Las guerras del periodismo: El Alto, en honor a la verdad
Luis A. Gómez
El 23 de agosto de 1927, hace exactamente 77 años, fueron ejecutados en los primeros minutos
de la jornada los obreros anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Una nota aparecida
algunas horas más tarde, en la edición matutina del New York Times, da cuenta de esos
últimos momentos en la vida de quienes con el paso de los años se volvieron leyendas en más
de un sentido: como luchadores sociales, como víctimas de la criminalización contra quienes
luchan por demandas justas ejecutada desde el poder de un Estado. Y el reportaje, extenso y al
mismo tiempo parco en detalles, es una de las mejores obras de periodismo que he podido leer
en mucho tiempo... de hecho, la noticia fue el principal titular en la primera plana de ese día.
He querido comenzar esta exposición de esta manera porque, a casi un siglo de distancia, la
forma discursiva en que el periodismo (no solamente el que ejerce el New York Times, sino en
general el de los medios comerciales) dista ya mucho de ese completo reportaje hecho por un
anónimo corresponsal desde una cárcel en Massachusets.
La verdad, dicen a coro un montón de teóricos y periodistas, es la primera víctima en una
guerra. Sin caer en el simplismo, creo que mucho de cierto hay en esa expresión... pero
matizando que la verdad, en general, es tratada como una puta por quienes poseen el suficiente
poder para pagar por lo que llamaríamos sus servicios; una puta fácilmente descartable de la
agenda y del directorio telefónico cuando su compañía se vuelve incómoda o innecesaria... esa
“víctima”, entonces, no es nada más una baja de guerra, es uno más de los muchos expoliados
por el poder, históricamente... y eso fue lo primero que motivó la escritura de El Alto de pie, una
insurrección aymara en Bolivia.
Entrando entonces a los días de octubre pasado, para un servidor fundamentales, vale decir
que la primera motivación que tuve, el germen de este libro, fue sin dudas la alineación, la
parcialidad con que los medios comerciales bolivianos trataron las movilizaciones populares de
entonces: vandalismo, relativización del hacer (volcando a los insurrectos en provocadores y
los ataques y masacres convertidas en enfrentamientos). Convencido de ser apenas un testigo
más de lo que acontecía, un testigo sensible de los hechos, no pude sino plasmar en mis
reportes, en mis notas de aquellos días, lo que vi, cómo lo vi... completamente comprometido,
al servicio de la movilización que pasaba frente a mi ser todos los días, que era reprimida todos
los días.
“Déjenme decirles lo que vi en Paterson y luego ustedes dirán de qué lado de esta lucha es
‘anárquico’ y ‘contrario a los ideales americanos”, dijo John Reed al iniciar uno de sus
reportajes, “Guerra en Paterson”. Y con esa solicitud, Reed dijo “lo que vio”... algo que en los
términos del llamado periodismo contemporáneo podría traducirse en “contar la verdad”...
pero Reed hizo algo mucho más sofisticado (y sencillo al mismo tiempo): dio a sus lectores la
posibilidad de construir la verdad. Y esto, dar la posibilidad al lector de construir la verdad, fue
la segunda intención que motivó la creación del largo reportaje, histórico y periodístico, que es
el libro que he escrito.
Recuerdo que en esos días, en una charla por las calles, clandestinos y alertas, le dije a Alvaro
García Linera que contar lo que estaba pasando, hacer el recuento de los hechos, pasaba
también por dotar a los lectores, de donde fueran, de los elementos suficientes para escoger un
sitio, un bando en esa lucha. Lejos de las propuestas incendiarias y las teorizaciones de café, me
pareció fundamental entonces conseguir que las voces que contruyeron esa enorme voz, la de
El Alto y la de las comunidades campesinas del altipolano, tuvieran al menos un espacio para
decir “su palabra”.
Y en esa palabra, poderosamente dicha en octubre (al grado de quebrar el poder autárquico de
un presidente), encontré las voces de quienes , aún por los historiadores del presente, son
considerados parte de los grupos “subalternos”, una concepción tal vez eficaz en algún tiempo
que ahora carece ya de precisión y de su fuerza. Nada de multitud frente al imperio, nada de
conceptos frente a sobrenombres teóricos: me encontré con gente que, entre esa masa
aparentemente amorfa de seres humanos, se preocupaba por dejar registro, por sellar su
actuación en la historia en documentos, hechos, registros... alteños preocupados por contar
“su” historia, con nombres y apellidos, por dejar algo como herencia, como rastro, para las
generaciones que habrán de levantar alguna vez la perenne flama de lo por venir. Y me
propuse ayudarlos, darles con mi voz, atada firmemente a la de ellos, un cuenco donde la sed
que no se ha terminado siga teniendo abrevadero.
Y eso es la intención de fondo, darles, a los alteños y a los comunarios aymaras que nos han
devuelto la esperanza, prafraseando a Walter Benjamin, un álbum de fotos, un recordatorio
fijo, pero no estático, de lo que habían logrado. O dicho de otra manera, y como comentaba en
esos días ardientes con Alvaro: Había que darle a la gente una oportunidad, aunque fuera
mínima, de contar “su” historia, para que fuera recordada. Para que más allá de las aristas que
marca el devenir del tiempo entre los hombres, las bolivianas y los bolivianos que han llevado
adelante esta gesta, con sus vidas y con su fuerza, tuvieran un testimonio de quien desde un
rincón los había acompañado.
En el caso de Sacco y Vanzetti, un anómimo colega que ejercía el oficio con claridad les
permitió al menos el derecho a dejar plasmado en sus propias palabras lo que siempre fue “la
verdad”: eran hombres inocentes. En el caso de El Alto, con toda modestia, es apenas lo que
he querido hacer. Como me dijo un dirigente vecinal alteño en una reunión hace ya varios
meses, sugiriendo títulos a este libro: “Este libro deberá ser La verdad de una historia... la historia
derramada escrita en sangre”.