. Pregunté a dos y
nada: éstos iban por ahí cerca. Pasó un señor con un cha-
maco (abuelo y nieto), me le acerqué y le dije que era militar
marino, que mi familia vivía en el Distrito Federal y que si
por casualidad iba para allá. El señor me preguntó si habla-
ba español, le dije que sí y me dijo que eso era muy bueno
ya que él iba a pasar por México, iba para Acapulco (me dijo
que era un obsequio para su nieto). Por el camino a México
si teníamos duda sobre la dirección correcta yo era quien
preguntaba. El señor se sentía muy a gusto por llevarme ya
que le facilité el camino. Cuando llegamos a México me de-
jaron con mi familia y me dieron su domicilio por si acaso
quisiera visitarlos en Mississippi, y siguieron su ruta hacia
Acapulco. Pues como cada año, pasé la navidad, el año nue-
vo, y rápidamente me regresé a Estados Unidos.
De regreso me fui en camión, pues es más complicado
irse de aventón de México a Estados Unidos. Recuerdo que
en Mississippi pensé en pasar antes a Nuevo Orleands,
ya que aún me quedaban unos días de descanso. Me fui a
Nuevo Orleands, pase por la calle principal y por Burboin
Street, donde está lo más bonito, ahí tocan todos los negros
su música especial, era una maravilla mirar a toda la gente.
Llegué a un bar llamado “La Luna”, pedí una cerveza y a
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un lado de mí estaba sentada una jovencita. Nos pusimos a
platicar, pero la chica se fue. Llegaron dos tipos a charlar y
me invitaron lo que tomara ya que les agradó que yo fuera
infante de marina (por cierto Nueva Orleands fue conquis-
tado por franceses y los que pertenecían ahí llevaban mu-
cho esa tendencia de sus conquistadores). Me invitaron a
otros bares, yo acepté. Cuando íbamos a subirnos al coche
uno de ellos me dijo que yo me sentara en medio, me senté
y cuando el carro arrancó uno de ellos me dijo: “Mira va-
mos a ser sinceros, a él le gustas y yo ya tuve novio pero él
no ha tenido novio, queríamos decirte pues que te quedes
con él, hasta te da dinero”. Me sentí muy mal y les pedí me
llevaran de regreso a la ciudad o tendríamos problemas…
mejor me llevaron de regreso a Nuevo Orleands, me bajaron
en una estación, donde había varios militares de diferentes
lugares. Al bajarme uno de ellos me gritó: “adiós mi amor”
y me avienta de besos, que me regreso yo molesto y ellos se
pelaron en el coche, cuando volteo con los militares ya se
estaban burlando de mí y me decían: “hay preciosa ¿Cómo
estás?” yo solo agaché la cabeza pues que más hacía, mejor
me metí a la central, a sentarme y dormirme para seguir al
día siguiente de aventones.
Por la mañana agarré para Mississippi, y pasé a visitar al
anciano y el niño que me llevaron a México, cuando llegué
la señora me hizo pasar y al ratito llegó el muchacho de la
escuela, me saludó amablemente y cuando llegó el señor me
llevaron a pasear en su coche. En la noche a la hora de la
cena, me invitaron coctel de fruta como entrada, le plati-
qué que en mi país acostumbrábamos comer fruta por la
mañana, y ella me contó que hubo un tiempo que estuvo
trabajando en Chile y en esos lugares se acostumbra la fruta
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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por la noche. Ella supuso que como México también perte-
nece a Latinoamérica iba a ser un buen recibimiento, le di
las gracias por tan amable bienvenida.
Por la mañana me dieron desayuno, me despedí y me
llevaron en su coche a la carretera para que de ahí pidiera
mis aventones.
Seguí pidiendo aventones hasta llegar a Memfi s, llegué a
tiempo por cierto. Fui al pueblo a ver a Bety y cuando me
vio empezó a llorar, diciéndome que era un ingrato, me de-
cía que me amaba, que era el amor de su vida. Me reclamó
por no llevarla conmigo y le dije que me dio pena ya que no
llevaba dinero, ella me desmintió diciendo que no era cierto
que en realidad no quise llevarla, se quejó de que ya tenía
todo preparado, y por lo que le hice no quería volverme a
ver. Pues esto a mí se me hizo normal y seguí saliendo con
mis amigos a los bares, me la llegué a encontrar, solo una vez
quiso bailar y solo aceptó para decirme adiós para siempre.
Ya se estaba acercando mi tiempo de retiro comencé a
ir solo a un bar llamado U.S.O ahí me hice de una novia
americana que vivía casi enfrente con una amiga en un de-
partamento su amiga se llamaba Juanita y mi novia se lla-
maba Wendy. Cuando platicábamos sobre que iba a pasar
cuando llegara mi tiempo de retiro, yo le decía que me iba a
regresar a Detroit. Un día llego y me dijo que ella se quería
casar conmigo y también quería irse a Detroit. Le dije que
como íbamos a llegar sin dinero a Detroit, que mejor yo me
comunicaba después con ella. Me informó que su hermano
estaba dispuesto a hacernos un espacio en su casa, pagaba lo
del Juez y nos compraba los anillos de matrimonio. Yo, pues,
la verdad… hablando ya de matrimonio… pensaba las cosas
diferentes. Un poco antes de irme mientras ella y yo estába-
Juan Alberto Argomedo Samaniego
82
mos sentados en la banqueta me dijo, que si me parecía bien
que el sábado mi hermano ya trajera los anillos, para esto yo
me paré como un loco y me fui diciendo: “¿sabes qué? No me
caso y no me caso, me fui rumbo a la base y nunca más regre-
sé, pues ya faltaba como una semana para que me retiraran.
Cuando faltaba un día para mi retiro, me dijeron: “Ma-
ñana lo vamos a licenciar, se termina su tiempo, se le va a
dar su parte de su paga y claro que queda usted como reser-
va, en la marina no es como en ejército, le quedan 8 años,
así que usted está activo prácticamente, cualquier cosa se le
llama de un día para otro, hasta los 8 años no queda usted
liberado” Llegó el día, pasé con el capitán, lo salude muy
formal y me dijo que ya nada de formalidades, me hizo sen-
tarme me invitó un cigarro, me dijo que querían mucho a
los mexicanos porque éramos una maravilla, me dijo que
no me querían dejar ir así que me dijo que si fi rmaba un
contrato de 6 años me iban a pagar 600 dólares. Me dijo
que para qué iba a afuera, yo le dije que tenía mi trabajo,
me dijo que el día menos pensado me corrían del trabajo
y con ellos iba a estar seguro, comiendo y vistiendo bien,
conviviendo con los compañeros. Me dio el contrato y yo
le dije que me disculpara, que yo quería volver a la escuela,
estudiar la universidad. Me dijo que no me preocupara que
podía otorgarme permiso para salir cuando tuviera clases y
así podía seguir viviendo con ellos. No me convenció le dije
que quería ser libre y trabajar por mi cuenta, el capitán se
enojó y me dijo que no le viniera con esas babosadas que ya
fi rmara. Insistí que no y él ya molesto me dijo: “como que no
vas a fi rmar desgraciado” vas a fi rmar y vas a fi rmar cochino
mexicano” se paró muy enojado y me dijo que si no iba a
fi rmar que entonces caminara hacia la puerta, la abrió y me
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
83
dio una patada en el trasero, diciendo: “te digo una cosa, si
no me vienes en media hora con el pelo cortado a 3 ¼ de
pulgada, no te licencio y vas a perder tu licencia, ya verás
cuánto tiempo más te vamos a tener aquí”… Salí corriendo
hacía la barbería que estaba como a 3 cuadras. Al llegar le
dije al peluquero que tenía 25 minutos para cortar mi cabe-
llo a 3 ¼ de pulgadas sino no me entregaban mi licencia. Tar-
dó como 7 u 8 minutos en cortarlo y salí corriendo. Cuando
llegué con el capitán me dijo: “entonces si te fuiste a cortar el
pelo, ¡maricón! ¡puto! Tenias que ser un cochino mexicano,
sino los mandamos a cortar el pelo ahí andan de greñudos
asquerosos, ¿entonces no vas a fi rmar?” yo le dije que no. Me
dio mis cheques y al salir me dio otra patada en las nalgas.
Recuerdo que después de esto fui al correo para tomar
mis cosas y empacar, se empezaron a burlar de mí, uno de
ellos ya sabía lo que iban a hacerme pero no podía decirme
para que no lo castigaran. Empaqué, me puse mi ropa de
civil y me fui al pueblo. Al día siguiente me levanté a la hora
que quise, no me fui a desayunar con ellos.
Como por ley al momento de que me hablaron del ser-
vicio militar los de mi trabajo anterior estaban obligados
a contratarme pero podía esperar 3 meses más después de
mi retiro, me fui a Chicago a ver a Jackie y me quedé allá,
antes de llegar a Chicago llegué a donde vendían coches y
me encontré un carrito con dos asientos, que costaba como
400 dólares, deje 150 dólares, y ya era mío, pero tenía que
dejarlo para la afi nación, el coche estaba muy bonito. Al día
siguiente fui por el carrito y me dijeron que mi crédito no
fue autorizado, que me llevara otro coche con los 150 dóla-
res que les dejé, yo les dije que no y que mejor me regresaran
el dinero, pero el señor me dijo que no podía, esto hizo que
Juan Alberto Argomedo Samaniego
84
me molestara y fui a la policía. Estando en la policía y al
contarles lo sucedido, me mandaron a otro departamento
especializado en ese tipo de trampas. Pues fui y les conté lo
que me pasó, tomaron el teléfono hablaron con los que me
hicieron la transa, les amenazaron con cerrarles y esto ayu-
dó para que me regresaran mi dinero.
Cuando me dieron mi dinero del coche me fui a la
“ymsa”, en el mero corazón de chicago. El lugar es un club
para nadar; contaba con cafetería y teatro, y una vez a la
semana ponían música para bailar. Me encantó el lugar: ha-
bía gente bilingüe: grupos de latinos, varios guatemaltecos,
pero la mayoría eran mexicanos. Los sábados se reunían a
desayunar y platicar. Los jueves ponían música.
Busqué a mis amigos de Chicago y sólo encontré a
Roberto, que era el hijo del doctor al que ayudé a cruzar por
el río antes de irme al servicio militar. Me platicó que tra-
bajaba en una imprenta muy grande donde le pagaban muy
bien. Pedí que me ayudara a entrar a ese trabajo; así lo hizo y
me dio la noticia de que, como sabía hablar inglés y acababa
de salir del ejército, obtuve el trabajo.
En el club había uno que bailaba muy bien, iba con
los amigos a platicar y cuando me lo presentaron nos caí-
mos de manera estupenda; tenía una novia norteamericana
muy preciosa y un departamento muy bonito. Un día nos
invitó a su casa a beber con whisky del mejor. Tenían la im-
presión de que era narco: tenía mucho dinero y trabajaba
vendiendo ropa interior.
Un jueves llegó al baile una señora de 35 años, con un
abrigo de esos antiguos. Se veía media sucia, como “dada al
alcohol”; quería bailar y todos le “hacían el fuchi”… como
no hablaba español yo me puse a platicar con ella, mientras
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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que mis amigos se adelantaban a otro bar (a donde no que-
rían llevarla). Como venía del servicio militar, de tener una
muchacha “pedíamos nuestra limosna”, así que pensé que si
me tomaba unas copas me iba a gustar… La mujer, a pesar
de su aspecto momentáneo, estaba muy bella en realidad,
nada fea. La invité al otro bar, aceptó y fi nalmente allí se
quitó el abrigo. Yo celebre para mis adentros en ese momen-
to: no se veía nada mal. Después de 4 cervezas nos pusimos
a bailar “de cachetito”. Ella y yo nos habíamos sentado en
otra mesa así que mis amigos comenzaron a acercarse para
intentar hacerle platica, la invitaban a bailar y ella me mi-
raba como esperando que le diera permiso; pues todos la
sacaron a bailar y, total, como a las 12 de la noche mejor
me fui a dormir porque ya me la habían “bajado”: la tenían
bien abrazada, ya la besaba uno, ya la besaba el otro. Ahí
los dejé que fueran felices y yo mejor me fui a dormir, al fi n
que tenía que levantarme temprano para ir a trabajar. Al día
siguiente, cuando me levanté a trabajar, dos de mis amigos
se reían de lo que había pasado.
Un día mi amigo, el que vendía ropa íntima de mujer,
me llevó a un bar a donde llegó una muchacha y luego otra;
empezaron a pedir martini seco y al ratito ya andaban bien
alegres las muchachas, a una de ellas le gusté y mi amigo me
dijo que él se iba a llevar a una y, si yo quería, me llevara la
otra. Ya muy noche me la llevé: hicimos el amor y era muy
agradable, muy guapa… Por la mañana, muy temprano,
cuando empezó a alborear se despidió de mí ya que tenía
que ir a casa a bañarse y cambiarse.
Y así estuve mucho tiempo y fi nes de semana visitaba a
Jackie. Un día ésta me llevó a un lugar donde tocaban mú-
sica puros polacos. Fuimos a bailar, él bailó con una mujer
Juan Alberto Argomedo Samaniego
86
que después de un rato le contó que estaba casada con un
soldado, pero éste andaba lejos, como por Alemania, así que
se decidió quedarse con mi amigo.
Volviendo al tema del coche: quería comprar uno tipo
convertible, pero con lo que tenía no me alcanzaba, así que
me compré un Ford 39 muy bueno. Hasta le busque un lugar
fi jo para estacionarlo y no pagar. Un día le dije a mi ami-
go que mi trabajo estaba muy a gusto y vivir en el club me
gustaba mucho, pero en mi trabajo de Detroit ganaba más,
así que optaría por regresar a Detroit. Antes, me quedé una
semana más y le dije que si quería venirse conmigo no había
problema. Él no quiso irse porque apenas le habían traspa-
sado un negocio, a él y a su cuñado, así que no le convenía.
Me fui para Detroit y llegando allá le hablé a mi amigo.
Me fui en mi carro, pasaron por mí, estacioné mi coche en
un callejón y estuve platicando con él. Me dijo que me es-
perara un ratito en su casa, mientras iba por su mamá a su
trabajo. Me acomodaron en una cama y al día siguiente fui
a Westinghouse, me presenté y les dije que acababa de salir
del servicio militar y venía a retomar mi trabajo. El señor
me dijo que desde el momento en el que me presentara tiene
la obligación de devolverme mi puesto. Solo me pidieron un
favor: “Hay una persona que tú conocías, que trabajaba en
el piso de arriba, es un señor ya grande que le dio un infar-
to; como tu trabajo es muchísimo más sencillo que el que él
tenía arriba, pues le dimos tu trabajo, entonces necesitamos
acomodarte de nuevo. ¿Por qué no vienes el miércoles? De
todos modos tu trabajo aquí está tu vacante, te presentas a
trabajar y tú sabrás si quieres que el señor se quede en tu tra-
bajo y como es en la bodega, seguirías haciendo otra cosa”.
Yo le dije que estaba bien lo que se decidiera, yo sólo quería
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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trabajar, sin importar los cambios. Le dieron una semana de
vacaciones, me adelantaron el sueldo mientras tanto.
Como mi coche ya no funcionaba bien fui a ver los co-
ches y encontré un convertible que salía como en 500 dóla-
res (en pagos dabas 35 dólares mensuales), me dijeron que lle-
vara mi coche y podía salir más barato el convertible. Así, por
fi n logré tener mi coche convertible, tal como yo quería. Era el
hombre más feliz del mundo. No recuerdo bien pero creo que
era un Pontiac. Nos fuimos a celebrar mi adquisición.
Seguí viviendo con mi amigo Otis Burns el infante de
marina, su mamá quería que me quedara con ellos, para
acompañar a su hijo.
En una de esas que estábamos afuera de la casa, nos pu-
simos a platicar, con un muchacho que nos decía que venía
de Virginia, estaba acostumbrado a vivir con familias de va-
rios países, ya que después de la primera guerra mundial ha-
bía mucha pobreza en Estados Unidos y había mucha gen-
te que trabajaba en las minas, entonces trabajaba gente de
España, de Italia, de Polonia y les daban casas muy bonitas
para vivir. Les pagaban con notas de la tienda de la compa-
ñía pero como pasa en todo, las locomotoras ya no usaban
carbón, las casas se calentaba con gas, así que bajo el trabajo
demasiado, ya no se necesitaba al minero, entonces a toda
esa gente, no le quedó de otra más que emigrar, los papás
de este hombre que nos contó esto también emigraron y lle-
garon a Detroit. Ya en la plática nos dijo que iban a venir
unas amigas de España que vienen a ver a sus tíos querían
que él las llevara, nos invitó con las españolas, fuimos cerca
de Canadá a un parque de recreo perteneciente a ese país,
tomamos un barco que hace como una hora de viaje pero
lleva un conjunto de música, hay comida, todo muy bonito
Juan Alberto Argomedo Samaniego
88
hasta llegar a la isla, en la isla hay juegos mecánicos y regre-
sas nuevamente en barco para regresar de nuevo a Detroit.
Pues no la pasamos muy a gusto, las llevamos a su casa y al
día siguiente las volvimos a ver. Cuando tenían que volver
a donde vivían, nos dieron su domicilio y nos dijeron que
cuando se pudiera fuéramos a visitarlas.
Mi amigo y yo seguíamos yendo los sábados en la no-
che a bailar y en uno de esos sábados, ya tomados y alegres,
pensamos ir al lugar donde vivían las españolas, a las 12 de
la noche partimos en mi coche, llegamos a un lugar donde
vendían cervezas y seguimos tomando. Llegamos temprano
por la mañana, empezamos a preguntar por el pueblo, nos
dieron buenas referencias así que rápidamente llegamos,
preguntamos por estas muchachas (ellas vivían aun en don-
de a los mineros les daban casa, decían que antes habían
como 500 casas y cuando nosotros fuimos solo había 10) el
hermano de las españolas aún trabajaba en las minas, nos
contó que ya había poco trabajo porque quedaba sólo lo úl-
timo de la mina, así que trabajaban muy pocas personas.
Nos llevaron a un lago, nos subimos a una lancha y por la
tarde volvimos a casa, dormimos con ellas… Por la mañana
desayunamos y fuimos a dar la vuelta. Como a las 3 o 4 de
la tarde nos regresamos porque el lunes teníamos que ir a
trabajar. Nos dieron las gracias por ir a visitarlas y nos dije-
ron que volviéramos cuando tuviéramos tiempo. Llegamos
a Detroit como a media noche.
Nos hicimos de otro amigo llamado Billy, el cual era
sureño, lo encontramos en un bar. Nos hicimos grandes
amigos de la cantante del bar (que por cierto la muchacha
estaba lisiada de las piernas) en los intermedios se bajaba
del escenario y se sentaba con nosotros a platicar. Como de
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
89
costumbre al salir del bar como a las 12 de la noche nos íba-
mos a un restaurant de pizzas y siempre nos íbamos a cenar,
a gusto, platicábamos, tomábamos nuestro café.
Una noche de aquellos sábados, mientras platicábamos,
se escuchó un gran escándalo, nos paramos y vimos que un
tipo traía a nuestro amigo Otis contra la pared. Cuando vi
esto, no lo pensé ni medio segundo, lo agarré por el cuello
y rasgué toda su camisa, cuando volteó a quererme golpear,
uno de los del bar nos empujó a la puerta de salida que es-
taba como a medio metro y nos la cerraron, para que no pe-
leáramos adentro. El tipo era fuerte, muy fuerte y me llevaba
unos 3 cm más de altura; cuando se me acercaba le tiraba
patadas y cada vez que se me acercaba, le surtía con ganas,
lo lastimé muchísimo, trataba de agarrarme (yo sabía que
si me agarraba me iba a triturar: se veía que hacía mucho
ejercicio). Empezó a llegar gente y unos mexicanos que me
conocían empezaron a decir que venía la policía y este tipo
se fue. Me volví a meter al bar a seguir tomando.
El sábado siguiente que volvimos al bar nos dijeron que
cuando nosotros nos fuimos llegaron unos tipos de aspecto
musulmán, que vivían cerca del lugar, nos dijeron que de-
beríamos tener cuidado porque venían muchos y con toda
la intención de querernos agarrar, y que iban a volver. Nos
aconsejaron que nos fuéramos.
Había otro bar en la siguiente calle que también nos gus-
taba, era de puros sureños y tocaban música de sus tierras;
a nosotros nos gustaba mucho esa música, por lo que deci-
dimos irnos a ese otro bar. Inclusive yo bailaba bien, me la
pasaba bailando pues era mi pasatiempo y aún sigue siendo
mi diversión. Estuve bailando con una muchacha y ya por la
noche, cuando ya nos íbamos, ella me dijo que por qué no
Juan Alberto Argomedo Samaniego
90
me quedaba, me invitó a otro bar donde podíamos seguir
tomando. Acepté, la muchacha era muy guapa, era delga-
dita, pelirroja y de ojos azules. Me llevó a un lugar clandes-
tino, seguimos tomando y platicando. En el lugar había 12
recámaras y las rentaban para seguir tomando más privado.
Nos metimos a esos compartimentos y ya después la llevé a
su casa. La semana siguiente volvimos a ir; la vi otra vez, al
poco tiempo, y bailamos nuevamente.
Como es costumbre, la gente pasaba el año nuevo en un
bar, fuera de casa; no es como la navidad. Entonces decidi-
mos ir al bar a pasar el año nuevo. La pasamos muy a gusto,
bailando, ella y yo.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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OTRO PLEITO DE PINI, Y ESTA VEZ AL HOSPITAL…
Una semana después volvimos nuevamente los 3 ahí mis-
mo, tanto ella como nosotros ya habíamos hecho amigas y
amigos. Esa noche al estar bailando llega un tipo y mientras
yo bailaba me daba empujones; en una de esas, ya molesto,
le pregunté qué quería conmigo; hizo un movimiento y tiró
los brazos, cucándome, y le tiré un golpe que lo dejó en el
suelo. Se levantó y se echó a correr. No me había dado cuen-
ta que traía una navaja muy fi losa como de barbero con la
que me cortó en el hombro izquierdo (done me dejó una
cicatriz), me quiso tirar a la cara también y me cortó en la
espalda, y otra herida más en el costado izquierdo, hasta el
ombligo: por eso había huido.
Yo no podía respirar, la sangre escurría y era bastante:
me había cortado una parte del pulmón. Me llevaron a un
hospital que estaba cerca, pero lamentablemente en ese hos-
pital no tenían equipamiento sufi ciente para curarme, sólo
pudieron detenerme el sangrado. Me llevaron a otro hos-
pital, me pidieron los datos de mis padres mas les dije que
me perdonaran pero no se los pensaba dar ya que no quería
que se preocuparan estando ellos en México. Me desmayé y
desperté 2 días después por la mañana, llego la enfermera
y me dijo que no me moviera, me contó que estuve muy
grave, a punto de morir, me hicieron algunas puntadas y ya
estaba bien: en 2 días ya estaría de nuevo en casa. Cuando
me llevaron a casa me dijeron que varias personas tuvieron
que donar sangre por la gran pérdida que tuve.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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A la siguiente semana me presenté a trabajar pero por lo
sucedido no podía cargar cosas pesadas, así que me cambia-
ron de puesto mientras me recuperaba. Hice labores sim-
ples, de limpieza, hasta que después de una semana volví a
mi trabajo normal. Pensaba, después de eso: a dónde íba-
mos ir ahora a bailar.
Después de unos días anunciaron el radio y en televisión
que iba a ver en Detroit un baile especial para los mexicanos
por el 15 y 16 de septiembre, en un salón muy grande al cual
yo nunca había ido. Hablé con Otis, le dije que fuéramos.
Llegamos y pagamos nuestra entrada, había música y mu-
chas muchachas sentadas, la mayoría tomando, llegué con
mi amigo, pedimos dos cervezas, hablé en español y uno
que me escuchó se acercó a preguntarme si yo era mexica-
no, estuvimos platicando con él. Pero luego vi a una mujer
muy bonita, parecía la reina del lugar; ya me contaron que
provenía de una familia muy rica y muy conocida y esto la
hacía un poco apretada, a mí esto no me importó, me acer-
qué a ella, le dije que si quería bailar conmigo y, para mi
sorpresa, aceptó. Seguimos bailando y a ratos me sentaba a
seguir tomando. Ella se llamaba “Conchita”, me dio su direc-
ción y su número de teléfono para irla a visitar.
Me dijeron de un restaurant mexicano llamado “La Villa”
donde se comía muy sabroso, y quedamos de ir algún día. En
la Westinghouse había un muchacho que era soltero, venía de
un pueblo y era muy buen amigo; un día, platicando, me dijo
que le contaron que la comida mexicana era muy sabrosa, le
conté de el restaurante mexicano y le dije que cuando qui-
siera ir fuéramos al fi n también hablaban inglés. Quedamos
de vernos el sábado siguiente en ese lugar. Llegó el sábado,
desayunamos y le encantó la comida, en especial los frijoles.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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Más adelante la familia de mi amigo se cambió de direc-
ción y yo me fui con ellos, más cerca de Westinghouse.
Un día le hablé a esta muchacha “Conchita”, cuya fami-
lia era de Guadalajara y tenía un cuerpazo. Cuando habla-
mos me invitó a su casa y ese mismo día llegue a visitarla
(ella vivía en una zona de mexicanos), estuvimos platicando
cuando de repente llegó un muchacho y así, de la nada, me
dijo que ya tenía una cita anticipada con el tipo que llegó…
que tenía que irse con él pero que cuando yo quisiera que
le hablara de nuevo; me pidió una disculpa y mejor me fui
a la casa. La verdad me cayó mal pero eso no le quitaba lo
guapa… así que decidí después volver. Como a los 4 días le
llamé y le dije que si quería ir conmigo a tomarse un café
o una nieve, me dijo que fuera por ella. Salimos y todo el
tiempo me porté muy cordial y muy educado, pero ella era
muy exigente y un poco grosera en su manera de pedir las
cosas, así que no volví a buscarla.
En un día de campo al que fuimos, conocí a una prima
de Conchita (qué chiquito es el mundo)… Hablamos, baila-
mos y acordamos salir a pasear después. Seguimos saliendo
y por ese tiempo tenía planeado irme a México, me conta-
ron de unos muchacho que trabajaban piscando tomate en
el campo como a 20 km de la ciudad, me dijeron que ellos
querían ir a México y cooperaban con la gasolina. Eran 4
personas y me propusieron que ellos, de Detroit a Laredo,
pagarían todos los gastos: gasolina y comida. Y llegando a
Laredo me iban a dar 50 dólares… Me agradó el trato y nos
fuimos juntos.
Cuando fui por ellos me pasé un alto y los policías me
vieron, me detuvieron y me pusieron una multa: 50 dólares
en efectivo.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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Nos fuimos hasta Laredo y al llegué demasiado cansado;
les dije que yo ya no le iba a seguir, pues no había dormido
casi nada por la manejada, por lo que me iba a quedar en un
hotel. Me dieron las gracias por llevarlos. Ya conocía la zona
pues antes había ido con “El Chacho” y Roberto. Me fui a
los bules y me encontré a uno de los que iban conmigo en el
coche, al más chico… me senté con él y me invitó 3 cerve-
zas. Como tenía que seguir a México me despedí para irme
a dormir. En la mañana seguí mi ruta pero hice una parada
en Monterrey y al día siguiente, fi namente, llegué.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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PINI EN MEXICO CITY COLLEGE
Me enteré que habían abierto una escuela de inglés: pregun-
té información, me dieron unos documentos para llenar…
llevé mis papeles de secundaria y me dieron una hoja donde
venían los tiempos en los que comenzaba cada trimestre.
Como siempre, llegué a Chicago a saludar a Jackie por dos
días, vi al “Chato” de rápido y éste me dijo que se sentía
muy solo, que si no había forma de irse conmigo y, como
yo estaba viviendo con Otis, mi compañero de la marina,
le dije que tal vez hubiera posibilidades de que lo dejaran
vivir también a él. Me lo llevé a Detroit y al llegar le conté
a mi amigo la situación de “Chato”, le dije que si no podía
quedarse… que aunque sea lo dejara unos días mientras en-
contraban algún lugar. Estuvo de acuerdo.
Al día siguiente fui a la Westinghouse y me encuentro
con que estaban en huelga y esta duró como 4 o 5 meses.
Fuimos a una fábrica donde hacían transmisiones auto-
máticas y a los 2 nos dieron trabajo. Entrabamos en la tarde
y salíamos en la madrugada, pero nos pagaban bien, traba-
jamos como 2 o 3 semanas. Mi amigo encontró otra chamba
y ya no iba a ir, yo no me quería ir solo hasta allá y volver
manejando en la noche, entonces yo también me salí para
empezar a buscar otro trabajo.
Al poquito tiempo “Chato” me dijo que estaba pensando
cambiarse a la colonia mexicana, pues no hablaba inglés y
no le entendía nada a la señora ni a mi otro amigo, me dijo
que le rentaban un cuarto. Para esto se abrió nuevamente
la Westinghouse y trabajando un velador me dijo, que ha-
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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bía una señora que renta cuartos, donde estuvo viviendo mi
hermano, cuando yo andaba de soldado, me dijo que era
buena persona, que hacía de comer y no cobraba caro. La
fui a ver porque donde vivía nunca había comida ya que la
señora trabajaba. Le dije a mi amigo que me iba a ir a vivir
para allá, le di las gracias. Cuando llegué con la señora me
dijo que ella quiso mucho a mi hermano, por esto mismo
me dio una buena bienvenida. La señora era alcohólica,
super borrachita pero muy simpática y amable, nunca sa-
lía, todo lo pedía por teléfono, ella en su pijama siempre.
Nosotros vivíamos en la planta alta y ella en la planta alta,
tenía una perrita, que era el amor de su vida. Me sentí muy
a gusto con ella.
Compartía el cuarto con un chofer de autobuses que
también era bien tomador, una vez me invito, pero le dije
que sólo tomaba los sábados.
Había un puente para ir de Detroit a Windser, Canadá, y
en ese lugar tan bonito la comida era muy barata, invité al
sobrino del chofer con el que compartía cuarto. En Detroit
eran ilegales los juegos pirotécnicos pero no en Canadá, com-
pramos unos y de regreso ya por la noche le quisimos jugar
una broma a Geny (la que nos rentaba el cuarto) le aventamos
la pirotecnia mientras estaba dormida y ella se sacó un tre-
mendo susto, fue tan fuerte que al última no podía respirar,
la pobre mujer se puso blanca, blanca del susto, nos dio tanta
lástima que le pedimos disculpas. Se levantó agarró su botella
y se echó unos tragos para quitarse el tranquilizarse.
Los sábados seguía yendo al bar con mi amigo, pero al
bar del principio donde cantaba mi amiga la lisiada, a quien
quería mucho y defendía. Los domingos me iba a los días
de campo de mexicanos, me agradaba mucho porque había
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
97
tacos, comida mexicana, había de todo, baile, me la pasaba
muy a gusto.
Me presentaron a muchos más, ya para eso le dije a mi
amigo Roberto: “Oye conocí a 2 muchachas, quiero pasar
por ellas para ir a dar la vuelta, pero antes necesito llevar
a una de ellas al seguro social, nada más te digo una cosa,
la otra hermana es una “escuincla”, a veces me llama a la
compañía para decirme que si no voy a ir y a mí las “escuin-
clas” no me agradan… quien me gusta es su hermana, es
divorciada, está guapa y tiene como 23 años, la otra ha de
tener 16 o 17 ¿Me acompañas? Sólo te voy a decir una cosa,
cuando lleguemos tú te agarras y te metes con ella detrás del
coche para que la hermana se vaya adelante conmigo”. El
muy imbécil este hizo lo contrario, abrió la puerta de atrás
y la hermana mayor se fue en el asiento trasero, entonces le
dije a mi amigo vente adelante, ya que yo no me quería ir
con la “escuincla”, dimos la vuelta, y al último mi amigo se
hizo novio de la “escuincla” y yo me quedé “como el perro
de las 2 tortas”, sin una ni otra.
Paso el tiempo y un día me dijo el “Chato” que ya se que-
ría regresar a México, se había comprado un coche, pero
como no tenía papeles no lo podía pasar así que me con-
venció para ir en navidad a México y así pasar el coche a mi
nombre. Me dieron en mi trabajo como 10 o 12 días.
Pasamos a Memphis a visitar a un amigo mío que es abo-
gado, el cual me quería mucho, era muy simpático y en su
sala tenía un hermoso trenecito eléctrico que subía y baja-
ba. Pasé a visitarlo (era ya casado y tenía una niña) era un
hombre de unos 35 o 40 años. Pues le contamos el plan y
nos dijo algo que no habíamos considerado, si me pedían
identifi cación se darían cuenta que el coche no es mío y me
Juan Alberto Argomedo Samaniego
98
dijo mi amigo que me iba a hacer una carta poder sobre el
carro para poder pasar fácilmente.
Llegamos al puente y le dije que pasara caminando para
así no levantar sospechas, me identifi qué, me dejaron pasar
y nos fuimos a México. Iba entusiasmado con lo de la escue-
la y aparte mi hermano me dijo que se casaba entre mayo y
junio (corría el año 57). Fui a la escuela, les di mis papeles
de secundaria, me inscribí y me dieron la fecha para iniciar
que era por abril. Me despedí de mi familia y otra vez me
regrese a Estados Unidos pero ahora en camión.
Llegué a Detroit y seguí trabajando, fui con todos mis
amigos a despedirme y decirles que me iba a México a es-
tudiar en el Mexico City College. Dejé mi trabajo, compré
mucha ropa, hice mis maletas. Un panadero se fue conmigo.
Nos quedamos en Torreón y, por cierto, me escribía con
una mujer, tenía su dirección y teléfono, pasé a visitarla.
Cuando salió ella le dio mucho gusto ya que no nos cono-
cíamos, sólo nos escribíamos correspondencia. Nos fuimos
a tomar un helado.
Cuando llegamos a México lo dejé en un taxi para que
lo llevaran con su familia. Seguí compartiendo la recamara
que era mía y de “Pon”.
Empezaron mis clases y después llegó la hora del matri-
monio de mi hermano, me pidió como regalo de bodas que
le prestara mi carro convertible para irse a Acapulco de luna
de miel, cedí porque no se trataba de dinero.
Enfrente de la escuela a la que iba estaban unos indios que
vendían tortas y cosas así, te vendían cerveza y a veces hacían
hasta fogata y luego se iban a sus casas. El señor ya tenía un
cuarto abierto pero techado porque era a la intemperie.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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“EL GUSANITO” DE VIAJAR: DESEOS DE CONOCER EUROPA
Seguí allí hasta que volví a sentir “el gusanito” (las ganas de
viajar)… Duré con esa sensación algún tiempo hasta que
uno de ellos me dijo que se iba a ir a Europa a estudiar 2
años a una escuela de Gobierno.
Yo vivía en mi casa muy cómodo, no pagaba nada y mi
mamá me trataba muy bien, incluso hasta me hice de una
novia. Primero ella quería que tuviéramos un noviazgo
amistoso para que así no hubiera nada de dominación, una
relación abierta. Cuando ella no podía acompañarme a al-
gún lugar me llevaba a otra muchacha y si ella se enteraba
llegaba conmigo y se ponía a llorar y sin embargo le decía:
“Bueno, Tiny, tú no eres mi novia, eres mi amiga, te llevo en
mi carro a las Lomas casi hasta que amanezca, te llevo a tu
casa y me toca dormir en el sofá, luego hasta tu papá se eno-
ja conmigo”. Su papá era alemán y su mamá era americana,
maestra del colegio al que asistía.
Seguía saliendo con mis amigos de Córdoba pero tam-
bién salía con mis amigos de la escuela.
Ya tenía la espinita de irme a Europa y en eso vino una
concesión de coches para nacionalizar, sacaron una fran-
quicia donde podías pasar y legalizar tu coche, solo había
que pagar la cuota que se requería. Yo tenía un amigo gordo
que le gustaba comprar coches y estaba metido en la lega-
lización. Me dijo que tenía un amigo que por cada coche
cobra 1000 pesos y los nacionaliza mexicanos. Fui a Laredo
y le compré un carro a Pon le dije que le iba a nacionalizar
Juan Alberto Argomedo Samaniego
100
su coche, le pedí los 1000 pesos y le entregué su coche lega-
lizado, hasta mi hermana me pidió que le consiguiera uno,
se lo conseguí y este cuate el gordo me dijo que me daba
1000 pesos por cada coche que le consiguiera de los ameri-
canos. En el City College había muchos carros americanos
y como la mayoría de estudiantes tenían deudas, cedían a
vender sus autos. Le llevé varios coches y cuando menos me
di cuenta ya traía 1000 dólares, los guardé para que dentro
de poco irme Europa.
Tiny y su amiga se iban a ir a la Sorbona de Paris, esta-
ban a punto de recibirse. Se iban por septiembre y octubre,
pensé que con el dinero que tenía y vendiendo mi carro, me
iba a Europa. Cuando se terminó el semestre ya no quise
estudiar y junté mi dinero para irme.
Un amigo de la marina me dijo que del puerto de Ve-
racruz se iban en barco hacía Europa, que no perdía nada
con intentar irme con ellos en barco, tal vez hasta me dejaban
pagar trabajando. Pero cuando llegué a Veracruz no me gustó
la gente con la que iba, eran muy borrachos todo el tiempo
tomaban y me llevaban de un lado a otro y bien borrachos ya
que uno de ellos se había sacado la Lotería, pues volví al Hotel
que llegué, agarré mi maleta y me regresé a México.
Fui con mi amigo de marina y le conté por qué me regre-
sé. En unas cuantas semanas se iba a Nueva York mi amiga
Tiny, y de ahí salían en barco rumbo a París; platiqué con
ella y me dijo que salía, aproximadamente, el 12 de septiem-
bre. Me dijo que en Nueva York me podía quedar a dormir
en un aeropuerto a esperar un avión donde hayan cancelado
vuelos y me llevaban a Europa hasta por 50 dólares.
Había pasado la toma de presidente ahí en la Ciudad
de los deportes, estaban tomando y festejando. Ahí estaba
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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papá. Llegué con él y le dije que seguía con mi idea de irme
a Europa. Me dijo que ya sabía que cuando algo se me metía
a la cabeza nadie me lo sacaba. Me dio un consejo diciendo:
“Si vas a ir a Europa vete en barco, nunca vas a olvidarlo, es
hermoso, hazme caso una vez en la vida, no te vayas en avión”
La hija de los zapateros que vivían cercas de mi casa se
había ido a trabajar a Nueva York, se casó con un gringo que
trabajaba para teléfonos e inclusive lo iban a contratar para
que aprendiera todo sobre teléfonos como un ingeniero, en
Alemania, y se llevó a la hija. Regresaron y estaban de vuelta
en Nueva York. Su papá me dio el teléfono para que pasara
a saludarlos. Cuando llegué a Nueva York de inmediato le
hablé y me contesto ella, me dijo que fuera a visitarlos, le
dije que no sabía cómo llegar, así que su esposo pasó por mí.
Le dio una descripción de mi persona y esperé. Me dejaron
quedar en su casa y me dijo el esposo que me iba a llevar
temprano a las ofi cinas del barco. Invitaron a una amiga de
Nueva York, me dijo que lástima que me voy sino podíamos
ser amigos.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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MI PRIMER VIAJE EN BARCO… DESTINO: PARÍS
Por la mañana me llevó a las ofi cinas. El barco zarpaba a las
6 de la tarde y precisamente sobraba un gabinete para una
persona, salía bien barato más que el avión, hasta incluía co-
midas, tomé mi maleta. Por cierto frente a las ofi cinas había
un bar muy bonito que era de Jack Dempsey, un boxeador
que fue campeón del mundo, me fui a tomar unas cervezas
antes de subir al barco.
Les dije a mis amigas que haya las alcanzaba. Yo ni de
loco me iba así, pues ya tenía boleto para el barco.
Ya a bordo, me fui a mi compartimento. La cena era a
las 8 y de ahí en delante era pura fi esta, a las 6 millas de
distancia ya no estábamos en territorio y no se cobraban
impuestos, las bebidas eran muy sabrosas preparadas con
anís y costaban 25 centavos. En la noche me fui al comedor,
a las 9 había baile. Conocí a un tipo que se llamaba Robert,
nos hicimos buenos amigos. El 85% del barco lo ocupába-
mos gente joven. En el comedor nos ponían 2 botellas, una
de vino tinto y otra de vino blanco, en una mesa había como
7 u 8, cenábamos rápido para juntarnos con los demás. Me
empezaron a seguir y yo era el que organizaba todo. Les de-
cía hacia donde ir a tomar. Bailábamos, sacábamos la botella
(recuerdo que hacía frio, mucho viento) uno se acercaba a la
orilla para ver el mar y este era precioso todo era una mara-
villa. Nunca iba al desayuno porque era muy temprano a las
8:30 ya que me dormía como a las 5 de la mañana. A la hora
de la comida me metía a la alberca y luego hacían camaro-
nes, langosta, hamburguesas, etcétera.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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Fue una experiencia muy grata, tal como lo había dicho
mi padre. Así estuvimos y, cuando faltaba unos días para
llegar (un 14 de septiembre), un italiano se enteró de un
muchachito mexicano muy simpático (era yo). El joven ita-
liano estaba en primera clase, en la parte de arriba, nosotros
no podíamos subir pero ellos si podían bajar, así que bajó a
conocerme y me lo presentaron, me puso de sobrenombre
“El tigre”.
Cuando subió a primera clase les contó sobre mí. Entre
los que escucharon había un mexicano, un queretano ha-
cendado, con mucho dinero, casado con la hija del goberna-
dor. Éste le dijo al muchacho Italiano que ellos iban a cele-
brar el 15 en la mesa, y quiso invitarnos.
Bajó el muchacho, pues, a decirnos que si queríamos su-
bir a celebrar el 15 de septiembre a dar el grito. Nos fuimos
a las 8. Nos abrazamos todos, dimos el grito, brindamos
con champaña, estuvimos hasta las 12 de la noche y luego
bajamos a seguir la parranda. Ya después llegó el 17, hora
de desembarcar, desayunamos. No con tristeza por dejar el
hermoso barco, nos tuvimos que bajar.
Donde bajábamos salía el tren hacía París y lo tomamos, me
acuerdo que había una señora francesa que iba con su hijo.
Cuando llegamos a París, rentamos cuartos para dos per-
sonas en un edifi cio, Tiny y Colet se fueron a otro hotel,
cerquita del lugar.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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PINI EN PARÍS
Cuando por fi n llegamos, fuimos al American Express a re-
gistrarnos (en ese tiempo esta compañía era muy importan-
te, vendían boletos para todos lados del mundo, cambiaban
dólares y tenían una bitácora donde tenías que registrarte,
decir de dónde venías y exactamente a dónde ibas, con el
afán de monitorear los cambios de entidades federativas de
los visitantes).
Tomamos un taxi y nos fuimos al centro de París, a
un edifi cio antiguo donde rentan cuartos con baño compar-
tido. A mi amigo y a mí nos tocó casi hasta la azotea, para
bañarte tenías que bajar al segundo piso y hacer cita. Ésta
nos la dieron hasta el día siguiente a las 11 am. Cuando era
la hora del baño, me metí a la tina y me bañé rápido para
salir a caminar. Durante el trayecto mi amigo me dijo que
mañana se tenía que reportar a la escuela y que allí iba a
dormir, así que ese sería el último día que compartiríamos
cuarto. Andábamos caminando por el barrio latino, estaban
las mujeres en las esquinas “fi chando”. Me acerqué a pregun-
tarles, en inglés, cuánto cobraban, pero no me comprendie-
ron. Mejor seguimos dando la vuelta.
Llegamos a preguntarle a un policía dónde podíamos
ir a bailar y nos auxilió amablemente… nos fuimos en un
Taxi. En el lugar, en la parte de abajo, predominaba la presen-
cia de árabes y musulmanes, y en la parte de arriba domina-
ban los “negros”, había muchachas “negras” y la mayoría eran
francesas. Los “negros” nos miraban feo porque hablábamos
inglés, así que después de un rato mejor nos fuimos.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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Al día siguiente, antes de que se fuera mi amigo, fuimos a
los parques a ver a la gente jugando. Fuimos a un bar grande
que estaba muy solo, con una sola persona. Pedimos cerve-
za. Al lado de nosotros estaba esa única persona, quien era
un chaparrito (de metro y medio) y estaba vestido con el
uniforme de la legión extranjera. El enano se creía mucho
y empezó a hablarnos en francés, pero el cantinero nos dijo
que no le hiciéramos caso, el enano pensaba que nos estába-
mos burlando de él. Le dije al cantinero: “dígale que le voy a
romper su madre, será muy de la legión extranjera pero yo
soy un infante de marina” y agregué la palabra “pendejo”,
en español. Cuando el cantinero escuchó, me dijo que por
qué hablaba español y le dije que era mexicano, el cantinero
era español así que comenzamos a hablar nuestro mismo
idioma. El chaparro se calmó, nos tomamos la cerveza tran-
quilamente y luego nos salimos.
Mi amigo se fue a presentar a su escuela. Salí caminando
otra vez y me fui rumbo a Montmartre, a conocer la iglesia.
El lugar era muy bonito, eran unas escalinatas, pura subi-
da… me fui caminando poco a poco y a medio camino es-
taba un francesito con un coche pequeño tipo deportivo, yo
le hablaba en inglés y él en francés, como no nos entendi-
mos me seguí hasta arriba, cuando llegué se me hizo todo
hermosísimo. Otra vez de bajada me encontré al mismo
francés, me acerqué de nuevo, me apuntó el coche, me subí
con él y paró en una tienda, hablaba poquito inglés y me
dijo que vivía con su hermana, más o menos nos entendía-
mos. Compré una botella de vino y nos fuimos a su casa, su
hermana aún no llegaba, pero cuando llegó me invitaron a
comer algo parecido a un sándwich; la hermana hablaba un
poquito más de inglés y me dijo que esperara a que llegara
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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su cuñado para que nos llevara a “dar la vuelta”. Nos toma-
mos un café y como a las 5 llegó un árabe (era el marido de
la hermana). Salimos a dar la vuelta, el marido y su mujer
adelante, yo y mi amigo atrás, el carro era medio viejón, es-
tuvimos dando vueltas un ratito y no pasaron ni 10 minutos
cuando llegamos a tomar gasolina, compró gasolina y luego
me dijo que le diera 5 dólares, le dije que no y pregunté ¿Por
qué?, si había sido invitado… Se enojó y mejor abrí la puer-
ta y me salí, sólo se me quedo viendo.
Me fui al hotel de regreso, me recosté un rato y por la no-
che me puse a caminar solo. Me fui a Pigallle y enfrente es-
taba una cafetería muy grande, de esas abiertas, con bancas
(no sillas) donde la gente platica unos minutos, se toma el
café y luego se va. Las propias coristas de Pigalle asistían al
lugar. Había inglesas y suecas, más que francesas. Por la ca-
fetería había un callejón de dos cuadras que topaba con un
restaurante, por ahí pasan muchos canales del rio de París.
Pasé por una casa de citas y había una mujer que parecía que
me llamaba para quedarme con ella, me acuerdo que estaba
hermosa, un poco chiquita y gordita, pero bonita. Me metí
a un bar, cerca de mí estaba una muchacha y le dije que por
qué no se sentaba conmigo; la muchacha, como se dedicaba
a la prostitución, entendía mucho el inglés y en la plática, ya
tomando, le dije que venía de México (no decía mucho de
dónde venía porque noté cierta xenofobia generalizada ha-
cia mis paisanos; se decía que los que veníamos de América
no teníamos la cultura de un europeo, que teníamos mucho
dinero pero poca educación, que comíamos cualquier cosa
porque no teníamos cultura). Le conté a la chica que en Mé-
xico era puro sol, y que teníamos muchas playas, la chica me
dijo que a ella le gustaría mucho conocer por allá. Le dije
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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que estaba preciosa, que cuando me regresara a México, si
se animaba, podía irse conmigo. Ella decía que sí, que por
supuesto. Estuvimos otro ratito y luego me despedí, le dije
que mañana volvía a la misma hora, le dije que me casaba
con ella y me la llevaba a vivir a México. Ella feliz.
Me fui al Hotel y llegaron mis dos amigas, Tiny y Colet, y
estuvimos platicando. Luego conocí a otra chica que estaba
sola y la invité a comer al día siguiente, aceptó y pasé por
ella. Llegamos a comer, nos sentamos y cerca estaba un pe-
lirrojo de ojos azules, cuando llegaron sus amigos se sintió
muy confi ado para molestarme… me molestó una vez, y a
la segunda le dije en español: “oye hijo de la chingada”…
Me respondió que por qué le hablaba así y yo, muy bravito,
le dije que era mexicano. Me dijo que hubiera hablado en
español desde un principio, me pidió disculpas y se calmó.
Por la tarde, mi amiga Tiny regresó al Hotel a decirme que
ellas mañana ya se iban… le conté que conocí a una francesa
y que ese día me iba a ver de nuevo con ella. Me dijo que la
invitara y me la llevé. Tiny había tomado clases de francés así
que sabía un poco. Al ratito de estar ahí, Tiny se puso a llorar,
se sentía triste porque ya nos íbamos a separar y también llo-
raba porque la francesa le dijo que ella sí se quería ir conmigo
a México porque se lo prometí. Le dije que no me la iba a lle-
var a ningún lado, nada más estaba bromeando con ella. Tiny
me dijo que ella estaba muy esperanzada, me pidió que ya no
le dijera eso, para no hacerle más vanas ilusiones.
Me quedé más tiempo en París, pero la verdad no me
gustó tanto y seguía con la misma idea de ir a estudiar ale-
mán. Como ya todos se habían ido, yo también me fui, aga-
rré el tren hasta Múnich en el camino llegué a Estrasburgo,
última ciudad de Francia, que colinda con Alemania.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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POR FIN EN ALEMANIA
En la estación de Múnich la gente te ofrece cuartos, tienen
los datos en un pizarrón y me puse a verlos, y en eso llega-
ron dos soldados. Me dijeron de un señor que tenía varios
cuartos y que nos fuéramos los tres, hablamos por teléfono
para confi rmar si había cuartos y cuando nos dijeron que
sí, tomamos un taxi. Llegamos, tomamos lo alquilado y por
la mañana se fueron; yo me quedé platicando con el señor
que nos rentaba. A los dos días me dijo que iba a ir de fi n de
semana a Zúrich, a ver el futbol soccer, me dijo que fuera a
la plazuela porque ya empezaban las fi estas de octubre: era
la celebración de la cerveza. Repito: ¡La celebración de la
cerveza! Por supuesto, agarré el camión y me fui a celebrar.
El lugar tenía unos grandes salones, sin exagerar: de 80
m de largo por unos 50 m de ancho, con unas bancas de
un metro de ancho por 4 m de largo. Llegué y me senté,
pedí una cerveza de litro, la cerveza era buenísima, pero me
dio hipo; saqué mis cigarros Lucky Strike y ofrecí a los ale-
manes (en Alemania todo era muy caro, hasta los cigarros).
En un ratito se fumaron toda mi cajetilla. Luego llegó una
muchacha alemana y le invité una cerveza de litro, todos
brindaban golpeando sus tarros. También tocaban música
alemana. De repente llega un gorila (un hombre disfrazado
de gorila). La canción parecía que decía algo así: “dan, dan
mi mexicanizh” y yo les decía “bien, bien yo mexicanizh”
me puse bien borracho (jajaja) y mejor me fui a comer algo.
Ya por la tarde noche seguían celebrando, pero ahora en
un barecito donde había unas escalinatas y también música
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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en vivo. Pedí otra cerveza. Me encontré un señor que te-
nía un pie más chico que otro y cojeaba, se me acercó y me
quiso hablar en inglés pero yo vi que su inglés era malo. Lo
abordé y me dijo que sudamericano, entonces empezamos
a hablar español.
Las mujeres del lugar te besaban con tal de que las invitaras,
eso era estupendo. Después de un rato mi nuevo amigo me dijo
que ya se iba y se pensaba llevar a una muchacha a la cual tuvo
abrazada toda la noche. Nos citamos al día siguiente.
Volví al día después pero ahora llevaba 4 cajetillas, igual
de rápido volaron. Por la tarde me volví a encontrar a mi
amigo y me contó que se llevó a la mencionada muchacha
a su cuarto, pero por la mañana descubrió que ésta era muy
religiosa: le dijo que las alemanas eran unas desvergonzadas
(ella era polaca)… y encendió para mi amigo muchas velas
para “librarlo del mal”. Anécdota curiosa.
Por la noche otra vez nos despedimos, le conté que es-
taba por irme a Múnich a registrarme a una escuela. Nos
despedimos sabedores de nuestra mutua simpatía: había
ganado un amigo.
Ya en Múnich, me fui hacia las ofi cinas del instituto a
inscribirme. Me cobraron 300 dólares, asimismo me indica-
ron que me presentara en Bad Aibling la siguiente semana.
Me fui, por lo pronto, a tomar una cerveza… pero ya esta-
ba asqueado de tanta fi esta así que estuve tranquilo. Por la
mañana me fui al American Express, me habían dejado un
mensaje diciendo que me iban a ir a visitar Ginger y Mar-
tha, quienes habían alquilado un coche. Ginger era la que
me gustaba, era pecosa, muy guapa, 25 años, neoyorquina…
creo que tenía dinero porque estaba llena de tarjetas de cré-
dito. Me dijo Martha que no tenía dinero para venir, pero
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que si la acompañaba pagaría todos los gastos. Me dijeron
que iban a Roma y me les uní en su viaje… pues tenía unos
días libres antes de que empezaran mis clases.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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VIENA
Salimos para Viena, encontramos un callejón y a los lados
había hoteles y alquilaban cuartos, ya estaba oscureciendo y
tomamos 2 cuartos, uno para ellas y otro para mí. Antes de
anochecer había una obra llamada “El holandés volador”, a
Ginger le gustaba mucho el teatro, llevaba muy buena ropa
a la obra, le dije que yo no tenía traje ni nada, le dije que
yo no era de teatro y le di las gracias, le dije que mejor nos
veíamos en la noche.
No perdí tiempo y me fui a un bar que estaba en un só-
tano, donde tocaban música y bailaban, después me fui a
un salón llamado “La Linterna Verde”, era un salón grande,
muy bonito. Bailé y tomé y a la una me regresé.
Cuando llegué al hotel ya estaban las muchachas ahí, les
conté del salón. Al día siguiente fuimos a conocer la univer-
sidad, la escuela de medicina donde egresó el mismísimo
Freud. Luego fuimos a conocer el palacio, el templo de Estefa-
nía, que era preciosa (precisamente de allí salió Maximiliano,
el conocido emperador de México). Cuando entras a la tem-
plo, del lado derecho, hay una especia de grupo de capillas y,
al principio de éstas, la virgen de Guadalupe y el penacho de
Moctezuma; era sobresaliente el penacho, ya restaurado con
sus plumas hermosas y verdes. Nunca lo olvidaré.
En la noche fueron de nuevo al teatro y les dije que
cuando salieran fueran a “La Linterna Verde”, cuando sa-
lieron del teatro llegaron al lugar, bailé con las dos y luego
nos fuimos al hotel, pues en la mañana saldríamos rumbo
a Venecia.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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Cuando nos íbamos, no se dieron cuenta que habían de-
jado la cajuela del coche abierta y se robaron la maleta de
Martha, le hablamos a la policía y afortunadamente la ma-
leta estaba asegurada contra robo, así que solo tenía que dar
una cantidad para reponer lo de la maleta.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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VENECIA
Llegamos a Venecia por la noche. En las primeras calles hay
gente tocando violines, tienen sillas y puedes estar toman-
do a la intemperie. Yo me fui de fi esta pero ellas estaban
cansadas, nos vimos hasta el día siguiente para desayunar
juntos. Yo quería ir a donde iban los marinos, así que tomé mi
camino. Al llegar, miré una plaza (ahora me imagino que es
parte de la ciudad) llamada Garibaldi, era como el Zócalo de
México, sin casas, nada, solo una callecita de restaurantes don-
de llegan los marineros a comer y tomar vino. Me compré un
espagueti, tomé y por un dólar me llenaban la botella. Estaba
muy contento en un lugar que le llaman el puente de los suspi-
ros, este puente le decían así porque era el último puente por el
que pasaban los que iban a degollar. Cuando pasé el puente de
los suspiros escuché que me gritaban: eran mis amigas.
Me fui con ellas a alquilar una góndola por media hora;
el muchacho que la manejaba era un joven de 25 años, íba-
mos tomando y cantando. Yo ya iba abrazado con la Ginger
y el muchacho se sentó con Martha a acariciarla y besarla.
La Martha estaba feliz con su italiano, hasta le cantaba en
su romántico idioma y toda la cosa. Cuando estaba oscu-
reciendo, nos bajamos y le dijimos en qué hotel estábamos,
para que fuera a visitarnos, pero nunca fue.
Al día siguiente me pensaba ir de regreso, ellas trataban
de convencerme para quedarme una semana más pero no
podía, por mis clases: eran importantes. Me despedí de ellas
y les dije que siguiéramos registrándonos en American Ex-
press para saber dónde andábamos.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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EN LA ESCUELA ALEMANA
Regresé a la escuela para comenzar mi curso, y a cada estu-
diante se le asignaba una familia alemana para que convivan
en el ambiente familiar alemán y usen el idioma, pues ahí
nadie va a hablar inglés. Me dijeron la hora en la que era la
comida, el desayuno y todo lo demás.
Me puse a ver unos cartelones de películas y, en eso,
una chamaca de 24 años me habló en alemán, yo le dije que
no le entendía y me empezó a hablar un poco en inglés; le
mostré una dirección que traía en un papel, la ubicación
donde iba a comer… ella me indicó dónde estaba el lugar;
la invité al cine y me dijo “Yes”. Me llevó al restaurante y ya
había algunos alumnos que estaban esperando la comida.
Después me dijeron que ya no me iban a ubicar con
la familia que me habían asignado, más bien me mandaron
a una casa que tenía dos recamaras y allí compartí el lugar
con otro estudiante norteamericano.
Nos íbamos juntos a la escuela, luego desayunába-
mos, nos hicimos buenos compañeros. El tipo era hijo de
alemanes pero vivía en Estados Unidos, me contó que su no-
via vivía allí y pronto se iban a casar, pero quería aprovechar
su visita estudiando otro idioma, principalmente la gramática
pues su destreza verbal para el alemán ya era evidente.
Había muchos árabes en esa escuela, también liba-
neses, sirios, iraquíes, egipcios y provenientes de la India.
Estos últimos eran mandados por los ingleses, porque fue-
ron conquistados por ellos y, como los necesitaban para tra-
bajos en su país, los mandaban a estudiar. Había un mexi-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
115
cano enviado por la Simex. También estaba un colombiano,
cuyo padre era agregado militar en la embajada de Venezuela.
Éste tenía mucho dinero ya que le dieron un cuarto precioso
y recibía 600 dólares mensuales. Había una italiana que era la
más bonita de las muchachas, un americano de dinero.
Yo ya tenía una novia y noche con noche hacíamos
el amor… a menudo en las escaleras de su casa. Compartía
el lugar con su cuñado y su hermana. Su cuñado, por cierto,
le dio trabajo.
Una noche llegué y me dijeron que podíamos sen-
tirnos como casados en su casa: nos ofrecieron la sala, la
televisión, nos dejaron vino y cena. Ya casi me daban por
casado. Un día nos fuimos a un bar a bailar, llegamos a su
casa y la empecé a besar y hacer el amor, hasta que de repen-
te se puso a llorar… Me dijo que no podía hacerlo con un
hombre y luego con otro; yo me saqué de onda y me siguió
contando…: su hermana se había ido a visitar a su mamá
y su cuñado, en el trabajo, la obligó a “estar” con él. Le dijo
que si no se entregaba me despedía del trabajo y me corría
de su casa. No sé si era verdad o me lo inventó, pero le dije
que no me importaba y seguimos haciendo el amor. Luego
le dije: “Yo ya no me caso, a mí no me vas a venir a decir que
si no lo hacías te corría de trabajo y todo eso, ya no vengo
mañana” y se salió llorando.
Al día siguiente llegó el desgraciado de su cuñado
a reclamarme que la dejé llorando y que ya no me iba a
casar con ella. Le reclamé también, obvio, que se haya
acostado con ella. Me dijo que fue un invento de su cu-
ñada. Estaba como loco, tenía un compartimento abierto
con una pistola, me quiso asustar, se puso como loco. Me
volvió a decir que fue un invento y una estupidez… ya
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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que ella estaba muy enamorada de mí. Luego de todo este
drama, seguí yendo visitarla.
Había un hotelito chiquito al que íbamos a tomar
cerveza con mis amigos. Un día llego a ese lugar una seño-
ra que nos platicó de su hotel en Garmisch-Parterkirchen,
el lugar al que van todos los militares de Estados Unidos a
esquiar. Me contó de un relojero que se había quedado loco,
proveniente de un pueblo cercano… éste tenía un cuarto
con muchos relojes que dan la hora de cada parte del mun-
do, el señor era una maravilla, sí, pero estaba loco, no lo
dejaban salir por su enfermedad mental… Me dijo, pues,
que iba a ir con él y que si la acompañaba.
En navidad se terminaban mis cursos y me pensaba
regresar a Múnich. Pero la señora me ofreció trabajo en su
hotel, comida y cuarto. Me gustó la idea (pero entonces ig-
noraba que su intención conmigo no era del todo amistosa).
Le dije a mi novia que quería salir a conocer un poco, que
después volvía para casarnos ya que estaba enamorado de ella
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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FIN DE CURSOS
El lema de la escuela de alemán era “Vivir, aprender y amar”.
El día que hicieron la fi esta de despedida hubo una sorpresa
fabulosa: en la entrada pusieron un letrero grande que decía
mi lema (paráfrasis del original: uno que yo había modifi -
cado con humor, desviando las prioridades de la leyenda, ya
que para ellos el aprendizaje es lo más importante): “Vivir,
amar y aprender”. Al fi nal todos estaban muertos de risa.
Llegó el momento de la pasarela y, como castigo, yo fui ex-
hibido como el malo.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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UNA TEMPORADA EN GARMISCH-PARTERKIRCHEN
De ahí me pensaba ir a Garmisch-Parterkirchen, a trabajar
en el mentado hotel. En este nuevo lugar había abundantes
nevadas y se podía esquiar, era un lugar precioso.
Un amigo mío, de Colombia, me preguntó qué pensa-
ba hacer para el día 24 de diciembre. Le conté que me iba
al hotel; él me compartió que iría a Múnich, pues pensaba
pasar la navidad solo. Resolvimos pasar la navidad juntos, y
después de esto él partiría.
Así fue, y por la mañana partimos, el colombiano y yo, a
la estación de tren rumbo a Garmisch, llegamos al hotel y la
muchacha nos recibió cálidamente, tanto que dijo que iba
a invitar a una amiga para estar en parejas. Nos quedamos
en una sala con ellas; bailamos, tomamos champaña y vino
tinto. Ya a las 11 nos dijeron que si queríamos otra botella
sería por cuenta de nosotros. Nos fuimos. Nos dieron un
cuarto para dormir y al día siguiente mi amigo se despidió
y emprendió su viaje.
A las 8 de la mañana del mismo día, comencé a trabajar.
Me llevaron a desayunar y me mandaron con la recamarera
para que me dijera qué me tocaba hacer. A las 7 de la noche
cenamos y me dijeron cuál era mi otro trabajo: tenía que bolear
los zapatos de los que iban a esquiar. A las nueve de la noche
terminaba y me iba a dormir, pues a las 6 de la mañana tenía
que levantarme para poner carbón en la caldera con el fi n de de-
sayunar a las 8 e inmediatamente servir a los clientes. Luego de-
bía lavar platos, limpiar y encerar el piso. Todo esto era rutinario.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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Antes del año nuevo me salí por la tarde cerca de la esta-
ción del tren, me encontré a una muchacha hermosa (igua-
lita a Elizabeth Taylor: los ojos, la estatura… las piernas…).
Estaba recargada, la saludé y rápidamente notó que era nor-
teamericano; conté que estaba estudiando alemán (aunque a
mí me hablaba en inglés). La invité a salir esa noche. En el
lugar al que fuimos, pedí una botella y estuvimos tomando y
bailando. El show del lugar era especial: se abrió una platafor-
ma por la mitad donde se dejaba ver una pista de hielo, unas
bailarinas y bailarines comenzaron a patinar haciendo varie-
dad, se veía hermoso. Como a las 12 nos fuimos, la acompañé
a su casa y me dio mi beso. Yo quedé totalmente enamorado.
Al llegar al hotel le conté, a la señora que me había
contratado (una mujer divorciada y tenía un niño de 4 años
que iba al Kinder, pero como eran vacaciones éste estaba
con su padre), que salí con una mujer. Ella, molesta, me re-
clamó diciendo que ella me había llevado al lugar para que
conviviera con ella, que se sentía como si fuera mi esposa (y
eso que ni siquiera se había acostado conmigo). Al otro día
me habló esta mujer al hotel para despedirse de mí y agrade-
cer lo bueno que fui con ella. La señora del hotel me vio que
hablaba por teléfono y me dijo que no tenía que estar ha-
blando ni saliendo con amigas, que para eso la tenía a ella.
Molestísimo, le dije: “Yo quiero saber por qué: ni eres mi
mujer, ni eres mi amante… eres mi amiga y estoy trabajan-
do, y de una vez dime cuánto me vas a pagar”. Contestó que,
aparte de la comida y la cama, tenía 4 marcos al día. Aún
más molesto tomé mi cartera y le mostré mis 200 marcos y
le dije: “¡4 marcos al día, trabajando de las 6 de la mañana
hasta las 9 de la noche!… ¿Sabes qué? De plano mejor dejo
el trabajo; solo una cosa más: mañana es año nuevo y me
Juan Alberto Argomedo Samaniego
120
voy a quedar a cambio de lo que me debes, dos días más y
ya no voy a trabajar, nada más vendré a dormir; tú no me
pagues nada y luego me regreso a Múnich”.
Antes de irme fui a un restaurant donde conocí una
muchacha y platicando con ella me contó que había un
mexicano trabajando de mesero y fui a conocerlo. Ahí en-
contré a unas 30 gentes en una mesa larga, todos bebiendo,
cantando y bailando. Volví a las 2 horas, me senté a comer y
el mexicano me empezó a platicar, con cierta molestia, que
los de la mesa de 30 personas estaban cometiendo un sa-
crilegio, ya que esa gente venía de un entierro y que, según
ellos, a la persona que murió tenían que mostrarle alegría en
lugar de tristeza. A mí la verdad no me pareció mal.
Cuando llegué al hotel, mi amiga-esposa (según ella)
se me quedaba viendo y, antes de que me dijera algo, le dije
que no se preocupara pues al día siguiente me pensaba ir.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
121
DE VUELTA A MÚNICH
Al día siguiente partí en tren a Múnich, por esos lugares se
usaba un pizarrón, a modo de periódico-mural, para que la
gente que busca cuartos (ya que todavía vivíamos las secue-
las de la segunda guerra mundial). Así fue que encontré un
cuarto, lo renté y me salí a conocer el lugar, pues pensaba
quedarme unos cuantos días más.
Había un señor llamado Benito que trabajaba vendien-
do fruta en un carro pequeño. Estuve platicando con él y me
contó que al otro día se pensaba ir a Suiza para asistir al esta-
dio de futbol, donde el país local enfrentaría a Alemania.
Fui de nuevo a la estación del tren a buscar otro cuarto
y vi uno que se rentaba barato, por semana. Cuando llegué
al lugar me dijeron que el cuarto tenía 3 camas, así que si
lo compartía me saldría más barato. Lo renté junto con un
español y un mexicano. Roberto éste y Jesús aquél. Ambos
trabajaban en la construcción, ya que había mucho qué ha-
cer y traían gente de Italia, España, Polonia, etcétera (Ale-
mania, como ha quedado dicho, se recuperaba de los estra-
gos del movimiento bélico de aquel entonces).
Me hice amigo de los dos y comenzamos a salir a dar la
vuelta, el español era medio “cucu” (como retrasado men-
tal) pero era buen muchacho. Una noche el dueño nos invi-
tó a un bar a tomar unas cervezas. El lugar era muy grande,
estábamos muy contentos y nos presentaron a mucha gente.
De repente, sin saber que pasó, el español salió corriendo a
la calle. Pronto nos explicaron que había molestado a una
alemana, que ella lo quiso agarrar para golpearlo y el tipo se
Juan Alberto Argomedo Samaniego
122
echó a correr. Cuando salimos, el señor que nos invitó mos-
traba tanta indignación que parecía que nos quería golpear,
así que mejor nos fuimos a la casa.
No siempre tenía trabajo. Por lo que decidí asistir a la
universidad, con la idea de un mejor futuro. En esos días co-
nocí latinos, españoles y unas chilenas… Me hice muy amigo
de los españoles, uno se llamaba Fermín (que por cierto era
de Pamplona) y el otro Aznar, quien se había nacionalizado
venezolano y que traía un carrito sport muy bonito, él era el
único que no rentaba cuarto tenía un departamentito en un
edifi cio que abajo tenía un restorán tipo cafetería.
Los tres agarrábamos la parranda, nos íbamos a diferen-
tes lugares. Una noche, uno de ellos quería llevarle serenata
a una alemana que estaba conquistando. A las nueve nos
fuimos a tomar unas cervezas para tomar valor, cuando lle-
gamos a la casa de esta mujer, mi amigo tomó la guitarra y
empezó a cantar (ella vivía en unos edifi cios); no faltó quien
saliera de otro departamento a callarnos, primero salió una,
luego la otra que hasta nos dijo “italianos mugrosos”. Noso-
tros estábamos muertos de la risa. Nos advirtieron con lla-
marle a la policía así que mejor nos fuimos, llegamos mejor
al departamento de mi amigo a seguir tomando. Al rato ba-
jamos, divirtiéndonos en grande, traíamos mucha risa pues
ya andábamos “bien cuetes”. A uno de ellos se le ocurrió la
idea de que pasáramos por encima de él y antes de pisarlo
saltar. Pues se tiró en la calle (eran como las tres de la maña-
na) y con nuestro escándalo volvió a salir la gente a gritar-
nos mugrosos y locos italianos (lo bueno es que echaban la
culpa a los italianos). Nos volvieron a correr advirtiéndonos
que ya le habían llamado a la policía. Mejor cada quien se
fue a su casa.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
123
Iba mucho a un lugar llamado Hofb rainhove, donde
se bailaba en el último piso, en la planta baja era cafetería
donde vendían unas ensaladas de papas que me fascinaban.
Después me subía al último piso. En una de esas veces, es-
taba platicando con un alemán grandote, al saber que era
americano me levantó y me dio un abrazo; de repente se fue
y no me había dado cuenta que eso lo hizo con la intención
de robarme el pasaporte. Había otro alemán ahí y me dijo
que conocía a ese tipo, me dijo en que bar se la pasaba, le
pedí que me llevara y cuando lo encontramos le pedí mi
pasaporte. Le hablé a un policía porque se negaba a entre-
gármelo, nos llevaron a la delegación y lo negó (de seguro
ya lo había escondido) me fui de la estación de policía y a
él lo retuvieron… ya no supe qué pasó con él. Total… al
día siguiente fui al consulado americano a reportar el robo
de mi pasaporte, por cierto que ahí estaba mi cartera y mi
anillo de la marina. Me pusieron a llenar una solicitud para
entregarme un nuevo pasaporte.
Después de varios días, platicando con Roberto, me con-
tó que se pensaba regresar a México aproximadamente en
un mes y medio, iba a salir de Inglaterra en barco, pero an-
tes tenía ganas de ir a recorrer algunos países de mochila.
Como yo “de eso pedía mi limosna” y ya traía conmigo mi
pasaporte, me apunté.
Nos despedimos de los amigos, mandé por paquetería
mi ropa a Madrid para no cargar. Sacamos nuestras tarjetas
de estudiantes de los albergues de la juventud y por un dólar
te daban la credencial con un librito el cual menciona todos
los albergues que hay en los países donde te encuentres y los
datos del lugar.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
124
PERIPECIAS EN INNSBRUCK
Llegamos a Innsbruck, que por cierto es un lugar muy po-
pular donde hacían campeonato mundial de esquí, está-
bamos medios cansados así que decidimos irnos a dormir
para al día siguiente levantarnos temprano y seguir nuestro
camino. Estábamos en Innsbruck y decidimos partir a Ve-
necia ya que era donde había más interés por llegar. Tenía-
mos ganas de conocer toda esa parte de Italia. Nos dieron
un aventón, otro más hasta llegar a un transbordador que
nos dejaría en Venecia por ahí de las 6 de la tarde. Había
una fi esta en grande pues estaban celebrando los tiroleses o
sea la parte norte de Italia que colinda con Austria. (En la
primera guerra mundial los italianos habían peleado contra
Alemania y Austria ya que estos dos eran aliados, y por esas
fechas celebraban precisamente esa pelea). En la fi esta can-
taban y paseaban por el lugar, nosotros traíamos la guitarra,
hasta nos pedían que la tocáramos. En ese tiempo estaba
muy de moda la canción de “La malagueña”, prestamos la
guitarra para que cantaran y tocaran esa canción. Estuvimos
tomando vino y ya como las nueve teníamos que regresar a
la casa del albergue porque si no ya no nos dejaban entrar.
Nos quedamos a dormir y por la mañana temprano
nos fuimos a la plaza de San Marcos en Venecia, nosotros
como siempre buscábamos lo más barato y como anterior-
mente había estado allí con mis dos amigas, me lo llevé a
Garibaldi pues el vino es barato y el espagueti es bueno.
Pues no tardamos en llegar, en tomarnos nuestros vinos y
comer el espagueti.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
125
Me quedé dormido en una plataforma en pleno sol, como
a las 4 de la tarde desperté con una cruda, mientras que los
italianos nos invitaban a tomar más, así que me curé la cru-
da y seguí tomando. La pasamos bonito. Volví a agarrar “el
cuete”, pero el “cuete-cuete”.
Tuvimos que volver al albergue y recuerdo que cuando
subimos empecé a hacer un escándalo, no sé ni por qué. El
chiste es que no me querían dejar entrar porque me vieron
bien borracho. Yo les dije que la culpa era de los italianos
que andaban festejando, los otros estudiantes me apoyaron
y al fi nal sí me dejaron entrar.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
126
BERONA Y BOLONIA
Al día siguiente partimos a Berona “de aventones”, llegamos
no muy tarde y lo primero que hicimos fue buscar el lugar
donde nos íbamos a quedar, cuando llegamos vimos que el
albergue estaba en una casa antigua muy bonita y muy gran-
de, estaba rodeada por una reja 2 metros y medio de alto,
aproximadamente. Nos dieron el horario en el que se ce-
rraba la reja, pero al entrar los otros estudiantes nos dijeron
que había un lugar por donde se podía salir y volver sin que
se dieran cuenta. Estaba con nosotros una mujer australia-
na muy simpática que cuando vio que nos cruzamos la reja
nos dije que ella venía con nosotros, pues nos acompañó,
estuvimos caminando, en ese entonces era un pueblo chico.
Fuimos a ver el coliseo, nos paseamos y enfrente, a me-
dia calle, había un bar, donde nos metimos a tomar en una
mesa larga, por cierto que llevábamos la guitarra y nos pe-
dían canciones para bailar, estábamos muy divertidos ya
que les dimos gusto, cambiábamos parejas en el baile y por
tocarles las canciones que nos pedían nos invitaron todas
las bebidas. A la una de la mañana cerraron el bar e íbamos
caminando rumbo al albergue cuando de repente se acer-
ca un policía por el ruido que hacíamos con la guitarra, le
dijimos que íbamos rumbo al albergue, el policía fue tan
simpático con nosotros que cuando agarro confi anza le to-
camos la guitarra y este señor se puso a bailar “chachachá”.
Nos acompañó al albergue y se quedó afuera hasta ver que
estuviéramos adentro. La australiana traía un vestido el cual
no le dejaba saltar la cerca, así que decidió quitárselo y pa-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
127
sarse la barda con el puro sujetador y la falda de fondo. En la
mañana nos levantan temprano porque teníamos que hacer
limpieza, pero al terminar, para nuestro agrado, nos fuimos
a pasear con el fi n de conocer el pueblo. Recuerdo que había
restaurantes en las afueras de la carretera y como era el más
barato fuimos a comer.
De Berona íbamos a Bolonia, por la mañana comenza-
mos los aventones. En ese entonces en Italia todos coleccio-
naban tarjetas postales así que, a cambio de que después les
mandaran una tarjeta postal, nos invitaban el café o hasta
el vino. Nos decían. “por favore una postal” nos daban la
dirección para que los enviáramos (al volver envié muchas
tarjetas postales como agradecimiento).
Cuando llegamos a Bolonia notamos que era un pueblo
muy bonito, había una universidad que era donde uno se
quedaba a dormir y también te daban de comer (muchas ve-
ces los albergues eran escuelas o son asociaciones estudian-
tiles). Como el pueblo era chico nos fuimos a dar la vuelta,
encontramos una fábrica de pastas que tenía una ventana
muy grande, donde uno se podía asomar para ver cómo se
hacían. Allí nos quedamos viendo un rato y luego decidi-
mos seguir nuestro camino.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
128
FLORENCIA
Después de Bolonia fuimos a Florencia, llegamos al albergue
de la juventud, muy bonito lugar donde podíamos cocinar
nuestra cena. Entre muchos nos cooperábamos para la cena,
lo más común que hacíamos era huevos con chorizo (por
cierto qué buen chorizo) y lonches de sardinas (la sardina
de allá es buenísima, no se compara con la que se vende en
México). La rutina era como en todos los albergues, tenías
que llegar a cierta hora para que no te dejaran afuera y por
la mañana hacíamos limpieza.
Florencia era una cosa hermosa, nos fuimos a ver los mu-
seos, nos recomendaron uno donde estaba la obra llamada
“El David” de Miguel Ángel que es muy conocido y consi-
derado una maravilla mundial. “El David” estaba como de
nuestra altura, es una cosa perfecta; nos llenó de asombro
ver el original. Viajando, uno trata de no gastar mucho así
que, come lo más barato: espagueti, rabioles, baguettes con
sardina y, para beber, vino (ya que era muy barato y el re-
fresco era más caro que éste)… todo lo que fuera económi-
co y fácil de conseguir.
Después de ver todo Florencia salimos a Perugia y estu-
vimos varios días… como ya era costumbre buscamos un
albergue para quedarnos.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
129
ROMA
Luego nos fuimos a Roma, llegamos al anochece, a la plaza
de San Pedro, estaba completamente vacío. Recuerdo que
corrimos a donde estaban las columnas, mi amigo llevaba
su cámara y tomaba fotos, desafortunadamente no lo vi otra
vez, todas las fotos se las llevó en su cámara y yo no tengo
ninguna. Buscamos la dirección del albergue en nuestro li-
brito de direcciones y preguntando llegamos al lugar, deja-
mos nuestras cosas y nos salimos a cenar lonches de salami
con vino. Lo primero que queríamos conocer era el Vatica-
no así que decidimos descansar para levantarnos temprano.
Cerraron a las 9, así que me escapé. me fui caminando
hasta llegar a donde está el ferrocarril que es una plaza muy
grande (del tamaño del Zócalo). Me fui a tomar unos vinos,
me metí en un restaurancito donde las mujeres se ofrecían,
cuando se me acercaban les decía que “no gracias”. Como
a las 10:30 llegó una patrulla y todas las mujeres corrieron
a esconderse pues les tenían prohibido andar “pedaleando”
en la calle. Platiqué con ellas pero no tenía dinero como
para andar gastando y menos en eso, pues ni siquiera sabían
ser cariñosas. Me seguí la borrachera, platicando y, como a
la hora, otra vez llegaba la policía y ellas salían corriendo a
esconderse. Y así sucesivamente.
A las doce de la noche yo andaba ya bien cuete y pensé
que tal vez ya no iba a poder entrar, así que decidí ir a la
estación de tren para ver si hubiese un espacio donde me
pudiera dormir. Cuando llegué me encontré con unas 30
gentes que estaban dormidas en el suelo, así que también
Juan Alberto Argomedo Samaniego
130
me acomodé, tomé mis zapatos y los usé de almohada. Cuan-
do empezó a amanecer, unos seguían dormidos y otros ya se
estaban levantados, me levanté y me fui hacia el albergue a las
7 de la mañana, toqué una ventana y me abrieron. Ya dentro
me recosté un momento y me levantaron para hacer aseo.
Después de desayunar nos fuimos a caminar, queríamos
conocer la Basílica. Cuando llegamos sólo entramos en un
tramo, “La Sextina” estaba cerrada ya que tenían ciertos días
y ciertos horarios para visitarla, así que no pudimos verla.
Fuimos a la fuente de Trevis, donde recuerdo una leyen-
da: “Tira una moneda y regresará de nuevo”… estaba lleno
de monedas y lleno de turismo. Cerca de ahí está una placi-
ta muy conocida, la Plaza España, y había un monumento.
Seguimos dando la vuelta, fuimos a comer y a conocer el
Coliseo, que era de una belleza singularísima, precioso. Nos
metimos a conocer por dentro, en especial los sótanos de
salían los leones y retenían a los presos. Ya por la noche nos
regresamos al albergue, pues al día siguiente seguiríamos
nuestro camino.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
131
NÁPOLES
A la mañana siguiente salimos temprano a Nápoles, llega-
mos a buena hora y de ahí nos fuimos a Capri, una isla muy
famosa del lugar. Llegabas por medio de lanchas. La ciudad
estaba en un cerro y a su alrededor algunas casas. Me acuer-
do que tenías que subir escalinatas como de metro y medio,
ibas subiendo y girando, las casas estaban a los lados, pues
no había calles. Nos contaron que cuando se construyó esa
ciudad había invasiones de piratas, guerras con los países
árabes… así que si intentaban subir, únicamente podían
pasar de dos personas y con esto podían contener ataques,
poniendo barricadas para que no pudieran avanzar, era su
modo de defensa. La terraza era de un mosaico rojo muy
fi no y bello, con barandales que rodeaban un restaurante. La
vista era sencillamente maravillosa.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
132
LA TORRE DE PISA
También queríamos conocer Pompeya que estaba cerca de
donde estábamos, esa hermosa zona que dejó petrifi cados
por igual enseres y seres, lugares habitables y naturales.
Un lugar que reunía misterio y belleza. Sin embargo, por
la mañana estábamos pensando en regresar nuevamente a
Roma y de ahí a Londres, ya que mi amigo temía perder
su barco. Conocimos un poco de Nápoles y por la mañana
nuevamente partimos a Roma. Allí nos quedamos a dormir
y al otro día salimos rumbo a Pisa, en Italia, donde está la
famosísima torre inclinada que lleva el mismo nombre. Al
anochecer nos fuimos al albergue de la juventud, recuerdo
que en la parte de atrás había unas canchas de futbol muy
bonitas donde hicimos de cenar, éramos como 20, unos to-
cando la guitarra, otros platicando con las muchachas.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
133
GÉNOVA
En la mañana nos salimos y retomamos nuestro camino ha-
cia Génova. Al llegar vimos que Génova era un lugar sin
igual, el puerto estaba lleno de barcos. El albergue estaba en
la parte de arriba, en un castillo; pedimos un aventón hasta
esa parte del castillo ya que estaba muy lejos. La ubicación
del castillo intentaba, en tiempo bélicos, contrarrestar las
invasiones, por eso era tan alto; desde allí se veía todo el
mar: cuando venía un barco podían atacar desde antes que
llegaran. Nos quedamos un día y partimos para seguir nues-
tro viaje rumbo a Milán.
Íbamos de aventón y nos recogió un sastre oriundo de
donde fabricaban las máquinas Olivetti. Nos invitó a comer
a su casa y nos dijo que después nos regresaba a la carretera.
En su taller estaban 5 empleadas, le dijo a una señora que
hiciera una buena comida para sus amigos los mexicanos.
Una de sus empleadas era una belleza, era una mujer rubia
de ojos azules, se llamaba “Teresqui” o algo así, recuerdo que
me le acercaba y le decía: “oh mama mía estoy enamorado”,
ella se reía y el señor se me quedaba viendo: las estaba mo-
lestando en sus horas de trabajo. Comimos con él y, como
era la costumbre por allá, al despedirnos nos dijo que nada
más nos encargaba que le enviáramos una tarjeta postal.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
134
MILÁN
Llegamos a Milán por la noche, directo al albergue. Por la
mañana salimos a pasear y lo primero que encontramos fue
un puente con un río enorme… y en el puente se veía un
templo que (ahora lo sé) es muy reconocido, ya que arriba
está un domo inmenso que, arquitectónicamente, se consi-
dera (y realmente lo es) una maravilla. Entramos a conocer-
la y luego de eso fuimos a un museo, donde había cuadros
de grandes pintores occidentales y europeos. Ese día no la
pasamos paseándonos. Ya por la noche volvimos al albergue
para seguir nuestro camino al día siguiente.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
135
GINEBRA Y LA DESPEDIDA DE MI AMIGO
En la mañana salimos temprano hacía Ginebra y llegamos al
oscurecer, buscamos un hotelito en la parte de arriba del lu-
gar pues todo era montañoso. El hotel nos salió barato pues
elegimos un cuarto sencillo. Teníamos una vista hermosa:
desde la terraza, muy alta, se veían las vacas pastando, el
bosque, las cercas, más allá las montañas… era de lo más
hermoso que yo había visto en lo que refi ere a paisajes. Por
la mañana mi amigo me dijo que nos íbamos a ir juntos a
la carretera pero de ahí él pensaba tomar su rumbo. Nos
despedimos, nos dimos un abrazo y deseamos volvernos a
ver en México, casi lloramos. Le di mi dirección pero nunca
me buscó, él era de Michoacán, allá por Yurécuaro. Era ran-
chero pero había estudiado para maestro y para músico: su
humildad era tremenda.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
136
TODOS VOLVEMOS A PARÍS
Yo seguí mi camino hacía París y ese mismo día llegué pero
ya tarde y me recluí en el albergue. Por la mañana me enteré
de un lugar al que llamaban “la casa americana”, fui, y había
un anuncio en inglés donde se solicitaba una persona para
pintar un departamento. Rápidamente llamé por teléfono y
me contestó una mujer, le conté que en Chicago yo pintaba
muchas casas. La mujer me pidió algunos datos y me dijo
que pasaban por mí a ese mismo lugar por la tarde. Cuando
llegaron se presentaron y me llevaron a su apartamento. El
esposo de esa mujer era un sargento. Me dejó con su esposa
en la casa, me mostró los colores de pintura y las zonas don-
de pintaría… me dijo que al día siguiente podría comenzar.
Este sargento era muy amable, me comentó que me podía
quedar en el sofá de su casa para no tener gastos y también
podía comer de lo suyo, él se iba temprano a la base militar y
me dejaba, con una confi anza inusual, con su señora. Por la
mañana desayuné con Lucy (así se llamaba su mujer) quien
también era muy gentil. Empecé pintando la cocina. Me dio
de merienda café con pan y a medio día me preparaba un
sándwich; por la noche llegó el sargento con una botella de
whisky y, como iba a trabajar por la mañana, le comenté que
solo me iba a tomar una copa o dos, a lo que él contestó que
no me preocupara.
Al tercer día me llevó a pasear, junto con su esposa, a
un bar francés, muy a gusto. Nos invitó la cena y tomamos
unos vinos, dimos vueltas en su coche y al llegar al departa-
mento nos fuimos a dormir para seguir con el trabajo al día
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
137
siguiente. Platicaba muy amenamente con el sargento; éste
tendría unos 35 y yo 28. A la semana de mi llegada, terminé
y les di las gracias por todo. Les conté que iba rumbo a Es-
paña “de aventón” y me llevaron a la cartera. Todo el tiempo
se portaron de maravilla, hasta el fi nal: me regalaron 40 dó-
lares y un paquete de cigarros americanos.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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RUMBO A LA PATRIA MADRE: ESPAÑA
Ya por la noche llegué a Burdeos y allí dormí. Llegué con
una señora que rentaba cuartos y me preguntó cuánto tiem-
po pensaba quedarme y le dije que sólo un día porque se-
guiría mi viaje a Madrid. Así fue: me subí a un camión y me
fui mirando la playa. Conmigo viajaban unos chavos que
iban cantando y les pregunté cuanto faltaba para la plaza de
toros… de inmediato notaron mi acento extranjero y cuan-
do les dije que era mexicano me trataron como rey, me fui
con ellos en la parte de atrás del camión. En la plaza había una
tasca y ellos llevaron como tres botas para llenarlas de vino.
Nos subimos hasta el último piso de la plaza de toros. Yo no
soy afi cionado a las “artes” taurinas, pero la pasé muy bien.
Ya cuando terminó la corrida todos andábamos muy
alegres, cuando bajamos, afuera de la plaza iba pasando un
coche y por juego dije “ole” y lo toreé, cuando de repente se
baja el tipo y me pone una cachetada diciéndome que a él
nadie le dice cornudo, me le aventé encima y cuando nos se-
pararon le dijeron que yo era mexicano y que no conocía sus
costumbres. La regué. Llegó la guardia civil pero nosotros
ya estábamos tranquilos, así que no nos llevaron. Él se subió
a su coche y nosotros nos fuimos otra vez a San Sebastián,
llegando fuimos a las tascas donde está todo el malecón,
llegamos a una donde había bocadillos, de los cuales, los
más apetecibles fueron dos muchachas, una bastante bonita.
Nos quedamos y fuimos a la otra, donde había una tienda
de cine, y nos encontramos a una belleza de muchacha; le
pregunté si quería ser mi amiga, le dije que era mexicano
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
139
y de inmediato ella me dijo que sí… pero ahí tampoco nos
quedamos, les dije que por qué no nos quedábamos un rato
y me explicaron que íbamos a seguir… que todas las mucha-
chas que íbamos a conocer son puras muchachas jóvenes
que llegan a las tascas para conseguir novio y casarse, ya
cuando encuentran con quién le dejan su lugar a otra, así es
como se conocen y empiezan los matrimonios.
Como a las 9 o 10 dejamos de recorrer el lugar y nos des-
pedimos, les dije que mañana seguiría mi viaje a Madrid,
que aquí nos despedíamos. Uno de ellos me dijo que el ma-
ñana iba a Vitoria (que es un pueblo contiguo a Madrid),
que podía pasar por mí y llevarme en su coche. De lujo.
Por la mañana pasó por mí, me dejó muy cerca y siguió
su ruta. Pedí aventones durante lo poco que faltaba para lle-
gar a Madrid (allá la mayoría de los aventones los daban los
camioneros). Había un camionero de carga con su camión
de “Pegaso”, no se me olvida; me levantaba uno y me levan-
taba otro y todos me invitaban a comer… los españoles son
una maravilla con los mexicanos. Un señor adinerado, de
buen carro, me dio un aventón, de pronto nos bajamos y me
invitó a comer en un restaurante muy sabroso; al terminar
de comer me explicó que ya cerca estaba la salida y que ahí
me dejaba. Seguí con mis aventones hasta que el último me
dejó en la plaza mayor, donde había hoteles y lugares donde
quedarse. Ya había oscurecido; cené y pregunté por posada
hasta que me dijeron de una casa de huéspedes, donde fi nal-
mente me quedé por esa noche.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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MADRID
Por la mañana estuve platicando con el velador, me comen-
tó de un lugar donde había regaderas, pero a dos calles del
allí; me llevé mi toalla, compré un jabón y me fui a bañar
(cobraban muy barato). Me iba a bañar cada tercer día y al
velador se le hacía muy raro (excesivo quizá) pues su cos-
tumbre no es la misma que la nuestra.
Un domingo el velador me invitó a los toros; fui, aunque
a mí no me gustan, tan sólo por conocer la plaza.
El lunes fui a buscar el albergue de la juventud me dije-
ron que era una casa de campo que estaba en la salida, en un
bosque con un lago. Me fui caminando. Cuando llegué, me
asombré porque era un edifi cio grande que tenía en el cen-
tro un patio bonito y en éste se podía jugar volibol; del lado
derecho había camas para mucha gente y del lado izquierdo
estaban las regaderas para bañarse y también se quedaban
los de “la falange”. Estos hombres de La falange iban a en-
trenamiento, andaban con su uniforme azul claro, iban solo
por una temporada y ésta se las pagaba el gobierno. Por la
noche se reunían a cenar y la cena les costaba 19 pesetas
(que eran unos 5 pesos mexicanos) les daban vino rebajado
y la cena eran casi siempre alubias deliciosas.
Me acuerdo que una vez me invitaron a un baile en un
salón muy bello llamado “Blanco y negro”, había compra-
do unos cigarros españoles y ellos traían unos americanos,
cuando los saqué para fumarme uno me dijeron que no
(eran muy presumidos y no querían que viera que traía de
otros). Estuvimos bailando hasta que cantó una italiana des-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
141
lumbrante; me puse a platicar con ella y me dijo que estaba gra-
bando en “la gran vía”, y que cuando quisiera pasara a saludarla.
Llegó la feria de Sevilla, me fui de ride hasta la mitad del
camino, donde encontré una estación de tren y abordé. Al
llegar me di cuenta que la feria estaba en grande, busqué un
albergue y encontré la universidad, me dieron mi cama y en
la parte de abajo había un cuartito donde vendían lonches
y vino. Ya por la noche me dirigí a la feria, en el lugar había
puras carpas de lona. Vi una carpa bastante grande donde
estaba un señor de encargado, esta era la carpa militar (cada
compañía tiene su carpa). Me acerqué a platicar con el señor,
quien me invitó a pasar y me presentó personas (una de ellas
era su hija). Me puse a bailar con ellos e hice como 8 amigos,
me llevaron a la universidad donde me estaba quedando.
Al día siguiente, a las 8 o 9 am, estaba uno de ellos afuera
esperándome para llevarme a dar la vuelta; me paré a darme
un baño y salí gustoso. Todavía estaba el rey Alfonso XIII y
en su honor había una conmemoración, debido a su llegada.
Estábamos tomando pero mejor me fui a dormir, me dormí
como unas 2 horas cuando llegó el primero a invitarme a la
carpa. Había una muchacha preciosa a la que le gusté mu-
cho, le conté que iba de pasada y ella me dijo que le gustaría
mucho que me quedara. Argumenté que no podía pues no
tenía trabajo.
Ya andando cuetes yo y mi amigo nos fuimos a conocer
otras carpas, por ser mexicano tenía “pase” para todas. Re-
cuerdo que estando en una carpa pasó una gitana, se me
acercó y, cuando supo que era mexicano, me dijo que ella
estaba enamorada de los mexicanos. Me llevó a dar la vuel-
ta y yo puse mi mano alrededor de su cintura. Pronto me
contaron que la gitana tenía una pata de palo, empecé a ob-
Juan Alberto Argomedo Samaniego
142
servarla y vi que cojeaba… al ver esto le dije que lo sentía y
mejor me fui con mis amigos.
Cuando llegó mi último día mis nuevos amigos me fue-
ron a despedir, me preguntaron cómo me pensaba ir y les
conté que de “aventones”, uno de ellos me regaló 75 pesetas
y le di las gracias… me dejó en el camino y nos despedimos.
Empecé a caminar donde había muchas huertas pero
nadie me daba aventón, pasaban los coches y nada, caminé
tanto… hasta llegar a la estación del tren. Entré a la ofi cina y
le dije que venía de México, que fui a la feria, que me quedé
sin dinero y ahora iba para Madrid con solo 75 pesetas en la
bolsa. El boleto a Madrid estaba como en 200, no recuerdo
bien; saqué mi rasuradora eléctrica y se la vendí a cambio de
un boleto y algunas pesetas para comer en el camino. Tomé
el tren hasta Madrid.
Cuando llegué me fui a un lago que tenía una cabañita
donde vendían lonches, papitas y vinos. En el lugar había
una muchacha de ojos verdes a la cual le decía que fuéramos
al cine, ella me decía que hasta que fi rmara ante el juez.
Me iba con los amigos de “la falange”, salíamos a una can-
chita donde no tenía postes pero poníamos ladrillos para ju-
gar futbol. Después llegó la feria de San Antonio, se ponían
a tocar música y bailar. Si llegaba a ver un pleito la guardia
civil intervenía y dejaba a los españoles bien tranquilitos.
Pasando la feria de San Antonio fueron a buscarnos unos
americanos que necesitaban gente que hablara inglés por-
que estaban fi lmando la película de “Cristo rey de reyes”.
Nos contrataron como a 8, nos iban a pagar 400 pesetas
por escena. Cuando llegamos al lugar de la fi lmación, nos
mandaron a maquillar, nos ponían bigote y barba de judíos;
nuestra labor era que al pasar Jesucristo teníamos que gritar
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
143
muy fuerte en forma de protesta. Los que median 1.80 para
arriba los contrataron para soldados y los que medíamos
menos de 1.80 estábamos en escena. Por la noche nos daban
lonche. Al día siguiente volvimos de nuevo. Había como
un castillo y uno tenía que aventarse pero caía en cajas de
cartón. Había una española y no dudé en invitarla a salir
pero ella me platicó que conoció un mexicano que le hizo
muchas promesas y se fue y ni siquiera se despidió, por eso
desconfi aba: pensaba que los mexicanos éramos muy sin-
vergüenzas. Yo le dije que era diferente pero ella me dijo que
sólo si fi rmaba (cómo les gustaba usar esa palabra).
Por la tarde, cuando terminamos, fui a un cine cerca de la
Plaza Mayor; al entrar me encontré con la española, la salu-
dé y me dijo que iba con su mamá. Me senté con ellas mien-
tras que a escondidas le agarraba la pierna, ella la quitaba y
yo la volvía a poner, hasta que dejó de quitar mi mano por
pena a que su mamá se diera cuenta. Cuando por fi n vio un
instante para poner un alto, me reclamó por mi conducta,
estaba muy molesta.
Volví de nuevo a la casa de campo, ahí también se hos-
pedaba uno de Sudáfrica, quien me contó que se pensaba ir
a la isla Jersey para trabajar con unos amigos, me invitó y,
para esto, yo ya estaba pensando en irme a Inglaterra así que
me fui con él. Nos fuimos de aventones.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
144
INGLATERRA
Llegamos a un pueblito en la orilla del mar, los aldeanos
estaban encerrados en un fuerte que era para cuando lo ata-
caran los barcos; la playa era muy bonita, estaba llena de
muchachas en biquini, nos quedamos un rato viendo. Una
persona nos dijo que había avionetas que nos dejaban en la
isla en 10 o 15 min, fuimos a buscar una y, por pasaje, cobra-
ba 20 dólares. Nos subimos y ya por la tarde estábamos en
la isla. Enseñamos nuestro pasaporte y nos dejaron entrar y
este hombre empezó a buscar a los amigos, pero ya estaba
oscureciendo y no los encontrábamos. Como no queríamos
pagar hotel nos fuimos al muelle donde había lanchas boca-
bajo y otras bocarriba, encontramos una muy grande y ahí
nos quedamos a dormir. Ya por la mañana salimos a sacar el
Seguro Social para poder trabajar.
La playa era muy turística y estaba llena de inglesas. Allí,
por la noche, la marea sube y cubre el paso hacia un fuer-
te alemán construido a medio kilómetro de la playa. Por la
mañana podías llegar a pie, pero por la noche no podías
llegar salvo en lancha.
El sudafricano se despidió de mí para ir a buscar a sus
amigos y yo fui a buscar una casa de huéspedes. Me die-
ron un cuarto que compartía con otros 2. Al día siguiente
me bajé y vi un anuncio de “se solicita empleado”: era la
compañía de vinos que repartía su producto a todos los
centros nocturnos de la isla. Fui a pedir el trabajo y rá-
pidamente me lo dieron. Tenía que meterme a la cava y
poner las botellas en una caja, luego bajarla para que el
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
145
camión las fuera a repartir. Después de unos días tenía que
acompañar a Dany, el repartidor.
Pasó el tiempo y a mi pasaporte le quedaban dos meses
de vigencia; fui a la migración para ver si me podían hacer
una extensión de estancia. Les conté que estaba trabajando y
que estaba muy a gusto, que por favor me dieran el permiso.
Esta persona dijo que no podía y que si quería fuera con el
jefe. Volví a la migración con el jefe y este señor me pregun-
tó si estaba trabajando y le dije que sí; él muy payaso me dijo
que entonces me tenía que detener y meterme a la cárcel,
entonces le contesté: “oiga señor, discúlpeme pero nosotros
los norteamericanos albergamos a muchos de aquí, no hay
uno que haya conocido que no tenga algún familiar en Esta-
dos Unidos, allá viven y trabajan y yo soy de los pocos en esta
isla… y ¿Ya por eso me quiere hasta meter a la cárcel? Parece
como si le tuviera odio a los norteamericanos”; a lo que él me
respondió: “Mire, yo no tengo odio contra ustedes, al contra-
rio, estamos agradecidos porque cooperaron con nosotros en
la guerra. Le voy a dar hasta el lunes, agarre sus cosas y váyase
a Francia, porque si no vamos a ir por usted”.
Fui con el gerente y le conté lo sucedido y me dijo que él
iba seguido a Londres y, como pertenece al Reino Unido, no
necesitábamos mi pasaporte, sólo el suyo. Había una lancha
que salía por la mañana temprano. Dany me iba a comprar
mi boleto y al momento de zarpar iba a estar vigilando que
no hubiera nadie ahí, para irme tranquilo. Así lo hicimos y
me despedí de él.
Cuando llegué me metí a un bar donde había puros in-
gleses. Al salir me fui de aventones hasta llegar a Londres, en
Londres pregunté por el albergue de la juventud. Ya por la
mañana fui al American Express a registrarme y avisar que
Juan Alberto Argomedo Samaniego
146
iba a estar un tiempo. Mi amiga Tiny constató mi registro y
fue a visitarme, pero con el novio con el que se había casado
(era un judío que después la mandó por un tubo). Me llevó
con un amigo inglés que había conocido desde Francia, me
quedé con él un día porque ya habían cerrado el albergue.
Después me encontré un italiano que también se quedaba
en el albergue. Nos dijeron de una casa donde rentaban cuartos
y rentamos uno para ambos. Era muy simpático, era parlan-
chín el condenado… gran amigo. Yo hacía arroz y él espagueti.
Salí a un bar a preguntar si había trabajo por ahí; en el
lugar estaban unos chicos de Inglaterra que eran super “ma-
rihuanos”; me invitaron a quedarme con ellos en un depar-
tamento sin camas. No estaba acostumbrado a dormir en el
suelo así que seguí buscando. Me fui a tomar café con uno
de estos chicos. El dueño de la cafetería era un portugués y
estaba casado con una española; éstos me contaron que ha-
bía una española que rentaba cuartos a dos calles del lugar.
Fui y me dieron un cuarto compartido con un mesero, el
lugar era agradable, muy limpio.
Me puse a buscar trabajo y llegué a Fulam Hospital; en la
ofi cina de empleos encontré vacante para un camillero y el
trabajo era dentro del hospital, llevando enfermos en sillas
de ruedas a sus dormitorios. Estuve trabajando muy a gusto
en ese lugar… me hice amigo de las enfermeras y conseguí
una novia irlandesa (el 95% de las estudiantes enfermeras
venían de Irlanda a trabajar y estudiar).
Había un comedor dividido en dos, una parte era para
las enfermeras de categoría, las cuales estaban vestidas de
blanco; el otro espacio lo ocupaban las que estaban ves-
tidas de un azul rey, que no pertenecían a esa especie de
“primera clase”.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
147
Había un salón de baile y los sábados me iba a bailar, y
allí fue donde conquisté una inglesa que iba a bailar mien-
tras su esposo iba a ver el futbol. En la semana me escribió
diciendo que quería verme, que me iba a llamar al número
donde me quedaba a dormir para decirme donde iba a estar.
Me habló pero yo no la tomé en cuenta pues se me estaba
pasando el tiempo.
Fui al seguro y presenté el librito que me habían dado en
Jersey cuando me registré con mi amigo, el sudafricano, y sin
preguntas me lo dieron, sólo tenía que ir cada mes para que
me pusieran un timbre. En ese tiempo Jamaica todavía les
pertenecía a los ingleses y pensé que a lo mejor cuando me
fuera podía ir a Jamaica en un barco y de Jamaica me podía
ir rumbo a México o a Panamá… En fi n, ya vería qué hacer.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
148
DE PASO POR BÉLGICA
Tomé un barco directo a Francia y me bajé en Dunquerque,
que fue donde desembarcaron huyeron las tropas francesas.
Desde este lugar pedí aventones hasta Bruselas, llegué a un
lugar fenomenal que le llaman “Brujas” y ya es parte Bélgica.
Tenía una libretita con direcciones y teléfonos, busqué
el número de un amigo de México que estudiaba en el City
College, le marqué porque antes de irme a Europa me dijo
que podía quedarme con él, pues allí vivía. Pasó por mí, me
llevó con su papá porque él vivía en un departamento pe-
queño. La casa de su papá era una casa grande y vieja con un
gran patio, el señor hacía sus propios vinos: en una tina ma-
chacaba la uva y las ponía en botellas. Me invitó de su vino
y era muy sabroso. Me quedé a dormir ahí y al día siguiente
me dijo que se tenía que ver con unas amistades y me in-
vitó… Estaba él con su esposa y con una amiga preciosa,
güera, de unos 25 años, cuyo esposo viajaba, andaba fuera.
Me dijo de un baile muy popular en un salón de fi estas muy
grande, en el cual celebraban el día de los solteros, es decir:
todos los mayores de 25 que no están casados ahí van a co-
nocerse, se divierten en grande y hasta se avientan confeti.
Le dije que me acompañara, a lo que se negó por ser casada;
yo contraatacaba diciendo que se divorciara y yo me casaba
con ella; sólo le daba risa.
Total, fui a la fi esta en ese salón y me la pasé de maravilla,
era la libertad completa con quien quisiera uno bailar y, si la
pareja te dejaba, hasta la besabas.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
149
HOLANDA, HAMBURGO Y DINAMARCA
Tenía la idea de conocer Dinamarca, así que pensé irme por
la mañana a Holanda y de Holanda a Hamburgo, y de ahí
hasta Dinamarca. Por la mañana desayuné y me fui, como
siempre, “de aventón”.
Llegué primero a Holanda y me quedé en un hotel. Toda
Holanda está llena de ríos, de canales. La gente viaja en los
canales o en bicicletas y uno que otro en coche; a donde va-
yas encuentras bicicletas estacionadas, es una cultura muy
sana, una costumbre digna de admirarse.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
150
“LAS VENTANAS”
Me metí a una cantina a tomarme unos tragos y me dijeron
que en la bahía había un lugar que le llamaban “Las ventanas”,
donde están las mujeres esperando a los marines para acostarse
con ellos. Salí “bien cuete” hacia las ventanas. Era un lugar don-
de, en efecto, había ventanas y abajo tenían un piso, una especie
de sótano donde a un lado tenían la cama y una mesa con sillas
donde te invitaban a tomar el té o el café. Recuerdo que encon-
tré una mujer que me gustó mucho, le pregunté cuanto, me
dijo la cuota y luego se echó para atrás porque, precisamente,
estaba tomado. Esto me llamó tanto la atención, por ser ajeno a
la costumbre (costumbre que ya había yo constatado en varias
culturas): a ellas no les permitían meterse con borrachos, inclu-
so les quitaban la licencia y no podían volver a trabajar.
Me fui, un poco cabizbajo, y me metí a una cantina. Le
conté al cantinero y fue él quien me explicó lo que acabo
de contar: que ellas están al servicio de los marineros pero
éstos tienen que estar sobrios para que “no sea el ímpetu del
alcohol lo que los lleve al sexo”.
En la calle había una tremenda belleza de mujer y me salió
con lo mismo: negativa total ya que estaba tomado; agregó lo
que yo ya bien sabía: no podía porque la meten a la cárcel. Des-
esperado, me fui a un café; tomé 3, muy cargados y, con mis
esperanzas repuestas, me dije “ahora sí”. Pues ahí voy otra vez
con la misma de las ventanas… le dije que me había tomado
3 cafés y ya estaba bien… y ella sólo dijo: “Bueno, pero conste
que te lo advertí”: Me metió a sus aposentos y me hizo un té,
pues así se acostumbraba.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
151
Cuando salí me metí a otra cantina. Honestamente, se-
guía borracho. Le pedí al cantinero una cerveza. Yo no ha-
blaba holandés, le hablé groseramente y le pedí mi trago,
cuando se volteó y me dijo: “Me vuelves a decir eso y te rom-
po todo”. “Ah, pues rómpemelo, a ver”… le contesté, y que se
brinca para pelearse conmigo. Cerca había un marinero de 2
metros que me escuchó y rápidamente me torció la mano y,
con facilidad inaudita (su estatura más mi estado) me aventó
a la salida. Pues me fui a otra cantina y terminé, no sin reírme
de todo el asunto, mi jornada bohemia en “Las Ventanas”.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
152
HAMBURGO
Ya por la mañana me fui rumbo a Hamburgo de aventón.
El que me llevó me invitó a donde había anguilas, que eran
de diferentes tamaños y las exhibían a lo largo del camino.
Me dijo que eran una cosa riquísima; agarró dos, una para
él y otra para mí. Las anguilas medían unos 70 cm; con una
navajita las cortaban el cuero, tenían un sabor riquísimo, yo
diría que fabuloso.
En el famoso “barrio rojo” de Sankt Pauli, existen unos
bares donde cada mesa tienen lámparas y cada lámpara tie-
ne números. Entras a tomar, te sientas en una y las mucha-
chas que están ahí trabajando tienen asignado un número,
el cual, si te gusta la chica, lo marcas y te contestan para
luego venir a tu mesa: ese era el ritual de invitación. Era caro
pero valía la pena conocerlo.
Como era mi costumbre (ya era un viajero experimentado)
fui a buscar el albergue de la juventud, llegué y tomé mi lugar.
Temprano me fui a conocer Sankt Pauli. Llegando ahí, entré al
famoso bar que les comento, me metí y el mesero me dijo que
la copa costaba 2 dólares más la cerveza de la muchacha a la
que vas a invitar; cuando me enteré de cómo era la cosa le di
las gracias y mejor me salí. No me pareció divertido y mucho
menos en mis circunstancias, así que mejor me fui al albergue.
En el albergue conocí un neoyorkino con el que andaba
“para arriba y para abajo”. Luego se fue conmigo a Bremen.
Estando allá me llevó al club de los marinos; del lugar salían
todos los barcos y allí me dijo que pensaba quedarse un tiem-
po para conseguir uno. Yo seguí mi camino hacía Dinamarca.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
153
DINAMARCA
Dinamarca es una isla en la que tienes que llegar por barco;
así, pues, lo tomé y llegué hasta Copenhague. Allí me quedé
en un hotel y luego me fui a beber un trago. Conocí unas
danesas con las que estuve platicando. Por fi n llegué a Ham-
burgo y llegué a un albergue, donde me encontré al italiano
y me dijo que estaba en espera de que llegara un barco.
Empezamos a ver la forma de regresar a Estados Unidos.
Nos encontramos unas alemanas y una de ellas era canti-
nera, vendía unas copitas de champaña a un dólar. Ella nos
contó que tenía amigos marineros que le escribían y le de-
cían cuándo llegaban (eran unas mujeres muy organizadas
que tenían las direcciones de todos los marineros, llegaban
a gastarse su dinero con ellas, les traían regalos…), y que ha-
bía una de ellas que estaba comprometida con uno de ellos.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
154
DE REGRESO EN BARCO, PERO ESTA VEZ DE POLIZONTES
Un amigo de estas mujeres nos dijo que podía llevarnos,
pero escondidos. Esta fue una de mis mayores aventuras,
porque implicaba riesgo (ir de polizonte no es tan agradable
como se muestra en las películas). Así fue: nos escondimos
primero en la cafetería y luego en un cuarto donde echa-
ban todas las sábanas y manteles, y con esas telas nos cubri-
mos. Ya cuando zarpó el barco nos dejó bajar a cubierta, pero
cuando el capitán del barco me vio, nos quería bajar a la fuer-
za; le dijimos que éramos “americanos”; el capitán me apuntó
y dijo que yo no era norteamericano sino alemán; le enseñé
mi pasaporte y como no le quedaba otra tuvo que dejarnos.
De repente, no sé qué carajos sucedió pero el capitán aga-
rró la maleta de mi amigo con la intención de tirarla al mar;
ambos la jalonearon hasta que mi amigo le tiró un golpe y
le dejó el ojo morado. Inmediatamente lo detuvieron y lo
encerraron, luego me buscaron a mí y corrí la misma suerte.
Nuestra celda era como un dormitorio pero con rejas. Nos
dijeron que en Plymouth nos iban a bajar. Llegando ahí nos
sacaron de donde nos tenían encerrados, llegaron los mayo-
res, uno se nos acercó y dijo que no nos preocupáramos, que
no nos podían bajar, nos deseo buena suerte y nos dijo que
de aquí ya íbamos a nuestra casa.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
155
EL FBI NOS ESPERABA EN NUEVA YORK
Cuando llegamos a Nueva York llegó el fbi, nos agarró a los
2 y nos llevaron a una ofi cina. Les dijimos que no teníamos
dinero para regresar así que nos venimos de contrabando.
Como habían tenido problemas con mi amigo, le dijeron
que él se tenía que quedar ahí porque necesitaban escuchar
su versión para el testimonio.
Me acompañaron a una estación de autobuses y espera-
ron a que me subiera al camión. Llegué a Oklahoma por la
mañana. Había un puente a Texas, no llevaba ni 10 minutos
solicitando ride cuando me dieron el ansiado aventón, casi
hasta Dallas. De Dallas llegué a la frontera, compré mi bole-
to de camión e hice 28 horas para llegar a México. Al llegar
hablé por teléfono, tomé un taxi. Estaba a punto de llegar el
año nuevo. Estaban extrañados por mi ausencia en navidad:
les conté, con cierto orgullo, que me la pasé encerrado en la
cárcel de un barco.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
156
HOGAR, DULCE HOGAR: MÉXICO
A mi llegada, comencé a trabajar en la Sección Amarilla de
los teléfonos de México, vendiendo publicidad, con un suel-
do y comisiones. Mientras que un amigo me ofreció trabajar
de guía de turistas los fi nes de semana, también con mi ami-
go “Bobis” estaba haciendo promociones de portaplumas
para regalos de navidad. Más adelante trabajé en la impren-
ta Nuevo Mundo, donde se imprimían los directorios de
toda la república. Después del trabajo un norteamericano
me daba clases de inglés, luego se retiró; me llamaron y me
ofrecieron su chamba y, como era por las tardes y no afec-
taba mi trabajo, acepté. Me ofrecieron 1200 mensuales, así
que deje de lado mi labor como guía de turistas.
Guardé lo sufi ciente para comprarme un carrito (por cier-
to ese coche no me duró casi nada, al mes se “desvieló”, y aun-
que lo arreglé no quedó bien y opté por venderlo. Pensé tam-
bién en comprar un mejor coche e irme a Estados Unidos.
Le llamé a mi amigo en Chicago para contarle que me iba
para allá y que mejor allá me ayudara a comprar un mejor
auto. Así pasó: conseguí un convertible con el cual me sentía
más libre y volví en mi fl amante coche a México.
En este tiempo vivía en un condominio, ya que mi amigo
Manuel Carmona y su esposa Aurora (chuladas de amigos, por
cierto) habían adquirido una casa en un edifi cio construido por
el sindicato de la tienda. Era lujoso: tenía alberca y 2 canchas de
frontón, y en la parte de arriba había un salón de fi estas. Esta pa-
reja me dijo que había una casa que estaba en renta, la mujer que
lo rentaba era amiga de ellos, así que me la rentó en 1000 pesos.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
157
Cuando me salí de la casa de mis padres, mi mamá “se
sintió”. Ella no entendía que yo ya no quería estar en esa
casa, pues mi hermana era una insoportable manipuladora.
Cuando me salí me empezó a ir bien, me dediqué a las clases
de inglés, a la Sección Amarilla y al turismo.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
158
POR POCO Y ME CASO
Un día llegó mi amiga Tiny, con una amiga de Nueva York;
me habló por teléfono y la fui a visitar. La neoyorquina y yo
nos enamoramos y un día decidimos casarnos. Entonces la
familia de Tiny era una familia bien acomodada: vivían en
las lomas de Chapultepec. Como la muchacha era amiga de
su hija, ellos decidieron encargarse del matrimonio. Luego
de este acuerdo fui a hablar con mi padre para decirle que
me quería casar y mi papá dio su autorización e indicó
que me presentara al día siguiente. Al otro día le hablé y
me dijo que fuera con la muchacha y que ésta llevase su
tarjeta de turista. Pidió que la acompañara con el jefe de
migración (mi padre podía ayudarnos pues trabajaba en
gobernación).Fuimos y el señor muy amable, en respuesta
a la amistad con mi papá, nos dijo que no nos preocupá-
ramos: que en cuanto nos casáramos fuéramos con él con
una copia del matrimonio y automáticamente se le otorga-
ría un ofi cio para que ella pudiera trabajar en México sin
ningún problema.
Faltaban unos 3 o 4 días para el matrimonio y, como
siempre, mi hermanita opinó: aseguró que mi papá quería
que postergábamos la boda para poder llevar a sus amigos.
Luego de escucharla fui con mi futura esposa para comuni-
carle lo que supuestamente era el deseo de mi padre. Ella se
opuso al cambio de fecha: cómo podríamos hacer eso si su
familia ya venía de Nueva York. Le dije que lo sentía pero
me sentía obligado a hacerlo. Ella se molestó tanto que can-
celó todo y se regresó a Nueva York.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
159
Lo escabroso del asunto es lo siguiente: fui con mi papá
para platicarle lo que había pasado y éste me dijo que él no
le había dicho absolutamente nada a mi hermana. Así, pues,
y como siempre, mi hermana manipuló (ignoro con qué in-
tenciones) la situación. La verdad es que así fue siempre,
no sólo conmigo, sino con toda la familia. Prueba de ello es
que mi hermano se separó de ella 35 años, pues éste se casó
y aquélla quería maniobrar a su nueva familia. Esto no le
gustó a Cata (su esposa) la que se empeñó en que Pon dejara
de ver a nuestra hermana.
Después en el condominio hicieron una quermese y,
como yo estaba en el centro del edifi cio, me pidieron guar-
dar las cosas de la celebración en mi departamento. Este he-
cho me hizo conocido entre toda la gente que allí habitaba.
Hice muchas amistades, entre ellas un gran amigo que lo es
hasta la fecha: “Chucho” Flores, y su esposa Gloria. También
gocé de la amistad deotra pareja chilena que eran Silvio y
Dafne, quienes tenían 5 hijos (habían emigrado a México,
estaban en muy mala situación e inclusive una vez los ayu-
dé, sacándoles un coche “a crédito” para que él se pudiera
mover a su trabajo. Ya más adelante su esposa trabajaba en
mi casa como secretaria, concertándome citas y comuni-
cándome a los clientes por teléfono. Nos juntábamos todos
los sábados pues a ellos les gustaba mucho bailar.
Haber sido descendiente de una familia rica de Salvatie-
rra Guanajuato me perjudicó: un gerente de ventas, Pedro
Damián, estaba casado con una señora de Salvatierra y no
sé por qué me trataban mal (tal vez porque la familia de ella
era una familia humilde, en contraste con la mía). A pesar
de que me hizo la vida imposible, yo empecé a progresar.
Así hasta que él vio perdida la batalla y renunció.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
160
Después dejé lo del turismo pero seguí con las clases de
inglés. Me fui a Mexico City College, la vieja escuela, donde
había estudiantes americanos que rentaban cuartos. Como
mi casa era de 3 cuartos, me sobraban 2, así que los alquilé
a dos americanos, así mejoró la convivencia y estaba más a
gusto, pues éramos 3 y compartíamos los gastos de la renta.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
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OTRA VEZ “LA ESPINITA”, Y A LAS CARRETERAS…
Tenía un amigo, Renato Ramírez (amigo desde la infancia,
allá en la privada de Durango) que se había cambiado con
su familia al condominio. Era soltero igual que yo. A éste le
propuse un viaje a Centroamérica, las fechas de diciembre,
en vacaciones. Yo tenía un amigo que estudiaba ingeniería
en Alemania y vivía en Centroamérica; cada vez que escribía
con él me decía que a ver cuándo lo iba a visitar al Salvador
(tenía su teléfono y su dirección). La hermana de mi amigo
Renato estaba casada con el mejor tenista de México, Pan-
cho Contreras, quien estaba muy relacionado con un club
de golf en Costa Rica. Nuestro plan era ir hasta Panamá.
Una noche (antes de navidad) salimos por la carretera,
agarramos por Oaxaca, pero cometimos el error de irnos
por Tehuantepec en vez de por Chiapas. Llegamos a la fron-
tera y ahí dormimos: teníamos que esperar para que mi
amigo le otorgaran su pasaporte ya que necesitaba Visa (yo
no porque tenía mi pasaporte norteamericano), solo tenía
que mostrarlo y pasaba muy fácil con mi coche.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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EL SALVADOR
Llegamos a la costa del Salvador por la noche, nos fuimos a
tomar unas copas, después nos adentramos más y llegamos
a un hotel, lo rentamos y de mañana nos fuimos a buscar
a mi amigo. Cuando pudimos localizarlo nos dijeron que
estaba trabajando, y mientras el llegaba nos fuimos a dar la
vuelta en el coche. Por cierto, andábamos por el mercado
cuando pasaron 2 muchachas muy bonitas, nos bajamos del
convertible para platicar con ellas (en esa época, así lo creo,
el mexicano era el más querido de todo Centroamérica) y
no se diga en el Salvador. Luego luego las muchachas se fue-
ron con nosotros, nos llevaron a un lago donde había un
restaurante, se llamaba “Chapultepec”, estuvimos bailando
y tomando a un lado de la rockola. Había unos cuartos chi-
quitos que se alquilaban, con ese tipo de camas que se abren
y se extienden… allí me fui con una de ellas y mi amigo con
la otra. Luego de un rato salimos y las llevamos.
Por la tarde fuimos con mi amigo y nos anunció que ha-
bía una fi esta en casa de sus papás. Nos fuimos con él. Había
mariachi y nosotros estábamos felices por eso… La fi esta
continuaba y uno le dijo a mi amigo que cantara el him-
no del Salvador con el mariachi, empezó a cantar y yo le
dije, pegadito al oído: “Esa canción es mexicana, se llama
Diciembre” fue algo muy gracioso.
Al día siguiente nos llevaron a un club, y luego a un lugar
donde tenían varias mujeres que podías alquila durante los
paseos. Nos pasaron y mi amigo y yo elegimos una cada uno.
Ellas nos contaron que en el lago había una cabaña y direc-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
163
tito nos fuimos a pasar la noche. Al otro día, el encargado
del lugar nos dijo que si por favor le podíamos conseguir
trabajo en México pues tenía la ilusión de salir de la pobreza
de este modo. Nos hizo desayuno y a las 6 de la mañana nos
fuimos al lago… nos metimos a bañar. La pasamos fabuloso
y al despedirnos nos dieron las gracias.
Más adelante la esposa de mi amigo Mauricio nos contó
que tenía una lancha en ese lago, nos invitó a la misma y
fuimos al lago de parranda.
Teníamos que seguir nuestro camino así que nos despe-
dimos. Fuimos a Managua Nicaragua, allí tenía una prima
que estaba casada con un nicaragüense, pero no se portó
muy bien así que mejor nos despedimos y mejor nos fuimos
al lago Managua, que es un lago inmenso, incluso tiene olea-
je de medio metro y, según dicen, hay tiburones; bajamos a
la orilla (porque hacía mucho calor) estuvimos nadando un
rato y seguimos nuestro camino a Costa Rica.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
164
COSTA RICA
Cuando llegamos preguntamos, en una ofi cina de turismo,
dónde dormir. Nos mandaron a una casa de huéspedes. Lle-
gamos al lugar y de ahí nos fuimos a la plaza, había un café
donde se reunían todos los ricachones. En el lugar mi amigo
preguntó por alguien del club de tenis, llegó con nosotros un
señor y éste era el amigo del famoso tenista que les platique.
A los dos días era año nuevo y en ese mismo club iba a
haber un baile de toda la noche, para el cual nos extendió
una generosa invitación.
En ese tiempo estaba el volcán Aranzazu en erupción:
desprendía arena y hollín y mientras uno platicaba se le me-
tía tierra en la boca y rechinaban los dientes, los techos de
las casas estaban llenos de ceniza… era una cosa curiosa y
espantosa.
En la noche del año nuevo fuimos a darle la vuelta a la
plaza y los muchachos nos pedían una moneda mexicana,
porque era de buena suerte. Nos fuimos a la fi esta y en el
lugar había una orquesta femenil mexicana. Terminamos
hasta bailando con ellas. A las 6 de la mañana nos daban de-
sayuno (como nos lo habían prometido, la fi esta duró toda
la noche) pero mejor nos fuimos a dormir. Cuando salimos
de nuevo empezó un carnaval. Sin embargo yo amanecí con
un dolor terrible de hemorroides, pero era un dolor espan-
tos, insoportable: yo lo que quería era llegar a México.
Había mucho “negro” porque se los llevaban a trabajar la
caña y otras industrias, en Costa Rica discriminaban al “ne-
gro”, no lo admitían en San José. Muchos venían de Puerto
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
165
Limón contratados para que bailaran y se disfrazaran en el
carnaval. Hicieron el desfi le de los “negros”, era muy bonito.
Suspendimos el viaje a Panamá porque no podíamos pa-
sar por la carretera (la actividad del volcán lo impedía, pues
las vía estaba bloqueada de ceniza), así que emprendimos el
regreso a México.
Cuando estábamos en la frontera de Guatemala y Mé-
xico fuimos a ver un doctor y éste me puso una inyección
directa en el ano. Era para el dolor. Su recomendación fue
únicamente que no me expusiera al sol. Llegamos a Jalapa
Veracruz y allí pasamos la noche. Por la mañana seguimos
nuestro rumbo y llegamos a México por la tarde. Yo seguía
muy adolorido.
Al día siguiente me fui al seguro social, me checaron y
me sacaron hasta pus. Me programaron para operación y a
los dos días me intervinieron, hasta la fecha no he vuelto a
sufrir de esto. Recuerdo que al mismo tiempo operaron a un
muchacho gordo y nos mandaron al baño (esto era la parte
peligrosa de la operación), nos dieron un purgante para que
no nos doliera al salir, nos sentaron en el baño uno cerca del
otro, a mí se me quitó el dolor de solo oírlo como gritaba,
me moría de risa.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
166
UNA TEMPORADA EN CASA
Seguí trabajando y con la renta que ganaba por los dos cuartos
empecé a ir a Acapulco una o dos veces por mes, me hice hasta
compadre de los costeños. Éstos me informaban cuál america-
na acababa de llegar para yo aprovechar e invitarla a salir por la
noche. Por lo regular aceptaban a salir conmigo. Me iba el sá-
bado por la tarde y regresaba el lunes, tomaba el camión por la
madrugada para llegar a trabajar. Los domingos era día de baile
y todos los “juniors” mexicanos se iban a ligar americanas.
Un día uno de los amigos de Córdoba me dijo que lo
acompañara, que iba a ver a su hermana pues le iba a pedir
dinero prestado (su hermana tenía un niño con un señor
casado, o sea que éste no vivía con ella, pero la visitaba). La
vecina de ella era una americana llamada Fay, a la cual me
presentó. Empezamos a salir y al poco tiempo nos hicimos
novios y me dijo que se quería casar. Tenía 32 años y estaba
soltera, estaba muy bonita. Yo le dije que sí nos casáramos,
entonces optamos por casarnos en enero y ya era diciembre.
Me dijo que sólo quería ir por su mamá a Puebla, su madre
vivía en un monasterio con muchos sacerdotes. El fi n de se-
mana nos fuimos. Uno de los curas del lugar nos preguntó
dónde nos casaríamos y nosotros le dijimos que en México,
este cura dijo que nos ayudaría con las amonestaciones.
Todo iba normal, fuimos a la Conchita para casarnos en
enero y los padrinos iban a ser un americano llamado Chris,
casado con una mexicana, Margarita o “Tita”. Chris había
sido infante de marina igual que yo, habíamos sido compa-
ñeros en la escuela.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
167
Entregué el anillo de compromiso durante una cena en
un hotel de insurgentes. Después nos fuimos a Garibaldi
y quedó formulado todo para casarnos. Todo iba perfecto,
nos íbamos ir a Jamaica de “luna de miel”.
Una noche me metí a un restaurante llamado “SEPS”, lle-
gué a cenar y me encontré a unos amigos. Cené y al poco
tiempo llegó Chris con su esposa, por casualidad, nos que-
damos tomando y después de un rato me dijeron que por
qué no íbamos a visitar a mi novia. Llegamos a su casa po-
quito alegres, hasta nos pusimos hasta a bailar. La verdad,
mi entonces prometida tenía un carácter muy fuerte, mal
genio, para ser claros (por algo no se había casado a sus 32
años). Esa noche, divirtiéndonos, me pasé de tragos… ella
estaba molesta. Al día siguiente, domingo, fui a visitarla. Es-
taba con una amiga, estaba muy rara y en la plática me dijo
que ya no quería casarse conmigo. Le pedí disculpas por lo
de la noche anterior, pero me dijo que no pensaba cambiar
de opinión. Como yo era de “pocas pulgas” le dije: “Mira,
si es así me vale, pero yo estoy pidiéndote una disculpa por
lo de anoche” total ella me dijo que no quería casarse con
alguien que toma así. No cambio de opinión.
Luego fui con los de la compañía a un restaurant-bar
donde había mariachis, uno de mis amigos me recomendó
llevar serenata y me convenció. Pues llegamos con los ma-
riachis (ella vivía en un tercer piso del edifi cio). En lugar
de tocarle en la calle los subí hasta la puerta de su departa-
mento, cuando llegamos me encuentro con que estaba su
amiguita con el amante, tenían una botella de Coñac y ella
platicando con un greñudo. Toqué la puerta exigiendo que
me abriera. No quiso abrir, así que le rompí el vidrio, abrí la
puerta y me lancé sobre el greñudo. Este greñudo se me zafó
Juan Alberto Argomedo Samaniego
168
y corrió… igual que los mariachis. Me molesté y le pedí que
me diera el dinero que le había dado a guardar para la “luna
de miel” y la ropa de la boda. Cuando llegué a la calle ya no
estaba mi amigo, pues le dio miedo que llegara la policía,
agarré una piedra y la aventé a la ventana. Pasó mi amigo y
ya me fui, llegamos a mi casa.
Por la mañana, a primera hora, se presenta mi hermano
con mi cuñada Cata, me llevaban unos tacos pues sabían
que estaba crudo. Mi hermano me dijo que llegó mi novia
con su amiga en pijama, diciendo que no podían dormir
porque les hice un zafarrancho. Les dije que no se preocu-
paran, pero mi hermano me aconsejó que me fuera a algún
lado, para que no tuviera problemas. Se me ocurrió decirles
que sería buena idea irme a Sudamérica. Mi hermano me
dijo que si me decidía, él me daba el domicilio de un buen
amigo con el que fue a una convención. Llegó mi secretaría,
la chilena, le conté y me dijo que me fuera a Chile y que me
podía ir a casa de su hermana, con su cuñado. Ella les había
contado de mí, así que me iban a recibir muy bien.
Pedí permiso 30 días, compré un boleto de avión con el
que podía ir a donde quisiera, con ese mismo boleto, duran-
te todo ese mes.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
169
INESPERADO VIAJE A PERÚ Y SANTIAGO DE CHILE
Salí a las 12 de la noche rumbo a Perú. Cuando llegué me que-
dé 2 días, el lugar era muy bonito, me quedé en el hotel Carrera,
donde conocí el mar peruano y sus hermosas y espesas junglas.
Después llegué a Santiago de Chile y de ahí tomé un taxi
para que me llevara a las Cumbres, donde vivía la familia de
la chilena. Cuando llegué no estaban y me salí a dar la vuelta,
me compré un vino tinto en una tienda y, cuando volví, me
di cuenta que ellos ya sabían de mi visita. Todos los días me
llevaron con sus amistades en un club italiano, tenían una al-
berca muy bonita y tenían 2 hijos pequeños con quienes yo
dormía (y a propósito: qué tempranísimo se acostaban).
A las muchachas que veía solas en el club las invitaba a
comer, y así me hice de amistades, inclusive una de ellas me
invitó a su rancho y como había alquilado un coche nos fui-
mos en mi coche. Les conté que quería ir a la playa y fuimos
a Punta del Este. Las playas estaban destruidas porque había
pasado el terremoto (no había arena, era pura grava). Yo se-
guí yendo al club, donde me recomendaron ir a Cartagena,
un lugar muy bonito cerca de San Antonio.
Había un tren muy antiguo que te llevaba a la playa.
Compré mi boleto y me fui, ahí vendían empanadas pero de
cebolla (a mí que me encanta la cebolla se me hacían riquí-
simas). Llegué a un hotel y comí un platillo que le llamaban
“platos locos” que era un coctel lleno de mariscos, hasta con
erizo, especie que nunca había comido (no era venenoso, al
contrario: sabrosísimo y saludable).
Juan Alberto Argomedo Samaniego
170
En la playa estaban 2 muchachas ricas, que eran buenas
para montar. Una de ellas me invitó a practicar un poco de
equitación (cerca de ahí alquilaban caballos). Ellas pensa-
ban que era bueno para montar por ser mexicano, pero tuve
que confesar que no sabía pues era un chico citadino, de
ciudad. De todos modos fuimos y yo no podía domar a mi
bestia. Quien alquilaba los caballos era un chamaco de 14
años que parecía de 8, lo apodaban “El Jalisco” pues era in-
creíble para montar, era como los charros mexicanos.
Por la noche, donde estaba el risco, abrían los restauran-
tes y bares: me fui a tomar mi vino tinto y a comer mariscos.
Estuve dos días en Cartagena era muy bonito, solo que el
agua era diferente: a los 2 minutos de entrar en ella te ponías
colorado como camarón, te quemaba, pues estaba helada.
Tomé de nuevo el tren y regresé a Santiago, faltaban unos 4
días para regresar a México, pero antes (ya lo había decidido)
quería conocer Argentina. De despedida de Santiago me lleva-
ron a un centro nocturno llamado “Pollo dorado”, donde iban
los turistas a cenar. A la entrada te preguntan de qué país vie-
nes y te ponen un gafete con la bandera de tu país. Estábamos
tomando muy alegres, ya había pedido 3 botellas cuando, de
repente, unos árabes saludaron y me dijeron “salud pocho”. Les
dije que lo dicho era para mí una ofensa y volvieron a repetir lo
mismo. No se las perdoné: me acerqué y les dije, con tono gra-
ve: “Si me vuelves a decir pocho te parto la madre”. Pues que me
vuelven a decir pocho y me les aviento a los 3… llegó mi amigo
a ayudarme con la trifulca hasta que los meseros corrieron a
los árabes, pues ellos habían iniciado el pleito. Poco después ya
estaba bailando con una chilena, muy quitado de la pena.
Por la mañana, el pobre de mi amigo Jesús ya tenía el ojo
morado. Me despidieron y me fui a Bueno Aires.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
171
ARGENTINA
En Buenos Aires fui a buscar al amigo de mi hermano, el
cual me invitó al Mar de Plata. A medio camino paró para
que comiéramos, me llevó a un restaurante, yo pedí algo li-
gero y me dijo que me llevó a ese lugar para que probara la
especialidad del lugar y esta especialidad era un postre de
leche riquísimo; una vez degustado supe y dije que ya lo co-
nocía, que en México lo llamamos “cajeta”, la muchacha que
no lo ofreció se puso colorada y me dijo que no repitiera esa
palabra. Los argentinos entenderán el chiste.
Llegamos por la noche y me dejó en un hotel (él se pensa-
ba ir a otro lado con su esposa) dejé mis cosas y nos fuimos
a un bar cercano a tomarnos unas copas, había muchachas
en el lugar y él me dijo que si quería que alguna de ellas me
acompañara eligiera la que más me gustara. Así me decidí
por una y la invitamos a tomar, después me dejó con ella en
el hotel. Por la mañana él volvió por mí y me llevó a comer
una carne asada; había como 30 personas en el jardín de la
casa. Cuando volvimos, le comenté que al día siguiente me
pensaba regresar pues ya había reservado para el regreso.
Todavía Héctor, muy gentil, preguntó si traía sufi ciente di-
nero, le contesté que aún me quedaba un poco y él me regaló
un billete de 100 dólares.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
172
BRASIL
Por la mañana un taxi me llevó al aeropuerto, llegué a Rio
de Janeiro al atardecer, yo había reservado en el hotel Tro-
picana en Copacabana este lugar era muy famoso, el núme-
ro uno, sobre todo por las películas de Carmen Miranda.
Cuando llegué resultó que hubo un diluvio y se había inva-
dido de lodo de unos cerros que acababan de cortar, pues
pensaban hacer condominios sobre éstos; el lodo arruinó
el aire acondicionado. Era los sufi cientemente incómodo y
caluroso (para mi problema de salud) así que me mandaron
al hotel más nuevo y de lujo, el Leme Palas.
En el lugar hacia un calor horrible, estaba como a 40 gra-
dos. Salí por la noche y llegué a un bar donde estaban ce-
lebrando que al día siguiente comenzaba el carnaval, tenían
música de samba. Pregunté por otro bar y me dijeron de un
bar muy bonito donde había un árbol, tenían un árbol hermo-
so, las ramas eran como de un metro de ancho, era bajito pero
las ramas se extendían por todos lados y eran usadas como
mesas para beber. Había muchachas, una me dijo que si la invi-
taba a “estar” conmigo y acepté. Le dije que estaba en el Leme
Palas. Me dijo que sí pero no en ese lugar pues tenían prohibido
que entraran prostitutas, y debido a esto se me ocurrió la idea
de hablarle en inglés pero que ella no respondiera (así creerían
que no era una dama de compañía, sino mi pareja).
Llegamos a la recepción del hotel y el encargado me pre-
guntó quién era ella, para lo que yo respondí que era mi es-
posa. Le hablé en inglés ella solo respondió yes. Nos dejaron
entrar y se quedó esa noche.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
173
Por la mañana una española trabajadora del hotel, me
platicó que estaba prohibido hablar en español pues asegu-
ró que “los brasileños odian a los argentinos”. La prostituta
antes de irse me dijo que no había conocido una persona
más chingona que yo en toda su vida, pues no pensaba que
pudiera lograr meterla al hotel.
Me iba a quedar ese día pero por la tarde tomaría el avión
para México. Llegamos al aeropuerto de Panamá y faltaban
5 horas para que saliera nuestro vuelo, así que nos fuimos a
pasear y conocer la ciudad. Una pareja nos acompañó, to-
mamos un taxi, nos bajamos en el hotel Hilton (que era una
maravilla pues tenía una alberca muy bonita y un casino).
Me fui por un rato a conocer el pueblo, me advirtieron que
no me saliera de la avenida principal porque a sus alrededo-
res había asaltantes. En ese entonces había mucha pobreza
pues todos estos países estaban mal económicamente. Fui
por un rato y volví al hotel para regresar al aeropuerto.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
174
DE VUELTA A MÉXICO: SUCESOS QUE CAMBIARÍAN MI VIDA
Llegamos a México por la noche y al otro día empecé a orde-
nar mis cosas para ir a trabajar. Después busqué un depar-
tamento y encontré uno en la Zona Rosa, entre Londres y
Liverpool, como a 5m estaba la avenida Chapultepec, donde
me gustaba vivir. El condominio atravesaba de una calle a la
otra y una parte daba hacia una plazuela que era muy bo-
nita pero chiquita; había guitarristas que contrataban para
cantar y tocar. En ese condominio alquilé un departamento
con dos recamaras, una con una cama doble y la otra con 2
camas sencillas, amueblada.
Mi amigo “Chucho” Flores estaba trabajando en Kodak
y lo habían mandado a Monterrey como gerente de sucur-
sal; así que me invitaron y varias veces fui a Monterrey. Su
hija Alma iba a cumplir sus 15 años y me eligieron como
padrino. Nos hicimos compadres y, total, hicimos una gran
amistad. Una de las veces en que los fui a visitar me invitó
al hotel donde tocaba Elvira Ríos que era una artista local
muy conocida. En ese lugar estaban también un señor y 2
muchachas que eran hermanas… Uno sacó a una mujer a
bailar y yo aproveché para sacar a la otra. Durante la plática
con esta mujer, le dije que venía de la ciudad y ella admitió
sus deseos de ir a México a ver si encontraban trabajo en
Televisa, pues ellas trabajaban en el canal 8. Les di mi direc-
ción, por si acaso iban, para que me buscaran. La dejé que
se sentara un rato y después pasé de nuevo para que bailara
conmigo, en eso el compañero como el clásico macho me
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
175
dijo: “La señorita no baila” pues no le hice escándalo y solo
me despedí de ella dándole mi dirección y teléfono al salu-
darla (se la pasé en un papelito).
Pasaron unos meses cuando Cuca (así se llamaba) me
dijo que estaban en un hotel cerca de una glorieta, donde
inmediatamente pasé a saludarla y le dije que vivía solo en la
Zona Rosa. Como ellas estaban pagando mucho por semana
les sugerí que se fueran a vivir conmigo sin que les costara un
centavo, pues tenía un cuarto que tenía dos camas. Me dieron
las gracias y dijeron que lo iban a pensar. A los dos días me
hablaron para decirme que aceptaban y pasé por ellas.
Estando ellas ahí empezaron a venir sus parientes (su
apellido era Guerrero) los cuales se quedaban a dormir en
la sala, hasta que un día les dije que estaba pensando en ren-
tar otra casa y si ellas querían podían quedarse con esa casa.
Me conseguí una casa arriba del club de golf, que tenía
una terraza y una vista sobresaliente. Se llamaba “Arbole-
das”, ya en las afueras del DF… como les dejé el departa-
mento, a veces me invitaban a comer y me daban para llevar.
Qué maravilla de familia tan bonita. Esa amistad continuó
por muchos años más.
Mary, al vivir ahí conoció al novio, se casó y la más chica,
Cuca, se cambió el nombre a María Cardinale, y fue actriz
por muchísimos años, con una carrera sólida aunque no
muy sobresaliente… trabajó en películas de prostitutas, de
fi cheras, de narcos (era bastante bonita para esos papeles).
Un día, como ya era normal para mí, me fui a Acapulco a
disfrutar de un carnaval. Allí conocí a una muchacha fran-
cesa, Vivian, que poco después fue mi novia. En las fi estas
de Acapulco se organizaba todo en el centro y ahí me pre-
sentó a sus amigos franceses. Un día me dijo que se iba a
Juan Alberto Argomedo Samaniego
176
Canadá. Le dije que se fuera unos días a México a mi casa
(en ese tiempo ya había cambiado de convertible, tenía un
mustang) y de ahí la llevaba al aeropuerto en mi auto. Era
hija de un ricachón que tenía una cadena de ropa. Recuerdo
que cuando tomaba mi carro iba a comprar el súper con
su dinero. Guisaba de maravilla pero tenía un defecto: era
alcohólica. Mientras no tomara estaba bien pero empezaba
a tomar y así duraba uno o dos días. Como estaba enamora-
da de mí, enojarnos entre nosotros era uno de los motivos
principales para beber.
Un día me invitaron a un día de campo en las afueras de
Toluca así que le dije a Vivian que no se pasara de copas…
No me di cuenta en qué momento sucedió, pero cuando
volteé a mirarla ya estaba “bien cueta”. Nunca he golpeado
a una mujer pero ese día me dominaron malos impulsos:
la agarré de las greñas, la jalé y le advertí que no tomara ni
una copa más. Me regresé a donde estaba todo el grupo y
cuando llegó la hora de irnos Vivian no aparecía, la busca-
mos como una hora… no la encontramos. Cada quien se
fue a su casa, y hasta yo me regresé a la mía. Cuando llegué
estaba la sirvienta y me dijo que llegó Vivian descalza, que
se había perdido en el cerro, y que estaba tan avergonzada
que hizo sus maletas y se fue a Canadá. La verdad era que,
en su sobriedad, era muy amable y educada, una estupenda
persona que, yo lo supe bien, sufría por ir en contra de su
enajenamiento con la bebida.
Después le llamé por teléfono y le pedí que regresara.
Respondió que en un día o dos volvía. Seguimos viviendo
juntos y nos cambiamos a una casa por Tacubaya; después
de Tacubaya terminó todo, se regresó a Canadá con su hijo
y yo seguí viviendo solo.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
177
Cuando vivía en Tacubaya, mi compadre de Monterrey
fue transferido de regreso a México, cuando llegaron no te-
nían donde estar y los invité a vivir a mi casa hasta que en-
contraran una casa en calle Satélite. Así lo hicieron, y luego,
por ese entonces tuve un disgusto con los dueños de la casa
que alquilaba y me fui a vivir con ellos.
Un día se les ocurrió ir a Guadalajara a una boda y a pa-
sar navidad. Me invitaron, así que me fui con ellos y al llegar
nos quedamos en un hotel. Ya en el hotel me fui a buscar a
la que ahora es mi comadre Tere, la cual había conocido en
la feria de Los Lagos, ella vivía cerca de Tlaquepaque y un
día me invitó a su casa. Luego, ella tuvo sus quehaceres y
salí a vagar por conocer más el lugar. Entre a un bar y me
quedé ahí hasta las 8, ya cuando estaban cerrando. Cuando
salí me encontré a unas muchachas y un muchacho que tam-
bién iban al bar, y les dije que ni entraran pues ya estaban
cerrando, los invité a los mariachis que están por San Juan
de Dios. Nos quedamos un rato en los mariachis y cuando
ellos se despedían a una de ellas, Olivia, una muchachita muy
bonita, le dije que si le podía “llevar gallo”, me dijo que sí y
me dio su dirección. Como a las 4 de la mañana, les pedí a los
mariachis que me acompañaran a la serenata. Llegamos, tocó
el mariachi, y salió ella junto con un hermano. Luego, ellos
mismas me contaron que yo andaba tan borracho que tenían
que agarrarme contra la pared para no caerme de hocico.
No quedé mal, pues después las muchachas me hablaron
por teléfono para invitarme a Tonalá. Les pregunté si Oli-
via pensaba ir y ellas me dijeron que Olivia no quería, pero
como Olivia era quien me interesaba no quise ir con ellas.
A la media hora me habló Olivia por teléfono para de-
cirme que sus amigas “la cortaron” pues no querían que las
Juan Alberto Argomedo Samaniego
178
acompañara. La invité a salir, pasé por ella y la llegué a don-
de me estaba quedando. Ahí nos hicimos novios. Empecé a
ir a Guadalajara, la llevaba a pasear y siempre la acompaña-
ba un hermano o la mamá. Y ahora sí, sin más, en junio me
casé con ella.
Una noche pensé en “llevarle gallo”, ella vivía con su
mamá y su padrastro (un señor chaparro pistolero de un
abogado, que hasta tenía “permiso” para portar armas).
Éste, cuando escuchó el mariachi salió todo borracho y, por
segunda vez en mi vida, vi a todos los mariachis, con sus
trajes ajustados de charros, salir corriendo; cuando vio que
todos se dispersaron, se devolvió. Otro zafarrancho prenup-
cial. Todo topó en que luego fui muy claro en algo: que a su
padrastro no lo quería en mi boda, que iba a contar con la
policía para que no lo dejaran entrar.
Alquilé un salón llamado “Lindo Michoacán”, que acababan
de remodelar. Iluminaron la alberca y estaba esplendorosa-
mente nuevecito. Algunos amigos vinieron desde México.
Con el tiempo, me la llevé a vivir a México y en octubre
nos regresamos a Guadalajara. Entonces ella estaba espe-
rando nuestro primer hijo.
En el edifi cio donde ella vivía, también vivía uno de sus
hermanos, pero en un departamento, en la parte de abajo.
Un día su hermano se fue al trabajo y me dejó con su mamá,
su esposa y mi mujer embarazada. De repente la mamá nos
advirtió que venía Bernardo (su esposo) borracho… todas
las mujeres salieron corriendo, y el infeliz entró con su pis-
tola. Me empezó a insultar de nuevo y le dije, ya molesto:
“mire señor, ya estoy en la familia, así que por favor ya no
quiero problemas”. Pero el cabrón, insistente, quería pleito
conmigo. Había una mesa en el centro y yo me fui corriendo
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
179
al lado izquierdo… al otro lado de la mesa estaba él y vi que
tenía agarrada la pistola; me armé de valor y me le aventé
sobre la muñeca… dimos al suelo los 2 pero yo le caí encima
y logré desposeerlo de su arma. El se quiso levantar, pero
cuando estaba de rodillas le di un patadón en la jeta y lo
tumbé… se dio la vuelta y me le aventé encima para ponerle
la pistola en la boca… Él había cargado el cartucho y solo
era cuestión de que yo tirara del gatillo. El señor se asustó
cuando en eso llegó la hija y me jaló del cabello, pidiéndo-
me que por favor no lo matara… No tuve más remedio que
soltarlo. Ella lo recogió del suelo y se lo llevó.
Cuando salí hasta vecinos me aplaudieron. Una vecina
conocida me dijo que hasta que hubo alguien que lo pusiera
en cintura. Todos me agradecieron.
Al día siguiente íbamos a ir al balneario Atotonilquillo.
La idea era un día de campo. Al salir rumbo a este lugar este
señor iba bajando de un taxi; cuando lo veo cruzar me le
dejé ir y el viejo salió corriendo (yo creo que fue a buscar
una pistola y nadie se la dio) y nada más le gritaba a mi cu-
ñado: “Vas a ver, me la vas a pagar”.
Después de esto nos fuimos a México mi mujer y yo. Es-
tando allá, le hablé a mis sobrinos Gustavo y Francisco, que
eran buenos abogados y trabajaban bien con los jueces. Les
conté lo sucedido; cuando les dije que aún guardaba la pis-
tola me recomendaron que se las llevara y así lo hice. Ellos
le mandaron un escrito donde lo citaban y en el citatorio le
dijeron que si se me acercaba 50m lo iban a detener y darle
automáticamente 3 años de cárcel. Desde entonces el viejo
no se me acercó más.
En diciembre fui a pasar la navidad a Guadalajara. Está-
bamos en la reunión cuando llegó la noticia de que lo habían
Juan Alberto Argomedo Samaniego
180
matado. No pasó mucho cuando las habladurías comenza-
ron a formular que yo lo mandé matar… Luego se supo que
fue por un pleito “mano a mano”.
Ya estaba por nacer mi hija, entonces llevé a mi esposa a
Guadalajara y la dejé con unas amistades, a las que les pagué
por brindarle un espacio y los cuidados. Pagué un hospital
en Guadalajara, porque yo quería que mi hija naciera ahí. A
los días me avisaron que ya había nacido. Era una niña. En
esos días era el carnaval de Mazatlán, recuerdo que llegué al
hospital desde allá, a donde a cada rato me iba.
Nos regresamos a México, seguí trabajando y después de
un tiempo nos fuimos a vivir a Guadalajara. Allá nació mi
hijo el Pini. Con la muerte del señor, mi suegra no tenía qué
hacer y nos visitaba todo el tiempo. Se llegó a quedar has-
ta una semana. Mi suegra era una señora problemática. Se
quedó a vivir con nosotros hasta que me deshice de ella: le
dije que se fuera un tiempo con sus hijos o que yo, inclusive,
era capaz de ayudarle a pagar un departamento.
Agarré otra casa grande en Satélite. No había pasado ni
un mes y medio de que me había deshecho de mi suegra
cuando llegó dizque a ver la casa. Mi esposa me dijo que su
mamá estaba muy sentida porque no se sentía a gusto en
donde estaba viviendo y me sugirió que se fuera con no-
sotros. Inmediatamente le dije que no. Me imploró que al
menos la dejáramos vivir 3 meses al año y yo rotundamente
repetí que no. Mi esposa me amenazó: si su mamá no se iba
a vivir con nosotros ella se iba con su mamá.
Discutimos y le dije que mejor nos divorciáramos. Fui al
juzgado y así lo hicimos. Ella se regresó a Guadalajara y yo
le mandaba la cantidad de dinero que me tocaba por su pen-
sión(en ese tiempo yo ganaba 40 o 50 mil pesos mensuales).
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
181
Se llevó a los niños a Guadalajara, por lo cual solicité en mi
trabajo que me transfi rieran allí, o que me liquidaran. Me
dieron mi liquidación y me fui a Guadalajara.
La familia de mi ex esposa era muy grosera, le pedí que
por favor le dijera a sus hermanos que cuando estuviera
cerca la niña evitaran sus groserías, pero esto no cambió y
siguieron. Un día, cansado de escucharlos, agarré a mi hija
y me la llevé. Antes de salir les pedí que por favor no se acer-
caran a mi casa y a cambio yo no me acercaba a la suya. Me
salí y le exigí a mi ex mujer que no volviera a llevar a la niña
a casa de sus hermanos.
Vinieron los problemas, casi no veía a mis hijos así que
decidí seguir conociendo el mundo, me fui otra vez a Sud-
américa, llegué de nuevo a Chile con el hermano de la que
había sido mi secretaría, y de ahí me fui a Argentina.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
182
DE NUEVO EN ARGENTINA
Mi amigo me recibió un mes, me dejó en un departamento
que era de su socio. Vivía en la Boca, me iba todos los días
al centro, había un hotel donde casi todas las mujeres pros-
titutas eran de Uruguay (en ese tiempo la situación en Uru-
guay no era tan buena y en Argentina ganaban más, tenían
más libertades). Allí hice un grupo de amigas y con ellas
pasaba e tiempo.
Después me regresé de nuevo a México y, cuando me iba
a volver a ir, mi exmujer empezó a decir que se iba para
Estados Unidos. Me dio a los niños 3 años, y ahora sí que la
hice de mamá y papá, de “pamadre” como dicen ahora.
En una vacuna que les pusieron se me enfermaron ho-
rrible, la temperatura se les subió y me la pasé corriendo
al hospital, les ponían alcohol, los bañaban para bajarles la
fi ebre a uno y otro.
Más adelante me comunicaron que a la mamá de los ni-
ños le había dado cáncer, que estaba mal, inclusive ya no te-
nía cabello por la quimioterapia. Fui a visitarla (en ese tiem-
po vivía en Cuernavaca con los niños), me pidió llevarse a
los niños y yo cedí.
Volví a ser libre así que me volví a ir a Sudamérica. Lle-
gué directo a Buenos Aires y estuve casi 7 meses… A mi
amigo el ricachón (el que primero fue amigo de mi herma-
no) yo le caía bien y me mandó 15 días a un hotel, hasta
me dijo que si quería él me ponía un negocio para que ya
me quedará ahí (él se juntaba con puros millonarios dueños
de las empresas de transporte desde Buenos Aires hasta Us-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
183
huaia donde, dicen, se acaba el mundo; sus cargamentos los
realizaban en tráileres). En Tierra de Fuego trabajaban más,
pues ahí es donde estaban todas las fábricas, como Sony. Se
quedaban en este lugar porque ahí no pagaban impuestos,
ya que tenía un clima horrible.
Mi amigo tenía casas en Uruguay, en Punta del Este… te-
nía su casa de campo con alberca, cancha de tenis… no sabía
qué hacer con el dinero y, esa era la verdad, me pagaba todo.
Un día llegó para decirme que me había pagado un tour
a las cataratas de Iguazú, eran como 8 o 10 días en una ex-
cursión. Todos eran de Argentina menos yo, “el mexicano”.
Yo era el travieso, el alegre del grupo.
Cuando llegué a las cataratas (imponentes, enormes, con su
nublazón de brisa levantada por el caer del agua) recuerdo que
les escribí a mis amigos de México para decirles que después de
ver estas cataratas el Niágara me parecía una cascarita.
Nuevamente llegué a Buenos Aires y mi amigo me invitó
un pasaje a Bariloche en tren, y de regreso en avión.
Me acuerdo que el tren era reservado, los cuartos tenían
dos camas, me tocó con un teniente del ejército argentino y
nos hicimos amigos. El tren parecía estar ocupado por pu-
ros brasileños (era invierno y como en Brasil no hay nieve
hacían su carnaval y Bariloche se convertía en “Brasiloche”
como ellos lo llamaban). Ocupaban todos los hoteles y en
cada hotel tenían una representante para reina, entraba la
votación y hacían carnaval. En mi hotel la reina que tocó me
gustó mucho, así que compré unos claveles (rosas no porque
como es un clima frío no se dan en esa temporada), y al
día siguiente, cuando la reina bajó de su habitación, en su
mesa para desayunar se encontró con 2 claveles; preguntó
quién se los había puesto y el mesero le respondió que “el
Juan Alberto Argomedo Samaniego
184
mexicano”. Se acercó y me dio un abrazo, como agradeci-
miento. Luego comenzamos a salir: nos íbamos al bar en la
noche (como estaba alfombrado nos tirábamos en la alfom-
bra). Un trío de españoles tocaba la guitarra, enamorados
de México. En el bar nos besábamos… mi vida volvía a ser
hermosa, y me permitía de nuevo la gratísima compañía de
una mujer hermosa.
Cuando me regresé, mi amigo me estaba esperando en el
aeropuerto. Él después se fue con su mujer al mismo hotel
y le contaron de mí, le dijeron que era muy bohemio y etcé-
tera… pero lo que se hablaba de mí (lo digo sinceramente)
todo era bueno.
Estaba pensando en poner un negocio, pero tenía sen-
timientos encontrados: México se da a querer y a extrañar.
Como a los 7 u 8 meses opté por regresarme a México. An-
tes de venirme, otro de mis amigos me llevó con su novia,
pues querían que saliera con su hermana. La hermana era
muy hermosa, era la época de la mini falda y traía sus minis
con sus botas. Tenía una hija de cuatro años. Salimos al otro
día y le dije que yo de plano sí me casaba con ella y si quería,
cuando estuviera en México, le mandaría dinero para los
pasajes de ella y su hija.
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
185
MI MERECIDO DESCANSO:GUADALAJARA Y ARANDAS
Así lo hice (envié el dinero para que me alcanzaran) y cuan-
do llegó los amigos siempre me invitaban a sus fi estas, por-
que era una mujer preciosa. No obstante me salió muy bra-
va, así que hubo un momento en el que le dije que por favor
agarrara su maleta y se fuera.
Seguí mi vida y después conocí a Viviana, y viví en
Guadalajara de nuevo.
Ahí me la pasé muy a gusto: iba a México, iba a la
legión americana, me llevaba mi botella de vino para la co-
mida y llegué a ser muy conocido.
Un amigo que era mi peluquero tenía su mamá de
Arandas y su padre de Jesús María; me platicaba que los Al-
tos de Jalisco eran preciosos, en especial Arandas. Opté por
vivir en Arandas, donde conseguí una casa en Mexiquito, en
los condominios de infonavit. Compré un pastor alemán y
viví feliz, en una calle cerrada.
No tardé en hacer amigos y divertirme: me iba con Chuy
el que vende fruta en el mercado, me hice amigo íntimo Ca-
lletano, gallero, quien no tomaba ya tenía problemas con su
hígado. Me llevaba a los gallos y hasta a las peleas clandes-
tinas, allá por donde está el cinema San Javier; hizo que me
volviera gallero. Me invitaban a sus casas a asar carne los
domingos… Nunca olvidaré que a un gallo de pelea le pu-
sieron Pini. Me la pasé precioso con mi amigo Calletano.
Llegó el invierno, me robaron al perro. Yo era panista y
había colaborado con Lupe Tejeda y, como iba al mercado,
Juan Alberto Argomedo Samaniego
186
me encargué de la campaña en esa zona. Ganó, como era
natural… pues era muy querido por la gente. Me decían el
“Güiri-güiri” porque puse una cafetería en la calle Madero
con ese mismo nombre. Hasta la fecha algunos me llaman
así. El café no resultó y a los 4 meses lo tuve que cerrar.
Me invitaron a vivir gratis a una casa en el rancho, donde
la misma gente del lugar me podía atender. Agradecí la ama-
bilidad pero como siempre me echaba mis tequilas, sentí que
podía ser peligroso andar en carretera y mejor no acepté.
Conseguí otro departamento en el centro donde se lleva-
ba el movimiento de la campaña de Tejeda; estuve viviendo
ahí hasta que opté por regresarme a Guadalajara.
De Guadalajara me iba a Estados Unidos y a California,
iba venía, viajando como era mi meta, llegaba a un lugar y
hacía amigas y amigos “luego luego”.
La segunda vez que regresé a Guadalajara me llevé todas
mis cosas y llegué a Las Fuentes, que es una colonia don-
de se encuentra la Legión americana. Es una colonia donde
había granjas y hoy hay casas muy bonitas, te rentan de-
partamentos amueblados. Los jueves, después de estar en
la reunión de la Legión, nos íbamos a “seguirla” a mi casa.
Después derrumbaron la Legión americana (se dice que
por la insistencia de los narcos: llegaron y corrieron a todos
amenazando que compraron el terreno y nos sacaron a to-
dos con muebles). Lo primero que hicieron fue derrumbar
la construcción como si hubiera habido un bombardeo para
que los de la Legión ya no pelearan. Ahora se juntan en la
Plaza del Sol o en algún restaurante. Da una tristeza… mi
vida era la Legión Americana; no me quedó otra más que
salirme del condominio. Dejé el departamento y empecé a
buscar un lugar más cercano a Plaza del Sol. La verdad estu-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
187
ve muy triste porque a mí nunca me habían faltado novias
y amigas… en la Legión Americana hasta podía bailar, pues
como el lector ya lo sabe, lo hago muy bien. Ya sin mi Le-
gión, no fue lo mismo.
A los 4 años me dio por regresar a Arandas, cuando lle-
gué me enteré de que mi gran amigo Calletano había reinci-
dido en beber y había fallecido.
Resulta también que mi amigo Rubén, quien iba y venía
de Michoacán ya que lo contrataron en un lugar para tocar
(toda su familia cantaba y tocaba música) se había matado
en la carretera. Rubén se encargaba de Arandinos, en aquel
tiempo. Ahora que vuelvo, me encuentro con puras disco-
tecas. Ya no me divierto aquí en Arandas… a veces me voy
a tomar una cerveza o un tequila allá en los nietos, cuando
toca alguien como el “Lobito” o “Rubén y el Camarón” ahí
más o menos la estoy pasando ahorita. El mercado está en
remodelación y, aunque sigo yendo, ya no son las mismas
personas las que me atendían gustosas y con quienes char-
laba amenamente.
La campaña del pan fue un fracaso. Pepe Valle fue el presi-
dente electo y es muy buen amigo mío, es una agradable persona.
Si hay dos ciudades en crecimiento son Tepatitlán y
Arandas. Arandas tiene gente positiva, no es gente de he-
rencia, es gente de Tierra. Hay mucho crecimiento empresa-
rial. En cambio hay unos pueblos estancados, donde los que
mandan son los caciques. Por eso me vine a vivir de nuevo
aquí a Arandas, porque encuentro más igualdad y progreso
en esta tierra.
Esta vez estoy aquí para buscar la forma de escribir la
historia de mi vida, porque ha sido, lo digo con orgullo,
como la de un Marco Polo. Como le dije al joven escritor,
Juan Alberto Argomedo Samaniego
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Isaac Ortiz, quien hoy me ayuda a darle un poco de orden
y claridad a estas líneas: “Si hubiese nacido 100 años antes,
hubiera sido pirata”.
Ahora estoy terminando el libro. En este momento estoy
en casa. No es prudente hacer crecer más este libro: hay ma-
terial anecdótico para otras 200 páginas.
Ahora, mientras grabo mis memorias en una grabado-
ra… la televisión transmite una emisión más de la Copa
Mundial en Brasil y yo pienso en las huellas que dejé en Río,
por la calle que entraba al Maracaná… Pienso, también, re-
paso, en una anécdota curiosa: los brasileños se habían lle-
vado la copa Jules Rimet a Brasil, aquella vez que el torneo
tuvo su sede en Guadalajara. Allí fue donde los coronaron
y, al volver a país, a esa calle del estadio le pusieron “Gua-
dalajara”. Muy extraño que no lo haya mencionado páginas
antes, pues me parece una cosa hermosa, un suceso que hoy
viene a dulcifi carme la nostalgia.
Hubo muchas historias más, pero ya no tengo tiempo
para relatarlas… podría decirse que este resumen excluye
matices hermosos, pero intenta concentrarse en la diversi-
dad de los sucesos. Les agradezco y quiero decir que aquí
en Arandas soy feliz y estoy tranquilo. Mi escritor se va a
vivir a Mazamitla y yo ya veré que hago… si me voy a vi-
vir a Guadalajara (tal vez llegue a Plaza del Sol: allí tengo
bastantes amigos, incluidos los compañeros de la Legión).
Por lo pronto, quiero agradecerle a Arandas por brindarme
un excelente clima, un espacio y un tiempo para dejar este
humilde legado.
No sé si continúe haciendo crecer este libro. Quién po-
dría saberlo. Uno nunca sabe lo que le depara el destino…
Después de leerme a nadie le sorprendería que otra aventu-
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
189
ra me envuelva en sus vaivenes. Uno nunca sabe.
Si hay una moraleja aquí, generoso lector, se las pongo
tan sencilla: nunca olviden que el dinero no es más que un
instrumento (uno de tantos) cuyo único benefi cio sería do-
narnos libertad: viajen, enamórense, arriésguense... vivan.
Ojalá que este libro llegue a manos de quienes tanto me
dieron por los caminos que me trajeron hasta aquí… Dejo
este libro a manera de postal.
Con afecto fraternal, Pini.
Juan Alberto Argomedo Samaniego
190
Pini, el viajero de la doceaba de Córdoba
191
GALERÍA DEFOTOS
193
SALVATIERRA, GTO. (RANCHO DE MI PAPÁ).
Mi papá Mi mamá
Salvatierra, casa de mi papá
194
Este soy yo, Juan Alberto “Pini”
195
Salvatierra
196
Salvatierra, varias.
197
12A DE CÓRDOBA, COLONIA ROMA.
Con Bobis y mis hermanos (Pon y Cata)
Familia Flores Meyer (Tatas, papá, mamá, Bis y Feyo)
198
Erika y Hedy
Memo, Mora, Tito, Sergio y yo.
199
Con Chacho en San Antonio.
Con Bis, Bobis y Enrique
200
Aveleyra, Jorge y Pon en Chicago.
Con Aveleyra en Detroit.
201
Reunión en el restaurante Español en las calles de Puebla y Orizaba.
Con Schela y Mirella.
202
Con mi hermano Pon a bailar el Osito.
Amigos.
203
CORRIDO EN EL CORTIJO DE TEXCOCO.
204
205
TROTAMUNDOS
Con Pon en Chicago.
En Chicago.
206
Con Betty en Chicago.
Con Betty ex novia de Pon en Detroit.
207
CON EL EQUIPO FEMINIL DE FUTBÓL SOCCER (EQUIPO DANÉS) CAMPEONAS MÉXICO 1971
208
Danesa Fut Bol 1971
Mundial Femenil “Tulle” Dinamarca 1971
209
Danesa 1971
210
Dinamarca 1971 Campeonas femenil Fut Bol
Danesa Fut Bol
211
CON MI AMIGO JACKIE
Chapultepec Jackie y yo
Rumbo Acapulco Jackie, Frances, Micky, Diana
212
Jackie, Erica, Martha y yo Chapultepec 1949
213
En las Olimpiadas de Montreal, 1976.
En Los Ángeles con Carlos “El Maromero”
a quien llevé de mojado
214
215
Con Renato Rodríguez Silva en El Salvador
EL SALVADOR Y COSTA RICA
216
Juegos Centroamericános
Costa Rica
217
SUDAMÉRICA
Lolo y esposa, tíos de Cigaina en Buenos Aires
Héctor Cigaina y su esposa Nini
218
Con Hector en Villa Gersel
Amigos en Villa Gersel
219
Rumbo a Usala, Argentina
220
221
Cataratas de Iguazu, Brasil
222
Con Ninive y su hermano El Pollo Dorado, Chile
223
Ma. del Carmen “Gallego” BS. AS. ARG
DESPEDIDA EN BUENOS AIRES
224
Despedida de Buenos Aires 1983
225
AMIGOS: EN LA BASE DE ENTRENAMIENTO DE LA MARINA USA, CAROLINA DEL SUR
Dia que salí a los marines
226
U.S. Marines en South Carolina
Parris Island Carolina del Sur lugar de entrenamiento
227
MIS AMIGOS DEL MEXICO CITY COLLEGE
Acapulco
En el Tenampa
228
Carnaval de Veracruz
Restaurante veracruzano
229
Con una amiga en el Club Alemán
AMIGOS, AMIGOS Y MÁS AMIGOS
230
En una convención en Oaxaca de la Sección Amarilla
Silvino, yo, Angelines, Daphnea, y Paula Cussi
231
Con Bibiana de Canadá en Acapulco
Con Niñez Falcón y Chein
232
Con Juan Bosco jugador del América en un partido
con la Sección Amarilla
En mi casa con Bibis y Teenre Eisenbach
en las arboledas, satélite
233
Casi me caso con ella ”Marines”
EL AMOR
Del cielo cayó un pañuelo
bordado de seda negra
y aunque no quiera,
tu mamá será mi suegra
234
Con Gloria en uno de mis viajes a México.
235
Fan Gallagher, lo máximo
A PUNTO DE CASARME
236
Fan y yo en Garibaldi
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MIS HIJOS
Laura
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Pini Jr.
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240
1a. Comunión
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LEGIÓN AMERICANA
242
Amigas de Arandas en la Legíón
243
Amiga
Jorge, el encargado de todo
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Chelis en la fi esta
Con July Becker y mis hijos
245
V.A. Hospital Los Angeles California
HOSPITAL DE VETERANOS
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El Matador, V.A. Hospital 1986
247
CHIVAS, CHIVAS Y YA
248
249
Se terminó de imprimir en enero del 2015.
Tiraje de 100 ejemplares.
Se utilizó la tipografía Minion Pro en todos sus pesos
y Helvética Neue Condensed Bold.
250
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